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del sur
Calixto López
Rosalía Rouco
(2016)
Don Abelardo Gutiérrez, dueño de una extensa finca en las inmediaciones del
Camagüey, que incluía una bien cuidada colonia de caña y algo de ganadería,
se dirigió a Idelfonso Castañeda, un guajiro de vuelta abajo que se dedicaba al
corte de caña durante la zafra como empleado suyo y le dijo:
─Óyeme Idelfonso: llevas más de diez años haciendo zafra aquí y durante ese
tiempo he notado que eres un hombre honrado y trabajador, yo me estoy
poniendo viejo y la finca se me esta haciendo grande, ¿por qué no vienes y te
estableces en mis tierras?, yo te daría lo suficiente para que montases un
rancho y de la siembra me das lo que tu puedas, más bien me interesa lo del
marabú, que se esta comiendo la finca y ahorita las vacas no van a poder ni
caminar. Tú haces carbón, después en la tumba realizas un par de cosechas,
vendes tu carbón y después el terreno limpio me queda como potrero para el
ganado, mientras tú tumbas otro monte.
─Me parece justo lo que me plantea Don Abelardo pero déjeme pensarlo unos
días, porque ahora con la calentura del sol tengo la cabeza hirviendo, de todas
formas queda caña para un par de semanas y así se lo puedo decir también a
mi mujer, que en eso de tomar decisiones es mucho mejor que yo.
─Sí, piénselo, porque aquí hay otros guajiros que lo tomarían con gusto, pero
en usted tengo mucha confianza, siempre ha venido con su morral a la espalda
sin pedir ni protestar nada, lo que se ve muy bien en estas tierras donde
abundan mucho los buenos peones para el ganado, pero para lo de la tierra
usted me parece mejor. Y es que además, la niña esta creciendo y en usted creo
que pueda confiar, por si un día falto como lo hizo su madre que en gloria esté.
Esa misma noche, alumbrado por una chismosa, Idelfonso escribió unos
garabatos a su mujer contándole el incidente y a la mañana siguiente caminó
dos kilómetros hasta la tienda del lugar para entregar la carta y esperar
respuesta mediante un telegrama.
Al concluir la zafra, Idelfonso dedicó unos días para construir un bohío que
cobijó en poco tiempo con ayuda de sus compañeros de corte de caña y fue a
buscar a su familia por la zona de vuelta abajo, mucho más allá de Jatibonico.
Lo segundo que hizo fue construir un par de ranchos “vara en tierra”, esto es,
dos pequeños recintos triangulares en que la cobija del techo se unía y
enterraba en la tierra por varas de gajos tomados del monte, que sorprendió a
Don Abelardo quien le pregunto:
─¿Por qué esos “vara en tierra”, antes de otras cosas?, a lo que Idelfonso
respondió:
El viejo no pudo más que reírse, pues vivía en una fuerte casa de campo de
mampostería cubierta de planchas de zinc rojas y se veía tan robusta como
para soportar todos los ciclones, tormentas y huracanes del Caribe; y en
verdad, hasta el momento, los que habían pasado nunca habían podido ni
siquiera levantar una tabla.
─Comience por donde usted guste, porque hay mucho marabú que tumbar,
aunque pensándolo bien, sería mejor empezar por el que está cerca del río para
darles mayor posibilidad a las reses de bajar a tomar agua.
Don Abelardo, por su parte, con la tierra que iba quedando libre, fue
ampliando el número de reses de manera que había comenzado a destinar unos
cientos de botellas de leche para la venta y a producir algunos quesos. Con lo
cual su economía mejoraba y ya no dependía tanto de la caña de azúcar.
Un día se sinceró con Idelfonso, aunque este no supo que aconsejarle, y lo que
sí logró el viejo fue el compromiso de que si él faltaba, el vuelta bajero velaría
por su hija.
