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DIOS NO ESTÁ ENCERRADO EN LA BIBLIA

Digámoslo ya desde ahora: Dios no es la Biblia, ni está contenido o encerrado en las páginas de la
Biblia. Andar diciendo que “somos el pueblo del libro”, no solo es una falacia, sino que es
peligroso. Y sé que muchos se molestarán por lo que digo o no estarán de acuerdo, pero la
afirmación de que somos seguidores de un libro, concretamente de la Biblia, por muy antiguo,
venerable o inspirado que sea, es falsear el sentido histórico del cristianismo, ni siquiera los que
nos identificamos con la Reforma protestante del siglo XVI, con la afirmación de la “Sola Escritura”,
hacemos una afirmación como esa. Una afirmación así (somos el pueblo del libro o de la Biblia), va
mejor con el Islam o con algunos otros sistemas religiosos que piensan que recibieron sus escritos
sagrados dictados por Dios mismo o literalmente caídos del cielo y redactados por manos
humanas pero sin intervención de la voluntad humana ni circunstancias históricas ni
discernimiento de ninguna índole. El cristianismo no es así. Los cristianos nos autodefinimos como
discípulos y seguidores de una persona muy concreta, Jesús de Nazaret, el Maestro de Galilea, a
quien confesamos como Señor y Cristo, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, quien murió pero hoy vive
para siempre. El conjunto de escritos sagrados al que damos el nombre de Biblia o Sagradas
Escrituras es, ciertamente, revelación de Dios, pero no Dios mismo, y tiene como finalidad señalar
a la persona y la obra de Jesús. No es un libro que nos de pautas para jugar con arcanos que están
más allá de nuestra comprensión. La Biblia muestra de modo magistral cómo el Dios verdadero
puede vehicular mensajes de vida a través de — ¡y a pesar de!— las limitaciones humanas,
comenzando con el lenguaje, como una primera limitación. Dios siempre conserva su
trascendencia, siempre está más allá de lo que las palabras dichas o escritas pueden significar.

Por esta razón, mi Dios no es un dios que odia ni aborrece a nadie. Esas limitaciones del lenguaje y
del pensamiento humano a que hacíamos alusión, han llevado a muchos a entender demasiado
literalmente algunas expresiones poéticas del Antiguo Testamento —y a veces del Nuevo— en las
que, como reflejo de una cosmovisión restringida y una mentalidad primitiva, ciertos pensadores
hebreos describían con tonos trágicos, y a veces indigestos para el lector actual, el rechazo de Dios
hacia los pueblos vecinos de Israel. El verdadero rostro de Dios es otro muy distinto, el que leemos
en los Evangelios presentado por Jesús. Quien se nos muestra en el Antiguo Testamento como
Señor de Israel, ahora se descubre como Padre de todos los hombres, judíos y gentiles, siervos y
libres, hombres y mujeres por igual, y un Padre que ama, que cuida, que se preocupa por
nosotros. Nos genera una verdadera conmoción leer o escuchar a tantos pseudopredicadores,
pseudoprofetas y pseudoapóstoles de nuestros días que pintan a Dios con los colores más tétricos
posibles, como si fuera un sádico cósmico sediento de sangre y con invencibles anhelos de
venganza en relación con la humanidad. ¿Ignorancia, podríamos pensar? ¿Fanatismo, tal vez? ¿O
puro márketing religioso, porque un dios cruel “vende más” en ciertos ambientes? Sea como
fuere, a quienes se empeñan en dibujar los rasgos de Dios como los de un tirano o una entidad
permanentemente resentida, les haría bien releer y meditar aquello de Erráis, ignorando las
Escrituras y el poder de Dios (Mt. 22, 29).

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