Sei sulla pagina 1di 379

OT

ANI ANAL
en la Edad Contemporánea
ses
Javier Alvarado Planas
Miguel Martorell Linares
(O ICONS
Historia
del delito y del castigo
en la Edad Contemporánea
Colección Historia del Derecho y de las Instituciones

Director
Javier Alvarado Planas, catedrático de Historia del Derecho
de la Universidad Nacional de Educación a Distancia.

Comité Científico

Feliciano Barrios, catedrático de Historia del Derecho


y Académico Secretario de la Real Academia de la Historia.
Alberto de la Hera, catedrático de Historia de América
de la Universidad Complutense de Madrid.
Juan Carlos Domínguez Nafría, catedrático de Historia del Derecho
y académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
José María Vallejo García-Hevia, catedrático de Historia del Derecho
de la Universidad de Castilla-La Mancha.
Historia
del delito y del castigo
en la Edad Contemporánea

Javier Alvarado Planas


Miguel Martorell Linares
Coordinadores

Javier Alvarado Planas


Regina M? Pérez Marcos
Aniceto Masferrer
Dolores del Mar Sánchez
Isabel Ramos Vázquez
Jorge J. Montes Salguero
César Lorenzo Rubio
Juan Carlos Domínguez Natfría
María del Camino Fernández Giménez
Emma Montanos
Pedro Oliver Olmo
Óscar Bascuñán Añover
Fernando Hernández Holgado
Miguel Martorell Linares

ikinsorn, S.L
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un siste-
ma informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico,
mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del
editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la pro-
piedad intelectual (art. 270 y siguientes del Código Penal).
Diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos ReprograXcos) si necesita fotocopiar o escanear
algún fragmento de esta obra. Puede contactar con Cedro a través de la web www.conlicencia.com o
por teléfono en el 917021970/932720407

Este libro ha sido sometido a evaluación por parte de nuestro Consejo Editorial
Para mayor información, véase www.dykinson.com/quienes_somos

O Los autores

Editorial DYKINSON, S.L. Meléndez Valdés, 61 - 28015 Madrid


Teléfono (+34) 91544 28 46 - (+34) 91544 28 69
e-mail: infoOdykinson.com
http: //www.dykinson.es
http: //www.dykinson.com

ISBN: 978-84-9148-250-5
Depósito Legal: M-18222-2017

Preimpresión:
Besing Servicios GráNcos, S.L.
besingsgO)gmail.com

Impresión:
Recco, S.L,
recco(Orecco-sll.com
WWW.recco.es
Índice

A 17

Javier Alvarado Planas - Miguel Martorell Linares

Capítulo 1. La Ilustración y la humanización


del Derecho penal ..ncnccioniconinnicnconioniconinnioneoncorinoronnoos 19
Javier Alvarado Planas

L LA CRÍTICA A LA LEGISLACIÓN CRIMINAL DEL ANTIGUO


RÉGIMEN cnica 19
IL. REFORMADORES E ILUSTRADOS coccion 21
Il. LOS NUEVOS POSTULADOS DE LA CIENCIA PENAL ..cccnanincionininninocon: 25
IV. LA REDACCIÓN DE LOS PRIMEROS CODIGOS PENALES coccion... 30
V. LA REFORMA DE LA LEGISLACIÓN PENAL ESPAÑOLA ooo 31
VI. ELCÓDIGO PENAL DE 1822 coins 33
NOTAS dnccoconccccioniconioncconioncnnncon
rencor con car coo nono none na Rao GAR AGR ARR GARRO RARA rare 36
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA coccion 41

Capítulo II. Los orígenes de la ciencia penal en España...... 43


Regina M? Pérez Marcos

INTRODUCCIÓN cocine 43
L ALGUNAS PRECISIONES TERMINOLÓGICAS cocccacanninoconicicicnanoiasacanenccns 43

Il. PUNTO DE PARTIDA Y CONTEXTO ooccciccninicnncnannesancanncrnreraienas 44


MI. LA CIENCIA PENAL EN LOS SIGLOS XVI Y XVlL....ooicnioniiinninnicinininnins 46
MIL 1. Características .....o.inninininioninininnrrrrrss 46
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea

111.2. Los autores y las 0DraS..........innicnnidionicninnnmmnmrmi 47


11.3. Los coONtedidoS ..nccninniiinninionnnnninnniariss 51
IV, LA CIENCIA PENITENCIARIA ...cocociniconiconnonioninnnnnoninnncnonnnrarnecannerorarenriccnss 52
SÍNTESIS FINAL c00ococioccoooooccccocnoononocnnonarannn
canse cenar 54
55
57

Capítulo !II. La codificación del Derecho penal en España.


Tradición e influencias extranjeras:
su contribución al proceso codificador .............. 59
Aniceto Masferrer

ILUSTRACIÓN Y CODIFICACIÓN DEL DERECHO ....oocococcononacococacnonnoiios 59


IL RAZÓN VS. TRADICIÓN: EL CONTEXTO CULTURAL DEL
MOVIMIENTO CODIFICADOR c0ccicccoonoccccooooonncinnonnosonmnnnnnanancnnnnanrrrnnarrann 60
TL EL ALCANCE SUPRANACIONAL DEL PROCESO CODIFICADOR:
EL MODELO FRANCES Y SU INFLUJO ..coccicaniciicanicioninonninonneconninonianioss 62
IV. LA CODIFICACIÓN COMO NACIONALIZACIÓN O
DESNACIONALIZACIÓN DEL DERECHO: EL CASO ESPAÑOL ............ 63
TRADICIÓN E INFLUENCIAS EXTRANJERAS EN LA
CODIFICACIÓN PENAL ESPAÑOLA coccion 65
VL 66
VIi. Elprincipio de legalidad ........nncnnincinninninomcinrnso 67
VI2. Elprincipio de proporcionalidad entre el delito
67
VI3. Elprincipio de personalidad de las penas 68
VI.4. Elproceso abolicionista de ciertas peNaS ....nni.nnn... 69
a) La pena de Muerte cnncnninninininonnacinnecacacnmncss 69
b) La confiscación de bien8S .oniiinininininiininianmers 70
c) Las penas infaMantes ccciicniniinicniinionnnrmsmmrrrs 70
VI.5. La abolición de la tortura como medio probatorio......... 71
VIL EL CONTENIDO CIENTÍFICO-PENAL DE LOS CÓDIGOS... 72
VIL1. Sistematización ....oonnnicnnicicnnincnnnnnnamncrrrrres 72
a) La división entre Parte General y Parte Especial ........
b) El delito: noción y CÍASES c.cconciniincninicnancnnsrsarre 74
Índice

c) La legítima defensa y otras circunstancias del


delito (eximentes, atenuantes y agravantes)... 76
d) Clasificación de las penas: evolución decimonónica
del sistema punitivo actual ..........cccarorncs 80
VI[.2. Humanización: la paulatina supresión de las penas
IOÉAMANEES cncnicccicncnnnnnnininnannninannnanininirrorrrerarrrerrerrerarircaris 84
VIL3. Secularización ...oonnnniicnnincinnnnninnnci erre 86
a) La distinción entre Derecho y MOTA aniniiionicicinininnnss 86
b) La paulatina despenalización de ciertas
conductas delictivOS....oo ocacion 86
VIIL A MODO DE CONCLUSIÓN ccoo 88
NOTAS cnica 90
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA occ 95

Capítulo IV. Delitos y penas en los código penales


A 97
Dolores del Mar Sánchez

L INTRODUCCIÓN cnica 97
L1. — La codificación en ESpaña....oncniiciniiinininnnsniinsir 97
1.2. El Derecho penal en la España contemporánea................ 98
IL CÓDIGO PENAL DE 1822.00... 99
M.1. Introducción histórica... 99
1.2. El proceso de gestación del Código penal de 1822.......... 100
IL3. Principios generales del nuevo Código .............uo.ccaa.ummomom”. 100
TIL CÓDIGO PENAL DE 1848. .000cccco0mmmres 100
ML1. Introducción históriCa........o.nnniinncnmnmnmmms 100
HL2. La ciencia penal a principios del siglo XIX .............o..c. 102
1L3. El proceso de gestación del Código penal de 1848.......... 102
HI.4. Principios generales del nuevo Código... 103
IV. CÓDIGO PENAL DE 185Oo. 105
IV.1. Elproceso de gestación del Código penal de 1850......... 105
IV.2. Principios generales del nuevo CÓdigO .....ooniciniininim.mm.m 106
CÓDIGO PENAL DE 187 0O....ccciccicionioioioocociocncncnonnonoorrrrssccnsscimrirrrsss 107
V.l. — Introducción históÓriCa......ooioniiniiinininnninnenninonaas 107
Histaria del delito y del castigo en la Edad Contemporánea

V.2. Elproceso de gestación del Código penal de 1870.......... 107


V.3. Principios generales del nuevo CÓdIBO ....ouoiininni... 108
VI. CÓDIGO PENAL DE 1928 ..cccnnnncnnnnnenccnorrrncncrrrnnnneris 109
VIL1. Introducción histórica... 109
VI.2. El proceso de gestación del Código penal de 1928.......... 110
VI3. Leyes penales especiales... 111
VI.4. Principios generales del nuevo CÓdIBO cnn... 112
VIL CÓDIGO PENAL DE 1932 cinco 113
VIL1. Introducción histórica... 113
VII2. El proceso de gestación del Código penal de 1932.......... 113
VIL3. Principios generales del nuevo CÓdigO conc... 114
VII CÓDIGO PENAL DE 1944.00 116
VII1. Introducción histórica 116
VIII.2. El proceso de gestación del Código penal de 1944. 116
VIIL3. Principios generales del nuevo Código............. 118
BIBLIOGRAFÍA cinco 119

Capítulo V. Historia del régimen penitenciario


en España (1834-1936) .0000cccoccoccociccicoconiooooonoooros 121
Isabel Ramos Vázquez

L ANTECEDENTES. LA PRIVACIÓN DE LIBERTAD EN EL


ANTIGUO REGIMÉN ..ccncccconiiiionicionncionecinncenccererrrrr 121
IL. LOS ORÍGENES DEL RÉGIMEN PENITENCIARIO EN ESPAÑA:
EL CODIGO PENAL DE 1822 Y LA ORDENANZA GENERAL
DE PRESIDIOS DEL REINO DE 1834 ¿.0niniicininiinniininninincinnss 125
TI. EL RÉGIMEN PENITENCIARIO EN LA ÉPOCA MODERADA:
EL CÓDIGO PENAL DE 1848 Y LA LEY DE PRISIONES DE 1849....... 130
IV. LA REFORMA PENITENCIARIA DURANTE EL SEXENIO
REVOLUCIONARIO Y LA RESTAURACIÓN .ccoccocionniconinioniconicianionirarinnosos 135
141
147
150

10
Índice

Capítulo VI. El regimen penal y penitenciario franquista... 153


Jorge J. Montes Salguero

L INTRODUCCIÓN coccion 153


II. ELCÓDIGO PENAL DE 1944 Y LA LEGISLACIÓN ESPECIAL ............. 153
II. EL CÓDIGO DE JUSTICIA MILITAR DE 1945 cocino: 155
IV. LAS LEYES DE ORDEN PÚBLICO Y RESPONSABILIDADES
POLÍTICAS cnncacicanninnoninninrrir eee 158
IV.1. Los Tribunales de Responsabilidades Políticas (TRP).... 160
1V.2. Represión de la Masonería y el Comunismo 161
IV.3. Ley de Vagos y Maleantes......o.ooiconinimsmsmsnaniass 163
V. LEGISLACIÓN PENITENCIARIA: EL REGLAMENTO
PENITENCIARIO DE 1948 164
V.1. —Sus disposiciones 164
V.2. Prisiones de MUjeres........ioinnininnnananocnesra 167
V.3. Régimen de Redención de peNaS ...iiniininunmnmanam 171
VI. EL TRIBUNAL DEL ORDEN PUBLICO ...ooconcioniconinanacinocnsissiscrenss 173
NOTAS cnciciccnonini erro 174
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA ccoo 177

Capítulo VII. La configuración del sistema penitenciario


EN lOMOCTACIa....ocoicincninnnonicnininnaninononan
anar onanon on caca ninnanonono
César Lorenzo Rubio

LA TRANSICIÓN DE LA DICTADURA A LA DEMOCRACIA


II 179
1.1. El sistema penitenciario al final de la dictadura
E AMQUÍS CA. ..ociccccncinnocinonicninnnnonrenccnn
creer rara 179
12. — La agitación en las prisiones durante
los primeros años de la Transición ......oonnninnncicanmnm.. 181
13. El fin del movimiento de presos y la aprobación
de la Ley Penitenciaria 183
1.4. Alcance y límites de la LOGP ante la realidad carcelaria... 185
LS. — Elefecto del terrorismo sobre las prisiones ....................... 188
L6. — Últimas MOVIliZaciOnéS...ooconnniinonionns 189
IL LA CONSOLIDACIÓN DEL MODELO PENITENCIARIO DURANTE
LOS GOBIERNOS SOCIALISTAS (1982-1996 ).c.oocaccoconnannnsnmncnmnnmesss 190
1.1. Las primeras FeforMaS......ooaninnnnnnanmmcnmamara 190

11
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea

11.2. Balance de los primeros diez años de la LOGP.................. 192


113. Elefecto del consumo de drogas y la definitiva
renovación del mapa penitenciario... 193
1.4. Ladispersión penitenciaria como política
antiterrorista y la creación de los FIÉS unn... 196
M.5. La aprobación del nuevo Código Penal y el
Reglamento Penitenciario... 198
IL6. Amodo de balance.......o.coniicniiciicnncninininnniniraacs 199
NOTAS endorcnoconconocaninanononcnoanannan
nino nannsno nos coo 0000 GR0U Gar eDDReGDoGno nan enanesaRenaN0 Gas anos nnan senora snrsnaiosasanaos 201
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA cocine 204

Capítulo VIII. Lajurisdicción militar en España


hasta la Constitución de 1978 occ.
Juan Carlos Domínguez Nafría

L FUERO Y JURISDICCIÓN MILITAR ...ococcconconcannnionmcnnossoincnncscrs 207


II. REGULACIÓN LEGAL HISTÓRICA DE LA JURISDICCIÓN MILITAR.. 210
TL RIGOR DEL DERECHO PENAL MILITAR oocccicicaoniocaniniocconannannacninaniacanss 214
IV. EXTENSIÓN DE LA JURISDICCIÓN MILITAR .oocniiniioniicocicionocnncces 216
V. DELITOS DE LOS QUE CONOCÍA LA JURISDICCIÓN MILITAR ........... 218
VL ÓRGANOS JURISDICCIONALES Y PROCESO MILITAR ....cccocicicioninoncon 220

VIL LAS PENAS Y SU EJECUCIÓN .ccccnccacccocononininninnnorrncncrrnncnrrres 223


225
232

Capítulo IX. La persecución de la herejía: Del santo oficio


de la inquisición a la congregación para la
doctrina de la Fé...oocinciniiciccnonionininininicnnnacinnass
María del Camino Fernández Giménez

Lo INTRODUCCIÓN a 233
IL. LA INQUISICIÓN MEDIEVAL coccion
nera connarars semanas 234
II. LA INQUISICIÓN MODERNA....ccicincinncooamonmanonnnnanacanancnnnc
rene 236
MI.1. La Inquisición española 236
11 Bula introductoria, régimen de gobierno y
EribundleS ninio. raras 236

12
Índice

12. El prOtéSO cinc rrr ec acaoiricanao 238


13. Supresión de la Inquisición y Juntas de Fé ocio 239
111.2. La Inquisición portuguesa .....ooociinoniinninninnncnnnneiaanenaricios 240
IV. DE LA INQUISICIÓN ROMANA A LA CONGREGACIÓN PARA
LA DOCTRINA DE LA FE ccooococociciicccnanincononoronnconnononanancoaracocrocaaorrccarrororacrarororacino 241
Iv.1. LaCongregación de la Inquisición.........oonnuninniinjunvninnnn. 241
IV.2. La Congregación para la Doctrina de la Fé ........nninn.. 243
NOTAS ¿miii ars 246
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA occiso 248

CapítuloX. — El homicidio y el asesinato............ooicnionionmnmmmmms. 249


Emma Montanos

I ELHOMICIDIO EN EL DERECHO ROMAN O..ccioniniconiconnnsinanciinancirinesineccos 249


II. ELHOMICIDIO EN LA PRIMERA EDAD MEDIEVAL occiso 249
IL.1. El derecho visigodo, continuidad de la tradición
jurídica romana, el Liber ludicioruM............mnninmmom. 249

1.2. Elderecho “especial' de alta edad media. ...o.oo.oinni... 250


11.3. La actuación de los parientes de la víctima ......................... 252
III. EL'RENACIMIENTO' MEDIEVAL Y MODERNO. EL SISTEMA
DEL DERECHO COMUN 253
MI.1. El dius commune .......coiiniccninnnicninncrnarninrins 253
111.2. Lalegislación real Las Partidas (1256-1265) ................... 254
IV. EL HOMICIDIO Y SU CUALIFICACIÓN EN LOS CÓDIGOS PENALES... 255
Vo ELASESINATO coccion 256
VI. ELORIGEN DEL TÉRMINO ASESINATO: LA DECRETAL
“PRO HUMANIS REDEMPTIONE oconiconiccccnacionnacionnacinarnrononconerncinirerinren
conan 257
VIL. LA RECEPCIÓN DEL ASESINATO EN PARTIDAS cncciciciicionininocss 258
VIII. EL ASESINATO EN LA LITERATURA JURÍDICA ..cooocociiccccniocicononccccnns 259
VII.1. Autores del siglo XVL...........coccnociciicconnnincconicoecrincnns 259
VIII.2. Autores de los siglos XVII y XVII 260
VIIL.3. Autores inmediatamente anteriores a la codificación... 262
IX. ELASESINATO EN LOS CÓDIGOS PENALES 263
IX.1. Consideraciones generales.......oo.oioniniinininnnniresicicioes 263
IX.2. El asesinato y su cualificación en los códigos..................... 263

13
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea

Capítulo XI. La pena de muerte en la España


contemporanea: Cambios y pervivencias
desde el Antiguo RégiMeN..oconcnconininnnciininnomms.
Pedro Oliver Olmo

IL. ENFOQUES, TRATAMIENTOS Y FUENTES coccion 273


IL. ELESPECTÁCULO SUPLICIAL Y LA PEDAGOGÍA DEL TERROR........ 276
II. LA TECNOLOGÍA DE LA MUERTE Y EL PROCESO CIVILIZATORIO.... 279
IV. PERSISTENCIA Y DECADENCIA DE UN CASTIGO
EJEMPLARIZANTE ocio ernirrica 282
V. DISCONTINUIDADES FIN DE ÉPOCA: AGIGANTAMIENTO
Y ABOLICIÓN occ cinc 285
VI AMODO DE CONCLUSIÓN .ccoccainnnnanannononononaconcacicaranaanananananocanananaraananenia 290
NOTAS cc 292
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA o... 294

Capítulo XII. Historia del delito político en la


España contemporánea (1808-1977)...

Óscar Bascuñán Añover

LL INTRODUCCIÓN. couniininnininaanneorinanana 297


IL. ELDELITO POLÍTICO EN LA FORMACIÓN DEL ESTADO LIBERAL
(1808-1868) 297
III. EL DELITO POLÍTICO ENTRE LOS PRIMEROS INTENTOS DE
DEMOCRATIZACIÓN (1869-1936) coccion 303
IV. EL DELITO POLÍTICO EN LA REPRESIÓN MASIVA DEL
FRANQUISMO (1936-1977) cnica 311
V. CONCLUSIONES 318
NOTAS cncciccononnanononionnonannnancananaanccanaan 319
320

14
Índice

Capítulo XIII. Cárceles de mujeres en la España


contemporánea: Un enfoque
histórico-social........onionicinnianinnncnrrcs 323
Fernando Hernández Holgado

L ANTECEDENTES .c.cccncinniinniinnicnnncnomoncmermarrarno
recorrer renerernnanrrrreereicanis 323
Ll. —Las*casas-galera once 323
12. — Delito y pecado ......oicniicnninnnnnnrcrcrrrrerae 325
O A 326
1.1. LasCasas de CorrecciÓn.....ciniicninnninnninniccnercncnarn
ranas 326
1.2. LaPenitenciaría central de Alcalá de Henares .................. 327
1.3. Una mirada al marco internacional .......coinnionianniniinicinnc.. 330
11.4. Positivismo penal: el “monstruo” femenino uni... 332
A 333
MI.1. Rutinas punitivaS..........nininicnnccinninnnnmararrserarer 333
111.2. Las reformas republicanaS ...nicnniinniinonnmsmrnses 334
MI.3. La herida de la guerra y de la posguerTa...ocoincncinmc.m<<m. 336
II11.4. Moral y política en la represión penal femenina.............. 338
MI.S. Las monjas de Franco.......o.oiniininininnnnmaarceamsnos 340
NIL6. Reajustes en la Sección Femenina Auxiliar del
cuerpo de PrisSiOMésS ....onniconicinicnicninnnnnnnnncnnrncrreniaronna
rancios 342
11.7. Laredención femenina de pena por el trabajo.................. 343
11.8. Las presas políticas y las presas COMUNES ..nicniniinniinno 345
II.9. Persistencias de antiguas rutinas punitivas....................... 346
III.10. El paisaje finisecular 348
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA occ 351

Capítulo XIV. El duelo en 1900: Un “delito especial”................. 355


Miguel Martorell Linares

L INTRODUCCIÓN .commncnnnnnnnress 355


IL. EL DUELO: HONOR Y ÉLITES ..coooninniinnnnnmmsrrrrrs 356

IIL. OFENSAS Y LANCES DE HONOR oocoocicconicconaonainionacniónncnss 359


IV. HONOR DE HOMBRES Y DE MUJERES 360

15
Historia del delito y del castiga en la Edad Contemporánea

V. LOS DUELOS A LA ALTURA DE 1900 ooccconicionianioncinnnccnnnnonecnss 363


VI. EL DUELO COMO DELITO: LA AMBIGÚEDAD DEL
CÓDIGO PENAL DE 1870..cccccccoiconioninonononnninenmnnnnncnnenccrsenees 368
VII EL CÓDIGO DE JUSTICIA MILITAR DE 1890 ALIENTA LOS
DESAFÍOS cnccicicicnicanninnncinnnncr 370
VIII. UNA CONDENA TAJANTE: LOS LANCES DE HONOR Y EL
AIN 372
374
376
378

16
Presentación

Han variado a lo largo del tiempo los criterios para determinar qué activida-
des deben considerarse delictivas, cuales son las medidas a adoptar para reprimir-
las y cómo ejecutar tales castigos. Hoy sería impensable tanto el considerar que la
brujería es un delito, como el castigar con la pena de vivicombustión, o condenar
a muerte a los falsificadores de moneda. La propia pena de muerte, aceptada y
extendida por todo el planeta hace cien años, se halla ahora en franco retroceso y
en los países democráticos donde aún se aplica genera un intenso debate alentado
por los partidarios de su supresión.

En este sentido, el conocimiento de la evolución historia de los delitos y de sus


castigos presenta dos grandes enseñanzas. De un lado, entraña una lección para
el presente, pues, como la historia es maestra de vida, comprender y asumir el
pasado nos da la oportunidad de aprender de nuestros errores y nos ayuda a pro-
gramar cómo queremos que no sea el futuro. Por ejemplo, saber cómo eran las
cárceles en el siglo XIX y buena parte del XX, conocer los problemas de gestión,
hacinamiento o higiene, nos permite definir mejor qué modelo de establecimien-
tos penitenciarios queremos y de cuáles nos queremos alejar. Por otra parte, el
estudio del delito, de las penas y del modo en que éstas se aplicaban nos ayuda
también a comprender mejor el universo cambiante de los valores que, en cada
momento, ha impulsado la sociedad.

Este es un libro multidisciplinar, escrito por profesores de diversas Universidades


españolas, que aborda el estudio del delito y de su castigo en la España contemporánea
desde diversas perspectivas, tanto por los ternas que trata, como por sus enfoques, y
por la formación de sus autores, historiadores del derecho y de la sociedad. Hemos pre-
tendido deliberadamente que converjan en sus páginas la Criminología, la Historia del
Derecho Penal y la Historia Social.

A estos efectos, el libro se divide en dos partes. La primera aborda, a lo lar-


go de siete capítulos, un estudio cronológico de la penalística y de los sistemas
penitenciarios españoles en la España contemporánea, desde las herencias reci-
bidas del Antiguo Régimen hasta finales del siglo XX, Los capítulos de la segunda
parte estudian siete temas específicos: los delitos y su castigo en las jurisdiccio-
nes militar y eclesiástica españolas contemporáneas; la consideración históri-
ca de los delitos de asesinato y homicidio; la historia de la pena de muerte; la

17
Historia del delito y del castiga en la Edad Contemporánea

historia de los delitos políticos; las cárceles de mujeres desde la perspectiva de


la historia social y el duelo como un delito especial. Aunque podrían haberse
tratado otros temas igualmente relevantes, nos ha parecido que los aquí selec-
cionados son suficientemente expresivos y que, además, reflejan cabalmente la
mentalidad de la época.

Los coordinadores

Javier Alvarado Planas Miguel Martorell Linares


Catedrático de Profesor titular de
Historia del Derecho de la Historia Política y Social de la
Universidad Nacional de Educación a Distancia Universidad Nacional de Educación a Distancia

18
Capítulo I
La Ilustración y la humanización
del Derecho penal
Javier Alvarado Planas
Universidad Nacional de Educación a Distancia

I LA CRÍTICA A LA LEGISLACIÓN CRIMINAL DEL ANTIGUO RÉGIMEN

En el siglo XVIII se desarrollaron los movimientos reformistas e ilustrados


que defendían un cambio en la forma de redacción, aprobación y promulgación
de las leyes'. El viejo derecho acumulaba normas de épocas distintas, dictadas en
su momento para resolver situaciones sociales, políticas, económicas coyuntura-
les. El constante acarreo de siglos había creado una maraña de legislación confusa,
dispersa y contradictoria totalmente inmanejable. A mediados del siglo xvm eran
numerosas las voces que señalaban la necesidad de establecer una teoría general
de creación y fijación de las leyes que acabase con el anárquico e inseguro sistema
anterior. Esa teoría general comenzó a llamarse por algunos juristas de la época
ciencia de la legislación, nombre acuñado por el jurista Gaetano Filangieri (1792-
1788) en una notable obra que, con ese título, escribió entre 1780 y 1788 acerca
de la técnica de redacción y contenido adecuado de las leyes. Ya Montesquieu se
hacía eco de esta reivindicación al defender que “los que poseen bastantes luces
para poder dar leyes a su nación o a otra, han de tener a la vista ciertas reglas en
la manera de formarlas (Espíritu de las Leyes, 29, 26). De esta manera, la preten-
sión iusnaturalista de deducir de la razón un derecho universal que pudiera ser
aplicado a todos los países como instrumento para perfeccionar sus respectivos
ordenamientos, venía a solucionar los problemas generados por la caótica situa-
ción provocada por el derecho vigente en los países europeos. En suma, esa ciencia
de la legislación, más comúnmente denominada codificación, propugnaba que las
leyes habían de ser pocas, concisas, sistemáticas y redactadas en un lenguaje sen-
cillo. Evidentemente, estas propuestas eran ya, por sí mismas, lo suficientemente
novedosas y oportunas como para que fuesen prontamente aceptadas por el resto
de la intelectualidad jurídica de la época.

¿Cuál era la diferencia entre el antiguo procedimiento de legislación y el


moderno? ¿Qué diferencia hubo entre Recopilación y Código? Frente al anticua-
do sistema de Recopilación o acarreo de leyes promulgadas desde siglos atrás,
generadas para salir al paso de necesidades concretas, y frecuentemente contra-
dictorias y anticuadas, reguladoras de todo tipo de materias, y redactadas en len-
guaje barroco y reiterativo, la codificación revolucionaba esta trasnochada con-
cepción del derecho escrito: se pretendía un solo texto por cada materia, ordenado
sistemáticamente, de acuerdo a un plan previo, que tratase de regular todos los

19
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

aspectos imaginables con un lenguaje claro, breve y conciso. Montesquieu recla-


maba que “El estilo debe ser conciso además de lacónico, el estilo de las leyes ha
de ser sencillo; la expresión directa se comprende siempre mejor que la figurada.
Las leyes del Bajo Imperio carecen de majestad: el príncipe se expresa en ellas
como un retórico. Si es hinchado el estilo de las leyes, parecen éstas una obra de
ostentación” (Espíritu de las Leyes, 29, 26). Por otra parte, “Las leyes no deben ser
sutiles: se hacen para gentes de entendimiento mediano; han de estar al alcance
de la razón vulgar de un padre de familia y del sentido común, sin ser un arte de
lógica ni una exposición de sutilezas” (Espíritu de las Leyes, 29, 26). Para ello, el
iusnaturalismo racionalista proponía una reelaboración doctrinal del derecho sis-
tematizando sus normas conforme a un método lógico. Bajo esta necesidad de uni-
ficar los derechos nacionales, el Despotismo Tlustrado promovió la elaboración de
los primeros Códigos (Prusia y Austria) que, aunque lejos todavía de abandonar
el viejo sistema de recopilación o acarreo de derecho regio, romano y consuetu-
dinario, supusieron un decisivo paso en la búsqueda de la seguridad y certeza del
derecho?. Precisamente, era en el ámbito de la legislación criminal donde parecía
más evidente la necesidad de una reforma pues, como ya se advertía en la época,
la legislación penal era la que reflejaba mejor las intenciones de un gobierno que
aspiraba a ser sabio, justo y perfecto.
Las críticas contra el derecho penal-procesal del Antiguo Régimen* insistían
en la falta de imparcialidad del juez (instruía y a la vez sentenciaba en la misma
causa; además participaba económicamente en el reparto de las penas pecunia-
rias llegando en ocasiones a negociar con el reo una rebaja a cambio de que éste no
recurriera el fallo y pudiera cobrar antes); no existía la presunción de inocencia de
modo que el sistema probatorio estaba orientado a conseguir la condena del acu-
sado (recordemos que el tormento judicial no era una pena o castigo, sino un me-
dio de prueba dentro del proceso judicial); la confesión arrancada en el tormento
era prueba decisiva, pero la declaración de inocencia bajo tortura no era vincu-
lante. La inferioridad procesal del acusado se traducía, por ejemplo, en el secreto
parcial de las actuaciones judiciales con su consiguiente indefensión. Las garan-
tías procesales eran escasas no solo por la evidente desigualdad ante la ley (por
ejemplo, muchos delitos eran objeto de indulto mediante pago al Estado, lo que
favorecía la impunidad de las clases pudientes), sino también por la inexistencia
de un sistema de penas fijo y objetivo que dejaba a los jueces un excesivo margen
de libertad para interpretar la ley o aplicar penas, etc.
En España, el catálogo de penas se caracterizaba por su crueldad y despro-
porción respecto del delito cometido. Así, por ejemplo, perduraba la ley del ta-
lión para los guardas de presos respecto de la pena que correspondiera a quienes
hubieran escapado (Novísima Recopilación. 4, 23, 12), al testigo falso (ley 83 de
Toro), se cortaba la lengua al blasfemo (Novísima Recopilación. 8, 4, 5 y 7) etc. Se
mantenía la trascendencia penal en algunos delitos: la infamia para los hijos del
reo de crimen de lesa majestad (Partidas 7, 2, 2). Las formas de aplicar la pena
capital eran diversas: vivicombustión, lapidación, decapitación, horca, aspamiento
en rueda, despeñamiento... (Partidas 7, 31, 6). Se contemplaba el culeum romano
para el parricida (Partidas 7, 8, 12), etc.

20
Capítulo L La Mlustración y la humanización del Derecho penal (Javier Alvarado Planas)

Ya en la segunda mitad del siglo xv las reflexiones doctrinales y las pro-


puestas de reformas legislativas inundaban Europa de la mano de italianos
como Vierri, Filangieri, Romagnosi, Pagano o Beccaria; franceses como Brissot
de Varbille, Pastoret, Marat, Lacretelle, Servan, Bexon; austro-alemanes como
Sonnelfels y Feuerbach o españoles como Lardizabal o Foronda. Como se ha dicho,
la Ilustración, el liberalismo y, en el plano jurídico, el racionalismo, supusieron una
lenta pero imparable reforma de las antiguas concepciones penales y de lo que
ya Bacon había denominado Idola Fori, los ídolos del Foro, el culto a las fórmu-
las procesales de un derecho que, como denunciaba Mario Pagano, era tan obso-
leto, «terrible y feroz» que por su «natural e ingénita irregularidad» propiciaba la
“opresión”*. La reforma pasaba por «derribar un coloso erigido durante muchos
siglos»*,
A los primeros códigos ilustrados, siguieron los primeros códigos liberales
surgidos al amparo de la Revolución Francesa, cuya influencia se dejó sentir in-
mediatamente en toda Europa. En apenas tres décadas la mayoría de los países
europeos habían iniciado su proceso codificador y disponían de sus primeros có-
digos constitucionales. Los primeros Códigos penales europeos fueron incorpo-
rando algunos conceptos de lo que será la moderna ciencia penal; la sustitución
de las penas arbitrarias por otras previamente establecidas para cada delito, la
necesidad de una proporcionalidad entre el delito y la pena tomando como me-
dida el daño producido a la sociedad (la llamada aritmética penal), la prohibición
de las acusaciones secretas que únicamente servían para estimular las delaciones
falsas, la proscripción del tormento que solo servía para condenar al inocente dé-
bil y absolver al culpable fuerte, el derecho a una justicia rápida, la supresión de la
trascendencia penal, etc.

Il... REFORMADORES E ILUSTRADOS


Entre los ilustrados que influyeron en la reforma de la legislación penal hay
que citar a Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu (1689-1755), au-
tor de la famosísima obra publicada en 1748 Del espíritu de las leyes, de decisiva
influencia en la evolución del pensamiento político y jurídico universal que tuvo
como punto inicial de inspiración las instituciones inglesas que Montesquieu co-
noció durante su estancia en Inglaterra desde 1729 a 1731. Montesquieu escribía
esa obra para demostrar que “el espíritu de la moderación debe ser el que inspire
al legislador” (Del Espíritu de las Leyes, 29, 1) y que la política criminal había de
ser más preventiva que represiva, advirtiendo que era más práctico “mejorar las
costumbres que infligir suplicios” (Del Espíritu de las leyes 6, 16)*.
Otro ilustrado que influyó notablemente en la reforma de la legislación cri-
minal fue Voltaire. Preso en la Bastilla, exiliado en Inglaterra, amigo personal de
Bolingbroke (que había vivido diez años en Francia) publicó en 1763 su Tratado
sobre la tolerancia, para denunciar el proceso contra Juan Calas. Allí acusaba a la
justicia francesa de practicar un “homicidio judicializado” por haber condenado
injustamente en 1762 a morir en la rueda al comerciante Juan Calas acusado falsa-
mente de matar a su hijo. Igualmente, otro proceso terrible sacudió la conciencia

21
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

delos franceses en 1765 cuando un juez local, enemistado con un joven de 20 años,
Francois Jean Lefebvre, caballero de La Barre, le acusó de no quitarse el sombrero
y no hacer una genuflexión al pasar ante una procesión. Condenado por blasfemia
a sufrir la amputación de la lengua hasta la raíz, la mutilación de la mano y des-
pués ser conducido en carro para ser atado a un poste hasta ser quemado en la ho-
guera, la sentencia fue ejecutada el 1 de julio de 1766. Ante ello, Voltaire escribió
en 1766 la Relation de la mort du chevalier de la Barre. A dicha obra siguieron el
Commentaire sur le libre des delits et des peines, que publicó en 1766 con el nombre
de “un abogado de provincia amigo íntimo de la humanidad”, o En Prix de la justice
et de l'humanité, escrito en 1777 en la que defiende el fin utilitario de las penas y,
por tanto, un argumento más para suprimir la pena de muerte y trocarla por la de
trabajos en beneficio de su país?,
Otro influyente penalista fue Jean-Paul Marat (1743-1793), autor del Proyecto
de declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789). Al igual que
Voltaire, había buscado refugio en Londres y se había impregnado en los principios
liberales ingleses para escribir Philosophical Essay on Man (1773). Precisamente, a
sugerencia de Voltaire, el 15 de febrero de 1777 apareció en la Gazette de Berne el
anuncio para otorgar un premio al mejor proyecto de reforma de la legislación cri-
minal. A tal efecto, Marat presentó un manuscrito titulado Plan de Législation cri-
minelle que, aunque no fue premiado, tuvo una notable acogida, siendo reeditado
en 1783 al amparo de la “Bibliotheque criminelle" de Brissot. Allí criticaba las leyes
por ser ilegítimas, arbitrarias, discriminatorias, injustas, antinaturales e ilógicas.
Concluía que si los poderosos se empeñaban en utilizarlas contra los pobres, estos
quedaban legitimados para reconquistar sus derechos. Criticando el secreto de las
actuaciones judiciales, decía; “¿Queréis que el crimen sea castigado, la inocencia
defendida, la humanidad respetada y la libertad asegurada? Administrad la justi-
cia en público. Que todo delincuente sea juzgado a la vista del cielo y de la tierra”*.
Defendía también la independencia de los jueces frente a las órdenes o presiones
del poder ejecutivo; “Sería un abuso indignante que los tribunales criminales pro-
cediesen del príncipe; deben ser completamente independientes” pues, de otro
modo, “estarían siempre a las órdenes del patrón que les nombra, y jamás consul-
tarían sino su voluntad””. El sistema penal debía de descansar en el principio de la
presunción de inocencia consagrado en el artículo 9 de la Declaración de Derechos
del Hombre y del Ciudadano en virtud del cual “Todo hombre se considerara ino-
cente hasta que haya sido declarado culpable”. Concretamente, afirmaba que “En
tanto que no resulte probada a los ojos de los jueces la responsabilidad del acusa-
do, no hay derecho para tratarle como culpable”'”,

Igualmente, debemos a otro jurista y abogado de Chartres, Jacobo Pedro


Brissot de Warville (1754-1793), una Teoría de las leyes penales. En 1778 se tras-
ladó a Londres y trabajó para un periódico Inglés “El Correo de Europa”. En este
contexto, en febrero de 1788, Brissot fundó la “Sociedad Francesa de Amigos de
los Negros” destinada a denunciar la esclavitud y poner fin a la trata de esclavos.
Durante la República, Brissot será elegido miembro de la Convención llegando a
liderar a los girondinos (Gaspard Monge, Thomas Paine, Georges Cabanis, Roland
de Platiére, Isaac Le Chapelier, etc.). Finalmente, su oposición a que el depuesto rey
fuera condenado a muerte le hizo sospechoso a la Revolución y fue guillotinado el

22
Capítulo 1 La Ilustración y la humanización del Derecho penal (Javier Alvarado Planas)

31 de octubre de 1793. La nómina de franceses penalistas podría completarse con


Emmanel Pastoret, Presidente de la Asamblea legislativa, Ministro del Interior y
autor de un tratado “Des lois pénales” (1790, 2 volúmenes).

Las estancias londinenses de Montesquieu, Voltaire, Marat, Brissot, etc. antici-


pan y preparan la influencia jurídica inglesa en la Francia revolucionaria a través
de las obras del juez De Lolme, de William Blackstone o William Paley. En efecto, la
influencia del derecho inglés se percibe, por ejemplo, en el Proyecto de nueva or-
ganización judicial presentado por Nicolás Bergasse al Comité de Constitución de
1789, diseñándose un «Juez de paz» para cada cantón. Lo mismo cabe decir respecto
a ciertos aspectos del jurado y al habeas corpus. Para ello, los revolucionarios france-
ses se sirvieron de la obra de De Lolme'' sobre el sistema judicial inglés y de la tra-
ducción de dos importantes obras de William Blackstone: una traducida por el Padre
Coyer*, y la otra por Damien de Gomicourt!'*. También el funcionamiento de los jura-
dos ingleses había sido explicado por William Paley** y traducido por Bertin'*,
En otros países también se debatía sobre la reforma de la legislación penal,
de la administración de justicia, del sistema educativo y de enseñanza, etc. En los
territorios italianos, destacan Romagnosi y Gaetano Filangieri, el primero que sis-
tematizó los nuevos principios penales del Iluminismo. Hay que citar también al
conde Pietro Verri (1728-1779), que estudió jurisprudencia con los jesuitas para
luego inscribirse en 1747 en el Colegio de nobles de Milán, donde coincidirá con
Beccaria para fundar la famosa Academia dei Pugni (de los puños), así llamada
por su espíritu combativo reformista, junto a un grupo de inquietos jóvenes mi-
laneses (Giovan Battista Biffi, Sebastiano Franci, Paolo Frisi, Luigi Lambertenghi,
Alfonso Longo, Giuseppe Menafoglio, Pietro Secchi y Giuseppe Visconti di Saliceto,
así como su propio hermano Alessandro!*, también jurista). Su obra Osservazioni
sulla tortura, comenzadas a redactar en 1764, fue utilizada por Beccaria para re-
dactar su Dei delitti e delle pene, obra publicaba anónimamente en 1764 que sin-
tetizaba buena parte del programa penal reformista defendido desde hacía años
por Ilustrados de la época. En una de sus cartas al abad Morellet fechada en mayo
de 1766 le confiesa que “Yo mismo debo todo cuanto sé a los libros franceses. Ellos
son los que han despertado en mi alma los sentimientos de humanidad, que ocho
años de educación fanática habían ahogado... Ya data de cinco años la época de mi
conversión a la filosofía, y la debo a la lectura de las Cartas Persianas. La segunda
obra, que dio la última mano a la revolución operada en mi entendimiento, es la de
Helvetius. El es el que me ha indicado el camino de la verdad, y que ha despertado
el primero mi atención sobre la ceguedad y las desgracias de la humanidad. La ma-
yor parte de mis ideas, son debidas a la lectura del Esprit”"”.

También cabe mencionar al jurista Gaetano Filangieri, príncipe de Arianiello


(1752-1788), autor de la notable e influyente obra La Scienza della Legislazione'*
que puede considerarse como el primer tratado de derecho penal moderno y que
fue incluida en el Index romano de la Iglesia Católica en 1784 por sus ataques a
los privilegios del clero. Ya en una obra juvenil había defendido la publicidad de
los procedimientos judiciales. La injusta detención de Isidoro Bianchi en otoño de
1770 en Nápoles le inspiró su primer escrito (1771) y su incorporación a la pu-
blicística del momento (también Tomás Natale publicaba en 1772 una reflexión

23
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

sobre la eficacia y necesidad de las leyes). Poco después publicaba Riflessioni poli-
tiche su l'ultima legge del Sovrano, che riguarda la riforma dell'amministrazione de-
lla Giustizia (Napoli, 1774)*, que constituye una declaración de intenciones de su
posterior magna obra. De joven formó parte del grupo de Iluministas y reformado-
res como Antonio Planelli, M. Vargas-Machuca, F. Conforti y Andrea Serrao, Lucas
Nicola de Luca y el principe Raimondo de Sangro. De entre los ilustres personajes
que se cruzaron en la trayectoria vital del príncipe de Arianiello, cabe decir que
en 1787 recibió la visita de Goethe quien, en su obra “Viaje a Italia”, menciona sus
conversaciones con Filangieri sobre el despotismo describiéndole como una per-
sona preocupada por la felicidad y libertad de los hombres con «unos delicados
sentimientos morales», «de natural tierno y trato cómodo» a quien «gusta de con-
versar sobre Montesquieu o Beccaria con una profunda devoción a Giambattista
Vico», «Nunca oí una sola palabra banal de su boca»?,

Las reformas del derecho penal y procesal propuestas por Filangieri, comen-
zaban por “eliminar todos los altercados indecentes entre el juez y el acusado, to-
dos los terrores, violencias y asechanzas que hacen tan abominable, tan indigno é
injusto el actual sistema; desembarazar la justicia de aquella oscuridad voluntaria
en que se envuelve con el misterio de la pesquisa; abolir los juramentos inútiles
que se exigen al acusado, y que solo sirven para multiplicar los perjurios; no recu-
rrir en la citación a la captura sino en aquellos casos en que se pueda sospechar la
fuga del acusado, procurar que aun en tales casos la custodia del acusado no sea
indigna de un inocente; emplear parte de las rentas del estado en la construcción
de cárceles, donde los depósitos de la justicia pública deberían excitar la idea agra-
dable de la moderación y respeto con que custodia la sociedad aun aquellos indi-
viduos que han merecido su desconfianza; en una palabra, tratar al acusado como
ciudadano, hasta que resulte enteramente probado su delito”?! En su época, ta-
les propuestas serían tachadas de demasiado avanzadas, revolucionarias cuando
no escandalosas. Pero la elocuencia del príncipe de Arianiello no se quedaba allí.
Planteaba además “añadirse otra cosa a esta reforma; a saber, la división de cárce-
les para los acusados y para los convictos. El hombre que es acusado de un delito,
no debe perder el derecho a la imagen pública, hasta que se le haya convencido
de ser verdaderamente autor de él... Un acusado no es siempre reo; pero puede
llegar a serlo con este contagio pestífero. Encerrado en una misma caverna con los
delincuentes ya condenados, no respira en ella, por decirlo así, más que el olor del
delito. Una atmósfera viciada concentra allí estas terribles exhalaciones ¿y quién
sabe hasta qué punto pueden obrar en su ánimo y alterar su corazón”?,
Respecto a Mario Pagano, fue catedrático de derecho penal durante veinte años
y un activo reformador jurídico? y político que le enfrentaron al gobierno borbónico
con el correspondiente exilio a Milán. Su participación en el gobierno de la República
napolitana, le llevaría al patíbulo en 1799. Además de unos “Ensayos políticos”, es-
cribió unas “Consideraciones sobre el proceso penal” (Nápoles, 1787, reeditadas en
1801) y unos “Principios del Código Penal" (Milán, 1803, reeditadas en 1806) en que
se recopilan sus lecciones universitarias de Derecho penal.

Por su parte, Domenico Romagnosi (1761-1835), graduado en jurisprudencia


en la Universidad de Parma en 1786, ejerció de notario y formó parte de varias

24
Capitulo 1. La Rustración y la humanización del Derecho penal (Javier Alvarado Planas)

Sociedades literarias y academias. En 1791 publicó Genesi del diritto penale** al


que seguirirían luego Che cos'e uguaglianza (1792), Che cos'é libertá (1793),
Introduzione allo studio del diritto pubblico universale (1803), Principi fondamen-
tali di diritto amministrativo (1814) o Della costituzione di una monarchia nazio-
nale rappresentativa (1815) cuyos planteamientos revolucionarios le llevaron a la
cárcel. Fue profesor de Derecho en Parma, Pavía, Pisa y Milán.

Igualmente, también en los territorios centroeuropeos la penalística evo-


lucionó de la mano de los ilustrados. Cabe mencionar al barón Joseph von
Sonnenfels (1732-1817), doctor en derecho, profesor de ciencia política, Rector
de la Universidad de Viena y Presidente de la Academia Imperial de Bellas Artes.
Publicó diversas obras sobre la reforma de la administración de justicia y sobre la
abolición del tormento (Zurich, 1775) consiguiendo la abolición de la tortura en
1776 en toda Austria adquiriendo un considerable prestigio que en 1779 movió a
la emperatriz María Teresa a nombrarle su consejero. A él se debe la redacción del
Código de derecho criminal Allgmeine Gesetz úber Verbrechen und Strafen sancio-
nado por José Il (1787).

MII.. LOS NUEVOS POSTULADOS DE LA CIENCIA PENAL


El programa ilustrado y reformista de la legislación criminal se fue concretan-
do en diversos principios esenciales entre los que destacamos los siguientes:

a) Finalidad de la pena: Frente a la finalidad exclusivamente intimidatoria


y retributiva de la pena?* (cuya aplicación conllevaba una escenificación
contraria a la dignidad humana), los reformistas defienden su sentido
preventivo y correccional; “Las penas extremadas pueden corromper
hasta el propio despotismo; echemos una ojeada al Japón. Allí se castigan
con la muerte casi todos los delitos, porque la desobediencia a un em-
perador tan grande como el del Japón es un crimen enorme. No se trata
de corregir al culpable, sino de vengar al príncipe. Estas ideas provienen
de la servidumbre y de que, siendo el monarca dueño de todo, casi todos
los delitos se cometen directamente contra sus intereses” (Montesquieu,
Espíritu de las Leyes, 6, 13). En este sentido, el medio más eficaz para
prevenir el delito es la educación, ya sea en el ámbito privado-familiar
o público (Montesquieu, Del Espíritu de las Leyes, Lib. IV, cap. 1; Beccaria,
Tratado de los Delitos y de las Penas, capítulo XLV). Para Romagnosi, “la
pena debe ser la mínima posible” logrando la mayor eficacia con el míni-
mo dolor”?,
b) Imperio del principio de legalidad y limitación del arbitrio judicial”: En
conocidísima fórmula de Feuerbach, secundada por Voltaire, Mably,
Chaussard, Servan, Marat, Pagano... no existe delito ni puede imponerse
una pena que no estén previamente contemplados en la ley: «nullus cri-
men nulla poena sine lege»**. Con ello se pretendía restringir el arbitrio
judicial, es decir, la facultad de los jueces para interpretar lo que era delito
y limitar el abusivo margen de discrecionalidad para imponer la pena. De
esta manera, el denominado principio de legalidad obligaba al legislador

25
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

a redactar leyes claras y precisas impidiendo que ningún magistrado pu-


diera aplicar penas distintas a las establecidas por la ley, ni considerara
delictivas actuaciones no previstas por el legislador. Filangieri denuncia-
ba el «misterioso y arbitrario secreto que acompaña a los primeros y más
importantes pasos del procedimiento» (lib. III, parte l, cap. IL, p. 124) y
proponía como solución que cada tipo de pena, sus grados y el plazo de
su duración estuviera expresamente establecida en la ley pues ello no po-
día dejarse “al arbitrio de un juez, o a la venalidad de un carcelero todo
ha de estar determinado por las leyes”. Para limitar la discrecionalidad
de los jueces, el legislador recurrirá a la denominada “aritmética penal",
estableciendo una escala de penas y dividiendo estas en grados de modo
que el juez se limite a aplicarlas casi matemáticamente en función de las
circunstancias modificativas (atenuanes, agravantes, eximentes) de la
responsabilidad penal?””. Precisamente, el primer Código penal europeo
que consagró el principio de legalidad prohibiendo expresamente el ar-
bitrio judicial fue el Código General de Delitos y Penas (Allgemeine Gesetz
úber Verbrechen und Strafen de José II (1787) redactado fundamental-
mente por von Sonnenfels.
c) Penas racionales y proporcionadas: En el derecho penal europeo, la finali-
dad intimidatoria de la pena había llevado a castigar simples hurtos con la
muerte. Por citar un ejemplo referido a España, el libro XII de la Novísima
Recopilación de 1805 titulado “De los delitos y sus penas y de los juicios
criminales” recogía una pragmática de Felipe V que condenaba a muerte
a quien hubiese cometido un hurto. Pues bien, el reformismo penal defen-
día desde hacía años la proporcionalidad entre el delito y la pena; “Es un
grave mal entre nosotros imponer la misma pena al salteador que roba en
despoblado y al que roba y asesina. Evidentemente habría de establecer-
se alguna diferencia en la pena, por la seguridad pública” (Montesquieu,
Espíritu de las Leyes, 6, 16). Era desproporcionado castigar “lo que no tie-
ne ni apariencia de delito; por ejemplo, un hombre que aventura su dine-
ro al juego, es condenado a muerte” (Montesquieu, Espíritu de las Leyes,
6, 13). El propio Montesquieu basaba el principio de proporcionalidad de
las penas en razones de equidad y de buen gobierno pues “La severidad
de las penas es más propia del gobierno despótico, cuyo principio es el
terror, que de la monarquía o de la República, las cuales tienen por re-
sorte, respectivamente, el honor y la virtud” (Espíritu de las Leyes, 6, 9).
En última instancia, “un legislador prudente hubiera procurado moderar
los espíritus con un equilibrio justo de las penas y las recompensas; con
máximas de filosofía, de moral y de religión, acomodadas a tales carac-
teres; con la aplicación exacta de las reglas del honor; con el suplicio de
la vergiienza, el goce de una felicidad constante y de una tranquilidad
bienhechora; y si temía que los ánimos acostumbrados a penas crueles no
pudieran domarse por otras más benignas, hubiera debido proceder de
una manera callada e insensible: moderando, en casos particulares, la du-
reza de la pena, hasta lograr poco a poco modificarla en todos los casos”
(Espíritu de las Leyes, 6, 13). También Voltaire defiende la proporcionali-
dad entre delito y pena pues resulta injusto que robos insignificantes se

26
Capítulo L La Ilustración y la humanización del Derecho penal (Javier Alvarado Planas)

castiguen con la muerte, como el caso de la joven de 18 años, Antoinette


Toutan, ahorcada en Lyon en 1772 por la sustracción de unas servilletas
a una tabernera (Eloge historique de la raison (1774). Para Voltaire, una
sentencia de muerte para un delito que no merece más que una simple
corrección, no es más que un asesinato cometido con la cuchilla de la jus-
ticia (Dictionnaire philosophique). También Benjamín Franklin, se adhe-
ría al principio de proporcionalidad de la pena al escribir que “Leo en los
últimos papeles de Londres que una mujer está condenada a muerte en
VOld Bailey, por haber robado en una tienda catorce chelines y tres pen-
ces de gasa: entonces ¿qué proporción guarda el daño hecho por robar
catorce chelines, con el suplicio de una desgraciada criatura que expira
en la horca? ¿No hubiera podido, con su trabajo, pagar el cuádruplo de
esta cantidad, y por este medio, satisfacer a la expiación exigida por la ley
de Dios? Además el infligir una pena desproporcionada al delito ¿no es
lo mismo que castigar a un inocente? Y considerando bien las cosas bajo
este punto de vista, ¿Cuántas veces, todos los años, la inocencia, no sólo
es castigada, pero también atormentada en casi todos los Estados civiliza-
dos de la Europa?”**,
La confesión bajo tortura: En el antiguo derecho procesal, el tormento era
un medio de prueba válido para arrancar la confesión del acusado. No
vamos a señalar aquí las depuradas técnicas desarrolladas en los trata-
dos de tortura, verdaderos manuales de rebuscado ensañamiento. Baste
citar, a modo de ejemplo, que la jurisprudencia de los siglos XVI y XVII
aceptaba la tortura de la mujer lactante siempre y cuando ello no oca-
sionara una disminución de alimento para el niño*!. Cualquier medio era
lícito para obtener una confesión. Se aceptaba que “Un juez, teniendo en
la cárcel a una mujer sospechosa de delito, puede hacerla llevar secreta-
mente a su estancia y, una vez allí, besarla, acariciarla, aparentar amarla
y prometerle la libertad, con el fin de inducirla a acusarse del delito”.
Igualmente, si un delincuente confesaba bajo promesa del juez de que,
declarándose reo, no le ocurriría ningún mal, la confesión se considera-
ba válida y la promesa del juez no obligaba**. Sería ocioso citar la mul-
titud de autores tempranamente contrarios al tormento procesal como
Montesquieu** o Brissot de Warville para quien “La tortura es una inven-
ción de la tiranía. Que se recorra la Historia, y se la verá más o menos en
uso en los pueblos, según éstos sean más o menos libres, más o menos
ilustrados”**. Los primeros resultados de esta batalla humanitaria llega-
ron de la mano de Federico Il a los tres días de subir al trono cuando en
1740 suprimió la tortura, salvo para los delitos muy graves, y con carác-
ter general en 1754 y 1756.
Como ya se ha indicado, el representante del iluminismo austríaco, el ba-
rón Joseph von Sonnenfels, sometió a la consideración de la propia María
Teresa una obrita sobre la materia, Uber die Abschaffung der Tortur
(Zurich, 1775) que ocasionó la supresión del tormento judicial en 1776.
Como la medida no era obligatoria para los Estados italianos del Imperio,
Pietro Verri se decidió a escribir sus Osservazioni sulla tortura* para
demostrar que tales medidas no deberían ser una cuestión de política

27
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

meramente nacional o territorial, sino que habían de beneficiar a toda la


Humanidad. Además demostraba que los tormentos no son un medio de
descubrir la verdad y que, aun cuando un método tal fuese conducente
para descubrir la verdad, sería intrínsicamente injusto. En efecto, “Reos
robustos y resueltos sufren los tormentos sin abrir nunca la boca, deci-
didos a morir de sufrimiento antes que acusarse a sí mismos Otros in-
felices, a fuerza de dolor, se acusaron a sí mismos de delitos de que eran
inocentes”, en suma, “los tormentos no son un medio para descubrir la
verdad, sino un medio que impulsa al hombre a declararse reo de un de-
lito, lo haya o no lo haya cometido”*”. Por los mismos motivos, Beccaria
consideraba el tormento como el medio seguro de absolver a los robus-
tos malvados y condenar los flacos inocentes (Tratado de los Delitos y de
las Penas, capitulo XVI). Voltaire, glosando la citada obra de Beccaria, en
su Comentario sobre el libro «De los delitos y de las penas» por un abogado
de provincias exigía todos los medios posibles de defensa para las par-
tes siempre que no fueran antinaturales, como lo era la tortura judicial.
Defendía la abolición de las penas aniquiladoras del ser humano porque
“un hombre ahorcado no sirve para nada y los suplicios inventados para
el bien de la sociedad deben ser útiles para ésta”? Filangieri combatía
también el “tormento que todavía está en uso en gran parte de Europa,
a pesar de la guerra vigorosa que le han declarado la filosofía y las luces
del siglo... Preséntense los más insignes criminalistas, y digan si podrán
negarme que jamás han obtenido la confesión de un reo, sin que haya
sido precedida de la convicción (en cuyo caso sería inútil la negativa) o
del miedo de los tormentos, o de un desorden en las facultades intelec-
tuales, o del fastidio de una prisión de muchos años, que hace insopor-
table la vida, o de los artificios a que se recurre con demasiada frecuen-
cia para seducir a los infelices que se hallan enredados en los lazos de
la justicia, y arrancarles una confesión, en que la destreza de un pérfido
escribano hace creer al reo que consiste la disminución de la pena ó la
impunidad total?”?. Este discurso reformista llegó a España a través de
Ilustrados como Valentín de Foronda o Manuel de Lardizábal y Uribe;
“El tormento es una verdadera y gravísima pena, y sólo creo que es una
prueba, no de la verdad, sino de la robustez o delicadeza de los miembros
del atormentado”*.
e) Otros principios penales ilustrados: También se criticaba el secreto de las
actuaciones porque impedía el libre ejercicio de la defensa; “Las acusa-
ciones secretas hacen a los hombres falsos y dobles. Cualquiera que pue-
de sospechar ver en el otro un delator, ve en él un enemigo" (Beccaria,
Tratado de los Delitos y de las Penas, capítulo XV; Voltaire, Prix de la justi-
ce et de l' humanité). Por los mismos motivos, se criticaban las sentencias
dictadas sin alegar sus motivos. Sobre esto Voltaire denunciaba que los
jueces que mandaban ejecutar a unos ciudadanos sin razonar la causa,
eran los más déspotas de todos los hombres. Para Mario Pagano el “ta-
citurno e insidioso secretismo”*! era incompatible con la presunción de
inocencia del acusado y «favorable a la impunidad»*?. Marat proponía
que “el código criminal debe estar en manos de todo el mundo... haced

28
Capítulo 1. La llustración y la humanización del Derecho penal (Javier Alvarado Planas)

justicia en público... en las escondidas sombras del calabozo es donde los


magistrados inhumanos, olvidando la dignidad de sus funciones, se envi-
lecen empleando una astucia que no tiene escrúpulo de nada”*,

Se criticaban las penas infamantes no solo por contrarias a la dignidad huma-


na, sino por inútilmente redundantes, pues siendo infamante por sí misma todas
pena, “que la mayor parte de la pena sea la infamia de sufrirla» (Montesquieu, El
Espíritu de las Leyes, 1, 78)”.
Igualmente, se exigía una justicia rápida que evitase las dilaciones excesivas,
especialmente cuando el acusado estaba en prisión provisional; “La cárcel es sólo
la simple custodia de un ciudadano hasta tanto que sea declarado reo; y esta cus-
todia, siendo por su naturaleza penosa, debe durar el menos tiempo posible... La
prontitud de las penas es más útil porque cuanto es menor la distancia del tiem-
po que pasa entre la pena y el delito, tanto es más fuerte y durable en el ánimo
la asociación de estas dos ideas delito y pena” (Beccaria, Tratado de los Delitos y
de las Penas, capítulo XIX). Proponía Voltaire que no se pudiera encarcelar a un
ciudadano sin formarle proceso ante sus jueces naturales (Voltaire, Diálogos) y de-
nunciaba la excesiva duración de la prisión provisional que podía convertirse en
una pena extralegal o peor aún, un medio de presionar al acusado encerrándole
en un calabozo abandonado a su desesperación con el fin de interrogarle cuando
su memoria está perturbada por las angustias del miedo; “¿no es como atraer un
viajero a una cueva de ladrones para que lo asesinen?” (Voltaire, Prix de la justice
et de l'humanité). Para combatir tal abuso, proponía que se multara a los jueces
que se excedieran al aplicarla, tal y como sucedía en Inglaterra, donde un ministro
de Estado que mandara encarcelar infundadamente a un hombre, era multado con
cuatro guineas por la primera hora y dos guineas por cada una de las siguientes
(Voltaire, Prix de la justice et de l'humanité). Igualmente, para Marat, siendo el en-
carcelamiento de los procesados un medio de asegurar su presencia en el juicio,
“esta custodia, siendo esencialmente penosa, debe durar el menor tiempo posi-
ble”, y su rigor “no puede ser más que el necesario, bien para impedir la fuga”. En
todo caso, “la policía de las prisiones no debe estar confiada a los carceleros; que
un magistrado respetable visite, de tiempo en tiempo, estas tristes moradas, que
reciba las quejas de los desdichados encerrados en ellas y que haga justicia de sus
despiadados guardianes”*,
También se defendía el derecho a no declarar contra sí mismo para evitar las
confesiones forzadas, pues “Se castigan con la muerte las mentiras que se dicen a
los magistrados, aunque se digan en defensa propia; lo que es contrario a la natu-
raleza” (Montesquieu, Espíritu de las Leyes, 6, 13).
Principio basal del programa reformista era la igualdad penal ante la ley a fin
de evitar que la condición social sirviera para modificar el tipo de castigo. En esta
cuestión, la doctrina estaba muy dividida. Mientras que para unos la dureza de la
pena venía determinada por el daño hecho a la sociedad, para otros dependía de la
dignidad de la persona ofendida. Fue precisamente Filangieri uno de los primeros
penalistas en introducir en la graduación de la pena el aspecto subjetivo, es decir,
la intencionalidad del acusado. Para ello distinguía entre el dolo (voluntad de de-
linquir), la culpa (no intencional) y el caso fortuito. También Marat defendía que

29
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

“por el mismo delito debe infligirse igual castigo a todo delincuente”*, sin admi-
tirse otras graduaciones en la responsabilidad que las derivadas del sexo, la edad,
y las circunstancias del delito... “No se debe castigar a los imbéciles, los locos, ni a
los viejos dementes porque no saben cuándo hacen mal”””.

IV. LA REDACCIÓN DE LOS PRIMEROS CODIGOS PENALES

Las ideas ilustradas tuvieron influencia en los primeros textos legislati-


vos*, En Rusia, a instancias de los consejeros de Catalina Il, se aprobó en 1767 la
«Instrucción para la comisión encargada de ultimar un proyecto de nuevo Código»
que se basaba literalmente en El Espíritu de las Leyes de Montesquieu. En 1776, la
emperatriz María Teresa, “de acuerdo con el ejemplo de los diversos Estados ex-
tranjeros”*, decretaba en Viena la abolición de la tortura derogando la Constitutio
criminalis Theresiana que solo ocho años antes no solo admitía la tortura, sino que
explicaba sus diversas modalidades en cuarenta y ocho tablas ilustradas. Su hijo
Leopoldo II sancionaría en 1786 el código penal toscano (Riforma della legislazio-
ne criminale toscana). En 1787 se aprobaba el Allgemeines Gesetz ¡iber Verbrechen
und deren Bestrafen sancionado por el emperador José II. En Prusia, el rey ilus-
trado Federico el Grande, promulga en 1794 la costumbre general (Allgemeinen
Landrecht) inspirada en los modernos principios ilustrados. Igual hacían los
Países Bajos con su Código Criminal de 1808.

Pero donde el proceso de codificación penal tuvo un mayor despliegue fue en


Francia. La fe en la razón y, por tanto, en el poder omnímodo del legislador, cons-
tituyó la piedra angular del movimiento codificador que obtuvo su primer sopor-
te institucional en la Francia revolucionaria, concretamente en el Código penal de
1791. Allí se recibirán los principios jurídicos del Iluminismo europeo que secto-
res de la magistratura (Letrosne, Boucher D'argis, Dupaty, Lacretelle, etc.) habían
comenzado a aplicar al margen de la ley*”. Ya en la víspera de la Revolución, los
Cahiers de los Etats Généraux de 1789, daban cuenta de tales reivindicaciones en
materia penal; igualdad y humanización de las penas; supresión de la arbitrarie-
dad judicial, tanto en la definición de los delitos como en la determinación de las
puniciones; publicidad de los juicios; obligación de motivar y hacer públicos los
fallos; institución del jurado, etc*!. Lo cierto es que muchos de estos principios aca-
barían siendo reconocidos en la Declaración de derechos del hombre y del ciudada-
no de 26 de agosto de 1789 (reproducida en la Constitución de 3 de septiembre de
1791) redactada por Mirabeau inspirándose en las ideas de Montesquieu, Voltaire,
Beccaria, Filangieri??, etc. Asi, la igualdad de todos ante la ley; el principio de le-
galidad (nullum crimen nulla poena sine lege), la presunción de inocencia hasta la
declaración judicial de culpabilidad, la personalidad y moderación de las penas; la
exclusión del rigor innecesario en los arrestos y detenciones preventivas”...

Fruto de diversos esfuerzos fue el Code des délites et des peines de 25 de octu-
bre de 1795, redactado principalmente por el conde Felipe Antonio de Merlin de
Douai (1754-1838), abogado, diputado en los Estados Generales de mayo de 1789,
texto que sentó las bases del que sería, poco después, el Código penal napoleóni-
co**, En efecto, será la Administración napoleónica la que lleve a cabo la redacción

30
Capítulo L La Nustración y la humanización del Derecho penal (Javier Alvarado Planas)

de un Código Penal técnicamente más perfecto y acorde con la ciencia penal de la


época; el Código Penal de 1810. Ello culminaba la formidable labor codificadora
emprendida por los colaboradores de Napoleón que había tenido su primer fruto
en el Code Civil (1804), seguido del Código de procedimiento civil (1807), de pro-
cedimiento penal (1808) o el Código de comercio (1808). Todos ellos ejercieron
una poderosa influencia en los respectivos procesos de codificación de los países
europeos y americanos.
Respecto al Código penal napoleónico de 1810*, fue redactado por una co-
misión integrada por el conde Treilhard, el conde Bérenguer, el conde Defermon,
el conde Regnaud de Saint-Jean L'Angely, el conde de Cessac, el conde de Berlier,
el conde de Redon, el conde Réal, el conde Portalis, el conde Pelet de la Lozére, el
conde de Ségur, el barón Locré, que levantaba actas y llevaba el peso de las discu-
siones**, y presidida por Cámbaceres, príncipe Archicanciller del Imperio. Bajo su
presidencia, la comisión presentó el Proyecto de Código Penal a la Asamblea y, se-
guidamente, al Comité de Constitución en el que se encontraban diputados como
Siéyes, Talleyrand-Périgord, Tronchet, Lechapelier y luego al Comité de legislación
criminal en el que también había varios diputados como Fréteau, Lepeletier Saint-
Fargueau o La Rochefoucault. Tras notables discusiones*” sobre la abolición de la
pena de muerte propuesta en el código, humanización de las penas, la graduación
de las penas, etc.fue finalmente promulgado en 1810.

V. LA REFORMA DE LA LEGISLACIÓN PENAL ESPAÑOLA


Los aires de la Ilustración también recorrían España. Se traducía y comen-
taba a Montesquieu, Voltaire, Beccaría, Filangieri La influencia de los penalistas
ilustrados se materializará en el proyecto non nato de Código criminal mandado
redactar por orden de Carlos [ll en 1775 y concluido por Manuel de Lardizábal y
Uribe en 1787% inspirándose principalmente en la obra de Filangieri??. En todo
caso, la recepción en España de las nuevas corrientes de la ciencia penal se pro-
dujo lenta pero imparable de la mano de autores como Manuel de Lardizábal,
Jovellanos, Meléndez Valdés, Torres Villarroel, José Marchena, León del Arroyal,
Cabarrús, Ibáñez de la Rentería, Valentín de Foronda, Quintana, Martínez Marina,
Ramón Salas, Toribio Núñez, Antonio López, Agustín de Argúelles, Calatrava...
Especialmente vivos fueron los debates sostenidos a finales del XVII y comienzos
del XIX sobre la supresión del tormento, la pena de muerte, la adecuación de la
pena a la utilidad pública o la lucha contra la corrupción en la administración de
justicia. Es el caso de Alfonso de Acevedo*! denunciando la tortura como incom-
patible con la dignidad humana, o de los Discursos Forenses de Meléndez Valdés
celebrando las nuevas ideas penales y procesales de los Ilustrados franceses e ita-
lianos con el fin de desterrar las acusaciones secretas, las dilaciones indebidas, el
tomento, la desigualdad ante la ley, etc.? y del jurista José Marcos Gutiérrez apli-
cando las ideas de Filangieri y Beccaria en su Práctica criminal de España (Madrid,
1804).

Los Decretos del rey José I contribuyeron a reformar el Estado y a propagar


las ideas liberales al abolir la Inquisición, los derechos señoriales, las aduanas

31
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

interiores, los fueros y juzgados privativos, el tormento, etc. En todo caso, la Guerra
de la Independencia facilitó los planes reformistas que se materializaron en la la-
bor legislativa llevada a cabo por las Cortes de Cádiz* y en el trienio constitucio-
nal y de cuyo periodo disponemos de los trabajos y memorias de algunos de sus
protagonistas como Agustin de Argúelles**, Alvaro Flórez Estrada*, el Conde de
Toreno**, Romero Alpuente*” o Antonio Alcalá Galiano*?, entre otros.

Además de los Ilustrados franceses e Iluministas italianos, se recibía en


España la doctrina utilitarista debido a los ejemplares de las obras de Bentham
traídos por las tropas francesas en 1807, Uno de tales ejemplares cayó en manos
de Toribio Núñez (1776-1834), bibliotecario de la Universidad de Salamanca (y
luego diputado en las Cortes de 1822), que lo tradujo y publicó con el título de
Ciencia social, según los principios de Bentham (Salamanca, 1820). Lo mismo hizo
su amigo y también diputado Ramón Salas, catedrático de Salamanca” en sus
Lecciones de Derecho Público Constitucional””. No hay que olvidar que Bentham
construyó gran parte de su obra en torno a Helvecio”!. Paradójicamente, aunque
el propio Bentham criticó el Código Penal de 1822 en su correspondencia parti-
cular con el conde de Toreno”?, lo cierto es que sus obras”? sirvieron para articular
en el citado Código los principios de la proporcionalidad entre el delito y la pena
mediante reglas de «aritmética moral», la independencia de la administración de
justicia, el nombramiento, destitución y amovilidad de los jueces”*, etc.

Desde el punto de vista penal, una de las aportaciones más interesantes de


este periodo es la de Valentín de Foronda en sus Cartas sobre los asuntos más ex-
quisitos de la economía política, y sobre las leyes criminales (Madrid, 1794). En ellas
mantiene que la reforma del ordenamiento penal español ha de basarse en una
serie de principios y reglas encaminadas a garantizar la seguridad jurídica; la cla-
ridad en la tipificación de los delitos y penas; la proporcionalidad entre el delito
y la pena; la imparcialidad de los jueces; la administración gratuita de la justicia;
la ejemplaridad, utilidad e individualidad de la pena. En una de las Cartas escrita
en Vergara (10 de julio de 1788) Foronda aborda la reforma del derecho criminal
oponiéndose frontalmente al uso del tormento y todo tipo de penas corporales
incluidas “las argollas, los grillos, las esposas, las cadenas””*. Siguiendo casi lite-
ralmente a Filangieri, se muestra partidario del jurado popular para que "el poder
judiciario no solo esté fuera de las manos del que tiene el poder executivo, sino
también fuera de las manos del mismo juez””*. Igualmente, siguiendo a Filangieri,
considera que el sistema penal debe basarse en el principio de legalidad, y que
éste, a su vez, debe fundamentarse en la “razón”, pues “la autoridad debe humi-
llarse delante de la razón”””. Defiende también la necesidad de publicidad de las
actuaciones judiciales; “La publicidad del castigo tiene por fin ahogar los crímenes
que están por brotar: la publicidad de la instrucción tranquiliza al ciudadano ino-
cente sobre todos los asaltos de la calumnia: por consiguiente todo ciudadano se
interesa en que los depositarios de las leyes usen bien del poder que les ha confia-
do la sociedad”?*,
Por su parte, las Academias no eran ajenas al reformismo de la legislación pe-
nal. La Real Academia de Jurisprudencia Práctica presentó un Programa de confe-
rencias dedicado a la reforma de la Legislación criminal; Tomás González Carvajal

32
Capítulo I La Nustración y la humanización del Derecho penal (Javier Alvarado Planas)

trataría el problema de la proporcionalidad de penas y delitos; Francisco de los


Cobos y Spuche disertaría “sobre la crueldad del tomento, si es medio para averi-
guar la verdad en los delitos; o por el contrario si es expuesto a que se confiesen
los que no se han cometido”. Y el 15 de marzo de 1804 Garay hablaría sobre la
inutilidad de la tortura. Por su parte, Marcial Antonio López, de la Academia de la
Historia, comentaría el pensamiento de Constant en su Curso de política constitu-
cional (Madrid, 1820).

En todo caso, las reformas legislativas en materia penal arrancan esen-


cialmente en las Cortes de Cádiz. La pena de horca fue abolida por Decreto de
24-1-1812. La trascendencia penal se prohibía mediante el artículo 305 de la
Constitución gaditana. También se suprimió, por Decreto de 17-8-1813, la pena
de azotes por ser contraria al pudor y dignidad de hombres libres. La abolición de
la tortura se llevó a cabo primero en la Constitución de Bayona (art. 133) y más
tarde por las Cortes de Cádiz (sesión del día 22 de abril de 1811) cuyo contenido
quedó escuetamente recogido en el art. 303 del texto constitucional: “No se usará
nunca del tormento ni de los apremios””?. Sin embargo, no llegó a aprobarse el
Código criminal previsto en la propia Constitución a pesar de algunas tentativas
como la del anteproyecto de Figuera Vargas en 1811*”, Tampoco pudo concluir sus
trabajos la Junta de Codificación Criminal que en marzo de 1814 estaba compues-
ta por Calatrava, Argúelles, Quintana, Manuel Cuadros, Eugenio Tapia, Guillermo
Moragues y Nicolás Salcedo*', y que fue criticada por el diputado Hermida precisa-
mente por seguir muy de cerca la obra de Filangieri; “Hay muchos que creen que
en los libros lo hallan todo; piensan que todo lo saben porque leen a Filangieri”*?,
Con el regreso de Fernando VII y la vuelta al régimen absolutista?*, solo cabe citar
un Decreto de 2 de diciembre de 1819 que, recuperando parte de la labor refor-
madora gaditana, ordenaba la formación de un Código criminal que acabara con
la arbitrariedad del juzgador y penas como “la confiscación absoluta de bienes,
la trascendencia de infamia á los hijos por delito de un padre, sin otro fruto que
hacer perpetuamente desgraciada una familia, las penas acerbas y de largo pade-
cer”%, cuya severidad no eran “nada compatibles con la civilización y costumbres
del día”, etc. El proyecto fue rebasado por el levantamiento de Riego de enero de
1820 y la nueva promulgación de la Constitución de 1812.

VI ELCÓDIGO PENAL DE 1822

Durante el trienio se estrenaba abiertamente la libertad en las tabernas, en


los Parlamentos de café, sin apenas jerarquía, abiertas a la muchedumbre** “que
arrancaban mil aplausos por sus felices inspiraciones”*, En los periódicos se ha-
blaba sin tapujos de revolución, de soberanía nacional, de libertad, de igualdad
“Hasta los mozos de esquina compran la Gaceta”*. Quintana escribía poemas a la
revolución española**?, Años más tarde Larra evocaba el espíritu revolucionario
del liberalismo y de la lucha por la “igualdad completa ante la ley, e igualdad que
abra la puerta a los cargos públicos para los hombres todos, según su idoneidad,
y sin necesidad de otra aristocracia que la de talento, la virtud y el mérito; y liber-
tad absoluta del pensamiento escrito”* También lo haría Espronceda, cofunda-
dor de la sociedad secreta “Los Numantinos”, al declarar que “Estas tres palabras

33
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

evangélicas son el susto de los opresores de la tierra, el lema y esperanza de la hu-


manidad. Las pronuncian los pueblos con entusiasmo, las repiten con alegría los
libres vencedores y alborozan en secreto el corazón de los oprimidos. Ellas son el
símbolo de la alianza universal, la misión actual de la Europa Moderna y el término
a que por escabrosas sendas y al revés de mares de sangre atropellan las naciones
en su marcha atrevida y azarosa. Pero al proclamarlas no siempre las entendieron
las masas; y la libertad, que pudieron comprender apenas, comparándola con la
servidumbre que acababan de sacudir, no era bastante a existir por sí sola, aisla-
damente considerada, nia establecer nada fijo, sin la clara inteligencia de las pala-
bras Igualdad y Fraternidad. Compendiado está en ellas el catecismo de la libertad
moderna””.
En este ambiente propicio a las deseadas reformas, las nuevas Cortes de 1820
retomaron el compromiso establecido en el artículo 258 de la Constitución de
Cádiz; “El Código civil, criminal y el de comercio serán unos mismos para toda la mo-
narquía...” (redacción copiada de la Constitución francesa de 1793). A tal efecto,
las Cortes nombraron una Comisión encargada de redactar un proyecto de Código
Penal (22 de agosto de 1820)”. Concluido el proyecto, fue presentado a las Cortes
por su principal artífice, José María Calatrava (21 de abril de 1821), debatido (del
23 de noviembre de 1821 al 15 de febrero de 1822) y finalmente sancionado (27
de junio de 1822)”.
Como se ha dicho, el verdadero autor del proyecto fue el Ministro Calatrava.
De hecho, el 2 de marzo de 1821 pedía a las Cortes ser relevado de otros trabajos
legislativos para poder dedicarse por entero al proyecto de Código penal” y fue
él quien asumió la defensa del borrador ante las Cortes. Incluso otro miembro de
la Comisión, Martínez Marina, reconocía, refiriéndose a Calatrava “que una mano
principalmente había sido la que ha redactado todo el proyecto””*, Finalmente,
sancionado por el Rey y mandado promulgar el 9 de julio de 1822, no obstante, la
Gaceta de 27 de septiembre publicaba una Real Orden prorrogando la vacatio legis
hasta el día 1 de enero de 1823 (Gaceta n? 238, 1408). Apenas estuvo unos días vi-
gente dado que en abril de 1823 las tropas de la Santa Alianza facilitaron la vuelta
al Antiguo Régimen deseada por Fernando VII

Sobre las influencias ideológicas y jurídicas del Código Penal, Calatrava afir-
maba,; “confieso ingenuamente que he tomado muchas cosas del Código francés,
así como de las obras de Bentham, de Filangieri, de Bexon y de los demás que he
tenido a mano””, También había consultado los Códigos “de mayor crédito y repu-
tación en Europa”, teniendo presentes “los varios sistemas propuestos por los más
sabios autores””*, Y en efecto, de la lectura de sus 816 artículos se deducen eviden-
tes y literales influencias del Código Penal napoleónico de 1810 (por ejemplo, en
la estructura). Las Actas de las sesiones reflejan la frecuente invocación a las doc-
trinas de Montesquieu, Voltaire, Beccaria, Benthan, Filangieri, Diderot, Lardizabal,
etc. En suma, citando las palabras del Preámbulo, el Código Penal de 1822 fue una
“obra original, fruto de meditaciones filosóficas sobre los deberes y mutuas rela-
ciones de los miembros de la sociedad civil, y que partiendo desde los inalterables
principios del orden público, y de justicia universal, se dirigiese a un solo centro,
que es afianzar la tranquilidad y prosperidad del Estado, y amparar al ciudadano

34
Capítulo 1 La Ilustración y la humanización del Derecho penal (Javier Alvarado Planas)

en la pacífica posesión de sus derechos, y proporcionarle todas las ventajas de la


libertad civil, y de la seguridad individual”(p. IX). Palabras que recuerdan las ideas
que Filangieri expuso en la presentación del libro III de su obra sobre las leyes cri-
minales, donde consideraba que su finalidad era la sicurezza e la tranquillita”. El
Código Penal tuvo sus defensores y sus críticos; el diputado Vadillo, miembro de la
comisión, afirmaba que “sino es el mejor de Europa, no cede tampoco a ninguno”
(sesión 12-11-1822, n2 140, III, 2271) aunque no contentó a los más moderados ni
a los exaltados. Entre éstos, Flórez Estrada criticaba la protección del derecho ab-
soluto de la propiedad” que perjudicaba a las clases más desprotegidas. Al pare-
cer, “los moderados suponían que el odio de sus contrarios al Código venía de que
en él había ciertas disposiciones en verdad bastante ridículas contra las asona-
das””. Por su parte, el diputado Juan Romero Alpuente censuraba el afán de pro-
tagonismo de Calatrava; “El segundo error efecto del orgullo y deseo de lucirse de
Calatrava fue la extensión del Código penal compuesto de más de ochocientas le-
yes, sin haber casi memoria capaz de contenerla". Si hemos de creer a su enemigo
político Romero Alpuente, la vanidad codificadora del diputado Calatrava “fue la
causa de haber malgastado el tiempo de más de otra media legislatura en la discu-
sión del Código penal, el cual no podía servir sino para antropófagos”, de modo que
“no contento con haber sido elevado al tribunal supremo de justicia desde la clase
de abogado sin ejercicio aspiró a ser ministro del despacho universal de gracia y
justicia”!%. En todo caso, este primer Código Penal español redactado conforme
a la ciencia penal liberal del momento tuvo el mérito de servir de modelo a otros
países que iniciaban su proceso codificador como, por ejemplo, el Código penal de
1836 del Perú, el Código penal de 1841 de Costa Rica, el de Chile de 1874, Bolivia
de 1831, Paraguay de 1914, el mejicano de 1835.

La vuelta al absolutismo supuso el exilio a Francia e Inglaterra José María


Calatrava junto a otros destacados liberales como Alcalá Galiano, Juan Alvarez
de Mendizábal, el conde de Toreno, Andrés Borrego, Alvaro Flórez Estrada, José
Canga Arguelles, Agustín Argiielles, etc. en donde tuvieron oportunidad de cono-
cer las reelaboraciones doctrinarias o eclécticas del pensamiento político, social y
jurídico liberal que se dispusieron a aplicar tras su regreso a España.

Como colofón, puede afirmarse que en el ámbito concreto de la legislación pe-


nal liberal, el principio de la “Libertad” implicó la limitación de la arbitrariedad de
los jueces mediante leyes que determinasen las penas, así como el fortalecimiento
de la seguridad jurídica mediante el principio de que no hay delito sin ley anterior
que lo tipifique. La “Igualdad” se tradujo en la paulatina supresión de los privi-
legios penales de la nobleza y de ciertas jurisdicciones especiales. Finalmente la
“Fraternidad” conllevó la humanización y dignificación, en lo que ello era posible,
de las penas y del procedimiento criminal. De esta manera, la nueva ciencia del de-
recho penal contribuyó al proceso de paulatina disgregación del Antiguo Régimen
y al desarrollo del liberalismo.

35
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

Notas

1 Entre los antecedentes del movimiento reformista cabe citar a Francois HOTMAN,
Antitribonien ou discours sur lex Loix (1567) obra que prácticamente inició el género de li-
teratura crítica a los modos de creación y fijación del derecho positivo. En esta línea cabe
citar a G. W. LEIBNIZ (1646-1716) y su De naevis et emendatione jurisprudentiae romanae.
Leibniz puede considerarse uno de los más importantes precursores de la codificación al de-
fender en 1667 la redacción de un «novísimo código que fuese redactado completiva, breve y
ordenadamente, así la incertidumbre (es decir, la oscuridad y la contradicción) y lo superfluo (a
saber, la repetición de cosas inútiles), estarian ausentes» (Nova methodus, 2* parte, párr. 21).
El Código prusiano de 1794 mandado redactar por Federico Guillermo [en 1738, que luego
impulsaría Federico II y en cuya redacción intervinieron Samuel von Cocceji o el conde de
Carmer constituye una prueba de que, previamente a la codificación liberal hubo una codifica-
ción Ilustrada o, dicho en otros términos, que la «codificación» no ha sido consustancial al «li-
beralismo», sino una forma más depurada de técnica legislativa. De hecho el Código prusiano
de 1794 confirmaba la desigualdad de los ciudadanos ante la ley y las diferencias de estatuto
jurídico en función de la adscripción a uno de los tres estamentos sociales.
Para el derecho penal del Antiguo Régimen en España vid. Francisco TOMÁS Y VALIENTE, El
Derecho penal de la Monarquía absoluta (Siglos XVI, XVII y XVIII), Salamanca, 1969; José Luis
de LAS HERAS, La Justicia penal de los Austrias en la Corona de Castilla, Salamanca, 1991; Para
su evolución en Francia vid. J. M. CARBASSE, Histoire du droit pénal et de la justice criminelle,
París, 2000.
Mario PAGANO, Consideraciones sobre el proceso penal, Milán, 1801, pp.71 y 76.
Carta de Pagano al Regio Consigliere Signor Cavaliere D. Luigi Medici dei Principi d'Ottiano, en
Consideraciones sobre el proceso penal, Milán, 1801, p. IIL
Mario A. CATTANEO, Il liberalismo penale di Montesquieu, Napoli, 2000,
M. CASÁS FERNÁNDEZ, Voltaire criminalista. Precursor del Humanitarismo en la legislación
penal, Madrid, 1931.
Jean Paul MARAT, Plan de législation criminelle, Introducción de Daniel HAMICHE, Paris, 1974,
p. 161. la primera edición española se publicó como Principios de Legislación Penal, Madrid.
1891.
Jean Paul MARAT, Principios de Legislación Penal, Madrid, 1891, p. 166.
10 Jean Paul MARAT, Principios de Legislación Penal, Madrid, 1891, p. 164.
11 Constitution de l'Anglaterre, Amsterdam, 1771 (fue objeto de ocho ediciones hasta 1789).
12 Commentaire du Code criminal d'Anglaterre sur les lois anglaises, Paris, 1776.
13 Commentaires sur les lois anglaises, Bruxelles, 1774-1776; sobre el influjo penal del Derecho
inglés sobre el francés, véase también la obra de S. BEXON, Parallele du code pénal d'Angla-
terre avec les lois pénales francaises, et considérations sur les moyens de render celles-ci plus
utiles, Paris, 1800.
14 Jacques GODECHOT, «Les influences étrangéres...», p. 47.
15 Réflexions sur l'établissement des jurés et sur l'administation de la justice civile et criminelle,
París-Bailly, 1789.
16 Muministi italiani. Tomo VII: Riformatori delle antiche repubbliche, dei ducati, dello stato ponti-
ficio e delle isole, Milano-Napoli, 1965.
17 Dicha carta de Beccaria a Morellet se ha publicado en Cesar BONESANA, marqués de Beccaria,
Tratado de los Delitos y de las Penas, Buenos Aires, 1978, p. 231 y ss. Su correspondencia se ha
publicado en Cesare BECCARIA, Scritti e lettere inediti, reunidos y comentados por Eugenio
LANDRY, Milano, 1910.
18 La obra de Gaetano FILANGIERI, La Scienza della Legislazione, 3 vols., ha sido recientemente
editada por Francesco TOSCHI VESPASIANI, Venezia, 2003. La correspondencia de Filangieri
ha sido publicada en Il mondo nuovo e la virtú civile: l' epistolario di Gaetano Filangieri, por E.
LO SARDO (edit.), Napoles, 1999.

36
Capítulo [. La Nustración y la humanización del Derecho penal (Javier Alvarado Planas)

19 Riflessioni politiche su l' ultima legge del sovrano che riguarda la riforma dell' amministrazio-
ne de la giustizia (Nápoles, 1774), ha sido publicada en 'Tlluminisrno giuridico, editado por
P. COMANDUCCI, Bolonia, 1978, pp. 173 y ss: Vid. sobre el universo jurídico de la época P.
BECCHI, Giuristi e principi. Elementi per una storia della cultura giuridica moderna, Genova,
2000, pp. 59-89.
20 J. W. GOETHE, Viaje a Italia, traducción de Manuel SCHOLZ RICH, Barcelona, 2001, pp. 195,
200 y 204.
21 Cayetano FILANGIERI, Ciencia de la legislación, traducción de Juan Ribera, tomo III, Madrid,
1821, p. 80.
22 Cayetano FILANGIERI, Ciencia de la legislación, traducción de Juan Ribera, tomo III, Madrid,
1821, p. 82.
23 Dario IPPOLITO, “El garantismo penal de un ilustrado italiano: Mario Pagano y la lección de
Beccaria”, en Doxa, Cuadernos de Filosofía del Derecho, 30 (2007), pp. 525-542.
24 Hay traducción española, Gian Domenico ROMAGNOSI, Génesis del Derecho Penal, Buenos
Aires, 1956.
25 F. TOMÁS Y VALIENTE, El Derecho penal de la Monarquía absoluta (Siglos XVI, XVII y XVII), cit.
26 Hay traducción española, Gian Domenico ROMAGNOSI, Génesis del Derecho Penal, Buenos
Aires, 1956, p. 159.

27 Para el desarrollo del principio de legalidad vid. Massimo MECCARELLI, Arbitrium: un aspetto
sistematico degli ordinamenti giuridici in etá di diritto comune, Milano, 1998. Su desarrollo en
Europa ha sido tratado por Bernard DURAND, Arbitraire du juge et consuetudo delinquendi. La
doctrine pénale en Europe du XVle au XVIlle siécle, Montpellier, 1993. Para su estudio especí-
fico en Francia, Bernard SCHNAPPER, «Les peines arbitraires su XIlle au XVIlle siécle (doc-
trines savantes et usages francais)», RHD, 41 (1973), pp. 237-277 y 42 (1974), pp.81-112.
28 J. BALLESTEROS LLOMPART, «La Historia y la Historicidad del principio jurídico nulla poena
sine lege», Estudios en honor al prof. José Corts Grau. Valencia 1977, I, pp. 521-537; Cristos
DEDES, «Sobre el origen del principio “nullum crimen nulla pena sine lege”» Revista de
Derecho Penal y Criminología, 2.2 Época, n.2 9 (2002), pp. 141-146. Agustín RUIZ ROBLEDO,
«El principio de legalidad penal en la historia constitucional española», Revista de Derecho
Político 42 (1997), pp. 137-169.
29 “Sila geometría fuese adaptable a las infinitas y oscuras combinaciones de las acciones huma-
nas, debería haber una escala correspondiente de penas, en que se graduasen desde la mayor
hasta la menos dura; pero bastará al sabio legislador señalar los puntos principales, sin turbar
el orden, no decretando contra los delitos del primer grado las penas del último. Y en caso
de haber una exacta y universal escala de las penas y de los delitos, tendríamos una común y
probable medida de los grados de tiranía y de libertad, y del fondo de humanidad, o de malicia
de todas las naciones” (BECCARIA, Tratado de los Delitos y de las Penas, capítulo VI).
30 Reflexiones sobre unas memorias inglesas, intituladas: “Pensamientos sobre la Justicia
Criminal”; y sobre otras publicadas en Francia, con el título de “Observaciones sobre el robo",
publicadas con anexo a Cesar BONESANA, marqués de Beccaria, Tratado de los Delitos y de las
Penas, estudio previo por Guillermo CABANELLAS, Buenos Aires, 1978, p. 105.
31 Cuestión planteada por Juan OttoTABOR (1604-1674), profesor en Estrasburgo y en Giessen,
en su De torturis et indiciis delictor, 30.
32 Julio CLARO (1525-1575), Receptarum sententiarum opus, libri V, Sententiae, Francfort, 1565,
lib. Y, $ fin., quaest. 64, n. 12.
33 Bossi Tit. de confessis per torturam, n. 11. (N. del A.)
34 Sobre este concreto asunto vid. Jean GRAVEN, “Montesquieu et le Droit pénal”; en Rev. De
Science Criminelle et Droit Pénal Comparé, 3 (1949), pp. 461 y ss.
35 Brissot de WARVILLE, Les moyens d'adoucir la rigueur des loix pénales en France sans nuire a la
súreté publique, Chálons-sur-Marne, 1781, p. 164.
36 Pietro VERRI, Observaciones sobre la tortura, prólogo de Manuel RIVACOBA, Buenos Aires,
1977, p. 82.

37
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

37 “Un asesino de los caminos, avezado a una vida dura y salvaje, robusto de cuerpo y encallecido
para el espanto, sale de la tortura sin que se haya podido aclarar nada: con ánimo resuelto, consi-
dera siempre en su mente el extremo suplicio que se procura si cede al dolor actual, y reflexiona
que el sufrimiento de esa congoja le proporcionará la vida y que, rindiéndose a la impaciencia, va
al patíbulo: dotado de músculos vigorosos, calla y frustra la tortura. Un pobre ciudadano, acos-
tumbrado a una vida muelle, que no se ha familiarizado con los horrores, es puesto al tormento
por una sospecha; la fibra sensible se sacude entera, y, ante los simples preparativos, le invade un
temblor violentísimo. Evitar el mal inminente, este que pesa insoportablemente, y diferir el mal
más lejano: esto es lo que le sugiere la extrema angustia en que se encuentra envuelto, y se acusa
de un delito no cometido”; Pietro VERRI, Observaciones sobre la tortura, cit., p. 83.
38 Dicho comentario se encuentra publicado por Juan Antonio de LAS CASAS conjuntamente con
la obra de BECCARIA, De los delitos y de las penas, Madrid, 1980.
39 Cayetano FILANGIERI, Ciencia de la legislación, traducción de Juan Ribera, tomo III, Madrid,
1821,p.95.
40 Manuel de LARDIZABAL Y URIBE, Discurso sobre las penas, Madrid, 1782, cap. V $ VI, 1. Sobre
el tema vid. Francisco TOMAS Y VALIENTE, La tortura en España, Madrid, 1994.
41 Mario PAGANO, Consideraciones sobre el proceso penal, Milán, 1801, p. 62.
42 Mario PAGANO, Consideraciones sobre el proceso penal, Milán, 1801, p. 188.
43 Jean Paul MARAT, Principios de Legislación Penal, Madrid, 1891, p. 44 y 201.
44 En el mismo sentido Cayetano FILANGIERI, Ciencia de la legislación, traducción de Juan RIBERA,
tomo IIL, Madrid, 1821, p. 350.
45 Op. cit., p. 165.
46 Jean Paul MARAT, Principios de Legislación Penal, Madrid, 1891, p. 37.
47 Jean Paul MARAT, Principios de Legislación Penal, Madrid, 1891, p. 38.
48 Vid. Giovanni TARELLO, Storia della cultura giuridica moderna, vol. l: Assolutismo e codifi-
cazione del diritto, Bologna, 1976, pp. 383-483. También vid. Isabel RAMOS VÁZQUEZ, “El
Derecho Penal de la Ilustración”, en Estudios de Historia de las Ciencias Criminales en España,
coord. Por Javier ALVARADO y Alfonso SERRANO, Madrid, 2007, pp. 43-68.
49 Sobre la evolución del Derecho penal alemán Eberhard SCHMIDT, Einfúhrung in die Geschichte
der deutschen Strafrechtspflege, Góttingen, 1947.
50 Sobre los inicios de la codificación penal francesa vid. René GARRAUD, Traité théorique et pra-
tique du Droit pénal francais, 5 vols., Paris, 13. ed., t. 1, 1913, pp. 150-161; Pierrette PONCELA,
«Le premier Code: la Codification pénale révolutionnaire», en Diritto e stato nella filosofia del-
la rivoluzione francese, cit., pp. 57-92; André LAINGUI y Arlette LEBRIGUE, Historie du droit
pénal. Le droit pénal, Paris, 1979; Mario DA PASSANO, «La codification du droit pénal dans
l'Ttalie jacobine et napoleonienne», en Revolutions et justice en Europe. Modeles francais et tra-
ditions nacionales (1780-1830), Paris, 1999, pp. 85-99; Aniceto MASFERRER, “Continuismo,
reformismo y ruptura en la Codificación penal francesa”, en AHDE, 73 (2003), pp. 411-419.
51 Jean-Pierre DELMAS SAINT-HILAIRE, “1789, un nouveau droit penal est né...”, en Liber
Amicorum. Etudes offertesá Pierre Jaubert, Bourdeaux, 1992, pp. 161-162.
52 Jacques GODECHOT, «Les influences étrangéres sur le droit pénal de la Révolution francaise»,
en La revolution et l'ordre juridique privé. Rationalité ou scandale? Actes du colloque d'Orléans
(11-13 septembre 1986), Orléans, 1988, pp. 49-50.
53 Antoine LECA, «Les principes de la Revolution dans les droits civil et criminel», Les principes
de 1789, Marseille, 1989, pp. 113-149.
54 Losé Luis GUZMÁN DALBORA, “Código Penal francés de 1791”, UNED, Revista de Derecho
Penal y Criminología, 32? Epoca, 1 (2009), pp. 481-517.
55 CARBASSE, «État autoritaire et justice répressive, L'evolution de la législation...», cit., pp. 314.
56 Jean Guillaume Locré, La législation civile, commerciale et criminelle de la France ou commen-
taires et complément des codes francais, Paris, 1831, tomo 29, pp. 103-382; Su contribución al
Código Penal puede seguirse en La législation civile, commerciale et criminelle de la France, ou
commentaire et complément des Codes Francais, Tomos XXX y XXXI, Paris, 1832.

38
Capítulo 1 La Nustración y la humanización del Derecho penal (Javier Alvarado Planas)

57 El “Projet de code pénal présenté a l'assemblée constituante”, se publicó en Oeuvres de Michel


Lepeletier de Saint-Fargueau, Bruxelles, 1826, p.81 y 91 y ss.
58 J. R. CASABÓ RUIZ, Los orígenes de la codificación penal en España, el plan de Código criminal de
1787, en Anuario de Derecho penal y Ciencias penales, t. XXII, fasc. [, enero-abril, 1969, p. 325.
59 Pero fue utilizado por el propio LARDIZÁBAL para publicar su “Discurso sobre las penas, con-
traído a las leyes de España, para facilitar su reforma" (1782).
60 Vid. sobre ello Jean SARRAILH, La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVII,
México, 1974; J. A. ALEJANDRE GARCÍA, “La crítica de los ilustrados a la Administración de
Justicia del Antiguo Régimen, en Anuario Jurídico y Económico Escurialense”, XXVI, vol. I, El
Escorial, 1993, pp. 442 y ss.; Manuel RIVACOBA, «Un discípulo español de Beccaria, desco-
nocido en España», Revista de Derecho Penal y Criminología, 6 (1996), pp. 953-1002; Aniceto
MASFERRER DOMINGO, Tradición y reformismo en la codificación penal española, Jaén, 2003.
61 Este libro de Alfonso de Acevedo se publicó en 1770 y fue traducido con el título Ensayo sobre
la tortura o cuestión del tormento, de la absolución de los reos que niegan en el potro los delitos
que se les imputan y de la abolición del uso de la tortura principalmente en los tribunales ecle-
siásticos, Madrid, 1817.
62 Juan MELÉNDEZ VALDÉS, Discursos forenses, Madrid, 1821, pp. 26 y ss; 234 y ss; 248 y ss.
63 Miguel ARTOLA GALLEGO, Los orígenes de la España contemporánea, Madrid, 1976, Vol. II,
64 A. ARGUELLES, Examen histórico de la reforma constitucional, Londres, 1835, pp. 320 y ss.
Puede verse también, F. MARTÍNEZ DE LA ROSA, La revolución actual de España. Epoca pri-
mera. Desde el principio de la insurrección hasta la instalación de la primera Regencia; Madrid,
1814.
65 Alvaro FLÓREZ ESTRADA, Introducción para la Historia de la revolución de España; Londres,
1810, pp. 221-222.
66 Conde de TORENO, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España; B. de Aut.
Españoles, Madrid, 1907, pp. 198 y 283.
67 Juan ROMERO ALPUENTE, Historia de la revolución española y otros escritos (II), Madrid,
1989, p. 345.
68 Antonio ALCALÁ GALIANO, Memorias, en Obras Escogidas, BAE 83-84, Madrid, 1955, Segunda
parte, cap. IX.
69 Tratados de legislación civil y penal de Jeremías Bentham, traducidos al castellano, con comen-
tarios por Ramón Salas, 1.2 edición, Madrid, 1820; 2.2, 1821; otra en Paris, Laconte et Lasserre,
1838.

70 Ramón SALAS, Lecciones de Derecho Público Constitucional, Madrid, 1821, 2 tomos. Existe edi-
ción moderna del Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1982.
71 Jeremías BENTHAM, Tratados de Legislación Civil y Penal, Madrid, 1981.
72 Essais sur la situation politique de Espagne, Lettres au compte de Toreno sur le Code pénal,
(Oeuvres, Bruselas, Société belge de librairie, 1840, MI, pp. 140-183.
73 Los Tratados sobre Organización judicial y la Codificación fue traducida por Baltasar ANDUAGA
ESPINOSA, Madrid, 1843; el Tratado sobre las pruebas judiciales fue traducido, a partir de
la Edición de Esteban DUMONT, por José GÓMEZ DE CASTRO, Imprenta de Tomás Jordán,
Madrid, 1835.
74 J. BENTHAM, Tratados sobre la organización judicial..., ya cit, tomo IX, pp. 21 y 80-81.
75 Valentín de FORONDA, Cartas sobre los asuntos más exquisitos de la economía política y sobre
las leyes criminales, Tomo I, Madrid, 1789 y Tomo II, Madrid, 1794. La cita, en el tomo Í, p. 102.
Vid. M. RIVACOBA, “Ultimos escritos penales de Foronda", en Homenaje al Dr. Marino Barbero
Santos in memoriam, Cuenca, 2001, pp. 569-577.

76 Valentín de FORONDA, Cartas sobre los asuntos más exquisitos de la economía política y sobre
las leyes criminales, Tomo I, Madrid, 1789, p. 101.
77 Valentín de FORONDA, Cartas sobre los asuntos más exquisitos de la economía política y sobre
las leyes criminales, Tomo I, Madrid, 1789, p. 185.

39
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

78 Valentín de FORONDA, Cartas sobre los asuntos más exquisitos de la economía política y sobre
las leyes criminales, Tomo I, Madrid, 1789, p. 232.
79 M? Paz ALONSO ROMERO, La tortura en Castilla (siglos XII-XIX), Salamanca, 2002.
80 Sesión del día 26 de marzo de 1811; Diario, 1, 753.
81 Cortes, Actas de las Sesiones de la legislatura ordinaria de 1814. Madrid, 1876, pág. 156.
82 Ibid.,t. IL, pág. 942.
83 Decretos del rey Don Fernando VII, por don Fermín Martín de Balmaseda, Imprenta Real,
Madrid, 1823.
84 «Real Decreto de 2 de diciembre de 1819»; texto en Decretos del Rey... ya cit., tomo VÍ, pp.
501-504; Luis DÍEZ DEL CORRAL, El liberalismo doctrinario, Madrid, 1984.
85 Alberto GIL NOVALES, Las sociedades patrióticas (1820-1823), tomo I, Madrid, 1975, p. 12.
86 Evaristo SAN MIGUEL, De la guerra civil en España, Madrid, 1836, tomo II, pp. 94-95.
87 Cartas de Estala a Forner, en Boletín de la Academia de la Historia, LVII (1914).
88 M. L. QUINTANA, Obras Completas, BAE, Madrid, 1852. pp. 175 y ss.; A. DEROZIER, Quintana
y el nacimiento del liberalismo en España, Madrid, 1978, pp. 351 y ss; José Luis CANO,
Heterodoxos y prerrománticos, Madrid, 1975, pp. 156 y ss.
89 “El dogma de los hombre libres”, en Artículos políticos y sociales, ed., prólogo y notas de José R.
LAMBA Y PEDRAJA, Madrid, 1982, p. 628.
90 “Política y filosofía: Libertad, Igualdad y Fraternidad”; artículo publicado por Espronceda en
El Español de 15 de enero de 1836.
91 Diario de las Cortes, Legislatura de 1820 tomo II. La formaban J. M. Calatrava, F. Martínez
Marina, J. M. Vadillo, [ Rey, F de Paul, Crespo, Cantolla, Vitórica, F.Caro, L. Rivera, A. Freses
Estrada.
92 José SÁEZ CAPEL, “Influencia de las ideas de la Ilustracióny la revolución en el Derecho penal",
en José Luis GUZMÁN DALBORA (coord.), El penalista liberal (Homenaje Manuel de Rivacoba
y Rivacoba), Buenos Aires, 2004, pp. 245-256; José R. CASABÓ RUIZ, El Código penal de 1822
(tesis doctoral inédita), Valencia, 1968; Manuel TORRES AGUILAR, Génesis parlamentaria del
Código Penal de 1822, Messina, 2008.
93 Diario, t.1. pág. 27.
94 Diario, t.I, pág. 458.
95 El Código..., cit., fol. 119.
96 Publicado como Proyecto de Código penal presentado a las Cortes por la comisión especial
nombrada al efecto, Madrid, 1821.
97 En España la recepción de la Scienza della legislazione de Gaetano Filangieri se realiza en tres
momentos; 1787-89, 1813 y 1821. Primeramente, con la traducción de Jaime Rubio publicada
en Madrid entre 1787 y 1789, en cuatro tomos. Después, en 1813 con motivo de la revisión
anónima de la parcial traducción de Jaime Rubio que se materializa en la primera traducción
completa de la «Ciencia de la legislación» de Filangieri, en diez tomos. Finalmente, y dado
que la traducción de Rubio seguía siendo incompleta y defectuosa, en 1821 Juan Ribera pu-
blica una nueva traducción; vid. Jesús LALINDE, “El eco de Filangieri en España”, en AHDE, 54
(1984), pp. 477-511.
98 Alvaro FLÓREZ ESTRADA, Del uso que debe hacerse de los bienes nacionales; B.A.E., tomo XCII,
Madrid, 1958, vol. I, pp. 359 y ss.
99 Antonio ALCALÁ GALIANO, Memorias, Segunda parte, cap. XVIII
100 Juan ROMERO ALPUENTE, Historia de la revolución española y otros escritos (1), Madrid,
1989, p. 345.

40
Capítulo L La Nustración y la humanización del Derecho penal (Javier Alvarado Planas)

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
ALVARADO PLANAS, Javier, “Masones en los orígenes de la ciencia penal europea”, en
J. M. DELGADO y A. MORALES (coords.), Gibraltar, Cádiz, América y la masonería.
Constitucionalismo y libertad de prensa, 1812-2012. XII Symposium Internacional de
Historia de la masonería española, Zaragoza, 2014, pp. 775-809,
ALEJANDRE GARCÍA, J. A., “La crítica de los ilustrados a la Administración de Justicia del
Antiguo Régimen”, en Anuario Jurídico y Económico Escurialense, XXVI, vol. II, El
Escorial, 1993, pp. 442 y ss.
ALONSO ROMERO, M? Paz, La tortura en Castilla (siglos XHI-XIX), Salamanca, 2002.
CARBASSE, J. M., Histoire du droit pénal et de la justice criminelle, París, 2000.
LALINDE, Jesús, “El eco de Filangieri en España", en AHDE, 54 (1984), pp. 477-511.
LAS HERAS, José Luis de, La Justicia penal de los Austrias en la Corona de Castilla, Salamanca,
1991.
MASFERRER, Aniceto, “Continuismo, reformismo y ruptura en la Codificación penal france-
sa”, en AHDE, 73 (2003), pp. 411-419.
MASFERRER, Aniceto, Tradición y reformismo en la codificación penal española, Jaén, 2003.
RAMOS VÁZQUEZ, Isabel, “El Derecho Penal de la Ilustración", en Estudios de Historia de las
Ciencias Criminales en España, en Javier ALVARADO y Alfonso SERRANO (coords.),
Madrid, 2007, pp. 43-68.
SÁEZ CAPEL, José, "Influencia de las ideas de la Ilustración y la revolución en el Derecho
penal”, en José Luis Guzmán Dalbora (coord.), El penalista liberal (Homenaje Manuel
de Rivacoba y Rivacoba), Buenos Aires, 2004, pp. 245-256.
SARRAILH, Jean, La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, México, 1974.
TARELLO, Giovanni, Storia della cultura giuridica moderna, vol. I: Assolutismo e codificazio-
ne del diritto, Bologna, 1976.
TOMÁS Y VALIENTE, Francisco, El Derecho penal de la Monarquía absoluta (Siglos XVI, XVII
y XVIID), Salamanca, 1969.
TOMÁS Y VALIENTE, Francisco, La tortura en España, Madrid, 1994,
TORRES AGUILAR, Manuel, Génesis parlamentaria del Código Penal de 1822, Messina, 2008.

41
Capítulo II
Los orígenes de la ciencia penal
en España
Regina M? Pérez Marcos
Universidad Nacional de Educación a Distancia

INTRODUCCIÓN
Constituye un lugar común en la historiografía jurídica reciente vincular los
orígenes de la ciencia penal en España a la etapa de la Ilustración y, concretamen-
te, a la divulgación de la obra de Cesare Beccaria, fundamentando tal convicción
en la profunda transformación que experimentó dicha ciencia en el siglo XVIII a
través de la discusión, la controversia y el análisis a que fue sometida entonces!,
Pero desde el punto de vista de la Historia del Derecho y de la Instituciones re-
sulta difícil sostener que las raíces de tal transformación no se encuentran en eta-
pas anteriores, en las obras de determinados juristas desde los albores de la Edad
Moderna? y, especificamente, ya en los siglos XVI y XVII, que contribuyeron con sus
interpretaciones a configurar la ciencia penal. Tal afirmación, avalada por figu-
ras tan relevantes como Eduardo de Hinojosa, Rafael Ureña y Francisco Tomás y
Valiente? justifica sobradamente una reflexión sobre su contenido, y unas sucintas
notas que consideramos oportunamente ubicadas en el ámbito de una publicación
de carácter preferentemente docente. Por ello, sin pretender presentar una pano-
rámica exhaustiva ni exponer en toda su amplitud las teorías jurídico-penales de
una serie de juristas, a continuación se aborda la significación de algunos de ellos
y de sus obras en el nacimiento de la ciencia penal, no inquisitorial, señalando sus
rasgos característicos en la etapa precedente a la Ilustración.

I.. ALGUNAS PRECISIONES TERMINOLÓGICAS


La evolución de la ciencia penal constituye simplemente un episodio puntual
del quehacer científico general, y de la evolución de la ciencia jurídica en particular,
precisando que una ciencia existe desde el momento mismo en que, conocidos los
hechos, la inteligencia humana se remonta a la investigación de sus causas y de lo
que debe ser su evolución, y formula sus principios fundamentales, identificando
el fundamento o fin de la ciencia penal con la determinación del delito y de la cri-
minalidad, y con la proporción, cualidades, aplicación y ejecución de los castigos.
Establecidos estos extremos, podemos apreciar que la diferencia que existe entre las
diversas teorías penales en que a veces se expresa la ciencia penal no es sino la dis-
paridad con que resuelven los autores esa primera cuestión que sirve de fundamen-
to, de punto central, de unidad, de partida y de término. De tal manera, las sucesivas

43
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

orientaciones de índole jurídica, filosófica, moral o sociológica de cada momento,


no han dejado de enriquecer el acervo del que han partido los protagonistas, y cada
una de las doctrinas ha dejado su importancia en el pensamiento jurídico penal y ha
contribuido sucesivamente, bien sea a la concepción ideal del delito, al estudio natu-
ral del delincuente y de la criminalidad, o ala elaboración de un catálogo de tópicos
para la jurisprudencia, o a la concepción del Derecho como una estructura cultural
global, o la concepción del mismo como un sistema conceptual.
Siguiendo una determinada guía metodológica procedente del Derecho penal
que consideramos aplicable desde una perspectiva histórica”, conviene distinguir
dentro de lo penal en cada etapa, tres conceptos independientes pero muy rela-
cionados. El Derecho penal, que es el orden normativo o conjunto de preceptos ju-
rídico-políticos que establecen en un ordenamiento dado los delitos, las penas y
demás consecuencias de la vulneración del sitema, constituyendo en si mismo un
sector de la ciencia en el que las acciones jurídicas adquieren una tensión máxima
al manejarse en él conceptos vitales como el de libertad, responsabilidad, culpa,
pena, etc. La política criminal, constituida por los criterios que desde una pers-
pectiva política o ideológica orientan la elaboración y aplicación de un Derecho
penal determinado. La ciencia del Derecho penal o dogmática o forma científica
del Derecho penal que constituye una versión sintetizada del Derecho o catego-
ría intelectual que consiste en el estudio sistemático y crítico de las instituciones
que integran un Derecho penal determinado a medida que crece el discurso de los
profesionales modulado por la técnica jurídica o mecanismos de tratamiento de
los problemas concretos, y la doctrina jurídica, conformada por quienes escriben
tratados científicos basados en los principios generales de las normas.
En el campo de la Ciencia del Derecho penal es donde ahora nos centramos, tan-
to en su versión expositiva como crítica de un ordenamiento penal determinado,
en este caso el correspondiente a la Edad Moderna y, dentro de ella a los siglos
XVI y XVII, siempre circunscrito al ámbito de la jurisdicción ordinaria, teniendo en
cuenta que los tratadistas no se limitaron a ordenar sistemáticamente el conteni-
do de los preceptos penales, sino que solieron incluir además determinados prin-
cipios de política criminal que, a su vez, sirvieron para orientar el Derecho penal
que comentan, según su particular perspectiva ideológica.

IL. PUNTO DE PARTIDA Y CONTEXTO

A la hora de analizar las influencias que convergen en el proceso de formación


del Derecho penal como sistema en sus momentos incipientes, conviene recordar
que ya en las Partidas el Derecho es concebido como una función de Estado y que
sería a partir de ese momento en que esta concepción se reflejó en el campo del
Derecho penal, cuando los publicistas comenzaron a ocuparse de él, atribuyendo a la
autoridad pública, no sólo la jurisdicción y la ejecución de las penas, sino el interés
exclusivo en el castigo del reo, por entender que la finalidad de aquella ya no era la
venganza, sino el orden para cuya guarda había sido constituida la autoridad'.

Sobre esta disposición de ideas y planteamientos operó en el Derecho penal


la profunda y duradera influencia de la Iglesia que mediante la consideración del

44
Capítulo IL Los orígenes de la ciencia penal en España (Regina M* Pérez Marcos)

delito como pecado, venía a determinar que las penas impuestas debían llevar
anejas la idea penitencia, arrepentimiento y reinserción, antes que la de venganza.
Tal influencia no se limitaría a mitigar el rigor de ciertas prácticas de punición,
sino que a largo plazo sentaría las bases del Derecho penal moderno, con sus ideas
acerca del delito y de la pena, y la regulación de unas y otras.
Al lado de esta, se constata la influencia en el Derecho penal del Derecho ro-
mano, que actuó en la Baja Edad Media a través de los estudios del Derecho de
Justiniano como factor más importante mediante la labor de los glosadores que, re-
ducido en un principio al comentario del Derecho criminal contenido en el Corpus
Iuris, se centró entonces especialmente en torno a la introducción y abuso de la pena
de muerte, ajena al sistema penitenciario de la Iglesia. Asimismo, el Derecho civil lo-
cal y el de la práctica, que llegó a crear costumbre general, contribuyeron a la forma-
ción, en el campo penal, de un derecho común característico de la Baja Edad Media,
cuyas máximas habían de renovar los escritores de la época siguiente.

Por otra parte, en el Derecho penal del Renacimiento predominó su natura-


leza de instrumento de poder sobre la de mecanismo de justicia, ya vislumbrada
desde la atribución del ius puniendi al monarca absoluto, específicamente asenta-
da desde que Bodino vinculara la potestad penal a la soberanía, entendiendo que
ésta era un poder sin límites para la creación del Estado Moderno. De hecho, el
concepto de soberanía alcanzó en España, desde finales del siglo XVI, una formula-
ción completa a través del interés que suscitó en buen número de teólogos y juris-
tas como Matín Azpilicueta, Francisco de Vitoria, Alfonso de Castro, Covarrubias,
Molina, Suárez y Mariana?.

Por el mismo tiempo, ya desde el siglo XV, se había iniciado un proceso de eu-
ropeización de la ciencia del Derecho que salió de Italia e invadió la Europa no ita-
liana. Así, en Francia, Alemania, Holanda, y también en España, se logró una pro-
ducción jurídica autóctona impulsada gracias a difusión de los textos posibilitada
por la imprenta. Asimismo, promovieron el fenómeno de la europeización jurídica,
las estructuras políticas del momento viéndose, en el caso español, relanzado todo
el Derecho de la Monarquía Hispánica durante los reinados de Carlos Y y Felipe Il,
y por la confrontación de las potencias francesa e hispana, a propósito de la hege-
monía sobre el suelo italiano”.

La ciencia del Derecho español careció de perfil propio hasta finales del siglo
XV, después de la recepción jurídica realizada entre los siglos XIII al XVL Hasta en-
tonces había sido tan solo una parte de la ciencia jurídica italiana, maestra de los
estudiosos del Derecho español debido a que muchos juristas españoles habían
realizado sus estudios en el colegio español de Bolonia, o en otras Universidades
italianas. Pero ya a finales del siglo XV y comienzos del XVI se puede decir que des-
pertó en España la conciencia en el campo del Derecho, y la ciencia jurídica española
experimentó un súbito crecimiento participando del esplendor cultural del siglo de
Oro, siendo sus fundamentos las Universidades, y a la cabeza ellas la de Salamanca,
en torno a la cual se fraguaron las aportaciones de Diego de Covarrubias, Antonio
Gómez y Fernando Velázquez, entre otros, que la dieron validez universal, pues con
frecuencia sus obras alcanzaron difusión al norte de los Pirineos?.

45
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

En definitiva, la ciencia penal no aparecería en España hasta el siglo XVI de-


bido, en primer lugar, a que hasta entonces nadie puso en discusión los puntos
fundamentales de una ciencia dedicada a algo tan obvio y demostrable como es la
existencia de delitos y de penas. En segundo lugar, a que siendo el Derecho penal
la forma sintética del Derecho y el Derecho civil su forma analítica, que responde
a una reflexión previa, había de contar aquél con una doctrina completamente de-
sarrollada de éste, lo que no se dio hasta entonce para su formulación. Además,
dada su complejidad, la ciencia del Derecho penal requiere, también, para su for-
mulación el concurso del Derecho público y de otras ciencias (moral, médica, etc.).
Cuando se originó, esta discusión cobró cuerpo en las obras de teólogos, filósofos
y juristas que se prestaron auxilio mutuo a la hora de dar forma a la ciencia penal,
surgida del gran tronco de la ciencia jurídica y, a su vez, estrechamente emparen-
tada con el estudio de la Teología, de la Filosofía y de la moral.
El primer rasgo que caracteriza a la ciencia jurídica española de los siglos XVI
y XVII es la liberación del criterio de autoridad que la había determinado desde la
labor de los glosadores, como condición previa para adquirir la independencia. Así,
el deseo de originalidad característico del Renacimiento y el Humanismo es abierta-
mente buscada por determinados juristas españoles. Esta liberación de la autoridad
que representa la tradición hubiera podido producir confusión y disputa en el caso
de no haber llegado a construir una nueva concepción del Derecho, que abrió paso a
la nueva concepción, admitiendo, junto a la autoritas externa, una autoritas interna
a favor de la ciencia jurídica en general, que quedará siempre vencedora en caso de
oposición. El origen y el contenido de la razón que puede sobreponerse a la tradición
se expresó con toda claridad en España en el campo de la ciencia penal.

MI. LA CIENCIA PENAL EN LOS SIGLOS XVI Y XVII

MI.1. Características

La ciencia del Derecho penal presentó en sus orígenes, al igual que la ciencia
jurídica, como primera característica un carácter ancilar, pues dependió de orien-
taciones científicas dirigidas a otros ámbitos del conocimiento, principalmente la
Filosofía y la Teología, a las que se hubo de adaptar. En la Edad Moderna la Teología
y los teólogos manejaban un saber especializado de la máxima importancia tanto
para los individuos como para el Estado y, por ello, la alianza de los reyes, los teólo-
gos, y la jerarquía eclesiástica fue estrecha y el saber teológico no sólo se ocupó de
los misterios de la divinidad, sino también de traducir en postulados prácticos las
verdades especulativas, sintetizando el conocimiento de la ciencia de lo justo y de
lo injusto deviniendo de ahí la trascendencia de sus escritos en materia penal y en
la en la fijación de normas públicas y políticas según las cuales habían de regirse la
ordenación social y el poder temporal. Puede, por tanto, hablarse en la formación
del derecho penal secular, de un teologismo que, más allá del ámbito jurisdiccional
de la Inquisición, le dio coherencia y unidad articulando a través del método de la
escolástica el ius puniendi en torno a dos grupos de problemas: la teoría del funda-
mento de la ley penal y su obligatoriedad, y la teoría y los fines de la pena”.

16
Capítulo HL. Los orígenes de la ciencia penal en España (Regina M*? Pérez Marcos)

En relación con el primer ámbito de reflexión se alinearon, aunque con no-


tables variables, las aportaciones de Alfonso de Castro, Diego de Covarrubias,
Vitoria, Soto, Molina, Suárez y Fox Morcillo, quienes con sus doctrinas sobre la ley
penal contribuyeron a consolidar la idea de que el derecho a castigar pertenecía
en exclusiva al rey y a su administración de justicia. En relación al segundo ámbito
de reflexión, el interés de la teología moral se centró en la elaboración como cate-
gorías abstractas de los conceptos de culpa, delito, expiación, libre albedrío etc.,
hasta entonces sólo trabajados por los juristas a nivel casuístico.

En su conjunto, las aportaciones de los teólogos españoles desde comienzos


de la Edad Moderna guardaron estrecha sintonía con la jurisprudencia formando
un puzzle ideológico, variopinto y, a veces, contradictorio, que constituyó el suelo
intelectual del pensamiento penalista. Su función se orientó primordialmente a fa-
vorecer la concepción del Derecho penal como función del Estado, situándose así
en la misma línea que los juristas contemporáneos formados en las directrices del
ius commune a la hora de justificar la exclusividad del derecho del rey a castigar,
perseguir o indultar a los delincuentes. La influencia de los teólogos españoles en
el derecho penal consistió, más que en introducir instituciones nuevas, en consoli-
dar las que procedían del derecho romano-canónico, aclimatadas hasta entonces a
nuestro suelo merced a los jurisconsultos italianos en la Baja Edad Media.

Junto a la influencia que la Teología ejerció sobre la ciencia penal en sus orí-
genes, hay que reseñar la menor influencia que ejerció sobre ella la Filosofía. Y tal
diferencia fue debida a que el humanismo no penetró en España de manera pro-
funda siendo muy pocos los filósofos se dedicaron a tratar específicamente mate-
rias relacionadas con el Derecho público y con el Derecho penal, excepto los que
fueron filósofos-teólogos. Por tanto, entre los españoles que elaboraron Derecho
penal en los siglos XVI y XVII se encuentran un numero significativo de canonistas
(cuyo objetivo fue escribir un Derecho penal secular); por algunos filósofos; y por
los legistas o jurisconsultos propiamente dichos. La característica común de este
colectivo (teólogos, filósofos, o bien juristas) es que llegaron al Derecho penal bajo
las determinantes de la escolástica tardía, y del Derecho romano, inscribiéndo-
se la gran mayoría en las coordenadas de ambos. Los jurisconsultos siguieron en
general esa tendencia y fueron precursores del positivismo jurídico mediante los
tratados, glosas, y comentarios con que compusieron sus obras. Todos se inscri-
ben en la iuspublicística, aunque constituyen un grupo variopinto, no homogéneo
ni unidireccional, en el que predominan las obras de autores castellanos, aunque
no estén ausentes las de juristas de otros territorios. Algunos tuvieron una tras-
cendencia importante en la formación de la ciencia penal europea, bien por la in-
fluencia directa de sus obras, o bien a través de la formación de juristas desde las
cátedras que ocuparon.

TMII.2. Los autores y las obras

Sintetizando lo hasta aquí expuesto, podemos afirmar que la ciencia penal


española (no inquisitorial) nació en los siglos XVI y XVII vinculada, como otras
parcelas del Derecho, a la floreciente nebulosa teológica y filosófica, siendo su

47
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

principal exponente un colectivo de autores”” de difícil clasificación y sus obras'*


cuya ordenación puede ajustarse al siguiente esquema:

A. Teólogos: Alfonso de Castro; Domingo de Soto; Orozco; Martín de Azpilicueta;


Vázquez de Menchaca; Padre Juan de Mariana; Francisco Suárez.
B. Filósofos: Francisco Suárez; Juan Luis Vives; Fox Morcillo.
C. Juristas que escribieron obras de doctrina penal: Julio Claro; Hugo de
Celso; Covarrubias y Leyva; Luis de Molina; García de Saavedra; Antonio
Gómez Salcedo.
D. Juristas de la práctica: Francisco de la Pradilla Barnuevo; Juan de la Peña;
Plaza y Moraza; Matheu y Sanz; Cerdán de Tallada; Bernardino Sandoval;
Castillo de Bobadilla.
E. Moralistas y médicos que cultivaron la antropología jurídica, etc.:
Jerónimo Merola; Gerónimo Cortés; Miguel Lafuente.
F. Penalistas del Derecho penal catalán: Antonio Oliba, Luis de Peguera;
Ripoll; Miguel Ferrer y Caldero; Vilosa; Cáncer.

Alfonso de Castro (Zamora 1495-Salamanca 1558). Monje franciscano, es-


tudiante en Alcalá y profesor de Teología en Salamanca. Intervino en el Concilio
de Trento como predicador real que era desde 1553 por designación de Felipe II.
Dentro del Derecho penal se fijó principalmente en el delito de herejía en De justa
haereticorum punitione (Salamanca, 1547). Desarrolló las ideas jurídicas de Santo
Tomás de Aquino en su obra maestra De potestate legis poenalis (Salamanca, 1550)
que para algunos constituye la primera exposición sistemática del Derecho penal,
siendo considerado por esto precursor de Beccaria. En ella resuelve la antinomia
entre expiación y corrección y pone un fundamento filosófico al arbitrio judicial
como base de la sentencia indeterminada.

Domingo de Soto (Segovia 1496-Salamanca 1560). Teólogo y autor de De ius-


ticia et dei (Salamanca, 1556). Estudió en la Universidad de Alcalá de Henares y
en París. En 1525 profesó en el convento de los Dominicos de Burgos, siendo más
tarde catedrático de Prima en la Universidad de Salamanca. Se le ha llamado «el
verbo de Vitoria», pues en él coinciden la escolástica y el Renacimiento. Fue confe-
sor de Carlos V en 1548 y, al igual que Alfonso de Castro, representante de España
en Trento. En el campo de la ciencia penal trabaja sobre el premio y la pena acerca
de los que sostiene son los dos astros que gobiernan el universo. Mantuvo, como
Francisco Suárez, el principio de excusación de responsabilidad criminal porigno-
rancia de las leyes, y afirmó que en ocasiones podía ser necesario imponer la pena
de muerte, aunque solo el poder público tenía poder para ello.

Alfonso de Orozco. Teólogo (Oropesa 1500-Madrid 1591). Estudió en la


Universidad de Salamanca Teología y Leyes. Profesó en 1552 en la Orden de San
Agustín y fue predicador de Carlos V y de Felipe Il, y confesor de Ana de Austria.
Su aportación a la ciencia penal se concreta en su obra Regalis institutio ortodoxis
ómnibus, potissime Regibus et Principibus perutilis (Alcalá, 1565) en la que se ali-
nea con la teoría de la eliminación del delincuente, abundando en el ya viejo tópico
de que al miembro podrido hay que segregarle para que no corrompa a los sanos.

48
Capítulo ll. Los orígenes de la ciencia penal en España (Regina M* Pérez Marcos)

Martín de Azpilicueta (Pamplona 1493-Roma 1586). Teólogo, filósofo, y juris-


consulto que se formó en las universidades de Alcalá y Toulouse, obteniendo más
tarde la cátedra de Prima de la Universidad de Salamanca en la que destacó por
su fidelidad a las tesis de Vitoria. Conocido como «el Doctor Navarro», fue consi-
derado en su tiempo el primer canonista español del siglo XVI y también un insig-
ne monetarista, llegando a ser rector de la Universidad de Coimbra. Fundamentó
directamente en la Filosofía las doctrinas penales en su principal obra De Finibiis
humanorum actium (Lugduni en 1573). Vivió en la Corte española, siendo confe-
sor de Felipe II y defensor del Obispo Carranza en su proceso frente al Santo Oficio.
Padre Juan de Mariana (Talavera de la Reina 1536-Toledo 1623). En su obra
De rege et regis institutione (Toledo en 1599) subrayó los conceptos de la doctrina
tomista sobre el derecho de resistencia que tienen los subditos ante la autoridad
ilegal e injusta del rey tirano, que puede llegar en algunos casos extremos a legiti-
mar el tiranicidio. Fue, no obstante, un ferviente partidario de la monarquía, pero
mitigada por la intervención directa del pueblo en la gobernación del Estado y en
la elaboración de las leyes.

Francisco Suárez. (Granada 1548-1617 Lisboa) Filósofo que en temas de


Derecho penal debatió sobre el indulto y dice que es facultad del rey, afirmando
también que el juez no puede limitar a su arbitrio la pena señalada por la ley, ni
tampoco agravar las penas más allá del límite máximo marcado por la ley, salvo
que el delito haya sido ejecutado en ciertas gravísimas circunstancias.
Francisco de Vitoria (Burgos 1483-Salamanca 1546) que en su Relectio de potes-
tate civili (1528) aunque admite la potestad absoluta a la potestad del rey, cierra el
paso a la arbitrariedad y al despotismo, al establecer que las leyes, cuyo fin principal
es la sociabilidad del hombre, obligan también al legislador.
Juan Luis Vives (Valencia 1492-Brujas 1540). Fue uno de los escasos humanis-
tas del elenco de escritores. Su formación fue primordialmente filosófica, aun-
que dio cursos de Jurisprudencia y de Humanidades en la Universidad de Oxford.
Combatió ardientemente el tormento. En su obra De subventione pauperum da con-
sejos tan avanzados como que los magistrados deben trabajar en hacer buenos a
los ciudadanos antes que en castigarlos, pues mejor es adelantarse y cortar de raíz
el mal. Asimismo refiere los males que trae consigo la mendicidad.

Fox Morcillo (Sevilla 1523-murió ahogado en 1560 en la travesía de Lovaina


a España). Insigne filósofo que escribió De regni regisque institutione (Auterpiae,
1556), obra con que penetra en España la doctrina de la defensa social de Santo
Tomás. Fue un ardiente defensor de la exclusividad del derecho de imponer penas a
favor del poder público. Recalcó la idea de que el soberano debe subordinarlo todo
al bien del Estado, por entender que ejerce el poder en concepto de administrador.
Al igual que Mariana, se alinea en favor de la deposición del monarca cuando carezca
de las dotes necesarias para desempeñar su cargo, de la misma manera que las leyes
civiles inhabilitan al particular demente para el gobierno de su familia y patrimonio.

Julio Claro (Italia 1525-Zaragoza, 1575). Estuvo al servicio de Felipe II que


lo nombró Consejero de Estado. Escribió Receptarum sentemtiarum opus, más

49
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

conocida como Práctica civil y criminal (1666) obra en cuyo libro V estudia las
cuestiones penales con una honda influencia del Derecho romano. Comienza tra-
tando los maleficios y sus clases. Asimismo trata de los delitos (dividiéndolos en
los que merecen la última pena y los que merecen mutilación etc.) y las penas (que
clasifica en capitales y no capitales, corporales y no corporales). Fue el primer es-
critor que formuló científicamente la teoría del indulto, fijando su concepto y lí-
mites, no bien determinados hasta entonces, considerándolo atribución exclusiva
del rey, aunque pueda delegarlo en otros señores jurisdiccionales. Partiendo de la
base de que el pensamiento no es suceptible de represión penal, abordó la cues-
tión de sies o no es penalizable el conato de delito cuando no llega a cometerse en-
trando con ello de lleno en la cuestión de la intención y el resultado. Sin separarse
ni un ápice del derecho romano, al que toma por modelo. Habla de los maleficios y
sus tipos (leves, graves, atroces y atrocísimos), con carácter previo a tratar la ma-
teria de los delitos, sus causas y circunstancias. Expone toda una doctrina de la
penalidad, y fija las conclusiones a que debe llegar un juez antes de emitir su fallo.
Consigna el principio de que nadie debe ser castigado por delito de otro.

Diego de Covarrubias (Toledo 1512-Madrid 1577). Estudió en Salamanca


Derecho canónico y civil, siendo discípulo de Martín de Azpilicueta y coetáneo de
A. de Castro. Fue uno de los grandes juristas de la práctica, considerado como el
Bartolo español. Desempeñó importante cargos en la Administración y en la juris-
prudencia en los reinados de Carlos V y Felipe Il, llegando a ser miembro y presi-
dente del Consejo de Castilla y representante de las tesis españolas en el Concilio
de Trento. Su contribución a la doctrina penal, altamente significativa, ha sido
objeto de importantes estudios y está recogida en las Opera omnia (1545) don-
de recopila varios trabajos de interés en el orden penal. Rechaza la licitud de las
penas corporales y de la pena de muerte sobre los parientes del condenado, pero
su reputación como criminalista descansa sobre su tesis de la equiparación entre
tentativa y consumación del delito entre las cuales entiende que únicamente exis-
te diferencia en cuanto al resultado.

Luis de Molina. (Cuenca 1535-Madrid 1601) Teólogo jesuíta y autor de De ius-


titia et iure (1592), en quien la doctrina continúa siguiendo las huellas de Vitoria y
de Castro. Diserta ampliamente sobre la licitud y la necesidad de la pena de muer-
te, sosteniendo que si se debe aplicar en causas graves. Como Soto resuelve que el
poder público en la imposición de penas ha de atender al bien del delincuente y al
bien del Estado en virtud de la teoría reiterada por los teólogos de que al miem-
bro podrido hay que separarle del resto del organismo para que no se corrompa
todo. Fue profesor de la Universidad de Évora y trató ampliamente la doctrina de
la irresponsabilidad cuando incurren determinadas circunstancias modificativas
de la capacidad de obrar, como la locura, la edad, etc.

Antonio Gómez. (Talavera de la Reina) Famoso civilista formado en Salamanca””,


donde llegó a ser profesor y criminalista práctico. Autor de Vanariarum resolutionum
Ínris civilis (Salamanca, 1552) cuyo libro III está dedicado a De delictis y consiste en
una serie de resoluciones de contenido jurídico-penal en las que no se pronuncia so-
bre el fin y el fundamento de la pena, pero habla del homicidio, distingue dolo de cul-
pa, y pondera determinadas circunstancias como modificativas de la capacidad de

50
Capítulo II. Los orígenes de la ciencia penal en España (Regina M? Pérez Marcos)

obrar, como la edad, o la embriaguez, que pueden resultar eximentes o atenuantes


a la hora de graduar la pena. Influyó considerablemente en los jurisconsultos de su
tiempo, tanto fuera como dentro de España, sobre todo en la ciencia penal alemana.

Lorenzo Matheu y Sanz (Valencia 1618-Madrid, 1680). Su formación transcu-


rrió en las universidades de Salamanca y Valencia. Desempeñó cargos importantes
en la magistratura como juez de la Audiencia de Valencia, Regente del Consejo de
Aragón, y Presidente de la sala de Alcaldes de Casa y Corte!?. Su posición acerca de
la tortura la desarrolla en la obra De Regime Regni Valentiae, sive selectarum inter-
pretado num ad principaliores foros eiusdem, Tractatus (Valencia 1654 y 1656). En
ella aborda el examen de los juicios en materia penal, analizando también aspec-
tos procesales. Defiende la postura de que el tormento como modo de conseguir
la confesión es ineficaz, y por ello solo debe ser aplicado al reo en determinados
supuestos.
Francisco de la Pradilla Barnuevo. Doctor en leyes formado en la Universidad
de Salamanca. Como abogado, que se movía en el terreno ju-rídico-práctico es-
cribió Suma de todas las leyes penales canónicas, civiles y destos Reynos de mucha
utilidad, y provecho, no solo para los naturales de ellos, pero para todos en general
(Sevilla 1613) obra precursora de lo que más tarde constituiría un Código penal.

Pedro Plaza y Moraza (Burgos 1524-Salamanca 1584). Estudiante y profesor


de la Universidad de Salamanca Jurista y práctico del Derecho penal. En su obra
Epítomes delicti se ocupa especialmente de la teoría de la voluntad que fija la aten-
ción en el autor del hecho punible. Trata asimismo del furiosus y del ebrius e indica
que estas circunstancias deberían incluirse en todas las legislaciones como ate-
nuantes, al menos respecto a determinados tipos de delitos, cuando haya confe-
sión espontánea del reo y si el crimen hubiera podido permanecer oculto.
Otros prácticos del Derecho penal de no menor interés para la ciencia penal
fueron Juan Gutiérrez del que se publicó una obra postuma Praxis Criminalis ci-
vilis et canónica, in librum octavum novas Recopilationis Regiae; sive Practicarian
quaestionum criminalium trac-tatio nova, (Salamanca 1624); Juan Vela, autor de
Modus seu ordo procedendi in causis criminalihus (Salamanca 1603); Diego de la
Cantera, autor de Quaestionum criminalium practicarían volumen (Salamanca
1589); Antonio de la Peña con su Orden de los juicios y penas criminales (Salamanca
en 1601); o el juez barcelonés Luis Peguera, autor de Questiones eliminales in sacro
regio criminan concilio Cathaloniae editada en Barcelona en 1585.

111.3. Los contenidos

En las obras reseñadas, aunque de una manera desigual y en ocasiones dis-


persa, los penalistas de los siglos XVI y XVII aciertan a formular en sus contenidos
determinados hallazgos que hoy siguen preocupando a los penalistas por cons-
tituir los ejes principales del Derecho penal. Así, reflexionaron en torno a la con-
troversia del Derecho a castigar; a la obligatoriedad de los estatutos penales, o lo
que es lo mismo, sobre la cuestión de si la ley meramente civil, ya separada de
la ley moral, obliga por si sola. El concepto del merepenalismo fue desarrollado

51
Historia del delito y del castiga en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

principalmente, de manera sistemática, en Suárez (De legibus ac Deo legislatore,


Cap. IV, Libro V) que se pregunta si se dan o pueden darse leyes penales que obli-
guen no en conciencia, sino solo a pura intervención de culpa, reconociendo no
sólo la existencia, sino también la conveniencia de tales leyes en el ordenamiento
civil!” Esta cuestión de deslinde jurisdiccional preocupa a numerosos autores del
grupo de los teólogos como A. de Castro quien, en realidad no admite ninguna ley
que solo obligue bajo pena.
Construyeron una teoría jurídica del delito y del delincuente surgiendo de este
punto concreto la doctrina penalista propiamente dicha, por ser una cuestión que
emplea a fondo a todos estos escritores. El delito como entidad abstracta y metafísi-
ca; la graduación de la responsabilidad y las circunstancias modificativas de la capa-
cidad de obrar, contempladas bien como atenuantes, o incluso como eximentes. etc.
También fue estudiado el delincuente bajo el aspecto biológico; los fines de la pena
y todos los temas que derivan de ella como la corrección del delincuente, la intimi-
dación, o la eliminación (teoría del miembro podrido, de los teólogos). Sobre la pena
de muerte en general, pero con una tendencia clara a su limitación pues se opina que
puede ser aplicada por delitos graves pero ha de ser proporcionada. No obstante
aquí hay una cierta actitud de hipocresía pues se da una clara tendencia a negar la
pena de muerte pero al mismo tiempo a dar sentencias cada vez más frecuentes de
penas a galeras, que sin ser muerte, es como si lo fuera. Hay también una clara reac-
ción contra ella (Vives). Se comienza a evaluar la pena en función a su consideración
de defensa social asignándolo un carácter expiativo.
Porlo que se refiere a los delitos concretos, destaca el interés que suscita entre
los autores de obras relacionadas con el Derecho penal el delito de herejía, siendo
muy numerosos los tratados penales españoles de haeresticas, y también los de
delitos derivados de la herejía, como son la magia y la nigromancia. Asimismo se
ocuparon de lo que se consideraron los principales vicios del sistema penal y pro-
cesal como la tortura judicial o tormento, encaminado a lograr la confesión que fue
en general evaluado como falible, ineficaz e injusto (Matheu y Sanz). También se
enucleó toda una polémica acerca del indulto y del arbitrio judicial (Juan Ginés de
Sepúlveda De facto et libero arbitrio, Libro ID.

IV, LA CIENCIA PENITENCIARIA

La ciencia penitenciaria surge en el siglo XVI, como parte del derecho penal,
gracias a la aportación de las obras de Bernardino Sandoval, maestre-escuela de la
catedral primada de Toledo y autor del Tratado del cuidado que se debe tener con
los presos pobres, editado por primera vez! en 1564; y Tomás Cerdán de Tallada
que, con La Visita de la cárcel y de los presos editada por vez primera en Valencia!*,
en 1574 entonó, dentro del panorama español, una de las escasas y aislada vo-
ces de tratadistas que abordaron la ciencia penitenciariaen sus orígenes””, Otras
obras, que pese a su inferior calado contribuyeron al desarrollo de esta rama del
derecho penal en sus momentos incipientes, fueron la de Cristóbal de Chaves, pro-
curador de la Audiencia de Sevilla, autor de la Relación de las cosas de la cárcel de
Sevilla y su trato!*; Pedro de León, jesuíta que atendió espiritualmente a los presos

52
Capítulo II Los orígenes de la ciencia penal en España (Regina M? Pérez Marcos)

de la misma cárcel sevillana durante 38 años y redactó un Compendio de algunas


experiencias en los ministerios de que usa la Compañía de Jesús”; Cristóbal Pérez de
Herrera, humanista, político y poeta que ejerció como médico de la cárcel Real de
Madrid y de la de Valladolid, autor de Amparo de los verdaderos pobres y reducción
de los fingidos editada en 1598.
La mayoría de estas obras nacen de la preocupación por el hombre, el culto al tra-
bajo, al espíritu productivo y al utilitarismo suscitados por el ideario erasmista vertido
principalmente en la obra precursora de Juan Luis Vives (1494-1540) De subventione
pauperum sive de humanis necessitatibus* y reflejado en el interés especial que por
la asistencia de los pobres y los indigentes, en conexión con la sensibilidad caritativa.
Los pensadores y las obras que se alinean dentro de esta corriente en España forman
un grupo aparte que, pese a su difícil calificación como conjunto homogéneo permi-
te, en cualquier caso, identificar en el siglo XVI una doctrina formulada en todos sus
extremos acerca de la vida en las principales cárceles, en la que se apuntan ya las dos
concepciones históricas tradicionales de la institución carcelaria. O bien la conside-
ración predominante de que la cárcel es un reducto en el que recogía a los detenidos
a la espera de juicio, o bien su consideración marginal como instrumento punitivo?!,
En ningún caso se contempla la cárcel como hoy en día, como un lugar en el que el
delincuente cumple su condena y en que se procura su reinserción en la sociedad, una
vez cumplida. El enfoque que se daba en la Edad Moderna al problema carcelario se
sustentaba sobre la consideración de lugar donde el preso había de permanecer a la
espera de juicio, y donde podía conseguirse todo por dinero, porque el oro abría puer-
tas, quitaba grillos y proporcionaba comodidades.

Del breve elenco de obras reseñadas destaca de manera singular la Visita... de


Tomás Cerdán de Tallada”, que constituye algo más que una descripción del estado
de la cárcel de la Audiencia valenciana, que conocía bien por su trabajo como magis-
trado. En ella aborda una interpretación del derecho penitenciario, de la ley, y de los
instrumentos jurídicos que la conformaban conjugando varios tipos de derecho e in-
troduciendo en todo ello una gran complejidad. Sin limitarse a la descripción de la vida
de la cárcel valenciana, Cerdán realiza un tratado en el que fija, recoge y sistematiza
la materia de los presos y de la cárcel, desasistida hasta entonces y sometida a una
peligrosa variedad, incluso por parte del propio Rey”. Su análisis va más allá de un
impulso de beneficencia y apunta hacia la centralización de rama del derecho funda-
mental para el absolutismo monárquico partiendo de la base de la patente contradic-
ción que suponía que n sistema penal como el del siglo xvi, concebido como un gran
aparato represor, careciera de un correlativo sistema carcelario sistematizado, inva-
riable y regulado de modo acorde con la eficacia y el orden. Tal vez por que abarcaba
un espectro más amplio, la obra jurídica de Cerdán de Tallada tuvo una gran difusión y
adquirió fama en su tiempo, que le valió la benevolencia de la realeza, siendo honrado
por Felipe II y Felipe III, que le protegieron abiertamente, lo que también le granjeó el
rencor de algunos de sus colegas de la Audiencia de Valencia.