Pocos días después en uno de los viajes que Don Abelardo daba al pueblo, el
caballo regresó solo y temiendo lo peor Idelfonso y los demás peones de la
finca salieron en su búsqueda encontrando su cuerpo como a media legua con
la cabeza sangrando sobre una piedra, muerto al parecer por la caída del
caballo, cosa que no se creía nadie en su finca porque el viejo era muy buen
jinete, pero en alusión a su avanzada edad y alguna influencia del Notario
sobre las autoridades del lugar, diagnosticaron muerte por accidente y la
justicia no actuó.
Así las cosas, el Notario y su hijo realizaron todas las diligencias relacionadas
con la muerte del terrateniente, ganándose con esto aun más la confianza de la
heredera que en pocos meses, tan pronto cumpliera un poco de luto, se casaría
con el abogado Estervino Echemendía.
Pero como en asuntos de amores nadie puede inmiscuirse, ella entendió que lo
que quería el vuelta bajero era aumentar su influencia sobre ella y dirigir los
asuntos de la finca, por lo que cometió el mayor error de su vida al
comunicárselo a Estervino, que desde ese momento comenzó a odiar el guajiro
y aunque disimuló todo los posible, lo había sentenciado, y espero
pacientemente a que pasara el año de luto casándose de inmediato con
Concepción Gutiérrez, heredera de una de las mejores fincas de las
inmediaciones del Camagüey.
A partir de ese momento el guajiro tendría que disponer para Estervino de una
gran parte de la cosecha, el marabú para tumbar era más maleza que monte
con lo que el carbón cada vez fue peor y la producción menor, aunque con
igual cantidad de terreno desbrozado. El salario por el corte de caña disminuyó
así como el de la limpia, y por último: soltó sus reses y otros animales cerca de
los cultivos de Idelfonso los que en poco tiempo destrozaron toda la siembra.
Una vez que salió del cuartel, libre pero con la condición de que tenia que
abandonar la finca cuanto antes y si es posible toda la comarca, Idelfonso se
dirigió a su rancho y comenzó los preparativos para irse tan pronto arreglara el
asunto de un carbón que le debían y vender los pocos animales que tenia y lo
que le quedaba de cosecha. Corría el mes de noviembre de 1932 y un fuerte
viento del sur comenzó a peinar la sabana y los árboles a ondear sus hojas no
mecidas ahora por la brisa, sino por el viento de un huracán que se acercaba.
─Que bueno que vino vuelta bajero, no quiere acercarse a ver si el ron le quita
el dolor de los golpes, porque esos muchachos de la rural pegan duro. Venga y
así nos ayuda a matar un cochino pues este tiempo lo que está bueno es para
eso, para tomar ron y comer masas de puerco frita y chicharrones. ─Dijo
Estervino burlándose del campesino.
─No vengo a eso señor, sino a decirle que viene un ciclón muy fuerte pues el
viento viene del sur y dudo que estos cines aguanten mucho, proteja el ganado
y si quiere un consejo véngase con nosotros pal rancho que le tengo un “vara
en tierra” preparado.
─Vaya, vaya, puede hablar con ella y si quiere pasar el vendaval con ustedes
mucho mejor, a ver si se la acaba de llevar el viento de una vez.
─El guajiro no contestó y fue para donde estaba Conchita que cortaba unos
trozos de queso para los hombres que jugaban al dominó.
─Óigame Doña: Poco antes de morir su padre él me pidió que velara por usted
y hasta ahora poco he podido hacer, se acerca un gran ciclón, puede olfatearse,
el viento bate con fuerza desde el sur y su casa no va a resistir, no está
preparada, el viento levantará los cines y los enviará lejos, por lo que su vida
peligra hoy mas que nunca, hágame caso.
Y por esa vez Concepción Gutiérrez hizo caso y salió corriendo con el guajiro
a todo lo que le daban los pies por el camino que recién se mojaba con los
primeros goterones.
Llegaron al bohío bajo un vendaval de agua e Idelfonso llevó lo que pudo para
los “vara en tierra”: en uno se guareció su mujer con Conchita y en el otro él
con sus muchachos.
