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Edición y corrección: Sergio Ravelo López

Diseño de cubierta: Arsenio Founier Cuza


Diagramación: Margioly Lora Pérez

Motivo de cubierta: Federico Mialhe, Plaza de Armas,


de la serie La Isla de Cuba, 1848.
Litografía de L. Marquier.

© Sonia Almazán del Olmo y Mariana Serra García (compiladoras)


© Sobre la presente edición:
Editorial Félix Varela, 2006

ISBN 959-07-0178-7 (Obra completa)


959-07-0179-5 Parte I
959-07-0180-9 Parte II

Editorial Félix Varela


San Miguel No.1111
entre Mazón y Basarrate, Vedado
Ciudad de La Habana.
Tema II
Exposición de las tareas de la Comisión Permanente
de Literatura, durante el año 1831*
Domingo Del Monte

Excelentísimo señor y señores:


La Comisión Permanente de Literatura se presenta por segunda vez a dar cuenta
de sus tareas a esta Sección, su inmediato conducto para con la Real Sociedad
madre; y a mí me ha tocado por segunda vez la honra de ser su intérprete. No
será tan angustiada mi posición como cuando el año pasado tuve que relatar la
desconsolada historia de esperanzas frustradas y proyectos desvanecidos. Por
fortuna, merced a la ilustración de la primera autoridad y a la constancia que juró
la comisión, y que forma su carácter particular, puedo ofrecer en el día un cuadro
más halagüeño, y presentar a esta Sección y al público muestras más positivas de
su laboriosidad y desvelo. Bien pudiera haber entibiado su fervor los primeros
obstáculos con que tropezó en su carrera, y más que nada, la frialdad desalenta-
dora de algunos individuos, apreciables sí por su talento, pero que ya por una falaz
experiencia habían abjurado la religión del patriotismo, y no veían por supuesto en
nuestra ansia de reunirnos, de estudiar y promover la afición a las letras más que
los efímeros arrebatos de una juventud mal aconsejada. Y efectivamente, seño-
res, solo la juventud pudiera tener energía de alma suficiente para dedicarse a
esta tarea con entusiasmo y con incansable celo, y decir y despreciar las mezqui-
nas reclamaciones del egoísmo las murmuraciones ridículas y casi góticas de la
ignorancia. A dicha nuestra, empero, poco o ningún influjo ha tenido en la junta
literaria esa secta de escépticos desengañados y durante el año civil que termina
hoy ha hecho, como se verá en esta memoria, cuanto pudo conformarse a sus
reducidas fuerzas para llenar lealmente los objetos de su instituto.
Uno de los principales que se propuso fue reunir en su seno, ya como sus
individuos de número, ya como corresponsales, a aquellos sujetos que, bien por
celo en el adelanto de la civilización cubana, bien por su nombradía literaria,
justamente adquirida, pudieran dar lustro a la comisión, y ayudarla en sus pasos

* Se ha respetado en todos los trabajos la redacción de los originales (N. E.)

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proyectos ulteriores. Se apresuró, pues, con este objeto a proponer a la Real Socie-
dad en sus juntas generales del año pasado, como socios corresponsales agregados
a esta Junta, a los señores don José Manuel Quintana, don Agustín Durán, de
Madrid, y don Felipe Poey, habanero, residente en París. Temería ofender la ilus-
tración de esta clase si me detuviera en especificar las ventajas que sacará la
comisión de estos nombramientos. Las brillantes dotes que adornan al señor Quin-
tana, patriarca de nuestro parnaso, y cuya reputación de poeta eminente, de histo-
riador integérrimo y de crítico exquisito, ha traspasado tiempo ha los términos de
España y se ha hecho europea; no podrá menos de honramos, y el ofrecimiento que
este literato y el señor Durán, tan apreciable por su sazonada erudición y el buen
gusto que manifiesta en sus recientes publicaciones, han hecho a la comisión de
emplearse en su obsequio, y cooperar con ella a la mejor dirección de sus tareas es
la más cumplida fianza del acierto de nuestra elección y de nuestro buen deseo. El
señor Poey, por las relaciones de paisanaje que lo une a nosotros, por la asidua
aplicación con que ha examinado los objetos naturales de nuestra isla, y por el
estudio que ha hecho de la literatura española, nos servirá tan bien y tan a propósito
como lo ha demostrado ya con la Sección de historia, cuyo individuo es igualmente.
Esta sección se ha impuesto en tiempo oportuno del buen éxito que tuvo el
concurso poético que abrió la comisión con el objeto de celebrar el nacimiento de
la serenísima infanta de Castilla doña Isabel de Borbón. El público desapasionado
sancionó como esperábamos el fallo imparcial de la comisión, y el joven don José
Antonio Echevarría, que ganó el premio, y que entonces contaba con 16 años de
edad, tuvo la gloria de ser laureado, no solo por la Junta literaria, sino por la
opinión pública de la isla y de la península, puesto que su oda se insertó en los
periódicos de la Corte y especialmente en uno dedicado a la Reina nuestra seño-
ra. El influjo que tuvo este concurso, el primero que se ha abierto en esta Antilla,
contraído puramente a poesía, es incalculable. Con él se inflamó el entusiasmo de
nuestra juventud por esta especie de estudios, tan descuidados antes por nuestros
padres, a causa de la incuria de los tiempos, y tan escarnecidos en su totalidad en
el nuestro por el avillanamiento y la ignorancia de los menguados poetastros que
los profanaban. Los despreocupados se desengañaron al ver aprobada y procla-
mada por el gobierno la composición poética del concurso, y apreciado digna-
mente a su autor por los poderosos y los entendidos, que muy bien podía granjear-
se honra con la poesía: que no era tal la muchedumbre de insulceses con que
copleros miserables atestaban a destajo las columnas de los diarios: y que por
último, para profesarla dignamente, se necesitaba haber recibido de la naturaleza
un ingenio peregrino, y adecuado con las más constante aplicación en toda clase
de buenos estudios, aquel tacto delicado, aquel instinto moral de lo bello y de lo
bueno, que nos forma un sexto sentido, y que casi nos enajena el alma dándonos
a conocer la sublime heroicidad de los que murieron en Maratón, como explicán-
donos los primores de los poemas de Homero.

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No tuvo tan buen éxito el otro concurso anual que propuso la comisión, en su
programa del año pasado. Y no ha correspondido a nuestra esperanza por causas
muy fáciles de explicar. Los temas que contenía estaban más bien calculados
para una nación populosa y formada, instruida de mucho tiempo atrás en este
linaje de saber, que para un pueblo nuevo como el nuestro en la senda espinosa de
las humanidades. La comisión procurará en el programa del año entrante tener
presente esta consideración, que en nada ofende las disposiciones intelectuales
de nuestro pueblo, a cuyo alcance no estaba el acertar con las dificultades de un
arte que nunca antes cultivó, y que otros más adultos y sin disculpa ninguna no
han superado, ni aún comprendido todavía.
El Diccionario de nuestros provincialismos1 que estaba muy a sus principios
cuando anuncié el año pasado su formación en esta clase, se ha aumentado
considerablemente, llegando hoy el número de vocablos a más de setecientos. Y
cada vez se va convenciendo la comisión de la importancia de este trabajo, por-
que ha observado que, con muy pocas excepciones, casi todas las voces pro-
vinciales indican objetos nuevos que no los hay en España, y que por lo mismo es
necesario adoptarlas por los escritores de América. Los nombres de casi todos
los objetos de los tres reinos de la naturaleza, indígenas de esta parte inter-tropi-
cal, o peculiares solo a esta isla, son de legítima introducción hasta en el dicciona-
rio de la lengua. La comisión se congratula de anunciar que, además de los es-
fuerzos de su individuo don Francisco Ruiz, encargado principal de la redacción
del diccionario, ha recibido los auxilios generosos de los señores don José Este-
ban y don Joaquín Santos Suárez, que proporcionaron una copiosa lista: igual-
mente don José del Castillo nos ha favorecido con un abundantísimo cuaderno, el
cual ha fijado particularmente la atención de la Junta, por la exactitud de sus
correspondencias. La comisión cree que todo el año entrante podrá preparar
para la prensa su diccionario ya concluido, en cuanto es susceptible de conclusión
este género de obras: por apéndice piensan ponerle una lista alfabética de voca-

1 Del Monte también consagró parte de sus labores intelectuales a estudios de índole filológica.
En ese sentido lo más completo fue el Glosario de Voces Cubanas relativas a la trata de
negros y la esclavitud, que apareció en el libro que el inglés Richard R. Madden recogió las
poesías y la autobiografía del célebre poeta negro Juan Francisco Manzano. La afirmación
precedente, conocida de antiguo entre los sabedores de noticias literarias cubanas, la hemos
podido comprobar al leer en una carta del mencionado escritor inglés, que aparece en el tomo
IV del Centon Epistolario que publica la Academia de la Historia, en la que se dice a Del
Monte: “Before I start I schould like much to have the definition of Cuba words you send
your noted copy”. La obra en que se encuentran estos trabajos de Del Monte se titula: Poems
by a slave in the Island of Cuba, recently liberated; translated from the Spanish by R. R.
Madden, MD. With the History of the Early Life of the Negro Poet, written by himself; to
which are prefixed two pieces descriptive of cuban slavery and the slave traffic, by R.R.M.
London, 1840. Thomas Ward and Co. 27 Paternoster Row.

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blos corrompidos que han logrado introducirse de contrabando en nuestro lengua-
je familiar y aun en nuestro foro, provenidos en general de nuestro frecuente
trato con los mareantes andaluces y los extranjeros, que han plagado la lengua
castellana de mil solecismos y anomalías incompatibles con su índole primitiva.
Esta lista, que descubrirá al pueblo las aberraciones de su lenguaje, servirá para
que procure evitar los males siniestros que en prosodia, etimología y sintaxis haya
adquirido, y quizás aprendido desde su infancia.
Además de estas ocupaciones ha tenido la comisión el gusto de emplearse
algunas veces en servicio de esta clase, siempre que ha tenido a bien consultarla
en puntos literarios y sobre el mérito de alguna obra. Cumpliendo este encargo,
nuestros amigos don Manuel González del Valle y don Ignacio Valdés Machuca
examinaron prolijamente la gramática castellana que a esta sección presentó don
Juan Olivella y Sala para su calificación; y merced al minucioso y sagaz análisis
que hicieron de ella, se rectificaron algunos errores; desempeñando el mismo
oficio, hizo don Blas Osés, también nuestro amigo, las observaciones que le pare-
cieron más oportunas sobre el tratado de prosodia y métrica latina escrito en
francés por Lechevalier, y traducido por don Francisco de Borja Montoto, el cual
lo dedicó a esta Real Sociedad.
Pero nada de lo expuesto hasta aquí hubiera llenado los deseos que tenía la
comisión de propagar las buenas ideas en materias literarias, si no se lisonjease
de presentar a la sección, a la Real Sociedad y al público todo de la isla la mayor
y la más infragable prueba de su laboriosidad y rectitud de principios. Esta es la
publicación de un periódico de 16 a 18 pliegos con el título de Revista Bimestre
Cubana 2 . Ya en mi exposición del año pasado especificaba el origen del pro-
yecto, los inconvenientes que entonces se tocaron y las esperanzas que, a pesar
de todo, manteníamos de que se efectuase. Nuestro presidente, sin embargo que
desde que se instaló la comisión no ha dejado de proteger y aclarar con el inimi-
table y ardiente celo que le es característico, todos nuestros planes, aprovechó
con tino una ocasión favorable, y merced a sus solicitudes y prudente constancia
se realizó al cabo la publicación de la revista. Esta apareció a mediados del año,
con la aprobación correspondiente del excelentísimo señor capitán general y de
la Real Sociedad Patriótica. Medió antes la reunión de nuestra empresa con la de
don Mariano Cubí y Soler, editor de la otra revista que iba a publicarse también, y
de la cual solo salió el primer número con el título de Revista y Repertorio de la

2 De sobra conocidos para los lectores cubanos son los méritos que alcanzó esta publicación
periódica cubana que más tarde dirigió José Antonio Saco y que cesó de publicarse en virtud
del destierro de este preclaro escritor. La Revista Bimestre Cubana ha sido elogiada justamente
por ingenios extranjeros del valor de Ticknor, Quintana y Menéndez y Pelayo. Esa publica-
ción ha vuelto a ver la luz en este siglo y desde 1910 aparece dirigida por Fernando Ortiz,
director de esta Colección de Libros Cubanos.

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isla de Cuba. Por esta reunión se comprometió el señor Cubí, entre otras obliga-
ciones, a costear los gastos de la empresa, y a que la comisión redactase exclu-
sivamente por sí, y también la facultad de deshechar o insertar en el periódico lo
que más cumpliese a su deseo o al plan que se había propuesto. En esta virtud
nombró la junta de su seno una comisión particular que entendiese en todo lo
relativo a la revista, y no satisfecha con sus propias fuerzas, invitó por cuantos
medios tuvo a su mano a todos los hombres ilustrados y amantes de la isla, para
que la ayudasen en una empresa que tanto honor haría a la patria, y que si se
desempeñaba bien, daría a los extraños una idea muy favorable de los progresos
intelectuales del país, y de la prudente administración del gobierno que los promo-
vía. Además, ofició a sus corresponsales y amigos residentes en la península y el
extranjero, y tuvo el gusto de recibir las más sinceras congratulaciones de su
parte, y la promesa de que coadyuvarían en lo que pudiesen al mayor lucimiento
de la revista. Ya la sección habrá visto su resultado en los dos números que han
salido. En ellos se notará que, tratando de difundir en nuestro pueblo las ideas
más sanas en punto a letras, se ha extendido la comisión a cuantos ramos abraza
el vasto y enciclopédico dominio de las humanidades, e inculca con esta mira los
mejores documentos de moral, de economía, de comercio, de industria, de juris-
prudencia, explanando en sus diversas y útiles materiales, los principios general-
mente recibidos en las naciones más civilizadas, procurando seguir, siquiera en la
teoría, sus prodigiosos adelantamientos. Ha propendido por esta parte la comisión
a imprimir a su papel el carácter de cubano, cuyo epíteto le ha dado. Y esto lo
hace la comisión no solo en obsequio de la isla, para quien principalmente se
destina, sino con el fin de retribuir con las noticias que acerca de nuestras cosas
publiquemos, la inmensa deuda de sabiduría que hemos contraído con esas mis-
mas naciones, las cuales diariamente contribuyen con sus tesoros científicos a
aumentar la suma de nuestras ideas: así como aumentan con los productos de sus
fábricas y sus transacciones mercantiles las comodidades de nuestra vida y nuestra
riqueza territorial. Pero en el influjo que naturalmente obtendrá este periódico en
nuestra tierra, libra la comisión sus esperanzas de llenar completamente su desti-
no. Tiene motivos muy justos para creer que cada día se vaya mejorando su
redacción, puesto que los hombres más distinguidos de la isla por su ingenio y
doctrina no desdeñarán en favorecerla en lo adelante con sus artículos, cuando
vean que otros, aunque no tan respetables como ellos por su sabiduría y su talen-
to, la miran con predilección y se afanan, a fuer de verdaderos patricios, en su
mejor desempeño. No les servirá de menos estímulo el saber que cuenta entre
sus colaboradores a algunos literatos de España, ya muy conocidos en la repúbli-
ca de las letras. Estas razones son bastante poderosas para creer que a la revista
se deberán en lo sucesivo la rectificación de muchos errores y preocupaciones
funestas, que nos ofuscan, y que no nos dejan juzgar con imparcial criterio, no
solo en asuntos puramente literarios, sino en otros de más positiva trascendencia.

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Estas son en resumen las tareas que han ocupado a la Comisión Permanente
de Literatura en el año que expira. Aunque a ella no le toca quilatar la importan-
cia de sus trabajos, no le será negado advertir que si en todos ellos y en el princi-
pal de la educación de la revista, no ha dado pruebas de una instrucción vastísima,
imposible casi de adquirir a tan inmensa distancia del foco de la civilización euro-
pea, puede presentarlos al menos como resultados del ardiente celo que la anima
por el bien y la mejora de nuestra condición; lo cual solo se consigue comunican-
do de buena fe lo que alcanzamos, a los que por su desgracia sepan menos que
nosotros.

Habana, 9 de diciembre de 1831.


[Leída por su secretario don Domingo del Monte, en la junta extraordinaria de
la Sección de Educación del 13 de diciembre, y en la general de la Real Sociedad
Económica del 15 del mismo.]

Domingo del Monte: “Exposición de las tareas de la Comisión Permanente de Literatura, durante el
año 1831” en Escritos, tomo I, Editorial Cultural S.A., La Habana, 1929, pp. 243-253.

