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Vientos

del sur
Calixto López
Rosalía Rouco
(2016)

I.-Vientos del sur


Don Abelardo Gutiérrez, dueño de una extensa finca en las inmediaciones del
Camagüey, que incluía una bien cuidada colonia de caña y algo de ganadería,
se dirigió a Idelfonso Castañeda, un guajiro de vuelta abajo que se dedicaba al
corte de caña durante la zafra como empleado suyo y le dijo:

─Óyeme Idelfonso: llevas más de diez años haciendo zafra aquí y durante ese
tiempo he notado que eres un hombre honrado y trabajador, yo me estoy
poniendo viejo y la finca se me esta haciendo grande, ¿por qué no vienes y te
estableces en mis tierras?, yo te daría lo suficiente para que montases un
rancho y de la siembra me das lo que tu puedas, más bien me interesa lo del
marabú, que se esta comiendo la finca y ahorita las vacas no van a poder ni
caminar. Tú haces carbón, después en la tumba realizas un par de cosechas,
vendes tu carbón y después el terreno limpio me queda como potrero para el
ganado, mientras tú tumbas otro monte.

El guajiro se quitó el sombrero, clavó el machete en el suelo y se rascó la


cabeza, le parecía muy justo lo que le planteaba Abelardo y así no tendría que
desplazarse zafra tras zafra desde su vuelta abajo, dejando la familia sola
mientras tanto: mujer y dos muchachos.

─Me parece justo lo que me plantea Don Abelardo pero déjeme pensarlo unos
días, porque ahora con la calentura del sol tengo la cabeza hirviendo, de todas
formas queda caña para un par de semanas y así se lo puedo decir también a
mi mujer, que en eso de tomar decisiones es mucho mejor que yo.

─Sí, piénselo, porque aquí hay otros guajiros que lo tomarían con gusto, pero
en usted tengo mucha confianza, siempre ha venido con su morral a la espalda
sin pedir ni protestar nada, lo que se ve muy bien en estas tierras donde
abundan mucho los buenos peones para el ganado, pero para lo de la tierra
usted me parece mejor. Y es que además, la niña esta creciendo y en usted creo
que pueda confiar, por si un día falto como lo hizo su madre que en gloria esté.

─Gracias Don Abelardo, le aseguro que lo pensaré con seriedad.


Esa misma noche, alumbrado por una chismosa, Idelfonso escribió unos
garabatos a su mujer contándole el incidente y a la mañana siguiente caminó
dos kilómetros hasta la tienda del lugar para entregar la carta y esperar
respuesta mediante un telegrama.

A la semana siguiente recibió un telegrama de su mujer en la misma tienda,


donde le decía que le parecía bien y si él lo entendía vendería los animalitos
que estaban criando y prepararía el viaje para cuando él terminara la zafra.

Al concluir la zafra, Idelfonso dedicó unos días para construir un bohío que
cobijó en poco tiempo con ayuda de sus compañeros de corte de caña y fue a
buscar a su familia por la zona de vuelta abajo, mucho más allá de Jatibonico.

Nada más regresar, compró lo necesario para el sustento de la familia, rompió


un pedazo de sabana alrededor del bohío para sembrar lo básico y necesario
para un campesino con viandas de ciclo corto: boniato, yuca, calabaza, maíz y
plátano, entre otras.

Lo segundo que hizo fue construir un par de ranchos “vara en tierra”, esto es,
dos pequeños recintos triangulares en que la cobija del techo se unía y
enterraba en la tierra por varas de gajos tomados del monte, que sorprendió a
Don Abelardo quien le pregunto:

─¿Por qué esos “vara en tierra”, antes de otras cosas?, a lo que Idelfonso
respondió:

─El viento en la sabana es muy traicionero Don Abelardo y más si en algún


momento viene del sur en que peinaría muchas leguas en un momento. Si
viene un ciclón uno de estos ”vara en tierra” es para nosotros y el otro para
usted y su hija.

El viejo no pudo más que reírse, pues vivía en una fuerte casa de campo de
mampostería cubierta de planchas de zinc rojas y se veía tan robusta como
para soportar todos los ciclones, tormentas y huracanes del Caribe; y en
verdad, hasta el momento, los que habían pasado nunca habían podido ni
siquiera levantar una tabla.

─Bueno ─como en broma─, se te agradece, pero me parece que no lo voy a


necesitar, de todas formas nunca esta demás tener seguridad en estos montes.
¿Y cuando comenzamos con el marabú?

─Si le parece, mañana en la mañana usted me puede indicar que quiere


desmontar.

─Comience por donde usted guste, porque hay mucho marabú que tumbar,
aunque pensándolo bien, sería mejor empezar por el que está cerca del río para
darles mayor posibilidad a las reses de bajar a tomar agua.

─Pues mañana mismo comienzo Don Abelardo.


Y así comenzó el fuerte trabajo de Idelfonso Castañeda, solo con su hacha y su


largo machete Collins, y en menos de quince días ya estaba el primer horno
de unos siete sacas de carbón y después fueron muchos más, mientras tanto,
alrededor del bohío su mujer sembró aguacates, mangos, limones, guayabas,
anones y otros árboles frutales, que en breve con el clima tropical, crecieron y
los de producción más temprana comenzaron a dar sus frutos, también un
pequeño jardín que bordeaba el bohío con rosas, claveles, azucenas y otras
flores. No faltó tampoco el tilo, el apazote, la albahaca y la hierbabuena para
curar enfermedades, así como el cilantro y el orégano francés de grandes y
robustas hojas para mejorar el sabor de las comidas.

Con la venta del carbón y lo que producía el conuco, la familia se fue


sustentando durante aquellos años, de manera que ya tenían una buena cría de
gallinas y cerdos, a mas de un caballo y un carretón para trasladar el carbón a
la localidad cercana.

Don Abelardo, por su parte, con la tierra que iba quedando libre, fue
ampliando el número de reses de manera que había comenzado a destinar unos
cientos de botellas de leche para la venta y a producir algunos quesos. Con lo
cual su economía mejoraba y ya no dependía tanto de la caña de azúcar.

El bienestar del terrateniente se afianzaba, lo que llamó la atención del Notario


Echemendía cuyo hijo regresaba de la capital de estudiar para abogado, pero
que según las malas o buenas lenguas del lugar, la mayor parte de las
asignaturas habían sido compradas, pues lo que más había hecho era dilapidar
el dinero que le enviaban para los estudios.

Apremiado por las anteriores circunstancias su padre optó por no dejarlo en la


capital, como pensaba al principio, pues esto sería su ruina dado el elevado
tren de vida y disipación que llevaba el joven, por lo que sería mejor traerlo de
vuelta al pueblo y casarlo con la hija de algún terrateniente para que tuviese
un futuro garantizado.