La significación de la Visita de Cerdán ha sido perfilada en la historiografía como


una de las descripciones del régimen penitenciario español más completa del siglo
XVI, y probablemente la primera que ha llegado hasta nosotros gracias a la experien-
cia y al conocimiento adquiridos de primera mano por su autor, como práctico del

53
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

derecho**, fruto de la experiencia de visitar cárceles durante 12 años, de asesorar a


reclusos, de inspeccionar servicios y de observar necesidades y deficiencias. En ella
se exponen las líneas maestras del sistema carcelario «civil», no inquisitorial, y del
desarrollo de la convivencia que bajo él se desenvolvía, en la Edad Moderna”*.

SÍNTESIS FINAL
Si admitimos que la ciencia del Derecho penal en la actualidad responde a una
larga evolución que incluye importantes disputas teóricas, metodológicas, a veces
conocidas como luchas de escuelas o de ideologías, que son diferentes en cada eta-
pa histórica porque se corresponden con las circunstancias sociales y culturales
que las determinan, y que constituyen paradigmas distintos acerca de los cuales es
arriesgado hacer comparaciones, es necesario admitir que en relación a la forma-
ción de la ciencia penal en España el periodo conformado por los siglos XVI y XVII
constituye su etapa inicial.

La ciencia del Derecho penal como ciencia metodizada y completa tuvo en


España una lenta formación debido que la discusión nació tardía y dependiente de
los influjos de la dogmática jurídica.

Sin constituir un grupo homogéneo ni un cuerpo de doctrina orgánico, y ha-


biendo penetrado poco en ellos el humanismo, los teólogos, filósofos y jurisconsul-
tos proporcionaron a través de sus escritos, y sus obras conformaron este ámbito
del pensamiento científico aportando los materiales fundamentales para la cien-
cia del derecho penal, desgajando el derecho penal dentro y fuera de España del
gran tronco de la iuspublicistica (mitigando la dureza manifiesta del absolutismo)
para darle un espacio científico propio en que pudieron fusionar el Derecho penal
canónico y civil, construyendo una ciencia jurídico-penal con fronteras propias.

La influencia de algunos de estos escritores fue trascendental en el derecho


penal europeo como es el caso de Covarrubias, Antonio Gómez en relación con el
Derecho penal alemán. Bajo el bloque de ideas jurídicas que exponen y desarrollan
si cabe una línea de vertebración, de manera que se puede hablar de una Escuela
jurídica española del Derecho penal en los siglos XVI y principios del XVII que en el
conjunto de la ciencia penal constituyó algo más que un apéndice o precedente de
la ciencia penal del siglo XVIII.
El principal mérito de esta Escuela jurídico-penal clásica española fue facilitar
la transición mediante la transformación de los conocimientos de la rica literatura
canónica y de la extraordinaria literatura teológica de la Edad Media decantándo-
las hacia el orden civil. Su papel fue, por tanto, insustituible, aunque en torno a ella
se pueda, no obstante, esbozar una reserva, debido a que el derecho criminal de
principios del siglo XVI apenas se había independizado todavía del canónico y del
civil, y es cierto que esa separación se logró totalmente a través de una evolución
secular que no concluyó hasta la segunda mitad del siglo XVIII

54
Capitulo IL Los orígenes de la ciencia penal en España (Regina Mi Pérez Marcos)

Notas

Ya en 1922 Quintiliano SALDAÑA desmintió el mito del italianismo del origen del Derecho
penal afirmando que ni Beccaria ni Italia crearon el Derecho penal, en su Prólogo a la obra
Contribución al estudio de la Escuela penal española de J. MASAVEU, Madrid, 1922, p. XV. En la
misma línea se había situado con anterioridad, entre otros, E. BULLON, Alfonso de Castro y la
ciencia penal, Madrid, 1911, p.7.
El presente artículo es la revisión de un trabajo anterior. Cfr: Regina M3 PÉREZ MARCOS
“Notas sobre la génesis de la ciencia penal en España” en Estudios de Historia de las Ciencias
Criminales en España, J. ALVARADO PLANAS y A. SERRANO MAÍLLO (editores), Madrid, 2007,
Capítulo 1, pp.19-41.
Eduardo de HINOJOSA y NAVEROS, "Influencia que tuvieron en Derecho público de su patria y
singularmente en el Derecho penal los filósofos y teólogos españoles anteriores a nuestro siglo”,
en Obras de Eduardo de Hinojosa, Tomo [, Madrid, 1948, pp. 25-151; Rafael UREÑA SMENJAUD,
“Origen de la ciencia Jurídico-penal”" Discurso leído en el solemne acto de la apertura del cur-
so académico de 1881-1882 en la Universidad literaria de Oviedo, en Revista General de
Legislación y Jurisprudencia, Tomo LXI, Madrid, 1882, pp. 33-74; Francisco TOMÁS y VALIENTE,
“Introducción” a la obra de C. Beccaria De los delitos y de las penas, Madrid, 1969, p. 17.
Francisco BUENO ARÚS, “La ciencia del Derecho penal: un modelo de inseguridad jurídica”,
Lección inaugural del curso académico 2003-2004 de la Universidad Pontificia de Comillas,
pronunciada el 1 de octubre de 2003, Madrid, 2003, pp. 8-9.
Federico LÓPEZ-AMO MARÍN, “El Derecho penal español en la Baja Edad Media", en Anuario
de Historia del Derecho Español, N* 26 (Madrid 1956), págs. 337-367, específicamente, p.354.
E. BULLOÓN FERNANDEZ, El concepto de soberanía en la Escuela jurídica española del siglo XVI
Madrid, 1936, pp.65-72.
F. SCHAFFSTEIN, La ciencia europea del Derecho penal en la época del Humanismo, Madrid,
1957, pp. 16-19.
VON WEBER “Influencia de la literatura jurídica española en el Derecho penal común alemán,
Anuario de Historia del Derecho Español N* 23 (Madrid 1953), págs.: 717-731.
Francisco TOMÁS y VALIENTE, El Derecho penal de la Monarquía absoluta (Siglos XVI-XVII-
XVIII) Madrid, 1969, pp.85-93.
10 No se expone una referencia completa de todos los autores que se relacionan en el esquema ni
tampoco se ha tratado de dar noticia completa de los seleccionados, sino unas someras reseñas
de ellos y de sus obras representativas en el campo del Derecho penal de los siglos XVI y XVIL
Los datos que aqui se presentan proceden de las siguientes obras, a las que me remito para una
eventual información mas completa: F. VON LISZT, Tratado de Derecho penal, traducido de la
18? edición alemana y Adicionado con la Historia del Derecho penal en España por Q. SALDAÑA,
Tomo primero, Madrid, 1999 (cuarta edición), pp. 335 y ss.; MSANZ LÓPEZ, “Juristas españoles
de la Edad de Oro”, en Revista de la Escuela de Estudios Penitenciarios, Año II (febrero de 1946),
N? 2, pp. 51-59; (julio de 1946), N* 15, pp. 40-47; Año V (enero de 1949), N? 46, pp. 25-37, ].
MASAVEU, Contribución al estudio de la Escuela penal española, Madrid, 1922; B. GUTIERREZ
FERNÁNDEZ, Examen histórico del Derecho penal, Madrid, 1886; J. COTS GRAU, Los juristas clá-
sicos españoles, Madrid, 1948; Jerónimo MONTES, Precursores de la ciencia penal en España.
Estudios sobre el delincuente y las causas y remedios del delito, Madrid, 1911.
11 De las que en todos los casos se cita la primera edición.
12 Dada la transcendencioa de este autor para la ciencia penal, ha merecido una atención pre-
ferente en las obras de los estudiosos. Cfr.: F SCHAFFSTEIN, Ls Ciencia europea del Derecho
penal....p. 157 y nota 4.
13 Existe un trabajo notable dedicado exclusivamente al análisis de este autor, al que nos remi-
timos para la ampliación de este punto, F. TOMÁS y VALIENTE, “Teoría y práctica de la tortu-
ra judicial en las obras de Lorenzo Matheu y Sanz (1618-1680)", en Anuario de Historia del
Derecho Español, N* LXI (Madrid, 1971), pp. 349-485.
14 A. MOSTAZA, “La ley puramente penal en Suárez y en los principales merepenalistas”, en
Boletín de la Universidad de Santiago de Compostela, 1950, pp. 189-241.

55
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

15 Editada en Toledo, en la imprenta de Miguel Ferrer. Existe una segunda edición realizada en
Barcelona en 1883.
16 En la imprenta de Pedro Huete. Unos años más tarde, en 1604, la Visita alcanzó nueva edición,
en la misma Valencia, en la imprenta de J. Garraiz.
17 Liszt, Franz (von) Tratado de Derecho penal, traducido de la 18.* edición alemana y adicionado
con la Historia del Derecho penal en España, por Quintiliano Saldaña, Tomo I, Madrid 1999
(cuarta ed.) Biblioteca Jurídica de Autores Españoles y Extranjeros. Vol. XI, p. 349: Tomás y
Valiente, F Manual de Historia del Derecho Español (2.? ed.) Tecnos, Madrid, 1980, p, 321.
18 Que vió la luz por vez primera en esa misma ciudad en fecha no anterior a 1585 y cuya inten-
ción se limita a describir las circunstancias del régimen penitenciario de la época.
19 Que debió terminarse de escribir en 1616.
20 Editada en Brujas en 1526 y cuya influencia se dejó sentir pronto en determinados pensado-
res españoles.
21 Siendo una excepción a este principio la prisión por deudas que implicaba, con frecuencia,
que el deudor quedaba a merced del acreedor.
22 Así es considerado por la historiografía contemporánea. Cfr.: Rutht PIKE, Penal servitude in
Early Modern Spain, The University of Wisconsin Press, 1983, p. 162.
23 En 1572 Felipe II requirió información de las principales ciudades del reino acerca de presos
condenados al servicio de galeras, así como de los gitanos y vagabundos. Tal iniciativa que, sin
duda, respondía a la necesidad de proveer de galeotes a la Armada española en un momento
crítico, redudó en las costumbres penales tradicionales provocando que no se conmiutasen
las penas a galeras, o que se agilizase el despacho de las sentencias.... etc., para hacer rápida-
mente efectivas las condenas y no por fallo judicial.
24 Cfr: Regina M? PÉREZ MARCOS, “Tomás Cerdán de Tallada, el primer tratadista del Derecho
penitenciario”, en Anuario de Historia del Derecho Español, N* 75 (Madrid, 2005).

56
Capitulo IL. Los orígenes de la ciencia penal en España (Regina M? Pérez Marcos)

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
J. ALVARADO PLANAS y A. SERRANO MAÍLLO (editores), Estudios de Historia de las Ciencias
Criminales en España, Madrid, 2007.
F. TOMÁS Y VALIENTE, El Derecho penal de la Monarquía Absoluta. Siglos XVI y XVII, Madrid,
1992.
J. SAÍNZ GUERRA, La evolución del Derecho penal en España, Jaén, 2004, pp. 47-69,
A. SERRANO GÓMEZ, Introducción a la Ciencia del Derecho Penal, Madrid, Madrid, 1981.
M. A. PENA GONZÁLEZ, Aproximación bibliográfica a la (s)Escuela (S) de Salamanca,
Salamanca, 2008.
J. CRUZ CRUZ (Ed.) Delito y pena en el Siglo de Oro, Univ. De Navarra, 2010.

57
Capítulo III
La codificación del Derecho penal en España.
Tradición e influencias extranjeras:
su contribución al proceso codificador*

Aniceto Masferrer
Universidad de Valencia

I.. ILUSTRACIÓN Y CODIFICACIÓN DEL DERECHO

El tránsito del Derecho del siglo XVIII al XIX constituye uno de los periodos
más complejos de comprender y de describir, tanto en España como en todo
Occidente. Las revoluciones de América del Norte (1776) y Francia (1789) die-
ron lugar a la aparición de un nuevo marco político, el liberal o constitucional, que
propició una transformación jurídica, una renovación del Derecho que, según el
parecer de algunos estudiosos, supuso una ruptura con el existente hasta enton-
ces. La Codificación -o el movimiento codificador- tuvo lugar en este contexto. La
Mlustración -como se ha visto en el capítulo anterior- criticó con dureza la situa-
ción del Derecho a finales del Antiguo Régimen, exigiendo una reforma tanto for-
mal como sustantiva del ordenamiento jurídico.

Las reformas de índole meramente formal perseguían superar tres rasgos ne-
gativos que, estrechamente relacionados entre sí, venían a caracterizar el Derecho
en el siglo XVIII: 1) difícil accesibilidad; 2) complejidad; y 3) falta de seguridad ju-
rídica. ¿Qué necesidad había de tener tal variedad de leyes? ¿Y por qué estaban tan
dispersas, dificultando así su acceso? ¿Por qué resultaba tan difícil llegar a conocer
la norma o el precepto aplicable en un caso concreto?

Respecto al Derecho sustantivo, los ilustrados reivindicaron una reforma del


contenido del ordenamiento jurídico, porque muchas leyes habían sido aprobadas
hacía ya siglos, habiendo quedado obsoletas o un tanto desfasadas, poco acordes
con los nuevos tiempos. ¿Qué sentido tenía mantener leyes tan antiguas -o anti-
cuadas-? Y en el ámbito penal, ¿por qué mantener castigos tan severos? ¿Por qué
debían mantenerse unas penas que no guardaban proporcionalidad alguna con los
delitos cometidos? ¿Por qué no reformar unas leyes en las que la descripción de
la conducta delictiva —o tipificación del delito- resultaba tan defectuosa e insufi-
ciente, dejando en manos del juez un margen de discrecionalidad excesivo? ¿Cómo
justificar la vigencia de penas que recaían sobre los descendientes del delincuente

e
El presente estudio ha sido llevado a cabo en el marco del Proyecto “Las influencias extranjeras en
la Codificación penal española: su concreto alcance en la Parte Especial de los Códigos decimonó-
nicos” (ref. DER2016-78388-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad.

59
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

condenado, violándose un principio tan elemental como el de la responsabilidad


personal?
La ansiada reforma del Derecho fue llevada a cabo de un modo muy con-
creto: mediante la promulgación de Códigos, unas leyes que, previstas en la
Constitución, eran aprobadas por las Cortes -compuestas por los representan-
tes de la nación y sobre las que recaía la potestad de crear leyes-, regulaban de
un modo ordenado y sistemático una rama jurídica del ordenamiento (penal, ci-
vil, mercantil, etc.), respetando el principio de igualdad. Estos códigos del siglo
XIX, denominados liberales (CL), no fueron los primeros; les precedieron otros
códigos del siglo XVIM, denominados ilustrados (CI), con unas características
bien distintas a los CL.

En efecto, a) mientras los CLs debían ser aprobados por las Cortes —o parla-
mentos- liberales, institución sobre la que descansaba el principio de soberanía
nacional, los Cls eran promulgados por monarcas absolutos; b) mientras los CLs
contenían las instituciones de una sola rama jurídica, los Cls se ocupaban -salvo
raras excepciones- de regular todo el ordenamiento jurídico; c) mientras el con-
tenido del CL debía ser acordes con la Constitución y sus garantías (empezando
por el respecto alos principios de legalidad e igualdad), los CIs no siempre se ajus-
taban de un modo riguroso al principio de legalidad, y menos aún respetaban el
principio de igualdad, incompatible con las diferencias propias de una sociedad
estamental (nobleza secular, nobleza eclesiástica, estado llano).

II. RAZÓN vs. TRADICIÓN: EL CONTEXTO CULTURAL DEL MOVIMIENTO


CODIFICADOR

El movimiento codificador tuvo lugar en un contexto cultural bien preciso,


que propició la transformación del Derecho y la evolución de la ciencia jurídica a
lo largo del siglo XIX. No pretendemos presentar ahora aquí una panorámica de los
diversos factores que propiciaron esta transformación, ni exponer -como se mere-
cerían- los rasgos característicos de la ciencia jurídica del siglo XIX?.

Es suficiente describir, de modo sucinto, las dos concepciones contrapues-


tas del Derecho que se dieron cita en el siglo XIX, y consignar el triunfo de una
sobre otra, dando lugar a la Codificación de un Derecho supuestamente racio-
nal y desapegado a la tradición, y provocando, en consecuencia, el definitivo
abandono de las viejas Recopilaciones, técnica e instrumento hasta entonces
al uso para recoger una legislación vigente que podía haber sido promulgada
hacía siglos.
En efecto, en el siglo XIX se planteó la cuestión de si el Derecho tiene algo que
ver con la Historia, la conveniencia de que el Derecho en general, y el penal en
particular, se nutriera de la Historia. En el fondo, lo que se planteaba era la misma
noción de Derecho: ¿Qué es el Derecho? Dos fueron los grandes posicionamientos:

1) Elque propugnaba una conexión entre el Derecho y la razón (en ese caso,
el Derecho sería el resultado de meras operaciones racionales).

60
Capítulo HL La codificación del Derecho penal en España... (Aniceto Masferrer)

2) El que sostenía una conexión entre el Derecho y la Historia (en ese caso,
el Derecho sería el resultado de la propia tradición, de la Historia de cada
pueblo o comunidad).
En el fondo se enfrentaban así no sólo dos maneras de entender el Derecho
sino la vida humana y las relaciones sociales:

1) La concepción racionalista, que aboga por el mundo de la razón, de las ideas,


del orden preestablecido, del sistema, de la deducción, que nada quiere sa-
ber de historia ni de tradiciones, pues entiende que impiden el progreso y la
modernidad. Según esta concepción, el Derecho procede de la razón.

2) Laconcepción romántica e historicista, que defiende y encumbra el mun-


do de los sentimientos, de la pasión, de lo espontáneo, de lo real, de lo
que resulta en concreto tangible y palpable. En definitiva, un mundo sin
sistema ni orden preestablecido. Desde esta perspectiva, el Derecho pro-
cede lógicamente del propio acontecer histórico, de la tradición.
Este enfrentamiento, que duró todo un siglo, terminó con el triunfo de las te-
sis racionalistas, fiel reflejo del resultado final de la contienda entre jacobinos (ra-
cionalistas) y girondinos (tradicionalistas) en el marco de la Revolución francesa
(1789). Nos encontramos, pues, a finales del siglo XVIMI-principios del XIX.

Uno de los signos más claros del triunfo del racionalismo sobre el historicis-
mo fue el movimiento codificador. ¿En qué consistió? Código significaba, en aquellos
momentos, mucho más que una mera colección de normas recogidas en un solo li-
bro, tomo o volumen. Código significaba -entre otras cosas y en resumen- ruptura
con el pasado, con la tradición; dar al traste con todo lo antiguo e incorporación de
lo nuevo. Y eso nuevo no quería ser entendido como una mera reforma de lo antiguo
sino una ruptura, como si nada tuviera que ver con lo existente hasta el momento.
Así lo expresaban algunos de los propios protagonistas de la empresa codificadora:
«..una normativa en la que nada era digno de respeto, nada era digno de conserva-
ción, ninguna parte se podía reservar para la regla de la sociedad futura. Toda, toda
entera, se necesitaba trastornarla (...). El carro de la destrucción y de la reforma
debía pasar por el edificio ruinoso, porque no había en él apenas un arco, apenas
una columna, que pudiera ni debiera conservarse (...). En España, y tratándose de
las leyes criminales, el sistema de la codificación, el sistema del cambio absoluto, era
el único legítimo y el único posible»?,

*“ ..el sistema de la codificación, el sistema del cambio absoluto, era el único le-
gítimo y el único posible”, afirma Pacheco, viniendo a manifestar esta identificación
entre “codificación” y “cambio absoluto”, nociones contrapuestas a “Recopilación”
y “tradición”. Si la legislación penal contenida en las recopilaciones de la época mo-
derna representaba el Derecho procedente de la tradición, de la concreta historia
de cada localidad, reino o corona, la legislación penal que se disponían a recoger
en los Códigos penales respondía no a la tradición, sino a la razón, a lo que la men-
te humana de aquellos tiempos juzgaba como racional y razonable. Considerado
lo histórico y lo tradicional como retrógrado e indigno de los nuevos tiempos que
corrían, la razón fue erigida como emblema y signo de la (nueva) modernidad?.

61
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

El fenómeno codificador no fue una reivindicación más del pensamiento libe-


ral ilustrado, sino que devino como “postulado constitutivo de todo el movimien-
to”, erigiéndose “en símbolo de una renovación radical”*. Codificación y iusnatura-
lismo racionalista fueron, como es sabido, nociones estrechamente ligadas. Dando
por supuestas en el seno de la sociedad unas condiciones igualitarias inexistentes
-cuando en realidad “rebosa literalmente de desigualdades”—*, el fenómeno codifi-
cador se presentaba como punto final a la ya secular tendencia hacia la unificación
jurídica. De acuerdo con las ideologías del siglo XVIII, portadoras del ideal codifi-
cador, es obvio que el objetivo de tal ideal no era recopilatorio, sino más bien re-
formista e innovador, capaz de recoger sistemáticamente las nuevas ideas de corte
ilustrado que habían sido capaces de proporcionar un cuerpo doctrinal extraordi-
nariamente crítico con los sistemas políticos autoritarios felizmente derrotados,
merced al triunfo y advenimiento del liberalismo.
Según el parecer de Tarello, la Codificación penal moderna llevada a cabo a
finales del siglo XVIII y principios del XIX con el objeto de lograr un sistema penal
breve y conciso pudo hacerse realidad en base a tres grandes elementos estructu-
rales: 1) la unidad del sujeto de derecho; 2) la reducción de los bienes tutelados
penalmente sólo a dos: el Estado (organización y orden público) y el privado (vida,
salud y propiedad); y 3) la reducción de las penas a tres (muerte, privación de li-
bertad y pecuniarias), de las cuales dos eran cuantificables?.
La Codificación penal suponía también el instrumento adecuado para dar ca-
bida a un Derecho penal secularizado, que satisficiera el clamor político e intelec-
tual de los nuevos tiempos, así como el definitivo abandono de los argumentos de
autoridad, la sustitución del método casuístico por el sistemático, etc.

II. ELALCANCE SUPRANACIONAL DEL PROCESO CODIFICADOR: EL MODELO


FRANCES Y SU INFLUJO

Tanto la Ilustración como el movimiento codificador tuvieron un alcance su-


pranacional o europeo. En Europa, Francia fue el primer país que llevó a cabo, a
principios del siglo XIX, la Codificación de todo su ordenamiento jurídico. En efec-
to, la Codificación napoleónica constituyó el primer triunfo de la moderna técnica
codificadora. Napoleón logró promulgar en pocos años la práctica totalidad del
ordenamiento jurídico francés (Código civil, 1804; Código procesal civil, 1806;
Código mercantil, 1807; Código procesal penal, 1808; Código penal, 1810), y sus
Códigos se erigieron en el primer y principal modelo de la tradición continental
europea.
Algunos países optaron -bien por razón de conquista (o dominio político)
bien por mera persuasión- por la completa adopción de alguno de los Códigos na-
poleónicos. Otros, como es el caso de España -así como Holanda, Italia, Rumanía
o Portugal-, redactaron sus Códigos inspirándose en ellos en mayor o menor me-
dida”. La completa o parcial adopción literal de un Código resulta fácilmente de-
tectable, pero el análisis del concreto alcance de la inspiración de un Código (el
francés) sobre otro (por ejemplo, el español) no resulta tan sencillo.

62
Capítulo HI La codificación del Derecho penal en España.... (Aniceto Masferrer)

Al analizar el alcance de la influencia francesa en el movimiento codificador


español es necesario distinguir tres ámbitos distintos: 1) la inspiración provenien-
te de la misma idea moderna de Código, ámbito en el que los Códigos franceses go-
zaron de una autoridad indiscutible e indiscutida hasta la mitad del siglo XIX; 2) la
inspiración de tipo formal o estructural, que pudo ser seguida con mayor o menor
medida por los demás Códigos europeos (entre ellos, el español); y 3) la influencia
propiamente sustantiva, que permite descubrir en qué medida las nociones, prin-
cipios e instituciones de los Códigos españoles fueron inspiradas por las del mode-
lo francés, y si éstas constituían un legado autóctono (o más propiamente francés)
o el producto de la evolución de unas instituciones procedentes de la tradición
anterior, es decir, del ius commune, de alcance supranacional, dotado de vigencia e
integrado en los tura propria de diversos territorios europeos?,

IV. LA CODIFICACIÓN COMO NACIONALIZACIÓN O DESNACIONALIZACIÓN


DEL DERECHO: EL CASO ESPANOL

Silos Códigos franceses eran reflejo del triunfo de la razón sobre la tradición,
recogiendo, en consecuencia, un nuevo derecho racional, bien alejado de su pro-
pia tradición jurídica, su influjo sobre los Códigos de otros países suponía asumir
que también éstos habían optado por romper con su propia tradición y adoptar
un derecho extranjero nuevo y anclado en el racionalismo ilustrado. Este plantea-
miento, que va en la línea de las afirmaciones recogidas más arriba del jurista y po-
lítico Joaquín Francisco Pacheco, constituye un lugar común, un tópico, una visión
reduccionista de una realidad mucho más rica y compleja”.

En España resulta bastante extendida la idea de que, tanto el movimiento co-


dificador como la Codificación de las distintas ramas del Derecho, fue primordial-
mente deudora del modelo francés, así como de otros Códigos extranjeros que los
redactores de nuestros Códigos pudieron manejar y tuvieron a la vista al preparar
los textos que serían enviados al legislador para su discusión y, en su caso, aproba-
ción. Esa idea aparece clara en el Manual de Historia del Derecho español I (Origen
y evolución del Derecho), de Alfonso García-Gallo, quien, después de tratar de 'la
plenitud del Derecho nacional' (Edad Moderna, 1474-1808) -en cuyo periodo ape-
nas existía el concepto de 'nación'-, define o caracteriza la época contemporánea
como “la desnacionalización del Derecho español' (desde 1808). Y esa desnaciona-
lización se debió, según él, no sólo a la “desnacionalización cultural' sino, y sobre
todo, a “la imitación del Derecho extranjero",
Por su parte, Galo Sánchez caracterizó ese mismo periodo con la expresión
contraria, la del “Derecho nacional', resaltando “la índole nacional de las leyes,
dadas ahora para todo el país español”, si bien reconoce que “la influencia del
Derecho francés se observa no sólo en cuanto al contenido jurídico, sino también
en la técnica de la legislación y en las características que ésta presenta respecto
al ámbito de su aplicación y a su espíritu uniformista y centralista”*!. La 'nacio-
nalización' del Derecho suponía también el final de la vigencia de un Derecho su-
pranacional que rigió en todo el Continente europeo, el ius commune. Con la pro-
mulgación de los Códigos, el Derecho romano-canónico perdía definitivamente

63
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

su fuerza vinculante tras más de seis siglos de protagonismo legal, doctrinal y


jurisprudencial. Ese ius commune, de origen supranacional, no resultaba com-
patible con una concepción 'nacional' del Derecho. Con la promulgación de los
Códigos, las Cortes liberales lograron lo que los monarcas absolutos jamás alcan-
zaron, esto es, la definitiva supresión del ¡us commune como fuente normativa y
aplicable en la práctica forense. Atrás quedaba la encendida controversia entre
el Derecho real/nacional y el ¡us commune, propia del Siglo de las Luces'?. Tanto
García-Gallo como Galo Sánchez llevaban parte de razón, y sus caracterizaciones
resultan coherentes con sus diversos enfoques. Sin embargo, caracterizar o cali-
ficar la evolución del Derecho decimonónico con las categorías 'nacionalización'
o 'desnacionalización' no logra describir la riqueza y complejidad de la misma
realidad histórica. Y es que, en realidad, ni la 'nacionalización' significó el final
del influjo del ¡us commune, ni la 'desnacionalización' supuso necesariamente
renunciar a la propia tradición jurídica.

En este sentido, conviene recordar que la Codificación, si bien puso punto fi-
nal a la vigencia legal del ius commune, recogió buena parte de ese legado en sus
preceptos, contribuyendo enormemente a su consagración y afianzamiento. La
Codificación fue el producto final del tratamiento científico de unas fuentes (roma-
no-canónicas) que, aunque en el siglo XVIII carecieran del prestigio de que habían
gozado antaño, constituyeron la base sobre la cual se construyó el nuevo edificio,
cuyo andamiaje (nociones, categorías y principios) era menos novedoso de lo que
en Ocasiones la historiografía ha dado a entender'*. En esta línea, si bien doy por
buena la expresión 'nacionalización' para referirse a que la vigencia del Derecho
sólo podía provenir de su aprobación por el conjunto de la Nación, representada
en las Cortes, y que, en consecuencia, el ¡us commune perdió su vigencia legal o
fuerza vinculante, no sería acertado, sin embargo, pasar por alto que los Códigos,
en la medida en que consagraron las nociones, categorías y principios de la tradi-
ción del ius commune, eran portadores de un Derecho que era 'supranacional' y, al
mismo tiempo -en cuanto integrado en la tradición del ius proprium-, 'nacional..

Carecería de sentido, por tanto, sostener que cualquier influencia o elemento pro-
veniente de modelos extranjeros supuso una 'desnacionalización' del Derecho. Habría
que indagar, en cada caso concreto, si una supuesta influencia extranjera pudiera pro-
ceder más del desarrollo doctrinal de categorías y principios del ius commune, inte-
grados en la tradición del ius proprium de diversos territorios españoles, que de un
auténtico trasplante o adopción de una institución ajena a la propia tradición penin-
sular. En este sentido, habría que estudiar en qué medida podría defenderse que, pese
a la similitud y literalidad de los artículos relativos a obligaciones y contratos entre el
Código civil francés y el español (así como el italiano, entre otros), esos preceptos no
supusieron tanto una 'desnacionalización' del Derecho español como una consagra-
ción de una tradición jurídica multisecular, merced a las aportaciones doctrinales de
los juristas Jean Domat (s. XVID y Robert-Joseph Pothier (s. XVII).

Así las cosas, describir el Derecho decimonónico como 'nacionalización' o


“desnacionalización' perdiendo de vista que los Códigos fueron el producto final
de una ciencia jurídica supranacional, y que consagraron nociones, categorías,
principios e instituciones cuya vigencia fue supranacional y, al mismo tiempo -tras

64
Capítulo 1. La codificación del Derecho penal en España... (Aniceto Masferrer)

integrarse en los ¡ura propria—, autóctona o nacional, resulta ambiguo y erróneo.


Sólo el reconocimiento de la estrecha conexión entre los Códigos y la ciencia del
ius commune confiere a las expresiones 'nacionalización' y 'desnacionalización' su
verdadero alcance y significado, matizando o relativizando su sentido más literal.
Quizá es precisamente la escasa y pobre ciencia jurídica española del siglo
XVIII lo que más ha contribuido tanto a perder de vista la estrecha conexión entre
los Códigos y la propia tradición (incluyendo tanto el ius commune como los ¡ura
propria), como a sobrevalorar la influencia de los modelos extranjeros en el proce-
so codificador español. En efecto, la ciencia jurídica española de los siglos XVIII y
buena parte del XIX fue tan pobre que -como bien expresó García-Gallo- “la nueva
literatura se desligó totalmente de la tradición”!*. Ese 'desligamiento' entre la nueva
doctrina y la tradición, que refleja la literatura española de los siglos XVIII y XIX -a
diferencia de la francesa, alemana o italiana—, no sólo ha dificultado conocer el peso
que tuvo la tradición en el nuevo Derecho codificado, sino que además ha proporcio-
nado, como lógica consecuencia, un cuadro más bien genérico, tópico y sombrío con
respecto al verdadero alcance de las influencias extranjeras de los distintos Códigos
españoles. Y hasta la última década la historiografía apenas se había ocupado de
esta cuestión, limitándose a repetir y reiterar -en ocasiones, hasta literalmente- las
afirmaciones vertidas por algunos de los grandes comentaristas del siglo XIX'*.

V. TRADICIÓN E INFLUENCIAS EXTRANJERAS EN LA CODIFICACIÓN PENAL


ESPANOLA

Si al conocido parecer de Joaquín Francisco Pacheco, para quien en la norma-


tiva penal “nada era digno de respeto, nada era digno de conservación, ninguna
parte se podía reservar (...), toda entera, se necesitaba trastornarla”**, se le añade
la escasa altura científica de la doctrina penal decimonónica, bastante desconoce-
dora de la propia tradición -en comparación con la francesa, alemana o la italiana,
entre otras-, se entiende que, en España, el movimiento codificador haya sido con-
siderado como una ruptura frente a la ciencia del Derecho penal antiguo, tal como
interpretaron los propios reformistas de finales del siglo XVIII-principios del XIX.

Ciertamente, no debió de ser fácil para los mismos protagonistas de nuestra


Codificación penal valorar en su justa medida el alcance de la empresa reforma-
dora que estaban llevando a cabo, ni enjuiciar de un modo desapasionado la tra-
dición penal del Antiguo Régimen. El anhelo reformista era tan intenso que todo
-o casi todo- lo antiguo era más bien despreciado por “ruinoso”. Quizás por ello
—entre otros motivos—, la historiografía penal española apenas se haya atrevido a
analizar la empresa codificadora poniendo en tela de juicio este presupuesto, así
como tampoco se haya llevado a cabo un riguroso examen sobre el concreto alcan-
ce de tal ruptura. Que el movimiento codificador supuso una ruptura en ciertos
aspectos, resulta indiscutible. Ahora bien, ¿puede hablarse de tradición, y en qué
medida, en la Codificación penal española?

Esta interesante cuestión, planteada hace ya más de una década”, sigue


teniendo actualidad. Conectar la tradición penal del Antiguo Régimen con el

65
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

movimiento codificador no es una empresa fácil, sobre todo si la propia doctrina


penal de los siglos XVIII y XIX descuidó, ignoró y miró con cierto desdén -o incluso
despreció- la propia tradición. Aunque a algunos de los comentaristas de nuestros
Códigos penales les gustara “volver la vista atrás” para “elogiar a nuestros mayo-
res” y afirmaban ser conscientes de que “el conocimiento del pasado es indispen-
sable”**, su confesada admiración por la ciencia moderna sofocó su interés por el
estudio de la tradición, recurriéndose a ella más por razones de mera erudición
que por la búsqueda de rigor jurídico.
La Codificación penal no sólo propició la incorporación de nuevos elementos
producto de los nuevos tiempos y circunstancias, sino también la consolidación de
buena parte de la tradición, y en particular, del legado de la ciencia jurídico-penal
del ius commune. En otras palabras, el que algunos principios básicos de la cien-
cia penal del Antiguo Régimen fueran sustituidos por otros de cuño liberal, dando
así origen a una moderna ciencia penal, no permite -a nuestro juicio- emitir un
juicio general despectivo de la tradición anterior, no sólo desde una perspectiva
meramente valorativa, sino también en cuanto a la posible permanencia de ele-
mentos que probablemente provinieron de la Ciencia europea del Derecho común,
y que, en ocasiones tan sólo con otra orientación y método, se introdujeron en la
Codificación, permaneciendo algunos de ellos todavía actualmente en vigor.

Los redactores de los Códigos solían resaltar que no habían empleado el


Código francés como modelo*”. Y eso sucedió tanto con el Código de 1822 como
-y de modo particular- en el de 1848”. De hecho, en contadísimas ocasiones reco-
nocieron que un precepto concreto había sido tomado del modelo francés. En esta
línea, cuando algunas instituciones (Universidades, Colegios de Abogados, etc.)
pusieron de manifiesto que algunos artículos, un título o todo un libro parecían
provenir del Código napoleónico, tal afirmación fue rechazada con firmeza por los
redactores de los Códigos. Pese a ello, algunas instituciones -como el Colegio de
Abogados de Madrid- siguieron manteniendo sus voces críticas por el influjo fran-
cés, si bien luego, al tratar de otros preceptos, defendían la conveniencia de seguir
el modelo francés.

VI. ELCONTENIDO POLÍTICO-PENAL DE LOS CÓDIGOS


Las instituciones recogidas en los Códigos penales no surgieron repenti-
namente, ni fueron fruto de la audacia innovadora del legislador. De hecho, los
Códigos apenas innovaron. Recogieron más bien instituciones que provenían de la
tradición, tanto de leyes antiguas -convenientemente reformadas- como de cons-
trucciones teóricas (sobre el delito, la pena, la culpabilidad, la responsabilidad,
etc.) legadas por la doctrina jurídica.

Cierta innovación supuso, sin embargo, la incorporación en los Códigos de al-


gunos principios o instituciones político-penales, cuya legalización -o positiviza-
ción- sólo fue posible tras el advenimiento del régimen liberal. Se trata de institu-
ciones que, aunque fueron teóricamente desarrolladas -e, incluso, políticamente
reivindicadas- por un notable número de juristas, no tenían cabida en un régimen

66
Capítulo HH. La codificación del Derecho penal en España... (Aniceto Masferrer)

político absolutista, como el existente en España y el resto de Europa hasta finales


del siglo XVIII. Así, pues, respecto a estas instituciones de contenido político-pe-
nal los Códigos penales no hicieron más que recoger frutos ya maduros merced al
cambio de régimen político. Veamos brevemente las más importantes.

VI.1. El principio de legalidad

Unos de los grandes combates de la Revolución francesa para el reconoci-


miento de los derechos individuales fue el relativo a la reforma del Derecho penal,
en donde Voltaire tuvo un destacado papel. Y una de las reivindicaciones más fe-
roces de este ilustrado fue el de que las leyes penales fueran bien claras y preci-
sas, desterrando definitivamente el arbitrio judicial”? La ley debía expresar con
claridad tanto la conducta constitutiva de delito como la pena. Junto a Voltaire,
otros autores como Mably, Chaussard, Servan, Marat, Carrard, Risi y Vermeil, entre
otros, alzaron sus voces críticas contra el sistema penal vigente y defendieron la
necesidad de un nuevo sistema basado en la legalidad, en el que la pena impuesta
por el juez no pudiera rebasar ciertos límites establecidos por la misma ley.

Los primeros Códigos contemplaron el principio de legalidad sin atenerse a


todas sus consecuencias. El Código bávaro de 1813 redactado por Feuerbach sí lo
introdujo con todas sus consecuencias, excluyendo por tanto toda arbitrariedad
judicial y analogía posibles. En el ámbito francés, después del Código de 1791, que
dispuso un régimen excesivamente rígido de legalidad -pena fija y supresión de
toda posibilidad de indulto-, el de 1810 recogió este principio de un modo más
flexible, en el que los jueces podían moverse en la imposición de la pena entre un
máximo y un mínimo legal. Fue éste el modelo aplicado en los distintos países eu-
ropeos y el español entre ellos.

Al margen de las profundas raíces históricas de este principio, lo cierto es


que sólo el triunfo del régimen liberal permitió la 'constitucionalización' y con-
siguiente legalización de este principio hasta sus últimas consecuencias. Las pri-
meras Constituciones y Declaraciones de derechos recogieron expresamente este
principio. Es el caso, por poner algún ejemplo, de la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano de 1789 (art. 8) y la Constitución francesa de 1791, así
como de otras Constituciones europeas y americanas.
En España el principio de legalidad se incluyó en todas las Constituciones
(1812, 1837, 1845, 1869, 1876, 1931 y 1978)”, si bien es cierto que en el texto
gaditano no se recogió de forma explícita. Actualmente el reconocimiento expreso
del principio de legalidad sigue erigiéndose en uno de los preceptos de contenido
penal más común en el constitucionalismo europeo.

VI.2. El principio de proporcionalidad entre el delito y la pena

El principio de proporcionalidad entre los delitos y las penas fue una de


las más repetidas críticas de los autores ilustrados contra el Derecho penal del
Antiguo régimen. Montesquieu, Beccaria, Bentham, etc. en Europa y Lardizábal en

67
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

España propugnaron un nuevo Derecho penal que observara un mínimo de pro-


porcionalidad entre el delito cometido y su condena penal. Y es que ciertamente
-a pesar de las voces de algunos juristas del ius commune-, tal principio no siem-
pre fue respetado por las legislaciones antiguas y, en especial, por la legislación
penal del siglo XVIII emanada de los monarcas absolutos. El caso español constitu-
ye un ejemplo bien claro.
Tomás y Valiente ya puso de relieve la idea de que los parámetros utilizados
para mesurar la crueldad de las penas poco tenían que ver frecuentemente con la
gravedad del delito y la culpabilidad del delincuente, respondiendo a otros crite-
rios como la reiteración de determinadas conductas delictivas, la falta de remeros,
las necesidades económicas del aparato de Justicia, etc.%

El esfuerzo realizado por algunos autores ilustrados para instaurar una ideo-
logía proporcionalista fue enorme, y el de Filangieri es una muestra bien clara.
Según el parecer de Tarello, este afán explica la preferencia por las sanciones am-
pliamente divisibles y multiplicables en número. Y de tal género son esencialmen-
te las penas de detención y las pecuniarias.

VI3. El principio de personalidad de las penas

La desaparición del carácter trascendente de determinadas penas fue una de las


contribuciones más importantes de la reforma político-liberal en materia punitiva, se-
cundando las numerosas y antiguas críticas que, ya desde el Antiguo Régimen -y más
tarde por los autores ilustrados-, se habían lanzado contra esta institución que aten-
taba contra el más elemental principio de personalidad de las penas. La trascendencia
directa de las penas, junto a la práctica del tormento y la confiscación de bienes -según
veremos a continuación-, constituían las pruebas más claras del atraso y descuido en
el que se encontraba el Derecho penal del siglo XVIII, consideradas por un autor deci-
monónico como las “negras páginas de la historia contemporánea”?

La única clase de pena que repercutía per se a terceras personas, ajenas a la


comisión del delito pero directamente afectadas por su punición, era la de confis-
cación de bienes, pena que fue abolida precisamente por este motivo, según ve-
remos. Existía, sin embargo, otra pena que no per se sino tan sólo para el castigo
de determinados delitos la legislación establecía que se transmitiera la condición
jurídica de infame a los descendientes del delincuente. Ello ocurría tan sólo en los
crímenes de traición Real (o de lesa majestad humana y divina).

El carácter personal de las penas, en virtud del cual la condena sólo puede
recaer sobre la persona del delincuente, fue otro de los grandes principios de con-
tenido penal consagrados en los textos constitucionales, quedando así definitiva-
mente abolida la trascendencia de la pena. La expresa abolición de este lamenta-
ble efecto trascendente dispuesta en la Constitución gaditana fue tan definitiva?,
que ningún otro texto constitucional posterior hizo referencia alguna al respecto.

Las Cortes gaditanas, llevando hasta sus últimas consecuencias la idea de sal-
vaguardar el honor familiar, no se conformaron con desterrar tal institución sino

68
Capítulo HH. La codificación del Derecho penal en España. .... (Aniceto Masferrer)

que procuraron borrar también los efectos visibles y latentes de su aplicación en


el pasado. Éste fue el sentido del Decreto de 22 de febrero de 1813, según el cual
se ordenaba que “todos los quadros, pinturas o inscripciones en que estén los cas-
tigos y las penas, impuestos por la Inquisición, que existan en las iglesias, claus-
tros y conventos, o en cualquier parage público de la Monarquía, serán borrados o
quitados de los respectivos lugares en que se hallen colocados”?*, permitiendo así
cicatrizar la herida infamante de aquellas familias caídas en la desgracia de que a
alguno de sus miembros le hubiera recaído sentencia condenatoria por el Tribunal
inquisitorial.

VI.4. El proceso abolicionista de ciertas penas

Una de las consecuencias penales más claras del triunfo de las reivindicacio-
nes ilustradas incorporadas al reformismo político-liberal fue el proceso de abo-
lición de algunas penas, provenientes en su mayor parte del Derecho romano y
aplicadas con toda normalidad en el Derecho penal del Antiguo Régimen. En este
sentido, la conveniencia de la pena de muerte -y en cualquier caso, su excesiva
aplicación-, la confiscación de bienes, la pena de infamia, el carácter trascendente
de ciertas penas y la aplicación de la tortura como medio probatorio constituye-
ron, sin duda alguna, las principales reivindicaciones. Y las voces realmente vincu-
lantes o decisorias sobre el porvenir del Derecho punitivo no procedían tanto de la
doctrina estrictamente penal sino más bien de la esfera política, según se despren-
de del discurso liberal de las Cortes de Cádiz.

Ya a finales del siglo XVIII, la conocidísima consulta de Carlos III de 1776 al


Consejo de Castilla, instada a través de su Secretario de Estado y del Despacho
General de Gracia y Justicia, don Manuel de la Roda, mostraba cierta preocupa-
ción por algunos de estos puntos (proporcionalidad entre delitos y penas; la con-
veniencia de mantener, reducir o suprimir la aplicación de la pena de muerte; la
racionalidad del empleo de la tortura como medio de prueba), que se encontraban
en desacuerdo con la ciencia jurídico-penal mayoritaria de la época. Sin embargo,
la mayor parte de estas reivindicaciones no surgieron efecto de modo inmediato,
sino que propiciaron el inicio de un proceso encaminado a su definitiva abolición,
que en algunos casos se hizo esperar más que en otros. Veamos ahora muy breve-
mente la suerte de cada una de ellas.

a) La pena de muerte

La supresión de la pena capital no se logró hasta finales del siglo XX, merced al
art. 15 de texto constitucional de 1978, por mucho que la conveniencia de mante-
ner, reducir o suprimir la aplicación de la pena de muerte constituyera uno de los
aspectos fundamentales de la conocida consulta que Carlos III dirigió al Consejo
de Castilla. Que la ideología humanitaria, estrechamente vinculada al Derecho na-
tural de las Luces, lanzó agudas críticas a la pena de muerte es incuestionable. Que
no logró su objetivo, también lo es. No se trata de entrar aquí en los motivos de tal
fracaso. Baste recordar que no todos los autores ilustrados compartían la misma

69
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

opinión en este punto. La discrepancia entre Beccaria y Lardizábal sobre la conve-


niencia de esta pena es bien elocuente en este sentido?”.

b) La confiscación de bienes

En congruencia con la supresión del efecto trascendente de las penas,


también se exigía la abolición de la única clase de pena que repercutía per se a
terceras personas que, ajenas a la comisión del delito, resultaban sin embargo
directamente afectadas por su punición. Nos referimos a la pena de confisca-
ción de bienes”, castigo que en buena lógica fue abolida expresamente por la
Constitución gaditana, si bien en este caso los sucesivos textos constitucionales
optaron, siguiendo la tendencia europea imperante, por mantener expresamen-
te esta supresión.

Al margen del pensamiento anti-ilustrado y de la existencia de una corriente


minoritaria contraria a su abolición, las Cortes de Cádiz no albergaron duda algu-
na sobre la conveniencia de su abolición. Y el motivo fundamental de tal supresión
resultaba bien claro a los ojos de los protagonistas y redactores del primer texto
constitucional español: “no es justo que las penas se amplíen a la descendencia
inocente, al pariente honrado...””?. Tal pena no necesitó ser abolida por el proceso
codificador, pues ya había sido desterrada del ordenamiento jurídico español mer-
ced a las reformas político-constitucionales de corte ilustrado.

c) Las penas infamantes

El carácter excesivamente infamante y humillante de algunas penas fue objeto


de crítica por parte de las corrientes ideológicas del momento, si bien hasta me-
diados del siglo XIX las muestras de rechazo no alcanzaron la fuerza ni el respaldo
suficiente como para desterrar definitivamente determinadas penas o formas de
ejecución especialmente deshonrosas.

Efectivamente, la tradición penal del Antiguo Régimen había aplicado con


cierta frecuencia tal género de penas, aunque de un modo desigual entre los distin-
tos reinos peninsulares. El Discurso sobre las penas de Lardizábal refleja bastante
bien la diversa tipología existente al tratar de las penas corporales, en donde men-
ciona las mutilaciones, los azotes, los presidios y arsenales, etc. Mientras Beccaria
manifiesta de un modo general la conveniencia de dulcificar las penas, Lardizábal
expresa una opinión más concreta sobre cada una de esas penas. Muestra su total
disconformidad con las mutilaciones; admite los azotes si se aplican con “mucha
prudencia y discernimiento”, al igual que la vergúenza pública si no ofende “el pu-
dor y la decencia”; y plantea la sustitución de los presidios y arsenales por las ca-
sas de corrección, si bien acepta la utilización de aquéllas para los delincuentes
con “ánimo absolutamente pervertido”*,
Junto a las penas infamantes en sentido amplio*', también permanecía vigen-
te en los albores de la etapa constitucional -y desde los tiempos romanos- la pena
jurídica de infamia, que el Código de 1822 recogió en la tipología de penas.

70
Capítulo HI. La codificación del Derecho penal en España... (Aniceto Masferrer)

La necesidad de dulcificar las penas era evidente, pero su efectiva reali-


zación fue más compleja. El utilitarismo de Bentham y la idea de prevención o
intimidación intensificaron en ocasiones el efecto infamante de determinadas
penas, así como su proceso de ejecución, según veremos. Con razón se ha dicho
que “no todo fueron rupturas por lo que a la penalidad se refiere. También se
registraron en la etapa inicial del liberalismo de las Cortes de Cádiz algunos ras-
gos de continuidad en relación al Antiguo Régimen”*”, y la idea de ejemplaridad,
que exigía la publicidad de las penas, constituye un triste epílogo de la tradición
anterior en un contexto político de corte liberal y auspiciado por el pensamiento
moderno ilustrado.
La ruptura sí se produjo respecto a la abolición de determinadas penas como
la de azotes, que fue obra de las Cortes de Cádiz en 1813, si bien conviene resaltar
que “la desaparición de esta pena fue producto más del desuso que de disposicio-
nes legislativas”*. Otras penas de carácter humillante serían lenta y gradualmente
suprimidas a lo largo del proceso codificador, según tendremos ocasión de ver.

VI.5. La abolición de la tortura como medio probatorio

La expresa abolición de la tortura como medio probatorio encaminado a


arrancar la confesión del reo, práctica de tradición multisecular, constituye otro
ejemplo claro de reforma político-penal llevada a cabo con anterioridad al proceso
codificador.
No parece necesario abundar en una cuestión tan conocida, al igual que tam-
poco resulta oportuno insistir en el parecer de unos y de otros en la etapa final de
esta institución en nuestro Derecho histórico. Tampoco interesa entrar aquí, por
tanto, en los argumentos esgrimidos por Acevedo y Pedro de Castro en su encona-
da discusión sobre la conveniencia o no de su aplicación.

En España Lardizábal no hizo otra cosa que repetir los argumentos de


Beccaria, mostrando su completo rechazo a esta práctica, tan extendida en nues-
tro antiguo proceso penal. Ahí ambos autores coincidieron, pues, en su propuesta
de abolición. Tal unanimidad de pareceres también se dio en otros países, y en
algunos con anterioridad a la crítica de Beccaria.

La abolición de la tortura tuvo lugar primero en la Constitución de Bayona


(art. 133%), y más tarde en las Cortes de Cádiz, merced a la aprobación de un con-
creto decreto de abolición en la sesión del día 22 de abril de 1811, cuyo contenido
fundamental quedó escuetamente recogido en el art. 303 del texto constitucional:
“No se usará nunca del tormento ni de los apremios”.
Ya se dijo que resultaría impensable tal abolición sin el triunfo del liberalismo,
que ya en esa etapa pre-codificadora llevaba a ejecución reformas de orden penal
propuestas y defendidas por el pensamiento ilustrado. Prueba de ello es que de
nada sirvieron las críticas elevadas contra la tortura en el reinado de Carlos III,
quien habiendo podido proceder a su abolición, demostró ser “un Monarca más
absoluto que ilustrado”**.

71
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

Si a todo ello se le añade el hecho de que la práctica de la tortura ya estaba en


desuso desde la segunda mitad del siglo XVIII, es comprensible que las Cortes de
Cádiz resolvieran definitivamente su abolición sin más problemas.

VII. ELCONTENIDO CIENTÍFICO-PENAL DE LOS CÓDIGOS

Junto a las instituciones político-penales, los Códigos también recogieron ins-


tituciones de carácter científico-penal. Aunque casi todas ellas provenían, en bue-
na medida, de la tradición anterior, su introducción en los Códigos permitió un ma-
yor desarrollo científico-penal. Los principales avances de la ciencia penal giraron
alrededor de tres categorías fundamentales: a) una mayor sistematización; b) un
gradual proceso de humanización, y c) un lento proceso secularizador. En efecto,
sistematización, humanización y secularización fueron los principales avances de
una ciencia penal decimonónica recogida —o cristalizada- en los Códigos penales.

VIL1. Sistematización

La preocupación por un Derecho penal más sistemático se debió a la metodo-


logía lógico-deductiva y al ideal sistemático de la nueva ciencia jurídica de corte
racionalista. A pesar de la tendencia sistemática que experimentó la ciencia del
ius commune en los siglos XVI y XVII, no pudo llegar muy lejos al topar con los lí-
mites inherentes a su propia metodología. Aún así, resulta sorprendente el grado
de abstracción y sistematización al que fueron capaces de llegar algunos juristas
peninsulares del siglo XVII.

La sistematización fue, a mijuicio, la aportación más genuina de la ciencia pe-


nal decimonónica. En esta línea, recordemos el parecer de Jesús Lalinde, según
el cual el principal mérito de la Codificación no fue tanto la creación de nuevas
figuras o principios, “sino su formulación en la categoría de dogmas, que, además,
componen un sistema”**, Este nuevo sistema sí constituyó una genuina aportación
de la ciencia penal del siglo XIX, de la que se serviría luego la doctrina de prin-
cipios del siglo pasado para formular la conocida -y en su momento, moderna-
teoría del delito como acción típica, antijurídica, culpable y punible. Se constata
aquí, pues, cómo la Codificación penal constituye el puente de conexión entre dos
ciencias penales aparentemente incompatibles: la antigua ciencia del ius commune
(siglos XIV-XVIII) y la dogmática moderna (siglo XX).
Veamos a continuación algunas instituciones científico-penales que fueron
recogidas en los Códigos tras un notable desarrollo sistemático. De hecho, tanto la
técnica codificadora como la estructura de los Códigos propiciaron ese proceso de
sistematización del Derecho penal.

a) La división entre Parte General y Parte Especial

La distinción entre Parte General y Especial constituyó sin duda uno de los logros
más importantes del proceso codificador. La legislación penal del Antiguo Régimen

72
Capítulo HH. La codificación del Derecho penal en España... (Aniceto Masferrer)

jamás recogió esta distinción, siendo posiblemente el Allgemeines Landrecht prusia-


no (ALR, 1794) -según el parecer de algunos- el único Código normativo europeo
anterior al movimiento codificador que recogió, de algún modo, esta división”.
Otros autores, por el contrario, señalan con buen juicio que “no es efectiva-
mente hasta el momento en que se consagra el principio de igualdad, y eso única-
mente se produce con Napoleón (...), cuando podemos hablar de partes generales;
hasta esa fecha -y en ese sentido el ALR constituye todo un ejemplo- la necesidad
de tener en cuenta los privilegios de cada estamento habían provocado la impo-
sibilidad de formular unos principios comunes (...). Parte general e igualdad se
hallaban, en ese sentido, en una relación de dependencia directa. La falta de apli-
cación de ese principio es lo que provoca que, por ejemplo, el Código General para
los Estados Prusianos tuviera más de diez y siete mil preceptos, frente a los apenas
dos mil del Código napoleónico”**,
Efectivamente, en la tradición jurídica española, al igual que en la de otros
países, la legislación penal contemplaba en los delitos particulares aquellas cir-
cunstancias que en el caso concreto impedían la posible responsabilidad criminal.
Y la legítima defensa constituye el ejemplo paradigmático de este hecho innegable,
pero no es el único. Tanto las Partidas como el Fuero Juzgo, el Fuero Real, y las
Recopilaciones manifiestan a las claras este aspecto tan propio de la tradición le-
gislativa penal del Antiguo Régimen?”.
En España no será hasta el Código de 1822 cuando se disponga una Parte
General en el plano legislativo. Sin embargo, quedaba todavía mucho por andar
hasta lograr una perfecta síntesis entre los principios generales acogidos en el
Libro 1 y los distintos tipos delictivos recogidos a continuación. Y lo mismo ocurre
en la Codificación alemana.
Pero no cabe decir lo mismo de la tradición doctrinal. Ciertamente, si bien el
intento sistematizador de la doctrina jurídica castellana jamás cuajó en resultados
suficientemente satisfactorios, algunos autores europeos científicamente vincula-
dos a la jurisprudencia humanista, marcados por “una clara inclinación a lo siste-
mático”*, sí lograron establecer esta distinción en el siglo XVI, que, a pesar de su
rudimentario desarrollo en ciertos aspectos, marca un precedente de cita obliga-
da. Y así lo ha puesto de relieve tanto la doctrina iushistórica como la penalista*!.
Que hasta el siglo XVIII no hallemos una correcta separación entre Parte
General y Parte Especial, plasmada dogmáticamente merced al método deductivo
del iusnaturalismo racionalista, no justifica en modo alguno ignorar las importan-
tes aportaciones llevadas a cabo en este punto por algunos autores del ius commu-
ne como Deciano y Theodorico, aunque su doctrina jamás se llegara a reflejar en el
plano normativo. Como mínimo resulta inadmisible sostener que la división entre
Parte General y Parte Especial fue un descubrimiento del pensamiento ilustrado,
sin precedente alguno.

Sí constituyó, sin embargo, uno de los grandes méritos del proceso codificador
la definitiva plasmación normativa o legal de tal división, ya apuntada doctrinalmen-
te desde hacía tres siglos por algunos juristas de la corriente humanista.

73
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

El hecho de que a partir del movimiento codificador algunas instituciones se


incorporen en la Parte General, no impide adentrarse en su evolución histórica an-
terior a la Codificación, si bien habrá que tener en cuenta en su caso la alteración
que pudieran experimentar con tal incorporación. Las circunstancias modificati-
vas de la responsabilidad es un buen ejemplo concreto. En efecto, cuando la estu-
diosa Montanos defendió en un primer momento la inexistencia de las circunstan-
cias agravantes en el Derecho histórico, no estaba diciendo que nuestra tradición
no contemplara por ejemplo la locura, la demencia o la embriaguez, etc., sino que
tales elementos, que en el periodo codificador se denominarían circunstancias
modificativas de la responsabilidad criminal (denominadas eximentes, agravantes
y atenuantes), constituían en la tradición anterior elementos calificadores o cons-
titutivos del propio delito*?.

b) El delito: noción y clases

La noción moderna de delito como acción típica, antijurídica, culpable y puni-


ble, si bien aparece en el cambio de centuria (s. XIX-XX) -vinculada a los nombres
de Von Liszt y Beling-, sus elementos integrantes no son tan recientes. Algunos
fueron elaborados por la ciencia del ius commune, y más tarde recogidos por el
movimiento codificador. No tendría mucho sentido distinguir en diversos aparta-
dos los distintos elementos del concepto actual del delito, entre otras cosas por-
que esta compleja noción dogmática escapa incluso del movimiento codificador
decimonónico, pero sí destacaremos aquellos que, procediendo del ¡us commune,
fueron posteriormente recogidos por los primeros Códigos, y algunos de los cua-
les todavía permanecen hoy en día en la base de nuestra dogmática penal.
Mientras el Código francés simplemente enumeró las infracciones según las
leyes que vulneraban (crimen, delito y contravención), pero sin hacer una defi-
nición de las mismas, en nuestro primer Proyecto de Código penal ya se propu-
so una primera definición unívoca del delito, concisa, cerrada y concreta. En este
punto en concreto los codificadores de 1822 decidieron expresamente separarse
del modelo francés, y seguir otro modelo de código penal europeo como el aus-
triaco de 1803, las propuestas de autores como Filangieri, de enorme influencia
en España*, y especialmente la propia tradición jurídica. El Derecho histórico es-
pañol ya ofrecía a los codificadores una antigua definición de delito, contenida en
las Partidas, que se tomó como referencia**; además, durante la Edad Moderna se
había desarrollado un particular debate doctrinal sobre la noción de dolo o culpa,
sustentado por los teólogos y juristas de la Escuela de Salamanca, que sin duda
también debió de influir en la redacción de los artículos primero y segundo del
Código. Teniendo en cuenta que otros códigos, como el francés, distinguían en-
tre crimen y delito, y que nuestro propio lenguaje jurídico histórico parecía darle
una connotación de mayor gravedad al término crimen (que se asimilaba al delito
atroz) frente al simple delito, para estos diputados era del todo necesario clarificar
los conceptos. Como expresara el diputado Ramonet, “quisiera que se hiciera la
definición del crimen, del delito y de la pena. Los señores de la comisión habrán
visto mejor que yo que en otros Códigos se definen por la clasificación de la pena

74
Capítulo [H. La codificación del Derecho penal en España. .... (Aniceto Masferrer)

aplicada a la cosa definida, principalmente en el Código francés, así, si ha de que-


dar la palabra crimen en el lenguaje jurídico me parece necesario definirla respec-
to a que se define el delito y la culpa”*,
En atención a estos argumentos, finalmente se aprobó establecer una defi-
nición general del delito en el artículo primero, e inmediatamente después, en el
artículo segundo, definir también expresamente qué debía entenderse por culpa,
tal y como proponía la comisión en su Proyecto. La redacción definitiva de ambos
artículos varió, sin embargo, frente a las originariamente propuestas por la comi-
sión, y los artículos que quedaron aprobados fueron los siguientes:

Artículo 1 CP 1822: “Comete delito el que libre y voluntariamente y con mali-


cia hace ú omite lo que la ley prohíbe o manda bajo alguna pena. En toda infracción
libre de la ley se entenderá haber voluntad y malicia, mientras que el infractor no
pruebe ó no resulte claramente lo contrario”.

Artículo 2 CP 1822: “Comete culpa el que libremente, pero sin malicia, infrin-
ge la ley por alguna causa que puede y debe evitar”.

Los siguientes Códigos penales decimonónicos españoles, el Código penal de


1848-1850 y el Código penal de 1870, favorecidos por un mayor desarrollo doctri-
nal y una mejor técnica jurídica, no diferenciaron entre “dolo” -o “malicia”- y “cul-
pa” -o lo que ahora se llama “imprudencia”**-, Bastaba con que la conducta fuera
típica, antijurídica y voluntaria (esto es “culpable” en su sentido más amplio, con
independencia de que fuera “dolosa” o “imprudente” en la terminología actual).
Veámoslo:

Artículo 1 CP 1848-1850: “Es delito ó falta toda acción ú omisión voluntaria


penada por la ley. Las acciones ú omisiones penadas por la ley se reputan siempre
voluntarias, á no ser que conste lo contrario. El que ejecutare voluntariamente el
hecho, será responsable de él, é incurrirá en la pena que la ley señale, aunque el
mal recaiga sobre persona distinta de aquella á quien se proponía ofender”.

Artículo 1 CP 1870: “Es delito ó falta toda acción ú omisión voluntaria penada
por la ley. Las acciones ú omisiones penadas por la ley se reputan siempre volun-
tarias, á no ser que conste lo contrario. El que cometiere voluntariamente el delito
incurrirá en la responsabilidad criminal, aunque el mal ejecutado fuere distinto
del que se había propuesto ejecutar””.

Con esta definición, que se centraba básicamente en la ilegalidad de la con-


ducta (“es delito ó falta toda acción ú omisión voluntaria penada por la ley”), los
Códigos penales españoles volvían a acercarse a la definición francesa*, o a la de
otros Códigos penales decimonónicos como el de Brasil o el Código penal de las
Dos Sicilias.

¿Y qué cabe decir con respecto a la clasificación de los delitos?

En cuanto a la clasificación del delito, la Codificación española también di-


vergió de la de los modelos franceses de 1791 y 1795, recogida definitivamente
en el Código penal napoleónico de 1810, y que se basaba, como sabemos, en la

75
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

distinción tripartita entre crímenes, delitos y contravenciones (crimes, délits y


contraventions). Dicha clasificación tomaba de la tradición iusromanista clásica la
separación de los delitos en tres categorías o tipos básicos (delicta atrocissima,
delicta gravia y delicta levia), aunque el criterio de distinción ya no era el tipo de
pena o castigo que se aplicaba, sino los bienes jurídicos protegidos a través de la
ley. Se entendían crímenes, como antes se ha dicho, los que atentaban contra el or-
den social, delitos los que atentaban contra los particulares, y contravenciones las
que infringían meras disposiciones de policía. La estructura tripartita del modelo
francés no fue seguida por el primer Código penal español de 1822, ni siquiera en
el Proyecto de la Comisión.
El Código penal de 1848 añadió una importante novedad a este sistema de
clasificación del delito, derivada a su vez de la corrección que hizo de su definición.
En él ya no se distinguía entre 'delito' y 'culpa' sino que, como sabemos, el artículo
primero definía como infracción penal tanto el “delito” como la “falta” siempre que
fueran voluntarias y antijurídicas (“es delito ó falta toda acción ú omisión volun-
taria penada por la ley”). En estas dos categorías básicas o estructurales se basó la
primera clasificación del delito.
El Código penal de 1870 mantuvo la misma estructura del Código de 1848,
del que, como sabemos, apenas modificó alguna cosa, consolidando por tanto la
clasificación bipartita que distinguía entre delitos y faltas a lo largo de sus libros
segundo y tercero, respectivamente.

c) La legítima defensa y otras circunstancias del delito (eximentes, atenuantes


y agravantes)

Es bien conocida la importancia y atención que merecieron siglos antes del


proceso codificador lo que actualmente se denominan “causas de justificación".
Aunque la mayoría de ellas ya fueron reguladas en su momento por el Derecho
penal canónico y abordadas por la doctrina del ius commune, especialmente la le-
gítima defensa, aquí nos interesa detenernos tan sólo en su evolución en la etapa
codificadora”,
La legítima defensa fue sin duda uno de las instituciones más desarrolladas
por la ciencia jurídico-penal anterior al siglo XIX. Merced a su análisis por la doc-
trina romano-canónica, la ciencia jurídico-penal decimonónica recibió los requi-
sitos que, tan sólo “con otra orientación", configurarían esta institución tanto en
la etapa codificadora como en la actualidad (agresión ilegítima, actualidad de la
agresión y proporcionalidad de la defensa). ¿De qué modo recogió este instituto el
movimiento codificador?

El CP francés de 1791 fue el primero que sustituyó la antigua expresión “mo-


deramen inculpatae tutelae” por “legítima defensa”, y de ahí pasó al CP napoleó-
nico de 1810, si bien ambos Códigos curiosamente siguieron manteniendo la ins-
titución en la Parte Especial, y no en la Parte General. Fue a partir de la segunda
mitad del siglo XIX cuando la estructura conceptual de la legítima defensa alcanzó
“el perfeccionamiento técnico-dogmático definitivo”, abandonando el casuismo

76
Capítulo III. La codificación del Derecho penal en España... (Aniceto Masterrer)

anterior. Sin duda alguna, “a ello contribuyó decisivamente la influencia de las doc-
trinas del iusnaturalismo racionalista y del pensamiento ilustrado de Feuerbach,
que comienza a abordar un concepto general secularizado de legítima defensa no
limitado exclusivamente a los delitos de homicidio”*”. Salvo algunas excepciones
bien concretas, “de una parte el movimiento codificador europeo emplaza siste-
máticamente la legítima defensa en la Parte General (...); de otra parte, los únicos
requisitos a los que se condiciona su ejercicio son la agresión ilegítima actual y la
necesidad defensiva”*!, desapareciendo en aquel momento referencia alguna a la
idea de proporcionalidad, exigencias todas ellas provenientes precisamente de la
Ciencia del Derecho común.
Como trazos característicos del tratamiento de la legítima defensa en el pe-
riodo codificador, cabe señalar: a) la concepción ilimitada de ésta, conforme a la
consideración individualista de la posición que el hombre ocupa en la sociedad; b)
la estructura de la legítima defensa se construye desde una perspectiva exclusiva
del agredido, pues se ensalzan de un modo exagerado los derechos de la persona-
lidad, especialmente la libertad y la propiedad; y c) marginación del discurso de
la exigencia de emprender la huida o de evitar la agresión injusta. Tales trazos no
siempre y en todos los países cuajaron con la misma intensidad, como muy bien
puede apreciarse al analizar la regulación de la legítima defensa en los Códigos de
los distintos países europeos. En España, por ejemplo, si bien triunfó —-en la litera-
tura por lo menos- la inexigibilidad de la huida, algún proyecto acentuó la idea de
la necessitas inevitabilis (necesidad inevitable) desarrollada por la doctrina del ius
commune, y marcó “una nota diferencial en relación al resto de países, a través de
la exigencia de la necesidad racional del medio empleado”*?, La legítima defensa
en el periodo codificador logró, por tanto, “unos perfiles mucho más definidos y
técnicamente más evolucionados que en la etapa precedente. De un lado, se alcan-
za un consenso generalizado en adjudicar a esta institución la naturaleza de causa
de justificación; de otro, su ámbito de aplicación abarca la defendibilidad univer-
sal de todos los bienes y derechos”*?*, A todo ello, hay que añadir el carácter ilimita-
do de la defensa, propio del pensamiento individualista liberal, que, el contexto del
siglo ideológico del siglo XX se encargaría de mitigar, llevando la legítima defensa
“hacia destinos esencialmente restrictivos”.

Hubo que esperar también al siglo XIX para que la controversia sobre si cons-
tituye una causa de justificación o de exclusión de la culpabilidad se aclarara, y
para que dejara de tratarse en la Parte Especial de los Códigos penales, incorpo-
rándose definitivamente a los artículos correspondientes a la Parte General'*,
aunque el Código penal francés siguiera ocupándose de ella al regular los delitos
contra la vida y la integridad corporal (Art. 328 CP francés). Los distintos Códigos
españoles decimonónicos y del siglo XX mantuvieron el régimen de la legítima de-
fensa dispuesto por Código penal de 1848, manteniéndose incólume salvo en algu-
na reforma menor de algún Código.

Las circunstancias del acto criminal, que en la etapa codificadora reciben la


denominación de agravantes, atenuantes o eximentes —vigentes hoy en día-, tam-
bién aparecían en las fuentes normativas y doctrinales anteriores al siglo XIX. En
concreto, la ciencia jurídica medieval y moderna ya destacó el importante papel de

77
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

algunas circunstancias como la legítima defensa -según acabamos de ver-, el esta-


do de necesidad y la obediencia debida, que actualmente son consideradas como
causas de justificación (dentro de la antijuricidad), pero también la edad, el sexo,
la locura -actualmente, “anomalía o alteración psíquica” o “trastorno mental tran-
sitorio”—, la embriaguez, la reincidencia y la alevosía, entre otras.
Veamos ahora más sucintamente qué evolución experimentaron otras cir-
cunstancias modificativas de la responsabilidad en la etapa codificadora.
El estado de necesidad y la obediencia debida fueron minuciosamente
analizadas por la doctrina del ius commune. La obediencia debida experimentó al
principio del siglo XIX una cierta reforma bajo el influjo de la doctrina liberal. Y
es que con la idea de alcanzar una dirección fuerte y unitaria de Estado, surgió
un deber incondicional de obediencia por parte de los funcionarios, tan sólo fic-
ticiamente paliado por el derecho a la demonstratio. El alcance de tal obediencia
debida, aparecida en el contexto histórico del proceso codificador, no coincidía
ciertamente con el parecer de la jurisprudencia italiana del siglo XVI, pues ésta
se mantuvo siempre reticente a admitir una obediencia incondicional, no ya sólo
a los mandatos del superior, sino incluso a los del príncipe. Si éste había sido el
planteamiento tradicional de la doctrina jurídica española e italiana, no es extraño
que fuera finalmente el criterio acogido por los Códigos penales españoles. Por
otra parte, las lamentables consecuencias de la obediencia incondicional exigida y
llevada a cabo por Estados totalitarios en la reciente historia europea del siglo XX
sirvieron para rechazar definitivamente tal principio.

Pacheco, al tratar esta circunstancia, no dudó en afirmar que “nuestras leyes


antiguas la resolvieron ya en el mismo sentido en que la resuelve el Código; y a
decir verdad, no se concibe que legislación ninguna pueda resolverla de otra ma-
nera”*, Y en semejantes términos se expresó más tarde el principal comentarista
de nuestro Código de 1870**.
La edad también había sido objeto de estudio por la doctrina del ius commu-
ne con anterioridad al movimiento codificador. En este punto, también las fuentes
normativas de la tradición penal del Antiguo Régimen ya establecían la irrespon-
sabilidad o responsabilidad atenuada para los menores. Los textos normativos de
influjo romano como las Partidas o las Costumbres de Tortosa, admitían la me-
nor edad como causa de exención o atenuación de la responsabilidad, si bien hay
que consignar que en otras ocasiones los adolescentes fueron tratados con cierta
crueldad.
El Código de 1822 declaró irresponsable al menor de 7 años, y de los 7 alos 12
se procedía al examen del discernimiento del acusado. Efectivamente, nuestro pri-
mer Código declaró exento en todo caso al menor de siete años cumplidos, límite
procedente del Derecho romano. Para el mayor de esta edad y menor de 17 debía
examinarse si había obrado “con discernimiento y malicia según lo que resulte, y
lo más o menos desarrolladas que estén sus facultades intelectuales” (art. 24). Si
hubiera obrado sin discernimiento se le entregaba a sus familiares “para que le co-
rrijan y cuiden de él”, pero si “no pudieren hacerlo, o no merecieren confianza, y la
edad adulta del menor y la gravedad del caso requiriesen otra medida al prudente

78
Capítulo TI La codificación del Derecho penal en España... (Aniceto Masferrer)

juicio del juez, podrá éste ponerle en una casa de corrección por el tiempo que crea
conveniente, con tal que nunca pase de la época en que cumpla los veinte años de
edad” (art. 24). Si hubiera obrado con “discernimiento y malicia” se le impondría
una pena atenuada (art. 25).

En el Código penal de 1848 estaba exento de responsabilidad el menor de 9


años (art. 8.2). También el mayor de nueve años y menor de quince, a no ser que
hubiere obrado con discernimiento (art. 8.3), en cuyo supuesto se le imponía “una
pena discrecional, pero siempre inferior en dos grados por lo menos a la señalada
por la ley para el delito que hubiere cometido” (art. 72 pr.).
La reforma de 1850 dejó intacta esta regulación, que se mantuvo también en
1870 (arts. 8.2-3 y 86), pero volviendo en cierto modo al sistema de 1822, porque
dispuso que cuando el menor fuere declarado irresponsable habría de ser entre-
gado a su familia “con encargo de vigilarlo y educarlo” y que, “a falta de persona
que se encargue de su vigilancia y educación", sería llevado “a un establecimiento
de beneficencia destinado a la educación de huérfanos y desamparados”, de donde
no debería salir “sino al tiempo y con las condiciones prescritas para los acogidos”
(art. 8.3).

Los Códigos de 1848 y 1870 dividieron, pues, la menor edad en tres períodos:
hasta los 9 años se presumía la irresponsabilidad; desde los 9 hasta los 15 años
era preciso verificar mediante examen el discernimiento del menor, y si carecía de
él se le declaraba inimputable, mientras que en caso contrario era declarado res-
ponsable, estimándose su edad como atenuante; finalmente, entre los 15 y los 18
años, constituía una atenuante. Los paralelismos y analogías existentes —respecto
ala regulación de la edad—entre estos dos Códigos y nuestra legislación antigua no
pasaron desapercibidas por algunos comentaristas”.
El Código penal de 1928 estableció el límite de dieciséis años (art. 56), que
recogido por el Código de 1932 (art. 8.2) permaneció vigente hasta la reforma lle-
vada a cabo por nuestro Código penal vigente.

La locura o demencia -actualmente, “anomalía o alteración psíquica"** o


“trastorno mental transitorio”-, también había sido notablemente desarrollada
por la doctrina del ius commune con anterioridad a la Codificación. En el plano
normativo, las Partidas habían recogido la irresponsabilidad del loco “que non
sabe lo que face” y distinguiendo tres clases de alienados (locos, furiosos y desme-
moriados)””, categorías procedentes todas ellas del Derecho romano y que corres-
pondían exactamente al demens, furiosus y mantecaptus romanos,

Siguiendo esta línea, el Código de 1822 declaró que no delinquía quien obrase
en estado de demencia, delirio o privado del uso de razón. El de 1870; siguiendo
al de 1848, dispuso la irresponsabilidad del imbécil y del loco cuando no hubiere
delinquido en un intervalo de razón. El Código de 1928 optó por una fórmula más
científica que los anteriores Códigos, pero que no satisfizo a los psiquiatras.

No tenemos noticia de ningún estudio sobre la circunstancia de arrepenti-


miento en nuestro Derecho penal anterior al proceso codificador. Desconocemos,

79
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

por tanto, el papel que pudo tener esta institución en nuestra tradición. Resulta
sorprendente comprobar, sin embargo, la desaparición de esta atenuante en la
Codificación decimonónica (a partir del Código de 1848), así como su posterior
rehabilitación en el siglo XX, cuestión tan sólo someramente esbozada a modo de
introducción en un estudio sobre esta circunstancia”. Si el Código penal de 1822
la recogió es un síntoma bastante claro de que estuvo vigente en la tradición penal
del Antiguo Régimen.
Un supuesto concreto del arrepentimiento como atenuante recogido por el
Código penal de 1822 es el del art. 292, según el cual, “los individuos que habién-
dose alzado en rebelión o sedición, según los artículos 274 y 280 se sometieren
absolutamente al primer requerimiento de la autoridad pública, no sufrirán por la
insurrección, si pertenecieran a la segunda o tercera clase, más que la de quedar
sujetos por dos años a la vigilancia especial de las autoridades. Pero los reos de
primera clase, en caso de rebelión, sufrirán una prisión de seis meses o tres años,
con privación de los empleos o cargos públicos que obtuvieren, y sujeción por dos
años más a la vigilancia de las autoridades, y con igual privación de empleos o car-
gos públicos”. Este precepto, que tiene su precedente en una norma recogida en
la Novísima Recopilación (NoR 12, 11, 5), fue posteriormente modificado por el
Código de 1848-50 (art. 182) que llegará hasta nuestros días. Tal precepto, que
el Código de 1822 recogió como atenuadora de la pena, apareció en el Código de
1848 como exención total de la misma, referida a los “meros ejecutores” y a los
comprendidos en su artículo 175. Parecida redacción empleó el Código de 1870
(art. 258), y así ha llegado hasta nuestros días.
El sexo, la embriaguez, la reincidencia y la alevosía, circunstancias modifi-
cativas de la responsabilidad que fueron recogidas por el movimiento codificador,
también habían formado parte de la tradición penal del Antiguo Régimen, y las
reformas llevadas a cabo por los distintos Códigos fueron más bien escasas. Las
dos más importantes serían el quedar todas ellas ubicadas en la Parte General por
una parte, y dentro de ésta, el formar parte en alguna de las distintas categorías de
la compleja y moderna teoría del delito como acción típica, antijurídica, culpable
y punible, por otra (aunque ya en el siglo XX), mientras que en la tradición penal
anterior al proceso codificador todas estas circunstancias giraban en torno a la
culpabilidad, elemento central y nuclear de la noción de delito elaborada por la
doctrina del ius commune.

d) Clasificación de las penas: evolución decimonónica del sistema punitivo actual

Con independencia de la vigencia de las penas pecuniarias, privativas de li-


bertad y privativas de derechos en el Derecho anterior a la Codificación, resulta
innegable el protagonismo que éstas adquirieron en el siglo XIX, hasta erigirse en
los tres grandes tipos de penas de nuestro Derecho vigente. ¿Qué evolución expe-
rimentaron en la Codificación decimonónica? Veámosla muy sucintamente.

La pena pecuniaria, es decir, el pago de una suma de dinero hecho por el de-
lincuente al Estado en concepto de pena, o la incautación que éste hace de todo o

80
Capítulo HL La codificación del Derecho penal en España. . (Aniceto Masferrer)

parte del patrimonio del penado, es un castigo de tradición multisecular. El origen


de esta pena se pierde en las legislaciones más antiguas, y estuvo muy presente
tanto en el Derecho romano como en el germánico y canónico. Además, duran-
te muchos siglos se ha erigido en uno de los principales castigos, si bien ante las
nuevas condiciones de vida -especialmente económicas-, en el siglo XIX fue per-
diendo importancia hasta llegar en el pasado siglo a desempeñar en las legislacio-
nes una función relativamente modesta, si bien en los últimos años la multa viene
siendo más acogida por la legislación.

Al hablar de pena pecuniaria nos referimos especialmente a la multa, no a la


confiscación de bienes, pena que una vez ya abolida, fue de nuevo adoptada en
algunos países. Sin embargo, los Códigos admitieron como pena de carácter pe-
cuniaria, además de la multa, el comiso de los objetos o instrumentos empleados
para la comisión del delito, institución que también debe sus orígenes a la tradi-
ción penal anterior a la Codificación. Así, pues, nuestros Códigos, recogiendo en
este aspecto la tradición de nuestras antiguas leyes, recogieron dos formas de pe-
nas pecuniarias: la multa y el comiso de los efectos o instrumentos del delito.

Otra penalidad directamente relacionada con las penas pecuniarias es la


prisión por deudas, pena también tenía lugar por incumplimiento de obligacio-
nes nacidas ex delicto, esto es, como consecuencia del impago de la suma dine-
raria, establecida por sentencia condenatoria en proceso penal, según veremos a
continuación.

Si bien es cierto que las penas privativas de libertad se generalizaron a par-


tir de la etapa liberal, no compartimos el parecer -un tanto simplista- de Landrove,
según el cual, a partir de este momento, “van alcanzar en la justicia punitiva el pa-
pel protagonista que en solitario habían ostentado antes la pena de muerte y las
corporales”*?
Es cierto que a partir del siglo XIX, en el sistema punitivo del Derecho penal
codificado las penas privativas de libertad jugaron un papel de primer orden, pero
no cabe olvidar que ni éstas aparecieron en este siglo, ni jamás la pena de muerte
y las corporales compendiaron en solitario el sistema punitivo de la tradición pe-
nal del Antiguo Régimen*. Un estudio de nuestra tradición penal refleja que, aun
siendo cierto el empleo excesivo de las penas de muerte y corporales en determi-
nados períodos históricos -especialmente, en sistemas políticos de corte absolu-
tista—, éstas jamás dejaron de convivir con otras clases de penas -y algunas, tan
empleadas como aquéllas- como las pecuniarias y las privativas de determinados
derechos.

Ciertamente, a partir de la Codificación la pena privativa de libertad empezó


a jugar un papel indiscutiblemente mayor que en la tradición penal del Antiguo
Régimen, pero no cabe olvidar que ésta surgió -y se desarrolló extraordinaria-
mente- en la Edad Moderna. En efecto, cárceles y presidios eran instituciones pe-
nitenciarias bien conocidas por todos en los siglos modernos. El origen y aplica-
ción de esta pena no fue, pues, una contribución del proceso codificador, si bien
hay que reconocer el importante papel que jugó a partir de este momento. La
Codificación dispuso que la pena privativa de libertad no sólo pudiera imponerse

81
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

con carácter principal, sino también subsidiariamente, esto es, para el caso de que
el delincuente no pudiese hacer frente a la pena pecuniaria impuesta por la sen-
tencia condenatoria. Es la denominada “pena privativa de libertad por impago de
multa”, vigente en nuestro ordenamiento penal y estudiada por la doctrina pena-
lista%*, Históricamente, tal institución, que recibió, entre otras denominaciones, la
de “prisión por deudas”, fue regulada en numerosas fuentes normativas peninsu-
lares, tanto territoriales y generales como locales y municipales. De hecho, según
se desprende de su frecuente uso y regulación por las fuentes, parece ser que se
erigió en una medida enormemente útil para resolver los probablemente numero-
sos delincuentes insolventes castigados con penas pecuniarias.

No es extraño, pues, que con esta larga tradición esta institución apareciera
recogida en el primer Código penal. No obstante, “si bien durante el período inicial
de la Codificación penal la existencia de esta institución no fue objeto especial de
críticas, a partir del siglo XX empieza a cuestionarse la imposición de un castigo
de cierta gravedad a quienes, por ausencia de recursos económicos, no pueden
satisfacer una pena pecuniaria”. No parece necesario analizar la evolución que
experimentó esta institución en el proceso codificador. Tan sólo diremos que has-
ta 1870 se denominó “privación de libertad subsidiaria”, y que ya desde 1822 se
dispuso que pudiera aplicarse “en todo caso de imposición de multa” (art. 91). El
Código de 1870, con el objeto de aglutinar nuevas alternativas para los casos de
insolvencia del condenado, modificó la denominación sin cambiar el contenido ni
el sentido de la institución, pasando a llamarse “responsabilidad personal subsi-
diaria”*. Más tarde, aunque desaparecieron formalmente las medidas alternativas
que originaron el cambio de terminología, la denominación se mantuvo intacta.
Fue a partir de la Exposición de Motivos 1932, y especialmente en 1944, cuando
el legislador, la doctrina y la jurisprudencia se plantearon la naturaleza de tal ins-
titución, esto es, si debía de concebirse como pena privativa de libertad o como
responsabilidad personal subsidiaria.

Otro aspecto de interés en la evolución de esta institución es el de los métodos


utilizados para la conversión de la pena de multa en privación de libertad, que son
dos: el método fijo, que permaneció vigente hasta el Código de 1928; y el libre arbi-
trio judicial, introducido en el Código de 1932 y vigente actualmente. También en
este punto la evolución experimentada por esta institución a lo largo del periodo
codificador refleja la que tuvo lugar en la tradición penal antigua, pues ambas fueron
empleadas, dependiendo del texto normativo y del momento de que se tratara.

La noción “penas privativas de derechos” sí fue acuñada en la etapa


codificadora, mas su contenido y diversas formas gozan de una tradición
multisecular, no ya sólo en el Derecho histórico español, sino en la tradición
jurídico-penal europea e indiana.

Nuestras actuales penas privativas de derechos en buena medida hunden sus


raíces en las antiguas penalidades humillantes (o infamantes en sentido amplio), y
de modo particular, en la pena de infamia stricto sensu.

Nuestro Derecho histórico recogió distintas clases de penas privativas de de-


rechos, algunas de las cuales fueron desapareciendo a lo largo de la Codificación

82
Capítulo III La codificación del Derecho penal en España... (Aniceto Masferrer)

por su carácter infamante. Éste fue el caso de la muerte civil -recogida ya en las
Partidas IV, 18, 2 y mantenida en el Código de 1822 (art. 53)-, la degradación -
frecuentemente aplicada en el Derecho canónico, y recogida por los Códigos de
1848-50 y 1870-, y la interdicción -de origen romano y de tradición multisecular,
regulada por nuestro Derecho penal hasta hace poco-.

Téngase en cuenta que en la tradición penal española y europea, muy a menu-


do tales penas privativas de derechos tenían por objeto sustraer el honor del de-
lincuente, objetivo que no sólo se lograba mediante la imposición de estas penas
o la de infamia -ya analizada-, sino también merced a otras penas como la argolla
-vigente hasta 1870%-, el oír públicamente la sentencia, el apercibimiento, la re-
prensión y la retractación.

Entre las penas privativas de derechos no mencionadas hasta el momento


merecen una especial atención las de inhabilitación, suspensión y pérdida del ofi-
cio y/o cargo público, que hoy en día constituyen una pieza fundamental dentro
del sistema punitivo español, así como de la mayoría de los países europeos. Pero
no cabe olvidar que tales penas como la pérdida o privación, la inhabilitación y la
suspensión del oficio público ya jugaron un papel importantísimo en el sistema
penal del Antiguo Régimen, según reflejan las fuentes normativas peninsulares.
Una pena privativa de derecho regulada en nuestra tradición jurídica y no recogi-
da en la etapa codificadora fue la privación de salario.

No es éste el lugar oportuno para analizar como se merecería la regulación


de estas penas en el proceso codificador, pero sí queremos consignar por lo me-
nos que la mayor parte de los problemas suscitados por esta clase de penas hun-
den sus raíces en su regulación histórica. Un interesante estudio que llevamos a
cabo sobre las penas inhabilitantes para el ejercicio de la función pública en la
Codificación europea refleja y demuestra esta afirmación*?.
Y es que sobre tales penas la única reforma sustancial del proceso codificador,
que supuso una verdadera ruptura respecto al sentido y función de esta clase de
penas en nuestra tradición penal, fue la supresión del efecto infamante o estigma-
tizante que llevaba consigo su aplicación. Pero tal reforma no fue tan drástica ni
rápida como podría parecer, sino más bien el resultado final de un proceso lento
y gradual, que según el parecer de algunos autores todavía no hay que darlo por
concluido hasta que tales medidas pierdan la naturaleza de penas, a imitación de
otros modelos europeos como el alemán. Un primer paso encaminado a deslin-
dar la aplicación de esta pena con la nota estigmatizante o ignominiosa fue la su-
presión de la pena de infamia (art. 23 CP 1848), que durante tantos siglos había
irrumpido precisamente en quienes habían sido suspendidos, inhabilitados o pri-
vados de su cargo u oficio público. Pero tal reforma resultaba insuficiente mien-
tras no fuera abolido el carácter perpetuo de estas penas, supresión que tuvo lugar
con el Código de 1928.

Algunos aspectos controvertidos de esta clase de penas como son su duración,


su carácter principal o accesorio, su naturaleza de pena o de medida de seguridad,
su rehabilitación, etc., no son más que extremos cuya complejidad ya proviene de
nuestra tradición penal anterior a la Codificación.

83
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

VII.2. Humanización: la paulatina supresión de las penas infamantes

En su momento señalamos que la humanización del Derecho penal no cons-


tituyó propiamente una aportación innovadora del pensamiento ilustrado, habi-
da cuenta de que algunos juristas del ¡us commune ya consignaron la importancia
de humanizar las penas, así como la conveniente proporcionalidad entre delito
y pena, debiendo ser ésta menor que la culpa. También se dijo, no obstante, que
tanto el gradual proceso de despenalización de determinados supuestos delicti-
vos como la reducción del número de penas se debieron precisamente al intento
humanizador del Derecho penal liberal, si bien también cabría admitir que aquél
obedeció a la tendencia secularizadora, según veremos después. Pensamos con
Tarello que el pensamiento ilustrado propició el protagonismo de las penas pri-
vativas de libertad y pecuniarias, relegando -sin prisa pero sin pausa- las penas
corporales y humillantes.

No se piense, sin embargo, que la tipología de penas en el Derecho penal ac-


tual fuera una aportación genuina del proceso codificador. Tanto las penas pecu-
niarias como las privativas de libertad, así como las de derechos, ya formaban par-
te del sistema punitivo del Antiguo Régimen. Lo que aconteció en los siglos XIX y
XX fue un lento proceso de humanización de las penas, merced al cual se fueron
aboliendo algunas, suavizando (y endureciendo) otras... hasta desembocar en el
sistema actual”. Tampoco vaya a pensarse que la ideología liberal siempre logra-
ra suavizar las penas. La necesidad de dulcificar las penas era evidente, pero su
efectiva realización fue más compleja. El utilitarismo de Bentham y la idea de pre-
vención o intimidación intensificaron en ocasiones el efecto infamante de deter-
minadas penas, así como su proceso de ejecución. Con razón se ha dicho que “no
todo fueron rupturas por lo que a la penalidad se refiere. También se registraron
en la etapa inicial del liberalismo de las Cortes de Cádiz algunos rasgos de conti-
nuidad en relación al Antiguo Régimen”””, y la idea de ejemplaridad, que exigía la
publicidad de las penas, constituyó un triste epílogo de la tradición anterior en un
contexto político de corte liberal y auspiciado por el pensamiento moderno ilus-
trado. En cualquier caso, sí puede apreciarse una paulatina supresión de las penas
infamantes, humillantes o degradantes, proceso que, lejos de concluir en el siglo
XIX, siguió su curso a lo largo del XX, siglo en el que fueron abolidas determina-
das penas como las de muerte, caución y reprensión judicial, por poner algunos
ejemplos de castigos ignominiosos”*. Suprimidas estas penas con anterioridad a
la Codificación, otras fueron gradualmente abolidas a lo largo del siglo XIX, ya en
plena etapa codificadora. Un ejemplo bien claro del proceso de humanización que
experimentó el sistema punitivo fue la derogación de la pena de infamia y de otras
penas humillantes como la degradación, la argolla y la vergúenza pública. Veamos
ahora brevemente el proceso de abolición de estas penas.

La pena de infamia consistía en la sustracción formal y legal del honor al de-


lincuente, de suerte que veía impedido el ejercicio de todos aquellos derechos
para los cuales se precisaba gozar de buena fama (esto es, incapacidad para acu-
sar y prestar testimonio en juicio, incapacidad para postular e inhabilitación para
ejercer cualquier cargo público, entre otros). Este ignominioso castigo, vigente en
el territorio peninsular y europeo desde la etapa romana hasta el siglo XIX, fue

84
Capitulo HI. La codificación del Derecho penal en España... (Aniceto Masferrer)

recogido en nuestro primer Código penal. Tan sólo diremos que después de apa-
recer regulada abundantemente en el Código de 1822, quedó suprimido de modo
explícito en el siguiente cuerpo legal, el de 1848, en su art. 23 (“La ley no reconoce
pena alguna infamante”)”?. Aunque pueda sorprender, no resulta exagerada la afir-
mación de que ningún periodo de nuestra tradición penal había previsto tantos
supuestos delictivos castigados con la infamia, algunos nuevos, otros procedentes
del Antiguo Régimen.
Ciertamente, la pródiga presencia de esta pena en el Código de 1822, que qui-
zás invitaría a presagiarle todavía larga vida en nuestro ordenamiento, contrasta
con el contundente art. 23 del Código de 1848: “La ley no reconoce pena alguna
infamante”. Según refleja el acta n* 12 correspondiente a la sesión del día 29 de
Octubre de 1844, los miembros de la Comisión tenían -ahora sí, no tiempo atrás-
claro convencimiento de la necesidad de su abolición”.
Aunque la pena jurídica de infamia resultara abolida expresamente en el
Código de 1848, la desaparición completa de las penas infamantes o humillantes
no se produjo de modo repentino, sino que fue el resultado de un proceso lento y
gradual. En efecto, el hecho de que el Código de 1848 hubiera suprimido la pena
jurídica de infamia no impidió que recogiera otras penas de naturaleza análoga
como la reprensión pública, la argolla y la degradación. Y es que el sentido de pre-
vención general de la pena, tan enraizado en la mentalidad de los grandes autores
de la Codificación, influyó decisivamente en la pervivencia de algunas penas, que
si bien dejaron de ser consideradas formal y legalmente como infamantes, produ-
cían o acentuaban de hecho el efecto infamante que ya de por sí produce la comi-
sión de cualquier delito.

Según el art. 51 del CP 1848, “las penas de argolla y degradación civil llevan
consigo las de inhabilitación absoluta perpetua y sujeción a la vigilancia de la
Autoridad durante la vida de los penados”. Si la inhabilitación absoluta perpetua
ya se establecía con autonomía y efectos propios en el art. 30 de este Código, resul-
ta patente que la intencionalidad del efecto deseado por el legislador en la argolla
y la degradación, era claramente infamatoria.

Tales penas infamantes serían lentamente suprimidas de nuestro ordena-


miento penal: la muerte civil ya no aparecería regulada en el Código de 1848), la
degradación, en el de 1928; y la argolla, en el de 1870.
El gradual pero lento proceso de desaparición de las penas infamantes mues-
tra que las modernas ideas ilustradas de corte humanizador no tuvieron una aco-
gida fácil ni rápida en la empresa codificadora. En efecto, no todo fueron rupturas
por lo que a la penalidad se refiere. Ya se dijo que en la etapa inicial del liberalismo
de las Cortes de Cádiz se registraron algunos rasgos de continuidad en relación
al Antiguo Régimen. Las ideas de utilidad y ejemplaridad, muy enraizadas en la
mentalidad decimonónica, explican la considerable permanencia de las penas in-
famantes en nuestra Codificación, constituyendo un epílogo de la tradición ante-
rior ciertamente lamentable, pues no tuvo lugar en un contexto político de absolu-
tismo monárquico, sino de corte liberal, y auspiciado por el pensamiento moderno
ilustrado.

85
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

VII.3. Secularización

Según dijimos, la secularización del Derecho penal, otro de los grandes objeti-
vos de la nueva ciencia penal en el contexto del proceso codificador, respondía a la
secularización de la sociedad y del Derecho en general. La escisión entre el orden
moral y el jurídico, entre el acto inmoral y el ilícito penal, necesariamente habría
de traer consigo un lento -pero progresivo- proceso de despenalización de deter-
minadas conductas delictivas cuya punición gozaba de una tradición multisecular.

a) La distinción entre Derecho y moral

En efecto, respecto a los fundamentos ideológicos del quehacer científico,


poco tenía que ver la fundamentación teológica del absolutismo monárquico con
el contractualismo político defendido por Hobbes; la escisión entre Derecho y
Moral propugnada por Kant tuvo efectos inmediatos en la esfera jurídico-penal: el
teologismo penal, propio del Antiguo Régimen, fue reemplazado por un Derecho
penal secular, merced a un proceso de secularización general del Derecho.

No se trata ahora de entrar aquí en la estrecha relación existente entre delito y


pecado”, ni en la función moralizante del Derecho penal anterior a la Codificación,
aspectos bien sabidos por todos, aunque no siempre correctamente analizados y
explicados. Sí hay que decir, sin embargo, que el movimiento codificador no hizo
otra cosa que recoger de un modo gradual la nueva orientación ideológica de la
ciencia penal.
A causa de la secularización del Derecho, y más en concreto del Derecho pe-
nal, desapareció progresivamente el binomio delito-pecado en determinados ám-
bitos de la conducta humana regulados penalmente, así como algunas nociones
como las de leyes meramente penales y leyes penales mixtas, propias de la doctri-
na filosófico-penal del Antiguo Régimen.

b) La paulatina despenalización de ciertas conductas delictivas

La causa principal del proceso de ruptura acontecido ya en el periodo pre-co-


dificador con respecto a la tradición penal anterior, se debió fundamentalmente
a la mencionada secularización del Derecho en general, y del penal en particular.
Ésta fue, sin duda alguna, la piedra de toque del nuevo edificio penal construido a
partir del periodo codificador. Y tal secularización afectó particularmente al pro-
ceso de despenalización de determinadas conductas que, vinculadas a un orden
teológico-moral existente y estrechamente conectado con el ordenamiento penal
antiguo, fueron penalizadas durante siglos en la tradición penal europea, y en con-
secuencia, también en la española. En este sentido podría quizás hablarse de rup-
tura, pero téngase en cuenta que no se produjo tanto gracias a la Codificación, sino
por el triunfo de la revolución liberal, merced a la cual se instauró un nuevo siste-
ma político que, albergando las nuevas ideas penales de corte ilustrado, sustitu-
yó el planteamiento teocéntrico por el antropocéntrico. Ahora bien, silos Códigos

86
Capítulo HL La codificación del Derecho penal en España. ... (Aniceto Masferrer)

penales españoles acogieron tan sólo gradualmente las consecuencias del nuevo
planteamiento penal ilustrado, resulta más coherente sostener que en realidad no
plantearon —-respecto a las conductas delictivas- una ruptura en sentido estricto,
sino más bien una reforma, pues ¿acaso no significan lo mismo “ruptura gradual”
y “reforma”?
Ciertamente, la verdadera ruptura se produjo más bien con anterioridad al
proceso codificador, acometiendo éste la tarea de aplicar de un modo progresivo el
nuevo sistema que, respecto a las conductas delictivas, el camino fue lo suficiente-
mente lento como para que resulte más acertado hablar de reforma y no de ruptu-
ra. El largo proceso de despenalización de determinados delitos contra la religión,
la blasfemia, el adulterio y amancebamiento, el incesto, o los juegos ilícitos, regula-
dos todos ellos hasta la segunda mitad del siglo XX, es una buena prueba de lo que
venimos afirmando.
De lo dicho se deduce que, respecto a las conductas penalizadas por nues-
tros Códigos, reformismo y continuismo son las expresiones que mejor califican
el tránsito y evolución del Derecho penal del Antiguo Régimen al periodo codifi-
cador. Veamos a continuación, pues -sin ánimo exhaustivo y a modo de ejemplo-,
algunos delitos que, regulados ya en nuestra tradición penal, fueron recogidos pri-
mero por nuestros Códigos, y posteriormente reformados, hasta su -en su caso—
definitiva despenalización.
La penalización por la práctica de los juegos ilícitos, regulada a lo largo de
nuestra tradición penal, fue recogida por los distintos Códigos, con la excepción
del de 1822. Fueron varios los intentos de despenalización de tal conducta a lo lar-
go de la Codificación, pero no llegaron a cuajar, a pesar de que, según el parecer de
algún autor, la legislación histórica sobre esta materia muestra su escasa eficacia,
y quizás por este motivo, en ocasiones se optaba por su tolerancia tácita, lo cual
tampoco contribuía a la desaparición de los problemas individuales y sociales que
el juego llevaba consigo. Con razón se ha dicho que “los problemas han sido prácti-
camente los mismos a través de la Historia, ya estuviera prohibido o autorizado el
juego”””, En este caso, pues, la empresa codificadora tendió hacia su lenta y paula-
tina supresión, no lograda hasta hace bien poco.

Los delitos contra la honestidad constituyen otro ejemplo de reforma ten-


dente a la gradual despenalización de algunas de sus formas. Así, por ejemplo,
el delito de adulterio y amancebamiento, de tradición multisecular en la cultura
jurídica europea, no se despenalizó hasta 1978, recogiéndose pues en todos los
Códigos?*, salvo el de 1932”.

Otro tanto cabría decir de otras conductas como el estupro-incesto, la biga-


mia, el concubinato, la homosexualidad y la prostitución, delitos de tradición secu-
lar que, recogidos por la mayoría de nuestros Códigos penales, fueron objeto de
despenalización en la segunda mitad del siglo pasado. No cabe decir lo mismo del
delito de violación, tipo delictivo que lógicamente permanece vigente en nuestro
ordenamiento.

87
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

Resulta congruente que el proceso de secularización haya afectado también


a determinadas conductas relacionadas con la moral pública y social, y que,
reguladas en alguno de los primeros Códigos, resultaron finalmente suprimidas o
-por lo menos- modificadas. Éste sería el caso -por poner algún ejemplo- tanto de
la blasfemia”? como de la proclamación de doctrinas contrarias a la moral pública,
figura estrechamente relacionada con el delito de escándalo público””.
La proclamación de doctrinas contrarias a la moral pública, recogido por vez
primera en el Código de 1870, carecía de una clara incriminación específica, pues
no resultaba fácil comprender el motivo de su regulación “como no fuera la insu-
ficiencia de la punición del escándalo público genuino como falta en el Código de
1848 -art. 482- o la figura delictiva de la reforma de 1850 -art. 364-”*. Según nos
informa Martínez-Pereda, el Código de 1870 recogió en un precepto sin preceden-
tes en nuestra tradición ni en otra del entorno europeo que “incurrirán en la pena
de multa de 125 a 1.250 pesetas los que expusieren o proclamaren por medio de
la imprenta y con escándalo doctrinas contrarias a la moral pública"*!, fórmula se-
guida por el Código de 1932 (art. 436) con alguna leve diferencia.

VII. AMODO DE CONCLUSIÓN


El movimiento codificador fue el resultado de distintos factores que confluye-
ron con particular intensidad en los siglos XVIII y XIX. A los Códigos ilustrados -o
iusracionalistas—, promulgados en el contexto de regímenes políticos absolutistas
(s. XVIID), les sucedieron los Códigos liberales del s. XIX.

El Código fue el instrumento jurídico preferido por los poderes públicos para
llevar a cabo la reforma del Derecho en esos siglos. El Código, además de superar
los defectos de las recopilaciones de la Edad Moderna, permitía unificar el Derecho.
Tanto es así, que el mandato constitucional de Codificar el Derecho hacía mención
expresa a esa voluntad de unificación jurídica: “Unos solos Códigos regirán en toda
la Monarquía”, consignaron las Constituciones de 1837 y 1845. Fórmulas similares
emplearon todas las Constituciones españolas, incluido el Estatuto de Bayona de
1808. De hecho, las expresiones “unificación jurídica” y “codificación” suelen pre-
sentarse como sinónimas. La realidad, sin embargo, es más compleja, porque esa
unificación casa más con una concepción racional -o racionalista- del Derecho,
que con otra de corte historicista -propia del romanticismo-, según la cual el
Derecho debe ser la expresión de la tradición de cada pueblo o nación*?.
Si el Derecho contenido en los Códigos nada tuvo que ver con la tradición an-
terior, en ese caso habría que entender que se optó, bien por acoger un Derecho
estrictamente racional, bien por adoptar un Derecho completamente extranjero.
Cabría incluso sostener las dos cosas, es decir, la recepción de un derecho racional
elaborado y cristalizado en un Código extranjero. Este supuesto, con sus dos op-
ciones, apenas existe en la realidad, constituyendo un caso de mera especulación
teórica -o de laboratorio-. No existe ningún Código que sea mero reflejo de una
concepción racional del Derecho, sin conexión alguna con la tradición. Es verdad
que algunos territorios europeos adoptaron Códigos extranjeros en su integridad;

88
Capítulo HH. La codificación del Derecho penal en España.... (Aniceto Masferrer)

pero como esos Códigos contienen -se quiera o no- muchos elementos de la tradi-
ción, común en buena parte a toda Europa -denominada ¡us commune-, incluso en
ese supuesto extremo de completa adopción de un Código extranjero no resultaría
ajeno a la tradición de ese territorio, porque recogería muchas nociones, catego-
rías e instituciones comunes a ambas tradiciones.

Si el Derecho contenido en el Código sí tiene que ver con la tradición anterior,


en ese caso es preciso hacer dos advertencias: 1) no conviene emplear con ligere-
za la expresión 'ruptura' para describir el tránsito de un Derecho recopilado a un
Derecho codificado. El Código es un instrumento legal, una técnica que permite
formular el Derecho de un nuevo modo, incorporando reformas sustantivas, no
un mago -o una máquina mágica- transformadora de su íntegro contenido; y 2)
no es posible analizar ni valorar el alcance de las influencias extranjeras sin un
atento estudio de aquellos elementos de la tradición que sí fueron recogidos en los
Códigos, ni menos aún sostener la adopción de un modelo extranjero por el mero
hecho de constatar una influencia estrictamente formal -como la división entre
Parte General y Parte Especial-, sin percatarse de que ésta quizá fue el resultado
de una contribución doctrinal anterior a la etapa codificadora.
Este ha sido precisamente el objetivo del presente capítulo. Los Códigos fue-
ron los recipientes del desarrollo de la ciencia penal a partir del siglo XIX. Cabe
encuadrar los principales avances de la ciencia penal decimonónica en el marco
de tres nociones: sistematización, humanización y secularización, pese a que su
evolución no fuera homogénea. El estudio de los avances más destacables de la
nueva ciencia penal cristalizados en los Códigos permite superar ciertos tópicos
sobre el movimiento codificador, y nos ofrece una visión menos ideologizada de la
ciencia penal decimonónica, deudora en muchos aspectos de la antigua doctrina
romano-canónica del ius commune.

Silos Códigos penales acogieron tan sólo gradualmente las consecuencias del
nuevo planteamiento penal ilustrado, resulta más coherente sostener que en rea-
lidad su contenido no constituye -en muchos aspectos- una ruptura en sentido
estricto, sino más bien una reforma. Y al estudiar los Códigos conviene, como se
ha hecho aquí, distinguir entre su contenido político-penal (principio de legalidad,
personalidad de la pena, etc.), proveniente en gran medida de las conquistas po-
lítico-liberales, y el estrictamente científico-penal, deudor en buena medida de la
ciencia penal anterior a Beccaria, esto es, del ius commune. Respecto al primero
como se ha visto—, su reivindicación por parte de los autores ilustrados no fue
originaria ni innovadora, habida cuenta de que algunos juristas de los siglos XVI y
XVII ya habían defendido la conveniencia de su introducción. Sin embargo, el sis-
tema político -de corte absolutista- de aquellos siglos impidió su implementación
constitucional y legal.

89
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

Notas
1 Al respecto, véase la síntesis de Javier ALVARADO PLANAS en Juristas Universales (edit. por
Rafael Domingo). Marcial Pons, Madrid, 2004, vol. 3 (Juristas del siglo XIX. De Savigny a
Kelsen, “Introducción”), pp. 23-57.
Joaquin Francisco PACHECO, El Código penal concordado y comentado, Madrid, 1848 (maneja-
mos la última edición: Madrid, Edisofer, 2000), p. 82.
Manuel BERMEJO CASTRILLO, “Primeras luces de codificación. El Código como concepto y
temprana memoria de su advenimiento en España”, AHDE 83 (2013), pp. 9-64.
Pio CARONI, Lecciones catalanas sobre la historia de la Codificación, Madrid, 1996, p. 35.
CARONI, Lecciones catalanas sobre la historia de la Codificación, p. 43.
Giovanni TARELLO, Cultura jurídica y política del Derecho (trad. I. Rosas Alvarado), México,
1995, p. 54.
Sobre la expansión territorial del Código civil francés por conquista, persuasión o inspira-
ción, véase Jean LIMPENSS “Territorial Expansion of the Code", The Code of Napoleon and
the Common-Law World (ed. By Bernard Schwartz), New York University Press, 1956 (The
Lawbook Exchance, LTD, 1998), pp. 92-109. Y quizá lo mismo cabría decir con respecto a los
demás códigos (procesales, mercantil y penal).
Al respecto, véase Aniceto MASFERRER, Al respecto, véase Masferrer, A., “The Napoleonic
Code pénal and the Codification of Criminal Law in Spain”, Le Code Penal. Les Métamorphoses
d'un Modele 1810-2010. Actes du colloque international Lille/Ghent, 16-18 décembre 2010
(Chantal Aboucaya Ex Renée Martinage, coords.), Lille, Centre d'Histoire Judiciare, 2012, pp.
65-98.
Al respecto, véase Aniceto MASFERRER, “Codification as Nationalization or Denationalization
of Law: The Spanish Case in Comparative Perspective”, Comparative Legal History 4.2 (2016),
pp. 100-130.
10 Alfonso GARCÍA-GALLO, Manual de Historia del Derecho español I. Origen y evolución del
Derecho, Madrid, 1984, p. 123.
11 Galo SÁNCHEZ, Curso de Historia del Derecho, Valladolid, 1980, p.175.
12 En torno a esta cuestión, véase el estudio de quien probablemente fuera el primero en explo-
rar esta cuestión, a saber: Ramón RIAZA, “El Derecho romano y el Derecho nacional en Castilla
durante el siglo XVIII”, Revista de Ciencias Jurídicas y Sociales 12 (1929), 104-124: y el traba-
jo de Mariano PESET, “Derecho romano y Derecho real en las Universidades del siglo XVIII",
AHDE 45 (1975), pp. 273-339.
13 Sobre este punto -y con respecto al Derecho y ciencia penales-, véase Aniceto MASFERRER,
Tradición y reformismo en la Codificación penal española. Hacia el ocaso de un mito. Materiales,
apuntes y reflexiones para un nuevo enfoque metodológico e historiográfico del movimiento co-
dificador penal europeo. Prólogo de J. Sainz Guerra. Universidad de Jaén, 2003; del mismo au-
tor, “La ciencia del Derecho penal en la Codificación decimonónica. Una aproximación panorá-
mica a su contenido y rasgos fundamentales”, Estudios de Historia de las ciencias criminales en
España (Javier ALVARADO, coord.), Madrid, Dykinson, 2007, pp. 273-349.
14 “El olvido en que durante el siglo XVIII había ido cayendo la ciencia juridica española de la
época clásica, se hizo ahora total. En las obras de nuestros juristas del siglo XIX constituyen
rarísima excepción las citas de aquélla. La nueva literatura jurídica se desligó totalmente de la
tradición” (GARCÍA-GALLO, Manual de Historia del Derecho español I, p. 129).
15 Sobre esta cuestión, más compleja de lo que vengo exponiendo, véase MASFERRER, Tradición
y reformismo en la Codificación penal española, ya citado.
16 Joaquin Francisco PACHECO, El Código penal concordado y comentado, Madrid, 1848 (maneja-
mos la última edición: Madrid, Edisofer, 2000), p. 82.
17 Al respecto, véase la bibliografía recogida en la nota 13.
183 Alejandro GROIZARD y GÓMEZ DE LA SERNA, El Código penal de 1870 concordado y comenta-
do, Burgos, 1870, tomo I, p. 79.

90
Capítulo HI. La codificación del Derecho penal en España... (Aniceto Masferrer)

19 MASFERRER, “The Napoleonic Code pénal and the Codification of Criminal Law in Spain",
ya citado; Isabel RAMOS VÁZQUEZ y Juan B. CAÑIZARES-NAVARRO, “La influencia france-
sa en la primera Codificación española: el Código penal francés de 1810 y el Código penal
español de 1822", La Codificación española. Una aproximación doctrinal e historiográfica a
sus influencias extranjeras, y a la francesa en particular (Aniceto Masferrer, ed.), Pamplona:
Aranzadi-Thomson Reuters, 2014, pp. 153-212; Aniceto MASFERRER y M? D. del M. SÁNCHEZ
GONZÁLEZ, “Tradición e influencias extranjeras en el Código penal de 1848. Aproximación
a un mito historiográfico”, La Codificación española. Una aproximación doctrinal e historio-
gráfica a sus influencias extranjeras, y a la francesa en particular (Aniceto Masferrer, ed.),
Pamplona: Aranzadi-Thomson Reuters, 2014, pp. 213-274.
20 Calatrava, DSC, Congreso, 23 de noviembre de 1821, p. 924; sobre el Código de 1848, véanse
Ma Dolores del Mar SÁNCHEZ GONZALEZ, Los Códigos Penales de 1848 y 1850, Madrid, 2004;
Emilia INESTA PASTOR, El Código penal de 1848, Valencia, tirant lo blanc, 2010.
21 Para un estudio más amplio del principio de legalidad en el Derecho histórico comparado,
véase Aniceto MASFERRER, “The Principle of Legality and Codification in the 19'*'-century
Western Criminal Law Reform", Judges' Arbitrium to the Legality Principle: Legislation as a
Source of Law in Criminal Trials (Markus Dirk Dubber / Georges Martyn / Heikki Pihlajamáki,
eds.), Duncker €; Humblot, 2012, pp. 253-293; Isabel RAMOS VÁZQUEZ, “La individualiza-
ción judicial de la pena en la primera codificación francesa y española”, Anuario de Historia
del Derecho Español 84 (2014), pp. 315-351; Michele PIFFERI, Reinventing Punishment. A
Comparative History of Criminology and Penology in the 19th and 20th Century, Oxford, Oxford
University Press, 2016; del mismo autor, L'individualizzazione della pena. Difesa sociale e crisi
della legalitá penale tra Otto e Novecento, Milano, Giuffre, 2013.
22 La Constitución 1812 fue la única que no recogió expresamente este principio, si bien pue-
de deducirse de la interpretación de algunos preceptos; art. 9 Constitución 1837; art. 9
Constitución 1845; art. 10 Constitución nonnata (1856); art. 11 Constitución 1869; art. 16
Constitución 1876; art. 28 Constitución 1931; arts. 3 y 25.1 Constitución de 1978.
23 Francisco TOMÁS y VALIENTE, El Derecho penal de la Monarquía absoluta (Siglos XVI, XVII y
XVIID, Salamanca, 1969, pp. 359 ss.
24 Joaquín CADAFALCH y BUGUÑÁ, Discurso sobre el atraso y descuido del Derecho penal hasta el
siglo XVII, Madrid, 1849, p. 23.
25 Art. 305 Constitución 1812: “Ninguna pena que se imponga, por cualquiera delito que sea, ha
de ser trascendental por término ninguno a la familia del que la sufre, sino que tendrá todo su
efecto precisamente sobre el que la mereció”.
26 Decreto CCXXV, de 22-[I-1813, en Colección de Decretos..., vol Il, pp. 766-767 (recogido en J.
BABIANO Y MORA és A. FERNÁNDEZ ASPERILLA, “Justicia y delito en el discurso liberal de
las Cortes de Cádiz”, Antiguo Régimen y liberalismo. Homenaje a Miguel Artola. 2. Economía y
sociedad. Alianza Editorial, Madrid, 1995, p. 395.
27 Para una breve panorámica sobre su evolución histórica, véase Juan SAINZ GUERRA, La evolu-
ción del Derecho penal en España, Universidad de Jaén, 2004, pp. 273-288.
28 Miguel PINO ABAD, La pena de confiscación de bienes en el Derecho histórico español, Córdoba,
1999.
29 Diario de Sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias. Legislatura de 1810 a 1813.
Madrid, 1870, tomo IV, 437, p. 2419; PINO ABAD, La pena de confiscación...cit., pp. 392 y 406;
M2? Paz ALONSO ROMERO, “Aproximación al estudio de las penas pecuniarias en Castilla (si-
glos XIM-XVI), AHDE 55 (1985), p. 14.
30 LARDIZÁBAL, Discurso sobre las penas, cap. V, III, 10 y 16.
31 Juan B. CAÑIZARES-NAVARRO, “Las penas infamantes en las fuentes jurídicas castellanas de
finales del Antiguo Régimen: naturaleza y noción”, Glossae. European Journal of Legal History
12 (2015), pp. 206-231; “Las penas infamantes en las postrimerías del Antiguo Régimen fran-
cés: tratamiento normativo y doctrinal", Foro. Nueva Época 17 núm. 1 (2014), pp. 101-137,
32 BABIANO Y MORA €; FERNÁNDEZ ASPERILLA, “Justicia y delito en el discurso liberal de las
Cortes de Cádiz”, p. 396.

91
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

33 Pedro ORTEGO GIL, "Algunas consideraciones sobre la pena de azotes durante los siglos XVI-
XVIII”, Hispania, LXI[/3, núm. 212 (2002), pp. 849-906, p. 903.
34 “El tormento queda abolido; todo rigor o apremio que se emplee en el acto de la prisión o en la
detención y ejecución y no esté expresamente autorizado por la ley, es un delito”.
35 MASFERRER, Tradición y reformismo en la Codificación penal española...cit., pp. 87-88;
Francisco TOMÁS y VALIENTE, “La última etapa y la abolición de la tortura judicial en España”,
La tortura en España, Madrid, 1994, 2* ed., p. 135.
36 Jesús LALINDE ABADÍA, Iniciación histórica al Derecho español, Barcelona, 1983, p. 669.
37 No existe unanimidad en la doctrina sobre este punto, según pone de manifiesto Fco. Javier
ÁLVAREZ GARCÍA, en “Relaciones entre la parte general y la parte especial del Derecho Penal
(D", ADPCP 46 (1993), f. II, pp. 1021-1023; al respecto, véase también MASFERRER, Tradición
y reformismo en la Codificación penal española...cit., pp. 114-117.
38 ÁLVAREZ GARCÍA, “Relaciones entre la parte general y la parte especial del Derecho Penal (1)",
pp. 1023-1024.
39 Partidas 7, 8, 2; FJ 6, 4, 6; FR 4, 17, 1; Ordenamiento de Alcalá 22, 2; NR 8, 23, 1 y 4; NoR 12,
21, 1; etc.; una sucinta pero sugerente panorámica de estos principios en Partidas, puede
verse en el estudio de Enrique GACTO FERNÁNDEZ, “Los principios penales de las Partidas”,
Rudimentos Legales 3 (2001), pp. 21-42.
40 TOMÁS y VALIENTE, El Derecho penal de la Monarquía absoluta...cit., p. 118.
41 Friedrich SCHAFFSTEIN, La Ciencia europea del Derecho penal en la época del Humanismo,
Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1957, pp. 95-96 y 137 ss.
42 El matiz o la distinción es importante, pero caben dos peligros de funestas consecuencias. El
primero sería encallarse en lo meramente terminológico y el segundo establecer un abismo
insalvable entre el Derecho vigente y el histórico. ¿Qué más da hablar de circunstancias agra-
vantes -empleando la metodología dogmática—, siempre y cuando el estudioso tenga claro a
partir de qué momento se acuña esa terminología y en qué medida se vio alterada esa insti-
tución desde entonces? En este sentido, si se actúa con las debidas cautelas, no vemos incon-
veniente en el uso razonable de esta metodología, siempre y cuando no se violente la realidad
juridica del momento histórico de que se trate.
43 Sobre la primera traducción de Caetano FILANGIERI, Ciencia de la legislación, traducida al
castellano por don Jayme Rubio, Madrid, 1787-1789, y su recepción en España a través de ésta
y otras traducciones posteriores, véase Jesús LALINDE ABADÍA, El eco de Filangieri en España,
AHDE 54 (1984), pp. 478-480.
44 Son delitos los “malos fechos, que se fazen a placer de la una parte, e a daño e a desonra de la
otra. Ca estos fechos a tales son contra los mandamientos de dios, e contra buenas costum-
bres, e contra los establecimientos de las leyes, e de los fueros e derechos”.
45 DSC, Congreso, 25 de noviembre de 1821, p. 971; sobre la Comisión de Codificación, véanse
los estudios de Gabriela COBO DEL ROSAL, Las Actas de la Comisión General de Codificación,
Dykinson, Madrid, 2013; La creación Legislativa en materia penal en los siglos de la
Codificación XIX-XX, Dykinson, Madrid, 2014; Emilia IÑESTA PASTOR, “La Comisión General
de Codificación (1843-1997). De la codificación moderna a la descodificación contemporá-
nea”, Anuario de Historia del Derecho Español 83 (2013), pp. 65-103.
46 Art. 5 del CP 1995: “no hay pena sin dolo niimprudencia”; según el parecer de CONDE-PUMPIDO
FERRREIRO, Código Penal: doctrina y jurisprudencia, Madrid, 1997, p. 353, “la consecuencia de
este artículo cinco es técnicamente inexacta” porque “sin dolo ni imprudencia lo que no hay es
delito y sólo como consecuencia de ello no habrá pena al no existir hecho punible”.
47 Esta definición fue heredada posteriormente por el artículo 1 del Código penal de 1928 ("Sólo
serán castigadas las acciones u omisiones que la ley penal haya definido como delitos o faltas.
No será castigado ningún delito ni falta con pena que no se halle establecida por la ley”); y el
artículo 1 de los Códigos penales de 1932 y 1944 (“Son delitos o faltas las acciones y omisio-
nes voluntarias penadas por la Ley. Las acciones y omisiones penadas por la Ley se reputan
siempre voluntarias, a no ser que conste lo contrario. El que cometiere voluntariamente el
delito o falta incurrirá en la responsabilidad criminal, aunque el mal ejecutado fuere distinto
del que se había propuesto ejecutar”).

92
Capítulo IL La codificación del Derecho penal en España... (Aniceto Masferrer)

48 “Linfraction que les lois punissent des peines de police est une contravention. L'infraction que
les lois punissent de peines correctionnelles est un délit. Linfraction que les lois punissent
d'une peine afflictive ou infamante est un crime”.
49 El estudio más completo al respecto pertenece a Miguel Ángel IGLESIAS RÍO, Perspectiva his-
tórico-cultural y comparada de la legítima defensa, Universidad de Burgos, 1999.
50 IGLESIAS RÍO, Perspectiva histórico-cultural y comparada de la legitima defensa, p. 119.
s1 IGLESIAS RÍO, Perspectiva histórico-cultural y comparada de la legítima defensa, p. 122.
52 IGLESIAS RÍO, Perspectiva histórico-cultural y comparada de la legítima defensa, p. 133.
53 IGLESIAS RÍO, Perspectiva histórico-cultural y comparada de la legítima defensa, p. 145.
54 El CP 1822 reguló todavía la legítima defensa al castigar el homicidio y las heridas o malos
tratamientos de obra (arts. 621, 622,655).
55 PACHECO, El Código penal concordado y comentado, p. 195; véase también Tomás María DE
VIZMANOS y Cirilo ÁLVAREZ MARTINEZ, Comentarios al nuevo Código penal. Madrid, 1848,
pp. 97-99.
56 GROIZARD y GÓMEZ DE LA SERNA, El Código penal de 1870 concordado y comentado, vol. I. pp.
285-286; según este autor, el art. 8.12 CP 1870 concuerda con D. 9, 2, 37; D, 44,7, 20; D.50, 17,
157 y 167; Partidas VIT, 15, 5; Partidas VII, 34, regla 20.
57 PACHECO, El Código penal concordado y comentado, pp. 162-169; según este autor, el art. 8.2-
4 CP 1848 concuerda con D. 47, 10, 3; Partidas VI, 19, 4; Partidas VII, 1, 9; Partidas VII, 31, 7;
NoR 12, 14, 3.
58 Véase por ejemplo en el art. 20.1 CP español, art. 96 CP italiano, art. 41 CP argentino y art. 20
CP alemán.
59 Partidas VII, 1, 9.2; Partidas VII, 8, 3; Partidas I, 1, 21; GROIZARD y GÓMEZ DE LA SERNA, El
Código penal de 1870 concordado y comentado, vol. l, p. 168; véase GACTO FERNÁNDEZ, “Los
principios penales de las Partidas”, pp. 26-27.
60 D. 13, 1, 9;D. 42, 1, 9; De regulis iuris, 40: “Furiosi...nulla voluntas est”.
61 Ángel DE SOLA DUEÑAS, “Lo subjetivo y lo objetivo en la circunstancia atenuante de arrepen-
timiento”, ADPCP 24 (1971), £ IL, pp. 417-423.
62 Gerardo LANDROVE DIAZ, “La abolición de la pena de muerte en España”, ADPCP 34 (1981), f.
L, p. 17; es preferible ahorrarse afirmaciones estereotipadas de este género que habitualmen-
te apenas coinciden con la realidad, y más -si cabe- cuando proceden de un penalista que sólo
de vez en cuando se ha ocupado de la tradición penal.
63 Véanse los estudios de Isabel RAMOS VÁZQUEZ, Arrestos, cárceles y prisiones en los Derechos
históricos españoles, Madrid, Dirección General de Instituciones Penitenciarias, 2008; La re-
forma penitenciaria en la historia contemporánea española, Madrid, Dykinson, 2013; “Un siglo
de estudios de derecho penitenciario comparado en España (ss. XIX-XX)", Glossae. European
Journal of Legal History 12 (2015), pp. 680-725.
64 Ángeles JAREÑO LEAL, La pena privativa de libertad por impago de multa, Madrid, 1994; para
una panorámica sobre su evolución histórica, véase SAINZ GUERRA, La evolución del Derecho
penal en España, pp. 330-333.
65 JAREÑO LEAL, La pena privativa de libertad por impago de multa, p. 25.
66 Art. 94 CP 1822; arts. 50-52 CP 1848; art. 49 CP 1850 (véase PACHECO, El Código penal concor-
dado y comentado, pp. 355-358); art. 51 CP 1870 (véase GROIZARD y GÓMEZ DE LA SERNA, El
Código penal de 1870 concordado y comentado, vol. II, pp. 274).
67 Arts. 24, 29, 51,52 y 113 CP 1848-50; o también el tener que presenciar la ejecución de otro
(arts. 62,63 y 100 CP 1822).
68 Sobre la historia de estas penas, Aniceto MASFERRER, La inhabilitación y suspensión del ejer-
cicio de la función pública en la tradición penal europea y anglosajona. Especial consideración a
los Derechos francés, alemán, español, inglés y norteamericano (Premio Nacional Victoria Kent
2008), Madrid, Servicio de Publicaciones del Ministerio del Interior, 2009.
69 MASFERRER, Tradición y reformismo en la Codificación penal española... cit., pp. 177-187.

93
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

70 BABIANO Y MORA/FERNÁNDEZ ASPERILLA, “Justicia y delito en el discurso liberal de las


Cortes de Cádiz”, p. 396.
71 MASFERRER, Tradición y reformismo en la Codificación penal española... cit., pp. 172-177.
72 Véanse los comentarios al respecto de PACHECO, El Código penal concordado y comentado, pp.
309-313.
73 Juan Francisco LASSO GAITE, Crónica de la Codificación española. Codificación penal, Madrid,
1970, vol. II, p. 555; tal convencimiento no significa que los Proyectos anteriores al Código de
1848-50 no la recogieran, pues todos ellos -exceptuando el de 1830-, la fueron recogiendo
pródigamente.
74 Bartolomé CLAVERO, “Delito y pecado. Noción y escala de transgresiones", Sexo barroco y
otras transgresiones premodernas. Madrid, 1990, pp. 57-90; Kenneth PENNINGTON, “Pro pec-
catis patrum puniri: a Moral and Legal Problem of the Inquisition”, Church History 47 (1978),
pp. 137-154.
753 Alfonso SERRANO GÓMEZ, “Juegos ilícitos”, ADPCP 30 (1979), f 5H, p. 310.
76 Arts. 669, 674 y 683-685 CP 1822; arts. 349-353 CP 1848; arts. 358-362 CP 1850 (véase
PACHECO, El Código penal concordado y comentado, pp. 1042-1056); arts. 448-452 CP 1870
(véase GROIZARD y GÓMEZ DE LA SERNA, El Código penal de 1870 concordado y comentado,
vol. Y, pp. 5-74); arts. 620-623 CP 1928; arts. 449-452 CP 1944.
77 Respecto a esta clase de delitos, Juan SAINZ GUERRA, en La evolución del Derecho penal en
España, señala que “la institucionalización del delito de adulterio ha tenido como causa pri-
mordial el mantenimiento del orden familiar (...). La familia, al estar fundada en el matrimo-
nio, se vio durante siglos impregnada de las características de éste (...); el delito preservaba
primordialmente el cumplimiento de los deberes familiares” (pp. 687-689), apareciendo en
un plano bien secundario la conservación o salvaguarda de una concreta moral. No se pre-
tendía tanto poner a la persona al servicio de una moral, sino de encarnar una moral que
salvaguardara efectivamente los principales bienes de la sociedad, en cuyo seno la estabilidad
matrimonial y familiar jugaba un papel de primer orden.
78 Art. 234 CP 1822; art. 480.1 CP 1848; art. 481.1 CP 1850; y arts.567.1 y 239; no aparece pena-
lizada, pues, en los Códigos de 1870, 1928 y 1932.
79 Arts. 627-634 CP 1822; art. 364 CP 1850; arts. 455-457 CP 1870; arts. 616-619 CP 1928; arts.
433-436 CP 1932; arts. 431-433CP 1944,
80 José Manuel MARTÍNEZ-PEREDA, “Proclamación de doctrinas contrarias a la moral públi-
ca”, ADPCP 34 (1981), fasc. 2-3, p. 653-668 p. 654; téngase en cuenta a este respecto, sin em-
bargo, la regulación de los arts. 527-534 CP 1822, sobre la que Martinez-Pereda prestó nula
atención.
81 Art. 457 (véase GROIZARD y GÓMEZ DE LA SERNA, El Código penal de 1870 concordado y co-
mentado, vol. V, pp. 146-147).
82 Al respecto, véanse dos estudios de Aniceto MASFERRER, "Plurality of Laws, Legal Diversity
and Codification in Spain." Journal of Civil Law Studies 4, n. 2 (December, 2011), pp. 419-448;
“Codification as Nationalization or Denationalization of Law: The Spanish Case in Comparative
Perspective”, ya citado.

94
Capítulo HH. La codificación del Derecho penal en España. ... (Aniceto Masferrer)

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
Se recoge ahora —al margen de las referencias en notas al pie- una breve se-
lección de estudios sobre la Codificación penal española, publicados todos ellos en
español y en los últimos quince años:

BERMEJO CASTRILLO, Manuel, “Primeras luces de codificación. El Código como concepto y


temprana memoria de su advenimiento en España”, AHDE 83 (2013), pp. 9-64.
CAÑIZARES-NAVARRO, Juan B., “La influencia francesa en la primera Codificación españo-
la: el Código penal francés de 1810 y el Código penal español de 1822” (con Isabel
Ramos Vázquez), La Codificación española. Una aproximación doctrinal e historio-
gráfica a sus influencias extranjeras, y a la francesa en particular (Aniceto Masferrer,
ed.), Pamplona: AranzadiThomson Reuters, 2014, pp. 153-212.
COBO DEL ROSAL, Gabriela:
—= Las Actas de la Comisión General de Codificación, Dykinson, Madrid, 2013.
= La creación Legislativa en materia penal en los siglos de la Codificación XIX-XX,
Dykinson, Madrid, 2014.
IÑESTA PASTOR, Emilia:
—= El Código penal de 1848, Valencia, tirant lo blanc, 2010.
= “La Comisión General de Codificación (1843-1997). De la codificación moderna a
la descodificación contemporánea”, Anuario de Historia del Derecho Español 83
(2013), pp. 65-103.
MASFERRER, Aniceto:
= Tradición y reformismo en la Codificación penal española. Hacia el ocaso de un mito.
Materiales, apuntes y reflexiones para un nuevo enfoque metodológico e historiográfi-
co del movimiento codificador penal europeo, Universidad de Jaén, 2003.
— La Codificación española. Una aproximación doctrinal e historiográfica a sus influen-
cias extranjeras, y a la francesa en particular (Aniceto Masferrer, ed.), Pamplona:
Aranzadi-Thomson Reuters, 2014.
= La Codificación penal española. Tradición e influencias extranjeras: su contribución al
proceso codificador (Aniceto Masferrer, ed.), Pamplona: Aranzadi-Thomson Reuters,
2017.
RAMOS VÁZQUEZ, Isabel:
—= La reforma penitenciaria en la historia contemporánea española, Madrid, Dykinson, 2013.

ES “Un siglo de estudios de derecho penitenciario comparado en España (ss. XIX-XX) ,
Glossae. European Journal of Legal History 12 (2015), pp. 680-725.
— “La individualización judicial de la pena en la primera codificación francesa y espa-
ñola”, Anuario de Historia del Derecho Español 84 (2014), pp. 315-351.
— “La influencia francesa en la primera Codificación española: el Código penal fran-
cés de 1810 y el Código penal español de 1822" (con J.B. Cañizares-Navarro), La
Codificación española. Una aproximación doctrinal e historiográfica a sus influen-
cias extranjeras, y a la francesa en particular (Aniceto Masferrer, ed.), Pamplona:
Aranzadi-Thomson Reuters, 2014, pp. 153-212.
SÁNCHEZ GONZÁLEZ, M? Dolores del Mar:
— Los Códigos Penales de 1848 y 1850. Madrid, 2004,
= “Tradición e influencias extranjeras en el Código penal de 1848. Aproximación a un
mito historiográfico” (con Aniceto Masferrer), La Codificación española. Una aproxima-
ción doctrinal e historiográfica a sus influencias extranjeras, y a la francesa en particular
(Aniceto Masferrer, ed.), Pamplona: Aranzadi-Thomson Reuters, 2014, pp. 213-274.

95
Capítulo IV
Delitos y penas
en los código penales españoles*
Dolores del Mar Sánchez
Universidad Nacional de Educación a Distancia

L INTRODUCCIÓN

L1. La codificación en España

Entendemos por codificación el fenómeno que surge en el siglo XIX que trata
de superar el método recopilatorio de materiales a la hora de elaborar unos textos
de consulta donde se encuentre toda la legislación vigente. Por tanto la codifica-
ción no es un fenómeno que afecte exclusivamente al ámbito penal, sino que afecta
a todas las áreas, menos aquellas en las que debido a la constante modificabilidad
de las normas no es conveniente que queden fijadas en un instrumento que perju-
dica su posibilidad de cambio.
No podemos comprender la codificación sin entender los nuevos presu-
puestos filosóficos imperantes en toda Europa a principios del siglo XIX. La ilus-
tración lleva como causa efecto al nacimiento del racionalismo jurídico y éste al
positivismo.
El racionalismo jurídico supone una potenciación de todo lo que proviene de
la razón natural, de forma que se extiende la convicción de que lo que podemos
comprender y desarrollar es fruto de nuestro propio raciocinio. Sólo es real lo que
percibimos y ello nos lleva a considerar que sólo es derecho lo que se encuentra
contenido en la norma jurídica. La condición de ser “racional”, lleva al hombre a
organizarse jurídicamente siguiendo unos modelos que superen el pasado reco-
pilatorio, en los que para poder conocer qué derecho estaba vigente había que
acudir a volúmenes en los que se habían ido consignando las normas de manera
aleatoria y un tanto caprichosa por parte del recopilador de las mismas.

Esta premisa lleva a la necesidad de redactar unos textos -Códigos- que con-
tienen el derecho que se encuentra vigente, de forma que todo lo que no se en-
cuentre incluido en los mismos, no es derecho. Las normas son normas porque

*
El presente trabajo ha sido llevado a cabo en el marco del proyecto de investigación “Las in-
fluencias extranjeras en la tradición penal española: su concreto alcance en la Parte Especial de
los Códigos decimonónicos” (ref. DER2016-78388), financiado por el Ministerio de Economía y
Competitividad español.

97
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

están en esos Códigos, no son normas por sí mismas, es decir, porque alguien las
aprobó de manera aislada en tiempos pasados.

Esos son los fundamentos codificadores: el crear cuerpos jurídicos nuevos or-
denados con un sistema y una planificación determinada, que condensen cuál es el
derecho positivo.
Durante todo el siglo XIX asistiremos a la creación del pensamiento positivista a
la vez que surge un movimiento de rechazo en Alemania, no de los fundamentos de
la Codificación en sí mismos, sino del proceso imitativo que comienza a extenderse
por toda Europa, de forma que unos mismos textos van a ser copiados o al menos
influenciadores sobre otros de otros países, en el convencimiento de que dicha ta-
rea no es posible sin el conocimiento de la propia realidad nacional de cada pueblo
o nación. Estos movimientos serán conocidos bajo el tópico de Polémica Thibaut-
Savigny (1814). por cuanto Thibaut y sus seguidores, tras la publicación del Código
civil francés y los códigos prusiano y austriaco, se manifestarán a favor de acometer
un proceso codificador similar en Alemania, mientras que Savigny y sus partidarios
ponen de manifiesto lo anquilosador del sistema señalándose más partidarios de al-
canzar un mayor grado de conocimiento de las propias instituciones alemanas antes
de realizar cualquier intento codificador, con un éxito innegable por parte de este
último al lograr retrasar la aparición del Código Civil alemán en casi 100 años.

1.2. El Derecho penal en la España contemporánea

Como características del Derecho penal del Antiguo Régimen, anterior al deci-
monónico, destacamos las siguientes:
e Inexistencia de una definición general.
e Acudir al método de describir las especies posibles.
e Tnicio de una determinación de la pena.
e Vinculación de la pena con el pecado fruto de la prevalencia de la concep-
ción religiosa del delito.
e Inexistencia de un catálogo de penas.

Respecto de las penas se conocían y justificaban las siguientes (Tomás y


Valiente, 381):

e Muerte
e Destierro
e Azotes
e Vergúenza pública
e Galeras
e Cárcel y pecuniarias
El Derecho penal en la España contemporánea es fruto del utilitarismo y el hu-
manitarismo. A raíz de la ilustración, todo el Derecho penal del Antiguo régimen va

98
Capítulo IV. Delitos y penas en los código penales españoles (Dolores del Mar Sánchez)

a cuestionarse no sólo en cuanto a su efectividad, su aplicabilidad y su concepción.


Se pondrá en tela de juicio su utilidad -hasta el momento la sociedad no sólo no
se había librado de los delitos sino que los mismos habían mutado en nuevos tipos
delincuenciales-, su proporcionalidad -o cuestionamiento acerca de la despro-
porción de algunos castigos en función con los delitos por los que seimponían- y
la falta de humanidad en la aplicación de determinados castigos.
En todo este engranaje juega un papel esencial el italiano Cesare Beccaria
cuya obra De los delitos y las penas (1774) se convertirá en la piedra angular de
todo el movimiento penal posterior.
Sus ideas dieron pie para la redacción por Manuel de Lardizábal en España
de la obra Discurso sobre las penas, contraído a las leyes criminales de España para
facilitar su reforma (1782), tras participar en un proyecto de Código penal auspi-
ciado por Carlos Ill en 1770,

Ya el Estatuto de Bayona de 1808 suprimió el tormento, la Inquisición, las pe-


nas infamantes y aflictivas para ciertos delitos, la pena de baquetas, medidas que
fueron consolidadas por la Constitución de 1812 que además de la abolición del
tormento, suprimió las penas de horca, confiscación y azotes e introdujo la perso-
nalización de las penas (Rodríguez Devesa y Serrano Gómez, 1995: 94-95).

IL. CÓDIGO PENAL DE 1822

1.1. Introducción histórica

El final de la Guerra de la Independencia en España en 1814, supuso el regre-


so del absolutismo de la mano de Fernando VII y la derogación de la Constitución
de 1812 y de todos sus logros. Se inicia pues una etapa (1814-1820) conocida bajo
el nombre de restauración absolutismo.

El regreso triunfal de Fernando VII de su retención en Francia culmina con el


Manifiesto de los Persas exigiendo la derogación de la Constitución de 1812, y la
sanción por el rey del decreto de 4 de mayo que literalmente dejaba sin efecto todo
lo acordado por las Cortes de Cádiz.

Ello supone un retroceso evidente de las posturas a favor de la construcción


de un derecho codificado con unas solidad bases jurídicas y a la luz de nuevos
planteamientos científicos, tal y como venía ocurriendo en el resto de Europa.

De 1814 a 1820 se inicia una etapa de retroceso legislativo, de la que sólo se


sale con el Pronunciamiento de Riego en Cabezas de San Juan en 1820 que obliga
al soberano a la restauración y jura de la Constitución de 1820.

Es, a la luz de los avances jurídicos producidos por esta Magna Carta, como
lograremos comprender el conjunto de medidas del Trienio Liberal (1820-1823),
entre las que se encuentra la confección del Código penal de 1822.

99
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

11.2. El proceso de gestación del Código penal de 1822

Son las Cortes liberales del Trienio las responsables de la elaboración del pri-
mero de los Códigos penales españoles, el de 1822.
En 1820 se erige una Comisión en las Cortes, que se encarga de solicitar infor-
mes a organismos relacionados con el derecho penal en nuestro país y se encargan
de elaborar, en el plazo de un año, un proyecto de Código penal que se somete a la
consideración de la Cámara. El texto se discute en las Cortes desde noviembre de
1821 hasta febrero de 1822, es aprobado y promulgado el 9 de julio.

La cuestión más polémica relacionada con el mismo es su dudosa vigencia ya


que el 1 de octubre se restauran los principios del Antiguo Régimen. Si seguimos
a Alicia Fiestas debemos considerar que entró en vigor, aunque fue escasamente
aplicado (1977).

11.3. Principios generales del nuevo Código

El Código penal de 1822 consta de un título preliminar, en el que se abordan


consideraciones generales, y dos títulos: delitos contra la sociedad y delitos contra
los particulares. Su peculiar estructura en realidad no lo es tanto ya que el Título
preliminar es similar al libro I de los Códigos que le siguen. En cambio sí que es
original la inexistencia de las llamadas “faltas”, creación del Código de 1848.
Según los teóricos es un texto excesivamente casuista, con un lenguaje muy
artístico, excesivo en la diferenciación de los tipos de autoría en la participación,
en la variedad de las penas y su dureza punitiva (López Barja, 1888: 12).
Sus fuentes son el Código napoleónico, las Partidas y el Fuero Juzgo.

Características generales:

e Distinción entre delito y culpa en función de la maldad de la acción.


e Esel primer texto penal contemporáneo que define la tentativa.
+ Modificación de la forma de aplicación de la pena de muerte para evitar un
sufrimiento innecesario al reo.

III. CÓDIGO PENAL DE 1848

111.1. Introducción histórica

Entre 1823 y 1833 entramos en un nuevo período de retorno al absolutis-


mo, en la etapa conocida como Década Ominosa, que finaliza con la muerte de
Fernando VII y que está marcada por los acontecimientos políticos que supusie-
ron el inicio de la primera Guerra carlista. El monarca había ordenado en 1829 la
creación de una “Junta del Código Criminal”, con el encargo expreso de elaborar un

100
Capítulo IV. Delitos y penas en los cádigo penales españoles (Dolores del Mar Sánchez)

proyecto de Código penal, tarea que según Casabó Ruiz realizó en el plazo de ocho
meses (1978a: 5): el proyecto de Código criminal de 1830. La obra contenía tam-
bién preceptos de carácter procesal. Este proyecto —-al igual que hará el de 1834-
distinguía entre delitos públicos y privados en función de a quien iban dirigidos y
define el delito como trasgresión de la ley civil.
A la vez poco después el encargo es realizado a Sainz de Andino que presente
el proyecto de Código criminal de 1831, en una obra más pragmática y extensa que
la anterior (1.202 artículos), dividida en tres libros: uno general sobre delitos y
penas, otro a los delitos en particular y otro tercero a la rebaja, remisión y pres-
cripción de la pena. Distinguía entre delitos enormes y comunes en función de su
gravedad y de la pena impuesta. Recogía no sólo el principio de legalidad de los
delitos sino también el de las penas, señalando la irretroactividad de las mismas
-salvo que fueran más favorables al reo-.