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En defensa de Cuba
(Fragmentos)
Francisco de Frías, Conde de Pozos Dulces

Contestando al folleto “La cuestión de Cuba”, publicado en París, aparecieron en el


“Diario de Barcelona”, durante los meses de junio y julio de 1859, varios artículos
firmados por un señor E. Reynals y Rabassa, abogado y profesor de Derecho.
El propio año, impreso en París, Imprenta de D’Aubusson y Kgelmann, y con
la única firma de “Un cubano”, apareció un extenso folleto, seguido de Notas y
Documentos, en que se refutaban vigorosamente esos artículos del diario de
Barcelona.
Francisco Frías fue el autor y editor de ese folleto.
En las páginas que siguen, se reimprime por la primera vez, después de su
edición original, ya escasísima, algunos fragmentos de esa “Refutación”. Y la
nota final del folleto, en que Frías expone definitivamente su visión de la evolu-
ción histórico-social en Cuba.
[…]
“El punto de partida, empieza diciendo, del folleto sobre la Isla de Cuba, publi-
cado en París, que ya hemos dado á conocer en otros artículos, es que la política
de España en la Isla es la africanización de la misma. Según él se han introducido
y se introducen en la misma negros, no como instrumentos de trabajo, sino como
medios de dominación de la raza blanca; no como un mal necesario, sino para
intimidarle con su emancipación y obligarla así á reprimir sus sentimientos de
independencia.”
Perdone usted señor Reynals: no ha traducido usted exactamente y por comple-
to el pensamiento del opúsculo cubano. Le vamos á ayudar á usted en esta tarea.
La africanización de la Isla de Cuba es una doctísima cuanto diabólica combi-
nación que tiene para España tres objetivos distintos a la vez: despojar, oprimir,
ejercer una suprema venganza. Siga usted con nosotros la evolución del maquia-
vélico plan en sus tres aspectos diferentes, y comprenderá su perfecto mecanis-
mo y la cabal trabazón de todas sus partes:
Primera fase: Introducir en Cuba negros esclavos, cuantos negros se puedan.
Esta parte del programa es puramente económica y financiera. Los negros son

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máquinas de trabajo, producen azúcar, café y tabaco, crean la materia imponible.
Siendo esclavos no cobran salario, pero hay quien lo cobra en su lugar: el fisco,
bajo las diferentes formas de contribución tiene muy buen cuidado de embolsar la
parte que corresponde al trabajador, al mismo tiempo que cobra el impuesto so-
bre la industria y la producción. ¿Cómo ha de querer el gobierno favorecer el
trabajo libre? ¿Cómo no se ha de oponer por cuantos medios indirectos estén á su
alcance á que vayan á Cuba trabajadores blancos, cuyo crecido salario disminui-
rían otro tanto los ingresos de la contribución? Hé ahí, pues, el despojo y el primer
efecto de la africanización.
Segunda fase: La esclavitud del negro corrompe y desmoraliza al hombre blanco;
lo dispone y amolda á recibir el yugo político con todas sus consecuencias. El
dominio que al propietario se le deja sobre el esclavo, el gobierno lo recaba con
creces sobre el pueblo. No solo paga con su humillación política los derechos que
ejerce sobre sus siervos, sino que también paga, además de sus salarios, que
percibe el gobierno, todas las demás contribuciones y socaliñas que éste le quiere
imponer. Hé aquí el despojo combinado con la opresión.
Tercera fase: Despojar y oprimir, al fin y al cabo, arrastran á un pueblo a la
revolución: pero ésta tarda tanto más en realizarse cuanto mayor sea la división
de castas que en él se haya introducido. Entre amos y esclavos, entre negros y
blancos, esa separación llega a su máximum. Cuida, sin embargo el gobierno de
que ambas clases no se equilibren en número, porque podrían entenderse para
derribar al enemigo común; así es que favorece con todo empeño al aumento de
aquella que produce y no piensa, y contiene el desarrollo de la que siente y discu-
te, y si a pesar de todo llega un día en que la inteligencia triunfe del opresor, éste
desencadena la clase del número y de la fuerza y entrega al país a los horrores de
la matanza y la desolación. De esta suerte una sola y única sirve a España para
despojar, para oprimir, en todo evento, para vengarse de los que pongan fin a su
despojo y a su opresión.
[…]
Verdad es “que un buque cargado de te y echado a pique fue ocasión del
motín de Boston, y que las medidas represivas con este motivo dieron por re-
sultado la conflagración general”, mientras que los cubanos han tolerado pa-
cientemente, no uno, sino millares de buques que anualmente entran en sus
puertos cargados de la gravosa harina de Castilla y de otra mercancía más
criminal, como que sirve para remachar las cadenas que los oprimen. Mas de
esta diferencia de conducta no se de prisa el señor Reynals en sacar conse-
cuencias favorables á su propósito. Se la vamos a esplicar. En la América del
Norte había regido en todo tiempo la onerosa contribución de sangre por la cual
todos los habitantes de ese país eran soldados o milicianos, tenían armas y
estaban acostumbrados a su uso, todo lo cual facilitó el repeler la fuerza con la
fuerza y conquistar su independencia. En tanto que favorecidos los cubanos

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por la filantrópica España con la exención de ese tributo, no han podido aún
alzarse en masa para proclamar su gratitud por tan inmenso beneficio.
Otra diferencia y muy notable recordaremos aquí al señor Reynals y es, que
así y todo, antes que triunfar tuvieron los americanos que apelar a la coopera-
ción estranjera, sin que á nadie se le haya ocurrido hasta ahora imputárselo a
crimen, ni tacharlos de cobardes, mientras que el señor Reynals, tranquilo e
impune allá en su cátedra de Barcelona, denuesta é insulta á los cubanos por-
que en su caso excepcionalísimo han apelado también á la ayuda esterior y á
los congresos, no sin haber antes regado los patrios campos con su sangre
generosa. Por lo visto, el señor Reynals pertenece á aquella escuela para la
que no hay otro criterio que el suceso ni otro norte de justicia que los hechos
consumados. Con tan alcanzado profesor la juventud de Barcelona hará rapidí-
simos progresos en la ciencia del derecho.
De todo lo que precede se deduce, contra el parecer del señor Reynals y
fundándonos en las consideraciones por él presentadas, que la revolución cubana
no se distingue en sus causas de la revolución norteamericana sino por su mayor
justicia y necesidad; que si en ésta se pasó de la nacionalidad primitiva inglesa á
la nacionalidad norte-americana, desde el momento en que tuvo un pensamiento
propio, aspiraciones é intereses ajenos a la metrópoli, hasta dejarla inscrita en el
catálogo oficial de la diplomacia, de la misma manera y con los mismos títulos y
derechos existe desde ahora la nacionalidad cubana y, Dios mediante, por los
mismos trámites u otros análogos adquirirá carta de ciudadanía en el gremio de
las nacionalidades políticamente constituidas.
Nos pregunta el señor Reynals “qué páginas ha dado á la historia la nacionali-
dad cubana”. Nosotros le rogaremos á nuestro turno que nos diga cuáles eran las
que había a dado al comenzar su revolución la nacionalidad norte-americana que
después acá está escribiendo la epopeya más magnifica que recuerdan los anales
de la humanidad.
¿Con que principio ha enriquecido la civilización? A falta de otros, con los del
odio y repulsión con que hoy miran los cubanos aquellos que puso en planta
España para enseñorearse y despojar a todo el Nuevo Mundo sin progreso para
las ideas ni para la civilización.
¿Qué artes, qué ciencias, qué sentimientos y costumbres propias posee? To-
dos aquellos que vosotros no habéis querido o podido darnos o inspirarnos, y que
nosotros por índole natural, por industria propia y por legítima ambición hemos
adquirido y atesorado, poniendo a contribución los adelantos de todos los países
civilizados donde nos llevaron la curiosidad o la espatriación. ¿Os atrevéis a du-
darlo, vosotros los de la metrópoli, a quien todos los viajeros pintan como rezaga-
da de un siglo respecto de su colonia cubana? ¿Que son vuestra agricultura,
vuestras vías férreas, vuestros telégrafos y vapores comparados con los nues-
tros? ¿En qué ciencias físicas, naturales o morales tenéis vosotros representan-

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tes que desluzcan a los nuestros? ¿Tenéis vosotros un poeta que sobrepuje a nues-
tro Heredia, inmortal cantor del Niágara? ¿Escritores más castizos que Delmonte y
Saco? ¿Filosofo más profundo y enciclopédico que José de la Luz Caballero? ¿Sa-
cerdote que en ciencias, en caridad y virtudes se pueda comparar con el evangélico
Varela? Mostrádnos entre vosotros, físicos y naturalistas más alcanzados que los
Poey, padre é hijo; facultativos más distinguidos que los Gutiérrez, Jarrín y Díaz;
químicos más eminentes que Álvaro Reynoso; jurisperitos de la talla de Anacleto
Bermúdez y del ciego Escobedo. Y por fin, ¿en cuál de vuestras ciudades, incluso
la capital, se levanta hoy una generación tan aplicada, tan estudiosa y tan apta para
todas las carreras y destinos de humana actividad, como la que hoy brilla en el suelo
cubano y tantos timbres de gloria promete a su patria y a la civilización? ¿Osaríais
poner en parangón vuestras costumbres corrompidas, vuestra empleomanía vues-
tros hábitos de estafa y de confusión, vuestro mentido liberalismo, con la proverbial
pureza, la hospitalaria generosidad, los sentimientos desinteresados y la innata cul-
tura y liberalismo que distinguen a la raza cubana, y forman su fisonomía entre
todas las que proceden del tronco español?
Nada de esto os lo debemos a vosotros. A pesar vuestro hemos progresado y
prosperado. Nuestro clima, nuestro cielo, vuestra propia injusticia y opresión nos
han infundido nueva vida, nuevos sentimientos y aptitudes, y nos han permitido
asimilarnos nuevos elementos y facultades que vosotros habéis rechazado siempre
con vuestro implacable o irracional españolismo. Y cuando todo tiende á caracteri-
zarnos y á distinguimos, cuando no hay una sola fibra de nuestra constitución que
no proteste contra la dependencia de España, cuando no solo la geografía sino
todos los sentimientos del alma claman a gritos por la separación, nos habláis toda-
vía de común nacionalidad, de idéntica historia y de recuerdos solidarios!
[…]
La verdadera misión de los publicistas españoles consiste hoy, no en formular
nuevos sistemas de gobierno, que por buenos y ajustados que sean en teoría, no
pueden ya conservar á Cuba unida a España, sino en escogitar y proponer los
medios de que su inevitable separación no destruya para siempre los vínculos de
la tradición y de la consanguinidad, que aún después de verificada aquella, pue-
den acarrear para el comercio, para la agricultura y para el mismo honor nacional
ventajas de mucha consideración.
Complete el señor Reynals el paralelo que inició entre la revolución norteame-
ricana y la revolución cubana. Píntele á sus compatriotas peninsulares la prodi-
giosa prosperidad que han alcanzado los Estados Unidos y la Gran Bretaña des-
pués de consumada su separación política. Convénzalos de que su honor y su
dignidad, así como su influencia moral y material, no están interesados en oponer-
se por más tiempo á la realización de una política fundada en la naturaleza misma
de las cosas, y en altísimas consideraciones de derecho, de justicia y de interés
universal.

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Por lo que a nosotros hace, así el autor del folleto: “La Cuestión de Cuba”
como al señor Reynals su impugnador, diremos para terminar estas observacio-
nes y aplicando al caso un pensamiento del ilustre Manín: “Los males de Cuba no
son de aquellos que pueden ser tratados con paliativos; la dominación española
en ese país es como el hierro de la lanza clavado en la herida; es preciso quitarlo
antes de emprender la cura. No es un gobierno, es un ejército acampado en país
enemigo”.

Paris, Agosto de 1859.

Mariana Serra García: “Selección de Lecturas de Ensayística Cubana. Siglo XIX”, Facultad de Artes
y Letras, Universidad de La Habana, 1984, pp. 418-446.

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Hacia una historia de la cultura cubana
Manuel Moreno Fraginals

Introducción
El presente trabajo no trata de exponer una hipótesis sino una tesis, que presen-
tamos en diecinueve puntos económico/sociales, sobre los cuales sustentamos la
historia de la cultura cubana. Si se expusiera una hipótesis, se dejaría margen a
todo un amplio campo de conjeturas, zonas imprecisas y aspectos dudosos. Por el
contrario, una tesis es generalmente tajante y sin matices, es un basamento sobre
el cual se estructura un pensamiento teórico.
Dicho en otras palabras: el Grupo de Trabajo de Historia de la Cultura Cubana,
del Instituto Superior de Arte se ha planteado, en primer lugar, una reinterpretación
de la historia cubana, y en especial de su cultura, con una nueva metodología y
análisis de nuevas fuentes, además de proceder a una nueva lectura (o a una
“contralectura”) de las fuentes tradicionales. Y en segundo lugar ha ampliado su
quehacer al riquísimo mundo de la cultura dominada, rompiendo las barreras de la
cultura dominante.
La llamada “Historia de la Cultura”, como disciplina de estudios universitarios,
aparece casi siempre como una miscelánea de las “bellas artes” clásicas: literatura,
teatro, plástica y música a la cual se agrega, ocasionalmente, una mínima dosis de
danza. Y dentro de cada uno de estos subtemas se señalan las figuras cimeras que
pertenecieron, o representaron, la cúspide de la pirámide clasista dominante. Este
tipo de estudio es resultante lógico de asumir un concepto de cultura que no recono-
ce otros campos que el de la cultura dominante o hegemónica (en el sentido
gramciano). Es un método de exposición y análisis que habitualmente explica la
literatura a partir de otros antecedentes literarios, y a los músicos y pintores, por
otros músicos y pintores precedentes. Se establece así un círculo vicioso, un proce-
so de autofagia intelectual que se alimenta de las propias premisas que genera, y
culmina siempre en un profundo vacío. Soslayando el sentido clasista de la cultura
dominante, se pierde su estrecha conexión con los factores económico/sociales y
políticos que la generaron y modifican diariamente. O lo que es lo mismo, se omite
el modo de producirse, manifestarse y recrearse el hecho cultural.
Para no alargar demasiado este trabajo, a continuación exponemos diecinueve
puntos de carácter histórico que sirven de base al estudio del panorama cultural/

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ideológico cubano en la colonia. Al leer estos puntos sólo queremos hacer una
observación: no se suponga nunca que a partir de ellos construimos una teoría
unidireccional, causal, de la cultura. El fenómeno cultural es infinitamente rico y
complejo y conforma mundos autónomos capaces de transformar la base econó-
mico/social que los generara. Es esa complejidad la que tratamos de apresar en
estos estudios de cultura cubana.
1.
Lucha de clases, lucha racial y lucha nacional son tres conflictos básicos que
informan el desarrollo social cubano. A lo largo de los siglos XVIII y XIX estos
antagonismos presentan determinadas características que varían al iniciarse el
siglo XX, como consecuencia del tránsito del colonialismo español a las formas de
dominio norteamericanas. La relación entre los problemas de clase, raza y nación
es muy cambiante. Por ejemplo, en ciertos momentos los problemas raciales, o
los problemas nacionales, adquieren tal importancia y autonomía que dan la im-
presión de ser motor único que mueve el proceso histórico cubano.
Sin embargo, y esta es nuestra primera proposición, opinamos que ninguno de
estos tres antagonismos —clase, raza, nación— pueden ser estudiados indepen-
dientemente, ni tampoco estableciendo entre ellos simplistas relaciones causales.
La substancia histórica es infinitamente más compleja. La lucha de clases es el
hilo conductor que permite seguir los conflictos de raza y nación: pero siempre
teniendo en cuenta que estos conflictos raciales y nacionales, en determinadas
condiciones de tiempo y lugar, pueden comportarse, y de hecho se comportan,
entrando en contradicción con las fuerzas que les dieron origen.
En un símil geométrico, siempre incompleto, se diría que son como tres círcu-
los secantes donde hay zonas que permiten identificar nítidamente como se su-
perponen lo clasista y lo nacional, lo racial y lo nacional; lo clasista y lo racial, y a
veces, lo clasista, lo racial y lo nacional.
2.
Hasta el segundo tercio del siglo XVIII Cuba fue, para la Metrópoli española, la
más importante colonia de servicios del Imperio: centro militar y naval, encrucija-
da principalísima en las comunicaciones marítimas. Dentro de la estrategia global
del Imperio, y especialmente durante los siglos XVI y XVII Cuba no interesó tanto
como suministradora de minerales y productos agrícolas sino como presidio en el
sentido clásico de “ciudad fortalecida, guarnecida de tropas”. Esto significo que
la Metrópoli en vez de establecer en Cuba un sistema de explotación de sus
recursos naturales lo que hizo fue organizar un centro de defensa y comunicacio-
nes en función de la explotación global de las tierras de América. Obviamente
una organización de defensa y comunicaciones exige una determinada estructura
productiva. Así la economía de servicios y la economía de producción se integran
en tal forma que constituyen un orden especifico que genera un determinado tipo
de sociedad con una determinada institucionalización.

15
El error más típico en que incurre la historiografía tradicional al estudiar la
primera etapa colonial cubana (hasta mediados del XVIII) es querer analizarla
como colonia de producción y no como complejo servicios/producción. Es decir,
la cabal comprensión de este proceso histórico debe partir de la interrelación
entre una economía de servicios, promovida por las necesidades imperiales, y
una economía de producción apoyada por igual en los intereses vitales de la
población y en los requerimientos de los servicios. Por citar un sólo ejemplo: la
tala de bosques para los fines de la población (maderas para carbón, construccio-
nes de muebles y viviendas), o para los fines del astillero (construcción y repara-
ción de buques), o para la exportación (demanda de maderas preciosas para la
construcción de El Escorial), o con finalidades agrícolas y ganaderas (para fo-
mentar cultivos de mantenimientos como la yuca, o de productos de exportación
como tabaco y azúcar), fueron formas diversas, a veces antagónicas y a veces
complementarias de un mismo tipo de explotación. Así la función de servicios en
distintos momentos y lugares se transformó en un acelerador o en un freno del
desarrollo productivo.
3.
Lo importante, socialmente, es que en este complejo servicio/ producción, van
a jugar un papel preponderante los descendientes blancos (o blanqueados) de los
conquistadores que se repartieron legalmente las tierras de la Isla y se alzaron
desde temprano con el poder local, favorecidos en parte por el hecho de que el
imperio, escaso de soldados para cubrir la inmensidad americana, descansó en
ellos la función defensiva. Se inicia así la formación de una oligarquía criolla que
utiliza el poder militar y naval para atesorar riquezas, y que gracias a esas rique-
zas obtiene más poder, en una espiral de continuo ascenso que llega hasta las
primeras décadas del XIX. Los altos funcionarios que arriban de la Metrópoli se
integran temporalmente al negocio de los servicios, mientras desempeñan sus
cargos, y a veces definitivamente quedándose a vivir en la Isla y entroncando por
casamiento con la oligarquía criolla. Entre ellos (criollos y peninsulares) se repar-
ten las funciones administrativas y gobernantes, y se adjudican las contratas y
subcontratas de producción y servicios,
Las enormes sumas invertidas anualmente por el Imperio, durante casi tres
siglos, para la erección de fortalezas y murallas, la construcción y reparación de
navíos, el mantenimiento del ejército y la marina, y las grandes aventuras milita-
res, constituyeron una fuente de capitalización reinvertida en efectivos manufac-
tureros y agrícolas. Por su origen y funciones, por el papel militar y naval que
desempeñaron, este sector criollo de la clase dominante de la colonia se mantuvo
estrechamente ligado a los intereses metropolitanos. Utilizaron hábilmente sus
riquezas para conservar y aumentar el poder gobernante que les delegaba la
Metrópoli, e hicieron del poder una herramienta para acumular más riquezas.
Fueron un sector clasista cuyos intereses coloniales eran complementarios de los