Así que un día, el Notario en compañía de su hijo: Estervino, se dirigió a la


finca de Don Abelardo para negociar el matrimonio de éste con Concepción, o
Conchita, que era como llamaban a la joven hija del terrateniente, toda una
beldad en aquellos lugares.

Se presentaron con buenos modales y lindas palabras que embobecieron a la


joven, aunque el viejo desconfiaba como buen guajiro de campo, pues algo
había oído de la actuación del joven en la capital y él hubiese preferido un
guajiro trabajador y honrado, aunque menos instruido. Pero como la joven
mostraba inclinación hacia el abogaducho, no le quedó más remedio que
aceptar, aunque prorrogó el tiempo de la relación al máximo para ver como
pintaba el asunto.

Un día se sinceró con Idelfonso, aunque este no supo que aconsejarle, y lo que
sí logró el viejo fue el compromiso de que si él faltaba, el vuelta bajero velaría
por su hija.

La desconfianza de Don Abelardo iba en aumento, al notar que muchas veces


el joven llegaba a visitar a su hija con unos tragos de más y cada vez mostraba
menos respeto hacia él. Con esta preocupación le escribió a un primo suyo que
tenía fincas por la Habana para ver si averiguaba algo del abogaducho, aunque
ya no era muy necesario pues este comenzaba a hacer sus trastadas por el
pueblo, pese a los constantes requerimientos de su padre.

Una vez corroborados los rumores de la capital y comprobando el viejo que el


muy truhán estaba cortejando a varias muchachas de la zona al mismo tiempo,
lo llamó a conversar una tarde en el camino real que iba para su finca y lo
expulsó de sus tierras prohibiéndole que volviera por allí con amenaza de darle
con el plan de machete. De esto no dijo nada a su hija esperando el momento
propicio, pero si al guajiro Idelfonso, para que estuviera al tanto.

Pocos días después en uno de los viajes que Don Abelardo daba al pueblo, el
caballo regresó solo y temiendo lo peor Idelfonso y los demás peones de la
finca salieron en su búsqueda encontrando su cuerpo como a media legua con
la cabeza sangrando sobre una piedra, muerto al parecer por la caída del
caballo, cosa que no se creía nadie en su finca porque el viejo era muy buen
jinete, pero en alusión a su avanzada edad y alguna influencia del Notario
sobre las autoridades del lugar, diagnosticaron muerte por accidente y la
justicia no actuó.

Así las cosas, el Notario y su hijo realizaron todas las diligencias relacionadas
con la muerte del terrateniente, ganándose con esto aun más la confianza de la
heredera que en pocos meses, tan pronto cumpliera un poco de luto, se casaría
con el abogado Estervino Echemendía.

Pronto Idelfonso llamó a la joven para comunicarle la última conversación que


había sostenido con su padre y que él sospechaba que su muerte no era casual,
y que más bien a Don Abelardo lo habían matado y el autor era la misma
persona que ahora quería casarse con ella.

Pero como en asuntos de amores nadie puede inmiscuirse, ella entendió que lo
que quería el vuelta bajero era aumentar su influencia sobre ella y dirigir los
asuntos de la finca, por lo que cometió el mayor error de su vida al
comunicárselo a Estervino, que desde ese momento comenzó a odiar el guajiro
y aunque disimuló todo los posible, lo había sentenciado, y espero
pacientemente a que pasara el año de luto casándose de inmediato con
Concepción Gutiérrez, heredera de una de las mejores fincas de las
inmediaciones del Camagüey.

Poco después de la boda, Estervino y su padre comenzaron a falsear las


escrituras de manera que prácticamente todas las propiedades de la joven
pasaron a ser compartidas con su marido, que comenzó a despreocuparse
completamente de la finca, puso al frente un capataz de su confianza y de su
misma estirpe y cambió las normas del convenio establecido mediante palabra
entre Idelfonso y el difunto Don Abelardo.

A partir de ese momento el guajiro tendría que disponer para Estervino de una
gran parte de la cosecha, el marabú para tumbar era más maleza que monte
con lo que el carbón cada vez fue peor y la producción menor, aunque con
igual cantidad de terreno desbrozado. El salario por el corte de caña disminuyó
así como el de la limpia, y por último: soltó sus reses y otros animales cerca de
los cultivos de Idelfonso los que en poco tiempo destrozaron toda la siembra.

A la vez, la situación de Conchita era aun peor, su marido siempre llegaba


borracho y a deshoras, y ante cualquier insinuación le pegaba, de manera que
para la joven aquello comenzó a ser un infierno. Además, casi no mantenían
relaciones pues este andaba al mismo tiempo con otras mujeres del pueblo. Un
día reconoció ante el vuelta bajero la situación que vivía y éste esperó una
noche a Estervino cerca de la entrada de la finca para tratar el asunto, y como
el abogado se puso zoquete le dio dos pescozones y le quitó el enorme calibre
45 que llevaba al cinto.

Al día siguiente Idelfonso le entregó el revolver a Concepción mientras una


pareja de la guardia rural lo esperaba para llevarlo al cuartel donde lo tuvieron
varios días preso dándole golpes cada vez que despertaba, o estaba en
condiciones de recibirlos. Mientras tanto, Conchita no había podido hacer
nada, pues el muy canalla del abogado argüía que aquello había sido porque el
guajiro se estaba robando las reses.

Una vez que salió del cuartel, libre pero con la condición de que tenia que
abandonar la finca cuanto antes y si es posible toda la comarca, Idelfonso se
dirigió a su rancho y comenzó los preparativos para irse tan pronto arreglara el
asunto de un carbón que le debían y vender los pocos animales que tenia y lo
que le quedaba de cosecha. Corría el mes de noviembre de 1932 y un fuerte
viento del sur comenzó a peinar la sabana y los árboles a ondear sus hojas no
mecidas ahora por la brisa, sino por el viento de un huracán que se acercaba.

Al sentir el fuerte viento al que ya no se resistían las hojas de las matas de


plátano y los gajos de los árboles hacían como para partirse, Idelfonso acudió
con toda rapidez a la señorial casa del difunto Don Abelardo, allí se encontró a
Estervino tomando ron y jugando dominó con su capataz y dos empleados.

─Que bueno que vino vuelta bajero, no quiere acercarse a ver si el ron le quita
el dolor de los golpes, porque esos muchachos de la rural pegan duro. Venga y
así nos ayuda a matar un cochino pues este tiempo lo que está bueno es para
eso, para tomar ron y comer masas de puerco frita y chicharrones. ─Dijo
Estervino burlándose del campesino.

