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¿Por qué tan solitas?

Nadia Rosso

Cuando fui invitada a participar en este libro con el tema de la soledad, me emocioné

mucho. Yo tenía tiempo reflexionando sobre este tema, que me parece importantísimo

tocar y entender, pero sobre todo, trastocar y deconstruir.

De inmediato me vino a la mente un texto de la doctora Marcela Lagarde: La soledad

y la desolación1. Si no lo han leído, lo recomiendo ampliamente. Para mí, leerlo significó

encontrar interlocución y eco a mis propios pensamientos. A partir de ahí surgió mi texto,

titulado El mundo es para dos. De manera lúdica me aproximé a la manera en que esta

sociedad nos interioriza, e incluso nos impone, la noción de la pareja como único ideal

para alcanzar la felicidad, y muestra cualquier otra elección de vida como ilegítima y

desafortunada. Posteriormente, en La monogamia como pre-definitoria del amor; el poli-

amor como estrategia política, continué profundizando con esta reflexión, buscando más

a fondo el porqué de lo que yo llamo el emparejamiento compulsivo.

Ahora quisiera compartir con las lectoras los puntos clave a los cuales me he

aproximado, retomando los conceptos antes mencionados y mi experiencia personal.

¿Solas o desoladas?

Me gustaría retomar la lúcida distinción que hace Marcela Lagarde entre la soledad y

la desolación. Ella dice que las personas siempre hemos estado solas. Es una condición

humana, estudiada por muchos filósofos, que han explicado varios comportamientos

como parte del intento por huir de la soledad, buscando otra persona que nos acompañe

en la vida. Un ejemplo es el discurso se Aristófanes en El Banquete de Platón, cuyo tema

central de la discusión es el amor. Aristófanes interviene con el mito de los andróginos:

en la antigüedad, las personas eran seres esféricos conformados por dos personas

unidas. Pero como eran muy fuertes y ágiles, retaron a los dioses, pero fueron

1
2003, Texto en línea, disponible en: http://www.e-mujeres.net
castigados por su soberbia, y separados. Es por eso que los seres humanos andan por

la vida buscando su otra mitad, sintiéndose débiles e incompletos sin ésta. 2

Mediante este mito, se explica el amor erótico y la búsqueda de pareja, esgrimiendo

que las personas estamos “incompletas”, y nos hace falta nuestra otra mitad para estar

plenas. Esta concepción está tan extendida en nuestros días, que las canciones de amor

están plagadas de este concepto de “la otra mitad”, como en aquélla canción de mi

adolescencia que versaba: Tú, mi complemento, mi media naranja…

En general, se acepta que las personas no valemos nada si no tenemos pareja, que

estamos incompletas, y por tanto, infelices. No podemos realizarnos si no hemos

encontrado a nuestra otra mitad: nos sentimos huérfanas… desoladas.

Aquí vuelvo al texto de Lagarde: solas, todas las personas lo estamos, pero la

desolación es algo que no deberíamos vivir. Ese sentimiento de desamparo, depresión,

desesperación, necesidad de tener una pareja, no es lo mismo que estar sola. Porque

cuando una está sola en su casa y tiene tiempo para ver una película, tomar una copa de

vino, tomar un baño largo… y pasar el tiempo con una misma, esto resulta enormemente

disfrutable. ¿Por qué será entonces, que constantemente tenemos el deseo de compartir

todo lo que hacemos con otra persona? El percibir nuestra soledad como una condición

negativa, insoportable y como un problema que debemos resolver, es lo que nos lleva a

la desolación.

Un ejemplo de esta diferencia sería una playa: una playa sola, donde no hay

personas, es muy codiciada, porque tiene la maravillosa condición de soledad. Una

puede sentirse ahí a gusto, sabiendo que nadie la molestará. Una playa sola es deseable

y agradable. Sin embargo, si hablamos de una playa desolada, ya no suena tan

seductora. Si está desolada significa que probablemente está maltratada, dañada,

abandonada… Pero esta condición no se da por la soledad.

Debemos reconocernos solas –y eso, por cierto, independientemente de que

tengamos pareja o no, porque solas nunca dejamos de estar- y saber que todas las

personas lo estamos. Sin embargo ¿quién dice que la soledad sea mala? Todas las

2
Platón, Diálogos, Porrrúa, México 1979.
connotaciones negativas de la soledad son aprendizajes sociales que hemos adquirido, y

que son especialmente severos con las mujeres. La idea de que una necesita compañía

para pasarla bien, para estar feliz, y más aún, para tener valía, es una construcción

social milenaria que podemos, y de hecho debemos deconstruir.

