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SOBRE EL ETERNO RETORNO DE LA PENA DE MUERTE Y OTROS INTENTOS

DE USAR POLÍTICAMENTE AL DERECHO PENAL

Alejandro Nava Tovar*

La relación entre el derecho penal y la política es múltiple y compleja. Buena parte de las
discusiones sobre esta relación están centradas en el problema de la legitimidad y límites del
derecho penal, específicamente, en el problema acerca de la dimensión dialéctica del castigo y
de la pena. Uno de los campos fundamentales en los que el derecho penal y la política convergen
es en la política criminal, concebida, a grandes rasgos, como aquella parte de la política que
tiene la pretensión de fundamentar los principios fundamentales para la prevención y sanción de
todas aquellas conductas criminales que de forma más grave ponen en peligro la vida de las
personas y más en general el orden social comunitario, de tal modo que la política criminal debe
establecer aquellas medidas gubernamentales que debe tomar el Estado para combatir dichas
conductas.

Dentro de aquellas medidas gubernamentales que el Estado puede tomar para combatir
las conductas criminales la más severa, irreversible y polémica es la pena de muerte, la cual
suele verse como una pena propia de legislaciones autoritarias y contradictorias respecto a los
derechos humanos. Pues bien, como expresión sintomática de lo que Friedrich Nietzsche
llamaba eterno retorno de lo mismo (ewigen Wiederkehr des Gleichen), el pasado martes 25 de
febrero de 2020 diputados del Partido Verde y de Morena presentaron una iniciativa para castigar
con pena de muerte los delitos de violación, feminicidio y homicidio doloso. En esta iniciativa los
legisladores afirman que este proyecto busca eliminar los obstáculos constitucionales para que
pueda establecerse la pena de muerte en nuestro país, la cual, desde 2005, está proscrita
constitucionalmente de nuestro orden jurídico. En virtud de ello, los diputados buscan modificar
los artículos 18, 22, 29 y una adición del 94.

*investigador del INACIPE y miembro del Sistema Nacional de investigadores


Al margen de que en algún mundo posible pudiesen llevarse a cabo estas reformas en
México y, además, conseguir el retiro de los respectivos tratados internacionales que la prohíben,
merece la pena preguntarse qué es lo que lleva a estos diputados a proponer semejante pena.
Es evidente que México pasa actualmente por una crisis de violencia profunda. No solamente
vemos a diario enfrentamientos entre delincuentes entre ellos mismos y con las fuerzas policiales
y armadas, sino también hemos presenciado mediáticamente el asesinato brutal de muchísimas
mujeres y menores de edad, los cuales son repetidos constantemente por los medios de
comunicación, causan enojo e impotencia en las redes sociales y buscan ser capitalizados por
grupos políticos para ganar legitimidad y futuros votos. Esta pretensión de capitalizar votos a
expensa del dolor y el desencanto sociales derivado de estos grotescos crímenes no es nueva,
y entra en la categoría de los usos del populismo punitivo.

El concepto de populismo punitivo tiene su origen en la década de los noventa del siglo
pasado y se remonta a un ensayo de Anthony Bottoms, titulado “La filosofía y política del castigo
y la sentencia” (“The Philosophy and Politics of Punishment and Sentencing”), quien acuñó el
término populismo punitivo para describir una de las cuatro influencias principales que vio en los
trabajos sobre la justicia penal contemporánea y los sistemas penales en la sociedad moderna.
Como tal, Bottoms usó este concepto para referirse a aquellos políticos que buscan sacar una
ganancia electoral por medio de la defensa de tesis político-criminales, tales como la tesis de
que el incremento en las penas conllevaría necesariamente a una reducción de las tasas de delito
(la tesis de la pena qua reducción del delito) y la tesis de que las penas refuerzan determinados
consensos morales esenciales para la vida en sociedad (la tesis de la pena qua reforzamiento
del consenso moral).