─No vengo a eso señor, sino a decirle que viene un ciclón muy fuerte pues el
viento viene del sur y dudo que estos cines aguanten mucho, proteja el ganado
y si quiere un consejo véngase con nosotros pal rancho que le tengo un “vara
en tierra” preparado.

─Mira el guajiro comemierda y equivocao este, métase su “vara en tierra” por


donde le quepa y si quiere llévese a Conchita, sin ella estamos mejor aquí, ¿no
es verdad? ─y los empleados asintieron para no contradecir a su patrón.

─Vaya, vaya, puede hablar con ella y si quiere pasar el vendaval con ustedes
mucho mejor, a ver si se la acaba de llevar el viento de una vez.

─El guajiro no contestó y fue para donde estaba Conchita que cortaba unos
trozos de queso para los hombres que jugaban al dominó.

─Óigame Doña: Poco antes de morir su padre él me pidió que velara por usted
y hasta ahora poco he podido hacer, se acerca un gran ciclón, puede olfatearse,
el viento bate con fuerza desde el sur y su casa no va a resistir, no está
preparada, el viento levantará los cines y los enviará lejos, por lo que su vida
peligra hoy mas que nunca, hágame caso.

Y por esa vez Concepción Gutiérrez hizo caso y salió corriendo con el guajiro
a todo lo que le daban los pies por el camino que recién se mojaba con los
primeros goterones.

Llegaron al bohío bajo un vendaval de agua e Idelfonso llevó lo que pudo para
los “vara en tierra”: en uno se guareció su mujer con Conchita y en el otro él
con sus muchachos.

En pocas horas fuertes aguaceros comenzaron a sucederse


ininterrumpidamente, mientras el viento comenzó a arreciar. Después el cielo
se hizo muy oscuro y la fuerza del viento fue descomunal, tumbó palmas,
arrancó de raíz muchos árboles, incluyendo las matas del corpulento
tamarindo, de plátanos no quedó nada, y las reses asustadas saltaron las cercas
y algunas fueron engüidas por la corriente del río, hecho casi un mar y con un
gran caudal de agua.

En poco tiempo el bohío de Idelfonso perdió todo el caballete, mientras los


“vara en tierra” resistían estoicos el furioso vendaval, los cujes se arqueaban
y amenazaban con romperse, pero eran flexibles, no se rompían y permanecían
sujetos por más de una vara a la tierra. Resistieron mientras el furor del
huracán aumentaba superando todos los límites inimaginables.

En la casa de Conchita la situación se hizo desesperada, en breve el viento


entró por las rendijas y levantó las planchas de zinc que comenzaron a
desprenderse y volar en todas direcciones, cortando como una cuchilla lo que
hallaban a su paso. Los hombres asustados trataron de escapar
apresuradamente y las fichas de dominó rodaron por el suelo ─¿dónde van
cobardes? ─ gritaba Estervino inconsciente por el alcohol y no conocedor de
la gravedad de la situación.

Al final, se irguió y trató de salir de la casa por miedo al derrumbe, fuera el


viento lo zarandeaba, no sabia para donde ir, recordó entre pensamientos
borrosos la conversación con el campesino; pero era demasiado tarde, una
plancha de zinc disparada por el viento le arranco la cabeza de cuajo a cuajo,
que cayó a varios metros de distancia y aun separada del cuerpo gesticulaba,
chorreando sangre al igual que el resto del cuerpo decapitado.

Mientras tanto, en la finca del difunto Don Abelardo aquellos dos “vara en
tierra” resistieron estoicamente el violento y furioso huracán para salvar la
vida de su dueña, Concepción Gutiérrez, y del que a partir de entonces fue su
capataz y hombre de confianza: el humilde vuelta bajero Idelfonso Castañeda.


Aquel ciclón es uno de los más tristemente recordados: segó miles de vidas en
todo el Camagüey, destruyó pueblos, el mar se introdujo tierra adentro varios
kilómetros, una ciudad costera quedó totalmente sumergida por las aguas, y se
sigue recordando en Cuba como “el Ciclón del 32”. Y si usted tiene el valor y
quiere averiguar más sobre la magnitud de esta tragedia, hurgue en la historia,
o vaya a la ciudad de Santa Cruz del Sur, a ochenta kilómetros de Camagüey,
y se estremecerá ante el monumento a las más de cuatro mil víctimas que
perdieron la vida en esa localidad por efecto del huracán.



MANO NEGRA, MANO BLANCA

Resbalé y caí precipitadamente al fondo de la estera del basculador, varios


metros por debajo de la superficie. La estera metálica, mientras tanto, siguió
moviéndose arrastrándome junto a las cañas hacia las cuchillas afiladas que se
movían a gran velocidad, cortando la caña de azúcar en pequeños trozos y
listas para hacer lo mismo con mi cuerpo tan pronto tocara las hojas metálicas
cortantes.

Pese al dolor de la caída y las cañas medio incrustadas en el cuerpo, mi


pensamiento fue el de que prontamente sería cortado junto a las cañas de
azúcar y mi breve vida habría terminado.

Varias veces me habían alertado del peligro del basculador y yo también había
notado los estrechos pasillos metálicos resbaladizos, incluso la baranda
metálica a medio desprender en la cual me apoyé en mi caída libre, pero en
tiempo de zafra las reparaciones son mínimas hasta el próximo “tiempo
muerto” y ni caso hicieron a las observaciones de un Ingeniero Químico recién
graduado, que merced a las altísimas notas obtenidas en un esfuerzo
sobrehumano por salir de la pobreza, había logrado esta pasantía,
posiblemente con puesto seguro, en uno de los turnos del Departamento de
Fabricación y con un sueldo más que decoroso en una de las industrias
azucareras norteamericanas más importantes del país.

Pero aquello era historia pasada, en ese momento mis pensamientos se dirigían
a mi madre, mis hermanos y la media novia que había logrado conquistar en el
Central, hija del Jefe de Laboratorio cubano-americano, en virtud de mis
favorables perspectivas profesionales, vocabulario prolífero y alguna que otra
virtud que nunca me di en analizar.

Pero ahora mis botas de cuero casi tocaban las afiladas hojas de acero de las
enormes y afiladas cuchillas sin que la bendita maquinaria se parara por
alguien que interrumpiera el proceso y por mi falta de voz, después de la caída
que impedía que emitiera grito o sonido alguno.