En 1831 se crea una nueva comisión con la tarea de revisar el proyecto de


Sainz de Andino, si bien la comisión se limitó a recomendar poner en vigor el pro-
yecto de 1830.

Desde 1833 hasta 1840, España se encuentra gobernada por la Reina M. ?


Cristina en su condición de Regente durante la minoría de edad de Isabel Il, me-
diante una política de alianzas con los moderados. De esta etapa destaca la apro-
bación del Estatuto Real de 1834. Suprimida la anterior comisión se convoca una
nueva en 1833 que elaboraría un proyecto de Código criminal de 1834, ante el eno-
jo del propio Sainz de Andino. Este proyecto se elevó a las Cortes que nombró una
Comisión para su tramitación y debate pero el dictamen no fue presentado, ni se
llegó a discutir debido a los difíciles sucesos políticos por los que atravesaba el
país. El proyecto de 1834 distinguía entre delitos y cuasi-delitos en función del
dolo en la acción, división que generaba una gran confusión.

En 1836, dado que se llegó a considerar el restablecimiento de la Constitución


de 1812, se intentó reestablecer el Código penal de 1822, nombrándose una
Comisión ad hoc para revisar el mencionado Código.

En 1841 Espartero se hace con la Regencia (1841-1843) y la Reina Madre se


exilia a Francia. Se instaura así un cesarismo liberal, en el que el General gobier-
na apoyándose en los progresistas hasta la pérdida de la confianza de su propio
partido. En 1843, poco antes de la caída de Espartero, surge por fin una Comisión
General de Códigos, medianamente estable al estar formada exclusivamente por ju-
ristas, dedicados en exclusiva a las tareas codificadoras, y no por políticos, sacan-
do la redacción de los textos penales de la órbita de las comisiones parlamenta-
rias. Esta Comisión (que es el precedente de la Comisión General de Codificación)
por fin acomete la codificación del derecho penal, civil y procesal, iniciándose la
formación del Código penal de 1848.
En 1844, Narváez disuelve las Cortes convocando elecciones inaugurándose
la llamada posteriormente Década moderada (1844-1854), apoyándose política-
mente en el centrismo moderado.

101
Histaria del delito y del castiga en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

111.2. La ciencia penal a principios del siglo XIX

Por lo que respecta a la ciencia penal, los primeros tiempos fueron de simple
traducción de las obras procedentes del extranjero, si bien bajo la atenta mirada
de los tribunales inquisitoriales y con las precauciones propias de tratar de evitar
los índices de libros prohibidos.
Joaquín Francisco Pacheco es quien inicia la consolidación de la ciencia penal
española en una conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid, que culminaría
con su obra Estudios de Derecho penal (1842), en la que rechaza el pacto social
como fundamento del orden penal, la utilidad social de Bentham y aboga por la
implantación del principio retribucionista del italiano Caetano Rossi, si bien adap-
tado: es preciso la voluntariedad en la comisión del delito, la pena tiene efecto a la
vez correctivo e intimidatorio y no es aceptable la división de los delitos en públi-
cos y privados (Acedo Castilla, J. F, 1996: 10).
Las limitaciones fruto de la represión y persecución política, impedirán el
florecimiento de este tipo de estudios, de forma que los juristas se centran más
en la práctica de los tribunales, si bien es destacable la figura de Florencio García
Goyena, que en su obra Código criminal español, según las leyes y la práctica vi-
gentes comentado y comparado con el penal de 1822, el francés y el inglés (1843),
que en su obra se muestra partidaria de que el tema sea extraído de las Cámaras
legislativas y la codificación sea objeto de juristas técnicos, como efectivamente se
realizó con la creación de las primera Comisiones.

MI.3. El proceso de gestación del Código penal de 1848

Como ya hemos señalado, la caída de Espartero propicia la Creación en 1843


de la Comisión de Códigos, que se dividirá en secciones por materias, encargándose
de codificar el derecho penal, el civil y las materias procesales o de enjuiciamiento.
La sección penal, presidida por Manuel Seijas Lozano, redactó un anteproyecto de
Código penal en 1845, que fue entregado al entonces Ministro de Gracia y Justicia
Juan Bravo Murillo, que postergó su debate en las Cámaras, debido a la urgencia en
la tramitación del matrimonio de la Reina, hasta 1848.

El texto fue presentado en las Cortes en la legislatura de 1846-1847, si bien


las Cámaras no llegaron a debatir sobre el texto del propio Código penal, pues el
gobierno, y especialmente el Ministro de Justicia Bravo Murillo, se las apañó para
solicitar el pronunciamiento sobre un proyecto de ley de autorización para la pu-
blicación del Código penal. Por tanto los parlamentarios sólo pudieron entrar a
determinar si autorizaban o no a publicar el Código penal, sin entrar a debatir el
articulado. Tuvieron que hacer frente a múltiples argucias legales para conseguir
debatir temas tan importantes como la pena de muerte o su sustitución por la ca-
dena perpetua.

Uno de los problemas que más se evidenciaron durante paso por las cámaras
fue que el proyecto no había pasado por una consulta previa a las Universidades,

102
Capítulo IV. Delitos y penas en los código penales españoles (Dolores del Mar Sánchez)

los tribunales y especialistas en la materia, como era el procedimiento habitual en


el caso de tener que deliberar sobre asuntos complicados.
El verdadero autor del Código no fue Joaquín Francisco Pacheco, como erró-
neamente la historia ha repetido sino que se debe fundamentalmente a la inter-
vención de Manuel Seijas Lozano, y no es desdeñable la realización de modifica-
ciones encubiertas por parte de Bravo Murillo, durante el tiempo en que tuvo el
proyecto en el cajón de su mesa del Ministerio de Justicia.

TI1.4. Principios generales del nuevo Código

El nuevo Código se divide en tres partes: disposiciones generales, delitos y


faltas.
Sus características generales son:

e Muyriguroso con los delitos de componente religioso.


e Suprincipal peculiaridad estriba en la armonización del principio retribu-
tivo con el carácter intimidatorio de la pena.
e Establecimiento de un sistema riguroso de garantías penales

La aprobación del Código llevaba consigo la de una serie de reglas para la apli-
cación del mismo dado que no se había aprobado ningún código procedimental y
la aparición por primera vez en nuestra legislación del juicio verbal de faltas, un
procedimiento rápido y eficaz, suprimido en julio de 2015 por Ruiz Gallardón,
siendo Ministro de Justicia, y causando trastornos jurídicos irreparables no sólo
alos ciudadanos, sino también a la inmensa mayoría de los abogados penalistas.

Con carácter general podemos establecer cuáles fueron las novedades produ-
cidas en nuestra legislación penal:

e Introducción del principio de legalidad: nulla poena sine lege. Todos los
delitos están contemplados en el Código y los tribunales no pueden entrar
a sentenciar en los supuestos no contemplados:
Art. 22, No serán castigados otros actos u omisiones que los que la ley con
anterioridad haya calificado de delitos o faltas.

e Distinción bipartita. El Código distingue entre delito y falta en función de


la sanción que conllevan. El delito es castigado con una pena aflictiva o
correccional, mientras que la falta lo es con una pena leve. Se aparta así el
Código de cualquier influencia francesa -en la que la división es tripartita:
delitos, crímenes, contravenciones).
e Seexige la voluntariedad del individuo en la contravención de la norma.
e Quedan fuera del Código los delitos militares, de imprenta, de contraban-
do y la contravención de normas sanitarias en tiempos de epidemia.
e Determinación de un catálogo detallado de circunstancias modificativas
de la capacidad criminal, tanto eximentes como atenuantes y agravantes,

103
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

sobre los que he trabajado especificamente (2017), que se repetirán por


los Códigos posteriores.
Se distingue entre las formas de comisión -delito consumado, frustrado y
tentativa—- como entre los grados de participación en el delito -autor, cóm-
plice y encubridor-. Se superan así las confusiones de conceptos propias
de los proyectos precedentes.
Respecto de las penas, distingue entre penas aflictivas y correccionales.
Son aflictivas:
o Muerte
Cadena perpetua y temporal
00000O0O0o.oy

Presidio mayor y menor


Reclusión perpetuo y temporal
Prisión mayor y menor
Relegación perpetua y temporal
Extrañamiento perpetuo y temporal
Confinamiento perpetuo y temporal, mayor y menor
Inhabilitación absoluta y temporal y especial perpetua y temporal

Son correccionales:

Presidio correccional
Prisión correccional
Destierro
Sujeción a vigilancia de la autoridad
Reprensión pública
Suspensión
Arresto mayor

Pero el Código recoge otras clasificaciones de penas: penas leves, penas co-
munes, penas accesorias, divisibles e indivisibles, simples y compuestas, corpora-
les y no corporales... Lo que dificultó que su aplicación en los tribunales y generó
la prácticas de publicación de tablas para facilitar las cosas a los intervinientes en
los juicios.

Establecimiento de la prescripción las penas, pero no de los delitos.

Los aspectos más conflictivos de la regulación del texto penal fueron:

Modificación del concepto de “delito político”, para hacerlo más restrictivo


-en realidad sólo la rebelión y la sedición podría ser considerados como
tales (Fiestas Loza: 153)-, pues se niega el carácter de delito político a la
traición. Los delitos políticos son: muerte de un monarca extranjero, ten-
tativa contra la vida/persona del rey o su sucesor, homicidio consumado

104
Capítulo IV. Delitos y penas en los código penales españoles (Dolores del Mar Sánchez)

de regente, reina viuda o infantes, participación en rebelión de autorida-


des civiles o eclesiásticas con resultado de estragos, rebelión y sedición.
La exclusión en la regulación del Código de los muchos de los llamados
“delitos religiosos”, como la blasfemia, los pecados nefandos -sodomía y
bestialidad-. El debate fue liderado por los partidarios de preservar la uni-
dad religiosa frente al carácter más tolerante aplicado por el Código y su
adaptación al cambio de las circunstancias sociales.
Omisión de algunos delitos -daños causados por el ganado, hurto domés-
tico -que pasa a ser hurto con el agravante de abuso de confianza-, por
motivos técnicos o por ser conductas propias de tiempos pasados.
Restricción de la pena de muerte a los supuestos de concurrencia de dos
o más delitos y los supuestos de aumento de pena por la aplicación de
agravantes, y a los delitos políticos y el parricidio con premeditación o
ensañamiento. La pena de muerte con carácter general fue objeto de ex-
traordinarios debates entre los defensores de la vida como bien sagrado
-partidarios de su abolición- y los defensores de utilizarla como mecanis-
mo de defensa de la sociedad -antiabolicionistas-.
Regulación detallada de la aplicación de la pena de muerte, al objeto de
evitar al reo un sufrimiento extraordinario.

IV. CÓDIGO PENAL DE 1850

IV.1. El proceso de gestación del Código penal de 1850

La ley de autorizaciones aprobada por las Cámaras legislativas, concedía al


gobierno la facultad de hacer las modificaciones que considerase oportunas por
vía de decretos. El gobierno gobernará a golpe de decreto en materia penal ha-
ciendo numerosos cambios. Las modificaciones principales -no señalamos otras
menores- fueron:

RD de 21 de septiembre de 1848. Corrección de incoherencias y errores de


impresión tras las modificaciones en las Cámaras fue la justificación, pero
en realidad esta reforma fue inducida por la Comisión de Códigos en un in-
forme realizado el 30 de julio de 1848. En esta modificación el Gobierno re-
estructura completamente las faltas, introduciendo la blasfemia y otros deli-
tos religiosos, cambiando el orden de los artículos y endureciendo la cuantía
de las penas aplicadas. Este decreto supone una agravación de las penas.
RD de 22 de septiembre de 1848. Dos reales decretos uno para realizar
una declaración general de principios —adoptando el sistema de jueces
ponentes para los tribunales superiores por la nueva necesidad de fun-
damentar las sentencias- y el otro para realizar modificaciones procedi-
mentales ampliando las disposiciones de la ley provisional reguladora del
procedimiento que acompañó al Código de 1848 en su aprobación.
RD de 30 de octubre de 1848. Que regula la colisión con la jurisdicción mi-
litar en la penalidad de los delitos políticos.

105
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

* RD de 30 de mayo de 1849, que regula las costas procesales que nos e ha-
bían tenido en cuenta.
e RD de 2 de junio de 1849 y RO de 5 de junio de 1849. Se modifica de nuevo
la ley provisional reguladora del procedimiento, para incluir el procedi-
miento para el pago de las costas y los gastos del juicio, y los honorarios de
los promotores fiscales, respectivamente.

Dado que la ley de autorizaciones fue una carta en blanco al gobierno para
hacer las modificaciones que considerase oportunas con la única limitación de
comunicarlo a las Cámaras en 1849 se solicitan explicaciones y la creación de
comisiones parlamentarias para analizar las reformas pero el gobierno logra es-
cabullirse de todo debate, señalando que su obligación solo es dar explicaciones.
Mientras tanto nuevos decretos ven la luz y vuelven a modificar el texto.

IV.2. Principios generales del nuevo Código

La reforma introducida por el RD de 7 de junio de 1850 es una reforma en


profundidad del Código de 1848 y no una leve modificación como tradicionalmen-
te se ha considerado. Y es una reforma acometida directamente por el gobierno a
golpe de decreto ante la total inexistencia de informes por parte de la Comisión de
Códigos que avale esas reformas.
Son muchas las novedades introducidas por el RD si bien nosotros vamos a
destacar las siguientes:

e Endurecimiento de las penas por los delitos políticos, en especial la rebe-


lión y la sedición.
e Pasanaser punibles la conspiración y la proposición para delinquir.
e Se realizan algunas modificaciones de precisión en las circunstancias
agravartes.
e Se presta gran atención al concepto de “autoridad”. De entrada se excluye
del concepto de pena las multas impuestas por las autoridades. Pero lo
más importante es la tipificación como delito de la “desobediencia a la au-
toridad ' preludio de la introducción del desacato. También se presta espe-
cial atención a los delitos cometidos por los empleados públicos.
e Parala persecución de las faltas se exige que estén penadas.
e Seincorpora una nueva pena leve: reprensión privada.
e Seincluye la consideración de exigibles “por ley”, el resarcimiento del gas-
to por los juicios y el pago de las costas, de forma tal que su impago es pe-
nado con prisión en caso de que el condenado no tenga bienes.
e Se aclara cuando las sentencias son condenatorias a efectos del cómputo
de las penas.

Al día siguiente, el RD de 8 de junio de 1850 realiza una serie de reformas


importantes en la ley provisional dictada para la ejecución del Código penal, en

106
Capítulo IV. Delitos y penas en los código penales españoles (Dolores del Mar Sánchez)

especial tendentes a regular el juicio verbal de faltas, existente en nuestra legisla-


ción hasta 2015.
El gobierno mediante otros dos decretos completa estas medidas y ordena
que se haga de forma inmediata une “segunda edición del Código penal y de la ley
provisional para su ejecución”, que incluya todas las modificaciones posteriores y
que si hubiera alguna otra “adición o aclaración” -se evita mencionar la palabra
“modificación”- se respete la numeración del articulado. El RD de 29 de junio de
1850 publicaba la “edición reformada” del texto refundiendo el Código penal y la
ley provisional para su ejecución, e incluyendo como apéndices los decretos poste-
riores, así como otros sobre jurisdicción consular, la vigencia de los Tribunales del
Agua, el establecimiento de un papel oficial para los juicios verbales y los honora-
rios de los promotores fiscales.
En teoría el texto que se publica en junio de 1850 no es más que una reorga-
nización del articulado y la introducción de las modificaciones realizadas por el
gobierno mediante la figura de decretos. No obstante, en el texto nos encontramos
incluida la figura del desacato y la figura del atentado contra la autoridad. Pero
además hay muchas modificaciones nuevas encubiertas bajo una reordenación del
articulado.

V. CÓDIGO PENAL DE 1870

V.1. Introducción histórica

En 1854 se produce un levantamiento militar, denominado Vicalvarada, por


iniciarse en Vicálvaro (Madrid), debido a la corrupción instaurada en el poder po-
lítico de la época, a la que siguen diversos movimientos del mismo tipo en buena
parte del territorio nacional, iniciándose el llamado Bienio Progresista (1854-
1856). Al mismo seguirá la Unión Liberal (1856-1863), de ideología centrista, li-
derada por O'Donnell hasta su dimisión en 1863 por presiones de la propia Reina.
Se inicia así la caída de la monarquía en medio del desgobierno que finalizó con el
golpe de Estado de Prim de septiembre de 1868, que finalizó con el auto-exilio de
Isabel ll en París.
Convocadas cortes constituyentes, se acordó una nueva Constitución en 1869
y que el sistema político del Estado seguiría siendo una Monarquía llamándose
al trono en 1870 a Amadeo de Saboya, que fue elegido por escaso margen en las
Cortes, que rigió tan sólo dos años para abdicar en 1873, proclamándose el mismo
día de su abdicación la II República.

V.2. El proceso de gestación del Código penal de 1870

Se trata de un texto avanzado para su tiempo y de gran calidad técnica con


buen uso del lenguaje jurídico.

107
Historia del delito y del castiga en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

Al igual que ocurrió con el Código de 1850, el Código de 1870 no es más que
una reforma del Código de 1848, debido a las modificaciones encubiertas introdu-
cidas en 1850 y la existencia de un nuevo orden constitucional, que partiendo de
la Constitución de 1869, exigía adaptar el orden penal al nuevo espacio político.

Aunque desde la Comisión codificadora siguió trabajando en la reforma del


Código de 1850, analizando informes y con el deseo de un texto penal definitivo, la
dimisión de sus miembros por la falta de acuerdo entre ellos, supone que en 1869
se vuelve a la utilización de comisiones legislativas para realizar las modificacio-
nes oportunas en materia penal -aunque su participación en el Código fue prác-
ticamente nula--, presentándose un nuevo proyecto a las Cortes, que es aprobado
con carácter provisional y mediante un proyecto de ley de autorizaciones, pues se
aplazaron las deliberaciones hasta después del verano. No obstante Montero Ríos,
ministro encargiado de la presentación -y hay quien considera que de la redacción
del texto (Pérez Prendes)-, procede a publicar el Código el 30 de agosto, lo que su-
puso el sobrenombre de Código de verano (Silvela, 1866). Como hemos señalado,
la autoría del texto penal no estuvo clara si bien Silvela señala que fueron Montero
Rios y Groizard los autores (1903: 33 y 254).
El procedimiento de publicación del texto fue, pues, el mismo seguido con an-
terioridad: el gobierno mandaba a las Cámaras un proyecto de ley de autorización
legislativa para aprobar el Código. El sistema rayaba lo inconstitucional y así se ma-
nifestó en los debates. El gobierno se justificaba sosteniendo que se trataban de le-
yes cientificas que no podían discutirse de la misma manera que las leyes políticas.
El Código estuvo vigente hasta la dictadura de Primo de Rivera, superando
los múltiples proyectos de reforma. Derogado por el Código de 1928, fue de nuevo
instaurado por a II República hasta 1932.

Tras su redacción, una vez más el gobierno acude a la práctica de actualizar el


texto mediante decretos:

e D de 1 de enero de 1871, introduciendo “correcciones” en el texto publi-


cado por contener “erratas de imprenta” y “omisiones fruto de la rápida
publicación”. Pese a los trabajos de la Comisión legislativa, que no fueron
tomados en cuenta, es el propio Ministro -Montero Ríos- el que afirma,
en el preámbulo del decreto, haber “estudiado y anotado” los defectos del
Código y haberlas pasado a la Comisión que no se pronunció sobre las mis-
mas por la muerte del General Prim, y aun así decide publicar en aras a la
mejora de la administración de justicia. Se trata de una injerencia en toda
regla en las funciones del legislativo, de ahí que el decreto fuera inconsti-
tucional, además de introducir una verdadera reforma más allá de la sim-
ple corrección de estilo (Silvela 1903).

V.3. Principios generales del nuevo Código

La estructura es la mismas que el Código de 1850, lo que llevó a presentar-


lo como “el mismo Código con algunas modificaciones más o menos atinadas”

108
Capítulo IV. Delitos y penas en los código penales españoles (Dolores del Mar Sánchez)

(Silvela, 1903: 33), cuando en realidad las modificaciones son esenciales. Más bien
en esas críticas se pone de manifiesto el escaso reflejo de las teorías penalistas del
momento, cuando se encontraba en plena difusión la doctrina correccionalista de
Augusto Roeder -mediante la que el propósito de la pena es la rehabilitación del
delincuente-, que difundió en nuestro país Sanz del Río mediante la creación de
una escuela de seguidores del Krausismo.
Con carácter general, predomina el principio retribucionista, sigue vigente el
principio de legalidad, el principio de intimidación se suaviza y no existe la fina-
lidad correctiva de la pena (Lasso Gaite, 1970: 1, 474-475). Por lo demás la valo-
ración de los juristas sobre el mismo está muy dividida, si bien todos resaltan el
magnífico lenguaje jurídico utilizado (Del Rosal, 1970: 212).
Las novedades introducidas por esta reforma, fruto de los reajustes a la nueva
realidad constitucional, son:

e Desaparición de los delitos contra la religión. La Constitución señalaba la


libertad de cultos.
e Establecimiento de nuevas figuras para proteger a las Cortes y al Consejo
de Ministros.
e Protección de los derechos individuales, tutelados en la Constitución, pe-
nalizando el ataque contra los mismos.
e Inclusión de los delitos de imprenta.
e Reducción de la dureza punitiva del Código de 1850.
e Supresión de la pena de muerte para algunos delitos.

VI. CÓDIGO PENAL DE 1928

VL1. Introducción histórica

La abdicación de Amadeo l y la proclamación posterior de la 1 República en


1873, suponen el inicio de un proyecto de constitución federal en ese mismo año,
que no se llegó a promulgar por la corta duración de la república.

La restauración de la monarquía en la figura de Alfonso XII de 1874, se ve


materializada en una nueva Constitución en 1876. Se siente pues la necesidad de
adecuar las materias penales a la nueva realidad constitucional pero no se logran
realizar los cambios oportunos de ahí que se acuda a modificaciones parciales o a
alteraciones de la penalidad de los delitos tipificados mediante leyes especiales.

En 1923 se produce el pronunciamiento del General Miguel Primo de Rivera,


Capitán General de Cataluña, estableciendo un Directorio Militar, suprimiendo las
Cortes, que en 1925 es sustituido por un Consejo de Ministros —-Gabinete Civil-
bajo su Presidencia. El nuevo gobierno decide acometer la tan esperada reforma
penal, estando al frente del Ministerio de Justicia, Galo Ponte, quien pone la misma
en manos de la Comisión General de Codificación.

109
Historia del delito y del castiga en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

VI.2. Elproceso de gestación del Código penal de 1928

Desde 1871 hasta 1925 entramos en un periodo continuo de proyectos de re-


forma inacabados. Es imprescindible el que la legislación penal sea la más acorde,
no sólo con la realidad social imperante, sino con los grandes logros adquiridos
políticamente a través de la configuración constitucional del Estado.
Como vimos, la Comisión legislativa, constituida en sustitución de la Comisión
General, estuvo vinculada casi exclusivamente al Ministro de Justicia. El 11 de ju-
lio de 1872 un nuevo decreto de Montero Ríos suprime la Comisión legislativa y
dispone que se nombren Comisiones especiales, aglutinadas bajo la figura de un
Secretario, el catedrático Agustín Comas, que lo había sido también de la Comisión
legislativa.

El sistema de comisiones especiales también se mantiene durante la repú-


blica hasta que por RD de 10 de mayo de 1875 se establece la Comisión General de
Codificación, iniciando los trabajos para la reforma del Código penal. Un aluvión de an-
teproyectos y ponencias de vocales y especialistas aparecen a partir de este momento
existiendo tanto proyectos de adaptación del Código a la Constitución de 1876, como
proyectos de reforma científica, proyectos de reforma parcial e incluso proyectos de
particulares, según la clasificación realizada por Lasso Gaite (1970: 1, 496).

De 1870 a 1925 en que se prepara el nuevo Código existen muchas reformas


de tipo parcial del Código penal de 1870. Entramos en una etapa en la que la refor-
ma y modificaciones se hacen mediante decretos o leyes específicas:

e Leyde23 de abril de 1870 de orden público para hacer frente al carlismo y


al federalismo, que inspiró otras muchas.
e Decreto de 1 de enero de 1871, de reforma del Código por erratas de im-
prenta y omisiones, que modificó 26 artículos.
e Ley de 17 de julio de 1876, devolviendo a la regulación realizada por el
Código de 1978, la cuantía de las faltas de hurtos de sustancias alimen-
ticias, frutos o leñas, así como entrar a cazar o pescar en heredad ajena,
por los raales causados con la reforma del decreto anterior en los medios
rurales por la blandura en el castigo.
e Ley de 27 de julio de 1878, prohibiendo el trabajo de menores y desvali-
dos en puestos peligrosos.
e Ley provisional de 2 de septiembre de 1896 que penaba con la muerte los
atentados anarquistas.
e Ley de 1 de enero de 1900, que castiga como delito de rebelión aquellos
ataques que se realicen a la integridad del territorio o a la independencia
del mismo, para evitar el separatismo. En esta línea se dictaron dos decre-
tos más en 1923 y en 1926.
+ Ley de 9 de abril de 1900 suprimiendo el carácter infamante y espectacu-
lar de las ejecuciones de pena de muerte, al dictaminar que la misma debe
ejecutarse en el recinto de la prisión a las 18 horas de habérselo notificado
al reo.

110
Capítulo IV. Delitos y penas en los código penales españoles (Dolores del Mar Sánchez)

Ley de 21 de julio de 1904 aumentando el castigo para el escándalo pú-


blico, la corrupción de menores y el proxenetismo, tras la firma del proto-
colo de París de 1902 prohibiendo la trata de blancas. Además hubo otras
medidas para proteger la infancia como la Ley de 12 de agosto de 1904, y
se establecieron tribunales para niños en las leyes de 2 de agosto y 25 de
noviembre de 1918.
Ley de 23 de marzo de 1906 -Ley de Jurisdicciones-, regulando los delitos
contra la patria y el ejército.
Ley de 3 de enero de 1907 que rebaja a la consideración de faltas los hur-
tos de menor cuantía y hechos de poca entidad, como pueden ser las le-
siones que tardasen en curar menos de quince días, así como introduce
modificaciones en varios artículos.
Ley de 21 de diciembre de 1907, que castigaba el reclutamiento clandesti-
no de emigrantes.
Ley de 3 de enero de 1908 regulando el concurso formal de delitos.
Ley de 27 de abril de 1909 regulando las huelgas y derogando los artículos
del Código que las prohibía.
RD 21 de febrero de 1926 que modifica la pena para las estafas en función
de la cuantía de la misma.

En definitiva, el positivismo antropológico, la nueva realidad social y la presen-


cia de fuertes modificaciones fruto de la creciente industrialización y del desarro-
llo económico hacen preciso que ya que se realicen modificaciones parciales del
articulado. La firma de tratados internacionales y las nuevas realidades asociativas
también influirán como elemento a considerar. Por último, los intentos de rebelión
fomentarán una legislación más endurecida en cuestiones de orden público.

VI.3. Leyes penales especiales

Desde 1870 hasta 1925 aparecen determinadas Leyes penales especiales


para ciertos delitos cuya regulación se extrae del Código penal, principalmente:

Delitos militares.
Delitos de imprenta.
Delitos de contrabando.
Leyes sanitarias en tiempos de epidemias.

Pero son muchos los aspectos regulados por leyes especiales, en las que se
establece una sanción penal, como pueden ser:

Uso y tenencia de armas de fuego.


Policía de ferrocarriles y carreteras.
Procesos electorales.
Fabricación de vinos artificiales y adulteración de alimentos.
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

e Falsificación de sellos de correos.


e Protección de cables submarinos.
*. Protección de redes telefónicas.
+. Protección de instalaciones eléctricas.
* Defensa de la propiedad intelectual.
e Defensa de la propiedad industrial.
e Cazay pesca.
e Legislación de montes.
e Pesas y medidas.
e Legislación de espectáculos.
e Casas de préstamo y usura.

Por su parte, existen además Códigos penales del Ejército, de la Marina, de


Ultramar, un Código penal para Cuba y Puerto Rico, un Código penal para las Islas
Filipinas y otro para Marruecos.

VI4. Principios generales del nuevo Código

La Comisión General de Codificación presenta un anteproyecto en 1927, que


es revisado por una Comisión permanente y que se somete a la Asamblea Nacional.
Una vez emitidos los dictámenes por la misma, el Ministro revisa de nuevo el pro-
yecto y se publica por Real Decreto de 8 de septiembre de 1928. Fue preciso corre-
gir varios errores de imprenta mediante varios decretos posteriores para lograr
una versión oficial deputada.

El nuevo Código carece de orientación científica pues trata de conciliar la


tradición penal española con las nuevas doctrinas criminológicas (Cuello Calón,
1928). Pero presenta un grado elevado de defensa de la sociedad civil, según los
cánones de le época. De ahí que aparezcan las llamadas medidas de seguridad,
como un complemento de las penas. De la misma manera en el Código se incluyen
muchas disposiciones de carácter penitenciario.

Consta de tres libros precedidos de un título preliminar.


Como novedades más destacables resaltamos, siguiendo a Lasso (1970: L, 720
y ss):
e Introducción de concepto de “infracción criminal" para referirse a delitos
y faltas, para las que se sigue exigiendo la voluntariedad en la realización
del acto.
e Se prohíbe interpretar o acudir a la analogía para definir delitos, faltas o
agravar la pena. Este es un principio nuevo inexistente con anterioridad.
e Regulación detallada de la imprudencia.
e Grados de infracción penal reconocidos: consumación, frustración, tenta-
tiva, conspiración, proposición y provocación.

112
Capítulo IV. Delitos y penas en los código penales españoles (Dolores del Mar Sánchez)

+ Sino es claro cuál es el delito entre dos figuras penales, se elige la de me-
nor gravedad en la pena.
e Extensión de la responsabilidad criminal a las empresas o sociedades.
+ Elencubrimiento pasa de ser grado de participación a convertirse en delito.
* Distingue entre causas de inimputación y causas de justificación.
e Clasifica las circunstancias atenuantes y agravantes, según las circunstan-
cias de la infracción o las condiciones personales del infractor.
+ Delincuencia habitual y predisposición para delinquir son objeto de un
apartado especial para imponer medidas de seguridad.
+ Incluye las costas procesales dentro de la responsabilidad civil del infractor.
* No se consideran penas: la prisión preventiva, las medidas de seguridad,
las correcciones gubernativas, las privaciones de derechos y las costas
procesales.
e Clasifica las penas en graves -muerte y superiores a 6 años y multa de 25.000
pesetas—, menos graves y leves -arresto y multa inferior a 1.000 pesetas.
« Regulación minuciosa de la pena de multa, cuya cuantía queda al arbitrio
de los tribunales.
e Artbitrio total de los tribunales en la consideración de las faltas.

La implantación de la República supuso la derogación del Código y que entra-


ra de nuevo en vigor el Código de 1870.

VII. CÓDIGO PENAL DE 1932

VII.1. Introducción histórica

El 14 de abril de 1931 se proclama la IT República y poco después, el 9 de di-


ciembre, se promulga una nueva Constitución de carácter laido y regionalista.

Por Decreto de 15 de abril de 1931 se deroga el Código penal de 1928, restau-


rándose el de 1870, mientras se elabora un texto penal nuevo.

VI.2. El proceso de gestación del Código penal de 1932

En la Comisión de Códigos, encargada de la redacción pronto se produce el


debate sobre si realizar un texto de nueva planta o si partir de lo ya existente, pero
la urgencia en la regulación de la nueva realidad hace que esto último sea lo acor-
dado, iniciándose la reforma del texto de 1870, en un proceso que Lasso Gaite cali-
fica de “republicanización del Código penal de 1870" (1970: 750).
Áse crea ex profeso una Comisión Jurídica Asesora, en lugar de la Comisión
General de Codificación que es suprimida, para la elaboración de los proyectos que
el gobierno le tramite.

113
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

Tras un anteproyecto de reforma el 8 de septiembre de 1932 se aprueba la ley


de bases para la reforma del Código penal, presentado por el Ministro Fernández
de los Ríos a las Cortes, tras la elaboración por Comisión de Justicia parlamentaria
de un dictamen con propuestas precisas, que es el que se debate real y brevemen-
te, y no el texto en sí. No es de extrañar que durara el debate escasamente la sesión
de la mañana.

El nuevo texto se promulgó el 5 de noviembre de 1932, que seguía la estruc-


turación del Código de 1870, y también sus defectos en cuanto a incoherencias y
erratas- según Lasso sufrió hasta 54 correcciones (1970: 780).

VIL3. Principios generales del nuevo Código

La propia exposición de motivos del nuevo Código señala las orientaciones


de la nueva reforma: la necesidad de adecuar el sistema penal a la realidad de la
nueva Constitución, la corrección de errores en el texto de 1870, la incorporación
de las leyes complementarias, la incorporación de un sistema penal más huma-
nizado, la elasticidad del nuevo texto de cara a reformas posteriores de carácter
excepcional.

Siguiendo principalmente a López Barja de Quiroga (1988: 971), y tal y como


figura en la propia exposición de motivos del texto los principios generales del
nuevo Código son:
e Los delitos contra la seguridad interior del Estado, se adaptan a la realidad
republicana —-ya no hay un monarca en la jefatura del Estado-.
+ Se suprime el delito de adulterio -habida cuenta la igualdad de sexo y la
admisibilidad del divorcio-.
+ Se susrituye la clasificación tripartita de las infracciones por la tripartita:
delitos y faltas.
e Humanización de las penas: elevación de la edad penal a los 16 años, intro-
ducción de la eximente de sordomudez, ampliación de la eximente de es-
tado de necesidad, supresión de la pena de muerte y de la de degradación,
dismirución de las agravantes, supresión de la responsabilidad personal
en los casos de impago.
e Elevación de las cuantías de las multas.
+ Reconjiguración de la usura que pasa a ser un delito.
Como complemento de la legislación penal de la época, el Ley de Vagos y
Maleantes de 4 de agosto de 1933, es lo más destacable de la regulación posterior
al Código, que elevaba a la categoría de delito el ser vago o maleante, aspecto por el
que fue ampliamente criticada.

Los trabajos para elaborar un texto penal propio de la República no llegaron


a buen puerto por las circunstancias políticas de sobra conocidas por todos, pero
la Comisión presentó un texto con 16 bases que debería contener el futuro Código
(Jiménez de Asúa, 1921: 773):

114
Capítulo IV. Delitos y penas en los código penales españoles (Dolores del Mar Sánchez)

Estructura: título preliminar y tres libros: el primero para los delitos en


general, el segundo para los delitos en particular y el tercero para las con-
travenciones. Para éstas últimas se establecía una jurisdicción correccio-
nal específica.
Ley penal: mantenimiento de los principios de legalidad, establecimien-
to de la posibilidad de retroactividad de las leyes sólo en el caso de que
sean favorables al reo. Teniendo en cuenta los acuerdos de la Primera
Conferencia Internacional para la Unificación del Derecho penal (Varsovia,
1927) la ley penal será aplicada en todo el territorio pero respetando los
principios de justicia universal en el caso de delitos contra la Comunidad
de Estados.
Responsabilidad: Se distingue entre imputabilidad -supuesto de la mayo-
ría de los delincuentes- y estado peligroso, concepto este último que supo-
nía la aplicación de medidas de seguridad en lugar de penas.
Causas de inimputabilidad: Se prestaba especial atención al concepto de
enfermedad mental,
Culpabilidad: Solo hay castigo si media dolo o culpa, y el hecho lleva consi-
go una pena.
Eximentes: las eximentes de cumplimiento de un deber y ejercicio de un
derecho, la legítima defensa y el estado de necesidad son redefinidas.
Tentativa: se define como actos de ejecución del delito pero sin produc-
ción del resultado.
Complicidad: pasa a formar parte del elemento personal del delito, por lo
que conlleva responsabilidad penal.
Penas: se consideran sanciones dirigidas a la defensa social. Por ello se
busca la prevención del delito. Se distingue entre penas principales -pri-
sión y reclusión (de 1 a 12 años), confinamiento y destierro (de un mes a
seis años) y multa- y accesorias -privación y suspensión de funciones y
derechos-.
Medidas de seguridad: destinadas a prevenir el delito varían en función de
la peligrosidad del delincuente.
Aplicación de la pena: se analiza especialmente el concurso de delitos, dis-
tinguiendo si los delitos son conexos o no.
Ejecución de las penas: cabe la reducción de la condena si el delincuente
muestra signos de corrección.
Responsabilidad civil: las víctimas y sus familiares deben ser indemnizados.
Extinción de la responsabilidad: se presta especial atención al indulto y a
la amnistía, al perdón de la parte ofendida y a la rehabilitación del delin-
cuente. Se alarga el periodo de prescripción de la pena.
Clasificación de los delitos:
o Delitos contra la vida e integridad de la persona.
o Delitos contra la honestidad.
o Delitos contra el honor.

115
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

Delitos contra la libertad y seguridad.

O0O0O0OOoOosoooO
Delitos contra la propiedad.
Delitos contra la familia y las buenas costumbres.
Delitos contra la sanidad pública.
Delitos contra la seguridad colectiva.
Delitos contra la fe pública.
Delitos contra la economía pública, la industria y el comercio.
Delitos contra la seguridad exterior del estado.
Delitos contra la administración pública.
o Delitos contra la administración de justicia.
e Contravenciones: conllevan las sanciones de arresto, multa y reprensión,
pero no ocasionan responsabilidad civil.

VIIL CÓDIGO PENAL DE 1944

VII. 1. Introducción histórica

La guerra civil y el estado franquista, no derogó en un primer momento las


modificaciones hechas en la etapa republicana. Primero porque durante la guerra
la justicia penal es casi inexistente por la aplicación de la justicia militar, a la que
se someten tanto los delitos políticos como los comunes vinculados con la defensa
del Estado (Lasso, 1970: 797).

VIII.2. Elproceso de gestación del Código penal de 1944

Como hemos dicho siguen vigentes las modificaciones realizadas por la


República en cuanto a adaptación del Código penal de 1870, si bien las modifica-
ciones se van introduciendo en forma de leyes penales especiales, sobre todo tras
el restablecimiento de la Comisión General de Codificación por Decreto de 25 de
marzo de 1933, entre las que destacan:

e Serestablece la pena de muerte mediante la Ley de 5 de julio de 1936, que


modif:ca también la escala de penas.
e D. de 14 de agosto de 1936 penaliza la evasión y ocultación de capital
como delito de traición.
e [aley de 26 de octubre de 1939 castiga el acaparamiento de mercancías.
e Laley 29 de marzo de 1941 de Seguridad del Estado completa el panora-
ma legislativo penal para regular de forma separada del Código los delitos
de separatismo, traición y rebelión.
e Laley de 24 de enero de 1941 dicta medidas contra el aborto y la propa-
ganda anticonceptiva.

116
Capítulo IV. Delitos y penas en los código penales españoles (Dolores del Mar Sánchez)

La ley de 10 de marzo de 1941 pena especialmente el hurto de energía


eléctrica.
La ley de 12 de marzo de 1942 crea el delito de abandono de familia.
La ley de 10 de abril de 1942 eleva el límite en los delitos contra la
propiedad.
La ley de 11 de mayo de 1942 modifica el infanticidio y el abandono de
menores.
La ley de 17 de septiembre de 1942 reforma las faltas contra los menores.
La ley de 6 de noviembre de 1942 modifica los delitos contra la honestidad.
Como sostiene Antón Oneca (1971) podemos clasificar estas normas en cua-
tro tipos:

Leyes que intensifican o aseguran la represión: restablecimiento de la


pena de muerte, responsabilidades políticas, legislación antimasónica y
anticomunista, defraudación de fluido eléctrico, legislación sobre seguri-
dad del Estado, y regulación sobre la rebelión militar.
Leyes relativas a la vida económica: normas sobre delitos monetarios, aca-
paramiento y abastecimientos.
Leyes relativas a la protección de la moral y de la familia: contra el aborto
y propaganda anticoncepcionista, delito de abandono de familia, restable-
cimiento del delito de adulterio, normativa sobre el infanticidio y abando-
no de niños, ordenanzas protegiendo menores, normativa sobre estupro y
rapto.
Disposiciones que continúan la dirección preventiva o individualizadora:
entre las que se cuentan las leyes de redención de pena por el trabajo o el
establecimiento de los Tribunales Tutelares de Menores.
Iniciamos una etapa en la que ante la casi inexistencia de reuniones de la
Comisión de Codificación, y pasamos a la elaboración par particulares de proyec-
tos de texto penal, entre los que encontramos:

Un proyecto de Código penal de 1939, sobre las bases que había redactado
Cuello Calón, con 597 artículos, divididos en tres libros, se encuentra en-
tre los textos posteriores que figuran en la Comisión de Codificación, pero
desconocemos su autor.
En 1938 aparece un anteproyecto de Código penal redactado por la
Delegación Nación de Justicia de la F.E. de la J.O.N.S., obra de Antonio Luna
García, en los archivos de la Comisión. Su principal novedad es que recha-
za el principio de legalidad, dejándolo al criterio del juzgador, dotando a
todo el texto de un enorme subjetivismo. Junto a ello, la indeterminación
de la pena y la defensa política del nuevo Estado, son su característica más
notorias.

El 19 de julio de 1943 se presenta a las Cortes un proyecto de ley autorizando


al gobierno a publicar un “nuevo texto refundido del Código penal vigente”, introdu-
ciendo en el mismo las modificaciones oportunas para adaptarse al nuevo estado, así

117
Histaria del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

como la legislación posterior fruto de normas especiales. La creación del Instituto de


Estudios Jurídicos en 1944, al que se adscribe temporalmente la Comisión General de
Codificación, dilató aún más el proceso. Pero en el plazo de un año se envió a Consulta
del Consejo de Estado y fue publicado por el Jefe del Estado el 23 de julio de 1944.

VIIL3. Principios generales del nuevo Código

El texto aprobado en 1944 es un texto refundido, que según se expone en su


preámbulo tiene sus orígenes en el Código penal de 1848.
“No es una reforma total, ni una obra nueva, sino sólo una edición renovada o actua-
lizada de nuestro viejo cuerpo de Leyes penales que, en su sistema fundamental y
en muchas de sus definiciones y reglas, data del Código promulgado en 19 de marzo
de 1848".

El Código mantiene el principio de legalidad, pero con carácter general es un


texto dedicado casi exclusivamente a proteger excesivamente los principios ge-
nerales del Régimen, dotando de fuerte mecanismos represores al poder político
en medio de una mayor severidad de las penas y una mayor persecución de todo
aquel que fuera considerado alterador del orden social expresamente establecido
por el poder.

En el Preámbulo se especifica que en el texto refundido:


Se insertan las normas posteriores a 1870.
Qoce»

Se suprimen las alusiones al régimen republicano.


Se depuran erratas, antinomias y errores técnicos.
Se introducen modificaciones con redacción inalterable: en la minoría de
edad, estado de necesidad, redención de penas por el trabajo, se penaliza
el delito sin circunstancias, definición de sedición, estupro, defraudacio-
nes de fluido eléctrico, retirada del permiso de circulación, faltas de blas-
femia y cometidas contra menores.
e. Modificación de la penalidad.
f. Ampliación de definiciones de los delitos existentes.
g. Inclusión de las definiciones y sanciones de la Ley de Seguridad del Estado
de 1941.
h. Inclusión de delitos contra el Consejo de Ministros.
i Definición de delitos nuevos: delitos contra las Cortes, blasfemia, infrac-
ciones contra las leyes del trabajo.
j- Inclusión de los delitos y faltas contra la religión del Estado.
Por último se faculta al Ministerio de Justicia para dictar disposiciones
complementarias.

118
Capítulo IV. Delitos y penas en los código penales españoles (Dolores del Mar Sánchez)

BIBLIOGRAFÍA
Antón Oneca, J. (1964). “Los fines de la pena según los penalistas de la Ilustración", en
Revista de Estudios penitenciarios, n. * 66, 1964, p. 415.
— (1965). "Historia del Código penal de 1822”, Anuario de Derecho penal y ciencias pe-
nales: 263-278.
= (1970). “El Código penal de 1870", Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales: 229-252,
= (1971). “El Derecho penal de la postguerra”, en Problemas de Derecho penal y proce-
sal, Salamanca.
Cárdenas Espejo, F (1871). Memoria histórica de los trabajos de la Comisión de Codificación,
suprimida por decreto del Regente del Reino de 1* de octubre de 1869, Madrid.
Casabó Ruiz, J.R. (1978a). El proyecto de Código criminal de 1830. Murcia, Universidad.
= (1978b). El proyecto de Código criminal de 1831 de Sainz de Andino. Murcia,
Universidad.
— (1978). El proyecto de Código criminal de 1834. Murcia, Universidad.
= (1979). “El anteproyecto de Código criminal de 1938 de F.E.T y de las J.O.N.S.”,
Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, XXXIL
Cuello Calón, E. (1928). El proyecto de Código penal español preparado por la sección 3? de la
Comisión General de Codificación, RGLJ, t. 152: 255-278.
Groizard y Gómez de la Serna, A. (1870-1890). El Código penal de 1870. Concordado y co-
mentado. 5 vols. Burgos Salamanca.
Gutiérrez Fernández, B. (1866). Examen histórico del Derecho penal. Madrid
Lasso Gaite, J.F. (1970). Crónica de la codificación penal española. 2 vols., Madrid.
López Barja de Quiroga, ]. y otros (1988). Códigos penales españoles. Madrid: Akal.
Masferrer, A. (2003). “Continuismo, reformismo y ruptura en la codificación penal españo-
la”, AHDE, 73: 407-424.
Ramos Vázquez, I. (2014), La reforma penitenciaria en la Historia contemporánea española,
Madrid: Dykinson.
Sánchez González, M.D. del M. (2004) La codificación penal en España: los códigos de 1848 y
1850. Madrid: BOE, CEPC.
— (2005), “Las repercusiones de las reformas penales de 1848 en la Administración de
Justicia”, en Reformistas y reformas en la administración española, Madrid: INAP, 353-360,
— (2004). “La Comisión de Códigos (1843-1846)”, Anuario de historia del derecho es-
pañol, 74: 291-332.
— (2007). “Historiografía penal española (1808-1870): la Escuela Clásica española”, en
Estudios de historia de las ciencias criminales en España / coord. por Javier Alvarado
Planas, Alfonso Serrano Maíllo, Madrid: Dykinson: 69-130.
= (2012). “La codificación en España durante la década moderada y el bienio progre-
sista”, RDUNED, 11: 745-772.
= (2012). “Comisiones de códigos convocadas entre 1846 y 1856”, en Homenaje al
profesor José Antonio Escudero, 3: 1031-1056.
Torres Aguilar M. (2008). Génesis parlamentaria del Código penal de 1822. SICANIA
University Press. Universitá degli Studi di Messina.
= (2011). “El proceso de la primera codificación penal y la constitución de Cádiz”, en
Cortes y Constitución de Cádiz: 200 años / coord. por José Antonio Escudero López,
Vol. 2: págs. 442-468.

119
Capítulo V
Historia del régimen penitenciario
en España (1834-1936)
Isabel Ramos Vázquez
Universidad de Jaén

Il. ANTECEDENTES. LA PRIVACIÓN DE LIBERTAD EN EL ANTIGUO RÉGIMEN

La privación de libertad es la pena propia de los Estados de Derecho contem-


poráneos, y se ha desarrollado fundamentalmente durante los siglos XIX y XX,
dando lugar al nacimiento del derecho penitenciario y el régimen penitenciario en
general. Por marcar una fecha precisa, en España podemos utilizar como hito cro-
nológico la promulgación de la Real Ordenanza de Presidios del Reino de 1834, que
fue la primera ley de importancia en el ámbito del derecho penitenciario contem-
poráneo. Pero eso no quiere decir que no existieran ciertos antecedentes previos,
o elementos que históricamente contribuyeron a la consolidación de este tipo de
pena.
En los ordenamientos jurídicos de la Edad Moderna, forjados a partir de la
Recepción del Jus Commune en los países europeos, las penas privativas de liber-
tad aparecen en un lugar muy secundario. En atención a las principales finalida-
des expiatoria y retributiva de la pena, prevalecían en ellos otro tipo de penas
corporales (muerte, azotes, mutilaciones...), económicas (confiscación de bienes,
multas...) o infamantes (vergúenza pública, interdicción para ocupar oficios pú-
blicos...). Existía la privación de libertad a través del destierro, la deportación, o
la esclavitud por causa penal, a veces con trabajo perpetuo en las minas, de origen
romano; pero la privación de libertad no era considerada una pena en sí misma,
sino fundamentalmente una medida preventiva o cautelar.
La cárcel o las prisiones solían utilizarse solamente para custodiar a los dete-
nidos hasta que se ejecutara sobre ellos la sentencia en el caso de delitos cualifi-
cados, o hasta que pagaran su deuda en el caso de los condenados “pro debito”, en
ambos casos con la intención de impedir su fuga y asegurar el resultado del pleito
(“carcer ad continendos homines non ad puniendos haberi debet”). La cárcel perpe-
tua, O la privación de libertad como pena, estaba prohibida por el Derecho romano
clásico que había impregnado los ordenamientos jurídicos de los reinos cristianos
porque se consideraba una “species servitutis” o forma de esclavitud, impropia de
hombres libres?,
Además, este tipo de pena no aportaba nada a la comunidad ni a la víctima, y
resultaba muy costosa para las arcas públicas (apenas existían cárceles públicas,

121
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

y las que había se mantenían básicamente con los derechos de carcelaje pagados
por los propios detenidos). Por eso, sólo se permitía de forma muy excepcional el
encarcelamiento como pena o el uso de antiguas formas de cárcel privada; y tam-
bién excepcionalmente algunos reyes utilizaron como pena la reclusión en casti-
llos o fortalezas de determinados personajes por delitos de carácter político o mi-
litar; aunque ésta última no puede considerarse propiamente una pena de prisión,
sino una manifestación más del arbitrio judicial de los monarcas.
Al margen de ello, la pena de prisión en sí misma considerada sólo podía en-
contrarse durante la primera Edad Moderna en la jurisdicción eclesiástica. A dife-
rencia del Derecho romano clásico, el Derecho canónico sí permitía que la prisión
pudiera ser utilizada como pena, de un lado por el impedimento moral que tenía
para ejecutar penas de muerte o corporales (“penas de efusión de sangre”), y de
otro por la finalidad correctiva que la doctrina canónica mantuvo siempre en la
sanción frente a los objetivos simplemente retributivos y preventivos por los que
se fue decantando con el tiempo el absolutismo regio.

La pena de prisión en los monasterios, conventos u otros lugares religiosos


se utilizó así desde época temprana por la jurisdicción eclesiástica para los peca-
dores menos cualificados y susceptibles de enmienda. No solía utilizarse con los
hombres de condición seglar, aunque hubo salvedades, sino principalmente con
los propios miembros del clero y con las mujeres nobles u honradas (no las de
mala fama) que hubieran cometido algún “yerro” o desliz.
Junto a estas antiguas manifestaciones de la pena de prisión o cárcel perpetua,
de carácter excepcional, en la Edad Moderna comenzaron a desarrollarse también
otras penas privativas de libertad propias de la época, como la pena de galeras o
arsenales, la deportación a las colonias, la pena de trabajos forzados, o la de servir
en el ejército, que, aunque en principio se consideraron penas secundarias, poco a
poco fueron ganando importancia en los ordenamientos de todas las monarquías
europeas. Este tipo de penas, de origen puramente utilitario, no se vincularon doc-
trinalmente a la prohibida pena de cárcel perpetua, sino que se presentaron por los
comentaristas y autores de la época como la evolución natural de la pena de trabajos
forzados en las minas, que sí estaba permitida por el Derecho romano clásico.

La penalidad utilitaria de la Edad Moderna estaba relacionada fundamental -


mente con una nueva forma de entender el concepto de lo público, y con la apari-
ción de una sociedad precapitalista que convirtió la productividad y el trabajo en
valores fundamentales. En su escalada de poder y de progreso, los nuevos Estados
modernos que se estaban reafirmando en el plano internacional, descubrieron los
beneficios de utilizar a toda su población “baldía”, incluidos los vagos, mendigos
y delincuentes, al servicio de fines comunes?, Los jueces de las monarquías abso-
lutas utilizaron a tal fin su arbitrio judicial, conmutando las penas más obsoletas
e inútiles de los distintos ordenamientos jurídicos (muerte, mutilaciones, azotes,
etc.) por estas nuevas formas de sancionar que reportaban enormes beneficios al
Estado.

En España, este tipo de penalidad utilitarista comenzó a utilizarse de forma


muy temprana con la pena de galeras, que ya se aplicaba a finales del siglo XV y

122
Capitulo V. Historia del régimen penitenciario en España (1834-1936) (Isabel Ramos Vázquez)

se convirtió en una de las penas principales a lo largo de los siglos XVI y XVII para
mover la flota. Cuando en el siglo XVIII nuevas técnicas navales comenzaron a ha-
cer innecesarios los remeros o galeotes, éstos fueron destinados en su mayoría a
trabajos forzados en los arsenales para la limpieza del lugar, el bombeo de agua, o
las labores más duras de construcción?,

Otras penas de carácter utilitario que se aplicaron en la España moderna, fue-


ron el trabajo forzado en las minas de Almadén*, el servicio en el ejército*, o la
pena de “presidio” en el Norte de África, que en principio estaba reservada al fuero
militar, pero que desde la segunda mitad del siglo XVI se venía aplicando también
a civiles para labores de fortificación y defensa de los enclaves más peligrosos y
estratégicos del norte de África.

Esta pena de presidio quedó consolidada en nuestro ordenamiento jurídico


con la pragmática dictada por Carlos III en 1771, que erigió como penas princi-
pales del ordenamiento jurídico la pena de presidios, en los presidios militares
del norte de África, y la pena de arsenales, en los arsenales de marina de Cádiz,
Cartagena y El Ferrol*. Cuando estos arsenales entraron en crisis y fueron final-
mente suprimidos en 1818, los presidios se afianzaron como la principal pena del
ordenamiento jurídico español, habiendo aparecido, además, junto alos africanos,
otro novedoso tipo de presidios de obras públicas peninsulares, que consiguieron
unificarse normativamente en un interesante Reglamento General de los Presidios
peninsulares de 12 de septiembre de 1807”.

Otros lejanos antecedentes de las penas privativas de libertad fueron los


asilos, hospicios, casas de misericordia o casas de corrección, que comenzaron a
crearse para recoger a los vagos, mendigos o pequeños delincuentes que fueran
inútiles, por su edad, débil complexión o enfermedad, para trabajar al servicio del
Estado en las galeras, ejército, minas u obras públicas. En España, fueron inicial-
mente distintas órdenes religiosas las que se encargaron de poner en marcha y
gestionar este tipo de establecimientos de forma absolutamente privada, siendo
una de las constantes reivindicaciones de los pensadores ilustrados en el siglo
XVII la creación de unos “hospicios generales” de carácter público y administra-
ción unitaria. Carlos lll comenzaría a impulsar este tipo de hospicios públicos tra-
tando de eliminar progresivamente las obras pías, cofradías y pequeños hospita-
les de carácter privado, sin llegar a conseguirlo?,
Junto a los establecimientos asistenciales y correctivos para ancianos, meno-
res o enfermos varones, también aparecieron en la primera Edad Moderna las lla-
madas “casas de arrepentidas” o “casas de recogidas” para mujeres de mala fama,
que como aquellos también comenzaron a erigirse gracias a la iniciativa privada
de algunas órdenes religiosas, y muy en particular de la Compañía de Jesús. En
España destacó especialmente la labor de la Casa de Arrepentidas de Valladolid,
que fue dirigida por la Madre Magdalena de San Jerónimo y sirvió de modelo pos-
teriormente para la creación de la primera cárcel pública o “Casa-Galera” de muje-
res en Madrid en 1608".
A finales del siglo XVIII, el filántropo de fama universal John Howard se pro-
nunciaría sobre la necesidad de reformar y mejorar, desde un punto de vista

123
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

puramente humanitario o caritativo, esta multiplicidad de establecimientos para


la privación de libertad que existían en Europa a finales del Antiguo Régimen, ya
fueran de carácter preventivo o cautelar, coactivo, asistencial o correctivo, es decir,
cárceles o depósitos de detenidos, prisiones para deudores, presidios o arsenales
de obras públicas, casas de misericordia, casas de corrección, hospicios, casas de
arrepentidas, etc.*”, habiendo sido considerado por ello uno de los padres del de-
recho penitenciario desde el punto de vista del humanismo penal.
John Howard y toda su legión de seguidores en Europa, fueron sin duda uno
de los principales promotores de la reforma penitenciaria en el mundo occidental
desde el punto de vista de la humanidad o la filantropía. Pero los fundamentos
ideológicos de las penas privativas de libertad en los ordenamientos jurídicos con-
temporáneos, no pueden anclarse sólo a este principio de humanidad, sino funda-
mentalmente al individualismo y el utilitarismo penal difundidos por la filosofía
iusracionalista liberal a partir de la Revolución Francesa, y trasladados desde la
nueva ciencia jurídico penal a los primeros códigos decimonónicos”'.

Desde este ámbito del pensamiento o la filosofía jurídica iusracionalista, el


principal promotor de la penas privativas de libertad como base de la penalidad
contemporánea, fue el inglés Jeremy Bentham, aunque en España también contri-
buyeron poderosamente a su impulso doctrinal Manuel de Lardizábal o el italiano
Caetano Filangieri. A partir de los principios racionalistas de la Escuela Clásica,
Bentham abundó especialmente en la idea de la prevención y en el principio de uti-
lidad de la pena. Si Montesquieu, Voltaire y Beccaria, a quienes el propio Bentham
reconocía seguir, simplemente habían defendido la utilidad como principio del
castigo, y la necesidad de la proporción entre los delitos y las penas, él quiso dar
un paso más allá explicando “en qué consiste esta proporción”, y dando “las princi-
pales reglas de esta aritmética moral””?.

A tal fin, Bentham elaboró una amplísima clasificación de las penas, en la que
la pena privativa de libertad a través de la prisión comenzó a ser contemplada
por primera vez con una especial preeminencia, fundamentalmente porque era la
pena que permitía una mayor individualización para adaptarse a cada delincuen-
te, aseguraba el fin de la prevención general apartando al delincuente de la socie-
dad, y podía empezar a cumplir también el novedoso fin de la prevención especial,
tratando, en lo posible, de reformar al delincuente para devolver a la sociedad un
hombre honrado.

En opinión de Bentham, esta última finalidad se conseguiría principalmente a


través del trabajo y la soledad. El trabajo aportaría al delincuente responsabilidad
y la enseñanza de un oficio para el futuro, sirviendo al mismo tiempo de repara-
ción o utilidad a la comunidad, que en cierta medida se resarcía con la labor del
delincuente del daño recibido. Y la soledad afectaría íntimamente al delincuente,
privado de sus hábitos y apartado de sus afectos, para mantener vivo el dolor por
el daño causado y conservar la experiencia de su proceso de reforma. El aislamien-
to de los reos en celdas individuales que se derivaba de esta necesidad, desarrolla-
do fundamentalmente por el autor en la obra El Panóptico (1791), fue una de sus
mayores aportaciones a la ciencia jurídico-penal contemporánea”.

124
Capítulo Y. Historia del régimen penitenciario en España (1834-1936) (Isabel Ramas Vázquez)

II. LOS ORÍGENES DEL RÉGIMEN PENITENCIARIO EN ESPAÑA: EL CÓDIGO


PENAL DE 1822 Y LA ORDENANZA GENERAL DE PRESIDIOS DEL REINO
DE 1834
La influencia de Bentham, y de otros autores como Montesquieu, Beccaria,
Bexon, Filangieri o Lardizábal, es ya evidente en el primer Código Penal español
de 1822, que hizo gala de una especial vocación penitenciaria!*, e incorporó una
amplísima clasificación de penas en la que comenzaron a destacar las penas priva-
tivas de libertad. El problema de este texto, anunciado ya durante los debates par-
lamentarios que precedieron a la aprobación del Código, era que la escala de pe-
nas propuesta era demasiado compleja, y que además no existían los numerosos
establecimientos penitenciarios que tenían que venir a cubrir un amplio espectro
de la penalidad.
De un lado, se establecieron entre las llamadas penas corporales las de tra-
bajos perpetuos, obras públicas, presidio, reclusión en casa de trabajo y prisión
en una fortaleza, todas ellas privativas de libertad en sentido estricto (dejando al
margen las simplemente restrictivas de libertad, como el destierro o confinamien-
to). De otro, aparecieron entre las penas no corporales la de arresto y la de correc-
ción en alguna casa de esta clase para mujeres y menores de edad.

Los condenados a trabajos perpetuos se ocuparían en los trabajos “mas duros


y penosos”, permaneciendo siempre atados con cadena (art.47); y los condenados
a la pena de obras públicas, que no podía pasar de 25 años, trabajarían en “cami-
nos, canales, construcción de edificios, aseo de calles, plazas y paseos públicos”, tam-
bién atados de dos en dos con una cadena “mas ligera que la de los condenados a
trabajos perpetuos” (arts.54 y 55). En ambos casos serían destinados “al estableci-
miento de esta clase más inmediato”, que no eran muchos en el territorio peninsu-
lar, aunque se contaba todavía a este fin con los distintos presidios norteafricanos
heredados de la Edad Moderna (Ceuta, Melilla, Alhucemas y el Peñón de Vélez de
la Gomera, así como las islas Chafarinas).

Por su parte, la exótica pena de prisión en fortaleza se ejecutaría poniendo al


sentenciado “en un castillo, ciudadela ó fuerte”, del que no podría salir hasta cum-
plida la sentencia (art.71). Pero las penas de presidio (hasta 20 años), y reclusión
(hasta 25 años en las mujeres y 15 en los hombres, salvo excepción), que debían
ejecutarse “sin cadena” salvo en el caso de mala conducta, para trabajos en estable-
cimientos públicos, reparación, construcción y limpieza extramuros, o bien otro
tipo de oficios, artes u ocupaciones intramuros, respectivamente (arts.56-60),
plantearon el problema de la falta de establecimientos penitenciarios adecuados
para su ejecución.

Existían algunos presidios peninsulares, pero no eran suficientes ni los ade-


cuados, según la nueva arquitectura panóptica, para la ejecución de la pena de
“presidios”; y junto a ellos debían construirse también unas novedosas “casas de
reclusión”, diferentes para los dos sexos según la ley, y distintas a su vez de las
llamadas “casas de corrección” previstas para la pena de corrección de mujeres y
menores de edad.

125
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

La pena de arresto, finalmente, se ejecutaría en “cárcel, fortaleza, cuerpo de


guardia ó casa de ayuntamiento según las circunstancias del pueblo”, aunque de-
bían ser diferentes para simples acusados o procesados por delitos (art.77).
La edificación de todos estos establecimientos penitenciarios, se puso en
duda tanto en los informes previos al Código de las principales instituciones del
país, como en los debates parlamentarios; y el propio Bentham, que seguía muy
de cerca la elaboración del primer Código español, criticó duramente el proyecto
en este punto porque, a su juicio, abundaba en la utopía'*. Pero, a pesar de ello, el
texto quedó aprobado tal y como se planteaba, y comenzó el problema práctico
relativo a los fondos y medios necesarios para poner en marcha todos los estable-
cimientos penitenciarios.

Con la finalidad de impulsar efectivamente la reforma penitenciaria, ese mis-


mo año de 1822 se nombró una Junta presidida por el Teniente-Coronel Francisco
Javier Abadía, que había tenido una dilatada experiencia al frente del Presidio
Correccional de Cádiz. Pero ni lograron ponerse en funcionamiento las anunciadas
“casas de trabajo”, ni se alcanzaron resultados concretos para la mejora de los pre-
sidios cuando, nuevamente, los acontecimientos políticos precipitaron el regreso
del Absolutismo durante la Década Ominosa.

En este tiempo, por una Real Orden de 30 de septiembre de 1831, Fernando


VII ordenó que se retomaran los trabajos comenzados en 1822 para la elaboración
de una Ordenanza General de Presidios. A tal objeto se empleó una Junta, formada
casi en su totalidad por militares (bajo la jurisdicción militar seguía estando el go-
bierno de los presidios), que volvía a estar presidida, como en aquella ocasión, por
el Teniente-Coronel Francisco Javier Abadía, y que finalmente culminó sus traba-
jos en 1834, tras la muerte del monarca y el definitivo advenimiento del régimen
constitucional.

La Ordenanza General de Presidios del Reino, sancionada por la reina goberna-


dora tras la aprobación del entonces Ministro de Fomento, Javier de Burgos, el 14
de abril de 1834, se convirtió así en la primera ley española hacia la reforma pe-
nitenciaria!*, y gozó de una dilataba vigencia, siendo la norma básica del sistema
penitenciario hasta su derogación formal a comienzos del siglo XX.

Entre sus principales méritos se cuentan la organización de una Administración


específicamente penitenciaria y centralizada, siguiendo las ideas de la nueva ciencia
administrativa que comenzaba a fraguar el liberalismo, y la creación de un nuevo
modelo penitenciario en el que se aplicaba un tratamiento distinto al reo, intentan-
do dar respuesta a las nuevas propuestas doctrinales de la época.

La administración de los presidios durante el Antiguo Régimen había per-


tenecido íntegramente a la jurisdicción militar, dependiendo de la Secretaría o
Ministerio de la Guerra. Uno de los objetivos prioritarios del liberalismo fue la
creación de una poderosa Administración civil del Estado que acabara definitiva-
mente con la influencia castrense, y ya durante el gobierno de Cea Bermúdez, en
el año 1832, “administrativistas” como López Ballesteros, Sáinz de Andino o Javier
de Burgos, consiguieron su primer logro frente a los “militaristas” conservadores

126
Capitulo V. Historia del régimen penitenciario en España (1834-1936) (Isabel Ramos Vázquez)

al adscribir a la recién creada Secretaría de Estado y de Fomento algunas cuestio-


nes relacionadas con la seguridad pública, y entre ellas el control de las cárceles y
los presidios.

La Instrucción de 30 de noviembre de 1833 reiteró esta nueva atribución del


Ministerio de Fomento (más tarde de Interior), y, finalmente, la Ordenanza General
de Presidios de 1834 consolidaba esta competencia, al adscribir los presidios y es-
tablecimientos penitenciarios de la novedosa Dirección General de presidios del
reino, en la que quedaban centralizados.

A pesar de ello, tanto la disciplina como el personal de los presidios siguie-


ron siendo militares. Al frente de cada presidio se mantuvieron un Comandante-
director y un Mayor, bajo cuya autoridad actuaban una serie de capataces, furrie-
les y ayudantes, e incluso el antiguo “cabo de vara” (uno de los propios presos de
la cárcel que vigilaba a los demás); lo cual dio lugar a una interminable serie de
conflictos competenciales entre las autoridades militares de los presidios y las au-
toridades civiles o gobernadores provinciales.
Además, los presidios del norte de África (Ceuta, Melilla, Alhhucemas y Peñón de
Vélez de la Gomera) consiguieron mantener un régimen peculiar en la Ordenanza de
1834, estableciéndose que excepcionalmente en ellos el Gobernador militar fuera a
su vez Gobernador civil en funciones, y que el Ministerio de Guerra se ocupara direc-
tamente de su gestión y del trabajo de los reos.

El presidio de Cádiz, de gran trayectoria militar y en la frontera con los nor-


teafricanos, quedó en una situación comprometida, y tras una larga contienda
sostenida entre la Dirección General de Presidios y el Capitán General de la re-
gión, finalmente fue separado también del resto de los presidios civiles peninsula-
res y adscrito al ejército como destino para los condenados por los tribunales de
Marina. De la misma manera, el presidio de Mahón quedó adscrito a los condena-
dos por tribunales de Guerra.

El mapa del resto de presidios peninsulares diseñado por la Ordenanza fue el


siguiente:

— Presidios correccionales o “depósitos” para condenas cortas, de hasta 2


años, en las capitales de provincia.
— Presidios peninsulares, para condenas de 2 a 8 años, en Barcelona,
Valencia, Granada, Sevilla, Valladolid, la Coruña y Zaragoza.
— Presidios africanos, para más de 8 años, donde alejar a los delincuentes
más peligrosos: Ceuta, Melilla, Alhucemas y Peñón de Vélez de la Gomera.

A ellos, habría que añadir, asimismo, los antiguos presidios de obras públicas
aún en pleno funcionamiento.
El artículo tercero de la Ordenanza se atrevía a establecer una estricta clasi-
ficación de los penados. Pero esta cuestión, como otras muchas de las previsiones
contenidas en la ley, no quedó más que en mera declaración de intenciones, pues
las dificultades de la práctica terminaron imponiéndose a su voluntad.

127
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

No sólo fue difícil llevar a cabo la estricta separación de los reos en los distin-
tos establecimientos”, sino que incluso hubo que hacer un enorme esfuerzo para
implementar en la práctica el diseño penitenciario propuesto en la Ordenanza de
1834, que se vio modificado en años sucesivos con la supresión de algunos de los
presidios correccionales o de primera clase por falta de medios económicos.
Para el profesor Tomás y Valiente, al margen de la centralización administra-
tiva, la Ordenanza de 1834 “reformó pocas cosas. Se sigue manteniendo en ella
las condenas “con retención”, cuyo alzamiento se reserva para sí la voluntad real;
se continúa regulando con severidad el trabajo forzado de los reclusos; se deja
abierta la puerta para que la reina pueda “conceder a alguna empresa un número
determinado de presidiarios”, para que se beneficie de su trabajo, y se militariza la
estructura de gobierno interno de los establecimientos”*?,

Sin embargo, con independencia de las dificultades estructurales y económi-


cas que tuvo que afrontar, el articulado de la extensísima Ordenanza de 1834 fue
mucho más ambicioso””, y tendió, en lo posible, a implementar la novedosa finali-
dad de la prevención especial (corrección del delincuente) por la que clamaba la
doctrina, junto a la consabida prevención general (protección de la sociedad me-
diante su aislamiento).

Para ello, la Ordenanza de 1834 utilizó distintos medios:

— El régimen de silencio y aislamiento del exterior, con la prohibición de


comunicarse con los familiares, como en los más novedosos sistemas
penitenciarios norteamericanos de Filadelfia o Pensilvania, el llamado
sistema celular (“separate system”), o de Auburn, el sistema mixto o del
silencio (“silent system”), que ya eran suficientemente conocidos por la
doctrina española.
— La clasificación de penados en distintos departamentos, especialmente
mediante la separación de los jóvenes y un sistema de “rebajas” en el tra-
bajo o la condena.
— El trabajo obligatorio en obras públicas o extramuros, pero también, por
primera vez en la letra de la ley, en “obradores” o talleres dentro del pro-
pio establecimiento para aprender oficios.
— La religión e instrucción, especialmente en el caso de los jóvenes (pre-
viéndose escuelas en las prisiones).
— La tutela y un estricto sistema de castigos o premios para modular la con-
ducta de los presos.

El trabajo obligatorio de los reos venía siendo una de las claves del sistema peni-
tenciario desde su orígenes (utilitarismo penal), y así quedó también reconocido en la
Ordenanza de 1834, que distinguió entre el trabajo en obras públicas (“caminos, cana-
les, arsenales y empresas”) para la mayoría de los penados; y, de forma subsidiaria, un
novedoso trabajo en “obradores” o talleres dentro de los presidios para el aprendizaje
de algún oficio. Originariamente, también se mantuvo el sistema de ceder presos “en
rebaja” para trabajar en empresas o casas particulares, aunque poco a poco se fue po-
niendo freno a esta práctica tan irregular, que quedó superada a mediados del siglo XIX.

128
Capítulo V. Historia del régimen penitenciario en España (1834-1936) (Isabel Ramos Vázquez)

Ahora bien, debido a la estructura militar de los presidios y los usos del pa-
sado, que eran mucho más propicios al trabajo extramuros en obras públicas de
utilidad (que redundaban un importante beneficio económico al Estado), que a
las nuevas propuestas de obradores o talleres profesionales (las cuales suponían,
de entrada, un importante coste o necesidad de capital inicial), el trabajo intramu-
ros en talleres profesionales fue muy difícil de desarrollar en la práctica y resultó,
en general, un rotundo fracaso. Las únicas excepciones fueron las experiencias en
talleres o manufacturas llevadas a cabo por el Comandante Puig i Lucá en el pre-
sidio de Barcelona, y sobre todo el Coronel Montesinos en el presidio de Valencia.
Pero, al margen de estas experiencias, el trabajo en los presidios españoles siguió
siendo fundamentalmente forzado en obras públicas o servicios comunitarios del
exterior, encadenados los presos de dos en dos.
Por su parte, la educación religiosa y la instrucción quedaron en manos de los
capellanes, y los recursos destinados a la escuela de cada establecimiento depen-
dieron en última instancia de las autoridades competentes, por lo que en definiti-
va los avances fueron pocos en la mayoría de los presidios del reino, aún cuando
en 1844 se promulgó un extenso y detallado Reglamento sobre escuelas, que ape-
nas se cumplió.

Finalmente, el régimen disciplinario de la Ordenanza de 1834 ha sido calificado


como “muy duro y de tipo militar”, atendiendo a la rigidez de la ejecución penal (los
presos llevaban constantemente hierros o grilletes, por ejemplo); los castigos por
faltas (calabozos, recargo de hierros, ayuno de pan y agua, privación de toda comi-
da o supresión de gratificaciones económicas o pluses); las sanciones por deserción
(cadena, palos, argolla, mordaza, incomunicación en calabozo, recargo de hasta dos
años en la condena o traslado a África); o las condenas “con retención” (clausula que
permitía la prorroga indeterminada de la condena a los presos más cualificados
?”.
Ciertamente lo era, porque la estructura de los presidios continuaba siendo
militar y su disciplina castrense. Por ello no es de extrañar que incluso el “cabo de
vara" llevase un palo o vara (de ahí su nombre) para castigar a sus compañeros, y
todos los oficiales del presidio utilizaran la fuerza física como recurso.

No obstante, también pueden señalarse algunos avances de importancia con


la aparición, por primera vez en la legislación penitenciaria española, de un intere-
sante electo de premios, rebajas de condena e indultos para los presidiarios. A este
sistema tendente a fomentar la corrección del reo mediante la promesa de premios
en su vida cotidiana (de alimentación o trabajo, principalmente), o beneficios en su
condena (rebajas, indultos o alzamientos de retención), se conoció genéricamente
como “el sistema de contabilidad moral”, y, aunque ya viniera esbozado en sus prin-
cipales características en la Ordenanza General, fue objeto de una detallada y muy
interesante regulación en el Real Decreto de 20 diciembre de 1843.
Otras normas de importancia que vinieron a desarrollar el contenido de
la Ordenanza General de Presidios de 1834, fueron el Reglamento provisional
de cárceles de 1835; la Real Orden de 11 de enero de 1841, estableciendo reglas
para la mejora de los presidios; la Ordenanza de 25 de julio de 1842, que conso-
lidó como principios fundamentales la necesidad de clasificación de los penados

129
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

y el fin correccional del encierro; la Real Orden de 10 de marzo de 1844, esta-


bleciendo varias reformas para los presidios (entre ellas, que se haga una cárcel
modelo para empleados inteligentes, celosos y versados en el ramo, que no llegó,
así como escuelas, talleres y enfermerías); o la Real Orden de 5 de septiembre de
1844, aprobando un interesante reglamento relativo al orden y mecanismo inte-
rior de los presidios del reino, muy influenciado por las ideas del Coronel Manuel
Montesinos.

Este último Reglamento de 1844 volvía a incidir en el régimen interior de los


presidios, asegurando definitivamente los principios rectores de la corrección: si-
lencio y aislamiento del exterior; clasificación y separación de penados por sexo,
edad y tipo de delito; trabajo obligatorio de los presidiarios, tratando de desarrollar
mucho más el sistema de talleres o manufacturas; instrucción religiosa y educación
en escuelas destinadas a ello en los presidios; y un reforzado sistema de premios o
beneficios penitenciarios para el sistema de contabilidad moral, que se basaba en el
“régimen progresivo” ensayado por Montesinos en el presidio de Valencia (régimen
que dividía y graduaba el tiempo de la condena en tres periodos, de los hierros, de
trabajo y de libertad intermedia, cada vez más beneficiosos para el reo).
El espíritu que el Coronel Montesinos quiso imprimir a este Reglamento de
1844, apostando claramente por el trabajo manufacturero y los beneficios peniten-
ciarios, pronto se vio truncado, no obstante, por el nuevo gobierno moderado que se
formó a la mayoría de edad de Isabel II, con el que al parecer Montesinos no simpati-
zó demasiado. Una Orden aprobada por este gobierno en 1847 redujo enormemen-
te el trabajo manufacturero en las prisiones, contrariando lo previamente dispuesto
en el Reglamento de 1844, bajo el argumento jurídico de su excesiva lenidad, y en
respuesta a las protestas del sector privado y de la clase obrera, que consideraban el
trabajo en las prisiones una seria competencia en el mercado?”.

Esta dirección doctrinal se impuso posteriormente, como veremos a conti-


nuación, en el Código Penal de 1848 y la Ley de Prisiones de 1849, hasta que la
Orden de 1 de agosto de 1857, firmada por el Ministro Cándido Nocedal, dero-
gó finalmente el Reglamento de 5 de septiembre de 1844, habiéndose ya jubilado
Montesinos a petición propia en marzo de 1854.

III. EL RÉGIMEN PENITENCIARIO EN LA ÉPOCA MODERADA: EL CÓDIGO


PENAL DE 1848 Y LA LEY DE PRISIONES DE 1849
Durante la época moderada o isabelina en España, la cuestión penitenciaria se
entrelazó con la problemática de la codificación penal, situándose en el centro del
debate no sólo durante la discusión y aprobación del Código Penal de 1848, sino
también con la promulgación, tan sólo un año después, de la Ley de Prisiones de
26 de julio de 1849, que se dictó precisamente para adecuarse a las prescripciones
del Código en materia de ejecución penitenciaria.

Ambas normas se inspiraron fundamentalmente en los postulados de la nue-


va Escuela neoclásica o ecléctica del derecho penal, representada principalmente
por Pellegrino Rossi, y que llegaron a nuestro país con la primera traducción de

130
Capitulo Y. Historia del régimen penitenciario en España (1834-1936) (Isabel Ramos Vázquez)

su Obra realizada por Cayetano Cortés en 1839? La obra de Rossi introdujo en


España una concepción filosófica del delito según la cual todos los hombres esta-
ban obligados a seguir un orden moral de cuya infracción nacía éste, y la pena no
era sino la remuneración del mal (mal por mal) determinada de forma proporcio-
nal por un juez para la realización de la justicia absoluta.

Este principio retribucionista caló profundamente en el principal penalista


español de la época, Joaquín Francisco Pacheco, quien consiguió difundir una
nueva doctrina que reducía la influencia de los criterios utilitaristas de Bentham
y recuperaba el valor retributivo de la pena, defendiendo un sistema ecléctico a
la hora de penar”. Sus ideas inspiraron el Código Penal de 1848 (de cuya comi-
sión redactora formó parte junto a Manuel Seijas Lozano?*), que en el terreno
de las penas se decantó decididamente por la multiplicación de las mismas, al
objeto de que pudieran adecuarse individualmente a las circunstancias y nece-
sidades de cada delincuente aplicando en cada caso un sistema de “aritmética
penal”?*,
El retribucionismo penal o sistema de moralidad de Pacheco determinó que,
a pesar de las voces que señalaron la complejidad o enormidad de las mismas, y la
falta de suficientes establecimientos penitenciarios, la escala de penas de priva-
ción de libertad finalmente aprobada en el Código penal de 1848 fuera:

Aflictivas Correccionales Leves


Cadena perpetua Presidio correccional Arresto menor
(7 meses a 3 años) (la 15 días)
Reclusión perpetua Prisión correccional
(7 meses a 3años)
Cadena temporal Arresto mayor
(12 a 20 años) (la
6 meses)
Reclusión temporal
(12 a 20 años)
Presidio mayor
(7 a 12 años)

Prisión mayor
(7 a 12 años)
Presidio menor
(4 a 6 años)
Prisión menor
(4 a 6 años)

Se trataba, a todas luces, de un grupo de penas de privación de libertad mucho


más numeroso que el propuesto por el anterior Código de 1822 y por otros textos
europeos contemporáneos, pero que se justificó en la necesidad de individuali-
zación y graduación de la pena para adaptarse en particular a cada delincuente

131
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea — (Primera Parte: Evolución histórica)

porque, en palabras de Seijas Lozano, “en el Código está incrustada la idea de la


penitenciaria”.

La pena de cadena perpetua era la más grave porque implicaba elementos que
afectaban a la honra, como la argolla y la degradación, mientras que la reclusión
perpetua no llevaba consigo esa idea degradante (“la reclusión está destinada para
penalidad de crímenes, por decirlo así, más decentes”). Ambas se cumplían en los
presidios norteafricanos, que el código convirtió en centros de penados a perpe-
tuidad (recordemos que la Ordenanza de 1834 enviaba a ellos a simples penados
por más de 8 años), endureciendo su carácter aflictivo, y manteniendo excepcio-
nalmente en ellos, como se venía haciendo, el régimen puramente militar. Allí se
siguieron realizando trabajos forzados de defensa y obras públicas en una especie
de colonia penitenciaria que mantuvo su singularidad hasta el siglo XX, al margen
de la realidad peninsular.

La cadena y reclusión temporal podían llegar hasta 20 años, límite que sor-
prende si se tiene en cuenta que, aunque ya el Código Penal de 1822 previó penas
superiores en el tiempo y con la Ordenanza de 1834 se aplicaba la condena “con
retención”, en la práctica se había seguido utilizando hasta el momento el límite
tradicional fijado por la legislación histórica en 10 años, que era el único adecuado
para los trabajos en obras públicas. El Código Penal de 1848 superó dicho límite de
los 10 años, ampliándolo hasta los 20, porque superó también la “vorágine cons-
tructora” que se había vivido hasta el momento con el sistema de obras públicas.
Pacheco fue especialmente duro contra el mismo, relegando a un segundo plano
los trabajos en obras públicas, que ya sólo se llevarían a cabo en la pena de cadena
temporal, por los abusos y los desórdenes que habían supuesto en el pasado.
En la península sólo trabajarían en obras públicas, como se ha dicho, los sen-
tenciados a cadena temporal, con limitaciones según sus condiciones físicas o edad
(hasta los 60 años), y especificándose en la letra del código que “los sentenciados
a cadena temporal o perpetua no podrán ser destinados a obras de particulares ni a
las públicas que se ejecuten por empresas o contratas con el gobierno” (art.97); otra
importante novedad frente al régimen anterior que permitía la cesión de penados
a empresas particulares y que daba lugar a abundantes corruptelas.

Por su parte, se especificó que las mujeres condenadas a cadena temporal o


perpetua cumplirían su condena en una casa de presidio mayor, de las destinadas
para las personas de su sexo (art.99). Pero, por el momento, y hasta la aparición de
la penitenciaria de mujeres de Alcalá de Henares en la década de los sesenta, debió
ser junto al resto de las reclusas en alguna de las Casas de Corrección de Mujeres
adscritas a la Dirección General de Presidios desde 1846, y que sólo un año antes a
la publicación del Código habían recibido una regulación homogénea a través del
Reglamento para las Casas de Corrección de mujeres del Reino de 1847.
La reclusión perpetua o temporal se sufrirían en establecimientos situa-
dos dentro o fuera de la península (si era temporal sólo en las islas Baleares o
Canarias), alejados del domicilio de los penados en caso de la perpetua, y dedi-
cándose éstos a un trabajo forzoso en talleres o manufacturas dentro del propio
recinto, cuyos beneficios serían para el Estado (arts.100 y 101). Los presidios se

132
Capítulo V. Historia del régimen penitenciario en España (1834-1936) (Isabel Ramos Vázquez)

ubicarían de la misma manera que las casas de reclusión en el caso de la pena de


presidio mayor; pero debía crearse un presidio menor en el territorio de cada
Audiencia, y un presidio correccional en cada provincia para ocuparse de los pena-
dos que tuvieran su domicilio en dicha provincia, o en su defecto hubieran cometi-
do en ella el delito (art.104).

La principal diferencia entre estos “presidios" y las “prisiones” mayor, menor


y correccional (ubicadas según los mismos esquemas que los presidios en territo-
rio peninsular o insular, circunscripción territorial de las Audiencias, o provincias,
respectivamente), era que “los penados se ocuparán para su propio beneficio en tra-
bajos de su elección, siempre que sean compatibles con la disciplina reglamentaria”.
Es decir, si en el presidio el beneficio era para el Estado, en la prisión lo era para el
reo, y además no era obligatorio.

Finalmente, el arresto mayor se sufriría en casa pública destinada a este fin en


las cabezas de partido, y el menor en las casas del Ayuntamiento u otras del públi-
co, o incluso en la propia casa del penado si así lo indicaba la sentencia (arts.111 y
112). El Código Penal encomendaba así a las cárceles de partido la custodia de los
condenados a la pena de arresto (hasta 6 meses), junto con los presos meramente
preventivos, según venía siendo lo acostumbrado. Aunque en su disposición tran-
sitoria quinta se estableció también la “inquietante” posibilidad de que pudieran
cumplirse en ellas algunas penas correccionales, siempre que estuvieran impues-
tas en su grado bajo, hasta dos años, para evitar en lo posible los costosos y com-
plicados traslados de delincuentes a los presidios.

En definitiva, podemos concluir que el Código Penal de 1848 amplió enorme-


mente el abanico de penas privativas de libertad, reintroduciendo las penas a per-
petuidad en la parte más alta de la escala, y superando definitivamente el utilita-
rismo penal que había venido impulsando la reforma penitenciaria desde sus más
lejanos antecedentes en la Edad Moderna. El trabajo en las prisiones dejó de ser
prioritario y dejó de ser obligatorio, tanto en su vertiente principal de obras públi-
cas, como en su novedosa vertiente de trabajo intramuros en talleres presidiales
para el aprendizaje de un oficio, que apenas estaba despuntando.

Con la Ordenanza General de Presidios de 1834 aún vigente, un año des-


pués de la promulgación del Código Penal de 1848 se aprobó también la Ley de
Prisiones de 26 de julio de 1849, que fue la principal contribución del Ministro
Sartorius al ramo. Un texto breve (de sólo 36 artículos), y según Cadalso “de escasa
importancia”**, del que no obstante se pueden señalar los siguientes méritos:
1. Que confirmó definitivamente la separación de los establecimientos pe-
nales en dos áreas: la de las prisiones civiles y la de las militares, aqué-
llas dependientes del Ministerio de la Gobernación y éstas del de la
Guerra. Para la administración de las prisiones civiles, el Ministerio de la
Gobernación (después de Fomento), consolidó con el paso del tiempo la
llamada Dirección General de Establecimientos Penales.
2. Que unificó normativamente, por primera vez en nuestro país, la proble-
mática de las cárceles y la de las prisiones, hasta entonces por caminos

133
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

diferentes, ocupándose de forma conjunta de presidios, prisiones, cárce-


les de Audiencia, cárceles de partido y depósitos municipales.
3. Que consolidó definitivamente el término “prisión” para designar a los
establecimientos de privación de libertad, superando su significante de
apresamiento físico junto a otros términos ya obsoletos como "hierros,
cadenas o grilletes”.
4. Que disipó la polémica sobre el sistema penitenciario español, cuestión
que el Código había dejado sin resolver, pronunciándose a favor de un
sistema español propio, de clasificación y carácter progresivo. El sistema
celular o de aislamiento, como ya quedara dicho en los debates parlamen-
tarios sobre el Código Penal, estaba “desterrado”, y los resultados del sis-
tema de Auburn aún estaban por ver.
Esta última cuestión se tradujo en el mantenimiento de las propias experiencias
o modelos patrios, decantándose la ley de 1849 por un sistema mucho más férreo de
clasificación de los penados. La clasificación en los distintos establecimientos peni-
tenciarios se realizaba por razón de sexo, por razón de edad (hasta los 18 años los
hombres y hasta 15 las mujeres), por razón del tipo de delito (por causas políticas
o presos comunes dependiendo de las cuantías de las condenas), y por razón del
momento procesal o penal (arrestados con causa pendiente y presos sentenciados).

En la práctica, la falta de recursos económicos para erigir y dotar de medios


alos distintos establecimientos penitenciarios, determinó que los cambios fueran
mucho más lentos de lo que hubiera cabido esperar, y al amparo de las cláusulas
transitorias de la ley se siguieron manteniendo los mismos destinos que ya se te-
nían, con enorme confusión de penados.
Aunque la ley de 1849 había tratado de repartir los gastos de las prisiones en-
tre los Ayuntamientos, las Diputaciones y el Estado, aumentando la participación
en ellos de la hacienda estatal, una posterior Real Orden de 23 de septiembre de
1849 volvía a adscribir todo el gasto de las cárceles y prisiones a los presupuestos
municipales y provinciales, manteniéndose para el Estado sólo el de los estableci-
mientos penales superiores, lo que retrasó enormemente el desarrollo de la refor-
ma penitenciaria.

Ante los difusos resultados de la Ley de prisiones de 1849, y las novedosas


noticias que continuaban llegando el extranjero, entre la década de los cincuen-
ta y principios de los sesenta se vivió un nuevo impulso reformista, y el Ministro
de la Gobernación José Posada Herrera se comprometió en noviembre de 1859 a
auxiliar económicamente a los pueblos y provincias en la construcción de nuevas
cárceles o prisiones, siempre que previamente se aprobaran por él los proyectos
y presupuestos. Este impulso económico animó a algunos lugares a emprender
finalmente las obras de construcción y mejora que por tanto tiempo se estaban
dilatando, y el Ministerio, decidido a aprovechar la coyuntura, promovió para fa-
vorecerlas otra muy interesante Real Orden de 5 de marzo de 1860.
Entre abril y diciembre de 1860, se aprobaron además cuatro importantes do-
cumentos para llevar a cabo las obras: Una Real Orden de 27 de abril que aprobaba

134
Capitulo V. Historia del régimen penitenciaria en España (1834-1936) (Isabel Ramos Vázquez)

un extensísimo “Programa para la construcción de las prisiones de provincia y para


la reforma de los edificios existentes destinados a este fin”; otra Real Orden de 9 de
julio que hacía extensivas las disposiciones del citado programa a las prisiones pre-
existentes en las provincias, reconociendo que, hasta la fecha, las Diputaciones aún
no habían podido dar cumplimiento a la disposición de la ley de prisiones que les
obligaba a correr con el gasto de construcción de los presidios correccionales; una
Real Orden de 30 de septiembre que ordenaba remitir los planos aprobados por el
Ministerio para que sirvieran de modelo en los proyectos de prisiones a construir; y
una Real Orden de 14 de diciembre para acomodar algunas cárceles de provincia al
nuevo marco legal.

IV. LA REFORMA PENITENCIARIA DURANTE EL SEXENIO REVOLUCIONARIO


Y LA RESTAURACIÓN

Frente a las directrices impuestas por la Escuela neoclásica o moderada en


la primera mitad del siglo XIX, la ciencia jurídico-penal europea se vió envuelta
en un intenso debate intelectual durante la segunda mitad del siglo XIX. En Italia
surgió la “Scuola Positiva”, representada fundamentalmente por Cesar Lombroso,
Enrico Ferri o Rafael Garofalo, que basaban el origen del comportamiento crimi-
nal en factores de carácter físico o psíquico, tratando de demostrar que habia una
predisposición al crimen por parte de personas con características biológicas que
les distinguían del resto de la sociedad. Estas ideas de la Escuela positivista o an-
tropológica italiana, no tardaron de difundirse por otros países removiendo el de-
bate penal, y despertaron el surgimiento de otras corrientes contrarias o críticas,
como el alienismo inglés, la Escuela sociológica francesa, la Terza Scuola italiana,
la Escuela político-criminal, o la Escuela del mejoramiento o de la enmienda ale-
mana. Su gran aportación, en consecuencia, no sería el arraigo de unas ideas que
en la mayoría de los países fueron rechazadas, sino el de haber servido de revulsi-
vo para el debate y situar por primera vez al delincuente en el centro de la cuestión
penal.

Efectivamente, las nuevas escuelas de derecho penal viraron el principal


objeto de atención desde el delito y la protección de la sociedad, propios de las
Escuelas clásica y neoclásica, hasta el delincuente, tratando de desentrañar los
motivos que le habían conducido al crimen. Esto permitió el desarrollo de otras
ciencias como la criminología, la psicología, la antropología criminal, o la ciencia
penitenciaria propiamente dicha””; y, desde el punto de vista de la responsabilidad
penal, amplió la simple consideración de las circunstancias externas al delito o la
responsabilidad moral del autor propia de la Escuela neoclásica (que tenía el in-
conveniente de obligar a discernir a los jueces sobre el estado moral o subjetivo de
cada delincuente), abriendo la puerta a la consideración de otras circunstancias,
como el determinismo biológico positivista, la alienación mental, las circunstan-
cias sociales del delincuente, la temeridad del mismo, o sus posibilidades de co-
rrección o enmienda.

Del intenso debate penal que se produjo en Europa en torno a estas cuestiones,
participaron científicos, juristas y políticos, desarrollándose a nivel trasnacional a

135
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

través de los distintos congresos antropológicos o penitenciarios internacionales.


Pero, aunque hubo defensores de unas y otras corrientes en los distintos países,
en términos generales podemos concluir que en España la teoría de la enmienda
alemana, o “Besserungstheorie”, fue la que alcanzó una mayor repercusión doctri-
nal, dando lugar a la llamada Escuela correccionalista española?*, representada
fundamentalmente por Félix de Aramburu, Luis Silvela, Pedro Dorado Montero o
Concepción Arenal, que introdujeron el fin correctivo como uno de los principales
fines de la pena.
En medio de este intenso debate intelectual europeo, en España se produjo la
Revolución Gloriosa y la expulsión de la reina Isabel II, llegando al poder un nuevo
gobierno de carácter progresista que hizo concebir grandes esperanzas para la re-
forma penitenciaria, pero que logró escasos resultados.

Antes de acometer la reforma del Código penal, el gobierno impulsó una


serie de leyes penitenciarias, destacando entre ellas la Ley de 11 de octubre de
1869 que exigía por primera vez en nuestro país la condición civil para acceder al
cuerpo de empleados de establecimientos penales (pero que, lamentablemente,
no pasó de ser una mera declaración de intenciones); O la Ley de Bases para la
reforma penitenciaria de 21 de octubre 1869, que replanteaba todo el mapa de
prisiones nacional, introduciendo la creación de unas novedosas “colonias peni-
tencias” (siguiendo las más novedosas experiencias penitenciarias que se estaban
desarrollando en Europa), y se decantaba expresamente por el sistema mixto o de
Auburn para impulsar la reforma. Esta norma, sin embargo, no pudo llevarse a la
práctica y fue derogada a menos de diez años de su publicación, en virtud de la Ley
de 23 de julio de 1878.
Por su parte, el nuevo Código penal de 1870, que se concibió como una mera
adaptación del código moderado a los nuevos principios de libertad reconocidos
por la Constitución de 1869”, siguió manteniendo en el terreno de las penas el
principio retribucionista anterior, a través de una complejísima aritmética penal
que trataba de adaptar la pluralidad de penas reconocidas a las necesidades de
cada delincuente (de la escala de penas privativas de libertad sólo eliminó las de
presidio menor y prisión menor).

Por lo demás, el Código remitía la materia penitenciaria a reglamentos espe-


ciales, sin decantarse expresamente por ninguna escuela ni ningún sistema peni-
tenciario concreto. Su mayor mérito fue el restablecimiento del trabajo obligatorio
tanto para los condenados a penas de presidio o superiores, como a los condena-
dos a penas inferiores a la prisión, incluso cuando la pena era sólo de arresto ma-
yor (en la que antes la opción al trabajo no estaba ni siquiera prevista), reduciendo
al máximo el trabajo forzado en obras públicas (que sólo se mantuvo en las penas
de cadena o reclusión), y apostando decididamente por el trabajo obligatorio in-
tramuros, en talleres o manufacturas, que fue el que se previó para el resto de pe-
nas privativas de libertad.

Con ello, el utilitarismo penal (excluido ya del Código penal de 1848) queda-
ba completamente desterrado, y se abría la puerta a un muy incipiente régimen

136
Capítulo V. Historia del régimen penitenciario en España (1834-1936) (Isabel Ramos Vázquez)

tutelar en el que el trabajo se entendería fundamentalmente como un elemento


para la corrección y posterior reinserción del delincuente.
Una última novedad, que ya se había anunciado en la anterior Ley de Bases
de 1869, fue la posibilidad de crear “colonias penitenciarias”, con el ejemplo de la
francesa colonia penal de Mettray en particular. Esta disposición dio lugar a algu-
nos proyectos para el establecimiento de colonias penitenciarias en las Marinas,
Fernando Poo o la isla de Mindoro, que no salieron adelante*.
Finalmente, cabe señalar que el confusionismo en cuanto al cumplimiento de
las penas de arresto mayor y menor en las cárceles de partido (en ocasiones las
mismas que las de las Audiencias) o Ayuntamiento, junto a otros detenidos de for-
ma meramente preventiva o cautelar, que ya se denunciara al dictarse el Código
de 1848, y que se había acuciado con la promulgación de la Ley de Bases de 1869,
se mantenía exactamente igual en este Código de 1870. El problema era funda-
mentalmente económico, pues no había dinero para la construcción de cárceles de
nueva planta, y aún tardaría algún tiempo en resolverse.

Para tratar de paliar esta situación se promulgó, habiendo sido proclamada ya


la Primera República española en febrero de 1873, el Reglamento para las Cárceles
de Madrid de 22 de enero de 1874, cuyos principales objetivos eran reformar la
administración de las cárceles (sustituyendo, por ejemplo, la desprestigiada de-
nominación de “alcaide” por la de “jefe de la cárcel”), aumentar sus fondos econó-
micos, acabar con los malos usos o abusos arancelarios, y solucionar el problema
de clasificación que se mantenía entre las Cárceles de Audiencia, las Cárceles de
Partido y los Depósitos municipales.

Del resto de normas penitenciarias dictadas durante el efímero periodo de


esta Primera República española, caben destacar: el Decreto de 25 de junio de
1873, por el que se suprimían las plazas de capellanes de los establecimientos pe-
nales y se creaban en su lugar las de maestro de escuela, en consonancia con “el
saludable principio de la libertad religiosa, establecido por la Constitución actual”;
la Orden de Ministerio de Fomento de 8 de julio de 1873, estableciendo bibliote-
cas en todos los Establecimientos penitenciarios, “procurando que las obras que en
ellas figuren se distingan por su carácter de moralidad y por su inmediata aplicación
a las necesidades de la vida moral y material, y sean acomodadas á las condicio-
nes especiales de cada sexo”, el Decreto de 16 de julio de 1873, estableciendo una
nueva clasificación de establecimientos penitenciarios; o el frustrado intento de
reformar la provisión y organización del personal de empleados de los estableci-
mientos penales acometido entre diciembre de 1873 y enero de 1874. Ninguna de
ellas pudo llevarse a la práctica.
La “reforma penitenciaria” fue retomada así, tras el regreso y entronización de
Alfonso XII, en el periodo llamado de la Restauración borbónica, en el que se alcan-
zaron mayores avances gracias al clima de consenso y pacificación social. Todavía
bajo el marco legal del Código de 1870, pueden señalarse como los hitos más sig-
nificativos de esta etapa que finalmente se logró la creación del deseado cuerpo
civil de funcionarios de prisiones, consiguiéndose la total desmilitarización de los

137
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

establecimientos penitenciarios, y se definió un nuevo mapa de establecimientos


penales más congruente y avanzado en el contexto europeo.
Aunque hubo otras leyes previas, la principal reforma relativa al personal se
produjo con la promulgación del Real Decreto de 23 de junio de 1881, firmado por
el Ministro de la Gobernación Venancio González*!. Esta norma creaba definitiva-
mente un Cuerpo Especial de Empleados Civiles de Establecimientos penales, al
que se accedía por un sistema de oposiciones, eliminando las denominaciones de
reminiscencia castrense de los empleados, y refundiendo los cargos que existían
en los presidios y en las cárceles.
En el nuevo Cuerpo especial de empleados de Establecimientos penales, los
antiguos Comandantes y Alcaides recibían el nombre de “Directores”, y el resto
de oficios se dividían en dos Secciones, la de Dirección y Vigilancia (que com-
prendía los antiguos cargos de comandantes, ayudantes, alcaides, sota-alcaides,
capataces, celadores, porteros y llaveros), y la de Administración y Contabilidad
(que comprendía los antiguos cargos de mayores, furrieles, escribientes y demás
empleados que ejercen funciones administrativas y de contabilidad). Los oficia-
les del primer grupo que no fueran “directores”, eran denominados simplemente
“vigilantes”, mientras que los mayores recibían el nombre de “administradores”
y los furrieles el de “oficiales de contabilidad”. Los “capellanes” y “maestros de
instrucción primaria” también pasaban a ser nombrados por concurso en virtud
de este Real Decreto. Mientras que los “médicos” serían nombrados libremente
por el Gobierno o por la Dirección hasta que se organizase el personal de los
distintos ramos de Sanidad civil (ya en 1886 se les exigiría también el acceso por
concurso).

Por lo que respecta al sistema penitenciario aplicado en el país, una temprana


ley de 1 de septiembre de 1879 vino redefinir los establecimientos penitenciarios,
determinando una clasificación mucho más estricta de los penados, separando
completamente a las mujeres y los menores de 20 años de los mayores de edad,
y proponiendo un sistema de clasificación de penados que se basaba en el tipo de
delito.

Además, en 1884 se inauguraba la Cárcel-Modelo de Madrid, cuyo primer


Reglamento apostaba claramente por régimen progresivo en tres periodos (el pe-
riodo de preparación, en el que los penados estaban sometidos al aislamiento ab-
soluto; un segundo periodo en el que el penado asistía a la escuela y a los talleres
sujeto a la regla del silencio; y un tercer periodo en el que el penado podía trabajar
a cambio de un salario); aunque su puesta en funcionamiento determinó la nece-
sidad de una nueva redefinición del mapa de establecimientos penales, acometida
por el Gobierno el 6 de noviembre de 1885.

Cinco meses después de la publicación de esta ley, un Real Decreto de 15


de abril de 1886 especificaba que las penas correccionales debían cumplirse en
los establecimientos destinados a tal fin dentro del territorio de las respectivas
Audiencias, y para ello prescribió la debida separación en las cárceles de Audiencia
entre los penados correccionales y simples detenidos cautelares, apremiando las
obras. La Real Orden de 9 agosto 1889 y el Real Decreto de 23 de diciembre 1889

138
Capítulo Y. Historia del régimen penitenciario en España (1834-1936) (Isabel Ramos Vázquez)

dado para Ceuta, afianzaron en las cárceles correccionales el sistema de clasifi-


cación, quedando al margen de las mismas las especialidades prescritas para la
Cárcel modelo de Madrid.
Los jóvenes delincuentes menores de 20 años, además de un departamento
separado en cada establecimiento penal, tenían señalado un establecimiento pro-
pio en la prisión de Alcalá de Henares. Paralelamente, se venía trabajando des-
de hacía una década en la creación de un establecimiento educacional especial
para ellos. Francisco Lastres era el principal promotor del proyecto y en 1883
consiguió la aprobación oficial para fundarlo. Los problemas económicos retra-
saron su construcción hasta que el Marqués de Casa-Jiménez donó unos terrenos
en Carabanchel, en los que finalmente se erigió el Asilo de Corrección paternal
de Santa Rita, recibiendo su Reglamento el 6 de abril de 1889. A imagen y seme-
janza del mismo, la iniciativa privada de otros patronatos también determinó la
creación en Barcelona del Asilo Toribio Durán o del Asilo Municipal del Parque en
Barcelona. Aunque desde el punto de vista de la administración pública, la apues-
ta más avanzada en cuanto a la problemática de los menores delincuentes siguió
siendo la prisión de Alcalá de Henares, que en 1888 fue transformada oficialmente
en Escuela Central de Reforma para Jóvenes.
Para las mujeres se había creado también la Penitenciaría de mujeres de
Alcalá de Henares, a las que paulatinamente fueron enviadas, desde 1869, todas
las reclusas que aún quedaban en las antiguas Casas-Galeras o Casas de Corrección
de mujeres, que poco a poco se fueron cerrando. Al redefinir el mapa de presidios,
el Real Decreto de 1 de septiembre de 1879, y posteriormente la ley de 6 de no-
viembre de 1885, establecieron que allí fuera centralizado el envío de todas las
mujeres condenadas a penas superiores de prisión mayor y reclusión, convirtién-
dola definitivamente en la prisión central de mujeres (en 1925 se fundó, junto a
ella, el nuevo Reformatorio de Mujeres de Segovia para sentenciadas a penas de
prisión correccional). Las condenadas por penas inferiores debían ser enviadas a
las cárceles de partido.
Por su parte, la idea de la colonización penitenciaria (que inspiraba la reforma
penitenciaria en el plano internacional y estaba recogida en el Código penal de
1870), tras los fracasos de colonización exterior en las islas Marianas o Filipinas,
trató de implementarse en España convirtiendo en colonia penitenciaria la peni-
tenciaría de Ceuta a través del Real Decreto de 23 de diciembre de 1889, cuya im-
portancia para el afianzamiento del sistema progresivo en nuestro país ha sido
señalada por distintos autores*?, afirmando incluso César Herrero que el mis-
mo pudo recoger las influencias del novedoso Reformatorio estadounidense de
Elmira**.
El régimen de Ceuta también se extendería a los llamados “Presidios meno-
res” norteafricanos, dependientes de aquella (Peñón de la Gomera, Alhucemas,
Melilla y Chafarinas), hasta que en 1907 se decretara el cierre de los mismos y el
traslado de su población penal a la central de Ceuta. El fracaso que, en términos
generales, resultó de esta experiencia colonizadora, a la que se puso fin en 1911
con el cierre del presidio de Ceuta, y la pérdida de los últimos territorios coloniales

139
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

tras el desastre del 98, determinaron que en adelante comenzara a pensarse en


la colonización agrícola de zonas del interior, que culminaría en la creación de la
colonia penitenciaria del Dueso (Santoña, provincia de Santander) por el mismo
Real Decreto de 6 de mayo de 1907 que suprimía definitivamente los presidios
menores africanos.
Dando un paso más, el Real Decreto de 3 de junio de 1901, inspirado sin lugar
a dudas por Fernando Cadalso, derogó la obsoleta Ordenanza General de Presidios
de 1834 y consagró el sistema progresivo en cuatro periodos (celular o de aisla-
miento, industrial o educativo, intermedio de vida mixta con trabajo, y de gracias
y recompensas)?**, En consonancia con el mismo, el Real Decreto de 10 de mayo de
1902 volvía a clasificar las prisiones españolas en atención a las penas.

Pero las críticas al nuevo sistema penitenciario no tardaron en llegar, siendo


una extendida opinión que la aplicación del régimen progresivo en mayoría de las
prisiones españolas, sobre todo en su primer y último periodo, resultaba inviable.
Por eso, tras el ascenso al trono de Alfonso XIII en marzo de 1902, el nuevo gobier-
no presidido por Francisco Silvela se apresuró a revisar la cuestión a través del
Real Decreto de 18 de mayo de 1903, que impuso un nuevo sistema tutelar inspi-
rado por Rafael Salillas.
El sistema tutelar no tendría que llevarse a cabo necesariamente en prisiones
celulares, pues la mayoría aún no lo eran, pero sí atendiendo a una nueva “clasifi-
cación indeterminada” de los reos. Es decir, la clasificación se basaría en las carac-
terísticas físicas o intelectuales de los reos, no en el tipo de delito, y para ello se
ordenaba la formación de un expediente correccional de cada penado.
Para garantizar, además, una mejor formación de los funcionarios de prisio-
nes de cara a la aplicación del régimen tutelar, Rafael Salillas también promovió la
creación de la llamada Escuela de Criminología en 1906, a partir de la experiencia
del Seminario o “Laboratorio” de Criminología fundado en 1899 en la Universidad
Central de Madrid por Francisco Giner de los Ríos.

Sin embargo, la clasificación indeterminada o individualización científica pro-


puesta por la ley de 1903 también recibió sus críticas, esta vez del sector conser-
vador, y en poco tiempo, sin que el sistema hubiera llegado a ensayarse realmente
en la práctica, ni fueran conocidos sus resultados, comenzaron a aparecer nuevas
normas que volvían a virar el espíritu de la reforma hacía el régimen progresivo.
Ejemplo de ellas fueron la ley de Condena Condicional de 17 de marzo de 1908, o
el Reglamento de Servicio de Prisiones publicado por Real Decreto de 5 de mayo
de 1913, que volvería a consagrar los sistemas de clasificación por tipo de delito y
progresivo.

El Reglamento de Servicio de Prisiones de 1913 fijó cuatro clases de prisio-


nes en España (centrales, provinciales, de partido y destacamentos penales), en
las que los presos o detenidos se clasificarían en atención a su delito y condena,
y también por razón de sexo o edad. Asimismo proponía un régimen progresivo
en cuatro fases o periodos: el celular o de preparación, industrial o educativo, in-
termediario, y de gracias y recompensas, que se establecía “en equivalencia al de

140
Capítulo V. Historia del régimen penitenciario en España (1834-1936) (Isabel Ramos Vázquez)

libertad condicional” hasta que un año más tarde se promulgara la ley de Libertad
Condicional de 23 de julio de 1914.
Durante la Dictadura de Primo de Rivera (1923-1931), se siguió la línea
marcada por Fernando Cadalso, cuya figura fue encumbrada en el ámbito pe-
nitenciario, refundiéndose en él los cargos de Director General de Prisiones e
Inspector General del ramo. En esta época se acometió una reorganización ad-
ministrativa y del personal de prisiones (incluyendo la supresión de la Escuela
de Criminología en 1926); se volvió a modificar el mapa presidial, y, para adaptar
los principios del nuevo Código penal de 1928 (mucho más severo en las penas
privativas de libertad) con la legislación penitenciaria, se promulgó un nuevo
Reglamento de los servicios penitenciarios de 1930, que venía a sustituir al an-
terior Reglamento de 1913, aunque también se basaba en el criterio de la clasifi-
cación por tipo de delito y establecía un régimen progresivo en el que se incluía
la libertad condicional.

V. LA REFORMA PENITENCIARIA EN LA SEGUNDA REPÚBLICA

El último gran periodo de la llamada “reforma penitenciaria” que se vivió en


nuestro país fue el de la Segunda República, destacando especialmente en este
momento la acción de la primera Directora General de Prisiones, Victoria Kent,
que llegó al cargo tan sólo cuatro días después de proclamarse el nuevo régimen,
el 18 de abril de 1931*.
Las primeras medidas que acometió Kent, en coherencia con los nuevos prin-
cipios Constitucionales reconocidos en la Constitución de 1931, estuvieron dirigi-
das a garantizar la libertad de cultos a los reos y acabar con la influencia religiosa
en los presidios. La Orden de 22 de abril de 1931 liberó así a los reclusos de su
obligación de asistir a los actos religiosos, y les permitió leer la prensa si no esta-
ban incomunicados. Esta medida fue completada por la Orden de 4 de agosto de
1931, que disolvía el personal de capellanes del cuerpo de prisiones, y permitía
que los reclusos pudieran ser atendidos por representantes de otras religiones si
lo solicitaban expresamente. Y, por último, un más tardío Decreto de 23 de octubre
de 1931 ponía fin a la labor de las Hijas de la Caridad en las prisiones de mujeres,
sustituyendo a las religiosas por un nuevo cuerpo civil especializado: la Sección
Femenina Auxiliar del Cuerpo de Prisiones.
Otras medidas que acometió la primera Directora General de Prisiones,
fueron:
— La sustitución de los “camastros inmundos de las cárceles por jergones
nuevos”.
— El aumento del presupuesto destinado a la alimentación de los reclusos.
— La supresión de celdas de castigo, cadenas y grilletes (medida que causó
una gran sensación en la opinión pública de la época).
— El fomento de conferencias y conciertos a solicitud del Director de cada
prisión.

141
Historia del delito y del castiga en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

— La autorización de entrada a la prensa en todas las prisiones del país


(hasta entonces prohibida), siempre que se contara con el visto bueno
del Director del establecimiento.
— La prohibición de que los funcionarios llevaran armas de fuego en los
establecimientos penitenciarios.
— Los indultos especiales o generales, como el que se hizo en diciembre de
1931, para reclusos mayores de 70 años. En marzo de 1932 se estableció
que estos reclusos pudieran recibir el beneficio de la libertad condicio-
nal cualquiera que fuera el grado en el que se encontraran al cumplir esa
edad, siempre que dieran garantías de llevar una vida honrada.
— Laconcesión de permisos de salida de fin de semana a los internos que
estuvieran en un grado avanzado y hubiesen demostrado buen compor-
tamiento; medida ésta que, según la propia Victoria Kent, también provo-
có gran alarma social**,
— La fundación, en marzo de 1932, del Instituto de Estudios Penales, que
recuperaría más adelante el nombre de Escuela de Criminología, para la
formación del personal de prisiones con estudios especializados.

Además de todo ello, Victoria Kent también se preocupó por la reorganización


o reestructuración de las prisiones del Estado, impulsando la construcción de nue-
vas prisiones provinciales, y decretando, “por razones de humanidad”, la supresión
de todas aquellas prisiones de partido que no reunieran las condiciones de habita-
bilidad exigidas, encontrándose en “estado ruinoso”. El número en que originaria-
mente se fijaron éstas fue de 115, aunque a ellas hubo que sumar aquellas que no
alcanzaran un promedio de seis detenidos mensuales, por lo que finalmente se de-
clararon suprimidas un total de 322 prisiones, siendo reconducidos sus internos a
la prisión provincial correspondiente en septiembre de 1931.

El descenso del número de presos preventivos que se derivó de la aplicación


de la ley de libertad condicional, así como los indultos a mayores de 70 años, per-
mitieron este cierre masivo de centros penitenciarios “ruinosos”, mientras se pro-
yectaba la construcción de otros nuevos y más modernos.
Paralelamente, se ponía en marcha el que probablemente fue el más ansia-
do proyecto de Kent: la construcción de una nueva “cárcel-modelo” de mujeres en
Madrid. Victoria Kent ya había presentado ante el Ministro Fernando de los Ríos
los planos de la nueva cárcel de mujeres al mes de haber sido nombrada Directora
General de Prisiones. Pero, debido a su envergadura, las obras no pudiendo ini-
ciarse hasta mediados 1932, cuando paradójicamente Kent se vio obligada a di-
mitir de su cargo por las medidas que estaba tratando de impulsar para realizar
una verdadera depuración del cuerpo de funcionarios de prisiones, que todavía
consideraba muy corrupto (Kent dimitió el 4 de junio de 1932).
La nueva prisión de mujeres, llamada de las Ventas por el lugar donde se eri-
gió, fue entregada oficialmente el 31 de agosto de 1933, suponiendo el fin de la
antigua cárcel de mujeres madrileña de la calle Quiñones y de la penitenciaria de
Alcalá de Henares, cuyas reclusas fueron enviadas allí?”. Se trataba de un edificio

142
Capítulo V. Historia del régimen penitenciario en España (1834-1936) (Isabel Ramos Vázquez)

grande, luminoso y moderno, con pabellones y habitaciones no del todo aisladas


que permitían la comunicación de las presas entre sí, y un régimen dirigido fun-
damentalmente a la educación o formación de las reclusas. Lamentablemente, su
experiencia original apenas duró dos años antes de que la Guerra Civil desfigurara
completamente su espíritu y su finalidad.
Tras la dimisión de Victoria Kent en junio de 1932, fue nombrado Director
General de Prisiones Vicente Sol Sánchez, y con él comenzaría una nueva etapa en la
que predominaría la ideología de la defensa social frente al correccionalismo penal o
régimen tutelar que trató de implementar Kent. Según Luis Gargallo, las principales
causas que condujeron a este cambio fue la alarma social que provocaron los indul-
tos, permisos de libertad condicional y fugas producidas en el anterior periodo, la
existencia de una sociedad dividida que ponía en permanente peligro el orden públi-
co, el comienzo de una crisis económica que aumentaba la tensión social, etc.**

El nuevo Director General de Prisiones no tardó en reconciliarse con el cuerpo


de funcionarios civiles de prisiones que Kent quiso depurar, atendiendo la mayo-
ría de sus demandas corporativas, lo que supuso una sensible mejora de sus con-
diciones labores, con aumentos de sueldos, la modificación del sistema de ascen-
sos (permitiendo que fuera un sistema de oposición y no a elección de la Dirección
General), la aprobación del Estatuto de la Mutualidad Benéfica de Funcionarios
del Cuerpo de Prisiones, la ampliación de sus permisos, el establecimiento de tres
turnos diarios de ocho horas para todo el personal, la fijación de nuevos méritos
para el ascenso interno en el Cuerpo, o recompensas especiales a su trabajo. Se
dispuso incluso que las autoridades gubernativas y judiciales se abstuvieran en
adelante de actuaciones que afectasen al régimen o disciplina de los funcionarios
de prisiones, y se presentó a las Cortes un proyecto de ley para atribuir a los fun-
cionarios del servicio de prisiones el carácter de “autoridad” o “agente”.
Antes de la supresión de la Dirección General de Prisiones, que incorporó sus
funciones a la Dirección General de Justicia entre octubre de 1935 y febrero de
1936, en pleno apogeo del gobierno radical cedista de Gil Robles, el nuevo Director
General de Prisiones Hipólito Jiménez acometió asimismo la creación de un nuevo
Cuerpo de Seguridad de Prisiones, frente al de los antiguos Guardianes, en condi-
ciones muy favorables para los aspirantes (que debían haber pertenecido ante-
riormente a algún cuerpo armado, como el Ejército, la Marina, la Guardia Civil...).
Con ello no sólo se fomentó el corporativismo o la protección del funcionariado
frente al reo en las prisiones, sino también el regreso a un militarismo que sin
duda retrotraía los avances correccionalistas a tiempos del pasado.
En contra de la primera política penitenciaria de la República, encontramos fi-
nalmente una orden de 1933 que declaraba subsistente el artículo del Reglamento
de Prisiones que prohibía la libertad de opinión en la prensa, derogado años antes
por Victoria Kent. La prohibición para hacer cualquier crítica interna, o airear pú-
blicamente los problemas administrativos o las inquietudes morales de los funcio-
narios, venía a coadyuvar en definitiva la nueva visión que se quería proyectar de
las prisiones, como instituciones técnicas para la aplicación de las penas, ajenas a
cualquier nuevo debate moral o científico?”,

143
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

Pero siendo cierto que se dictaron este tipo de medidas corporativistas o res-
trictivas en pro de la seguridad, debido a las convulsas circunstancias del momen-
to, no se puede afirmar que se diera al traste en este periodo con toda la labor de
humanización y corrección alcanzada hasta entonces.
Persiguiendo dicha “humanización” de las penas, el nuevo Código penal aproba-
do en octubre de 1932, siendo Director de Prisiones Vicente Sol, no sólo abolió las
penas de muerte, relegación y degradación, sino que también modernizó las penas
privativas de libertad suprimiéndose las de cadena perpetua y temporal, y reducién-
dose la completa aritmética penal del Código de 1870 a tan sólo tres tipos de penas:
de reclusión mayor o menor, presidio y prisión o arresto; manteniéndose solo cuatro
de las seis escalas del Código de referencia para graduar o individualizar la pena”,
El objetivo era, en definitiva, asegurar la “elasticidad” del sistema y mantener
los mismos principios alcanzados para la ejecución de las penas: clasificación de
penados, sistema progresivo con aplicación, en lo posible, de un último periodo de
libertad condicional, trabajo y educación para el delincuente como presupuestos
básicos para su reinserción, régimen de premios y castigos, trato humanitario a
los presos y mejoras en sus condiciones de vida, etc.
En respuesta a la nueva clasificación de las penas realizada por el Código
Penal de 1932, se acometió una nueva clasificación de los establecimientos peni-
tenciarios según la naturaleza y gravedad de la condena:
— Reclusión mayor y menor:
e Colonia penitenciaria de El Dueso.
e Prisión Central de Cartagena.
— Presidio mayor y menor.
e Prisión Central de Burgos.
e Prisión Central de Puerto de Santa María.
e Prisión Central de Valencia.
— Prisión mayor y menor.
e Reformatorio de Ocaña.
+ Reformatorio de Alicante.
e Reformatorio de Segovia.
— Presidio y prisión menores que no excedan de 1 año, arresto mayor, y
aquellos a quienes falte menos de 6 meses para cumplir su condena.
e Prisiones provinciales.
— Arresto menor.
+ Depósitos municipales.
— Menores de 18 sentenciados a más de 1 año, y de entre 18 y 23 años, no
reincidentes, sentenciados a presidio o prisión mayor o menor.
e Escuela de Reforma de Alcalá de Henares.
— Mayores de 60 años o “inútiles” a quienes queden más de 6 meses para
cumplir la condena.

144
Capitulo V. Historia del régimen penitenciario en España (1834-1936) (Isabel Ramos Vázquez)

e Prisión-Asilo de San Fernando.


— Mujeres condenadas por cualquier clase de pena a más de 1 año.
e Prisión Central de Mujeres de Alcalá de Henares.
— Reincidentes y presos de mala conducta.
e Prisión Central de Chinchilla.
— Condenados con responsabilidad atenuada por enajenación o trastorno
mental.
e Manicomio penal del Puerto de Santa María.

Suprimida en julio de 1933, la Prisión-Asilo de San Fernando sería sustituida


por el Asilo penitenciario de Segovia para enfermos crónicos, inútiles y mayores
de sesenta años; y a ella se uniría en 1934 el Sanatorio psiquiátrico de la prisión
celular de Valencia.

En enero de 1933, las prisiones se reordenaron a su vez en tres grupos, lla-


mados de servicio intenso, corriente y atenuado, según el número de presos que
custodiaban, y de cara sobre todo a facilitar el ascenso entre ellas de los funciona-
rios de prisiones. La mayoría de las prisiones centrales quedaron en el primer gru-
po, de servicio intenso, junto con algunas de las provinciales, mientras que éstas
y las de partido se distribuyeron a su vez entre los grupos de servicio corriente y
atenuado.

Cada vez eran más, sin embargo, las prisiones de partido que se iban poblan-
do de los numerosos detenidos de la crisis social y política que se vivía, sobre todo
tras la promulgación, en agosto de 1933, de la Ley de Vagos y Maleantes que per-
mitía detener a un buen número de personas por razón de su peligrosidad social,
y la revolución de octubre de 1934. El hacinamiento que comenzaba a padecerse
en estas cárceles, determinó que muchas de las prisiones suprimidas por Victoria
Kent en 1931 tuvieran que volver a abrirse, al tiempo que se dotaban nuevas pla-
zas ose reintegraban al servicio activo los funcionarios que estaban en excedencia
para poder atenderlas.

Junto a las restablecidas, también se crearon otras nuevas, como las dos pri-
siones de partido y las dos prisiones provinciales mandadas erigir en 1933 por el
Director General de Prisiones José Estellés en las localidades de Priego de Córdoba y
Cartagena, y Córdoba y Cáceres, respectivamente; y las prisiones provinciales que a
finales de 1934 se decidieron construir en Santa Cruz de Tenerife y Pontevedra,
Para dar respuesta al creciente número “vagos” o “maleantes”, aplicándoles
un específico tratamiento reeducador, se habilitó asimismo en junio de 1934 un
Reformatorio de vagos y maleantes en el edificio que antes había ocupado la pri-
sión de mujeres de Alcalá de Henares. En diciembre de ese mismo año de 1934,
se ordenó habilitar para el mismo fin el antiguo centro de custodia o depósito de
la prisión del Puerto de Santa María, y la prisión de Burgos, en cuyos terrenos de
cultivo se estaba tratando de organizar por aquel entonces una colonia agrícola.
La idea de crear nuevos espacios de reclusión, como esta colonia agrícola de
Burgos, llamados por la prensa o el propio lenguaje político de la época “campos de

145
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

concentración”*!, comenzó a imponerse entonces como una realidad cada vez más
próxima. En enero de 1933, se había planteado ya la creación de una Colonia penal
agrícola en los territorios del África occidental, y en marzo de 1834, se previó asi-
mismo la implantación de “colonias penitenciarias o campos de concentración” en
las islas canarias de Hierro y Lanzarote. A esta política se sumaba la creación de la
colonia agrícola de Burgos, prevista específicamente para el tratamiento de vagos
y maleantes, habiéndose barajado también la posibilidad de edificar este tipo de
campos de concentración en otras zonas de la Península.

Desgraciadamente, éstos no fueron los únicos espacios de reclusión excepcio-


nal habilitados a partir de la revolución de 1934. Como ha estudiado Luis Gargallo,
conforme iban avanzando las protestas y conflictos sociales, se iban utilizando
todo tipo de instalaciones para la reclusión y castigo de los cada vez más numero-
sos detenidos. Esa penalidad excepcional se impondría, lamentablemente, duran-
te los años de la Guerra Civil española.

146
Capítulo V. Historia del régimen penitenciario en España (1834-1936) (Isabel Ramos Vázquez)

Notas

Isabel RAMOS VÁZQUEZ, Arrestos, cárceles y prisiones en los derechos históricos españoles,
Madrid, 2008, pp.39-99.
Hans von HENTING, La pena, formas moderna de aparición, vol.II, Madrid, 1968, pp.213-219, 0
Jaime PEÑA MATEOS, “Antecedentes de la prisión como pena privativa de libertad en Europa
hasta el siglo XVII”, en Carlos GARCÍA VALDES, (dir.), Historia de la prisión. Teorías economicis-
tas, Madrid, 1997, pp.63-78.
Juan Antonio ALEJANDRE, “La función penitenciaria de las galeras", en Historia 16, 1978, octu-
bre, numero extra, pp.47-54, Luis RODRÍGUEZ RAMOS, “La pena de galeras en la España mo-
derna"”, en Estudios Penales, Salamanca, 1982, pp.259-275, o André ZYSBERG, y René BURLET,
Gloria y miseria de las galeras, Madrid, 1989.
Rafael SALILLAS, La cárcel real de esclavos y forzados de las minas de azogue de Almadén y las
características legales de la penalidad utilitarista, Madrid, 1913, y Germán BLEIBERG, “El in-
forme secreto de Mateo Alemán sobre el trabajo forzoso en las minas de Almadén", en Estudios
de Historia Social, julio-diciembre de 1977, pp.357-443.
Miguel A. CHAMOCHO e Isabel RAMOS, "La peine du service d'armes en Espagne sous lAncien
Régime", en Doctrine et practiques pénales en Europe. Journées Internationales de la Société
d'Histoire du Droit, Montpellier, 2013, pp.321-340.
Ruth PIKE, Penal servitude in Early Modern Spain, London, 1983, Horacio ROLDÁN BARBERO,
Historia de la prisión en Espanya, Barcelona, 1988; Pedro FRAILE, Un espacio para castigar. La
cárcel y la ciencia penitenciaria en España (siglos XVII-XIX), Barcelona, 1987, Pedro TRINIDAD
FERNÁNDEZ, La defensa de la sociedad. Cárcel y delincuencia en España (siglos XVIL-XX),
Madrid, 1991, y Fernando J. BURILLO ALBACETE, El nacimiento de la pena privativa de liber-
tad. Siglos XVI-XX, Madrid, 1999.
Rafael SALILLAS, Evolución penitenciaria de España, edición facsímil de la de Madrid, 1918, 2
vols., en Pamplona, 1999, vol.2 pp.179 y ss.
Pedro TRINIDAD, “Asistencia y previsión social en el siglo XVIII”, en De la beneficiencia al bien-
estar social: cuatro siglos de acción social, Madrid, 1986, p.44.
Félix SEVILLA y SOLANA, Historia penitenciaria española (La Galera), Segovia, 1917, pp.237
y ss, Antonio BERISTAIN IPIÑA, y José Luis de la CUESTA ARZAMENDI, Cárcel de mujeres.
Ayer y hoy de la mujer delincuente y víctima, Bilbao, 1989, pp.191 y ss, y M? Isabel BARBEITO
CARNEIRO, Cárceles y mujeres en el siglo XVII, Madrid, 1991, pp.61 y ss.
10 John HOWARD, The State of the Prisons in England and Wales (1% edic. London, 1777), tradu-
cida al español como El estado de las prisiones en Inglaterra y Gales (1789), Fondo de Cultura
económica, México, 2003.
11 Michel FOUCAULT, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, vigésima edición en castellano,
Madrid, 1992.
12 Jeremy BENTHAM, Tratados de legislación civil y penal, edición de Rodríguez Gil, M., Madrid,
1981, p.297.
13 Jeremy BENTHAM, El Panóptico, edición de Michel Foucault, edic. Madrid, 1989, p.34.
14 José ANTÓN ONECA, “Historia del Código penal de 1822", en Anuario de Derecho penal y cien-
cias penales, 18 (1965), p.34, y José Ramón CASABO RUIZ, El Código penal de 1822, Tesis doc-
toral inédita, Valencia 1968, p. 374.
15 Cartas de Jeremías Bentham al Sr. Conde de Toreno, sobre el proyecto de Código penal presenta-
do a las Cortes, Madrid, 1821, cartas 2? y 3?, citadas ampliamente por SALILLAS, R., Evolución
penitenciaria de España, edición facsímil de la de Madrid, 1918, 2 vols., en Pamplona, 1999,
vol.2, pp.265 y ss
16 Carlos GARCÍA VALDÉS, Régimen penitenciario de España (investigación histórica y sistemá-
tica), Madrid, 1975, César HERRERO HERRERO, España penal y penitenciaria (Historia y ac-
tualidad), Madrid, 1985, o Ricardo ZAPATERO SAGRADO, “Los presidios, las cárceles y las pri-
siones”, en Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, tomo 39, fasc.II (mayo-agosto 1986),
pp.511-568.

147
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

17 Rafael SALILLAS, La vida penal en España, Madrid, 1888, edic. facsímil en Pamplona, 1999, pp.
420-421.
18 Francisco TOMÁS y VALIENTE, Las cárceles y el sistema penitenciario bajo los Borbones, en
Historia 16, extra VII! (1978), p.78.
19 Carlos GARCÍA VALDÉS, Del presidio a la prisión modular, Madrid, 1998, p.15, y Enrique SANZ
DELGADO, “Disciplina y reclusión en el siglo XIX: Criterios humanizadores y control de la cus-
todia”, en Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, tomo 52 (2002), pp.109-202.
20 Carlos GARCÍA VALDÉS, Régimen penitenciario de España, Madrid, 1975, p.30, e Isabel RAMOS
VÁZQUEZ, La reforma penitenciaria en la historia contemporánea española, Madrid, 2013,
pp.209-260.
21 Horacio ROLDÁN BARBERO, Historia de la prisión..., p.81.
22 Cayetano CORTÉS, Tratado de Derecho penal, traducción de la obra francesa de PellegrinoRossi
(París, 1829), Madrid, 1839.
23 Joaquín F. PACHECO, Estudios de derecho penal, 1* edic. Madrid, 1842.
24 José ANTÓN ONECA, “El Código penal de 1848 y D. Juan Francisco Pacheco", en Anuario de
Derecho Penal y Ciencias Penales, n218 (1965), pp.473-495, M*? Dolores del Mar SÁNCHEZ
GONZÁLEZ, La codificación penal en España: Los códigos de 1848 y 1850, Madrid, 2004, pp.49-
57, o Emilia IÑESTA PASTOR, El Código Penal español de 1848, Valencia, 2011, pp.255-262.
25 Carlos GARCÍA VALDÉS, Régimen penitenciario de España, Madrid, 1975, p.37.
26 Fernando CADALSO, Instituciones penitenciarias y similares en España, Madrid, 1922, p.186.
27 Alfonso SERRANO MAILLO, "La metodología del estudio histórico de la Criminología en España”,
en Estudios de Historia de las Ciencias criminales en España, Madrid, 2007, pp.495-528.
28 Valentín SILVA MELERO, “En torno a la escuela penal española”, en el Anuario de Derecho pe-
nal y ciencias penales, n27 (1954), pp.439-450, José ANTÓN ONECA, “La teoría de la pena en
los correccionalistas españoles" (1960), en Obras, tomo I, Buenos Aires, 2000, pp.157-170,
Gerardo LANDROVE DIAZ, El correccionalismo de Concepción Arenal, Madrid, 1969, Manuel
RIVACOBA y RIVACOBA, El correccionalismo penal, Córdoba (Argentina), 1989, José Manuel
VÁZQUEZ ROMERO, Tradicionales y moderados ante la difusión de la filosofía krausista en
España, Madrid, 1998, o Gustavo A. BRUZZONE, El principio de culpabilidad penal: una aproxi-
mación desde el krausismo, Buenos Aires, 2005.
29 José ANTÓN ONECA, “El Código penal de 1870", en Anuario de Derecho Penal y Ciencias
Penales, n* 23, fasc.2, (1970), p.250, o Ruperto NUNEZ BARBERO, La reforma penal de 1870,
Salamanca, 1969, p.58.
30 Isabel RAMOS VÁZQUEZ, “La colonización exterior penitenciaria en España: proyectos y reali-
dades", en Glossae. European Journal of Legal History, n* 9, 2012, pp.171-202.
31 Carlos GARCÍA VALDÉS, La ideología correccional de la reforma penitenciaria española del si-
glo XIX, Madrid, 2006, en el que hace un estudio sistemático de las nuevas figuras o cargos del
cuerpo de prisiones introducidos por este Decreto de 1881.
32 Federico CASTEJÓN, La legislación penitenciaria española. Ensayo de sistematización, Madrid,
1914, p.313, o Enrique SANZ DELGADO, El humanitarismo penitenciario español del siglo XIX,
Madrid, 2003, pp.85-88.
33 César HERRERO HERRERO, España penal y penitenciaria (Historia y actualidad), Madrid,
1985, pp.245-246.
34 Francisco BUENO ARÚS, “Cien años de legislación penitenciaria (1881-1981)”, en Revista de
Estudios Penitenciarios, 232-235 (1981), pp.64-65, o Carlos GARCÍA VALDÉS, Del presidio a la
prisión modular, Madrid, 1998, pp.40-42,
35 M2 Dolores RAMOS, Victoria Kent (1892-1987), Madrid, 1999, Zenaida GUTIÉRREZ VEGA,
Victoria Kent: una vida al servicio del humanismo liberal, Málaga, 2001, o Miguel A. VILLENA,
Victoria Kent; una pasión republicana, Barcelona, 2007.
36 Victoria KENT, “Las reformas del sistema penitenciario durante la Segunda República”, en
Historia 16, Madrid, extra VI, octubre de 1978, p.107.

148
Capítulo V. Historia del régimen penitenciario en España (1834-1936) (Isabel Ramos Vázquez)

37 Fernando HERNÁNDEZ HOLGADO, Mujeres encarceladas: La prisión de Ventas, de la República


al franquismo, 1931-1941, Madrid, 2003.
38 Luis GARGALLO VAAMONDE, El sistema penitenciario de la Segunda República. Antes y después
de Victoria Kent (1931-1936), Madrid, 2011, pp.63-66.
39 Tomas de la QUADRA SALCEDO, "Seguridad pública y política penitenciaria”, en Las reformas
administrativas de la II República. V Seminario de Historia de la Administración, Madrid, 2009,
p.69.
40 Carlos GARCÍA VALDÉS, Régimen penitenciario de España (Investigación histórica y sistemáti-
ca), Madrid, 1975, p.47.
41 Luis GARGALLO VAAMONDE, El sistema penitenciario de la Segunda República. Antes y después
de Victoria Kent (1931-1936), Madrid, 2011, p.144.

149
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

BIBLIOGRAFÍA
ALEJANDRE, Juan A., “La función penitenciaria de las galeras”, en Historia 16, 1978, octu-
bre, numero extra, pp.47-54.
ANTÓN ONECA, José, “Historia del Código penal de 1822”, en Anuario de Derecho penal y
ciencias penales, 18 (1965), p.263-278.
ANTÓN ONECA, José, “El Código penal de 1848 y D. Juan Francisco Pacheco”, en Anuario de
Derecho Penal y Ciencias Penales, n218 (1965), pp.473-495.
ANTÓN ONECA, José, “La teoría de la pena en los correccionalistas españoles” (1960), en
Obras, tomo I, Buenos Aires, 2000, pp.157-170.
ANTÓN ONECA, José, “El Código penal de 1870”, en Anuario de Derecho Penal y Ciencias
Penales, n* 23,fasc.2, (1970), pp.229-251.
BARBEITO CARNEIRO, M? Isabel, Cárceles y mujeres en el siglo XVII, Madrid, 1991.
BENTHAM, Jeremy, Tratados de legislación civil y penal, edición de Rodríguez Gil, M,,
Madrid, 1981.
BENTHAM, Jeremy, El Panóptico, edición de Michel Foucault, Madrid, 1989.
BERISTAIN, Antonio y CUESTA, José Luis de la, Cárcel de mujeres. Ayer y hoy de la mujer de-
lincuente y víctima, Bilbao, 1989.
BUENO ARÚS, Francisco, “Cien años de legislación penitenciaria (1881-1981)”, en Revista
de Estudios Penitenciarios, 232-235 (1981), pp.54-79.
BURILLO, Fernando ]., El nacimiento de la pena privativa de libertad. Siglos XVI-XX, Madrid,
1999.
CADALSO, Fernando, Instituciones penitenciarias y similares en España, Madrid, 1922.
CASTEJÓN, Federico, La legislación penitenciaria española. Ensayo de sistematización,
Madrid, 1914.
CHAMOCHO, Miguel A., y RAMOS, Isabel, “La peine du service d'armes en Espagne sous l'An-
cien Régime”, en Doctrine et practiques pénales en Europe. Journées Internationales
de la Société d'Histoire du Droit, Montpellier, 2013, pp.321-340.
FOUCAULT, Michel, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, vigésima edición en castella-
no, Madrid, 1992.
FRAILE, Pedro, Un espacio para castigar. La cárcel y la ciencia penitenciaria en España (si-
glos XVIT-XIX), Barcelona, 1987.
GARCÍA VALDÉS, Carlos, Régimen penitenciario de España (investigación histórica y siste-
mática), Madrid, 1975.
GARCÍA VALDÉS, Carlos, Del presidio a la prisión modular, Madrid, 1998.
GARCÍA VALDÉS, Carlos, La ideología correccional de la reforma penitenciaria española del
siglo XIX, Madrid, 2006.
GARGALLO VAAMONTDE, Luis, El sistema penitenciario de la Segunda República. Antes y des-
pués de Victoria Kent (1931-1936), Madrid, 2011.
HERNÁNDEZ HOLGADO, Fernando, Mujeres encarceladas: La prisión de Ventas, de la
República al franquismo, 1931-1941, Madrid, 2003.
HERRERO HERRERO, César, España penal y penitenciaria (Historia y actualidad), Madrid,
1985.
HOWARD, John, The State of the Prisons in England and Wales (1% edic. London, 1777), tra-
ducida al español como El estado de las prisiones en Inglaterra y Gales (1789), Fondo
de Cultura económica, México, 2003.

150
Capítulo V. Historia del régimen penitenciario en España (1834-1936) (Isabel Ramos Vázquez)

IÑESTA PASTOR, Emilia, El Código Penal español de 1848, Valencia, 2011.


LANDROVE DIAZ, Gerardo, El correccionalismo de Concepción Arenal, Madrid, 1969.
PEÑA MATEOS, Jaime, “Antecedentes de la prisión como pena privativa de libertad en
Europa hasta el siglo XVII”, en Carlos GARCIA VALDES, (dir.), Historia de la prisión.
Teorías economicistas, Madrid, 1997, pp.63-78.
PIKE, Ruth, Penal servitude in Early Modern Spain, London, 1983.
RAMOS VÁZQUEZ, Isabel, Arrestos, cárceles y prisiones en los derechos históricos españoles,
Madrid, 2008.
RAMOS VÁZQUEZ, Isabel, La reforma penitenciaria en la historia contemporánea española,
Madrid, 2013.
RAMOS VÁZQUEZ, Isabel, “La colonización exterior penitenciaria en España: proyectos y
realidades”, en Glossae. European Journal of Legal History, n* 9, 2012, pp.171-202.
ROLDÁN BARBERO, Horacio, Historia de la prisión en Espanya, Barcelona, 1988.
SALILLAS, Rafael, La cárcel real de esclavos y forzados de las minas de azogue de Almadén y
las características legales de la penalidad utilitarista, Madrid, 1913.
SALILLAS, Rafael, Evolución penitenciaria de España, edición facsímil de la de Madrid, 1918,
2 vols., en Pamplona, 1999.
SÁNCHEZ GONZÁLEZ, M* Dolores del Mar, La codificación penal en España: Los códigos de
1848 y 1850, Madrid, 2004.
SANZ DELGADO, Enrique, “Disciplina y reclusión en el siglo XIX: Criterios humanizadores
y control de la custodia”, en Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, tomo 52
(2002), pp.109-202,
SANZ DELGADO, Enrique, El humanitarismo penitenciario español del siglo XIX, Madrid,
2003.
SEVILLA y SOLANA, Félix, Historia penitenciaria española (La Galera), Segovia, 1917.
SILVA MELERO, Valentín, “En torno a la escuela penal española”, en el Anuario de Derecho
penal y ciencias penales, n27 (1954), pp.439-450.
TRINIDAD FERNÁNDEZ, Pedro, La defensa de la sociedad. Cárcel y delincuencia en España
(siglos XVUL-X2), Madrid, 1991.
TOMÁS y VALIENTE, Francisco, Las cárceles y el sistema penitenciario bajo los Borbones, en
Historia 16, extra VIII (1978), pp.69-88.
ZAPATERO SAGRADO, Ricardo, “Los presidios, las cárceles y las prisiones”, en Anuario de
Derecho Penal y Ciencias Penales, tomo 39, fasc.II (mayo-agosto 1986), pp.511-568.
ZYSBERG, André, y BURLET, René, Gloria y miseria de las galeras, Madrid, 1989.

151
Capítulo VI
El regimen penal
y penitenciario franquista
Jorge J. Montes Salguero
Universidad Nacional de Educación a Distancia

L INTRODUCCIÓN
Tras el golpe de Estado contra el gobierno legítimo de la II República, el 1 de
octubre de 1936 Franco fue nombrado Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, así como
Generalísimo de los ejércitos. Suprimido el sistema democrático basado en los
partidos políticos, el nuevo orden se fundamentó en el caudillaje y la represión del
contrario. La legitimidad de Franco procedía de la victoria militar contra un régi-
men que supuestamente había propiciado la anarquía y el comunismo. Por tanto,
esa victoria debía ser completa y absoluta a fin de depurar el país de ideologías y
personas que la pusieran nuevamente en peligro. Para ello se puso en práctica un
modelo de represión, vigilancia y delación. La Dictadura franquista tuvo una apli-
cación práctica inminente en el ámbito penal. La instauración de un tal sistema de
obediencia a la normativa promulgada, permitió que sobreviviera al margen de la
lógica democrática imperante en los países democráticos de nuestro entorno.

En el inicio de la guerra, un Bando de los militares golpistas de 28 de julio de


1936 declaraba el estado de guerra lo cual implicaba que a muchos de los delitos
les fuera aplicable no el Código Penal vigente de la Republica, sino el Código de
Justicia Militar, convirtiendo en delito de rebelión, lo que antes eran delitos contra
el orden público!. Así, se dio la paradoja de que quienes no se levantaron en armas
contra la Republica y permanecieron fieles a ella, fueron condenados por adhesión
a la rebelión?.