16
intereses metropolitanos. Al no plantearse en la cima de la sociedad una contra-
dicción colonia/metrópoli no aparece en el grupo dominante un conflicto nacional.
4.
Las clases dominadas cubrían un rango que iba desde los generalmente bien
pagados artesanos blancos urbanos hasta los esclavos africanos de las manufac-
turas azucareras. Como el crecimiento económico de la Isla fue más rápido que
el incremento demográfico hubo siempre una demanda insatisfecha de mano de
obra que seguramente redujo los acostumbrados extremos de explotación del
trabajo, típico en la época. No es posible un análisis cuantitativo: los documentos
existentes parecen revelar que los artesanos y trabajadores libres urbanos tenían
un nivel de vida muy superior al de sus colegas españoles. El campesinado libre y,
especialmente, los “vegueros” (cultivadores de tabaco), parecen haber gozado
de una cierta libertad relativa para la colocación de sus cosechas en el mercado
y la defensa de sus intereses. En realidad la oligarquía criolla era un sector de
terratenientes sin campesinos, señores sin siervos. Con una superestructura feu-
dal heredada de España, eran “señores” que tenían del señorío europeo solamen-
te la fundación agraria pero les faltaban súbditos a quienes explotar y de quienes
extraer el plus producto en forma de renta feudal de la tierra: en síntesis, carecían
de las relaciones feudales de producción.
El desarrollo de la agricultura de tabaco con destino a la exportación hubo de
hacerse sobre la base de imigraciones dirigidas de campesinos libres que se asen-
taron en las llamadas “vegas naturales”. Las grandes utilidades proporcionadas
por la comercialización del tabaco y, por consiguiente, las altas rentas reales por
este concepto originaron la primera gran fisura en la unidad de la clase gobernan-
te. La oligarquía terrateniente criolla y los funcionarios españoles pugnaron por la
apropiación total del negocio y en esta pugna salieron favorecidos los vegueros
que eran los productores directos. Los sectores dominantes manipularon las legí-
timas aspiraciones de los vegueros contra la explotación de su trabajo e impulsa-
ron una serie de protestas y sublevaciones campesinas que provocaron la expul-
sión del Gobernador y Capitán General de la Isla y sangrientas represiones
posteriores. Finalmente vino el entendimiento en la cima y la economía tabacale-
ra quedó en manos de la Factoría, institución administrada por los intereses pe-
ninsulares pero con participación substancial de intereses oligárquicos criollos.
En cuanto a los esclavos negros, por lo menos hasta la segunda mitad del siglo
XVIII, no conocieron la barbarie extrema de las plantaciones inglesas y francesas
del Caribe. En general, el bajo porcentaje de esclavos respecto a la población
total de Cuba parece indicar escaso desarrollo del sistema de plantación; el alto
índice de negros libres muestra una excepcional movilidad en el estrato más infe-
rior de la clase dominada; y el altísimo número de mulatos revela una frecuencia
de relaciones sexuales interétnicas a la que debió corresponder una cierta amino-
ración de algunos aspectos del conflicto racial. Por último, el hecho de que las

17
clases dominantes organizasen batallones de “pardos y morenos”, es decir, die-
sen instrucción militar moderna y enseñasen el manejo de las armas a los descen-
dientes libres de los esclavos, revela un altísimo grado de seguridad en la estabi-
lidad del régimen.
5.
En la medida que se incrementaron las producciones cubanas de tabaco y
azúcar se rompió el equilibrio entre la economía que descansaba en el complejo
producción/servicios, y la economía de exportación de mercancías coloniales de
base agrícola. Aunque la producción de azúcar crece a todo lo largo del siglo
XVIII, la gran expansión se inicia hacia 1740, se acelera hacia 1760, y el gran
boom es de 1790. La enorme rentabilidad de la manufactura azucarera distorsionó
la economía global de la colonia: el azúcar polarizó la atención de la oligarquía
terrateniente criolla y provocó la transferencia hacia este sector en expansión de
los recursos hasta entonces dedicados al tabaco, los astilleros y los servicios
(capitales, esclavos, campesinos libres, artesanos, tierras, etc.). Es decir, el gran
desarrollo azucarero, además de crear nuevos y extraordinarios recursos, se hizo
en detrimento de las otras actividades económicas. Se produce así una “revolu-
ción plantadora” en el sentido de honda transformación de la base económica
que derrumba gran parte de la ya carcomida superestructura colonial: institucio-
nes, cuerpo jurídico, sistema educacional, etc. Esta “revolución plantadora” agudizó
y dio un nuevo tono a las contradicciones clasistas, extremó los conflictos racia-
les, y modificó las relaciones colonia/metrópoli a partir de las cuales se producirá
el lento germinar de la nación.
6.
En general el XVIII fue siglo de violenta expansión del comercio en todo el
imperio español y consecuentemente de crecimiento y consolidación de la bur-
guesía periférica española —gaditana, catalana, vasca, etc.— Esta burguesía,
aunque carente de poder objetivo en el aparato estatal, disponía de una amplia
organización económica y un repertorio de medios materiales que le otorgaba
poder de decisión en determinadas instancias. Para esta burguesía, Cuba debía
ser, ante todo, un mercado importador privilegiado y un centro productor de ma-
terias primas. Es lógico el antagonismo entre la oligarquía criolla lanzada a la
producción azucarera, y los comerciantes españoles. La contradicción produc-
tor/comerciante, esquematizada en los párrafos anteriores, ha sido ampliamente
estudiada por la economía y los clásicos del marxismo. Pero lo que no se ha
estudiado, o por lo menos, divulgado, es que en Cuba a finales del XVIII y principios
del XIX el conflicto entre comerciantes y productores tiene lugar en una colonia
atípica (el complejo servicios/producción) donde la oligarquía terrateniente criolla
está aliada a la clase dominante metropolitana, tiene poder efectivo en la esfera
militar y naval al más alto nivel (inclusive el Ministro de la Guerra desde fines del
XVIII hasta 1808 es un terrateniente criollo), posee una impresionante conciencia

18
de grupo, una larga experiencia política, una gran preparación teórico-práctica en
los asuntos de la producción, el comercio, la administración y el manejo de la cosa
pública, y tiene una base económica de primer orden. Esto explica que por lo
menos entre 1790 y 1820, la oligarquía terrateniente criolla se alzase con el poder
gobernante de la colonia marginando, dominando o sobornando a los Gobernado-
res y Capitanes Generales. ¿Por qué dadas estas condiciones la Isla no se decla-
ra independiente y se constituye como Estado nacional? La respuesta sólo puede
encontrarse en la lucha de clases y sus concomitantes conflictos étnicos.
7.
Lanzados los oligarcas criollos al mercado mundial, en donde impera el régimen
capitalista de producción y se impone a todo el interés de dar salida a las mercan-
cías para el extranjero, el relativo carácter patriarcal de la esclavitud cubana man-
tenido hasta principios del XVIII es sustituido por la explotación intensiva del negro.
Ahora no se trata de arrancarles una cierta cantidad de productos útiles: ahora todo
gira en torno a la producción de plusvalía por la plusvalía misma. Es la creación de
un mundo nuevo que a la barbarie esclavista suma los tormentos civilizados del
trabajo excedente. La explotación intensiva y extensiva del negro lo transformó en
un material consumible costosísimo y exigió un urgente proceso, siempre creciente
de reposición. Azúcar y esclavos negros crecen paralelos en la Isla. Cálculos con-
servadores fijan una introducción promedio de 2 000 esclavos anuales entre 1765 y
1788. Para esta última fecha, Francisco de Arango y Parreño —máximo vocero de
la oligarquía terrateniente criolla— identifica la felicidad de la Isla con la introduc-
ción de esclavos. La presión azucarera-negrera es tan poderosa que rompe todos
los impedimentos legales. Las introducciones se incrementan: en el período 1800-
1820 arriban más de 200 000 africanos. Al llegar a 1840, aproximadamente el 70%
de la población masculina, adulta, entre 16 y 60 años, es negra o mulata. Es decir,
por cada 10 negros en capacidad combatiente, ofensiva, contra el sistema estable-
cido, hay sólo 3 blancos para defenderlo. Esta situación extremó la lucha de clases.
La sociedad se polarizó. De un lado los esclavos con su enorme cargo de opresión,
explotación marginación social; del otro, los esclavistas beneficiarios totales del
producto creado con el trabajo esclavo. A cada polo corresponde un color de la
piel: el esclavista es blanco, el esclavo es negro. La lucha de clases lleva inmerso el
conflicto étnico.
8.
Para la poderosa aristocracia terrateniente española, de corte feudal y con
ejercicio pleno del poder, hasta el final de las guerras de independencia america-
nas, Cuba continuó siendo el “antemural de las Indias Occidentales”, y la oligar-
quía terrateniente criolla su aliado más fiel. Los oligarcas criollos pusieron sus
recursos y sus mejores hombres en defensa de poder imperial, no sólo contra los
ejércitos libertadores americanos sino también en la propia España, colaborando
con el levantamiento militar del 2 de mayo, custodiando hasta Madrid a Fernando

19
VII, El Deseado, ayudando a reprimir los intentos liberales de las Cortes de
Cádiz en sus dos periodos y, finalmente, persiguiendo con saña a los liberales
españoles durante la “década ominosa”. Entre los oligarcas criollos y la aristo-
cracia española del XVIII y principios de XIX existieron siempre numerosos víncu-
los familiares y de intereses económicos que se hicieron más visibles cuando con
la interrupción de las comunicaciones con América las grandes remesas de las
contribuciones cubanas a la hacienda y los extraordinarios donativos de los
sacarócratas criollos fueron los ingresos fundamentales de las exhaustas cajas
peninsulares. Finalmente la aristocracia española y la oligarquía criolla devenida
en sacarocracia tenían un enemigo común: la burguesía periférica española. Así,
la contradicción clasista que en España se esquematiza:
burguesía española / aristocracia española
y en Cuba toma la forma de:
burguesía española / oligarquía criolla
conduce necesariamente a la alianza:
oligarquía criolla / aristocracia española
El absolutismo fernandino fue el más poderoso aliado de la sacarocracia crio-
lla: los regímenes liberales (los dos breves periodos de las Cortes de Cádiz, y los
distintos ciclos liberales que se inician a partir de la Revolución de La Granja), su
peor enemigo.
9.
A lo largo del siglo XVIII, y aun durante las dos primeras décadas de XIX, el
oligarca criollo siente que ha alcanzado su máximo nivel cuando la acumulación
de riqueza le permite ennoblecer, su pecho se cubre con las principales órdenes y
condecoraciones civiles y militares, funda un mayorazgo y es Señor, Justicia Mayor
y Teniente a Guerra de una villa. Es decir, arriba a su más alta jerarquía cuando
el poder que detenta, gracias a su base económica y a la acción de la clase a que
pertenece (de la cual es vanguardia), es ratificado, respaldado y hecho público
por su vestimenta, arreos, guilindujes, por el tratamiento y los rituales de sumisión
y cortesía que le dispensan, por el uso de toda la simbología creada por la aristo-
cracia feudal e impuesta por el dominio colonial. Ennoblecer no es sólo incorpo-
rar la paraphernalia inherente a la condición de noble: es mucho más. Ennoble-
cer significa también asumir como propia, internalizar la ideología de la nobleza,
su sistema de representaciones conceptuales, valorativas e, incluso, intuitivas.
Entre 1760 y 1830 la Corona negocia 46 títulos de nobleza (algunos con grande-
za) a los criollos enriquecidos. La trayectoria familiar de casi todos los titulares es
prácticamente la misma: el primer noble, o el padre, o el abuelo son hombres que
llegaron a Cuba como funcionarios administrativos y, casi siempre, con alta jerar-
quía militar o naval. Ya en la colonia se enriquecen mediante la apropiación de los
recursos del Estado, devienen en terratenientes, entroncan por casamiento con
una de las antiguas familias (también terratenientes y militares) detentadoras del

20
poder local (cabildo) y, por último, invierten en efectivos azucareros y cafetale-
ros. El ennoblecimiento sella su alianza con la nobleza terrateniente española y
les abre la puerta de la corte para el rejuego político.
Es importante señalar que estos 46 títulos de nobleza no corresponden a otras
tantas familias criollas: hay por lo menos 30 títulos que pueden situarse en un sólo
extenso grupo familiar cuyos miembros se casan entre sí y, cuando un cónyuge
enviuda por lo general se vuelve a casar con el hermano o hermana del difunto (o
una prima hermana, o sobrina, o viuda de un hermano, etcétera) en un proceso de
cierre del clan familiar para evitar los escapes de capital, información y/o poder.
Estos nobles, además de estar entrelazados familiarmente tienen, como hemos
visto, análogos orígenes, carreras, educación y estilo de vida y, sobre todo, po-
seen una base económica prácticamente idéntica por un proceso de selección y
preparación dentro de la propia oligarquía, ocupan su escalón más alto y constitu-
yen la elite de la clase. Ser la elite implica ser la vanguardia de la clase: sería por
tanto absurdo analizar la nobleza criolla fuera del estrato clasista que dirige u
orienta. Por último, un hecho significativo: el título puede transmitirse por heren-
cia siempre que a la muerte de titular el heredero correspondiente o reclame para
sí, corra los trámites requeridos y pague los derechos establecidos. Pero la con-
dición de vanguardia, de miembro de la elite dirigente de la clase no se gana por
el sólo hecho de pertenecer a la nobleza. En el último tercio del siglo XVIII la elite
de la oligarquía se lanzó a la adquisición de títulos nobiliarios porque (aparte de
otras razones psicológicas y de prestigio) el ennoblecer era un prerequisito esen-
cial para la consecución de los objetivos últimos de la clase. Por eso, para la
época que estamos analizando, los conceptos de nobleza criolla y elite de la oli-
garquía coinciden plenamente.
Al finalizar el siglo XVIII se cuentan en Cuba unos 24 nobles, de títulos recien-
tes, caracterizados por una extraordinaria vitalidad física (promedio de vida supe-
rior a 70 años), brillante ejecutoria militar, habilidad política, notable cultura, y
gran capacidad empresarial en el manejo de los negocios y fomento de plantacio-
nes. Esta elite, además, supo incorporar a sus actividades a otros miembros no
ennoblecidos de la oligarquía: y actuando con excepcional sentido de grupo y
empleando a fondo sus recursos materiales e intelectuales desempeñaron un pa-
pel imborrable en la historia de Cuba, impulsaron la transformación de la base
económica, crearon y recrearon instituciones y establecieron patrones de cultura
dominante que un siglo después aún tendrán vigencia. Fueron, en síntesis, los
hombres de la que pudiéramos llamar “revolución plantadora cubana”: revolución
que nació con extraordinario aliento burgués lastrado por la contradicción esclavista.
Ya la segunda generación de esta nobleza, nacida en la riqueza de los antepasa-
dos, crecidos mientras la lucha de clases esclavo/esclavista alcanzaba su máxi-
ma intensidad, presos en la alternativa burguesía o esclavitud que ideológicamen-
te significaba nación o plantación, fueron impotentes para mantener el élan vital

21
de la clase: fueron inferiores a los padres no sólo en acción social sino en vitalidad
física: el promedio de vida de esta segunda generación es 20 años menor que la
primera. Ya a mediados del XIX la nobleza ha dejado de ser la elite de la clase.
10.
Como el aristócrata español, el sacarócrata criollo era un terrateniente. Pero la
categoría de gran propietario agrario, de terrateniente, tenía en España una conno-
tación feudal. En Cuba, colonia despoblada, la propiedad del sacarócrata era un
bosque, hacienda ganadera, o plantación. Como terrateniente, el sacarócrata pudo
usar la simbología, los atributos externos del aristócrata español: pero un ingenio o
un cafetal no son un feudo y un esclavo africano no es un siervo. Desde el punto de
vista del mercado la plantación es una empresa capitalista y por lo tanto el plantador
debe asumir, y efectivamente asumió, la porción del cuerpo de valores burgueses
que aseguraban la inviolabilidad de la propiedad sobre los medios de producción y
rechazaban toda intervención del Estado en la dirección y fomento de la fortuna
privada. Pero en total contradicción con el derecho burgués el concepto de propie-
dad privada del plantador incluye al trabajador, al productor directo, al esclavo.
En suma, además de haber asumido la ideología de la aristocracia terratenien-
te española el plantador criollo ha hecho suyas determinadas doctrinas burgue-
sas. De la aristocracia española —del antiguo régimen— toma el corpus jurídico
que institucionaliza la esclavitud, el repertorio de valores que la justifica, y el
modo de vida que escinde la sociedad en dos polos: esclavos y esclavistas, blan-
cos y negros. De la burguesía incorpora las doctrinas y experiencias que encau-
zan su actividad empresarial y abren el comercio exterior: estudia los modernos
sistemas de organización del trabajo, experimenta con máquinas de vapor, se
declara librecambista... Pero más allá del campo ideológico está la realidad prag-
mática de que la alianza con la aristocracia española le permite la participación
en el gobierno de la colonia y le sitúa en posición ventajosa en su enfrentamiento
a la burguesía comercial. Así la contradicción clasista de la metrópoli:
aristocracia / burguesía
y la contradicción clasista criolla:
esclavo / esclavista
engranan como dos ruedas dentadas del mecanismo colonial y resuelven, a
nivel de clase dominante hasta la década de 1820 la contradicción
metrópoli / colonia
Como siempre, la lucha de clases prima sobre los conflictos nacionales y étnicos.
11.
Esta complejísima situación, resultado de un modo de producción anómalo que
dentro de una estructura colonial atípica produce mercancías con esclavos para
colocarlas en el mercado capitalista mundial, no podía generar un cuerpo de doc-
trinas orgánico.