Mientras tanto, en la finca del difunto Don Abelardo aquellos dos “vara en
tierra” resistieron estoicamente el violento y furioso huracán para salvar la
vida de su dueña, Concepción Gutiérrez, y del que a partir de entonces fue su
capataz y hombre de confianza: el humilde vuelta bajero Idelfonso Castañeda.
Aquel ciclón es uno de los más tristemente recordados: segó miles de vidas en
todo el Camagüey, destruyó pueblos, el mar se introdujo tierra adentro varios
kilómetros, una ciudad costera quedó totalmente sumergida por las aguas, y se
sigue recordando en Cuba como “el Ciclón del 32”. Y si usted tiene el valor y
quiere averiguar más sobre la magnitud de esta tragedia, hurgue en la historia,
o vaya a la ciudad de Santa Cruz del Sur, a ochenta kilómetros de Camagüey,
y se estremecerá ante el monumento a las más de cuatro mil víctimas que
perdieron la vida en esa localidad por efecto del huracán.
MANO NEGRA, MANO BLANCA
Varias veces me habían alertado del peligro del basculador y yo también había
notado los estrechos pasillos metálicos resbaladizos, incluso la baranda
metálica a medio desprender en la cual me apoyé en mi caída libre, pero en
tiempo de zafra las reparaciones son mínimas hasta el próximo “tiempo
muerto” y ni caso hicieron a las observaciones de un Ingeniero Químico recién
graduado, que merced a las altísimas notas obtenidas en un esfuerzo
sobrehumano por salir de la pobreza, había logrado esta pasantía,
posiblemente con puesto seguro, en uno de los turnos del Departamento de
Fabricación y con un sueldo más que decoroso en una de las industrias
azucareras norteamericanas más importantes del país.
Pero aquello era historia pasada, en ese momento mis pensamientos se dirigían
a mi madre, mis hermanos y la media novia que había logrado conquistar en el
Central, hija del Jefe de Laboratorio cubano-americano, en virtud de mis
favorables perspectivas profesionales, vocabulario prolífero y alguna que otra
virtud que nunca me di en analizar.
Pero ahora mis botas de cuero casi tocaban las afiladas hojas de acero de las
enormes y afiladas cuchillas sin que la bendita maquinaria se parara por
alguien que interrumpiera el proceso y por mi falta de voz, después de la caída
que impedía que emitiera grito o sonido alguno.
Cuando desperté me encontré en una cama del pequeño hospital del Ingenio,
rodeado por escasos amigos y mí media novia de flirteo, que con sus padres
había acudido a aquel recinto de cura. Afuera, y eso no lo supe hasta mucho
después, un negro grande mezcla de cubanos y jamaicanos, había permanecido
de pie en las puertas del recinto mientras recibía calladas y sordas gracias de
aquellos que comprendían que quien había salvado mi vida eran aquellas
grandes y callosas manos negras de un empleado suplente del basculador, pues
las muchas manos blancas brillaron por su ausencia en aquel triste y doloroso
trance.
Poco más de una semana tardó mi recuperación y aunque salí con algunos
dolores y moratones en el cuerpo, pude incorporarme de inmediato a mi
trabajo, como deseaban mis jefes, pues al parecer mis observaciones sobre el
rendimiento de las diferentes variedades de caña que se molían en zafra había
despertado el interés de mis superiores, para desechar las de menor
rendimiento, que en mayor o menor medida pudiesen afectar el proceso de
producción del Ingenio, cuyo único y principal fin en la zafra era moler la
menor cantidad posible de caña para producir el máximo de azúcar. No
obstante, tan pronto me explicaron lo ocurrido durante el accidente, pues aun
no había logrado superar aquel shock, salí disparado a buscar a mi salvador,
que encontré en el campo de caña, cortando las dulces gramíneas con una
mocha ancha y plana y que de inmediato exigí, aunque yo no era quién, su
incorporación a la plantilla de la fábrica, vaticinando todos los hechos
similares que pudiese ocurrir con otras personalidades, hasta con el
Administrador del Central o el mismísimo Director General de la Compañía,
al parecer miembro de la ilustre familia de los Rockefeller, al visitar el
Ingenio, para que tuviesen como protector a un alma negra de tal bondad y
valentía.