IL. ELCÓDIGO PENAL DE 1944 Y LA LEGISLACIÓN ESPECIAL


Aprobada la Ley de Seguridad del Estado de 19 de marzo de 1941, con ella se
trataba de acomodar la legislación penal de la Republica al nuevo régimen fruto
del golpe de estado de 1936*. Esta Ley introdujo una serie de delitos de atentados
cualificados en función del cargo desempeñado por la víctima, castigados con pe-
nas severísimas, e igualmente se añadía un tipo específico de desobediencia a las
órdenes del nuevo Gobierno, especialmente en lo relativo a fabricación y distribu-
ción de mercancías. Con ello se quería impedir el acaparamiento y especulación de
todo tipo de productos y alimentos (no hay que olvidar la gran escasez de alimen-
tos y de las cartillas de racionamiento) y que unos pocos se enriquecieran con la

153
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

miseria de muchos. Todos estos tipos penales pasaron como tales al nuevo Código
penal de 1944 en sus artículos 233 al 238.
El Código Penal fue elaborado por una Comisión que fue nombrada por Orden
Ministerial de 21 de Octubre de 1944, compuesta por magistrados de la Sala
Segunda del Tribunal Supremo, algunos funcionarios del Ministerio Fiscal y some-
tido el texto a un dictamen del Consejo de Estado. El objetivo era convertir el Código
Penal en un instrumento más que garantizara la existencia de nuevo Régimen tota-
litario, tal y como se establece en el Fuero del Trabajo y los puntos de la Falange: “El
Estado nacional, en cuanto es un instrumento totalitario al servicio de la integridad
patria y sindicalista en cuanto representa una reacción contra el capitalismo liberal y
el materialismo marxista, emprende la tarea de realizar, con aire militar, constructivo
y gravemente religioso, la revolución que España tiene pendiente y que ha de volver a
los españoles, de una vez para siempre, la Patria, el Pan y la Justicia”.
El Código de 1944 no admite la libertad de cultos, instaura los delitos contra
la religión católica, recupera el delito de adulterio (solo de la mujer) estableciendo
la vieja venganza del padre o el cónyuge agraviado, la figura del estupro, derogó la
Ley del Divorcio y del matrimonio Civil, reguló el parricidio por honor hasta 1963.
Además, la Ley de 14 de Enero de 1941 castiga todo género de propaganda o infor-
mación anticonceptiva. También no hay que olvidar que la exigencia de la autoriza-
ción marital para el ejerció de los derechos laborales se mantuvo vigente hasta la
Ley de Relaciones Laborales de 1976, y también la prohibición de que la mujer fuera
juez (vigente hasta 1967, aunque la primera jueza lo fue en 1977). Paralelamente al
Código, se promulgaron diversas leyes especiales que permitieron el castigo de de-
litos políticos y restringieron todo tipo de libertades. Se mantuvo la pena de muerte
y una complicada escala de penas de privación de libertad. La estructura del Código
era muy similar a los de 1870 y 1932, pero incrementó las penas.
Junto al Código Penal conviven toda una serie de leyes anteriores que componen
el aparato legislativo penal del franquismo. Cabe citar el Código de Justicia Militar de
25 de junio de 1890, el Código de Marina de Guerra de 24 de Agosto de 1889 y el
Código Penal para la zona de influencia en Marruecos de 1 de Junio de 1914.
El Código Penal de 1944 fue elaborado por penalistas del régimen totalitario
franquista que aplicaron la nueva ideología del régimen en abierta oposición a la
establecida poco antes por Luis Jiménez de Asúa como presidente de la Comisión
encargada de redactar la Constitución republicana de 1931, e impulsor del Código
penal de 1932*.
Entre los penalistas defensores del régimen totalitario franquista desta-
camos: Isaías Sánchez Tijerina, catedrático de la Universidad de Salamanca,
que defendió en su Manual el golpe de Estado?, la pena de muerte y los juicios
sumarísimos para todos aquellos que conspirasen contra el Régimen. Esto le lle-
vó a participar en la redacción del Código y como premio obtuvo la Catedra en la
Universidad Central de Madrid, donde impartió docencia hasta su fallecimiento
en 1959. Otro redactor del Código fue Federico Castejón y Martínez de Arrízala,
catedrático en Sevilla y Magistrado del tribunal Supremo”, también defensor de la
pena de muerte y contrario a los principios humanitarios de la ONU. Por su parte,

154
Capítulo VI. El regimen penal y penitenciario franquista (Jorge ]. Montes Salguero)

Eugenio Cuello Calón fue catedrático en Barcelona, Salamanca y Madrid y, aunque


defensor de la Dictadura, fue investigado por la por la comisión depuradora uni-
versitaria. Fundó el Anuario de Derecho y Ciencias Penales, la revista más impor-
tante de Derecho Penal en español, aunque sus opiniones sobre la pena de muerte
o sobre temas como la homosexualidad, ponen de manifiesto su ideología radical
y ultraconservadora?, Sobre la homosexualidad afirmaba que la conducta sexual
anormal de gran número de homosexuales provenía de factores biológicos, ano-
malías y defectos glandulares congénitos, y de perniciosos influjos del ambiente
familiar y social cuya curación exigía un ajuste de su personalidad y eficaces me-
didas de protección social?. Finalizamos con Juan del Rosal, discípulo de Jiménez
de Asua, catedrático en Valladolid y Madrid, amigo de Alfonso García-Valdecasas
(catedrático de Derecho Civil que lucho contra la Dictadura de Primo de Rivera,
diputado socialista por Granada fundador con José Antonio Primo de Rivera de
la Falange española). Con Juan del Rosal, se convirtieron en defensores del Nuevo
Estado totalitario. Señalaremos también a José Guallart y López de Goicoechea, ca-
tedrático de la Universidad de Zaragoza, José María Rodríguez Devesa, catedráti-
co de la Universidad Complutense que formo parte de La División Azul y que, en
definitiva contribuyeron al legitimar el rechazo del Franquismo a los principios
constitucionales?”.

III. EL CÓDIGO DE JUSTICIA MILITAR DE 1945


Después del Golpe contra la Republica, la Junta de Defensa Nacional asume
todos los poderes en Justicia, hasta la creación del Alto Tribunal de Justicia Militar,
que luego fue reemplaza por el Consejo Supremo de Justicia Militar creado por la
Ley de 5 de septiembre de 1939.
La Justicia Militar del franquismo tiene su origen en el Código de Justicia
Militar de 1890 y estuvo vigente hasta la ley de 17 de Julio de 1945 que promul-
gaba un nuevo código. El Código de Justicia Militar de 1945 unificó la legislación
castrense que estaba dividida según la clase de Ejercito Correspondiente, el código
de 1890, el Código Penal de la marina de Guerra de 1888, la Ley de Organización
y Atribuciones de los Tribunales de Marina de 1894, la Ley de Enjuiciamiento
Militar de Marina de 1894 y otras leyes especiales como la de Responsabilidades
Políticas, de la Masonería y del Comunismo””.
Franco fue designado el 29 de septiembre de 1936 por el resto de militares
sublevados que integraban la Junta de Defensa Nacional como jefe de Gobierno
del Estado español y generalísimo de las fuerzas nacionales de tierra, mar y aire”?,
asumiendo en consecuencia todos los poderes del Estado. El 19 de noviembre se
promulgó un reglamento en el que se establecía una primera jerarquía de dispo-
siciones jurídicas!?. Al Jefe del Estado correspondía firmar leyes, decretos-leyes y
decretos, lo que dio pie para que, con la denominación de decretos, se dictaran
numerosas disposiciones equivalentes que, por su naturaleza, debían ser leyes or-
dinarias. En ese mismo mes Franco creo en Salamanca la Auditoria de Guerra del
Ejercito de Ocupación para llevar a cabo una labor de represión y a tal fin se crea-
ron ocho Consejos de Guerra para depurar responsabilidades políticas**,

155
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

El Código de Justicia Milita de 1945 es un texto único de 1072 artículos que


pretendía acabar con la dispersión normativa y dotar a la jurisdicción militar de
un solo cuerpo legal para los tres Ejércitos. En su contenido se refleja que uno de
sus objetivos era el mantenimiento de la disciplina, asume no solo la defensa del
propio Ejército, sino del Estado y de la Nación. Una de sus novedades es la refe-
rente al procedimiento sumarísimo; se simplificaron los tramites, se elabora un
extracto de actuaciones por el secretario y la posibilidad de seguir causas contra
reos ausentes hasta sentenciarlos o mediante pieza separada cuando convenga
una mayor celeridad. Igualmente, se suprime la lectura de cargos, y el Consejo
Supremo de Justicia Militar podrá conocer determinadas causas por delitos fla-
grantes y de bandidaje, es decir, guerrilla, los famosos “maquis” y terrorismo!*.
En 1939 se reorganizaron las ocho Regiones Militares (ampliadas a nueve en
1942), que habían sido suprimidas por la República (al frente de las cuales estaba
un Capitán general) que serán determinantes para comprender la organización te-
rritorial de la denominada Justicia de Guerra.

Respecto al procedimiento sumarísimo, se trata de un proceso judicial en el


que las distintas partes ordinarias del mismo se acumulan en un solo acto y, ge-
neralmente, en un solo momento, de tal suerte que se instruye, aportan y valoran
las pruebas, juzga, condena y se ejecuta la sentencia en un plazo brevísimo, in-
cluso sólo de horas. El CJ]M lo contempla para los reos de flagrante delito militar
que tuvieran señalada pena de muerte o perpetua, entendiendo por tal «el que se
estuviere cometiendo o se acabare de cometer cuando el delincuente sea sorpren-
dido», y también otros delitos que por afectar a la moral y disciplina de las tropas
O la seguridad de las plazas y personas, sean declarados por las autoridades res-
pectivas en los bandos. El delito de rebelión militar será el medio más empleado
de acusación en los juicios sumarisimos.

La Justicia militar se administra gratuitamente. En los juicios militares se pro-


cederá de oficio y no se admitirá la acción privada. Desde septiembre de 1936 «la
norma en las actuaciones judiciales castrenses será la rapidez» y, por ello, «todas
las causas de que conozcan las jurisdicciones de Guerra y Marina se instruirán por
los trámites del juicio sumarísimo». Según el CJM, la competencia de la Jurisdicción
de guerra, con exclusión de todas las demás, se determina en materia criminal por
razón de la persona responsable, delito y lugar en que se cometa. Conocerá de la
causa contra todos los culpables, aunque el delito sea común, cuando se haya co-
metido en territorio declarado en estado de guerra.

La Jurisdicción de Guerra fue ejercida por capitanes generales, generales en


jefe de Ejército, jefes de tropa con mando independiente, gobernadores de plazas
sitiadas y comandantes de tropa o puesto aislados de la autoridad judicial respec-
tiva, el Consejo de Guerra ordinario, Consejo de Guerra de Oficiales Generales y el
Consejo Supremo de Guerra y Marina. Entre sus atribuciones destacaron: ordenar
la formación de causas, nombrar jueces instructores y secretarios, dirigir los pro-
cedimientos judiciales, resolver incidencias, decretar el sobreseimiento o la eleva-
ción a plenario, aprobar sentencias y llevarlas a ejecución. En relación a los tipos de
juzgados militares encargados de la instrucción de los procedimientos, además de

156
Capítulo VI. El regimen penal y penitenciario franquista (Jorge J. Mantes Salguero)

los «permanentes», existieron juzgados militares especiales para asuntos relativos a


depuración de funcionarios, militares, masonería o comunismo, espionaje, etc.

Los principales funcionarios que intervienen en la tramitación de un procedi-


miento sumarísimo son:

El Juez Instructor encargado de la formación de las actuaciones judicia-


les. Su nombramiento se hará para cada causa por la autoridad militar
que ejerza la jurisdicción o quienes den la orden de formación del pro-
cedimiento. Mediante “diligencias” consignará sus resoluciones. En el te-
rritorio comprendido en la jurisdicción podrá reclamar el auxilio de las
autoridades y funcionarios militares y civiles.
El Fiscal ejercita la acción pública ante los consejos de guerra. Califica
los hechos objeto del procedimiento determinando las responsabilida-
des exigibles en cada caso y formula la acusación. En el ejercicio de sus
funciones dependerá exclusivamente de la autoridad judicial.
El Secretario de causas se ocupa de extender y autorizar las actuaciones
judiciales. Será nombrado por la misma autoridad que el juez instructor. Le
corresponden, entre otras, las siguientes funciones: poner la cubierta/ car-
petilla a las causas, numerar correlativamente las hojas del procedimiento
(excepto las hojas en blanco que se inutilizarán cruzándolas) dividiéndolo
en rollos o trozos aparte cuando lo exija el volumen de los autos pero sin
interrumpir la foliación general (las piezas separadas tendrán numeración
independiente), unir los documentos que se refieran a los autos, escribir
sin abreviaturas, autorizar con firma entera y en último lugar las diligen-
cias, encabezar todas las actuaciones y declaraciones con la fecha en que se
practiquen, anotar al margen de las diligencias su objeto, nombre y apelli-
dos del testigo o procesado y número de orden de la declaración, si se des-
glosa un documento colocar un pliego en el sitio que ocupase expresando
los datos sobre el mismo, practicar las notificaciones, citaciones y empla-
zamientos, hacer constar la en la entrega de los autos al defensor, etc.
Estos tres cargos son obligatorios con las únicas excepciones de incom-
patibilidad previstas en la ley.
El Defensor intervendrá en las actuaciones del plenario y podrá comuni-
carse con su defendido. Todo procesado cuya causa haya de terminar por
sentencia del consejo de guerra tiene derecho a elegir defensor y al que
no haga uso de este derecho se le nombrará de oficio.
La necesidad de personal para gestionar los numerosos procedimientos ju-
diciales militares hace que todos los jefes y oficiales del Ejército y sus asimilados
puedan desempeñar los cargos de jueces, secretarios y defensores aunque se ha-
llen en situación de retirados. Para las funciones inspectoras de las auditorías de
guerra será designado un auditor.
Finalmente, en los casos de ausencia, fuga o paradero desconocido del pro-
cesado, será llamado por requisitoria y si trascurrido el plazo no compareciese,
será declarado rebelde. Si la causa estuviese en fase sumaria, se continuará has-
ta la terminación de la misma y después se archivará. Cuando fueren dos o más

157
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

procesados y no estuvieren todos en rebeldía se continuará la causa respecto a los


presentes. Cuando el reo se fugase después de dictada la sentencia la causa conti-
nuará hasta que recaiga fallo definitivo. En cualquier tiempo en que el declarado
rebelde se presente se abrirá de nuevo la causa para continuarla!?.
Este Código de Justicia Militar va estar vigente hasta la etapa de la transición.
La reforma integral de la Justicia militar española tiene su origen en los Pactos de
la Moncloa con el fin de adaptarla a las exigencias propias de la nueva realidad
democrática. La Constitución Española de 1978 consagra la existencia, dentro del
Poder Judicial del Estado, de una jurisdicción militar informada por los mismos
principios constitucionalmente establecidos y limitada, en orden a su competen-
cia, al «ámbito estrictamente castrense».

Los expedientes judiciales generados por la Jurisdicción Militar constituyen


una parte muy importante para todos los investigadores de la represión franquis-
ta. Durante años han estado mal conservados en locales de las antiguas Capitanías
Generales, Gobiernos Militares y Delegaciones de Defensa, pero desde 2009 han
sido trasladados al Archivo General e Histórico de Defensa en Madrid donde técni-
cos de archivos los custodian para su mejor preservación.

IV. LAS LEYES DE ORDEN PÚBLICO Y RESPONSABILIDADES POLÍTICAS

La Ley de Orden público fue promulgada por la Republica el 28 de Julio de


1933. En el franquismo fue modificada para adaptarla al Fuero de los Españoles,
por un Decreto de 18 de octubre de 1945, suprimiendo cualquier alusión a la II
República.

La Ley de Responsabilidades Políticas (en adelante LRP) de 9 de febrero de


1939 y sus instrumentos los Tribunales de Responsabilidades Políticas (TRP) fue
un instrumento más de control y depuración de los rivales políticos que pretendía
convertir España era un estado general de denuncia y procesos sin garantías judi-
ciales. Esta norma fijaba la responsabilidad política de las personas físicas o jurídi-
cas que desde el 1 de octubre de 1934 y antes del 18 de julio de 1939 intervinieron
en crear o agravar la subversión nacional, y de las que a partir de ese momento
se opusieron al Movimiento Nacional con actos concretos o pasividad grave. Esta
Ley castigaba retroactivamente determinadas conductas políticas, careciendo los
tipos de la menor precisión: “Los actos y omisiones que dan lugar a la exigencia de
responsabilidades políticas se enumeran con la amplitud necesaria para que resul-
ten comprendidas todas las actuaciones que, a juicio del gobierno, son merecedores
de castigo”””.
En el artículo 1 de la Ley de responsabilidades políticas se decía lo siguiente:
“Se declara la responsabilidad política de las personas, tanto físicas como jurídicas,
que desde el 1 de octubre de 1934 y antes del 18 de julio de 1936 contribuyeran a
crear o agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España y de
aquellos otros que a partir de la segunda de dichas fechas, se hayan opuesto o se
opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave”. Así, se
ilegalizaron todos los partidos integrados en el Frente Popular.

158
Capitulo VI El regimen penal y penitenciario franquista (Jorge J. Montes Salguero)

Con esta ley se establece un catálogo pormenorizado de delitos que permi-


tió perseguir, encarcelar y condenar a quienes se opusieron de manera activa al
Alzamiento: a diputados, ministros y altos cargos del gobierno del Frente Popular,
directivos de empresas que lo apoyaron económicamente, afiliados, candidatos,
apoderados o interventores de mesas electorales declarados ilegales, etc. Miles de
personas fueron declaradas culpables por pensar de otra manera y en el mejor de
los casos quedaron inhabilitados, de tal forma que se les impedía ejercer sus pro-
fesiones u oficios. Con respecto a la Educación, el régimen franquista llegó a depu-
rar a 61,000 maestros, de los que fueron sancionados unos 15.000 y separados de
la enseñanza aproximadamente unos 6.000. Extremo arbitrario fue que la comi-
sión de depuración de maestros venía determinaba por los informes del párroco
del pueblo, la Guardia Civil y los representantes católicos de padres de alumnos. A
otras personas las condenaron al destierro y les incautaron sus bienes. La Orden
de 29 de julio de 1939 separó definitivamente de sus cátedras a los catedráticos
de Universidad e Instituto disidentes con el Régimen, muchos de los cuales fueron
obligados a tomar el camino del exilio. El ambiente del verano del 39 seguía siendo
bélico, aunque hubiera terminado la guerra. El día a día de Madrid estaba marcado
por denuncias constantes de vecinos, amigos y familiares; por la delación, los pro-
cesos de depuración en la administración, en la universidad y en las empresas; por
las redadas, los espías infiltrados en todas partes, las detenciones y las ejecuciones
sumarias. Las emisoras de radio de la capital voceaban proclamas que incitaban
a la depuración y la venganza, incluso con los fusilamientos de mujeres. Se grita-
ban consignas como: “españoles, alerta. España sigue en pie de guerra contra todo
enemigo del interior o del exterior, perpetuamente fiel a sus caídos. España, con el
fervor de Dios, sigue en marcha, una, grande, libre, hacia su irrenunciable destino”.
Y Franco advertía en sus discursos lo siguiente: “Juro aplastar y hundir al que se
interponga en nuestro camino”.

El 24 de julio la Junta de Defensa Nacional puso todos los poderes, incluido el


judicial, en manos de los militares golpistas. Su primer cometido fue sustituir la le-
galidad vigente por “Adhesión y auxilio a la rebelión”. El gobierno creo diversas ins-
tituciones para perseguir la disidencia. El 9 de febrero de 1939, a punto de tomar
Catalunya, se produce un masivo éxodo de españoles. Ese año se añadiría además
una nueva penalidad a los vencidos con la Ley de Responsabilidades Políticas del
9 de febrero del 39. La LRP también afectaba a los exiliados y refugiados e incluso
asesinados, con carácter retroactivo. Esta ley, además, fue la base de la apropiación
de los bienes de las gentes que defendieron la legalidad, también supuso incluso la
ruina de familias desahogadas, pero desafectas al régimen. Fue completada con la
de marzo de 1940 de Represión de la masonería y el comunismo. Esta LRP no sola-
mente influyó en los siguientes 10 años, sino que lo hará durante todo el franquismo.
En las épocas posteriores a la derrota podemos distinguir los siguientes pe-
riodos de una manera esquemática:

2- 1939-1940: La época donde se despliegan la máxima represión, incluso con


la aplicación de la Ley de fugas. 22- 1941-1943: Concluye con los sumarios extraor-
dinarios, dando origen a un gran número de fusilamientos. La cárcel es un lugar de
exterminio por el hambre, las epidemias, palizas, malos tratos... 32- 1944-1946: El fin

159
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

de guerra mundial le crea al régimen un aislamiento internacional y la inseguridad


de una posible invasión por la frontera francesa. No solo llenó de búnqueres el norte
del País, sino que incluso llevaron a cabo una moderación de la política represiva. 42-
1947-1949: Vuelve de nuevo la radical represión. No solo se aniquiló a la guerrilla sino
que se instauró el terror en sectores de la población civil.
Esta Ley de la jurisdicción especial de Responsabilidades Políticas supone
la última pieza del sistema represivo franquista. Sirvió para acusar al bando re-
publicano de haber desencadenado la Guerra Civil al oponerse al Alzamiento del
18 de julio. Su objetivo era que todas las personas que hubieran formado parte
del Frente Popular, desde dirigentes a militantes de base, hubiesen simpatizado
o mostrado una “pasividad grave", debían reparar los daños morales y materiales
provocados por su comportamiento político.

La LRP impondrían tres tipos de sanciones: Limitando las actividades (in-


habilitación profesional), Limitando el lugar de residencia (especialmente des-
tierros, extrañamiento) y Económicos (pérdida de bienes, pago de multas).
Excepcionalmente podían proponer al Gobierno la pérdida de la nacionalidad es-
pañola, como ocurrió con el presidente Niceto Alcalá-Zamora. Los castigos más
habituales e importantes eran las sanciones económicas, las incautaciones y las
confiscaciones de bienes que iban a nutrir el Régimen con una importante fuente
de ingresos. Multitud de ciudadanos, que tuvieron que hacer frente a las expro-
piaciones y a las cuantiosas multas consecuencia de sus opiniones o actividades
políticas, pasaron verdaderas penalidades.

Las acusaciones podían formularse con carácter retroactivo sancionando ac-


ciones desde octubre de 1934. En caso de que el acusado hubiese muerto o estu-
viera ausente se hacía responsable a los herederos (viuda e hijos) del pago de las
sanciones y multas. Se persiguió a los que ejercieron los derechos reconocidos en
la Constitución de 1931. La LRP fue la precursora de instrumentos más cercanos
en el tiempo como el Tribunal de Orden Público (TOP) y el resto de los instrumen-
tos represivos del Franquismo. El TOP se creó en 1963 como órgano judicial para
reprimir las actividades de la oposición política al régimen franquista. Sustituía
a la LRP, en vigencia desde la Guerra, y basada en la jurisdicción militar En prin-
cipio, pareció que era un paso hacia una forma de represión más ligera, porque,
además, se acompañó de la derogación de la ley de represión de la masonería y el
comunismo, pero pronto se comprobó que no era tal.

IV.1. Los Tribunales de Responsabilidades Políticas (TRP)

En la plana de esta jurisdicción especial, estaban representados el Ejército,


la Magistratura y la FET de la JONS. Se organizaba bajo el Tribunal Nacional de
Responsabilidades, órgano de gobierno de la jurisdicción, encargado de revisar ape-
laciones en última instancia. En un nivel inferior se situaban los Tribunales regionales
(TRRP), uno en cada capital de provincia donde existiera Audiencia Territorial, como
era el caso de Burgos, más otros tres en Bilbao, Melilla y Ceuta. Eran los encargados
directos de juzgar a los acusados. El siguiente peldaño los 61 Juzgados Provinciales

160
Capítulo VI. El regimen penal y penitenciario franquista (Jorge J. Montes Salguero)

instruían las causas antes de pasarlas a los tribunales regionales. Para la confección de
los sumarios se utilizaban los informes de las autoridades locales (alcaldes, párrocos,
guardia Civil, falange local) relatando la actuación política del acusado y se inventa-
riaban sus bienes. Finalmente, estaban los Juzgados Civiles Especiales, uno por cada
Tribunal Regional para la ejecución de las sanciones. La implicación de la iglesia fue
decisiva dado que la ley contempla el informe preceptivo del cura párroco.

Esta amplia red de tribunales no fue suficiente para tramitar el enorme número
de causas instruidas. Más de 200.000 familias sufrieron en España la investigación,
retención o expolio de sus bienes, en un país que en 1940 rondaba los 26 millones
de habitantes. Las responsabilidades se exigían mediante procedimiento sumario
y rápido tramitado por Tribunales y Jueces militares, y se atribuía a los Tribunales
y Juzgados civiles la misión de ejecutar el embargo de los bienes en caso de impago
de la sanción, de acuerdo con lo dispuesto en los artículos 600 y siguientes de la ley
de Enjuiciamiento Criminal. En vez de la reconciliación, se buscó mayor castigo a
los vencidos. Por ello el preámbulo de la Ley expone: “Próxima la total liberación de
España, el Gobierno consciente de los deberes que le incumben respecto a la recons-
trucción espiritual y material de nuestra Patria, considera llegado el momento de dic-
tar una Ley de Responsabilidades Políticas, que sirva para liquidar las culpas de este
orden contraídas por quienes contribuyeron con actos u omisiones graves a forjar la
subversión roja, a mantenerla viva durante más de dos años y a entorpecer el triunfo,
providencial e históricamente ineludible, del Movimiento Nacional”.

Trece meses más tarde, a mitad de marzo de 1940, se complementa con la


Ley de la represión del comunismo y la masonería, que tenía carácter retroactivo.
En 1942 se suavizó la ley, multiplicando los sobreseimientos. En 1945, intentando
dulcificar su imagen hacia el exterior, cesaron los expedientes, aunque hubo fa-
milias que pagaron plazos hasta finales de los 60. Aparte del expolio económico,
el régimen se había hecho con un detallado fichero de enemigos (rojos) y había
extendido por toda España una cultura indeleble de miedo y delación.

IV.2. Represión de la Masonería y el Comunismo

La Ley de 1 de mayo de 1940 tenía también efectos retroactivos. Esta Ley con-
cibe a la masonería y al comunismo como los factores determinantes de la decaden-
cia de España. Tales crímenes de Estado eran imputados también directamente a
sus seguidores y militantes. Por ello, se tipifica el delito de profesión masónica o co-
munista en el artículo 4 y se castiga con pena de reclusión menor, es decir, de doce
años y un día, a veinte años (que era la correspondiente al homicidio o robo con
lesiones), abriendo la posibilidad de que el Tribunal Especial para la Represión de
la Masonería y el Comunismo añadiera a dichas organizaciones las ramas y orga-
nizaciones auxiliares que juzgase necesarios. La Ley de Represión de la Masonería
y el Comunismo se dirigió fundamentalmente contra los masones, puesto que los
comunistas podían ser juzgados de acuerdo a la ley de Responsabilidades Políticas.

Con la Ley de Seguridad del Estado se otorgó al régimen franquista la posibi-


lidad de perseguir, por delictiva, cualquier disidencia futura. La ley castigaba con

161
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

pena de muerte delitos como posesión de armas, la traición o la sublevación, y


a severas penas de prisión o multas a los que ofendieran, de palabra u obra, las
instituciones del Estado. No hay que olvidar que, en la disposición transitoria de la
primera ley citada, se establecía: «mientras no se disponga lo contrario todos los
delitos comprendidos en esta Ley serán juzgados por la jurisdicción militar con
arreglo a sus propios procedimientos», lo que fue ratificado en 1947 en el decreto
ley que derogó éste: «La jurisdicción militar será la competente para conocer de
los delitos castigados en esta Ley, que serán juzgados por procedimiento sumari-
simo». Francisco Tomás y Valiente expone con claridad las claves para entender
el sistema jurídico que se establece en 1939. El derecho de guerra implica que
aquel que gana la contienda militar, aunque en este caso fuera el propio Franco
quien la iniciara mediante un golpe de Estado contra el gobierno legítimo de la
IT República, sin necesidad de cambiar la normativa: «Esa paradójica alteración
de quién es el verdadero poder legítimo y quién es el verdadero rebelde, implicó
un cambio de papeles, según el cual, quien el 17 de julio era leal al gobierno de la
República, pasó por ser, el 1 de abril del 39, o durante los tres años intermedios en
la España territorialmente ocupada por los militares que se alzaron, culpable de
un delito de rebelión. Esta fue una lógica inexorable y esto es lo que pasó»??,
El tribunal fue creado por la Ley de Represión de la Masonería y el Comunismo,
de 1 de marzo de 1940 (art? 12) que funcionó de 1940 a 1963. En 1971 los pro-
cesos seguidos así como el resto de documentación que produjo, fue trasladada
a las dependencias de la Delegación Nacional de Servicios Documentales, que
posteriormente llegaría a convertirse en el A.G.G.C.E (ARCHIVO GENERAL DE LA
GUERRA CIVIL) en Salamanca. Allí se conserva la mayor parte de la documenta-
ción producida por el Tribunal: expedientes personales de sus miembros, los re-
gistros, los libros de sentencias, los diarios de sesiones y los más de 64.000 expe-
dientes de los procesos instruidos.

Era la propia Delegación Nacional de Servicios Documentales, el organismo


encargado de facilitar al Tribunal los informes personales de los sospechosos de
pertenecer a la organización masónica (3.700 en 1942, por ejemplo). El Tribunal
también se encargo de perseguir a rotarios, teósofos o miembros de la Liga de
Derechos del Hombre. Con la documentación incautada, la Delegación Nacional de
Servicios Documentales formaba cinco tipos de expedientes:
e Personales: reúnen documentos con datos concretos sobre personas. Los
datos de estas personas se trasladaban igualmente al fichero general de la
Delegación.
e Instituciones: reúnen documentos sobre logias, obediencias y otras asocia-
ciones, especialmente libros de actas, miembros, cotizaciones, etc.
e Asuntos: reúnen documentos originales sobre determinados aspectos de
la masonería.
e Actividades: recogen información sobre actividades masónicas en una lo-
calidad o territorio.
e Expedientes de recuperación: nos dan a conocer el proceso de incautación
de los documentos y objetos masónicos.

162
Capítulo VI. El regimen penal y penitenciario franquista (Jorge J. Montes Salguero)

+ Precisamente con los muebles y otros objetos incautados a la Masonería


por las tropas franquistas durante la Guerra Civil, el Tribunal recreó con
profusión de calaveras y capuchas negras una inexistente logia que asus-
taba al espectador, con objeto de demonizar a la masonería a la que Franco
acusaba de ser una de las principales culpables de la supuesta decadencia
y crisis española?”.

IV.3. Ley de Vagos y Maleantes

En el Código Penal de 1944 no se hizo mención expresa a la homosexualidad,


pero fue incluida dentro de los delitos de escándalo público, abusos deshonestos
y contra la honestidad. El Código de Justicia Militar del 17 de julio de 1945, en el
Tratado Il, artículo 352, tipificó los actos deshonestos cometidos por un militar
con una persona del mismo sexo, estableciendo pena de cárcel militar de 6 meses
y un día a 6 años de cárcel, apartándolo además del servicio. La Ley de Vagos y
Maleantes del 4 de agosto de 1933, reformada por la ley de julio de 1954, que mo-
dificó los artículos 2 y 6 de dicha Ley, condenaba la homosexualidad por ofender a
la moral española y contraria a las buenas costumbres. Se añadía también que se
trataba de proteger y reformar, no de castigar, corrigiendo “a sujetos caídos al más
bajo nivel de moral”.
La Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social del 4 de agosto de 1970 tuvo por
objetivo la substitución de la Ley de Vagos y Maleantes, y estuvo en vigor hasta fina-
les de 1978. La Ley de Vagos y Maleantes fue creada durante la II República, el 4 de
agosto de 1933, en la cual no se recogía literalmente la homosexualidad como delito,
y se mantendrá a lo largo de la dictadura franquista remodelándose en el año 1954 y
recogiendo ya la homosexualidad como delito en sí mismo. Los artículos de esta Ley
creada en la II República, comprendía a los vagos, rufianes, proxenetas, ladrones,
contrabandistas, extranjeros ilegales, etc. En su apartado 10* del artículo 2%, y en
los Apartados 1? y 32 del artículo 32, daba pie para la represión de los homosexua-
les: Artículo 2* (Capítulo D), apartado 10%: “Los que observen conducta reveladora
de inclinación al delito, manifestada: por el trato asiduo con delincuentes y malean-
tes; por la frecuentación de los lugares donde estos se reúnen habitualmente; por
su concurrencia habitual a casas de juegos prohibidos, y por la comisión reiterada
y frecuente de contravenciones penales”. En la reforma de 1954, se definirán los
homosexuales como individuos peligrosos. Así se establecía en el nuevo artículo 22
reformado: “Podrán ser declarados en estado peligroso y sometidos a las medidas
de seguridad de la presente ley: -Apartado segundo: “Los homosexuales, rufianes y
proxenetas”. Artículo 3% (Capítulo I) Apartado 12: “Los reincidentes y reiterantes de
toda clase de delitos en los que sea presumible la habitualidad criminal”. Apartado
2%: “Los criminalmente responsables de un delito, cuando el Tribunal sentenciador
haga declaración expresa sobre la peligrosidad del Agente”. Es decir, a partir de la
Ley de Vagos, aquellas personas que ejerciesen con frecuencia algunas de las prác-
ticas «asociales» descritas en el texto legal o reincidiesen en la ejecución de faltas
o pequeños delitos podrán ser tildadas de «peligrosas» y, en consecuencia, some-
tidos a un proceso judicial para establecer las medidas a adoptar para defender a
la sociedad. Los encargados de dictaminar qué individuos podían ser procesados o

163
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

no, fueron los jueces especiales de vagos y maleantes, los cuales, valorando los an-
tecedentes de los sospechosos y sus conductas sociales, emitían un dictamen. Por lo
tanto, a través de las consideraciones de los Tribunales, la homosexualidad se consi-
deró un delito y fue condenada a: a) Internado en un Establecimiento de trabajo o en
un Establecimiento de custodia, a la elección del Tribunal. b) Prohibición de residir
en un determinado lugar o territorio. c) Sumisión a la vigilancia de Delegados. En la
práctica, la mayoría de los homosexuales condenados fueron ingresados en prisio-
nes comunes, en módulos apartados para no “contaminar” al resto de los presos. La
Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social del 4 de agosto del 1970 tuvo por obje-
tivo la reforma y “mejora” de la Ley de Vagos y Maleantes contra los homosexuales,
estando en vigor hasta finales de 1978. Lo que se hizo fue una modificación del ar-
tículo 2? y 6%, atacando los actos homosexuales como peligrosos y propios de “indi-
viduos enfermos”, y estableciendo penas para los mismos. Artículo 2% (Capítulo 1):
Serán declarados en estado peligroso y se les aplicarán las correspondientes me-
didas de seguridad y rehabilitación. Apartado tercero: “A Los que realicen actos de
homosexualidad”. Artículo 6* (Capítulo III): De la aplicación de las medidas de segu-
ridad. Apartado tercero: “A los que realicen actos de homosexualidad y a los que ha-
bitualmente ejerzan la prostitución se les impondrá, para su cumplimento sucesivo,
las siguientes medidas: a) Internamiento en un establecimiento de reeducación; b)
Prohibición de residir en el lugar o territorio que se designe, o de visitar ciertos lu-
gares o establecimientos públicos, y sumisión a la vigilancia de los delegados. Como
consecuencia de esta reforma por Orden del Ministerio de Justicia de 1 de julio de
1971 se crearon los centros específicos que esta Ley demandaba, como fue el caso
del Centro de Homosexuales de Huelva, encargado de reeducar a homosexuales
varones.

V. LEGISLACIÓN PENITENCIARIA: EL REGLAMENTO PENITENCIARIO DE 1948

V.1. Sus disposiciones

El sistema represivo penitenciario, arranca del de la II Republica.


La Segunda República consigue instaurar una serie de disposiciones, como
consecuencia del espíritu del Código Penal de 1932 impulsado, en otros, por
Victoria Kent al frente de la Dirección General de Prisiones:

* Orden de 22.04.31, asistencia voluntaria alos oficios religiosos.


e Orden de 13.05.31, se suprimen, las “celdas de castigo”, ordenando retirar
de los establecimientos los grillos, hierros, y cadenas de sujeción que se
venían utilizando en los establecimientos penales.
e Decreto de 23.10.31, creando un Cuerpo femenino de prisiones.
e Orden de 30.11.31, disponiendo que los gastos de viajes de los penados
libertos fueran costeados por la Administración, al igual que la ropa “civil”
cuando fuera puesto en libertad.
e Decreto de 29.03.32, creando el Instituto de Estudios Penales y la prepara-
ción y perfeccionamiento de los funcionarios de prisiones.

164
Capítulo VI. El regimen penal y penitenciario franquista (Jorge J. Montes Salguero)

e Decreto de 5.07.33, estableciendo un Hospital Psiquiátrico Judicial (Alcalá


de Henares) para los enajenados mentales, alcohólicos y toxicómanos.
* Decreto de 7.12.34, creando en Alcalá de Henares la Casa de Trabajo para
vagos y maleantes (medida de seguridad).
Estas afectaron también a los permisos de salida, las visitas íntimas, la li-
bertad condicional para los septuagenarios y, como queda dicho, la creación del
Cuerpo Femenino de Prisiones, en sustitución a las monjas (personal dedicado a la
atención de las reclusas).
El Reglamento penitenciario de 1948, denominado por Garrido Guzmán “de
la posguerra”, presenta las siguientes características: el tratamiento estaría fun-
dado en principios de la caridad cristiana, que junto a la retención y custodia de
detenidos, presos y penados se busca una labor redentora en los mismos; desarro-
lla penitenciariamente los aspectos autoritarios del Código Penal de 1944; clasifi-
ca los establecimientos en prisiones centrales (hombres y mujeres), provinciales
(para preventivos) y de partido (para preventivos y arrestados) y el sistema de
ejecución de penas es el progresivo. Se introduce la redención de penas por el tra-
bajo, recogido por el Código Penal de 1944.
El inicio de la etapa franquista tuvo varios escenarios bien diferenciados en el ámbi-
to penitenciario. En puridad no podríamos hablar de situación penitenciaria tal y como
la conocemos, sino de situación militar consecuencia de las insidias y crueldades que
conlleva cualquier acontecimiento bélico. La interpretación sesgada que realizan parti-
darios y detractores del franquismo y el exceso de documentación centrada en el énfasis
negativo de la época autoritaria dificultan la tarea de obtener información objetiva.
Partimos del año 1938 en la España del franquismo, momento en que se ins-
titucionaliza el sistema penitenciario con la creación del Ministerio de Justicia y el
Servicio Nacional de Prisiones, tras unos pasos previos de gestación del mismo en
los que se había restituido la vigencia del Reglamento de los Servicios de Prisiones
de 1930. La privación de libertad en los inicios del franquismo se caracterizó por
el incremento de la población reclusa, al sumar a los presos comunes los milicia-
nos del bando republicano encarcelados y posteriormente los que fueron someti-
dos a la Ley de Responsabilidades Políticas (1939).

A partir de 1940, momento en el que se llega a las máximas cifras de reclusión,


270.719 personas (incluyendo penados, procesados y detenidos), el régimen inició
una política de vaciamiento o también denominada “redencionismo”, ya que se en-
contraba con un problema por la gestión de tal cantidad de personas, su manuten-
ción y la necesidad de volver a cierta normalidad, puesto que una vez finalizada la
guerra no era necesario mantener en reclusión a todo tipo de opositores. De este
modo se empezó a llevar a cabo una política de vaciamiento de las prisiones auspi-
ciada por el propio General Franco. Para ello se adoptó un sistema de aligeramiento
de los establecimientos mediante la redención por trabajo, el cual requería cierto
tiempo, por lo esta medida se complementó con otras como las siguientes:
Constitución de las denominadas Comisiones Provinciales de Clasificación de
Presos con la finalidad de liberar a todos aquellos encarcelados que, sin causa ni
autoridad conocida, no tuviesen informes en contra de su localidad de origen.

165
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

Comisiones de examen de penas, las cuáles revisaban las mismas por delitos de
rebelión debido a la falta de uniformidad en las penas impuestas por los diferentes
tribunales en cada zona.
Recurso a la libertad condicional a reclusos mayores de 65 años por causas
humanitarias y con sujeción a diversos requisitos (cumplimiento de parte de la
pena), beneficios extraordinarios para los condenados por la jurisdicción militar a
penas hasta seis años y un día o hasta doce años y un día con la mitad de la conde-
na cumplida e informes previos favorables.
Estas medidas puestas en marcha en 1940 fueron poco eficaces y obligaron al
Régimen a ir perfilando un modelo que permitiese reducir el número de personas
en las prisiones, a través de sistemas más flexibles basados en la libertad condicio-
nal, algo que finalmente se consiguió dando como resultado que entre el 1 de abril
de 1939 y el 1 de enero de 1945, la población reclusa se redujese.

La posguerra en el ámbito penitenciario se inicia tras el Código Penal de 1944


y el Reglamento de prisiones de 1948, poniendo orden en la organización de un
sistema donde existía una doble condición de los penados: por un lado los presos
de guerra y por otro los comunes. Con el Código Penal de 1944 se establecía un
régimen progresivo de cuatro fases con un periodo de observación (mínimo de 30
días), seguido del trabajo en comunidad como actividad laboral que debía durar
habitualmente hasta la extinción de una cuarta parte de la condena, para dar lugar
a la etapa de readaptación social que culminaba con la libertad condicional”.

El nuevo Código Penal originó el reglamento de prisiones de 1948 que venía


a sustituir al vigente en ese momento y que databa de 1930. De esta forma se uni-
ficaban las normas que de manera desordenada se habían ido dictando durante el
periodo de vaciamiento, además de dar una regulación completa a la redención de
penas por trabajo y de incluir un sistema que, según la exposición de motivos del
propio reglamento, guardaba criterios científicos «con arreglo a las más avanzadas
doctrinas, que miran al delincuente, como persona humana, susceptible de regenera-
ción, mediante un tratamiento penitenciario».

El Reglamento de 1948 se compuso de tres Títulos (“Régimen y disciplina de las


Prisiones”, “Administración y Contabilidad”, “Del personal de las Prisiones”), con un to-
tal de 677 artículos, estando en vigor hasta la elaboración del Reglamento de 2 de fe-
brero de 1956. Pese a sus postulados formales, y considerando el periodo histórico
señalado, resulta indudable que las prisiones cumplían misiones más de defensa y
custodia que reformadoras, siendo esta la nota predominante del Reglamento.

Las Juntas de Régimen y Administración (en las que se incluía el capellán) ca-
recían de funcionarios cualificados, y sus líneas de actuación eran prácticamente
autónomas. Por encima de este órgano se hallaba el Director del Establecimiento,
figura directamente vinculada a la estructura jerárquica de mando en el Régimen
franquista y con una autoridad extraordinariamente superior respecto a los res-
ponsables administrativos de cualquier otro servicio público.

La disciplina tenía matices castrenses y constituía la primera y práctica úni-


ca finalidad de la privación de libertad, en la que participaban incluso los propios

166
Capítulo VI. El regimen penal y penitenciario franquista (Jorge J. Montes Salguero)

reclusos que, bajo de denominación de «auxiliares de régimen» o «destinos» ejercían


funciones disciplinarias sobre sus compañeros, herederos de los «cabos de varas»,
«mitad presidiario sometido a la cadena y a la cuadra, mitad funcionario público, con
galones y su vara, que junto al calabozo y los hierros eran los medios de castigo más
habituales», Las sanciones eran especialmente duras y los reclusos carecían de me-
canismos jurídicos de recurso frente a las resoluciones de la administración.
Desde el primer momento de la sublevación, las cárceles estuvieron a cargo de
militares, los que establecieron normas que copiaron de la institución militar que
los gobernaba. Este hecho se puede contemplar en sus manifestaciones exteriores,
como las constantes formaciones, las posiciones en ellas de firmes o descanso, los
toques reglamentarios y sobre todo su disciplina, y rigor en su aplicación, bastante
pareja a la que se observaba en la institución castrense. Esta disciplina, heredada
de la militar, derivará en rigor en el trato con los reclusos, que terminará en mu-
chas ocasiones en maltrato.

El sistema penitenciario progresivo era rígido: se pasaba de grado en grado y


de establecimiento en establecimiento, atendiendo a la parte de condena extingui-
da y no a datos relativos a la persona. Incluso para la libertad condicional se aten-
día a la naturaleza del delito cometido, con preferencia a la consideración de otros
factores. Este sistema penitenciario progresivo se vincula directamente con los
postulados decimonónicos instaurados en España que, sin embargo, constituye-
ron en su momento un importante avance en la praxis penitenciaria internacional.

La educación y la instrucción eran elementales, y se hacía especial hincapié


en la educación católica, que era obligatoria para los bautizados. Sin duda, en esta
visión de la reclusión subyacen las antiguas ideas moralizadoras de la propia ins-
titución. Así, se señala que gran número de reclusos provenían de ambientes “in-
morales” cuya influencia era la causa principal de su delito. Los delincuentes eran
considerados como sujetos depravados, desprovistos de moralidad, inadaptados,
y no pocas veces inadaptables a la vida social, y para su reincorporación a ella ne-
cesitaban ser sometidos a una seria cura moral?

Este reglamento experimentaría posteriormente algunas modificaciones,


como la realizadas en 1956, 1968 y tras la muerte de Franco en 1977. En 1964,
la organización de trabajos penitenciarios que se estaba llevando a cabo a través
del Patronato Central de Nuestra Señora de la Merced, se reguló como organis-
mo autónomo adscrito al Ministerio de Justicia a través de la Dirección General
de Prisiones. Dicho organismo constituía el antecedente de lo que hoy se conoce
como el Organismo Autónomo Formación para el Empleo y Trabajo Penitenciario.
Paralelamente a esta situación en España, en el plano internacional se aprobaron
las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos en 1955 y posteriormente
en 1966 se adoptaba el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

V.2. Prisiones de mujeres

Las normas que regulaban la acusación fiscal y de las que hace un uso exhaus-
tivo la Fiscalía Jurídico Militar en todos los procedimientos sumarísimos incoados,

167
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

fueron establecidas por el Bando de Guerra de 28 de julio de 1936, los Decretos de la


Junta de Defensa Nacional números 55 y 109 y el Código de Justicia Militar de 1890.
Estas normas establecían que las personas inculpadas por cualquiera de los hechos
considerados delictivos durante el tiempo de instrucción, fueran ingresadas en esta-
blecimientos penitenciarios en calidad de presos preventivos. Pero aún antes de ser
imputados formalmente, había gran cantidad de 'retenidos/as' en prisiones de todo
tipo, donde se incluían hasta los propios calabozos de los acuartelamientos.

Si tenemos que destacar una característica de las cárceles en general y de las


de mujeres en particular, ésta era el hacinamiento, lo que conllevaba y propiciaba
la transmisión de enfermedades contagiosas, que campaban a sus anchas en es-
pacios insalubres y donde la debilidad física motivada por la falta de alimentación
adecuada y suficiente, hacía que la mortandad carcelaria alcanzase tasas elevadí-
simas. El cumplimiento de las penas se efectuó en cárceles y prisiones, donde la
masificación constituyó una constante, con condiciones higiénicas mínimas y don-
de la vida del recluso/a se desenvolvió en unos parámetros difícilmente soporta-
bles, donde la muerte por enfermedad o malnutrición era frecuente. Estas insufi-
ciencias de hábitat, alimentarias e higiénicas, provocaron carencias de todo tipo
de forma continuada y minaban la resistencia de unas personas que, en muchos
casos, ingresaban en los centros de cumplimiento de penas con la salud afectada
por la guerra o por la insuficiente alimentación, empeorando su estado o provo-
cando la propagación de enfermedades contagiosas.
El resultado fue que, muchas de las personas que ingresaron en los centros
penitenciarios no consiguieron superar ese estado y fallecieron cuando se encon-
traban cumpliendo condena. Las veces en las que el fallecimiento se producía en
sus domicilios familiares era porque, detectada la falta de salud y ante su inmi-
nente fallecimiento, eran devueltos a sus familias cuando ya no tenían ninguna so-
lución sus padecimientos o dolencias. En estos casos, les era concedido el paso a
la situación de prisión atenuada como gracia especial y extraordinaria. Entre los
fallecidos en prisión podemos ver motivos de muerte por problemas cardiacos,
como, asistolia, insuficiencia cardiaca, colapso cardiaco, insuficiencia mitral, endo-
carditis, angina de pecho, insuficiencia aórtica, miocarditis; por deficiencias físicas
derivadas de problemas pulmonares, como bronconeumonía, bronquitis cróni-
ca, tuberculosis pulmonar, neumonía. En número menor se producen una varia-
da gama de causas de muerte como gangrena, tifus, viruela hemorrágica, nefritis,
anemia, hemorragia cerebral, meningitis lúctica, úlcera gástrica, uremia, caquexia
o estado de extrema desnutrición, disentería, enteritis, gangrena seca o peritoni-
tis. Otras veces es la desesperación la que produce su efecto y en algunos casos el
privado de libertad recurre al suicidio, al no encontrar solución a los problemas de
todo tipo que le acucian.
En el año de 1944, tras comprobarse que la ración de un recluso no llegaba a las
1.500 calorías necesarias para su sustento, se elevó la plaza en rancho a 3 pesetas/
día, con el fin de que no se produjesen casos de enfermedades carenciales que eran,
desde todos los puntos de vista, un tema “antieconómico”. Pero se incluyeron, en el
precio de la ración, el pan y el combustible para su confección, generalmente leña.
Como punto de comparación podemos ver que, para un funcionario de prisiones, la

168
Capítulo VI. El regimen penal y penitenciario franquista (Jorge J. Montes Salguero)

misma asignación durante el mismo año, era de ocho pesetas por día, y para las reli-
giosas que colaboraban en las prisiones era elevada a seis pesetas por día.

Una de las primeras medidas, tomada en plena guerra, fue la vuelta a las prisio-
nes de las Órdenes Religiosas Femeninas, anulándose la reforma de Victoria Kent
(Decreto de 23 de octubre de 1931). La orden de 30 de agosto de 1938 daba vía libre
a la contratación de servicios con las comunidades religiosas, con la excusa de inten-
sificar los valores morales en los establecimientos penitenciarios. Se recuperaba así
la tradición de prisiones administradas por religiosas, completada con la puesta en
vigor del Reglamento Penitenciario de1930, derogado por la República.
El régimen penitenciario también fue estricto con la religión y la moralidad.
Lo refleja, fehacientemente una orden circular del Servicio Nacional de Prisiones
a los directores de los establecimientos carcelarios de 19 de enero de 1939: “A los
reclusos que incurran en semejante falta (blasfemia) se les impondrá la primera vez
privación de comunicaciones oral y escrita por tiempo ilimitado, hasta que se apre-
cie su arrepentimiento, y en caso de reincidencia, además de aplicarles alguna de
las restantes correcciones que determina el artículo 100 del Reglamento, quedarán
siempre inhabilitados para obtener el beneficio de la libertad condicional y de la re-
dención de penas por el trabajo”.
La misión de las carceleras era conseguir los objetivos político-morales que
las autoridades franquistas pretendían inculcar a las presas. El nacional-catolicis-
mo debía de imponer la religión en todos los ámbitos de la sociedad, y las que se
apartaron de la tal vía serían sus objetivos preferentes durante años, siendo un
modelo de justicia divina y perdón religioso. El control religioso, dentro de la vida
carcelaria, iba a representar, poco a poco, un valor en alza, que llegaría a acaparar
cada vez más parcelas de poder. Las órdenes religiosas que colaboraron en esta
tarea fueron “Hijas de la Caridad”, “Oblatas”, “Hijas del Buen Pastor” y “Cruzadas”,
orden esta última que fue creada durante la guerra civil, con el fin de ocuparse de
las actividades de reeducación en las cárceles de mujeres. Una de las parcelas de
poder, en el interior de las prisiones, que iban a ocupar preferentemente las ór-
denes religiosas, fue sobre todo la del poder económico y administrativo. En este
sector, se les encomendaron labores de administración en las de los hombres, y
una gama más amplia de servicios en las de mujeres.
El Régimen nombró nuevas funcionarias de prisiones, que fueron elegi-
das entre las más afectas a la Causa Nacional, a las que se integró en la Sección
de Femenina del Cuerpo de Prisiones. Para ingresar en este Cuerpo era un valor
de suma importancia el ser familiar de alguna de las víctimas de la violencia re-
publicana y demostrar su lealtad al Régimen. Los sentimientos de revancha, que
muchos de estos funcionarios experimentaban hacia esas mujeres presas, fueron
aprovechados por las autoridades penitenciarias para asegurarse el celo en la vi-
gilancia y castigo de las presas, convirtiéndose en un leal instrumento de la repre-
sión franquista.

Las condiciones de vida en las cárceles de mujeres, como en la mayoría, eran


alarmantes. Los malos tratos, el hacinamiento, las malas condiciones higiénicas y
sanitarias y la alimentación precaria e insuficiente adquirieron tintes realmente

169
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

dramáticos. Con la agravante, además, de que había muchos hijos de reclusas que
convivían con ellas en pésimas condiciones. De los múltiples testimonios recogi-
dos por Tomasa Cuevas”, nos encontramos con la descripción de lo que eran las
condiciones de vida en las cárceles contada por una mujer después de ser deteni-
da: “me dieron cuatro golpes sin importancia y me llevaron a una habitación lla-
mada la habitación de la sarna. Aquella habitación era una masa de seres huma-
nos. Había gran cantidad de mujeres, puestas en varias filas, lo cual no permitía
moverse si no nos poníamos de acuerdo para poder cambiar de postura. El espa-
cio de la sala podría haber sido para diez mujeres, tal vez doce con petate. Pero
debíamos ser unas sesenta. Durante el día recogíamos los escasos petates de que
disponíamos y las presas de más edad y las madres que tenían pequeños se senta-
ban en ellos, pero el resto teníamos que continuar de pie. A ratos nos turnábamos
para poder descansar un poco; tampoco es cómodo permanecer de pie todo el día.
Como váter teníamos un desagúe en el suelo. Incluso en el bordillo de este se apo-
yaban las cabezas de las mujeres y pobre de la que le tocó estar en ese sitio -se
utilizaba constantemente- iban a hacer sus necesidades y tenían que levantarse a
cada momento. Todas tenían sarna y yo también la cogí. Nos daban azufre para que
nos fregásemos el cuerpo y con cubos de agua nos lavábamos cada dos o tres días,
pero solo nos proporcionaban tres o cuatro cubos de agua para todas las mujeres
que teníamos el cuerpo cubierto de azufre. Para beber nos daban cada tres días un
poco de agua, la cantidad aproximadamente de un bote de leche condensada”?
La menor oferta laboral para las mujeres en los talleres penitenciarios generó
una mayor presión hacia ellas. Muchas tenían que realizar trabajos clandestinos
dentro del penal intentando que alguien sacara los productos elaborados, vender-
los en el exterior para procurarse algunos recursos ilegales y no controlados y así
alimentar mejora sus hijos. La represión en las cárceles tuvo consecuencias fatales
para las internas. A muchas de ellas les aparecía la menopausia a muy temprana
edad, con lo que después no pudieron tener hijos. De igual forma, muchas mujeres
padecieron desarreglos metabólicos por las secuelas de la mala alimentación y la
presión vivida durante el encarcelamiento. Los atentados contra la integridad mo-
ral de las presas políticas también se producían con el vestuario. Por orden de di-
rección en muchas cárceles no se permitía a las mujeres que usaran blusas y otras
prendas de colores llamativos y chillones. Además, cuando ingresaban en prisión,
si tenían menos de 45 años, se les cortaba el pelo, dejándoselo corto para prevenir-
las contra los parásitos. Si eran mayores no se hacía esa operación. Un argumento
peregrino y ridículo a los ojos de cualquier mortal. ¿Acaso las mujeres mayores de
45 años no tenían riesgo de contagiarse de los parásitos? Evidentemente, lo que
se pretendía era desposeer a las jóvenes de cualquier cualidad de atractivo físico.
Una de las páginas más negras escritas por el régimen franquista en las cár-
celes de mujeres fue la segregación de los hijos de las presas políticas. Miles de
niños fueron separados de sus madres porque, según el régimen, así se prevenía
a los niños del contagio moral de sus madres, que eran mujeres desviadas debido
a sus ideas políticas. Eran “rojas y marxistas”, o lo que para el franquismo era lo
mismo, enfermas mentales que no pueden criar y educar a sus hijos. Por Orden de
30 de marzo de 1940 se determinó que las internas solo podían tener a sus hijos
hasta los tres años de edad, después eran enviados a sus familiares (en el mejor

170
Capítulo VI El regimen penal y penitenciario franquista (Jorge J. Montes Salguero)

de los casos) o a las instituciones de beneficencia. En muchos casos, estos niños


mayores de tres años eran deportados y desaparecían. Muchas madres, cuando
salieron en libertad tuvieron que iniciar la búsqueda de sus hijos y nunca los en-
contraron. Un ejemplo de esas deportaciones masivas de niños tuvo lugar en la
cárcel de Saturrarán, en 1944. Funcionarias y monjas ordenaron a las presas que
entregasen a sus hijos. Al parecer se produjo un alboroto considerable, con palizas
y castigos a las presas. Los niños fueron introducidos en un tren hacia un destino
desconocido. La Orden de 30 de marzo abrió el camino hacia las deportaciones
infantiles desde la cárcel hasta el espacio tutelar del Estado.

V.3. Régimen de Redención de penas

La exposición de motivos de la orden de 27 de abril de 1939 por la que se


instituía a Nuestra Señora de la Merced Patrona del Cuerpo de Prisiones, del
Patronato Central y Juntas Locales para la Redención de las Penas por el Trabajo,
resumía a la perfección el espíritu de la nueva institución que debía acometer el
problema penitenciario desde la óptica misionera española, la misma que guió la
Reconquista y la propia conquista y evangelización de América, como se recuerda
en la misma orden.

Sin embargo, la Redención de Penas por el Trabajo surgió para mitigar las
largas penas privativas de libertad que resultaban de la aplicación del Código
de Justicia Militar de 1890 a los condenados por rebelión militar, “extendiéndose
después a las penas de Derecho Común, cumpliendo en ellas la misma finalidad”. La
Redención de Penas por el Trabajo se incorporó al Código Penal vigente en 1944 y
fue una figura que se mantuvo en sus posteriores refundaciones y reformas, par-
tiendo de un contexto jurídico doctrinal donde la redención se inserta en el marco
de un derecho autoritario, en el que “el Estado se impone sobre las personas”. De ahí
la naturaleza de su origen en el que se encuentra su lógica abusiva, su carácter ex-
plotador y su persistencia como elemento arcaizante que integra todavía aspectos
del control y del defensismo social de los Código anteriores de 1928 y 1932 y36.
El régimen franquista, consciente del problema de la masificación, elabora
ya, todavía en plena guerra civil, la normativa sobre Redención de Penas por el
Trabajo, mediante Decreto de 28 de mayo de 1937, incorporándose después en
el Código Penal de 1944 para delitos de rebelión militar. Aunque, la norma que
introduce por primera vez el concepto de redención es la Orden de 7 de octubre
de 1938 dictada en Vitoria e inspirada en las teorías del jesuita Pérez del Pulgar. Se
crea con esta Orden el Patronato para la Redención de Penas por el Trabajo con-
virtiéndose, desde ese momento, en el gran organismo gestor de los rendimientos
delos trabajos forzados de los presos. El referido Patronato contaba en cada lugar
con una Junta Local compuesta por el alcalde, necesariamente afiliado a Falange,
el cura párroco del pueblo y un vocal que había de ser “una mujer que reúna condi-
ciones de espíritu profundamente caritativo".

En el artículo 100 del citado Código Penal de 1944, se establecía que el sen-
tenciado a penas de cárcel podía reducir la condena en un tercio de su duración,

171
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

abonándole un día por cada dos de condena, siempre que cumpliera el requisito
de trabajar. Para algunos penalistas, entre los que destaca Francisco Bueno Arús,
este beneficio penitenciario se gestó como una forma vergonzosa para solucionar
el pavoroso problema penitenciario generado tras la guerra civil. La mejor solu-
ción hubiera sido la concesión de una amnistía general y no mediante este meca-
nismo. Sin embargo, la redención de penas no se aplicaba a los condenados por el
Tribunal Especial de la Masonería y el Comunismo porque eran “sujetos no aptos
para la corrección”. Según el coronel Máximo Cuervo Radigales, Director General
de Prisiones entre 1938 y 1942, en este asunto los principios teológicos acabaron
por desplazar toda doctrina jurídica, legal y filosófica de las penas y además fue-
ron una forma de aminorar “los merecidos dolores de los que con su estulticia o su
maldad pusieron en trance de muerte a España””*.

En este momento histórico, la finalidad de las penas de prisión no era, como


hoy día, la reeducación y reinserción social de los condenados, sino que la pena
tenía como única finalidad el castigo, el encierro y la expiación. Aunque, desde el
Régimen se hablaba de “redención”, éste término tenía una connotación decimonó-
nica y puramente religiosa. Con la cárcel se pretendía adoctrinar al reo, inculcarle
las ideas del nacional catolicismo, de la Falange y de la España Imperial y erradicar
todo pensamiento comunista, marxista, socialista o anarquista. En los patios se
obligaba a los presos a cantar diariamente el “Cara al Sol” y el “Oriamendi” con
el brazo en alto y además tenían que ir a misa todos los domingos y festivos. Si el
sometimiento a estas ideas y costumbres era generalizado entre la población civil,
cuánto más lo podía ser en la cárcel, donde el recluso estaba privado de los más
elementales derechos humanos. Sobre este medio de castigo, retribución y utili-
dad, se construyó además la imagen de su “reinserción” en la vida civil. La unión, el
9 de julio de 1939, de la Redención y de la Libertad Condicional, pretendían garan-
tizar desde el tratamiento, un régimen de reducción de la población reclusa inspi-
rándose en el trabajo y en la buena conducta, “obteniendo la doble ventaja de que se
revise periódicamente el doble el tiempo de la pena redimido por el recluso y de que
este quede en libertad sujeto al plazo de prueba de conducta que debe constituir la
nueva característica de todo beneficio de abreviación de la pena””*,
En un principio la reducción de condena será de un día por cada día trabajado
“con rendimiento real no inferior al de un obrero libre” y se mantienen las retribu-
ciones establecidas en 1937: 2 pesetas por día (1,5 de manutención y 0,5 de libre
disposición), 2 pesetas que se entregaban a la mujer en caso de estar casado y 1
más por cada hijo menor de 15 años (o mayor de esa edad, pero incapacitado para
el trabajo). La selección inicial de trabajadores se hará en función de la duración
de la condena, teniendo preferencia los de penas “leves” -inferiores a 12 años y un
día—, lo que se justificaba en la intención de “incorporar rápidamente a las tareas
de engrandecimiento patrio a aquellos reclusos que están en condición de redimir
prontamente su pena, volviéndolos a su hogar y a su trabajo libre”

En las prisiones franquistas de la postguerra nos encontramos con tres grupos


o categorías de presos: los políticos “anteriores” que cumplen pena por “delitos”
cometidos durante la guerra; los políticos “posteriores” que ingresan en la cárcel
por acciones de resistencia o actos políticos llevados a cabo una vez concluida la

172
Capítulo VI. El regimen penal y penitenciario franquista (Jorge J. Montes Salguero)

contienda, y los presos “comunes”, recluidos por delitos tipificados en el código


penal y juzgados por la justicia ordinaria. La configuración del sistema penitencia-
rio se hará pensando que sus únicos destinatarios son los presos políticos “an-
teriores”, es decir, aquellos que son consecuencia directa del conflicto. Todas las
medidas que en este ámbito se adoptan con anterioridad a 1944 se dirigen exclusi-
vamente a ese grupo de población reclusa; ni los presos “posteriores” ni los comu-
nes parecen existir para los responsables y teóricos del sistema. De hecho, estos
dos últimos grupos quedan excluidos de la posibilidad de redimir pena -aunque
habrá algunas excepciones entre los comunes- y, desde luego, no podrán acogerse
a ninguna de las medidas de excarcelación en libertad condicional que se acuer-
dan durante esos años con la intención de vaciar las sobreocupadas prisiones?*.

VI. ELTRIBUNAL DEL ORDEN PUBLICO


El TOP, con sede en Madrid y compuesto por un Presidente, dos magistrados,
un fiscal y un secretario, fue creado por la Ley 154/63 de 2 de diciembre de 1963.
Según establecía dicha ley, tenía competencia privativa para conocer de los delitos
cometidos en todo el territorio nacional, singularizados por la tendencia en mayor
o menor gravedad a subvertirlos principios básicos del Estado, perturbar el orden
público o sembrar la zozobra en la conciencia nacional.

Pasaban también a su jurisdicción las atribuciones del Tribunal Especial


de Masonería y Comunismo que existía desde 1940 y que desapareció en 1964.
Consecuentemente con lo anterior, el TOP podía juzgar los siguientes delitos:
contra la seguridad exterior del Estado, Jefe del Estado, las Cortes, Consejo de
Ministros y forma de gobierno; delitos de rebelión, sedición, desórdenes públicos
o propagandas ilegales. Y siempre que obedecieran a un móvil político o social,
también se incluían entre sus competencias los delitos de detención ilegal, sus-
tracción de menores, allanamiento de morada, amenazas y coacciones. Igualmente
pasaban a su jurisdicción los delitos de descubrimiento y revelación de secretos,
siempre que la jurisdicción militar se inhibiera de ellos. Se incluían los delitos co-
nexos y las faltas incidentales de todos los delitos anteriormente mencionados. A
finales de 1972 (Decreto1314/72) se creó el Juzgado de Orden Público n? 2, como
consecuencia del crecimiento de los procedimientos incoados y del aumento de
sus competencias al incluirse dentro de éstas el delito de tenencia ilícita de armas.

Una vez desaparecido el régimen de Franco e iniciado el proceso de tran-


sición, el TOP perdió toda razón de ser, por lo que fue suprimido mediante Real
Decreto Ley de 4 de enero de 1977 coincidiendo con la Ley de Reforma Política y la
puesta en marcha de la Audiencia Nacional. Junto a él desaparecieron los Juzgados
de Orden Público 1 y 2, pasando sus competencias a los Juzgados de Instrucción
21 y 22 de la Audiencia Provincial de Madrid. En definitiva, el Tribunal de Orden
Público?” nació como un tribunal especial creado para reprimir toda forma de opo-
sición política o sindical y cuyo número de causas aumentó conforme lo hacía la
actividad opositora a la Dictadura.

173
Historia del delito y del castiga en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

Notas

1 Véase la obra de Niceto ALCALA ZAMORA, “Justicia Penal de Guerra civil”, en Ensayos de dere-
cho Procesal Civil y Penal y Constitucional, Buenos Aires, 1944, p.243.
Marino BARBERO SANTOS, política y Derecho penal en España, Tuscar ediciones, Madrid,
1977, p.68. Véase el artículo 411, 412 y 491 del Código Penal.
Marino BARBERO SANTOS, política y Derecho penal en España, Tuscar ediciones, Madrid 1977
p.68.
Véase el artículo 411, 412 y 491 del Código Penal.
IGNACIO SERRANO SERRANO, El fuero del trabajo doctrina y comentarios, Talleres tipográficos
Casa Martin, Valladolid, 1939, p. 332.
Luis JIMENEZ DE ASUA, Tratado de Derecho Penal I, en el que critica la redacción y modifica-
ciones introducidas en el nuevo Código franquista, Buenos Aires, 1958, p. 778.
Isaias SANCHEZ TEJERINA, Derecho Penal Español 1% edición Parte general y Parte especial,
Salamanca, 1937.
Luis JIMÉNEZ DE ASUA lo definió como un “Servidor sin escrúpulos de todos los regímenes,
quiso ser diputado en la monarquía, aduló a la república y luego se hizo, al triunfo de Franco,
decidido falangista”: L. JIMENEZ DE ASUA, Tratado de Derecho Penal, op. cit., p. 72.
EUGENIO CUELLO CALON, Vicesitudes y panorama legistativo de la pena de muerte, ADPCP,
1953, p. 493.
EUGENIO CUELLO CALON, Referencias históricas y del derecho Comparado sobre la represión
de la homosexualidad, ADPCP, 1954, p. 500 y ss.
10 Vease para mayor información a JUANCARLOS FERR OLIVE, Universidad y Guerra Civil, Revista
de Derecho Penal n* 25, Huelva, 2010.
11 Ley de 9 de febrero sobre sanciones y responsabilidades política (BOE de 12 y 13 /1939). Ley
de 1 de marzo de 1940 de la Represión de la Masonería y Comunismo (BOE de 2/3 1940).
12 BOE de 5/10/1936.
13 BOE de 19/11/1936.
14 Véase JUAN JOSE DEL AGUILA TORRES, “la represión política a través de la Jurisdicción de gue-
rra y sucesivas jurisdicciones especiales del franquismo”, Hispania Nova n%1 Extraordinario,
2015.
15 Decreto Ley de18 de de abril de 1947 sobre represión de los delitos de bandidaje y terrorismo
BOE de 6 de Mayo de 1947.
16 Para este apartado y las fases del proceso Sumarísimo véase el trabajo de Diego CASTRO
CAMPANO, Los sumarísimos de la Guerra Civil: el Archivo del Tribunal Militar territorial
Primero, en el Boletín informativo del Ministerio de Defensa n* 18 de diciembre de 2010.
17 Marino BARBERO SANTOS, Política y Derecho Penal en España, Tuscar ediciones, Madrid,
1977, p.69.
18 F. Tomás y Valiente, «Discurso de clausura de las jornadas», en AA.VV., Historia de España,
Madrid, Historia 16, t. II, p. 27.
19 Sobre la persecución de la masonería, véase Juan José MORALES RUIZ, La publicación de la Ley
de represión de la Masonería en la prensa de la España de la postguerra (1940), Zaragoza, 1992,
y los numerosos trabajos del profesor Jose Antonio FERRER BENIMELI sobre la masonería,
destacando La Masonería, Alianza Editorial, Madrid, 2001, o Jefes de Gobierno Masones 1869-
1936, en la Esfera de los libros, Madrid, 2007, y también La masonería, el contubernio judeo
masónico comunista, en Ismo Madrid, 1982. No podemos dejar de citar la obra más reciente
del profesor Javier ALVARADO PLANAS, Masones en la nobleza de España. una hermandad de
iluminados, que ha sacado del anonimato toda una serie de masones de gran relieve (incluidos
militares del llamado Bando Nacional) acabando con la simplista identificación entre maso-
nería e izquierdismo, en la Esfera de los Libros, Madrid, 2016.
20 Para este punto es de indudable consulta Gutmaro GÓMEZ BRAVO, El desarrollo penitenciario
en el primer franquismo (1939-1945), Hispania Nova n26 Madrid, 2006.

174
Capítulo VI. El regimen penal y penitenciario franquista (Jorge J. Montes Salguero)

21 Véase Antonio Andrés LASO, Legislación Penal, procesal y penitenciaria tras la Guerra Civil
Española, en Revista Jurídica de Castilla León n* 35, pp 29 y ss.
22 Para conocer de primera mano los verdaderos testimonios de las múltiples reclusa es ne-
cesario utilizar el libro Tomasa Cuevas editado y Revisado por Jorge J. MONTES SALGUERO,
Testimonio de mujeres en la Cárceles franquistas. Esta edición incluye todos los testimonios
grabados por Tomasa, más de trescientos y casi mil páginas. Recién fallecido Franco recorrió
distintos pueblos de toda España, con un pequeño magnetófono para dejar constancia de la
represión vivida por las mujeres en las prisiones Franquistas. Tales testimonios fueron trans-
critos y editados por el profesor Montes con una numerosa bibliografía sobre el tema por el
Instituto de Estudios Altoaragonés y la UNED, Huesca, 2004. Todos los historiadores compro-
metidos con la recuperación de la memoria histórica estamos en deuda con esta mujer tan
valiente y, junto a ella, con Juana Doña Jiménez, que en 1978 publicó la novela testimonio:
Desde la noche y la Niebla, con un prólogo de Alfonso Satre, convirtiéndose en un libro de cul-
to para las mujeres que habían estado en las cárceles franquistas. Anteriormente, Mercedes
Núñez había publicado un libro en plena clandestinidad en París en Colección Ebro: Cárcel de
Ventas. Más adelante, Consuelo García nos dejó el testimonio de Soledad Real en Las cárceles
de Soledad real: Una vida, Madrid, 1982. Como suele suceder en España, sería una historiado-
ra de fuera, en concreto italiana quien publicaría un libro sobre el nivel de resistencia de la
mujer en España en su lucha contra el franquismo, es Giuliana di Febo y su obra Resistencia y
movimiento de mujeres en España 1936-1976, Hospitalet, 1979; en él aparecen los primeros
testimonios de Manolita del Arco, Tomasa Cuevas, y una carta de Matilde Landa. No hay que
olvidar el excelente documento histórico que supuso el libro de Fernanda Romeu: El Silencio
roto, mujeres contra el franquismo, editado por la propia autora en 1991 con un mosaico de
testimonios orales de mujeres de toda la escala social. Hoy, el libro se ha editado por la edi-
torial el Viejo Topo, en su momento no había editorial privada que se arriesgara a publicarlo.
Más recientemente se ha publicado Toda España era una Cárcel, de Rodolfo y Daniel Serrano,
Madrid, 2002 y C. Molinero, M. Sala, y J. Sobresqués, Una inmensa prisión. Barcelona, 2003.
23 Martín TORRENT, ¿ Qué me dice Usted de los presos ?, Imprenta Talleres Penitenciarios de
Alcalá de Henares, 1942. El Capellán de Prisiones señala estas medidas como usuales para el
personal interno en la prisión de Alcalá.
24 Para todo el tema especifico de Redención de penas es importante consultar Francisco BUENO
ARÚS, “La redención de penas por el trabajo en el ordenamiento jurídico español”, Boletín de
Información del Ministerio de Justicia n% 1002, 1974, y Antón ONECA, “El derecho penal de la
postguerra”, en Problemas actuales de Derecho penal y procesal, Salamanca, Universidad de
Salamanca, 1971. Entre los trabajos realizados desde esta perspectiva se pueden citar, en-
tre otros, los de Daniel FERNANDEZ BERMEJO, Individualización científica y tratamiento en
prisión, Madrid, Ministerio del Interior-Secretaría General Técnica, 2014, y Enrique SANZ
DELGADO, Regresar antes: los beneficios penitenciarios, Madrid, Ministerio del Interior-
Secretaría General Técnica, 2007.
25 Entre otros trabajos que tocan el tema de manera directa o en el marco más amplio del estudio de
la represión cabe citar: José Manuel SABÍN, Prisión y muerte en la España de posguerra, Madrid,
Alianza €; Mario Muchnik, 1996; P. GIL VICO, “Redentores y redimidos: la reducción de penas en la
posguerra”, en VV.AA,, Tiempos de Silencio. Actas del IV Encuentro de Investigadores del franquismo,
Valencia, Universitat de Valencia, 1999; A. CAZORLA SÁNCHEZ, Las políticas de la victoria, Madrid,
Marcial Pons, 2000; Ángela CENARRO, “Institucionalización del sistema penitenciario franquista",
en C. MOLINERO, Merce SALA y Jaume SOBREQUÉS (eds.), Una inmensa prisión. Los campos de
concentración y las prisiones franquistas durante la guerra civil y el franquismo, Barcelona, Crítica,
2003; Iñaki RIVERA BEIRAS, Política criminal y sistema penal: viejas y nuevas racionalidades puni-
tivas, Madrid, Antrhropos, 2005; Julián CHAVES PALACIOS, “El franquismo: prisiones y prisione-
ros”, en Pasado y Memoria, n* 4, 2005; Gutmaro GÓMEZ BRAVO, “El desarrollo penitenciario en el
primer franquismo (1939-1945), Hispania Nova. Revista de Historia Contemporánea, n* 6, 2006
(htutp://hispanianova.rediirs.es/6/dossier/6do17 pd); La Redención de Penas. La formación del siste-
ma penitenciario franquista, 1936-1950, Madrid, La Catarata, 2007; El exilio interior. Cárcel y repre-
sión en la España franquista, 1939-1950, Madrid, Taurus, 2008; Julio PRADA, La España masacra-
da. La represión franquista de guerra y posguerra, Madrid, Alianza Editorial, 2010; Santiago VEGA
SOMBRÍA, La política del miedo. El papel de la represión en el franquismo, Barcelona, Crítica, 2011;
Julio ARÓSTEGUI, Franco: la represión como sistema, Barcelona, Flor del Viento, 2012.

175
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

26 Véase al respecto Domingo RODRÍGUEZ TENJEIRO, El Sistema franquista de redención de Penas


por el trabajo en la segundad mitad de los años cuarenta: de los presos políticos a los comunes,
Revista de Historia de las prisiones, 2016, pp. 185-205.
27 Hay que resaltar sobre este Tribunal de Orden Público la excelente obra, que fue su tesis doc-
toral, del Magistrado del mismo, Juan José del Águila, El TOP la represión de la libertad (1963-
1977), Madrid, 2001, con un interesante prólogo del profesor Gregorio Peces-Barba donde
advierte a los historiadores: «Desde algunos sectores que apoyan al Partido Popular se está
reconstruyendo la memoria histórica con carácter selectivo, reelaborando incluso el sentido
de los hechos, aunque las más de las veces silenciando o negándose a reparar situaciones no-
toriamente injustas. También la Iglesia está haciendo una interpretación sesgada de la guerra
civil, ocultando sus propias faltas y elevando a los altares a sacerdotes y religiosos muertos
en un bando, de manera injusta y brutal, es verdad, pero igual que muchas muertes en el ban-
do contrario. Es curioso que se resistan a rehabilitar, en nombre de la paz y del olvido, a los
perdedores de la guerra civil y a los reprimidos por Franco después de la guerra, y que, por
el contrario, impulsen esos reconocimientos religiosos a los sacerdotes y monjas asesinados,
olvidando a los curas asesinados en el otro bando, y también a aquellos ciudadanos laicos
asesinados injustamente en las mismas condiciones que los sacerdotes».

176
Capítulo VI. El regimen penal y penitenciario franquista (JorgeJ. Montes Salguero)

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
ACOST BONO, Gonzalo, GUTIÉRREZ MOLINA, José Luis, MARTÍNEZ MACÍAS, Lola y DEL RÍO
SÁNCHEZ, Ángel, El canal de los presos (1940-1962). Trabajos forzados: de la repre-
sión política a la explotación económica, Barcelona, Crítica, 2004.
ÁGUILA Juan José del, El TOP; la represión de la libertad (1963-1977), Madrid, 2001.
ALCALA ZAMORA, Niceto, “Justicia Penal de Guerra civil”, en Ensayos de derecho Procesal
Civil y Penal y Constitucional, Buenos Aires, 1944.
ALVARADO PLANAS, Javier, Masones en la nobleza de España. Una hermandad de ilumina-
dos, la Esfera de los Libros, Madrid, 2016.
ARÓSTEGUI, Julio, Franco: la represión como sistema, Barcelona, Flor del Viento, 2012.
BARBERO SANTOS, Marino, Política y Derecho Penal en España, Tuscar ediciones Madrid,
1977.
BUENO ARÚS, Francisco, “La redención de penas por el trabajo en el ordenamiento jurídico
español”, Boletín de Información del Ministerio de Justicia n* 1002, 1974.
CARRILLO, Marc, «El marco legal de la represión de la dictadura franquista en el período
1939-1959», en Noticia de la negra nit, Barcelona, 2001.
CUEVAS, Tomasa, Testimonio de mujeres en la Cárceles franquistas, edición de Jorge ].
Montes Salguero, Zaragoza-Huesca, 2004.
EGIDO LEÓN, Ángeles, El perdón de Franco, Madrid, 2009.
GÓMEZ BRAVO, Gutmaro, La obra del miedo. Violencia y sociedad en la España franquista
(1936-1950), Barcelona, Península, 2011.
JIMENEZ DE ASUA, Luis, Tratado de Derecho Penal I, Buenos Aires, 1958.
MOLINERO, Carmen, M. SALA, y J. SOBRESQUÉS, Una inmensa prisión. Barcelona, 2003.
MORALES RUIZ, Juan Jose, La publicación de la Ley de represión de la Masonería en la prensa
de la España de la postguerra (1940), Zaragoza, 1992.
SERRANO, Rodolfo y Daniel, Toda España era una Cárcel, Madrid, 2002.

177
Capítulo VII
La configuración
del sistema penitenciario en democracia
César Lorenzo Rubio

No es una exageración afirmar que el sistema penitenciario español cambió más


durante el último cuarto del siglo XX que durante toda su historia precedente, desde
que se pusieran sus bases a mediados del siglo XIX. Esta transformación tan acusada
se debió a diversos factores que en este capítulo analizaremos, pero el resultado del
proceso ya podemos avanzarlo y no es un logro menor: pasar de ser una herramienta
de control del orden público y lucha contra la disidencia política por parte de una dic-
tadura, a un mecanismo orientado a la reinserción social y la custodia de las personas
privadas de libertad inserido dentro de un Estado de Derecho. El tránsito de un mo-
delo al otro no fue rápido ni sencillo y, pese al balance eminentemente positivo que
arroja, tampoco se deben obviar la sombras que presenta. A lo largo de las siguientes
páginas, vamos a ver cuáles fueron sus principales fases, empezando por el estado que
presentaban las prisiones a finales del franquismo, pasando por los principales acon-
tecimientos políticos y sociales que marcaron la transición a la democracia y finalmen-
te su consolidación y progresiva modernización durante los años ochenta y noventa.

I.. LA TRANSICIÓN DE LA DICTADURA A LA DEMOCRACIA (1975-1982)

La Transición fue el escenario de la transformación legal -de iure- del sistema


penitenciario franquista, cuyo desarrollo legal y, sobre todo, real -de facto-, tuvo
lugar durante los años posteriores. Sin embargo, ninguna de estos cambios se po-
drá entender en toda su complejidad si no vemos antes, aunque sea brevemente
cuál era la situación que los precedió.

L1. El sistema penitenciario al final de la dictadura franquista

La imagen que comúnmente se tiene de las prisiones de la dictadura es de


galerías atestadas de presos políticos padeciendo hambre y penurias bajo un régi-
men de terror y adoctrinamiento. Esta visión propia de la posguerra, tres décadas
más tarde había evolucionado en algunos aspectos, aunque en otros continuaba
prácticamente igual.

Desde mediados de los años cincuenta se había moderado el discurso re-


ligioso aplicado al castigo, sustituyéndose la retórica tradicionalista por un

179
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

nuevo lenguaje basado en los avances de la “ciencia penitenciaria” y la “observa-


ción de la conducta”. De esta manera se empezaron a emplear términos como el
de “individualización científica”, asociados a una nueva orientación reformadora.
Cambios semánticos que fueron recogidos, primero, en un nuevo Reglamento de
los Servicios de Prisiones [RP] aprobado en 1956, y más tarde en una importante
reforma del mismo, de 1968. Sin embargo, este tímido discurso aperturista prác-
ticamente no tuvo repercusión en el interior de los centros. El cuerpo de funciona-
rios de prisiones -al frente del cual estaba un militar- seguía aplicando una rígida
disciplina, usando para ello toda la dureza que permitía el RP (acumulación de
decenas y hasta centenares de días en celdas de aislamiento) y la que no (golpes,
coacciones y abusos en absoluta impunidad). Los sacerdotes continuaban ocupan-
do puestos de relevancia en las Juntas de Régimen y las prisiones de mujeres y mu-
chos reformatorios de menores estaban regentados por instituciones religiosas.
También habían mejorado las condiciones materiales intramuros, no tanto por la
construcción de nuevas prisiones, que apenas se produjo, como por la desconges-
tión de los viejos penales y la mejora general del nivel de vida en todo el país. Aun
así, la alimentación seguía siendo bastante deficiente, la higiene muy escasa, la
atención sanitaria poco menos que inexistente y las actividades formativas ridícu-
las. El trabajo en talleres nunca dejó de ser abusivo y peligroso, como demuestran
la gran cantidad de accidentes laborales que se documentan en esos años. La cen-
sura de prensa continuaba en vigor y las comunicaciones con abogados y familia-
res eran intervenidas!,
En los más de setenta centros penitenciarios que había en 1975 en España,
malvivían alrededor de 15.000 personas de promedio (95% hombres frente 5%
mujeres, aproximadamente). De estas, la gran mayoría eran delincuentes de dere-
cho común, es decir, sin una finalidad política en sus acciones. El perfil mayoritario
respondía al de varón, joven (casi el 60% de los condenados en 1975 tenían menos
de 30 años), preso por delitos contra la propiedad y reincidente. Nacidos a caballo
entre la posguerra y los inicios de una tímida modernización económica —el deno-
minado desarrollismo-, estos jóvenes desarraigados crecieron en polígonos de vi-
viendas de las periferias de las grandes ciudades marcados por la emigración for-
zada de sus familias, sin apenas escolarizarse ni albergar, a partir de la irrupción
de la crisis económica de mediados de los años setenta, expectativas laborales de
futuro. Los hurtos, robos de vehículos, robos con violencia (tirones de bolsos, atra-
cos...) y un incipiente consumo de drogas, constituían la mayoría de causas que los
acababan llevando a prisión, con el añadido de la prostitución, para las mujeres?.
Todos estos actos eran severamente castigados por el Código Penal [CP] de
1944, refundido en 1973. Este texto preveía penas de notable dureza, pero gra-
cias a la vigencia de la redención de penas por el trabajo, en virtud de la cual los
reclusos que realizasen algún cometido o actividad formativa -en la práctica se
les aplicaba a casi todos- reducían un día de pena por cada dos de cumplimiento
efectivo, permitía alcanzar la libertad condicional mucho antes de su fecha teó-
rica. Junto al CP destacó la actualización de la antigua Ley de Vagos y Maleantes,
promulgada en 1970 bajo el nuevo título de Peligrosidad y Rehabilitación Social
[LPRS]. Un texto tan represivo como ambiguo, que castigaba con cárcel patologías
como el alcoholismo, meras conductas consideradas antisociales antes incluso de

180
Capítulo VIL La configuración del sistema penitenciario en democracia (César Lorenzo Rubio)

que derivasen en delitos, y que también se usó, entre otros fines, para la represión
de la homosexualidad?.
Naturalmente, continuaba habiendo presos políticos -hombres y mujeres-,
aunque el Estado franquista no reconociese oficialmente su condición. Su porcen-
taje fue variando en función los avatares y las oleadas represivas, pero estaría en-
tre un 5% y un 10% de la población total encarcelada. También eran mayoritaria-
mente hombres jóvenes, pero con formación, conciencia política y redes de apoyo
en el exterior, de lo que carecían la mayoría de presos comunes. Fueron miles de
obreros y, en menor medida, estudiantes condenados por el Tribunal de Orden
Publico [TOP] por causas que en países democráticos eran legales, como pertene-
cer a un sindicato o un partido, manifestarse o repartir propaganda. Por filiación
eran mayoritarios los militantes de las Comisiones Obreras [CCOO] y el Partido
Comunista [PCE], pero prácticamente todas las tendencias y sensibilidades de la
oposición antifranquista fueron objeto de represión. Para finalizar, en esta catego-
ría también se incluían a los miembros de grupos que recurrieron a las armas para
intentar derrocar el régimen, como la organización vasca Euskadi Ta Askatasuna
[ETA] o el Frente Revolucionario Antifascista y Patriota [FRAP]*.

En suma, las prisiones del final de la dictadura eran un eslabón más, junto a
policía y tribunales, de la cadena de control de la disidencia y represión de la opo-
sición política, que el Estado empleaba con mano de hierro. También, un vertedero
humano donde se amontonaban delincuentes de clase baja. Para todos ellos, insti-
tuciones de castigo carentes de ninguna otra finalidad!,

1.2. La agitación en las prisiones durante los primeros años de la


Transición

Tras la muerte de Franco, la concesión de diversas medias de gracia que per-


mitieran la excarcelación de los presos políticos provocó un sentimiento de agra-
vio comparativo entre los presos comunes, quienes protagonizaron un intenso ci-
clo de protestas para reivindicar un cambio de su situación.

La demanda de amnistía como condición sine qua non para la apertura de un


proceso democratizador había sido largamente reclamada por las organizaciones
que formaban la oposición política. Esta presión obtuvo un primer resultado cuan-
do Juan Carlos I concedió un indulto que rebajaba las penas de los condenados en
función de su gravedad y que en términos prácticos supuso la libertad para algo
más de 400 presos políticos y más de 5.000 presos comunes?!. Pese a lo abultado de
estas cifras, su significado quedaba muy lejos de lo reclamado, dado que la amnis-
tía implica la extinción de la responsabilidad penal y la desaparición de las figuras
delictivas, mientras que el indulto tan solo supone el perdón de la pena, no la des-
penalización de las mismas prácticas. La parquedad del indulto y la continuidad
de los integrantes del último gobierno franquista al frente del primer gabinete de
la monarquía provocaron un incremento de la presión social a favor del inicio de
un auténtico cambio político. El nombramiento de Adolfo Suárez como Presidente
del Gobierno, en julio de 1976, se ha de interpretar en ese contexto, de la misma

181
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

manera que la concesión de una amnistía que beneficiaba a una parte de los pre-
sos políticos que permanecían en prisión”.
Al día siguiente de hacerse pública la medida, un grupo de reclusos de la
madrileña prisión de Carabanchel se amotinaban en los tejados reclamando una
“amnistía total” que también les beneficiase. Este motín marca el inicio del que se
conocerá como movimiento de presos sociales, el cual tuvo a la Coordinadora de
Presos en Lucha [COPEE] como su principal estandarte. Esta sigla, creada a finales
de 1976 en Madrid, no representaba a una organización política o sindical al uso,
sino a una plataforma clandestina integrada por reclusos de distintas prisiones,
con escasas posibilidades de comunicación directa entre sí. Pese a estos impor-
tantes condicionantes, a lo largo de la primavera de 1977 inundará los medios de
comunicación y determinará la agenda política en materia penitenciaria hasta fi-
nales de 1978. La COPEL firmó decenas de manifiestos, cartas públicas e informes
donde sus simpatizantes denunciaban el deplorable estado de las cárceles fran-
quistas y los abusos de que eran objeto los presos sociales denominación adop-
tada por el colectivo de presos comunes más movilizado para diferenciarse de los
presos políticos y dotarse de una identidad propia-. Si, como estos afirmaban, sus
delitos debían contextualizarse en la desigualdad e injusticias propias de la socie-
dad y el régimen franquista, era lógico que al iniciarse una nueva etapa política
reclamasen su excarcelación mediante una amnistía o indulto totales, la reforma
urgente del CP y el RP, asícomo la abolición de las jurisdicciones especiales, empe-
zando por la LPRS, y la depuración del cuerpo de funcionarios de prisiones, entre
otras demandas.
Anivel oficial, durante los primeros meses del conflicto, la Dirección General de
Instituciones Penitenciarias [DGIP] no reconoció a los miembros de la Coordinadora
como interlocutores, optando por aislar y trasladar de centro a los que considera-
ba sus líderes. Así las cosas, los presos sociales recurrieron masivamente a plantes,
huelgas de hambre, motines y autolesiones colectivas para dar a conocer su situa-
ción e intentar forzar una mejora de sus condiciones. En el verano de 1977 se apro-
bó una reforma provisional del RP que suavizaba la disciplina y buscaba adaptar la
norma a los nuevos tiempos, lo que puede interpretarse como un intento de pacifi-
car la agitada situación carcelaria que pocos días antes había vivido su peor episodio
hasta el momento, con la ocupación de las terrazas de la prisión de Carabanchel por
centenares de reclusos durante cuatro días. Sin embargo el alcance de esta reforma
quedaba muy lejos de las demandas de los presos y su incidencia real inmediata fue
muy escasa?. Pocos meses después, la aprobación de la Ley de Amnistía que permi-
tía la excarcelación de los últimos presos políticos del franquismo y el fracaso en
sede parlamentaria de una proposición de Ley de Indulto, cerraron definitivamente
la puerta a una excarcelación masiva”. Este revés provocó una enorme frustración
colectiva que se tradujo en acciones de protesta cada vez más violentas y a la deses-
perada. Solo en 1977 el Fiscal General del Estado contabiliza en su Memoria anual
más 50 motines, 9 de ellos con grandes destrozos e incendios, que comportaron cen-
tenares de heridos y miles de faltas disciplinarias.
La constante presencia de altercados carcelarios en las páginas de los perió-
dicos movió a la opinión pública a exigir reformas de mayor calado que mejorasen

182
Capitulo VIL La configuración del sistema penitenciario en democracia (César Lorenzo Rubio)

las condiciones de reclusión. Colegios de abogados, entidades sociales, partidos


políticos y destacadas personalidades del ámbito jurídico y político se manifes-
taron abiertamente a favor de un giro radical en materia penal. Muestra de esta
asunción colectiva de que la solución a los problemas penitenciarios no podía pos-
tergarse durante más tiempo, fue la creación de sendas comisiones de investiga-
ción en el Congreso y el Senado a finales de 1977, Durante meses sus miembros
visitaron decenas de prisiones y se entrevistaron con todos los agentes implicados
antes de formular unas conclusiones demoledoras.

Sin embargo, el punto de inflexión no lo provocó ni un motín ni ningún in-


forme, sino dos muertes de muy distinto signo. Primero, la de un joven militan-
te libertario afín a las ideas de COPEL, Agustín Rueda, salvajemente golpeado por
funcionarios de la cárcel de Carabanchel, el 14 de marzo de 1978. Y cuando aún no
había dado tiempo a asimilar la brutalidad de esta acción, el Director General de
Instituciones Penitenciarias, Jesús Haddad, fue asesinado por un comando de los
Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre [GRAPO], el 22 de marzo.
La gravedad de la situación había alcanzado su cénit, era imprescindible afrontar-
la con urgencia y determinación!'”.

13. El fin del movimiento de presos y la aprobación de la Ley Penitenciaria

Jesús Haddad fue el primer Director General que puso las bases de la reforma
que debía acabar con la situación de excepcionalidad permanente. Tras su asesi-
nato culminó la tarea su sucesor al frente de la DGIP, Carlos García Valdés. Este
joven jurista emprendió una decidida actuación encaminada, por un lado, a aca-
bar con las protestas de los presos, aplicando medidas parciales y transitorias que
aminorasen la tensión y ayudasen a restablecer el orden; mientras que, por otro,
se erigió en el máximo responsable de la redacción de la futura ley.
En cuanto a las medidas más destacadas de su actuación, incidieron en tres
aspectos: 1) edificios, de los que estableció un detallado inventario de deficiencias
y reformas a efectuar en un ambicioso plan de inversiones que se debía ejecutar
durante los años siguientes, pero que tuvo que modificar sobre la marcha para ha-
cer frente a los numerosos destrozos causados durante los motines; 2) internos,
hacia quienes emprendió una política de concesiones y sanciones que mediante
órdenes circulares modificaban el RP, adelantando por la vía de los hechos algunas
de las futuras reformas y 3) funcionarios, colectivo muy desprestigiado que reivin-
dicaba más efectivos y mejoras laborales que fueron progresivamente atendidas.
Todo ello mientras protagonizaba una impactante campaña de gestos, como la vi-
sita a la mayoría de prisiones acompañado de la prensa o la rescisión del contra-
to de gestión de la prisión de mujeres de la Trinitat (Barcelona) con las Cruzadas
Evangélicas.

La suma de estas iniciativas dio como resultado un considerable descenso de las


protestas lideradas por la COPEL. Al inicio del mandato de García Valdés las expec-
tativas creadas por el talante dialogante del nuevo Director General propiciaron una
tregua táctica por parte de los reclusos. Mientras que, a partir del verano de 1978,

183
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

las restricciones a la comunicación y la movilidad impuestas a los miembros más


destacados de la Coordinadora, así como al desgaste personal y colectivo acumulado
tras dos años de intensa movilización, certificaron el declive de la COPEL, cuya des-
aparición puede fecharse a finales de 1978. Ello no evitó, sin embargo, el estallido
recurrente de protestas cada vez menos organizadas y con objetivos más confusos.
En lo que respecta a la fijación del texto de la reforma, el Anteproyecto de ley
estaba terminado antes del verano de 1978, pero hubo que esperar hasta la apro-
bación de la Constitución [CE] en diciembre, la disolución de las Cortes y el inicio
de la nueva legislatura para que empezase su discusión parlamentaria. Como ya
se ha avanzado, las líneas maestras de la norma estaban en las antípodas de los re-
glamentos franquistas. El nuevo texto partía de las orientaciones y directrices re-
cogidas en las Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos de las Naciones
Unidas y el Consejo de Europa y otros pactos internacionales sobre derechos huma-
nos. También importaba aspectos de otras legislaciones europeas, bien conocidas
por los redactores de la ley. En este sentido, la reforma española era una de las úl-
timas en participar del movimiento europeo de reforma penitenciara posterior a la
Segunda Guerra Mundial, basado en tres principios: 1) la pena privativa de libertad
debe consistir estrictamente en la sola privación de esta libertad, sin constricciones
o sufrimientos añadidos; 2) la ejecución de la pena debe tender principalmente a la
reeducación y la reinserción del delincuente y 3) el régimen y la acción penitencia-
ria deben asegurar el respeto de los derechos fundamentales de las personas. Sin
embargo, como en la mayoría de países de Europa occidental a lo largo de los años
setenta, esta tendencia humanizadora se vio confrontada a demandas de mayor du-
reza para luchar contra el crimen organizado, especialmente de signo terrorista, lo
que llevó a la promulgación de leyes penales especiales y, en el ámbito penitenciario,
a la creación de cárceles o departamentos de máxima seguridad, la segregación de
los delincuentes más peligrosos y una aplicación más estricta de penas””.

La nueva ley penitenciaria, cuya esencia está recogida en el artículo 25.2 de la


CE, se basaba en el principio de prevención especial, por lo que presentaba como
rasgo más destacable de la privación de libertad la finalidad reeducativa y reinser-
tadora de la misma. En esta línea, el régimen o conjunto de normas referentes a la
vigilancia, el control y el orden disciplinario, quedaba supeditado al tratamiento o
conjunto de actividades directamente dirigidas a la consecución de la reeducación
y reinserción social de los penados, que debía ejecutarse desde el principio de indi-
vidualización científica sobre un sistema progresivo y flexible de tres grados, en el
que el factor clave para la progresión de uno a otro sería la evolución de la conducta
del sujeto. Se prohibían los malos tratos y se reducían los días que un interno podía
estar sancionado en aislamiento. El trabajo entre muros, derecho y deber de los pre-
sos al tiempo que elemento fundamental del tratamiento, se equiparaba al ejercido
en libertad en cuanto al disfrute de la protección ofrecida por la Seguridad Social.
La atención sanitaria se desarrollaría en las mejores condiciones posibles, incluyen-
do el tratamiento en centros hospitalarios externos si así se requiriese. También se
contemplaban los permisos de salida y se regulaban las condiciones de las comuni-
caciones, dejando abierta la puerta al ejercicio del derecho a la sexualidad de los in-
ternos -los conocidos como “vis a vis”-. También creaba, por primera vez en España,

184
Capítulo VIL La configuración del sistema penitenciario en democracia (César Lorenzo Rubio)

la figura del Juez de Vigilancia Penitenciaria [JVP] como órgano superior de control
de la actividad penitenciaria y garantía de los derechos de los internos, por citar al-
gunas de las novedades más destacadas de la norma.

Aunque el debate en las Cortes fue mínimo y prevaleció el espíritu de con-


senso, hubo algunas discrepancias de peso. Entre las diferentes enmiendas pre-
sentadas por los grupos, una de las que más debate suscitó pretendía reconocer
el derecho de asociación de los reclusos como medio para encauzar y garantizar
el ejercicio de los derechos de los presos y dar una forma estructurada a la co-
laboración de los internos con el sistema. La respuesta por parte de la Unión de
Centro de Democrático [UCD], el partido del Gobierno, aludió a que detrás de ese
reconocimiento latía la posibilidad de acabar legalizando a organizaciones como
la COPEL, e incluso “a otras de marcado signo violento de grupos armados, que
presionan desde el exterior de las prisiones soliviantando los ánimos de los reclu-
sos". Pese lo remoto de la posibilidad, la enmienda fue rechazada.

El pasado reciente de agitación carcelaria también sobrevoló la discusión del


artículo 10 de la ley, que establecía la existencia de establecimientos de régimen
cerrado para reclusos de peligrosidad extrema o inadaptados a los regímenes or-
dinario y abierto, a los que podían ser destinados penados y preventivos, y en los
que el régimen se caracterizaría por una limitación de las actividades en común,
mayor control y vigilancia. Se presentaron cinco enmiendas destinadas a clarificar
un texto de considerable ambigiiedad y garantizar un mayor control judicial, pero
todas fueron rechazadas salvo una que proponía añadir una alusión al posterior
desarrollo reglamentario de la concreción de las medidas. De esta manera se in-
trodujeron en la legislación española las prisiones “de máxima seguridad", aun-
que fuese bajo otro nombre. De hecho, la ley no avanzaba ninguna novedad, sino
que sancionaba la práctica que, desde hacía al menos un año, se venía aplicando
a centenares de presos sometidos a un estricto control bajo la denominación de
régimen “de vida mixta (celular)” para impedir nuevos motines??,

De esta forma, sin grandes modificaciones respecto al Proyecto, la Ley General


Penitenciaria [LOGP] fue aprobada en el Congreso por 284 votos a favor y solo dos
abstenciones, y un mes y medio después el Pleno del Senado hizo lo propio por
aclamación'**,

1.4. Alcance y límites de la LOGP ante la realidad carcelaria

La aprobación de la LOGP supuso un paso de gigante en la transformación


de las viejas prisiones de la dictadura. Por primera vez en más de un siglo una
norma con rango de ley regulaba su funcionamiento. Era, además, la primera Ley
Orgánica que se aprobaba en el nuevo marco constitucional, lo que da una idea de
la urgencia de la reforma. Sin embargo, la lentitud y parquedad en la revisión de
otros textos legales que debían acompañarla y la falta de presupuesto para apli-
carla, redujo considerablemente su impacto.

En cuanto a la legislación, el primero de los textos que merece nuestra atención


es el Código Penal. En mayo de 1978 se había modificado a través de la llamada "Ley

185
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

de Cuantías” que elevaba considerablemente las cuantías económicas de los tipos pe-
nales que servían para graduar la pena. Gracias a esta medida en torno a un millar
de reclusos quedaron en libertad'*. Pese a todo, continuaba siendo necesario abordar
una reforma integral. Con este ánimo, en enero de 1980 se hacía público un Proyecto
de nuevo CP. Este texto preveía una serie de elementos que lo convertían en una sólida
apuesta por la humanización del sistema penal: despenalización de todos los delitos
de opinión, reducción del tiempo máximo de encarcelamiento a 20 años -25 en casos
excepcionales-, incorporación de las medidas de seguridad ante la previsible deroga-
ción de la LPRS y eliminación de las medidas predelictivas, eliminación del agravante
de multireincidencia, reducción de la variada tipología de penas a solo dos: el arresto
de fin de semana y la prisión -solo para penas superiores a los seis meses o un año-,
etc.'* Sin embargo, también presentaba notables lagunas y contradicciones, por lo que
fue objeto de una feroz crítica dirigida por los sectores más conservadores y los pro-
pios estamentos profesionales afectados, en una labor de oposición que en parte tenía
como blanco al propio Gobierno de la UCD. Ante esta situación, el ejecutivo acabó por
retirarlo sin que llegase a ser discutido por los parlamentarios?*.
La LPRS, una de las causas recurrentes de encarcelamiento de personas
que no habían cometido delito alguno, fue modificada parcialmente a finales de
1978”. Entre los elementos derogados se encontraba el “internamiento en esta-
blecimiento de preservación hasta su curación o hasta que, en su defecto, cese el
estado de peligrosidad social” (es decir, nada menos que prisión indefinida hasta
que a criterio de un juez el sujeto ya no representase una amenaza para el resto de
la sociedad), así como la penalización de actos homosexuales, que hasta ese mo-
mento eran castigados con prisión. Pese a ello, en conjunto se trató de una reforma
de marcado carácter provisional al quedar los principios de la ley (pre-delictuali-
dad, peligrosidad meramente social, confusión estado-acción, etc.) prácticamente
intactos, además de no afectar para nada en lo tocante al tratamiento??,

Por último, aunque la LOGP establecía que en el plazo máximo de un año el


Gobierno debía aprobar el Reglamento que la desarrollara, el nuevo RP no se apro-
bó hasta casi dos años más tarde”. El texto no presentaba novedades significativas
respecto a la Ley, en todo caso detallaba la forma en que se debían aplicar las gran-
des líneas del texto, lo que en algunos casos supuso ratificar de iure prácticas que
no estaban previstos en la LOGP, pero que de facto ya se estaban aplicando, como
el sistema de módulos progresivos (de mayor a menor aislamiento) para cárceles
de máxima seguridad, ensayado en la prisión de Herrera de la Mancha.

Con la aprobación del RP podría considerarse que la reforma de las prisiones al-
canzaba su objetivo, pero la realidad distaba mucho de lo esperado. “Toda la reforma
penitenciaria podría quedarse tan solo en letra impresa si no se arbitran los medios
económicos necesarios para adecuar los establecimientos a la nueva circunstancia
que se derivará de la aprobación de la ley”, había afirmado su máximo promotor en
1978*%. Y los medios no llegaron. El plan de inversiones cuatrienal para la construc-
ción de nuevos centros, que el Gobierno aprobó a finales de 1976, resultó del todo in-
suficiente para hacer frente a las numerosas reparaciones que las viejas cárceles de
la dictadura necesitaban, más todavía tras dos años de continuos altercados. Pero no
solo los edificios requerían inversiones inasumibles. El funcionariado de prisiones

186
Capítulo VIL La configuración del sistema penitenciario en democracia (César Lorenzo Rubio)

carecía de efectivos suficientes para hacer frente a las nuevas tareas que LOGP y RP
le encomendaba. El personal médico y sanitario, los criminólogos, psicólogos, peda-
gogos, maestros y asistentes sociales que debían encargarse de llevar a cabo la clasi-
ficación, observación y tratamiento de los internos eran una ínfima minoría respec-
to al grueso del cuerpo encargado de la vigilancia. Además, sus miembros estaban
más desmotivados y enfrentados que nunca con la dirección de la administración, a
la que acusaban, mayoritariamente, de dejadez y excesiva laxitud, mientras exigían
mejoras en sus condiciones laborales.

La disparidad entre los propósitos formulados en la ley y la cruda realidad se


agrandó todavía más a causa del incremento de la delincuencia común y el endure-
cimiento de su persecución, lo que provocó un considerable aumento del número
de personas presas. De 1977 a 1978 el volumen de detenidos creció en un 63,4%,
mientras que los robos con violencia o intimidación lo hicieron en un 124%, des-
tacando especialmente los atracos a bancos. Tendencia al alza que no cesó en los
años siguientes. En esta escalada tuvo bastante que ver la difusión del consumo in-
travenoso de heroína que se produjo en España en esas fechas. Sus consecuencias
fueron el aumento de los detenidos por tráfico y tenencia de estupefacientes, así
como por delitos contra la propiedad y, una vez en prisión, una fuente constante
de conflictos y tensiones que acabó con los restos de la identidad grupal forjada
durante el franquismo.
Sin embargo, la inflación penitenciaria no se debió exclusivamente a la co-
misión de más delitos por efecto de la adicción a las drogas. De ser así, se obser-
varían crecimientos similares en otros países europeos donde también se dieron
procesos de consumo equiparables. Tanta o más repercusión tuvieron los cambios
legislativos, justificados por la creciente alarma social que el terrorismo y la esca-
lada de delincuencia común estaban causando, con la ayuda de determinados me-
dios de comunicación. A inicios de 1979 se equiparaban en cuanto a su respues-
ta penal, los delitos cometidos por organizaciones terroristas y los robos a cargo
de bandas de delincuentes comunes armados, además de acelerar la celebración
de juicios, facilitar la prisión provisional y otorgar al Ministerio Fiscal la facultad
de paralizar cualquier libertad condicional con solo presentar un recurso, entre
otras medidas?!. Al año siguiente, se reformó de la Ley de Enjuiciamiento Criminal
[LECr] ampliando todavía más los supuestos por los que podía decretarse prisión
provisional y prolongar su duración”, El efecto de estas medidas fue un aumento
espectacular de la población reclusa -en junio de 1981 ya era de 21.665 personas,
más del doble de la que había tres años atrás- que multiplicó exponencialmente
las problemáticas inherentes al sistema.

Transcurrido algo más de un año desde la entrada en vigor de la LOGP, el nue-


vo Director General de Instituciones Penitenciarias, Enrique Galavís, hacía balance
de su implantación: “En las cárceles españolas no tenemos el clima adecuado para
garantizar la reeducación de los reclusos ni la seguridad de las propias prisiones;
los presos están hacinados, los centros son viejos e inservibles, los funcionarios
no son suficientes y los medios económicos de que disponemos no bastan”?”, Sin
medios materiales ni humanos, la reforma penitenciaria quedó convertida, como
vaticinó su autor, en letra impresa sobre papel mojado.

187
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

1.5. El efecto del terrorismo sobre las prisiones


A pesar de que la mayoría de problemáticas que presentaba el sistema pe-
nitenciario de la Transición estaban relacionadas con el rápido crecimiento de la
población reclusa que custodiaba y los escasos medios que contaba para ello, los
efectos de la violencia política y, particularmente del terrorismo, sobre las prisio-
nes no fueron menores y merecen una explicación. Para empezar, conviene recor-
dar que la Transición no fue en absoluto pacífica, como demuestran las más de
3.200 acciones de violencia política y las 700 víctimas mortales, 530 de ellas por
terrorismo, que tuvieron lugar entre 1975 y 1982, lo que la sitúa como la tran-
sición más sangrienta de Europa en la década de los setenta?*, Partiendo de esta
base se entiende mejor el papel que jugó el sistema penitenciario dentro de la
ofensiva estatal para hacerle frente, así como su condición de campo de batalla y
objetivo a batir por parte de las mismas organizaciones terroristas.
Respecto al primero de los aspectos, al referirnos al movimiento de reforma pe-
nitenciaria posterior a 1945 ya avanzamos que la tendencia humanizadora que lo ca-
racterizó se vio confrontada al despliegue de medidas de excepción para contrarres-
tar la violencia terrorista que golpeó Europa en la década de los setenta. Irrupción
de la cultura de la emergencia de la que España no quedó al margen”. Los decretos y
leyes de carácter antiterrorista que se dictaron en esos años restringían el derecho a
la defensa de los acusados mediante la prolongación de la detención policial, la inco-
municación posterior en prisión o la intervención de las comunicaciones. Dictadas
al calor de los numerosos atentados (sólo en 1980 hubo más de un centenar de ase-
sinatos terroristas), estos sacrificios se consideraron un precio razonable si servían
para evitar más muertes. Pero lejos de una aplicación excepcional, temporal y res-
trictiva, las medidas antiterroristas se usaron ampliamente por periodo ilimitado, e
incluso contra la delincuencia común. Solo en 1983 el Ministerio del Interior recono-
ció haber aplicado la Ley Antiterrorista a 128 delincuentes comunes**.
En el ámbito penitenciario ya hemos explicado cómo la introducción del artí-
culo 10 de la LOGP supuso la creación de departamentos o prisiones especiales en
las que las normas generales de funcionamiento para el resto de centros quedaban
supeditadas a la preeminencia absoluta de la seguridad. Estos departamentos fue-
ron inaugurados en 1979 en la prisión de Herrera de la Mancha, a la que fueron
destinados algunos de los antiguos líderes de las revueltas carcelarias encabeza-
das por la COPEL. A los pocos meses de su llegada, una denuncia colectiva puso al
descubierto el régimen de terror y malos tratos que se implantó en aquella pri-
sión. Estos hechos fueron objeto de duras controversias entre sectores favorables
y detractores de la reforma penitenciaria, pero las condenas judiciales a diversos
funcionarios confirmaron que, si bien los abusos se debieron a conductas indivi-
duales, el régimen prescrito por el artículo 10 había resultado propicio?”. Pese a
todo, la aprobación del RP no logró la desambiguación de las amplias atribuciones
concedidas a la administración penitenciaria para imponer este régimen de ais-
lamiento, al contrario, la reforzó, y con el paso del tiempo la arbitrariedad en su
aplicación acabó convertida en la norma??.
Antes de que esta medida tomara cuerpo legal ya se daba un trato diferenciado a
los presos de organizaciones armadas, que desde la promulgación de la amnistía de

188
Capítulo VII. La configuración del sistema penitenciario en democracia (César Lorenzo Rubio)

octubre de 1977 no habían dejado de ingresar en prisión bajo la nueva condición de


terroristas. Durante la Transición, los gobiernos de UCD practicaron una política de
agrupación de estos reclusos (alrededor de 350) según su adscripción ideológica. Así,
en un primer momento el colectivo de presos de ETA, el más numeroso con diferencia,
se concentró en las prisiones de Martutene (San Sebastián) y Basauri (Bilbao); los de
los GRAPO en la de Soria; los militantes anarquistas, del FRAP y otros grupos mino-
ritarios fueron recluidos en Segovia y los miembros de diversos grupos de extrema
derecha en la prisión de Ciudad Real. A finales de 1978 el descubrimiento de un plan
de fuga de miembros de ETA provocó el traslado de un centenar de ellos desde el País
Vasco y Navarra a la cárcel de Soria, mientras no finalizasen los trabajos de remodela-
ción de la prisión de Nanclares de la Oca (Álava) que debía destinarse a estos presos,
lo que provocó abundantes críticas desde diferentes estamentos políticos y sociales en
Euskadi y numerosos actos de protesta e intentos de fuga por parte de los reclusos de
la organización. Aquel traslado supuso, a su vez, que 36 militantes de los GRAPO fue-
sen conducidos de Soria a Zamora, lo que daría pie a nuevas protestas tanto en el inte-
rior de las cárceles como en el exterior a cargo de familiares y simpatizantes; sin olvi-
dar el intento de asesinato del Director General García Valdés, el 10 de abril de 1979,
del que afortunadamente salió ileso. Tras la fuga de cinco de sus máximos líderes de la
cárcel de Soria, en enero de 1980, el resto fueron trasladados a las prisiones del Puerto
de Santa María y Herrera de la Mancha, que se consolidaron como prisiones especiali-
zadas en la custodia de miembros de organizaciones terroristas, al estilo de otros cen-
tros europeos, así como de presos comunes reticentes a la disciplina ordinaria”.

En cuanto a los matones y pistoleros pertenecientes a la variada nómina


de grupos de ultraderecha (responsables de, al menos, 57 muertes durante la
Transición) estaban recluidos en la cárcel de Ciudad Real bajo un benévolo ré-
gimen de extrema laxitud. Uno de los autores de la matanza de los abogados de
Atocha, preventivo en esta prisión, aprovechó un insólito permiso de Semana
Santa para fugarse. La responsabilidad de la concesión se atribuyó al juez de la
Audiencia Nacional que lo autorizó, pero ello no habría sido posible sin el informe
previo favorable emitido por la Junta de Régimen de la prisión. Seis meses des-
pués otro de los asesinos estuvo a punto de seguirle tras secuestrar al director
del centro a punta de cuchillo, aunque finalmente la fuga se frustró. Estos hechos,
o los beneficios de que disfrutaron los acusados por la muerte de Agustín Rueda
en su breve paso por prisión, indican la existencia de un doble rasero en el trato
en función de la adscripción ideológica de los reclusos y la fortaleza de un sector
del funcionariado muy reacio a la reforma humanizadora de las prisiones, aunque
desde la administración se insista en la “impecable actuación de los funcionarios
penitenciarios” implicados en los hechos**.

L6. Últimas movilizaciones

Durante el último año y medio de gobierno de UCD, liderado por Leopoldo Calvo
Sotelo tras el intento de golpe de Estado del 23-F, las prisiones españolas fueron el
escenario de las últimas movilizaciones de presos, mientras la inauguración de nue-
vos centros empezaba a cambiar, lentamente, el deteriorado paisaje carcelario.

189
Historia del delito y del castiga en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

La elevada tasa de preventivos (56%), lo dilatado de la espera para ser juzga-


do (18 meses de media) y las pésimas condiciones de reclusión estuvieron en la
base de la masiva movilización de septiembre de 1981, cuando hasta 7.000 reclu-
sos de delito común de cuarenta prisiones se declararon en huelga de hambre para
presionar en demanda de una reforma del CP, la aceleración de los procesos judi-
ciales y la aplicación del nuevo RP. A diferencia de las protestas de los años pre-
cedentes, esta fue mayoritariamente pacífica y sin unas siglas concretas al frente,
aunque en su origen, en la Modelo de Barcelona, los presos de tendencia libertaria
hubiesen jugado un papel importante. Esta protesta llevó al Gobierno a anunciar
medidas urgentes para paliar los persistentes problemas que afectaban al sistema
penitenciario: mayor dotación de personal, construcción de nuevas prisiones e in-
cremento de presupuesto en capítulos tan esenciales pero descuidados como el de
alimentación, que debido a su mala calidad no permitía aplicar el Reglamento en
cuanto a la restricción de entrada de paquetes de familiares, auténtico coladero de
droga y objetos prohibidos en el interior.

Mientras tanto, los esfuerzos de planificación e inversión de los años preceden-


tes empezaban a dar frutos: en 1980 se habían inaugurado las prisiones de Murcia,
Cuenca y Arrecife de Lanzarote; en 1981 las de Ocaña II, Albacete, la primera fase de
la nueva prisión del Puerto de Santa María y Cáceres Il y al año siguiente entrarían
en funcionamiento las de Nanclares de la Oca, Lugo, Alicante, Las Palmas y la nue-
va prisión de Alcalá-Meco, pensada para descongestionar la conflictiva prisión de
Carabanchel. Pese a todo, en las viejas cárceles de preventivos, las condiciones no
mejoraron y a finales del verano de 1982 varios miles de presos emprendían una
nueva huelga de hambre para reclamar la reforma del CP y la LECr

IL. LA CONSOLIDACIÓN DEL MODELO PENITENCIARIO DURANTE LOS


GOBIERNOS SOCIALISTAS (1982-1996)

La Transición se había cerrado en falso en el ámbito penitenciario. La avanza-


da reforma que regulaba su funcionamiento no había estado acompañada de los
medios para implantarla, mientras que se habían endurecido las leyes penales que
regulaban el flujo de ingresos y la permanencia entre rejas, lo que había dispara-
do el volumen de población sometida a unas pésimas condiciones de reclusión.
Quedaba, pues, un largo trecho hasta la modernización y completa normalización
del funcionamiento del sistema.

IL.1. Las primeras reformas

Las movilizaciones del otoño de 1982 todavía tendrían una última réplica en
la primavera siguiente, justo antes de que el nuevo ejecutivo de Felipe González
emprendiera la tan deseada reforma de la LECr. En abril el Congreso aprobó, con
la sola oposición del Grupo Popular, la Ley que deshacía el entuerto de la reforma
efectuada tres años atrás. La nueva norma ponía límites a la prisión preventiva que
había llenado las cárceles en tan poco tiempo*!. A esta reforma la complementó
otra parcial del CP, que dejó de lado un Anteproyecto de nuevo Código elaborado

190
Capítulo VI. La configuración del sistema penitenciario en democracia (César Lorenzo Rubio)

ese mismo año y que no prosperó*”. Este tándem legal, bautizado como la “mini-
reforma" socialista, suprimió los efectos agravatorios de la multirreincidencia que
tanto perjuicio causaban a los delincuentes habituales, mantuvo la redención de
penas por el trabajo por el beneficio que representaba para los presos, eliminó la
inscripción eterna de los antecedentes penales, volvió a elevar las cuantías econó-
micas que afectaban a los delitos patrimoniales, que vieron suavizadas sus penas,
despenalizó la conducción sin permiso, que pasó a considerarse un ilícito adminis-
trativo y, movido por al gran cambio social producido en los últimos años, se regu-
laron los delitos relacionados con el tráfico de estupefacientes, distinguiendo en-
tre drogas blandas y duras, y despenalizando la tenencia para el consumo propio.
Todo ello supuso la libertad para casi 5.000 presos que permanecían a la espera de
juicio y otro millar más condenados, pero alos que se les redujo la pena.

El resultado inmediato de la medida fue la extensión de una psicosis de inse-


guridad, promovida por los sectores más conservadores, encabezados por Alianza
Popular y los medios de comunicación afines, mediante el espantajo del aumento
de los índices de criminalidad. Ciertamente, el incremento fue considerable, pero
no tan acusado como se pretendía, ni sus causas estaban ligadas solamente a las
excarcelaciones sino, sobre todo, al aumento del paro juvenil (1.250.600 jóvenes
entre 16 y 24 años a finales de 1983, frente a los 314.500 que había en 1976) y
el consumo de drogas duras que arrastraron a la pequeña delincuencia a muchos
consumidores*”. Pero la feroz oposición al Gobierno llevó al PSOE a retroceder y
antes de finalizar 1984 se aprobaba la tercera modificación de los mismos artí-
culos de la LECr en menos de cinco años. La “contrarreforma” supuso la vuelta
hacia postulados más duros en la prescripción de la prisión provisional, que podía
alargarse mediante prórrogas en caso de que la administración no tuviera tiempo
suficiente de juzgar al reo para que éste no escapase a la acción de la justicia, lo
que estaba condenado a suceder en gran número de ocasiones dada la escasez de
medios y el colapso estructural que padecía**. En las cárceles esta medida provocó
un incremento de presos preventivos que ya se observa en 1984, por efecto del
incremento de los índices de delitos protagonizados por aquellos que habían sido
excarcelados sin medios para su reinserción y, especialmente, al año siguiente,
cuando se recuperan las cifras de finales de 1982.

Durante el primer gobierno del PSOE también se reformó el RP de 1981. Pese


a su reciente fecha de aprobación, en su elaboración se había conservado el es-
queleto del RP de 1956, por lo que presentaba apreciables contradicciones con
los contenidos y orientaciones de la Ley Orgánica que pretendía desarrollar**. La
reforma, que afectó a 48 artículos, consistió en dar mayor prioridad al tratamien-
to, por encima de las acciones regimentales, reelaborar la normativa disciplinaria,
revisar la existencia de diferentes modalidades dentro del régimen cerrado y otor-
gar al JVP un lugar más destacado en la defensa de las garantías de los internos.
En cuanto a la renovación del mapa penitenciario, en los siguientes años se
produjo un decidido impulso con la puesta en funcionamiento de las prisiones de
Wad-Ras (mujeres) y Trinitat (jóvenes), ambas en Barcelona, así como la de Lleida,
en 1983, que fue el último centro construido en Cataluña por el gobierno central,
ya que a finales de ese año se produjo el traspaso de competencias en materia de

191
Bistoria del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

administración penitenciaria a la Generalitat? En 1984 se inauguraron las de


Ibiza, Castellón, Alicante (psiquiátrico), Badajoz, Puerto de Santa María II y Alcalá
II (jóvenes); en 1985 Monterroso (Lugo), Valladolid, Daroca, Logroño y la sec-
ción de mujeres de Carabanchel; en 1986 Valencia (mujeres) y Almería; en 1987
Pereiro de Aguiar (Orense) y en 1988 Sevilla II y Alcázar de San Juan. El número de
funcionarios del cuerpo también aumento notablemente: los cuatro mil que había
en 1981 se habían doblado en 1986, aunque de éstos, solo 125 eran asistentes so-
ciales y, aun así, superaban al número de profesores de EGB: apenas 81 para unos
25.000 reclusos.

11.2. Balance de los primeros diez años de la LOGP

Pese a estos logros, el continuo incremento de la población reclusa empeque-


ñecía cualquier mejora. Así lo constató el Defensor del Pueblo en su Informe de
1988, donde se consignan persistentes vulneraciones de los principios sancio-
nados por la CE, la LOGP y el RP*”. Por ejemplo, en algo tan primordial como la
alimentación, afirma el Defensor del Pueblo, “el régimen alimentario en nuestras
prisiones es todavía insuficiente”. La Cruz Roja o los colegios públicos dedicaban
más del doble de presupuesto para dietas por persona y día que los centros peni-
tenciarios. La higiene también era deficiente, especialmente en los centros más
viejos, algunos de los cuales databan de finales del siglo XIX o principios del XX. En
el terreno de la sanidad, los problemas se incrementaban debido a que muchos de
los internos ya tenían patologías o carencias antes de entrar en prisión, dónde, por
añadidura, los recursos eran “claramente insuficientes”. El horario obligatorio de
presencia del médico en las prisiones era de tres horas al día, e incluso en algunos,
los médicos asistían “solo 2 o 3 días a la semana, y por breves horas”. En varios
centros no había odontólogo en plantillas, pese a que la LOGP así lo establecía.
Del Hospital General Penitenciario el Informe afirma que “los servicios higiénicos
son del todo inadecuados”. La extensión de la drogodependencia en prisión estaba
facilitada por la ingente cantidad de paquetes que entraban, pero también por la
inexistencia de programas adecuados de tratamiento. Y en lo tocante a las enfer-
medades mentales, la falta de profesionales que las tratasen y la indefensión de
quiénes las padecían eran habituales.
La masificación, la estructura obsoleta de los centros, la lentitud del funcio-
namiento de la Justicia, la prolongación excesiva de la prisión preventiva, el mal
funcionamiento de los Equipos de Observación y Tratamiento y el colapso de la
Central Penitenciaria de Observación provocaban una deficiente clasificación de
los reclusos, paso previo obligatorio para la aplicación del tratamiento más ade-
cuado. Y si lo primero no se cumplía, tampoco lo segundo. En el epígrafe sobre
educación, cultura y deportes, el Defensor del Pueblo afirmaba que son “muy
pocos los centros que, partiendo de un análisis de su propia realidad, hayan ela-
borado un programa realista de tratamiento y en ese marco, un programa ocu-
pacional y socio-cultural donde las ofertas sean cuantitativas y cualitativamente
más adecuadas”. Pero es en relación al trabajo, considerado por la CE y la LOGP un
derecho fundamental que debe estar remunerado y sujeto a los beneficios de la

192
Capítulo VIL La configuración del sistema penitenciario en democracia (César Lorenzo Rubio)

Seguridad Social, donde se aprecia más claramente el vacío de contenido. En 1986,


más del 80% de la población penitenciaria no realizaba ninguna actividad laboral
(productiva o formativa), y de entre los afortunados la mayoría desarrollaban re-
petitivas tareas de escaso interés para su futura inserción al mercado laboral**, En
base a estos datos, el Informe concluía que la sumisión del régimen al tratamiento
no se producía en la mayoría de centros, más bien al contrario. Una inversión en
beneficio del orden interior especialmente preocupante en el caso de los presos
clasificados en primer grado, quienes estaban obligados a seguir una disciplina
caracterizada por una “severidad extrema” que les privaba de todo contacto con
el exterior y les obligaba a permanecer “durante veintidós o veintitrés horas en su
celda, teniendo una o dos horas de patio”, e incluso menos, lo que violaba toda la
normativa internacional al respecto.

Para concluir este breve repaso, las mujeres presas -apenas un millar frente
a los más de 24.000 hombres-, sufrían un encarcelamiento todavía más penoso
debido a esta infrarepresentación. De 86 cárceles operativas en ese momento, solo
3 lo eran de mujeres en exclusividad (Madrid, Barcelona y Valencia); en el resto
había algunos departamentos para ellas, completamente insuficientes en todos los
aspectos (clasificación inexistente, falta de actividades, etc.)?”.

Este duro contraste entre lo que establecían las normas y lo que sucedía co-
tidianamente tras las rejas fue vuelto a poner de manifiesto en algunas de las ini-
ciativas dedicadas a conmemorar el décimo aniversario de la LOGP. En ese marco,
que incluso uno de sus redactores, como fue Francisco Bueno Arús, considerase el
tratamiento penitenciario “inviable en la práctica por falta de medios y de volun-
tad para ponerlos, absolutamente ineficaz por lo tanto para responder a lo que la
Constitución requiere de la ejecución de penas de privación de libertad”, revela
hasta qué punto teoría y realidad estaban distanciadas*,

11.3. El efecto del consumo de drogas y la definitiva renovación del


mapa penitenciario

A riesgo de resultar reiterativos, es necesario insistir en que gran parte de


los problemas que presentaba el sistema penitenciario se debían al continuo in-
cremento de la población reclusa, observable desde mucho antes de la entrada en
vigor el nuevo Código Penal de 1995, al que se ha señalado como el causante de
la gran inflación carcelaria española*!. Si, como se ha visto, la población encarce-
lada no paró nunca de crecer en términos absolutos, salvo inmediatamente des-
pués de las reformas del CP de 1978 y 1983, en términos relativos el incremento
fue igualmente notable. En 1975 había alrededor de 25 presos/100.000 habitan-
tes; en 1985 eran más del doble porcentual y en 1992 se superaron los 107 pre-
s0s/100.000 habitantes, la cifra más alta desde 1950*%,

193
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

Gráfico 1. Población carcelaria total en España (1975-2007)

80000. ———--— - a
70000

60000

50000

40000

30000

20000

10000
1975

1977

1980

1998
1995
1976

1978
1979

1982
1983
1984
1985
1986
1987
1988

1996
1997
1989
1990

1 999
2000
1992
1993
1994
1981

2005
2006
2007
2002
2003
2004
1991

2001 |
Gráfico 2. Tasa de reclusos en España
(presos por cada 100.000 habs.) (1975-2007)

160 =
140 — ee
120 Ea 2 HS

> A : A L

E NL bs
20
at | 2 -

0
IM 0WI0DnOrdam«Tínoo0nO
Nm T+iD Ronson Ti Y
DSAOAAARARARRARRARRRDRNRSRRRRDOS assess
DOS oonan,a sn; sanan sa,oo
AA AA AA A A A A A A A A A A A A A A A A A A ANNAN NAANSNNARAN

Fuente gráficos 1 y 2: Ignacio GONZÁLEZ SANCHEZ, “Aumento de presos y Código Penal: Una expli-
cación insuficiente”, en Revista electrónica de ciencia penal y criminología, 13-4 (2011), p. 4.

Las razones de este incremento se debieron a un aumento de la delincuen-


cia producido a lo largo de la década de los ochenta (que, pese a todo, aún era
más baja que la media europea) pero, especialmente, a una acusada tendencia al

194
Capitulo VIT. La configuración del sistema penitenciario en democracia (César Lorenzo Rubio)

encarcelamiento, la cual tuvo a los consumidores de drogas duras -particularmente


heroína intravenosa— con pocos recursos, entre sus principales destinatarios*, La
tendencia criminalizadora, en lugar de su tratamiento sanitario-asistencial fuera del
sistema penal, llenó las cárceles de este tipo de drogo-delincuentes que sin las me-
didas higiénicas y sanitarias adecuadas se infectó masivamente del VIH/SIDA por
vía parenteral*, La aprobación del Plan Nacional sobre Drogas en 1985 o la reforma
del CP en materia de tráfico de drogas de 1988, pese a que intentaron cambiar la
concepción social y jurídica de los usuarios de drogas, acabaron por ahondar en la
estigmatización y criminalización de los consumidores que para financiarse su dosis
también ejercían como pequeños traficantes*. Una tendencia persecutoria que se
reforzó con la conocida como “Ley Corcuera”, que establecía sanciones económicas
para la tenencia y el consumo público**. Por último, aunque menos evidente, tampo-
co se debe obviar la “desinstitucionalización”, que conllevó el paulatino cierre de an-
tiguos manicomios desde mediados de los años 80 sin una alternativa real para aten-
der a quienes los ocupaban. La gran prevalencia de enfermedades mentales entre
rejas podría indicar que la prisión se convirtió, a falta de otras, en su substitutivo””.

Gráfico 3.
Evolución de la tasa de reclusos (presos por cada 100.000 habs.)
y la tasa de delitos (delitos por cada 100.000 habs.) (1980=100)

400
350
300
250
200 . +» * Tasa de
150 reclusos
100 Tasa de
50 A delitos
1980

1990
1984
1982

1986
1988

1998
2000
1996
1992
1994

2006
2004
2002

Fuente: Ignacio GONZÁLEZ SANCHEZ, “Aumento de presos y Código Penal: Una explicación insufi-
ciente”, en Revista electrónica de ciencia penal y criminología, 13-4 (2011), p. 7.

Como resultas de todo ello, la inauguración de nuevas cárceles no pudo ha-


cer frente al incremento constante de población reclusa. Aunque en 1989 entra-
ron en funcionamiento Quatre Camins (Barcelona), Ávila y Tenerife II, en 1990 la
12 fase de la cárcel de Picassent (Valencia), en 1991 Can Brians (Barcelona), Jaén
y Alhaurín de la Torre (Málaga), en 1992 Alcalá de Guadaira (Sevilla), Madrid III
(Valdemoro), Madrid IV (Navalcarnero) y Villabona (Asturias), y en 1993 Melilla y
la 2? fase de Picassent, los nuevos centros no conseguían reducir el déficit de 6.000

195
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

plazas que el sistema acumulaba en 1991. Para intentar acabar con esta problemá-
tica estructural ese año se aprobó el “Plan de Amortización y Creación de Centros
Penitenciarios” que debería ejecutar la Sociedad Estatal de Infraestructuras y
Equipamientos Penitenciarios [SIEP], creada en 1992 por orden ministerial. De
esta manera se empezaron a edificar los conocidos como “centros-tipo” o, popu-
larmente, “macrocárceles”, con capacidad para más de un millar de presos, pero
que gracias a su diseño permitían la compartimentación y en el funcionamiento
independiente de cada módulo del resto, como si de una “minicárcel” se tratase.
Así se podían dedicar módulos a mujeres (entre 1980 y 1994 su número creció en
un 800%) o régimen cerrado en todas las nuevas prisiones, una necesidad genera-
da por la nueva política hacia presos terroristas, dejando atrás la época en que las
prisiones se especializaban por entero a un tipo de reclusos**.

11.4. La dispersión penitenciaria como política antiterrorista y la crea-


ción de los FIES

La concentración de presos de organizaciones terroristas en unas pocas pri-


siones se mantuvo durante casi toda la década de los ochenta bajo los gobiernos
del PSOE. En su base se encontraban tanto experiencias similares en otros países
europeos, como la escasez de centros para custodiar en condiciones especiales a
esta población reclusa que rondaba el medio millar. Sin alterar este esquema, el
principal movimiento se produjo en octubre de 1983, cuando 150 presos de ETA
fueron trasladados a Herrera de la Mancha en un clima de enorme tensión, que
provocó que se llegase a autorizar a los Cuerpos de Seguridad del Estado a prestar
las tareas de vigilancia interior.
Después de algunas tentativas a partir de 1987, esta situación dio un giro radi-
cal en la primavera de 1989, tras el fracaso de las “conversaciones de Argel” entre el
Gobierno y ETA. En mayo, el Ministro de Justicia, Enrique Múgica, anunció oficialmen-
te el inicio de una política de dispersión selectiva que todavía hoy sigue vigente. Los
presos de ETA más beligerantes irían a cárceles más alejadas, en el sur de España e
incluso el archipiélago canario, mientras que los dispuestos a abandonar la disciplina
de la organización, rechazar la violencia y emprender un itinerario individualizado de
reinserción se les acercaría progresivamente al País Vasco, dónde se revisaría su cla-
sificación para que pudieran progresar de grado y disfrutar de beneficios penitencia-
rios, en la que actualmente se conoce como “vía Nanclares” o “vía Zavalla”. Los presos
de los GRAPO, aunque a escala menor, siguieron el mismo camino*,

El empleo de la dispersión penitenciaria como parte de la política antiterro-


rista situó a las prisiones en el punto de mira de estas organizaciones. Plantes,
motines y huelgas de hambre fueron habituales para manifestar su oposición a la
nueva situación. En este terreno destacó la masiva huelga de hambre de los GRAPO
(participaron 62 de los 82 presos de la organización), iniciada en noviembre de
1989 y que se prolongaría durante meses. La actuación de la administración pres-
cribiendo la alimentación forzosa de los huelguistas, al margen de la enorme polé-
mica que ello comportó, no consiguió evitar la muerte de uno de ellos y graves se-
cuelas físicas en varios más. La nueva orientación de la política penitenciaria hacia

196
Capítulo VIL La configuración del sistema penitenciario en democracia (César Lorenzo Rubio)

estos presos también convirtió a los trabajadores de instituciones penitenciarias


y su entorno en objetivos de los terroristas: once personas perdieron la vida en
atentados de ETA dirigidos contra funcionarios de prisiones entre 1989 y 2000,
además del secuestro durante 532 días de otro; mientras que los GRAPO asesina-
ron a un médico del hospital de Zaragoza que había colaborado en la alimentación
forzosa a sus compañeros, en 1990, y al año siguiente colocaron una bomba en el
domicilio del ex Director General de Instituciones Penitenciarias, Enrique Galavís,
que afortunadamente no causó víctimas.

El clima de tensión causado por las organizaciones terroristas empeoró to-


davía más al sumarse las protestas de delincuentes comunes, motivadas por
el enquistamiento de problemáticas ya vistas, como la masificación y la falta de
asistencia sanitaria, con el agravante de un uso extremado de la violencia, que in-
cluyó secuestros de funcionarios y numerosas agresiones. Durante 1989, 1990 y
1991, coincidiendo con el mando de Antoni Asunción al frente de la DGIP, se vol-
vieron a vivir episodios de enorme gravedad, propios de los peores momentos de
la Transición, algunos tan dantescos como la decapitación de un preso a manos de
sus compañeros en el transcurso de un motín en El Puerto I.

La profusión de incidentes de todo tipo movió a la administración a profundizar


en los métodos de aislamiento que ya se venían empleando bajo la cobertura del
artículo 10 de la LOGP, tanto contra terroristas presos, especialmente a raíz del ini-
cio de la política de dispersión, como contra delincuentes comunes. Á mediados de
1989, una orden de difusión interna establecía un sistema progresivo de tres fases
dentro del régimen cerrado, del que se regulaban todos los aspectos de la vida del
preso (salidas al patio, cacheos, pertenencias, comunicaciones, etc.) bajo el común
denominador de la restricción casi total de movimientos”. Meses después, otra cir-
cular la complementaba al establecer la cumplimentación de fichas de seguimiento
para los internos por delitos de terrorismo. Dos años más tarde, una nueva de misi-
va interna hacía referencia por primera vez a los Ficheros de Internos de Especial
Seguimiento [FIES]*!'. Teóricamente se trataba de una base de datos de carácter
administrativo para el seguimiento y control de determinados colectivos de reclu-
sos: vinculados a bandas armadas y organizaciones terroristas [FIES BA]; internos
de especial peligrosidad sometidos al régimen especial (art. 10 LOGP) [FIES RE] y
presos relacionados con organizaciones dedicadas al narcotráfico [FIES NA]. Pero
en la práctica se instauró un régimen encubierto -cuanto menos- alegal, caracteri-
zado por una drástica restricción de las condiciones de vida, que para los clasifica-
dos como FIES RE suponía aislamiento en celda durante más de veinte horas al día,
salidas en parejas o en solitario a un minúsculo patio, cacheos con desnudo integral,
posibilidad de disponer de escasísimas pertenencias personales, recuentos diarios y
nocturnos, intervención de comunicaciones, prohibición de visitas vis a vis, ausencia
de actividades en común, cambios frecuentes de celda y de prisión e inmovilización
frecuente mediante esposas, entre otras medidas. Por todo ello, además, un terreno
abonado para la práctica de malos tratos*?,

En 1995 se ampliaron las categorías de estos “ficheros” en dos nuevos ti-


pos muy dispares entre sí y cambió la denominación de todos ellos, que pasa-
ron a ser: FIES-1 CD (Control Directo), que substituía al anterior FIES RE, para

197
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

reclusos especialmente conflictivos o peligrosos, que hubiesen protagonizado o


inducido alteraciones regimentales muy graves; FIES-2 (Narcotraficantes); FIES-3
(Bandas armadas); FIES-4 (Fuerzas de seguridad y funcionarios de Instituciones
Penitenciarias), para los que la inclusión en esta categoría implica un conjunto de
medidas para protegerlos del resto de reclusos, y FIES-5 (Características especia-
les), donde se incluyen los reclusos incluidos en “control directo” que evolucionen
de modo positivo, los vinculados a la delincuencia común de carácter internacio-
nal, los responsables de delitos contra la libertad sexual extraordinariamente vio-
lentos y que hayan causado gran alarma social y, en su día, los insumisos al servi-
cio militar. Estos cambios y la compleja regulación mediante órdenes circulares e
instrucciones sobre la que se operaron, no variaron substancialmente las severas
condiciones de reclusión en FIES-1 (CD).

Desde su implantación, esta “cárcel dentro de la cárcel” y, por extensión, el


régimen cerrado en su conjunto, ha sido objeto de numerosas críticas por su dudo-
sa legalidad, su incompatibilidad con el respeto a la dignidad de las personas, así
como por la renuncia que supone a cualquier pretensión resocializadora frente a
la mera orientación retributiva e incapacitadora”,

1.5. Laaprobación del nuevo Código Penal y el Reglamento Penitenciario

La aprobación del llamado “Código Penal de la democracia” en 1995 y el


Reglamento Penitenciario de 1996 supusieron la culminación del largo proceso de
reforma del sistema penal-penitenciario y la apertura de una nueva etapa marca-
da por el incremento de la punitividad bajo el signo del populismo**, Su redacción,
tras diversos intentos infructuosos, estaba pendiente desde la Transición y para-
dójicamente se produjo en un contexto nada favorable, al final de una legislatura
marcada por la dura oposición del Partido Popular [PP] al Gobierno del PSOE. Tres
elementos condicionaron fuertemente el resultado: la influencia del terrorismo
sobre la postura de los partidos en materia de política penal; el enorme impacto
sobre la opinión pública del conocido como “Crimen de Alcásser” (la violación y
asesinato de tres menores), que supuso la recogida de tres millones de firmas a
favor de la restricción de beneficios penitenciarios para los condenados por deli-
tos contra la libertad sexual, y los compromisos electorales de cara a las cercanas
elecciones legislativas. Tras un intenso proceso de elaboración, el PP se abstuvo en
la votación final debido a su postura favorable a un mayor endurecimiento general
del sistema de penas y el cumplimiento íntegro para determinados delitos, que
contrastó con el voto afirmativo del resto de grupos**,
Entre las medidas despenalizadoras que el nuevo texto incluía hay que des-
tacar la supresión de la pena de prisión inferior a seis meses, por entender que el
ingreso por un periodo tan corto no permite la realización de ninguna de las “su-
puestas” tareas educadoras y, en cambio, posee todos los inconvenientes de la cár-
cel, lo que enlazaba con la posibilidad de sustituir las penas de hasta dos años de
prisión por arrestos de fin de semana, multas o trabajos en beneficio de la comu-
nidad. Pero si por algo destaca el nuevo CP fue por su dureza respecto a la situa-
ción anterior. Se incrementaron las penas de algunos de los delitos más frecuentes

198
Capítulo VIL La configuración del sistema penitenciario en democracia (César Lorenzo Rubio)

(robo, robo con fuerza, tráfico de drogas duras, lesiones) y se suprimió la reden-
ción de penas por el trabajo, gracias a la cual la mayoría de presos reducían a buen
ritmo sus condenas. A estas dos medidas de amplio impacto sobre la población
reclusa en general, se le sumó la posibilidad que, en determinados casos, cuan-
do se produjese una acumulación de condenas y atendiendo a la peligrosidad del
penado, el cálculo de tiempo para la aplicación de los beneficios penitenciarios se
estableciese en el total de las penas y no en el tiempo máximo que por ley (25 0 30
años) el penado podía cumplir**,
Junto al nuevo CP, también entró en vigor un nuevo RP”. En su Exposición de
motivos se señala que el nuevo texto responde a los importantes cambios que ha-
bían sufrido las prisiones y su población desde la aprobación del anterior, en base a
los cuales se dotaba al sistema de nuevos recursos para alcanzar los siguientes ob-
jetivos: 1) Profundizar el principio de individualización científica en la ejecución del
tratamiento, ampliando los programas a los presos preventivos (aunque ello entrase
en contradicción con el principio de presunción de inocencia). También se recogía
la existencia de los Centros de Inserción Social [CIS] para internos en tercer grado,
cuyo primer ejemplo fue el Victoria Kent que ocupó las antiguas dependencias de
la prisión de Yeserías en 1993, y se regulaban las unidades dependientes y extra-
penitenciarias, así como unidades de madres y departamentos mixtos, que todavía
tardarían en materializarse. 2) Potenciar y diversificar de la oferta de actividades de
tratamiento. 3) Facilitar el acceso a las prisiones de entidades públicas y privadas
que trabajasen en asistencia a los reclusos y aumentar para éstos los permisos de
salida y el régimen abierto. Y 4) redefinir el régimen cerrado.

Aunque no lo explicitase, el nuevo Reglamento también respondía a las ne-


cesidades de funcionamiento de las nuevas prisiones-tipo o polivalentes, cuyas
primeras plasmaciones se inauguraron en esos años: Madrid V (Soto del Real)
en 1995, Topas (Salamanca) y Huelva en 1996, y Dueñas (Palencia) y Albolote
(Granada) en 1997. Finalmente, y no son elementos menores, endurecía los requi-
sitos para que los presos enfermos terminales pudieran obtener la libertad con-
dicional, sancionando una práctica que ya tenía lugar por parte de algunos JVB y
daba cobertura legal a los FIES, a través de su disposición transitoria 42 y una nue-
va instrucción que sancionó las líneas maestras ya vistas**, Muchos años después
y tras una larga batalla judicial liderada por la asociación Madres Unidas contra la
Droga, el Tribunal Supremo declaró nulo de pleno derecho un parte fundamental
del régimen FIES, pero una modificación posterior del RP volvió a legalizarlo*”.