22
Un sector de una clase social dominante cuya supervivencia económica sólo
es posible manteniendo a casi la mitad de la población total en el más bárbaro
régimen de explotación esclava, marginación social y degradación cultural; un
sector de una clase social dominante cuya acumulación de capital tiende a hacer-
se no en dinero efectivo y/o bienes muebles o inmuebles sino en hombres y mu-
jeres esclavos: un sector de una clase social dominante cuya organización econó-
mica requiere el flujo inmigratorio constante de esclavos africanos; un sector de
una clase social dominante que para mantener este régimen sobre el cual des-
cansa su poder debe demandar del gobierno colonial que instaure un brutal apa-
rato represivo que si por un lado garantiza la sumisión de los esclavos, por otro
asegura el sometimiento político de los esclavistas; un sector de una clase social
dominante a la que el incremento del capital no proporciona autonomía política
sino mayor sumisión al poder colonial; un sector de una clase social dominante
que por su debilidad estructural está incapacitado para ejercer la violencia como
arma política ya que un conflicto que desestabilizarse el sistema podía significar
la ruina económica total; un sector así, jamás puede generar un proyecto na-
cional, ni erigirse como clase gobernante sometiendo al otro sector que repre-
senta el poder metropolitano. Esta es la situación de la oligarquía terrateniente
criolla, convertida en clase (productores de azúcar y café), cuando en la década
de 1820 se desmorona el imperio español.
12.
A partir de la década de 1820 los oligarcas criollos cesan en su papel de
gendarmes de imperio, y Cuba cesa en sus Funciones de colonia de servicios:
ahora Cuba y Puerto Rico son el imperio. La independencia americana llevó
aparejada un profundo cambio estructural en España. La primera resultante con-
creta del desastre imperial fue el desmoronamiento del “antiguo régimen”. La
aristocracia terrateniente española, cuya supremacía como clase se asentaba en
el flujo de los metales preciosos americanos, se debilitó como clase y la burguesía
liberal se fue integrando con ella creando así la nueva oligarquía española del
siglo XIX. Año tras año se va haciendo más fuerte el poder de la burguesía periférica
española: las II Cortes de Cádiz (el “trienio liberal”) auguran el nuevo balance del
poder que la “década ominosa” no logra detener. Los años treinta son ya de
implantación de la nueva política con los decretos de desamortización, desvincu-
lación y abolición del diezmo eclesiástico, y en lo económico la integración del
mercado interior peninsular entre la periferia y los cereales castellanos.
A estos cambios en la metrópoli correspondió una nueva política colonial cu-
yos objetivos fundamentales fueron la conversión de Cuba y Puerto Rico en un
mercado de privilegio para las mercancías españolas, y poner las mercancías
coloniales en función de la burguesía peninsular. Con la muerte de Fernando VII,
y específicamente a partir de 1834 la oligarquía criolla pierde su antiguo favoritis-
mo absolutista: a partir desde este año su lucha con la burguesía española y sus

23
representantes comerciales en Cuba será frontal y brutal. Pero esto no significa
ni mucho menos una caída vertical de la oligarquía criolla convertida en
sacarocracia: la base económica de esa sacarocracia, su experiencia política, su
cultura dominante y su profundo sentido de grupo eran demasiado grandes para
que en pocos años se les desplazara del poder. Lo que ocurre a partir de la
década de 1830 es que la sacarocracia criolla es ya un sector de la clase domi-
nante que va perdiendo, lentamente, uno a uno, sus antiguos privilegios y se les va
desalojando de posiciones claves. El poder económico que detentan no les otorga
fuerza política gobernante, porque la contradicción fundamental clasista esclavo
/ esclavista les impide ejercer cualquier tipo de acción que implique peligro de
revolución social. A su vez la propia burguesía española, representada en Cuba
por los grandes comerciantes, tampoco puede ejercer acto alguno de violencia
contra los criollos, porque la misma esclavitud limita a los dos sectores de la clase
dominante en el ejercicio último del poder.
13.
El gobierno de general Miguel Tacón (1834-1838) fue un ejemplo típico de
cómo el poder colonial metropolitano supo emplear las contradicciones clasistas
para frenar el desarrollo de un conflicto nacional. Tacón explotó ilimitadamente la
contradicción esclavo / esclavista en su aspecto más teatral: el miedo al negro.
Hasta la primera mitad del siglo XVIII la negrofobia estuvo muy limitada en Cuba:
pero en la medida que se desarrolló el sistema de plantación y se fue ahondando
la brecha que separaba al hombre libre del esclavo (conflicto clasista) se fue
haciendo más frontal la oposición entre blancos y negros (conflicto étnico deriva-
do). La gran explosión revolucionaria de la colonia francesa de Saint Domingue
hizo patente que, si por un acontecimiento de cualquier tipo se liberaban las fuer-
zas contenidas de los esclavos de las plantaciones, venía abajo todo el sistema de
explotación económico/social montado. La posterior invasión y conquista de la
porción española de Santo Domingo por las fuerzas haitianas selló el terror a una
sublevación esclava. La supresión en Cuba de los batallones de pardos y more-
nos (de tan gloriosa memoria para el Imperio) es una resultante directa del incre-
mento de la negrofobia.
Naturalmente que este problema de la negrofobia es infinitamente más com-
plejo que lo expuesto por los historiadores tradicionales. El sacarócrata basaba
en los esclavos la producción de mercancías: en este sentido el plantador es un
esclavista pleno. Pero estas mercancías son vendidas en el mercado mundial
capitalista que le impone sus reglas del juego, le obliga a la carrera incesante por
aumentar la productividad, rebajar los costes y revolucionar los medios de pro-
ducción: en este sentido el plantador es un capitalista pleno. Este conflicto interior
permanente entre ambas realidades, le hizo cobrar conciencia de que, si bien su
riqueza estaba basada en la esclavitud (sistema de trabajo que emplea porque no
tiene otra opción), esa misma esclavitud de la cual depende es un sistema periclitado,

24
en proceso de abolición en todas las colonias americanas, contrario a la tabla de
valores culturales y étnicos que él proclama detentar e, incluso, irracional econó-
micamente a largo plazo. Y por encima de estas insalvables características nega-
tivas de la esclavitud hay el hecho probado de que genera la sujeción política de
los amos blancos.
Todas estas son razones más que suficientes para considerar a los plantadores
como productores esclavizados a la esclavitud en la más trágica contradicto in
adjecto de una clase. Son esclavistas conscientes de que su supervivencia eco-
nómica y política a largo plazo depende de que puedan desmantelar el sistema
esclavista sin perder el capital invertido en esclavos, y consiguiendo que estos
esclavos, una vez alcanzada la libertad, continúen trabajando en la plantación
como asalariados baratos. Jamás pudo arribarse a esta solución. Pero el conflicto
intelectual de los esclavistas criollos buscando incesantemente cómo liberarse
ellos de la esclavitud (no como liberar ellos a los esclavos), originó una muy
interesante y siempre mal interpretada literatura “antiesclavista” auspiciada, di-
vulgada, escrita a veces, por grandes amos de esclavos quienes jamás realizaron
la menor acción práctica por liberarlos. Esta literatura romántica tuvo también un
aparente sello nacionalista: los “villanos”, los traficantes de esclavos, son casi
siempre españoles. La gran culpa jamás cae sobre un criollo explotador que so-
mete al africano a un régimen de esclavitud por vida sino sobre el negrero que lo
arranca de África y lo trae a la Isla. Lo que se impugna es la trata, no la esclavi-
tud. Los comerciantes de esclavos tienen un nombre despreciable: negreros.
Los explotadores de esclavos tienen un nombre laudatorio: patricios.
14.
Aparte de los conflictos esquematizados anteriormente, hay otro hecho clave
en esta época (décadas de 1820 y 1830). Con el famoso tratado anglo-español de
1819 termina el régimen legal del comercio de esclavos que desde 1820 toma la
forma de contrabando. Este cambio jurídico (una actividad hasta entonces legal
se convierte en ilegal) no implicó una caída en la curva de importaciones de
hombres, pero sí cambió las características del negocio. Declarado ilegal el co-
mercio de esclavos se inició la persecución inglesa a los barcos negreros que
dura aproximadamente hasta 1845-1846. Así el negocio negrero, que siempre se
había caracterizado por la barbarie, sumó a la violencia del robo y la esclavización
de hombres, la violencia de la guerra declarada por la marina inglesa. Es evidente
que la nueva situación hizo que el comercio de esclavos, que siempre había sido
una actividad sumamente compleja y difícil, sólo pudiera llevarse a cabo con éxito
si se estaba en completa connivencia con las autoridades gobernantes de la colo-
nia. Y ya hemos visto que para esta época dichas autoridades ya no responden a
los intereses de la oligarquía criolla sino a los de la burguesía española. Lógica-
mente, los criollos fueron desplazados del negocio negrero y sólo pudieron des-
empeñarlos los comerciantes españoles que sí respondían a la nueva política co-

25
lonial. Con el gran desarrollo del contrabando de esclavos se llenaba una necesi-
dad fundamental del sistema de plantaciones organizado en su forma clásica.
Ingenios y cafetales requerían un suministro continuo de mano de obra esclava o
semiesclava, de ahí que la trata siempre fuese una actividad complementaria de
la plantación.
Ahora bien, cuando lo que era un negocio legal se transforma en contrabando,
los barcos negreros toman el carácter de barcos de guerra, y se estructura una
larga cadena de intereses que van desde el factor en África al gobernador y
capitán general de la colonia, los costes suben y el suministro de esclavos que
antes respondía aproximadamente a las características de un mercado libre, toma
las de mercado restringido, controlado por fuerzas extraeconómicas. El negocio
subsidiario alcanza mayor rentabilidad y de poder decisorio que el principal: es
decir, los grandes negreros peninsulares pudieron ir imponiendo condiciones a los
plantadores criollos. En la medida que se torna más importante la figura del co-
merciante de esclavos aparece una curiosa expresión literaria que es como una
contracorriente del “abolicionismo” criollo cuyo tema central es la exaltación de
los capitanes negreros que venciendo la furia de Albión traen a Cuba los brazos
requeridos para su grandeza económica.
15.
Por último, queda una menos trascendente pero nada despreciable contradic-
ción que fue manejada principalmente en el campo de los valores sociales. A
partir de la década de 1830 la nobleza criolla fue excluida de las grandes ceremo-
nias oficiales del palacio de los gobernadores, y su lugar fue ocupado por peque-
ños y medianos comerciantes españoles. (Como es obvio, los grandes comer-
ciantes, que siempre habían estado presentes, continuaron estándolo). Con estas
medidas se perseguía tres objetivos profundamente entrelazados. Primero, se
comprometía para la acción política en favor de la Metrópoli a un sector medio de
asalariados del comercio, casi en su totalidad peninsulares. (Durante la Guerra
de los 10 Años, 1868-1878, quedaría demostrada la extraordinaria importancia de
este sector como fuerza de choque organizada en batallones “del comercio”).
Segundo, se humillaba doblemente a los oligarcas criollos, por excluirlos, y por
sustituirlos con un sector social a quienes ellos calificaban despectivamente de
“tenderos” (a los pequeños comerciantes) y de “proletarios” (los empleados del
comercio). Tercero, se explotaba la contradicción burguesía / aristocracia al
oponer los comerciantes a la nobleza criolla, y la contradicción nacional al en-
frentar peninsulares y criollos. En cierta forma esta fue una batalla librada en el
plano de los valores, y resultó especialmente dura para las mujeres de la oligar-
quía que habían concientizado, interiorizado, más que los hombres, los patrones
de comportamiento aristocráticos. En resumen, a grandes rasgos y sin matices,
las contradicciones descritas pueden jerarquizarse así: Primero: el fundamental
conflicto clasista:

26
esclavo / esclavista
que limita la acción política de ambos sectores de la clase dominante.
Segundo: el conflicto étnico derivado
negro / blanco
a partir del cual se estructura el complejo ideológico que no sólo justifica la
esclavitud y la trata sino que además oprime, explota y margina a negros y mula-
tos libres, descendientes de esclavos, fácilmente identificables por sus caracte-
rísticas somáticas. Tercero, el conflicto ya estudiado dentro del sector dominante
entre la burguesía criolla y la burguesía colonial española, que engloba las contra-
dicciones
colonia / metrópoli
productor / comerciante
16.
En el plano político, y en los sectores dominantes, ¿qué ideología pudo generar
esta complejísima situación donde el conflicto clasista, el nacional y el étnico se
superponen? A grandes rasgos pudieran señalarse tres corrientes fundamenta-
les, correspondientes a tres sectores de la clase dominante. Para el sector penin-
sular tenemos el cuerpo de doctrinas que en la época se llamó integrismo. Para
esta actitud política Cuba es parte integrante de España y, por tanto, debe estar
en función de los requerimientos globales de la nación y no de intereses particu-
lares y locales. El integrismo es una doctrina colonialista que teóricamente parte
del hecho de que Cuba ha sido descubierta, conquistada, colonizada y civilizada
por España y que por ello todo lo que en Cuba existe arranca del tronco generoso
de la Madre Patria.
En el aspecto práctico, real, el integrismo es una doctrina económica, de ca-
rácter proteccionista. El proteccionismo era, a fin de cuentas, la única arma eco-
nómica que tenía España para emerger de las guerras de la revolución y el impe-
rio (1789-1815) y del desastre imperial en América. Por eso para la España
periférica (Cádiz, Vizcaya y, sobre todo, Cataluña), donde sin protección indus-
trial no había posible emerger económico y el proteccionismo, más que una doc-
trina, llegó a ser una mística. Güell y Ferrer y Bosch Labrús fueron los más altos
ideólogos del proteccionismo y, lógicamente la fortuna de ambos se formó en
Cuba. En el plano institucional el integrismo partía de que la situación cubana,
determinada por la esclavitud no hacia posible aplicar a la Isla las fórmulas polí-
ticas de la Península y de ahí la necesidad de regirla por un cuerpo de leyes
especiales. Naturalmente para la sacarocracia criolla el integrismo aparecía (y
realmente lo era) una doctrina económica y política en una sola dirección: protec-
ción de productos españoles, muy caros, en el mercado comprador cubano, y
leyes dictadas por la Metrópoli sin intervención directa y sin consulta de los inte-
reses sacarócratas.

27
17.
Frente a este integrismo unidireccional la oligarquía criolla estructuró una ideo-
logía que pudiera denominarse reformismo-anexionismo. Lastrada por su pasa-
do al servicio del despotismo borbónico, con un profundo desprecio clasista hacia
el pueblo asalariado, convertida en gran propietaria de dotaciones de esclavos
negros a quienes temen y odian pero sobre quienes basan su riqueza, sin posibili-
dades de acción para mantener el poder político que les correspondía de acuerdo
a su potencialidad económica, todo su ideario se resuelve en una transacción con
la metrópoli o en un cambio de metrópoli. Fijando sus características fundamen-
tales puede decirse que el reformismo-anexionismo es una ideología esclavista
colonialista y racista, Es esclavista ya que exige como conditio sine qua non el
respeto por la metrópoli de la institución esclava, el reconocimiento del “sagrado
derecho de propiedad” que la sacarocracia se abroga sobre los hombres negros
que ha comprado y sus descendientes. Como el reformismo-anexionismo es una
doctrina que cubre un largo periodo histórico su postura ante la esclavitud se fue
adaptando a las cambiantes circunstancias económico/sociales. En una primera
etapa (1790 a 1820, aproximadamente) defiende la esclavitud como institución
intocable y promueve el comercio de negros como vía de acelerar el “bienestar”
de la Isla. En una segunda etapa, de los años 20 a 50, continúan su cerrada
defensa de la esclavitud pero promueven intensamente nuevas fórmulas para
resolver el problema de las brazos baratos para las plantaciones (migración blan-
ca, china, yucateca, etc., leyes sobre “vagos”, incorporación de nuevas tecnolo-
gías ..., e inician una intensa campaña contra la trata). En la tercera etapa, años
60 y 70, ante la creciente irrentabilidad del trabajo esclavo, y careciendo de una
solución práctica factible, tratan de obtener una “abolición con indemnización”
que por una parte garantice la permanencia de los esclavos en la plantación bajo
un sistema coercitivo en forma de asalariados obligados, y por otra parte les
permita transformar en dinero efectivo el capital invertido en hombres.
Como puede observarse en las tres etapas la defensa de la esclavitud fue una
constante del reformismo. Por ser una ideología asentada en la esclavitud de los
negros, el reformismo fue esencialmente racista. Los reformistas se opusieron a
que la constitución española considerase ciudadanos a todos los nacidos en el
territorio nacional (que por entonces incluía Cuba), pues un precepto constitucio-
nal así otorgaría derechos ciudadanos a los negros. Para la sacarocracia refor-
mista-anexionista el negro no fue jamás un ciudadano, y tampoco un cubano
aunque hubiese nacido en Cuba: siempre diferenciaron nítidamente la categoría
cubanos (aplicable exclusivamente a los blancos) de la categoría negro que no
era ciudadano y, por tanto no podía tener nacionalidad. Por este mismo sentido de
cosificación los negros de poca edad no son “niños” sino “negritos”. No importa
que, teóricamente, la vanguardia intelectual de la sacarocracia reconozca la in-
justicia de la esclavitud o ponga de relieve las características positivas de algún

28
negro o mulato nacido en Cuba. Para ellos el negro puede ser útil como esclavo
pero siempre es indeseable como hombre libre: por eso el otro objetivo de la
sacarocracia es blanquear la Isla. Finalmente hay que señalar que el reformismo-
anexionismo fue una doctrina básicamente colonialista, aunque con dos vertien-
tes. Como lo económico esencial fueron la esclavitud y el mercado, los objetivos
nacionales se supeditaron a ellos. Y fueron reformistas, con respecto a la metró-
poli española, por el largo nexo establecido con la aristocracia peninsular, con la
que compartieron el poder colonial. Pero al caer el antiguo régimen y afianzarse
en España, la burguesía periférica la oligarquía criolla tiende a orientarse hacia
Estados Unidos que al igual que España garantiza la esclavitud y donde hay un
mercado que juzgan ideal para el azúcar. Cuando a principios de la década del 40
hay síntomas visibles de que España, presionada por Inglaterra puede orientarse
hacia la abolición de la esclavitud, los reformistas se transforman en anexionistas.
Y cuando pocos años más tarde Inglaterra abandona la persecución de la trata y
abre su mercado a los azúcares cubanos, los anexionistas, retornan al reformis-
mo, y cuando en los años 60 estalla la Guerra Civil norteamericana y es abolida la
esclavitud en el Sur, desaparece el anexionismo esclavista (que es el reformista).
Por lo tanto, carece de sentido tratar el reformismo como una corriente política
distinta del anexionismo.
El reformismo-anexionismo no fue un cuerpo de doctrinas alrededor del cual
se conforma un movimiento político, como dicen las historias tradicionales; por el
contrario fue el movimiento de defensa de intereses económicos y políticos de
una clase alrededor del cual se teje un cambiante cuerpo de doctrinas, que se
adapta a las diversas circunstancias y cuyas constantes son la esclavitud, el colo-
nialismo y el racismo.
18.
En la década de 1860 la sociedad cubana, aparte de la estratificación clasista,
estaba dividida en sectores que respondían a razones nacionales y raciales. Las
clases pueden graficarse como barras horizontales: los sectores nacionales y
raciales, por el contrario son formas verticales que se superponen a las clases,
agrupando porciones de dos o más de ellas, y también se superponen entre sí.
Esta incidencia de problemas clasistas, nacionales y raciales dio una especial
significación a los movimientos políticos desarrollados en la colonia. El integrismo
es burgués, español y blanco. El reformismo-anexionismo es la filosofía política
de un sector burgués, criollo (nunca nacional), y blanco. Esta estrechez sectorial
hizo de ambas doctrinas el programa de exiguas minorías sociales, insignificantes
como grupos demográficos pero importantísimas por la acumulación de riquezas
y poder.
Ahora bien, un movimiento capaz de aglutinar grandes masas de la población
no podía ser marcadamente sectorial o definidamente clasista, pero sí debía con-
tener obligatoriamente la más importante reivindicación de clase: la abolición de

