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La salud mental ha sido definida de múltiples formas por lo que es probable que
no se llegue a una definición unánime. La OMS no reconoce a una definición
oficial, indicando que cualquier definición posible estará siempre influenciada por
diferencias culturales y disputas entre teorías profesionales. Es una categoría
conceptual construida socialmente muy cargada de valores, necesariamente
subjetiva y culturalmente determinada. Incluye bienestar subjetivo, autonomía,
potencial emocional, manejo de conflictos, temores, capacidades, competencias y
responsabilidades, entre otras cuestiones.
Un punto en común entre las distintas definiciones es que todas es que la salud
mental no es un concepto opuesto al de “enfermedad mental”, es decir, que no
existe enfermedad o desorden mental no indica necesariamente que se goce de
salud mental y, al revés, sufrir un determinado trastorno mental no constituye
siempre y necesariamente un indicador de que la salud está afectada.
En primer lugar, y como principal impacto visible sobre la salud mental de los
trabajadores, está el factor del desempleo. El desempleo cobra otra significación
en este contexto, ya que además se articula con una política de distanciamiento
social y de aislamiento preventivo, que limita las posibilidades de empleo incluso
en el mercado informal.
Por otra parte, en el caso de los puestos de trabajo que han podido articularse al
aislamiento y al resto de las medidas preventivas, se ha privilegiado la
conservación del lazo laboral con las instituciones o empresas por sobre las
condiciones del trabajador. Es decir, aunque el trabajador conserva su lugar como
empleado, las condiciones en las que lo realiza ya no son aseguradas por su
empleador, ni el empleador es soporte del lugar, el tiempo y el modo en que se
realiza la actividad. Esto conduce a una situación de anomia para el trabajador
que incide en su salud mental.