Pero en efecto, al margen de aquello, para Vicente aquello, sin lugar a dudas,
era una distinción especial, ejemplo para la raza de color de a lo que puede
llegar un negro cuando salva la vida de un blanco, en una sociedad
democrática dividida en razas, colores y nacionalidades.
Vicente era el hijo mayor y recorrió con apenas diez años cuanto cañaveral
había en la región, hasta que un día una locomotora se descarriló y él recorrió
a pie tres leguas para lograr auxilio, por lo que el maquinista dijo que
necesitaba un hombre como él en su tripulación y de esta manera fue su
llegada al Ingenio; luego de encontrar una morena de anchas caderas en su
camino y hacer el amor fuerte y sofocante en un cañaveral con sólo las hojas
cortantes de caña como colchón. Y así fue como un día de suplente por un
dolor de estómago de un operario de turno, fue a parar al área de molinos
donde vio aquel blanco de mal aspecto a punto de ser engüido por las cuchillas
del basculador, por lo que no dudó ni un instante en lanzarse como un bólido,
alargar su mano y salvar la vida de aquel blanquito de la capital, quien ahora
era su amigo.
De todas formas, la amistad siguió sin romperse, y un día Vicente muy alegre
me dijo que su mujer, o compañera de acuerdo a las costumbres de la época,
iba a parir y quería que yo fuese el padrino de la criatura, distinción que entre
blancos no se entendería como tal, pero sí entre aquellos negros, y en especial
para Vicente, porque me consideraba su verdadero hermano, que velaría por su
familia en caso de que él faltase.
Por falta de consejos no fue, mi ex aspirante a suegro me dijo que pese a todo
me apreciaba, y que lo que había ocurrido puede que fuesen locuras de
juventud y aún mi ex media novia me quería. Ella también trató de
convencerme, pues pensaba que no me había recuperado del accidente; de mis
aparentemente amigos que antes había ayudado en los exámenes de la
Universidad, de mi jefe americano, y hasta del propio Vicente y mis amigos
negros. Jamás, ningún empleado blanco del Central había cruzado la línea
divisoria de los barrios, salvo por motivos laborales, pero nunca con
propósitos sociales o de otro tipo y ahora yo me disponía a vestirme,
completamente de blanco de pies a cabeza, y dirigirme a una fiesta de negros,
en un barrio negro y en una población racista que no entendía de la igualdad
de razas y colores.
Ataviado con traje de dril cien, sombrero de jipijapa blanco y zapatos de dos
tonos, salí, sin apuro, y comencé a caminar lentamente por la calle desierta,
mientras unas puertas de curiosos se abrían y otras se cerraban. Primero pasé
por el lado de la casa de mi jefe, quien me observaba, balcón abierto y un
vaso de whisky irlandés, puede que Johnny Walker en su mano, me saludó:
─“happy day Ivanhoe” ─lo dijo en alusión al héroe de la novela de Walter
Scoot del mismo nombre. Tuve ganas de subir y darme un trago con él antes
de continuar y después decirle cuatro barbaridades en el mejor spain-inglés
posible, pero no valía la pena. Ya lo mío era a lo Julio Cesar “Alea Jacta Est”
(La suerte está echada), por lo que continué, luego de mirarlo, serio, estoico,
impasible.
Por último, bordeé el Ingenio imponente con sus tres altas chimeneas
vomitando humo gris hacia el cielo azul del mediodía; y antes de pisar la línea
del ferrocarril que dividía los dos barrios, miré hacia atrás, indeciso aún de lo
que debía hacer: sí era bueno o malo, pero sólo una imagen me hizo seguir
adelante: la de una mano negra, única entre muchas blancas que se extendió
hasta mí para salvarme la vida. Entonces, lleno de coraje pasé por encima de
los raíles, sin vacilar, hacia adelante y bauticé a mi ahijado negro, el único que
he bautizado en toda la vida.