La soledad puede vivirse con placer y goce. Por ejemplo, ir al cine sola: a pesar de

que me gusta también ir acompañada, para mí ir sola tiene una especie de magia.

Disfruto desde el trayecto, elegir la película que quiero, quizá esperar bebiendo un café o

leyendo… Después sentarme, tranquilamente, disfrutar la versión no comentada de la

película, meterme por completo en la trama… y al salir, caminar un poco, degustando el

sabor que la película me haya dejado… La soledad es maravillosamente disfrutable, pero

hay que aprender a pasarla bien con nosotras mismas y saber que nosotras somos y

seremos siempre quienes más nos amamos, quienes más nos cuidamos, y quienes más

nos conocemos. A pesar de que la sociedad castiga el disfrute de las mujeres de su

soledad, podemos desobedecer ese mandato. Cuando salgo y disfruto públicamente de

mí misma, y recibo algún cuestionamiento como: ¿Por qué estás sola? siempre

respondo: Yo me considero una excelente compañía y por ello me gusta salir conmigo.

El emparejamiento compulsivo

En El mundo es para dos fui tomando conciencia de cómo se nos hace temer tanto a

la soledad y querer emparejarnos compulsivamente. Es decir, que si no tenemos una

pareja, sentimos un deseo irrevocable por tenerla. Muchas veces ni siquiera sabemos

exactamente por qué, simplemente tenemos una sensación de que así debe ser, de que

así han sido siempre las cosas.

Lo que pasa es que lo que escuchamos en cualquier lado sobre la pareja y el amor, es

que el amor romántico y monógamo es el valor máximo, que estar en pareja es el estado

deseable, e incluso natural de las personas, y que la ausencia de pareja es un problema

grave que debe ser solucionado lo antes posible. Tenemos esto tan interiorizado, que no

lo hacemos conciente y por tanto ni siquiera lo cuestionamos.


Este discurso se produce y reproduce por todos lados, como un eco infinito. Desde las

canciones de amor, las películas, las telenovelas, los comerciales, en la familia, en la

escuela, en el trabajo… hasta en las instituciones jurídicas y de gobierno.

Porque no sólo nos dicen, rezan y repiten que tenemos que estar en pareja, también

hay miles de trampas que nos hacen sentir que, realmente, si no estamos en pareja no

estamos bien. En lo cotidiano podemos encontrar muchos ejemplos: “Regalamos pases

dobles para…” Y todos los números impares quedan fuera. Una sabe que si le regalan

pases dobles para el teatro, es para que vaya con su novio o esposo (porque por

supuesto, tampoco se contemplan las relaciones no heterosexuales). Los comerciales de

lo que sea, traen también esta cantaleta: Maquillajes muybella, para verte guapa para él;

crédito hipotecario bancofam, para que tu familia tenga la casa que merece; champú

fruticioso, para un cabello suave y terso (que te ayude a conseguir pareja…). Porque eso

es lo que todos estos comerciales llevan detrás. En todos los ellos aparece en pantalla

una feliz pareja. Ya no digamos las telenovelas, dónde aprendemos que hay que luchar

con uñas y dientes por un hombre, porque la que se queda sola, pierde… y las

canciones de amor para cortarse las venas con galletas de animalitos porque sin ti, no

soy nada. Todo esto nos causa una especie de esquizofrenia, un frenesí emparejador y

por ende, un vacío irreparable si no obtenemos ese “objeto” que debemos adquirir, que

es la pareja. A este fenómeno le llamo emparejamiento compulsivo.

A mi ver, todas las personas padecemos de este emparejamiento compulsivo. Y no es

para menos: nuestra concepción del amor y hasta de la vida misma lleva implícito el ideal

de la pareja. Nuestra idea de cómo debe ser la pareja y de nuestra necesidad de ella, la

aprendimos desde pequeñas, mediante estos discursos culturales.

Pronto comprendemos que hay para todas sólo una opción, un mismo camino a seguir

para nuestras vidas: encontrar pareja, casarnos, tener hijos o hijas y ser buenas

esposas, hasta que la muerte nos separe. Hasta las leyes están hechas para la pareja. El

matrimonio es una ley civil que da cobijo a los cónyuges y extiende ciertos beneficios

sociales de quien los posee, a su pareja. Estos beneficios no son iguales para una
persona sola, ni existen para cualquier forma comunitaria de familia distinta a la pareja

monógama (y hasta hace poco, heterosexual).