29
la esclavitud. Pues la abolición de la esclavitud era el paso esencial para entrar a
resolver el conflicto racial, sin cuya solución era imposible abordar un movimiento
nacional. Un movimiento de esta categoría, en espiral, capaz de penetrar toda la
sociedad cubana no podía germinar a partir de los esclavos, donde aproximada-
mente el 50% de la población adulta era africana, y que debieron haber sentido una
actitud de odio y rechazo hacia un medio al cual habían sido traídos violentamente
como esclavos y donde estaban sometidos al trabajo forzado sin esperanzas. Entre
ellos debió cuajar un afán común por la libertad y un rechazo desmedido hacia los
blancos, en quienes identificaban al amo explotador. Los esclavos no tenían por qué
sentirse solidarizados con las otras clases sociales, ni siquiera con los negros libres;
ellos lucharon denodadamente por su libertad y los archivos recogen documentos
que testifican miles de sublevaciones y rebeldías individuales, de pequeños grupos y
aun de dotaciones completas de ingenios. Pero la eficiencia del bárbaro aparato
represivo creado por los esclavistas que incluía estructuras de incomunicación sa-
biamente concebidas hizo imposible un movimiento global de los esclavos. En cam-
bio, entre los negros y mulatos libres sí parece haberse desarrollado un amplio
movimiento coordinado de rebeldía contra el status social. No cabe duda de que la
llamada “Conspiración de la Escalera” (1844) si bien no se concretó como una
sublevación a escala nacional sí fue una bestial acción represiva llevada a cabo por
las fuerzas colonialistas (con el beneplácito de la aterrorizada oligarquía criolla)
para desarticular un proceso de rebeldía ascendente que amenazaba con incorpo-
rar la violencia de las plantaciones a la lucha urbana de los negros “libres” contra la
explotación, la opresión y la marginación.
Ahora bien, por hondos prejuicios que ya constituían categoría espiritual, nin-
gún movimiento emanado de los grupos negros iba a ser secundado por los blan-
cos. El campesinado, por su parte, era todavía una clase muy reducida e incomu-
nicada en Cuba para generar por sí misma una acción de trascendencia política.
El proletariado, aparte de su escaso desarrollo como clase, estaba dividido en
blancos y negros. Y los proletarios blancos, en especial, estaban relativamente
bien pagados como consecuencia de la endémica falta de brazos. Esta fragmen-
tación social clasista, nacionalista y étnica (aparte de otros conflictos regionales y
sectoriales) fue una de las herramientas fundamentales de la Metrópoli para afir-
mar su dominio colonial sobre Cuba. De ahí que un movimiento anticolonial, que
sobre la marcha se transformaría en un movimiento nacional, sólo podía partir de
un sector criollo, blanco (un movimiento emanado de los blancos podía incorporar
a los negros, nunca a la inversa), capaz de enfrentar y resolver la principal con-
tradicción clasista: la esclavitud. Este es el magno papel que le tocó jugar a un
grupo de terratenientes no esclavistas, no azucareros, de Camagüey y Oriente.
19.
En la región oriental de la Isla (Camagüey y Oriente) donde el sistema de
plantación quedó relativamente estancado a finales del siglo XVIII, predominando

30
la economía de hacienda sobre los ingenios azucareros existentes —pequeños,
con pocos esclavos y retrasados tecnológicamente— la esclavitud se fue
desintegrando. En su lugar se creó un campesinado libre, con gran porcentaje de
negros y mulatos, propietarios o no de la tierra. Y los propios negros esclavos
fueron, en su gran mayoría, criollos, ya que la migración africana hacia la zona
fue relativamente pequeña, si la comparamos con lo ocurrido hacia Occidente.
Es decir, en estas amplias zonas de la Isla el sistema de plantación no llegó a
desarrollarse y, por tanto, no se constituyó una sacarocracia local con el poder y
los conflictos internos de la gran oligarquía de occidente. El sector criollo domi-
nante está formado por terratenientes con pequeños capitales (la tierra, mientras
no pueda ponerse en función de una producción no es capital) y por propietarios
de haciendas y plantaciones medianas. Es importante señalar que estos grupos
no constituían una unidad: por el contrario, están divididos por una serie de con-
flictos interregionales derivados de la secular política colonial. Estos conflictos y
diferencias regionalistas van a poner obstáculos a veces insalvables en las luchas
de independencia: se trata de un problema con profundas raíces históricas y es
absurdo ver en el mismo una superficial expresión de simples orgullos localistas.
En síntesis, la gran contradicción de Cuba, esclavo / esclavista dividía la clase
dominante en tres sectores: la oligarquía española, integrista, esclavista, de origen
comercial pero que ya en la década de 1860 tiene además cuantiosas inversiones
en efectivos tabacaleros, azucareros, navieros y de industrias urbanas; la oligar-
quía criolla de occidente y centro, reformista-anexionista, esclavista y, por lo
tanto, comprometida con el gobierno colonial (auque sea en contra de sus propios
deseos); los sectores criollos dominantes de Camagüey y Oriente, terratenientes
sin capital, con dos generaciones sin sistema de plantación, formados en la cultu-
ra cautiva de la sacarocracia pero que por no tener esclavos no están comprome-
tidos con el gobierno colonial, y no tienen por qué incorporar a su ideología y
modo de vida los temores esclavistas y racistas de la oligarquía occidental, aun-
que hayan interiorizado niveles de prejuicios adecuados a la época, y también
todos los principios positivos burgueses. Es un sector que no tiene temor a ejercer
la violencia para reclamar sus derechos frente a la explotación de la metrópoli y
que puede enfrentar el crucial problema de abolición de una esclavitud de la cual
no dependen.
A estos grupos dominantes locales los dividía el regionalismo, pero los unía el
ser blancos, el mismo criollismo, el proceder de familias de origen y educación
análogos, con similares estilos de vida e idéntica tabla de valores para juzgar lo
autóctono y lo extranjero. Y en la base económica los aunaba una problemática
común: el enfrentamiento a un sistema de explotación colonial, rapaz que no solo
extraía la riqueza producida sino que cerraba las posibilidades de desarrollo a la
región. Sobre ellos pesaba el lastre de la cultura cautiva dominante impuesta a lo
largo de la Isla por la gran fuerza creadora de la oligarquía habanera en la etapa

31
inicial de su poder. Sus relaciones con esa oligarquía habanera era de tipo social
subordinado: la gran oligarquía habanera aparecía como el centro de la cultura
criolla, la que tenía en sus manos a la Real Sociedad Económica de Amigos del
País, la Universidad, los principales periódicos y revistas, las instituciones musi-
cales... La Habana era el centro gobernante y el lugar de residencia de casi un
centenar de nobles y de las grandes fortuna azucareras esclavistas. Pero estos
“poderosos de La Habana” eran también quienes acostumbraban a imponer sus
intereses de plantadores sobre los muy respetables intereses locales de Camagüey
y Oriente. Esto agudizó el regionalismo y agrandó la brecha ya existente entre los
sectores dominantes de oriente y occidente.
Obviamente, orientales y camagüeyanos, sin esclavos, no estaban obligados al
compromiso colonial y no temían ejercer la violencia frente a la metrópoli, porque
la abolición de la esclavitud no los arruinaba: al contrario, podía coadyuvar al
desarrollo de sus regiones.
Este conflicto que supone tener gran arte de los valores y patrones de conduc-
ta de la cultura dominante y actuar políticamente en contra o, por lo menos,
poniendo en peligro a la totalidad del sector criollo oligárquico habanero significó
una confrontación social y económica. El sentido revolucionario anticolonial de
los hombres que se lanzaron a la Guerra de los 10 Años debió superar el miedo al
esclavo y el desprecio al negro que limitaban la acción política. Este emerger
dentro de un sector de la clase dominante de un cuerpo de doctrinas distinto al
compartido por el grupo más influyente y poderoso, este sacar de un caldo
esclavista, colonialista y racista, un ideal que fuese su opuesto, tuvo que ser una
labor esencialmente traumática. Por eso la revolución de 1868 iniciada en La
Demajagua tenía un carácter esencialmente destructivo, que aterrorizó por igual
al gobierno colonial español y a la sacarocracia plantadora de Occidente. Y aun-
que esta revolución no logró sus objetivos últimos, los Diez Años de acción gue-
rrera aceleraron el proceso de desestructuración de las plantaciones esclavistas
resolviendo la fundamental contradicción clasista (la esclavitud), enfrentaron los
problemas de prejuicio, discriminación y marginación de las masas negras y mu-
latas, e hicieron posible el emerger de un nuevo concepto de nacionalidad que
superó substancialmente la concepción criolla de nacionalidad blanca al modo
Saco, Luz, Del Monte.
20.
A partir de los años 1870 el crecimiento y concientización de las masas obre-
ras urbanas, y la desintegración de la esclavitud, replantearán formalmente las
grandes contradicciones clasistas. La antaño brillante oligarquía criolla, desplaza-
da del azúcar y el tabaco por la agresiva actividad empresarial española, deviene
en clase media profesional y rentista de propiedades urbanas y rurales: solo un
grupo muy pequeño logra industrializar y mantener (a modo individual, no de
grupo) su antigua primacía azucarera. A su vez el sector dominante español se

32
escinde en dos grupos netamente diferenciados: los importadores, comerciantes
y funcionarios, cuyos intereses se sustentan en el mantenimiento del status quo
colonial y aquellos que han invertido en efectivos industriales en Cuba. Estos
últimos crecieron y se enriquecieron a la sombra del colonialismo; pero una vez
que invirtieron su capital en Cuba, comenzaron a ser afectados por el mismo
colonialismo que les permitió el enriquecimiento inicial. En este grupo, y a muy
corto plazo, se va a generar una de las contradicciones coloniales más curiosas:
después de haber sido defensores y divulgadores del integrismo (ver punto 16),
devienen en reformistas-anexionistas. Naturalmente se trata de un reformismo
modernizado, no esclavista, pero sí racista, antiobrero colonialista, abierto a la
opción de cambio de metrópoli.
En la base social el gobierno colonial, en un intento de disolver el creciente
nacionalismo, promueve un fuerte proceso inmigratorio que secciona a los obreros
en españoles y cubanos, introduciendo la contradicción nacional dentro del conflic-
to clasista. La industrialización azucarera se hace exclusivamente con obreros blan-
cos, en su mayoría españoles: que es otra forma de superponer los conflictos clasis-
tas, raciales y nacionales. ¿Qué ideologías políticas pudieron germinar en este
complejo panorama? Por un lado, supervive el antiguo integrismo de los comer-
ciantes importadores españoles, cuyo cuerpo de doctrinas, que es más bien un
cuerpo de intereses, se expresa en el llamado Partido Unión Constitucional. Por
otro lado se reestructura el cuerpo de ideas reformista-anexionista, ya sin esclavi-
tud, que a partir de la década de 1880 toma el nombre de autonomismo.
Pero este autonomismo que es en esencia un cuerpo de intereses, cuya cons-
tante es la falta de fe en los valores nacionales, (por eso buscan la continuidad
cultural en España y la continuidad colonial en USA), se debilita por la acción de
un grupo auténticamente revolucionario que ha incorporado los elementos positi-
vos de la cultura cautiva criolla, sin interiorizar su negativa desesperanza. Y,
paradójicamente, el Partido Autonomista se fortalece, a partir de la década de
1890 con la contribución de los disidentes del Partido Unión Constitucional que
fundan el Partido Reformista, especialmente a partir de 1892, autonomistas y
reformistas colaborarán estrechamente en la arena política. Finalmente, emergerá
el radical independentismo, cuya expresión más coherente estará en la acción y
pensamiento de José Martí, enfrentando, simultáneamente, la triple contradicción
clasista, nacional y racial.

Manuel Moreno Fraginals: “Hacia una historia de la cultura cubana” en revista Universidad de la
Habana, no. 227, La Habana, enero-junio de 1986, pp. 41- 63.

33
Ideas sobre la incorporación de Cuba
en los Estados Unidos (1848)
(Fragmentos)
José Antonio Saco

…El día que me lanzara en una revolución, no sería para arruinar


mi patria, ni deshonrarme yo, sino para asegurar su existencia
y la felicidad de sus hijos.
Réplica de Saco a Vázquez Queipo

Confieso con toda la sinceridad de mi alma que nunca se ha visto mi pluma tan
indecisa como al escribir este papel; y mi indecisión procede, no del asunto que
voy a discutir, sino de la situación particular en que me hallo. Consideraciones
que pesan mucho sobre mi corazón me imponen un respetuoso silencio, y
guardaríalo profundamente si ellas fuesen las únicas que mediasen en la grave
cuestión que debemos resolver; pero cuando me veo en presencia de un peligro
que puede amenazar a la patria, me juzgaría culpable si, habiendo hablado en
ocasiones menos importantes no manifestase en ésta mis ideas. En mí favor
invoco el derecho que todos tienen a emitir las suyas, así como soy indulgente,
aún con los de opiniones contrarias a las mías, hoy reclamo para mí no la indul-
gencia que a otros concedo, sino tan sólo la tolerancia. A mí personalmente, una
revolución en Cuba, lejos de causarme ningún daño, me traería algunas ventajas.
Desterrado para siempre de mi patria por el despotismo que la oprime, y aun
errante en mi destierro, la revolución me abriría sus puertas para entrar gozoso
por ellas: pobre en Europa y abrumado de pesadumbres por mi condición presen-
te y un triste porvenir, la revolución podría enriquecerme y asegurar sobre alguna
base estable el reposo de mi vida: sin empleos, honores ni distinciones, la revolu-
ción me los daría. Si, pues, tanto me da la revolución ¿por qué no marcho bajo sus
banderas? ¿Por qué vengo a combatirla, renunciando a sus favores? Sé que
algunos dirán que mis opiniones son retrógradas; otros, que soy un apóstata; y
aun no faltará quien pregone que he vendido mi pluma, para escribir contra la
anexión. Pero a los que estas y otras cosas digan, si las dicen de buena fe, los
perdono; y si de mala, los desprecio.
Contemplando lo que Cuba es bajo el gobierno español, y lo que sería incorpo-
rada a los Estados Unidos, parece que todo cubano debiera desear ardientemente
la anexión; pero este cambio tan halagüeño ofrece al realizarse grandes dificul-
tades y peligros.

34
La incorporación sólo se puede conseguir de dos modos: o pacíficamente o
por la fuerza de las armas. Pacíficamente, si verificándose un caso improbable
España regalase o vendiese aquella isla a los Estados Unidos; en cuya eventua-
lidad, la transformación política de Cuba se haría tranquilamente y sin ningún
riesgo. Por lo que a mí toca, sin que se crea que pretendo convertir ningún cuba-
no a mi opinión particular, debo decir, francamente que, a pesar de que reconozco
las ventajas que Cuba alcanzaría formando parte de aquellos Estados quedaría
en el fondo del corazón un sentimiento secreto por la pérdida de la nacionalidad
cubana. Apenas somos en Cuba 500 000 blancos, que en la superficie que ella
contiene bien pueden alimentarse algunos millones de hombres. Reunida que fue-
se el norte de América, muchos de los peninsulares que hoy la habitan, mal ave-
nidos con su nueva posición, la abandonarían para siempre; y como la feracidad
de su suelo, sus puertos magníficos y los demás elementos de riqueza que con tan
larga mano derramó sobre ella la Providencia, llamarían a su seno una inmigra-
ción poderosa, los norteamericanos dentro de poco tiempo nos superarían en
número y la anexión, en último resultado, no sería anexión sino absorción de
Cuba por los Estados Unidos. Verdad es que la isla, geográficamente considera-
da, no desaparecería del grupo de las Antillas; pero yo quisiera que, si Cuba se
separase, por cualquier evento del tronco a que pertenece, siempre quedase para
los cubanos, y no para una raza extranjera. “Nunca olvidemos (así escribía yo
hace algunos meses a uno de mis más caros amigos) que la raza anglosajona
difiere mucho de la nuestra por su origen, por su lengua, su religión y sus usos y
costumbres; y que, desde que se sienta con fuerza para balancear el número de
cubanos, aspirará a la dirección política de posnegocios de Cuba; y la conseguirá,
no solo por la fuerza numérica, sino por que se considerará como nuestra protec-
tora o tutora y mucho más adelantada que nosotros en materias de gobierno. La
conseguirá, repito, pero sin hacernos ninguna violencia y usando de los mismos
derechos que nosotros. Los norteamericanos se presentarán ante la urnas elec-
torales; nosotros también nos presentaremos; ellos votarán por los suyos y noso-
tros por los nuestros; pero como ya estarán en mayoría, los cubanos serán exclui-
dos, según la misma ley, de todo o casi todos los empleos: y doloroso espectáculo
es por cierto que los hijos, que los amos verdaderos del país, se encuentren en él
postergados por una raza advenediza. Yo he visto esto en otras partes, y sé que
en mi patria también lo vería; y quizá también vería que los cubanos, entregados
al dolor y a la desesperación, acudiesen a las armas y provocasen una guerra
civil. Muchos tacharán estas ideas de exageradas y aún las tendrán por un deli-
rio. Bien podrán ser cuanto se quiera; pero yo desearía que Cuba no sólo fuese
rica, ilustrada, moral y poderosa, sino que fuese Cuba cubana y no angloameri-
cana. La idea de la inmortalidad es sublime, porque prolonga la existencia en los
individuos más allá del sepulcro; y la nacionalidad es la inmortalidad de los pue-
blos y el origen más puro del patriotismo...
[…]

35
Pero yo he supuesto lo que no es. He supuesto que todos los cubanos desean
y están dispuestos a pelear por la incorporación. Es muy fácil que los hombres se
engañen tomando por opinión general la que sólo es del círculo en que ellos se
mueven; y yo creo que en este error incurrirían los que se imaginasen que los
cubanos piensan hoy de un mismo modo en cuanto a la anexión; en la Habana,
Matanzas, y otras ciudades marítimas bien podrían existir en ciertas clases, tales
o cuales ideas; pero si consultamos el parecer de la población esparcida en otras
partes, conoceremos que todavía no ha penetrado en ella tanta filosofía. Si el país
a que hubiésemos de agregarnos fuese del mismo origen que el nuestro, Méjico
por ejemplo, suponiendo que este pueblo desventurado pudiese darnos la protec-
ción de que él mismo carece, entonces por un impulso instintivo y tan rápido
como el fluido eléctrico, los cubanos todos volverían los ojos a la región de
Anahuac. Pero cuando se trata de una nación extranjera que otra, para la raza
española extraño fenómeno sería, que la gente cubana en masa rompiendo de un
golpe con sus antiguas tradiciones, con la fuerza de sus hábitos y con el imperio
de su religión y de su lengua, se arrojase a los brazos de la Confederación Norte-
americana. Este fenómeno sólo podrá suceder si persistiendo el gobierno metro-
politano en su conducta contra Cuba, los hijos de esta antilla se ven forzados a
buscar en otra parte la justicia y la libertad que tan obstinadamente se les niega.
Aun en las ciudades de la Isla donde más difundida pudiese estar la idea de la
anexión, mirarían ésta con repugnancia los que viven y medran contentos a la
sombra de las instituciones actuales; los obligados a pasar por el nivel de la igual-
dad americana, perderían el rango que hoy ocupan en la jerarquía social; y si a
ellos se juntan el número de los indolentes, de los pacíficos y de los tímidos,
resultará que el partido de la anexión no será muy formidable. ¿Y esta fracción,
que seguramente encontrará al frente suyo a otra más poderosa, esta fracción es
la que podría salir vencedora en empresa tan arriesgada?...
[…]
Bulle en muchas cabezas norteamericanas el pensamiento de apoderarse de
todas las regiones septentrionales de América hasta el itsmo de Panamá. La
invasión de Cuba por los Estados Unidos descubriría en ellos una ambición tan
desenfrenada, que alarmaría a las naciones poseedoras de colonias en aquellas
partes del mundo. Yo no sé si todas ellas sintiéndose amenazadas, harían causa
común con España; pero Inglaterra, que es cabalmente la que más tiene que
perder, miraría como una fatalidad que Cuba cayese en todo su vigor y lozanía
bajo el poder de los Estados Unidos. Ella, pues, abierta o solapadamente, según
creyera que mejor cumplía a los fines de su política, se mezclaría en la contienda,
y sus parciales en Cuba serían más numerosos que los de la república americana;
pues ésta, a lo más, sólo contaría con los cubanos; mas aquélla reuniría en torno
suyo a los peninsulares, porque defendería los intereses de España, y a todos los
individuos de raza africana, porque éstos saben que ella hace a los esclavos libres

36
y a los libres ciudadanos, mientras los Estados Unidos mantienen a los suyos en
dura esclavitud….
[…]
España oprimiendo a sus colonias ha perdido un continente. Ensaye ahora
para los restos preciosos que le quedan un nuevo modo de gobierno, el único
compatible con sus actuales instituciones y con las urgentes necesidades de Cuba.
La libertad que a ésta se conceda, en vez de relajar los vínculos que la ligan con
su metrópoli, servirá para apretarlos, pues, reparando injusticias y agravios enve-
jecidos, desarmará la cólera secreta de un pueblo que hoy gime encadenado.
Engañan al gobierno los que le dicen que ese pueblo está contento. Por mal que
suene mi voz a sus oídos, impórtales mucho escucharla, pues exenta de todo
temor y de toda esperanza, les habla francamente la verdad. Si en el mundo hay
alguna colonia que no tenga simpatías con su metrópoli, Cuba es esa colonia.
Créame el gobierno, porque soy cubano, y porque, además de ser cubano, es
como piensa mi país. Tiempo es todavía de ganarse el corazón de aquellos mora-
dores; pero esto no se consigue con bayonetas, proscripciones, ni patíbulos. Co-
mience una nueva era para todos, cese la mortal desconfianza con que se mira a
los cubanos, dénseles derechos políticos, ábranseles libremente todas las carre-
ras, y fórmese una legislatura colonial para que ellos tomen parte en los negocios
de su patria; pero si en vez de este camino, sigue el gobierno la marcha tortuosa
que hasta aquí, tenga por cierto que el descontento crecerá, y día podrá llegar en
que, pospuestos los intereses materiales —único dique que al presente contiene
los justos deseos de libertad—, estalle una revolución que sea cual fuere el resul-
tado para Cuba, a España siempre será funesto. Vivimos en una época de gran-
des acontecimientos, nadie puede pronosticar hasta dónde llegarán las cosas, si
España se hallase envuelta en una guerra europea, o despedazada por la anar-
quía. La palabra anexión empieza a repetirse en Cuba; el extraordinario engran-
decimiento de los Estados Unidos y la plácida libertad de que gozan son un imán
poderoso a los ojos de un pueblo esclavizado; y si España no quiere que los
cubanos fijen la vista en las refulgentes estrellas de la constelación norteamerica-
na, dé prueba de entendida, haciendo brillar sobre Cuba el sol de la libertad.