La muerte parecía inminente, cuestión de segundos, pero en un último intento,


haciendo un esfuerzo sobrehumano, alargué mi mano esperando un milagro,
que en efecto ocurrió, cuando noté algo negro, un garfio, una mano que me
agarró con una fuerza descomunal y me alzó como un pequeño pez de río,
alejándome con suma precaución de las mortíferas hojas metálicas que como
guillotinas de la Revolución Francesa rasgaban la vida de cuanto animal corría
la triste suerte de las cañas, en su andar por el basculador del Central, fuesen
ratones, majaes, pequeños jubos, arañas, o insectos, que morían divididos por
las cuchillas o triturados por las desmenuzadoras, para después ser aplastados
por las pesadas masas de los molinos para unir su jugo al verde oscuro del
guarapo. Fueron momentos horribles los que pasé y de los que nunca quisiera
acordarme.

Cuando desperté me encontré en una cama del pequeño hospital del Ingenio,
rodeado por escasos amigos y mí media novia de flirteo, que con sus padres
había acudido a aquel recinto de cura. Afuera, y eso no lo supe hasta mucho
después, un negro grande mezcla de cubanos y jamaicanos, había permanecido
de pie en las puertas del recinto mientras recibía calladas y sordas gracias de
aquellos que comprendían que quien había salvado mi vida eran aquellas
grandes y callosas manos negras de un empleado suplente del basculador, pues
las muchas manos blancas brillaron por su ausencia en aquel triste y doloroso
trance.

Poco más de una semana tardó mi recuperación y aunque salí con algunos
dolores y moratones en el cuerpo, pude incorporarme de inmediato a mi
trabajo, como deseaban mis jefes, pues al parecer mis observaciones sobre el
rendimiento de las diferentes variedades de caña que se molían en zafra había
despertado el interés de mis superiores, para desechar las de menor
rendimiento, que en mayor o menor medida pudiesen afectar el proceso de
producción del Ingenio, cuyo único y principal fin en la zafra era moler la
menor cantidad posible de caña para producir el máximo de azúcar. No
obstante, tan pronto me explicaron lo ocurrido durante el accidente, pues aun
no había logrado superar aquel shock, salí disparado a buscar a mi salvador,
que encontré en el campo de caña, cortando las dulces gramíneas con una
mocha ancha y plana y que de inmediato exigí, aunque yo no era quién, su
incorporación a la plantilla de la fábrica, vaticinando todos los hechos
similares que pudiese ocurrir con otras personalidades, hasta con el
Administrador del Central o el mismísimo Director General de la Compañía,
al parecer miembro de la ilustre familia de los Rockefeller, al visitar el
Ingenio, para que tuviesen como protector a un alma negra de tal bondad y
valentía.

En efecto, Vicente Guzmán Wilson, de padre cubano y madre jamaicana,


tendría el privilegio de ser uno de los pocos empleados negros del Ingenio, con
todos sus beneficios y pagas aseguradas, salvo los relacionados en el orden
social; al no poder pertenecer al club exclusivo para blancos, sentarse en el
lado derecho del cine, parte destinada a éstos y en general, deambular sin
motivo por el barrio o división, exclusiva para norteamericanos y
profesionales cubanos empleados, y mucho menos lanzarse a la piscina de
aguas claras y azuladas del club del Ingenio, así como otras normativas claras
y expositoras de lo que es una verdadera sociedad dividida en clases.

Y verdaderamente la sociedad y el batey del ingenio estaban perfectamente


diferenciados. El barrio de los empleados negros de la industria estaba hacia el
sur dividido por la línea del ferrocarril por donde transitaban los trenes de caña
y hacia donde se dirigía generalmente el viento del norte, para que las ropas
recién lavadas y colgadas en tendederas de alambres, recibieran el bautizo del
bagacillo negro, recién quemado en las calderas y marcara con puntadas las
ropas de disímiles colores.

Pero en efecto, al margen de aquello, para Vicente aquello, sin lugar a dudas,
era una distinción especial, ejemplo para la raza de color de a lo que puede
llegar un negro cuando salva la vida de un blanco, en una sociedad
democrática dividida en razas, colores y nacionalidades.

Para mis aparentemente amigos, el hecho de mi salvación no tenía ninguna


trascendencia y cuanto antes lo olvidara sería mejor, incluso para mi media
novia de besitos lejanos de piquitos, que evitaba por su educación y prejuicios
aludir, o dar trascendencia a un tema tan importante para mí: que entre tantas
manos blancas sólo una mano negra hubiese salvado mi vida

De manera que me convertí en amigo de aquel negro noble y fuerte como un


roble y escuché sus historias y lamentos, el viaje de su madre niña desde
Jamaica hasta Cuba y el esfuerzo de sus padres, orgullosos jamaicanos, para
sacarla adelante, darle cierta educación, y más que eso, alimentos en medio
de los extensos cañaverales sin fronteras, donde la vista se perdía en el infinito
entre cantos tristes y añoranzas. Luego, su padre de palabra fácil, porte
elegante y aprendiz de dirigente obrero que pagó su novatada en el primer
enfrentamiento con la guardia rural en un lance innecesario, con pocas
posibilidades o ninguna de triunfo, del que salió con cuatro costillas partidas,
doblado para siempre por la columna rota, y sin recursos para mantener a sus
tres hijos cubano-jamaicanos.

Vicente era el hijo mayor y recorrió con apenas diez años cuanto cañaveral
había en la región, hasta que un día una locomotora se descarriló y él recorrió
a pie tres leguas para lograr auxilio, por lo que el maquinista dijo que
necesitaba un hombre como él en su tripulación y de esta manera fue su
llegada al Ingenio; luego de encontrar una morena de anchas caderas en su
camino y hacer el amor fuerte y sofocante en un cañaveral con sólo las hojas
cortantes de caña como colchón. Y así fue como un día de suplente por un
dolor de estómago de un operario de turno, fue a parar al área de molinos
donde vio aquel blanco de mal aspecto a punto de ser engüido por las cuchillas
del basculador, por lo que no dudó ni un instante en lanzarse como un bólido,
alargar su mano y salvar la vida de aquel blanquito de la capital, quien ahora
era su amigo.

A partir de entonces Vicente y yo fuimos como hermanos, me enseñó lo que


sabía de la vida, lo que era una mujer en el momento de placer con un hombre,
lo que valen los amigos, la importancia de la amistad y muchas cosas más.
Pero como yo era el de mayores recursos y siempre pagaba la cuenta,
comenzaron los entredichos de que el negro se aprovechaba, de que no era
para tanto lo que había hecho por mí, y como me ausentaba a veces en mis
visitas programadas de jueves y domingo a mi media novia, no de forma
voluntaria, sino por sentirme mal por cuatro aguardientes de más con Vicente
y sus amigos negros del lugar, su padre me llamó a capítulo, y tuve que mal
ceder y abandonar momentáneamente las relaciones con aquellos negrazos
buenos que me tenían como hijo, hermano, amigo y mascota.