Al otro día, en la mañana, silencioso y sin despedidas, subí al primer tren que
pasaba por allí, uno de segunda, que atravesaba las llanuras del Camagüey
haciendo mil paradas, y regresé a la capital de donde había venido, aunque no
había nacido allí. Poco tiempo después me empleé en otro Central con capital
nacional y con mal equipamiento, pésima maquinaria, bajo salario y ninguna
perspectiva, hasta que recibí un telegrama, corto, triste, escueto: “Vicente
Guzmán había muerto, engüído por las cuchillas del basculador, sin ninguna
mano blanca que lo auxiliara, pese a que había muchas observando la
dramática escena”
La sorpresa del empleado no era para menos, y estaba motivada por el hecho
de que no recordaba un acontecimiento de esta naturaleza en los muchos años
que llevaba trabajando en el correo, pues aquel pueblucho olvidado en las
vastas llanuras de la zona centro-oriental del país, al que solo de “municipio”
le quedaba el nombre, no recibía ni siquiera las visitas de los inspectores
provinciales, que no estaban dispuestos a atravesar llanuras fangosas y largos
terraplenes, o realizar un viaje sin fin por el ferrocarril, para llegar a aquello
que se daba en llamar pueblo, pero que de esto le quedaba bien poco..
Como buen empleado de correos del tiempo de antes, trató de cumplir con su
función de la mejor forma posible, pero se encontró con numerosos
obstáculos. Como era viernes pasado el mediodía, la oficina de educación ya
estaba cerrada, por lo que se dirigió a la casa del encargado de la entidad, que
hacia también las veces de director y maestro de la minúscula escuela
secundaria del lugar, pero no encontró a nadie. El susodicho funcionario se
encontraba de visita en casa de una docente de buenas piernas, anchas caderas,
andar contoneado y bonita cara, que laboraba con él en la junta en funciones
algo más que sospechosas, pero seguramente no de la rama educacional, sino
de otros artes ocultos y escondidos para las curiosas e indiscretas miradas
ajenas.
El local más que pizarra contaba con pencas de yagua perfectamente unidas y
pegadas a la pared y pintadas de verde, que de buena o mala gana aceptaba las
tizas o pedazos de yeso, cuando los recursos escaseaban, lo que era frecuente.
No había luz eléctrica y en una esquina estaba colocado un farol, que después
se supo se empleaba para alfabetizar a algunos hombres y mujeres adultos
cuando terminaba la zafra y el trabajo escaseaba.
Sin embargo, para sorpresa de todos, a las preguntas comprobatorias sobre las
disciplinas escolares realizadas por el Inspector, los niños contestaron acertada
y disciplinadamente mostrando una adecuada educación, como si llevaran
meses preparándose para una inspección.
El joven con cierta timidez, pues nunca había recibido visita alguna en la
escuela, pese a llevar ya algunos años trabajando, con tono respetuoso
explicó:
Entonces el joven vestido con ropa rústica como la de campo, miró por respeto
hacia el Director Municipal, al que no le quedó más remedio que asentir con
la cabeza, por lo que comenzó a hablar.
──En esencia, se cuenta, sobre todo por los más viejos, aunque deben quedar
pocos vivos de los que presenciaron los acontecimientos, que un día hace
muchísimos años llegó al pueblo para hacerse cargo de esta escuela un joven
recién graduado de la escuela normal, que fue recibido con honores por las
autoridades del municipio, en aquellos tiempos un pueblo próspero y con
mucha actividad. También participó en la despedida que le hicieron a su
antecesor con banda municipal incluida y con recomendaciones para todas las
autoridades provinciales por su buen trabajo.
“El nuevo maestro, sin embargo, observó que en la despedida no había ningún
campesino, ni alumnos de la escuela, solo miembros relevantes de las
llamadas clases vivas del pueblo, por lo que preguntó por esto a las
autoridades locales, que le contestaron con evasivas, o que en esencia había
personas que no les interesaba mucho la educación, y que los campesinos y
trabajadores seguramente se encontraban en esos momentos laborando, y las
mujeres atareadas con las labores del hogar”.