Paris, 1 de noviembre de 1848.

José Antonio Saco. “Idea de la incorporación de Cuba en los Estados Unidos”, Contra la anexión,
Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, pp. 95-111.

37
Libertad
José Antonio Saco

He aquí el motivo verdaderamente noble que impele a muchos cubanos a buscar


la anexión, porque con ella gozarían de la más completa libertad. Pero si este
generoso sentimiento se realizara, aunque fuese pacíficamente, sacrificaría la
nacionalidad cubana. Mis deseos son que Cuba, dependiente de España, sea
libre, y no esclava como es; para que separada de ella, no sólo goce de libertad,
sino de una existencia política que asegure en el porvenir la conservación y pre-
ponderancia de la raza blanca que hoy la habita. Esto me induce naturalmente a
demostrar contra mis impugnadores la siguiente verdad: Incorporada Cuba a
los Estados Unidos, su actual nacionalidad perecería irremediablemente.
Si los anexionistas me dijesen que nada les importa perder su nacionalidad con
la anexión de Cuba a los Estados Unidos, entonces sellaría mis labios, porque no
tengo la pretensión de inspirar tan grato sentimiento a quien de él carece, o en tan
poco lo estima. Pero que me nieguen, o den a entender, que no existe la naciona-
lidad cubana, y que quieran sostenerme que, aun en el caso de existir, ella no se
perdería con la anexión, son errores que debo combatir.
Para disipar la confusión en que mis impugnadores han envuelto esta materia,
es preciso que antes sepamos lo que es nacionalidad. Confieso que no es fácil
definir claramente esta palabra: porque consistiendo la nacionalidad en un senti-
miento, los sentimientos se sienten, pero nunca se explican bien. Así en vez de
valerme de definiciones imperfectas y obscuras, me serviré de ejemplos y diré:
que todo pueblo que habita un mismo suelo, y tiene un mismo origen, una misma
lengua, y unos mismos usos y costumbres, ese pueblo tiene una nacionalidad.
Ahora bien: ¿no existe en Cuba un pueblo que procede del mismo origen, habla la
misma lengua, tiene los mismos usos y costumbres, y profesa además una sola
religión, que aunque común a otros pueblos, no por esto deja de ser uno de los
rasgos que más le caracterizan? Negar la nacionalidad cubana es negar la luz del
sol de los trópicos en punto de mediodía.
Pero ¿qué se alega contra tan patente verdad? El Amigo camina tan a tientas,
que ora niega la nacionalidad cubana, ora la concede. La niega, cuando dice que
“si fuera posible crear una nacionalidad hispanocubana, lo primero que había
que hacer, sería borrar lo pasado”. Estas palabras suponen que en Cuba no hay

38
nacionalidad, porque si la hubiera, no se hablaría de la posibilidad de crearla,
puesto que no se crea lo que ya existe. La concede, cuando se empeña en probar
con la Luisiana, que así como la nacionalidad de ésta no se ha destruido, a pesar
de haberse incorporado a los Estados Unidos, la nacionalidad cubana tampoco
perecería con la anexión.
El Discípulo la niega redondamente. Oigámoslo. “Nación no es otra cosa que
la reunión de varias provincias y pueblos con derechos y obligaciones recíprocas,
regidos por un gobierno común y propio. Ahora bien, ¿está Cuba en este caso?
No; porque ni tiene gobierno propio, ni común con el de España, ni tiene dere-
chos, ni obligaciones iguales a las de los españoles. Luego ni es nación, ni parte
de una nación, sino una colonia esclava de una metrópoli, a cuyas leyes obedece
ciegamente, compelida por la fuerza. ¿Dónde está, pues, su nacionalidad? Ni es
cubana, ni es española. ¿Qué es entonces lo que Saco tanto teme perder? Una
creación de su fantasía, que no ha existido y que no existe.”
La definición que nos da el Discípulo de lo que es nación es muy inexacta:
porque entre otras cosas, le falta el constitutivo esencial de una nación verdade-
ra, cual es su soberanía o completa independencia, pues bien puede gozar de un
gobierno común y propio y estar sin embargo sometida a un poder superior y
extraño. Este es el caso en que se hallan el Egipto, la Moldavia y la Valaquia.
Mas dejemos correr la definición tal cual ha salido de la pluma del Discípulo.
Si, según él, la nacionalidad no puede existir sino cuando hay nación, entonces
resultará que en cada nación no podrá haber más de una nacionalidad; pero esto
es un absurdo, y absurdo que consiste en haber confundido el Discípulo la na-
ción con la nacionalidad. Toda nación supone nacionalidad; pero toda nacionali-
dad no constituye nación, porque hay muchas naciones que se constituyen en
pueblos diferentes, teniendo cada uno de ellos una nacionalidad propia, sin que a
ninguno pueda darse el nombre de nación, ni aun en el sentido en que la define el
Discípulo. Ilustremos esto con ejemplos.
El Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda se compone todavía de tres
grandes nacionalidades, la anglosajona, la escocesa y la irlandesa. ¿Y por ventu-
ra forman ellas hoy tres naciones diferentes, como en tiempos anteriores? En
aquel reino poderoso las nacionalidades son varías; pero la nación es sólo una,
porque sólo hay un parlamento, un solo poder ejecutivo, y un solo embajador
acreditado cerca de las otras potencias…
[…]
Mi ilustre Compatricio tampoco se olvida en su impugnación de la nacionali-
dad cubana, y empieza manifestando que no ha podido comprender si hablo de la
nacionalidad política, o de la natural, o de raza. Siento no ser de su opinión; pero
no puedo admitir la distinción que establece. Nada entiendo de nacionalidad polí-
tica: lo que sí entiendo es que la política influye en reanimar, comprimir o sofocar
las nacionalidades existentes. Tampoco conozco la nacionalidad natural o de raza;

39
lo que sí conozco es, que la raza es un elemento esencial, que agregado a otros,
constituye la nacionalidad.
Creen mi Discípulo y mi Compatricio que en naciendo los hombres en Cuba,
sea cual fuere en su origen, y sea cual fuere el gobierno que allí rija, cubanos han de
ser, y conservarán la nacionalidad cubana. Mucho se equivocan entrambos, toman-
do los nombres por las cosas. La nacionalidad cubana de que yo hablo, y que me
intereso en trasmitir a la posteridad, mejorándola en lo posible, es la que representa
nuestro antiguo origen, nuestra lengua, nuestros usos y costumbres y nuestras tra-
diciones. Todo esto constituye la actual nacionalidad, que se llama cubana, porque
se ha formado y arraigado en una isla que lleva el nombre de Cuba; pero si a ella
viniese una nueva raza incomparablemente más poderosa que la nuestra, con otra
lengua, otras costumbres y tradiciones, seguramente que, aunque a la nueva nacio-
nalidad que se formase se le llamase cubana, esta nacionalidad sería muy distinta
de la hispanocubana que existe hoy en aquella Isla. Los indios de Cuba tuvieron una
nacionalidad cubana; ¿mas porque nosotros hemos nacido también allí, tenemos la
misma nacionalidad que ellos? ¿Acaso los mejicanos de hoy, porque hayan nacido
en Méjico, tienen la misma nacionalidad que los mejicanos del imperio de
Moctezuma? No, que son muy diferentes; porque habiéndose substituido una raza
a otra, una nacionalidad reemplazó a otra, entrambas se llaman mejicanas. Esto es
lo que ha sucedido en otros países del nuevo continente; y esto es lo que sucedería
si Cuba se agregase a los Estados Unidos.
[…]
Sin que se entienda que yo apruebo los esfuerzos que hagan todas las naciona-
lidades por recobrar una existencia aislada, pues la conservación y prosperidad
de algunas depende de estar enlazadas con otras, tampoco apruebo el empeño de
destruir aquellas que pueden mantenerse y vivir por sí solas en ciertas eventuali-
dades. Digo esto con referencia a Cuba. Si ella fuera una de las muchas islas que
por su pequeñez, esterilidad e insignificancia, jamás pudiese figurar en el mapa
geográfico, entonces, sin atender a lo pasado ni a lo futuro, y consultando sólo a
ciertas ideas y ciertos intereses, yo sería el primero en pedir su agregación pací-
fica a los Estados Unidos. Pero una isla que es de las más grandes del globo, y
que encierra tantos elementos de poder y de grandeza es una isla que puede
tener un brillante porvenir. Cuando contemplo que Fenicia, faja de tierra de pocas
leguas, sobre las costas de Siria, fue la nación más comerciante de la antigüedad;
cuando contemplo que en el árido y pequeño suelo del Ática nació la gloriosa
república de Atenas; cuando contemplo que la inmortal Venecia, saliendo del
fango de sus lagunas dominó pueblos y mares; cuando contemplo que Génova, su
rival, extendió sus conquistas y su nombre hasta el fondo del Mar Negro; cuando
contemplo, en fin, que otros países, muy inferiores a Cuba, ocupan un lugar res-
petable en la escala de los pueblos ¿por qué he de cerrar mi corazón a toda
esperanza y convertirme en verdugo de la nacionalidad de mi patria? Quince

40
años ha que suspiro por ella; resignado estoy a no verla nunca más; pero menos
me parece que la vería si tremolase sobre sus castillos y sus torres el pabellón
americano. Yo creo que no inclinaría mi frente ante sus rutilantes estrellas; por-
que si he podido soportar mi existencia siendo extranjero en el extranjero, vivir
extranjero en mi propia tierra sería para mí el más terrible sacrificio.

José Antonio Saco: Contra la anexión, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, pp. 173-189.

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Azúcar, esclavos y revolución (1790-1868)1
Manuel Moreno Fraginals

Breves antecedentes

La historiografía cubana nos ha ofrecido generalmente la visión de la Guerra


de los Diez Años (1868-1878) como un movimiento iniciado por patricios —ésta
es justamente la palabra empleada— dueños de ingenios y de esclavos que todo
lo sacrifican en aras del ideal puro de independencia de su Patria. La nómina de
revolucionarios cubanos parece, en general, dar la razón a los sustentadores
de esta tesis.
Por razones obvias durante todo el período republicano prerrevolucionario,
ésta interpretación fue indiscutida y las variantes de la misma se refirieron a
acciones individuales o a detalles formales: pero el fondo de la interpretación se
afirmó siempre como verdad inobjetable. Historiadores, sociólogos o políticos
destacaron facetas populares o llegaron a establecer una división mediante la
cual afirmaban que la Guerra de los Diez Años tuvo un carácter clasista mientras
la de 1895-98 fue de raíz popular.
La aceptación de la tesis patricia, con sus terratenientes revolucionarios, y sus
millonarios que toman las armas y pierden la guerra, nos entregaría el ejemplo
único en la historia de una clase social que se suicida. Por otra parle, la evolución
de esta clase para llegar a la decisión radical de la Guerra se presenta también de
un modo elemental: los terratenientes, —productores azucareros— luchan du-
rante años por lograr reformas de carácter político, social y económico.

1 Por las características de esta revista Casa de las Américas, y pensando también en el lector
extranjero, el autor ha omitido intencionalmente el aparato erudito que respalda sus afirmaciones.
Además, como en todo intento de apresar en pocas páginas la visión de casi un siglo de pensa-
miento político, se ha visto obligado a hacer generalizaciones tajantes y sin matices. La ponde-
ración de factores menores enriquecería indudablemente estas páginas, pero las alargaría sin
agregar un solo concepto fundamental. Aquí no se pretende seguir los vericuetos del camino y
mostrar todos los detalles del paisaje, sino, simplemente, fijar la trayectoria recorrida.

42
Logran algunas conquistas, pero España establece en la Isla un sistema de
gobierno militar con poderes omnímodos y frustra toda posible evolución política.
Así, la vida política cubana, desde finales del XVIII hasta la década del 1860, va por
un cauce reformista, mientras otras siguen líneas distintas y son anexionistas a
los EE.UU.; independentistas abolicionistas. Hasta que, finalmente, el fracaso de
una llamada Junta de Información convocada por España y el hecho de que la
máquina de vapor hacía que la esclavitud dejase de ser indispensable a la indus-
tria azucarera, determina que el ala izquierda (?) de los terratenientes cubanos se
lance a la Guerra.
Toda esta tesis, nebulosa e imprecisa, minada de contradicciones e imposible
de sostener documentalmente, es la explicación que se ha dado a los estudiantes
cubanos como antecedentes de la Revolución de la Demajagua. Sin carácter
definitivo, y como hipótesis a discutir, este trabajo pretende ofrecer una visión
parcialmente distinta. Estimamos que la evolución política cubana que culmina en
la Revolución de la Demajagua, presenta tres etapas definidas que van: la prime-
ra desde fines del XVIII hasta la década del 1820; la segunda desde esta década
hasta la de 1850; la tercera se define especialmente a partir de la crisis de 1857
y culmina con la Guerra Civil Norteamericana. Es obvio aclarar que estas fe-
chas, como toda división histórica, plantean sólo etapas en que se concretan ten-
dencias y que reconocemos la imposibilidad de dividir el proceso histórico en
tramos cerrados.

Primera fase: el reformismo esclavista


desde el poder (1790-1819)
La segunda mitad del siglo XVIII contempla la conversión de los terratenientes
cubanos en un grupo productor de mercancías de excepcional potencia económi-
ca. Entre 1763 (toma de La Habana por los ingleses) y 1792 (revolución de Haití)
se eliminan todos los factores que habían frenado el desarrollo azucarero haba-
nero y la Isla se transforma en la segunda productora mundial. Este tremendo
auge azucarero se hace a expensas de altísimos precios mantenidos en los mer-
cados internacionales durante más de 60 años.
El desarrollo azucarero de la Isla transformó al criollo terrateniente en un
hombre de modernísimo sentido económico, creando la más sólida y brillante
clase burguesa de América Latina. El hecho de que la mercancía sobre cuya
venta asentaban su riqueza fuese producida por esclavos, no quita a la clase su
carácter burgués. Eran burgueses dueños de esclavos, aunque esta contradic-
ción determinara a la larga su desaparición como clase. Ellos eran productores
de mercancías con destino al mercado mundial donde impera el régimen capita-
lista de producción y las relaciones comerciales capitalistas. Así estaban presen-

43
tes dos de los factores esenciales del capitalismo: la producción y la circulación
de mercancías que impusieron al productor cubano sus leyes inmanentes.
Es por tanto absurdo pensar que nuestros productores no eran burgueses por-
que poseían esclavos o que poseían esclavos por una actitud mental contraria al
progreso. Eran dueños de esclavos porque carecían de asalariados, porque la
esclavitud era la única solución posible a la inicial expansión azucarera. Si algo
caracteriza a estos dueños de esclavos es precisamente la aspiración burguesa a
tener disponible una fuente de trabajo barato y sumiso, una clase desposeída a la
cual dictarle sus condiciones en vez de, en cierta forma, someterse a ella. Como
buenos burgueses, estuvieron siempre concientes de las enormes desventajas de
la esclavitud, y trataron de formar la gran masa asalariada cubana. Los llamados
planes de “colonización”, las leyes “contra vagos” (copiadas de Inglaterra) y aun
el proyecto antirracista de Arango y Parreño para borrar en Cuba “la preocupa-
ción del color”, son manifestaciones por constituir esa clase trabajadora barata.
Desde el propio siglo XVIII los productores saben que, a la larga, la esclavitud será
el talón de Aquiles de la clase. E hicieron todo lo que estaba en sus manos por
resolver este problema.
Comerciando con el mundo entero, acosados por la ley del costo de produc-
ción y la necesidad de penetrar mercados siempre crecientes, estos hombres
llevaron a cabo un proceso transformador que se adelantó en décadas a la Me-
trópoli. Para entender esto no hay que mirar el azúcar como una mercancía sino
como un complejo que para operar en escala mundial necesita llevar a cabo un
profundo cambio espiritual y ecológico. Es el complejo del comercio de negros,
bacalao, tasajo, ron, mieles, maquinarias, maderas; de las grandes operaciones
financieras a escala internacional —Cádiz, Burdeos, Londres, Liverpool,
Amsterdam, San Petersburgo, New York—; de la necesidad de información que
exige la recepción de la prensa comercial de las grandes ciudades y editar
nacionalmente ese tipo de periódico; del incentivo por buscar dónde se ha inven-
tado una máquina o descubierto un nuevo proceso químico; de formar cuadros
técnicos nacionalmente y para ello reformar la enseñanza; de crear las institucio-
nes canalizadoras de la actividad económica y adaptar el sistema jurídico a las
leyes generales del comercio internacional.
Así, la burguesía productora cubana —la sacarocracia— de fines de siglo XVIII
y principios del XIX producen la más honda revolución de la superestructura que
experimenta la Isla en sus cuatro siglos de colonia española.
Transforma y crea instituciones, se enfrenta a la Iglesia y reduce sus poderes
o los circunscribe según su conveniencia, e impone situaciones de facto sobre las
cuales la Metrópoli se ve obligada a dictar una legislación a posteriori. La libertad
del comercio azucarero es, por ejemplo, un hecho que las autoridades coloniales
se ven obligadas a reconocer y que existe desde la década de 1780. Las estadís-
ticas oficiales revelan cómo sólo en uno de los años en que estaba “prohibido” el