De todas formas, la amistad siguió sin romperse, y un día Vicente muy alegre
me dijo que su mujer, o compañera de acuerdo a las costumbres de la época,
iba a parir y quería que yo fuese el padrino de la criatura, distinción que entre
blancos no se entendería como tal, pero sí entre aquellos negros, y en especial
para Vicente, porque me consideraba su verdadero hermano, que velaría por su
familia en caso de que él faltase.

En principio aquello me llenó de alegría: pensar que tendría como ahijado al


primer hijo de mi amigo con su cabezota de pelo crespo, un negrito de ojos
saltones y sonrisa alegre. Esto superó todas mis expectativas, pero estaba
ajeno a las desigualdades sociales y raciales que constantemente violaba. Ya
me había saltado las reglas varias veces, como la de la división del cine, y
campeaba a mi respeto entre las sillas de blancos, negros y mulatos; sí,
violando una división histórica del local establecida por los americanos del sur
propietarios del Central, que interpretaban que un negro era algo así como el
hermano mayor de un chimpancé sin acabar de pasar el curso de ser humano.
Por tales motivos mi aspirante a suegro me había largado de su casa y
prohibido mis visitas; aunque al parecer yo le habría dado un beso o buen
apretón a su hija que veía aún en mí al hombre de sus sueños y que
aparentemente lloraba desconsolada por mi ausencia.

El Jefe de Fabricación, un americano del noroeste, progresista hasta ciertos


límites, había aplaudido en principio mis actos, hasta que llevé a mis amigos
de piel oscura a bañarse en la piscina, un día que habíamos derrotado al fuerte
equipo del Ingenio rival en un buen partido de baseball; pero en esa ocasión
sobrepasé todos los límites y bajo el efecto del alcohol, nos lanzamos todos los
peloteros, blancos y negros a la piscina del exclusivo Club para pasmar
aquella borrachera cuyas consecuencias sufrí al día siguiente con cuatro
aspirinas en mi cabeza al oír las más duras palabras en español y en inglés del
Director de la Fábrica que me decía que: “era la última y primera vez que esto
ocurriría y que de no ser así me pondría en el mismo asiento del tren desde el
que había accedido al Ingenio y que le importaban tres pepinos”, no sé cómo
lo pronunció en ingles, “mis apreciaciones sobre el rendimiento de la caña
pues que al final los Ingenios estaban para entrar caña y sacar azúcar
exclusivamente”.

Sin embargo, me faltaba el último acto, el final, el domingo siguiente era el


bautizo del hijo de Vicente y yo era el padrino, y era en el barrio negro, del
otro lado de la línea, donde la tierra colorada en suspensión patrulla
constantemente el aire bajo el calor sofocante del trópico y donde yo debía
asistir, pasando aquella línea divisoria entre lo negro y lo blanco.

Por falta de consejos no fue, mi ex aspirante a suegro me dijo que pese a todo
me apreciaba, y que lo que había ocurrido puede que fuesen locuras de
juventud y aún mi ex media novia me quería. Ella también trató de
convencerme, pues pensaba que no me había recuperado del accidente; de mis
aparentemente amigos que antes había ayudado en los exámenes de la
Universidad, de mi jefe americano, y hasta del propio Vicente y mis amigos
negros. Jamás, ningún empleado blanco del Central había cruzado la línea
divisoria de los barrios, salvo por motivos laborales, pero nunca con
propósitos sociales o de otro tipo y ahora yo me disponía a vestirme,
completamente de blanco de pies a cabeza, y dirigirme a una fiesta de negros,
en un barrio negro y en una población racista que no entendía de la igualdad
de razas y colores.

Ataviado con traje de dril cien, sombrero de jipijapa blanco y zapatos de dos
tonos, salí, sin apuro, y comencé a caminar lentamente por la calle desierta,
mientras unas puertas de curiosos se abrían y otras se cerraban. Primero pasé
por el lado de la casa de mi jefe, quien me observaba, balcón abierto y un
vaso de whisky irlandés, puede que Johnny Walker en su mano, me saludó:
─“happy day Ivanhoe” ─lo dijo en alusión al héroe de la novela de Walter
Scoot del mismo nombre. Tuve ganas de subir y darme un trago con él antes
de continuar y después decirle cuatro barbaridades en el mejor spain-inglés
posible, pero no valía la pena. Ya lo mío era a lo Julio Cesar “Alea Jacta Est”
(La suerte está echada), por lo que continué, luego de mirarlo, serio, estoico,
impasible.

Al pasar por la casa de mi antiguo posible suegro, puerta principal entreabierta


y él con gestos de resignación, y la ventana de la antigua novia cerrada, por
ella o por su madre. Seguí caminando lentamente, aunque viré la cabeza
pensando ilusamente que se asomaría y siquiera me diera un sencillo adiós,
pero no fue así. Y así seguí hasta abandonar el barrio de los privilegiados,
luego de atravesar la ancha avenida Central rodeada de curiosos envueltos en
un silencio total y con miradas duras e incrustadoras.

Por último, bordeé el Ingenio imponente con sus tres altas chimeneas
vomitando humo gris hacia el cielo azul del mediodía; y antes de pisar la línea
del ferrocarril que dividía los dos barrios, miré hacia atrás, indeciso aún de lo
que debía hacer: sí era bueno o malo, pero sólo una imagen me hizo seguir
adelante: la de una mano negra, única entre muchas blancas que se extendió
hasta mí para salvarme la vida. Entonces, lleno de coraje pasé por encima de
los raíles, sin vacilar, hacia adelante y bauticé a mi ahijado negro, el único que
he bautizado en toda la vida.

Al otro día, en la mañana, silencioso y sin despedidas, subí al primer tren que
pasaba por allí, uno de segunda, que atravesaba las llanuras del Camagüey
haciendo mil paradas, y regresé a la capital de donde había venido, aunque no
había nacido allí. Poco tiempo después me empleé en otro Central con capital
nacional y con mal equipamiento, pésima maquinaria, bajo salario y ninguna
perspectiva, hasta que recibí un telegrama, corto, triste, escueto: “Vicente
Guzmán había muerto, engüído por las cuchillas del basculador, sin ninguna
mano blanca que lo auxiliara, pese a que había muchas observando la
dramática escena”


III.- LA LEYENDA DEL BUENMAESTRO


El viejo telegrafista de aquel pueblo olvidado en las llanuras del Camagüey,


que hacia además las veces de cartero, empleado de correos, mozo de limpieza
y por supuesto jefe de la pequeña oficina, recibió con sorpresa un telegrama
del Ministerio de Educación desde la capital del país, donde informaban que el
lunes de la siguiente semana, la Junta o Dirección Municipal de Educación,
recibiría la visita de un inspector de esa entidad para supervisar el
funcionamiento de las escuelas de la zona.