IL6. A modo de balance

La aprobación del nuevo CP representó un punto de inflexión en la historia del


sistema penal-penitenciario en España. Con esta especie de “Constitución negati-
va” podemos considerar que se cierra la reforma emprendida en los inicios de la
Transición que dio lugar a la configuración del sistema penitenciario en democra-
cia. Y, al mismo tiempo, a partir de su entrada en vigor, en mayo de 1996, se abre
una nueva etapa caracterizada por la imposición de un modelo penal neoliberal,
securitario o del enemigo que, en esencia y con trazo grueso, remiten a la expansión

199
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

del Derecho penal en un contexto de regresión del Estado social, el abandono del
ideal resocializador ligado al tratamiento penitenciario y un ensañamiento contra
los individuos que amenazan el statu quo, ya sean terroristas, migrantes o disiden-
tes socialesó%, Aunque las continuidades entre ambas etapas son notables y las raí-
ces de la segunda están sólidamente fijadas en substrato de la Transición -cuando,
como se ha visto, se pusieron las bases de la cultura de la emergencia y de la ex-
cepcionalidad penal-, no cabe duda que la realidad del encarcelamiento en el siglo
XXI difiere considerablemente de la observada en los años precedentes. Por esta
razón, vamos a concluir aquí esta aproximación a la historia contemporánea de la
prisión, no sin antes volver la vista atrás para comprobar su legado.

Dos décadas después del inicio de la reforma es innegable que la situación


había mejorado respecto a la situación de partida, pero también que la disparidad
entre la cárcel legal y la cárcel real seguía vigente y en abierta discordancia. La
LOGP, a diferencia de la LECr, el CP y el RP, apenas había sufrido modificaciones,
lo que supone un indicador de su calidad y alto grado de consenso, pero era siste-
máticamente incumplida por parte de la administración encargada de aplicarla.
Elementos como la separación de los reclusos en función de su perfil personal y
delictivo, el derecho a una asistencia sanitaria de calidad, o el trabajo como ele-
mento central del tratamiento penitenciario, seguían siendo sacrificados cotidia-
namente debido a la carencia de recursos y el continuo incremento de población
reclusa, con el plácet de los tribunales. Sobre este último punto -por citar solo una
de las diversas fuentes, muchas de ellas oficiales, que se hicieron eco de esta si-
tuación-, la Asociación Pro Derechos Humanos de España concluyó en un informe
confeccionado de mutuo acuerdo con la DGIP que “El común denominador de las
prisiones visitadas es la inexistencia prácticamente absoluta de tratamiento”*, Un
43% de la población reclusa no realizaba ningún tipo de actividad (60% en algu-
nas cárceles) y entre los afortunados ésta no ocupaba más de 3 o, a lo sumo, 5
horas al día; y solo un 11% de los presos realizaban una actividad remunerada,
muy por debajo del salario mínimo interprofesional, en talleres productivos del
centro. Ante esta constatación cabe preguntarse qué papel ocupaba realmente la
reeducación y reinserción social de los penados entre los objetivos de la privación
de libertad.

La aplicación del nuevo CP -modificado, casi siempre para endurecerlo,


en más de treinta ocasiones- no ha hecho más que ahondar en esta situación.
Si en 1996 las prisiones españolas encerraban alrededor de 45.000 personas
(112/100.000 habitantes), cuando en 2009 alcanzaron su nivel máximo había
más de 76.000 (166/100.000 habitantes), lo que valió a nuestro país el discutible
honor de ser el Estado de Europa occidental con la mayor tasa de encarcelamiento.
Durante estos años, a pesar de los esfuerzos realizados en potenciar la vertien-
te más asistencial de la prisión, especialmente con Mercedes Gallizo al frente, el
sempiterno presupuesto insuficiente -antes incluso de verse afectado por los re-
cortes—, la necesidad de mantener el orden por encima de cualquier otra conside-
ración y la instrumentalización partidista de la política criminal, han hecho del sis-
tema penitenciario una institución que incumple sistemáticamente los cometidos
que se le asignaron en su configuración, hace ya cuarenta años.

200
Capítulo VIL La configuración del sistema penitenciario en democracia (César Lorenzo Rubio)

Notas
1 Ángel SUÁREZ; COLECTIVO 36, Libro blanco sobre las cárceles franquistas, París, Ruedo
Ibérico, 1976.
2 Alfonso SERRANO GÓMEZ; José Luís FERNÁNDEZ DOPICO, El delincuente español. Factores con-
currentes (influyentes), Madrid, Instituto de Criminología de la Universidad Complutense, 1978.
3 Juan TERRADILLOS BASOCO, Peligrosidad Social y Estado de Derecho, Madrid, Akal, 1981.
Pere YSÁS, Disidencia y subversión. La lucha del régimen franquista por su supervivencia, 1960-
1975, Barcelona, Crítica, 2004; Pau CASANELLAS, Morir matando. El franquismo ante la prácti-
ca armada, 1968-1977, Madrid, La Catarata, 2014.
S Gutmaro GÓMEZ BRAVO; César LORENZO RUBIO, “Redención y represión en las cárceles de
Franco”, en P. OLIVER OLMO (coord.), El siglo de los castigos. Prisión y formas carcelarias en la
España del siglo XX, Barcelona, Anthropos, 2013, pp. 63-100.
6 Decreto 2940/1975, de 25 de noviembre, por el que se concede indulto general con motivo de
la proclamación de Su Majestad Don Juan Carlos de Borbón como Rey de España.
7 Real Decreto-Ley 10/1976, de 30 de julio sobre amnistía.
8 Decreto 2273/77, de 29 Julio de 1977, por el que se modifica el Reglamento de los Servicios
de Establecimientos Penitenciarios.
9 Ley 46/1977, de 15 de octubre, de Amnistía. Sobre las diferentes normas relativas a la amnis-
tía de presos políticos, véase el capítulo de Oscar Bascuñán en este mismo libro.
10 César LORENZO RUBIO, Cárceles en llamas. El movimiento de presos sociales en la Transición,
Barcelona, Virus, 2013, pp. 245-264.
11 Marc ANCEL (dir), Les systemes pénitentiaires en Europe occidentale, La documentation
francaise, Paris, 1981, pp. 11-35.
12 Orden Circular de 24 de julio de 1978. Carlos GARCÍA VALDÉS, “El artículo 10 de la LOGP:
Discusión parlamentaria y puesta en funcionamiento”, en Revista de Estudios Penitenciarios,
Extra 1 (1989), pp. 83-88.
13 Ley Orgánica 1/1979 de 26 de septiembre, General Penitenciaria.
14 Ley 20/78, de 8 de mayo, de modificación de determinados artículos del Código Penal y de
la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Carlos GARCÍA VALDES, Informe general 1979, Madrid,
Dirección General de Instituciones Penitenciarias, 1979, p. 96.
15 Roberto BERGALLI, “Transición política y justicia penal en España”, en Sistema, 67 (1985), pp.
62-63.
16 Gonzalo QUINTERO OLIVARES; Francisco MUÑOZ CONDE, La reforma penal de 1983,
Barcelona, Destino, 1983, pp. 14-15.
17 Ley 77/1978, de 26 de diciembre, de modificación de la Ley de Peligrosidad Social y de su
Reglamento.
18 Juan TERRADILLOS BASOCO, Peligrosidad Social..., pp. 63-70.
19 Real Decreto 1201/81, de 8 de mayo.
20 Carlos GARCÍA VALDÉS, La reforma de las cárceles, Madrid, Ministerio de Justicia, 1978, p. 59.
21 Real Decreto-Ley 3/1979 de 26 de enero, sobre protección de seguridad ciudadana.
22 Ley 16/1980, de 22 de abril, sobre modificación de los artículos 503, 504 y 505 de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal en materia de prisión provisional
23 “Informe negativo sobre nuestras cárceles”, en La Vanguardia, 21 de diciembre de 1980, p. 13.
24 Xavier CASALS, La Transición española. El voto ignorado de las armas, Pasado €; Presente.
Barcelona, 2016, p. 15.

25 José Ramón SERRANO-PIEDECASAS, Emergencia y crisis del Estado social. Análisis de la excep-
cionalidad penal y motivos de su perpetuación, Barcelona, PPU, 1988.
26 Gonzalo MARTÍNEZ FRESNEDA, “Las garantías de la defensa en los juicios penales”, en Y.
PEREZ MARINO (comp.), Justicia y delito, Guadalajara, Universidad Internacional Menéndez
Pelayo, 1981, pp. 131-148.

201
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

27 Manolo REVUELTA, Sumario 22/79 Herrera de la Mancha. Una historia ejemplar, Madrid, La
piqueta - Queimada, 1980.
28 Borja MAPELLI CAFFARENA, “Consideraciones en torno al art. 10 de la LOGP”, en Revista de
Estudios Penitenciarios, Extra 1 (1989), pp. 127-138.
29 Eduardo PARRA, "Presos de GRAPO en una cárcel de máxima seguridad: lucha y resistencia en
Herrera de la Mancha, 1979-1983”, en Historia Contemporánea, 53 (2016), pp. 693-724.
30 Carlos GARCÍA VALDÉS, “La reforma penitenciaria”, en G. GOMEZ BRAVO (coord.), Conflicto y
consenso en la transición española, Madrid, Ed. Pablo Iglesias, 2009, p. 134.
31 Ley Orgánica 7/1983, de 23 de abril, de Reforma de los artículos 503 y 504 de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal.
32 Ley Orgánica 8/1983, de 25 de junio, de Reforma Urgente y Parcial del Código Penal.
33 María del Carmen HURTADO MARTÍNEZ, La inseguridad ciudadana de la transición españo-
la a una sociedad democrática. España (1977-1989), Cuenca, Ediciones de la Universidad de
Castilla-La Mancha, 1999, pp. 383-409.
34 Ley Orgánica 10/1984, de 26 de diciembre, por la que se modifican los artículos 503, 504 y
primer párrafo del 529 de la ley de enjuiciamiento criminal.
35 Real Decreto 787/1984 de 26 de marzo, de Reforma Parcial del Reglamento Penitenciario.
36 Real Decreto 3482/1983 de 28 de diciembre, por el que se aprueba el Acuerdo adoptado el
22 de junio de 1983 por el pleno de la Comisión Mixta prevista en la disposición sexta del
Estatuto de Autonomía de Catalunya.
37 DEFENSOR DEL PUEBLO, Informes, estudios y documentos. Situación penitenciaria en España,
Madrid, 1988.
38 Una sentencia del Tribunal Constitucional avalaría poco después esta situación al considerar
el derecho al trabajo en prisión como “de aplicación progresiva, cuya efectividad se encuentra
condicionada a los medios de que disponga la Administración en cada momento, no pudiendo
pretenderse, conforme a su naturaleza, su total exigencia de forma inmediata”. STC 172/1989,
de 19 de octubre. La misma doctrina será aplicada a otros aspectos, como el alojamiento en
celda individual, STC 195/1995, de 19 de diciembre.
39 Sobre la población reclusa femenina, Elisabeth ALMEDA, Corregir y Castigar. El ayer y hoy de
las cárceles de mujeres, Barcelona, Edicions Bellaterra, 2002.

40 Francisco BUENO ARÚS, “¿Tratamiento?”, en Eguzkilore. Cuaderno del instituto vasco de crimi-
nología, 2 (1989), p. 97.
41 José CID, “El incremento de la población reclusa en España entre 1996-2006: Diagnóstico y
remedios”, en Revista Española de Investigación Criminológica, 6 (2008), pp. 1-31.
42 Ignacio GONZÁLEZ SANCHEZ, “Aumento de presos y Código Penal: Una explicación insuficien-
te”, en Revista electrónica de ciencia penal y criminología, 13-4 (2011), pp. 4-5.
43 Para una visión de conjunto sobre la evolución cuantitativa de la delincuencia, Juan AVILÉS,
“La delincuencia en España: una aproximación histórica (1950-2001)”, en Historia del presen-
te, 2 (2003), pp. 125-138.
44 Gemma CALVET, "Toxicomanía y sida: la realidad de nuestras prisiones”, en I. RIVERA BEIRAS,
(coord.), La cárcel en España en el fin del milenio, Barcelona, M.J. Bosch, 1999, pp. 223-236.
45 Ley Orgánica 1/1988, de 24 de marzo, de Reforma del Código Penal en materia de tráfico ile-
gal de drogas.
46 Ley Orgánica 1/1992 de 21 de febrero, de protección de la seguridad ciudadana.
47 Ignacio GONZÁLEZ SÁNCHEZ, La penalidad neoliberal: aumento de presos y reconfiguración
del Estado en España (1975-2008), Tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid, 2014,
pp. 264-265.
48 Abel TÉLLEZ AGUILERA, Los sistemas penitenciarios y sus prisiones. Derecho y realidad,
Madrid, Edisofer, 1998, pp. 124-131.
49 Mónica ARANDA, Política criminal en materia de terrorismo en España, Tesis Doctoral, Universitat de
Barcelona, 2008, pp. 346-389; Cristina RODRIGUEZ YAGUE, “Política penitenciaria antiterrorista en

202
Capitulo VIL La configuración del sisterna penitenciario en democracia (César Lorenzo Rubio)

España: la dispersión de las “prisiones de seguridad”, en V. CERVELLÓ DONDERIS (ed.), Privación de


libertad y derechos humanos: las otras prisiones, Universidad de Valencia, 2014, pp. 182-209.
50 Orden Circular de 26 de junio de 1989. Dada la falta de publicidad de este tipo de normas,
su contenido se debe consultar a través de los autores que han tenido acceso, por ejemplo,
Eugenio ARRIBAS LÓPEZ, El régimen cerrado en el sistema penitenciario español, Madrid,
Ministerio del Interior, 2010, pp. 182-190.
51 Orden Circular de 6 de marzo de 1991.
52 José Ángel BRANDARIZ, “Departamentos especiales y FIES 1 (CD): la cárcel dentro de la cár-
cel”, en Panóptico, 2 Nueva época (2001), pp. 56-77.
53 Julián Carlos RÍOS: Pedro CABRERA, Mirando el abismo: El régimen cerrado, Madrid,
Universidad Pontificia Comillas-Fundación Santa María, 2002; Patricia MORENO; Joaquín
Ángel ZAMORO, “Las políticas de aislamiento penitenciario. La especial problemática del
Fichero de Internos de Especial Seguimiento (F.1.E.S)”, en Il. RIVERA BEIRAS, (coord.), La cárcel
en España enel fin del milenio. (A propósito del vigésimo aniversario de la Ley Orgánica General
Penitenciaria), Barcelona, M. J. Bosch, 1999, pp. 153-196; y, desde la propia experiencia, Xosé
TARRÍO, Huye, hombre, huye. Diario de un preso FIES, Bilbao, Virus, 1997 y Joaquín Ángel
ZAMORO, A ambos lados del muro, Tafalla, Txalaparta, 2005.
54 OBSERVATORI DEL SISTEMA PENAL DELS DRETS HUMANS, El populismo punitivo. Análisis
de las reformas y contra-reformas del Sistema Penal en España (1995-2005), Barcelona,
Ajuntament de Barcelona, Regidoria de Dona i Drets humans, 2005.
55 Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal.
56 Iñaki RIVERA BEIRAS, La cuestión carcelaria: historia, epistemología, derecho y política peni-
tenciaria, Buenos Aires, Del Puerto, 2006, pp. 746-749.
57 Real Decreto 190/1996, de 9 de febrero, por el que se aprueba el Reglamento.
58 Instrucción 21/96 de 16 de diciembre. Mónica ZAPICO BARBEITO; Luís RODRÍGUEZ MORO,
“La circular FIES. Diez años después: el paradigma de la nueva cultura de la incapacitación”,
en P. FARALDO CABANA (dir), Política criminal y reformas penales, Valencia, Tirant, 2007, pp.
341-392.
59 STS 2555/2009, de 17 de marzo; Real Decreto 419/2011, de 25 de marzo, por el que se mo-
difica el Reglamento Penitenciario, aprobado por el Real Decreto 190/1996, de 9 de febrero y
Circular 1-12/2011 de 29 de julio.
60 Bernardo DEL ROSAL, “¿Hacia el Derecho Penal de la Postmodernidad?””, en Revista Electrónica
de Ciencia Penal y Criminología, 11-08 (2009) pp. 1-64; José Angel BRANDARIZ, Política crimi-
nal de la exclusión. El sistema penal en tiempos de declive del Estado social y crisis del Estado-
Nación, Comares, Granada, 2007; Guillermo PORTILLA CONTRERAS (coord.), Mutaciones del
Leviatán. Legitimación de los nuevos modelos penales, Madrid, Universidad Internacional de
Andalucía-Akal, 2005.
61 ASOCIACIÓN PRO DERECHOS HUMANOS DE ESPAÑA, Informe sobre la situación de las prisio-
nes en España, Madrid, Fundamentos, 1999, p. 417 y ss.

203
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
ALMEDA, Elisabeth, Corregir y Castigar. El ayer y hoy de las cárceles de mujeres, Barcelona,
Edicions Bellaterra, 2002.
ANCEL, Marc (dir.), Les systémes pénitentiaires en Europe occidentale, La documentation
francaise, Paris, 1981.
ARANDA, Mónica, Política criminal en materia de terrorismo en España, Tesis Doctoral,
Universitat de Barcelona, 2008.
ARRIBAS LÓPEZ, Eugenio, El régimen cerrado en el sistema penitenciario español, Madrid,
Ministerio del Interior, 2010,
ASOCIACIÓN PRO DERECHOS HUMANOS DE ESPAÑA, Informe sobre la situación de las pri-
siones en España, Madrid, Fundamentos, 1999.
AVILÉS, Juan, “La delincuencia en España: una aproximación histórica (1950-2001)”, en
Historia del presente, 2 (2003), pp. 125-138.
BERGALLI, Roberto, “Transición política y justicia penal en España”, en Sistema, 67 (1985),
pp. 57-96.
BRANDARIZ, José Ángel, “Departamentos especiales y FIES 1 (CD): la cárcel dentro de la
cárcel”, en Panóptico, 2 Nueva época (2001), pp. 56-77.
= Política criminal de la exclusión. El sistema penal en tiempos de declive del Estado
social y crisis del Estado-Nación, Comares, Granada, 2007.
BUENO ARÚS, Francisco, “¿Tratamiento?” en Eguzkilore. Cuaderno del instituto vasco de cri-
minología, 2 (1989), pp. 89-98.
CALVET, Gemma, “Toxicomania y sida: la realidad de nuestras prisiones”, en RIVERA
BEIRAS, I. (coord.), La cárcel en España en el fin del milenio, Barcelona, M. J. Bosch,
1999, pp. 223-236.
CASALS, Xavier, La Transición española. El voto ignorado de las armas, Pasado €r Presente.
Barcelona, 2016.
CASANELLAS, Pau, Morir matando. El franquismo ante la práctica armada, 1968-1977,
Madrid, La Catarata, 2014.
CID, José, “El incremento de la población reclusa en España entre 1996-2006: Diagnóstico
y remedios”, en Revista Española de Investigación Criminológica, 6 (2008), pp. 1-31.
DEFENSOR DEL PUEBLO, Informes, estudios y documentos. Situación penitenciaria en
España, Madrid, 1988.
DEL ROSAL, Bernardo, “¿Hacia el Derecho Penal de la Postmodernidad?", en Revista
Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, 11-08 (2009), pp. 1-64.
GARCÍA VALDÉS, Carlos, La reforma de las cárceles, Madrid, Ministerio de Justicia, 1978.
— Informe general 1979, Madrid, Dirección General de Instituciones Penitenciarias,
1979.
= “El artículo 10 de la LOGP: Discusión parlamentaria y puesta en funcionamiento”, en
Revista de Estudios Penitenciarios, Extra 1 (1989), pp. 83-88.
— “La reforma penitenciaria”, en GOMEZ BRAVO, G. (coord.), Conflicto y consenso en la
transición española, Madrid, Ed. Pablo Iglesias, 2009, pp. 127-143.
GÓMEZ BRAVO, Gutmaro; LORENZO RUBIO, César, “Redención y represión en las cárceles
de Franco”, en OLIVER OLMO, P. (coord.), El siglo de los castigos. Prisión y formas car-
celarias en la España del siglo XX, Barcelona, Anthropos, 2013, pp. 63-100.
GONZÁLEZ SANCHEZ, Ignacio, “Aumento de presos y Código Penal: Una explicación insufi-
ciente”, en Revista electrónica de ciencia penal y criminología, 13-4 (2011), pp. 1-22.

204
Capítulo VIL La configuración del sistema penitenciario en democracia (César Lorenzo Rubio)

— La penalidad neoliberal: aumento de presos y reconfiguración del Estado en España


(1975-2008), Tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid, 2014.
HURTADO MARTÍNEZ, María del Carmen, La inseguridad ciudadana de la transición es-
pañola a una sociedad democrática. España (1977-1989), Cuenca, Ediciones de la
Universidad de Castilla-La Mancha, 1999.
LORENZO RUBIO, César, Cárceles en llamas. El movimiento de presos sociales en la Transición,
Barcelona, Virus, 2013.
MAPELLI CAFFARENA, Borja, “Consideraciones en torno al art. 10 de la LOGP”, en Revista
de Estudios Penitenciarios, Extra 1 (1989), pp. 127-138.
MARTÍNEZ FRESNEDA, Gonzalo, “Las garantías de la defensa en los juicios penales”, en
PEREZ MARINO, V. (comp.), Justicia y delito, Guadalajara, Universidad Internacional
Menéndez Pelayo, 1981, pp. 131-148.
MORENO, Patricia; ZAMORO, Joaquín Ángel, “Las políticas de aislamiento penitenciario. La
especial problemática del Fichero de Internos de Especial Seguimiento (F.1.E.S)”, en
RIVERA BEIRAS, 1. (coord.), La cárcel en España en el fin del milenio. (A propósito
del vigésimo aniversario de la Ley Orgánica General Penitenciaria), Barcelona, M. J.
Bosch, 1999, pp. 153-196.
OBSERVATORI DEL SISTEMA PENAL DELS DRETS HUMANS, El populismo punitivo.
Análisis de las reformas y contra-reformas del Sistema Penal en España (1995-2005),
Barcelona, Ajuntament de Barcelona, 2005.
PARRA, Eduardo, “Presos de GRAPO en una cárcel de máxima seguridad: lucha y resisten-
cia en Herrera de la Mancha, 1979-1983” en Historia Contemporánea, 53 (2016), pp.
693-724.
PORTILLA CONTRERAS, Guillermo (coord.), Mutaciones del Leviatán. Legitimación de los
nuevos modelos penales, Madrid, Universidad Internacional de Andalucía-Akal,
2005.
QUINTERO OLIVARES, Gonzalo: MUÑOZ CONDE, Francisco, La reforma penal de 1983,
Barcelona, Destino, 1983.
REVUELTA, Manolo, Sumario 22/79 Herrera de la Mancha. Una historia ejemplar, Madrid, La
piqueta - Queimada, 1980.
RÍOS, Julián Carlos; CABRERA, Pedro, Mirando el abismo: El régimen cerrado, Madrid,
Universidad Pontificia Comillas-Fundación Santa María, 2002.
RIVERA BEIRAS, Iñaki, La cuestión carcelaria: historia, epistemología, derecho y política pe-
nitenciaria, Buenos Aires, Del Puerto, 2006.
RODRÍGUEZ YAGUE, Cristina, “Política penitenciaria antiterrorista en España: la dispersión
de las “prisiones de seguridad”, en CERVELLÓ DONDERIS, V. (ed.), Privación de liber-
tad y derechos humanos: las otras prisiones, Valencia, Universidad de Valencia, 2014,
pp. 182-209.
SERRANO GÓMEZ, Alfonso; FERNÁNDEZ DOPICO, José Luis, El delincuente español. Factores
concurrentes (influyentes), Madrid, Instituto de Criminología de la Universidad
Complutense, 1978.
SERRANO-PIEDECASAS, José Ramón, Emergencia y crisis del Estado social. Análisis de la ex-
cepcionalidad penal y motivos de su perpetuación, Barcelona, PPU, 1988.
SUÁREZ, Ángel; COLECTIVO 36, Libro blanco sobre las cárceles franquistas, París, Ruedo
Ibérico, 1976.
TARRÍO, Xosé, Huye, hombre, huye. Diario de un preso FIES, Bilbao, Virus, 1997.
TÉLLEZ AGUILERA, Abel, Los sistemas penitenciarios y sus prisiones. Derecho y realidad,
Madrid, Edisofer, 1998.

205
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Primera Parte: Evolución histórica)

TERRADILLOS BASOCO, Juan, Peligrosidad Social y Estado de Derecho, Madrid, Akal, 1981.
YSAS, Pere, Disidencia y subversión. La lucha del régimen franquista por su supervivencia,
1960-1975, Barcelona, Crítica, 2004.
ZAMORO, Joaquin Ángel, A ambos lados del muro, Tafalla, Txalaparta, 2005.
ZAPICO BARBEITO, Mónica; RODRÍGUEZ MORO, Luís, “La circular FIES. Diez años después:
el paradigma de la nueva cultura de la incapacitación”, en FARALDO CABANA, P.
(dir.), Política criminal y reformas penales, Valencia, Tirant, 2007, pp. 341-392.

206
Capítulo VUI
La jurisdicción militar en España
hasta la Constitución de 1978
Juan Carlos Domínguez Nafría
Universidad CEU San Pablo

L FUERO Y JURISDICCIÓN MILITAR


El ordenamiento jurídico español siempre ha contemplado, a lo largo de su
historia, la existencia de una jurisdicción ejercida por las autoridades militares
para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado de acuerdo con el Derecho militar.
Dicha jurisdicción se fundamentaba en las exigencias profesionales de la mili-
cia, así como en las circunstancias extremas en las que debían actuar los ejércitos,
como última ratio para la defensa del Estado, de su integridad territorial, del or-
den interior y de la acción política exterior.
Además, la jurisdicción militar también se ha considerado imprescindible
para hacer efectiva la cohesión y organización de los ejércitos, a través de su valor
fundamental, que es la disciplina.
Esta jurisdicción se perfiló históricamente por el Derecho romano y visigodo,
de tal forma que, en España, San Isidoro ya mencionaba en sus Etimologías la exis-
tencia de un ¡us militare como parte del ius gentium, fundándose precisamente en
la iurisprudentia romana.
También fue regulada por el Derecho medieval, pero, sobre todo, adquirió en-
tidad a lo largo de la Edad Moderna, pues desde el siglo XVI se puso de manifiesto
que el instrumento más poderoso del monarca eran sus ejércitos. En consecuencia,
durante este periodo histórico la jurisdicción militar consolidó y amplió sus com-
petencias, así como su autonomía con respecto a la jurisdicción ordinaria, cons-
tituyéndose en una parcela fundamental de la jurisdicción del monarca absoluto.
Su ejercicio quedó así regulado por el profuso Derecho militar que fue creándo-
se, dependiendo directamente del propio monarca, a través de su Consejo Supremo
de Guerra, sin ningún sometimiento a otra autoridad distinta de la del rey.

Además, la jurisdicción militar no entendía sólo de cuestiones penales, sino


que comenzó a entender también de asuntos civiles que afectaran a las personas
“aforadas” o sujetas al fuero militar. Incluso, durante el siglo XVIII, esta jurisdic-
ción alcanzó cierto grado de preponderancia sobre la común u ordinaria, en el
contexto del fenómeno conocido como “militarización” de la Monarquía española,
propio de este siglo.

207
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

Dicha jurisdicción, desde el siglo XVI, fue considerada como “especial”, pero no
por constituir una especialidad dentro de la jurisdicción común, sino por ser distinta
de ésta!, de la misma forma que también fue calificada durante el Antiguo Régimen
(siglos XVI-XVII) como jurisdicción “privilegiada”, porque disponía de su propio
marco legal, que regulaba las competencias jurisdiccionales de las autoridades
y tribunales militares, los asuntos que le estaban sometidos y los procedimientos
propios que debía utilizar para substanciarlos. En definitiva, por tal privilegio debía
entenderse, sobre todo, el de disponer de justicia propia para todos sus aforados?.
En realidad, los estatutos privilegiados eran habituales en aquellos siglos,
pues les estaban reconocidos a varios grupos sociales y profesionales, tales como:
la nobleza, el clero, los caballeros de las Órdenes Militares, o el personal al servicio
de la Inquisición o de la Hacienda Real. Algo que complicó gravemente la admi-
nistración de justicia, debido a los numerosos conflictos de competencias entre
tantas jurisdicciones.

Por otra parte, la primera idea que siempre debe tenerse en cuanta al abor-
dar las jurisdicciones históricas especiales o privilegiadas —y la militar fue una
de las más antiguas y amplias—, es que, hasta la llegada del régimen liberal y
constitucional, que comienza a implantarse en España durante la Guerra de la
Independencia (1808-1814), no estaba reconocido el principio de “igualdad de
todos los ciudadanos ante la ley”, de tal forma que, como se ha indicado, eran
muchos los sectores sociales y profesionales que disfrutaban de su propio fuero
y jurisdicción.
Con respecto a esta situación, propia del absolutismo, la exposición de mo-
tivos de la Constitución de Cádiz de 1812, afirmó: “una de las principales causas
de la mala administración de justicia entre nosotros es el fatal abuso de los fueros
privilegiados introducido para la ruina de la libertad civil”. Por lo que el artículo
248 de aquella Constitución estableció que: “En los negocios comunes, civiles y
criminales no habrá más que un solo fuero para toda clase de personas."

Pese a ello, la propia Constitución de 1812 reconoció como excepción la ne-


cesidad de que existiera una jurisdicción militar: “Los militares gozarán también
de fuero particular, en los términos que previene la ordenanza o en adelante pre-
viniere” (art. 250)? Entendiéndose aquí por “ordenanza” la ley militar. De esta for-
ma, la jurisdicción militar comenzó a estar sujeta a los principios legales y consti-
tucionales del Estado.
La vuelta al absolutismo con Fernando VIT (1814-1820 y 1823-1833) impidió
el cumplimiento de tales pretensiones. Posteriormente, la Constitución de 1837
reiteró la necesidad de mantener la jurisdicción militar y, en cambió, la de 1845
guardó silencio en torno a esta cuestión, lo que probablemente obedeció a que
los legisladores no creyeron necesaria una expresa formulación constitucional al
respecto, por considerar como algo sobreentendido la existencia de la jurisdicción
militar, pues estaba reconocida en todos los países constitucionales*,

Finalmente, tras la Revolución Gloriosa de 1868, el llamado “decreto de uni-


ficación de fueros”, de 6 de diciembre de aquel año*, suprimió todos los fueros

208
Capítulo VHIL La jurisdicción militar en España hasta la Constitución de 1978 (Juan Carlos Domínguez Nafría)

privilegiados, que continuaban existiendo pese a los mandatos constitucionales


precedentes, por lo que desparecieron con esta norma las jurisdicciones especia-
les de Hacienda y la mercantil, manteniéndose en vigor, no obstante, la jurisdic-
ción militar, lo que se justificó con los siguientes argumentos:
“[...] pero el ejemplo de las demás naciones y la experiencia que demuestra los in-
convenientes que traería consigo tan inmoderada extensión cuando se trata de ma-
teria criminal, de delitos cometidos por aquellos que tienen las armas en la mano,
y por cuya razón es menester, o castigar más severamente o con la mayor urgencia,
para que venga la reparación justa que contenga a todos en el límite de sus deberes,
hacen necesaria una excepción con respecto a los militares y marinos en acto de
servicio, no otorgada a favor suyo, sino de la sociedad, que requiere medios más ac-
tivos y severos de reprimir los excesos que, perpetrados por militares, tienen mayor
gravedad, cuanto más libre sea la Constitución política por la que se gobierne un
Estado.”

Posteriormente, la ley orgánica del Poder judicial de 1870%, recogiendo el es-


píritu e incluso la letra del decreto de unificación de fueros de 1868, dispuso que la
jurisdicción ordinaria conocería de todas las causas civiles y criminales (artículos
267, 321y 343), a excepción de las que expresamente se atribuyeran a la jurisdic-
ción militar, como eran las instruidas por delitos y faltas cometidos por militares,
además de determinados delitos cometidos por paisanos en los casos previstos
legalmente (artículos 347-351)”.

En definitiva, desde aquellas reformas, las competencias en materia civil de la


jurisdicción militar se redujeron tan sólo a algunos aspectos relativos a los testa-
mentos e inventarios de los aforados, así como a aquellos delitos y faltas cometi-
dos por militares, conforme a la legislación penal militar, además de ciertos delitos
cometidos por civiles, que afectaban a la seguridad del Estado, a la de los ejércitos,
o al orden público.

Con respecto a la sujeción de paisanos a la jurisdicción militar, fue especial-


mente conflictiva la situación creada por la llamada “ley de jurisdicciones”, de 22
de marzo de 1906*, que sometió con amplitud a los tribunales militares los delitos
de ofensas, orales o escritas, contra la unidad de la patria, la bandera y el honor del
ejército.

Posteriormente, la Segunda República quiso completar el objetivo limitador


del ámbito competencial de la jurisdicción militar emprendido por el decreto de
1868, al reducirlo por un decreto de 11 de mayo de 1931. Dicha norma precons-
titucional, la reconocía competente tan sólo en los delitos militares, siempre que
no estuviera declarado el Estado de Guerra. Este principio se consagró a los pocos
meses por la Constitución de 1931”.
También privó de sus competencias jurisdiccionales a los capitanes generales
y demás mandos militares. Competencias que se encomendaron a los oficiales le-
trados de los Cuerpos Jurídicos del Ejército y la Armada!”, en tanto que las compe-
tencias judiciales del Consejo Supremo de Guerra y Marina las asumió el Tribunal
Supremo, a través de una nueva Sala de lo Militar, creada por el citado decreto de
11 de mayo de 1931''.

209
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

No obstante, el deterioro del orden público durante el periodo republicano””,


limitó el alcance efectivo de estas reformas, y la Guerra civil (1936-1939) hizo que
dejaran de aplicarse, regresando al final de la misma al modelo pre-republicano,
con el ejercicio por la jurisdicción militar de amplias competencias, incluidos los
delitos de terrorismo.

II. REGULACIÓN LEGAL HISTÓRICA DE LA JURISDICCIÓN MILITAR

La jurisdicción militar recibió reconocimiento legal durante la Edad Media.


Uno de los textos legales que le dio carta de naturaleza fueron las Partidas de
Alfonso X el Sabio (partida II), durante la segunda mitad del siglo XIII, consoli-
dándose, en los términos ya expuestos, con el nacimiento y desarrollo del Estado
Moderno desde comienzos del siglo XVI.

Durante este siglo, las Ordenanzas de las Guardas de Castilla de 1551, modelo
para los demás cuerpos militares, confirmaron la competencia de la jurisdicción
militar en todos los pleitos civiles!'* y criminales de sus miembros, estableciendo
que fuesen juzgadas por el “alcalde” (juez) de tales Guardas, con inhibición de los
demás tribunales y justicias del reino.
Posteriormente, Felipe Il extendió esta amplia jurisdicción militar a toda la
“gente de guerra”, con su real cédula de 9 de mayo de 1587**. Principio que se man-
tuvo hasta el siglo XIX.
Entre todas las disposiciones reguladoras de la jurisdicción militar durante
el siglo XVIII, destacan las Ordenanzas de S.M. para su Real Armada de 1748 (tra-
tado V), así como las de 1793, que, sin embargo, mantuvieron la vigencia de las
anteriores en lo que se refiere a la justicia militar'*. También debe destacarse la
importancia de las Ordenanzas de S.M. para el régimen, disciplina, subordinación y
servicio de sus Ejércitos, de 1768 (tratado VIII), que regularon con la amplitud pro-
pia del espíritu codificador ilustrado, todos los aspectos morales, organizativos y
de funcionamiento del Ejército, así como los relativos a cuestiones disciplinarias,
penales y de procedimiento criminal.

La vigencia de estas Ordenanzas se extendió hasta bien entrado el siglo XIX,


entre otras razones, por su acreditada calidad técnica para el tiempo en que se
redactaron, e incluso por el valor literario de su redacción??.

Sin embargo, el espíritu racionalista que inspiró a sus redactores no impidió


la aparición de numerosas disposiciones posteriores, reguladoras del fuero y juris-
dicción particular de algunos cuerpos o unidades “privilegiadas”, como era el caso
de las Tropas de Casa Real y Cuerpos de Artillería e Ingenieros, así como cuantio-
sas modificaciones de sus preceptos y el añadido de otras normas especiales?”.
Semejante variedad de disposiciones complicaron mucho en el siglo XIX la ar-
monización del Derecho penal y procedimental militar con los nuevos principios
constitucionales. Además, las Ordenanzas iban quedando anticuadas en muchos
aspectos. Por ello, se hacía imprescindible abordar el proceso de codificación del

210
Capítulo VII La jurisdicción militar en España hasta la Constitución de 1978 (Juan Carlos Dominguez Nafría)

Derecho penal militar, conforme a los modernos criterios de esta técnica legislati-
va, que se estaba aplicando a otras parcelas del ordenamiento jurídico común.

Entonces, muchos oficiales consideraron que los cuerpos normativos consti-


tuidos por las Reales Ordenanzas del siglo pasado, eran aún a mediados del siglo
XIX suficientemente sólidos, por lo que la reforma de sus apartados correspon-
dientes al Derecho penal y procesal, así como a la organización de los tribunales,
debía abordase no como la elaboración de un texto legal ex novo, sino como una
reforma de las mismas Ordenanzas contempladas como conjunto'*,
En este sentido, hay que tener en cuenta el profundo arraigo entre la oficialidad
de las viejas Ordenanzas, no sólo por su calidad técnica y por su carácter homogé-
neo, sino, sobre todo, porque también constituían una “regla moral” para los milita-
res, pues fijaba los valores sobre los que se sustentaba la milicia. En realidad, la re-
gulación penal y procesal constituía sólo una parte inescindible de las Ordenanzas,
temiéndose, en consecuencia, que al segregar de ellas los preceptos penales y dis-
ciplinarios, por la conveniencia de implantar modernos principios y técnicas co-
dificadoras en la legislación penal y procesal militar, no sólo resultaría afectada la
coherencia interna de estos cuerpos legales, sino también la misma esencia de la
institución militar En definitiva, se entendía que no era posible “tocar una parte de
las Ordenanzas sin llegar al todo”

Tampoco faltaron quienes, de forma interesada, consideraban útil aquella


anticuada pero sencilla justicia penal militar, no encorsetada por las limitaciones
de los códigos modernos, con objeto de utilizarla como baluarte para controlar el
orden público?”, por ser los ejércitos sus principales garantes, al menos hasta la
creación de la Guardia Civil en 1844”,

Por el contrario, los partidarios de la codificación pusieron de relieve el mag-


ma existente de disposiciones de dudosa vigencia sobre múltiples aspectos del
Derecho punitivo militar, que además eran contradictorias con el espíritu cons-
titucional, por tener su origen en un régimen absolutista, además de carecer esta
parcela del ordenamiento jurídico de una jurisprudencia y doctrina homogéneas.
Problemas que se pretendían solucionar con la elaboración de sendos códigos de
Derecho penal militar y naval.
Sin embargo, también pensaban unos y otros, los partidarios de las viejas
Ordenanzas y los de la nueva codificación, que semejante proceso provocaría el
descontento de la clase militar y entrañaría otro conflicto político añadido, que a
pocos entonces les interesó abrir.

En definitiva, la gran reforma codificadora del Derecho penal militar se hizo


esperar por dos causas fundamentales: la inestabilidad política propia de aquellas
décadas decimonónicas, especialmente por las guerras carlistas y el deterioro ge-
neral del orden público; así como por el apego a las viejas Ordenanzas de la mayor
parte de la oficialidad, que además temían que, con la reforma de sus viajes leyes
penales y disciplinarias, el Ejército y la Armada perdieran la autonomía institucio-
nal de que disfrutaban de facto.

211
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

Pese a tales resistencias, en 1865 se creó una junta encargada de reformar las le-
yes penales militares y las reguladoras de los correspondientes procedimientos judi-
ciales, que inició sus trabajos con la finalidad de elaborar un código penal militar al
modo del código penal común y bajo sus mismos principios. Así, el almirante marqués
de Rubalcaba, en su proyecto para la Armada de 1865, insistió en que esta legislación
penal debía estar asimilada en lo posible al Derecho penal común”'. Sin embargo, tales
proyectos quedaron aplazados con motivo de la Revolución Gloriosa de 1868.
Entretanto, se dictaron normas legales para suavizar la penalidad de ciertos
delitos militares y equipararla a la de delitos similares tipificados por el Derecho
penal común. Tales disposiciones hicieron que algunos delitos que se castigaban
exclusivamente con la pena capital, lo hicieran a partir de entonces con la de ca-
dena perpetua, y en otros casos la imposición de una u otra pena se dejaban al
arbitrio judicial”.
Sólo la estabilidad política que proporcionó la restauración de la monarquía
con Alfonso XII en 1875, sobre todo por asumir este monarca el papel de rey-sol-
dado, lo que dio estabilidad a la institución militar, favoreció el logro de que se
consiguiera codificar el Derecho penal del Ejército y la Armada.
Así, en 1880 se creaba una nueva comisión, y el 15 de julio de 1882, se aproba-
ba una “ley de bases”, a las que debían atenerse las futuras “leyes de organización,
atribuciones y procedimientos de los Tribunales militares y los Códigos penales
para el Ejército y la Armada”*,
Además, de forma consecuente con las “bases” establecidas por esta ley, los
futuros Códigos militares tenían que adaptarse, en lo posible, a las prescripciones
de la ley penal común, incorporando la novedad de incluir entre las autoridades
militares a las de los Cuerpos de la Guardia Civil y Carabineros.
En virtud de dicha “ley de bases” se aprobaron, al poco tiempo, tres disposi-
ciones para el Ejército?*, que constituyeron el amplio cuerpo legal regulador de su
jurisdicción militar:
— Ley orgánica de los tribunales militares, de 10 de marzo de 1884”.
— Código penal militar, de 17 de noviembre de 1884”.
— Ley de enjuiciamiento militar, el 26 de septiembre de 18867”.
Por lo que respecta a la Armada, se aprobó la siguiente legislación:

— Código penal de la Armada, de 24 de agosto de 1888”*,


— Ley de organización y atribuciones de los tribunales de Marina, de 10 de
noviembre de 1894?”,
— Ley de enjuiciamiento militar de Marina, de 10 de noviembre de 1894”,
No obstante, en el Ejército se consideró que su normativa estaba demasiado
dispersa, al quedar dividida en tres leyes, por lo que muy pronto se acometió la re-
dacción de un Código de justicia militar que agrupara, de manera conjunta y siste-
mática, la regulación legal de los órganos jurisdiccionales, los delitos y faltas obje-
to de la jurisdicción militar y los procedimientos judiciales. Este Código se publicó
por real decreto de 27 de septiembre de 1890*:.

212
Capítulo VIIL La jurisdicción militar en España hasta la Constitución de 1978 (Juan Carlos Dominguez Nafría)

Sobre toda esta normativa hay que destacar que el Derecho penal militar ha-
bía evolucionado con cierto retraso, aunque finalmente se elaboró bajo los prin-
cipios del Derecho penal común. Sin embargo, también es cierto que se reconoció
mayor discrecionalidad a la jurisdicción militar para la imposición de las penas??,

Después de la Guerra Civil se aprobó finalmente el Código de Justicia Militar,


promulgado el 17 de junio de 1945, que vino a modificar las disposiciones de los
anteriores Códigos del Ejército de 1890 y de la Marina de Guerra de 1889, para su
aplicación a la jurisdicción militar de los Ejércitos de Tierra, Mar, ya la del nuevo
Ejército del Aire, creado en 1939*.

Los mencionados textos legales codificados constituyen las principales fuen-


tes del Derecho penal militar histórico. Sin embargo, también eran fuentes de este
Derecho las leyes especiales que atribuían el conocimiento de determinados deli-
tos y faltas a la jurisdicción militar.
El argumento que solía utilizarse para justificar estas competencias de la ju-
risdicción militar era el de que, para juzgar dichas infracciones, se necesitaban co-
nocimientos especiales, que se presumían entre los militares. Tal sería el caso del
contrabando en algunos momentos del siglo XVIII, cuando esta actividad ilegal se
vincula a partidas numerosas y armadas; los naufragios, abordajes, arribadas, po-
licía de naves, puertos y zonas marítimas y de pesca, con respecto a la jurisdicción
de Marina; o los recogidos, entre otras muchas disposiciones, por la ley penal de la
marina mercante (1955), o la de accidentes ferroviarios (1941)**.

Otro caso sería el de los delitos cometidos por bandas armadas, o los de ban-
didaje y terrorismo, pues el legislador prefirió a la jurisdicción militar para co-
nocer de semejantes transgresiones, por considerar que podía proceder de forma
mucho más enérgica y sumaria”,
Además de la legislación expuesta, otra fuente del Derecho penal militar eran
los “bandos”, que dictaban las autoridades militares en los estados de guerra o
de deterioro violento del orden público, creando un Derecho penal excepcional y
transitorio.

Los bandos militares eran órdenes, con fuerza de ley penal, dictadas por las au-
toridades militares en campaña, o en el lugar en el que se hubiera declarado el “esta-
do de guerra” o “de sitio", en los que dicha autoridad asumía todos los poderes.
Su valor como fuente del Derecho penal militar desde sus mismos orígenes
era tal, que el duque de Alba afirmó en Cascaes, el 5 de agosto de 1580, que: “en los
ejércitos no hay otras leyes en lo criminal sino los bandos.”
Los bandos ampliaban el ámbito de la jurisdicción militar, e incluso podían
crear nuevos delitos, establecer sus penas, o modificar las que correspondieran a
los ya tipificados, aunque, en principio, no podían imponer penas que no estuvie-
ran recogidas por el Derecho penal militar ordinario, pero sí agravarlas o asimilar
conductas a delitos muy graves, como el de rebelión o sedición?*,

213
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

HI. RIGOR DEL DERECHO PENAL MILITAR

Las principales características del Derecho penal militar histórico han sido el
rigor y su práctica sumaria, con la finalidad de que los castigos fueran ejemplares
y rápidos, apoyando así el mantenimiento de la disciplina entre las tropas. Suelen
citarse como ejemplo de este rigor los numerosos delitos militares castigados con
la pena de muerte. Así, el castigo por el delito de cobardía frente al enemigo, resul-
ta ejemplar, tanto por lo que se refiere a la gravedad de la pena, como en cuanto a
la sumariedad con la que podía aplicarse””.
No obstante, hay que considerar que las penas más graves solían aplicarse
únicamente en tiempos de guerra y, sobre todo, estando frente al enemigo. En
cambio, en tiempos de paz y en guarnición, lo habitual era corregir las mismas
conductas con otras medidas disciplinarias, sin recurrir al proceso penal.

Ciertamente, cualquier negligencia profesional en la vida militar podía adqui-


rir una gravedad inusitada, en cuanto a sus consecuencias penales, tanto en tiem-
pos de paz como de guerra, pues una disciplina férrea, siempre es necesaria para
garantizar el resultado de las operaciones, la seguridad de los demás soldados y la
de la población civil.

Otro aspecto original del Derecho penal militar es que la voluntariedad podía
no ser una condición exigible para la comisión de un delito**, al menos en los térmi-
nos en que lo exigía el Derecho penal común. Es más, en ciertas situaciones excep-
cionales, ni siquiera se requería haber participado directamente en los hechos de-
lictivos para ser condenado, como es el caso de los gritos sediciosos al estar la tropa
sobre las armas. Lo que se justificaba por razón de ejemplaridad*”. Como ejemplares
también eran las condenas a muerte entre grupos de soldados desertores, pues, se-
gún las antiguas Ordenanzas del siglo XVITI, tales penas se aplicaban por sorteo*,

En todo caso, semejante rigor debía aplicarse en función de las circunstan-


cias, atribuyéndose para ello amplia discrecionalidad a los mandos y órganos
jurisdiccionales.
También ha existido siempre en los ejércitos la concepción de que cualquier
acto delictivo o meramente antisocial, no sólo deshonraba a su autor, sino además,
al cuerpo al que pertenecía, a su unidad militar, a su ejército y, en definitiva, a su
rey y a su nación. De ahí que los castigos por tales infracciones tuvieran un marca-
do carácter de infamia pública. Lo que se escenificaba, por ejemplo, en las ceremo-
nias de degradación o de expulsión de las fuerzas armadas, ejecutadas como pena
complementaria a la principal en determinados delitos. Algo que solía hacerse a
la vista de todos los soldados de la unidad y de destacamentos de otras unidades
presentes en la plaza o escuadra, para “público escarmiento”: arrancamiento de
divisas y distintivos, rotura del sable si el condenado era oficial, y ejecución ante
todo el regimiento formado o de la dotación del buque*?.
Todo ello no significa que la severa penalidad militar fuese necesariamente
más cruel que la ordinaria, incluso con anterioridad los movimientos humaniza-
dores del Derecho penal del siglo XIX*,

214
Capítulo VIH. La jurisdicción militar en España hasta la Constitución de 1978 (Juan Carlos Domínguez Nafría)

Los delitos castigados con mayor dureza por las Ordenanzas militares y de la
Armada en el siglo XVIII, eran los considerados sacrílegos, tales como: robos de
vasos sagrados (ahorcamiento y descuartizamiento); ultrajes a imágenes divinas
y sacerdotes (ahorcamiento o amputación de mano); o insulto a lugares sagrados,
cuya pena podía llegar a ser la de ahorcamiento*.
Por lo que se refiere a la pena de azotes, tan habitual en la legislación común,
puede considerarse equivalente a la de “baquetas”, aunque ésta tiene un superior
componente de ejemplaridad, al ser aplicada por los compañeros del infractor,
golpeándole con las baquetas de las armas mientras se atravesaba dos filas de sol-
dados formados frente a frente.
Sin embargo, también se reconocía que en caso de empate en los votos de los
consejos de guerra, o que tales votos estuvieran muy divididos, debía imponerse la
pena más favorable al reo.

Otra cuestión era la de la aplicación de “tormento”, que propiamente no era


una pena, sino un instrumento procesal para averiguar la verdad en un proceso.
Sin embargo, semejante instrumento fue excepcional en la jurisdicción militar, de
forma que sólo se podía aplicar, según las Ordenanzas del siglo XVIII, en caso de
duda para conocer quiénes habían participado o colaborado en el crimen y tras
la oportuna petición del consejo de guerra, que debía autorizar el capitán general
tras oír a su auditor.

Por lo que respecta a la Armada, se criticaron en el siglo XIX algunas de sus pe-
nas específicas, como era la de pasar por debajo de quilla del navío al condenado
y los azotes sobre el cañón**. En cualquier caso, esta penalidad no era más severa
que la francesa o la inglesa.
El rigor de las penas aplicadas por la jurisdicción militar se suavizo durante
el siglo XIX, por la aplicación de los mismos principios que acogió el Derecho pe-
nal común, además de que las leyes constitucionales consideraron a los soldados
como “ciudadanos armados” para la defensa de la patria: “Está asimismo obligado
todo español a defender la Patria con las armas cuando sea llamado por la ley”*.
En la España liberal se abolió así la ejecución en la horca, por decreto de las
Cortes de 24 de enero de 1812, en tanto que en la jurisdicción militar se sustitu-
yó por la de “garrote” en 1832; la Orden de 20 de febrero de 1812, prohibió en el
Ejército el castigo disciplinario de los “palos”, exigiendo que para aplicarse prece-
diera sentencia judicial. La de azotes se suprimió igualmente por decreto de las
Cortes de 17 de agosto de 1813, en tanto que la Real Orden de 3 de mayo de 1821
abolió en el Ejército la pena de baquetas*, por analogía con la de azotes, por ser
contraria al “pudor, a la decencia, y a la dignidad” de la persona. La Real Cédula de
25 de julio de 1814 suprimió el tormento, que se practicaba como medida de prue-
ba, así como los apremios sobre los reos, tales como los grillos y encadenamien-
tos de los detenidos y prisioneros, lo que igualmente se extendió a la jurisdicción
militar”.
Es cierto que este tipo de medidas que rebajaron el rigor de la penalidad, se
adoptaban más lentamente en el ámbito militar, lo que tal vez responda no tanto

215
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

a un afán por mantener la dureza de las penas, como al arraigo institucional de las
antiguas Ordenanzas militares y navales.

En España, la ley de 15 de septiembre de 1873 y el real decreto de 5 de abril de


1875, atendieron precisamente a suavizar la penalidad, remitiéndola en varios casos a la
legislación general, sustituyendo en otros la pena de muerte por la de cadena perpetua y
extendiendo la posibilidad, en virtud del amplio arbitrio de las autoridades y tribunales
jurisdiccionales militares, que en todos los delitos para los que la ley penal militar seña-
laba la pena de muerte, podía ésta ser su sustitución por la de cadena perpetua**,

IV. EXTENSIÓN DE LA JURISDICCIÓN MILITAR


Con un criterio subjetivo estaban sujetos a la jurisdicción militar todos los ofi-
ciales, cadetes, guardiamarinas, suboficiales, soldados y marineros, que sirvieran
en los distintos cuerpos y unidades de los ejércitos, milicias y armadas navales,
así como los que al retirarse del servicio activo mantuvieran esta consideración,
al recibir la correspondiente “cédula de preeminencia”, incluidos los soldados que
hubieran servido más de quince años*. En este sentido, el Derecho penal militar
podría considerarse como un Derecho corporativo o profesional, aunque, en reali-
dad, resulta ser un ordenamiento más amplio.

El número de personas sometidas al fuero militar aumentó notablemente a lo


largo del siglo XVIII, periodo en el que la milicia adquirió en toda Europa enorme
prestigio, por lo que estar acogido al fuero militar suponía también una elevada con-
sideración social. Por ello, y por la autonomía que fue adquiriendo el Derecho mili-
tar, no sólo quedaban sujetos a esta jurisdicción quienes tuvieran la consideración
de militares, sino también los servidores de la Administración Militar y Naval, a los
que en ocasiones se denomina “políticos”, tales como: oficiales del Consejo Supremo
de Guerra y del Consejo del Almirantazgo, los de las Secretarías de Guerra y Marina;
los intendentes, comisarios, contadores, tesoreros y otros “oficios de sueldo”; miem-
bros del Cuerpo Administrativo de la Armada; y auditores y asesores de guerra y
marina, conocidos como “togados”, así como sus dependientes.

También estaban sujetos a la jurisdicción militar los cirujanos y el personal


sanitario estable de las unidades y Hospitales Militares; quienes prestaran servi-
cios en las fábricas, fundiciones, maestranzas, almacenes y arsenales militares y
navales, y en general todos los operarios al servicio de las fuerzas armadas; los
músicos; los miembros de la Guardia Civil y del Cuerpo de Carabineros; además de
los prisioneros de guerra y los extranjeros transeúntes, estos últimos sólo durante
el Antiguo Régimen.
También se concedió el fuero militar, en ciertas condiciones, a las esposas,
viudas, hijos y criados de los militares*,
No obstante, los paisanos, cuando cometían diversos delitos tipificados por
el Derecho penal militar, también quedaban sujetos a esta jurisdicción. Delitos
como por ejemplo: espionaje, atentados contra la persona del rey, conspiración,
resistencia a fuerza armada, incendios y robos en cuarteles, almacenes y edificios

216
Capítulo VINL La jurisdicción militar en España hasta la Constitución de 1978 (Juan Carlos Domínguez Nafría)

militares, insultos y agresiones a centinelas, o actos contra autoridades militares.


Igualmente, podían ser sometidos a la jurisdicción militar como cooperadores, in-
ductores, cómplices o encubridores de otros delitos militares*!.
También estaban sometidos a la jurisdicción militar los asentistas o contratis-
tas de los ejércitos, en lo que se refiere a la ejecución de sus contratos.
La doctrina contemporánea sostuvo la conveniencia de que cuando el militar
perpetrase un delito común, debía ser castigado únicamente por la ley común, tal
y como estableció finalmente el decreto de unificación de fueros de 1868.
Además, el afán de atraer al conocimiento de la jurisdicción militar determi-
nados delitos contra la seguridad del Estado, a través de leyes especiales, e incluso
directamente en el Código de Justicia Militar de 1945, hizo que se militarizaran
algunos delitos ya regulados por la ley penal común*?,
La jurisdicción penal militar podía juzgar así a todos los militares y sujetos al
fuero militar, en los términos antes mencionados, por la comisión de todo tipo de
delitos, menos aquellos que fueran exceptuados.
Tales delitos exceptuados fueron durante el siglo XVIII: delitos sobre débitos y
fraudes a la real hacienda, los cometidos con ocasión de tratos y comercios ajenos a
la condición de militar, resistencia a la justicia, desafíos, juegos prohibidos, hurtos en
la Corte y en cinco leguas de su contorno, así como portar armas prohibidas; aman-
cebamiento; y los cometidos antes de ingresar en la milicia y después de desertar”.
Por supuesto, durante el Antiguo Régimen, el más grave de los delitos, la he-
rejía, también estaba exceptuado de la jurisdicción militar, por corresponder su
conocimiento con carácter exclusivo al Santo Oficio de la Inquisición.
No obstante, semejantes situaciones de desaforamiento siempre fueron obje-
to de conflictos de competencia entre las autoridades jurisdiccionales militares y
aquellas que se consideraran competentes. Conflictos de competencia cuya lentísi-
ma resolución podía perjudicar al presunto delincuente, que con frecuencia espe-
raba la solución del conflicto privado de libertad y en pésimas condiciones.
Semejante amplitud de la jurisdicción militar se redujo notablemente por el
decreto de unificación de fueros de 1868, cuyo artículo cuarto fijó los tipos delicti-
vos sobre los que era competente el alcance de su competencia:
— Los cometidos por militares y marinos de todas clases en servicio activo,
que no tuvieran la consideración de delitos comunes**,
— Traición, que tuviera por objeto la entrega al enemigo de una plaza, pues-
to militar, buque del Estado, Arsenal o almacenes de municiones de boca
O guerra.
— Deserción o de seducción y auxilio a la deserción.
— Espionaje, insulto a centinelas, salvaguardias o tropa armada; y atentado
y desacato a la Autoridad militar.
— Robo de armas, pertrechos, municiones o efectos pertenecientes a la
Hacienda militar, en los almacenes, cuarteles, establecimientos militares,

217
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

arsenales y buques del Estado, así como del incendio cometido en los
mismos parajes. También los atentados contra el régimen interior, con-
servación y seguridad de estos establecimientos.
— Los cometidos en plazas sitiadas por el enemigo, o que tiendan a alterar
el orden público, o a comprometer la seguridad de las mismas.
— Los delitos y faltas comprendidos en los bandos que con arreglo a las
Ordenanzas dictaran las autoridades militares con competencia para ello.
— Los cometidos por prisioneros de guerra y personas de cualquier clase,
condición y sexo que siguieran al Ejército en campaña.
— Los cometidos por los asentistas (contratistas) que tengan relación con
sus asientos y contratas.
— Los de cualquier clase, cometidos a bordo de las embarcaciones mercan-
tes, sobre presas, represalias y contrabando marítimo, naufragios, abor-
dajes y arribadas.
— Las faltas especiales que se cometieran por los militares en el ejercicio de
sus funciones o que afectaran inmediatamente al desempeño de las mismas.
— Las Infracciones de las reglas de policía de las naves, puertos, playas y
zonas marítimas, de las Ordenanzas de Marina y de los reglamentos de
pesca en las aguas del mar.

Otro criterio impuesto por esta disposición, fue el de que cuando se juzgara a
un paisano por algún tribunal militar, por delito contemplado en el Código penal
común, la pena que éste señalare sería la aplicable.

Estaba atribuido también a la jurisdicción militar el conocimiento de delitos


cometidos en determinados lugares propiamente militares o de interés militar,
tales como cuarteles, campamentos, campos de concentración y maniobras, alo-
jamientos, buques de guerra, arsenales, maestranzas, obras militares, almacenes,
fábricas, aguas del mar, ríos navegables, embarcaciones mercantes nacionales o
extranjeras que se encontraran en puertos, radas, bahías o en cualquier otro punto
de la zona marítima española; el espacio aéreo sujeto a la soberanía nacional, las
aeronaves, estacionadas o en vuelo, e incluso las extranjeras que aterrizasen en
España.

También estaban sometidos a la jurisdicción militar con criterio territorial, los


presidios o plazas fuertes del norte de África**, el Protectorado de Marruecos (a co-
mienzos del siglo XX), las fábricas y otros lugares donde se fabricaran armas, buques
y pertrechos, así como los armadíos, que eran zonas boscosas en las que se obtenía
la madera para la fabricación de barcos, como el que existió en la Sierra de Segura.

V. DELITOS DE LOS QUE CONOCÍA LA JURISDICCIÓN MILITAR

Los delitos que castigaban las Ordenanzas militares de 1768 y las de la


Armada de 1748, primeros textos legales que los regulan con pretensiones de

218
Capítulo VINIL. Lajurisdicción militar en España hasta la Constitución de 1978 (Juan Carlos Domínguez Nafría)

exhaustividad y criterios codificadores, fueron bastante numerosos y estaban re-


cogidos con una sistemática rudimentaria!.

En cuanto a los Códigos penales del Ejército de 1884, y de la Armada, de 1888,


ambos reconocen prácticamente los mismos delitos, con una sistemática muy si-
milar, aunque la descripción de las conductas delictivas se atenga a las peculiari-
dades de uno y otro ejército”.
Por lo que se refiere al Código de Justicia Militar de 1945, los principales deli-
tos militares que contemplaba fueron los siguientes:
— Delitos contra la seguridad de la Patria: traición, espionaje y delitos con-
tra el derecho de gentes, devastación y saqueo.
— Delitos contra la seguridad del Estado y de los ejércitos: rebelión, sedición;
insulto a centinela, salvaguardia o fuerza armada; atentados, amenazas,
desacatos, injurias y calumnias a las autoridades militares; ultrajes a la
nación, su bandera o himno nacional; o injurias a los ejércitos o a institu-
ciones, armas, clases o cuerpos determinados de los mismos.
— Delitos contra la disciplina militar: insubordinación y extralimitaciones
en el ejercicio del mando.
— Delitos contra el honor militar.
— Delitos contra los fines y medios de acción del Ejército: abandono de ser-
vicio, delitos contra los deberes del centinela, abandono de destino o re-
sidencia, deserción, inutilización voluntaria para el servicio, denegación
de auxilio, usurpación de funciones, uso indebido del uniforme militar y
negligencia.
— Delitos contra los intereses de los ejércitos: fraudes, ocupación y destruc-
ción indebida de documentos militares; y allanamiento de dependencias
militares.
— Delitos de naturaleza común cometidos por militares o en lugar sujeto a
jurisdicción militar: asesinato; homicidio y lesiones cometidas en acto
de servicio o con ocasión de él, o en cuartel u otra dependencia militar,
o en casa de oficial; robo, hurto, estafa, apropiación indebida, amenazas
con exigencia de cantidad o condicional, incendio y daños cometidos en
iguales circunstancias o lugares, y en casa de proveedor de los ejércitos;
violación y abusos utilizando la ventaja u ocasión que proporcionen los
actos de servicio; malversación de caudales o efectos militares, falsifica-
ción o infidelidad en la custodia de los documentos militares, o fraudes al
Estado por razón de cargo; acusación o denuncia falsa, falso testimonio y
prevaricación y cohecho cometidos en procedimiento militar.
Por otra parte, junto a los delitos, el Derecho penal militar incorporará una
parcela disciplinaria al regular las “faltas”*, Parcela no siempre bien caracterizada
como propia del Derecho penal, hasta el extremo de que algunos autores le atribu-
yen una naturaleza “mixta”, penal y administrativa?”.

219
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

Ls Siete Partidas de Alfonso X el Sabio establecieron ya una diferencia entre


sanciones penales y disciplinarias, al considerar las primeras como “castigos” y a

las segundas como “escarmientos”: “castigo es ligero amonestamiento de palabra,
o de ferida, o de palo, que face el cabdillo”; “escarmiento es pena que manda dar el
cabdillo contra los que errasen en manera de justicia."
La tipificación de estas faltas tenía como finalidad el mantenimiento del orden
entre las tropas, mediante la corrección de conductas indisciplinadas o negligentes,
que no tuvieran tanta gravedad y trascendencia como para considerarse delitos.

Las competencias para imposición de este tipo de sanciones estaban atribuidas,


con amplia discrecionalidad, a los mandos más inmediatos del infractor, y se ejecu-
taban con mayor rapidez y apenas sin trámites procesales.

El Código de Justicia Militar de 1945 sistematizó las faltas cometidas por mili-
tares en “graves” y “leves”*!.
El procedimiento para su imposición era el “expediente judicial”, tramitado
por juez instructor y secretario, que se elevaba a la autoridad judicial, quien resol-
vía con su auditor.

En cuanto a las faltas leves (militares y comunes), se sancionaban por el jefe


militar más inmediato del infractor, sin apenas trámites, con castigos de hasta
quince días de arresto en casa o cuarto de banderas y hasta dos meses en castillo,
sise era oficial; y para la tropa, hasta dos meses de arresto, recargos en oficios me-
cánicos y pérdida del empleo de cabo.
Los paisanos también podían ser autores de algunas faltas sancionadas por la
legislación penal militar, como por ejemplo: las cometidas contra caudales y efec-
tos militares; las que constituyesen leve desobediencia, irrespetuosidad u ofensa a
autoridades militares, símbolos nacionales o emblemas e insignias militares; y las
que cometieran los defensores, peritos y testigos en los procesos militares*?,

VI. ÓRGANOS JURISDICCIONALES Y PROCESO MILITAR

En el Antiguo Régimen, la suprema autoridad de la jurisdicción militar era el


rey, que decidía sobre estas materias a propuesta del Consejo Supremo de Guerra,
tribunal que desde 1583 disponía de un secretario de Guerra y otro de Mar, con-
virtiéndose en el máximo organismo del gobierno de los ejércitos y de toda la
Administración militar de la Monarquía española.
En el siglo XVIII, dicho Consejo contaba además con ministros togados, que
eran asesores en materias jurisdiccionales, aunque no solían intervenir en los
asuntos de carácter penal, por considerarse estrictamente militares.
Por delegación del rey ejercían la jurisdicción militar los generales al man-
do de los ejércitos, armadas y distritos territoriales y, particularmente, los capi-
tanes generales, quienes juzgaban con su asesor letrado, figura que fue regulada
con detalle por las ordenanzas de la Guardas de Castilla a comienzos del siglo

220
Capítulo VITL La jurisdicción militar en España hasta la Constitución de 1978 (Juan Carlos Domínguez Nafría)

XVI y sobre todo por las ordenanzas del gobernador y capitán general de Flandes
Alejandro Farnesio, en 1587*%. Dichas Ordenanzas constituyen el mejor tratado de
Derecho penal militar de la época, y su aplicación se generalizó a todos los ejérci-
tos españoles.
El modelo judicial establecido se fundaba en la delegación de la jurisdicción
del capitán general en el auditor general, que era letrado, para que éste juzgase su-
mariamente y le propusiera, en los casos más graves (los que entrañaran pena de
vida y particularmente los crímenes de lesa majestad, rendición de plazas y otros
semejantes), la oportuna sentencia para su confirmación.

En los demás casos, la causa se juzgaba por los maestres o mandos de los ter-
cios o unidades, con sus auditores letrados particulares, elevando la propuesta de
sentencia al auditor general.
Sin embargo, en el siglo XVIII, con las llamadas Ordenanzas de Flandes de
1701, manteniéndose la jurisdicción del rey con su Consejo Supremo de Guerra
y la de los Capitanes Generales y mandos militares y navales por su delegación”,
aparecerá en España una institución de origen francés, como eran los consejos de
guerra, compuestos exclusivamente por oficiales no letrados, con lo que la juris-
dicción penal se militarizó aún más.

Estos consejos de guerra eran órganos judiciales accidentales, no permanen-


tes, pues se constituían por orden de la autoridad judicial militar, de acuerdo con
las necesidades de cada momento. Con ellos se ganaba, tal vez, en conocimientos
técnicos y circunstanciales, pero se perdía en solidez jurídica, homogeneidad en la
interpretación de las Ordenanzas y en objetividad, pues este juicio por “pares” ten-
día al corporativismo. Como también tendía a dar más importancia a los aspectos
disciplinarios que a los propiamente judiciales.

Los capitanes generales con mando territorial, los almirantes de las zonas ma-
rítimas, los generales al mando de los ejércitos, escuadras y distritos territoriales,
continuaron siendo la autoridad judicial, aunque sus decisiones no eran válidas si
no concordaban con la propuesta de su auditor.

En definitiva, la jurisdicción militar se ejercía en nombre del rey por los si-
guientes tribunales y autoridades militares:
1) Por el Consejo Supremo de Guerra y Marina*.
2) Porlos generales en jefe de los ejércitos y escuadras navales.
3) Porlos capitanes generales y almirantes de distritos o zonas.
4) Por los generales y almirantes comandantes en jefe de cuerpo de ejército o
escuadra naval con mando independiente, o que lo ejercieran teniendo inte-
rrumpidas las comunicaciones con el general en jefe; así como los jefes princi-
pales de unidades o buques sueltos que operasen en campaña aisladamente.
5) Porlos gobernadores de plazas sitiadas o bloqueadas.
6) Porlos consejos de guerra de oficiales generales.
7) Porlos consejos de guerra ordinarios.

221
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

8) Porlos consejos de guerra excepcionales.


En lo que se refiere al procedimiento penal militar, tenia un carácter expe-
ditivo. Se iniciaba con las diligencias sumariales para el esclarecimiento de los
hechos y descubrimiento de culpables. Diligencias que, según las Ordenanzas de
1768, no debían durar más de tres días en guarnición y uno en campaña. De ello
se ocupaba el instructor, siempre militar no letrado, desprovisto de jurisdicción,
a fin de que investigara, acopiara información, reuniese antecedentes, practicara
averiguaciones, asegurase al reo, y cuando consideraba agotados los elementos de
la investigación, informaba a la autoridad judicial que lo había designado, sobre la
existencia o no del delito, así como de quiénes eran los presuntos implicados. En
el caso de considerar que tal delito no se había cometido, proponía la conclusión
del proceso por sobreseimiento; y en caso contrario, la continuación del proceso.
A la vista de lo actuado, la autoridad judicial, de acuerdo con su auditor, po-
día decidir el sobreseimiento o la continuación del proceso. Entonces, el acusado
debía designar defensor o abogado*?, ante quien se continuaban practicando las
diligencias procesales. Caso de que los acusados no designaran a su defensor de
forma inmediata, lo nombraba de oficio la autoridad jurisdiccional.
Concluidas las diligencias, el instructor adquiría el carácter de acusador fiscal, y
proponía a la autoridad judicial la constitución del correspondiente consejo de guerra”,
Los consejos de guerra ordinarios se constituían por orden del capitán gene-
ral o almirante.
Conforme a las ordenanzas del siglo XVIII el consejo de guerra ordinario se
componía de, al menos, siete oficiales de la misma unidad, si se trataba de juzgar
a alguien con el empleo de sargento o inferior; y según los códigos penales milita-
res del siglo XIX, los consejos de guerra ordinarios debían ser presididos por un
coronel o teniente coronel, tres capitanes vocales, más un vocal ponente, capitán o
comandante del Cuerpo Jurídico.
Los consejos de guerra de oficiales generales tenían el mismo número de inte-
grantes, aunque con la condición de que todos ellos fueran oficiales generales. Se
constituían para juzgar: a jefes y oficiales, a militares de cualquier graduación con
la Cruz Laureada de San Fernando, máxima condecoración militar al valor heroico;
funcionarios del orden judicial y fiscal, así como a funcionarios de rango superior**,
Caso de encontrarse en plazas sitiadas o bloqueadas, la composición podía
simplificarse en cuanto al número y graduación de los oficiales.
El consejo de guerra, tras la celebración de la vista, que solía tener carácter
público, pronunciaba sentencia. Ésta se votaba, en sesión secreta, por orden de
menor empleo al superior, y de más moderno al más antiguo, terminando por el
presidente. Ningún miembro del consejo de guerra podía abstenerse de votar.
Esta sentencia no era firme, pues necesita la aprobación de la autoridad juris-
diccional superior del ejército o distrito, a propuesta de su auditor

222
Capitulo VIN. Lajurisdicción militar en España hasta la Constitución de 1978 (Juan Carlos Domínguez Nafría)

En caso de “disentimiento” entre el la autoridad militar competente y su au-


ditor, debía elevarse al Consejo Supremo de Guerra y Marina (más tarde Consejo
Supremo de Justicia Militar), para que éste decidiera.
Además, cuando la sentencia pronunciada por el Consejo de Guerra era de
condena a muerte o prisión perpetua, o era oficial el acusado, siempre se necesita-
ba la Conformidad del Consejo Supremo de Guerra y Marina.
Conforme a la legislación del siglo XIX, la autoridad jurisdiccional, capitán ge-
neral o almirante, contaba con auditor, fiscal y secretario de justicia, todos ellos le-
trados pertenecientes al Cuerpo Jurídico. Sin embargo, hay que destacar que el fiscal
designado, si se juzgaba un delito militar, cometido por militares, debía ser militar
de las armas o cuerpos combatientes, aunque el fiscal del Cuerpo Jurídico asumiera
sus funciones en otros casos donde se juzgara a paisano o delitos comunes.
Igualmente los jueces instructores que se designaban para cada caso, al igual
que los secretarios instructores, debían ser militares profesionales pertenecientes
a la armas.
Si la pena impuesta era la de muerte, además de la aprobación por el Consejo
Supremo de Justicia Militar, debía notificarse por medio del ministro respectivo al
Gobierno, que podía darse por “enterado”, en cuyo caso se procedía a su ejecución,
o también podía conmutarla por la pena inferior.
En el caso en que el delito fuera flagrante y estuviera penado con la vida o
treinta años de privación de libertad, o cuando afectaran a la moral, disciplina o
seguridad de plazas o buques, o cuando así se declarase en los bandos, el proceso
podía tener carácter sumarísimo, con el efecto de que se abreviaban los tramites
procesales y plazos.
Las sentencias, en el caso de plazas sitiadas y bloqueadas, o de buques suel-
tos, no era necesario elevarlas para su conformidad a la autoridad militar jurisdic-
cional, ejecutándose las penas sin dilación.

VIL LAS PENAS Y SU EJECUCIÓN


Conforme a las Ordenanzas del siglo XVIII, las penas podían ser:

— Muerte: ejecutada en la horca, si el delito era común o por acto particu-


larmente deshonroso; o por fusilamiento en los demás casos. En los crí-
menes sacrílegos, solía quemarse o descuartizarse el cuerpo. Según se
indicó, en las Ordenanzas de la Armada se contempla en determinado
caso la rueda. En los casos de deserción de varios soldados o cuando se
tratara de gritos tumultuarios, se aplicaba por sorteo.
— La pena de muerte sólo se podía imponer con pruebas concluyentes,
siempre que el reo no fuera confeso. Dicha pena debía ejecutarse al ter-
cer día de la lectura de la sentencia al reo, aunque durante las operacio-
nes armadas en caso de guerra, debía hacerse a las veinticuatro horas, o
incluso, de manera inmediata.

223
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

— Antes de la ejecución de cualquier castigo se pregonaba “pena de vida"


para quien “grite perdón”.
— Amputación de mano, por ejemplo, en las ofensas de obra con daños a
sacerdotes, y podía ser complementaria de la muerte en la horca.
— Prisión: no muy frecuente, pues lo habitual era la condena a servir duran-
te el tiempo que procediera en arsenales de marina, en obras de la propia
plaza, o en las de África, conocidas como “presidios”. También a finales
del siglo XVIII se recuperó la pena de “galeras”,
— Pena corporal: azotes o baquetas.
— Mordaza: para algunos delitos de palabra, como las blasfemias reiteradas.
— Deposición (pérdida) de empleo militar o suspensión en el mismo.

En cuanto a las penas aplicadas por la jurisdicción militar conforme a los có-
digos del siglo XIX, tuvieron nomenclatura, extensión, graduación y aplicación di-
ferente de las comunes, que sí debía aplicar la jurisdicción militar, cuando juzgara
delitos de esta naturaleza.

También debe señalarse, en comparación con los códigos penales comunes, la


mayor amplitud de los períodos de duración de las penas, su mayor indetermina-
ción, así como el mayor número de casos en que se comtemplaba la pena de muer-
te, frecuentemente como pena única a aplicar a determinados delitos*?.

En cuanto a las penas militares eran las siguientes: muerte, reclusión militar
perpetua, reclusión militar temporal, prisión militar mayor, prisión militar correc-
cional, arresto militar, pérdida de empleo, separación del servicio, suspensión de
empleo, destino a un cuerpo de disciplina, recargo en el servicio”,
Además, eran penas accesorias: la degradación militar, la deposición de em-
pleo, y la pérdida o comiso de los instrumentos y efectos del delito.

Por otra parte, aunque no constituya propiamente una pena, los militares de-
bían sufrir la detención y, en su caso, la prisión preventiva en establecimientos pe-
nitenciarios militares, y cuando se tuvieran que cumplir condenas de privación de
libertad en establecimientos penitenciarios comunes, debían quedar separados
del resto de presos. También debían estar separados los oficiales de la tropa.

La clase de tropa, en ocasiones, podía cumplir la pena, por el tiempo que le res-
tara de servicio militar, en cuerpos disciplinarios: unidades con estricto régimen de
disciplina. Las penas más breves, de prisión correccional o arresto, podían cumplir-
se en los calabozos del propio cuartel.
Finalmente, debe indicarse que, conforme a las ordenanzas del siglo XVIII,
quienes se negaran a aplicar la pena, la recibirían ellos mismos.

224
Capítulo VII La jurisdicción militar en España hasta la Constitución de 1978 (Juan Carlos Domínguez Nafría)

Notas

En la actualidad puede ser considerada como “especializada” o “complementaria”, pues está


sujeta a los poderes constitucionales del Estado, se integra y responde a los mismos princi-
pios que el Derecho penal y procesal común, y está sometida al máximo órgano jurisdiccional,
que es el Tribunal Supremo.
MUGA LÓPEZ, Faustino, “Antecedentes del Código penal Militar de 1884”, en Revista de
Derecho Militar, núm. 1 (1956), pp. 32-33.
También reconoció la existencia de la jurisdicción eclesiástica en los términos que legalmente
se establecieran (artículo 249).
MUGA LÓPEZ, Faustino, Antecedentes del Código penal Militar de 1884, p. 43.
Aa

Gaceta de Madrid de 8 de diciembre de 1868.


00

Gacetas de Madrid de 15 al 20 de septiembre de 1870.


Art. 347: “La jurisdicción de Guerra y la de Marina serán las únicas competentes para conocer
respectivamente, con arreglo a las Ordenanzas militares del Ejército y de la Armada, de las
causas criminales por delitos cometidos por militares y marinos de todas clases en servicio
activo del Ejército o de la Armada."
Gaceta de Madrid de 24 de abril de 1906.
Asi el art. 95 de la Constitución de 1931: “La Administración de justicia comprenderá todas
las jurisdicciones existentes, que serán reguladas por leyes. La jurisdicción penal militar que-
dará limitada a los delitos militares, a los servicios de armas y a la disciplina de todos los
Institutos armados. No podrá establecerse fuero alguno por razón de las personas ni de los
lugares. Se exceptúa el caso de estado de guerra con arreglo a la Ley de orden público. Quedan
abolidos todos los tribunales de honor, tanto civiles como militares.”
10 Art. 1 del decreto de 2 junio de 1931 dispuso: “Los Auditores de las Regiones, Distritos y
Ejércitos, con arreglo al articulo 4? del Decreto asumirán todas las funciones judiciales que el
Código de Justicia militar atribuye a los Capitanes generales, en cuanto dichas funciones sean
compatibles o adaptables a la nueva organización de la justicia militar”
11 Art. 5: “Cuantas atribuciones judiciales correspondían al Consejo Supremo de Guerra y
Marina, que se declara suprimido y disuelto, pasarán a la Sala de Justicia militar que se es-
tablece en el Tribunal Supremo y estará compuesta por dos Magistrados del mismo, por tres
procedentes del Cuerpo jurídico del Ejército y uno del de la Armada. El Presidente podrá per-
tenecer a cualquiera de las categorías que se dejan enumeradas. La Sala conocerá también de
los recursos de revisión, fundados en todos los casos que enumeran las leyes vigentes y en el
de haberse sentenciado con prevaricación, cuyo fallo ante el mismo Supremo Tribunal prece-
derá a que declare rescindida la ejecutoria. Los Magistrados de la Sala de Justicia militar en
quienes concurra la condición de Letrado, alternarán con las otras del mismo Tribunal, a los
efectos del turno equitativo de asistencia y ponencia y recíprocamente podrán ser suplidos
por los demás procedentes de la jurisdicción ordinaria. A las órdenes del Fiscal general de la
República se destinarán los Auditores que representen al Ministerio público ante la jurisdic-
ción militar y nueva Sala.” (Gaceta de Madrid de 12 de mayo de 1931). También fue regulada
esta Sala por la orden de 17 de julio de 1931 (Gaceta de Madrid de 19 de julio de 1931). Con
respecto a las transformaciones de la justicia militar en este periodo vid. HUERTA BARAJAS,
Justo Alberto, Gobierno y Administración Militar en la II República, Boletín Oficial del Estado,
Madrid, 2016, pp. 352-366.
12 DOMÍNGUEZ NAFRÍA, Juan Carlos, “El mito de la legalidad republicana: estados de guerra,
alarma y prevención", en La República y la Guerra Civil. Setenta años después. Comunicaciones,
Actas, Madrid 2008, págs. 17-31.
13 Excepto en los procedimientos por acciones reales, hipotecarias y de sucesión de bienes raí-
ces y patrimoniales.
14 Entre otras muchas disposiciones legales: las de Felipe MI (real cédula de 11 de diciembre de
1598), Felipe IV (29 de mayo de 1621, 5 de noviembre de 1626 y 28 de junio de 1632), Carlos
K (29 de abril de 1697 y 28 de mayo de 1700), Felipe V (18 de diciembre de 1701 y 12 de julio
de 1728), Fernando VI (real decreto de 25 de marzo de 1752 y 1 de marzo de 1750).

225
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

15 CORRALES ELIZONDO, Agustín, “Las Ordenanzas de la Armada", en Cuadernos Monográficos


del Instituto de Historia y Cultura Naval, núm. 38 (2001), pp. 83-103, 86. En1769 se publica
una real orden para que las Ordenanzas del Ejército (de 1768) se observen en la Armada
en lo que sea compatible con las suyas, y en lo que no, se represente para resolución. (Ídem,
pág. 87).
16 MUGA LOPEZ, Antecedentes del Código Penal Militar de 1884, p. 29. También el Tratado Il, títu-
lo XVII de las ordenanzas militares, facilita criterios para el arbitrio penal.
17 LISZT, Franz von, Tratado del Derecho Penal, Hijos de Reus, Madrid, 1914, t.1, págs. 494-495.
18 MUGA LÓPEZ, Antecedentes del Código penal Militar de 1884, pp. 30-32.
19 Durante el siglo XVIII el orden público estaba encomendado fundamentalmente al Ejército y
las Milicias. En el XIX, según ALVARADO PLANAS, Javier, la ley aplicable era la de 17 de abril
de 1821, sancionada, paradójicamente, durante el trienio liberal, con el pretexto de reprimir
partidas ultrarealistas, aunque se aplicó a toda oposición política. Facultaba a las autorida-
des civiles o militares a decretar la ley marcial y remitir los delitos políticos a los tribunales
militares. La década absolutista endureció este sistema (“La codificación del Derecho penal
militar en el siglo XX”, en Perspectivas jurídicas e institucionales sobre guerra y Ejército en la
Monarquía Hispánica, Universidad Rey Juan Carlos-Dykinson, Madrid, 2011, pp. 209-233, p.
231). Posteriormente, la Ley de Orden Público, de 20 de abril de 1870, y la Ley, de 23 de marzo
de 1906, mantuvieron similares criterios en torno a la validez de la justicia militar en el con-
trol del orden público.
20 Este cuerpo armado se concibió inicialmente como dependiente del Ministerio de
Gobernación, aunque Narváez transformó esa idea inicial dándole naturaleza militar y una
doble dependencia de los Ministerios de la Guerra, en lo que se refiere a organización, perso-
nal y disciplina, y al de Gobernación, con respecto a los servicios que prestara.
21 MUGA LÓPEZ, Antecedentes del Código penal Militar de 1884, p. 41.
22 Ley de 15 de septiembre de 1873 y Real Decreto de 5 de abril de 1875 (ALVARADO PLANAS,
Javier, La codificación del Derecho penal militar en el siglo XX, p. 213).
23 Gaceta de Madrid de 19 de julio de 1882.
24 Una relación de las disposiciones fundamentales sobre la jurisdicción militar en estos años en:
LISZT, Franz von, Tratado del Derecho Penal, Hijos de Reus, Madrid, 1914,t.1, págs. 305-306.
25 Gaceta de Madrid de 14 de marzo de 1884.
26 Gaceta de Madrid de 21 de noviembre de 1884.
27 Gaceta de Madrid de 30 de noviembre de 1886.
28 Gaceta de Madrid de 5 de septiembre de 1888.
29 Gacetas de Madrid de 12 y13 de noviembre de 1894.
30 Gacetas de Madrid de 13 y 14 de noviembre de 1894.
31 Gaceta de Madrid de 4 de octubre de 1890, El texto del Código en las Gacetas del 4 al 11 de
octubre y la corrección de errores el 22 de octubre. Los tres tratados en que se divide eran los
siguientes: organización y atribuciones de los tribunales militares (tratado 1), leyes penales
(tratado II), y procedimientos judiciales (tratado III). Dicho código fue reformado por real de-
creto de 25 de agosto de 1904 (Gaceta de Madrid de 28 de agosto de 1904).
32 Las modificaciones de que fue objeto este Código de justicia militar en: LISZT, Tratado del
Derecho Penal, t. 1, págs. 496-497.
33 El Ejército del Aire se había creado por ley de 7 de octubre de 1939 (Boletín Oficial del Estado
de 29 de octubre de 1939).
34 ESTEBAN RAMOS, Salvador, voz “Jurisdicción Militar”, en Enciclopedia Jurídica Seix, (ed.
1971), pp. 525-548, 531.
35 NÚÑEZ BARBERO, Ruperto, “Derecho penal militar y Derecho penal común", en Anuario de
Derecho Penal y Ciencias Penales, t. 24.3 (1971) pp. 713-776, 769.
36 CANO PERICHA, Juan Luis, “Los bandos penales militares", en Anuario de Derecho Penal y
Ciencias penales, t. 36, 2 (1983), pp. 311-326, 311-315; NUNEZ BARBERO, Derecho penal mili-
tar y Derecho penal común, p. 758. Uno de los bandos más conocidos en la Historia de España,

226
Capítulo VIH. La jurisdicción militar en España hasta la Constitución de 1978 (Juan Carlos Domínguez Nafría)

aunque no pertenece a ningún mando militar español, fue el dictado en Madrid por el maris-
cal francés Murat, el 2 de mayo de 1808, en el que entre otras cosas se decía: “IL.-Todos los que
han sido presos en el alboroto y con las armas en la mano, serán arcabuceados; II.- [...] Todos
los habitantes y estantes quiénes después de la ejecución de esta orden se hallaren armados o
conserven armas sin una permisión especial, serán arcabuceados; IV.- Toda reunión de más de
ocho personas será considerada como una junta sediciosa, y deshecha por la fusilería; V.- Toda
villa o aldea en donde sea asesinado un francés, será quemada; VI.- Los amos quedarán res-
ponsables de sus criados; los jefes de talleres, obradores y demás de sus oficiales; los padres
y madres de sus hijos; y los Ministros de los Conventos, de sus Religiosos. VIL- Los autores,
vendedores y distribuidores de libelos impresos o manuscritos, provocando la sedición, serán
considerados como unos agentes de la Inglaterra y arcabuceados."
37 “El que por cobardía fuere el primero en volver la espalda sobre acción de guerra, bien sea
empezada ya, o a la vista del enemigo, marchando a buscarle, o esperándole en la defensiva,
podrán en el mismo acto ser muerto para su castigo y ejemplo de los demás." (Ordenanzas de
1768, VII, X, 117). Precepto que mantuvo en la legislación posterior y que incluso se reprodu-
ce, prácticamente con las mismas palabras, en el artículo 338 del Código de Justicia Militar de
1945. “El que por cobardía sea el primero en volver la espalda al enemigo incurrirá en la pena
de muerte, y podrá en el mismo acto ser muerto para castigo y ejemplo de los demás.”
38 “Son delitos o faltas militares las acciones y omisiones penadas en este Código” (art. 181
Código de Justicia Militar de 1945).
39 “Será considerado siempre como promovedor del delito de sedición el militar que, estando la
tropa o marinería sobre las armas o reunida para tomarlas, levante la voz en sentido subversi-
vo o de otro modo excite la comisión de aquel delito. Cuando en el acto no se descubra al que
de la voz, sufrirán la pena de reclusión militar los seis individuos que los Jefes allí presentes
conceptúen más próximos al sitio de donde hubiese salido aquella, de cuya pena quedarán
exentos si se averiguare cual sea el verdadero culpable.” (art. 296 del Código de Justicia Militar
de 1945).
40 Silos condenados por deserción eran entre uno y nueve, se ejecutaba a uno; si eran entre diez
y catorce, a dos; entre catorce y diecinueve, a tres; y así sucesivamente una ejecución más
por cada cinco condenados. En tanto que los que quedaban con vida cumplían diez años de
presidio. (Ordenanzas de 1768, VIII, X, 7). En la Armada, el sorteo era de uno por cada tres
condenados (Ordenanzas de la Armada de 1748, V, IV, 53).
41 El ceremonial de degradación de un oficial, previo a su ejecución, debía ser el siguiente, con-
forme a las Ordenanzas militares de 1768: “El Sargento Mayor, tras ordenar al Tambor de
Orden que toque redoble largo, dirá en voz alta y comprensible: la piedad generosa del Rey os
concedió que delante de las Reales Banderas pudieseis cubrir vuestra cabeza con el sombrero,
en el concepto de que vuestro honor podría hacerla digna de esta distinción, pero ahora su
Justicia manda que así se Os quite, y se le mandará quitar y arrojar al suelo. Esta espada (y se
la mandará quitar) que ceñisteis para satisfacer (conservando vuestro honor) al que el Rey
os hizo, concediéndoos que contra sus enemigos la esgrimieseis en defensa de su autoridad
y Justicia, servirá rota, por la fealdad de vuestro delito, para ejemplo de todos y tormento
vuestro, y la mandará arrojar para que se rompa. Despójese de ese uniforme (y hará la acción
de mandar que se la quiten (la guerrera]) que sirvió de equivocarle exteriormente con los
que dignamente le visten, para contribuir a la mayor exaltación de la gloria del Rey; (y enca-
rándose a los Granaderos continuará diciendo) y pues la Justicia de Su Majestad no permite
que el delito tan grave de este hombre quede sin castigo, llevarle a que le padezca su cuerpo,
que Dios tendrá piedad de su alma).” Un ceremonial similar se mantiene en aplicación del
Código de Justicia Militar de 1945: “Diligencia acreditando la degradación y ejecución de...:
En... a... de... de..., siendo las..., se constituyó el Juzgado en..., y colocando al reo en el centro
del cuadro, frente a la bandera (o estandarte), S.S? dispuso que el sentenciado [de uniforme
completo, llevando espada si fuese oficial] ciñese la espada y pronunció la siguiente fórmula:
«Despojad a... de sus armas, insignias y condecoraciones, de cuyo uso la Ley le declara indig-
no; la Ley lo degrada por haberse él degradado a sí mismo». A continuación el Sargento D...,
por orden del señor Juez, le despojó de la espada, y haciendo ademán de romperla la tiró al
suelo, y sucesivamente de todas las insignias y condecoraciones. Acto seguido, y reconciliado
brevemente con el sacerdote (silo deseare), fue pasado por las armas. Ejecutada la sentencia,

227
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

el... médico Don..., previo reconocimiento del cuerpo del reo, certificó su defunción. Y para
que conste, firma S. S* el Oficial médico de lo que yo Secretario doy fe. (Firma del juez), (Firma
del Médico), (Firma del Secretario). (En: DÍAZ LLANOS, Rafael, Leyes penales militares, La
Coruña, 1946, pp. 223-224).
42 Así, las Ordenanzas Militares y de la Armada imponían al reincidente en el delito de blasfemia
la pena de horadarle la lengua con hierro candente; pena más benigna que la contemplada
por la legistación penal común, conforme a la que debía cortársele la lengua y recibir además
cien azotes. Por lo que se refiere al delito de robo en casa de un oficial, se castigaba por la le-
gislación militar con la pena de muerte, idéntica a la prevista por el delito de robo en domicilio
particular por la legislación penal común. (Novísima Recopilación, XII, XVI, 3). En cuanto al
crimen “nefando” o “bestial”, se penaba con la horca y el descuartizamiento del cuerpo del así
ejecutado, en tanto que la legislación penal común castigaba el mismo delito con la pena de
quemar vivo al condenado. (MUGA LÓPEZ, Faustino, Antecedentes del Código penal Militar de
1884, pp. 38-40).
43 No obstante, la pena más grave que podía imponerse la contemplan las Ordenanzas de la
Armada de 1748: “Los que en tierra hicieren hurtos con muerte serán «enrodados» o descuar-
tizados, así como los que robaren en iglesias o cosas sagradas." (Ordenanzas de la Armada de
1748, V, IV, 36). Sin que se explique si la muerte del delincuente en la rueda era por descuarti-
zamiento, como se practicaba en Francia.

44 ALVARADO PLANAS, La codificación del Derecho penal militar en el siglo XX, p. 216.
45 Art. 9 de la Constitución de 1812.
46 “Sufrir por castigo los golpes de una tropa, más o menos numerosa, que, formada en dos filas
dándose frente, azotaba con el portafusil o la grupera al condenado, que corría por en medio
con la espalda desnuda. Se suprimió en 13 de marzo de 1821" (ALMIRANTE, José, Diccionario
Militar, Ministerio de Defensa, Madrid, 1989, t.1, p. 133).
47 ALVARADO PLANAS, La codificación del Derecho penal militar en el siglo XX, 212; y MUGA
LOPEZ, Antecedentes del Código penal Militar de 1884, pp. 38-40.
48 MUGA LÓPEZ, Antecedentes del Código penal Militar de 1884, p. 41.
49 Ordenanzas de 1768, VII, L
50 Real Orden de 26 de julio de 1767, cit. por MUGA LÓPEZ, Antecedentes del Código penal Militar
de 1884, pp. 32-33. Las huérfanas hasta haber contraído matrimonio o profesado en religión,
y los huérfanos hasta los dieciséis años (Ordenanzas de 1768, VIII 1).
s1 NÚNEZ BARBERO, Derecho penal militar y Derecho penal común, p. 768.
52 Ídem, p.774.
53 DOMINGUEZ NAFRÍA, Juan Carlos, El Real y Supremo Consejo de Guerra (siglos XVI-XVIID,
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2001, pp. 465-471.
54 Quedaban exceptuados, de acuerdo con los párrafos 3* y 4? del art. primero, de los que cono-
cía la jurisdicción ordinaria: “3.2 De los delitos comunes cometidos en tierra por la gente de
mar y por los operarios de los arsenales, astilleros, fundiciones, fábricas y parques de Marina,
Artillería e Ingenieros fuera de sus respectivos establecimientos. 4.2 De los delitos contra la
segundad interior del Estado y del orden público, cuando la rebelión y sedición no tengan
carácter militar; de los de atentado y desacato contra la Autoridad, tumultos o desórdenes pú-
blicos y sociedades secretas; de los de falsificación de sellos, marcas, moneda y documentos
públicos; de los delitos de robo en cuadrilla, adulterio y estupro; de los de injuria y calumnia
a personas que no sean militares; de los de defraudación de los derechos de Aduanas y con-
trabando de géneros estancados o de ilícito comercio cometido en tierra, y de los perpetrados
por los militares antes de pertenecer a la milicia, estando dados de baja en ella, durante la
deserción o en el desempeño de algún destino o cargo público.”
55 Tales lugares se consideraban en permanente estado de guerra, aunque el CJM de 1945 excep-
túa de esta situación en su art. 10 a Ceuta y Melilla.
56 Blasfemias y juramentos, robos sacrilegos, ultraje a imágenes divinas, ultraje a sacerdote y
lugares sagrados, desobediencia, insultos y agresiones a superiores, maltrato por los oficia-
les a sus subordinados, insultos contra ministros de la justicia, sedición, tumultos, motines,
desafíos, asilo a prófugos, infidencia, poner mano al arma contra superiores o iguales, falta de

228
Capítulo VII. La jurisdicción militar en España hasta la Constitución de 1978 (Juan Carlos Domínguez Nafría)

puntualidad, cobardía y desamparar a otra unidad o buque, pérdida, daños o abandono cul-
pable de navío, insulto a salvaguardia, centinela que abandona el puesto, se duerme, se deja
mudar la guardia por quien no sea su superior, o no avisa de la presencia del enemigo, o no da
parte o disparar a quien salta muralla, insulto a centinela, participar en riñas o inducir a ellas,
alevosía, encubrimiento, espionaje, robo en cuartel o buque (particularmente graves eran los
de armas, municiones y pertrechos), robo a proveedor del ejército, robo fuera de cuartel o
buque, desórdenes, emplear soldados en el servicio personal, incendios (especialmente en
barcos, castigándose duramente las imprudencias), violencia contra mujeres, crimen nefando
o bestial, testigo falso, adulteración de municiones y víveres por los proveedores, robo con
muerte, robo de armas, municiones y pertrechos, contrabando, deserción y disimulo malicio-
so de nombre patria, edad o religión.
57 Delitos contra la seguridad del Estado (traición, espionaje y delitos contra el Derecho de gen-
tes); Delitos contra el orden público y seguridad del Ejército o de la Armada (rebelión y sedi-
ción); Delitos contra los deberes del servicio militar (negligencia, debilidad e impericia en actos
de servicio, abandono de servicio, denegación de auxilio, usurpación de atribuciones y abuso
de autoridad y deserción); Delitos contra la disciplina; Delitos de insubordinación (insulto a
superiores y desobediencia); Insulto a centinela, salvaguardia o fuerza armada; Homicidio y
lesiones; Malversación de caudales y efectos de cargo, fraudes y otros engaños, Delitos contra la
propiedad (robo, hurto, estafa, daños); Delitos de falsedad (falsificación de documentos milita-
res, adulteración de víveres, otros delitos de falsedad); Fraudes y otros abusos; Usurpación de
insignias, distintivos y condecoraciones.

58 El Código penal militar de 1884 las define como “quebrantamiento de los deberos militares
que no constituya delito”, y debían ser castigadas “gubernativamente” (Artículo adicional al
Libro primero).
59 RODRÍGUEZ DEVESA, José María, "La «acción penal» y la «acción disciplinaria» en el Derecho
militar español”, en Revista Española de Derecho Militar, núm. 7 (1959), págs. 3-36. La Ley
Orgánica 12/1985, de 27 de noviembre, de régimen disciplinario de las Fuerzas Armadas, se-
paró formalmente los ámbitos sancionadores disciplinario y penal militares. Tal norma or-
gánica fue sustituida por la posterior Ley de Régimen Disciplinario de las Fuerzas Armadas,
aprobada por Ley Orgánica 8/1998, de 2 de diciembre, que supuso un considerable progreso
en el imprescindible equilibrio entre la protección de los valores castrenses y las garantías
individuales recogidas en la Constitución. También vid. NÚNEZ BARBERO, Ruperto, "Derecho
penal militar y Derecho penal común”, en Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, t. 24.3
(1971) pp. 713-168, 730.
60 Partidas, XXVIII, IT, 1.
61 Faltas graves: deserción con arrepentimiento espontáneo en quince días y la no incorpora-
ción a filas, así como su encubrimiento; abuso de autoridad y uso indebido de atribuciones;
incumplimiento de las órdenes relativas al servicio, siempre que no constituyeran delito o fal-
ta leve; incumplimiento de los deberes militares, siempre que no constituyera delito; contraer
matrimonio sin la autorización reglamentaria; poner mano a las armas para ofender a otro
dentro del cuartel, campamento, buque o aeronave o donde hubiese fuerzas reunidas, asistir
sin autorización a manifestaciones políticas o a los medios de comunicación; hacer uso de
documento de identidad o licencia expedido a favor de otra persona; hacer uso de insignias,
condecoraciones o distintivos militares o civiles sin estar autorizado; quebrantar la prisión
preventiva o el arresto; revelar en tiempos de paz el santo y seña u órdenes reservadas, o que-
brantar el secreto de la correspondencia oficial; utilizar para necesidades particulares medios
oficiales; extraviar documentación que tuviera confiada; hacer reclamaciones o peticiones de
forma irrespetuosa; maltratar de obra a alguna persona; permitir actos que puedan produ-
cir incendio o explosión; ocultar o alterar el verdadero nombre, estado o destino; maltratar
de palabra u obra a cualquier persona de la casa en la estuviera alojado; promover suscrip-
ciones colectivas o participar en ellas, para hacer obsequios o agasajos a los superiores, asi
como aceptarlas no estando autorizada tal manifestación, faltar públicamente al respeto a
cualquier autoridad o superior. También incurren en falta grave: los oficiales que quedaran
en tierra, sin causa legítima, al zarpar el buque o despegar la aeronave; los oficiales que se
durmiesen o embriagasen estando de guardia; contraer deudas con individuos de la clase de
tropa o marinería. Igualmente incurrían en falta grave los soldados: que recibieran órdenes

229
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

sagradas antes de los plazos reglamentarios; lo que se durmieran hallándose de centinela o


servicios similares; distraer prendas o equipo del servicio que tuvieran la consideración de
armamento; pernoctar repetidamente fuera del cuartel o buque, embriagarse no estando de
servicio, asistir a juegos prohibidos o contraer deudas; quedarse en tierra sin causa legítima
al zarpar el buque o despegar la aeronave; los que toleren entre la fuerza a sus órdenes faltas
de subordinación, murmuraciones contra el servicio y la instituciones del Estado, o conver-
saciones contra los oficiales. Y en general cometen falta grave quienes incurrían por tercera
vez en faltas leves que hubieran sido corregidas. Faltas leves: Las relativas al aseo personal,
descuido en la conservación de vestuario, equipo, armamento, material e instalaciones; mur-
muraciones contra los superiores; manifestaciones de tibieza o disgusto, omisión de saludo
a superiores, iguale so inferiores; las “razones descompuestas” o alteradas y réplicas desa-
tentas al superior; la concurrencia de los oficiales a locales incompatibles con su condición;
actos contrarios a la dignidad militar; tomar parte en reyertas; ocasionar lesiones calificadas
como falta por la ley común, escándalo público; el juego en establecimientos militares; dis-
traer prendas o equipos de valor inferior; embriaguez; ausentarse por tiempo que no suponga
falta grave o delito; permitir salir vehículo o embarcación no pilotados por personas autori-
zadas estando de servicio; promover desórdenes; contravenir los bandos de policía; observar
vida desarreglada o licenciosa; ofender de palabra a paisanos; realizar hurtos de poco valor;
todas las demás que no estando castigadas en otros conceptos constituyan desobediencia leve
o ligera irresponsabilidad, u ofensa a las autoridades, instituciones o símbolos nacionales. Las
faltas graves se castigaban con arresto militar de dos meses y un día a seis meses, en el caso de
cometerlas oficiales y suboficiales, y en el caso de que el autor perteneciera a la clase de tropa,
de uno a dos años en cuerpo disciplinario. Tras la aprobación de la Constitución de 1978, la
Ley Orgánica 12/1985, de 27 de noviembre, de régimen disciplinario de las Fuerzas Armadas,
separó formalmente los ámbitos sancionadores disciplinario y penal militares. En la actuali-
dad rige a este respecto la Ley Orgánica 8/2014, de 4 de diciembre.
62 ESTEBAN RAMOS, Jurisdicción Militar, p. 533.
63 MORENO CASADO, José, “Las ordenanzas de Alejandro Farnesio, de 1587”, en Anuario de
Historia del Derecho Español, XXXI, (1961), pp. 431-458.
64 De la jurisdicción de los capitanes generales se exceptuaba a quienes pertenecieran a cuer-
pos militares con juzgados propios, como Artillería, Ingenieros y Tropas de Casa Real.
(Ordenanzas de 1768, VIII, V).
65 En 1804 se creó una Consejo del Almirantazgo que asumió las competencias superiores so-
bre la jurisdicción de la Armada, que antes pertenecían al Consejo Supremo de la Guerra, for-
mado por oficiales generales del Ejército y la Armada. Así, la suprema instancia de la juris-
dicción militar se desdoblaba en dos: el Consejo Supremo de Guerra para el Ejército y el del
Almirantazgo para la Armada. Dicha instancia volvió a unificarse por el decreto de las Cortes
de Cádiz de 10 de junio de 1812, al crear el Tribunal Especial de Guerra y Marina. Con la vuelta
al absolutismo, Fernando VII vuelve a establecer el Consejo Supremo de Guerra como órgano
supremo único sobre la jurisdicción militar. Tras otras incidencias institucionales producidas
por la vigencia de la Constitución de Cádiz entre 1820 y 1823, se crea el Tribunal Supremo
de Guerra y Marina, por real decreto de 24 de marzo de 1834. Tras diversas incidencias ins-
titucionales, ocasionadas por los cambios políticos, se creó el Consejo Supremo de Guerra y
Marina, por decreto de 16 de abril de 1869. Dicho organismo fue sustituido en sus funcio-
nes por la Sala Militar del Tribunal Supremo en 1931. Finalmente, la ley de 5 de septiembre
de 1939, creó el Consejo Supremo de Justicia Militar, afecto al Ministerio del Ejército, con las
mismas facultades que el anterior Consejo Supremo de Guerra y Marina. Estaba compuesto
por un presidente (teniente general o general de división del Ejército), diez consejeros (todos
oficiales generales, cuatro del Ejército, dos de la Armada, tres del Cuerpo Jurídico Militar y
uno del Cuerpo Jurídico de la Armada), dos fiscales (un oficial general del Ejército y otro del
Cuerpo Jurídico Militar), dos tenientes fiscales (un coronel de cualquier Arma del Ejército y
otro del Cuerpo Jurídico de la Armada), y un secretario (general de brigada). En dicho Consejo
Supremo se debía redactar el nuevo Código de justicia militar, que se publicó en 1945.
66 Los defensores eran militares, aunque los Códigos penales militares aceptaron que podía de-
signarse cualquier abogado de la plaza, siempre que fuera posible. No lo era, por ejemplo,
en alta mar. En los procedimientos sumarísimos, sólo podía ser militar. Los militares estaban

230
Capitulo VIH. La jurisdicción militar en Espana hasta la Constitución de 1978 (Juan Carlos Domínguez Nafría)

obligados a aceptar este encargo, no así los abogados civiles. (VIDAL BLANCA, José y LORENTE
Y VALCARCEL, Crisanto, Justicia de Marina, Madrid, 1896, pp. 241-251).
67 PEÑA Y CUELLAR, Nicolás de, Estudio del Derecho militar y organización y atribuciones de los
tribunales de Guerra, Madrid, 1886, pp. 53-55.
68 Este consejo de guerra juzgaba a oficiales por los siguientes delitos: insuficiente defensa de
plaza, fuerte o puesto guarnecido; entrega de plaza, fuerte o puesto; rendición motivada por
desobediencia de inferiores; correspondencia no autorizada con el enemigo; abandono deli-
berado de puesto en acción de guerra o marchando a ella; pérdidas por sorpresa de plazas,
fuertes o puestos; desamparo a tropa subordinada; y revelación de secretos militares. Fuera
de estos casos la jurisdicción pertenecía al capitán o comandante general, que delegaba en
su auditor. (GONZÁLEZ-DELEITO DOMINGO, Nicolás, “La evolución histórica de la jurisdic-
ción penal militar en España", en Revista Española de Derecho Militar, núm. 38/1979, pp. 9-66,
51-52).
69 NÚÑEZ BARBERO, Derecho penal militar y Derecho penal común, p. 767.
70 En cuanto a su duración: las de cadena y reclusión temporales, de doce años y un día a veinte
años; las de presidio y prisión mayores, de seis años y un día a doce años; las de presidio y pri-
sión correccionales, de seis meses y un día a seis años; la de destino a un cuerpo de disciplina,
de uno a seis años; la de suspensión de empleo, de dos meses y un día a un año; la de arresto,
de dos meses y un día a seis meses; la especial de recargo en el servicio tenía la duración que
la ley establece en cada caso.

231
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

BIBLIOGRAFÍA
ALVARADO PLANAS, Javier, “La codificación del Derecho penal militar en el siglo XX”, en
Perspectivas jurídicas e institucionales sobre guerra y Ejército en la Monarquía
Hispánica, Universidad Rey Juan Carlos- Dykinson, Madrid, 2011, pp. 209-233.
BACARDÍ, Alejandro, Diccionario de legislación militar, 4 vols., Madrid, 1884-1886.
CANO PERUCHA, Juan Luis, “Los bandos penales militares”, en Anuario de Derecho Penal y
Ciencias penales, t. 36, 2 (1983), pp. 311-326.
COLÓN DE LARREÁTEGUI, Félix, Juzgados militares de España y sus Indias, 3 v., Madrid,
1817.
CORRALES ELIZONDO Agustín, “Las Ordenanzas de la Armada", en Cuadernos Monográficos
del Instituto de Historia y Cultura Naval, núm. 38 (2001), pp. 83-103.
DOMÍNGUEZ NAFRÍA, Juan Carlos, El Real y Supremo Consejo de Guerra (siglos XVI-XVIID,
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2001.
ESTEBAN RAMOS, Salvador, voz “Jurisdicción Militar”, en Enciclopedia Jurídica Seix, (ed.
1971), pp. 525-548.
GONZÁLEZ-DELEITO DOMINGO, Nicolás, “La evolución histórica de la jurisdicción penal
militar en España", en Revista Española de Derecho Militar, núm. 38/1979, pp. 9-66.
MORENO CASADO, José, “Las ordenanzas de Alejandro Farnesio, de 1587", en Anuario de
Historia del Derecho Español, XXXI, (1961), págs. 431-458.
MUGA LÓPEZ, Faustino, “Antecedentes del Código penal Militar de 1884”, en Revista de
Derecho Militar, núm. 1 (1956), pp. 26-53, y núm. 2 (1956) pp. 21-58.
NÚÑEZ BARBERO, Ruperto, “Derecho penal militar y Derecho penal común”, en Anuario de
Derecho Penal y Ciencias Penales, t. 24.3 (1971) pp. 713-776.
PEÑA Y CUELLAR, Nicolás de, Estudio del Derecho militar y organización y atribuciones de
los tribunales de Guerra, Madrid, 1886, pp. 53-55.
RODRÍGUEZ DEVESA, José María, “La «acción penal» y la «acción disciplinaria» en el
Derecho militar español”, en Revista Española de Derecho Militar, núm. 7 (1959),
págs. 3-36.
VIDAL BLANCA, José, y LORENTE Y VALCÁRCEL, Crisanto, Justicia de Marina, Madrid, 1896.

232
Capítulo IX
La persecución de la herejía:
Del santo oficio de la inquisición
a la congregación para la doctrina de la Fe
María del Camino Fernández Giménez
Universidad Nacional de Educación a Distancia

L INTRODUCCIÓN
La Inquisición aparece en la Edad Media como un instrumento dispuesto por
la Iglesia para perseguir la herejía. El hecho de que la jurisdicción de los obispos
se limitara a sus diócesis, y la aparición de movimientos heréticos que se despla-
zaban de unos territorios a otros, aconsejó la constitución de tribunales especiales
que pudieran perseguir y juzgar a esos herejes dondequiera que se encontrasen.
De conformidad con los principios cristianos de entonces, Santo Tomás había com-
parado en su Suma Teológica al hereje con un monedero falso. Y así como hay que
perseguir a quien corrompe la moneda en la vida civil, hay que perseguir y casti-
gar al corruptor de la vida religiosa. Y al igual que existe una República Cristiana,
es decir, una sociedad política que hay que proteger, existe una religión que tam-
bién debe ser protegida. El hereje es, pues, un peligro tanto para la vida civil como
para la vida religiosa, que en el fondo son realidades interdependientes',
Al cumplirse el primer milenio, la sociedad cristiana europea se encontraba
amenazada en diversos frentes geográficos: al norte por los normandos, al sur
por los musulmanes, y al este por el imperio de Bizancio. Fraccionada Europa en
unidades políticas independientes, el soberano o rey aparece en cada una de ellas
como defensor de la Iglesia y en ocasiones usurpador de sus funciones, inaugurán-
dose una larga era de entronque Iglesia-Estado, del papado y la realeza, que habrá
de durar hasta el siglo XVIII. La historia de la Inquisición debe ser entendida en ese
contexto?,
Desde un punto de vista de la actuación de los tribunales eclesiásticos, de cara
a actuar contra los herejes, existían tres tipos de procedimiento posibles: acusa-
ción, denuncia e inquisición?, La acusación, propia de cualquier ciudadano particu-
lar, era el procedimiento antiguo, basado en el derecho romano, por el cual alguien
formulaba unos cargos contra otro ante el tribunal; la denuncia, más propia del
mundo eclesiástico, se justificaba en cierto texto del evangelio de San Mateo (18,
15-17) y requería primero una amistosa admonición, pretendiendo más la rehabi-
litación que el castigo; la inquisición a su vez, que finalmente se impuso, se basaba
en que el inquisidor o juez juzgaba, pero también instruía el proceso y formulaba
la acusación. En el Edicto de Verona (1184) se ordenó a los obispos que visitaran
sus diócesis requiriendo información sobre los posibles herejes, y años después

233
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

un concilio celebrado en Narbona (1227) prescribió que los obispos nombraran


unos testigos sinodales para que facilitaran información relativa a la herejía. Tenía
así lugar un proceso de investigación general, la inquisitio generalis, que era segui-
do por la inquisitio specialis, o inquisición particular de las personas acusadas, en
la que el inquisidor actuaba con aquella doble condición de acusador y juez!,
La Inquisición no fue un fenómeno único y homogéneo, sino que hubo di-
versos tipos en distintas etapas históricas. De acuerdo con lo dicho antes, surgió
a fines del siglo XII la inquisición episcopal, a la que siguió bien entrado el siglo
XIII la que llamamos Inquisición medieval o Inquisición papal antigua, entregada
por los papas a ciertas Órdenes religiosas, sobre todo a los dominicos. Aparece
luego, a fines del siglo XV, la conocida como Inquisición española, que durará has-
ta el siglo XIX y que se caracteriza por la intromisión del aparato del Estado, se-
guida algún tiempo después por la Inquisición portuguesa. A su vez, en la Edad
Moderna, se pone en marcha en Roma la Inquisición papal moderna o Inquisición
romana, convertida luego en un dicasterio del aparato de gobierno de la Iglesia, la
Sagrada Congregación del Santo Oficio, el cual a su vez pasará a denominarse en
1965 Congregación para la Doctrina de la Fe. Desde la perspectiva histórica que
vamos a seguir, y ateniéndonos a lo más importante, podría así decirse que hay
una Inquisición medieval y otra Inquisición moderna, la cual, a su vez comprende
la Inquisición española, la portuguesa y la romana. Esta última es la que dará paso
a la Congregación para la Doctrina de la Fe que llega a nuestros días.

II. LA INQUISICIÓN MEDIEVAL

La más completa historia de la Inquisición medieval, publicada por el gran


estudioso norteamericano Henry Charles Lea en 1888%, arranca de las corrientes
heréticas de cátaros y albigenses en el siglo XII y prosigue con el establecimiento
de las Órdenes Mendicantes, dominicos y franciscanos, y sus funciones como in-
quisidores, así como con los intentos de establecer una inquisición episcopal has-
ta la erección de la inquisición papal confiada a los dominicos. Esa Inquisición se
proyectará primero en el Languedoc y en Francia; en los territorios de Aragón y
Navarra en la Península Ibérica; en Italia; en Alemania persiguiendo a los valden-
ses, y en Bohemia y los países eslavos adonde habían llegado esos mismos valden-
ses procedentes de Lyon.

Entre los movimientos heréticos destacan los cátaros (del griego kataros,
puro), que por centrarse en la ciudad de Albi (Occitania) fueron conocidos tam-
bién como albigenses. Se ha discutido, no obstante, si los cátaros fueron una he-
rejía propiamente dicha, es decir, una derivación o deformación de la ortodoxia
cristiana, o bien una religión distinta, con raíces en el zoroastrismo o mazdeismo,
que desde la región de Tracia habría llegado al Languedoc francés, probablemen-
te llevada por quienes retornaban de las Cruzadas. Con unas creencias dualistas
(el bien y el mal), negaban el culto a las imágenes y la práctica de los sacramen-
tos. En su proyección a diversos territorios de Europa, a través del Rosellón y la
Cerdaña tuvo una especial presencia en Cataluña en la primera mitad del siglo
XIII. En la lucha contra ellos hubo una primera fase pacífica, a través de misioneros

234
Capítulo IX. La persecución de la herejía: Del santo oficio de la inquisición .. (María del Camino Fernández Giménez)

cistercienses y luego dominicos (con la figura destacada de Santo Domingo de


Guzmán), los cuales organizaron coloquios y discusiones teológicas, y otra segun-
da, con el recurso a la fuerza, desde que el papa Inocencio III proclamó la Cruzada
contra los cátaros dirigida por Simón de Montfort.
Ya el concilio de Tours de 1163 dictó medidas contra los herejes, y en el III de
Letrán se anatematiza a los cátaros, con quienes la herejía se convirtió en un mo-
vimiento de masas, propagándose el catarismo desde el sur de Francia y norte de
Italia, a Alemania e incluso a Inglaterra. A su vez en el concilio de Verona de 1184,
en la que están presentes el papa Lucio [II y el emperador Federico I Barbarroja,
el papa promulgó de acuerdo con el emperador la constitución Ad abolendam, que
determinaba el procedimiento que debía seguirse contra los acusados de here-
jía* y en la que se preveía el castigo de cátaros y otros grupos heterodoxos con
destierro y confiscación de bienes, concediéndose a los obispos plena autoridad
en materia de herejía. Ello formaliza la existencia de una inquisición episcopal,
coincidente con las facultades tradicionalmente reconocidas a los obispos en la
custodia de la fe y en cuestiones de herejía. Las disposiciones de Lucio III fueron
confirmadas por Inocencio III y, más tarde, por el Concilio IV de Letrán (1215) y el
Concilio de Toulouse de 1229. Habrá que esperar, no obstante, a Gregorio IX para
la instauración de una inquisición autónoma en el año 1231”.

Efectivamente en ese año Gregorio IX instituye la figura de un juez extraordina-


rio y de unos inquisidores locales, que hagan inquisición y juzguen a los herejes en
nombre del papa. Estos inquisidores fueron escogidos entre los frailes predicadores,
de quienes dijo el papa que habían sido “suscitados por Dios para reprimir la herejía
y reformar la Iglesia”? Como explicación, el mismo papa afirmará más tarde que la
razón que le llevó a abandonar la vía de los obispos para vigilar el depósito de la fe, y
nombrar a frailes de la Orden de Predicadores, fue la constatación de que esos obis-
pos estaban abrumados de trabajo por lo que les era imposible atender la represión
de la herejía que quedó así encomendada a los dominicos. Frente a esta explicación,
se ha supuesto que el papa quiso en realidad adelantarse a las pretensiones del em-
perador, habida cuenta de que Federico I había dictado diversos decretos intentando
controlar a su vez la herejía, o, lo que es lo mismo, evitar la intromisión del poder
civil en materias religiosas. En cualquier caso, se abandonó el primer ensayo de la
inquisición episcopal, que había fracasado, para instaurar la inquisición pontificia.
Desde 1231, a partir de Gregorio IX, empezó a funcionar esa Inquisición en
diversos países. Aparecen así los inquisidores dominicos como jueces apostóli-
cos extraordinarios para entender de la herejía, junto al juez ordinario que seguía
siendo el obispo. De toda esta actuación inquisitorial en la etapa fundacional, la
más intensa tuvo lugar en la zona de Toulouse entre mayo de 1245 y agosto de
1246, En esos quince meses, según estimaciones recogidas en la New Catholic
Encyclopedia”, dos inquisidores interrogaron a más de cinco mil personas y dic-
taron más de doscientas sentencias. Los inquisidores de Toulouse sistematizarán
desde entonces algunas reglas de la práctica a seguir, lo que dará lugar en el siglo
XIV a la aparición de manuales sobre el procedimiento inquisitorial, entre los que
destaca el de Bernard Gui en 1324, y sobre todo el más famoso: el Directorium
Inquisitorum del fraile catalán Nicolás Eymeric o Aymerich.

235
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

La inquisición medieval se instaura en la Corona de Aragón a raíz de que el mis-


mo Gregorio IX autorice al arzobispo de Tarragona por la bula Declinante iam mundi
vespere””, de 26 de mayo de 1233, a que nombre inquisidores. A lo largo del siglo XIII
los papas completaron esa disposición, y así Urbano IV ordenó en 1262 que no hu-
biera otros inquisidores que los dominicos, concediendo a todos los provinciales de
España que pudieran nombrar dos inquisidores y removerlos de sus puestos.

Siguiendo el resumen que Juan Antonio Llorente, primer historiador de la


Inquisición!!, hizo de esa Inquisición medieval española, hay que decir que en
Navarra, también por entonces, en 1248, Gregorio IX nombró algunos inquisido-
res, si bien durante el siglo XIII sólo cabe hablar de tribunales permanentes en
Cataluña, en las diócesis de Barcelona, Urgel, Lérida y Gérona. En la siguiente cen-
turia, divididos los dominicos de la Península Ibérica en dos provincias, de España
(con Castilla y Portugal) y de Aragón, es dudoso que en Castilla hubiera alguna
esporádica actividad inquisitorial (por ejemplo contra los templarios), mientras
en Aragón se institucionalizaron los tribunales, actuando mucho tiempo el citado
Eymeric como inquisidor general de los reinos de esa Corona hasta su muerte en
1393. Y ya en el siglo XV, al ser dividida la provincia dominica de España en tres,
una de ellas de Portugal, los provinciales de este reino fueron inquisidores gene-
rales con facultad de nombrar otros particulares. A su vez en la Corona de Aragón,
existiendo tribunales en Aragón, Cataluña, Rosellón y Mallorca, el papa Martino V
ordenó en 1420 establecer el tribunal de Valencia. A mediados de siglo era inqui-
sidor en Aragón Cristobal Gualbes, quien habrá de ser apoyado por Fernando el
Católico y perseguido y cesado por Sixto IV, en cuya época desaparece en España, y
más concretamente en Aragón, esa Inquisición medieval para ser sustituida por la
Inquisición moderna.

III. LA INQUISICIÓN MODERNA

111.1. La Inquisición española

11. Bula introductoria, régimen de gobierno y tribunales

A partir del siglo VIII, en la España de cristianos y judíos habían aparecido los
musulmanes, convirtiéndose así en la España de las tres religiones, judíos, moros
y cristianos. Ahora bien, la convivencia entre esas tres razas y religiones no fue en
absoluto fácil, resultando especialmente problemática a fines del siglo XIV, en el
reinado de Juan Í, la de cristianos y judíos, tanto en Andalucía y Castilla como en la
Corona de Aragón, territorios en los que tuvieron lugar en 1391 graves matanzas
y asalto a juderías. A mediados del siglo siguiente, en 1449, los sucesos de Toledo
dan lugar en un clima de gran tensión a la Sentencia-Estatuto, por la que los con-
versos fueron privados de cargos públicos y que constituye el precedente de los
diversos Estatutos de limpieza de sangre que vendrán después??.

El núcleo de esta situación insostenible fue el llamado problema converso,


o más precisamente el problema de los falsos conversos, es decir, de los judíos

236
Capítulo IX. La persecución de la herejía: Del santo oficio de la inquisición (María del Camino Fernández Giménez)

convertidos y bautizados que, según se decía, practicaban en secreto sus propios


ritos. Intentando remediar el citado problema en Toledo, Juan II solicitó la inter-
vención del papa Nicolás V, quien en 1451 dio tres bulas, la tercera de las cuales
suponía la introducción de la Inquisición en Castilla. La bula no llegó a hacerse
pública y además fue derogada a los pocos días. Algunos años después, otro rey,
Enrique IV, pedirá de nuevo lo mismo a otro papa, Pío II, quien en 1462 expedi-
rá otra bula nombrando un inquisidor para Castilla, pero tampoco este documen-
to llegó a publicarse'?. Hubo pues dos intentos, correspondidos por los papas
pero que al final fracasaron, de introducir la Inquisición antes de que los Reyes
Católicos la pidieran de nuevo y efectivamente se pusiera en marcha. Lo que quie-
re decir que no fueron los Reyes Católicos quienes idearon implantar esa nueva
Inquisición en Castilla que luego habría de ser llevada a la Corona de Aragón.

Con ocasión de un viaje a Sevilla y de los problemas existentes allí con los
conversos, los Reyes Católicos, asesorados por fray Tomás de Torquemada, prior
del convento dominico de Segovia, solicitaron de Sixto IV la introducción de la
Inquisición, a lo que el pontífice accedió mediante la bula Exigit sincerae devotionis
affectus, de 1 de noviembre de 1478, creadora de la Inquisición española?*. Pero
esa Inquisición será distinta de la pontificia porque concede a los reyes la facul-
tad de nombrar a los inquisidores. Con arreglo a la bula, dos años después fueron
designados los tres primeros inquisidores, que acudieron a Sevilla donde tuvo lu-
gar el primer auto de fe el 6 de febrero de 1481. A partir de ahí fueron creados
nuevos tribunales en Andalucía y Castilla, forcejeando Fernando el Católico con
el papa para implantar también esa nueva Inquisición en Aragón. Desde Aragón
la Inquisición será llevada a Italia, y desde Castilla a América, donde funcionó con
tres tribunales radicados en México, Lima y Cartagena de Indias!*.
¿Por qué se creó la Inquisición? La doctrina común y lo que afirman los docu-
mentos de la época (bulas papales, documentos regios, etc.) es que fue establecida,
según hemos dicho, para perseguir a los falsos conversos y velar por la ortodoxia.
Sin embargo, no han faltado otras explicaciones pretendiendo que por debajo de
esos propósitos teóricos, había otros ocultos y reales. Así se ha dicho que lo que
los Reyes Católicos en realidad pretendían era obtener fondos económicos aprove-
chando la confiscación de bienes de los conversos, o disponer de un instrumento
político que pudiera actuar en toda la monarquía sin las cortapisas del derecho
particular de los reinos. Desechada la explicación economicista, pues está demos-
trado que la Inquisición resultó ser más una carga que una fuente de ingresos, en
los últimos tiempos ha adquirido notoriedad la tesis del historiador judío Benzion
Netanyahu, desarrollada en un importante libro!*, según la cual la Inquisición ha-
bría sido creada en España como instrumento de una política racista que preten-
día la “solución genocida” del exterminio de los conversos. Esa tesis, que dio lugar
a una viva polémica, fue rechazada entre otros por el profesor Escudero””, quien la
juzgó inaceptable tanto por el hecho de que la Inquisición no persiguió a una sola
raza (pues luego fue tras la herejía de moriscos, protestantes e incluso de cristia-
nos europeos y españoles, eclesiásticos, etc.), como por el hecho inverosímil de
que pudiera darse una farsa general en la que papas y reyes convinieran un fin
oculto distinto del que consta en todos los documentos.

237
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

La estructura de gobierno de la Inquisición fue piramidal, con un organismo


a la cabeza, el Consejo de la Suprema Inquisición, o simplemente la Suprema, pre-
sidido por el Inquisidor General (el primero fue Torquemada), nombrado por el
papa a propuesta del rey. Ese Consejo era uno más de los Consejos de la monarquía
constitutivos del régimen polisinodial, lo que manifiesta el carácter mixto, ecle-
siástico y político, de la Inquisición española. Del Consejo dependían los tribuna-
les territoriales y locales, compuestos por inquisidores, fiscal, calificadores y otras
personas con diversos cometidos (receptor de bienes, notarios, secretarios, comi-
sarios, médico, etc.), con el agregado de un personal auxiliar externo, los familia-
res, que prestaban servicios diversos.

1.2. El proceso

El proceso se inicia con la acusación ante el tribunal y, caso de ser necesario,


con el informe de los calificadores sobre la heterodoxia de aquello que se imputa.
A continuación el fiscal presenta la clamosa, o documento acusatorio, a lo que si-
gue el auto de prisión con el consiguiente arresto del reo que pasa así a la cárcel.

Curiosamente, y ésta sería quizás la peor lacra del procedimiento inquisitorial,


el reo, en aras de la eficacia del secreto, no es informado en principio de por qué
es detenido y quién le ha denunciado. En lugar de acusarle, los inquisidores le in-
terrogan sobre por qué cree haber sido detenido y le amonestan para que diga la
verdad. Esto colocaba al acusado en una situación difícil, pues si era inocente debía
hacer creíble esa inocencia, o bien confesar cosas de las que no se le acusaba; y si era
culpable quedaba con la duda de qué parte de verdad conocía el tribunal y, en con-
secuencia, qué tenía él que decir. No sabía tampoco quién le acusaba, aunque podía
recusar a enemigos notorios de quienes sospechara o temiera una acusación falsa.

Tras la acusación formal del fiscal, y que el acusado aceptara o rechazara los
cargos, intervenía el abogado defensor, figura desconocida en la Inquisición me-
dieval y que esta Inquisición nueva había previsto en las Instrucciones de 1484.
La actuación del abogado era también problemática, pues debía defender al reo de
herejía sin defender la herejía misma, para no convertirse en sospechoso él mismo,
con lo que solía apelar a la condición cristiana acreditada del acusado, o atribuir el
delito a trastornos episódicos, locura, etc. Cuando en la práctica de los interrogato-
rios el reo se contradecía, o reconocía el delito pero negaba su intención herética,
o realizaba sólo una confesión parcial, se acudía al uso de la tortura, habitual por
otra parte en los tribunales de entonces, tanto europeos como españoles. Pese a
ello, la imagen de la Inquisición, ha quedado asociada en el imaginario popular a
crueles prácticas de tormento, lo que el más acreditado de los historiadores del
Santo Oficio, el norteamericano Lea, considera "un error debido a los escritores
sensacionalistas que han explotado la credulidad”. El mismo autor escribe: “El sis-
tema (de la tortura) era malo en su concepción y su ejecución, pero la Inquisición
española al menos no es responsable de su introducción; más aún, por regla gene-
ral fue menos cruel en su aplicación que los tribunales seculares...A este respecto
la comparación entre la Inquisición española y la romana resulta también clara-
mente favorable a la primera”!*,

238
Capítulo IX. La persecución de la herejía: Del santo oficio de la inquisición... (María del Camino Fernández Giménez)

Las sentencias podían ser incidentales o interlocutorias y definitivas. Entre


aquéllas se cuentan las de tormento y las de prueba, mientras las sentencias defi-
nitivas, que ponían término al proceso, fueron normalmente condenatorias y más
raramente absolutorias?”?, lo que se explica porque si no había indicios de la po-
sible culpabilidad del reo se suspendía el proceso. A la sentencia final siguen las
penas, entre las que se cuentan el uso del sambenito o traje penitencial, los azotes,
la cárcel, la condena a galeras y la pena de muerte. Ésta estaba reservada a los
herejes no arrepentidos y a los relapsos o reincidentes en delitos graves, siendo
ejecutada por las autoridades civiles a quienes el tribunal inquisitorial relajaba
o entregaba al reo. En cuanto al número de víctimas, tras la severa represión de
fines del siglo XV, difícil de cuantificar, cabe decir con Henry Kamen que durante
los siglos XVI y XVII murieron en la hoguera unas seiscientas personas, es decir,
unas tres personas por año en todos los territorios de la monarquía, porcentaje
inferior al de cualquier tribunal provincial de justicia, por lo que, como el propio
Kamen afirma, “cualquier comparación entre tribunales seculares e Inquisición
no puede por menos de arrojar un resultado favorable a ésta, en lo que a rigor
respecta”. Citando a ese autor, Escudero añade que, sin justificar el menor de los
sufrimientos ocasionados a las víctimas por la práctica inquisitorial, “esos datos...
deben verse, además, en el contexto de las represiones religiosas y políticas que
acaecieron en la Europa del Antiguo Régimen. Baste señalar que la caza de brujas
provocó en el continente unas 300.000 víctimas (dos tercios de ellas en Alemania)
y unas 70. 000 en Inglaterra, o que en la Francia revolucionaria de fines del XVIII,
entre 1792 y 1794, fueron ejecutadas 34.000 personas, de las que una tercera par-
te ni siquiera fue juzgada. Lamentable, pues, lo de la Inquisición, pero las cosas en
su sitio”?

1.3. Supresión de la Inquisición y Juntas de Fe

A la Inquisición respetada y activa de los Austrias, siguió en el XVIII otra de-


cadente, tolerada por los Borbones y criticada por las minorías políticas e inte-
lectuales de la Ilustración. Surgieron así algunos proyectos de supresión de la
Inquisición, como los de Godoy, Jovellanos y Urquijo, que no llegaron a consumar
sus propósitos”?. A lo largo de la centuria la Inquisición se vio en el difícil com-
promiso de conciliar la obediencia que en última instancia debía al papa, con las
doctrinas del regalismo borbónico que reclamaban la sumisión al monarca y su
derecho de intervención. Y ya con la Revolución Francesa la Inquisición se convir-
tió en un tribunal de censura de los libros y folletos que difundían las nuevas doc-
trinas poniendo en cuestión los postulados del Antiguo Régimen y, en concreto, la
soberanía del monarca.

En el siglo XIX, al producirse la invasión francesa, Napoleón suprimió el tri-


bunal de la Inquisición por decreto de 4 de diciembre de 1808, “como atentatorio
a la Soberanía y Autoridad civil”. Pero ya entonces, tras la abdicación de Carlos
IV, había dimitido el Inquisidor General, Ramón José de Arce, quien, convertido
en partidario del rey José, emigró a Francia. Quedó así la Inquisición acéfala, pues
no estaba nada claro que el tribunal pudiera actuar sin su presidente, ni que en

239
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

consecuencia el Consejo de la Suprema tuviera de por sí autonomía. En estas cir-


cunstancias fueron convocadas las Cortes de Cádiz que, tras diversas reformas -
entre ellas, la abolición de la censura- y tras haber aprobado la Constitución de
1812, entró a debatir el problema de mantener o suprimir la Inquisición, en un
largo debate, mucho más complicado, erudito y crispado que el que se había dedi-
cado a elaborar la Constitución misma?”. Al fin el 22 de febrero de 1813, las Cortes
dictaron un decreto declarando que “el Tribunal de la Inquisición es incompatible
con la Constitución”, remitiendo a los obispos el conocimiento de las causas de fe.
Ese decreto debía ser leído tres domingos consecutivos en las parroquias, orde-
nándose además que fueran borradas las inscripciones y quitados los cuadros que
existieran en las iglesias o parajes públicos en memoria de procesos y penitencia-
dos, y como testimonio de infamia para los descendientes”. Se trataba en resumi-
das cuentas de hacer desaparecer el recuerdo de la Inquisición.

Abolida la Inquisición, fue restablecida y de nuevo suprimida en el confuso


período siguiente de alternativas absolutistas y liberales?*. Al fin, en 1834, durante
la regencia de María Cristina, un decreto de 15 de julio abolió definitivamente el
Santo Oficio. Su artículo primero decía así: “Se declara suprimido definitivamente
el Tribunal de la Inquisición”. Y si al decreto de abolición de Cádiz siguió una dura
reacción del mundo eclesiástico y de la Santa Sede, el decreto de 1834 pasó casi
desapercibido pues la Inquisición, de hecho, ya había desaparecido.

Las sucesivas aboliciones de la Inquisición, por lo demás, eran compatibles


con el mantenimiento de la religión católica como única verdadera y con la pro-
tección que el Estado le debía dispensar. Y como los obispos habían recuperado la
tutela de la fe, surgieron en algunas diócesis como Valencia, Orihuela y Tarragona
otros tribunales eclesiásticos, las llamadas Juntas de Fe, encargadas también de
la vigilancia de la ortodoxia?”*. Especial y desgraciada notoriedad tuvo la Junta de
Fe de Valencia, creada en 1824, pues fue la que instruyó el proceso a un pacífico
maestro, Cayetano Ripoll, de origen catalán, el cual fue arrestado ese mismo año
por no ir a misa, no prestar el debido respeto al viático de los enfermos y no ense-
ñar a los niños la doctrina cristiana. Con tales cargos fue relajado a la justicia ordi-
naria, que le llevó a la horca, siendo ajusticiado el 31 de julio de 1826. Fue la última
víctima por motivos religiosos en España, produciendo semejante atrocidad una
enorme conmoción en Europa.

111.2. La Inquisición portuguesa

En Portugal, al igual que en Castilla, no había existido la Inquisición medieval.


Como señala Dedieu**?, a mediados del siglo XV en el país vivían unos treinta mil
judíos, aproximadamente el 3% de la población, número que se dobló a partir del
período 1478-1483 con la huida de los conversos andaluces, y sobre todo de 1492
por la llegada de los judíos expulsados de España y acogidos por Juan II.

En 1496 el nuevo rey Manuel I ordenó la expulsión de los judíos de Portugal,


obligando años más tarde a que se convirtieran los que quedaban. Sin embargo
les prometió que durante veinte años nadie les demandaría por cuestiones de fe.

240
Capítulo IX. La persecución de la herejía: Del santo oficio de la inquisición... (María del Camino Fernández Giménez)

Años después, en 1515 solicitó del papa la introducción de una Inquisición que el
monarca también pretendía controlar. Tras los forcejeos en el reinado siguiente de
Juan Ill entre Roma y Lisboa por el control del tribunal, y en concreto por quién
debía nombrar al Inquisidor General, esta primera Inquisición fue suprimida. Más
tarde el tribunal se restablece y queda al frente de él don Henrique, el hermano del
monarca. A raíz de otras tensiones ocasionadas por una bula del papa en 1544 que
suspendía la ejecución de las sentencias, la situación se estabiliza y en 1547 nace
al fin la Inquisición portuguesa tal y como funcionará después. Contando con tres
tribunales en Lisboa, Évora y Coimbra, más el de Goa que se constituyó después, su
organización y procedimiento fueron ordenados por diversos Regimentos.

Con la incorporación de Portugal por Felipe Il en 1580, las dos inquisiciones


no se fusionaron, pero la actividad de la portuguesa se reactivó. Al cambiar el si-
glo, los nuevos cristianos portugueses acordaron un trato con Felipe II y los pro-
cedentes de Europa pudieron ser reconciliados con la sola imposición de penas
espirituales. Esa situación empeoró con Felipe IV, en cuyo reinado Portugal se se-
paró de España. En esta crisis, pretendiendo el apoyo económico de los conver-
sos, el interés nacional llevó a proponer la paralización del Santo Oficio. En el siglo
XVIII, a su vez, la Inquisición portuguesa mantuvo su actividad, contrastando con
la decadencia de la española, hasta que el gran ministro ilustrado Pombal intentó
reformarla y ponerla al servicio del Estado, tal como de hecho sucedió en 1769,
Finalmente, en 1821 la Inquisición portuguesa fue abolida, trece años antes de
que lo fuera la española.

IV. DE LA INQUISICIÓN ROMANA A LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA


DE LA FE

IV.1. La Congregación de la Inquisición

La aparición del sistema inquisitorial que con el tiempo será conocido como
Inquisición romana, está en relación con la penetración del protestantismo en
Italia (en especial Lombardía y Venecia) en los primeros años del siglo XVI. En el
ámbito de una península fraccionada en múltiples repúblicas, con España dueña
de Nápoles, Sicilia y Milán, y enfrentada en las demás a pretensiones francesas,
Italia tenía en lo político y religioso la tradicional amenaza de los turcos a la que se
añadiría luego, en lo religioso, la amenaza protestante. Diversas circunstancias, y
en concreto el fracaso de la reunión de teólogos católicos y protestantes celebrada
en Ratisbona en 1541 (el llamado Coloquio de Ratisbona o Dieta de Regensburg),
persuadieron al papa Paulo III de que no había otra opción que un enfrentamiento
con el protestantismo mediante el aseguramiento y vigilancia de la doctrina ca-
tólica. Ello le llevaría, por una parte, a la convocatoria del Concilio de Trento, y
por otra, mediante la constitución Licet ab initio, de 21 de julio de 1542, al nom-
bramiento de seis cardenales que constituyeron el Sanctum Officium, organismo
supremo en materias de fe que habría de auxiliar al sumo pontífice en todas las
cuestiones dogmáticas y proceder contra los sospechosos de herejía. Quedó cons-
tituida así en 1542 la Inquisición romana, con jurisdicción en toda la Cristiandad

241
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

excepto en España, América y Portugal, territorios en los que imperaban las


Inquisiciones española y portuguesa.

La introducción de esa Inquisición romana se hizo con notorias dificultades,


pues Venecia se opuso en principio y Milán la rechazó, temiendo el éxodo de los
mercaderes flamencos”. Más tarde, a fines del siglo XVI, otro papa, Sixto V, se apli-
có a la reorganización de la curia romana y del colegio cardenalicio. Así, por la
bula Immensa Aeterni Dei, de 22 de enero de 1587, estableció un sistema de quince
congregaciones, seis de las cuales se ocuparían de la administración del Estado
pontificio y las restantes de los asuntos de la Iglesia universal”, Entre esas quin-
ce corporaciones figuraba la Sagrada Congregación de la Inquisición Romana y
Universal, o Santo Oficio, compuesta, pese a autocalificarse de universal??, por una
serie de tribunales en algunas partes de Italia: Bolonia, Nápoles, Génova, Florencia,
Venecia, Módena, etc., pero no en Sicilia y Cerdeña, pertenecientes al régimen es-
pañol, y tampoco fuera de ella.
Entrada la Edad Moderna, como ha destacado Agostino Borromeo?", las tres
principales Inquisiciones vistas aquí, a pesar de las diferencias, tenían un régimen
análogo de gobierno: la Congregación para la romana, el Consejo General o Suprema
para la española, y el Consejo General para la portuguesa. Esos organismos dirigían
y coordinaban la actividad de los tribunales periféricos y entendían en apelación de
las sentencias de los tribunales locales. En cuanto a los tribunales, la circunscripción
de los de la Inquisición romana en Italia solía coincidir con las diócesis, siendo más
amplia la de los tribunales españoles y portugueses, sobre todo la de aquellos situa-
dos fuera de la Península Ibérica. En todo caso la diferencia más importante habría
de ser el tipo de herejía que interesó a unos y otros, pues a diferencia de las inquisi-
ciones ibéricas, la romana apenas se ocupó del judaísmo y del problema converso.
Entre las competencias atribuidas a esta Congregación de la Inquisición, muy
amplias por otra parte en todo lo relativo a herejía, no figuraba la vigilancia y cen-
sura de las obras literarias, aunque de hecho se ocupó de ellas desde 1588, lo que
entraría en colisión con las competencias de otro de los dicasterios, el del Índice
de libros prohibidos. En cuanto a éste, ya el Concilio de Trento había decidido en
sus sesiones XVIII y XXV abordar el tema de la censura de libros, y Pio IV, con-
firmando íntegramente los decretos conciliares, publicó en 1564 un primer Index
de libros prohibidos. Pio V a su vez reformó la curia y creó las congregaciones de
Obispos y del Índice, esta última completada y separada del Santo Oficio por Sixto
V en su bula Inmensae aeterni Dei de 1587*!,
En este camino, paralelo y confuso, a propósito de la censura, entre las
Congregaciones de la Inquisición y del Índice, habrá que esperar mucho tiem-
po hasta que un papa ilustrado, Benedicto XIV, confirme por una parte en 1753,
por la constitución Sollicita ac próvida, las competencias de la Congregación de la
Inquisición en materia de censura, admitiendo la defensa del autor de la obra so-
metida al examen del Índice, y por la otra disponga que la Congregación del Índice
se ocupe solamente de obras expresamente denunciadas como peligrosas. Se pu-
blicó así un nuevo Índice de libros prohibidos en 1757, en el que por ejemplo fueron
suprimidos los escritos, incluidos antes, que defendían el sistema copernicano y,
en consecuencia, el de Galileo.

242
Capítulo IX. La persecución de la herejía: Del santa oficia de la inquisición .... (María del Camino Fernández Giménez)

La referencia a Galileo nos lleva a dos consideraciones. La primera relativa a


Galileo mismo. La segunda a las diferencias entre la Inquisición romana y la espa-
ñola en lo concerniente a la censura.
Respecto a la primera, destacar que el proceso a Galileo fue sin duda el más no-
torio de los instruidos por la Inquisición romana, habiendo quedado convertido en
paradigma de los conflictos entre religión y ciencia. Desarrollado en dos fases, en
1616 el astrónomo y físico de Pisa fue llamado por la Inquisición que le amones-
tó por defender las ideas de Copérnico sobre la rotación de la tierra alrededor del
sol, las cuales, según se afirmaba, contradecían las Escrituras. Al mismo tiempo se
puso en el Índice de libros prohibidos la obra de Copérnico De revolutionibus orbium
coelestium. A ese primer proceso, siguió una etapa de tranquilidad, en la que Galileo
pudo seguir investigando hasta 1633, año en que, tras haber publicado su Dialogo so-
pra i due massimi sitemi del mondo, fue arrestado y se le abrió un segundo proceso en
el que bajo amenazas de tortura fue obligado a retractarse, cumpliendo la condena
fuera de la cárcel, en su casa de campo cerca de Florencia, hasta que murió en 1642.
Como valoración de este famoso asunto, recogemos la del profesor Maximiliano
Barrio: “Por muy lamentable que pueda resultar el caso Galileo, hay que recordar
que las decisiones de la congregación no eran inmutables y menos infalibles. De he-
cho el papa Juan Pablo IH al comienzo de su pontificado instituyó una comisión que
examinase las actas del proceso de Galileo y, en mayo de 1983, la Iglesia honró en el
Vaticano al gran científico con un congreso internacional, que inauguró el papa per-
sonalmente”??. Efectivamente, el 31 de octubre de 1992, con ocasión de cumplirse
los 350 años de su muerte, Juan Pablo II lo rehabilitó solemnemente y puso en entre-
dicho la precipitación y errores de los teólogos que le juzgaron.