Es decir, una es más ciudadana si está en pareja y esa relación de pareja está

regulada mediante un contrato civil llamado matrimonio. Cabe resaltar, también, la

existencia del Estado civil, que al parecer importa muchísimo en todos los ámbitos de la

vida. A una le preguntan si es soltera o casada, como si eso marcara alguna diferencia,

en el carnet de servicios médicos, la solicitud de empleo, e incluso si quiere una sacar su

membresía para el deportivo.

En todos lados, el tema central es la búsqueda de ese “amor verdadero”, de esa otra

mitad que curará todos nuestros males y automáticamente nos transportará a la felicidad

eterna, a un “vivieron felices para siempre”. Lo cual me recuerda un curioso chiste que

escuché hace poco en el metro: “Mi esposa y yo fuimos muy felices durante 20 años…

luego, nos conocimos”. Por experiencia, sabemos que la pareja no nos cura de todo mal,

ni nos brinda felicidad eterna… muchas veces es lo contrario. Y el tema de la violencia

en la pareja quedará para otra ocasión.

Pero lo curioso es que este cuento de hadas, que aprendimos desde nuestra tierna

infancia en las películas de Disney -las cuales tramposamente siempre terminan cuando

la princesa y el príncipe se casan, y sospecho que es porque no quieren contarnos la

verdadera historia de esos matrimonios- lo seguimos creyendo fielmente, como un

dogma de fe, y seguimos siempre a la búsqueda de ese príncipe (o princesa) azul que

nos curará de nuestra soledad, nos hará princesas valiosas, nos hará existir y tener un

nombre: nos hará por fin, encajar en ese modelo que supuestamente es el que debemos

seguir.

Y el emparejamiento compulsivo consiste en buscar obsesivamente a esta pareja, ya

no digamos al príncipe azul, porque este también es un personaje de ficción, sino

simplemente a un hombre (o una mujer, porque todas las mujeres, heterosexuales u

homosexuales, estamos insertas en esa lógica), quien quiera que sea, ya no importa si

es guapo, amable o inteligente, porque es una posible pareja, y estar emparejada es lo

que importa. “Peor es nada” dice el dicho popular, y esto se lleva a la práctica
constantemente. Si la pareja es violenta, desconsiderada, agresiva… no importa. Como

mujeres debemos tolerarlo, porque no hay nada peor que estar solas.

La soledad para las mujeres

Aquí pretendo entrar en un tema esencial para este libro: ¿Qué significa la soledad

para las mujeres? Porque la vivencia de la soledad no es igual para las mujeres que para

los hombres. Con todas las diferencias de género construidas socialmente, el significado

de muchas cosas -entre ellas el amor, el sexo, la familia, la pareja y la soledad- son muy

distintas para los hombres que para las mujeres.

Por mi formación en lingüística, reconozco la importancia de las palabras en la

construcción de nuestra visión del mundo, y por ello quisiera ejemplificar con una

distinción sexista del significado de las palabras. En español, tenemos el término soltero,

soltera, que vienen del latín solitariu: solitario. Como vemos, la noción que tenemos

actualmente de ausencia de pareja –o ausencia de matrimonio, en términos oficiales-

viene de la noción de soledad. Es decir, que una puede tener familiares, amigas y

amigos, o amantes, pero si no tiene pareja ni está casada, está sola. A mí eso me suena

bastante ilógico ¿no creen?

Pero aquí viene lo más interesante, relacionado con el uso coloquial de las palabras.

Existe también el término “solterona”. Su significado remite a una mujer que lleva

determinado tiempo soltera, y en especial que, por su edad “ya se le fue el tren” para

encontrar marido. Este término, que se emplea especialmente para las mujeres, es

marcadamente negativo y se relaciona incluso con la personalidad de la aludida: una

solterona comúnmente está amargada, porque no ha podido encontrar marido. O está la

otra frase popular que dice “¡Qué genio! ¡Ya cásate!”. También tenemos el término

“soltero codiciado”, toda una construcción que, por cierto, en inglés tiene su propio

sustantivo: bachelor, que se utiliza únicamente para los hombres. Este término tiene

connotaciones positivas. La idea de que un hombre de cierta edad pueda ser un soltero

codiciado, implica que está soltero por decisión –pues si es codiciado, bien podría tener

una pareja o estar casado- y si es codiciado es porque tiene elementos deseables.