La sorpresa del empleado no era para menos, y estaba motivada por el hecho
de que no recordaba un acontecimiento de esta naturaleza en los muchos años
que llevaba trabajando en el correo, pues aquel pueblucho olvidado en las
vastas llanuras de la zona centro-oriental del país, al que solo de “municipio”
le quedaba el nombre, no recibía ni siquiera las visitas de los inspectores
provinciales, que no estaban dispuestos a atravesar llanuras fangosas y largos
terraplenes, o realizar un viaje sin fin por el ferrocarril, para llegar a aquello
que se daba en llamar pueblo, pero que de esto le quedaba bien poco..

Como buen empleado de correos del tiempo de antes, trató de cumplir con su
función de la mejor forma posible, pero se encontró con numerosos
obstáculos. Como era viernes pasado el mediodía, la oficina de educación ya
estaba cerrada, por lo que se dirigió a la casa del encargado de la entidad, que
hacia también las veces de director y maestro de la minúscula escuela
secundaria del lugar, pero no encontró a nadie. El susodicho funcionario se
encontraba de visita en casa de una docente de buenas piernas, anchas caderas,
andar contoneado y bonita cara, que laboraba con él en la junta en funciones
algo más que sospechosas, pero seguramente no de la rama educacional, sino
de otros artes ocultos y escondidos para las curiosas e indiscretas miradas
ajenas.

Le siguió el turno a la casa del Alcalde, dueño de la ferretería, la pequeña


planta eléctrica y varias fincas de vastas extensiones de tierra, donde la
empleada doméstica le dijo que éste se había ido a cazar venados con algunos
hacendados del lugar, y que probablemente no regresaría hasta el domingo
muy tarde en la noche.

Al no contar con más alternativas, al menos de acuerdo con lo que pensó su


cansada y maltratada cabeza cubierta en canas, no le quedó más remedio a
nuestro honesto y trabajador empleado de correos, que dejar el telegrama bajo
la puerta en la oficina de la Junta de Educación Municipal, que no abrió sus
puertas hasta pasadas las 9 de la mañana del lunes siguiente, en que fue
encontrado por la primera empleada que abrió el local, claro está: la de
limpieza, y colocado sobre la mesa de trabajo atestada de papeles del director,
no porque este tuviese mucho trabajo y no pudiese revisarlos, sino porque se
acumulaban por meses sin que su holgazanería habitual le diera por abrirlos, y
meses o años después se tirarían, apenas sin leer, o responder a cualquier
imperativo.

El susodicho director se dio cuenta del telegrama pasadas las 11 y por


casualidad, al buscar una nota de compromiso de su entrañable colaboradora,
esto fue una hora después de que un anciano cadavérico de ojos hundidos, tal
vez por la lectura de miles de libros en sus más de 70 años, se hubiese
personado en el local con las credenciales correspondientes a Evaristo
Pontezuela y de la Fuente, Inspector de Educación desde hacía más de treinta
años, y que tal vez por su edad o no se sabe que artimaña, el tren expreso
había hecho una parada de cortesía, frente a la pequeña, despintada y
carcomida casucha del ferrocarril, donde no paraban ni siquiera los trenes de
mercancías.

Después de los apuros correspondientes del funcionario municipal, con un fin


de semana de mucho ajetreo debajo de las sábanas, atendió con premura al
Inspector que llevaba algún tiempo esperando a la entrada del local, pues
pensaron que podría ser cualquier persona sin importancia con ánimos de
molestar.

El alto funcionario obvio las disculpas y explicaciones sinsentido del Director


y pasó directamente al grano: quería visitar sólo una escuela, la más pequeña y
alejada de la ciudad. No faltaron evasivas para que escogiera otra, pues la
única que reunía las características planteadas por el visitante era una envuelta
en la leyenda de un buen maestro, un insigne personaje del que se contaban
todas las virtudes del mundo, y que había pasado por esos contornos medio
siglo atrás.

La escuela en esos momentos se encontraba más o menos en las mismas


condiciones que como la encontró el maestro de la leyenda, pero con todos los
años esos de más. De ella no se trataba nunca en las reuniones de la junta de
educación, no contaba con presupuesto alguno, y era sufragada con el sudor,
el esfuerzo y el sacrificio de los campesinos de los alrededores que hacían
honor al apostolado del susodicho personaje histórico conocido como el
“Buenmaestro” de acuerdo con la leyenda.

Para aquella aula o escuelita no se destinaba presupuesto alguno, ni siquiera


salario para el maestro, que se repartía entre los camajanes de la junta y del
ayuntamiento, por lo que era atendida por un joven campesino de escasa
instrucción, pero de gran dedicación, que lograba milagros, pues sus alumnos
estaban a la altura de los más instruidos del pueblo, como se comprobaba por
los resultados académicos de éstos en pruebas dictadas y realizadas por las
autoridades municipales y foráneas, incluyendo las contadas veces en años que
algún funcionario provincial se dignaba visitar aquella para él, intrincada y
alejada zona de civilización

El Director de la Junta Municipal realizó todos los malabares posibles para


evitar la visita del Inspector a la pequeña y maltrecha escuela, pero éste siguió
terco en su decisión y amenazó con telefonear a la Habana si no se cumplían
sus requerimientos. Sin otra alternativa, aquel funcionario corrupto hasta un
poco más allá de la médula, no le quedó más remedio que acompañar al
Inspector, que se movía con extrema dificultad, pero que realizó los dos
kilómetros que los separaban del pueblo andando y sin pedir orientación ni
equivocarse siquiera, como si el lugar no le fuera ajeno.

Llegaron pasado el mediodía a un barracón de tablas de palma y techo de


guano llenos ambos de rendijas por todas partes, por lo que era de imaginar
que al más mínimo chubasco era necesario cerrar puertas, poner palanganas o
cubos viejos para las goteras y suspender las actividades. Allí se encontraron a
los alumnos reunidos alrededor de un joven campesino con rostro y ademanes
un tanto toscos y torpes, que enseñaba letras y números a poco más de una
docena de niños de campo ataviados con vestimentas rudimentarias y
deterioradas por el tiempo y el uso, escribiendo en duro y resistente papel
amarillo del que se empleaba para envolver alimentos en los comercios de
víveres, que seguramente había sido donado o vendido a precio mínimo por
algún comerciante local.