“Después, el maestro fue alojado en una especie de hotel fonda del pueblo, y
con crédito abierto en todos los comercios de la localidad. A continuación, los
días posteriores, tuvo que participar en muchas y variadas actividades
sociales, festivas y llenas de distracción en una localidad donde al parecer,
para esto, el dinero no faltaba. Pasado aquello comenzó al fin a dar clases, tan
pronto pudo quitarse de encima a las autoridades locales que le tenían
preparadas aun más actividades de bienvenida, a la mayoría de las cuales puso
excusas para no asistir”.
“Preocupado por aquel niño lo siguió un día al finalizar las clases y al llegar a
su casa, algo distante de la escuela, se encontró con un espectáculo sumamente
triste. Allí, tirada sobre un sucio camastro desprovisto de sabanas, se
encontraba una mujer tísica y delgada hasta los huesos mal alimentando con
sus pechos vacíos a una niña tan flaca y desnutrida como ella. En aquel recinto
lo único que había para alimentarse ese día eran unos boniatos (batatas)
hervidos en un caldero con varias capaz de tizne, sobre un improvisado fogón
de piedras cuyo fuego era alimentado por leña, que desprendía un humo
blanco grisáceo que irritaba y cegaba los ojos.”
“Se logró que las familias mejoraran sus finanzas absteniéndose del consumo
de alcohol, las peleas de gallos, entre otras, y aprovechando los recursos de la
tierra con técnicas rudimentarias, pero eficaces de conservación y
procesamiento de los productos del agro muchas veces de forma cooperativa y
colectivista.”
“Tan solo tres años duró todo aquello, antes que las autoridades del pueblo
lograran al fin el traslado obligatorio del maestro para una localidad lejana,
gracias al soborno, la mentira y la injuria ante las autoridades provinciales.”
“Nunca más se volvió a saber nada ni ver a aquel maestro por el pueblo, ni por
las zonas aledañas, seguro ya debe estar muerto, pero quedó el recuerdo de su
labor ejemplar que se cuenta día a día como una leyenda: “la leyenda del
Buenmaestro”.
Por último, el inspector levantó la cabeza, miró alrededor los rostros de los allí
presentes con el mosaico de vestimentas, entre las nuevas y lustrosas de los
visitantes y las toscas, viejas y descoloridas de los niños y el maestro, y
preguntó a éste:
──¿Y usted cree qué tiene algo de veracidad esta historia o leyenda?
──No le parece a usted ¿qué pueden faltar muchos más hechos realizados por
el maestro y aquellos niños y campesinos, incluso que corroboran y hacen aún
más veraz la leyenda? ──preguntó el viejo Inspector.
──Y si yo les dijera que sí, que sólo lo que usted nos ha contado es una
pequeña parte de lo que hizo este maestro y de lo que ocurrió en aquellos
tiempos. ─Intervino de nuevo el Inspector.
Aquello fue la gota que colmó el vaso y el Director de la Junta Municipal, esta
vez envalentonado y pensando que tendría la aprobación de los presentes por
la indecisión del maestro y la falta de testigos vivientes, salió cómo serpiente
de su cubil y expresó con voz alta y engolada:
──Me parece imposible, era un simple ser humano sin recursos y fue muy
poco el tiempo. Pero con el debido respeto ¿qué pruebas tiene usted para
afirmar eso? ── enfatizando la pregunta y mirando fijamente al viejo
inspector que de inmediato le devolvió la mirada, se puso en pie, caminó hacia
el centro del local, paseó la mirada sobre todos hasta depositarla finalmente
sobre el Director y dijo lacónicamente:
──Tengo una sola prueba que mostrar, pero más que suficiente, verás,
aplastante e incuestionable, porque yo soy al que llamaban el “Buenmaestro”.
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