Como puede verse, los usos políticos del derecho penal pueden llevar a legisladores a
proponer este tipo de medidas para combatir a “aquellos delincuentes sin escrúpulos que en
muchos casos no sólo no muestran ningún tipo de remordimiento frente a sus brutales actos,
sino que incluso experimentan placer y gozo con ellos”. Para ejemplificar el tipo de delincuentes
a los que será dirigida esta pena capital, el grupo de diputados se refiere a los siguientes
criminales y casos: “los monstruos de Ecatepec”, “el monstruo de Toluca”, así como los recientes
casos de Ingrid Escamilla y la menor de edad Fátima Cecilia. Puede advertirse que los nombres
de los criminales tienen una fuerte carga semántica que aspira a considerarlos no-humanos,
mientras que los crímenes referidos han provocado un gran dolor e ira en la sociedad mexicana.
Además, como respaldo argumental de su propuesta en torno a la posibilidad de ver a la pena
de muerte como medida disuasoria, los diputados apelan a un argumento comparativo, basado
en un estudio hecho en los Estados Unidos en 2005, el cual “parte del supuesto de que, si el
costo de algo se vuelve demasiado alto, las personas modifican su conducta. En otras palabras,
si cometer un delito como el asesinato puede llegar a costarle la vida a quien lo comete, éste lo
pensará dos veces antes de atentar en contra de la vida de las personas”.

Este respaldo argumental me parece débil y criticable por diversas razones. En primer
lugar, es posible dudar de la premisa según la cual puede afirmarse que “si el costo de algo se
vuelve demasiado alto, las personas modifican su conducta”. Hay personas que pueden seguir
con dicha conducta si encuentran otro tipo de incentivos. Es decir, si las penas que contemplan
pasar muchos años en la cárcel no son disuasorias, ¿por qué sí habría de serlo la pena de
muerte? Con este argumento muchos delincuentes se abstendrían de entrar en las filas del
narcotráfico, pues las posibilidades de morir de forma cruel son elevadas y, sin embargo, esto no
ha impedido que la gente entre al crimen organizado (de hecho, y a manera de analogía, puedo
afirmar que con frecuencia veo que muchas personas mueren por ser atropelladas por usar la
bicicleta y de cualquier manera la uso a diario para moverme en la ciudad). En segundo lugar,
¿es posible comparar el sistema de justicia criminal americano con el nuestro? ¿Acaso nuestro
sistema cuenta con la posibilidad de investigar y sancionar todos los delitos con el mismo nivel
de detalle que los Estados Unidos, con todo y que aun así este argumento no es suficiente para
llevar a cabo dicha sanción capital? Los altos niveles de ineficiencia y corrupción del sistema de
justicia criminal mexicano me permiten dudar seriamente de basarme en un análisis hecho
respecto a la situación de la justicia criminal de un país tan diferente como los Estados Unidos.
En tercer lugar, ¿este estudio del año de 2005 es irrefutable? Un vistazo a los estudios que se
encuentran en Deathpenalty.org muestran que hay ciudades en los que la pena de muerte no ha
logrado efectos disuasivos y, de hecho, existen ciudades en los que se ha institucionalizado la
pena de muerte y aun así la tasa de homicidios ha aumentado. Por lo tanto, este argumento
comparativo, sin mayor respaldo, fracasa.

Estos argumentos me permiten concluir dos cosas: primero, que el combate al crimen
debe tomar un cauce basado en la efectividad y racionalidad del sistema penal, más que en
proponer medidas penales populistas ―entendiendo aquí al populismo en un sentido meramente
negativo― y, segundo, que el populismo punitivo refleja no solamente un desconocimiento de
las deficiencias y corrupción del sistema de justicia criminal en México, sino un interés por ganar
legitimidad política a través del dolor, ira y desencanto de los ciudadanos. Así las cosas, y en
virtud de que la ola de violencia en México no se detendrá en un futuro cercano, me parece que
la pena de muerte permanecerá como un eterno retorno de la demagogia político-criminal. Ya
dependerá de nosotros el permitir que estos discursos en la esfera pública amenacen con
rebasar los límites de una política criminal racional o el exigir una política criminal legítima y
efectiva.

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