En cuanto a las diferencias de la censura entre la Inquisición romana y la es-


pañola, plasmadas en los Índices que recogían las obras prohibidas, señalar que
los Índices romanos o no recogían una obra, cuya lectura entonces estaba permiti-
da, o sila recogían quedaba prohibida en su totalidad. Los Índices de la Inquisición
española matizaron más, prohibiendo en algunos determinadas obras en su to-
talidad, pero prohibiendo en otros (los Índices expurgatorios) solo determinados
pasajes que, una vez suprimidos, dejaban libre a la obra. Por otra parte, los autores
censurados en los Índices romanos y españoles no fueron los mismos. Galileo, por
ejemplo, fue tolerado por la Inquisición española, que tampoco censuró a autores
clave en la ciencia moderna como Descartes, Newton, Hobbes o Leibnitz?*.

IV.2. La Congregación para la Doctrina de la Fe

Las Congregaciones, como hemos visto, son corporaciones permanentes y co-


legiadas, compuestas por cardenales, dotadas de una serie de competencias para
el gobierno de la Iglesia. Tras las quince instituidas por Sixto V, fueron creadas
otras, con lo que cuando Pio X accedió al solio pontificio en 1903 existían veinte o
veintiuna, algunas de las cuales parecían obsoletas y otras entrecruzaban confusa-
mente sus competencias. Fue por ello que Pio X, en su reforma de la Curia, por la
constitución apostólica Sapientii Consilio, de 29 de junio de 1908, las redujo a once.
Esa Constitución cambió también el nombre de la Congregación de la Inquisición,

243
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

que provocaba rechazo, por el de Congregación del Santo Oficio, sumando algunas
nuevas competencias como lo relativo a las indulgencias. En 1917, ya con el si-
guiente papa, Benedicto XV, las indulgencias fueron transferidas a la Penitenciaría
apostólica, pero la Congregación del Santo Oficio se hizo con las competencias de
la Congregación del Índice que fue suprimida?*.
La reforma de Pio X, y la consiguiente estructura de la Curia romana, se man-
tuvieron durante años, pero el Concilio Vaticano 11 (1962-1965) trajo para el Santo
Oficio nuevos cambios como consecuencia de las críticas hechas a este instituto
durante su celebración. Convocado el Concilio por Juan XXIII y presidido por él y,
tras su muerte, por Pablo VI, este papa, la vispera de la clausura, el 7 de diciembre
de 1965, publicó la carta apostólica Integrae servandae que dispone en su artículo
1 que “la hasta ahora llamada Sagrada Congregación del Santo Oficio, en adelante
se denominará Congregación para la Doctrina de la Fe, cuya misión es tutelar la
doctrina de la fe y costumbres en todo el orbe católico”. El dicasterio será presidi-
do por el Sumo Pontífice y dirigido por un Cardenal Secretario.
La Congregación para la doctrina de la Fe aparece en este texto con mayor fle-
xibilidad y menor rigor que las instituciones inquisitoriales anteriores. Examinará
así las nuevas doctrinas; promoverá estudios sobre estos temas; fomentará
Congresos de estudiosos y rechazará las doctrinas contrarias a la fe tras oír a los
obispos de los lugares que les afecte; examinará y prohibirá libros, en su caso,
siempre tras escuchar a los autores. La Congregación, en fin, contará con un grupo
de consultores “hombres eminentes por su ciencia, prudencia y costumbres”, a los
que se añadirán, para las distintas materias, peritos elegidos principalmente entre
profesores universitarios.

Tras esa reforma de Pablo VI resta hacer referencia a las modificaciones y ma-
tices introducidos por Juan Pablo II por la constitución apostólica Pastor Bonus,
de 28 de junio de 1988, sobre la curia romana. En ese documento, que fijó en 11
el número de Congregaciones y que dedicó a la Congregación para la Doctrina de
la Fe los artículos 48 a 55, se afirma que “la tarea propia de la Congregación para
la Doctrina de la Fe es promover y tutelar la doctrina de la fe y la moral en todo el
mundo católico” (art. 48), para lo cual “ayuda a los obispos, tanto individualmente
como reunidos en asambleas, en el ejercicio de la función por la que están consti-
tuidos maestros auténticos de la fe y doctores” (art. 50). En consecuencia tiene el
deber de exigir que los libros y escritos referentes a la fe y costumbres que publi-
quen los fieles se sometan al examen previo de la autoridad competente, y que si
constata que se oponen a la doctrina de la Iglesia, “después de dar al autor la facul-
tad de explicar satisfactoriamente su pensamiento” reprobarlos tras informar al
Ordinario interesado (art. 51). Le corresponde asimismo examinar los delitos con-
tra la fe y contra la moral, o los habidos en la celebración de los sacramentos (art.
52). Finalmente estatuye que en esta Congregación están constituidas la Pontificia
Comisión Bíblica y la Comisión Teológica Internacional, presididas ambas por el
Cardenal Prefecto de la Congregación.
Destaquemos también como, en contraposición a los viejos usos del se-
creto inquisitorial, la Congregación para la Doctrina de la Fe hace públicos sus

244
Capítulo IX La persecución de la herejía: Del santo oficio de la inquisición... (María del Camino Fernández Giménez)

documentos, en colaboración con la Librería Editora Vaticana, en la colección


Documenti e Studi. Esos documentos, que luego serán traducidos a diversos idio-
mas, contienen desde rectificaciones doctrinales a prestigiosos teólogos, hasta
una rica casuística de los problemas morales de la vida de hoy. Manejando por
ejemplo el volumen en español Documenta. Congregación para la Doctrina de la
Fe. Documentos publicados desde el Concilio Vaticano II hasta nuestros días**, que
da cabida a la mayor parte de los documentos de ese periodo, se aprecia que
recoge observaciones y enmiendas a teólogos consagrados, según es el caso de
Hans Kúng, Schillebeeckx, Leonardo Boff, Jon Sobrino, etc., como otras relativas
a la teología de la liberación, admisión de mujeres al sacerdocio, eutanasia, ce-
libato sacerdotal, discriminación de homosexuales, conducta de los católicos en
la vida política, absolución sacramental colectiva, aborto, ética sexual, etc., etc.
Es decir, que por la Congregación para la Doctrina de la Fe pasan buena parte
de los problemas y de la vida de los hombres y mujeres del mundo de nuestro
tiempo. De particular interés entre estos documentos, teniendo en cuenta la
institución aquí estudiada, es la Carta sobre los delitos más graves reservados a
la Congregación para la Doctrina de la Fe*, firmada por el Cardenal Ratzinger,
Prefecto de la Congregación, el 18 de mayo de 2001. Entre esos delitos se cuen-
tan los que van “contra la santidad del augustísimo Sacrificio de la Eucaristía”
(llevarse especies consagradas, consagrar con una finalidad sacrilega, etc.), los
delitos contra la santidad del sacramento de la Penitencia (entre ellos la solici-
tación en confesión, de tan vieja raigambre inquisitorial) y los delitos contra la
moral cometidos por clérigos con menores. La Carta concluye con esta admoni-
ción: “Por medio de esta Carta, enviada por mandato del Sumo Pontífice a todos
los Obispos de la Iglesia Católica, Superiores Generales de institutos religiosos
clericales de derecho pontificio y sociedades de vida apostólica clericales de de-
recho pontificio y demás Ordinarios y Jerarcas interesados, se espera no solo que
eviten por completo los delitos más graves, sino, sobre todo que los Ordinarios
y Jerarcas ejerzan un solícito cuidado pastoral por la santidad de los clérigos y
fieles, incluso procurando para ello necesarias sanciones”.

245
Historia del delito y del castiga en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

Notas

1 A.S. TUBERVILLE: La Inquisición española. Fondo de Cultura Económica, México, 1949, pp.
7-8.
Jean-Pierre DEDIEU: LInquisition, Les Éditions du Cerf, 1987, pp. 11-13.
Voz Inquisition en la New Catholic Encyclopedia, tomo 7, Thomson-Gale, Washington, p. 485.
Un valioso estudio sobre el proceso inquisitorial es el de Antonio PÉREZ-MARTIN;: “La doctri-
na jurídica y el proceso inquisitorial”, en José Antonio ESCUDERO (edit.): Perfiles jurídicos de
la Inquisición española, Instituto de Historia de la Inquisición, Madrid, 1989, pp. 279-322.
TURBERVILLE: ob. cit., pp. 11-13.
A History of the Inquisition of the Middle Ages, 3 tomos, reimpresos en 1955 en Nueva York.
Francisco Javier GARCÍA RODRIGO: Historia verdadera de la Inquisición, tomo Il, Madrid, 1876,
p. 243.
Hubert JEDIN: Manual de Historia de la Iglesia, IV, Barcelona, Herder, 1973, p. 188 y ss.
Bernardino LLORCA-Ricardo GARCÍA VILLOSLADA-Juan María LABOA: Historia de la Iglesia
Católica en sus cinco grandes edades: Antigua, Media, Nueva, Moderna y Contemporánea, tomo
II, BAC, Madrid, 1988, p. 749 y ss.
Ob. cit., tomo 7, p. 489.
10 Real Academia de la Historia, manuscrito 9/ 5605, folio 3.
11 Historia crítica de la Inquisición en España, 3 vols., Hiperión, 1980. De la Inquisición medieval
española trata en el tomo 1, p. 77 y ss.
12 Eloy BENITO RUANO: Toledo en el siglo XV, Madrid, 1961, y Los orígenes del problema conver-
so, Barcelona, 1976.
13 Sobre la problemática de las bulas, éstas y la fundacional de 1478, José Antonio ESCUDERO:
“La introducción de la Inquisición en España”, en Estudios sobre la Inquisición, Marcial Pons,
2005, pp. 85 y ss. Las bulas de Nicolás V las ha estudiado Vicente BELTRÁN DE HEREDIA: “Las
bulas de Nicolás V acerca de los conversos de Castilla”, en Sefarad, XXI (1961), 1, pp. 22-47.
14 Las exposiciones de conjunto sobre la Inquisición española son muy numerosas. Entre las
Obras extensas, la primera y más famosa fue, en el siglo XIX, la antes citada Historia crítica de
Juan Antonio LLORENTE. La más rigurosa e importante es la Historia de la Inquisición españo-
la de Henry Charles LEA, publicada en Estados Unidos en1905 en inglés en cuatro volúmenes,
y en tres en español por la Fundación Universitaria española en 1983. Entre las obras moder-
nas más resumidas, citaré La Inquisición española. Una revisión histórica, de Henry KAMEN
(ed. Crítica, 1999), y La Inquisición española. Crónica negra del Santo Oficio, de Joseph PÉREZ,
Madrid, 2002.
15 Para el origen y fundación de los distintos tribunales, véanse los capítulos 1 y II (“Las estruc-
turas geográficas de la Inquisición”) del tomo II de la Historia de la Inquisición en España y
América, obra dirigida por Joaquín PEREZ VILLANUEVA y Bartolomé ESCANDELL BONET,
BAC, Madrid, 1993, pp. 3-60.
16 Los orígenes de la Inquisición en la España del siglo XV, ed. Crítica, 1999,
17 Fundamentalmente en su trabajo “Netanyahu y los orígenes de la Inquisición española”, en
Estudios sobre la Inquisición, cit., pp. 127-164.
18 Historia de la Inquisición española, tomo Il, pp. 498-499.
19 Véase mi libro La sentencia inquisitorial, Editorial Complutense, Madrid, 2000.
20 “La Inquisición española: revisión y reflexiones”, en Estudios sobre la Inquisición, cit., pp.
35-36.
21 Un resumen de esos proyectos, en Francisco MARTÍ GILABERT: La abolición de la Inquisición
española, Universidad de Navarra, Pamplona, 1975.
22 Sobre ese debate, véase el libro citado de MARTÍ GILABERT y los dos artículos de ESCUDERO:
“La abolición de la Inquisición española” (en Estudios sobre la Inquisición, pp. 351-438) y “Las
Cortes de Cádiz y la supresión de la Inquisición: antecedentes y consecuentes”, en el libro

246
Capítulo IX. La persecución de la herejía: Del santo oficio de la inquisición .. (María del Camino Fernández Giménez)

colectivo dirigido por él mismo, Cortes y Constitución de Cádiz. 200 años, tomo II, Espasa, 2011,
pp. 285-308.
23 Varias de estas disposiciones se encuentran recogidas en los Apéndices de la obra de Jerónimo
BECKER: Relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede durante el siglo XIX, Madrid,
1908, p. 396 y ss.
24 He puesto de manifiesto algunas de las contradicciones de ese periodo, cuando por ejemplo se
pedía el restablecimiento del tribunal de la Inquisición que teóricamente ya estaba restable-
cido, en mi trabajo “La Inquisición y los obispos en la Restauración absolutista tras el Trienio
Liberal (1825)”, en la revista Glossae (2012), pp. 192-203.
25 Sobre las Juntas de Fe, Luis ALONSO TEJADA: Ocaso de la Inquisición en los últimos años del rei-
nado de Fernando VII. Juntas de Fe, Juntas Apostólicas, Conspiraciones Realistas, Madrid, 1969.
26 Sigo el epígrafe “LInquisition portugaise” de su libro L'Inquisition, pp. 49-53. También la New
Catholic Encyclopedia, 7, p. 490, y TURBERVILLE: La Inquisición española, pp. 77-79.
27 Ver “LTnquisition romaine” en DEDIEU, LInquisition, pp. 53-58.
28 La actuación de los papas la sigo en Javier PAREDES (Director), Maximiliano BARRIO,
Domingo RAMOS-LISSÓN y Luis SUÁREZ, Diccionario de los Papas y Concilios, Ariel, 1998.
29 New Catholic Encyclopedia, tomo 7, p. 490.
30 “Inquisizione (Época moderna)”, en Philippe LEVILLAIN (director): Dizionario storico del
Papato, Milán 1996, pp. 815-820.
31 Leopoldo VILLAERT S. J.: “La Restauración católica”, en la Historia de la Iglesia de los orígenes
a nuestros días, dirigida por Agustín FLICHE y Victor MARTÍN, vol. XX, p. 53. También el citado
Diccionario de los Papas y Concilios, pp. 336-337.
32 Diccionario de los Papas y Concilios, p. 354.
33 Para los Índices inquisitoriales y los asuntos relacionados con ellos, véase la colección Index
des libres interdits, dirigida por Jesús MARTÍNEZ DE BUJANDA en doce tomos (los once prime-
ros editados por la Universidad de Sherbrooke desde 1985 en Quebec, y el duodécimo por la
BAC en 2016).
34 BORROMEO: “Sant'Uffizio (Congregazione del)" en LEVILLAIN, cit., Dizionario storico del
Papato, págs. 1138-1339. Hubert JEDIN y Konrad REPGEN: Manual de Historia de la Iglesia,
tomo IX, Herder, 1984, pp. 39-40.
35 Ediciones Palabra, Madrid, 2007. La obra ha sido coordinada por Gonzalo LOBO MÉNDEZ.
36 Documenta, pp. 480-482.

247
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
ALONSO TEJADA, Luis, Ocaso de la Inquisición en los últimos años del reinado de Fernando
VII. Juntas de Fe. Juntas Apostólicas, Conspiraciones Realistas, Madrid, 1969.
DEDIEU, Jean- Pierre, L'Inquisition, Les Editions du Cerf, 1987, pp. 11-13.
ESCUDERO, José Antonio, “La introducción de la Inquisición en España”, en Estudios sobre
la Inquisición, Marcial Pons, 2005, p.85 y ss.
FERNÁNDEZ GIMÉNEZ, María del Camino, La Sentencia Inquisitorial, Editorial
Complutense, Madrid, 2000,
GARCÍA RODRIGO, Francisco Javier, Historia verdadera de la Inquisición, tomo lI, Madrid,
1876.p. 243.
JEDIN, Hubert, Manual de Historia de la Iglesia, IV, Barcelona, Herder, 1973, p.188 y ss.
KAMEN, Henry, La Inquisición española. Una revisión histórica, (ed. Crítica), 1999.
LEA, Henry Charles, Historia de la Inquisición española, Fundación Universitaria Española,
Madrid, 1983, 3 Volúmenes.
LLORCA, Bernardino- GARCÍA VILLOSLADA, Ricardo- LABOA, Juan María, Historia de
la Iglesia Católica en sus cinco grandes edades: Antigua, Media, Nueva, Moderna y
Contemporánea, Tomo II, BAC, Madrid, 1988, p. 749 y ss.
LLORENTE, Juan Antonio, Historia Crítica de la Inquisición en España, 3 vols., Hiperión,
1980, Tomo 1, p. 77 y ss.
MARTÍ GILABERT, Francisco, La abolición de la Inquisición española, Universidad de
Navarra. Pamplona, 1975.
MARTÍNEZ DE BUJANDA, Jesús, Index des libres interdits, 12 tomos, (los once primeros edi-
tados por la Universidad de Sherbrooke desde 1985 en Quebec, y el duodécimo por
la BAC en 2016).
NETANYAHU, Benzion, Los orígenes de la Inquisición en la España del siglo XV, ed. Crítica,
1999, y en Estudios sobre la Inquisición, pp. 127-164.
PAREDES, Javier, BARRIO, Maximiliano, RAMOS-LISSÓN, Domingo y SUÁREZ, Luis,
Diccionario de los Papas y Concilios, Ariel, 1998.
PÉREZ, Joseph, La Inquisición española. Crónica negra del Santo Oficio, Madrid, 2002.
TURBERVILLE, A.S, La Inquisición española, Fondo de Cultura Económica, México, 1949, pp.
7-8.
VILLAERT S.J, Leopoldo, “La Restauración católica”, en la Historia de la Iglesia de los oríge-
nes a nuestros días, dirigida por FLICHE, Agustín y MARTÍN, Victor, Vol. XX, pp. 53.

248
Capítulo X
El homicidio y el asesinato
Emma Montanos
Universidad de La Coruña

I.. EL HOMICIDIO EN EL DERECHO ROMANO


El contenido de la 1. Cornelia, comprendida en el título ad legem Corneliam de
sicariis et veneficiis (recogida en el Digesto, citado en adelante como D) determina
que queda sujeto al contenido de esta disposición, entre otros supuestos, el que die-
ra muerte a un hombre (D.48.8.1). El rescripto de Adriano, incluído en el parágrafo
divus Hadrianus de esta misma ley (D.48.8.1.3), establece que, para que esta situa-
ción se castigue como delito de homicidio, tiene que mediar intención de matar a
alguien, considerándose como tal crimen incluso si, a pesar de querer matar a al-
guien, solo se consigue herirlo?; elemento que también resulta determinante en el
contenido de la 1. in lege Cornelia (D.48.8.7) en que Paulo sostiene que el dolo es ele-
mento cualificador del hecho. Por ello, el contenido del rescripto insiste en que esta
intención debe determinarse según los casos y, en base a ello concretar el homicidio,
excluyéndose de la consideración de homicida al que mató “más por casualidad que
por voluntad” (D.48.8.1.3). Por otra parte, el parágrafo item divus Hadrianus de esta
misma l. Cornelia hace referencia a otro rescripto del mismo Adriano en el que el
emperador determina el perdón para aquél que mate a quien ejerce violencia en él o
en alguno de los suyos (D.48.8.1.4); así como Antonino Pío considera la imposición
de una pena más leve al que mata a su mujer sorprendida en adulterio (D.48.8.1.5).
En definitiva, el acto de matar a alguien con voluntad de hacerlo (occidendi
animo), es delito de homicidio y como tal se castiga (a no ser que medie alguna de
las causas que lo justifican) con pena de muerte, según establece la l. eiusdem legis
Corneliae $ legis Corneliae (D.48.8.3.5), insistiendo Modestino en la imposición al
homicida de la pena capital ordinaria a través de la l. poena. $ qui alias (D.48.9.9.1)
y de la que queda exento el niño (por su inocencia) y el loco excusado por su des-
gracia según el contenido de la l. infans (D.48.8.12).

Il, EL HOMICIDIO EN LA PRIMERA EDAD MEDIEVAL

1.1. El derecho visigodo, continuidad de la tradición jurídica romana,


el Liber ludiciorum

Bajo el epígrafe de su libro sexto, De sceleribus et tormentis, el Liber ludiciorum de-


dica el título quinto, De caede et morte hominum, a la legislación referida a la muerte de

249
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

los hombres, tanto a la causada de forma voluntaria por alguien, como a la originada
de forma causal, circunstancial o accidental (Liber ludiciorum 6,5,1-21). Es decir, sigue
claramente -aunque de forma más detallada- la construcción jurídico-romana.
La voluntad de matar a alguien es el elemento cualificador del delito de ho-
micidio por el que debe de ser castigado el autor del mismo con pena de muerte
(Liber ludiciorum 6,5,11, antiqua). Como circunstancia especialmente detestable
el Liber contempla la situación del señor que mata a su siervo sin razón, por cruel-
dad, sin que el siervo haya sido condenado por el juez. Se suprime la licencia de
poder hacerlo que asistía a los señores y se les impone la pena de deportación y
confiscación de bienes, que pasarán a sus parientes más próximos, a aquéllos que
infringieran esta disposición. Una vez que el juez sostiene que el tal siervo cometió
*pecado' por el que merezca pena capital, ésta puede aplicarla su señor quien tam-
bién lo puede “guardar de muerte” (Liber ludiciorum 6,5,12). Por tanto, no es pe-
nado como homicida aquél “que mata a otro sin su grado” (Liber ludiciorum 6,5,1
y 7), o de forma circunstancial: “no lo viendo” (Liber ludiciorum 6,5,2), por ocasión
(Liber Tudiciorum 6,5,3-4 y 5).

11.2. El derecho “especial' de alta edad media

La incorporación de Hispania al Islam quedó en buena medida “pactada” en


virtud de “amanes”, una especie de 'capitulaciones' que se desarrollaron entre las
instituciones de poder islámico y las hispanogodas, determinándose en cualquier
caso el sometimiento de los hispano-godos al poder político islámico. En el con-
tenido de estos "amanes” se respeta el ordenamiento jurídico de la población his-
panogoda, situación que tiene su origen en la propia naturaleza del derecho mu-
sulmán que determina su aplicación exclusiva a los creyentes islámicos y que hace
evidente el respeto a otras religiones.

La pérdida de la unidad política del Regnum visigodo no supuso, por tanto,


la pérdida de continuidad en la aplicación del Liber ludiciorum, que se mantiene
en todo momento entre los mozárabes -hispanogodos sometidos al poder político
islámico-, y los hispani -hispanogodos bajo el dominio político de los francos-, de
manera que se puede afirmar una intensa aplicación de este cuerpo legal en “Al-
Andalus” y en Cataluña. Por su parte, aquellos habitantes que lograron permane-
cer al margen del sometimiento musulmán -—asentados principalmente en tierras
de Asturias y Cantabria- y sobre los que la dominación visigoda debió de limitar-
se a una presencia de carácter administrativo, todo parece indicar que debieron
de permanecer largo tiempo viviendo de acuerdo a sus propios elementos jurídi-
cos -fundamentalmente de carácter consuetudinario- alejados de la aplicación y
conocimiento del Código visigodo, cuando menos hasta que los primeros refugae
-fundamentalmente miembros de la nobleza goda secular y eclesiástica- se refu-
gian en estas tierras llevando consigo en sus relaciones jurídicas la aplicación del
ordenamiento conforme al que habían vivido: la Lex Visigothorum.

Por otra parte hay que poner de manifiesto el hecho de que el contenido
“cristalizado' del ordenamiento legal visigodo en la medida en que las nuevas

250
CapítuloX El homicidio
y el asesinato (Emma Mantanos)

circunstancias sociales, económicas y políticas van dando paso a planteamientos


jurídicos diferentes -determinados en buena parte por las consecuencias de la re-
cuperación territorial y las campañas de repoblación llevadas a efecto y que se
generalizaron con caracteres de 'uniformidad' en los antiguos territorios visigo-
dos al amparo de una situación de 'desamparo político' o 'autotutela'- queda cada
vez más obsoleto en cuanto a su aplicación?. Se generan una serie de respuestas
jurídicas que lo 'completan' y que afectaron sobre todo al ámbito de las relacio-
nes jurídicas procesales, criminales, señoriales y municipales, manteniéndose la
aplicación del código visigodo en todas aquellas relaciones de la nueva situación
social a las que podía dar respuesta?,
Respuesta jurídica a la nueva situación social determinada por la 'autotutela' y
la repoblación.
El desarrollo de la vida diaria -caracterizada por una gran pobreza, inexisten-
cia de poblaciones importantes, una economía doméstica de carácter agrícola y
ganadero, sin comercio activo, dominada por una gran inseguridad y aislamiento
y, por supuesto, un nivel cultural ínfimo- fue saliendo al paso y dando respuesta
a las situaciones originadas principalmente por la ausencia de un poder político
fuerte y la necesidad de llevar a cabo la recuperación y repoblación de territorios
cristianos. Estas situaciones -fundamentalmente de carácter procesal, criminal,
vecinal, señorial- no encuentran solución jurídica adecuada en el contenido del
Liber ludiciorum. Surgen de esta manera como respuesta una serie de institucio-
nes que pueden considerarse como integrantes de un ordenamiento jurídico 'com-
plementario' del código visigodo que se verán plasmadas fundamentalmente en el
contenido de los fueros municipales.
Se trata de instituciones jurídicas que evidencian la respuesta solidaria de
una sociedad necesitada de revestimiento 'autotutelar' lo que justifica, por ejem-
plo, la gran cohesión con que en los distintos ámbitos de comportamiento social y
jurídico actúa el grupo de parientes o el de vecinos, que reaccionan de forma con-
junta en una afán de 'protección' entre sus miembros dando origen a situaciones
de asistencia penal tanto en su aspecto activo —-colaboración en la represión en el
supuesto de delito cometido en la persona de algún pariente, como es el caso de la
"venganza de sangre”*- como pasivo —-responsabilidad de todos los parientes en el
caso de delito perpetrado por alguno de ellos-, de asistencia procesal, al intervenir
como 'cojuradores' en el caso de acusación planteada frente a alguno de ellos o
como fiadores en determinados supuestos, situaciones que pueden extrapolarse
al ámbito de la comunidad vecinal que responde en cohesión tanto en el aspecto
criminal como en el de asistencia procesal.

Se trata de toda una serie de instituciones que pueden responder a este plantea-
miento como: la 'venganza de la sangre” el duelo judicial” la responsabilidad penal
colectiva' de los parientes o de los vecinos, la 'prenda extrajudicial"... que aparecerán
insertas en los fueros municipales, en donde también se dará cabida a instituciones
jurídicas que suponen un claro reflejo de un ordenamiento *privilegiado' como res-
puesta a las nuevas necesidades de esta sociedad. No constituyen parte alguna del
contenido del Liber ludiciorum -derecho visigodo de inspiración romana- como ya

251
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

hemos manifestado, lo que durante mucho tiempo polarizó posturas extremas a la


hora de tratar de precisar el origen de las mismas. Si bien es cierto que esta preten-
sión de 'toma de posiciones' en la actualidad podemos considerarla en buena medi-
da superada, no debemos de olvidarla y por lo tanto obviarla.

El homicidio cometido animus occidendi se mantiene como categoría criminal


prevista en el Liber y también es contemplada y sancionada con pena de muerte
en los fueros municipales. Esta pena, unida a la pérdida de los bienes del homi-
cida puede ser llevada a cabo por cualquiera que, previamente debe desafiar al
delincuente en el concejo y declararlo inimicus (declaración que conlleva poder
darle muerte), según se puede interpretar a sensu contrario, por ejemplo, del con-
tenido del fuero de Salamanca”, del de Ledesmaf, y de forma directa el fuero de
Miranda”, el fuero de Coria y el fuero de Usagre, el Fuero de Béjar, el de Cuenca, el
de Iznatoraf, el de Alcaraz, el de Alarcón, por citar algunos dentro de la totalidad
de fueros que contemplan la muerte de una persona y sus consecuencias de forma
similar, aunque puede que terminológicamente diferente.
Naturalmente, también en el contenido de los fueros municipales se prevée la
inexistencia de consecuencias penales para el que mata a alguien que le pretendía
robar, según aparece dispuesto, por ejemplo y entre otros, en el Fuero de Soria?,
La muerte, en este caso, está justificada porque su autor actúa en "legítima defen-
sa. De la misma forma, tampoco está penalizada la muerte ocasionada a alguien
por accidente en boforda o en juego de bodas, o por competición de caballos... Así
consta en disposiciones del Fuero de Cuenca y del de Béjar?, por tratarse de actos
en los que la intencionalidad de dar muerte a alguien, no existe. En tal sentido, in-
sisten, entre otros, los Fueros de Ledesma y de Salamanca.

11.3. La actuación de los parientes de la víctima

Dado el escenario de “autotuela' que enmarca estos siglos en los diferentes


territorios peninsulares, los parientes tienen un especial protagonismo que se ve
reflejado, de forma muy clara, en el tema del homicidio. El proceder a la venganza
de un pariente, al que alguien ha matado, es tanto un derecho que tienen sus pa-
rientes como un deber de los mismos. Para poder ejercitar ese derecho o cumplir
ese deber, es necesario que los parientes desafíen al homicida con la presentación
de querella (“"maguer antes debe seer desafiado”), según consta en los diversos
fueros consultados como, por ejemplo, en el de Cuenca, en el de Béjar, en el de
Plasencia. De no hacerlo, los parientes incurren en una irresponsabilidad que, se-
gún una disposición del Fuero de Andaluz'”, es objeto de sanción, pudiendo inclu-
so ser desheredados, según el fuero de Soria.

El efecto, generalizado en el contenido de los fueros, de este primer paso


podría resumirse -según expresión breve contenida, entre otros, en el Fuero de
Castello Melhor, en el de Castell-Rodrigo, en el de Castello-Bom y en el de Usagre-
en la expresión "sea enemigo de sus parientes”. Es decir, se produce el efecto de
una declaración judicial de enemistad, con base en la cual la parte ofendida (los
parientes) va a proceder legalmente contra el enemigo. Este acto debía de reali-
zarse un domingo ante el Concejo''y además tenía que ser pregonado??.

252
Capítulo X. El homicidio y el asesinato (Emma Moantanos)

La declaración de inimicitia tiene las siguientes consecuencias: el pago de una


cantidad de dinero, en concepto de caloña, a los parientes del muerto, el destierro
del culpable y la venganza de sangre -que incluye la posibilidad de dar muerte al
homicida!*- que pueden ejercer los parientes del muerto y que subsiste aun des-
pués del pago de la sanción económica impuesta, según consta de manera expresa
en todos los fueros consultados””.

II. EL 'RENACIMIENTO' MEDIEVAL Y MODERNO. EL SISTEMA DEL DERECHO


COMUN

MI1.1. El ius commune

Alberto Gandino (1250-1310) sostiene en su Tractatus de maleficiis'la


misma definición que sobre el homicidio había dado la Lex Cornelia de sicariis
(D.48.8.1, prin.). De tal manera, es homicida el que mata a un hombre con dolo.
Según este jurista, quien apela como sustentación a diversas disposiciones de la
compilación justinianea, quedan fuera de esta consideración los dementes y los
niños, así como tampoco será penalizado con la pena capital, como homicida, el
que mata a un desertor o a un delincuente común, o el que mata en defensa de su
persona o de lo que es suyo, así como si alguien resulta muerto como resultado de
una pelea!* -salvo que en la pelea hubiera voluntad de matar- porque falta el ele-
mento esencial del homicidio, el animus occidendi”...; la misma sustentación y ar-
gumentaciones son mantenidas por Bonifacio De Vitalinis (1320-1389)'. Siguen
una estructura diferente, pero la conceptualización es la misma, bajo el título De
relaxatione carcere, Paulus Grillandi (1490) y lacobus de Arena (1270-1320) bajo
el De quaestionibus””. Prácticamente en todos los títulos de su obra De malefici-
is Angelus Aretinus dedica párrafos a diversos aspectos que hacen referencia al
homicidio?”. Estos juristas conocen perfectamente el ius civile y el ius canonicum,
así como las obras de los juristas de los siglos de máximo esplendor del derecho
común, como Bartolo, Baldo, Imola, Ancharano, Cino, Arena, Tartagni entre otros
alos que constantemente aluden para fundamentar sus elaboraciones jurídicas.
Con una elaboración muy sistemática lulius Clarus (1525-1575) mantiene
en su Opera omnia, obra que tuvo una más que notable repercusión europea, que
existen cuatro tipos de homicidio: necessitate, cafu, culpa, dolo. El homicidio co-
metido per casu es el realizado sin culpa, por ejemplo jugando, de forma casual; el
llevado a cabo per culpa es el causado sin dolo (por ejemplo el ocasionado al tirar a
alguien una piedra en medio de una turba, o cuando la exclava muere por haberle
dado el ama con un palo, en una pelea), en el que no existe animo occidendi, a cuyo
autor no se le puede penalizar criminalmente, pero se le debe imponer una pena
pecuniaria o exilio pro modo culpa.

Sin embargo, es crimen doloso el realizado de la manera que sea, pero siem-
pre ex proposito, animo occidendi, sin que sea en legítima defensa porque en este
caso no es punible?!. A su autor le debe de ser impuesta la pena máxima, la de
muerte que existe en todos los lugares tanto para el noble como para el plebeyo.

253
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

Es un delito que también es sancionado ¡ure canonico que consistirá en la pena de


excomunión si el homicida es un laico y en la de deposición de oficio y beneficio si
se trata de un clérigo??.
Como es lógico, también las Summae penitenciales, obras de gran valor jurí-
dico-canónico y teológico que tuvieron una enorme difusión en Europa, dada la
impresionante formación de sus autores, magníficos conocedores del derecho co-
mún??*, se ocupan de este delito que es también pecado mortal. Conlleva excomu-
nión para el laico y deposición de oficio y beneficio para el clérigo, como máxima
pena espiritual, para el que mata a alguien de forma voluntaria con ánimo e inten-
ción de hacerlo y sin que sea por necesidad o defensa, según recogen las diferentes
obras de esta naturaleza consultadas, por ejemplo, la Summa de poenitentia de San
Raimundo de Peñafort (1175/1180-1275), la Summa confessorum de Johannis de
Friburgo o la Summa Angelica de Angelo Carletti (1411-1495).

111.2. Lalegislación real. Las Partidas (1256-1265)

Este cuerpo legal dedica las 16 leyes del título 8 de su Partida 7 al contenido
De los omezillos. En ellas se dispone acerca de los diversos elementos, detalles y
circunstancias que pueden darse en torno a este delito. En el momento de su re-
dacción ya circulaba y se estudiaba en Europa el ius commune (civil y canónico),
bien conocido por los juristas técnicos redactores de esta monumental obra cas-
tellana. Por lo tanto, también el caso concreto del homicidio es un eco del mismo
que, siglos después (siglo XVI) detallará en su glosa Gregorio López quien ya reco-
ge las diversas construcciones sobre el tema elaboradas al caso por los principales
juristas de los siglos de oro del derecho común y posteriores.
De todo el conjunto normativo, la ley 1 nos da el concepto: “homicidio tan-
to quiere dezir en romance, como matamiento de ome”. Indica a continuación las
formas en que se puede producir: 'tortizeramente' 'con derecho' y “por ocasión
?*,
no mereciendo en este caso pena el homicida si prueba que no lo quería hacer”,
a no ser que la ocasión fuese propiciada por el que provoca la muerte”*. La ley 2
es la que nos ofrece un escenario nuclear sobre homicidio: matar a un hombre
“a sabiendas”, salvo que se hiciese en defensa propia (Partidas 7,8,2). Hay otras
circunstancias por las que no merece pena de homicida aquél que mata a otro.
Se trata de otras razones que lo justifiquen como: hallar a un hombre yaciendo
con su mujer, encontrar a un ladrón nocturno en su casa y queriéndolo coger para
entregarlo ala justicia, éste se defendiese con armas, el que deserta, el que quema
o destruye casa y propiedades de alguien, el tratarse de ladrón conocido, o de ro-
bador de caminos; o bien, si el autor de la muerte es un loco o un desmemoriado, o
un menor “que non cae por ende en pena ninguna, porque non sabe, nin entiende
el erro que faze?””. Sin embargo, merecen pena de homicida aquéllos, con falta de
formación, que hacen prácticas médicas que conllevan la muerte del paciente”,
los vendedores de hierbas para matar”, la mujer que se provoca el aborto, los que
castran siervos, los que castigan a sus hijos o siervos con intención de matarlos y
así sobreviene”y los que dan armas a otros sabiendo que las utilizarán para matar
a alguien.

254
Capítulo X. El homicidio y el asesinato (Emma Montanos)

Antes de proceder a la imposición de la pena correspondiente al homicida,


Partidas dispone la acusación como homicida al que ha realizado el homicidio, por
parte de los parientes, o por cualquier vecino y ésta ha de realizarse con arreglo a
determinadas formalidades ante el juez.

IV. EL HOMICIDIO Y SU CUALIFICACIÓN EN LOS CÓDIGOS PENALES

Las Cortes de 8 de junio de 1822 decretaron la aprobación de este cuerpo nor-


mativo penal que, una vez sancionado por el rey, fue promulgado un mes después.
En éste se tipifica el homicidio a través de un articulado que mantiene, a efectos
de la pena a imponer, la distinción entre la muerte dada a una persona “volunta-
riamente, con premeditación y con voluntad de matarla”. Se considera “homicidio
voluntario el cometido espontáneamente, a sabiendas y con intención de matar a
una persona”, para el que se reserva la pena de muerte?! disponiendo además que
la premeditación existe en el homicidio voluntario*”?. En los supuestos en los que
se de muerte a alguien sin premeditación, la pena impuesta al que lo hace es de 15
a 20 años de obras públicas, pero el autor salva su vida*”. Quedan exceptuados de
esta pena una serie de situaciones previstas en diversos artículos -consideradas
eximentes o atenuantes, que no conllevan pena alguna o son merecedoras de pena
menor- y que refieren situaciones como la muerte dada a otro para salvar la honra
de su hija, la producida en legítima defensa de su vida o de la de otra persona, la
muerte al salteador nocturno, al incendiario, al facineroso conocido...**.

El Código de 1822 tuvo una vigencia oficial de unos meses y después de una
serie de intentos fallidos, por fin el 19 de marzo de 1848 ve la luz un nuevo có-
digo penal, “de modo que hasta la mitad de la centuria pasada estuvo vigente la
Novísima Recopilación con los Fueros y las Partidas de leyes supletorias; las úl-
timas preferidas por los tribunales. Todo ello moderado por el arbitrio judicial,
sometido a cambios de presión social y política?*”,

Este nuevo código y, a pesar de que dentro de su título 9, Delitos contra las
personas, dedica su breve capítulo primero al homicidio, tenemos que deducir el
contenido sustancial de este crimen 'por exclusión” Es decir, no se nos ofrece una
definición de este delito, pero el artículo 323 refiere la pena que merece el parri-
cida, la de cadena perpétua a muerte, siendo esta última la aplicable siempre que
concurriese además premeditación o ensañamiento?**, Por lo tanto, los que quedan
fuera del parentesco, es de suponer que son simples homicidas. Esta calificación
queda corroborada también por el artículo 324 que, al referirse a las penas por
muerte de hombre, indica las circunstancias que agravan el acto y que son merece-
doras de pena de cadena perpetua a muerte si concurre alevosía, si media precio
o promesa remuneratoria, si se hace por medio de inundación, incendio o veneno,
con premeditación o con ensañamiento. Todos los que quedan fuera del parricidio
y de los comprendidos en estas circunstancias, son castigados con la pena de re-
clusión temporal. En definitiva, cuando medie la relación de parentesco indicada,
o el que mata no actúe con alguna de las circunstancias aludidas (considerado en
este caso asesinato en el código de 1822), estamos ante un 'homicidio simple' que
merece la pena de reclusión temporal; pena de la que quedan excluídos aquéllos

255
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

que no son considerados 'responsables' criminalmente, o recibe una pena menor


a la que les correspondería si median las oportunas circunstancias atenuantes”,
Después de varias reformas (la más importante, la de 1850) e intentos de re-
formas, que no afectaron a la materia objeto de este estudio, se publica un nuevo
código el 30 de agosto de 1870 que tenía su justificación en la Constitución de
1869, fruto de la revolución de 1868**, Por lo que se refiere al delito de homici-
dio este código, como el de 1850, “reitera las líneas maestras del de 1848*””, Sin
embargo, se califica como tipo criminal específico el asesinato*, cuya esencia no
es más que el conjunto determinante de circunstancias agravantes del homicidio
contenidas en el código de 1848, a excepción de lo comprendido en la calificación
de parricidio*!, Esta situación nos lleva directamente a calificar como homicida al
que mata a alguien, sin que concurra ninguna de las circunstancias que califican el
asesinato y será castigado con la pena de reclusión temporal”.

De nuevo, las circunstancias políticas dan pie a la elaboración de nuevas nor-


mas penales. La Restauración monárquica, la Constitución de 1876, llevan a la
aprobación de un nuevo código penal y por real decreto de 8 de septiembre de
1928 se dispone empiece a regir el 1 de enero de 1929.
Entre las disposiciones del Código penal de 1928 se contempla, de forma in-
dependiente, la figura del asesinato que se mantiene como un delito de homicidio
agravado por una serie muy amplia de circunstancias*, El concepto de homicidio
se desprende de la penalidad impuesta al que, de forma concisa, se dice, da muerte
a alguien que será merecedor de una pena de reclusión temporal**,
La proclamación de la República de 1931 deroga de forma inmediata el Código
penal de 1928, aplicándose de nuevo el de 1870 hasta que tiene lugar una nueva
promulgación, fundamentalmente basada en la reforma de éste, el 27 de octubre
de 1932. En el capítulo que dedica al 'homicidio' incluye en diferentes artículos: el
parricidio (art. 411), el asesinato (art. 412) y lo que denomina 'homicidio simple'
para el que reserva la pena de reclusión menor*.
La guerra civil (1936-1939) y su final con el triunfo de la Dictadura franquista
lleva a la promulgación de un nuevo código penal por decreto de 23 de diciembre
de 1944, objeto de varias reformas y de los textos refundidos en 1963 y en 1973.
Aunque la redacción sobre homicidio difiere un poco del dado en el anterior
código, el contenido es el mismo, al considerar homicida, merecedor de la pena de
reclusión menor, al que matare a otro*, Se reserva también para su cualificación
como asesinato la concurrencia de una serie de circunstancias”,

El Código penal, aprobado por Ley Orgánica el 23 de noviembre de 1995 es


actualidad.

V. EL ASESINATO
El artículo nuclear que el Código Penal actual (año 1995) dedica a la penaliza-
ción del asesinato es el 139 que, en su punto primero, establece que:

256
Capitulo X. El homicidio y el asesinato (Emma Montanos)

1. Será castigado con la pena de prisión de quince a veinticinco años, como


reo de asesinato, el que matare a otro concurriendo alguna de las circuns-
tancias siguientes:
12 Conalevosía.
22 Porprecio, recompensa o promesa.
32 Con ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el
dolor del ofendido.
4% — Para facilitar la comisión de otro delito o para evitar que se descubra.
Se trata de un texto sorprendente, resultado de la superposición de una serie
de conceptualizaciones de una realidad criminológica que se ha realizado a lo lar-
go de una dilatada Historia y que produce extrañeza ante una serie de categorías
distintas que aparecen como cualificadoras de la pena correspondiente al asesina-
to*”. Una vez más parece confirmarse que vamos a la Historia con preocupaciones
del presente.

VI. EL ORIGEN DEL TÉRMINO ASESINATO: LA DECRETAL “PRO HUMANIS


REDEMPTIONE”
El término 'asesinato' era desconocido en el antiguo Derecho. Ni el derecho
romano ni el germánico emplean esta palabra para designar algún delito. Asesino,
conforme a opinión muy extendida, que hace remontar su origen al tiempo de las
Cruzadas, provendría de la palabra árabe “asis” (insidias), pues se llamaba asesi-
nos a los sectarios de un principe de Asia Menor, Arsácides, el Viejo de la Montaña,
que armaba y dirigía empresas contra los cruzados. Éste parece ser su origen, en el
medievo, en la época de las Cruzadas, en que este rey Arsácides reclutaba jóvenes
que lo obedecían ciegamente, a los que, vestidos como cristianos, introducía en
el campo de éstos con la finalidad de matarlos. Y, efectivamente, fanatizados por
su jefe y embriagos de hasis llevaban a cabo sangrientas matanzas de fieles en su
propio campo?*”.
Estos asesinos, se ha dicho, debieron actuar con mucha frecuencia, y, sin duda,
como consecuencia de estas matanzas, se frenó el impulso de los cristianos de
acudir a las Cruzadas. Es muy probable que esta situación fuese la que motivó a
Inocencio IV en el año 1249 a elaborar la decretal Pro humani redemptione (Liber
Sextus 5,4,1). Sin embargo, más probable puede ser que el motivo que impulsa a
Inocencio IV a la elaboración de esta Decretal haya sido el clima de insidias y de
inseguridad personal que rodea el ambiente del Papado en esta época; un cono-
cido ambiente de intrigas que podemos imaginar semejante a aquel novelado y
dramatizado de los posteriores Borgias. Por lo demás, en la decretal no se alude
para nada al ambiente de las Cruzadas.
La conducta que la disposición eclesiástica sanciona es la de aquellos que
hacen matar a alguien por medio de asesinos porque matan no sólo el cuerpo,
sino porque matan también las almas: “sed mortem procurent etiam animarum”.
Claro, porue al no esperar la muerte, no pueden poner a buen recaudo su alma, al

257
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

sorprenderles la muerte, no pueden contar con el auxilio de las armas espirituales


y alcanzar, de esta forma, la vida eterna.

Estos asesinos matan el cuerpo y privan de la salvación eterna a las almas. De


esta forma, la Redención llevada a cabo por Jesucristo corre el riesgo de ser estéril.
Y en este argumento está precisamente la justificación de la encíclica Pro humani
redemptione, cuyo objeto está en sancionar la actitud de los asesinos y la de las
personas que encargan el asesinato, porque se considera, a efectos de la sanción,
asesino no sólo al que lleva a cabo el acto material de dar muerte, sino también al
que manda matar, per dictos assassinos interfici fecerit vel etiam mandaverit.

VIL. LA RECEPCIÓN DEL ASESINATO EN PARTIDAS

La recepción del asesinato se opera en Partidas 7,27,3. A primera llama la


atención el lugar en el que fue insertado este delito. Parece lógico pensar que, al
buscar el asesinato, habría que dirigirse al título “De los Omezillos” (Partidas 7,8).
Sorprendentemente, pero no tan sorprendentemente como hemos de ver, se en-
cuentra en Partidas 7,27, título “De los desesperados que matan a sí mismos, 0 a
otros por algo que les dan; e de los bienes dellos”. Todo parece indicar que se trata
de una disposición añadida a Partidas, y precisamente después de 1298, fecha de
promulgación por Bonifacio VIII del Liber Sextus que recogía ya la encíclica Pro
humani redemprione en su libro 5, título 4, “De Homicidio”*?. Es sabido que la Pro
humani es un decreto procedente del Concilio de Lyon de 1249 y que bien pudo
haber sido conocida, por consiguiente, antes de la fecha más temprana de las pro-
puestas de redacción de las Partidas.
Y es muy probable que en la obra alfonsina aparezca incluído en el título de
“Desesperados” porque a los desesperados les falta la esperanza y sólo con la es-
peranza se puede ganar “merced de Dios”; y, de esta misma esperanza quedan pri-
vados los asesinados a los que, por sorprenderles la muerte, se les priva de las gra-
cias espirituales y mueren, por tanto, sin la esperanza en la vida eterna. Partidas
7,27,1, después de calificar el desesperamiento, señala las clases que hay y es pre-
cisamente en la quinta manera en la que da entrada al asesinato: “La quinta es de
los asesinos, e de los otros traidores, que matan a furto a los omes por algo que les
dan”. Parece que el redactor del texto no sabe bien ante qué figura está y mezcla
conceptos. Lo refleja incluso Gregorio López, siglos después, cuando al comienzo
de su glosa a Partidas 7,27,3, sorprendido dice “non bene explicat ista lex?”

Por una parte ya confunde y mezcla el matar por mandato de la Pro humani re-
demptione (Liber Sextus 5,1) con el matar “a los omes por algo que les dan”. Parece
lógica consecuencia de ver en el mandato para matar una locatio conductio según
indica Bartolo en su comentario a la l. non ideo minus (C.9.2.5) y que lleva a Baldo a
considerar pagada la locatio en su comentario a la 1. Cicero (D.48.19.39) cuando dispo-
ne que son asesinos quienes “occident aliquem per pecuniam””, comentarios de los
que se hace eco Gregorio López y repite en su glosa a Partidas 7, 27,3; y, en este mis-
mo sentido otros autores como Imola, Pablo de Castro... Y así apareció el matar por
precio, como una explicación del matar por mandato. Por otra parte, también la obra

258
Capítulo X El homicidio y el asesinato (Emma Mantanos)

alfonsina identifica y califica el asesinato, el matar por mandato y ahora ya por precio,
con traición, al decir “de los assesinos e de los otros traidores que matan a furto, a tray-
cion**” Esta equiparación se explica si tenenmos en cuenta el ambiente criminal de la
época en el momento de redacción de las Partidas (s. XIID. Todo parece indicar que el
redactor de Partidas de esta ley tuvo conocimiento de la decretal Pro humani redemp-
tione y, al examinar su contenido, ver los términos en que está redactada y las penas
que recaen en los autores del delito, desprende que está ante una situación delictiva
muy grave y esta gravedad que observa le lleva a equiparar la conducta criminal de
asesinato, prevista en la disposición eclesiástica, con la conducta criminal más grave
en el ambiente medieval: la traición. Conviene recordar que el ordenamiento penal del
Medievo es un ordenamiento de la paz; una paz general que luego se refuerza con el
añadido de “paces especiales, dando origen a una amistad y a una 'seguridad' creadora
de una fidelidad, cuya infracción da lugar a traición.

VIII. EL ASESINATO EN LA LITERATURA JURÍDICA

VIL1. Autores del siglo XVI

Los *prácticos' del siglo XVI tratan el delito de asesinato de una forma mar-
ginal, sin elaborar grandes comentarios, sin insistir en el tema. Esta despreocu-
pación aparente puede justificarse si entendemos que sigue considerándose
válida la configuración e interpretación del asesinato establecida en Partidas y
porque todavía no se conoce la Ordenanza francesa del año 1570. A través de esta
Ordenanza, que pasa a los códigos franceses y después a los españoles, se intro-
ducen elementos volviendo a desvirtuar su verdadero sentido, lo que lleva a la su-
perposición de categorías cualificadoras que pueden darse en torno a este delito y
que, como veremos en su momento, aparecen recogidos en los códigos.
Alonso de la Peña, en su tratado se refiere al asesinato en dos ocasiones y en
las dos lo califica acertadamente: matar por dinero**. Estas dos ocasiones en que
lo hace revelan situaciones de excepcionalidad. Y claro, la excepcionalidad viene
determinada por la gravedad. En las dos situaciones en que se refiere al asesina-
to, aparece incluido este delito entre otros que, por su gravedad, merecen un tra-
tamiento especial con relación a determinadas situaciones. La primera vez que
alude al asesinato lo hace a propósito del tema de la prescripción de delitos y la
excepcionalidad es que mantiene que delitos como el de herejía o el asesinato no
admiten prescripción temporal. La segunda situación en que este jurista destaca
la gravedad del asesinato es cuando se refiere al interrogatorio de los jueces que
reviste caracteres especiales en la ocasión de determinados delitos; entre ellos, el
de matar a otro por dinero**.
Me resultan muy interesantes estas dos alusiones de Alonso de la Peña acerca
del asesinato porque califica bien el delito: matar por dinero y porque destaca bien
su gravedad. Probablemente su acierto se debe a su preocupación religiosa, que le
llevó a conocer bien el contenido dela encíclica Pro humani redemptione y, sobre
todo, a captar bien el espíritu de gravedad que le concede la encíclica al asesinato.

259
Eistoria del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

Muy distinta es la consideración que hace Covarrubias en su Opera omnia acer-


ca de este delito. Por el lugar en donde lo incluye, libro 2, capítulo 20, De ecclesiarum
etsacrorum templorum immunitate, manifiesta la gravedad que mantiene sobre esta
conducta criminal al incluirla en la relación que presenta sobre aquellas situaciones
delictivas que no gozan de inmunidad eclesiástica y la incluye además a propósi-
to del homicida proditorio: “aquel que a alguno mata con insidias”””. El asesino no
puede ser beneficiario de la inmunidad que confiere el acogerse a la protección de la
Iglesia. También para Covarrubias el asesinato es un homicidio proditorio, una trai-
ción, porque homicida proditorio es el que mata a una persona que no es “enemiga,
luego es 'amiga', porque no ha habido con relación a ella una declaración de enemis-
tad: “no es su enemigo y nada de eso prevé”. Concluye Covarrubias que “asesinos son
los que por dinero o por otro precio matan a personas que no están precavidas”.

Diego Pérez en su Glosa a las Ordenanzas Reales de Castilla**sin embargo, parece,


en un momento determinado, negar ya la equiparación asesinato y traición. Al hacer la
glosa a la Ordenanza 8, 13, 12, La pena del que matare a traición, ó aleve, y después de
un indicativo enunciado en donde explica que va a referirse a la traición*?, menciona
la pena que debe imponerse a los que matan a un hombre con insidias o a traición, a
los que no debe ampararles tampoco la inmunidad eclesiástica. Después de señalar
la pena reservada a los traidores, entre los que sitúa a los asesinos, dice que “asesinos
son los que por dinero matan a los hombres a instancia de otros%””.
Por otra parte, conviene resaltar que en la calificación que este jurista hace de
traición, llama proditor o alevosus al que mata securé y no en lucha o en riña, sino
pensadamente, por detrás, y no cara a cara, y también en riña causada para matar
a alguno mediante previo pacto entre los reñidores fraudulentos. Incluso parece
incluir dentro del homicidio proditorio, el llevado a cabo pensaté por oposición al
que surge in rixa, como resultado de una pelea.

Del análisis del tratamiento doctrinal que los autores del siglo XVI realizan so-
bre el asesinato se puede desprender que, aunque se ocupan marginalmente de este
delito, todos captan bien su gravedad y la resaltan cuando se ocupan de este crimen,
casi siempre en sede de inmunidad eclesiástica y señalan al asesino como una ex-
cepción con relación al beneficio de asilo que acoge a otros delincuentes. De todos
estos autores, solo Alonso de la Peña califica bien el asesinato: matar por precio. Y,
en los otros, se respira de forma clara un ambiente de confusión. Confusión a la que
se llega por salirse del sentido literal de la decretal Pro Humani Redemptione y seguir
la interpretación dada por Partidas. De ahí, la “oscuridad” de la que habla Gregorio
López y de ahí también la identificación que se hace del asesinato con la traición.

VII.2. Autores de los siglos XVII y XVII

Entre los autores que escriben sobre derecho criminal en el siglo XVII, resulta
muy grato recordar al italiano Farinaccius y al valenciano Mateu y Sanz. Ambos
autores hacen una buena construcción del asesinato. Parece lógico pensar que el
éxito de sus apreciaciones se debe a que no se separan del contenido de la encícli-
ca y esto les lleva a interpretar el asesinato en su sede y tal como fue concebido.

260
Capítulo X. El homicidio y el asesinato (Emma Mantanos)

Farinaccius en su Praxis et Theoricae criminalis dedica la quaestio 123 al aná-


lisis del asesinato y elabora una completa teoría en torno al mismo**, pero siempre
sobre la base de la Pro humani redemptione. Conviene llamar la atención sobre un
punto importante que Farinaccius se preocupa de matizar. Entiende bien que la
esencia del asesinato es matar por mandato. Y todavía está en su ánimo el perfilar
más, e insiste en que se comete asesinato aunque no se haya hecho entrega mate-
rial del precio. Claro, porque aunque en otras definiciones que ofrece de asesina-
to parece dar a entender que se trata de un delito en el que el asesino actúa por
mandato y mediante precio, en su ánimo es muy probable que esté la verdadera
esencia del delito que consiste solo en matar por mandato.

¿Por qué después se entendió que también es cualidad del asesinato el ma-
tar por precio? Este añadido artificial es bastante comprensible. Primero, porque
se supone que el encargo de matar, como cualquier otro mandato, lleva implícita
una contraprestación, quizás por la consideración, ya desde Baldo, de la esencia
de este mandato con una locatio; naturalmente, todo arrendamiento (en este caso,
de servicio), lleva implícita una contraprestación, un pago por dicho servicio, bien
sea dinero o recompensa. Segundo, porque es razonable pensar que en el ánimo
de todos los que se han ocupado de asesinato, y también en el espíritu de Partidas,
esté la equiparación con el crimen sicariorum del derecho romano, cuyos autores
parece que reciben contraprestaciones económicas para realizar actos delictivos.

Sin embargo, la encíclica Pro Humani Redemptione no alude en ningún mo-


mento a que sean asesinos los que matan por dinero -situación que, sin embargo,
recoge Partidas caundo dice “por algo que les den”-, sino que califica como asesino
al que mata por mandato.
Farinaccius acepta, desde luego, este añadido artificial del precio como pago de
la muerte que por encargo se lleva a cabo. Pero, en su intención de no separarse del
tenor de la encíclica, amortigua mediante una serie de reflexiones la necesidad de
incluirlo como un elemento esencial en este delito. De ahí que para él baste la simple
promesa de dinero; o, incluso, que no sea necesario que medie dinero, sino sólo la
simple promesa de algo. Todo parece indicar que, en la reconstrucción que del delito
de asesinato lleva a cabo Farinnaccius y en este punto concreto del matar a alguien
por mandato y mediante precio o esperanza de pago, pesan en él dos posturas. Por
una parte, el ambiente general de la doctrina que entiende que este mandato conlle-
va una contraprestación de la que se ha de hacer beneficiario el mandatario. Por otra
parte, este jurista pretende seguir el tenor de la encíclica Pro Humani Redemptione, y
ésta le lleva a amortiguar esta necesidad de que la muerte encargada se realice “por
algo” e insistir en que la simple promesa de recibir el pago sea suficiente, o incluso,
que el mandatario lleve a cabo el crimen animus complacendi.

Matheu y Sanz

Matheu y Sanz en su Tractatus de re criminali*? tiene a la vista la Pro Humani


redemptione, pero cuando interpreta la disposición eclesiástica parece seguir fun-
damentalmente en este punto la obra de Farinaccius.

261
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

A la hora de comentar un determinado supuesto práctico que plantea dice


claramente que es asesino el que mata por mandato mediante dinero, y que tan-
to el mandante como el mandatario tienen que tener pena de asesino*?. En este
momento capta bien el sentido de la encíclica al decir que asesinato es matar por
mandato, aunque ya está envuelto en el pensamiento dominante de la necesidad
de la contraprestación material del dinero. También interpreta bien cuando, úni-
camente a efectos de la sanción penal, equipara a mandante y mandatario. Sin
embargo, al volver a referirse a esta situación, acepta la interpretación del jurista
italiano y extiende también el término asesino al mandante de asesinato porque
entiende, lo mismo que Farinanaccius, que se dice generalmente asesino a cual-
quiera que, mediante precio o premio, mata o manda matar, ya que bajo este tér-
mino se debe comprender tanto al que manda matar como al mandatario**. Por
eso, asesino es tanto el mandante como el mandatario de asesinato, porque ya se
ha operado una vulgarización del término y, por eso, también el mandato, que es
la esencia del asesinato, requiere una contraprestación, ya que también entiende
que se trata de un arrendamiento de servicios entre el mandante (conductor) y el
mandatario (locator). Para la consumación de este contrato se hace necesario una
contraprestación a recibir por el locator: precio, premio o esperanza de precio; es
decir, 'acuerdo de precio', que puede ser solo promesa, o esperanza del mismo, O
como Partidas determinaba “por algo que les den”.

VIII.3. Autores inmediatamente anteriores a la codificación

En las obras de los autores del siglo XVIII, que se siguen reimprimiendo a
principios del siglo XIX, aún después de la promulgación del Código penal de 1822,
parece que se vuelve ala interpretación medieval del asesinato. Nos situamos, otra
vez, en la identificación de este delito con el homicidio proditorio que supone una
identificación, por tanto, entre asesinato y traición. Es decir, califican el asesinato
con arreglo a Partidas. En esta línea debemos de situar a José Marcos Gutiérrez
quien en su Práctica criminal de España**, en su interpretación sobre este delito,
sigue de forma fiel a Partidas y él mismo nos lo da a entender cuando dice que “en
nuestra legislación solo habla de este delito tan feo, atroz y abominable una ley de
Partida**”, a la que nos remite, e indica que dispone pena de muerte, así a los que
mandan matar, como a los que matan por mandato de otros. Según la interpreta-
ción de este jurista, el asesinato es el homicidio proditorio; por eso, los homicidas
alevosos se llaman con toda propiedad asesinos, porque los asimila. Y dentro de la
categoría de homicida alevoso se da con particularidad el nombre de asesino a los
que matan por algo que les dan, sea dinero, alhajas o protección para conseguir
acomodo”.
El mismo clima de interpretación medieval parece apreciarse en la obra de
Juan Sala, llustración del Derecho real de España**. En este autor se ve claro el jue-
go medieval amistad-enemistad, perfectamente captado en Partidas y que recoge
literalmente en el concepto que expone de traición”. Nos ofrece la misma clasifi-
cación que la obra alfonsina hace del delito de homicidio, partiendo de que es “ma-
tamiento de ome””y tiene tres especies: la del que mata con derecho, por ejemplo,

262
Capítulo X El homicidio y el asesinato (Emma Montanos)

“en defendiéndose”; la del que “por ocasión, non lo queriendo fazer” se ve implica-
do en la muerte de alguien; y la del que mata sin derecho.
Sorprende en Sala una notable ausencia: no dice nada de asesinato. No parece
advertir la existencia de este delito, pues no hace consideración alguna respecto
a él y ni siquiera lo menciona. La posible explicación de esta 'ausencia'se puede
calificar negativamente. Y resulta tanto más reprochable si tenemos en cuenta que
este jurista parece seguir el esquema de Partidas, y este cuerpo legal se refiere al
homicidio y sus clases en el título 8, De los Omezillos, en el que no hay ninguna alu-
sión al asesinato. Como sabemos, en la obra de Alfonso X se opera la recepción del
asesinato, pero se hace sorprendentemente en el título 27 de esa misma Partida 7,
De los desesperados que matan a sí mismos, o a otros por algo que les dan; e de los
bienes dellos. Se le pasa desapercibido, no se para en la existencia del asesinato que
está contemplada un poco más atrás del delito de homicidio.

IX. EL ASESINATO EN LOS CÓDIGOS PENALES

IX.1. Consideraciones generales

Los códigos del período constitucional español recogen, como cualificadoras


del delito de asesinato, una serie de circunstancias agravantes que hacen que el
hecho de matar merezca la consideración de asesinato.

La codificación aparece con dos novedades en relación a ordenamientos an-


teriores. Por una parte, nos ofrece de forma expresiva esa yuxtaposición de inter-
pretaciones históricas que han dado lugar al tratamiento actual de este delito. Por
Otra parte, van a aparecer una serie de circunstancias agravantes, cada una de ellas
comprensiva de una interpretación histórica del asesinato, como cualificadoras
del mismo.
Las circunstancias que cualifican este delito son las mismas, en general, du-
rante todo el período codificador, a excepción del Código de 1822 que, como vere-
mos, tiene alguna significativa diferencia que conviene resaltar. Estas circunstan-
cias que hacen que el hecho de matar a una persona se cualifique como asesinato
son: la alevosía, el actuar por precio o promesa remuneratoria, el hacerlo por me-
dio de inundación, incendio o veneno; el actuar con premeditación; y el efectuar
el hecho con ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor
del ofendido. De esta forma aparece contemplado en el código penal de 1850 (art.
333); en el del año 1870 (art. 418); en el de 1928 (art. 519); en el de 1963 (art.
406) y en el actual de 1995 (art. 139).

IX.2. El asesinato y su cualificación en los códigos

El Código penal de 1822 enumera y califica como circunstancias una serie


de situaciones que hacen que el hecho de matar a una persona sea asesinato.

263
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

Este Código, en su artículo 609, establece los casos en que se puede hablar de
asesinato y lo hace de una forma extraña. Comienza diciendo que “son asesinos
los que matan a otra persona no sólo voluntariamente, con premeditación y con
intención de matarla, sino también con alguna de las circunstancias siguientes”
que, a continuación, enumera”!, Ante esta forma de enunciación, todo parece in-
dicar que el legislador quiere dejar claro que, además de la situación en que se
encuentra el que voluntariamente y con premeditación mata a otro y se convier-
te en asesino, hay otras circunstancias que también convierten el homicidio en
asesinato.
Lo que parece extraño en este planteamiento es que sean la voluntariedad y la
premeditación los elementos que se suponen configuradores de asesinato, aunque
después, y bajo la fórmula de otras circunstancias, se incluyen otras situaciones. Y
parece extraño porque supone un alejamiento histórico con relación al origen de
esta figura delictiva. En esta forma de redacción parece plantearse el origen del
asesinato en la premeditación de muerte, y aparece como añadido el mandato que
es, en realidad, su verdadero origen, aunque ya, como hemos visto, incluyendo el
precio en la relación de mandato”. Así lo pone de relieve Carrara, quien sigue en
este planteamiento a Rousseaud de la Combe, pareciendo que la aplicación de la
palabra asesinato, que se hizo común en Francia y que de Francia se introdujo en
Italia, tuvo su origen por la confusión de los dos términos en la Ordenanza crimi-
nal francesa del año 1570 (ti. 1, art. 127).

Todo parece indicar que la confusión está en envolver, bajo el mismo signi-
ficado, dos términos distintos. En este equívoco cayeron los redactores de la
Ordenanza francesa de 1570, que no distinguieron entre la palabra “assassinat"
y la palabra “assassinium", cuando su sentido es radicalmente distinto”*. El error
habría consistido en envolver en el término assassinat, que se refería a todo homi-
cidio premeditado, el término assassinium que indicaba el homicidio cometido por
mandato de otro.
Puede, por tanto, resultar explicable que, habiéndose generalizado a través de
los códigos franceses e italianos el significado de asesinato con relación al homi-
cidio premeditado, esta situación hubiera repercutido también en España y que,
por esta razón, el legislador de nuestro Código Penal de 1822 establece que son
asesinos los que matan con premeditación y además los que matan concurriendo
alguna determinada circunstancia de las que enumera; de ahí, el carácter relevan-
te que otorga a la premeditación. De no ser así, hubiera sido más lógico que esta-
bleciese que es asesino el que mata por mandato y además el que mata con alguna
determinada circunstancia, entre las que debería incluir la premeditación. Ya el
contenido del asesinato está desvirtuado y se admite el que sea la premeditación
una de sus circunstancias cualificadoras, utilizando probablemente las categorías
de Derecho Romano que distinguían entre crimen impetu y crimen cogitatione, y
equiparan el crimen cogitatione al asesinato, crimen que el recién mencionado or-
denamiento jurídico había desconocido.

El Código penal de 1822 presenta otra singularidad en la relación que ofre-


ce de las circunstancias cualificadoras del asesinato y con respecto a los otros

264
CapítuloX El homicidio y el asesinato (Emma Montanos)

códigos penales españoles. Incluye, entre estas circunstancias y en segundo lu-


gar, la acechanza””. Se plantea, por lo tanto, la acechanza, la insidia como una
circunstancia cualificadora en el asesinato. También en esta cualificación de ase-
sinato parece que nuestro código recibe la influencia francesa. Una importante
confusión terminológica se opera en la Ordenanza francesa del año 1570 al no
diferenciar entre assassinat y assassinium y envolver el término assassinat -que
se refería al homicidio premeditado y, dentro de éste, y como una categoría del
mismo, al homicidio por insidia- en el término assassinium, que indicaba el ho-
micidio cometido por mandato de otro. De esta forma se consagró y pasó a los
códigos franceses e italianos y, es muy probable, que también al español de 1822
que recibe entonces además el homicidio insidioso -por acechanza- como una
forma de asesinato”,
Estas categorías van a ser recogidas como cualificadoras del asesinato en to-
dos nuestros códigos penales. Sin embargo, solo el de 1822 recibe la influencia
europea de introducir entre ellas el homicidio 'por acechanza”; es decir, el homici-
dio insidioso. Los otros códigos españoles no lo hacen por considerarlo, probable-
mente, como una categoría de premeditación.

Desde el Derecho romano se había reconocido la distinción del homicidium


impetu y del homicidium dolo perpetratum. Y esta situación fue desarrollada por
los intérpretes, los cuales entendieron como homicidio premeditado aquél en el
que, antes del delito, se preparan las armas o los medios de impunidad, se reúnen
ejecutores, se provocan riñas en las cuales se mata, se utilizan insidias o aposta-
miento ('aguato'). Y, de esta forma, es probable que, haciéndose eco del pensa-
miento europeo significado en los distintos códigos, reciba el español del 22 la
acechanza como una cualificación del asesinato, que desaparece después como
circunstancia aparte en nuestros códigos penales posteriores, por considerarlo
incluído en la categoría de la premeditación, y para ser fieles ya a las categorías
romanas crimen impetu, crimen cogitatione.

Resulta interesante señalar que la influencia europea no sólo se aprecia en


nuestro primer código penal, sino que trasciende del ambiente legal y empapa
incluso el pensamiento doctrinal. Se aprecia de una forma notable en la obra de
Pedro Gómez de la Serna y Juan Manuel Montalbán”, Elementos del Derecho civil
y penal de España, publicada en su segunda edición en el año 1843, después de la
promulgación del código penal de 1822. En esta obra no se hace ningún comenta-
rio interesante ni superficial siquiera acerca del asesinato, ni una simple enumera-
ción de las circunstancias que el artículo 609 del mencionado código penal señala
como cualificadoras del asesinato. En esta obra se nos da no sólo una escueta de-
finición del asesinato: “se comprende el homicidio alevoso y el pagado; añadien-
do que por alevosía u homicidio alevoso entendemos el hecho premeditadamente
y a traición, acechando al enemigo y cogiéndole desprevenido”. Sin embargo, en
la tercera edición de esta misma Obra, publicada en el año 1886”, se introduce
un capítulo nuevo, con relación a la segunda edición, sobre asesinato, que resulta
muy interesante, puesto que describe bien el asesinato según el antiguo Derecho
y asesinato según el moderno concebir de los Códigos. Señala que en el antiguo
Derecho la palabra asesinato no tenía la significación legal que después se le da,

265
Historia del delito y del castiga en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

pues únicamente se aplicaba al homicidio que se ejecutaba por mandato de otro; y


que se aplicó, después, a los homicidios que se cometían con premeditación, y ya,
desde la aparición de los códigos, a todos los perpetrados con tales circunstancias
que manifiestan “sentimientos perversos y extraordinariamente inhumanos por
parte de su autor”””. Me parece muy significativo el que esta diferencia de conteni-
do, por lo que se refiere al asesinato, se recoja en esta edición y no en la segunda.
Todo parece indicar que sus autores, en el año 1886, tienen ya conocimiento de la
obra de Pessina, publicada en 1883, en la que se formula la distinción entre asesi-
nato en el sentido de las leyes modernas (homicidio con premeditación, traición y
aguato%), como una herencia que viene desde la Ordenanza francesa del año 1570.
Resulta irresistible, por tanto, pensar que la influencia europea trasciende de
las obras legales e impregna, incluso, nuestras obras doctrinales.

Salvo el Código Penal de 1822 que tiene algunas diferencias significativas, que
ya he señalado, todos los cuerpos legales de nuestro período codificador coinciden
al señalar las circunstancias que cualifican el delito de asesinato?*. Estas circuns-
tancias que hacen que el hecho de matar se convierta en asesinato consisten en el
acto de realizar el homicidio: con alevosía, por precio, recompensa o promesa; por
medio de inundación, incendio, veneno o explosivo; con premeditación conocida;
y, con ensañamiento, aumentando deliberadamente e inhumanamente el dolor del
ofendido.

266
Capítulo X El homicidio y el asesinato (Emma Montanos)

Notas

La voluntad de matar constituye un elemento esencial para la determinación del delito, como
puede inferirse también del contenido de la l. eum qui adseverat (C.9.16.4), o en el de la l. cum
autem $ capitalem (D.21.1.23.2) en que Ulpiano considera que la realización de un acto delic-
tivo merece pena capital si ha mediado dolo malo y perversidad; mientras que no merece esta
calificación el cometido por error o casualidad.
Resulta a este respecto muy expresiva la exposición que de la situación lleva a cabo Aquilino
IGLESIA FERREIRÓS, La creación del Derecho. Una historia del Derecho español. Lecciones,
Fascículo 2, Barcelona, 1988, p 41: “La herencia jurídica que la monarquía visigoda deja a
los cristianos altomedievales es un ordenamiento jurídico general y completo, recogido en
el Liber, al lado del cual había surgido de la práctica latifundiaria un derecho que puede ca-
lificarse de señorial. A partir de esta herencia, los cristianos tendrán que construir su propio
derecho, para dar respuesta a los nuevos problemas planteados por las transformaciones pro-
ducidas en su vida como consecuencia del asentamiento musulmán".
Vid. Emma MONTANOS FERRÍN, España en la configuración histórico-jurídica de Europa. 1
Entre el mundo antiguo y la primera edad medieval, Roma, 1997, pp. 207-235.
Los fueros prevéen y determinan la actuación de los parientes ante determinadas situaciones,
como por ejemplo las de “parienta forcada”, ante cuya situación el fuero de Viguera y Val de
Funes, dispone: “Et si alguno se quereyllare que tiene su parienta por forcada debenla por
mandado del seynnor poner en medio, e si eylla fuere al otro, los parientes pierdan quereilla
d'ell; et si fuere a los parientes, sea su persona a mercé del sennor d'él ...”, que reproduzco
en mi estudio anteriormente citado. La venganza privada adquiere en el caso de homicidio
y lesiones su más importante manifestación, siendo frecuente la utilización de frases como:
“guarde se de los parientes del muerto”, repetidas en múltiples disposiciones forales. Se trata
de un derecho y de un deber con relación a los que conforman el amplio circulo de parientes,
tanto que de no ejercitarlo incurren en irresponsabilidad prevista por ejemplo en el fuero de
Andaluz: *... e aquel que mataren so parient e no quisiere meter querella, peche ...”, o en des-
heredación determinada en el fuero de Soria: “Otrosi sea desheredado el hermano mayor o el
parient mas cercano que fuere de edat e en la tierra e non demandidiere la muerte de su padre
o de su parient cuyo heredero el es ...". En el supuesto de que el pariente resulte muerto en una
lucha o altercado, los parientes decidirán quién de ellos es el homicida, según determinación
común de los fueros que se ocupan de esta situación, como el de Santander: “Pro morte illius
qui in seditione mortuus fuerit infra villam, proximiores parentes eligant pro homicida illo-
rum qui eum percusserunt, per rectam inquisitionem...”, (cit. en mi aludida investigación). Por
su parte, la literatura medieval nos ofrece expresiones de esta solidaridad penal activa de los
parientes. Así por ejemplo, en la leyenda de los siete infantes de Salas, o en el Cantar de Mio
Cid se refleja también esta asistencia en varios pasajes recogidos también en mi reconstruc-
ción cientifica sobre las relaciones y actividad parental en el altomedievo.
Américo CASTRO y Federico ONÍS, Fueros leoneses de Zamora, Salamanca, Ledesma y Alba
de Tormes, Madrid, 1916. Fuero de Salamanca 63: “De matar omne que non es desafiado. Et
quien omne matar, si non es desaffiado por conceio, debe morir por elle; et si negar, lidiar por
ello a su par, et si caier ponganlo en la forca. E toda su buena sea enproy de conceyo; e la tercia
parte ayan los parientes del muerto; et la mugier et los fijos non perdan lo suyo", p. 103.
Américo CASTRO y Federico ONÍS, Fueros leoneses de Zamora, Salamanca, Ledesma y Alba de
Tormes, op. cit. Fuero de Ledesma 32: “Titulo de los que no deffian e matan omnes. Et quien
omne matar, si lo non deffiar en conceyo, muerra por el; si fur niego e non podier firmar, llide
por ende assu par; e si cayr, enforquello. E su bona entre en provecho de conceyo e delos alca-
lides; es u mogier e sus fijos e sus parientes non pierdan su derecho. E plogo al conceyo que
por esta derechura se entiende la tercia parte”, p. 222.
Fuero de Miranda 34: "Ademas, si algun individuo de otra tierra cualquiera, o vecino de la
misma villa... matara a u vecino de Miranda sin haberlo desafiado y transcurridos nueve
dias, muera por tal causa...”, Francisco CANTERA, Fuero de Miranda de Ebro, Madrid, 1945,
pp. 74-75.
Fuero de Soria 496: *... Et si aquel a qui quisiere rrobar tornando sobressi o ssobre lo ssuyo
ffiriere o matare al rrobador, non peche calonna nin salga por enemigo, e sea luego saludado

267
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

delos parientes del muerto”, Galo SÁNCHEZ, Fueros castellanos de Soria y Alcalá de Henares,
Madrid, 1919, p. 191.
Fuero de Cuenca XI, 1: “Mando aun a vos que ninguno non peche omicidio, nin calonna por
omne que, en bofordando en congeio o en depuerto de bodas, por empellamiento de cavallo, o
con asta, o en otra manera fuere ferido o muerto fuera de los muros de la villa ”, Rafael UREÑA
Y SMENJAUD, “Fuero de Cuenca, Formas primitivas y sistemáticas, texto latino, texto castella-
no y adaptación del Fuero de Iznatoraf, Madrid, 1935 p. 300. Contenido similar en Fuero de
Béjar, 287, Juan GUTIÉRREZ CUADRADO, “Fuero de Béjar”, Salamanca, 1974, p. 81.
10 Fuero de Andaluz 17: “E aquel que mataren so parient e no quisiere meter querella peche XXII
menkales y medio e no'l fagan fuerca”, Juan ROJO HORCAJO, “Un fuero desconocido, el Fuero
otorgado a Andaluz”, en Universidad 2 (1925) p. 788.
11 Aunque la práctica totalidad de los fueros consultados insisten en ello, propongo como ejem-
plos: el Fuero de Cuenca, 14,2, p. 370: *... Debe ser desafiado el dia del domingo en Congejo....”;
el de Béjar 420, p. 90; el de Sepúlveda 32, Emilio SAEZ SÁNCHEZ, “Los Fueros de Sepúlveda",
Segovia, 1953, pp. 71-72.
12 Ejemplo: “... desafiet ata V die dominio a preconem plegado...” Juan CATALINA GARCÍA,
“Fuero de Valfermoso de las Monjas” 36 en La Alcarria, ap. 4, p. 120.
13 Por ejemplo, así consta, entre otros muchos fueros, en el Fuero de Teruel 21: *... E silos pa-
rientes del muerto lur enemigo podrán matar después quie iudgado e de la villa fuere echado,
matenlo sin calonia do quier que lo trobaren...”, Max GOROSCH, El fuero de Teruel según los
manuscritos 1-4 de la Sociedad Económica Turolense de amigos del País y 801 de la Biblioteca
Nacional de Madrid, Estocolmo, 1950, p.p. 102-103.
14 Vid. Emma MONTANOS FERRÍN, La familia en la Alta Edad Media española (Pamplona 1980)
pp. 128-130.
15 Albertus GANDINO, “Tractatus de maleficiis” en Albertus DE GANDINO, Bonifacio DE
VITALINIS, Paulus GRILLANDI, Baldus DE PELIGRIS, lacobus DE ARENA, Tractatus diversi su-
per maleficiis nempe, Ludguni, 1565, pp. 3-306.
16 Nuestro Ordenamiento de Cortes de Alcalá de 1348 incluye una disposición (recogida en la
Novísima Recopilación de las Leyes de España 12, 21, 4) por la que se castiga con pena de
muerte al que mata a otro "aunque lo mate en pelea”, saliendo al paso del fuero y costumbre
de muchos lugares que, en estos casos, mantienen una pena pecuniaria y la declaración de
enemistad por los parientes de la víctima, “salvo si lo matare defendiendose”.
17 Albertus GANDINO, Tractatus de maleficiis, tit. De homicidiariis, fol. 196, col. izqda., nrs.1 y 2 y
col. dcha., nrs. 3 y 4.
18 Bonifacio DE VITALINIS en op. cit. tit. De homicidio, fol. 335, nrs. 1 y 2.
19 Baldus DE PELIGRIS, Tractatus, op. cit. tit. De relaxatione carcere, nr. 4, fol. 630, col. izqda.
Por su parte, lacobus D'ARENA, en sus comentarios Super ¡iure civili, 1541, Comm. ad legem
Corneliam, fol. 224, cols. izqda. y dcha. insiste en que para penalizar la muerte de un hombre
como homicidio tiene que mediar dolo malo o animus occidendi en el que mata.
20 Angelus ARETINUS, De maleficiis cum additionibus Augustini ARIMINENSIS, Hieronymi
CHUCHALON, Bernardini DE LANDRIANO, Ludguni, 1555, pp. 164-165, 179, 205, 239, 300,
382,502, 539-540, 543, 548, 572-573, 663,681, 684, 687, 722, 732,752, 754, 790, 809.
21 Tulius CLARUS, Opera omnia, Ludguni, 1575, fol. 222 col. izqda.
22 “De iure autem canonico laicus pro homicidio excommunicatur, clericus autem deponitur,
preterea que privatur beneficiis...”, lulius CLARUS, Opera omnia, fol. 222 col. dcha.
23 Sus autores utilizan como fuentes las más importantes obras de célebres juristas tanto de los
siglos comprensivos de 'la edad de oro' del derecho común como de siglos posteriores. Entre
otros muchos: Bartolo da Sassoferrato, Baldo degli Ubaldi, Cino da Pistoia, Uguccione da Pisa,
Niccoló Tedeschi, Albericus da Rosciate, Joan de Imola, Caepolla, Maranta...
24 Partidas 7,8,1: “Que cosa es omezillo, e quantas maneras son del".
25 Partidas 7,8,4: “Como aquel que mata a otro por ocasión, non meece aver pena porende”.
26 Partidas 7,8,5: “Como aquel que mata a otro por ocasión que nasce por culpa del mismo, me-
resce porende pena".

268
CapítuloX El homicidio
y el asesinato (Emma Montanos)

27 Partidas 7,8,3: “Por que razones, e en que casos, non meresece pena de homicida aquel que
mata a otro ome”. Contenido similar en Fuero Real 12,21,1.
28 Partidas 7, 8, 6: “Como los fisicos, e los zirujanos, que se meten por sabidores, e lo non son, si
muriere alguno por culpa dellos”.
29 Partidas 7,8,7: “Como el fisico, o el especiero, que muestra o vende yervas a sabiendas, para
matar ome, debe aver pena de omicida”.
30 Partidas 7,8,9: “Que pena merece aquel que castiga su fijo, o su discipulo cruelmente... con
intención de lo matar, debe aver pena de omicida”.
31 Código Penal de 1822, parte segunda De los delitos contra los particulares, título primero, De
los delitos contra los particulares, capítulo 1, Del homicidio... artículos 605 y ss. Art. 605: “Los
que maten á otra persona voluntariamente, con premeditación, y con intención de matarla, no
siendo por orden de autoridad legítima, sufrirán la pena de muerte. Es homicidio voluntario el
cometido espontáneamente, á sabiendas, y con intención de matar á una persona, siendo indi-
ferente en este caso que el homicida dé la muerte á otra persona distinta de aquella á quien se
propuso hacer el daño".
32 Código Penal de 1822, art. 606: “La premeditación ó el designio de cometer la acción, formado an-
tes de cometerla, existe en el homicidio voluntario: Primero: aunque el previo designio de come-
terlo se haya formado con alguna condición ó con alguna diferencia en cuanto al modo de ejecutar
el delito. Segundo: aunque se haya formado el designio con relación á otra persona ó á persona
indeterminada. Tercero: aunque antes del homicidio se haya formado designio, no precisamente
de matar, sino de maltratar á una persona determinada ó indeterminada, siempre que al tiempo de
ejecutar el delito se unan en el reo la espontaneidad y la intencion actual de dar la muerte".
33 Código Penal de 1822, art. 618: “Cualquiera otro que mate á una persona voluntariamente y
con intención de matarla, aunque sea sin premeditación, sufrirá la pena de quince á veinte y
cinco años de obras públicas...”
34 Código Penal de 1822, arts.619 a 624.
35 Vid. José ANTÓN ONECA: “Historia del Código penal de 1822", en Anuario de Derecho penal
y Ciencias penales, tomo 18, fasc. 2, 1965, pp.263-278; “El Código penal de 1848 y D. Joaquin
Francisco Pacheco", en ADPCP, tomo 18, fasc. 3, 1965, pp. 473-496.
36 Código Penal de 1848, art. 323: “El que mate á su padre, madre ó hijo, sean legítimos, ilegíti-
mos ó adoptivos, ó á cualquier otro de sus ascendientes ó descendientes legítimos, ó á su cón-
yuge, será castigado como parricida: 1%. Con la pena de muerte si concurriese la circunstancia
de premeditación conocida, ó la de ensañamiento aumentando deliberadamente el dolor del
ofendido. 2*, Con la pena de cadena perpétua á la de muerte si no concurriese ninguna de las
dos circunstancias espresadas en el número anterior.
37 Código Penal, título I, capítulo II, De las circunstancias que atenúan la responsabilidad criminal,
art. 9.
38 Entre otros autores, José ANTÓN ONECA, “El Código penal de 1870" en ADPCP, tomo 20, fasc.
3,1968, pp. 229-251, pone de relieve la humanización de este código adaptando delitos y pe-
nas a los nuevos tiempos.
39 Juan SAÍNZ GUERRA, La evolución del Derecho Penal en España, Jaén, 2004, p. 635.
40 Código penal de 1870, tit. 8, Delitos contra las personas, cap. 2, Asesinato, art. 418: “Es reo
de asesinato el que, sin estar comprendido en el artículo anterior, matare á alguna persona,
concurriendo alguna de las circunstancias siguientes:1.a Con alevosía.2.a Por precio ó pro-
mesa remuneratoria.3.a Por medio de inundación, incendio ó veneno.4.a Con premeditación
conocida.S.a Con ensañamiento, aumentando deliberada é inhumanamente el dolor del ofen-
dido. El reo de asesinato será castigado con la pena de cadena temporal en su grado máximo á
muerte".
41 Código penal de 1870, tít. 8, Delitos contra las personas, cap. 1, Parricidio, art. 417: “El que
matare á su padre, madre ó hijo, sean legítimos ó ilegítimos, ó á cualquiera otro de sus ascen-
dientes ó descendientes, ó á su cónyuge, será castigado, como parricida, con la pena dé cadena
perpetua á muerte".
42 Código penal de 1870, tít. 8, Delitos contra las personas, cap. 3, Homicidio, art. 419: “Es reo
de homicidio el que, sin estar comprendido en el art. 417, matare á otro, no concurriendo

269
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

algunas de las circunstancias numeradas en el artículo anterior. El reo de homicidio será casti-
gado con la pena de reclusión temporal".
43 Código penal de 1928, tit. 7, Delitos contra la integridad corporal y la salud pública de las per-
sonas, cap. 2, Del asesinato, art. 519: “Es culpable de asesinato el que matare a otro concu-
rriendo alguna de las circunstancias siguientes: 1.a Alevosía; 2.a Premeditación conocida;
3.a Ejecutar el hecho para preparar, facilitar, consumar u ocultar un delito, o para impedir el
descubrimiento de otro, háyase o no éste realizado; 4.a Precio o promesa remuneratoria. 5.a
Ensañamiento, aumentando inhumana e innecesariamente el dolor del ofendido.6.a Por im-
pulso de perversidad brutal.7.a Por medio de venenos o de otras substancias gravemente peli-
grosas para la salud.8.a Por, medio de explosivos, inundación, incendio, sumersión, naufragio
o por cualquier otro medio capaz de poner en peligro la vida, la integridad corporal o la salud
de otras personas”.
44 Código penal de 1928, tít. 7, Delitos contra la integridad corporal y la salud pública de las perso-
nas, cap. 1, Del homicidio, art. 515: “El que matare a otro será castigado con la pena de ocho a
veinte años de prisión".
45 Código penal de 1932, tít. 9, Delitos contra la vida y la integridad corporal, cap. 1%, Homicidio,
art. 413: “Es reo de simple homicidio el que, sin estar comprendido en el artículo 411, matase
a otro no concurriendo alguna de las circunstancias enumeradas en el artículo anterior. El reo
de homicidio será castigado con la pena de reclusión menor”.
46 Código penal de 1944, tit. 8, Delitos contra las personas, cap. 1%, Del homicidio, art. 405: “El que
matare a otro será castigado, como homicida, con la pena de reclusión menor”.
47 Código penal de 1944, tít. 8, Delitos contra las personas, cap. 12, Del homicidio, art. 406.
48 C. P. Libro II. Delitos y sus penas; Título 1. Del homicidio y sus formas, art. 139. En este mismo
articulo, el punto 2 determina: “Cuando en un asesinato concurran más de una de las circuns-
tancias previstas en el apartado anterior, se impondrá la pena en su mitad superior”. Las re-
formas y añadidos más recientes, efectuados sobre aspectos penales concretos en legislación
complementaria posterior al Código Penal de 1995, no afectan sustancialmente al delito de
asesinato.
49 Vid. Emma MONTANOS FERRÍN, “El asesinato”, en Emma MONTANOS FERRÍN- José SÁNCHEZ-
ARCILLA, Estudios de Historia del Derecho Criminal, Madrid, 1990, pp. 256-307.
50 Francesco CARRARA, Programma del Corso di Diritto Criminale. Parte Speciale ossía
Esposizione dei delitti in specie, Lucca, 1881, p. 303.
s1 Asi lo consideraba Alfonso OTERO en conversaciones que mantuve a este propósito con el
mencionado profesor que pensaba entonces elaborar y publicar un tema En torno a la elabo-
ración de las Partidas.
52 Gregorio LÓPEZ, glossa a Partidas 7,27,3, “Que pena merecen los assesinos, e los otros deses-
perados que matan los omes por algo que les dan".
53 Baldo DEGLI UBALDI, Comm. ad 1. Cicero.
54 Gregorio LÓPEZ, glossa a Partidas 7,27,3.
55 Alonso De la Peña, Itinerario para párrocos de indios, Madrid, 1771, fol. 167va y 178vb.
56 Á este propósito dice que “muchos son los delitos, en los cuales puede el juez preguntar al
acusado por sus compañeros y especialmente en los de herejía, en el que es contra lesa majes-
tad, en el de sacrilegio, en el del que mata a otro por dinero, falsa moneda, pecado contra natu-
ra y también en los que el derecho llama fures”, Alonso De la Peña, Itinerario para párrocos, fol.
197va.
57 Diego COVARRUVIAS y LEYVA, Omnium operum, Venetiis, 1604, tomo 2, fol. 216, nr. 7 col.
dcha: “Octavo constat, homicidam proditorium (assasino), quique alium insidiose occiderit ab
ecclesia invitum, et publicavi ad punitionem criminis abduci posse...”
58 Ordenanzas reales de Castilla recopiladas y compuestas por el Doctor Alonso Díaz de Montalvo.
Glosadas por el Doctor Diego Pérez, cathedrático de Canones en la muy insigne Universidad de
Salamanca, Madrid, 1780, t. 2, fol. 285.
59 Diego PÉREZ, Glossa a las Ordenanzas Reales de Castilla, t. 2, 8,13,12, La pena del que matare á
traycion o aleve, glossa A traycion, fol. 277 col. dcha.

270
Capítulo X. El homicidio y el asesinato (Emma Montanos)

60 Diego PÉREZ, Glossa a las Ordenanzas Reales de Castilla, t. 2, 8,13,12, La pena del que matare á
traycion o aleve, glossa A traycion, fol. 277 col. dcha.
61 FARINNACCI, Prospero, Praxis et Theoricae criminalis, “Opera omnia”, pars quarta, Ludguni
1631, fols. 174-190.
62 MATHEU et SANZ, Laurentius, Tractatus de re criminalis sive controversiam usu frequentium,
cum earum decisionibus, tam in Aula Suprema Hispana Criminum, quam in summo Senatu Novi
Orbis, Matriti, 1776.
63 MATHEU y SANZ, Tractatus de re criminalis, contoversia 13, De genero aiortem socii affecttante
per Assassinium cum armis sulfureis exequendam. fols. 69-70.
64 MATHEU y SANZ, Tractatus de re criminalis, contoversia 15, An ad imponendam poenam assas-
sini sufficiat quod pecunia sit promissa. fol. 77.
65 José Marcos GUTIÉRREZ, Práctica criminal de España, Madrid, 1824.
66 José Marcos GUTIÉRREZ, Práctica criminal de España, p. 51.
67 José Marcos GUTIÉRREZ, op. et loc. cit.
68 Juan SALA, Ilustración del derecho real de España, Madrid, 1832.
69 *... tanto quiere decir como traer a otro so semejanza de bien a mal: e es maldad que tira de si
la lealtad del corazon del ome”, Juan SALA, Ilustración del derecho real de España, 2, p. 37.
70 Partidas 7,8,1, De los Omezillos.
71 Código Penal 1822, art. 609.
72 Quizá también se explica este planteamiento si tenemos en cuenta que, según pone de relieve
Carrara, la palabra 'asesinato' se usurpó, para indicar cualquier homicidio premeditado, del
Código frnacés(art. 296) y del Código sardo (art. 526), Francesco CARRARA, Programma del
corso di diritto criminale 1 (Lucca1881) p. 298.
73 E Carrara, Programma del corso di diritto criminale 1, p. 298.
74 F. Carrara, Programma del corso di diritto criminale 1, p. 299.
75 Código Penal de 1822, art. 609 señala que también es asesino el que mata a otro "con previa
acechanza, aguardando a la persona asesinada, o a la retenida en lugar suyo, en uno o más
sitios para darle muerte, ya observando la ocasión oportuna para embestirle, ya poniéndole
espías o algún tropiezo o embarazo para facilitar la ejecución, ya buscando auxiliadores para
el mismo fin, o ya empleando de antemano cualquier otro medio insidioso para sorprender a
dicha persona y consumar el delito".
76 Parece acertada la interpretación de Pessina acerca de que hemos de considerar dos especies
de asesinato: asesinato en el significado antiguo, esto es, el homicidio por mandato de otro, y
el asesinato en el significado moderno; esto es, el homicidio acompañado de premeditación,
de aguato (acechamiento) y de traición, Enrico PESSINA, Elementi di diritto penale 2, Napoli,
1883, p.31.
77 Pedro GÓMEZ DE LA SERNA y Juan Manuel MONTALBÁN, Elementos del Derecho civil y penal
de España, 2*. ed., Madrid, 1843, p. 271.
78 Pedro GÓMEZ DE LA SERNA y Juan Manuel MONTALBÁN, Elementos del Derecho civil y penal
de España (Madrid 1886).
79 Pedro GÓMEZ DE LA SERNA y Juan Manuel MONTALBÁN, Elementos del Derecho civil y penal
de España, 3*. ed., Madrid, 1886, p. 313.
80 Enrico PESSINA, Elementi di diritto penale, p. 31.
81 Ya he señalado que en el Código Penal de 1848 desaparece el término "asesinato, pero no su
contenido que aparece representado por distintas circunstancias que agravan la responsabi-
lidad de aquél que da muerte a otro y que coinciden con el contenido que de asesinato esta-
blecen los otros códigos penales españoles del período. Vid. Emma MONTANOS FERRIN, El
homicidio (en este mismo volumen).

271
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
ARIAS, José, “Asesinato y parricidio: la pena de muerte ante estos delitos”, RGL]J, 39, 1871,
pp. 338-344.
BECCARIA, Cesare, Tratado de los delitos y de las penas, Madrid, 2015.
GARCÍA GONZÁLEZ, J., “Traición y alevosía en la Alta Edad Media”, en Anuario de Historia
del Derecho Español, Madrid, 32, 1962, pp. 323-345,
GÓMEZ DE LA SERNA, P y MONTALBÁN, J., Elementos del Derecho civil y penal de España,
Madrid, 1843.
GROIZARD, Alejandro, El Código Penal de 1870 concordado y comentado, vol. II, Burgos,
1870.
IGLESIA FERREIRÓS, Aquilino, Historia de la traición. La traición regia en León y Castilla,
Santiago de Compostela, 1971.
IGLESIA FERREIRÓS, Aquilino, La creación del Derecho. Una historia del Derecho español.
Lecciones, Fascículo 2, Barcelona, 1988.
MONTANOS FERRÍN, Emma, “An de die vel de nocte”, en Rivista Internazionale di Diritto
Comune, 9, 1998, pp. 49-80; "Por qué suena la campana", en Rivista Internazionale di
Diritto Comune, 10, 1999, 37-52.
MONTANOS FERRÍN, Emma, SÁNCHEZ-ARCILLA, José, Estudios de Historia del Derecho
Criminal, Madrid, 1990.
OTERO, Alfonso, “Coloquio sobre riepto a conceio”, en Anuario de Historia del Derecho
Español, Madrid, vol. 54, 1984, pp. 596.
PESSINA, Enrico, Elementi di Diritto Penale, vol. 2, Napoli, 1883.
ROLDÁN VERDEJO, Román, Los delitos contra la vida en los fueros de Castilla y León, La
Laguna, 1978.
SAÍNZ GUERRA, Juan, La evolución del Derecho Penal en España, Jaén, 2004.
SALA, Juan, Ilustración del derecho real de España, Madrid, 1832.
TOMÁS Y VALIENTE, Fancisco, El Derecho penal de la Monarquía absoluta (siglos XVI-XVIID,
Madrid, 1969.

272
Capítulo XI
La pena de muerte en España;
cambios y pervivencias
desde el Antiguo Régimen
Pedro Oliver Olmo
Universidad de Castilla-La Mancha

I. ENFOQUES, TRATAMIENTOS Y FUENTES


El corpus bibliográfico de la pena de muerte en España no es todavía amplio, que-
dan lagunas y muchos detalles sin abordar. Tampoco es demasiado ambicioso respec-
to del repertorio temático acometido por otras historiografías europeas. Pero posibi-
lita un enfoque de larga duración sin el cual no se entendería muy bien el discurrir de
ese tipo de castigo durante la Edad Contemporánea. Destacan dos grandes tratamien-
tos historiográficos, los de la Historia del Derecho y los de la Historia Social.

Dejando aparte la bibliografía histórica producida durante el siglo XIX y las


primeras décadas del XX por parte de penalistas, penitenciaristas, ensayistas y po-
líticos, la historia del Derecho que analiza la pena de muerte comenzó a ver la luz
en el tardofranquismo, de la mano de juristas como Carlos García Valdés y Marino
Barbero, sin duda motivados por la repulsión que les provocaba la vigencia de
la pena de muerte en la dictadura de Franco. Sus continuadores -desde Serrano
Tárrega y Puyol Montero hasta Pedro Ortego, entre otros—, han ido añadiendo con-
tribuciones imprescindibles para entender la relevancia de la máxima pena en los
cambios institucionales del Antiguo Régimen, en los procesos de codificación li-
beral y en las etapas de “decadencia” de la pena de muerte. Más allá de las fuentes
normativas y doctrinales, recurrentemente consultadas, son las fuentes judiciales
depositadas en los archivos históricos las que han ayudado decisivamente a dar un
paso de gigante en el conocimiento de la realidad sentenciadora en general y de la
pena de muerte en particular a lo largo de todo el siglo XIX, posibilitando incluso
una estimación estadística aún incompleta pero ya muy avanzada.

Tiempo después de la primera mirada de los juristas llegaría la de los espe-


cialistas en historia social y cultural, con matizadas influencias teóricas según se
tratara de medievalistas, modernistas o contemporaneistas y según se apoyaran
en unos marcos teóricos o en otros, entre los que han sobresalido tres: 1) La pers-
pectiva económico-estructural del materialismo histórico y sus relaciones con la
criminología crítica y la sociología penal alemana, italiana e inglesa; 2) La impac-
tante obra de Foucault con el añadido de la estela del postfoucaultianismo en la

273
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

historiografía francesa; y 3) Las tesis del proceso civilizatorio de Nobert Elias con
sus plasmaciones historiográficas más conocidas, desde Robert Muchembled a
Pieter Spierenburg y James Sharpe, entre otros.

Los historiadores modernistas han encontrado en los archivos un amplio


abanico de series documentales judiciales del Antiguo Régimen, las cuales, ade-
más de las propias de los tribunales de Navarra y Aragón, fueron originadas en
las Chancillerías, Audiencias y Consejos de la Corona junto a los Tribunales de
la Inquisición, las jurisdicciones especiales y las jurisdicciones menores. Por su
parte, los contemporaneistas, además de inquirir en el hipertrofiado mundo de
los archivos generados por las instituciones judiciales al menos desde 1808, se
han sumergido en los archivos de las audiencias territoriales creadas a partir de
1834 y, en general, en el ingente fondo documental generado por el entramado de
la jurisdicción ordinaria del Estado liberal!. A esos fondos hay que añadir los del
Tribunal Supremo, adonde llegaban muchas de las sentencias de muerte dictadas
por las audiencias —quizás todas a partir de 1870- por tratarse de la última instan-
cia judicial en donde se revisaban los recursos de casación?.

Además de acudir ineludiblemente a los archivos militares y a los fondos ori-


ginados por los consejos de guerra -de gran relevancia en España por el hiper-
trofiado papel que en el campo de la represión politica desempeñó la jurisdicción
militar durante los siglos XIX y XX, más aún a lo largo de la dictadura franquista-,
si queremos seguir los rastros de la pena de muerte debemos buscar en los legajos
y los expedientes de los tribunales de justicia en todos sus niveles inferiores y su-
periores, pues lo normal es que dejara un rastro prolongado, el que en muchisimos
casos nos da la medida humana del esfuerzo del reo (y de quienes le ayudaron)
para evitar su fatídico destino. Pero a ello cabe añadir un elenco amplio y diverso,
caótico por naturaleza, de fuentes iconográficas, hemerográficas, literarias y me-
morialísticas (que ayudan a cotejar informaciones y a recrear y revivir la atmósfe-
ra de unos hechos que fueron objeto de atención jurídica y provocaron un fuerte
impacto cultural): si por un lado Goya ha sido fuente inexcusable de los estudios
iconográficos (también Ramón Casas y José Gutiérrez Solana, entre otros pinto-
res), los escritores que más influyen en la historiografía para ambientar e incluso
documentar los ajusticiamientos públicos son Larra, Galdós, Baroja, Pardo Bazán y
Blasco Ibáñez. Pero igualmente se ha destacado la importancia de los relatos de al-
gunos viajeros extranjeros que contemplaron escenas supliciales, como el francés
Mathurin-Joseph Brisset, autor de Madrid ou observations sur les moeurs et usages
des espagnols au commencement du XIXe siecle, libro publicado en Paris en 1825.

La importancia de las funciones culturales de los ajusticiamientos públicos ha


podido ser reconstruida gracias a la documentación que generaron las cofradías y
hermandades religiosas que prestaban asistencia espiritual a los reos de muerte,
como la Hermandad de la Paz y la Caridad de Madrid, la Cofradía de la Vera Cruz
de Pamplona, la Cofradía de la Pasión de Valladolid, la Hermandad de la Sangre
de Cristo de Zaragoza, la Cofradía de Nuestra Señora de la Caridad de Cáceres, la
Hermandad de la Caridad de Cádiz, la Cofradía del Corpus Christi de Granada, et-
cétera?. Otro hontanar de fuentes culturales proviene de la oralidad y la literatu-
ra populares, la llamada “literatura del patíbulo” que narraba los crimenes y las

274
Capítulo XL La pena de muerte en España; cambios y pervivencias desde el Antigua Régimen (Pedro Oliver Olmo)

ejecuciones de los condenados, textos de urgencia (a veces efímeros, muchos per-


didos) que debemos contemplar “dentro del ritual punitivo, como instrumentos
que multiplicaban los ecos de la ejecución, de la justicia”?,

La historia social de las instituciones punitivas que ha investigado la pena de


muerte en distintas etapas históricas ofrece una amplia panorámica de tipo sociocul-
tural y de larga duración, sin obviar sus significados políticos, su funcionalidad como
propósito político de mantenimiento o defensa de un régimen determinado, en la este-
la de V.A.C. Gratell y Douglas Hay, entre otros. Pero también ha llegado a la historiogra-
fía española de la pena de muerte el enfoque de la historia de los movimientos sociales
y las acciones colectivas en los procesos de cambio social, para analizar, precisamente,
esa interacción en la penúltima etapa de su decadencia institucional, en las últimas
décadas del siglo XIXy en las primeras del XX?. Y así las cosas, a la caja de herramientas
de la historia social también se han incorporado los grandes referentes internaciona-
les de la perspectiva culturalista sobre la historia de la penalidad moderna, fundamen-
talmente la obra de David Garland, lo que permite enfocar la pena de muerte como una
institución compleja con dimensiones jurídicas, políticas y culturales.

Hasta la contemporaneidad llegaron sus ecos culturales y políticos más leja-


nos, los que en cierta medida habían comenzado a emitirse en los siglos bajome-
dievales. Los ajusticiamientos, en general, eran actos judiciales pero también exhi-
biciones del poder del Estado. A lo largo de la Edad Moderna se fueron articulando
a través de un ceremonial jurídico y religioso que pretendía crear impacto, terror,
y así atraer la atención de los súbditos, “con pompa y circunstancia”*,

La pena de muerte se llevó a la práctica como procedimiento de ejecución ju-


rídico-penal y como acto de representación del poder político, como ceremonial
de Estado, aunque la mayor parte de las veces el poder regio no tuviera que mos-
trar señales explicitas de ira y, antes bien, se fuera experimentando un proceso en
el que irían sustituyéndose o atemperando las expresiones más crueles del trabajo
reservado a los verdugos. Así se había conformado desde mediados del siglo XIII
en los reinos cristianos peninsulares y de esa manera entró en los llamados siglos
modernos, como resultado de un lento proceso en el que habían ido convergiendo
la influencia del penalismo eclesial (con su concepción aflictiva y redentora de las
penas) y la paulatina asunción del Derecho Romano en materia de retribucionismo
penal (frente al Germánico de la ordalía y la vindicta privada). Algunos estudios
sobre la penalidad bajomedieval indican que en las décadas bisagra de los siglos
XV y XVI la pena de muerte, a pesar de que seguía siendo la más ejemplificante de
las sanciones punitivas por la crueldad de sus técnicas y procedimientos suplicia-
les, no tenía ya un papel preponderante en el conjunto de penas, incluso contaba
con algunas opiniones de gente relevante de la Iglesia que discutía su eficacia, y se
enfrentaba a propuestas alternativas que pretendían sustituir los ajusticiamientos
por penas que fueran mucho más útiles a los intereses públicos.

Los datos cualitativos y cuantitativos que han podido recabarse son muy elo-
cuentes y, en definitiva, sitúan a España en la historia de esas tendencias gene-
rales que muestran el retroceso de la pena capital a lo largo de los siglos moder-
nos hasta su progresiva desaparición durante el siglo XX, tendencias que se verán

275
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

trastocadas en períodos concretos de la contemporaneidad, cuando la pena de


muerte quede ubicada en los campos de fuerza de la violencia social y política,
en las dinámicas punitivistas desencadenadas durante las guerras civiles y en las
estrategias represivas desarrolladas por el Estado contra sus enemigos políticos.

II. EL ESPECTÁCULO SUPLICIAL Y LA PEDAGOGÍA DEL TERROR

Las noticias sobre las formas de llevar a cabo los ajusticiamientos públicos en
la Edad Moderna, con sus continuidades y analogías a lo largo del siglo XIX, ofrecen
una información bastante parecida en distintas ciudades españolas. Las similitudes
y las recurrencias hablan de un ceremonial codificado por la norma y sobre todo
por la costumbre, en el que aparecen figuras que encarnan toda una red de poderes.
Gente de orden y gente de Iglesia. Destacan los jueces y el ejecutor de la alta justicia
(o verdugo) junto a un entramado de instituciones municipales y eclesiásticas, cari-
tativas, filantrópicas... desfilando ante la comunidad vecinal y seglar, esto es, el con-
junto de vecinos y residentes que asimismo son los fieles católicos de las parroquias,
en calidad de espectadores y donantes de limosna, convidados de cuerpo y alma.

Una sentencia de muerte y una ejecución pública, en realidad, se traducía en


“jornadas de suplicio”. Eran unos días en los que se creaba un ambiente que enca-
denaba muchas señales relacionadas con el ajusticiamiento público (la publicación
de la sentencia, la colecta de limosnas para el alma del penado, la construcción del
patíbulo, el trajín de la gente de iglesia y las autoridades judiciales y municipales
en el entorno de la capilla de la cárcel). Después llegaría la espectacularidad de la
procesión hasta el cadalso, el ahorcamiento o el agarrotamiento del condenado
y su entierro, en ocasiones con el añadido de amputaciones de la mano derecha,
descuartizamientos, decapitaciones o encubamientos del cadáver para arrojarlo al
río, penas post mortem que agrandaban el impacto del ceremonial y aumentaban
su dramatismo. Los “cuartos” se repartían por los parajes en los que los condena-
dos habrían cometido las violencias y robos. La práctica de los descuartizamientos
y cortes de manos y cabeza persistiría hasta los primeros años de la década de
1830, aunque hubo etapas en las que el liberalismo lo impidió, porque semejante
estilo punitivo también formaba parte de la controversia que enfrentaba a libera-
les y absolutistas a propósito de la horca o el garrote.

El espectáculo penal recordaba a todos cuáles eran los límites del desorden
haciéndoles participar de la afirmación de un cierto y seguro sentido del orden, el
que reproducían con su mera presencia ante el suplicio del reo. El Estado hablaba
desde los patíbulos a través de un ceremonial que representaba la cultura punitiva
del momento al tiempo que distribuía el poder de la misma. Durante el Antiguo
Régimen el ceremonial hubo de sufrir pocas modificaciones esenciales, aunque las
investigaciones locales muestran más variabilidad de lo que se presuponía. Pero lo
cierto es que tanto los cambios como las permanencias (a veces reactivas frente a
los cambios) se hicieron más inteligibles en las décadas de tránsito al Estado libe-
ral y alo largo del ochocientos, más aún al observar la concurrencia de la jurisdic-
ción militar en la ejecución de paisanos. En el artículo 40 del Código penal de 1822
se detalla el ritual que debía seguirse desde que el reo era sacado de la capilla de la

276
Capítulo XI. La pena de muerte en España; cambios y pervivencias desde el Antiguo Régimen (Pedro Oliver Olmo)

cárcel, porque los liberales querían fijar un nuevo tiempo en el que se restara ba-
rroquismo al ceremonial, limitando las muestras de exhibición de la religiosidad.
Cuando el reo era puesto en capilla comenzaban por las calles y los templos, al son
de las campanillas, las colectas públicas de limosna por parte de los limosneros muni-
cipales y los mayordomos de las congregaciones religiosas, para pagar tanto los gastos
materiales (sobre todo los de personal, instrumental y sepultura) como los espiritua-
les (fundamentalmente las misas), y así poder salvar el alma del que iba a ser ajusticia-
do. Se ponía en marcha una suerte de economía de la piedad, una forma de mantener
a la cofradía que se encargaba de asistir al condenado y a la iglesia o al convento que
ofrecía el lugar de enterramiento para los condenados a muerte”. Después, con la crisis
de principios del siglo XIX, en los intervalos de gobierno liberal y de dominio francés,
algunos de los viejos ritos de las jornadas supliciales sufrieron transformaciones. Se
impuso una cierta limitación de los rituales acostumbrados, por ejemplo, con la co-
lecta, para evitar la clásica omnipresencia de los limosneros por las calles durante las
jornadas en las que el reo estaba en capilla. En Valladolid, durante la invasión francesa,
se retiró la campanilla y como consecuencia las limosnas fueran más cortas.
Se generó una literatura asistencial y formativa que se divulgaba entre las cofra-
días y hermandades que asistían a los reos de muerte. Circulaban textos orientativos
como la “Instrucción del Padre Don Pedro Portillo de la Congregación del Salvador
de Madrid, para dirigir a los infelices condenados al último suplicio”, un documento
muy difundido en la época de crisis del Antiguo Régimen e incluso a lo largo del siglo
XIX que nos permite reconstruir de manera genérica la experiencia del ceremonial
de la pena de muerte con bastantes visos de acercarnos a la realidad.
Antes de que a los presos les llegara la posible noticia de la sentencia a muer-
te, el clérigo debía estar en la cárcel con ellos para asegurarse de que estuvieran
confesados. Se aconsejaba hablarles dulcemente para “ganarles el corazón", pero
nunca para abrirles falsas expectativas: sin decirles que sus causas son verdade-
ramente desesperadas, “los tendrán siempre en la esperanza y el temor”. Cada reo
iba a recibir la noticia a su manera, algunos con cólera y maldiciones, otros lloran-
do amargamente y otros quedándose “como estúpidos, guardando el silencio de
la consternación”. Los religiosos que iban a pasar los últimos días y horas con el
preso “en capilla” debían tener en cuenta el “susto” y el “horror” que siente un “mi-
serable sentenciado” al enfrentarse a “la imagen terrible de una muerte afrentosa”.
Precisamente porque desde siempre se denunció la frivolidad de las “últimas
cenas” del reo, el texto del Padre Portillo insistía en la obligada sencillez de todo lo
que acontezca en la capilla: se les dará alguna comida, sólo para que tengan vigor,
y bebida templada. Una vez comidos se hará que descansen en la cama, pero dado
que hay riesgo de que no descansen y pierdan la cabeza, las exhortaciones deben
ser cortas y las confesiones breves. Las instrucciones pedían que se les rezara
siempre en castellano (no en latín) y que nunca se le diera a los reos de muerte
esperanza de indulto o perdón. Y así todo el tiempo. Hasta la mañana del suplicio.
A las ocho de la mañana, arrodillado y con el “saco o túnica”, el reo estaría en la
entrada de la cárcel para que el verdugo lo montara en la mula o macho y le atara
las manos. El sacerdote debía cogerlo del brazo para consolarlo y darle fortaleza
delante del público. Acto seguido saldría la comitiva.

277
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

En las manos del reo se coloca un crucifijo pequeño, “y se le previene que desde
aquel instante no ha de apartar los ojos del Señor, cuidando mucho de que vaya repi-
tiendo lo que le digan desde la cárcel hasta el suplicio”. Al pie del cadalso se le confie-
sa brevemente y mientras suben las escaleras, el sacerdote por la suya y el reo por la
propia, se le va exhortando “con el mayor fervor”. Cuando todo ha pasado, “concluida
la justicia”, se debe hacer “una corta exhortación al Pueblo”. Antes de terminar, las
instrucciones no pasan por alto que al tratarse de un acto público y de demostración
del poder de la justicia pueden ocurrir incidentes, en cuyo caso se recuerda a los reli-
giosos que deben proceder “siempre de acuerdo con los señores Jueces”.
Era un espectáculo solemne y sobrecogedor que casi siempre se acompañaba
de toques de campana sonando a duelo, hachas de luz en manos de disciplinan-
tes totalmente cubiertos por la túnica y el capuz, rezos, letanías y cánticos que en
muchas ciudades eran entonados por los coros de niños expósitos que crecían in-
ternados en los hospicios religiosos. Provocando una gran expectación, el cortejo
suplicial recorría las calles que llevaban desde la cárcel al patíbulo. Antes de que
con los liberales del Trienio (entre 1820 y 1823) comenzaran a emplazarse en las
afueras, los cadalsos se instalaban en plazas y zonas relevantes de las ciudades, al-
gunas de las cuales siguieron siendo escenarios de suplicios hasta los años ochen-
ta o noventa del siglo XIX: la Plaza de la Cebada o la Puerta de Toledo en Madrid, el
Patio de Cordeleros en Barcelona, la Puerta de Elvira en Granada, el campo Volante
en Coruña, la Plaza de la Fruta (hoy del Ayuntamiento) en Pamplona, etcétera.
Una vez allí se celebraba un muy reglamentado ceremonial lleno de formulis-
mos igualmente de carácter jurídico-religioso, a través de los cuales se reprodu-
cía el mensaje ejemplarizante y moralizante del poder político. En esos momen-
tos tan públicos, incluso multitudinarios, aunque se primaba el recogimiento y el
rezo, también se podía contemplar que el verdugo pidiera perdón al reo, y que
éste confesara ante la gente haber cometido los delitos por los que iba a ser ajus-
ticiado (esto tampoco era del agrado de los liberales de 1820 y lo prohibieron).
Inmediatamente después se procedía a la ejecución, para que fueran ahorcados o
agarrotados y, si eran militares, pasados por las armas (arcabuceados en el siglo
XVIII, fusilados en el XIX, aunque el fusilamiento se extenderá después también
hacia civiles juzgados por militares). La justicia militar imponía un matiz relevante
en el ceremonial: que se hiciera sin pompa y sin dilaciones, con sobriedad y con-
tundencia. Ese valor, el del recato frente a la solemnidad del suplicio revestido de
religiosidad, era la seña de identidad que vindicaban los liberales en las normati-
vas y en los discursos, pero casi siempre se imponía la fuerza de la tradición.
Después se retiraba el cadáver y comenzaba la procesión del entierro, aunque
en el caso militar se podía entregar el cuerpo a los familiares (otro proceder que
introdujo la codificación liberal sin que por ello desapareciera la vieja función de las
cofradías y hermandades religiosas). Durante todo el tiempo, antes y después del
suplicio público, se realizaban colectas por el alma del reo. Las cuentas y las actas de
las cofradías indican claramente que las limosnas aumentaban en torno al instante
del patíbulo, más aún si el condenado moría con entereza y resignación cristianas.
En el ceremonial se observan más las permanencias que los cambios. El debate
entre lo viejo y lo nuevo se centra en el boato y, al final, la inercia barroca se impone

278
Capítulo XI. La pena de muerte en España; cambios y pervivencias desde el Antiguo Régimen (Pedro Oliver Olmo)

incluso en los momentos más álgidos del liberalismo, cuando llega a gobernar. En
cambio, es en el instrumental, en la tecnología de la muerte, donde el debate se hace
más virulento y los cambios técnicos no dejan de manifestar la profundidad del cam-
bio histórico. El emblemático protagonista de todo ello será el garrote.

III. LA TECNOLOGÍA DE LA MUERTE Y EL PROCESO CIVILIZATORIO

El garrote, que ya había sido usado por la Inquisición como instrumento de


tortura y había servido para ejecutar a los condenados antes de que fueran que-
mados, desde antiguo estuvo asociado al debate sobre la humanización de los cas-
tigos. Era entendido en España como un sencillo instrumento de ejecución, muy
fácil de fabricar y sobre todo muy cómodo para ser transportado y guardado por
los propios ejecutores de la justicia. Jerónimo de Barrionuevo, un cronista del siglo
XVII, había dicho que era un “instrumento ingenioso con que a dos vueltas de torni-
llo, en un abrir y cerrar de ojos, se está en la otra vida”. Y sin efusión de sangre. Tal
era su fama en toda Europa a finales del Antiguo Régimen. No sorprende que en
1791 “le citoyen Thomas” llevara a la asamblea nacional francesa la propuesta de
adoptarlo como instrumento de ejecución antes de que se impusiera la guillotina?,

Podríamos decir que el garrote español, al confrontarse con la horca, se había


beneficiado de esa nueva cultura punitiva que promovía una cierta humanización
de las penas. Por ejemplo, en Pamplona se provocó en 1775 una virulenta polémi-
ca y hasta la protesta del vecindario por el ahorcamiento y encubamiento de una
mujer que había envenenado a su marido. Se reclamó su agarrotamiento, lo que
indica que estaba en curso una nueva sensibilidad ilustrada que chocaba con aquel
espectáculo humillante. En otros lugares, por ejemplo en Valencia, además de su-
primirse normativamente la decapitación (la que estaba previsto ejercer contra el
noble a cuchillo y contra el plebeyo a cuerda), también a lo largo del setecientos se
acabó aceptando que al noble se le diera garrote (y se le sacara con macho o mula)
y al plebeyo horca (conduciéndolo en borrico). El garrote se había ido humanizan-
do y ennobleciendo a lo largo del setecientos.
Con la entronización del hermano de Napoleón, José I, también llegaron nuevas
propuestas y reglamentaciones que quedarían como referentes para todo el siglo
XIX. En 1809, junto con la Inquisición y otras instituciones del Antiguo Régimen, se
abolió la horca, se impuso el garrote sin hacer distinciones de ningún tipo y se redu-
jo a veinticuatro horas el tiempo de estancia del reo en capilla. Así las cosas, con esos
cambios y con el telón de fondo de la Guerra de la Independencia como experiencia
compleja y traumática, mientras se fijaba en la memoria de los españoles el lenguaje
de los fusilamientos, aún creció todavía más el aura ignominiosa de la horca. Goya
representó su fama, desalmada y maldita, en la imagen de dos soldados franceses
que tiraban con fuerza de un ahorcado para que muriera más rápidamente.

Las Cortes de Cádiz por su parte, además de abordar la abolición de la horca,


ayudaron a desterrar del repertorio de castigos las penas de vergilenza pública y
la tortura (una prohibición, esta última, que luego asumiría Fernando VII, el mis-
mo que porfiaba por restaurar la horca y otras penas corporales). Era la horca la

279
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

que parecía ser un símbolo irrenunciable, como la Inquisición y la antigua estruc-


tura administrativa con su nomenclatura. El debate que enfrentaba a la horca y al
garrote fue uno más de los frentes de batalla que libraban los absolutistas y los
liberales, en este caso en el terreno de la cultura punitiva. Cuando se promulgó el
primer Código Penal de la historia de España, el liberal de 1822, al tiempo que se
apostaba por la pena privativa de libertad reconociendo también su dureza mate-
rial, pues no dudaron en incluirla dentro del catálogo de penas corporales, se pres-
cribió el garrote sobre tablado (“sin tortura ni modificación alguna”) como forma
de ejecutar la pena de muerte, arremetiendo contra la horca como símbolo de la
oscuridad del absolutismo (y de paso eliminando las penas post mortem). La nue-
va penalidad, que persistía en concebir la función ejemplarizante de los ajusticia-
mientos públicos, optaba por el garrote sin distinciones de clase: el reo de muerte
vestiría túnica negra o blanca sólo en función del tipo de delito.

A favor del garrote se lanzaron muchas justificaciones que hacían hincapié


en su naturaleza más misericordiosa, aunque la práctica hubiera demostrado so-
bradamente que casi nunca provocaba una muerte instantánea y que a veces fa-
llaba por la falta de uso, porque se oxidaba o dejaba de funcionar el tornillo que
apretaba el corbatín de hierro, lo cual podía provocar un tremendo sufrimiento
al condenado. Entre las muchas noticias de agarrotamientos tortuosamente falli-
dos se puede destacar una que afectó directamente a las mismísimas autoridades
liberales que más lo defendían: el caso del ajusticiamiento en Pamplona de Juan
Baquedano, alias Juanillo, en 1822, por conspirar contra el sistema constitucional
liberal”. La justicia militar, que podía sentenciar a los paisanos a morir median-
te garrote, no sabía que la manivela estaba oxidada. El verdugo intentó durante
media hora agarrotar a Juanillo, una y otra vez. El público protestó y finalmente,
previa consulta a la autoridades militares, los mismos soldados que estaban allí
para mantener el orden tuvieron que fusilar al reo. A pesar de que el Código Penal
liberal permitía a los familiares reclamar el cuerpo del ejecutado para enterrarlo
sin pompa, la fuerza de la costumbre se impuso y acabó siendo enterrado tras una
procesión de los cofrades de la Vera Cruz y la Hermandad de la Caridad, eso sí, no
al convento habitual sino al cementerio público. Cambios y permanencias.
No obstante, fueron las terribles escenas de los ahorcamientos las que genera-
ban cada vez más repulsión social. El escándalo de una de esas experiencias afectó
al propio rey. Ocurrió con motivo de la ejecución en Madrid de ocho ladrones el 15
de junio de 1829. Los verdugos de Madrid y Toledo “lo hicieron tan mal y duró tanto
el ajusticiamiento (alrededor de cuatro horas), que dos de los frailes asistentes es-
cribieron al Consejo de Castilla para que se empleara otro medio menos infamante
y más eficaz”'. Así las cosas, el garrote ganó la partida a la horca. Fernando VII, apo-
yándose en razones de decencia y humanidad, abolió la pena de horca en 1832. En
esos años finales del reinado fernandino nació la distinción clasista e infamante del
garrote y la aparición en escena de la célebre formulación “garrote vil”, la que, pese
a su corta historia, pues fue abolida en la década siguiente, ha desplegado una larga
memoria en la representación que los españoles tienen de la pena de muerte.

Se estableció una triple distinción, entre garrote noble (para los miembros de
esa clase social), garrote ordinario (para el resto del pueblo llano) y garrote vil

280
Capítulo
XL La pena de muerte en España; cambios y pervivencias desde el Antiguo Régimen (Pedro Oliver Olma)

(para quienes fueran condenados por delitos infamantes). Puesto que en todos los
casos los reos iban a morir por estrangulamiento, ¿en qué se diferenciaban? En la
forma de conducir a los penados, en la decoración del tablado y en el atuendo: ca-
ballería ensillada y gualdrapa negra para los privilegiados del garrote noble, caba-
llería menor y capuz pegado a la túnica para los de garrote ordinario, y caballería
menor o arrastre para los que iban a sufrir garrote vil.

Formalmente la historia de estas distinciones de la pena de garrote apenas duró


unos años, porque el Código Penal de 1848 las eliminó determinando que "el garro-
te” (sin adjetivos) era la única técnica de ejecución en la justicia ordinaria o común,
lo mismo que dispondrá el Código Penal de 1870. Desaparecieron las diferencias de
clase aunque en el código de 1848 todavía se mantenía la distinción de ropajes se-
gún el tipo de crimen: hopa negra llevarían normalmente los reos de muerte, excep-
to sieran parricidas o regicidas, en cuyo caso serían conducidos al patíbulo con hopa
amarilla y birrete del mismo color, uno y otro con manchas encarnadas (simulan-
do la sangre). La codificación de 1870, además de reducir el tiempo de capilla a 24
horas, uniformó a todos con hopa negra, pero hay noticias y narraciones literarias
que hablan de la persistencia de algunas viejas costumbres. De la misma manera,
y a pesar de que las críticas iban en aumento invocando razones de humanidad y
civilización, continuó la función ejemplarizante de los ajusticiamientos públicos. De
todas formas en el nuevo código ya estaba prevista una excepción, la que a la postre
permitiría una extinción lenta de los espectáculos supliciales en las décadas finise-
culares: los ajusticiamientos podrían no ser públicos si la autoridad así lo decidía
por motivos extraordinarios, normalmente, para evitar disturbios.

El garrote triunfaba cuando emergía otro procedimiento, el fusilamiento, cuyo


prestigio era indudable en el ámbito de la mentalidad militar: no ser pasado por
las armas equivalía a ser tratado como un vulgar criminal. La justicia militar venía
usando desde antiguo la pena de muerte por disparos de arcabuz o de mosquete.
De hecho ya existía una normativa muy precisa en las Reales Ordenanzas de Carlos
III, las cuales, entre otros muchos detalles, ordenaban que los condenados a muer-
te fueran pasados por lar armas mientras batían tambores.

El fusilamiento ganó relevancia en el primer período de restauración del ab-


solutismo, entre 1814 y 1820, cuando Fernando VII decidió enfrentarse al libe-
ralismo a través de una jurisdicción especial, las Comisiones Militares. Durante
ese sexenio absolutista, a pesar de que se había restaurado la horca, los jueces re-
solvieron más favorablemente hacia el garrote, por lo que se alternaron los aga-
rrotamientos y los fusilamientos, al menos hasta 1819'!, La horca no superaba su
desprestigio. Sin embargo, tras el Trienio liberal, con la vuelta del absolutismo la
horca cobrará un protagonismo a todas luces forzado como signo de identidad po-
lítica frente al liberalismo. Por su parte, el fusilamiento continuará su emergente
andadura como método de ejecución. Se instalaba bien en las líneas gruesas de
esa cultura punitiva que había desechado la horca por cruel y denigrante. Desde
entonces y hasta su final, la pena de muerte en España se aplicaría usando dos úni-
cos artefactos —el anticuado garrote y el novedoso fusil-, lo que proyectará hacia
el futuro un recurrente debate sobre formas honrosas y formas deshonrosas de
matar a los condenados.

281
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

IV, PERSISTENCIA Y DECADENCIA DE UN CASTIGO EJEMPLARIZANTE

Todo indica que la pena de muerte no fue muy utilizada en la práctica de la


ejecución penal de la España del Antiguo Régimen. Su función como ceremonial de
Estado se verificaba normalmente como acto judicial y no en demasiadas ocasio-
nes tuvo que forzar su uso político. Así lo confirman los estudios empíricos realiza-
dos con documentación judicial y carcelaria del último tercio del siglo XVI: según
datos de las condenas impuestas a los detenidos en las cárceles de la Corona de
Castilla, la pena reina era la de galeras (en total, un 80%) y, en cambio, las penas de
destierro y las de muerte significaban un 5% y un 4% respectivamente'”. Respecto
de la época de los Reyes Católicos, por el influjo de la ideología del utilitarismo pu-
nitivo, se había producido un auténtico vuelco en las cifras de la ejecución penal.
En el siglo XVII e incluso en el XVIII las ejecuciones tampoco llegarían a alcan-
zar cantidades llamativamente altas. Algunos estudios empíricos sobre el último
tercio del siglo XVIII, a partir de las sentencias remitidas al Consejo de Castilla por
las Salas del Crimen de las audiencias, deducen que un 3% eran penas de muerte'”.
Aún más pequeños resultan ser los porcentajes de “relajados” por los Tribunales
de la Inquisición que eran remitidos al ámbito de la jurisdicción ordinaria para
que fueran ajusticiados por el brazo secular.

Lo que muestran los datos que los historiadores hemos dado a conocer so-
bre ciudades tan diferentes como Pamplona, Valladolid, Zaragoza, Cáceres, Cádiz,
Granada o Madrid, es que las ejecuciones fueron aumentando conforme se desmo-
ronaba el Antiguo Régimen y se implantaba el Estado liberal. En ese nuevo contexto,
cuando el ceremonial de Estado se vio cuestionado, hubo que forzar el uso políti-
co de la pena de muerte. En Madrid, según los datos de la Hermandad de la Paz y
la Caridad, teniendo en cuenta que los hermanos no apuntaban ni a los reos de la
Inquisición ni a los de otras jurisdicciones civiles y militares que quedaban fuera de
su ámbito asistencial, durante el largo reinado de Felipe V se ejecutaron 112 conde-
nas a muerte, 60 bajo Fernando VI, 121 con Carlos Ill y 61 en la época de Carlos IV.
En tiempos de la Guerra de la Independencia -época de crisis que a su vez afectó a
la actividad de las cofradías consoladoras de los reos de muerte-, se contabilizaron
183 ejecuciones. Después, las cifras de ajusticiamientos todavía se multiplicarían
más, en el reinado de Fernando VII hasta llegar a los 259, y con Isabel lla 221'*,
La crisis del Antiguo Régimen, con los ya mencionados episodios de violen-
cia política de por medio, cambió el panorama. A finales del siglo XVIII se observa
un aumento de los ajusticiamientos públicos según reflejan los apuntes de las co-
fradías asistenciales, como la Cofradía de la Pasión de la ciudad de Valladolid'*. Y
en el siglo XIX los incrementos serían más llamativos. Así queda confirmado por
la estadística (aún provisional por incompleta) sobre la pena de muerte en toda
España a lo largo del siglo XIX: Pedro Ortego, además de confirmar lo que algu-
nos estudios locales ya habían aventurado, por ejemplo, “que la pena de muerte
era un castigo típicamente masculino”, ha contabilizado más de 4.600 condenas de
muerte, “de las que un elevado número corresponden al sexenio y a la década ab-
solutistas del reinado de Fernando VIT”**. Se ajusticiaba por motivos políticos pero
también para castigar otro tipo de delitos, como los que desde antiguo se venían

282
Capitulo
XI. La pena de muerte en España; cambios y pervivencias desde el Antiguo Régimen (Pedro Oliver Olmo)

considerando repugnantes y atroces (asesinatos alevosos y homicidios con robo)


y algunos otros, como el bandolerismo, que desvelaban un trasfondo de desórde-
nes y violencias sociales.
La jurisdicción de guerra, por su parte, se aplicó a fondo para hacer frente a las
insurrecciones políticas y a las movilizaciones obreras. Para entender la función de
la pena de muerte por fusilamiento de líderes y activistas de las protestas sociales y
las luchas políticas, resulta sumamente aleccionador leer los bandos de las autori-
dades militares. A lo largo de casi todo el siglo XIX las Reales Ordenanzas de Carlos
III tuvieron fuerza de ley y por eso siguieron siendo la fuente de atribución de fun-
ciones de orden público al Capitán General del ejército en la región correspondiente.
Esa normativa permitía a cada jefe militar convertir “cualquier tumulto callejero en
un delito contra el Estado” y situaba al ejército en el papel de principal represor de
las revueltas sociales y a la pena de muerte en el lugar central de la acción punitiva'”.

La pena de muerte efectivamente llevada a la práctica indica que el capítulo


delictivo más importante a partir de 1848 lo integraban los homicidios asociados
a robos, el bandidismo (o bandolerismo) y los delitos considerados políticos y mi-
litares (muchos de los cuales eran también delitos políticos). Ahora bien, el cambio
más trascendente llegó en 1870. Con el Código penal de 1870 (en realidad, una re-
forma del código de 1848), la pena de muerte dejó de ser pena única para pasar a
ser el grado máximo que se podía imponer a un determinado delito. Tras examinar
las sentencias que llegaron al Tribunal Supremo deducimos que, con la codificación
de 1870 en la mano, el grado máximo se impuso en delitos de asesinato, parricidio
y robo con homicidio (a veces dobles y múltiples y en ocasiones combinados con
lesiones y violaciones). No obstante, aunque fuera el juez el que tenía que añadir la
impactante realidad de la pena capital al tiempo que sentenciaba a cadena tempo-
ral o perpetua, en la práctica delegaba la última decisión al poder político, para que
decidiera si aplicaba medidas de gracia, normalmente la conmutación de la pena de
muerte por su grado aflictivo inferior, la cadena perpetua o la reclusión perpetua.

Las cifras de ajusticiamientos se irían reduciendo considerablemente a lo largo


de la segunda mitad del siglo XIX, mientras se asentaba el modelo penal-peniten-
ciario del Estado liberal, a pesar de que la codificación aún contemplaba un amplio
articulado reservado a la amenaza de la pena de muerte. A la par fue ganando fuerza
la corriente de opinión que denunciaba los suplicios públicos como crueles, humi-
llantes e inhumanos. Por el contrario, otros temían que la supresión de la función
ejemplarizante de las ejecuciones públicas abriera el camino hacia la abolición total
de la pena de muerte, siguiendo la estela de otras naciones, sin ir más lejos, la vecina
Portugal. En realidad, las posturas favorables a la abolición de la pena de muerte no
eran demasiado influyentes, aunque desde el siglo XVIII habían contado con algunos
partidarios e incluso con ilustres defensores, lo que explica que durante el Sexenio
Revolucionario adquirieran cierta presencia pública y publicada. El abolicionismo
con posibilidades de hacerse efectivo sólo llegaría en 1873 con la proclamación de la
I República y de la mano del ministro de Gracia y Justicia, Nicolás Salmerón, a través
de un proyecto de Código penal que no llegó nunca a concretarse. De hecho, poco
después, el propio Nicolás Salmerón, siendo presidente de la república, renunció al
cargo por motivos de conciencia para no tener que firmar una sentencia de muerte.

283
Historia del delita y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

El abolicionismo total todavía no, pero la postura contraria a los ajusticiamientos


públicos sí que se iba haciendo hegemónica en la cultura punitiva de la época, ape-
lando a la defensa de valores de progreso, humanización y civilización, lo que a su vez
entroncaba con corrientes de opinión que reclamaban una modernización del sistema
penal y una profunda reforma penitenciaria. Otros detalles, como los del acortamiento
del tiempo de estancia del reo “en capilla”, también se convierten a finales del siglo XIX
en una suerte de indicadores de modernidad y de avance de los tiempos, por varias ra-
zones: la mera racionalidad administrativa, cuando se había avanzado hacia un nuevo
mapa de audiencias judiciales y una reducción del número de verdugos disponibles
para toda España; el desarrollo de dos nuevas tecnologías —el tren y el telégrafo-, que
posibilitaban la coordinación entre autoridades y el traslado seguro y rápido del eje-
cutor a la prisión provincial que lo había requerido, y el impacto de la concurrencia en
las salas de justicia de la medicina, la psiquiatría y la psicología.
La práctica modernizadora se imponía. Mientras que se empezaban a hacer al-
gunas ejecuciones dentro de las prisiones (como en Madrid a partir de 1883), conti-
nuaron apareciendo posturas críticas en la pluma de reformadores de prisiones tan
famosos como Concepción Arenal, la cual, no siendo abolicionista, se mostró con-
traria a los suplicios públicos, que ya estaban prácticamente prohibidos en Europa,
con la excepción de Francia, Noruega y España. Y así, en 1897, el reformador Ángel
Pulido publicó un libro titulado La pena capital en España que dio la puntilla intelec-
tual al debate sobre “la psicología del público” que presenciaba los suplicios. Aquel
analista, convertido en parlamentario, pasó de ser estudioso de la pena de muerte a
promotor político del fin de su publicidad, a través de una ley que se acabó conocien-
do, precisamente, como “Ley Pulido”. A partir de 1900 se puso fin en España a los
ajusticiamientos públicos. En adelante, con la excepción de la justicia militar (hasta
1956), la pena de muerte dictada por la justicia ordinaria siempre se ejecutaría en
garrote, de día y dentro de las prisiones, en algún sitio adecuado de los estableci-
mientos penales, para que incluso ahi se asegurara la privacidad del momento. Esta
modalidad quedó fijada en los reglamentos de prisiones y discurrió casi inalterable
por el recorrido de la codificación española. Textualmente se renunciaba a la publi-
cidad de la pena de muerte, pero, en un sistema penal esencialmente retribucionista,
que castiga para advertir del peligro de delinquir, la sociedad debe conocer la cer-
teza de la ejecución penal. La autoridad gubernativa solía enviar tropas y fuerzas
de orden público a los alrededores de la cárcel antes de que se realizara el ajusticia-
miento, para intervenir en caso de posibles incidentes y de alguna manera también
para informar de que se iba a realizar un acto de poder. Y por eso mismo se izaba la
bandera negra, escuetamente se publicaba en el Boletín Oficial de la Provincia, y se
informaba a la prensa (la cual solía dividirse entre dar o no detalles más o menos
morbosos sobre la pericia del verdugo, la actitud del ejecutado, etcétera).
Ese ambiente normalmente polémico en torno a la pena de muerte, que deja-
ba su reflejo en la prensa e incluso en la fundamentación de las normativas pena-
les y en la tratadística reformadora, también se hizo notar en la redacción de las
sentencias de los jueces y, a la postre, en las medidas de gracia que concernían a
los gobiernos y a la Corona. A partir de la década de 1880 no era infrecuente que
se pidieran indultos para condenados por motivos políticos desde ayuntamien-
tos, entidades de todo tipo y periódicos, provocando fricciones entre las elites e

284
Capitulo XI. La pena de muerte en España; cambios y pervivencias desde el Antiguo Régimen (Pedro Oliver Olmo)

incluso movilizaciones sociales!*?, Y en ese contexto se observa muy a las claras y


se entiende el hecho de que la tendencia a la baja en las cifras de la pena de muerte
continuara su lenta andadura hasta las primeras décadas del siglo XX. Según la
Colección de la Justicia Criminal, durante la primera década del siglo XX las cifras
bajaron pero todavía se registró un número considerable de sentencias judiciales
con pena de muerte (381), y en las décadas siguientes, antes del abolicionismo de
la II República, la propensión siguió siendo descendente: 218 entre 1911 y 1920,
y 110 penas capitales entre 1921 y 1930'. Téngase en cuenta que hablamos de
sentencias, no de ejecuciones, lo que ayuda a ver aún con más nitidez que, en la
práctica, la pena de muerte (y la cadena perpetua) llegaron a la década de 1930
casi extinguidas, al tiempo que tomaba carta de naturaleza el recurso de los jueces
a aplicar penas privativas de libertad de larga duración”,
No obstante la decadencia real de la pena de muerte durante la década de 1920,
el régimen de Primo de Rivera endurecerá su vertiente legislativa. Por lo que res-
pecta a la jurisdicción civil también la Dictadura extendió el número de tipos delicti-
vos que contemplaban el máximo castigo. Lo hizo, en principio, a través de algunas
reformas de la codificación de 1870; y después, con la promulgación de un nuevo
Código Penal en 1928, el cual se convertiría en una especie de breve interregno de la
historia de la codificación liberal, pues tan sólo tres años más tarde el régimen repu-
blicano volverá a restablecer el Código Penal de 1870. Aquel endurecimiento sirvió
para dar alas al abolicionismo dándole visibilidad, porque levantó muchas protestas
en el ámbito político y en el de la ciencia penal, entre ellas, un acuerdo del Colegio de
Abogados de Madrid adoptado el 12 de abril de 1930 para solicitar la derogación del
código dictatorial y el restablecimiento del de 1870. Así las cosas, en 1931 el aboli-
cionismo parecía estar fuertemente arraigado en la cultura progresista de la izquier-
da y en el pensamiento penalista de los liberales moderados, muchos de los cuales
eran partidarios de abolir la pena capital al menos en el ámbito de la justicia civil.
Al día siguiente de la proclamación de la República quedó abolido el Código
Penal de 1928, pues para muchos se trataba de la contrarreforma penal de la
Dictadura de Primo de Rivera. Se decidió poner otra vez en vigor el viejo Código
Penal de 1870, porque a fin de cuentas, para los republicanos de 1931, este último
tenía la carga simbólica de haber sido redactado durante un período liberal y pro-
gresista, el del Sexenio Democrático. En el debate constitucional de 1931 no prospe-
ró la causa de la abolición de la pena de muerte, quedando pospuesta para que fuera
finalmente suprimida en el Código Penal republicano de 1932. Durante dos años la
pena de muerte estuvo totalmente abolida en la jurisdicción ordinaria, hasta que,
tras un virulento debate político, jurídico y mediático, al gobierno de centroderecha
le llegó la oportunidad de aprobar en las Cortes la restitución parcial de la pena ca-
pital en el código penal, precisamente, en el ambiente de conflictividad y represión
que se desató con la insurrección catalana y asturiana de octubre del 34.

V. DISCONTINUIDADES FIN DE ÉPOCA: AGIGANTAMIENTO Y ABOLICIÓN

La cultura punitiva que parecía haberse hecho hegemónica invocando valores


civilizatorios, o dicho de otra manera, el ambiente progresista que envolvía el debate

285
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

político sobre la función penal a finales de la década de 1920, lo que entre 1928 y
1932 había posibilitado la abolición de la cadena perpetua y de la pena de muerte,
pronto iba a enrarecerse y a desvelar los disensos y, en fin, las fracturas ideológicas
que llevaba dentro. En efecto, en la primavera de 1934, en un ambiente de abierta
conflictividad política que también resituaba a la pena capital en el campo de los
enfrentamientos ideológicos más virulentos, el gobierno de centroderecha se pro-
puso restablecer parcialmente la pena de muerte, argumentando que se trataba de
una medida excepcional y urgente?'. A partir de entonces, mientras que las derechas
políticas y mediáticas avivaban la alarma social provocada por el clima de insegu-
ridad ciudadana, las izquierdas y el anarquismo reavivaban de urgencia el espíritu
abolicionista de 1931, algo que luego tendrían que repetir aún con más tesón, du-
rante 1935 y principios de 1936, al incluir en la campaña pro amnistía de los repre-
saliados de octubre del 34 eslóganes contrarios a la pena de muerte, muy presente
entonces tanto en las peticiones fiscales incluidas en los miles de sumarios abier-
tos por la jurisdicción militar, como en las solicitudes de indulto para los que iban
siendo condenados a muerte (entre ellos, algunos lideres muy destacados, como los
socialistas asturianos Ramón González Peña y Teodomiro Menéndez, lo que llegó a
provocar divisiones críticas en las elites e incluso en las filas ministeriales).