¿Cómo explicamos que existan dos variantes de la misma palabra –soltero o soltera- que

apliquen, una, negativamente sólo para las mujeres, y otra, positivamente, sólo para los

hombres?

Este es un claro ejemplo no sólo del sexismo en el lenguaje, sino de cómo este

sexismo refleja una diferenciación real entre la soltería para los hombres, y para las

mujeres.

A pesar de que todas las personas estamos insertas en la lógica de pareja y el

emparejamiento compulsivo, es notorio que para los hombres no es un mandato tan

estricto como para las mujeres la necesidad de estar en pareja. En todo caso, hay cierta

presión social por “sentar cabeza”, es decir, encontrar una pareja estable, casarse y

tener descendencia, pero no existe la idea de que un hombre soltero está desolado,

triste, desamparado y desprotegido y sobre todo, no necesita a una mujer para tener

valor como persona.

Sospecho que la soledad en las mujeres se entiende no sólo como la ausencia de

pareja sino más específicamente como la ausencia de un hombre. Esa sospecha puede

ejemplificarse con una anécdota.

Platicando con una amiga, comentábamos algo que, con sus particularidades, nos ha

sucedido a varias. En los lugares de socialización, cuando una sale con una o más

amigas, es común que algún donjuán se nos acerque y nos pregunte: “¿Por qué tan

solitas?”. Comúnmente se interpreta este comentario como inicio del ritual de seducción

-el cual, por cierto, tiene como finalidad un emparejamiento, ya sea este efímero o

duradero-. Sin embargo ¿qué sucede con estos hombres que asumen que las mujeres,

cuando no hay hombres, están solas? Yo tengo entendido que la soledad se remite a la

presencia de sólo una persona. Por ende, cuando se está con más personas, ya no se

está “sola”, en el sentido literal de la palabra. Por otro lado, nunca he escuchado que

cuando se encuentre un grupo de personas donde haya mujeres y hombres (incluso si

hay varias mujeres y sólo un hombre), el susodicho se acerque y diga: ¿Por qué tan

solitos?. La frase se enuncia siempre en femenino. Porque somos las mujeres las que,

sin hombres, estamos “solitas”. Aunque también, claro está, se considera que si hay un
hombre, las mujeres que están con él se encuentran dentro de su territorio y la incursión

de otro hombre en ese territorio supondría un conflicto.

Sin embargo -y aunque es evidente que la soledad en las mujeres es percibida como

la ausencia de un hombre, que generalmente debe ser su pareja o mejor aún, su marido-

creo que la lógica de pareja es tan fuerte que rebasa el terreno de la heterosexualidad.

Prueba de ello es que las lesbianas, aunque no busquen un hombre ni consideran

necesitarlo para subsanar su soledad, están igualmente insertas en la lógica del

emparejamiento compulsivo. También se encuentran constantemente buscando pareja,

una pareja que las acompañe y con la cual se sientan incluidas socialmente. No es de

extrañar que el término solterona también se utilice para las lesbianas que no tienen

pareja (y para los hombres homosexuales solteros). A final de cuentas, el mundo está

hecho para dos y así está construido todo, en todos lados. Siempre se regalan boletos

dobles, viajes dobles, pases dobles… Los asientos de los autobuses, los juegos

mecánicos… van de dos en dos, las mesas de los restaurantes son mínimo para dos

personas (a excepción de las barras, para el club de los corazones solitarios). Hay

incontables anuncios que preguntan abiertamente ¿buscas pareja?, cómo si la pareja

fuese un objeto que una tuviera que buscar y encontrar.

En el inicio de una charla siempre puede surgir un: ¿tienes pareja? Y cuando la

respuesta es no, siempre cabe un ¿y por qué no?, como si se debiese justificar una

elección, una decisión o una circunstancia personal. Y me pregunto yo ¿por qué se nos

dice a las mujeres, que una de las principales metas en la vida es encontrar una pareja?

¿es que no tenemos otras cosas en qué ocuparnos?

Otras formas de relacionarnos

Pareciera que la soledad y la ausencia de pareja comienza a ser un tema cada vez

más recurrente. Los cambios económicos, sociales y culturales que han sufrido nuestras

sociedades occidentales han traído consigo, evidentemente, también cambios en la

interacción social y las relaciones interpersonales.