El local más que pizarra contaba con pencas de yagua perfectamente unidas y
pegadas a la pared y pintadas de verde, que de buena o mala gana aceptaba las
tizas o pedazos de yeso, cuando los recursos escaseaban, lo que era frecuente.
No había luz eléctrica y en una esquina estaba colocado un farol, que después
se supo se empleaba para alfabetizar a algunos hombres y mujeres adultos
cuando terminaba la zafra y el trabajo escaseaba.

Sin embargo, para sorpresa de todos, a las preguntas comprobatorias sobre las
disciplinas escolares realizadas por el Inspector, los niños contestaron acertada
y disciplinadamente mostrando una adecuada educación, como si llevaran
meses preparándose para una inspección.

Luego, el alto funcionario se sentó con el improvisado maestro sobre uno de


los rústicos bancos de madera de palma, elaborados por los propios
campesinos a golpe de hacha y machete, y pidió que le explicara el porque de
aquel “milagro educacional”.

El joven con cierta timidez, pues nunca había recibido visita alguna en la
escuela, pese a llevar ya algunos años trabajando, con tono respetuoso
explicó:

──Esto, me parece a mí, que se debe a la tradición educativa de la zona desde


los tiempos del Buenmaestro v cuya leyenda es conocida por todos los que
viven en este entorno, y de seguro también en el pueblo.

──Y quien era el Buenmaestro y como es esa historia o leyenda ──inquirió el


viejo inspector.

El Director de la Junta Municipal hizo un ademán como para responder, pero
el Inspector se lo impidió,

──Deje, deje que hable el joven, al fin y al cabo esta es su escuela.


Entonces el joven vestido con ropa rústica como la de campo, miró por respeto
hacia el Director Municipal, al que no le quedó más remedio que asentir con
la cabeza, por lo que comenzó a hablar.

──En esencia, se cuenta, sobre todo por los más viejos, aunque deben quedar
pocos vivos de los que presenciaron los acontecimientos, que un día hace
muchísimos años llegó al pueblo para hacerse cargo de esta escuela un joven
recién graduado de la escuela normal, que fue recibido con honores por las
autoridades del municipio, en aquellos tiempos un pueblo próspero y con
mucha actividad. También participó en la despedida que le hicieron a su
antecesor con banda municipal incluida y con recomendaciones para todas las
autoridades provinciales por su buen trabajo.

“El nuevo maestro, sin embargo, observó que en la despedida no había ningún
campesino, ni alumnos de la escuela, solo miembros relevantes de las
llamadas clases vivas del pueblo, por lo que preguntó por esto a las
autoridades locales, que le contestaron con evasivas, o que en esencia había
personas que no les interesaba mucho la educación, y que los campesinos y
trabajadores seguramente se encontraban en esos momentos laborando, y las
mujeres atareadas con las labores del hogar”.

“Después, el maestro fue alojado en una especie de hotel fonda del pueblo, y
con crédito abierto en todos los comercios de la localidad. A continuación, los
días posteriores, tuvo que participar en muchas y variadas actividades
sociales, festivas y llenas de distracción en una localidad donde al parecer,
para esto, el dinero no faltaba. Pasado aquello comenzó al fin a dar clases, tan
pronto pudo quitarse de encima a las autoridades locales que le tenían
preparadas aun más actividades de bienvenida, a la mayoría de las cuales puso
excusas para no asistir”.

“Muy pronto el joven educador se percató de la triste realidad de la zona por


las caras sucias y hambrientas de aquellos niños de cuerpos endebles y
desnutridos, en los cuales resultaba imposible predecir la edad, pues todos
tenían más de la que le pronosticaban. Prácticamente ninguno sabía leer ni
escribir y también poco de números y de ciencia, salvo la que la naturaleza le
brindaba en sus quehaceres por el campo. La mayoría realizaba otras labores
antes o después de salir de clases, por lo que el atraso escolar se palpaba a
simple vista. De manera especial se fijó en un pequeño niño callado sentado al
final del aula, que apenas pronunciaba palabras, no sabía ni coger el mocho de
lápiz, y que decir de su ortografía, caligrafía o gramática.”

“Preocupado por aquel niño lo siguió un día al finalizar las clases y al llegar a
su casa, algo distante de la escuela, se encontró con un espectáculo sumamente
triste. Allí, tirada sobre un sucio camastro desprovisto de sabanas, se
encontraba una mujer tísica y delgada hasta los huesos mal alimentando con
sus pechos vacíos a una niña tan flaca y desnutrida como ella. En aquel recinto
lo único que había para alimentarse ese día eran unos boniatos (batatas)
hervidos en un caldero con varias capaz de tizne, sobre un improvisado fogón
de piedras cuyo fuego era alimentado por leña, que desprendía un humo
blanco grisáceo que irritaba y cegaba los ojos.”

“Se mantuvo triste, pensativo y callado, no preguntó nada y se marchó, pero


en breve supo que el padre del niño, sin empleo fijo vagaba constantemente
por las colonias de caña de la zona realizando míseros y mal pagados trabajos,
cuando tenía la suerte de encontrar alguno, con lo que apenas obtenía lo justo
para que su familia no acabara de morirse de hambre, por lo que no podía
adquirir medicamentos y mucho menos pagar a un médico para curar la
enfermedad de su mujer. Aquel pobre niño era el que en ausencia de su padre
se ocupaba de alimentar como podía a su madre, la pequeña niña de pocos
meses y un par de hermanos más pequeños.”

“En poco tiempo comprobó que situaciones más o menos semejantes se


repetían en las demás casas de sus alumnos por lo que tan pronto recibió el
primer sueldo, más que pagar la fonda y el hospedaje, lo dedicó al tratamiento
de aquella pobre mujer enferma y a mejorar la situación de esta familia, luego
la de otras sin destinar para sí ni un solo céntimo, de manera que en poco
tiempo no se diferenciaba físicamente de un campesino más, pues al terminar
sus clases se incorporaba a laborar la tierra con sus alumnos más necesitados”.

“Como era de esperar, en breve lo expulsaron sin contemplaciones del


susodicho hotel fonda donde se alojaba cómodamente, y se quedó a mal
dormir en la escuela en una pequeña división que le ayudaron a construir los
humildes campesinos. Tuvo entonces como lecho una hamaca hecha de sacos,
de los que se empleaban para envasar el azúcar crudo, y sostenida por una
soga de guano a dos horcones de madera. Comenzó a comer en las propias
casas de los alumnos sus míseros alimentos, hoy en una, mañana en otra y así
no quedó alguna por la cual no pasara. Dedicó su salario mes tras mes para
resolver los problemas más acuciantes de la comunidad bajo la severa mirada
crítica de las autoridades locales, que no compartían aquellas muestras de
sacrificio, pues hacía tiempo que se habían olvidado de la misericordia y hasta
del mismo Jesucristo”.