44
comercio con los Estados Unidos entraron en el puerto de La Habana más de
200 barcos de esta nación. Cuando se dictan las leyes que reconocen la libertad
del comercio de negros, ya hacía más de diez años que estaba establecido el
negocio, y en La Habana residían representantes oficiales ingleses, franceses y
daneses. Y por poner un tercer ejemplo, cuando el 15 de agosto de 1815 se dieta
la Real Cédula que permite a los hacendados disponer libremente de sus bosques,
ya se habían desmontado más de 10 000 caballerías con destino a la expansión
azucarera.
Desde fines del XVIII hasta la década de 1820, la sacarocracia cubana compar-
te con los comerciantes y autoridades españolas el gobierno efectivo de la Isla.
Dominan los cabildos de todas las ciudades, la Sociedad Patriótica de La Haba-
na, el Real Consulado, la Junta de Tabacos y cuentan con el apoyo del Goberna-
dor y Capitán General, a quien han sometido por el soborno (Luis de las Casas) o
por el soborno y el chantage político (Marqués de Someruelos).
La naciente sacarocracia no podía, hacia fines del XVIII, dar expresión exacta a
su germinal conciencia burguesa. En realidad la evolución de esos años fue de-
masiado violenta para que hubiese tiempo de perfilar un cuerpo de doctrinas. La
codificación, la dogmatización de sus principios, será un fenómeno posterior. El
nacimiento de la gran manufactura, con sus unidades productoras de 300 escla-
vos, es sólo un momento de afirmación. Al construir su mundo económico, el
productor prueba a la Metrópoli y se prueba a sí mismo, que hay un futuro de
posibilidades insospechadas y que él pertenece a ese futuro. Lo prueba de mane-
ra tangible, constante y sonante, con un triunfo económico que es a la vez victoria
política de primer orden. La vida azucarera ha sido edificada con sus propias
manos, no se la ha impuesto España, es un fenómeno insular, autóctono.
Por ello en cierta forma el azúcar separa al productor sacarócrata de la Metró-
poli. Son gentes atraídas por un centro de gravedad económica que tiene sus polos
en Inglaterra y Francia, con un poderoso mercado en Norteamérica. Esto significa
una inversión de sus valores fundamentales de vida. El sacarócrata se descubre a
sí mismo como un hombre activo, de raíz económica, que debe su ascenso al proce-
so productor de mercancías. Esta raíz económica no puede interpretarse dentro de
los antiguos conceptos de la ambitio. Es decir, no actúa por avaricia sorda, deseos
inconfesables o ansias ocultas, sino que lo hace sobre la base de principios y nor-
mas precisas, que estima honorables, reconoce obligatorias y para las cuales exige
reconocimiento. Su orgullo es el de ser un productor azucarero, cubano, moderno, y
como tal se yergue frente a la convulsa situación española. Lo demás pertenece a
un orden de valores que ya no tiene vigencia para él.
En este sentido, es el hombre más moderno del imperio español y es lógico que
en la década de 1790 esté ensayando con varias máquinas de vapor, hablando
públicamente —por primera vez en América— de hacer análisis de los suelos,
haciendo cálculos de optimización del trabajo para lo cual mide las tareas con

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cronómetro en mano, estableciendo escuelas de química, traduciendo a Adam
Smith a sólo dos años de su muerte, y elaborando un diccionario de términos
industriales. No puede darse ejemplo más acabado de vida atenta a la honda
revolución burguesa de la época. Pero tenía esclavos.
A quienes se pregunten las razones que tuvieron los cubanos para no adherirse
al proceso libertador de América, puede contestársele con esas dos razones funda-
mentales:
primero: porque la sacarocracia cubana compartía el poder con los gobernan-
tes españoles.
segundo: porque su vida económica estaba sustentada en la esclavitud.
La burguesía azucarera cubana no sólo no se independizó de España, sino que
ayudó a financiar las guerras coloniales contra la libertad de América.
Las Cortes de Cádiz fueron el ejemplo decisivo para esta burguesía que a
través de las posiciones de los delegados americanos —en especial el mexicano
Guridi y Alcocer— comprendieron claramente que la libertad de América
entrañaba, primero, la abolición de la trata y, a plazo más o menos corto, la liber-
tad de los esclavos negros. Ello significaba la liquidación de la manufactura azu-
carera y la desaparición de la sacarocracia como clase.
Haití había dado muy recientemente el ejemplo de que un pueblo con esclavi-
tud no puede pasar por una revolución sin la ruina de la economía basada en este
sistema de trabajo. En Cuba, había un factor sumamente peligroso que se agre-
gaba a las masas de esclavos de los ingenios y cafetales. El excepcional proceso
histórico cubano durante los siglos XVII y XVIII había formado una clase media
negra y mulata, de respetable nivel económico, dueña incluso de ingenios y escla-
vos. Los Batallones de Pardos y Morenos habían luchado en cuanta expedición
guerrera había lanzado España en las Antillas o la Florida, combatido contra los
ingleses y peleado por la independencia de las Trece Colonias. Por tanto, consti-
tuían un núcleo armado de tradición guerrera, que gravitaba sobre la estructura
social esclavista.
El peligro de una sublevación general de los esclavos, aunque exagerado
intencionalmente por los españoles, era un hecho real, latente, que todos recono-
cían, especialmente si hacían causa común con ellos estos experimentados mili-
tares negros y mulatos. No era posible una lucha de independencia, por breve
que fuera, ignorando estos grupos. Así, aparte de que la burguesía cubana no
tenía por qué pelear por un poder que ya detentaba en parte, tampoco estaba
dispuesta a hacerlo ya que ello ponía en peligro su propia existencia. La esclavi-
tud exigía una solución pacífica de todos los problemas políticos. Al camino para
lograr esta solución, se le llamó reformismo.
A pesar de su impetuoso ascenso inicial, la sacarocracia sintió muy pronto la
frustración de su destino. Al igual que Prometeo, había robado el fuego y, como
él, estaba encadenada: la esclavitud era el buitre que comía sus entrañas. La

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tremenda contradicción de pertenecer al mundo burgués de su época y al mismo
tiempo tener esclavos se reflejó trágicamente en el mundo ideológico de la
sacarocracia. Su posición vacilante con un pie en el futuro burgués y otro en el
lejano pasado esclavista, la llevó a exigir las más altas conquistas legales de su
época, toda la superestructura que hace posible la libre producción y, al mismo
tiempo, pedir la conservación de las formas obsoletas de perpetuación esclavista.
Por eso, cuando se apoderan del grito revolucionario de libertad, lo castran con
un apéndice inevitable: sólo para los hombres blancos. El azúcar, con su mano de
obra esclava, hizo imposible el concepto burgués de libertad en la Isla.
Cuando en 1812 Guridi y Alcocer piden en las Cortes españolas la emancipa-
ción de los esclavos, Arango y Parreño, a nombre del Cabildo Habanero, redacta
una Representación que puede conceptuarse como el primero y quizás más im-
portante de todos los documentos ideológicos del reformismo. Es un escrito en
que se habla de igual a igual, sin tono de vasallo. Es un verdadero chantage
político. En él se expresa el desprecio de la sacarocracia por las antiguas formas
institucionales y la escala feudal de valores. Acusa al Rey, a la Iglesia, a los
Ministros, y trata de demostrar que, en definitiva, nadie tiene moral para hablar
de esclavitud o libertad. Despoja al pasado de todas sus vestiduras éticas y levan-
ta como único dogma el valor del dinero, que no tiene entrañas. El resumen de los
ideales políticos del documento es un elogio a la libertad siempre que se manten-
ga la esclavitud, tratando de anteponer la esclavitud política de los blancos a
la esclavitud civil de los africanos, fijar los derechos ciudadanos de los blan-
cos, sin hablar de los negros, transformar las instituciones sociales, menos la
esclavitud, deslindar las atribuciones del gobierno español de la acción guberna-
mental de los cubanos, sin discutir siquiera el régimen de trabajo.
Esta fue siempre, la gran fórmula sacarócrata: reformismo con esclavitud,
derecho burgués con legislación esclavista. Arango y Parreño, el más brillan-
te de todos los pensadores que ha dado la sacarocracia, supo siempre que estaba
pisando un terreno falso y que la esclavitud de los negros entrañaba inevitable-
mente la sujeción política de los amos blancos. Y así buscó desde muy temprano
la única solución lógica —dentro de la mentalidad de la sacarocracia— de aboli-
ción de la esclavitud: la creación de una masa desposeída, obligada a vender su
trabajo a un precio más barato que el costo del esclavo.
Durante el siglo XIX, el desarrollo económico acrecentó la honda y terrible
contradicción económica, en un largo proceso de inestabilidad en la base que
imprimió su conducta cambiable a toda la superestructura sacarócrata.
Es el fenómeno que ha enloquecido a nuestros historiadores y no les ha permi-
tido ver la fugacidad de las fórmulas para remediar lo irremediable. Utilizando los
conceptos de liberal y conservador al modo del siglo XIX, podríamos decir que
esta clase cubana fue profundamente liberal como burguesía, e increíblemente
conservadora, reaccionaria, como esclavista. Por eso en 1812 se opusieron a las

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Cortes españolas, elogiaron el poder absoluto y se burlaron de la democracia
representativa, afirmando que la mayoría absoluta de votos rara, rarísimo vez
proporciona buenas leyes. Y estos mismos hombres —y casi los mismos nom-
bres—, veinte años más tarde protestan contra las facultades omnímodas y lu-
chan denodadamente por tener diputados a Cortes.

Segunda fase: el reformismo de la clase en crisis (1820-1857)

Los historiadores burgueses, empeñados en presentar a los reformistas como


“liberales”, olvidan a veces detalles sumamente significativos. Por ejemplo, cuando
en 1820 la revolución de Riego impone a Fernando VII la constitución de Cádiz, en
La Habana los comerciantes españoles “conservadores” —según el esquema—
se lanzan a la calle y obligan al Gobernador a que también aquí se ponga en vigor la
Constitución, mientras los “liberales” cubanos se alinean en apoyo del poder abso-
luto del Rey. Si entendemos el concepto contradictorio burgués-esclavista de la
oligarquía cubana, es fácil comprender su oposición a la liberal Constitución de
Cádiz y sin apego al gobierno absoluto, donde ya tenían ganadas buenas posiciones.
Por eso desde principios de siglo los llamados “liberales” cubanos están política-
mente desprestigiados entre los verdaderos liberales españoles.2
A partir de la década de 1820 la sacarocracia cubana entra en crisis. Y utiliza-
mos la palabra crisis, no en el sentido de ruina, sino en la correcta acepción
clásica — y unamunesca— de lucha y mutación constante hacia un nuevo desti-
no. Entre los muchos factores que informan la crisis, hay tres fundamentales: la
independencia de la América hispana, la abolición legal de la trata impuesta a
España por Inglaterra, la introducción de la máquina de vapor en los ingenios
cubanos. El primero de estos puntos, señala el momento en que la Isla de Cuba
queda como base fundamental del reducido imperio colonial español y clave de la
economía presupuestal de la Metrópoli. Es un hecho demasiado conocido para
extendernos en él.
El segundo y tercer punto están ligados directamente a la base económica de
la sacarocracia. La abolición legal del comercio de esclavos marcó en Cuba,
paradójicamente, el inicio de la etapa de mayor introducción de africanos. Pero
ahora el comercio va a tener la forma de contrabando, auspiciado por las autori-
dades españolas. El cambio no es simplemente formal. Bajo la forma de contra-

2 Un ejemplo de hasta dónde llega la interpretación infantil de nuestra historia está en la tesis
muchas veces expresada de que los gobiernos liberales españoles eran negativos para Cuba,
porque entonces mandaban a la Isla a militares reaccionarios a fin de deshacerse de ellos. Y los
conservadores eran buenos por la razón inversa.

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bando, sobornando autoridades y luchando contra la marina inglesa, la trata va a
exigir condiciones especiales para su desarrollo, y sólo un grupo reducido de 15 ó
20 casas comerciales españolas van a ser capaces de tener un stock permanente
de esclavos para sus clientes. A su vez, las nuevas condiciones del negocio y el
semimonopolio que comienza a establecerse, elevan, año tras año, el precio de la
mano de obra en el ingenio, y la condición de preminencia del comerciante
esclavista sobre el productor.
A su vez, la máquina de vapor y, más tarde, la introducción del ferrocarril, dan
lugar a un enorme desarrollo esclavista. En este punto es bueno detenerse un
momento. Historiadores sin el más leve sentido económico han afirmado siempre
que la máquina de vapor —motor de la revolución industrial— hace que la escla-
vitud deje de ser indispensable para la industria azucarera. Nada más falso. La
máquina de vapor —y Marx lo afirma con toda claridad— jamás produjo revo-
lución industrial en parte alguna. Y en Cuba, donde no existía industria sino
manufactura azucarera, la máquina de vapor sólo determinó un cambio de carác-
ter cuantitativo, acrecentando enormemente el número de esclavos y llevando
hasta sus límites extremos la barbarie esclavista. Dentro del flujo tecnológico de
las manufacturas cubanas, la máquina de vapor operó fundamentalmente como
un sustituto de fuerza motriz. Los trapiches movidos por bueyes fueron ahora
impulsados mecánicamente. Pero el molino en sí no se transformó. El esquema
del flujo de producción permaneció intacto. Ahora bien, como el trapiche movido
por bueyes era el cuello de botella del ingenio, al aplicársele la máquina, puede
duplicar, triplicar y, a veces, cuadruplicar el volumen de caña procesada. Este
cambio cuantitativo exige, para ser aprovechado, poner todo el proceso produc-
tor —que sigue siendo manual— al ritmo de la máquina. Y como no se ha opera-
do ningún cambio tecnológico, el nuevo ritmo sólo se logra mediante la suma de
más brazos y más equipos manuales y alargando a límites increíbles la jornada
de trabajo. Esto significa más esclavos para más producción y más esclavos por
más mortandad, que exige sustituir con hombres nuevos los brazos devorados por
el sistema de trabajo llevado hasta sus últimas consecuencias.
En un juego de influencias y contrainfluencias recíprocas, incrementada la
demanda de esclavos por las nuevas condiciones de producción, aumentados los
precios de los esclavos por esa propia demanda y por las características del
contrabando, la figura del comerciante negrero español se va a perfilar como la
dominante de la nueva etapa histórica. En realidad, el contrabando de esclavos
era un negocio subsidiario del azúcar; pero estos comerciantes negreros, con el
poder que les da el ser los suministradores de la mano de obra, van imponiendo
además sus condiciones sobre la compra-venta del azúcar, actuando como
refaccionistas de las zafras —prestando, no sobre el valor de tierras y equipos
que eran inembargables, sino sobre los esclavos que ellos mismos vendían—, y
finalmente actuando como comerciantes intermediadiarios de todo lo que el inge-

49
nio necesitara. Así, la suma de los negocios subsidiarios del azúcar llega a con-
vertirse en el negocio principal, y el comerciante impone su dominio efectivo
sobre el productor. La sacarocracia pierde, día a día, su preponderancia econó-
mica y con ello su poder político.
Esta situación, enraizada en la enorme contradicción de producir mercancías
con esclavos, va a conformar el nuevo sentido del reformismo. Al aumentar cada
vez más el número de esclavos del ingenio y elevarse el precio de cada uno de
ellos, los productores cubanos se van arruinando paulatinamente. Hay un proce-
so de ruina, lento en los años 20 y 30, acelerado después de los 40, en que los
ingenios de los productores cubanos van siendo dominados por los comerciantes
españoles, quienes no se apoderan de ellos legalmente sino que, por lo general,
sólo toman el poder económico. A partir de esta época hay una identificación
política gobierno español-comerciante español. El dardo que se tire contra
uno va directamente asestado contra el otro. El reformismo tendrá ahora mani-
festaciones curiosísimas.
Ya vimos cómo el ímpetu renovador de la sacarocracia, en su etapa inicial,
desarrolla instituciones económicas e intelectuales, modificó la enseñanza, editó
libros y periódicos, formó cuadros, fundó cátedras de economía política y dere-
cho político, física y química, abrió las puertas a las más progresistas ideas de
Europa y los EE.UU... Ya en la década del 20, y especialmente a partir de 1830,
la sacarocracia cuenta con una clase media de funcionarios e intelectuales, que
va dando forma a su núcleo de ideas, aunque siempre como un problema de
blancos, con plena conciencia del peligro esclavista. Mientras la sacarocracia
compartió el poder, pudo situar sus cuadros de funcionarios e intelectuales en
todas las posiciones claves de carácter institucional. A partir de los años 20, los
cuadros de la sacarocracia van siendo desplazados. Primero, les arrebatan total-
mente el dominio de la Real Junta de Fomento. Posteriormente, y de manera
violenta, los marginan en la Sociedad Económica de Amigos del País, y les silen-
cian su medio más preciado de difusión: la Revista Bimestre Cubana. Finalmen-
te, reducen a un mínimo el poder del cabildo. Cuando en 1798 se hizo una lista de
los “señores con mayor caudal” en la Isla de Cuba, el grupo de los diez primeros
estaba integrado por ocho productores cubanos y dos comerciantes españoles.
Cuando en 1834 se confecciona una relación semejante, hay cuatro productores
cubanos y seis comerciantes españoles.
A partir de ahora, y en toda esta larga crisis y pérdida del poder, el reformismo
va a ser aun más contradictorio e inefectivo. Como a través del contrabando de
esclavos el comerciante negrero ha ido imponiendo su dominio, el ataque de los
reformistas tiene en cuenta la contradicción fundamental. Y Arango y Parreño,
el gran creador se dirige, precisamente, contra ese contrabando. Y aparece así
un abolicionismo —sólo de la trata, nunca de la esclavitud— de dueños de
esclavos, inexplicable si no se tiene en cuenta la contradicción fundamental. Y