Ante estos cambios, comenzamos a replantearnos qué tanto nos convencen las

formas tradicionales de relación, pues nos damos cuenda de que ya no están

funcionando. Cotidianamente nos damos cuenta cómo hay cada vez más divorcios, y los

índices de violencia en la pareja son más elevados, lo cual denota cómo seguimos

patrones violentos de relacionarnos.

Lo que sucede es que las mujeres ya no estamos buscando simplemente satisfacer a

nuestras parejas renunciando a todos nuestros proyectos personales. Nuestra meta

máxima no es estar casadas y convertirnos en amas de casa, sin poder ejercer nuestra

profesión. Por ello, estamos buscando otras formas de relación que no coarten nuestra

libertad, que no restrinjan nuestras elecciones y que no nos violenten.

Para muchas, las relaciones de amistad cobran especial importancia. Son relaciones

de solidaridad, de apoyo, respeto, amor y libertad. Estos elementos son los que nos

convencen y nos ayudan en la vida cotidiana. El modelo de exclusividad y de una pareja

demandante de todo nuestro tiempo, pensamientos y deseos, no se adapta a nuestras

necesidades ni a nuestros deseos.

Eso no quiere decir que entre las jóvenes no haya el mandato del emparejamiento

compulsivo. Por el contrario, existen todavía innumerables formas de hacernos sentir mal

si elegimos no tener pareja, o simplemente no la tenemos circunstancialmente. Me viene

a la mente una canción de cuando yo estaba en la secundaria, que decía: No tengo

novio: soy un estorbo… Y sin embargo desde los discursos rebeldes, disidentes críticos,

se está creando cada vez más conciencia de la necesidad de construir nuevos modelos

de relación, y sobre todo, nuevas concepciones en torno de la soledad, la sexualidad, el

amor y la amistad. Todavía falta largo camino, pero no nos queda más que, de boca en

boca, despertar a nuestras hermanas, compañeras, amigas, amantes, parejas, de ese

sueño de Bella Durmiente, y compartirles otras alternativas, nuestras propias

alternativas, y la posibilidad de inventar las suyas propias. Sobre todo en las mujeres

mayores, que han tenido que soportar durante más tiempo y de manera más rígida esos

mandatos, discursos y obligaciones con respecto de la pareja.


A pesar de que el cambio está aún gestándose, ya hay muchas mujeres que han

decidido no seguir el caminito que le han marcado, sino construir el suyo propio, como

más le guste y como más le convenga. Ejemplos de ello son mujeres adultas mayores

que, por decisión propia o porque las circunstancias así lo dispusieron, viven solas y han

construido redes de apoyo con amigas. En estos casos, las relaciones de amistad les

proporcionan confianza, amor, respeto, solidaridad y apoyo, todo esto sin coartar su

libertad.

Es importante reivindicar la amistad como una forma de relación que está repleta de

elementos positivos y que permite el crecimiento personal de todas las personas

involucradas. Y propongo también, que estas características tan deseables de la

amistad, puedan trasladarse a las relaciones eróticas. ¿Quién dijo que cuando tenemos

un vínculo erótico-afectivo con una persona, eso deba significar que le consagremos

todo nuestro tiempo, nuestras energías, nuestra libertad, e incluso renunciemos a

nuestros proyectos personales por un proyecto común? Si pudiéramos construir

relaciones más libres, más desapegadas y más respetuosas del tiempo, espacio y

libertad de la otra persona, seguramente otro gallo nos cantaría.

Mientras tanto, experimentemos las formas de vida y de relación que mejor nos

acomoden: no olvidemos que, aunque no parezca, nada está escrito en piedra, y todo lo

que nos enseñan, podemos modificarlo si no nos convence ni nos beneficia.

Es sorprendente que a pesar de la diversidad de personas, formas de ver el mundo y

maneras de sentir, se piense que todas las personas debemos relacionarnos igual y

tener las mismas metas en la vida. La pareja estable –y el matrimonio- es sólo una de las

miles de posibilidades que tenemos de compartir la vida con quienes nos rodean y con

quienes amamos.

Solas sí, pero desoladas no. Poco a poco podemos construir nuestra propia elección

vida, dejando de depender de las demás personas para ser felices porque, contrario a lo

que nos hacen creer, ninguna persona nos acompañará toda la vida, más que nosotras

mismas. Recuerdo una entrañable frase feminista que se leía en un cartel callejero y que
decía “Yo soy la mujer de mi vida”. Comencemos, entonces, a llevarnos bien y a disfrutar

la compañía de nuestra única verdadera compañera de vida.

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