“Pronto los campesinos comenzaron a pensar y a tomar el lugar que


justamente les debía corresponder en la sociedad, y aunque sin llegar a
integrarse en una organización clasista, sí les fue más difícil a los
terratenientes explotarlos en la forma sobrehumana como lo hacían antes.

“Se logró que las familias mejoraran sus finanzas absteniéndose del consumo
de alcohol, las peleas de gallos, entre otras, y aprovechando los recursos de la
tierra con técnicas rudimentarias, pero eficaces de conservación y
procesamiento de los productos del agro muchas veces de forma cooperativa y
colectivista.”

“Inició labores de alfabetización con los adultos y en poco tiempo la mayor


parte sabía leer y escribir, firmar y las operaciones aritméticas básicas, de
manera que la escuela se convirtió en centro de atención y análisis de la mayor
parte de los problemas de los campesinos de la zona, e incluso, algunos de los
obreros del ingenio se acercaban a veces a solicitar su apoyo, o su consejo
para enfocar algunos problemas, como fue lo del diferencial azucarero a cuyo
pago al final tuvo que acceder la compañía y que benefició a muchos obreros
azucareros del campo y del ingenio.”

“Como era de esperar aquello creó gran disgusto entre las autoridades, que
temían que se iniciara y se organizara la producción cooperativa de forma
oficial, se exigiese la devolución de las tierras robadas y usurpadas a muchos
campesinos, o que al maestro le diese por entrar en la política y acabara con
toda aquella situación de corrupción y privilegio que imperaba en la zona.”

“Tan solo tres años duró todo aquello, antes que las autoridades del pueblo
lograran al fin el traslado obligatorio del maestro para una localidad lejana,
gracias al soborno, la mentira y la injuria ante las autoridades provinciales.”

“Una mañana lo vieron partir sin equipaje, no quedaba nada de su maleta,


vestido pobremente, con un pantalón zurcido a mano, una camisa deteriorada
y descolorida y unos zapatos con la suela horadada y desgastada, pero dejaba
atrás un valioso tesoro, la inmensa riqueza de la educación en niños que
aunque con pobre indumentaria poseían más instrucción y estaban mejor
preparados para la vida que los iguales de la ciudad, por lo que caminaban
con orgullo, con la cabeza erguida, sin complejos de inferioridad, pese a su
falta de recursos.”

“En el anden de la pequeña estación se agrupó todo el humilde pueblo y


aunque no lo acompañaban cartas de recomendación, ni hubo bandas
municipales y fiestas de despedida por parte de las autoridades locales, el
maestro recibió el inmenso calor humano de una comunidad que lo despedía
con un cariño sincero y sin ocultar el dolor inmenso de un colectivo humano
que perdía a su guía y miembro más preciado.”

“Nunca más se volvió a saber nada ni ver a aquel maestro por el pueblo, ni por
las zonas aledañas, seguro ya debe estar muerto, pero quedó el recuerdo de su
labor ejemplar que se cuenta día a día como una leyenda: “la leyenda del
Buenmaestro”.

Durante la vehemente exposición de aquel improvisado maestro, el Director


de la Junta Municipal no ocultó su malestar mediante muestras de desagrado e
insatisfacción por la narración tan bien hecha y documentada del humilde
maestro campesino improvisado, por lo que no pudo evitar dar algunos
manotazos en forma de aplausos burlescos y exclamar: ─¡Vaya, vaya cuento
de la caperucita, solo falta el lobo para comérsela!

El viejo Inspector, que había escuchado atentamente toda la narración del


joven, mostrando un gran interés y no pudiendo ocultar su emoción, al
extremo que algunos de los presentes observaron como aparecían lágrimas en
sus ojos, que a duras penas podía secarse con su pañuelo blanco enrojecido por
la tierra colorada del camino, miró con severidad al funcionario y le espetó
crudamente.

──No, lobos, leones, chacales y buitres es lo que se sobra, lo que falta es el


cazador que acabe con ellos.

Aquellas duras palabras sobrecogieron de pies a cabeza al Director, que trató


con palabras cortadas de excusarse, a las que no prestó atención el viejo
funcionario, que parecía que su cabeza estaba en otra parte, por lo que se
produjo un largo silencio entre los presentes.

Por último, el inspector levantó la cabeza, miró alrededor los rostros de los allí
presentes con el mosaico de vestimentas, entre las nuevas y lustrosas de los
visitantes y las toscas, viejas y descoloridas de los niños y el maestro, y
preguntó a éste:

──¿Y usted cree qué tiene algo de veracidad esta historia o leyenda?

──A mi parecer es verdadera ──dijo el joven, titubeando, ─aunque puede


que en algunos aspectos esté un poco exagerada, ─ lo que fue reafirmado
unánimemente por el resto de los presentes, sobre todo por los funcionarios
locales que no les convenía, dudaban y estaban cansados de oír aquella
leyenda.

──No le parece a usted ¿qué pueden faltar muchos más hechos realizados por
el maestro y aquellos niños y campesinos, incluso que corroboran y hacen aún
más veraz la leyenda? ──preguntó el viejo Inspector.

──No es posible, pues fueron solo tres cursos ─ respondió el maestro, a lo


que asintieron los presentes moviendo la cabeza de arriba a abajo para
reafirmar más las palabras del joven, que aunque solidario con la leyenda, le
parecía un poco sobredimensionada

──Y si yo les dijera que sí, que sólo lo que usted nos ha contado es una
pequeña parte de lo que hizo este maestro y de lo que ocurrió en aquellos
tiempos. ─Intervino de nuevo el Inspector.

Aquello fue la gota que colmó el vaso y el Director de la Junta Municipal, esta
vez envalentonado y pensando que tendría la aprobación de los presentes por
la indecisión del maestro y la falta de testigos vivientes, salió cómo serpiente
de su cubil y expresó con voz alta y engolada:

──Me parece imposible, era un simple ser humano sin recursos y fue muy
poco el tiempo. Pero con el debido respeto ¿qué pruebas tiene usted para
afirmar eso? ── enfatizando la pregunta y mirando fijamente al viejo
inspector que de inmediato le devolvió la mirada, se puso en pie, caminó hacia
el centro del local, paseó la mirada sobre todos hasta depositarla finalmente
sobre el Director y dijo lacónicamente:

──Tengo una sola prueba que mostrar, pero más que suficiente, verás,
aplastante e incuestionable, porque yo soy al que llamaban el “Buenmaestro”.


OTRAS OBRAS DEL AUTOR








ÍNDICE TEMÁTICO

1.-Vientos del sur


2.-Mano negra, mano blanca
3.-La leyenda del buenmaestro
4.-Otras obras de los autores
5. Índice temático

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