Evidentemente, como advierte Garland, la “decadencia de la pena de muerte no


necesariamente indica una disminución en el castigo o el fin de la violencia esta-
tal"? España constituye un ejemplo paradigmático del aserto de Garland si lo verifi-
camos en las tres etapas políticas de baja o bajísima presencia de la pena capital, en
la Dictadura de Primo de Rivera, en la Segunda República -cuando la conflictividad
social iba no pocas veces acompañada de una escandalosa violencia estatal, como
ocurrió en Casas Viejas durante la insurrección anarquista de 1933-, y en la dictadu-
ra franquista tras la gran represión de los años cuarenta: “mientras que la incidencia
de la pena de muerte sigue entre 1952 y 1975 un patrón descendente, el número de
muertos en conflictos con las fuerzas del orden presenta un patrón ascendente”?*,
Pero es que, además, no podemos dejar de considerar que esa tendencia del proceso
civilizatorio penal que en España habría alcanzado su culmen con las reformas peni-
tenciarias de Victoria Kent y con la abolición de la pena de muerte en 1932, quedaría
terriblemente truncada con el desencadenamiento de las pulsiones de venganza y
limpieza durante el verano sangriento de 1936. Entre 1936 y 1939 la noción de pena
de muerte como sanción penal sufrió la mayor hipertrofia de su historia y quedó en-
tramada en las prácticas de violencia represiva judicial y extrajudicial. En el territo-
rio que controlaban los sublevados fue aplicada de forma expeditiva por profesiona-
les investidos de poder institucional (militares y fuerzas del orden) y por tribunales
militares que se formaban de manera improvisada al calor del golpe militar y del
desarrollo de la contienda. En las zonas que hicieron frente a la sublevación mili-
tar, al principio las penas de muerte fueron impuestas por “comités revolucionarios
de justicia”, “tribunales revolucionarios” y “comités de salud pública”, y después por
tribunales institucionalizados por el gobierno de la República (“Tribunal Especial”,
“Jurados de Urgencia” y “Tribunales populares”).
Después de la Guerra Civil la pena de muerte continuaría agigantándose también
por la vía militar La jurisdicción de guerra seguiría juzgando durante la posguerra a
los vencidos y dictaría miles de penas de muerte que el propio dictador refrendaba

286
Capítulo XL La pena de muerte en España; cambios y pervivencias desde el Antiguo Régimen (Pedro Oliver Olmo)

rubricándolas con una anotación en la que se daba por “enterado”, mientras que otras
eran conmutadas por largas condenas de prisión y algunas eran confirmadas para
que se ejecutaran mediante “garrote y prensa”. Los cálculos de ejecutados por sen-
tencias de consejos de guerra después de marzo de 1939 siguen siendo provisionales
para la historiografía: nadie duda de que la cifra supera los 20.000 y no pocos inves-
tigadores aceptan que pasa de los 35.000. Para que las cifras de la pena de muerte
volvieran a “normalizarse” tendría que llegar y avanzar la década de 1950.
La publicación de la jurisprudencia criminal sufrió un apagón informativo en-
tre 1936 y 1946. No hubo datos oficiales sobre la pena de muerte ordinaria, pre-
cisamente, durante la década que vio cómo se agrandaba e hipertrofiaba la pena
de muerte en España (bien es cierto que por motivos fundamentalmente bélicos y
políticos, por obra y gracia de la jurisdicción militar y de guerra). A partir de 1947
volverá la luz a la estadística de las ejecuciones por delitos comunes. En la España
dominada por el bando que se había sublevado contra la República se había reins-
taurado la pena de muerte en la codificación penal ordinaria, la que formalmente
se venía aplicando en España desde 1870. Era el 5 de julio de 1938. Más adelante
el franquismo fijaría la pena de muerte en el Código Penal de 1944 y en sus re-
formas subsiguientes. Al socaire de la proclamación del “estado de guerra” fue la
jurisdicción militar la que ejerció un poder real y avasallador durante la guerra y la
posguerra, hasta anular casi por completo la actuación de la justicia ordinaria en
el caso de delitos como el de traición, rebelión, sedición o terrorismo.

El Código Penal Militar contemplaba con detalle las circunstancias que podían lle-
var a un reo cualquiera a morir por fusilamiento o por agarrotamiento, básicamente,
“delitos contra la seguridad de la patria” (traición, espionaje, devastación y saqueo)
y “delitos contra la seguridad del Estado y del Ejército” (rebelión y sedición). Por su
parte, en el Código Penal Común de 1938 estaba prevista la “pena de reclusión mayor
en su grado máximo a muerte” para sancionar delitos como el de traición, rebelión,
sedición y terrorismo. Pero en la práctica, el ámbito de la jurisdicción ordinaria reser-
vó la pena de muerte para castigar aquellos “delitos contra la vida” que hubieran sido
cometidos en circunstancias agravantes, concretamente, el parricidio y el homicidio
entendido como asesinato, es decir, el realizado de forma especialmente cruel, con ale-
vosía, premeditación o ensañamiento, por medio de inundación, incendio o envenena-
miento, o para obtener alguna recompensa o promesa recaudatoria.
En materia de procedimientos, ceremoniales y tecnologías de ejecución, el
primer Código Penal Común del régimen franquista restituía enteramente la nor-
mativa de 1870, con sus reformas de 1900: “La pena de muerte se ejecutará en
garrote, de día, en sitio adecuado de la prisión en que se hallare el reo, y a las diez
y ocho horas de notificarle la señalada para la ejecución, que no se verificará en
días de fiesta religiosa o nacional” (artículo 102). Y los tres artículos siguientes
volvían a reglamentar detalles que nos son ya muy conocidos, como el de la situa-
ción del condenado en sus últimas horas, la asistencia espiritual que podía recibir
por parte de “Sacerdotes o Ministros de la religión e individuos de las asociaciones
de caridad”, las personas que debían estar presentes en el momento del ajusticia-
miento, así como que se izara una bandera negra en la puerta de la prisión cuando
el reo fuera ejecutado, y que el cadáver fuera entregado a la familia del reo o en su

287
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

defecto a “personas piadosas”, o que el entierro no pudiera realizarse con pompa


y que no se ejecutara a la mujer que estuviera encinta hasta 40 días después del
alumbramiento (artículo 105). Todo volvía a su cauce. Y las cifras, en efecto, se
fueron “normalizando".

Durante los años 50 todavía se dictaron penas de muerte contra opositores


armados, los maquis o guerrilleros. Sin embargo, en esa década, al dejar atrás la
atmósfera de densa represión política con miles y miles de consejos de guerra y
fusilamientos, básicamente se volvió a hablar en España de la pena de muerte “clá-
sica” (con sus verdugos y sus garrotes, y con la participación de la gente de Iglesia
que auxiliaba espiritualmente a los reos), es decir, no tanto como instrumento de
represión política a través de la jurisdicción militar -rasgo que aunque muy ate-
nuado nunca perderá hasta su abolición final, pues no en vano serán los tribunales
militares los que condenen a todos los últimos fusilados y agarrotados en España
entre 1963 y 1975-, sino como última sanción de la justicia ordinaria contra la
criminalidad más espantosa y sangrienta.

La progresión de la pena capital fue notoriamente en descenso desde los años


cincuenta, década en la que ya se ha dicho que la pena de muerte se “normalizó” en
su vertiente cuantitativa, al dejar atrás los años de dura represión de posguerra. No
obstante, las últimas revisiones cuantitativas han corregido al alza las cifras de ajus-
ticiamientos que en su día aportaron Cuello Calón y Rodríguez Devesa y más tarde
Serrano Tárraga. Se puede afirmar -con cautela, pues no se ha podido registrar de
manera exhaustiva la actuación de la jurisdicción militar y podrían haber algunas
variaciones-, que entre 1952 y 1975 fueron 70 las personas condenadas a pena de
muerte y ejecutadas, una cifra “relativamente reducida, especialmente si se compara
con los años previos a 1952, pero también en una perspectiva comparada con países
de régimen democrático como Reino Unido, Francia y Estados Unidos”?*,
Entre 1963 y 1975, la pena de muerte en España, judicialmente hablando será
de muy baja intensidad y, sin embargo, en el plano político y en su dimensión inter-
nacional tendrá una intensa repercusión y en ocasiones una inmensa trascendencia.
Casi todos los pocos ejecutados de esa década y media lo serán por motivos políti-
cos y en el marco de la jurisdicción militar, fusilados la mayoría. Para que la justicia
militar pudiera seguir teniendo un peso decisivo en ese ámbito, el régimen cambió
varias veces el marco normativo que castigaba los delitos de terrorismo para endu-
recerlo de manera reactiva, según se fue desarrollando el repertorio de acciones de
las fuerzas antifranquistas y sobre todo para hacer frente a la oposición armada.
En 1962, cuando el régimen dictatorial aún se sentía realmente asentado y
fuerte y celebraba sus “25 años de paz”, la trascendencia mundial de una noticia
española que anunciaba la posible ejecución de un opositor político -Jordi Conill,
miembro de las Juventudes Libertarias juzgado en consejo de guerra y hallado cul-
pable de atentar contra Franco y de haber colocado varias bombas en Barcelona,
una de ellas en la sede del Opus Dei-, iba a prefigurar la pauta que seguiría el dis-
currir de la pena de muerte en España hasta 1975, pues levantó protestas y peti-
ciones de clemencia por parte de personalidades y entidades de todo el mundo
y de un amplio espectro ideológico, cultural y religioso. Franco conmutó aquella

288
Capitulo XI. La pena de muerte en España; cambios y pervivencias desde el Antiguo Régimen (Pedro Oliver Olmo)

pena de muerte por 30 años de prisión, pero en 1963 la dictadura se topó de lleno
con un caso todavía más polémico. Un dirigente del PCE, Julián Grimau, tras largos
meses de recuperación posoperatoria por haber sido ostensiblemente torturado,
fue procesado militarmente por su supuesta participación en hechos acaecidos
durante la Guerra Civil. El escándalo por las torturas y por el afán de venganza que
denotaba la acusación, junto al alcance abrumador de las peticiones de clemencia
que llegaron incluso desde el Vaticano, hubieron de preocupar seriamente al régi-
men. Sin embargo, Grimau fue fusilado a las 6:30 de la mañana del 20 de abril de
1963. En España, la ejecución del comunista apenas pudo tener repercusión social
manifiesta. En cambio, desde el día siguiente, la repulsa política por el cruel ajus-
ticiamiento de Grimau y la condena internacional del régimen franquista dieron la
vuelta al mundo.

Tanta hostilidad antifranquista en el extranjero pesaría en el ánimo del ré-


gimen dictatorial cuando, con gran celeridad y con toda la opacidad que pudie-
ron darle al proceso, en septiembre de 1963 ejecutaron mediante garrote a los
anarquistas Joaquín Delgado y Francisco Granado, acusándolos de un delito de
terrorismo que tiempo después pudo demostrarse que no habían podido come-
ter. En ese caso no se generalizaron las protestas internacionales. Sin embargo, en
1970, con el llamado “proceso de Burgos” contra sentenciados a la pena capital
que habían sido acusados de pertenencia a ETA, la dictadura pudo comprobar que
la repercusión internacional iba a unirse a la contestación interna, sobre todo en el
País Vasco. Todo eso, en un momento de menor fortaleza del régimen, coadyuvó a
que Franco se decidiera por conmutar las penas de muerte. Tanto ETA como buena
parte de la oposición política saborearon el éxito reforzándose, pero aquello no
volvería a ocurrir en el futuro inmediato. El 2 de marzo de 1974, Salvador Puig
Antich, activista del Movimiento Ibérico de Liberación, fue agarrotado -práctica-
mente al mismo tiempo que el preso común Heinz Chez- en medio del estupor y la
rabia de buena parte de la oposición antifranquista, pero en una atmósfera política
que no ayudó a reproducir ni las repercusiones ni las movilizaciones de 1970. Sin
embargo, cuando el 27 de septiembre de 1975 el dictador llevó al paredón de fu-
silamiento a tres acusados de pertenencia al FRAP y a dos de pertenencia a ETA, sí
que se generó una gigantesca campaña de agitación política, antes y después de las
ejecuciones.

Muy poco antes de que muriera el dictador su gobierno estaba actuando con
insólita dureza. La pena de muerte, desacreditada política y culturalmente -de
lo que dan buena muestra el cine de Berlanga o de Martín Patino, el teatro de El
Joglars o la canción Al Alba de Luís Eduardo Aute-, ya no servía ni para robustecer
a las fuerzas sociales afectas al régimen ni para escamotear las fricciones internas
de las elites franquistas.

En febrero de 1976 Adolfo Suárez cambió la política y la normativa antite-


rrorista que había permitido los procesos sumarios y sumarísimos de los últimos
tiempos del franquismo. Sin embargo, en lo esencial continuaba incólume el basa-
mento legal que posibilitaba la aplicación de la pena de muerte. La jurisdicción mi-
litar seguía teniendo enormes atribuciones. Y, además, el Código Penal ordinario
(reformado en 1973) seguía contemplando la máxima pena, algo que permitió que

289
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

todavía en octubre de 1977 se dictaran en Barcelona dos penas muerte contra José
Luís Cerveto, el célebre “asesino de Pedralbes”, penas que al ser confirmadas por
el Tribunal Supremo tuvieron que ser conmutadas por otras dos de treinta años
de cárcel. Entre 1977 y 1978 la pena de muerte había dejado de ser una amenaza
operativa. Iniciaba su camino hacia la abolición total.
En la Constitución de 1978 sí que se impuso lo que no pudo aprobarse en la
anterior, la de 1931: “queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan dis-
poner las leyes penales militares para tiempos de guerra" (art. 15). Más adelante,
ya en 1995 y bajo la presión de una intensa campaña abolicionista dinamizada
por Amnistía Internacional, la pena de muerte también desaparecería del Código
Penal Militar. Cual enunciado fósil, en la actualidad aún figura en la letra de la ley
de leyes de la democracia española.

VI. AMODO DE CONCLUSIÓN


El cambio social en la España contemporánea suele explicarse por el grosor
de su textura política. Los cambios en la práctica de la pena de muerte, también.
Después de la larga etapa de Antiguo Régimen (que hundía sus raíces en los siglos
bajomedievales), un tiempo dilatado en el que la observación de la aplicación de la
máxima pena ofrece cambios judiciales y culturales que sin embargo percibimos
lentificados y cuasi-inmóviles (apenas visibles en las ampliaciones de las norma-
tivas antiguas y en la recurrencia de las ceremonias supliciales), con el inicio del
siglo XIX a la pena de muerte le afectarían de lleno las convulsiones políticas que
condujeron a la construcción del Estado liberal, en una doble vertiente:
La primera vertiente dibuja (y a veces también desdibuja) una pena de muer-
te protagonista de los períodos de violencia política más trascendentales de los
siglos XIX y XX, de los que destacaremos tres: 1) Los ciclos de gran represión que
se vivieron durante la crisis del absolutismo tras la derrota de Napoleón, antes y
después del Trienio liberal (1820-23), en los que Fernando VII no se limitó a reins-
taurar la vieja planta de la administración de justicia sino que extendió la jurisdic-
ción militar con el fin de hacer frente a los desórdenes y aniquilar el liberalismo; 2)
Los momentos especialmente conflictivos de insurgencia y contrainsurgencia que
acompañaron al nacimiento y desarrollo del nuevo Estado liberal a partir de 1834,
no sólo contra el carlismo antiliberal sino contra el republicanismo y el incipiente
movimiento obrero, no pocas veces declarando el estado de guerra para que la
máxima autoridad militar se hiciera cargo de intensificar la labor represiva; y 3)
En la centuria siguiente, las fases de sangrienta represión que se desencadenaron
en las retaguardias durante la Guerra Civil de 1936-39 y sobre todo después, en el
ya instituido nuevo Estado franquista. Esta vertiente de la pena de muerte, a veces
tan agigantada e hipertrofiada que se confunde con las espeluznantes dinámicas
belicistas de castigo y venganza que se generaron en los conflictos civiles entre
españoles, se sustentaba legalmente en la existencia de un doble ordenamiento
penal a disposición del poder establecido: el de la jurisdicción penal ordinaria y el
de la jurisdicción penal militar que contemplaba la imposición de penas a civiles
encausados militarmente.

290
Capítulo XI La pena de muerte en España; cambios y pervivencias desde el Antiguo Régimen (Pedro Oliver Olma)

La segunda vertiente nos habla del cambio histórico en sus parámetros es-
tructurales de tipo administrativo y normativo, los que enmarcan el papel de la
pena de muerte dentro del sistema sancionador liberal. La construcción de una
nueva estructura doctrinal y normativa también acusó la conflictividad de los
tiempos tejiendo y destejiendo ideas innovadoras y a la postre acumulando pro-
yectos y normas. Señalada como sanción penal corporal dirigida contra sentencia-
dos por la comisión de crímenes atroces y alevosos de indole ordinaria o común
(es decir, delitos desprovistos de una lectura política que pudiera ponerlos en re-
lación problemática con los conflictos políticos del momento), la pena de muerte
iba a ser paulatinamente desplazada a la periferia de la codificación penal liberal,
al tiempo que la pena privativa de libertad terminaba por ocupar la centralidad del
nuevo sistema penal y del nuevo sistema carcelario, el penitenciario.

No es menos cierto que durante todo el siglo XIX seguirían viéndose por las
calles y plazas los cortejos supliciales que acompañaban a los reos de muerte al
lugar del ajusticiamiento público. Pero al discurrir envueltos por la atmósfera de
una nueva cultura punitiva ya no se celebrarían sin controversia, y sus promotores
tendrían que escuchar por doquier, incluso en sede parlamentaria, las reclama-
ciones que pedían su abolición, la que se impondría legalmente en 1901. Cuando
principiaba el siglo XX, la pena de muerte y también la otra pena que normalmente
llevaba solapada -la cadena perpetua, por la que se conmutaban la mayor parte de
las penas de muerte- siguieron vigentes pero en claro retroceso, hasta que duran-
te la Segunda República la pena capital fue abolida durante dos años en la jurisdic-
ción civil.
Nadie podía prever que el camino de lenta extinción de la pena de muerte se
vería truncado, y de una manera tan atroz, con el golpe militar de 1936. Tras sen-
tenciar a muerte a miles de represaliados, a finales de la década de 1950 la pena
de muerte se normalizó. Pero continuó el goteo de ajusticiamientos por motivos
políticos, los que a veces derivaron en un gran escándalo internacional, llegando a
utilizarse todavía en 1974 aquel viejo instrumento de ejecución que había gozado
de triste fama en la Europa de las postrimerías del Antiguo Régimen, el célebre
garrote español, popularmente conocido y aún recordado hoy como “garrote vil".
Después de que no prosperaran las dos coyunturas abolicionistas anteriores
(una brevísima durante la Primera República que en realidad no llegó a estar vi-
gente, y otra que duró dos años del período reformista de la II República), los últi-
mos fusilamientos del franquismo dieron paso al período abolicionista que refren-
dó la Constitución de 1978.

291
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

Notas

1 MARCOS ARÉVALO, MJJ., El hacinamiento, la marginación y la pena de muerte: la cárcel de


Badajoz en el siglo XIX, Diputación de Badajoz, 1984; LLORCA ORTEGA, J. (1990), Capilla de
reos de muerte, depósitos de cadáveres y sepulturas de ajusticiados en la Valencia del siglo XIX,
(Discurso de ingreso en la) Academia Valenciana de Jurisprudencia y Legislación, Cuaderno
número 64, Valencia, 1990; GARRIDO ARANDA, A., “Hacer morir en Ceuta: los ajusticiados en
los siglos XVIII y XIX”, en Palacios Bañuelos, L. (coord.), De puntillas por la Historia, Córdoba,
1997, pp. 105-120; etcétera.
SERRANO TÁRRAGA, M.D., La pena capital en el sistema español, UNED, Madrid, 1992.
MUNUERA, D., “Cofradías y ceremonial de ejecuciones”, Areas. Revista Internacional de
Ciencias Sociales, 1983, n2 3-4, pp. 245-247; OLIVER OLMO, P,, “Pena de muerte y procesos
de criminalización (Navarra, siglos XVIL-XX)”, Historia Contemporánea, 26, 2003, pp. 269-292;
AMIGO VÁZQUEZ, L., “Del patíbulo al cielo. La labor asistencial de la Cofradía de la Pasión en
el Valladolid del Antiguo Régimen”, en CAMPOS, FJ. y SEVILLA, F. de (coords.), La Iglesia espa-
ñola y las instituciones de caridad, El Escorial, 2006, pp. 511-542; CARBAJO ISLA, M., "Muertes
malas. Ejecuciones en el siglo XVIII”, en FLORES, J.A. ABAD, L. (coords.), Etnografias de la
muerte y las culturas en América Latina, Universidad de Castilla la Mancha, 2007, pp. 75-98;
SÁNCHEZ SANTOS, J.N., “Cofradías y ajusticiados en Madrid”, en CAMPOS, EJ., El mundo de
los difuntos: culto, cofradías y tradiciones, San Lorenzo del Escorial, Ediciones Escurialenses,
2014, pp. 1051-1070; etcétera.
GOMAS, J., “Los rostros del criminal: una aproximación a la literatura de patíbulo en España",
Cuadernos de Nustración y Romanticismo. Revista Digital del Grupo de Estudios del Siglo XVIII,
Universidad de Cádiz, n* 22, 2016.
LUCEA, V., “Reos, verdugos y muchedumbres: la percepción popular de la penalidad y la pena
de muerte. Zaragoza. 1885-1915", Revista de historia Jerónimo Zurita, n* 76-77, 2002, pp. 129-
158; BASCUÑÁN AÑOVER, 0., “La pena de muerte en la Restauración: una historia del cambio
social”, Historia y Política (10), 2016.
EVANS, R.J., Rituals of retribution. Capital punishment in Germany, 1600-1987, Oxford
University Press, 1996, p. 50.
OLIVER OLMO, P, La pena de muerte en España, Sintesis, Madrid, 2008, p. 19.
BASTIEN, P., Une histoire de la peine de mort. Bourreaux et suplices. Paris, Londres, 1500-1800,
Seuil, Paris, 2011, p. 288.
OLIVER OLMO, P,, “Pena de muerte y procesos de criminalización (Navarra, Siglos XVII-XX)”,
Historia Contemporánea, n* 26, 2003, p. 288.
10 ORTEGO GIL, P,, Entre jueces y reos. Las postrimerías del Derecho penal absolutista, Dykinson,
Madrid, 2015 p. 406 (citando a MORALES SÁNCHEZ, F.M., Páginas de sangre. Historia del
Saladero, Madrid, 1880).
11 ORTEGO GIL, P, “Las cifras de la pena de muerte en España durante el siglo XIX: una apro-
ximación estadística”, en Manuel TORRES AGUILAR y Miguel PINO ABAD (Coordinadores),
Burocracia, poder político y justicia. Libro-homenaje de amigos del profesor José María García
Marín, Dykinson, Madrid, 2014, pp. 171-173.
12 HERAS SANTOS, J.L. de las, La justicia penal de los Austrias en la Corona de Castilla, Universidad
de Salamanca, 1994, p. 278.
13 PALOP RAMOS, J.M., “Delitos y penas en la España del siglo XVIII”, Estudis n? 22, pp. 65-104,
1996.
14 PUYOL, J.M., La publicidad en la ejecución de la pena de muerte. Las ejecuciones públicas en
España en el siglo XIX, Universidad Complutense, Madrid, 2001.
15 AMIGO VÁZQUEZ, L., “Del patíbulo al cielo. La labor asistencial de la Cofradía de la Pasión en el
Valladolid del Antiguo Régimen", en CAMPOS, FJ. y SEVILLA, F. de (coords.), La Iglesia españo-
la y las instituciones de caridad, El Escorial, 2006, p. 524.
16 ORTEGO GIL, P, “Las cifras de la pena de muerte en España durante el siglo XIX: una apro-
ximación estadística”, en Manuel TORRES AGUILAR y Miguel PINO ABAD (Coordinadores),

292
Capítulo XI. La pena de muerte en España; cambios y pervivencias desde el Antiguo Régimen (Pedro Oliver Olmo)

Burocracia, poder político y justicia. Libro- homenaje de amigos del profesor José María García
Marín, Dykinson, Madrid, 2014, pp. 545-576. “Esta cifra (4.6000), por un lado, habrá que in-
crementarla a medida que recojamos más información; mientras que por otro, habrá que ma-
tizarla con las condenas que no se ejecutaron bien porque los reos estaban huidos, bien por-
que se les concedió el indulto, bien porque fallecieron antes de padecer al verdugo” (p. 572).
17 GARCÍA RIVAS, N., La rebelión militar en derecho penal, Universidad de Castilla-La Mancha,
Ciudad Real, 1990, pp. 51-52.
18 Se ha tratado ese fenómeno social y cultural en las obras ya citadas de Luzea y Bascuñán.
19 SERRANO TÁRRAGA, M.D., La pena capital en el sistema español, UNED, Madrid, 1992, pp.
174-175).
20 GARGALLO VAAMONDE, L., OLIVER OLMO, P. (coords.), La cadena perpetua en España:
fuentes para la investigación histórica, Grupo de Estudio sobre Historia de la Prisión y
las Instituciones Punitivas y Universidad de Castilla-La Mancha, Ciudad Real, 2016. Es
un documento on line de acceso abierto en https: //historiadelaprision.wordpress.com/
la-cadena-perpetua-en-espana/
21 ALEJANDRE, J.A. (1981), “De la abolición al restablecimiento de la pena de muerte durante la
República (1932-34)", Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, n* 62,
pp. 7-46.
22 GARLAND, D., Una institución particular. La pena de muerte en Estados Unidos en la era de la
abolición, Didot, Buenos Aires, 2013.,p.111.
23 PORTAL GONZÁLEZ, A., “Los muertos del régimen de Franco entre 1952 y 1975", Aportes:
Revista de historia contemporánea, n* 85, 2014, pág. 28.
24 PORTAL GONZÁLEZ, A., “Los muertos del régimen de Franco entre 1952 y 1975", Aportes:
Revista de historia contemporánea, n* 85, 2014, págs. 7-50.

293
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
ALEJANDRE, J.A. (1981), “De la abolición al restablecimiento de la pena de muerte du-
rante la República (1932-34)”, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad
Complutense, n2 62, pp. 7-46.
AMIGO VÁZQUEZ, L. (2006), “Del patíbulo al cielo. La labor asistencial de la Cofradía de
la Pasión en el Valladolid del Antiguo Régimen”, en CAMPOS, FJ. y SEVILLA, E. de
(coords.), La Iglesia española y las instituciones de caridad, El Escorial, pp. 511-542.
BASCUÑÁN AÑOVER, O. (2016), “La pena de muerte en la Restauración: una historia del
cambio social”, Historia y Política (10).
BASTIEN, P. (2011), Une histoire de la peine de mort. Bourreaux et suplices. Paris, Londres,
1500-1800, Seuil, Paris.
CARBAJO ISLA, M. (2007), “Muertes malas. Ejecuciones en el siglo XVIII”, en FLORES,
J.A. ABAD, L. (coords.), Etnografías de la muerte y las culturas en América Latina,
Universidad de Castilla la Mancha, pp. 75-98.
EVANS, RJ. (1996), Rituals of retribution. Capital punishment in Germany, 1600-1987,
Oxford University Press.
GARCÍA RIVAS, N. (1990), La rebelión militar en derecho penal, Universidad de Castilla-La
Mancha, Ciudad Real.
GARGALLO VAAMONDE, L., OLIVER OLMO, P. (coords.) (2016), La cadena perpetua en
España: fuentes para la investigación histórica, Grupo de Estudio sobre Historia
de la Prisión y las Instituciones Punitivas y Universidad de Castilla-La Mancha,
Ciudad Real. Documento on line: https: //historiadelaprision.wordpress.com/
la-cadena-perpetua-en-espana/
GARLAND, D. (2013), Una institución particular. La pena de muerte en Estados Unidos en la
era de la abolición, Didot, Buenos Aires.
GARRIDO ARANDA, A. (1997), “Hacer morir en Ceuta: los ajusticiados en los siglos XVIII
y XIX”, en Palacios Bañuelos, L. (coord.), De puntillas por la Historia, Córdoba, pp.
105-120.
GOMAS, J. (2016), “Los rostros del criminal: una aproximación a la literatura de patíbulo
en España”, Cuadernos de Ilustración y Romanticismo. Revista Digital del Grupo de
Estudios del Siglo XVIII, Universidad de Cádiz, n* 22.
HERAS SANTOS, J.L. de las (1994), La justicia penal de los Austrias en la Corona de Castilla,
Universidad de Salamanca.
LLORCA ORTEGA, J. (1990), Capilla de reos de muerte, depósitos de cadáveres y sepulturas
de ajusticiados en la Valencia del siglo XIX, (Discurso de ingreso en la) Academia
Valenciana de Jurisprudencia y Legislación, Cuaderno número 64, Valencia, 1990.
LUCEA, V. (2002), “Reos, verdugos y muchedumbres: la percepción popular de la penalidad
y la pena de muerte. Zaragoza. 1885-1915", Revista de historia Jerónimo Zurita, n*
76-77, pp. 129-158.
MARCOS ARÉVALO, MJ. (1984), El hacinamiento, la marginación y la pena de muerte: la
cárcel de Badajoz en el siglo XIX, Diputación de Badajoz.
MUNUERA, D. (1983), “Cofradías y ceremonial de ejecuciones”, Areas. Revista Internacional
de Ciencias Sociales, n? 3-4, pp. 245-247.
OLIVER OLMO, P. (2003), “Pena de muerte y procesos de criminalización (Navarra, siglos
XVIT-XX)", Historia Contemporánea, 26, pp. 269-292.
OLIVER OLMO, P, (2008) La pena de muerte en España, Síntesis, Madrid, p. 19.

294
Capítulo XI. La pena de muerte en España; cambios y pervivencias desde el Antiguo Régimen (Pedro Oliver Olmo)

ORTEGO GIL, P. (2015), Entre jueces y reos. Las postrimerías del Derecho penal absolutista,
Dykinson, Madrid, p. 406.
ORTEGO GIL, P. (2014), “Las cifras de la pena de muerte en España durante el siglo XIX:
una aproximación estadística", en Manuel TORRES AGUILAR y Miguel PINO ABAD
(Coordinadores), Burocracia, poder político y justicia. Libro-homenaje de amigos del
profesor José María García Marín, Dykinson, Madrid, pp. 545-576.
PALOP RAMOS, J.M. (1996), “Delitos y penas en la España del siglo XVIII”, Estudis n* 22, pp.
65-104.
PORTAL GONZÁLEZ, A. (2014), “Los muertos del régimen de Franco entre 1952 y 1975",
Aportes: Revista de historia contemporánea, n? 85, pp. 7-50.
PUYOL, J.M., (2001) La publicidad en la ejecución de la pena de muerte. Las ejecuciones pú-
blicas en España en el siglo XIX, Universidad Complutense, Madrid.
SÁNCHEZ SANTOS, J.N. (2014), “Cofradías y ajusticiados en Madrid", en CAMPOS, EJ.,
El mundo de los difuntos: culto, cofradías y tradiciones, San Lorenzo del Escorial,
Ediciones Escurialenses, pp. 1051-1070.
SERRANO TÁRRAGA, M.D., (1992) La pena capital en el sistema español, UNED, Madrid.

295
Capítulo XII
Historia del delito político en la España
contemporánea (1808-1977)*
Óscar Bascuñán Añover
Universidad Complutense de Madrid

L INTRODUCCIÓN

Las fronteras entre los derechos políticos y los delitos políticos, esto es, entre
la discrepancia política admitida en el ordenamiento jurídico de un Estado y la dis-
crepancia política castigada por la ley penal, se han levantado habitualmente so-
bre terrenos bastante movedizos. Criminólogos y juristas han discutido desde la
Ilustración sobre la naturaleza del delito político, las características que lo distin-
guen de los delitos comunes y su extensa tipología sin que se haya conseguido un
acuerdo notable. Los sucesivos Códigos penales de la España liberal tampoco llevan
a cabo una definición previa del delito político, no aparecen enumeradas sus causas
ni agrupadas en un título o capítulo reservado para ellos. Rara vez aparece en estos
Códigos el término de delito político, como si éste no existiese en el ordenamiento
jurídico o pretendiesen ocultarlos. Es necesario acudir a los debates en las Cortes, a
la aprobación de otras disposiciones legales y, muy especialmente, a la concesión de
amnistías para tratar de desenmascarar la consideración de delito político que re-
cibían determinadas acciones en períodos históricos diferentes. Esta realidad apa-
rentemente oculta ha convertido al delito político en un tema de difícil investigación
y comprensión para historiadores y sociólogos. La evolución histórica que se ofrece
en las siguientes páginas en el marco de la contemporaneidad española pretende
despejar algunas incógnitas sobre la condición compleja y cambiante del delito polí-
tico y reclamar un mayor interés por este objeto de estudio?

IL. ELDELITO POLÍTICO ENLA FORMACIÓN DELESTADO LIBERAL (1808-1868)

La ocupación de las tropas napoleónicas en 1808 precipitó una guerra cruel de


más de cinco años y la crisis política de la monarquía absoluta en España. Las Cortes
de Cádiz se constituyeron en 1810 a consecuencia del vacío de poder generado por el
rechazo de muchos españoles a la nueva autoridad en manos de José I Bonaparte y por
la necesidad de organizar la resistencia frente al ejército francés. La mayoría liberal de
los asistentes a estas Cortes permitió abrir el camino hacia la transformación de las

Este estudio forma parte del plan de trabajo de los proyectos de investigación financiados por
el Ministerio de Economía y Competitividad HAR2015-64076-P, dirigido por José Miguel Lana
Berasain; y HAR2015-65115-P, dirigido por Manuel Álvarez Tardío.

297
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

viejas estructuras políticas del Antiguo Régimen. Las principales medidas adoptadas
tuvieron un profundo calado revolucionario, especialmente aquellas que sustituyeron
los privilegios estamentales y la servidumbre por los nuevos principios de libertad,
igualdad jurídica y propiedad liberal. La aprobación de la Constitución de 1812, la pri-
mera constitución liberal del país, llevó este intenso proceso legislativo a su cumbre,
recogiendo en su articulado la soberanía nacional, la limitación de la autoridad del rey,
la división de poderes, la creación de tribunales de justicia independientes y comunes
para toda la nación, el derecho de representación en las Cortes por sufragio universal
masculino y otra serie de derechos de ciudadanía, políticos y económicos como la li-
bertad de imprenta, la educación, las garantías penales y procesales, la inviolabilidad
del domicilio, la abolición de la tortura y el libre comercio e industria. España se aso-
maba así a la contemporaneidad mediante un cambio político y jurídico en la organi-
zación del Estado que no tardaría en revelarse lento y frágil, especialmente vulnerable
a la reacción y jalonado por retrocesos, que impedirían que el liberalismo se consoli-
dara hasta bien entrada la década de 1830.
La transformación de la organización política del Estado pronto suscitó la nece-
sidad de reformar las leyes penales. Además, a principios del siglo XIX se respiraba
en los círculos liberales un ambiente propicio a esta reforma, profundamente influi-
do por el pensamiento de hombres de la Ilustración como Montesquieu, Beccaria
y Bentham, favorables a la racionalización del derecho penal, la proporcionalidad
y moderación de los castigos. En la propia Constitución de Cádiz se hacía referen-
cia a la necesidad de sustituir las antiguas leyes penales por un único código que
plasmase los nuevos principios penales a través de una formulación uniforme y co-
herente. La nueva regulación de los delitos tenía que acabar con la arbitrariedad de
los crímenes de lesa majestad y traición contenidos en las Partidas y en la Novísima
Recopilación, útil instrumento del poder absoluto durante el Antiguo Régimen para
extender el delito político y castigar con la mayor severidad a un número indetermi-
nado de acciones y opiniones que el rey consideraba que podían conspirar o atentar
contra él y su familia, ofender su autoridad o simplemente cuestionar sus decisio-
nes. La labor de codificación que quedaba por delante a los liberales, por tanto, se
esperaba que ampliase los límites de las prácticas políticas permitidas de manera
precisa, concretase el delito político y protegiese la seguridad del nuevo Estado fren-
te a las amenazas que cuestionasen su legitimidad.
Sin embargo, conciliar todos estos propósitos no resultó nada sencillo en un
país envuelto en constantes tensiones y resistencias al cambio político y social. El
regreso de Fernando VII en marzo de 1814 y el retorno al absolutismo durante
todo su reinado, salvo por un breve interludio liberal entre 1820 y 1823, retrasó la
posibilidad de una nueva regulación de los delitos políticos. La pugna política y mi-
litar por establecer el poder soberano entre liberalismo y absolutismo que carac-
terizó a estas primeras décadas del siglo XIX español llevó a estos dos modelos de
Estado a actuar con extrema dureza frente a sus adversarios políticos, opositores
críticos, individuos considerados peligrosos o situaciones de conflictividad social
y transgresión de la ley. El uso de prácticas de castigo tan severas parecía obedecer
a la necesidad del poder político en curso de reafirmar su autoridad e imponer
el orden mediante la demostración de su fuerza. En este sentido, la violencia y la
represión política se incrementó en el tiempo en el que se desmoronaba el Antiguo

298
Capitulo XI Historia del delito político en la España contemporánea (1808-1977) (Óscar Bascuñán Añover)

Régimen y se implantaba el Estado liberal. El poder político en el Antiguo Régimen


parece que no necesitó demostrar su fuerza en tantas ocasiones como lo hizo du-
rante su propia crisis. Las primeras décadas del liberalismo, igualmente, estuvie-
ron plagadas de insurrecciones, guerras civiles y protestas sociales a menudo re-
primidas con tanta ejemplaridad y dureza como en siglos anteriores.
Así, durante los años que duró la restauración absolutista, el rey Fernando VII en-
sanchó la arbitrariedad de los cargos por crimen de lesa majestad y traición contem-
plados en la confusa legislación penal del Antiguo Régimen para desencadenar la re-
presión política sobre los liberales, ejercida sin la menor garantía procesal. La fórmula
empleada era lo suficientemente ambigua como para castigar con la muerte desde un
grito de “viva la Pepa” o “muera el rey” hasta el lanzamiento de pasquines criticando
la legitimidad real, la participación en una sociedad secreta o en un pronunciamien-
to militar. La depuración, el encierro y el destierro fueron los castigos más habituales
para varios miles de estos primeros liberales. Prácticas de represión política que co-
braron un nuevo impulso tras la caída por el uso de la fuerza del Trienio Liberal en
1823. Otros miles de políticos, literatos, militares, profesores y funcionarios liberales
que no tuvieron la oportunidad o voluntad de exiliarse, quedaron expuestos al juicio
de las comisiones militares y las juntas de purificación provinciales establecidas por el
rey. Unas 20.000 personas fueron expedientadas por sus ideas políticas y unos 1.000
oficiales del ejército fueron cesados o relegados en esta última etapa de reinado ab-
solutista. Más duramente fueron castigados los oficiales que encabezaron pronuncia-
mientos militares apoyados en tramas civiles y ocultas en organizaciones secretas. Los
más célebres protagonizados por Espoz y Mina en 1814, Díaz Porlier en 1815, Lacy en
1817 y Vidal en 1819 fueron aplastados y fusilados los responsables que no consiguie-
ron huir a tiempo. La ejecución pública de Rafael de Riego a finales de 1823 mostra-
ba el horizonte que les esperaba a todos aquellos que osasen sublevarse nuevamente
contra la autoridad personal del rey. El desembarco de una pequeña partida al mando
del coronel exiliado Francisco Valdés en Tarifa en 1824, el de los hermanos Bazán en
Guardamar dos años más tarde y el encabezado por el general José María de Torrijos
en las playas de Málaga en 1831, se saldaron con decenas de fusilamientos.
Durante los poco más de tres años que duró el conocido Trienio Liberal, los
liberales recuperaron el programa constitucional gaditano y extendieron los cam-
bios a todo el país. Algunas de sus primeras medidas pasaron por liberar a los
presos políticos, permitir el regreso de los exiliados, incluidos los afrancesados,
y confinar temporalmente a los diputados que en 1814 habían apoyado el retor-
no del absolutismo. Muy pronto aparecieron partidas armadas de absolutistas en
las regiones del norte, alentadas por un importante sector de la Iglesia, y cons-
piraciones contrarrevolucionarias que contaban con el apoyo encubierto del rey.
Los liberales se defendieron recurriendo a la fuerza con todas sus consecuencias y
aprobaron una ley de 17 de abril de 1821 que abría las puertas del Estado liberal
a la intervención de la justicia militar en delitos políticos, con profundas conse-
cuencias en las décadas venideras. También desarrollando una legislación sobre
delitos más precisa, coherente y eficaz que la utilizada en el Antiguo Régimen. Esta
legislación acabó incluida en el Código penal de 1822. No obstante, en este pri-
mer Código se revelaba ya una de las grandes particularidades y constantes que
caracterizaron a todos los códigos penales del liberalismo español: la ausencia de

299
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

una definición del delito político. En este Código, como en los posteriores, no se
expresaba qué era el delito político ni éstos aparecían enunciados en algún título o
capítulo específico del Código especialmente reservado para ellos. De este modo,
y posiblemente como rémora de la legislación del Antiguo Régimen, se limitaron
a enumerar en diferentes títulos del Código una serie de delitos que recibieron el
calificativo de “delitos de Estado” por considerar que atentaban directamente con-
tra la organización política, funcionamiento y seguridad del nuevo Estado liberal.
El delito político quedaba así equiparado en este Código a los delitos más graves,
independientemente de que siempre existiese una estricta motivación o finalidad
política en estas acciones delictivas. Por tanto, sin una definición previa del delito
político, la relación de estos delitos enumerados de manera dispersa en varios títu-
los del Código parecía obedecer más a la urgente necesidad política del momento de
afianzar un régimen débil y asediado, que al propósito de construir un ordenamien-
to político y jurídico preciso, dotado de plenas garantías para los ciudadanos. Los
delitos de Estado se correspondían con las causas más graves de conspiraciones di-
rectas contra la Constitución, contra la seguridad exterior e interior del Estado y, en
un claro intento por contener los efectos de la libertad de imprenta en la opinión pú-
blica, los escritos considerados subversivos. Entre las causas contra la Constitución
se distinguían toda una extensa relación de acciones que tratasen de disolver o im-
pedir el normal funcionamiento de las Cortes, la persecución de un diputado por sus
opiniones o la coacción sobre la libertad de los electores, las conspiraciones contra
la forma de gobierno, la vulneración de la división de poderes, los atentados contra
la vida y autoridad real, las injurias de palabra o escrito al rey, la reina y el príncipe
heredero, y las acciones encaminadas a destruir la religión oficial del Estado o a que
éste dejase de profesar la religión católica. Las causas contra la seguridad exterior
del Estado se referían a acciones de espionaje y complicidad con un país enemigo y
las que atentaban contra la seguridad interior eran las de rebelión y sedición. La re-
belión aparecía definida como un levantamiento colectivo contra la Constitución o el
gobierno, mientras que la sedición como un levantamiento colectivo desorganizado
que se opone a la ejecución concreta de alguna ley o disposición de las autoridades.
Como se puede apreciar en esta relación, a diferencia de la legislación del Antiguo
Régimen sobre crímenes de lesa majestad, los delitos políticos que más preocupa-
ban a los liberales ya no eran los que de manera imprecisa atentaban contra la “so-
beranía real”, sino los que atentaban directamente contra el principal bien jurídi-
co de la Constitución. De hecho, los ataques contra el rey constitucional quedaron
equiparados y comprendidos entre los delitos contra la Constitución. Las penas para
la mayoría de estos delitos políticos, especialmente para los considerados casos de
traición, quedaron sujetos a la pena de muerte. Los liberales también se empleaban
así con la mayor dureza para defender sus conquistas políticas y sancionar a los que
atentasen contra la nueva soberanía nacional.

No obstante, todas estas medidas se demostraron insuficientes para evitar


el derrocamiento del Trienio y la derogación de su obra legislativa. Los libera-
les no volvieron a encontrar otra oportunidad hasta entrada la década de 1830.
Para entonces, el enfrentamiento de Fernando VII con un grupo de absolutistas,
denominados también apostólicos, insatisfechos con el alcance de las medidas

300
Capítulo XI! Historia del delito político en la España contemporánea (1808-1977) (Óscar Bascuñán Añover)

restauradoras, había provocado la revuelta de los malcontents, la intervención del


ejército, el fusilamiento de sus cabecillas y la deportación de otros implicados. Una
oposición ultra que creció con el apoyo del hermano del rey, el infante Carlos María
Isidro, cuando Fernando VII promulgó la Pragmática Sanción que permitía reinar
a su hija Isabel. Los partidarios de ésta en la sucesión del trono tuvieron que bus-
car el apoyo de los liberales. En 1832 y 1833 el rey concedió indultos a favor de los
perseguidos políticos, que permitía a todos los exiliados o desterrados volver a sus
hogares, retomar sus bienes, profesiones y honores. De este modo, a la muerte de
Fernando VII en 1833, se iniciaba una etapa de transición definitiva hacia el régi-
men liberal, pero lejos de ser una transición pacífica, se vio salpicada por una gue-
rra civil de siete años que constituyó la última gran acción absolutista para conte-
ner la revolución liberal. La guerra carlista fue especialmente cruel, sobre todo en
el norte y noreste del país, y dividió política y socialmente a la población. Durante
el período bélico, la justicia militar fue la que se encargó de juzgar los delitos polí-
ticos de traición o rebelión a través de ejecuciones sumarias ejemplarizantes e in-
contables formas de represión política extrajudiciales. Muchas de éstas ya habían
sido puestas en práctica por el ejército durante la Guerra de la Independencia o
contra los diferentes levantamientos liberales o realistas anteriores y continua-
ban frescas en la memoria de los españoles. Fusilamientos indiscriminados o apa-
leamientos fueron solo algunas de las atrocidades de una cultura de guerra que
perseguía sembrar el terror entre los combatientes, mermar la resistencia de la
población civil y conseguir la victoria a toda costa. El número de muertos osciló
entre los 150.000 y 200.000 sobre una población de 13 millones de habitantes.
Los liberales vieron en la defensa de los derechos dinásticos de Isabel la po-
sibilidad del triunfo de sus ideales. Así, durante los treinta y cinco años siguientes
de reinado de Isabel II (1833-1868) se consumó en el país una transformación
profunda e irreversible que sustituyó el régimen señorial por un nuevo sistema
liberal. Sin embargo, a nivel político, se consolidó una versión mucho más modera-
da del liberalismo que la que alumbraron los primeros legisladores gaditanos. Los
liberales moderados abrazaron el liberalismo doctrinario, establecieron un marco
constitucional, legislativo e institucional ajustado a su programa político y exclu-
yeron a los progresistas de la mayoría de las decisiones políticas y responsabilida-
des de gobierno. Estos liberales progresistas, defensores de limitar el poder de la
Corona, ampliar las libertades individuales y el derecho de sufragio, recurrieron
periódicamente a una serie de pronunciamientos militares, revueltas o formación
de juntas para acceder a un gobierno que solo detentaron durante breves perío-
dos. Esto convirtió al reinado de Isabel Il en una etapa carente de un marco políti-
co estable que asegurase un mínimo grado de convivencia pacífica entre modera-
dos y progresistas, agitada por conspiraciones e insurrecciones para desbancar al
adversario político, sucesión de constituciones, derivas autoritarias y el despertar
de una movilización popular con demandas políticas y sociales crecientes.
Los moderados en el poder trataron de afianzar el orden social mediante la
promulgación de un nuevo Código penal en 1848. Este nuevo Código tumbó de
manera definitiva toda la legislación penal anterior del Antiguo Régimen y con-
siguió estar vigente hasta 1870, En este Código tampoco había ningún precepto
que definiera el delito político, ni aparecían determinados en un título concreto, ni

301
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

siquiera enumerados. Los principales redactores del texto legal, aunque no inclu-
yesen la calificación de delito político en causa alguna, parecían aquí distinguirlos
de los delitos de Estado, a diferencia del Código de 1822, y reducirlos exclusiva-
mente a los delitos de rebelión y sedición. De este modo, los delitos políticos que-
daban limitados a aquellos que atentaban contra el orden político y constitucional
del Estado con la más evidente o directa finalidad política. Además, se avanzaba
hacia una mayor moderación y proporcionalidad en las penas de estos delitos. La
pena capital se mantuvo en este Código para los principales responsables de rebe-
lión y sedición, pero la prisión se encumbraba como la principal forma de castigo
frente a los antiguos tormentos o suplicios, que empezaban a considerarse tristes
recuerdos de un pasado bárbaro. Incluso se llegó a aprobar una ley de prisiones en
1849 que ordenaba la separación entre delincuentes políticos y comunes dentro
de las cárceles, aunque no parece que dicha distinción llegara a cumplirse.
Las luchas de los liberales frente al absolutismo y el temido delito de lesa
majestad al que se enfrentaron en el pasado pudieron estar detrás de esta nueva
concepción y tratamiento penal de los delincuentes políticos. Desde el triunfo de
la Revolución francesa de 1830 cobró fuerza en toda Europa una nueva considera-
ción romántica y comprensiva del delito político, atribuido a personajes movidos
por ideas nobles y altruistas, que aspiraban a un mundo mejor donde se recono-
ciesen mayores libertades y derechos. Según esta corriente de pensamiento, el de-
lincuente político no era un verdadero criminal ni representaba un gran peligro
social. Su comportamiento era honroso y merecía ser tratado con especial lenidad
por la legislación penal liberal. Fruto de este pensamiento liberal, los Estados eu-
ropeos asumieron a mediados del siglo XIX una legislación protectora que otorga-
ba asilo a los refugiados políticos e incorporaban cláusulas de no extradición en
las relaciones diplomáticas con otros países. En 1848, además, Francia abolía la
pena de muerte para los delitos políticos. El Código penal español de ese mismo
año no fue tan generoso, pero la cuestión suscitó intensos debates en las Cortes
que dejaban entrever el crecimiento de las opiniones abolicionistas.
Ahora bien, las ideas liberales originales en relación con la delincuencia políti-
ca acabaron derivando en una serie de correcciones y limitaciones encaminadas a
salvaguardar ante todo el orden social. La revolución democrática y nacional que re-
corrió Europa en 1848 y el temor a que se propagase en España con mayor fuerza y
organización, provocó una reforma del Código en 1850 que endureció las penas im-
puestas a los reos de rebelión y amplió la de muerte a los mandos subalternos impli-
cados. El orden social y la estabilidad institucional del Estado se revelaban para los
moderados un bien a preservar mucho más importante que la ampliación de mayo-
res derechos políticos y garantías jurídicas. Los pequeños conatos revolucionarios
de progresistas y republicanos que estallaron disgregados en Madrid, Barcelona
y algunas zonas de Andalucía, Cataluña y Levante fueron sofocados, saldados con
una decena de fusilamientos y la deportación de centenares de políticos y militares
a Filipinas, Baleares y Canarias. Otros muchos progresistas partieron al exilio. No
sería la primera vez, ni mucho menos la última, que intervenía el ejército y la justicia
militar en la represión de desórdenes públicos. Tomaba así forma otra de las carac-
terísticas del delito político en la historia de la España liberal: el creciente papel del
ejército y la justicia militar en su represión. Su protagonismo no quedó limitado a

302
Capítulo XII Historia del delito político en la España contemporánea (1808-1977) (Óscar Bascuñán Añover)

los tiempos de guerra o a juzgar a los miembros del ejército implicados en pronun-
ciamientos o en incumplimientos de la disciplina castrense. Restablecida la ley del
Trienio de 17 de abril de 1821, la justicia militar fue incrementando sus atribuciones
contra los delitos políticos y consolidando un sistema de orden público militarista
y autoritario. Cualquier tumulto, protesta social o laboral en estas décadas, llevó a
abusar de la declaración del estado de sitio y a la intervención del ejército de manera
bastante autónoma del gobierno civil para reprimir las revueltas y dictar castigos
ejemplares o ejecuciones sumarísimas sobre las personas detenidas. La crudeza con
la que el ejército se mostró en la represión de las revueltas campesinas de El Arahal
en 1857 y Loja en 1861, con cerca de dos centenares de fusilados, ofrece un claro
reflejo de estas formas de actuación. Medidas que serían sistematizadas y recogidas
en la ley general de Orden Público de marzo de 1867, que sometía los delitos polí-
ticos a la jurisdicción militar en caso de declararse el estado de guerra. El proceso
normativo que otorgaba mayores atribuciones a la jurisdicción militar, no haría sino
aumentar en las siguientes décadas.

La fijación del delito político por la libertad de imprenta es otro rasgo que ya
se descubre en esta primera etapa de construcción del Estado liberal. Los límites
de la libertad de prensa fueron una de las principales preocupaciones de los libe-
rales desde los inicios de su obra legislativa en Cádiz. La inquietud por los efectos
de la libre opinión se intentó resolver durante todo este período mediante sucesi-
vas reformas por la vía del Real decreto que tendieron a ampliar los márgenes del
delito político a un número creciente de escritos contrarios a la ley y no sólo a los
considerados de carácter subversivo o sedicioso. Las multas económicas, penas de
prisión y supresión de rotativos que amenazaban a la prensa ayudan a explicar la
contención o amordazamiento que sufrió en estos años la libertad de expresión.
Los intentos de desafiar esta legislación podían pagarse todavía más caro. El 10 de
abril de 1865, el ejército reprimió una manifestación estudiantil que protestaba
por el cese en su cátedra del republicano Emilio Castelar, después de que hubiese
publicado un artículo de prensa crítico con la reina Isabel II. El choque se saldó
con nueve muertos y más de cien heridos. Estos últimos años de Isabel II en el tro-
no estuvieron plagados de protestas sociales, conspiraciones y pronunciamientos
que anunciaban el pronto final de su reinado. La sublevación de los oficiales del
Cuartel de San Gil en Madrid en 1866 extendió las barricadas por toda la ciudad.
La represión fue brutal. El ejército fusiló a setenta personas y Narváez aprovechó
la ocasión para suspender las Cortes y las garantías constitucionales, depurar el
ejército y la administración, cerrar la prensa de la oposición y desterrar a quienes
manifestaron la menor disidencia. La oposición al régimen sumaba para entonces
tantas fuerzas y alianzas en favor de una mayor apertura democrática que ninguna
de estas medidas pudo demorar mucho tiempo más la caída del régimen.

TIL. ELDELITO POLÍTICO ENTRE LOS PRIMEROS INTENTOS DE


DEMOCRATIZACIÓN (1869-1936)

La sublevación estalló en septiembre de 1868. El pronunciamiento militar fue


secundado rápidamente por revueltas populares en las capitales de provincia, con

303
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

la formación de juntas y cuerpos de milicianos. A los pocos días, Isabel II tuvo que
huir a Francia. La “Revolución Gloriosa” daba comienzo a un período del que se es-
peraban profundos cambios y la construcción de un sistema democrático. La nueva
Constitución aprobada en 1869, la más radicalmente liberal y democrática de las
constituciones españolas del siglo XIX, recogía la mayor autonomía de las Cortes, el
sufragio universal para los hombres mayores de veinticinco años y una amplia de-
claración de derechos y libertades del ciudadano, reconociéndose por primera vez
los derechos de reunión y asociación, la libertad de enseñanza y de culto religioso
y unas mayores garantías procesales para los detenidos: nadie podría permanecer
preso más de veinticuatro horas sin intervención de un juez. La Constitución tam-
bién prohibía la existencia de tribunales extraordinarios para las causas políticas y
las Cortes concedieron una amplia amnistía para los procesados por delitos de im-
prenta y por haber tomado parte en otros intentos insurreccionales.
Los cambios políticos necesitaban de una nueva legislación penal para proteger
el orden constitucional. El nuevo Código penal de 1870 se aprobaba en las Cortes pero,
una vez más, sin que quedasen definidos ni concretados los delitos políticos. A pesar
de ello, los legisladores del Sexenio pronto demostraron una gran preocupación por
los delitos políticos mediante la aprobación de otras disposiciones legales en las que se
enumeraban una serie de delitos a los que se les adjudicaba naturaleza política. La ley
de 18 de junio de 1870 sobre la concesión de indultos distinguía entre delitos comunes
y delitos políticos. La Real Orden de 2 de septiembre de 1871 sobre amnistías aumentó
el catálogo de delitos políticos, atribuyendo la condición de políticos a los delitos reco-
gidos en el nuevo código penal contra la seguridad exterior del Estado (a excepción de
la piratería), contra la Constitución, la rebelión, la sedición, los delitos contra el orden
público (atentados, resistencia y desobediencia, desacatos, insultos, injurias y amena-
zas contra la autoridad y sus agentes), los de la misma naturaleza que los anteriores co-
metidos por medio de la imprenta, así como los delitos electorales comprendidos en la
ley electoral de 20 de agosto de 1870 (falsedades, coacciones, arbitrariedades, abusos
y desórdenes cometidos con motivo de elecciones). La ley de enjuiciamiento criminal
de 22 de diciembre de 1872 excluía de la relación anterior de delitos políticos los que
atentaban contra la seguridad exterior del Estado y los de orden público. Por último, la
ley de régimen penitenciario de 15 de febrero de 1873, que contemplaba la detención
y encierro de los procesados por causas políticas en espacios distintos a los ocupados
por los delincuentes comunes en las prisiones, entendía por delitos políticos todos los
enunciados en la Real Orden de 1871 a excepción de los electorales.
La indeterminación, la ausencia de un criterio unánime para definir los delitos
políticos, era un rasgo heredado de los códigos penales anteriores al que se le podía
sacar gran provecho político. La simple enumeración de estos delitos mediante la
aprobación de leyes o decretos otorgaba una herramienta muy poderosa a la mayo-
ría parlamentaria o al gobierno del momento. De este modo, podían incluir o excluir
de la relación de delitos políticos las causas que estimasen convenientes a sus inte-
reses o alos de sus partidarios. Más novedoso es el aumento de los delitos a lo que se
les atribuye un carácter político a través de esta secuencia de disposiciones legales.
La razón de este ensanchamiento del delito político, sin embargo, no se encuentra
en el propósito del nuevo régimen de emplearse con mayor dureza frente a sus ene-
migos políticos. La legislación liberal del Sexenio parecía decidida a actuar con la

304
Capítulo XII. Historia del delito político en la España contemporánea (1808-1977) (Óscar Bascuñán Añover)

mayor moderación en las penas por razones políticas que predominaba en la Europa
liberal de las últimas décadas. Se rescataba así una valoración mucho más indulgen-
te de los delitos políticos y los procesados por estas causas recibían un trato mucho
más favorable o benévolo que los delincuentes comunes. Las voces abolicionistas se
hicieron fuertes en este período y en 1872 se llegó a presentar una proposición de
ley para la supresión de la pena capital en los delitos políticos. Ésta no prosperó y la
pena de muerte no desapareció del código para regicidas consumados o frustrados,
para los que pretendiesen sustituir la monarquía constitucional o para los que se im-
plicasen en una rebelión armada. Aun así, el nuevo código contemplaba un sistema
de gradación en los castigos que permitía que la pena de muerte dejase de ser consi-
derada el único castigo posible para estos delitos y pasase a ser el grado máximo de
castigo que se les podía imponer. De este modo, el código abría una vía para que el
arbitrio del juez pudiese decantarse por la reclusión temporal o perpetua en los de-
litos políticos de mayor gravedad. Este sistema de gradación en los castigos pervivió
durante décadas hasta que la Segunda República abolió la pena de muerte.
En todo caso, la inestabilidad del régimen y los tempranos y crecientes focos de
oposición política y social arrastraron a los legisladores del Sexenio a actuar con fre-
cuencia en circunstancias excepcionales a las contempladas en la Constitución y el
Código penal. Resultó ser un período muy paradójico, abolicionista en los textos legales
y punitivo en la práctica política. Los que durante el período isabelino tanto sufrieron
la restricción de sus libertades políticas y los abusos del poder militar acabaron recu-
rriendo a la elaboración de su propia ley de Orden Público, promulgada el 23 de abril de
1870, Así, aunque la Constitución de 1869 prohibía la creación de tribunales extraordi-
narios para todo tipo de delitos especiales, la nueva ley de Orden Público afianzaba el
papel del ejército y la justicia militar en los conflictos políticos y sociales. Esta ley estuvo
vigente hasta 1933 y preveía un modelo de declaración del estado de guerra mediante
un proceso de cesión de poderes de la autoridad civil a la militar en caso de desórdenes
graves. Enfrentados a una guerra colonial en Cuba desde 1868, a las sublevaciones re-
publicanas del verano de 1869, a un movimiento obrero cada vez más organizado que
se había difundido de la mano de la I Internacional, a la oposición de grandes propie-
tarios de tierras y empresarios que desconfiaban de la democracia, al rechazo de una
Iglesia católica agraviada por la libertad de cultos y las políticas secularizadoras, a las
conspiraciones de los partidarios de la vuelta de los Borbones en la figura de Alfonso
XIL a una guerra civil desencadenada por los carlistas en 1872 y, muy especialmente, al
resquebrajamiento de una alianza de partidos políticos que hiciese posible la alternan-
cia en el poder por vías pacíficas y democráticas, los sucesivos gobiernos suspendie-
ron con frecuencia las garantías constitucionales, anulando así el amplio repertorio de
derechos fundamentales amparados por la Constitución. La intervención de los milita-
res en la sublevación cantonalista del verano de 1873, junto con la prolongación de las
guerras carlista y de Cuba, reforzó el protagonismo del ejército. El 4 de enero de 1874,
el general Pavía encabezó un golpe militar. Las Cortes fueron disueltas y se estableció
un gobierno presidido por el general Serrano que suspendió la Constitución, restringió
la libertad de prensa, disolvió la Internacional, ilegalizó a los republicanos federales y
clausuró sus sociedades. En suma, volvió la política de mano dura.
El retorno de los Borbones a España en enero de 1876 reafirmó los recortes so-
bre las libertades políticas y de prensa. La Constitución de 1876 rescató el principio

305
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

de soberanía compartida, fortaleció el poder de la Corona y restringió el sufragio. No


obstante, la alternancia en el poder pactada entre los nuevos partidos conservador y
liberal, reafirmada tras la prematura muerte del rey Alfonso XII en 1885, favoreció un
cierto reformismo político en las primeras décadas a través de la aprobación de leyes
que establecían los márgenes de determinadas libertades políticas, como la de reu-
niones en 1880, la de imprenta en 1883, la de asociaciones en 1887 y la de sufragio
universal masculino en 1890. El Código penal de 1870 siguió vigente y lo estuvo du-
rante cerca de seis décadas. La relación de delitos considerados de naturaleza política
tampoco experimentó grandes cambios. Los indultos y las grandes amnistías de este
período concedidas en 6 de diciembre de 1914, en 23 de diciembre de 1916 y en 8
de mayo de 1918 revelan que seguían atribuyendo un carácter político a los delitos
contra la seguridad exterior del Estado, contra la Constitución, contra el orden público,
a los cometidos por medio de la imprenta y ocasionalmente a los delitos electorales.
Lo más característico de este período, por tanto, reside en las grandes competencias
alcanzadas por la jurisdicción militar en materia de delitos políticos. Este mayor des-
plazamiento hacia la justicia militar respondía al interés del Estado de que determi-
nados delitos atribuidos a nuevos focos de oposición no pudiesen gozar de la mayor
indulgencia, amnistías y régimen penitenciario que podían recibir los delitos políticos
por la justicia ordinaria. En definitiva, suponía una manera de restringir el trato más
favorable que desde el Sexenio recibían los delincuentes políticos.

Número de delitos políticos en España entre 1883 y 1918


60000

50000

40000

30000

20000

10000

2979

Seguridad Exterior Estado Constitución Orden Público

Fuente: Estadísticas de la Administración de Justicia en lo Criminal, 1883-1918. Elaboración Propia.

La justicia militar se empleó a fondo en la represión de insurrecciones carlis-


tas y republicanas durante la primera década de la Restauración. Más adelante, los
anarquistas coparían el protagonismo de los consejos de guerra. El célebre caso de
la Mano Negra andaluza y la oleada de atentados anarquistas en la década de 1890

306
Capitulo XI Historia del delito político en la España contemporánea (1808-1977) (Óscar Bascuñán Añover)

generó un proceso legislativo de endurecimiento de los castigos y represión contra los


anarquistas, sus asociaciones y periódicos, que culminó con la aprobación de la ley
de Represión del Anarquismo de 2 de septiembre de 1896, que obligaba a abrir juicio
militar a los autores de atentados cometidos mediante el uso de explosivos o materias
inflamables. Unas cuatrocientas personas fueron detenidas en el Castillo de Montjuic
de Barcelona y sometidas a un proceso judicial por lo militar que provocó un gran es-
cándalo entre la opinión pública internacional y se saldó con cinco fusilados. Los de-
litos políticos que hasta este momento disfrutaban de una especial protección frente
alos tratados de extradición entre países, empezaron a sufrir también una mayor res-
tricción. El principal propósito de los Estados que se estaba gestando ha alargado la
controversia hasta nuestros días: despojar de consideración política al terrorismo, y
especialmente al anarquista, para combatirlo con mayor eficacia y evitar que sus per-
petradores se beneficiasen de un trato político y penitenciario favorable. El tratado
entre España y Rusia firmado en 1888 comprometía a los dos países a no poder negar
la extradición de posibles refugiados políticos. El firmado con Cuba en 1905 excluía
de la consideración de delitos políticos los atentados anarquistas para que sus per-
petradores no pudiesen escapar a la extradición. El temor al separatismo catalán, por
otro lado, estuvo detrás de la ley de 1 de enero de 1900, que otorgaba a la jurisdicción
militar el poder para juzgar los insultos contra el ejército cuando eran producidos por
medio de la imprenta. La publicación de una caricatura antimilitarista por el semana-
rio satírico catalanista ¡Cu-Cut! condujo a este proceso a su cumbre con la aprobación
de la famosa ley de Jurisdicciones de 23 de marzo de 1906, que entregaba la jurisdic-
ción de todos los delitos contra el ejército a la justicia militar. De este modo, el ejército
se aseguraba importantes funciones de control y represión sobre la libertad de prensa.
Las crecientes protestas sociales de amotinados, manifestantes y huelguistas
también suscitaban el abuso de la declaración del estado de excepción o de guerra
y eran sofocadas mediante el recurso a la Guardia Civil y las tropas del ejército, que
contaban con el empleo de armas de fuego para disolver a las multitudes. Las víc-
timas por la represión de una huelga en la minas de Riotinto en 1888 son proba-
blemente el mejor testimonio y triste recuerdo de unas prácticas de represión del
conflicto social que se repitieron muy a menudo por toda la geografía española. La
Semana Trágica de Barcelona en julio de 1909, desatada por el reclutamiento de re-
servistas que se oponían a acudir a la guerra de Marruecos y en la que confluyeron
protestas obreras y anticlericales, se saldó con más de cien muertos, centenares de
heridos y, tras un juicio sumarísimo, la ejecución del pedagogo libertario Francisco
Ferreri Guardia. No obstante, la mayor represión contra la protesta social y las orga-
nizaciones obreras se ejerció a partir de 1917. Motines populares contra la carestía
de los productos de primera necesidad y grandes conflictos obreros se extendieron
por todo el país, apuntalando una crisis del régimen que también se sentía amenaza-
do por una parte de la oficialidad del ejército y de los parlamentarios catalanes, acu-
sados de sediciosos por pretender convocar unas Cortes Constituyentes. El sindicato
socialista UGT y el anarquista CNT convocaron una huelga general revolucionaria el
13 de agosto del mismo año, para la que el gobierno recurrió al ejército y ocasionó
casi un centenar de muertos y miles de detenidos entre los huelguistas.
Las huelgas no recibían la consideración de delito político, lo que sí podía ser
un delito político era la alteración del orden con motivo de una huelga, por recaer

307
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

sobre estas acciones la acusación de sedición. A partir de la ley de Huelgas de 27 de


abril de 1909, algunos de los delitos que podían acompañar a una declaración de
huelga o a los conflictos laborales comenzaron a recibir la denominación de “deli-
tos sociales”, diferentes a los políticos y los comunes. Las amnistías de 1914, 1916
y 1918 incorporaron junto a la relación de causas políticas amnistiadas estos deli-
tos sociales para conseguir el apaciguamiento de los implicados en las huelgas. No
obstante, pocas veces los huelguistas se beneficiaron de estas amnistías, ya que los
mismos solían también estar acusados de agresiones, daños y lesiones a agentes de
la autoridad, además de otros delitos comunes, que quedaban expresamente exclui-
dos del favor de la amnistía. Así, de la amnistía de 1918 resultaron más beneficiados
los miembros del Comité de la huelga general de 1917 que sus bases obreras. En
cualquier caso, en estos últimos años los estados de excepción y la suspensión de ga-
rantías constitucionales estuvieron declarados la mayor parte del tiempo. Huelgas
y ocupaciones de tierras continuaron en el campo tres años más. En Barcelona, el
conflicto desarrolló su lado más cruento entre 1919 y 1921. Las huelgas y el pisto-
lerismo anarquista fueron contestadas por las autoridades civiles y militares con la
disolución de sociedades obreras, la supresión de su prensa, detenciones masivas,
deportaciones, encarcelamientos preventivos y ejecuciones extrajudiciales perpe-
tradas por policías y pistoleros a sueldo de las organizaciones patronales.
La extensión de la jurisdicción militar alcanzaría mayores dimensiones durante
la dictadura del general Miguel Primo de Rivera, entre 1923 y 1930. El dictador di-
solvió las Cortes, suspendió las garantías constitucionales y amplió las competencias
de la justicia militar en la represión de la conflictividad política y social con el objeto
de contener la violencia política y reestablecer el orden social. Por Real Decreto de
13 de abril de 1924, los consejos de guerra llegaron a ocuparse de delitos comunes
como el atraco a mano armada, delito asociado en aquel momento a prácticas de
grupos anarquistas que buscaban recursos económicos para mantener la agitación
social. Otra Real Orden de 28 de mayo de 1924 atribuía exclusivamente a la justicia
militar la competencia sobre los delitos de rebelión y sedición. El carácter autorita-
rio del régimen quedó reforzado con la promulgación de un nuevo Código penal en
1928, uno de los que menos tiempo estuvo vigente en la historia de la codificación
liberal española. Nada nuevo aparecía en este Código que ayudase a esclarecer la
definición de delito político vo enumerase una relación de delitos con carácter polí-
tico. Todo apunta, eso sí, a que algunos delitos considerados políticos pasaron a ser
considerados comunes con la intención de endurecer sus penas y excluirlos de los
indultos y amnistías concedidas por el Estado. En este sentido, los delitos contra la
seguridad exterior del Estado y, más concretamente, el de traición, que había recibi-
do la consideración de delito político desde los inicios de la codificación liberal, fue
calificado como “delito común” por Real Decreto de 4 de julio de 1924,
La caída del dictador y la proclamación de la Segunda República en 1931 provo-
carían una nueva oportunidad para la democratización del país, la ampliación de las li-
bertades políticas y las expectativas de una mayor justicia social, que tantas esperanzas
despertó en amplios grupos sociales de la población española. La primera medida del
gobierno provisional conformado el 14 de abril fue decretar una amplia amnistía para
todos los delitos políticos, sociales y de imprenta sometidos a cualquiera de las jurisdic-
ciones. La amnistía, eso sí, no libraría de la purga política a los principales responsables

308
Capítulo XIL Historia del delito político en la España contemporánea (1808-1977) (Óscar Bascuñán Añover)

y sostenedores del golpe y dictadura de Primo de Rivera. Las Cortes condenaron a


Alfonso XII por alta traición y a una veintena de destacados primoriveristas a penas
de confinamiento, destierro e inhabilitación. Saldadas las cuentas con el pasado, los re-
publicanos ensancharon los márgenes de los derechos políticos y civiles como nunca
antes. La Constitución de 1931 reconocía el sufragio universal para las mujeres, recu-
peraba las garantías de libre reunión, asociación e inviolabilidad del domicilio, formaba
un Tribunal de Garantías Constitucionales, ofrecía la posibilidad de constituir regiones
autónomas y prohibía suscribir tratados internacionales para la extradición de delin-
cuentes por causas políticas y sociales. El nuevo Código penal de 1932 acompañaba el
sentido democratizador de los cambios políticos con una mayor humanización de las
penas. Lo más relevante es que abolía la pena de muerte de la jurisdicción civil, no así de
la militar, derogaba la cadena perpetua, establecía un tiempo máximo de veinte años de
prisión, aumentaba las circunstancias eximentes y atenuantes y reducía los agravantes.
Los delitos políticos, como ya era costumbre en la codificación liberal, quedaron
sin definir o enumerar claramente en el articulado del Código penal, pero existían sufi-
cientes indicios en la redacción del texto para entender que se atribuía únicamente un
carácter político a los que atentaban contra la Constitución, la rebelión y la sedición.
Los delitos políticos parecían ceñirse una vez más a aquellos que atentaban contra el
orden constitucional y tenían una finalidad política indudable. Sin embargo, una ley
posterior de 27 de julio de 1933 que reformaba el tribunal del jurado, hacía desapare-
cer prácticamente toda consideración de delito político con la clara intención de des-
pojar a sus autores del trato especial que recibían respecto alos delincuentes comunes.
Las contradicciones parecían volver a aflorar en un nuevo intento por democratizar
el sistema político. Lo que realmente sucedía detrás de esta aparente contradicción
es que el encrespamiento del ambiente político y social estaba minando la voluntad
reformista del primer gobierno republicano-socialista. Las huelgas insurreccionales
promovidas por los anarcosindicalistas, el enfrentamiento con el sector más conserva-
dor de la Iglesia, la quema de diversos conventos e iglesias, el temor a una reacción de
la derecha católica y monárquica, la conflictividad social en el campo, la oposición de
las organizaciones patronales a las reformas laborales y agrarias y un primer intento
de golpe de Estado encabezado por el general Sanjurjo el 10 de agosto de 1932, fueron
motivos suficientes para recurrir a políticas de orden público deudoras del pasado y
llevar a cabo numerosas detenciones por causas políticas y sociales.
A los seis meses de vida del régimen republicano el gobierno ya promulgaba la
conocida ley de Defensa de la República de 21 de octubre de 1931. En esta ley diver-
sas acciones de resistencia a las leyes, indisciplina de las fuerzas del orden, difusión
de noticias que alterasen el orden público, la incitación o comisión de actos violen-
tos por motivos políticos, sociales o religiosos, el menosprecio a las instituciones del
Estado, la apología del régimen monárquico, la tenencia ilícita de armas o explosivos,
el cierre patronal, las huelgas obreras que no se ajustasen al procedimiento debido, la
alteración de los precios y la negligencia de los funcionarios eran calificadas actos de
agresión a la República y castigadas con diferentes sanciones administrativas, destie-
rro o multas. Además, el ministro de la Gobernación quedaba autorizado para clausu-
rar asociaciones y suspender reuniones o manifestaciones públicas de carácter políti-
co, social y religioso. En julio de 1933 la ley era reemplazada por una nueva de Orden
Público que dejaba los derechos políticos y ciudadanos recién conquistados en una

309
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

situación más vulnerable y expuesta a los tribunales militares en situaciones de esta-


do de guerra. El aumento de la conflictividad social llevó a esta política reactiva un año
más tarde a reincorporar la pena capital al ámbito de la justicia ordinaria. El proyecto
abolicionista apenas había durado dos años. Las Cortes aprobaron la reforma penal el
9 de octubre de 1934 sin grandes voces de oposición, en medio de un escenario insu-
rreccional que afectaba especialmente a Asturias y Cataluña y que se saldaba con ci-
fras estremecedoras de unos 1.500 muertos, posiblemente el doble de heridos y miles
de detenidos a los que les esperaba la severidad de los consejos de guerra. La pena de
muerte reapareció en la justicia civil en los atentados con explosivos, la provocación de
accidentes ferroviarios, aéreos o marítimos y el robo a mano armada con el ánimo de
aplacar las tentaciones revolucionarias de la izquierda y los anarquistas.

En este escenario de creciente conflictividad social, radicalización política y


deslealtades al régimen republicano por la derecha y la izquierda, las promesas de
amnistía fueron incorporadas en los programas de los partidos de masas como he-
rramienta de lucha política frente a sus adversarios y utilizadas por gobiernos de
diferente signo político para ampliar sus apoyos parlamentarios o la de sus bases
sociales. La consideración de delito político en estas amnistías fue estirada a muchas
más causas que las que aparecían en el Código republicano. Lo más novedoso es que
la estricta motivación política y social se convirtió en el principal argumento para
ensanchar la consideración de delito político a las acciones delictivas que hubiesen
atentado contra cualquier bien jurídico, incluidos la vida y la propiedad. Además, los
delitos políticos y sociales quedaron prácticamente asimilados en una nueva catego-
ría no menos imprecisa de delitos “político-sociales”. Todo acabó provocando mayor
efecto o sensación de impunidad, arbitrariedad e irritación política que de reconci-
liación y serenidad de los ánimos. La amnistía de 24 de abril de 1934 concedida por
el gobierno de Lerroux fue manejada para exonerar a los principales defensores de
la dictadura de Primo que habían sido depurados, excarcelar a todos los implicados
en la sublevación militar de 1932, especialmente al general Sanjurjo, y así conse-
guir un mayor acercamiento o apoyo de la CEDA. Esta amnistía, además de perdo-
nar los delitos políticos contra la Constitución, de rebelión y sedición recogidos en
el Código, también se hacía extensiva a determinados delitos de orden público (des-
órdenes públicos, atentados, resistencia, desobediencia, desacatos, insultos, injurias
y amenazas a la autoridad, a sus agentes y demás funcionarios públicos), a los co-
metidos por la imprenta o por medio de la palabra en reuniones y manifestaciones,
las infracciones electorales, la tenencia ilícita de armas y, lo más novedoso, a otros
delitos comunes como la evasión de capitales de aquellos que se habían apresurado
a sacar sus ahorros del país con el advenimiento de la República, por entender que
en ellos residía una motivación política. Las fuerzas de izquierda que integraron el
Frente Popular tomaron buena nota y convirtieron la causa de la amnistía para los
miles de represaliados y encarcelados "político-sociales” desde la revolución de oc-
tubre de 1934 en la principal bandera política que les llevó a ganar las elecciones el
16 de febrero de 1936. Cinco días después de esta victoria, el nuevo gobierno apro-
baba una amplia amnistía para delitos políticos y sociales que también llegaba a los
procesados por uso de armas y explosivos, delitos contra las personas y contra la
propiedad, siempre que se hubieran cometido con motivo de rebelión o sedición,
conflictos de trabajo, huelgas u otras motivaciones políticas y sociales.

310
Capítulo XI Historia del delito político en la España contemporánea (1808-1977) (Óscar Bascuñán Añover)

La amnistía del Frente Popular tampoco consiguió sosegar la vida política. En la


primavera de 1936 las posiciones más radicales fueron ganando terreno. Las nume-
rosas huelgas y ocupaciones de tierras promovidas por el movimiento obrero se lo
pusieron difícil al nuevo gobierno, los discursos políticos más enconados fagocitaban
a los principales partidos y los grupos más extremistas se citaban en una lucha calle-
jera que tuvo como principal escenario Madrid. La violencia política en estos meses
pudo ocasionar unas doscientas cincuenta víctimas entre huelguistas, fuerzas del or-
den, juventudes de los partidos, autoridades políticas y judiciales. Números que en el
verano de 1936 parecerían limitados o casi olvidados, cuando un golpe militar contra
el gobierno de la República desencadenase una terrible guerra civil de tres años, con
decenas de miles de ejecuciones judiciales y extrajudiciales. El país quedó dividido en
dos bandos irreconciliables que pusieron en marcha una durísima represión política
contra aquellos que consideraban sus enemigos. El blanco principal del bando repu-
blicano fueron los considerados enemigos políticos, religiosos y de clase; mientras que
los sublevados apuntaron sobre militantes de las organizaciones políticas y sindica-
les vinculadas al Frente Popular, obreros, jornaleros, clases medias liberales y miem-
bros de las fuerzas del orden leales a la República. En definitiva, todo sospechoso de
no simpatizar con las ideas y políticas del bando en el que se había quedado atrapado
durante la contienda, podía convertirse en la siguiente víctima. Ni los tribunales revo-
lucionarios o populares del lado republicano, ni los juicios sumarísimos del sublevado,
aseguraron la menor garantía judicial a los acusados de rebeldes, sediciosos o traido-
res. Especialmente en los primeros meses de la guerra, se actuó sin contemplaciones
para aniquilar toda forma de resistencia, eliminar en masa e imponerse militarmente
al enemigo. En este sentido, las prácticas extrajudiciales o expeditivas de violencia sec-
taria y venganza protagonizadas por activistas políticos sobre el contrario consiguie-
ron la connivencia de las autoridades militares o poderes locales: asaltos a prisiones,
“paseos” y “sacas”, fusilamientos masivos en las cunetas de las carreteras o ante las
tapias de los cementerios fueron las manifestaciones de terror más frecuentes. La gue-
rra pudo ocasionar unas 480.000 víctimas mortales, de entre las que unas 150.000
fueron víctimas de la represión política en retaguardia. No existía un peor final para
una etapa que había intentado ampliar las libertades, afianzar el abolicionismo y dotar
al delito político de mayores derechos y garantías procesales.

IV. EL DELITO POLÍTICO EN LA REPRESIÓN MASIVA DEL FRANQUISMO


(1936-1977)

El triunfo del bando sublevado en la guerra civil dio lugar a la instauración de


una larga dictadura de cuarenta años de duración. El general Francisco Franco con-
centró en sus manos todos los poderes de un régimen reaccionario y antiliberal, con
rasgos fascistas, apoyado en el Ejército y legitimado por la Iglesia. La ausencia de
una Constitución y de separación de poderes llevó a los derechos políticos a sufrir
el mayor repliegue desde el Antiguo Régimen. El pluralismo ideológico y político y
las libertades de expresión, reunión, manifestación, asociación y huelga quedaron
negados o muy mermados. Partidos políticos, sindicatos, asociaciones y periódicos
no afines fueron prohibidos y se estableció un estrecho sistema de censura que anu-
ló la libertad de expresión. El franquismo también llevó a cabo una fuerte represión

311
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

política sobre todos aquellos que se opusieron a la sublevación militar o defendie-


ron la legalidad republicana. El Nuevo Estado los acusó de rebeldía recurriendo a
su particular idea de “justicia al revés”. La jurisdicción de guerra actuó por procedi-
miento sumarísimo contra todos los aparatos del poder republicano y sus apoyos
sociales. A pesar de las promesas de clemencia expresadas por el dictador, los con-
sejos de guerra y la represión extrajudicial protagonizada por requetés y falangistas
pudieron acabar con la vida de unos 50.000 españoles entre 1939 y 1950, en un
claro ejemplo de revanchismo o escarmiento colectivo. En estos mismos años, unas
450.000 personas cruzaron las fronteras en el exilio de mayores proporciones de la
historia de España y unas 270.000, que no quisieron salir del país o que retornaron
ante las dificultades encontradas en el extranjero, conocieron de cerca las prisiones,
los campos de concentración, los batallones disciplinarios de soldados trabajadores
y las colonias penitenciarias militarizadas, donde debieron enfrentarse a condicio-
nes de vida miserables, el ritmo de trabajo, el hacinamiento, las torturas, el hambre y
las epidemias que causaron no pocas muertes.

Reclusos por delitos de rebelión en España, 1942-1946

120000

100000

80000

40000 |

20000 E

1942 1943 1944 19 19

Fuente: Anuario Estadístico de España, 1943-1947. Elaboración propia.

A esta actividad represora se sumó la aprobación de la ley de Responsabilidades


Políticas de 9 de febrero 1939, que castigaba de manera retroactiva una serie de prác-
ticas políticas realizadas desde la insurrección de octubre de 1934. Esta ley condenaba
así acciones legales en el momento de producirse y ensanchaba el delito político a ni-
veles desconocidos en la historia contemporánea de España, manteniendo su vigencia
hasta 1966. La ley, además de confirmar la ilegalidad de las organizaciones opuestas
al régimen y la confiscación de sus bienes por parte del Estado, buscaba extender la
represión política a cualquier individuo que de cualquier modo hubiera colaborado
con el bando republicano, aunque no hubiese empuñado las armas. Los diecisiete
tipos delictivos que comprendía la ley estaban redactados de manera tan imprecisa

312
Capítulo XIL Historia del delito político en la España contemporánea (1808-1977) (Óscar Bascuñán Añover)

que permitía actuar con discrecionalidad y sin las menores garantías judiciales a unos
tribunales especiales conformados por militares, falangistas y magistrados. Las res-
ponsabilidades políticas llegaban hasta los simples afiliados de las organizaciones po-
líticas afines al Frente Popular, no así de los afiliados a las sindicales, que quedaron fi-
nalmente eximidos para evitar un mayor colapso de los tribunales. Este Tribunal llegó
a abrir unos 200.000 expedientes. Las penas y sanciones, complementarias a las de los
consejos de guerra, podían consistir en el confinamiento o destierro, la pérdida de em-
pleo e inhabilitación absoluta, fuertes multas y el embargo o incautación de bienes. El
recurso a los testigos había conseguido extender por la sociedad un clima de delación
y sospecha. La intención aquí no consistía en hacer llegar un trato indulgente y benefi-
cios penitenciarios a un mayor número de causas y procesados de significado político,
como ocurrió en periodos anteriores del liberalismo español. Muy al contrario, se tra-
taba de criminalizar un mayor número de conductas políticas y agravar sus penas, lo
que recordaba a las prácticas políticas y judiciales del Antiguo Régimen y lo vinculaba
alos regímenes totalitarios europeos del período de entreguerras.

El estado de guerra se mantuvo en vigor hasta julio de 1948 y la justicia militar


u otras jurisdicciones especiales de vocación ejemplarizante suplantaron práctica-
mente a la ordinaria para perseguir todo tipo de actividad política contraria al régi-
men, fuese esta oposición por vías armadas o cívicas. La multiplicación de órganos
jurisdiccionales especiales fue una constante durante toda la dictadura. A la ley de
Responsabilidades Políticas le sucedieron algunas otras con propósitos complemen-
tarios de anular cualquier tipo de resistencia política mediante tribunales excepciona-
les que socavaban las mínimas garantías procesales. La ley sobre Represión contra la
Masonería y el Comunismo de 1 de marzo de 1940 se aplicó sobre aquellos que según
el régimen podían pertenecer a organizaciones opositoras o difundir “ideas disolven-
tes” contra su particular noción de la religión, la patria, las instituciones fundamenta-
les del Estado y la armonía social. El Tribunal Especial que estableció esta ley podía
dictar penas que iban desde la incautación de bienes a los treinta años de prisión. Para
su actuación resultó fundamental la creación en 1941 de la Brigada Político-Social, po-
licía política del régimen conocida por sus métodos de tortura. El tribunal condenó a
cerca de 9.000 personas y se mantuvo en funcionamiento hasta 1964, cuando buena
parte de sus atribuciones fueron asumidas por el Tribunal de Orden Público. La ley de
Seguridad del Estado de 29 de marzo de 1941 atribuía a la justicia militar delitos como
la circulación de noticias y rumores perjudiciales a la seguridad del Estado y ultrajes
a la nación, las asociaciones y propagandas políticas no permitidas, la suspensión de
servicios públicos y las huelgas. La ley de 2 de marzo de 1943 equiparaba el delito po-
lítico de rebelión militar a acciones como la publicación de noticias que considerasen
falsas o tendenciosas, los plantes, las huelgas y sabotajes, las asociaciones de trabaja-
dores y otros actos que tuviesen un fin político y alterasen el orden público. El decre-
to-ley de Represión del Bandidaje y el Terrorismo de 18 de abril de 1947 confirmaba
la atribución de los delitos políticos a los tribunales militares y sirvió para fundamen-
tar la ofensiva del régimen contra la guerrilla, que se había incrementado a causa de
las expectativas despertadas entre los republicanos por el triunfo de los aliados en la
Segunda Guerra Mundial. La pena de muerte alcanzó a causas donde no existía el deli-
to de sangre y una nueva aplicación masiva de la “ley de fugas” daba pocas posibilida-
des alos guerrilleros capturados de seguir con vida.

313
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

Reclusos por delitos no comunes en España, 1948-1953

18000

16000

14000

12000

10000

8000

6000

4000

2000 'W

0
1948 949 151 |

Fuente: Anuario Estadístico de España, 1953. Elaboración propia.

Aun así, los adalides del franquismo hicieron grandes esfuerzos por argumen-
tar que la justicia del régimen no perseguía ideologías ni opiniones políticas sino
a delincuentes comunes que se habían amparado en organizaciones políticas cri-
minales para cometer todo tipo de acciones que atentaban contra el bien común
y la unidad de la patria. Tampoco mostraban reparos en propagar la idea de un
“Caudillo” compasivo y generoso, que conmutaba penas de muerte, y de una justi-
cia reparadora, que pretendía compensar el mal causado por la anti-España, pero
que daba la oportunidad a los descarriados de reincorporarse a la sociedad una
vez cumplida la pena y hecho el propósito de enmienda. El Código penal de 1944,
en este sentido, y sus reformas sucesivas de 1963 y 1973, se presentaba herede-
ro de la codificación liberal y tendente a reducir la pena de muerte en favor de la
pena privativa de libertad. Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos retóricos del
franquismo, este Código penal incluía la huelga, la libre asociación, reunión y pro-
paganda política en el catálogo de delitos, castigados con mayor severidad en cada
nueva reforma. Además, la jurisdicción militar era la que siempre entendía en las
causas que el régimen consideraba políticamente muy graves como la traición, re-
belión, sedición y terrorismo. La justicia militar era también la que monopolizaba
la pena de muerte y podía enviar a los procesados por causas políticas a morir
fusilado o agarrotado.
Estas prácticas duramente represivas y las políticas anticomunistas que pro-
movió Estados Unidos en un nuevo contexto internacional y diplomático de Guerra
Fría, consiguieron doblegar a la oposición y apuntalar la consolidación del régi-
men. La persecución del delito político entró en un período de transición en los
años cincuenta hasta que una década más tarde volviese a recobrar un gran pro-
tagonismo debido al surgimiento de una nueva generación de antifranquistas. El
incremento de las huelgas, otras protestas obreras y estudiantiles en la década de

314
Capitulo XIL Historia del delito político en la España contemporánea (1808-1977) (Óscar Bascuñán Añover)

los sesenta, al ritmo del desarrollismo económico, el aumento del número de tra-
bajadores industriales y estudiantes universitarios, suscitó una respuesta decidi-
da del régimen. En 1958 creó un Juzgado Militar Especial Nacional de Actividades
Extremistas especializado en asuntos de terrorismo y actividades armadas. Un año
más tarde aprobó una nueva ley de Orden Público pensada para someter las nue-
vas formas de protesta social y laboral a la jurisdicción militar y en 1960 un nuevo
decreto de Represión de la Rebelión, el Bandidaje y el Terrorismo consideraba de-
lito de rebelión militar las reuniones, manifestaciones y publicaciones que podían
alterar el orden público. Desde la inmediata postguerra la acusación de rebelión
militar no había sido utilizada de manera tan imprecisa ni recaído sobre tantas
acciones políticas. El régimen no bajaba la guardia frente a actuaciones vinculadas
con el despertar de una nueva oposición política y la emergente actividad sindical
que albergaba la gestación de las “comisiones obreras”. En estas fechas volvieron a
proliferar los consejos de guerra, pero ninguno llegó tan lejos como el que condenó
a morir a Julián Grimau frente a un pelotón de fusilamiento en 1963, un militante
clandestino del PCE acusado de rebelión militar por supuestos delitos cometidos
veinticinco años antes, en plena guerra civil. La presión internacional y la avalan-
cha de peticiones de clemencia de jefes de Estado y todo tipo de personalidades
del mundo no pudieron evitar que el régimen volviese a aplicar la pena de muerte
por causas políticas. Pocos meses después, otro consejo de guerra enviaba a morir
mediante garrote a Joaquín Delgado y Francisco Granado, dos jóvenes anarquistas
acusados de terrorismo por la supuesta colocación de dos bombas en Madrid que
habían provocado una veintena de heridos y numerosos daños materiales.
El franquismo, pese a todo, no era tan indiferente a las presiones y condenas interna-
cionales. La repercusión de la ejecución de Grimau llevó al régimen a crear en diciembre
de 1963 un tribunal especial para delitos políticos que limitase la amplia extensión de la
jurisdicción militar en la represión de la actividad política y sindical. El Tribunal de Orden
Público (TOP) reemplazaría así al Tribunal Especial de Represión de la Masonería y el
Comunismo, al Juzgado Militar Especial Nacional de Actividades Extremistas y dejaría pro-
visionalmente sin efecto parte del articulado del duro decreto de Represión de la Rebelión,
el Bandidaje y el Terrorismo de 1960. El TOP pasó a ser el principal instrumento represivo
de la dictadura hasta su abolición el 4 de enero de 1977. Su labor consistía en procesar
y condenar los delitos que el régimen consideraba políticos, entre los que destacaban las
acciones contra el jefe del Estado, las Cortes, el Consejo de Ministros y forma de Gobierno;
la rebelión y la sedición; los desórdenes públicos; la asociación y la propaganda política
no permitida; las reuniones o manifestaciones que etiquetasen de no ser pacíficas, las de-
tenciones ilegales siempre que obedecieran a un móvil político o social; el allanamiento de
morada; las amenazas y coacciones; y el descubrimiento y revelación de secretos. Miles de
sindicalistas y huelguistas, estudiantes y todo tipo de miembros de organizaciones políti-
cas clandestinas conocerían muy de cerca los pasillos de este tribunal por ejercer lo que en
los países democráticos eran expresiones cívicas y políticas reconocidas por la ley. En sus
años de funcionamiento, su actuación creció de manera exponencial al incremento de la
contestación política y la agonía del franquismo: sia principios de la década de 1970 había
procesado a unos 900 opositores, en 1974 ya eran 6.000 los procesados por motivos po-
líticos y en el bienio 1974-1976 tramitó unas 13.000 causas. Trabajadores y dirigentes de
las ilegalizadas Comisiones Obreras, militantes del PCE, estudiantes y activistas de varias

315
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

organizaciones de la izquierda radical conformaron el grueso de los presos políticos en es-


tos años finales del franquismo.
El TOP, aun así, no consiguió acabar con los consejos de guerra. Entre este
tribunal especial y la justicia militar se mantuvo un régimen dual de competencias
no siempre bien definido, que en caso de duda se decantaba por la militar. Además,
la irrupción de la banda terrorista ETA con sus primeros asesinatos en 1968 pro-
vocaron un nuevo protagonismo de la justicia castrense. Un decreto-ley de 16 de
agosto de 1968 venía a reinstaurar el de Represión de la Rebelión, el Bandidaje y el
Terrorismo de 1960 que equiparaba el terrorismo a la rebelión militar y devolvía
las competencias en esta materia a la jurisdicción militar. El régimen preparaba un
duro escarmiento a ETA, el nacionalismo vasco y la disidencia política en general.
Los tímidos avances defendidos por los aperturistas del régimen en favor de una
relajación de la censura y una relativa permisividad de las organizaciones obreras
clandestinas, también fueron paralizados desde 1969. Las detenciones indiscri-
minadas, palizas y torturas al amparo de las sucesivas declaraciones del estado
de excepción alcanzaron un momento culminante durante el conocido Proceso de
Burgos de 1970, un consejo de guerra contra dieciséis miembros de la banda te-
rrorista, entre ellos dos sacerdotes, que se saldó con nueve condenas a muerte. En
esta ocasión, las protestas dentro y fuera del país y la presión internacional por las
inminentes ejecuciones convencieron al dictador de la conveniencia de conmutar
todas las penas de muerte por largas penas de prisión.
El recrudecimiento de los atentados terroristas reforzó el endurecimiento de
la represión y el predominio de la justicia militar hasta los últimos días del fran-
quismo. Un consejo de guerra envió a morir por garrote en 1974 a Salvador Puig
Antich, un militante de un grupo anticapitalista que preconizaba la violencia re-
volucionaria, acusado de la muerte de un policía. Pero esta justicia castrense no
sólo fue empleada para reprimir duramente la acción violenta de los grupos se-
paratistas o marxistas, sino también para apercibir a toda la oposición política y
acallar las voces ultras del régimen que le reclamaban más mano dura. El conocido
decreto-ley antiterrorista de 27 de agosto de 1975 reactivaba el papel de la juris-
dicción militar, recortaba las garantías procesales al establecer los procedimientos
de urgencia o sumarísimos, rescataba la retroactividad y, con el pretexto de com-
batir el terrorismo, endurecía también las penas previstas para castigar la activi-
dad clandestina de las asociaciones políticas ilegales ajenas a la violencia, ya fuese
por promover plataformas políticas, repartir octavillas o enfrentarse a la policía
en concentraciones o manifestaciones. El franquismo llegaba a su fin dotando a la
justicia militar de las mayores competencias de su historia en la persecución de
delitos de consideración política y de terrorismo. El régimen, en su momento de
mayor debilidad, quería dar una repuesta contundente y ejemplarizante a toda la
oposición. La aplicación del decreto-ley en las siguientes semanas llevó a varios
consejos de guerra a imponer cinco penas de muerte contra tres miembros de la
organización marxista revolucionaria FRAP y dos miembros de ETA. Esta vez la
presión internacional y la indignación de la oposición antifranquista no pudieron
hacer nada. El día 27 de septiembre de 1975 eran fusilados los cinco condenados
a muerte.

316
Capitulo XI Historia del delito política en la España contemporánea (1808-1977) (Óscar Bascuñán Añover)

El nuevo horizonte político que se abrió con la muerte del dictador tuvo que
afrontar inevitablemente el reconocimiento de los derechos políticos y sociales de
asociación política, expresión, reunión, manifestación, libertad sindical y huelga,
así como la situación de los delitos políticos. Vaciar las cárceles de presos políticos
se convirtió en el símbolo de un nuevo comienzo hacia la transición democrática.
La primera medida vino con un indulto general el 25 de noviembre de 1975, con
motivo de la proclamación de Juan Carlos de Borbón como rey de España. El indul-
to supuso la excarcelación de unos 700 presos políticos, pero de poco servía una
medida así cuando el gobierno continuaba realizando detenciones masivas por
participar en reuniones políticas y sindicales, repartir propaganda o realizar pin-
tadas. La constante movilización de una oposición que empezaba a recuperar la
libertad fue determinante para que el nuevo ejecutivo presidido por Adolfo Suárez
concediese una amnistía el 30 de julio de 1976. Este nuevo gobierno también supo
entender que la amnistía le ofrecía una oportunidad para marcar distancias con
su pasado. Ésta beneficiaba a todos los delitos y faltas ejecutados con intenciona-
lidad política, social o de opinión, siempre que no hubiesen ocasionado lesiones o
puesto en peligro la vida de las personas. La amnistía dejaba de esta manera fuera
del perdón, además de a los presos comunes, a un sector de los que entonces la
oposición también consideraba presos políticos por luchar contra el franquismo:
los condenados por terrorismo.
La amnistía debía ser general para la oposición, debía de extenderse a todos
los delitos de intencionalidad política ocurridos desde el golpe de Estado de 1936,
porque solo así se conseguiría la reconciliación necesaria para una nueva etapa
constituyente de libertad y entendimiento político. Con el referente de la amnistía
concedida por el Frente Popular durante la Segunda República, la oposición esti-
raba la consideración de delito político a toda acción que tuviese una motivación
política y social, aunque se hubiese atentado contra la vida o la integridad física de
las personas. Esta demanda se convirtió en un clamor pero el gobierno, asediado
por secuestros, atentados y presiones en su contra, prefirió recurrir a puntuales
medidas de gracia o a extrañamientos de presos de ETA al extranjero hasta que no
se celebrasen las primeras elecciones de 15 de junio de 1977. La amnistía general
fue finalmente aprobada el 15 de octubre de 1977, con el apoyo parlamentario
de la mayoría de los grupos políticos. Para entonces quedaban poco más de 150
presos considerados políticos en las cárceles, la mayoría de ETA. La amnistía se
extendía a todos los delitos que tuviesen intencionalidad política, incluidos los ac-
tos terroristas, a cambio de incluir en el perdón a las autoridades y agentes del
orden que por convicción u obediencia atentaron contra los derechos fundamen-
tales de las personas durante la dictadura. Los partidos políticos creyeron que así
se conseguiría acabar con el terrorismo, pero ETA todavía estaba por escribir su
historia más sanguinaria. Lo que sí consiguió la ley fue garantizar la impunidad de
la dictadura y proteger a los colaboradores del régimen de futuras peticiones de
responsabilidades políticas. En la última década han arreciado las voces y orga-
nizaciones de derechos humanos que solicitan la derogación de esta última ley de
amnistía por entender que atenta contra los derechos humanos de las víctimas del
franquismo.

317
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

V. CONCLUSIONES

El delito político surgió como una construcción ideológica poco precisa para
referirse a un conjunto de acciones heterogéneas que eran consideradas atenta-
torias contra el poder establecido. Los intentos de los legisladores del pasado por
definir el delito político, otorgarle un tratamiento penal uniforme o convertirlo en
un fenómeno esencialmente jurídico han estado limitados por la ideología política
del régimen vigente en cada momento histórico o por otras razones de convenien-
cia, intereses y oportunidad política de los detentadores del poder. Esta supedita-
ción al contexto político e ideológico lo ha dotado de significados muy diferentes,
ha alterado severamente la gravedad de las penas impuestas y en numerosas oca-
siones lo ha hecho convivir cerca de la discrecionalidad y los abusos de los go-
bernantes. Más que una tipología delictiva particular, el delito político ha sido una
consideración utilizada por el poder tanto para conseguir anular, encerrar o ejecu-
tar a sus enemigos como para argumentar la mayor lenidad e indulgencia con los
detenidos, especialmente con aquellos penados por regímenes o gobiernos ante-
riores y adversos. Los procesados por motivaciones políticas también han apelado
a esta consideración de delito político para conseguir un tratamiento penal dife-
renciado y reclamar el reconocimiento y la legitimidad de sus acciones.
La indeterminación del delito político pudo favorecer el protagonismo de la
justicia militar en su represión y la diversidad de causas sobre las que recayó una
consideración política. Los primeros intentos liberales, asediados por las resisten-
cias absolutistas, elevaron la consideración de delito político a todas las acciones
que atentaban contra la seguridad, organización y funcionamiento del Estado. Más
adelante, ya consolidado el liberalismo, el delito político parecía quedar restrin-
gido a aquellas acciones que atentaban contra el orden político y constitucional,
siempre que tuviesen la más estricta motivación política, como era el caso de la
rebelión y la sedición. La motivación política fue asumida por los primeros gobier-
nos de vocación democrática o más garantistas para ofrecer mayor indulgencia
y beneficios penitenciarios a los procesados políticos, aunque nunca estuvieron
exentos de contradicciones e involuciones en este sentido. En los años de mayor
conflictividad de la Segunda República, la motivación política y social llegó a pre-
valecer sobre el bien jurídico atacado, lo que llevó a extender la consideración de
delito político a acciones en las que se había atentado contra la propiedad o la vida.
El franquismo, finalmente, criminalizó el mayor número de prácticas de significa-
do político desde el Antiguo Régimen y agravó sus castigos, apoyado en una severa
justicia militar En definitiva, el delito político no ha seguido un guión definido ni
una trayectoria lineal y progresiva hacía una mayor indulgencia o tratamiento ga-
rantista con los procesados políticos entre 1808 y 1977. El camino ha estado de-
masiado expuesto a contradicciones y retornos traumáticos. Esta enseñanza que
nos ofrece la perspectiva histórica debería alertar al lector del momento actual en
el que se escriben estas líneas y estimular nuevos estudios que requieren de nece-
sarias perspectivas interdisciplinares, trasnacionales y comparativas.

318
Capítulo XIL Historia del delito político en la España contemporánea (1808-1977) (Óscar Bascuñán Añover)

Notas

1 Este capítulo lo he escrito en diálogo y gracias a las principales aportaciones sobre el tema
de Alicia FIESTAS LOZA, Los delitos políticos, 1808-1936, Salamanca, 1977; Manuel Alberto
MONTORO BALLESTEROS, “En torno a la idea de delito político. (Notas para una ontología de
los actos contrarios a Derecho)", en Anales de Derecho, 18 (2000), pp. 131-156; Pedro OLIVER
OLMO, La pena de muerte en España, Madrid, 2008, y Manuel ÁLVARO DUEÑAS, “Delitos po-
líticos, pecados democráticos”, en J. Aróstegui (coord.), Franco: la represión como sistema,
Barcelona, 2012, pp. 60-106. También es fruto de las enseñanzas de otros trabajos que apa-
recen en la bibliografía que se facilita al final de este texto. Agradezco muy especialmente a
Fernando Hernández Holgado y a Miguel Martorell sus comentarios y sugerencias bibliográfi-
cas en la realización de este texto.

319
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
ÁGUILA, Juan José del, El TOP La represión de la libertad (1963-1977), Barcelona, 2001.
ÁLVARO DUEÑAS, Manuel, “Por ministerio de la Ley y voluntad del Caudillo”. La Jurisdicción
Especial de Responsabilidades Políticas (1939-1945), Madrid, 2006.
ÁLVARO DUEÑAS, Manuel, “Delitos políticos, pecados democráticos”, en J. Aróstegui
(coord.), Franco: la represión como sistema, Barcelona, 2012, pp. 60-106.
BALLBÉ, Manuel, Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-1983),
Madrid, 1985.
CABRERA, Mercedes, “Los escándalos de la dictadura de Primo de Rivera y las responsabili-
dades en la República: el asunto Juan March”, en Historia y Política, 4 (2000), pp. 7-30.
CASANOVA, Julián y GIL ANDRÉS, Carlos, Historia de España en el siglo XX, Barcelona, 2009.
CRUZ, Rafael, Protestar en España, 1900-2013, Madrid, 2015.
FIESTAS LOZA, Alicia, Los delitos políticos, 1808-1936, Salamanca, 1977.
GARLAND, David, La cultura del control. Crimen y orden social en la sociedad contemporá-
nea, Barcelona, 2005.
GÓMEZ BRAVO, Gutmaro, Crimen y castigo. Cárceles, justicia y violencia en la España del si-
glo XIX, Madrid, 2005.
GONZÁLEZ CALLEJA, Eduardo, La razón de la fuerza. Orden público, subversión y violencia
en la España de la Restauración (1875-1917), Madrid, 1998.
GONZÁLEZ CALLEJA, Eduardo, El máuser y el sufragio. Orden público, subversión y violencia
política en la crisis de la Restauración (1917-1931), Madrid, 1999.
GONZÁLEZ CALLEJA, Eduardo, La España de Primo de Rivera. La modernización autoritaria,
1923-1930, Madrid, 2005.
JULIÁ, Santos, Historia de las dos Españas, Madrid, 2004.
JULIÁ, Santos, República y guerra civil (Historia de España Menéndez Pidal, vol. X), Madrid,
2003.
LORENZO RUBIO, César, Cárceles en llamas. El movimiento de presos sociales en la Transición,
Bilbao, 2013.
MARTORELL, Miguel y Santos JULIA, Manual de historia política y social de España (1808-
2011), Barcelona, 2012.
MOLINERO, Carme, SALA, Margarida, y SOBREQUÉS, Joan (eds.), Una inmensa prisión.
Los campos de concentración y las prisiones durante la guerra civil y el franquismo.
Barcelona, 2003.
MONTORO BALLESTEROS, Manuel Alberto, “En torno a la idea de delito político. (Notas
para una ontología de los actos contrarios a Derecho)”, en Anales de Derecho, 18
(2000), pp. 131-156.
MUÑOZ MACHADO, Santiago (ed.), Los grandes procesos de la historia de España, Barcelona,
2002.
OLIVER OLMO, Pedro, La pena de muerte en España, Madrid, 2008.
OLIVER OLMO, Pedro (coord.), El siglo de los castigos. Prisión y formas carcelarias en la
España del siglo XX, Barcelona, 2013.
PÉREZ LEDESMA, Manuel, Estabilidad y conflicto social. España, de los iberos al 14-D,
Madrid, 1990.
PRADA RODRÍGUEZ, Julio, La España masacrada. La represión franquista en la guerra y la
posguerra. Madrid, 2010.

320
Capítulo XIL. Historia del delito político en la España contemporánea (1808-1977) (Óscar Bascuñán Añover)

RIQUER, Borja de, La dictadura de Franco (Historia de España, vol. 9), Barcelona, 2010.
RUGGIERO, Vincenzo, La violencia política. Un análisis criminológico, Barcelona, 2009.
RUIZ-FUNES, Mariano, Evolución del delito político, Madrid, 2013 [1? ed., 1944].
RUIZ MIGUEL, Alfonso, “Los derechos en el franquismo”, en P. Díaz Sánchez (ed.), Los jueces
contra el franquismo: justicia democrática, Madrid, 2016, pp. 47-88.
TILLY, Charles, Los movimientos sociales, 1768-2008: desde sus orígenes a Facebook,
Barcelona, 2009.
TOMAS Y VALIENTE, Francisco, Manual de historia del derecho español, Madrid, 2002.
VILLARES, Ramón y MORENO LUZÓN, Javier, Restauración y dictadura (Historia de España,
vol.7), Barcelona, 2009.

321
Capítulo XIII
Cárceles de mujeres
en la España contemporánea:
Un enfoque histórico-social
Fernando Hernández Holgado
Universidad Complutense de Madrid

El universo de las prisiones femeninas, al igual que los análisis sobre los deli-
tos cometidos por mujeres con sus factores explicativos y consecuencias sociales,
ha sido tradicionalmente ignorado por el mundo académico. En los manuales de la
historia de la prisión al uso, el relato hegemónico ha reservado un lugar marginal,
anecdótico, a la realidad de las mujeres encarceladas. Ese relato histórico predo-
minante, referido casi exclusivamente a la experiencia penitenciaria masculina, se
ha presentado no obstante como universalista y totalizador, al menos en el campo
de la historia del Derecho. La llamada “historia de las prisiones” ha sido, en reali-
dad, una historia de la penalidad y de las instituciones penitenciarias masculinas.
Partimos pues de una invisibilidad que solo recientemente ha venido siendo
desvelada por el empuje de la criminología crítica de género, primero en Estados
Unidos y Gran Bretaña -desde mediados de los años sesenta- y después en Francia,
Italia, España y algunos países latinoamericanos. Varias razones podrían apuntarse
como explicación de esa invisibilidad: desde el bajo nivel de amenaza social que
tradicionalmente han tenido los delitos cometidos por mujeres, hasta el pequeño
porcentaje que estas han tenido secularmente en las cifras totales de la población
reclusa, sin olvidar el sesgo sexista de nuestras sociedades.
Apoyándose en estudios empíricos tanto de base actual como histórica, la cri-
minología de género, de tardío desarrollo en España, defiende que la pena privativa
de libertad ha sido y sigue siendo, por sus consecuencias tanto para la propia perso-
na Como para su entorno, mucho más severa para las mujeres que para los hombres.
Hoy día, el tratamiento penitenciario de las mujeres privadas de libertad continúa
fundándose en concepciones tradicionales que refuerzan el rol de la domesticidad
y generan situaciones discriminatorias. Pero todo esto tiene su base histórica y de
ella, al menos para su fase contemporánea, nos vamos a ocupar en este capítulo.

[ ANTECEDENTES

11. Las “casas-galera”

Michel Foucault dató a finales del siglo XVIII el nacimiento en Europa del
encierro penal, o de la pena privativa de libertad. Recientemente, sin embargo,

323
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

algunos autores -y entre ellos las impulsoras de la criminología de género y la


historia social- han rescatado de la historia curiosos antecedentes femeninos. Tal
es el caso del Spinhuis de Amsterdam, el renovado de 1645, uno de los primeros
ejemplos documentados de establecimiento disciplinario-laboral específicamente
femenino. Allí eran encerradas mujeres cuyos padres o maridos no habían conse-
guido sujetarlas a sus deberes y obligaciones como buenas hijas y esposas, ade-
más de “mujeres deshonestas o públicas pecadoras”, que eran obligadas a realizar
trabajos de hilado. En este caso, el delito, o más bien el pecado, estaba directa-
mente relacionado con la moralidad sociosexual de la época. Por entonces, Europa
empezó a llenarse de homes of correction de esta clase.
Un modelo muy semejante de establecimiento de encierro femenino discipli-
nario y correccional fue el ideado a principios del siglo XVII por sor Magdalena
de San Jerónimo en Valladolid en su famosa “Obrecilla”, o “Razón y forma de la ca-
sa-galera”. La “galera de mujeres” recibía su nombre de la principal pena punitiva
establecida para los varones por aquel entonces, la condena a remar en las galeras
del rey. La “casa bien cerrada” en la que eran recluidas las mujeres “pecadoras”
estaba regida por una rígida rutina de rezos y trabajo de costura que no estaba
exenta de castigos y disciplinas. Dicho trabajo de costura se convertía, siguiendo
también a otro inspirador de la “casa-galera”, el doctor Pérez de Herrera, en una
herramienta de corrección y reforma, para que...
“Con los ojos en las manos,
Y ocupadas en labores,
Tendrán costumbres mejores”.

Rezos continuos y trabajo de costura enfrentado al ocio como “fuente de todo


pecado”, todo ello en cámara bien cerrada, como metáfora del hogar doméstico: tal
fue la rutina punitiva femenina que se repitió durante siglos, también en el tránsi-
to del Antiguo Régimen a la Modernidad, aplicada por agentes religiosos. Y es que
el discurso de la Modernidad encarnado en las sucesivas reformas que termina-
rían consolidando en España el encierro penal con características más o menos
rehabilitadoras o resocializadoras, según la terminología oficial, apenas afectó a
las mujeres, al menos hasta las últimas décadas del siglo XX, y aun así de manera
deficiente.
Como ha señalado Fernando Burillo, durante siglos, serían “aquellos delitos
contra los preceptos morales el centro de atención preferente de la represión
penal femenina”. En esto, el acuerdo de penalistas, sociólogos e historiadores es
unánime. En su comentario a la casa-galera de Magdalena de San Jerónimo, García
Valdés señala que las “conductas rechazables” de las galerianas...
“(...) atañen fundamentalmente, al comportamiento descarriado en libertad de las
reclusas, nunca se refieren a hechos graves y, menos capitales, pero sí con una enti-
dad que es juzgada, en cualquier caso, como inmoral”.

El énfasis correctivo de este primer “encierro penal" incluía altas dosis de cruel-
dad y maltrato, tal y como preconizaba sor Magdalena de San Jerónimo. Todo ello re-
dundaba en un mayor control y vigilancia de las galerianas, así como en un ambiente
todavía más opresivo y claustrofóbico que el de los presidios y cárceles de hombres.

324
Capítulo XII. Cárceles de mujeres en la España contemporánea: Un enfoque histórico-social (Fernando Hernández Holgado)

Se trataba, en suma, de una temprana “disciplina del alma" —y del cuerpo también-
exclusivamente centrada en las mujeres, hasta cierto punto semejante a la teorizada
por Foucault cuando explicó el nacimiento de la prisión contemporánea a finales del
siglo XVIII, con la aparición de los nuevos saberes penitenciarios. Y, sin embargo,
resulta llamativo el olvido o el vacío en los estudios históricos del filósofo francés de
las casas-galera y casas de corrección especificamente femeninas de épocas anterio-
res, como espacios de encierro y corrección-moralización perfectamente sexuados.

12. Delito y pecado

Es evidente que en estos antiguos establecimientos disciplinarios femeninos


del Antiguo Régimen -Spinhuis, casas-galera- se daba una curiosa confusión entre
delito y pecado que hoy puede parecer extraña. Si presuponemos, con la crimino-
logía crítica, que el delito es siempre una construcción social y cultural, la explica-
ción descansa sobre dos razones:
1. La tradicional consideración de las mujeres como seres dependientes
-privadas de ciudadanía desde los comienzos de la contemporaneidad- y
sometidas a la autoridad masculina respectiva: el padre, el marido, el her-
mano e incluso el hijo.
2. La sanción moral-religiosa de ese mandato social y secular de subordi-
nación, que establecía dos conceptos antitéticos: el de virtud como cum-
plimiento efectivo de dicho mandato, y el de pecado como infracción o
desviación del mismo. Esta sanción pesaba gravemente sobre las mujeres
a través de su rol sociosexual: la sumisión a la autoridad masculina y su
encierro en la esfera doméstica, alejada de la pública, como esposa y ma-
dre ejemplar.
La mujer “pecadora” -a este mandato de género- se enfrentaba, de esta forma,
a una doble sanción social (humana) y religiosa (divina) que se presentaba como
indisociable. En esa zona de riesgo social podían acabar todo tipo de mujeres ma-
yoritariamente pobres que habían escapado de la autoridad masculina: mozas de
servir que habían desertado de la casa de sus patrones, mujeres que habían sufri-
do abusos y habían huido del hogar familiar, jóvenes que habían terminado prosti-
tuyéndose y contraviniendo así las ordenanzas públicas, comadronas que habían
practicado abortos, etcétera. Esa especial consideración de “lo moral" en el delito
cometido y percibido, así como en la forma de castigo o condena impuesta, vendrá
a pesar para siempre en la penalidad femenina, y constituirá históricamente un
importante rasgo diferencial frente a la masculina.

A este respecto, conviene recordar la diversidad de establecimientos discipli-


narios, todos ellos gobernados por agentes religiosos, que desempeñaban la labor
de “corrección” y “moralización” femeninas. Durante los siglos siguientes, la “casa
galera”, habilitada generalmente en espacios conventuales, conviviría con institu-
ciones asilares mayoritariamente femeninas como las Casas de Misericordia o de
Caridad del siglo XVIII, los hospicios de recogidas más o menos voluntarias, las
casas de reclusión para mujeres que ejercían la prostitución o los colegios para

325
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

“jóvenes descarriadas”. En definitiva, se conformaba así una modalidad de encie-


rro disciplinario femenino con dosificaciones distintas de rigidez y disciplina, se-
gún los orígenes, grupo social o edad del sujeto encerrado, en un confuso paisaje
que mezclaba moralización y beneficencia.

IL. SIGLO XIX

11.1. Las Casas de Corrección

Tradicionalmente, y siguiendo un enfoque puramente jurídico, los autores de


la historia del Derecho han subrayado, para el siglo XIX, el paso de un encierro fe-
menino de carácter “religioso” a otro plenamente “judicial” o “penitenciario”, en el
que se daría una progresiva aproximación normativa a la legislación penitenciaria
masculina, hasta conseguir una completa convergencia con el Real Decreto de 5 de
mayo de 1913. En palabras de García Valdés, y en paralelo con la modernización
del país, la “pecadora” evolucionaría a “delincuente”, para terminar disfrutando así
del mismo tratamiento que sus homólogos varones.

Es cierto que, una vez mínimamente asentado el régimen liberal burgués, el


Reglamento de las Casas de Corrección de Mujeres de 9 de junio de 1847 unificó la
dispersa legislación de las diversas galeras y casas de corrección específicamente
femeninas en un solo cuerpo legal. El término “galera” fue oficialmente abando-
nado -aunque sobreviviría durante décadas en el lenguaje popular- y las nuevas
“casas de corrección” pasaron a tener el mismo estatus que los presidios masculi-
nos, dependiendo ambos de la Dirección General de Presidios del ministerio de la
Gobernación. La normativa, sin embargo, disimulaba y escamoteaba el “tratamien-
to” tan distinto que continuaron teniendo mujeres y varones encarcelados. Y es
que, dejando a un lado el importante dato de que el encierro femenino desbordó
ampliamente la esfera puramente penal o punitiva, abarcando una gran variedad
de establecimientos disciplinarios del ámbito benéfico-asistencial, lo cierto es que
el énfasis en la moralización religiosa y el peso de sus agentes en las cárceles de
mujeres continuó siendo decisivo durante todo el siglo XIX y la mayor parte del XX,

El Reglamento de 1847 encomendaba la principal responsabilidad del fun-


cionamiento de cada Casa de Corrección a un Rector o sacerdote que velaba por
la seguridad del orden del establecimiento, ejercía de capellán y dirigía asimis-
mo las escuelas de instrucción primaria -primeras letras, aritmética- que por vez
primera se instalaban en las prisiones de mujeres. Que este rector estuviera bajo
la autoridad directa del comandante del presidio del término territorial corres-
pondiente y, sin embargo, este último delegara en el primero los asuntos regimen-
tales del establecimiento hablaba bien poco del presunto rasgo secularizador de
la reforma, al menos para los establecimientos femeninos. El propio Reglamento
establecía, además, la obligatoriedad para estos establecimientos de la asistencia a
misa, pláticas del capellán, rezo diario del rosario, instrucción religiosa a cargo del
mismo capellán y de las distintas Asociaciones femeninas de Caridad que venían
funcionando desde finales del siglo XVII. Tampoco carecieron de importancia las

326
Capítulo XHIL Cárceles de mujeres en la España contemporánea: Un enfoque histórico-social (Fernando Hernández Holgado)

misiones, comuniones generales o solemnes liturgias celebradas en el interior de


las casas de corrección, otra práctica de larga duración que todavía habría de pro-
longarse durante la mayor parte del siglo siguiente.
En cuanto a la disciplina, se conservaron algunas medidas que ya habían sido
contempladas en las primeras ordenanzas de las casas-galeras del siglo XVII, como
el rasurado de cabeza como medida de castigo, aparte del uso de hierros o grilletes,
medida esta última común a los presos varones. Pero la principal prueba del disí-
mil tratamiento de los establecimientos penitenciarios masculinos y femeninos, con
el énfasis especial de la moralización religiosa en los segundos, la encontramos en
las realizaciones prácticas y concretas de la época. El Reglamento de 1847 disponía
la necesidad de construcción de nuevas prisiones de mujeres que nunca llegaron a
levantarse: ni siquiera las obras de mejora de las existentes -todas ellas antiguos
conventos y monasterios- resultaron eficaces. La única reforma relevante fue la ins-
talación de la casa-galera de Alcalá de Henares, ubicada desde mediados del XIX en
el antiguo convento del Carmen, contiguo al presidio de varones.
Como inspectora de las Casas de Corrección a partir de 1867, Concepción
Arenal (1820-1893) era una buena conocedora del lamentable estado de los esta-
blecimientos de la época, así como de las peores condiciones en que se encontra-
ban las mujeres encarceladas con respecto a los hombres. Si, por un lado, se ocu-
paba de recordar que “los progresos de la ciencia penitenciaria no habían llegado
a las mujeres”, por otro hacía hincapié en las consecuencias sociales que suponía el
encarcelamiento femenino:
“Los lazos que rompió el delito de la mujer, rotos quedan por lo común para siempre
y la familia pobre que se disuelve puede asegurarse que es familia miserable".

Encontramos aquí una mirada social y de género que, como solución o me-
dida de alivio, proponía varias medidas que orbitaban en conjunto alrededor de
la educación y la instrucción. No por casualidad, la gran apuesta de Arenal fue la
denuncia de la educación tradicional que recibían las mujeres y la defensa de una
instrucción cultural y técnica adecuada para ellas, en un momento en que el índice
de analfabetismo femenino -en 1860- era del 86%. Para las casas de corrección
proponía, por ejemplo, un tipo de instrucción que fuera más allá de “las labores de
su sexo", de lo que debemos deducir que esta era la única impartida. En cuanto a
la religión, aunque la recomendaba como herramienta dada “la mayor influencia
que tenía sobre la mujer” -en el marco de pensamiento de la época- sus escritos
denotan una desconfianza hacia la severa disciplina de rezos:
“¿Basta que la presa rece? ¿Basta que ame? No: rezando y amando ha delinquido,
probablemente porque discurrió poco o discurrió mal; y para que no vuelva a delin-
quir hay que procurar, no la mutilación, sino la plenitud de todas las facultades que
pueden sostener su equilibrio moral".

11.2. La Penitenciaría central de Alcalá de Henares

Volviendo a la casa-galera de Alcalá, su instalación a mediados de siglo tendría


una larguísima vida, ya que este establecimiento pasó progresivamente a absorber

327
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

a la población penal de las demás casas de corrección provinciales según fueron


cerrándose, hasta convertirse, según recogía el Decreto del primero de septiem-
bre de 1879, en penitenciaría central para cumplimiento de penas graves, depen-
diente del presidio masculino. La centralización absoluta en Alcalá se alcanzaría
finalmente en 1913 -Real Decreto de 5 de mayo-, con su nueva consideración de
penitenciaría o prisión central femenina, la única existente en el mapa carcelario
de la época, reservada para condenadas a prisión mayor y reclusión temporal o
perpetua. La “galera” de Alcalá -ya que, según el reformador Rafael Salillas, ese
era “su tradicional y verdadero nombre"- vendría a ostentar durante más de cinco
décadas la condición de mayor establecimiento penitenciario femenino del reino.

Arquitectónicamente, la penitenciaría alcalaína no pasaba de ser un híbrido


de presidio y de convento que, sin apenas cambios, continuaría alojando presas
hasta una fecha tan avanzada como los años setenta del siglo XX. Este ruinoso edi-
ficio vino a coincidir aproximadamente en el tiempo con otro bien flamante: la
nueva Cárcel Modelo de hombres de Madrid, inaugurada en 1884, primera de una
larga serie que incorporaría con mayor o peor fortuna los saberes penitenciarios
aplicados al espacio punitivo, en consonancia con los modelos internacionales.
Ahora bien, si convenimos con Pedro Fraile en que los planos de una cárcel no ha-
blan exclusivamente de un edificio, sino que describen “una determinada manera
de concebir el poder”, es evidente que dichos saberes no habían llegado a las pri-
siones de mujeres, o que en éstas imperaban todavía los antiguos, de largo aliento.

De 1880 data el concierto que la orden religiosa de las Hijas de la Caridad


de San Vicente de Paúl firmó con el Estado por el cual pasaba a desempeñar una
serie de servicios en la penitenciaría, en un momento en que la excesiva población
penal, debido a la concentración de 1879, había obligado a reducir celdas y a crear
grandes salas comunes o “brigadas”. Poco después, el reglamento de 31 de enero
de 1882 sancionó definitivamente la presencia en Alcalá de las religiosas, cuya su-
periora pasaba a ostentar rango de segundo Jefe, después del director. Las Hijas
de la Caridad pasaron de ese modo a encargarse de la administración, vigilancia,
enseñanza y gestión cotidiana del penal. Todas estas tareas se resumían una vez
más en el término de la “corrección y moralización” de las reclusas, según se reco-
gía en dicho Reglamento, coincidiendo de manera casi exacta con la promulgación
del decreto del nuevo cuerpo de funcionarios civiles para prisiones masculinas,
de julio de 1881. Las monjas trajeron así a la galera, en cita del reformador Rafael
Salillas, “algo de la religión y de las prácticas de un convento”, y todo ello en el mar-
co general de una normativa pretendidamente secularizadora.
Cerca de un millar de mujeres se hacinaban por entonces en la penitenciaría,
de un total de dos mil doscientas repartidas por la geografía española, menos de
un 10% del total de la población reclusa. En 1890, Alcalá pasaba a reunir a las
condenadas desde prisión correccional hasta prisión perpetua, mientras que las
sentenciadas a arresto mayor y menor quedaban en las “prisiones provinciales"
-abandonado el término “casa de corrección- caso de la de Madrid, en la calle de
Quiñones. Si hemos de fiarnos de las estadísticas oficiales, el hurto representaba el
delito predominante en la penitenciaría, casi un 50% de los registrados. En 1921
la cifra de reclusas de Alcalá descendería a menos de un millar, menos de un 6%

328
Capítulo XIIL Cárceles de mujeres en la España contemporánea: Un enfoque histórico-social (Fernando Hernández Holgado)

del total de población encarcelada. En Alcalá se recluía también a las mujeres que
contravenían la reglamentación vigente contra la prostitución, caso de las prosti-
tutas que pretendían escapar al control de la policía o que transitaban, por ejem-
plo en Madrid, antes de la una de la madrugada. Estas mujeres eran castigadas
con elevadas multas que se pagaban con quince días de prisión: las “quincenarias”
constituyeron durante el siglo XIX y buena parte del XX una presencia habitual en
las prisiones, El Código Penal de 1848 había legalizado la prostitución, proscri-
biendo únicamente la promoción de la misma a las menores -“estupro” o “corrup-
ción de menores”- en tanto que “delito contra la honestidad".
El ejercicio de la prostitución había quedado pues dentro del ámbito de la re-
glamentación municipal correspondiente, de carácter esencialmente sanitario y
policial, como quedó reflejado en el primer Reglamento de Madrid de 1865. Pero
el hecho es que, en la nueva sociedad industrial y urbana del último tercio del siglo
XIX, la prostitución ilegal fue mucho mayor que la registrada o legal y las “quince-
narias” llegaron a convertirse en una presencia constante en las prisiones feme-
ninas, que se prolongaría hasta las últimas décadas del siglo siguiente. Este perfil
concreto de reclusa, prácticamente invisible en las estadísticas oficiales, resumía a
la perfección ese difícil -por no decirimposible- deslinde entre “pecado” y “delito”
que tradicionalmente ha caracterizado el encarcelamiento femenino.

La labor de moralización religiosa desempeñada por las Hijas de la Caridad


en la penitenciaría de Alcalá abarcaba todos los ámbitos: desde el hecho de que los
“dormitorios” o “brigadas” quedaran bajo la advocación de santos y vírgenes hasta
la práctica vulneración de la teórica libertad de culto para reclusas no católicas,
como mentís a aquellos que han querido ver en los Reglamentos de 1847 y 1882
una presunta “secularización” de estos establecimientos. Las obligaciones religio-
sas de las presas de Alcalá eran múltiples: rezo diario del rosario, plática semanal
del capellán, celebración de fiestas y liturgias... Incluso la reglamentación de la es-
tancia de los hijos de las presas en el penal -hasta la edad de los siete años, aunque
en 1913 se redujo a tres- reflejaba tanto la omnipresencia de la religión como el
monopolio que se arrogaban sus agentes en la educación de los niños. Los niños
y niñas segregados en el parvulario recibían educación moral y religiosa a la par
que instrucción primaria, y los tiempos de visita de sus madres se veían reducidos
únicamente a una hora por la mañana y otra por la tarde, “permitiéndoseles más
tiempo cuando estén enfermos”. La razón no era otra que su presunta protección:
la de sustraerles a la perniciosa “influencia física y moral” de sus madres. Como
más adelante se verá, el régimen nacional -católico franquista emplearía esta mis-
ma reglamentación, sin apenas retoques, en la gestión de la prisión central de ma-
dres lactantes de San Isidro y Ventas, en Madrid.
A partir de 1890, las Hijas de la Caridad extendieron su actividad a otras mu-
chas prisiones, tanto de hombres, en servicios asistenciales, como de mujeres, en
tareas de administración y vigilancia como las desempeñadas en Alcalá. Las pri-
siones provinciales de San Sebastián, Barcelona, Bilbao, Madrid, Sevilla y el pe-
nal de El Dueso fueron algunos de los centros donde se desempeñaban a la altura
de la primera década del nuevo siglo. A lo largo del último tercio del XIX, el régi-
men nacido de la Restauración borbónica promovió asimismo la intervención de

329
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

otras tantas órdenes religiosas en las casas de recogidas y demás establecimientos


disciplinarios de carácter asistencial que continuaban dibujando el complejo, he-
terogéneo y ambiguo paisaje de la corrección femenina. Manos para esa obra no
faltaron, sobre todo con la llegada a España del clero francés e italiano que había
encontrado refugio en la España del último tercio de siglo. Las órdenes vicencia-
nas como la de las Hijas de Caridad conocieron de hecho una gran expansión que
arrancó precisamente en 1876 para prolongarse durante las primeras décadas del
siglo XX.
Tal y como han señalado autores como Pedro Oliver, la génesis y el desarro-
llo del penitenciarismo liberal a lo largo del siglo XIX estuvieron caracterizados
por una larga serie de contradicciones sistémicas que condicionaron o abortaron
los numerosos proyectos de reforma. Entre estas contradicciones, que iban desde
el innegable hecho de que la mayoría de la población encarcelada continuó pe-
nando en los “mismos espacios de siempre” -presidios que no acababan de ce-
rrar, multitud de cárceles de partido y correccionales- hasta la excesiva carga de
gasto penitenciario que siguieron arrostrando municipios y administraciones
provinciales, no fue menor la del ancho margen de maniobra que los gobiernos
de la Restauración dejaron a la intervención de las órdenes religiosas en el sis-
tema penal. Aparte de las Hijas de la Caridad, Fernando Burillo ha documentado
curiosas peticiones como la de encomendar a los frailes salesianos la gestión de
las prisiones de varones, en sustitución del cuerpo de funcionarios reciente y de-
ficientemente constituido. La solicitud, presentada en 1887, no fue atendida, pero
pareció dejar el campo libre para un mayor protagonismo de las Paúlas en las cár-
celes femeninas.
Es cierto que algunas voces se alzaron contra esta hegemonía, y abogaron in-
cluso por la creación de un cuerpo femenino de funcionarias de Prisiones, como la
de Fernando Cadalso en su polémica con Francisco Lastres sobre la presencia de
las religiosas en las prisiones de varones y de mujeres, citada también por Burillo.
Pero el hecho fue que, a lo largo de esta decisiva etapa, los caminos tradicional-
mente diferentes de la experiencia carcelaria femenina y masculina se alejaron -si
eso era posible- todavía más. Al respecto, resultó indiferente que ambas termi-
naran compartiendo una misma normativa o reglamentación legal unificadora,
cosa que se alcanzó finalmente con el Real Decreto de 5 de mayo de 1913. Un Real
Decreto que, por cierto, sancionó de manera definitiva la presencia de las Hijas de
la Caridad como personal auxiliar de las cárceles masculinas y encargadas del ser-
vicio interior de las prisiones provinciales y centrales de mujeres.

11.3. Una mirada al marco internacional

Hacia finales de siglo, el sistema ni siquiera llegó a dar el paso -que habría sido
importante- de la creación de un funcionariado femenino de Prisiones, ya dado
desde hacía décadas en el mundo anglosajón. En este último ámbito, el énfasis mo-
ralizador de los establecimientos femeninos era semejante, pero el “ejemplo con-
sistente de propiedad y virtud” y el “trato tierno” (tender treat) era impartido por
guardianas y matrons como personal directivo laico. En prisiones específicamente

330
Capitulo XIIL Cárceles de mujeres en la España contemporánea: Un enfoque histórico-social (Fernando Hernández Holgado)

femeninas como la de Mount Pleasant de Nueva York, o las de Millbank, Brixton o


Fulham en Londres, la disciplina podía ser muy estricta, el trabajo siempre era in-
tra muros, y el control y la vigilancia resultaban mayores que en las cárceles mas-
culinas. En estos espacios femeninos y feminizados -dirigidos por mujeres, una
conquista de las tempranas Asociaciones de Reforma y de las lady visitors como
la británica Elizabeth Fry- la disciplina de corrección y moralización ejercida por
guardianas que debían ser “modelo de decoro femenino, buen carácter y compa-
sión para con las reclusas” alcanzó su máxima expresión en el rígido ideal victoria-
no de la lady, del que la infractora se había presuntamente desviado.
La diferencia que respecto a estos establecimientos penitenciarios femeninos
presentaban los del ámbito latino-católico, tanto o más “moralizadores”, estribaba en
el protagonismo de los agentes religiosos. El caso francés resultaba muy similar al es-
pañol, con el paradigmático ejemplo de la prisión de Saint Lazare, antigua leprosería y
convento reconvertida en prisión masculina y después femenina a principios del siglo
XIX. Hasta su demolición en 1935, tuvo fama de ser la prisión de mujeres por exce-
lencia, la más antigua y la más poblada: a las alturas de 1911, más de 13.000 reclusas
habían pasado por ella. Saint Lazare, como Maison d'arrét, de justice et de correction,
contó desde 1850 con cuarenta hermanas de Marie-Joseph pour les Prisons encargadas
de los servicios de administración y vigilancia. Esta congregación se había fundado en
1840 a partir de la de San José de Lyon, con el fin de trabajar en el conjunto de las pri-
siones francesas a petición del Inspector General de Cárceles, siendo rey Luis Felipe
de Orleans. La promoción oficial de la orden se evidenció en su rápido crecimiento:
treinta y cinco comunidades —una por cárcel- en dieciocho años.
Especial atención recibían en Saint Lazare las mujeres prostituidas, sujetas
a prisión administrativa -sin juicio penal ni posibilidad de apelación- que podía
ascender a los tres meses de reclusión. Pese a que el Código Penal francés de 1810
unificaba las penas aplicables tanto a hombres como mujeres -muerte, trabajos
forzados, reclusión y encierro penal-, en la ejecución de las mismas, “la diferencia
provenía más bien de las costumbres practicadas que de los textos legislativos”,
como señalaron en su momento Letellier y Debled. Ello explicaba que las condena-
das a trabajo forzado lo fueran siempre en el interior del establecimiento, con un
rígido régimen de encierro, además del concurso de personal religioso en labores
de administración y vigilancia.

Otro ejemplo lo constituía la primera prisión construida especificamente para


mujeres en Francia, todavía en activo: la Maison Centrale de Force et de Correction
de Rennes, terminada en 1869. Rennes contaba con una gran capacidad —-has-
ta un millar de reclusas- y el concurso preceptivo de la congregación de Marie-
Joseph, que permaneció a cargo de la cárcel hasta 1907. Fue en este año cuando
la orden fue sustituida por personal laico femenino, como consecuencia de Ley de
Separación de la Iglesia y el Estado de 9 de diciembre de 1905, aunque las herma-
nas continuaban trabajando en Saint Lazare en las primeras décadas del siglo XX,
quizá por el carácter hospitalario del establecimiento. El trabajo obligado no era
otro que el secular de costura, concentrado en la confección de ropa para adultos y
niños, con jornadas que solían durar todo el día con dos tiempos de descanso, reci-
biendo a cambio entre dos y quintas partes del producto de su trabajo, en función

331
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

de su condena, Las hermanas de Marie-Joseph fueron, de hecho, la referencia forá-


nea de trabajo en prisiones femeninas más cercana con la que contaron las Hijas
de la Caridad en España a partir de 1880, hasta bien avanzado el siglo XX, para su
labor en las prisiones españolas.

11.4. Positivismo penal: el “monstruo” femenino

Durante el último tercio del siglo XIX, el tradicional énfasis en la correc-


ción-moralización religiosa femenina sufrió necesariamente la influencia de la
nueva corriente internacional del positivismo penal, representada de mane-
ra principal por los criminólogos Cesare Lombroso y Enrico Ferri, de la Scuola
Positiva. El resultado de esta intrusión del enfoque científico positivista fue la
creación de una tipología progresivamente compleja de perfiles femeninos delicti-
vos. Los estudios criminológicos alcanzaron su mayor desarrollo en España durante
ese último tercio de siglo y principios del siguiente, con la proliferación de múltiples
ensayos dedicados, entre otros sujetos, a las mujeres y a los menores delincuentes,
así como a las prostitutas, principalmente las de las capitales de Madrid, Barcelona
y Valencia. El fenómeno industrial y urbanizador parecía haber traído aparejado un
enorme crecimiento de la prostitución no reglamentada, como muestra de esa "apo-
teosis de la criminalidad” que decía Ramiro de Maeztu, cuya persecución y “defen-
sa” contra la misma exigía estudios científicos previos. Estudios como los de Manuel
Carboneres (1876), Prudencio Sereñana y Partagás (1882), González Fragoso
(1887), Gil Maestre (1889), Rafael Eslava (1900), Bernaldo de Quirós (1901) y
Navarro Fernández (1909), pretendieron proyectar esa mirada científica sobre la
criminalidad femenina, que con frecuencia informaba más y mejor de los propios
prejuicios que de los sujetos estudiados.

Buena prueba de ello eran las conclusiones de su maestro, el médico italiano


Cesare Lombroso. El criminólogo italiano explicaba el “atraso criminal de la mu-
jer” -en el sentido de su menor capacidad para delinquir, evidenciada por la me-
nor tasa femenina de delitos- por un presunto grado evolutivo inferior de su natu-
raleza. Ahora bien, ese mismo grado evolutivo inferior podía producir una “mayor
crueldad debido a su mayor identificación con lo primitivo”, a la vez que una mayor
capacidad de adaptación al medio hostil merced a una mayor astucia, tendencia
al rencor, inclinación por la falsedad... Todo ello derivaba necesariamente en el
carácter “monstruoso” de “la mujer criminal", especie de criatura contra natura y
antítesis de la mujer madre, creadora de vida. Se trataba así de la patologización
o fundamentación biológica, pertrechada por el nuevo arsenal científico de la an-
tropología criminal, la antropometría, la craneometría y la frenología, no ya del
delito, sino de la “delincuente nata”, representada de manera estelar por la pros-
tituta. Y es que, para el médico italiano, la prostitución era “la forma de crimina-
lidad propia de la mujer”. Los cuerpos de las mujeres que ejercían la prostitución
fueron así estudiados en busca de presuntas “anormalidades atávicas”: desde sus
rostros y fisonomías, hasta su metabolismo y sus inclinaciones eróticas teórica-
mente exageradas, presunto germen de perversiones sexuales, pasando por sus
caracteres psíquicos, religiosos y morales, sus tatuajes y, en fin, sus costumbres y
comportamientos.

332
Capítulo XII. Cárceles de mujeres en la España contemporánea: Un enfoque histórico-social (Fernando Hernández Holgado)

MI. SIGLO XX

MI.1. Rutinas punitivas

A modo de rutina punitiva de largo alcance, las Hijas de la Caridad comenzaron


el nuevo siglo extendiendo su actividad al conjunto de las prisiones provinciales
femeninas y encargándose de tareas auxiliares en las de varones. Consideradas
oficialmente como “personal auxiliar adjunto al cuerpo de Prisiones”, su papel se-
ría confirmado y reforzado durante el primer tercio del siglo XX a través de suce-
sivas disposiciones, culminando en las reglamentaciones de 1923, 1928 y 1930,
El contrato firmado originariamente para la gestión de la penitenciaría de
Alcalá en 1880 y sancionado en 1913 fue efectivamente renovado en el reglamen-
to de 1923, pero con carácter de contrato general extensivo a las prisiones mascu-
linas y femeninas donde decidiera establecerse la orden. Lo mismo se reflejó en
el reglamento penitenciario de noviembre de 1930. Como resultado, las popular-
mente denominadas Paúlas pasaron a formar parte indisociable de las cárceles de
mujeres en el imaginario colectivo durante cerca de medio siglo. Mientras tanto,
las rutinas punitivas y “correctoras” siguieron aplicándose en caserones antiguos
e insalubres. Los nuevos edificios para reclusos de la Prisión Modelo de Madrid
(1887), la de Barcelona (1904) y el penal-colonia de El Dueso (1907) convivieron
con el sistemático rechazo de las instituciones a construir nuevas cárceles para
mujeres y solucionar así la llamativa situación de hacinamiento de establecimien-
tos centrales y provinciales como los de Alcalá, Madrid y Barcelona.

El antiguo convento madrileño de la calle de Quiñones, nombrado prisión pro-


vincial en 1903 y blanco desde tiempo atrás de las más severas críticas, constituye
una buena muestra. Quiñones sólo cerraría sus puertas en 1933, con la construcción
de la que sería la primera Prisión-Modelo femenina de la historia de España, la de
Ventas, fruto ya del proceso reformador de la Segunda República. Hasta entonces, la
monarquía alfonsina no hizo otra cosa que poner parches, como las reformas parcia-
les realizadas en 1917 que, por primera vez posibilitaron la apertura de una enfer-
mería en un centro donde se hacinaban más de un centenar de reclusas.

De las 110 reclusas que había en Quiñones en enero de 1921, 21 eran arres-
tadas gubernativas: “quincenarias” en su mayoría, esto es, mujeres arrestadas
por ejercer la prostitución clandestina y encarceladas a cambio del pago de
multas, por periodos de una o dos semanas. Lo que por aquel entonces era un
continuo trasiego de prostitutas callejeras en las prisiones constituye otro buen
ejemplo de persistencia de rutinas punitivas de largo alcance, asociadas a un uso
tan fugaz como intensivo del espacio carcelario femenino, casi siempre en los
sótanos y lugares más insalubres del establecimiento de turno. Dichas rutinas se
amparaban precisamente en la política reglamentista de la prostitución iniciada
a mediados del siglo XIX, y que se traducía en una doble realidad: el clásico bur-
del reglamentado por una parte y, por otra todas aquellas actividades prostitu-
cionales que transgredían la norma impuesta y eran por tanto perseguidas por
la actividad policial.

333
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

La llamada Presó Vella -Prisión Vieja- de la Ronda de San Pablo de Barcelona


venía compitiendo en deterioro con la de Quiñones desde que en 1903 quedó redu-
cida a cárcel femenina, con la apertura de la Prisión Modelo de hombres. Todavía
la cárcel madrileña resultó algo más favorecida que la barcelonesa, ejemplo de dis-
criminación territorial que fue denunciado en su momento por los diputados de
la Lliga Regionalista a la altura de 1916. El proyecto de prisión femenina de nueva
planta elaborado por Josep Doménech en 1908 jamás llegaría a realizarse, pese a
la insistente presión política y ciudadana. Pero más que el lamentable estado físico
de los centros, lo que más pareció molestar más a legisladores y gobernantes fue la
“promiscuidad carcelaria”: la mezcolanza de reclusas sentenciadas a penas cortas
y preventivas con las arrestadas gubernativas y las condenadas a largas penas de
prisión.

Dicha inquietud fue al menos lo suficientemente profunda como para que se


ordenara la instalación del primer reformatorio femenino de mujeres en Segovia,
en 1925. El preámbulo del Real Decreto de 29 de agosto de ese año insistió ya en
esa diferencia tipológica de reclusas, entre las “mujeres de costumbres relajadas y
de vida licenciosa (gubernativas)”, y las sentenciadas a penas cortas, que sujetas a
“forzosa convivencia”, podían llegar a verse “irremediablemente perdidas”. Como
no podía ser menos, el nuevo reformatorio segoviano fue confiado a las Hijas de
la Caridad de la Prisión Celular de Madrid, y allí fueron a parar las sentenciadas
a penas de entre un año y seis años, lejos de las condenadas a penas graves y “re-
incidentes, reiterantes o de vida depravada y perversa”, que continuaron siendo
destinadas a Alcalá.

111.2. Las reformas republicanas

Esta fotografía fija del encierro penal femenino comenzó a moverse con las no-
vedosas reformas penitenciarias de la Segunda República, que tuvieron a Victoria
Kent, primera Directora General de Prisiones de la historia de España, como máxi-
mo exponente. En Victoria Kent se dieron cita tanto la huella laica y educadora de
la Institución Libre de la Enseñanza y la tradición teórica del penalismo republi-
cano representada por su maestro Jiménez de Asúa, como su sensibilidad femi-
nista agudizada por la observación que había venido realizando de las cárceles de
mujeres:
“La mujer delinque poco, pero sufre un castigo mil veces más duro que el hombre.
Yo he visto cárceles de mujeres y son un espectáculo de horror. Primero arreglar
cárceles para mujeres; mi criterio es de absoluta igualdad”.

Es claro, como apunta Luis Gargallo, que a partir de la defenestración de


Victoria Kent —“ejecución” política, como gráficamente la calificó Azaña en sus
memorias- acabó por imponerse un modelo más punitivo que rehabilitador en el
conjunto de las prisiones republicanas. Y sin embargo la semilla de los cambios
introducidos por la directora general en el paisaje carcelario femenino daría sus
frutos, sobre todo por lo que se refirió a su mayor logro, o al menos el que tendría
un mayor alcance: la Sección Femenina Auxiliar del Cuerpo de Prisiones.

334
Capítulo XITL Cárceles de mujeres en la España contemporánea: Un enfoque histórico-social (Fernando Hernández Holgado)

El nuevo colectivo de funcionarias especializadas quedó encargado de susti-


tuir a las Hijas de la Caridad en las prisiones femeninas, que al igual que los cape-
llanes fueron expulsadas de los establecimientos en aplicación, por vez primera,
de una política penitenciaria verdaderamente laica. Las treinta y cuatro plazas
ofertadas de la nueva Sección Femenina Auxiliar -cinco jefas de servicio y veinti-
nueve auxiliares- tuvieron como destino la prisión central de Alcalá de Henares,
el reformatorio de mujeres de Segovia -en trance de desaparición- y las prisiones
provinciales de Madrid, Barcelona y Valencia. El procedimiento de ingreso decidi-
do fue el de concurso público, abierto a mujeres de entre veintisiete y cuarenta y
cinco años, siendo preferidas las que presentasen algún título facultativo o acredi-
tasen el conocimiento de “algún oficio de especial aplicación a las actividades de la
mujer”, según el decreto de 23 de octubre de 1931. Eran mujeres de clase media,
cultas, bien cualificadas: las mejores para la educación de las peores, parafrasean-
do al institucionista Manuel Bartolomé Cossío.

Una vez admitidas, todas ellas debieron realizar un cursillo especial de cono-
cimientos penitenciarios en los locales del Instituto de Estudios Penales, antigua
Escuela de Criminología de la Prisión Celular de Madrid, que dio comienzo en ene-
ro de 1932 a cargo de un grupo de profesores encabezados por el propio Jiménez
de Asúa. En el marco de la encarnizada campaña que sectores monárquicos y con-
servadores emprendieron contra la nueva sección de funcionarias, la preparación
cultural que les era exigida fue objeto de críticas y también de burlas. Así, en las
páginas de ABC fueron calificadas de “improvisadas marisabidillas”, que bien poco
tenían que aportar frente a las hermanas de San Vicente de Paúl, con su “vocación,
renunciación de la vida entera, experiencia de muchos años y aprendizaje en un
largo noviciado”. Cerca de tres años después, hacia marzo de 1935, el cuerpo feme-
nino de Prisiones constaba de un total de noventa mujeres, de las cuales seis eran
jefes de servicios y el resto oficiales, maestras y celadoras. Una exigua minoría en
un escalafón ampliamente masculinizado, compuesto por los 1.716 funcionarios
del cuerpo de Prisiones registrados aquel año.

El empeño que puso Victoria Kent en mejorar la situación de las mujeres en-
carceladas se tradujo asimismo en el proyecto de la prisión “moderna” de Ventas,
en Madrid, que sería inaugurada en septiembre de 1933. Ventas fue, de hecho, la
primera Prisión Modelo de la historia de España, con una capacidad para unas qui-
nientas reclusas y un novedoso diseño de estilo racionalista, encargado al arqui-
tecto Manuel Sainz de Vicuña Camino. El edificio venía a encarnar los nuevos sa-
beres penitenciarios e higienistas, aplicados en esta ocasión por vez primera a un
establecimiento femenino, y de manera más acusada si cabe. Ejemplos de ello eran
las celdas individuales, las salas para las presas madres con terrazas para los baños
de sol de los niños, el pabellón separado para presas políticas, la biblioteca bien
provista, el salón de actos en sustitución de la capilla o los talleres mecanizados.
Pero las reformas penitenciarias republicanas en su conjunto fueron limita-
das, y no exentas del correspondiente sesgo centralista. La Presó Vella de Barcelona
había sido asaltada en abril de 1931 por la multitud con el correspondiente ritual
de liberación de reclusas y quema de “jergones, enseres y fichas antropométri-
cas”, en una buena muestra del grado de impopularidad alcanzado por el vetusto

335
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

establecimiento. Pasado el fervor revolucionario, el caserón fue reabierto aunque


sin el concurso de las monjas, como consecuencia del correspondiente decreto de
Victoria Kent. Nuevamente se sucedieron las protestas y reclamaciones a favor de la
construcción de un nuevo centro según el modelo madrileño, y nuevamente fueron
desoídas, mientras se eternizaban los trámites de transferencia de las competen-
cias de Prisiones del gobierno central al autonómico, aprobadas formalmente en
el Estatuto de Autonomía de 1932 pero pendientes de traspaso tras el conato revo-
lucionario de octubre de 1934.
La única novedad fue la Orden del ministerio de Justicia de 11 de noviembre
de ese mismo año que dispuso cumplieran en la prisión de Barcelona no solamen-
te las sentenciadas a arresto y prisión menor que no excedieran de un año de re-
clusión -como ocurría en toda prisión provincial- sino también las condenadas
por los tribunales de Cataluña a penas de todas clases superiores a un año. De esa
manera, el antiguo edificio barcelonés quedó convertido en una especie de pri-
sión central o de cumplimiento de pena reservada para el territorio catalán. Pero
al final no serían las reformas del periodo de paz, sino la revolución del 19 de julio de
1936 la que acabaría con el infame caserón barcelonés, con una nueva liberación de
presas y la consiguiente quema de expedientes y demás documentos, en el repetido
ritual de la fiesta revolucionaria. A partir de entonces, quienes tomaron el testigo de la
recomposición de la administración penitenciaria en Cataluña fueron las autoridades
autonómicas, asumiendo las competencias que les correspondían y algunas más, ya
en época de guerra. La Presó Vella fue por fin demolida en otro acto simbólico, éste ya
de tipo institucional, por el alcalde de Esquerra Republicana Carles PiiSunyer, que lo
presentó como la “realización de una antigua aspiración".

La labor inspirada por penalistas republicanos como Jiménez de Asúa o Victoria


Kent vino así a continuarse en el marco específicamente catalán y autonómico. La
instalación del nuevo correccional general de dones de Barcelona en el antiguo con-
vento-colegio del Buen Consejo del barrio de Les Corts, con una vocación de prisión
modélica y humanitaria, convivió con las recurrentes contrataciones de nuevo per-
sonal femenino por el Comité de Presons de la Generalitat catalana, posteriormente
Serveis Correccionals i de Readaptació. Un detalle olvidado de este proceso fue el nom-
bramiento de la primera directora de un establecimiento penitenciario femenino en
España, Isabel Peyró, al frente del correccional de Les Corts ya en diciembre de 1936.

MI.3. La herida de la guerra y de la posguerra

La línea de continuidad de rutinas punitivas seculares que vertebró el encar-


celamiento femenino durante el siglo XIX y el primer tercio del XX se vio alterada
durante la etapa republicana, con sus reformas y conatos revolucionarios, pero
la verdadera cesura dramática la puso la guerra. Nunca podrá destacarse lo su-
ficiente el trascendental impacto que significó la violencia bélica y post-bélica en
España. El paisaje carcelario se transformó de manera radical: las menos de qui-
nientas reclusas del quinquenio de 1934 existentes en el territorio nacional supe-
raron las veintitrés mil a principios de la década siguiente, según las estadísticas
oficiales. En correspondencia con lo sucedido en el universo carcelario masculino,

336
Capítulo XI. Cárceles de mujeres en la España contemporánea: Un enfoque histórico-social (Fernando Hernández Holgado)

decenas de prisiones centrales, provinciales y “habilitadas” o “provisionales” sal-


picaron la geografía española.
Los afortunadamente cada vez más numerosos estudios de las prisiones fe-
meninas de esta época han venido precisando este paisaje: desde los centros em-
blemáticos de guerra con uso post-bélico, como la prisión de Málaga (1937-1945);
la habilitada de Saturrarán, en Guipúzcoa (1938-1944) o la de Palma de Mallorca
(1936-1943), hasta los propiamente de posguerra como las prisiones de Ventas,
Claudio Coello y San Isidro en Madrid; la de Oblatas, en Tarragona; Les Corts
(Barcelona); o la prisión provincial y la cárcel habilitada de Santa Clara en Valencia.
La prisión provincial de Ventas, que a partir de 1941 pasaría a ser central o de cum-
plimiento de pena, se convirtió en el verano de 1939 en un “verdadero almacén de
reclusas”, con mujeres durmiendo en todos los espacios de la prisión -de siete a doce
en celdas concebidas para una o dos personas- según los testimonios conservados.
Esta situación de hacinamiento e insalubridad se tradujo en unos niveles de mortali-
dad de adultos y niños durante los primeros años de posguerra -con enfermedades
características como tifus o tuberculosis- jamás registrados hasta la fecha.
De hecho, la represión femenina en Madrid llegó a ser tan alta que muy tem-
pranamente tuvieron que habilitarse otros dos centros: una cárcel “habilitada” o
“provisional” en un antiguo edificio asilar de la calle Claudio Coello, y una pequeña
cárcel para presas madres en lo que había sido sede del Instituto-Escuela antes
de la guerra, y que en septiembre de 1940 fue sustituida por la llamada “prisión
maternal” o de madres lactantes de San Isidro. En Barcelona, por citar la otra gran
urbe española, el antiguo correccional general de dones de Les Corts convertido ya
en prisión provincial recogía la cifra de 1806 mujeres y 43 niños con fecha de 17
de agosto de 1939, según la documentación del centro. Hacia finales de 1940 la
cifra descendió al millar escaso, pero por esas mismas fechas se mantenía todavía
muy alta en Madrid: 1734 reclusas en Ventas, 582 en Claudio Coello y un centenar
largo en la maternal de San Isidro, con lo que estaríamos hablando de cerca de dos
mil quinientas presas solamente en el casco capitalino.

El término “ruptura civilizatoria”, como interrupción brusca del “proceso de ci-


vilización” de Norbert Elias aplicado al desarrollo penitenciario español, encaja bien
con este sentido de cesura dramática. Lo que hasta el estallido de la guerra había sido
un proceso más o menos continuo de extensión de la pena privativa de libertad con un
sentido correccionalista, acentuado en la época republicana, quedó herido de muerte
con la guerra y demolido sistemáticamente con el franquismo. El discurso y el lengua-
je de los vencedores se apoyó en una tradición o cultura nacional-militarista de largo
aliento que, en la represión de la “Anti-España", erigió como protagonista principal a
la pena de muerte y, como secundario, a las masivas penas de prisión ordenadas por
instancias militares que provocaron una enorme población penal. En cuanto a las re-
formas penitenciarias de la “nefasta República”, fueron tempranamente desactivadas
con el restablecimiento del reglamento penitenciario de noviembre de 1930 en su in-
tegridad, haciendo tabla rasa de todo lo promulgado desde entonces.

En enero de 1939 el general Franco ya se ocupó de dejar claro que los vencidos
se dividían en redimibles e irredimibles. Los segundos, “criminales empedernidos,

337
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

sin posible redención dentro del orden humano”, fueron las víctimas más desa-
fortunadas de aquella “guerra invisible” que se prolongó en lugares de ejecu-
ción como las tapias del cementerio del Este en Madrid, el Campo de la Bota de
Barcelona o el cementerio valenciano de Paterna, por citar sólo algunos de los
principales de posguerra. Más de dos mil doscientas personas fueron ejecutadas
en Paterna, trece de ellas mujeres, para el periodo 1939-1941. En Barcelona ciu-
dad, once reclusas de Les Corts fueron fusiladas en los arenales de la Bota, durante
los dos primeros años de posguerra, de un total de 1.717 personas entre 1939 y
1952, La represión fue todavía más intensa en la capital madrileña, como castigo
ejemplar al Madrid heroico que soportó el largo sitio de guerra, o debido quizá
a la percepción que tenía el bando rebelde de la represión sufrida por los suyos,
ejemplificada en las tristemente famosas sacas de Paracuellos del Jarama. Prueba
de ello fueron las ochenta y dos presas de Ventas y Claudio Coello ejecutadas entre
1939 y 1943, de un total de 2.673 personas fusiladas en las tapias exteriores del
cementerio del Este para el periodo 1939-1945, solamente en la capital.

El proceso, por lo demás, se caracterizó por su opacidad. El lado público, pro-


pagandístico, quedaba para la otra cara del programa exterminista: la redentoris-
ta, que se desarrollaba principalmente en las prisiones pero que alcanzaba asi-
mismo a los liberados y sus familias. Por otra parte, si la “eclosión del militarismo”
trajo como consecuencia la militarización del mundo penitenciario masculino,
con el coronel Cuervo como Jefe del Servicio Nacional de Prisiones, en el femenino
quienes tuvieron una presencia dominante fueron los agentes religiosos: la Iglesia
católica como institución íntimamente aliada con el Ejército. La sintonía entre am-
bas instituciones como protagonistas del hito histórico de la Cruzada fue aparen-
temente total, con un calculado reparto de papeles.
El programa represivo de los vencedores se adensó de manera singular en los
dos primeros años de posguerra, dada la continuidad que en términos de ejecucio-
nes y de población penal tuvo el año 1939 con el siguiente. Así, según las estadísti-
cas oficiales -revisables al alza- con fecha de primero de enero de 1940 se alcanzó
la máxima cifra de presos y presas de la historia de España: 270.719 personas, de
las cuales 22.232 eran mujeres. La llamada a la delación como “aviso patriótico",
voceada en 1939 por el Jefe Nacional de Seguridad, el coronel Ungría, primero en
Barcelona y luego en Madrid, acabó derivando en 1940 en lo que fue abiertamen-
te reconocido como “el problema penitenciario”: una enorme congestión de los
centros carcelarios preexistentes y los nuevos habilitados. Los años posteriores
contemplarían precisamente el gradual resultado de las políticas destinadas a “ali-
viar” dicho problema penitenciario con medidas de clasificación y excarcelación
de reclusos no procesados, decretos de concesión de libertad condicional y revi-
siones de pena. Todo ello en medio de un sistema penitenciario “caótico, improvi-
sado y profundamente arbitrario”, según la definición de Paul Preston.

11.4. Moral y política en la represión penal femenina

“Deshacer las casas de todos los que hubieran pensado diferente. Por eso, en
la cárcel, había familias enteras”: éste fue el primer objetivo de los vencedores,

338
Capítulo XI. Cárceles de mujeres en la España contemporánea: Un enfoque histórico-social (Fernando Hernández Holgado)

según recordaba una antigua presa de Ventas, la enfermera y matrona madrileña


Trinidad Gallego. Las fuentes documentales han confirmado esta práctica repre-
siva en las prisiones de guerra y posguerra: ingresos de madres con hijas, de va-
rias hermanas, incluso de las tres generaciones de una misma familia. En no pocas
ocasiones, falangistas y policías detenían a las mujeres del grupo familiar cuando
no encontraban a los varones a los que habían ido a buscar: sus esposas, madres,
hermanas. Ahora bien, la imagen de víctimas pasivas e “inocentes” que podría des-
prenderse de este perfil de rehenes debería ser matizada, ya que no era en absolu-
to inusual que muchas de estas mismas mujeres hubieran desempeñado asimismo
un papel político activo durante la guerra,

“Toda la cárcel era de políticas”, recordaba otra presa de Ventas, Josefina


Amalia Villa. La inmensa mayoría de las encarceladas de los primeros años de
posguerra habían sido denunciadas “por política” y, en caso de que prosperaran
las acusaciones, procesadas por el clásico delito de “rebelión” militar y derivados.
Ahora bien, las fuentes documentales han confirmado lo que aseveraban desde
hace años los testimonios: mujeres que habían desempeñado cualquier mínima
tarea en la retaguardia, como enfermeras de hospitales de sangre, cocineras O
limpiadoras de cuarteles y comisarías, porteras o cobradoras de tranvías, fueron
denunciadas y encarceladas. Muchas de ellas no estaban ideologizadas: poseían un
carnet sindical porque habían sido obligadas a ello durante la guerra, pero no estaban
formadas políticamente. Otras, sin embargo, sí que lo estaban: numerosas jóvenes
que habían recibido una formación cultural y política durante los años de la República
y de la guerra desempeñaron tras la Victoria un papel consciente y activo en la lu-
cha contra los vencedores. Ese fue el caso -por citar uno de los más conocidos- de
las jóvenes militantes de la Juventud Socialista Unificada que fueron encarceladas en
Ventas en la primavera de 1939 y fusiladas en agosto, la gran mayoría de las triste-
mente famosas Trece Rosas.
Este mismo perfil politizado es el que encontramos en las mujeres que, en el
ámbito comunista o libertario, fueron encarceladas en los primeros años de pos-
guerra por su participación en la lucha antifranquista, integradas en grupos clan-
destinos. Estas mujeres, las condenadas por delitos de posguerra o posteriores -co-
metidos con posterioridad al primero de abril de 1939- fueron las que recibieron
los castigos más duros y las sentencias de cárcel más largas, sin posibilidad alguna
-el menos en un primer momento- de acogerse a indultos parciales o reducciones
de condena. Las irredentas, como las ha denominado Ricard Vinyes, culminarían
su formación política e ideológica con su militancia dentro de las prisiones. A su
salida, los relatos transmitidos de no pocas de las supervivientes -como los re-
cogidos por Tomasa Cuevas- han venido resultando de indispensable ayuda a los
investigadores para la reconstrucción del sistema carcelario por dentro, efectuada
durante las últimas décadas.

El examen de la documentación policial, judicial y penitenciaria de las reclu-


sas de las diferentes cárceles ha revelado asimismo un nuevo desdibujamiento de
perfiles: la confusión de ámbitos y esferas —político y moral, público y privado-
en el proceso de incriminación política, donde incluso la conducta sexual podía
ser objeto de información e investigación. En los arrestos y detenciones tanto de

339
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

hombres como de mujeres, los argumentos morales -la conducta moral y privada-
complementaban la mayor parte de las veces a los políticos, a los relativos a la con-
ducta pública. En el caso de la represión femenina, sin embargo, el acento sobre la
moralidad y la conducta privada fue todavía mayor que en los varones. El término
despectivo de la roja hacía referencia a una opción política reprobable, pero tam-
bién a una condición moral igualmente censurable y punible. Una condición moral
que no era por cierto ajena a aquellas teorías lombrosianas que militares-psiquia-
tras vinculados al bando sublevado como Antonio Vallejo Nájera se encargaron de
reproducir en 1939, aplicadas a la “criminalidad “marxista” a partir del “estudio”
de cincuenta mujeres de la prisión de Málaga.
Si en la representación cultural de la roja, presente en el imaginario de los
vencedores, pesaban tanto los aspectos de la moralidad y la conducta privada, era
precisamente porque encarnaba un modelo de feminidad opuesto al que ellos de-
fendían, como “guardiana de la moralidad, la obediencia y los valores de la tradi-
ción”, en palabras de Giuliana di Febo. El lema “¡Hijos sí, maridos no!”, supuesta-
mente coreado por muchachas de izquierda durante el primero de mayo de 1936
en Madrid, presente en la memoria colectiva de los elementos de derechas, ilustra
bien esta percepción indignada de lo que se entendía como una opción política y
moral infame, la ruina del mundo conocido que empezaba por la destrucción de la
familia tradicional. Y es que la roja, que en su variante miliciana se había asimilado
tan frecuentemente a la prostituta, era per se una mujer degenerada e inmoral,
carne de presidio y de paredón.

Los deslindes se desdibujaron: moral y política, pero también delitos comu-


nes y delitos políticos. Un delito que teóricamente habría debido ser conceptua-
do como “económico” como la posesión de dinero rojo, pasaba a ser político por
cuanto se interpretaba como manifestación de desafección al nuevo régimen. Así
también, el simple hecho de haber sido desplazado de guerra y haber ocupado
una vivienda vacía se convertía asimismo en un delito político: la figura de los eva-
cuaos del Madrid asediado -las familias de desplazados de guerra realojados en
la capital- fue una de las más satanizadas, con una importante presencia feme-
nina. Preciso resulta señalar, sin embargo, que el hecho de que en 1939 y 1940
la mayoría de las presas lo estuvieran por delitos políticos no significaba que no
los hubiera de otra clase: contra la propiedad, relacionados con los consumos y
abastos o “contra la moral y las buenas costumbres”, entre otros. De hecho, serían
precisamente esos delitos los que ganarían presencia relativa durante los años si-
guientes, conforme se fueran sucediendo los decretos de excarcelación y los diver-
sos centros empezaran a descongestionarse progresivamente con la excarcelación
de las condenadas políticas por delitos de guerra, o anteriores al primero de abril
de 1939.

MI.S. Las monjas de Franco

El Nuevo Estado franquista contó desde un primer momento con la eficaz co-
laboración del estamento religioso en la organización del mundo penitenciario, y
esto fue todavía más cierto y evidente en el caso de las cárceles de mujeres. Ya

340
Capítulo XII. Cárceles de mujeres en la España contemporánea: Un enfoque histórico-social (Fernando Hernández Holgado)

durante el periodo de guerra, el concurso de las órdenes religiosas femeninas re-


solvió en un primer momento el acuciante problema de la custodia y vigilancia de
los numerosos centros, muchos de ellos habilitados en conventos o edificios reli-
giosos. Las monjas retomaron así nuevamente su papel secular, sólo que esa vez ya
no se trató de las treinta y cuatro Hijas de la Caridad expulsadas por Victoria Kent
en el año 1932. Fueron muchísimas más -decenas de órdenes diferentes- y encar-
gándose, como en la época monárquica, tanto de los servicios asistenciales de los
establecimientos masculinos como del régimen interior de los femeninos, gracias
al modelo de contrato instituido en 1938 entre la congregación religiosa de turno
y el Servicio Nacional de Prisiones.
Las órdenes religiosas femeninas -las Hijas de la Caridad sobre todo, pero
también las Oblatas, o las Hermanas de San José- volvieron a las prisiones de mu-
jeres de la mano de los sublevados, tras el hiato republicano, para desempeñar
una función que habían venido realizando durante décadas. Algo, sin embargo, ha-
bía cambiado irremediablemente durante aquellos pocos aunque decisivos años.
Había estallado una guerra en la que la Iglesia había tomado claramente partido
-una Cruzada en la que había luchado y sufrido- para terminar resultando ven-
cedora. La Iglesia cultivaría durante décadas el recuerdo de sus persecuciones y
martirios, enriqueciendo así el enorme caudal de experiencias del bando vencedor
-agravios sufridos, pero también gestas y sacrificios heroicos- acumulado, orga-
nizado, gestionado y difundido por la política memorial del franquismo. Órdenes
como la vicenciana, a la que pertenecían las Hijas de la Caridad, habían llevado
escrupuloso recuento no solamente de sus víctimas desde el advenimiento de la
Segunda República, sino también de las incontables actividades asistenciales o de
retaguardia desarrolladas durante la guerra.

La politización de estas órdenes era más que evidente, pero es que las usua-
rias de las cárceles también habían cambiado de manera radical. Aparte de las in-
evitables “quincenarias”, el perfil dominante durante la guerra y la primera pos-
guerra fue el de la roja -con todas las matizaciones que se quiera, en términos
de formación, implicación y responsabilidades políticas durante la guerra- como
encarnación concreta de la Anti-España enemiga de la religión. La tradicional dia-
léctica ya de por sí conflictiva entre correctoras y corregidas, entre carceleras y
encarceladas, vio así reforzados sus términos de oposición con el aporte de la va-
riable político-ideológica.

El concurso de las órdenes religiosas femeninas en las cárceles no fue sola-


mente una medida provisional, dictada por las urgencias de la guerra o del “pro-
blema penitenciario”, sino estratégica o de largo alcance. Así lo demuestran las
diversas disposiciones de 1941 que reforzaron la autoridad de las madres supe-
rioras en las juntas de disciplina o ampliaron su autonomía y poderes en la ges-
tión de los economatos. A finales de aquel mismo año, la Obra de Redención de
Mujeres Caídas, auspiciada al alimón por el Patronato de Redención de Penas y el
de Protección a la Mujer, organizó la movilización de las congregaciones religio-
sas que tradicionalmente se habían encargado de las prostitutas callejeras o clan-
destinas, como las Adoratrices o las Oblatas del Santísimo Redentor. Muchas de
las jóvenes que en los años anteriores habían pasado “la quincena” en los sótanos

341
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

de Ventas o en el “patio del agua” de la prisión barcelonesa de Les Corts fueron


derivadas así a las “prisiones especiales para prostitutas” —Aranjuez, Calzada de
Oropesa, Santa María del Puig-, a disposición gubernativa y sin denuncia alguna
de por medio, por temporadas que podían prolongarse hasta los dos años.
De esta manera, los agentes religiosos de los distintos proyectos de correc-
ción-moralización femenina que se habían ensayado en España durante décadas,
desde las paúlas de las antiguas galeras hasta las micaelas de asilos y reformato-
rios, se perpetuaron y reorganizaron dentro del vasto organigrama penal-punitivo
del Nuevo Estado, bajo el discurso del redentorismo religioso.

M.6. Reajustes en la Sección Femenina Auxiliar del cuerpo de Prisiones

El “problema penitenciario” tuvo su reflejo, para el Nuevo Estado, en la ne-


cesidad de multiplicar tanto las cárceles como el personal adecuado para diri-
girlas y gestionarlas. Para ello, los miembros de la Acción Católica Nacional de
Propagandistas instalados en el Servicio Nacional de Prisiones, encabezados por
el coronel Máximo Cuervo, recurrieron a significados elementos del antiguo apa-
rato penitenciario de la monarquía, que con mayor o menor fortuna habían supe-
rado el periodo republicano y de guerra.

Al margen del concurso de los elementos religiosos, el cuerpo entero de


Prisiones preexistente hubo de ser cribado y depurado de arriba a abajo, y la Sección
Femenina Auxiliar creada por Victoria Kent en 1932 no fue una excepción. Al fin y al
cabo, en julio de 1936 la mayoría de las oficialas en activo habían estado destinadas
en las prisiones de Madrid, Barcelona y Valencia, capitales que habían quedado du-
rante todo el conflicto en zona republicana. Dicha Sección perviviría con ese mismo
nombre hasta noviembre de 1940, cuando todo el personal femenino fue agrupado
y reorganizado orgánicamente. Hasta entonces se sucedieron tanto las depuracio-
nes y purgas de jefes y oficiales como los nombramientos provisionales de guardia-
nas y auxiliares principalmente por su afección al nuevo régimen y su condición de
familiares de "víctimas de la barbarie roja”, con arreglo a la Ley de cupos de 25 de
agosto de 1939. Este singular mecanismo de promoción de nuevas funcionarias, tan
alejado de los exigentes requerimientos de la época republicana, vino a convertir la
venganza en el mecanismo indispensable que garantizara una represión más eficaz
del bando perdedor, a la par que sirvió para tejer una red político-ideológica cliente-
lar en la base de la administración del Nuevo Estado.

Las nuevas autoridades franquistas se apresuraron a designar a mujeres afec-


tas al régimen para que sustituyeran a las funcionarias y guardianas depuradas
en aquellas cárceles que no habían firmado concierto con órdenes religiosas fe-
meninas. En un principio, y antes de que se abriera concurso público funcionarial
alguno, en medio de un clima administrativo de absoluta arbitrariedad, el hecho
de formar parte del “grupo de víctimas” de la ley de 25 de agosto se convirtió en
la principal vía de promoción en la administración, junto a los méritos y tareas
quintacolumnistas desarrolladas durante la guerra. Por lo demás, la institución te-
resiana, esa especie de alter ego de la Institución Libre de Enseñanza en el mundo

342
Capítulo XI Cárceles de mujeres en la España contemporánea: Un enfoque histórico-social (Fernando Hernández Holgado)

católico, tan centrada en la educación y formación femeninas, constituyó un vivero


ideal para los nombramientos de esta clase.

La reorganización de la primitiva Sección Auxiliar Femenina del cuerpo de


Prisiones de 1932, acometida en noviembre de 1940, evidenció el tajo transversal
que supuso la guerra y, sobre todo, la represión de posguerra al atravesar todo el
contingente de nombramientos anteriores. Para el caso concreto de las treinta y
ocho jefas y oficialas de 1932, sumando el porcentaje de funcionarias separadas
en 1939 -algunas de las cuales serían readmitidas durante los años siguientes- al
de fallecimientos y desapariciones durante la guerra, el total de bajas de servicio
rebasó el cuarenta por ciento de los efectivos originales en 1935.
De la nueva Sección Femenina Auxiliar reformada de 1940, las trece plazas de la
primera escala, la técnico-directiva, fueron ocupadas en su inmensa mayoría por las
jefas y oficialas que habían superado la depuración administrativa, lo cual reveló dos
detalles importantes. Uno fue que, por primera vez en la historia contemporánea de
España -y salvo el aislado precedente de la primera directora del correccional gene-
ral de dones de Barcelona en 1936- se nombró a mujeres para cargos de dirección en
establecimientos penitenciarios femeninos. En segundo lugar, se apostó para esos
puestos directivos por las supervivientes de la primera promoción de funcionarias
de prisiones, pese a su origen republicano y a la hostilidad con que había sido recibi-
da su creación en medios católicos y conservadores. Eso sí, se trataba de mujeres de
trayectoria intachable —-antiguas cautivas, colaboradoras de la quinta columna, tere-
sianas- que ostentaban un historial político de plena confianza.

111.7. La redención femenina de pena por el trabajo

El programa exterminista de los sublevados se complementó, ya durante la gue-


rra, con un programa de carácter redentorista y naturaleza compleja, que se articuló
en la llamada Obra de Redención de Penas por el Trabajo y significó toda una “rein-
vención del utilitarismo punitivo”, según el historiador Pedro Oliver. Armado de un
aparato conceptual teológico, el concepto de “redención” reunió en su seno todos
aquellos caracteres de la pena que había combatido el reformismo penitenciario re-
publicano anterior. Los caracteres aflictivo imposición de dolor- y retributivo de
la pena -los presuntos culpables debían compensar los daños ocasionados a la so-
ciedad- quedaron resaltados, pero envolviéndose en el discurso del llamado “doble
rescate”, a través del trabajo de los presos y presas políticos tanto dentro como fuera
de las cárceles. El primer rescate era físico, de restitución de lo dañado, mientras
que el segundo era “espiritual”: todo un programa de “regeneración moral y patrió-
tica” destinado a hacer de aquéllos “buenos cristianos para que resulten buenísimos
españoles”, en palabras del principal inspirador de la doctrina, el jesuita Pérez del
Pulgar. Todo ello quedaba justificado como un privilegio, un “acto de caridad” que se
traducía en el descuento del tiempo de pena que correspondiera a cada caso.

Al margen de su utilización como mecanismo de propaganda o de adoctri-


namiento, como evidenciaba por ejemplo el boletín carcelario Redención -en el
que participaban los propios reclusos y reclusas- la redención de penas por el

343
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

trabajo constituyó en sí una eficaz herramienta de sumisión dentro de las cárce-


les. Articulada en el marco de un perverso sistema premial-punitivo, la retirada
del beneficio de la redención de pena como medida disciplinaria -a veces incluso
con pérdida del tiempo redimido- representaba un castigo que minaba la moral
del preso y lo mantenía en un estado de sometimiento constante. La redención de
pena se anudaba además estrechamente con el tradicional mecanismo de la liber-
tad condicional, heredado del sistema penitenciario progresivo anterior. Gracias
a la fagocitación de las antiguas comisiones provinciales de libertad condicional
por el Patronato Central mediante el decreto de 9 de junio de 1939, la redención
de pena por el trabajo se convirtió en el largo y obligado camino hacia la libertad
del recluso, compuesto por tantas fases como informes de buena conducta y des-
empeño adecuado de su labor emitían las autoridades de la cárcel. Un mecanismo
claramente pautado de sometimiento con el fin de asegurar solamente la libera-
ción de los más dóciles, pese a las urgencias del sistema por descongestionar los
centros y resolver así el “problema penitenciario”.
Del gran alcance y previsión de este sistema da cuenta su incidencia no ya en
los presos, sino en sus familias. El subsidio familiar que recibían los reclusos traba-
jadores casados -por esposa e hijos-, que era canalizado y entregado por las juntas
locales pro-presos, servía de instrumento de control social de dichas familias, tam-
bién contempladas en el programa de regeneración moral y patriótico. Que las re-
clusas trabajadoras no recibieran este subsidio familiar -salvo excepciones como
las viudas con hijos a su cargo- además de suponer una evidente discriminación,
nos descubre por cierto los diferentes modelos de masculinidad y feminidad que
el régimen pretendía proyectar. En el caso de los reclusos, el modelo de produc-
tor-padre-cabeza de familia; mientras que el de las mujeres presentaba los rasgos
característicos tradicionales de la domesticidad femenina. Todo ello nos confirma
que, aunque de manera secundaria con respecto a los varones, las presas políticas
también ocuparon su lugar en el discurso de redención de pena. No por casualidad
las primeras reglamentaciones de 1938 contemplaron el trabajo de las reclusas en
“talleres de labores y trabajos adecuados a su sexo”, en establecimientos que, ya
por aquel entonces, se estaban encomendando a congregaciones religiosas.

La creación tardía de talleres de costura en Ventas y Les Corts, así como en


Amorebieta y otras muchas cárceles, respondió a la promoción de ese modelo.
Concretamente, los creados en 1941 en Madrid y Barcelona para la fabricación
de ropa para hijos de reclusos, dependientes del Patronato Central de Redención,
constituyeron el perfecto escaparate propagandístico del modelo de domesticidad
buscado: las propias presas cosiendo ropa para sus hijos y los de sus compañeras.
Al mismo objetivo sirvieron otras iniciativas como las escuelas del hogar patro-
cinadas por la Sección Femenina de Falange en algunas cárceles como Ventas, en
colaboración con las congregaciones religiosas, y de asistencia obligatoria para la
realización del servicio social. Fue ésa precisamente una de las pocas ocasiones de
intervención falangista en el mundo penitenciario del franquismo, dada la cerca-
nía de las falangistas al discurso del catolicismo tradicional.

El lugar aparentemente secundario de la presa política en el discurso de re-


dención no debe hacernos olvidar que, al margen de la tardía creación y desigual

344
Capítulo XIII. Cárceles de mujeres en la España contemporánea: Un enfoque histórico-social (Fernando Hernández Holgado)

extensión de los talleres de costura en los diferentes centros, la inmensa mayoría


de las reclusas —todas las de delitos anteriores o de guerra, en un primer momen-
to- redimió pena instruyéndose y trabajando como paso obligado para su libertad.
La consulta de la documentación penitenciaria conservada nos habla de mujeres
trabajando en destinos, “cargos” y todo tipo de servicios auxiliares y eventuales.
Las irregularidades, por lo demás, eran tan múltiples como llamativas. Todo ello
viene a dibujar un paisaje más cercano al sistema caótico e improvisado descrito
más arriba que a la prístina y meticulosa organización que proyectaban las regla-
mentaciones o la propaganda. En cuanto a los talleres de costura oficiales, su utili-
dad no quedaba ni mucho menos agotada con su función propagandística: consti-
tuían operaciones de explotación laboral de no poca importancia económica para
la propia infraestructura del sistema penitenciario.

111.8. Las presas políticas y las presas comunes

Mientras tanto, el proceso de excarcelaciones resultó obligado. A partir de


mediados de la década de los cuarenta, el número de presas y presos condena-
dos por delitos de guerra, cometidos con anterioridad al primero de abril de 1939,
había comenzado a descender sensiblemente gracias a los sucesivos decretos de
indulto y de reducción de condena que habían servido al régimen para desconges-
tionar los establecimientos. Si en enero de 1940 las estadísticas oficiales hablaban
de más de 23.000 presas, la mayoría de ellas políticas -con más de un cuarto de
millón de varones encarcelados- a mediados de 1946 la cifra total se había redu-
cido a poco más de 5.000. Además, el número de presas comunes casi cuadrupli-
caba al de políticas, condenadas ya prácticamente todas por delitos de posguerra:
4.039 frente a 1.219. Hacia finales de década, la mayoría de las presas políticas de
posguerra, que seguían arrastrando largas condenas, habían sido concentradas en
una cárcel que, para esta época, representó un papel parecido al de la Ventas de
principios de década: la prisión central de Segovia. Para mediados de los cincuen-
ta, cerrada Segovia, las presas de posguerra -las pocas que quedaban- pasaron a
ser concentradas en la central de Alcalá de Henares, la antigua penitenciaría, don-
de, aprovechando su escaso número, fueron mezcladas con las comunes.

La redención de pena por el trabajo, concebida y restringida ya en 1937 para


los prisioneros de guerra y los presos condenados por delitos “no comunes”, co-
menzó a ser aplicada a los presos comunes en el Código Penal de 1944, en de-
terminados supuestos que se irían ampliando. Según las estadísticas oficiales de
1952, en febrero de ese año figuraban todavía casi ochocientos condenados por
“rebelión marxista” excluidos del decreto de indulto de 9 de octubre de 1945; más
de cuatro mil procesados y condenados por “delitos no comunes posteriores al
primero de abril de 1939"; y casi veinticinco mil por delitos comunes. Para en-
tonces, la cifra de mujeres presas ascendía a 5,346, con un 82% de procesadas y
condenadas por delitos comunes.
Hacia 1965 las estadísticas oficiales, pese a su mayor detallado, escamotea-
ban la presencia en los establecimientos de presos y presas políticas. Hacia princi-
pios de década, una nueva generación de presas políticas había empezado a pisar

345
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

cárceles ya tan deterioradas como Ventas, Alcalá de Henares o Barcelona. jóvenes


detenidas por su participación en manifestaciones en solidaridad con las huelgas
obreras de Asturias que pagaban elevadas multas con meses de cárcel, o estudian-
tes encausadas por el Tribunal de Orden Público creado en 1963, quedaban invisi-
bilizadas en las estadísticas bajo ambiguos epígrafes como “aplicación de medidas
de seguridad” o “infracción de carácter administrativo”. Algunas de ellas llegaron
a poner por escrito su experiencia, como la novelista Dolores Medio o la pinto-
ra Francisca Dapena, y gracias a sus textos podemos asomarnos a las deplorables
condiciones en que malvivían las presas por delito común: “piculinas” o prostitu-
tas —-la prostitución había sido ilegalizada en 1956-, carteristas, comadronas acu-
sadas de practicar abortos... En conjunto, un paisaje de “rutina punitiva” no muy
distinto al descrito para el siglo anterior.

MI.9. Persistencias de antiguas rutinas punitivas

Que esta rutina punitiva de las cárceles de mujeres, más o menos avejentada,
pudiera sobrevivir hasta la llegada de la Transición y la democracia puede parecer
ciertamente increíble. No de otra manera, sin embargo, puede explicarse que una
orden seglar creada en plena guerra, las Cruzadas Evangélicas, fundada en 1937
por el padre Doroteo Hernández,
“(...) una institución de señoritas especializada en la evangelización, reeducación y
protección de las ex reclusas”.

..Continuara desempeñándose en la principal cárcel femenina de Barcelona,


la de la Trinidad, durante la mayor parte de los años sesenta y setenta. Fue en 1963
cuando las Cruzadas, especialistas en la “rehabilitación de mujeres delincuentes,
prostitutas o madres solteras”, se hicieron cargo de dicha prisión, sucesora de la
provincial de Barcelona (Les Corts) tras un largo intermedio en el departamento
femenino de la Prisión Modelo de hombres. Y no la abandonarían hasta 1978, casi
tres años después de finalizada la dictadura. Según los informes elaborados por
los grupos de apoyo del exterior, a partir de cartas de denuncia fechadas en 1971,
1972 y 1976, la rutina y trato en la Trinidad eran muy semejantes a los de déca-
das anteriores. Las Cruzadas gozaban de una absoluta autonomía y guardaban una
especial inquina a las presas políticas, que se traducía en una mayor disciplina,
mientras las comunes estaban obligadas a asistir a lecciones morales y trabajaban
en régimen de explotación en los talleres. El ambiente “moralizador” se advertía
en detalles aparentemente nimios, pero relevantes, como la prohibición -en di-
ciembre de 1972- de llevar pantalón o falda por encima de la rodilla, así como
vestidos sin mangas. En cuanto a las “políticas”, las mujeres organizadas que se
encontraban detrás de dichas denuncias, pertenecían a un perfil muy distinto de la
primera generación de las presas políticas de la dictadura. Eran mayoritariamente
jóvenes con preparación, estudiantes muchas de ellas, que no habían conocido la
guerra ni la primera posguerra, de las que en todo caso conservaban recuerdos
de infancia. Muchas sabían, sin embargo, de las luchas que en los años cuarenta y
cincuenta habían sostenido sus antecesoras en el interior de los establecimientos.

346
Capítulo XII Cárceles de mujeres en la España contemporánea: Un enfoque histórico-social (Fernando Hernández Holgado)

Tal parecía que los esfuerzos que había hecho el régimen por “modernizar” el
aparato penitenciario en su voluntad de presentar una imagen más o menos acep-
table u homologable ante el mundo occidental apenas habían afectado a los esta-
blecimientos femeninos. Porque, a nivel discursivo general, y por lo que se refiere al
sistema penitenciario franquista en su conjunto, los cambios de terminología habían
comenzado a resultar patentes en los años sesenta, en consonancia con el “empu-
je modernizador” de la década, susceptible de numerosas matizaciones. La apertu-
ra del Gabinete Psicológico de la Prisión Provincial de Carabanchel -hombres- en
1965 y de la Central de Observación Penitenciaria en el otoño de 1967, en la misma
sede, constituyeron dos de sus principales hitos. Consagrada al objetivo científico de
mejorar la diagnosis y por tanto el “tratamiento” individualizado del delincuente, la
Central de Observación fue presentada como la “la herramienta necesaria para los
fines de reforma y readaptación asociados a la privación de libertad”. Como máxi-
ma autoridad teórico-técnica, su función consistió en la coordinación y asesora-
miento de los diferentes gabinetes y equipos de observación que se irían abriendo
en cada centro penitenciario, tras la correspondiente reforma del nuevo reglamento
de 1956. No por casualidad este reglamento, que vino a sustituir al de 1948, había
trocado el término fetiche de “redención” por “reforma”, por razones “más diplomá-
ticas que filosóficas”, en palabras de Roldán Barbero, dada la voluntad del régimen
de cumplir con las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos aprobadas
en Ginebra por el Consejo Económico y Social de la ONU en el año anterior, el mismo
del ingreso español en la organización internacional.
Sin embargo, esta “irrupción de la ciencia” en lo penitenciario no fue realmen-
te ni tan moderna ni novedosa, debido entre otras razones a su excesiva insistencia
en las tradicionales explicaciones etiológicas del delito, muy relacionadas con las
presuntas alteraciones psicobiológicas de los sujetos que recordaban peligrosa-
mente al positivismo penal de épocas anteriores. Pero lo más llamativo era que los
sujetos “observados” y “clasificados” por la Central de Observación Penitenciaria
eran exclusivamente varones, y que el barniz más o menos denso o eficaz de la tec-
nificación apenas afectó a los establecimientos femeninos, donde la acción de los
agentes religiosos continuaba pesando con fuerza.
Que el “Equipo de Observación” de la cárcel de la Trinitat en Barcelona estu-
viera compuesto en 1973 por el director del centro, el médico y la cruzada mayor
-como jefa de servicios- y la cruzada maestra habla a las claras del alcance real de
estas técnicas innovadoras. Lo cierto es que en los establecimientos femeninos no
llegaron a entrar “los profesionales ni los científicos expertos en evaluar la con-
ducta y aplicar el tratamiento”, según ha destacado la socióloga Elisabet Almeda. El
verdadero “tratamiento” seguía siendo más disciplinario que científico.

Inés Palou dejó escritas sus memorias de presa común en diferentes estable-
cimientos de la geografía española, a finales de los sesenta y principios de los se-
tenta. En la “prisión de mujeres de A.” una cárcel sin identificar de las numerosas
por las que pasó, había en 1968...
*“(...) misa diaria, rosario diario, rezo diario antes de cada comida, al terminar a todas
horas. El Reglamento no obliga a asistir, pero las monjas lo tienen todo organizado

347
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

de tal modo que, o se va, o hay que padecer las consecuencias de alguna privación
molesta (...)”

Y las delincuentes “contra la moralidad” eran las que peor lo pasaban, en un


momento en que las presas políticas formaban una exigua minoría:
“Para esas monjas el delito sólo es condenable cuando es de indole moral: abandono
de familia, adulterios, prostitución, menores, etc. Ahí no aflojan, y pobres las que
ingresan allí por alguno de esos delitos. No tienen facilidad alguna. Ningún mira-
miento. Ninguna concesión. Dureza, dureza y dureza. Trabajo, trabajo y trabajo. A lo
más mínimo, castigo y parte en el expediente”.

Las “piculinas” de las que nos hablaban las memorias carcelarias de décadas
pasadas seguían siendo huéspedes inevitables, enfermas muchas de ellas de sífilis.
La mayoría eran aisladas en pabellón aparte, pero aquellas que habían sido impli-
cadas en otros delitos, como la prostitución a partir de 1956, podían ser destina-
das alos departamentos generales. Inés Palou recordaba a las que había conocido
en su breve estancia en el departamento femenino de Carabanchel a principios
de 1971, donde por entonces recalaban tanto reclusas de paso hacia su destino
de cumplimiento en el penal de Alcalá como las detenidas “piculinas” de Madrid.
Eran, escribió, “el pan nuestro de cada día”. Llegaban al atardecer procedentes
de la Costa Fleming o de la calle de la Ballesta, donde eran detenidas en redadas
callejeras:
“Les aplican la Ley de Peligrosidad Social, poderosa arma que esgrime la Justicia
para tenerlas siempre pendientes de esa espada de Damocles que pende sobre sus
cabezas. La Ley de Peligrosidad Social es suave la primera vez y va agravándose
a medida que la mala suerte provoca detenciones continuadas. Porque la “piculi-
na”, la prostituta, sale a la calle “a trabajar”, como dice ella, diariamente. Corre el
riesgo de continuo. Es natural que, en tales condiciones, se encuentre en prisión
periódicamente”.

Una vieja práctica con nuevas leyes. La Ley de Peligrosidad y rehabilitación


Social de 1970 había retocado los tipos y estados de peligrosidad fijados por su
antecesora, la Ley de Vagos y Maleantes de 1933. También aquí se trataba de una
actualización “más en línea con la terminología moderna”, como se recogía en el
preámbulo: se añadía ya el “ilícito” tráfico y fomento de consumo de “drogas tóxi-
cas”, que vino a sustituir a la “venta de bebidas alcohólicas”, pero persistieron los
“rufianes y proxenetas”, “los que realicen actos homosexuales” o “los que habitual-
mente ejerzan la prostitución".

MI.10. El paisaje finisecular

La Ley Orgánica Penitenciaria de 1979 y su reglamento de 1981 fueron pre-


sentados en su día como la cumbre de la obra legal penitenciaria española -—“en
cuya elaboración se tuvieron en cuenta las más modernas tendencias del peniten-
ciarismo mundial”, según se señalaba en el prólogo- y meta del presunto proceso
continuado de “humanización del castigo”. Por contra, resulta evidente que esta
perspectiva de la historia del castigo ha adolecido de una visión esencialmente

348
Capítulo XIIL Cárceles de mujeres en la España contemporánea: Un enfoque histórico-social (Fernando Hernández Holgado)

idealista y ahistórica, aficionada a hacer abstracción de las realidades sociales en


las que se insertaron los sucesivos paradigmas punitivos. La historia del castigo
no puede explicarse como una línea recta que apunta y acaba en un presente de
autocomplacencia, con sus correspondientes y necesarias etapas progresivas,
como las fases “religiosa”, “judicial” y “penitenciaria” que representantes de dicha
perspectiva han creído ver en la historia y evolución de las cárceles de mujeres.
Precisamente en esta historia en particular se advierte con claridad que la línea
de progreso no ha sido tal y que, más bien, ha estado presidida por el atraso y el
olvido. O bien ha estado sembrada de larguísimos periodos de inmovilidad e inclu-
so de saltos hacia atrás, con caídas en socavones históricos tan profundos como la
guerra civil de 1936 y su prolongada posguerra, sucesos de impacto enorme pero
minimizado en esos mismos manuales, a manera de perversa elipsis compartida
con la historia de la experiencia penitenciaria masculina.

En correspondencia con esta visión crítica del relato del progreso penitencia-
rio en España, la Ley Orgánica de 1979, como última de sus grandes balizas históri-
cas del siglo XX, no podía escapar a esta misma crítica de género o feminista. Según
este enfoque, autoras como Concepción Yagúe han comenzado señalando la escasa
atención a la realidad diferenciada del encarcelamiento femenino en el texto le-
gal, ejemplificada por su mención en tan solo seis artículos. Pero la realidad actual
sigue arrastrando inercias históricas, pese a las grandes novedades producidas a
escala social. El siglo XX acabó con una nueva cifra récord de mujeres en prisión,
en el marco general del aumento continuado de la población carcelaria durante las
dos últimas décadas del mismo. Las aproximadamente quinientas reclusas regis-
tradas en 1980 -de entre menos de quince mil internos- se convirtieron, para fi-
nales de siglo, en cerca de 4.000, un 9% del total de la población reclusa, uno de los
índices más altos de Europa. El gran salto hacia delante se produjo para el periodo
1985-1994, con el aumento de los llamados delitos contra la salud pública, asocia-
do al tráfico y consumo de drogas, de mayor proporción en la población femenina
que en la masculina. Hacia 1997, las reclusas procesadas por delitos de esta clase
-dejando a un lado otros relacionados indirectamente con el consumo de droga-
representaban el 47.2 % del total, frente a un 24 % en el caso de los reclusos.

Dadas estas cifras, y con la dotación actual de centros penitenciarios, el gra-


do de hacinamiento ha resultado más grave en el caso de las mujeres. El artículo
19 de la Ley de 1979, que establecía que cada recluso fuera alojado en una celda
individual, y sólo de manera excepcional en dormitorios colectivos, contrastaba
con la realidad de centros como el establecimiento de preventivas en Wad-Ras, de
Barcelona, o los departamentos de mujeres de las cárceles de Lérida I, Tarragona
y Girona donde, finalizando el siglo, llegaron a convivir más de quince presas por
celda o dormitorio.
Precisamente aquí se descubre otro rasgo de continuidad histórica: la tradi-
ción de alojar a las presas en departamentos específicos de las prisiones mascu-
linas, contradiciendo lo recomendado por la Ley de 1979. Ejemplos plenamente
actuales de ello son las cárceles de Topas (Salamanca) o Brians (Barcelona), reco-
lectora ésta última de cerca del 70 % de la población penada femenina de Cataluña
a finales del siglo XX, gestionada por la Generalitat y de inauguración tan reciente

349
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

como 1991. Otro tanto de lo mismo podría decirse del especial descuido del “tra-
tamiento individualizado” de las reclusas, con una ratio de un solo psicólogo por
cada 214 presas en esta última cárcel. La socióloga Elisabet Almeda, autora del
primer y único estudio de investigación de base empírica -entrevistas- sobre es-
tablecimientos femeninos realizado prácticamente hasta la fecha, ha destacado
asimismo un dato importante:
“En la práctica, las entidades religiosas siguen manteniendo su hegemonía y su in-
fluencia en al ámbito asistencial de las cárceles, y constituyen, en definitiva, uno de
los pilares principales, o incluso el fundamental, de la política asistencial de las cár-
celes españolas”.

Con la matización de que esta hegemonía pesaba -y sigue pesando en la ac-


tualidad- más en el caso de los establecimientos penitenciarios femeninos, debido
a la especial debilidad del asistencialismo de carácter civil o laico que trabajaba
en esta clase de centros. Podemos rematar este panorama con una observación no
menos interesante de la misma autora:
“La mayoría de los programas educativos, formativos, laborales o las actividades
culturales o recreativas que se organizan en las cárceles de mujeres refuerzan el
papel tradicional de la mujer en la sociedad”.

Este “énfasis en la domesticidad” queda demostrado por la insistencia en cur-


sos y actividades como cursillos de corte y confección, tintorería, cocina, estética,
peluquería, puericultura... Todavía a principios del siglo XXI, incluso los talleres
productivos versan mayoritariamente sobre confección de alfombras, artículos
del hogar, etcétera, y suelen ser, según algunas autoras, los talleres más duros,
peor pagados y que previamente han sido rechazados en los centros penitencia-
rios masculinos. Todo ello viene a revelar que, por debajo de los bellos discursos y
disposiciones que han querido vertebrar el relato universalista del progreso “cien-
tífico” penitenciario y la “humanización del castigo”, continúa transparentándose
la fotografía fija, secular, de las cárceles de mujeres de siempre. Una fotografía ya
borrosa como un palimpsesto continuamente elaborado y repasado, que sigue lí-
neas de composición y perspectiva trazadas desde hace siglos.

350
Capítulo XII Cárceles de mujeres en la España contemporánea: Un enfoque histórico-social (Fernando Hernández Holgado)

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
ALMEDA, Elisabet, Corregir y castigar. El ayer y hoy de las cárceles de mujeres, Barcelona,
2002.
= “Ejecución Penal y Mujer en España: Olvido, Castigo y Domesticidad”, en E. ALMEDA
y E. BODELÓN (eds.), Mujeres y castigo: un enfoque sociojurídico y de género, Quito,
2007, pp. 27-65.
ARENAL, Concepción, El delito y el crimen, Madrid, 1897.
— El visitador del preso, Madrid, 1991.
BARRANQUERO TEXEIRA, Encarnación; EIROA SAN FRANCISCO, Matilde; y NAVARRO
JIMENEZ, Paloma, Mujer, cárcel y franquismo. La prisión provincial de Málaga (1937-
1945), Málaga, 1994.
BASTERRETXEA BURGAÑA, Xavier, y UGARTE LOPETEGI, Arantza, “Prisión central de mu-
jeres de Saturrarán”, en S. GÁLVEZ BIESCA y F. HERNÁNDEZ HOLGADO (eds.), Presas
de Franco. Madrid, 2007, pp. 67-69.
BURILLO ALBACETE, Fernando, El nacimiento de la pena privativa de libertad, Madrid,
1999.
— La cuestión penitenciaria. Del Sexenio a la Restauración (1869-1913), Zaragoza,
2011.
CADALSO, Fernando, Instituciones penitenciarias y similares en España. Madrid, 1922.
CANTERAS MURILLO, Andrés, Delincuencia femenina en España: un análisis sociológico,
Madrid, 1990.
CAPEL MARTÍNEZ, Rosa María, “La prostitución en España: notas para un estudio so-
cio-histórico”, en R.M. CAPEL MARTÍNEZ (ED.), Mujer y sociedad en España 1700-
1975, 1982, pp. 269-298.
CARABIAS, Josefina, Crónicas de la República. Del optimismo de 1931 a las vísperas de la
tragedia de 1936, Madrid, 1997.
CUEVAS, Tomasa, Testimonios de mujeres en las cárceles franquistas, Huesca, 2004.
FRAILE, Pedro, Un espacio para castigar: la cárcel y la ciencia penitenciaria en España (si-
glos XVIII y XIX), Barcelona, 1987.
FRANCO RUBIO, Gloria Ángeles, La incorporación de la mujer a la administración del Estado,
Municipios y Diputaciones 1918-1936, Madrid, 1981.
GABARDA, Vicent, Els afusellaments al País Valencia (1938-1956), Valencia, 1993.
GARCÍA VALDÉS, Carlos, “Las Casas de Corrección de mujeres. Un apunte histórico”, en ].
CEREZO, R. SUAREZ, A. BERISTAIN y C. ROMEO, El nuevo Código Penal. Presupuestos
y fundamentos. Granada, 1999, pp. 587-592.
GINARD I FÉRON, David, Matilde Landa. De la Institución Libre de Enseñanza a las prisiones
franquistas, Barcelona, 2005.
GIRONA RUBIO, Manuel, Una miliciana en la Columna de Hierro. María “la Jabalina”
Valencia, 2007.
GÓMEZ BRAVO, Gutmaro, Los delitos y las penas. La ciudad judicial y penitenciaria: Alcalá de
Henares, 1800-1900, Alcalá de Henares, 2006.
= La Redención de Penas. La formación del sistema penitenciario franquista, Madrid, 2007.
GARGALLO VAAMONDE, Luis, El sistema penitenciario de la Segunda República. Antes y des-
pués de Victoria Kent (1931-1936), Madrid, 2011.
GUEREÑA, Jean-Louis, La prostitución en la España contemporánea, Madrid, 2003.

351
Historia del delito y del castiga en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

HERNÁNDEZ HOLGADO, Fernando, Mujeres encarceladas. La prisión de Ventas: de la


República al franquismo (1931-1941), Madrid, 2003.
— “Carceleras encarceladas. La depuración franquista de las funcionarias de Prisiones
de la Segunda República”, en Cuadernos de Historia Contemporánea, 20085, vol. 27,
pp. 271-290.
— La Prisión Militante. Las cárceles franquistas de mujeres de Barcelona y Madrid
(1939-1945). Tesis doctoral. 2011. Disponible en httpp: / /eprints.ucm.es/13798/.
= “Cárceles de mujeres del novecientos: una práctica de siglos”, en P. OLIVER OLMO, El
siglo de los castigos. Prisión y formas carcelarias en la España del siglo XX, Barcelona,
2013.
JULIANO, Dolores, “Delito y pecado. La transgresión en femenino”, en Política y Sociedad,
2009, Vol. 46, 1 y 2, pp. 79-95.
LASALA NAVARRO, Gregorio, La mujer delincuente en España y su tratamiento correccional,
Buenos Aires, 1948.
LEE BARTKY, Sandra, “Foucault, feminismo y la modernización del poder patriarcal”, en E.
LARRAURI (comp.), Mujeres, Derecho penal y criminología. Madrid, 1994, pp. 63-92.
LETELLTER, Albert, y DEBLED, R., Les Prisons de Femmes, París, 1923.
LOMBROSO, Cesare, La dona delincuente, la prostituta e la dona normale, Torino, 1915.
LORENZO RUBIO, César, Subirse al tejado. Cárceles, presos comunes y acción colectiva en el
franquismo y la transición, Barcelona, 2013.
MARTÍNEZ GALINDO, Gemma, Galerianas, corrigendas y presas. Nacimiento y consolidación
de las cárceles de mujeres en España (1603-1913), Madrid, 2002.
MARTÍNEZ RODRÍGUEZ, Victoria “Mujeres gallegas en el Penal de Saturrarán”, en E.
BARRANQUERO TEXEIRA (Ed.): Mujeres en la guerra civil y el franquismo: violencia,
silencio y memoria de los tiempos difíciles, Málaga, 2010, pp. 127-141.
MATTHEWS, Roger, Doing Time. An Introduction to the Sociology of Imprisonment, Nueva
York, 1999.
MOLINA JAVIERRE, Pilar (2010): La presó de Dones de Barcelona. Les Corts (1939-1959),
Barcelona, 2010.
NADAL SÁNCHEZ, Antonio, “Experiencias psíquicas sobre mujeres marxistas malagueñas,
Málaga 1939”, en Las mujeres y la Guerra Civil española. III Jornadas de estudios mo-
nográficos, Salamanca, 1989, p. 340-350.
NASH, Mary (1989): “Control social y trayectoria histórica de la mujer en España”, en R.
BERGALLI y E. MARI (Coords.): Historia ideológica del control social (España-
Argentina, siglos XIX y 200), Barcelona, 1989, pp. 151-174.
NIETO Y ASENSIO, Ponciano, Historia de las Hijas de la Caridad desde sus orígenes hasta el
siglo XX, Madrid, 1932.
OLIVER OLMO, Pedro (2006): “Dos perspectivas en la historiografía española sobre el cas-
tigo”, en I. RIVERA, H. SILVEIRA, E. BODELOÓN y A. RECASENS (Coords.), Contornos
y pliegues del derecho. Homenaje a Roberto Bergalli. Barcelona, 2006, pp. 482-486.
— “Historia y reinvención del utilitarismo punitivo”, en J.M. GASTÓN y F. MENDIOLA,
Los trabajos forzados en la dictadura franquista, Pamplona, 2007, pp. 17-29.
— “Prólogo”, en F. BURILLO, La cuestión penitenciaria. Del Sexenio a la Restauración
(1869-1913), Zaragoza, 2011, pp. 11-16.
— El siglo de los castigos. Prisión y formas carcelarias en la España del siglo XX,
Barcelona, 2013.

352
Capítulo XII. Cárceles de mujeres en la España contemporánea: Un enfoque histórico-social (Fernando Hernández Holgado)

PALOU, Inés, Carne apaleada. Barcelona, 1975.


PÉREZ DEL PULGAR, José Agustín, La solución que España da al problema de sus presos po-
líticos, Valladolid, 1939.
PRESTON, Paul, La guerra civil española. Barcelona, 2006.
RIVIERE GÓMEZ, Aurora, “Caídas, miserables, degeneradas”. Estudios sobre la prostitución
en el siglo XIX, Madrid 1994.
ROLDÁN BARBERO, Horacio, Historia de la Prisión en España, Barcelona, 1988.
SALILLAS, Rafael, La vida penal en España. Madrid, 1888.
SÁNCHEZ SÁNCHEZ, Pura, Individuas de dudosa moral. La represión de las mujeres en
Andalucía (1936-1958), Barcelona, 2009.
SUÁREZ, Ángel, y EQUIPO 36 (1976): Libro Blanco sobre las Cárceles Franquistas, Chátillon-
sous-Bagneux, 1976.
SUBIRATS PIÑANA, Josep, y POY FRANCO, Pilar (2006): Les Oblates, 1939-1941. Presó de
dones de Tarragona, Valls, 2006.
TELO NÚÑEZ, María,Concepción Arenal y Victoria Kent: las prisiones, vida y obra. Madrid,
1995.
VINYES RIBAS, Ricard, “Nada os pertenece... Las presas de Barcelona. 1939-1945”, en
Revista de Historia Social, 2001, n* 39, pp. 49-66.
=— Irredentas. Las presas políticas y sus hijos en las cárceles franquistas, Madrid, 2002.
YAGUE OLMOS. Concepción, Madres en prisión. Historia de las Cárceles de mujeres a través
de su vertiente maternal, Granada, 2007.
ZEDNER, Lucia, “Wayward Sisters. The Prison for Women”, en N. MORRIS y D.J. ROTHMAN,
The Oxford History of the Prison. Oxford-Nueva York, 1998, pp. 295-324.

353
Capítulo XIV
El duelo en 1900: Un “delito especial”
Miguel Martorell Linares
Universidad Nacional de Educación a Distancia

I INTRODUCCIÓN

El “entorno social determina la penalidad”, escribió hace algunos años David


Garland en la introducción a un libro ya clásico sobre delitos y penas en el mundo
moderno. “El castigo —proseguía- interactúa con su ambiente formando parte de
la configuración de elementos que abarca el mundo social”. De lo anterior se des-
prende que resulta difícil comprender los motivos que inducen a considerar en un
momento dado una actividad como delictiva, el castigo que se le asigna y cómo se
aplica éste, sin estudiar en qué contexto social se adoptan todas esas decisiones.
También se deduce implícitamente que el estudio de un determinado delito, del
entorno en que se practica y del modo en que se castiga permite conocer mejor el
entramado social de una época?.
Es desde esta doble perspectiva que las siguientes páginas abordan la prácti-
ca de los duelos en la sociedad europea y española de 1900, su tipificación como
delito y cómo se aplicaba en la práctica su persecución. Nada de esto puede com-
prenderse plenamente si no se entiende previamente el arraigo del código del ho-
nor -y, por lo tanto, de los duelos- en las sociedades liberales. De ahí que el primer
y segundo apartado expliquen en qué consistía el código del honor, ese entramado
de normas para legales que regulaban las relaciones entre caballeros, en qué me-
dida la aplicación de esas normas era privativa de las élites y la tolerancia social
frente a los duelos que convertía a este delito -lamentaba el Fiscal del Tribunal
Supremo en 1904- en un “delito especial”. El estudio del duelo desde esta perspec-
tiva ayuda a comprender mejor la estratificación social de la sociedad liberal.
El tercer apartado explica el diferente trato que el código del honor dispen-
saba a los hombres y a las mujeres y cómo contribuyó a cohonestar un modelo de
organización que preservaba el espacio público para los varones y relegaba a las
mujeres al espacio privado. Así mismo, hace hincapié en la presión social que obli-
gaba a los varones a actuar conforme al código del honor y que generaba lo que la
historiadora argentina Sandra Gayol ha calificado como “compulsión social al due-
lo”. El cuarto estudia las diferentes tradiciones duelísticas vigentes en el mundo a
finales del siglo XIX y cómo encajaba España en este contexto.
El quinto, el sexto y el séptimo abordan la tipificación del duelo como delito en
España en el Código Penal, en el Código de Justicia Militar y en el derecho canónico,

355
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

así como la actitud ante los desafíos de la sociedad civil, el ejército y la Iglesia. Este
triple enfoque permite comprobar la compleja respuesta de las sociedades finise-
culares ante una práctica que, al estipular cómo debía resolverse por las armas un
conflicto entre dos individuos a margen del Estado, hurtaba a éste el monopolio de
la violencia. Los desafíos ocupaban un terreno impreciso, contradictorio, en la inter-
sección entre los distintos repertorios legislativos que combatían el delito: la legis-
lación civil -el Código Penal- perseguía los duelos, aunque con un grado relativo de
ambigiedad pues al tiempo cohonestaba el código del honor; el Código de Justicia
Militar los alentaba, y el derecho canónico los condenaba tajantemente. Por último,
el epílogo aborda el final de los lances de honor en el mundo occidental.

II. EL DUELO: HONOR Y ÉLITES


Una simple ojeada a la literatura universal escrita a lo largo del siglo XIX y
en las primeras décadas del siglo XX permite comprobar el papel relevante que
ocuparon el sentido del honor y los duelos en la sociedad liberal. Balzac, Stendahl
y Maupassant, por ejemplo, escribieron sobre estos asuntos en la Francia de su
tiempo. Al igual que Leopoldo Alas “Clarín”, José Echegaray, José María de Pereda,
Benito Pérez Galdós, Vicente Blasco Ibáñez o Juan Valera en España. Una larga
lista a la que cabría añadir -entre otros muchos- los nombres de Thomas Mann,
Theodor Fontane, Gabriel D'Annunzio, Charles Dickens, Joseph Roth, Hermann
Broch, Miklós Bánffy, Arthur Schnitzler, Joseph Conrad, Leon Tolstoi, Fiodor
Dostoievsky, Alexander Pushkin, Anton Chejov, Iván Turgueniev, Mijail Lermontov,
el norteamericano Mark Twain, el chileno Alberto Blest Gana...

Muchos de estos literatos, además, fueron duelistas habituales y anduvieron im-


plicados más de una vez en su vida en pleitos de honor. Guy de Maupassant era un
excelente tirador de pistola. Mejor, sin duda, que Marcel Proust quien empleó en 1897
la misma arma para batirse con el escritor Jean Lorrain, aunque ambos erraron sus
disparos. En 1904 Vicente Blasco Ibáñez salvó la vida de milagro en un duelo celebra-
do en Madrid, con un oficial de la guardia civil: una bala quedó incrustada en la hebilla
de su cinturón. Peor suerte tuvo Pushkin, quien sucumbió al disparo certero del barón
Georges D'Anthes junto a la ribera del Rio Negro, en las afueras de San Petersburgo, en
enero de 1837. Mijail Lermontov compuso su oración fúnebre y al igual que él murió
de un balazo en el campo del honor en 1841, apenas cumplidos los 27 años?,
Pero no solo los literatos eran duelistas. En toda Europa y sus colonias, así
como en buena parte de América artistas, periodistas, médicos, ingenieros y -en
general- toda clase de profesionales liberales sabían blandir la espada o tirar a
pistola por si llegaba la ocasión de batirse en duelo. La atracción que ejercían los
desafíos sobre la clase política era tal que no solo los liberales, conservadores o re-
publicanos, sino incluso los socialistas, pese a repudiar los duelos como una prác-
tica decadente y burguesa, sucumbieron a su llamada. Ferdinand Lasalle, líder de
la socialdemocracia alemana, falleció en un lance en 1864 y el socialista francés
Jean Jaurés fue un consumado espadachín. Los partidos socialistas español y ar-
gentino, al comenzar el siglo XX, tuvieron que prohibir los duelos a sus militantes.
Políticos, periodistas, novelistas o profesionales liberales formaban parte de una

356
Capitulo XIV. El duelo en 1900: Un “delito especial” (Miguel Martorell Linares)

comunidad de honorables caballeros que a finales del siglo XIX y las primeras dé-
cadas del XX se extendía por un vasto territorio que abarcaba desde la Rusia impe-
rial hasta las repúblicas americanas. No era una agrupación formal, instituciona-
lizada; no tenía órganos directivos ni sus adeptos requerían carnet de socio. Pero
quienes se consideraban parte de ella compartían un rasgo común: otorgaban al
sentido del honor un lugar predominante en sus vidas?,

Esta comunidad trataba de ajustar su comportamiento a un conjunto de nor-


mas heredadas del Antiguo Régimen, compiladas y puestas al día a comienzos del
siglo XIX por varios tratadistas. Entre todos ellos destacó Louis Alfred Le Blanc de
Chatauvillard, conde de Chatauvillard, quien publicó en 1836 su Essai sur le duel,
compendio de las “reglas sobre el honor”, texto de difusión universal que fue traduci-
do y reeditado cientos de veces a lo largo del siglo XIXy los primeras décadas del XX.
En sus páginas se inspiraron la práctica totalidad de los manuales sobre el código
del honor y los duelos escritos en cada país a lo largo de los siguientes cien años. Por
supuesto, el código del honor no era una norma legal: de hecho, los duelos estaban
perseguidos por la ley en la práctica totalidad de los estados europeos y americanos.
La finalidad del Chatauvillard y otros libros similares era regular cómo debían pro-
ceder dos caballeros cuando uno se consideraba ofendido por el otro. De entrada,
precisaba cada uno de los pasos que debía seguir la negociación entre los afectados
para resolver pacíficamente el conflicto. Y si el diálogo no conducía a un acuerdo que
conviniera a ambas partes y el pleito acababa en duelo, también detallaba hasta el
más mínimo detalle cómo debía llevarse a cabo el lance de honor*.
Chatauvillard escribió su tratado al tiempo que en Europa y América la re-
volución liberal promocionaba una nueva élite integrada por propietarios, profe-
sionales liberales, funcionarios, financieros, rentistas, comerciantes e industriales
que asumió las riendas del poder político y económico. La aristocracia perdió los
privilegios jurídicos que había disfrutado durante el Antiguo Régimen. Sin embar-
go, ganó la batalla del prestigio y algunos viejos hábitos aristocráticos, como el
deseo de ostentar un título nobiliario, se convirtieron en signo de distinción para
la burguesía emergente. Lo mismo ocurrió con el código del honor: sus preceptos
dejaron de ser algo exclusivo de la nobleza y se transformaron en seña de iden-
tidad del universo liberal. Seña de identidad solo propia de los varones pues la
nueva sociedad surgida tras la revolución liberal asignó valores diametralmente
opuestos al honor de hombres y de mujeres*.

El recurso al código del honor era privativo de las élites. Solo unos pocos ele-
gidos podían aplicar sus normas. Ser considerado digno de combatir en un duelo
era una señal de preeminencia social. De hecho, un caballero solo podía dirimir
un pleito sobre honor con otro caballero: nunca con alguien a quien creyera de
inferior condición social. Aunque no siempre resultaba fácil decidir quién tenía
derecho a batirse en duelo. En 1900 el marqués de Cabriñana, experto español
en el tema, escribió que integraban la comunidad de duelistas aquellos varones
que por “su nacimiento, cultura o posición social” están “más obligados a mante-
ner su propio honor y su decoro y se llaman caballeros”. Una definición vaga, im-
precisa que englobaba a aristócratas, propietarios, profesionales liberales, clases
medias... Cándido Nocedal subrayó la diferencia aludiendo al vestuario: el código

357
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

del honor era propio de quienes vestían levita, pero no de los obreros o empleados
que usaban “blusa y chaqueta”. Los alemanes acuñaron una palabra que definía a
los facultados socialmente para responder a una ofensa conforme a las leyes del
honor: satisfaktionsftihig. Pero la barrera social para ser considerado capaz de ba-
tirse en duelo tampoco era igual en todos los países!.
El caballero duelista, además, debía cumplir otros requisitos. Solo pueden
batirse en duelo “quienes tienen exacto conocimiento de los usos, costumbres y
leyes del honor y las practican constante e invariablemente”, advirtió el marqués
de Cabriñana. La defensa del honor conforme al código era, por tanto, patrimonio
de iniciados; no bastaba con tener una holgada posición social, rentas o fortuna:
quien quisiera pertenecer a esta comunidad debía conocer sus normas. Por eso
su observancia era generalmente urbana, más propia del ambiente refinado de las
ciudades que del mundo rural: “en los pueblos pequeños, donde la gente se pega
de palos y bofetadas, la frialdad, la corrección y la gravedad de los duelos produce
asombro y terror”, ironizó el novelista español Palacio Valdés en su novela El cuar-
to poder.

Los caballeros también debían hacer gala de una cierta probidad moral: no
podía defender su honor mediante el código quien hubiera perdido su dignidad
“por razón de la conducta”. “Sé hace mucho tiempo que no ofende el que quiere,
sino el que puede”, diría en 1896 José Sánchez Guerra, político español y consu-
mado duelista, en el Congreso de los Diputados. Quien no tenía honor no podía
ofender a una persona honrada, y Cabriñana enumeraba una larga lista de actos
indignos, que incapacitaban a un varón para batirse en duelo y que abarcaba el
proxenetismo, las condenas judiciales por motivos deshonrosos, la traición a la pa-
tria, el asesinato o el perjurio”.

Pero ¿qué significaba para estos caballeros el honor? Se trataba de un concep-


to complejo y algo ambiguo, que implicaba una visión dual del individuo. Poseía,
de entrada, una dimensión privada, íntima. Era el modo en que el hombre per-
cibía su propia dignidad, el valor que reconocía y consagraba de sí mismo. Una
percepción adscrita al ámbito estrictamente personal en la que no había más juez
que la conciencia. “El verdadero honor”, escribió en 1886 el maestro de esgrima
Adelardo Sanz, “tiene su origen en el corazón del hombre justo y en la regla inalte-
rable de sus deberes [...] es el sentimiento de un corazón elevado que reúne en un
grado eminente todos los caracteres de la justicia moral”. Aquí la conciencia era el
único juez: “Cuando se trata de cuestiones de dignidad y de seriedad no necesito
más testigos que mi nombre y mi conciencia”, diría José Sánchez Guerra?.

El honor era una cualidad innata y a la vez un bien frágil que podía perder-
se al obrar contra lo que dictara la conciencia, o al cometer indignos como queda
apuntado que señaló Cabriñana. Pero el honor también tenía una faceta pública,
ligada al modo en que los otros respetaban la dignidad propia. No bastaba que el
caballero se considerase digno, que guiara su conducta conforme a valores o virtu-
des honorables y construyera su imagen en torno a ellos: dicha imagen debía ser
aceptada por los demás porque el honor era el valor que tenía un hombre para sí
mismo, pero también para la sociedad.

358
Capítulo XIV. El duelo en 1900: Un “delito especial” (Miguel Martorell Linares)

HL OFENSAS Y LANCES DE HONOR

Libros como el Essai sur le duel, de Chatauvillard, o Lances entre caballeros, pu-
blicado en España en 1900 por el marqués de Cabriñana, estipulaban cómo debían
tramitar dos caballeros el pleito surgido cuando uno se sentía ofendido por otro.
En términos de honor podía considerarse como una ofensa, consignó Cabriñana,
“toda acción u omisión que denote descortesía, burla o menosprecio hacia una
persona o colectividad honrada": el ofendido podía ser un individuo, pero tam-
bién un sujeto colectivo, una institución como, por ejemplo, el ejército. Las ofensas
podían ser leves, graves o incluso gravísimas si mediaban “vías de hecho”, una ex-
presión eufemística que aludía a “todo contacto material de un cuerpo contra un
individuo, ejecutado con la intención de ofender”.
Si un simple roce podía ser percibido como una ofensa, “una bofetada, un bas-
tonazo, el lanzamiento de una botella o un guante, el agarrar a un caballero por
las solapas”, proseguía Cabriñana, eran “ofensas gravísimas”, acciones que inevita-
blemente habían de desembocar en un duelo. Pero no era necesario que hubiera
contacto físico. La ofensa podía provenir de actos explícitos como una opinión, una
palabra, un golpe; pero también de un gesto de desprecio, de una omisión delibe-
rada como negar el saludo o dar la espalda a alguien en público. El honor públi-
camente ofendido requería un desagravio público, pues quien no reaccionaba de
forma patente ante una ofensa asumía que ésta era cierta: quien no respondía a
una acusación infamante reconocía la verdad de la infamia; quien no replicaba a
un gesto de menosprecio aceptaba ante los demás que valía menos.
La resolución del conflicto o el desarrollo del duelo siempre seguían un ritual
pautado, precisado con todo detalle en los manuales que compilaban el código del
honor. Una vez reconocida la ofensa, ofensor y ofendido se ponían a disposición el
uno del otro intercambiando sus tarjetas de visita: ya no se volverían a ver hasta
el día del duelo, salvo que la querella se solventara antes con un acuerdo. El código
del honor prescribía que el ofendido designase dos padrinos que defendieran sus
intereses y visitaran al ofensor para pedir explicaciones sobre la presunta ofen-
sa antes de que transcurrieran veinticuatro horas. A su vez, éste debía nombrar
otros dos padrinos que abogaran por su causa. Los cuatro padrinos estudiaban la
naturaleza de la ofensa y cómo solucionar el conflicto. No todo el mundo estaba ca-
pacitado para ejercer eficazmente como padrino. Tal y como aconsejaba en 1890
Eusebio Yñiguez, un experto en duelos, debían ser gentes de honor que gozaran
“de buen nombre en sociedad" y de fina habilidad negociadora”. La experiencia, la
templanza o la autoridad eran virtudes siempre aconsejables en quienes ejercie-
ran esta labor. Los padrinos, escribió el marqués de Cabriñana,
“han de tener al mismo tiempo firmeza de carácter para no dejar, por su debilidad,
en mal lugar a sus representados. Deben estar dotados de una educación y correc-
ción exquisitas para no agriar las discusiones por sus intemperancias o malas formas
de expresión. Su respetabilidad ha de ser indiscutible, y deben tener también cono-
cimiento y experiencia de las reglas del duelo, costumbre de las armas, sangre fría y
las condiciones físicas que tan ventajosas son para imponerse en un momento dado”.

Desde el momento en que intervenían los padrinos quedaba roto el diálogo


directo entre los dos adversarios: solo a los padrinos correspondía estudiar la

359
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

naturaleza de la ofensa y buscar la posible conciliación. Podían consultar durante


las negociaciones a sus representados, pero su dictamen, que se recogía en acta,
era irrevocable.
El duelo solo era uno más entre los posibles finales de un pleito: la mayoría de
las cuestiones de honor concluían con una retractación, una aclaración, un acuer-
do pacífico que salvaba la imagen de ambas partes. Y si la discrepancia acababa en
desafío, éste también ocurría según un ritual muy medido, acordado entre las dos
partes, sometido a la vigilancia de un juez de campo que impedía cualquier irregu-
laridad, cualquier ventaja para uno de los contendientes y supervisado por un doc-
tor. Los padrinos debían estipular las condiciones del lance, consignadas minucio-
samente en un acta: si el duelo habría de ser a primera sangre, y detenerse cuando
uno de los dos adversarios recibiera la más mínima herida, o a outrance, expresión
francesa que aludía a los lances que sólo se interrumpían con la incapacidad física de
un duelista, dictaminada por el médico presente en el campo del honor.

El acta precisaba también el lugar donde ocurriría el lance y a qué hora; las ar-
mas con las que se celebraría; quién sería el juez de campo, quién aportaría las es-
padas o las pistolas y si cada uno podía elegir arma o debían sortearse; el número
de asaltos y el tamaño del campo de lucha, en caso de que fuera un lance con arma
blanca, o cuántos disparos se cruzarían si se trataba de un duelo a pistola; en este
último caso, el acta especificaba también la distancia que habría de separar a los dos
tiradores y cómo se decidiría qué puesto ocuparían sobre el terreno, cuántos dispa-
ros harían, el tiempo concedido para hacer fuego, quién habría de cargar y montar
las armas y cuándo, qué posición de guardia adoptarían los duelistas antes disparar,
cómo garantizar que ambas pistolas tuvieran las mismas condiciones de fuerza y
dirección... Incluso figuraba en el acta el tipo de vestuario que debían llevar los con-
tendientes y cómo habría de ser de preciso el registro de su ropa para evitar que nin-
gún objeto extraño se interpusiera entre el cuerpo y la bala o frenase una estocada.

El tiempo que transcurría entre la ofensa y la resolución del conflicto, la posi-


bilidad de reflexionar durante dicho intervalo y la participación de cuatro media-
dores convertía al código del honor, a juicio de los caballeros, en una herramienta
refinada para resolver las querellas entre dos hombres. Por todo esto creían los
hombres de honor que los desafíos se hallaban en las antípodas de las peleas im-
provisadas entre borrachos o de las reyertas entre obreros o campesinos a nava-
jazos, espectáculos que consideraban brutales, primitivos, sin reglas, sometidos a
la vehemencia o los arranques de pasión. Por el contrario, los lances de honor eran
combates fríos, racionales, un fruto del progreso y la civilización frente a la violen-
cia popular, irracional, que no se ajustaba a unas reglas.

IV. HONOR DE HOMBRES Y DE MUJERES


El código del honor reforzó —-y cohonestó- el modelo de organización social
asentado tras la revolución liberal, vigente durante el siglo XIX y buena parte del
XX, que relegó en toda Europa a las mujeres al hogar, al espacio privado, y otorgó
a los hombres el monopolio de la esfera pública. En España, y en otros países ca-
tólicos, el sometimiento de la mujer se agravó por la influencia del catolicismo. Al

360
Capítulo XIV. El duelo en 1900: Un “delito especial" (Miguel Martorell Linares)

comenzar el siglo XX, la Iglesia española aún propugnaba una imagen femenina
ideal anclada en La Perfecta Casada, de Fray Luis de León: mujeres dependientes
del varón, piadosas, caritativas, abnegadas y virtuosas, ajenas a la vanidad y retira-
das del ámbito público*”,
Esta dualidad estuvo siempre presente en el ámbito del honor. Incluso en las
definiciones que el diccionario de la Real Academia Española asignaba al honor
masculino y al femenino. De las varias acepciones que muestra la palabra en la edi-
ción de 1843, la primera define el honor como “acción, demostración exterior por
la cual se da a conocer la veneración, el respeto y estimación que alguno tiene por
su dignidad”. Es la antítesis de la tercera, que entiende el honor como la “honesti-
dad y recato en las mujeres, y la buena opinión que se granjean con estas virtudes”.
De lo anterior resulta que el hombre hace valer su honor mediante la acción y la
mujer por su pasividad y recato. El honor masculino es positivo: requiere que el
hombre defienda su valía ante los demás; el honor femenino es negativo porque
no exige realizar hazañas, sino simplemente evitar toda afrenta a la reputación.

El honor del varón era activo y el de la mujer pasivo, y por tanto el varón debía
proteger el honor de la mujer. Es el padre, apunta el libro de Cabriñana, quien ha de
tomar “la defensa de la hija insultada u ofendida, el hijo la de la madre; el hermano
la de la hermana, el marido la de la esposa, y en general el caballero la de la dama
que acompaña”. Solo al hombre cabía imponer el respeto a “la parte más inviolable y
sagrada de las familias”, suscribía un periódico francés en 1845. Una mujer de buena
familia no podía defender activamente su propio honor; todo lo más, debía aspirar a
mantenerlo incólume con un comportamiento prudente, decente y decoroso!!.

Por otra parte, la cultura del honor prescribía que los conflictos sobre el honor
femenino jamás debían resolverse en los tribunales. Acudir a la justicia en estos
casos era deshonroso, pues el varón que actuaba así eludía el deber de defender
por su mano a las personas sometidas a su amparo. Además, la denuncia pública
difundiría a los cuatro vientos un tipo de ofensa que era obligado esconder, ocul-
tar, mantener en secreto. “Prefiero una y mil veces acabar mi vida en un desierto,
en la celda de un convento o en la cárcel, a sufrir la vergúenza y el martirio de de-
clarar ante los escribientes de un juzgado cómo sufrí la deshonra de mi esposa o
de mis hijas”, escribió el marqués de Cabriñana en 1908”.
La afrenta al honor de una mujer era una ofensa directa, personal, al varón
que velaba por ella. La peor de las posibles porque acaecía en el terreno privado,
en el espacio más íntimo, en el hogar que el hombre debía cuidar como cabeza
de familia y preservar incólume para sostener su buen nombre. Además, ponía en
entredicho su masculinidad: “La infidelidad de la mujer es casi siempre el resulta-
do de la incapacidad del marido”, escribió el escritor francés Remy de Gourmont
en 1908, recogiendo una opinión por entonces muy extendida. Por eso los duelos
concertados tras el conflicto en torno a una mujer solían ser los más graves; máxi-
me si aquella estaba a cargo de uno de los contendientes. Las ofensas que tocan “el
sagrario donde principalmente se guarda el honor femenino, comportan la supre-
sión necesaria de uno de los dos hombres”, escribió en 1886 el historiador liberal
portugués, Joaquim Pedro de Oliveira Martins'?,

361
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

El código del honor imponía a los hombres un exigente patrón de conducta.


Un caballero debía ser galante y gentil con las damas, pues el comportamiento im-
propio con una mujer podía ofender a otros caballeros y provocar un lance. Tenía
que proteger, incluso con su vida, la intimidad del hogar y la reputación de las per-
sonas a su cargo; que responder con gallardía a cualquier ofensa; que sostener
con tesón sus convicciones y defenderlas, si llegaba el caso, por la fuerza de las
armas. Debía ser valiente, mostrar su coraje, pero sin caer en una excesiva pasión,
exhibiendo siempre una exquisita sangre fría. El honor “es sentido, antes de ser
pensado”, razona el antropólogo Julian Pitt-Rivers, y por eso desata reacciones
irreflexivas, viscerales. El código del honor trataba de embridar ese ardor, alenta-
ba la contención penalizando los actos espontáneos, incontrolados. Por esta razón,
penalizaba al caballero que agredía físicamente a otro: el ofendido era siempre
quien recibía el golpe, fuera cual fuera el motivo que ocasionó el pleito, incluso si
mediaba el honor de una mujer. No era una cuestión menor, pues el ofendido ele-
gía las armas y las condiciones en que debía efectuarse el duelo!*.

El perfecto caballero debía ajustarse a este modelo de comportamiento, casi inal-


canzable por ideal y pedir explicaciones o retar a quien cuestionara su capacidad para
observarlo, siempre que fuera de su misma condición social. Asílo requería la concien-
cia. Pero, por encima de todo, así lo exigía la sociedad. La presión era tan intensa que
existía, observa la historiadora Sandra Gayol, una “compulsión social al duelo”. Sería
absurdo, no obstante, pensar que todos los varones de clase alta profesaban una fe
inquebrantable en las leyes del honor: resulta difícil saber hasta qué punto actuaban
siguiendo la voz de su conciencia o se sentían forzados a acatar una convención por
miedo al rechazo de la sociedad. En cualquier caso, más allá de la conciencia perso-
nal, la presión era colosal: creyeran, o no, en el código del honor, los varones eran
sus rehenes. El honor es “una convención a la que se debe rendir culto”, afirmó El
Noticiero Sevillano en 1904. Voy a batirme por mor “de una ley estúpida y férrea que
no deja puerta de escape alguna”, piensa un oficial austriaco en La marcha Radetzky,
la novela de Joseph Roth, poco antes de sucumbir en un lance””.

La coacción social era tan apremiante que incluso quienes consideraban el


código del honor como algo atávico y desfasado, o contrario a sus creencias, te-
nían difícil sustraerse a su influjo. Al tiempo que lanzaba la más dura de las conde-
nas contra los desafíos en La Regenta, “Clarín” eludió varios duelos, pero siempre
sometiéndose al ritual del código, mediante la intervención de padrinos, y por si
acaso algún día no le quedaba más remedio que luchar practicaba con frecuencia
el tiro y la esgrima. Lo mismo ocurría entre los intelectuales de otros países: el
novelista francés Jules Valles consideraba el duelo como una costumbre absurda,
contraria a la libertad de expresión, que obligaba a los periodistas a arriesgar la
salud o la vida en defensa de sus opiniones, pero eso no impidió que se batiera en
varias ocasiones. Tampoco faltaron quienes se resistieron a caer en el juego del
honor, como Miguel de Unamuno, quien en 1902 arremetió contra “esa estúpida
y degradante costumbre del duelo”. Al fin y al cabo se trataba de una convención
social y siempre ha habido gente dispuesta a vivir al margen de las convenciones?*,

Pero más allá de indiferentes, escépticos o antiduelistas militantes, los hom-


bres que sí depositaban su fe en el código del honor, o quienes más temían el

362
Capítulo XIV. El duelo en 1900: Un “delito especial” (Miguel Martorell Linares)

rechazo social que generaba obrar al margen de sus preceptos, vivían en un per-
manente estado de tensión: su hombría estaba continuamente sometida a prueba,
pues debía ser reconocida en todo momento por los demás varones. Un caballero
debía impedir que nadie le intimidara, le menospreciara, le humillara, le pusiera
en cuestión en público. Por eso abundaban los lances con periodistas: todo aquel
que estimara herido su prestigio por un artículo podía enviar sus padrinos al re-
dactor. La ansiedad era parte esencial de la cultura del honor. “Siempre nervioso”,
describió Cabriñana a uno de los mejores tiradores de sable de Madrid, antes de
narrar cómo acudió al campo del honor por un simple roce de codos con otro ca-
ballero en el palco abarrotado de un teatro”.
La literatura ha vinculado con frecuencia honor y suicidio: el protagonista de
“Un cobarde”, cuento de Guy de Maupassant, se suicida la víspera de un desafío por-
que teme mostrar miedo al día siguiente. El suicidio ofrecía una salida digna y ho-
norable para el caballero que hubiera cometido un acto deshonroso o no hubiera
sabido -o podido- cumplir con su deber: en él encuentran refugio los hombres de
honor que en un rasgo de debilidad han hecho gala de cobardía; los militares de-
rrotados; quienes han malversado, estafado o cometido un delito relacionado con
el dinero o quienes han de airear su vergiienza en los tribunales por cualquier otro
delito... También las mujeres que no han podido mantener limpia su reputación. “El
mundo honra justamente a quien se sustrae con la muerte a la servidumbre, a la ver-
gúenza, al deshonor”, reflexiona un personaje de Estremecimiento, la novela escrita
en 1897 por el italiano Federico de Roberto. Estas reflexiones no solo se encontra-
ban en obras literarias. El jurista Ambrosio Tapia y Gil publicó en 1900 un estudio
sociológico sobre el suicidio. Consideraba éste como un acto cobarde “siempre que
no resulte efectuado por un móvil de honor, pues entonces, si no aparece justificado
alos ojos de Dios, puede serlo en cierto modo a la vista de los hombres”**,

V. LOS DUELOS A LA ALTURA DE 1900


En el año 1900 los lances de honor eran una práctica habitual en buena
parte del planeta. Solo Gran Bretaña, desde mediados del siglo XIX, y Estados
Unidos, tras la derrota de los confederados en la Guerra de Secesión, habían con-
seguido acabar con los desafíos vinculados al viejo código del honor, si bien en
este último país aún sobrevivirían durante mucho tiempo en los territorios colo-
nizados del oeste los duelos a revólver, al disparo más rápido, sin reglas, padri-
nos, nijuez de campo. Una costumbre bárbara, aseguraba en 1908 el marqués de
Cabriñana: donde no impera el código del honor, los desacuerdos se resuelven
“usando y abusando del revólver en vez de la tarjeta, como vienen haciendo los
norteamericanos”””.
Los duelos vivieron en Francia su época dorada tras la proclamación de la
Tercera República francesa, en 1871: el historiador Robert Nye ha calculado que
entre 1870 y 1900 se celebraron 200 o 300 al año. El código del honor encajó bien
en el ideal republicano de igualdad entre los hombres: si todos los ciudadanos
eran libres, iguales ante la ley y responsables de sus actos, cualquiera podía ba-
tirse en duelo. No obstante, en la práctica los desafíos fueron propios de las élites:

363
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

militares, propietarios, empresarios y profesionales liberales, generalmente urba-


nos. Aunque tampoco era extraño que un artesano ilustrado blandiera la espada:
amén de la cuna o la riqueza, una buena formación cultural y el dominio de las le-
yes del honor acreditaban la condición de caballero. El modo francés de interpre-
tar el código del honor combinaba de igualitarismo republicano y elitismo social,
mezcla que muchos contemporáneos consideraban armónica. “Me gustaría que
nuestra democracia —-escribió en 1872 el dramaturgo Ernest Legouvé- siguiera
siendo aristocrática en sus modales y sentimientos, y nada puede lograr con ma-
yor eficacia ese fin que la familiaridad con la espada”””,
El duelo en Francia, así como en Italia, Portugal, España o los territorios hún-
garos de la corona dual no era un mero atavismo aristocrático, un eco vacío de
tiempos lejanos. Como tampoco podía serlo en Argentina o México. Ciertamente,
había diferencias de matiz: si en Francia la cultura del honor adoptó un tono más
democrático, en Hungría, Italia o España respondía más al patrón del liberalismo
elitista; sien la Europa latina prevalecieron las armas blancas, en México fue más
frecuente la pistola. Pero en todos estos países la cultura del honor -y su corola-
rio, el duelo- formó parte intrínseca del universo liberal y estaba estrechamente
vinculada a dos foros de expresión que alcanzaron su zénit en el siglo XIX: la pren-
sa y el parlamento. No es extraño que periodistas y políticos coparan el ranking
de duelistas: a través de la tribuna parlamentaria y los diarios lanzaban al viento
ideas y opiniones, filias y fobias, que en cualquier rincón del país o incluso más allá
de las fronteras podían ofender a alguien. De hecho, a rebufo del tirón propiciado
por periodistas, políticos o literatos, en los años ochenta del siglo XIX los profesio-
nales liberales superaron en Francia a los militares en número de duelos.

La espada reinaba en los lances franceses, aunque poco a poco ganó terreno
la pistola, arma de manejo más sencillo que no requería una compleja formación
previa y cuyo uso creciente demuestra, a juicio de Francois Guillet, la paulatina de-
mocratización del duelo. No obstante, para la mayoría de los duelistas franceses la
espada siguió siendo un arma casi sagrada, que encarnaba las virtudes viriles. Los
varones de la élite social aprendían la esgrima en el colegio y seguían practicando
toda su vida en casinos, círculos y asociaciones de recreo; en gimnasios y cuárte-
les; las redacciones de los periódicos disponían de un espacio para que los maes-
tros de esgrima formaran a los periodistas y en los grandes palacios aristocráticos
y burgueses no faltaba un salón de armas...?.
Al acabar el siglo XIX los duelos en Francia resultaban tan vehementes y en-
tusiastas como inocuos. La mayoría se acordaban a primera sangre: los padrinos
pactaban condiciones benévolas para evitar lesiones graves y el combate se inte-
rrumpía si uno de los contendientes sangraba una solo gota. Con frecuencia los
desafíos eran actos festivos, espectáculos divulgados por la prensa que congre-
gaban numeroso público y acababan en banquetes de reconciliación. Incluso en
los lances con pistola, salvo que mediara una ofensa grave, el pleito fuera sobre
mujeres o estuviera en solfa el honor del ejército, las condiciones negociadas por
los padrinos evitaban el peligro de muerte. De hecho, conforme avanzó el siglo XIX
decayó la mortalidad en los desafíos franceses. Según Robert A. Nye, en la década
de los ochenta se celebraron entre 2.000 y 3.000 duelos y solo hubo cinco muertos

364
Capítulo XIV. El duelo en 1900: Un “delito especial” (Miguel Martorell Linares)

y veintinueve heridos graves; Francois Guillet eleva la cifra a diez fallecidos. Las
bajas oscilarían entre 1 y el 2 por 100 del total. El último lance mortal en Francia
acaeció en noviembre de 19032,
Los duelos en Alemania eran mucho más peligrosos que en Francia, Italia,
Portugal o España. Los caballeros alemanes y de los territorios germanos del im-
perio austrohúngaro -sobre todo los oficiales del ejército- se inspiraban en las
mismas fuentes que los franceses: el Chatauvillard y otros códigos similares. Pero
su interpretación resultó radicalmente distinta. En la práctica, por ejemplo, los de-
safíos fueron más elitistas: los duelistas alemanes también eran militares, aristó-
cratas y burgueses, pero el listón para ser considerado caballero era más elevado,
de modo que el número de ciudadanos a los que se reconocía socialmente la capa-
cidad para responder a una ofensa mediante un lance rondaba en torno al 5 por
100 de la población. No era raro que un aristócrata o un oficial rehusaran batirse
con un industrial, un funcionario de clase media o un comerciante enriquecido.

En Francia o en Italia la cultura del honor entroncó con la mentalidad repu-


blicana o liberal: los enfrentamientos entre caballeros no eran incompatibles con
virtudes cívicas como la voluntad de compromiso, la tolerancia y la coexistencia
pacífica. Pero en Alemania predominó el ethos aristocrático: el respeto a la tra-
dición, los principios de jerarquía y autoridad y la glorificación del espíritu gue-
rrero. Por eso historiadores como Victor Kiernan o Kevin McAleer han sostenido
que el modo de vivir conforme al código del honor retardó la modernización de la
sociedad alemana e incluso contribuyó al deterioro de la democracia en los años
treinta, pues prolongó la vida de valores ajenos al universo liberal. Por otra parte,
la práctica del duelo permitió que las clases medias se integraran plenamente en
la universidad y el ejército, instituciones que la nobleza había monopolizado hasta
bien avanzado el siglo XIX: unidos por un mismo código del honor, la cuna o el títu-
lo nobiliario ya no separaron a unos estudiantes de otros. De ahí que historiadoras
como Ute Frevert o Lisa Fetheringill consideren que Alemania el duelo, como en
los países latinos, supo adaptarse al mundo liberal y burgués. Pero no es menos
cierto que para acceder a la universidad o al ejército, los burgueses asumieron
como propios los valores aristocráticos, que acabaron prevaleciendo”.

Los alemanes se batieron de un modo radicalmente distinto al habitual en la


Europa o la América latinas: los duelos se caracterizaron por su dureza. El arma
preferida de los estudiantes fue la espada. Combatir con un compañero era ne-
cesario para integrarse plenamente en la comunidad universitaria. Apenas hubo
muertos en estos lances, coreografiados en refinados rituales, aunque sí abunda-
ron las heridas. De hecho, con frecuencia los jóvenes estudiantes lanzaban sus fin-
tas a la cara del contrario: exhibir para siempre en el rostro la cicatriz ganada en
un lance juvenil era motivo de orgullo y un signo de distinción social.
El ejército, sin embargo, recurrió habitualmente a la pistola. Y como el modo en
que vivian el honor los oficiales se convirtió en una referencia para el resto de la so-
ciedad, los duelos entre civiles se impregnaron del espíritu militar y la pistola acabó
convirtiéndose en el arma más común en los desafíos fuera de la universidad. Las con-
diciones solían ser estrictas y severas. Los padrinos velaban porque los contendientes

365
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

lucharan en igualdad pero, a diferencia de lo que ocurría en Francia, rara vez trataban
de rebajar el riesgo del combate, algo que hubiera sido interpretado como un rasgo de
cobardía y debilidad. El objetivo de los duelos a pistola, ha escrito George L. Mosse, era
anular, cuando no matar al oponente: rebajar deliberadamente el peligro rayaba en el
deshonor. Como el riesgo era mayor, en Alemania hubo menos lances que en otros paí-
ses, pero la mortalidad fue más alta: uno de cada cinco duelos era fatal?"
La tradición duelística española encaja en el modelo latino. Al igual que en
Francia e Italia, predominaban los lances con arma blanca. Quizás en España hu-
biera, incluso, más prevención que en Francia contra la pistola, limitada a los casos
graves en que mediaban “vías de hecho” y ofensas que afectaban a la integridad
personal del caballero y las mujeres a su cargo, o al honor del ejército. Expertos
como Cabriñana o Alejandro Saint-Aubin desaconsejaban el arma de fuego por-
que era más letal. La muerte podía ser la consecuencia no querida de una práctica
que entrañaba riesgos porque el peligro siempre ronda en el manejo de las armas,
pero rara vez era el objetivo que se buscaba: el duelo “no puede alcanzar sanción
moral cuando se parte de modo que, fatalmente, hubiera de resultar la muerte de
alguno, y tal vez de los dos combatientes”, insistía Saint-Aubin?”,
A diferencia de Francia, en España, como en Italia o en Hungría, prevaleció
el sable, un arma más pesada que la espada o el florete, extendida por los ejér-
citos europeos durante el siglo XIX. Por su fuerza y peso el sable era más eficaz
que la espada o el florete para quienes no dominaban el esgrima, pues permitía
emplear el arma como un palo, golpeando de plano o con el filo, un recurso habi-
tual para duelistas inexpertos. Y los duelistas inexpertos abundaban en el país, de
creer al maestro de esgrima Adelardo Sanz: “muchos tiradores de sable creen que
con treinta lecciones y sin calentarse la cabeza pueden echarse por esos mundos
de Dios a lanzar estacazos”. De hecho, las informaciones que aparecían en prensa
daban cuenta de que el “sablazo en la cabeza” fue una de las heridas más habitua-
les en el campo del honor. Al igual que en Italia y en Francia, en España la prensa
gozó de un notable protagonismo en los duelos. Los diarios daban cuenta de los
principales lances acaecidos y los desafíos eran casi un requisito en la carrera de
cualquier periodista que se preciara: la profesión “está expuesta a los lances de
honor y hay que saber manejar la espada y el sable por si llega el caso de batirse”,
anotó en sus memorias el escritor Rafael Cansinos Assens?*,
Carecemos de cifras precisas sobre duelos en España, pero da la impresión de
que en el tránsito del siglo XIX al XX gozaban de excelente salud, como demuestra
el hecho de que en 1904 el Fiscal de Tribunal Supremo quisiera redoblar la lu-
cha contra el duelo. Por otra parte, el marqués de Cabriñana, al publicar en 1900
Lances entre caballeros, alegó la creciente demanda de un código español para
duelistas, pues hasta el momento sólo circulaban traducciones y adaptaciones de
textos franceses. No obstante, lo más probable es que en España se concertaran
muchos menos desafíos que en Francia. Así lo reconocía el periodista Fernanflor,
al afirmar que en comparación con el país vecino eran “poco frecuentes”. Una apro-
ximación impresionista a la prensa española de ámbito nacional da cuenta de unas
150 cuestiones de honor entre 1880 y 1889, aunque esto no significa que todas
acabaran sobre el terreno, pues las referencias son abundantes, pero imprecisas?””.

366
Capítulo XIV. El duelo en 1900: Un “delito especial” (Miguel Martorell Linares)

Este dato, como cualquier otra, debe tomarse con cautela. Como han observa-
do Robert A. Nye o Francois Guillot resulta imposible saber con exactitud, aproxi-
marse siquiera, al número real de duelos acaecido en cada país. No existen registros
oficiales y toda cifra calculada a partir de la prensa será muy inferior a la realidad.
De entrada, porque aunque algunos duelos tuvieran publicidad, se trataba de una
actividad clandestina y muchos no dejaron huella, sobre todo si afectaban al honor
familiar o a asuntos íntimos. Por otra parte, los diarios mencionaban los lances entre
figuras conocidas, pero no los transcurridos entre ciudadanos del común. Además,
la prensa nacional muestra sobre todo información de las grandes ciudades: los dia-
rios locales y archivos locales podrían multiplicar exponencialmente el número de
referencias. Es difícil saber en realidad si esas 150 menciones pueden multiplicarse
por dos, por seis o por diez. Basándose solo en periódicos y anuarios, Gabriel Tarde
estimó a finales del siglo XIX que entre 1880 y 1889 se habrían producido 60 duelos
al año en Francia. Pero esa cifra está muy lejos de los 200-300 duelos anuales año
que para las mismas fechas calcula Robert A. Nye?*.
Sí sabemos que la mortandad entre españoles fue mínima. En el duelo más
trascendente de las últimas décadas del siglo XIX, el duque de Montpensier mató
de un disparo a Enrique de Borbón, en 1870, y perdió así sus opciones a la coro-
na de España tras el destronamiento de Isabel II. Pero durante la Restauración,
entre 1875 y 1923, apenas hubo lances con muertos. El periodista y escritor José
Ferrer Couto y el marqués de Sofraga fallecieron respectivamente en 1877 y 1878
fuera de España. La siguiente muerte identificada ya es la de Rafael de León, mar-
qués de Pickman, a manos del capitán Paredes en 1904. Y en 1906 el periodista
Benigno Varela mató de un tiro en la espalda durante un duelo a su colega Juan
Pedro Barcelona: nunca estuvo del todo claro si se trató de un error o de un dis-
paro a traición, pero el asunto fue lo suficientemente turbio como para que Varela
diera con sus huesos en la cárcel?.
Tampoco se puede asegurar tajantemente que en la península no hubiera
otros fallecidos de 1870 a 1904, entre las muertes de Montpensier y Rafael de
León. De seguro hubo alguno, encubierto o desapercibido, dado el carácter clan-
destino de los duelos, la condición habitualmente discreta de los provocados por
asuntos de amor y el hecho, no menos importante, de que la Iglesia excomulgara
a los duelistas caídos en el terreno y por ello fuera aconsejable encubrir la muerte
en un desafío. Cabriñana cifra al menos dos duelos con muerte en este periodo,
sin precisar los datos de los lances ni los fallecidos, y la prensa da cuenta de otro,
también sin referencias explícitas. El caso del periodista Augusto Figueroa bien
pudiera ser el de una muerte en un lance después encubierta. Juan Fermín Vílchez,
historiador de la prensa, asegura que habría muerto a resultas de la heridas de un
duelo a sable, en febrero de 1904. Los diarios, no obstante, guardaron silencio al
respecto y aseguraron que había fallecido de una larga enfermedad, Solo El Diario
Universal, el periódico de Figueroa, hizo una velada referencia al hecho?,

Es probable que hubiera algún duelista más caído en el campo del honor, pero
aun así la cifra de muertos seguiría siendo parca. Lo habitual en España es que
las condiciones pactadas fueran livianas y la mayoría de los duelos breves escara-
muzas que no entrañaban mayor peligro y acababan “con el fraternal abrazo que

367
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

simboliza el olvido mutuo de pasados agravios o con el suculento almuerzo", escri-


bía el periodista Kasabal, “que por regla general corre a cargo de los padrinos del
lance en concepto de gajes del oficio”**.

VI. EL DUELO COMO DELITO: LA AMBIGUEDAD DEL CÓDIGO PENAL DE 1870

El código del honor era “más sagrado que las leyes gubernamentales”, escribi-
ría Chatauvillard. En la práctica, se emplazaba sobre la ley, pues la ley prohibía los
duelos en casi todos los países, aunque a finales del siglo XIX solo unos pocos ha-
bían logrado impedir que proliferaran los lances. Como observó un jurista portu-
gués en 1925 en todo el orbe el duelo era una institución “ilícita, ilegal o extra-jurí-
dica”, pero con un fuerte arraigo social entre las élites??,
En España, el Código Penal de 1870 perseguía expresamente a los duelistas.
El artículo 439 ordenaba a la autoridad que tuviera noticia de que se estuviera
concertando un duelo la detención del provocador y del retado, si hubiera acepta-
do el desafío, y no los liberara hasta que dieran su palabra de honor de que desis-
tirían del lance. El artículo 440 condenaba con pena de prisión mayor al duelista
que matara en duelo a su adversario, prisión correccional si le provocaba lesiones,
y de arresto mayor si se celebraba el lance aunque no hubiera heridos.

Los artículos 441 y 442 promovían las explicaciones sobre la naturaleza de la


ofensa, con el fin de alentar el diálogo y reducir por esta vía el número de duelos.
El artículo 442 prescribía que las penas indicadas en el 440 se aplicarían en su
grado máximo al ofensor que provocara un duelo sin haber explicado previamente
al adversario sus motivos, a quien provocara un duelo desechando sin justificación
las explicaciones de su adversario y a quien hubiera injuriado a su adversario y se
negara a dar explicaciones al respecto. Por el contrario, el 441 atenuaba conside-
rablemente el castigo a quien fuera provocado en desafío y se sintiera obligado a
batirse sin que el adversario le hubiera explicado suficientemente los motivos que
provocaron el duelo, al desafiado que se batiera por haber desechado su adversa-
rio las explicaciones del agravio inferido o al injuriado que se batiera por no haber
obtenido del ofensor la explicación que le hubiera pedido. De este modo, aún con-
denando el duelo, el código penal se hacía participe de los preceptos del código del
honor, pues estos exigían que el ofensor siempre ofreciera una explicación razo-
nable sobre la naturaleza de la ofensa. E, indirectamente, reforzaba la posición de
los padrinos, últimos responsables de conducir las negociaciones a este respecto.
Con el fin de atacar la presión social que recaía sobre los duelistas, el artí-
culo 443 hacía recaer las penas máximas previstas en el 440 a quien incitara a
otro a provocar o aceptar un duelo y el 444 aplicaba la pena correspondiente a las
injurias graves a quien denostara públicamente a alguien por haber rehusado un
duelo. Por otra parte, el 445 ponía bajo el punto de mira a los padrinos, a quienes
castigaba como cómplices del delito cuando concertaran un duelo a muerte y les
condenaba a penas de arresto mayor y multa de 250 a 2500 pesetas si no hubieran
hecho cuanto estuvo en su mano para conciliar los ánimos o establecer condicio-
nes menos peligrosas para el lance.

368
Capítulo XIV. El duelo en 1900: Un “delito especial” (Miguel Martorell Linares)

El artículo 446 -y de nuevo aquí el Código Penal cohonestaba el código del ho-
nor- castigaba a quienes celebraran un duelo sin asistencia de padrinos a prisión
correccional, en el caso de que hubiera muerte o lesiones. Por último, el artículo
447 prescribía la inhabilitación de quien provocara un duelo proponiéndose un
interés pecuniario, algo que también impedía el código del honor al prohibir que
se concertaran duelos entre acreedores y deudores, así como del combatiente que
cometiera “la alevosía de faltar a las condiciones concertadas por los padrinos”.
Este último artículo expresaba a las claras el espíritu dual del Código Penal que, de
una parte, perseguía los duelos y, de otra, respaldaba el código del honor otorgan-
do a los padrinos un rango legal y elevándolos a la condición de máxima autoridad
si el duelo al fin acababa concertándose: aunque los duelos estuvieran prohibidos,
si llegara el caso de que el lance de honor se celebrara, la presencia de los padrinos
era ineludible y su dictamen preceptivo y de obligatorio cumplimiento para los
duelistas.

Aunque su articulado fuera ambiguo, el Código Penal español castigaba los


lances de honor. Pero en España, como en casi toda Europa la tolerancia hacia el
duelo fue casi absoluta y las leyes que lo perseguían apenas se cumplieron. Al fin
y al cabo, quienes velaban por ellas -políticos, jueces, mandos militares- también
eran hombres de honor que quizás hubieran tenido un lance o habrían de tener-
lo en el futuro. La memoria anual del fiscal del Tribunal Supremo, Juan Maulquer
i Viladot, del año 1904, muestra claramente cómo los duelos seguían estando a
la orden del día a pesar de que fueran considerados una actividad delictiva en el
Código Penal. “Sucede con este delito especial -argumentaba Maluquer- que una
idea equivocada de lo que son los deberes sociales produce la falsa creencia de
que desmerece en el concepto público el que no acepta el mal llamado "lance de
honor”"*,
Recordaba el fiscal que tanto él como sus predecesores Concha Castañeda,
Conde y Luque y Ruiz Vallarino habían condenado “la poca diligencia empleada
en la persecución de este delito” por las autoridades judiciales y policiales -ni un
solo juicio abierto por lances de honor llegó a prosperar en España en todo el si-
glo XIX-, así como “la benignidad con que le castiga el código penal”, otorgando la
consideración de “delito especial” al que debía ser considerado como simple delito
de homicidio o de lesiones: los duelistas, padrinos y demás personas implicadas,
concluía, tendrían que ser autores o cómplices de un delito común contra las per-
sonas. Por todas estas razones, Maluquer pretendía que cesara “la impunidad del
delito”, instruyendo a los fiscales para que lo persiguieran por todos los medios.
Las admoniciones del Fiscal del Tribunal Supremo fueron inútiles. Precisamente
en ese mismo año de 1904 se celebraron en España tres duelos de notable repercu-
sión en la opinión pública: el que enfrentó a pistola a Vicente Blasco Ibáñez y el ca-
pitán Alastuey y que casi le cuesta la vida al novelista; el celebrado también a pistola
entre el marqués de Pickman y el capitán de la guardia civil Vicente Paredes, y que
acabó con el marqués muerto de un balazo; y el combate a espada, a primera sangre,
entre el político conservador José Sánchez Guerra y el parlamentario republicano
Rodrigo Soriano, saldado con una herida leve de Soriano en una pierna. Este último
duelo es significativo para demostrar la tolerancia de la clase política -y del sistema

369
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

judicial- ante los lances de honor. Sánchez Guerra era ministro de la Gobernación
del gobierno Maura y, por tanto, jefe máximo de la policía y último responsable en
la persecución de los duelos. En diciembre de 1904, ante una ofensa de Rodrigo
Soriano en el Congreso que podía aludir a su filiación y sus orígenes -Sánchez
Guerra era diputado por Cabra y Soriano le llamó públicamente “hijo de Cabra”- el
ministro dimitió del gobierno para batirse en duelo con el diputado?*.
Esta resistencia a permitir la intromisión del Estado en asuntos que pertene-
cían a la esfera privada, a situar por encima de cualquier ley la primacía del indi-
viduo, muestra —a juicio de la historiadora alemana Ute Frevert- la naturaleza in-
trínsecamente liberal y burguesa del duelo en el siglo XIX, aún cuando sus raíces
se hundieran en los siglos precedentes. El Estado, consideraba el hombre de honor,
jamás debía regir en el ámbito de la conciencia. Como escribió en 1904 el periodista
José Nogales, “la fuerza, como expresión suprema de la justicia individual, no es ad-
misible en una sociedad que va entregando al Estado toda iniciativa y toda voluntad;
más aunque inadmisible, está admitida, y en materia de honor es inexcusable”**,

VIL EL CÓDIGO DE JUSTICIA MILITAR DE 1890 ALIENTA LOS DESAFÍOS

La ambigúedad del Código Penal se transformaba en una clara incitación al


duelo en el ámbito de la jurisdicción militar, debido -sobre todo- a la institución
de los tribunales de honor, que reforzó el corporativismo militar y la solidaridad
entre oficiales. En España, el debate sobre la creación de los tribunales de honor
se remontaba al origen del ejército liberal. Antes de la Guerra de la Independencia
solo los aristócratas podían ser oficiales, pero en 1811, deshecho el ejército espa-
ñol tras la invasión francesa, las Cortes de Cádiz abrieron la oficialidad a los plebe-
yos. No obstante, los diputados creyeron que tal aluvión de mandos sin formación
requería un contrapeso y por esta razón discutieron la posibilidad de establecer
los tribunales de honor. Su cometido sería expulsar del ejército al oficial que, sin
infringir la ley, no reuniera las virtudes honorables que se presuponían a un aris-
tócrata por defecto. Virtudes esenciales para mandar, moralizar y disciplinar a los
soldados: virilidad, valor y coraje, autoridad, templanza, firmeza, resolución, de-
coro... La ley podía perseguir y condenar una conducta delictiva, pero nada podía
hacer frente a la cobardía o la indecisión, actitudes indignas de un oficial. Como
explicó en 1811 una memoria presentada a las Cortes,
“el oficial que abandona su puesto en una acción de guerra es, sin duda, un delin-
cuente, y pierde su honor; pero si conserva su puesto y marcha al enemigo sin aque-
lla firmeza y serenidad que manifiesten a sus compañeros el valor e intrepidez, no
es delincuente y, sin embargo, mancha su honor”,
Fernando VII abolió en 1814 la legislación de Cádiz y no hay constancia de
que antes llegaran a constituirse ninguno de estos tribunales. Pero no pudo licen-
ciar a los oficiales de origen burgués o campesino: mediado el siglo XIX los nobles
ya eran minoría en el seno del ejército. No fue fácil forjar un espíritu de unidad en-
tre los oficiales de origen noble y plebeyo, sobre todo en los primeros momentos, y
en esa labor de cohesión fue crucial el sentido del honor: quienes compartieran los

370
Capítulo XIV. El duelo en 1900: Un “delito especial” (Miguel Martorell Linares)

valores nobiliarios de un hombre de honor debían ser iguales entre sí, fuera cual
fuera su cuna?*,

De este modo, observó hace años el historiador José María Jover, mediado el
siglo XIX, al igual que ocurría en otros ejércitos europeos, los oficiales españoles
adquirieron una “fisonomía aristocratizante”: de aquí en adelante y por mucho
tiempo todo oficial, por el mero hecho de serlo, podría defender su condición de
caballero. “En ninguna parte como en el ejército resplandecen la nobleza y el ho-
nor. La caballerosidad del militar, su alteza de miras y las sublimes virtudes que
le adornan, le conducen a rendir culto exagerado a las leyes de la dignidad”, escri-
bió en 1899 el español Enrique Ruiz Fornells en un manual para la formación de
oficiales””.
Así pues, todo oficial era un caballero... salvo que se demostrara lo contrario:
la universalización de la condición honorable exigió un sistema de vigilancia que
mantuviera limpio el prestigio colectivo: la mera existencia de un oficial cobarde,
desleal o débil mancharía la reputación de todos. De ahí que los oficiales reivindi-
caran durante décadas la recuperación de los tribunales de honor, que reaparecie-
ron en un decreto del 3 de enero de 1867. Disponía el texto que dichos tribunales
intervinieran cuando un oficial cometiese un acto deshonroso, “en virtud del cual
se deje en duda su valor, o imprima una mancha en su propia reputación o en el
buen nombre del cuerpo a que pertenezca”, independientemente de que actuara
-o no- la justicia ordinaria?*,
El artículo 720 del Código de Justicia Militar de 1890, ratificó su existencia:
“Si algún Oficial cometiere un acto de carácter deshonroso para sí o para el cuerpo
en que sirva, podrá ser sometido a tribunal de honor, aunque hubiere sido juzgado
por otro procedimiento”.

El mismo Código dispuso que cualquier oficial podía acusar a otro e iniciar
los trámites para convocar un tribunal de honor: al fin y al cabo, la honorabilidad
de todos los oficiales era idéntica. La actuación del tribunal debía ser expeditiva:
si cuatro quintas partes de los oficiales del cuerpo al que perteneciera el sospe-
choso decidían su culpabilidad, sería expulsado del ejército. Por otra parte, nadie
podía apelar su fallo: ni la justicia civil, ni la militar, ni autoridad ninguna fuera
cual fuera su condición o rango. El 25 de enero de 1898 el Tribunal Contencioso
Administrativo dispuso que ni siquiera el Ministro de la Guerra pudiera revocar
sus sentencias, aun cuando fueran manifiestamente injustas o respondieran a
motivos ajenos al honor, como la animadversión entre oficiales. De este modo, los
tribunales de honor se convirtieron en una institución emplazada por encima de
cualquier otra autoridad militar y “de todos los Tribunales de Justicia, en los que
ni siempre se hace ésta, ni entienden cual lo entendemos nosotros, los militares,
las cuestiones de honor”, observó en 1903 La Correspondencia Militar en una re-
flexión cargada de desprecio hacia la justicia civil que evidenciaba la creciente au-
tonomía del ejército y la distancia entre el poder civil y el poder militar”.

371
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

Como observó en 1904 un editorial del diario Heraldo de Madrid, si el Código


Penal perseguía el duelo, el de Justicia Militar -indirectamente- lo alentaba, y am-
bos regían al mismo tiempo en el mismo país:
“Frente al Código penal civil, que castiga el duelo, aparecen en España los precep-
tos de otro código que penan al que no se bate [...] El Código de Justicia Militar, al
estatuir en sus artículos de 720 a 727 los Tribunales de Honor para castigar los ac-
tos deshonrosos de los oficiales, establece de un modo casi directo la sanción penal
y el procedimiento para imponerla al que rehúya vindicar su honor ofendido [...]
Los militares, para quienes el culto al honor es una religión, habrán de aplicar las
sanciones penales de su Código a aquellos a quienes deshonrados juzguen. Léase
el artículo 720 del mismo, y se verá cómo, sin nombrar los duelos, caen dentro de
ese precepto legal aquellos oficiales que no vuelvan por su honor en la forma que la
sociedad tiene como buena”*.

El código militar castigaba al oficial que cometiera actos “deshonrosos para sí o


para el cuerpo en que sirva". Y nada había más deshonroso que no responder a una
ofensa como las leyes del honor exigían a todo caballero. Así lo interpretó también
Carlo Corsi, autor de La educación moral del soldado, manual de iniciación militar en
diversas academias europeas publicado en 1858 en el reino de Saboya y traducido
en 1882 al español: “Suponga Vd. que un oficial se dispense de pedir satisfacción
a la ofensa o rehúse un desafío [...] La gente le tendrá por vil, sus subordinados se
reirán de él, y se desderiarán de obedecerlo y respetarlo sus compañeros [...] Yo le
aconsejaría que renunciara a su empleo” “El que comete un acto indigno deshonra
a Su cuerpo y a sus compañeros... que procuran alejar de su lado al elemento que en
tan poca estima tiene el honor del regimiento”, observó en 1899 Ruiz Fornells. Esta
dualidad entre los ámbitos civil y militar no era privativa de España. En Francia la le-
gislación civil también castigaba los lances de honor, pero en el año 1872 un consejo
de guerra expulsó del ejército a un teniente porque rehusó batirse en duelo con un
amigo y camarada que le había abofeteado en público*”.

VIII. UNA CONDENA TAJANTE: LOS LANCES DE HONOR Y EL DERECHO


CANONICO
La condena de los duelos en el derecho canónico era mucho más taxativa que
la prescrita en el Código Penal. En 1900 la Iglesia aún incluía a los duelistas entre
los peores pecadores públicos. Nada había cambiado desde que a mediados del
siglo XVI el Concilio de Trento excomulgó y castigó con la privación de sepultura
eclesiástica -y por tanto de descanso eterno- a los duelistas y a quienes coopera-
ran con ellos, penas sostenidas por Benedicto XIV en su Bula Detestabilem de 1752
y por Pío IX en la Bula Apostolicae Sedis, de 1869.

En su Directorio Moral de 1770, el padre Francisco Echarri explicó gráfica-


mente que en los lances convergían “tres pecados mortales en especie contra tres
virtudes: uno contra la caridad propia, por el riesgo a que se exponen los duelan-
tes a perder la propia vida; otro contra la justicia, por el peligro de matar al pró-
jimo; otro por el escándalo que se ocasiona”. El duelo se equiparaba al suicidio o
al asesinato, ambos pecados mortales porque solo Dios podía disponer de la vida

372
Capítulo XIV. El duelo en 1900: Un “delito especial” (Miguel Martorell Linares)

humana. En la práctica, la privación de sepultura cristiana afectaba a quienes mo-


rían impenitentes en el campo del honor; si el cristiano confesaba su pecado antes
de caer nerido de muerte, o incluso si se arrepentia ante testigos, podía lavar su
culpa. La pena de privación de sepultura eclesiástica a los duelistas permaneció
vigente hasta bien entrado el siglo XX: en octubre de 1904 el arzobispo de Sevilla,
cardenal Spínola, prohibió que el cadáver del marqués de Pickman, muerto en un
desafío, se enterrara en su panteón familiar del Cementerio de San Fernando de
Sevilla*?,
A lo largo del siglo XIX, la Iglesia Católica fue muy combativa contra los duelos,
aunque los reiterados requerimientos eclesiásticos no impidieron que al acabar
el siglo XIX los desafíos gozaran de una excelente salud, a pesar de que la mayoría
de los duelistas fueran creyentes. Creyentes que al batirse desafiaban la autoridad
del clero, en un mundo en el que día tras día crecía el número de personas reacias
a someter todos y cada uno de los actos de su vida cotidiana al canon eclesial. El
duelo, proclamó el obispo de Madrid en una pastoral de 1887, “va siendo frecuente
y aumentando en la medida en que los hombres van perdiendo el santo temor de
Dios, negando a la Religión el lugar preferente que debe tener en la conciencia in-
dividual y en la sociedad”*.
Los párrocos arengaban desde el púlpito contra los duelos, manteniendo om-
nipresente la amenaza del castigo. Los desafíos eran una “costumbre impía, bárba-
ra, irracional, salvaje, ridícula, funesta, ignominia de la civilización y baldón de la
humanidad”, embestía un sermón de 1866, “el duelista niega a Dios”, concluía. En
tono aún más truculento predicó el autor de un libro de orientación a la vida para
jóvenes católicos:
“Jóvenes cristianos, ¡la provocación o la aceptación de un duelo es una profesión pú-
blica de ateísmo: es una violación de los deberes religiosos, de los deberes sociales,
civiles y políticos; es renegar de la fe, es echarse en brazos del demonio, escupiendo
en el rostro del Ángel de la caridad; es tan horrible como el suicidio, tan criminal
como el asesinato; tan vil como el robo!”*,

Pero la condena de los párrocos apenas hacía mella en los caballeros católi-
cos, que seguían batiéndose. Como observó con sorna un periodista, en un país
católico como España “la Iglesia condenará el desafío y católicos serán los desa-
fiados, católicos los padrinos y católicos quienes cohonesten y atenúen el delito”**,
La sociedad liberal asignó distintos roles y atribuciones a mujeres y a hom-
bres, y la religión cayó esencialmente del lado femenino. Tras la revolución libe-
ral sobrevino un proceso de feminización de la religión que marcó una diferen-
cia creciente entre los comportamientos religiosos de ambos sexos. Sin dejar de
ser creyentes, los varones se liberaron poco a poco de la tutela de la Iglesia y la
estricta observancia de la doctrina católica quedó relegada a las mujeres. Si el
universo femenino estaba dominado por valores religiosos como la piedad y el
perdón, encarnados en la figura de la Virgen María, el imaginario masculino exi-
gía la defensa del libre arbitrio frente a los dictados de la religión. El hombre del
siglo XIX, observó en 1895 Concepción Arenal, creía “que la religión era cosa de
mujeres”. De un varón se esperaba que antepusiera su virilidad a la fe. Rehuir un

373
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

duelo por motivos religiosos era un gesto femenino, un acto de cobardía. Y quie-
nes así obraban siempre podían encontrarse con el rechazo, o el vacío, de otros
varones. Iban a contracorriente y debían afrontar las consecuencias que esto im-
plicaba, como pudo comprobar un oficial del ejército que siguiendo el mandato
eclesiástico rechazó batirse tras ser ofendido y fue expulsado de la milicia por
un tribunal de honor**.

IX. EPÍLOGO: LA MUERTE DEL DUELO

La muerte de Rafael de León y Primo de Rivera, marqués de Pickman, a manos


del capitán Vicente Paredes, en octubre de 1904, causó una honda conmoción en
el país. No en vano, apenas había muerto nadie en un desafío en España desde el
comienzo de la Restauración y cuando esto ocurrió fue de un modo tan discreto
que pasó desapercibido. La muerte del marqués de Pickman ocupó durante meses
los titulares de la prensa y alentó una intensa campaña contra los duelos. En 1905
el barón de Albi, en un gesto de repulsa, fundó la Liga Nacional Antiduelista, cuyas
actividades encontraron amplia difusión. La liga se creó a imagen y semejanza de
otras similares fundadas previamente en Austria e Italia, en el entorno del catoli-
cismo político y social. En su fundación participaron algunos destacados militares,
políticos, periodistas, profesionales liberales y aristócratas. Como alternativa al
duelo, la liga proponía la creación de tribunales de honor que dirimieran pacífi-
camente las disputas entre caballeros. Durante un tiempo ejerció como un lobby
muy activo: inspiró un proyecto de ley contra los duelos que el gobierno Maura
llevó a las Cortes en 1908 aunque no logró ser aprobado. Los propagandistas de
la Liga aseguraban en 1914 que contaba con 20.000 afiliados y evitaba decenas de
duelos al año”.

A pesar del despliegue de la Liga Antiduelista, los diarios siguieron dando


cuenta de lances de honor en España durante años. De hecho, los duelos fueron
muy frecuentes en Europa hasta la Primera Guerra Mundial. La Gran Guerra propi-
nó el golpe de gracia al código del honor en Francia. Hacía tiempo que los desafíos
habían dejado de ser allí una actividad peligrosa -la última muerte sobrevino en
1903- y, en cualquier caso, aquellos enfrentamientos individuales a espada o pis-
tola comenzaron a parecer ridículos y pueriles frente a los millones de muertos en
el campo de batalla. No obstante, todavía hubo lances aislados durante décadas:
el último documentado enfrentó en 1967 a los políticos Gaston Deferre y René
Ribiere. En América Latina también sobrevivieron durante buena parte del siglo
XX: en Uruguay y Argentina todavía se celebraron algunos en los años setenta. En
realidad, los lances de honor como práctica generalizada desaparecieron con la
sociedad liberal que había sido su caldo de cultivo. En Alemania o Italia fueron más
comunes que en Francia en el período de entreguerras, pero en tanto que afirma-
ción liberal del individuo acabaron durante los totalitarismos nacionalsocialista y
fascista*,
En España, todavía durante la dictadura del general Primo de Rivera, en la se-
gunda mitad de los años veinte, varios periodistas y otros profesionales liberales
siguieron batiéndose arma en mano, aunque las noticias sobre lances comienzan

374
Capitulo XIV. El duelo en 1900: Un “delito especial” (Miguel Martorell Linares)

a escasear por estas fechas. Con la Segunda República desaparecieron los duelos,
al tiempo que se esfumaba el mundo al que habían pertenecido los duelistas. De
hecho, la reforma del Código Penal de 1932 suprimió los artículos del 439 al 447,
relativos a los lances de honor. De entrada, porque “en un Estado auténticamente
democrático”, que no reconocía “privilegios por nacimiento, riqueza, ideas políti-
cas ni creencias religiosas”, no tenía sentido preservar el duelo como “como delito
privilegiado *honoris causa". Pero también porque, a estas alturas, los desafíos ya
eran algo anecdótico o, prácticamente, inexistente.

375
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

Notas
David Garland: Castigo y sociedad moderna, México, 1999, p. 38.
John Leigh: Touché. The duel in literature, Harvard, 2015.
La idea de la comunidad internacional de elegantes caballeros, en Sandra Gayol: Honor y duelo
en la Argentina moderna, Buenos Aires, 2008, p. 155.
Conde de Chatauvillard: Essai sur le duel, París, 1836.
Honor y distinción social, Pierre Bourdieu: La distinción, Madrid, 1988, p. 248.
Marqués de Cabriñana: Lances entre caballeros, Madrid, 1900, p. 297. Todas las citas de
Cabriñana, salvo que se indique lo contrario, proceden de este libro. Cándido Nocedal, Diario
de Sesiones de las Cortes-Congreso de los Diputados (DSC-CD), 12 de octubre de 1904, núm. 9,
p. 199. Satisfaktionsfahig, en Kevin McAleer: The cult of honor in the Fin-de-Siecle Germany,
Princeton, 1997, p. 34.
Sánchez Guerra, DSC-CD, 10 de julio de 1896, núm. 49, p. 1230.
Julian Pitt-Rivers: “Honor y categoría social”, en J. G. Peristiany (ed.): El concepto del honor en
la sociedad mediterránea, Barcelona, 1968. Adelardo Sanz: Esgrima del sable y consideraciones
sobre el duelo, Madrid, 1886, 9. Sánchez Guerra, DSC-CD, 22 de noviembre de 1896, núm. 54, p.
1396,
Eusebio Yñiguez: Ofensas y desafíos, Madrid, 1890.
10 Véase Nerea Aresti: Masculinidades en tela de juicio, Madrid, 2010, p. 45.
11 Diario francés, en Francois Guillet: La mort en face. Histoire du duel de la Révolution á nos jours,
Paris, 2008, p. 311.
12 Marqués de Cabriñana, Heraldo de Madrid, 13 de junio de 1908.
13 Gourmont, en Robert A. Nye: Masculinty and males codes of honor in modern France, Berkeley,
1998, p. 182. Mario Matos e Lemos: “"0O duelo em Portugal depois da implantacao da repúbli-
ca”, Revista de Historia das Ideas, vol. 15 (1993), p. 575.
14 Código del honor y masculinidad en la Europa continental durante el siglo XIX, en George L.
Mosse: The image of man: The creation ofmodern masculinity, Oxford, 1996.Julian Pitt-Rivers:
“La enfermedad del honor”, en Marie Gautheron (ed.): El honor. Imagen de sí o don de sí: un
ideal equívoco, Madrid, 1992, pp. 19-35., p. 20.
15 Sandra Gayol: Honor y duelo... p. 108. El Noticiero Sevillano, 11 de octubre de 1904.
16 Unamuno, Juventud, 23 de enero de 1902.
17 John Tosh: Manliness and Masculinities in Nineteenth-Century Britain, Edimburgh, 2005, p. 44
y ss.
18 Federico de Roberto: Estremecimiento, Madrid, 2105, 93. Ambrosio Tapia y Gil: Los suicidios
en España, Madrid, 1900, 218.
19 Marqués de Cabriñana, Heraldo de Madrid, 13 de junio de 1908.
20 Francia, Robert A. Nye: Masculinity..... p. 183 y ss. Legouvé, en Richard Cohen: Blandir la es-
pada. Historia de los gladiadores, mosqueteros, samurai, espadachines y campeones olímpicos,
Barcelona, 2003, p. 211.
21 Francois Guillet, La mort en face..., p. 30.
22 Mortalidad, Robert A. Nye: Masculinity.... pp. 185-200 y Francois Guillet: La mort en face...
118yss.
23 Victor Kiernan: El duelo en la historia de Europa, Madrid, 1992. Kevin McAleer: Dueling...
Ute Frevert: “Condición Burguesa y honor. En torno a la historia del duelo en Inglaterra y
Alemania”, en Josep María Fradera y Jesús Millán (eds.): Las burguesías europeas del siglo XIX.
Sociedad civil, política y cultura, Madrid, 2000, 361-398. Lisa Fetheringill Zwicker: Dueling stu-
dents. Conflict, Masculinity, and Politics in Cerman Universities, 1890-1914, Ann Arbor, 2011.
24 George L. Mosse: The image of man..., p. 20. Uno de cada cinco, en Kevin McAleer: Dueling...,
224,n 43.
25 Heraldo de Madrid, 11 de octubre de 1904.

376
Capitulo XIV. El duelo en 1900: Un “delito especial” (Miguel Martorell Linares)

26 Adelardo Sanz: Esgrima del sable..., p. 14. Rafael Cansinos-Asséns: La novela de un literato. 1,
Madrid, Alianza Tres, 1955, pp. 266-267.
27 El dato, en Miguel Martorell Linares: Duelo a muerte en Sevilla. Una historia española del nove-
cientos, Ediciones del Viento, 2016. Fernanflor, La Ilustración Ibérica, 13 de agosto de 1887.
28 Dificultades para determinar el número de duelos en Francia, Robert A. Nye: Masculinity...,
p. 183 y ss, Francois Guillet: La mort en face..., p. 104 y ss. Gabriel Tarde: El duelo, Pamplona,
1999 (ed. or. 1890).
29 Los datos sobre muerte en los duelos proceden de Luis de Armiñán, El duelo en mí tiempo...;
Cabriñana: Lances entre caballeros... La Época, 14 de octubre de 1904. Para el duelo de Varela
y Barcelona, véase, p. ej. El Heraldo de Madrid, 9 de octubre de 1906 y ss.
30 Juan Fermín Vilchez: “Cien años de la muerte de Suárez de Figueroa”, Cuadernos de periodistas,
julio de 2004, pp. 101-106.
31 Kasabal, “La Quinta de Sabater”, ABC, 1 de septiembre de 1903,
32 Chatauvillard, citado en Francois Guillet, La mort en face. Histoire du duel de la Revolution a
nos jours, Flammarion Paris, 2008, 170. Jurista portugués, en Mario Matos e Lemos: “O duelo
em Portugal depois da implantacao da república”, Revista de Historia das Ideas, vol. 15 (1993),
565.
33 Memoria elevada al Gobierno de S. M. en 15 de septiembre de 1904 por el fiscal del Tribunal
Supremo, D. Juan Maluquer y Viladot, Madrid, 1904, pp. 62 y ss.
34 El caso de Sánchez Guerra y un breve estudio sobre los duelos en la España de la época, en
Miguel Martorell Linares, José Sánchez Guerra: un hombre de honor (1859-1935), Madrid,
2011, pp.129ys.
35 Ute Frevert: “Condición Burguesa y honor... José Nogales, El Liberal, 13 de octubre de 1904. El
Liberal, 17 de octubre de 1904.
36 Julio Ponce Alberca y Diego Lagares García: Honor de oficiales: los tribunales de honor en el
ejército de la España contemporánea (siglos XIX-XX), Barcelona, 2000. Juan Cruz Alli Turrillas:
La profesión militar, INAP, 2000.
37 José María Jover Zamora: Política, diplomacia y humanismo popular, Madrid, 1976 p. 287.
Enrique Ruiz Fornells: La educación moral del soldado, Toledo, 1893, p. 195.
38 Real Decreto de 1867, en Gaceta de Madrid, viernes 4 de enero de 1867.
39 La Correspondencia Militar, 17 de octubre de 1903.
40 El Heraldo de Madrid, 20 de diciembre de 1904.
41 Carlo Corsi: De la educación moral del soldado, Madrid, 1882, p. 327. Francois Guillet: La mort
en face..., p. 204.
42 Francisco Echarri: Directorio Moral, Valencia, 1770, p. 122.
43 La pastoral, en La Unión Católica, 31 de agosto de 1887.
44 El sermón, en José Ramos Domingo: Crónica e información en el sermonario español,
Salamanca, Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca, 2008, p. 317. El libro de inicia-
ción es La entrada en el mundo o Guía práctica del joven cristiano, Madrid, 1883, 90.
45 Catalunya artística, 20 de octubre de 1904. Nerea Aresti: Médicos, donjuanes y mujeres moder-
nas, Bilbao, Universidad del País Vasco, 2001, 35 y ss
46 Expulsión del militar, en El Heraldo de Madrid, 20 de diciembre de 1904.
47 Julio Ponce Alberca y Diego Lagares García: Honor de oficiales..., pp. 67 y ss.
48 Decadencia de los duelos en Francia y en Europa, en Francois Giullet: La mort en face..., 348
y ss. En Argentina, Sandra Gayol: Honor y duelo..., 221 y ss. Uruguay, El País, 25 de marzo de
1984.

377
Historia del delito y del castigo en la Edad Contemporánea (Segunda Parte: Estudios de algunos delitos y penas)

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
Abella, Rafael: Lances de honor, Barcelona, Planeta, 1995.
Alli Turrillas, Juan Cruz: La profesión militar, Madrid, INAP, 2000.
Álvarez Junco, José: Lerroux. El emperador del paralelo, Madrid, Alianza Editorial, 1990.
Aresti, Nerea: Médicos, donjuanes y mujeres modernas. Los ideales de feminidad y masculini-
dad en el primer tercio del siglo XX, Bilbao, Universidad del País Vasco, 2001.
Aresti, Nerea: Masculinidades en tela de juicio, Madrid, Cátedra, 2010.
Bourdieu, Pierre: La distinción, Madrid, Taurus, 1988.
Cabriñana, marqués de: Lances entre caballeros, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1900,
Cohen, Richard: Blandir la espada. Historia de los gladiadores, mosqueteros, samurái, espa-
dachines y campeones olímpicos, Barcelona, Destino, 2003.
Corsi, Carlo: De la educación moral del soldado, Madrid, J. Quesada, 1882.
Fetheringill Zwicker, Lisa: Dueling students. Conflict, Masculinity, and Politics in German
Universities, 1890-1914, Ann Arbor, University of Michigan Press, 2011.
Frevert, Ute: “Condición Burguesa y honor. En torno a la historia del duelo en Inglaterra y
Alemania”, Josep María Fradera y Jesús Millán (eds.): Las burguesías europeas del
siglo XIX. Sociedad civil, política y cultura, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, 361-398.
Gayol, Sandra: Honor y duelo en la Argentina moderna, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.
Kiernan, Victor: El duelo en la historia de Europa, Madrid, Alianza Editorial, 1992.
Leigh, John: Touché. The duel in literature, Harvard College, 2015.
Martorell Linares, Miguel: José Sánchez Guerra. Un hombre de honor (1859-1935), Madrid,
Marcial Pons, 2011.
Martorell Linares, Miguel: Duelo a muerte en Sevilla. Una historia española del novecientos,
La Coruña, Ediciones del Viento, 2016.
McAleer, Kevin: The cult of honor in the Fin-de-Siecle Germany, Princeton University Press,
1997.
Nye, Robert A.: Masculinty and males codes of honor in modern France, Berkeley, University
of California Press, 1998.
Parker, David S.: “Law, Honor, and Impunity in Spanish America: The Debate over dueling,
1870-1920", Law and History Review, Vol. 19, n* 2 (Summer, 2001), 311-341.
Piccato, Pablo: La tiranía de la opinión. El honor en la construcción de la esfera pública en
México, Instituto Mora, Colegio de Michoacán, 2015.
Pitt-Rivers, Julian: “Honor y categoría social”, en J. G. Peristiany (ed.): El concepto del honor
en la sociedad mediterránea, Barcelona, Labor, 1968, 47,
Pitt-Rivers, Julian: “La enfermedad del honor”, en Marie Gautheron (ed.): El honor. Imagen
de sí o don de sí: un ideal equívoco, Madrid, Cátedra, 1992, pp. 19-35.
Ponce Alberca, Julio; Lagares García, Diego: Honor de oficiales: los tribunales de honor en el
ejército de la España contemporánea (siglos XIX-XX), Barcelona, Carena, 2000.
Sanz, Adelardo: Esgrima del sable y consideraciones sobre el duelo, Madrid, 1886.
Sinor, Denis: “Dueling in Hungary between the two world wars”, Hungarian studies 8/2
(1993), 227-235.
Tarde, Gabriel: El duelo, Pamplona, Jiménez Gil Editor, 1999 (ed. or. 1890).
Yñiguez, Eusebio: Ofensas y desafíos, Madrid, Evaristo Sánchez, 1890.

378
UNED

Potrebbero piacerti anche