50
Arango y Parreño, el gran creador de todo el aparato legal del comercio de negros,
comienza a traducir libros antiesclavistas, José Antonio Saco se convierte en su
sucesor antitratista —con un feroz odio a los negros—, mientras los intelectuales,
poetas y novelistas, “descubren” los horrores del régimen. La novela Francisco,
de Anselmo Suárez y Romero, hace llorar —según expresión textual del autor— a
los asistentes a una tertulia intelectual donde están José de la Luz y Caballero (más
de 500 esclavos), Domingo del Monte (más de 1000), y solloza el propio autor
(dueño del ingenio Surinam, con 290 esclavos). Enrique Piñeyro analizó muy
certeramente este “antiesclavismo” de sus contemporáneos amos de esclavos.
Junto con la abolición de la trata —para provocar la crisis del comerciante
negrero y obligar a una solución del problema de la mano de obra—, la sacarocracia
reformista siguió exigiendo todas las medidas burguesas de su época, todas las
libertades capitalistas de los EE. UU, además, el mantenimiento de la esclavitud
hasta tanto se lograsen: a) solución del problema de la mano de obra a través de
un amplio plan de colonización; b) abolición con indemnización para contar con
un fondo de inversión en maquinarias que le permitiese transformar la manufac-
tura en industria. El abolicionismo, por lo tanto, no es un movimiento que surge
en un momento dado en la vida cubana y se extingue, sino una constante refor-
mista mantenida desde Arango (ya en los años contemporáneos a los Congresos
de Viena) hasta la década del 80. La muestra más palpable del concepto castra-
do de este abolicionismo reformista lo da el folleto de José Antonio Saco sobre la
abolición de la esclavitud, publicado en 1845 y que circula libremente en Cuba,
con la aquiescencia de los comerciantes negreros, mientras el trabajo de Ramón
de la Sagra sobre el mismo tema era en esos días censurado totalmente y su
autor perseguido. Ahora bien, dentro de la interpretación clásica de la historia,
Saco era liberal y La Sagra conservador.
Como el reformismo fue, en síntesis, la tesis política de un grupo de producto-
res azucareros para la conservación de su negocio, es lógico que siguiera todas
las vicisitudes de la producción y comercio de azúcar. Así, cuando a partir de los
años 40, el mercado de los EE.UU. comienza a definirse como rector de la vida
económica cubana, el reformismo toma una nueva forma: anexionismo.
Anexionismo a los EE.UU. El anexionismo puede definirse como el reformismo
llevado hasta sus últimas consecuencias. El reformismo pretendía asegurar de
modo inmediato la esclavitud, liberarse del comerciante negrero español, conse-
guir la abolición con indemnización o cuando hubiese un mercado barato de mano
de obra, y contar con un fondo de inversión para industrializarse y desarrollar un
régimen burgués pleno. El anexionismo perseguía exactamente los rnismos
objetivos: se diferenciaban en que los reformistas aspiraban a dar el primer paso
unidos a España y, más tarde pasar a integrarse en la Unión norteamericana. Los
anexionistas, eliminaban el paso inicial a través de España, e iban directamente a
la integración con Norteamérica.

51
Es imposible diferenciar anexionistas y reformistas. Físicamente son los mis-
mos personajes. El que en un momento dado tomen una actitud u otra, es cues-
tión de cálculo, y por ello puede vérseles indistintamente en una época en una
línea y más tarde en la otra. Gaspar Betancourt Cisneros, reformista pleno y uno
de los más incansables anexionistas que conociera Cuba, afirmó en una carta que
la anexión era “un cálculo, no un sentimiento”. El reformismo era también un
cálculo: según los datos que manejara uno u otro, en un momento u otro, se
prefería uno de los caminos, en la conciencia de que ambos conducían, inevita-
blemente, al mismo lugar.
Se señala, por ejemplo, que José Antonio Saco era un reformista antianexionista.
Pero se olvidan dos detalles: que el texto de base del anexionismo, reditado como
folleto, publicado como programa en el número inaugural del periódico anexionista
La Verdad, y vuelto a publicar en el mismo periódico dos veces más, fue el
ensayo del propio Saco “Paralelo entre la Isla de Cuba y algunas colonias ingle-
sas”. Los anexionistas consideraron a Saco como un traidor, porque ellos no
hacían otra cosa que llevar hasta sus últimas consecuencias el pensamiento del
bayamés. Pero aún hay más: nuestros historiadores burgueses han olvidado tam-
bién que los folletos antianexionistas de Saco fueron publicados con el dinero de
uno de los más prominentes anexionistas, fundador del Club de La Habana, orga-
nización creada con el objetivo de promover la integración de Cuba a los Estados
Unidos. Saco pudo haber sido sincero con sus escritos, no obstante sus conocidas
frases anexionistas de los años 40: pero indudablemente Aldama, que costeó la
publicación de sus folletos, no lo era. Su antianexionismo también era un cálculo.
Se comprende ahora también que el periódico El Siglo, considerado la máxi-
ma expresión del reformismo, sea fundado por tres destacados conspiradores
anexionistas: Miguel Aldama, José Morales Lemus y el Conde de Pozos Dulces.

Tercera fase: el reformismo de la clase en ruinas (1857-1868)

En la década de 1860, el reformismo muere de muerte natural, agotadas todas


las posibilidades que le dieron origen. Como tesis política de los productores azu-
careros cubanos para la conservación de su negocio, es lógico que desaparezca
al desintegrarse la clase que representaba. La gran crisis del 1857 termina de
liquidar a gran parte de la antaño poderosa burguesía esclavista cubana. Quedan
figuras aisladas, e inclusive algunos de ellos con gran acumulación de capital,
pero ya no existen como clase poderosa en el balance de la fuerza política.
En 1865, por primera vez en el siglo, ninguno de los tres mayores ingenios de la
Isla es propiedad de cubanos: el gigante productor de la década es el Alava, de
Julián de Zulueta, comerciante negrero español, coronel de voluntarios del co-
mercio de La Habana, hombre decisivo en la política insular y amigo personal de

52
William H. Seward, Secretario de Estado durante el gobierno de Lincoln. El inge-
nio más moderno del mundo, el orgullo de la sacarocracia —que ahora es espa-
ñola—- es Las Cañas, de Juan Pocy. Le sigue en importancia el San Martín,
hipotecado al Conde de Casa Moré. Y sólo en cuarto lugar es que aparece el
Concepción, de Miguel Aldama. La desintegración se produce por la ruina, que
alcanza a la gran mayoría, y por migración, buscando plazas más seguras donde
colocar los capitales. La migración de capitales se inicia ya en la década del 40
cuando el nacimiento de la gran industria azucarera revela la crisis a corto plazo
de la manufactura. El grupo Terry, por ejemplo, invierte en ferrocarriles euro-
peos, en terrenos del “nuevo” París, y en acciones de empresas norteamericanas
como el cable trasatlántico. La familia Drake —cubanísima no obstante su ape-
llido inglés— coloca sus capitales a través de Moses Taylor, y los Diago, pasan a
España e Inglaterra y abandonan toda actividad azucarera. Y el propio Aldama,
con clara visión de futuro, saca su dinero de Cuba, con excepción del valor de sus
ingenios y esclavos y el activo mínimo para seguir operando comercialmente.
Dentro de su ruina, la burguesía cubana conserva, como último reducto, sus
antiguas propiedades inmuebles. Otros tienen además sus esclavos. Un grupo
mantiene en pie sus viejas manufacturas. Como a través de los años el valor
siempre creciente de los esclavos absorbió los fondos de reposición, la clase se
encuentra con el problema de que, en el mejor de los casos, el activo fijo de sus
manufacturas está dominado por el valor de los negros. Atrapados en su contra-
dicción esclavista, han cerrado todo camino posible a la industrialización. Y esto
explica que en una época en que se han desarrollado plenamente las modernas
técnicas productoras —tándems, filtros, bombas, triple efecto, centrífugas, apa-
ratos de control, etc.—, el programa reformista insistía en la abolición con indem-
nización, en la producción agrícola y en la erección de ingenitos manuales que
sólo fabriquen mascabado. Era la caída de la gran manufactura al nivel de la
fábrica de raspadura: era el atraso y la derrota, saldo de la esclavitud. Y, llegando
más lejos, experimentan con exportar la caña sin procesarla: para el Conde de
Pozos Dulces, el ideal económico era simplemente embarcar “la caña en trozos”.
Cuando quedan solos con la tierra, aparece también entre los reformistas un
fervor agrícola que en el fondo es huida y no progreso. Por ello, cuando en 1862
Álvaro Reynoso publica su Ensayo sobre la caña de azúcar, los reformistas, la
castrada y frustrada burguesía cubana, vio en sus doctrinas una solución parcial
a sus problemas, pero en realidad era un epitafio para la clase. Como inicialmente
los conceptos de Reynoso parecían buenos para todos, la acogieron con entusias-
mo y en sus suscripción están los nombres de hacendado cubanos y negreros
poderosos, mientras el prólogo lo escribe el arruinado Conde de Pozos Dulces,
representante de los productores en apuros.
El libro le Reynoso trataba las normas para el cultivo científico de la caña.
Pero este cultivo científico no respondía a las condiciones cubanas de entonces y

53
lógicamente fue pronto olvidado, no obstante su inmenso éxito en Java y la India.
El último destello renovador de la clase fue el entusiasmo con que acogieron las
experiencias de mecanización agrícola de Miguel Aldama, con su arado de vapor
Fowler, surcando las tierras del ingenio Concepción. José Silverio Jorrín, desta-
cado reformista, tuvo a su cargo el brindis por tan notable acontecimiento, y
pronunció estas palabras: “Brindo porque se perpetúe la memoria de esta solem-
nidad agrícola, la primera de su clase en Cuba. Brindo por la rápida propagación
de los principios teóricos de la agricultura científica, y por su aplicación práctica,
como bases de un sólido porvenir en su triple aspecto: económico, político y so-
cial.” Los reformistas estaban concientes de sus debilidades fundamentales.
La última actividad del grupo fue el papel que desempeñó en la llamada Junta
de Información, convocada por España para el análisis de los problemas políticos,
económicos y sociales de las islas de Cuba y Puerto Rico. La Junta, de inicio,
estaba condenada al fracaso, por la integración de sus miembros y su estructura
organizativa, En la Junta de Información reaparecen de nuevo las viejas contra-
dicciones burguesa-capitalistas y se pone de relieve la absoluta ineptitud refor-
mista para dar una respuesta a los problemas cubanos. Una vez más, ahora
definitivamente, se demuestra la imposibilidad de conciliar esclavitud y libertad.
La solución a los problemas cubanos sólo podía provenir de quienes no tuvie-
sen esclavos o estuviesen dispuestos a liberarlos y luchar con ellos. Esto única-
mente podía darse hacia la zona oriental de la Isla, donde la esclavitud estaba
siendo rápidamente superada como base de la producción de mercancías. Donde
había ingenios, como La Demajagua, que ya había hecho una zafra con obreros
asalariados. Por ello la acción guerrera y revolucionaria vino de esos lugares y
por otros caminos, y los primeros sorprendidos —y asustados— fueron los
reformistas. Y esa revolución no fue iniciada ni por patricios, ni por ricos hacen-
dados azucareros dueños de esclavos.

La Habana, 9 de julio de 1968.

Manuel Moreno Fraginals: “Azúcar, esclavos y revolución (1790-1868)”, en revista Casa de las
Américas no. 50, septiembre-octubre, La Habana, 1968, pp. 35-45.

54
La literatura en el Papel Periódico de la Havana
Cintio Vitier

Introducción
La mayor dificultad con que tropiezan los estudiosos de nuestra literatura durante
los siglos XVIII y XIX, reside en lo arduo del acceso a muchos textos importantes o
característicos que sólo aparecieron en periódicos y revistas de época, y que
nunca después se han reproducido ni comentado, salvo, quizás, en alguna publi-
cación especializada. Sabemos que hay un abundante material disperso, no agru-
pado en libros y a veces tan desconocido en nuestros días que su mera localiza-
ción constituye un hallazgo y en ocasiones una apreciable contribución al
conocimiento de una determinada figura o de un período que ya creíamos bien
estudiado. La historia literaria, concebida como un incesante devenir tanto del
pasado como del presente, vive y se nutre de esas pequeñas o grandes revelacio-
nes, de esas modestas o gloriosas resurrecciones que hacen de su estudio, no una
didáctica repetición de criterios y valores estables, sino un tenaz, apasionado
replanteo, y una perenne aventura.
Convencidos de estas verdades, hemos iniciado en el departamento de Colec-
ción Cubana de la Biblioteca Nacional José Martí un trabajo investigativo cuyo
objetivo primordial consiste en poner al alcance de todos, en una forma sistemá-
tica y atractiva, sin alardes innecesarios de erudición, la mayor cantidad de tex-
tos, noticias y datos que resulten útil para el estudio de nuestra literatura y que
sólo pueden reunirse después de una paciente búsqueda, revisando ejemplares
raros y frecuentemente únicos. Consideramos que la selección y ordenación de
esos materiales, con independencia de los comentarios que los mismos susciten
en los dedicados a esta labor —y que también acompañamos como simples ins-
trumentos de orientación—, representan por sí un aporte que puede servir eficaz-
mente al mejor conocimiento de nuestra historia literaria.
Para comenzar por el principio, hemos examinado, con el fin propuesto, la
colección de números de nuestro primer periódico de interés literario, existente
en la Biblioteca Nacional. No es éste, ni con mucho, un terreno virgen para la
investigación, pues ha sido objeto de acuciosos estudios, y basta en este sentido
recordar el utilísimo folleto, de consulta indispensable, editado por el Municipio de

55
la Habana con motivo de celebrarse el sesquicentenario de la aparición del Papel
Periódico. No siendo ese cuaderno actualmente ninguna rareza bibliográfica,
nos permitimos remitir a su lectura o a excusarnos de repetir aquí todo lo que en
materia histórica, política y económica se encuentra allí expuesto, sin excluir las
atinadas observaciones sobre el valor crítico del Papel que se encuentran en
dichos trabajos, y muy especialmente en los de Mañach, Portuondo y Roig de
Leuchsenring. Faltaba, sin embargo, una consideración más detenida y específi-
ca del rendimiento literario del Papel Periódico, sustentada en una amplia selec-
ción de sus páginas más valiosas o características, que viniese a completar la
meritoria tarea comenzada por Chacón y Calvo en los Apéndices a su conferen-
cia sobre “Los orígenes de la poesía en Cuba”, publicados en los números de
septiembre y octubre de 1913 de Cuba contemporánea y desgraciadamente no
reproducidos al incluirse dicha conferencia en sus Ensayos de literatura cubana.
Esa labor complementaria, con vistas a una mayor difusión, es la que hemos
realizado. A medida que avanzábamos en nuestras búsquedas, confirmábamos la
tesis de que había más tesoro oculto del que se había sospechado. Cuando deci-
mos “tesoro”, en este caso, no nos referimos exclusiva ni principalmente a textos
de calidad extraordinaria y perdurable, que no son muy de esperar en una colonia
recién nacida a la cultura en el siglo más mediocre de las letras españolas —
aunque no falten páginas de gran dignidad y agudeza; nos referimos, más bien, a
testimonios literarios que, a través de sus tosquedades o aciertos, por la carga
consciente o inconsciente de sus intuiciones, constituyen documentos preciosos
para rastrear los orígenes de nuestra sensibilidad, imaginación, carácter y con-
ciencia, y sus peculiares modos de expresión dentro del marco cultural de la
época. Precisamente una de las sorpresas del Papel Periódico, órgano insular
de ese iluminismo que Américo Castro definió como un “optimismo racionalista”,
es la cantidad de energía irracional onírica que se filtra a través de sus páginas ya
de por sí barrocas, híbridas, desconcertantes, por el abigarrado mundo, mezcla de
injertos, refinamiento y barbarie, que reflejan; oscura energía hiperbólica que,
como en el delirante relato de “El diluvio universal” y en los versos satíricos de
Zequeira, llevan la carga de expansión, de rajadura de los escayolados moldes
neoclásicos, de confusa insurgencia criolla que está buscando sus perfiles y em-
pieza a hallarlos del lado de la luz, en los irónicos, piadosos y fundadores escritos
del Padre José Agustín Caballero. Si a este contrapunto se unen los magníficos
artículos costumbristas que presentarnos en nuestra selección, tenernos una ima-
gen viviente de lo que fue La Habana de la última década del siglo XVIII.
Ese período de florecimiento que se inaugura visiblemente con la llegada de
Don Luis de las Casas, venía preparándose a través del siglo por una serie de
acontecimientos que abarcan desde las sublevaciones de los vegueros, en 1717,
1720 y 1723 hasta la ocupación de La Habana por los ingleses en 1762, y que
trajeron como consecuencia —junto al aumento de la población y de la capacidad

56
productiva de la isla,— una definida estratificación de las capas sociales y un
creciente grado de conciencia patriótica. En el aspecto instrumental de la cultura,
la introducción de la imprenta en 1723, si careció de verdadera significación en
sus inicios, estableció un recurso indispensable a la propagación de las ideas, que
unos setenta años más tarde comenzaría a dar sus frutos. La misma fundación en
1728 de la Real y Pontificia Universidad de San Jerónimo, organizada a tenor de
la medieval Universidad de Santo Domingo, fundada dos siglos atrás, diríase que
más bien sirvió para dar pie a las críticas reformadoras del Padre Caballero y a
las nuevas orientaciones del Real Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio
(1773), auténtico “semillero” ideológico de la primera generación de próceres y
mentores cubanos, de mucha mayor fecundidad que el Seminario de San Basilio,
el Magno, establecido en Santiago de Cuba en 1722.
Cuando Las Casas arriba a nuestras playas, existía, pues, un patriciado inte-
lectual ansioso de secundar sus planes civilizadores. Hombres como José Agustín
Caballero, Tomás Romay, Francisco Arango y Parreño, Nicolás Calvo, Luis
Peñalver, Juan Manuel O’Farrill, Manuel de Zequeira y otros, hacen posible que
el excepcional gobernante lograra en los seis años y cinco meses de su mando en
Cuba (desde el 8 de julio de 1790 al 7 de diciembre de 1796), echar las bases de
una efectiva transformación cultural. Eran los tiempos propicios del despotismo
ilustrado, que había adquirido ya impulso oficial bajo la égida de Carlos III y sus
Ministros liberales. El iluminismo, la fe en las “luces” racionales del progreso,
dominador de la naturaleza, que venía de los enciclopedistas y se había converti-
do en un arma filosófico-política, penetró por estos años en España y sus Colo-
nias. Don Luis de las Casas y sus colaboradores cubanos eran iluministas con-
vencidos y trabajaron de perfecto acuerdo, edificando esta armoniosa etapa que
parece inspirada en un paradigma griego de gobernación: no en vano Martí, refi-
riéndose a la edad de oro intelectual que comenzaba en aquellos años, escribió:
“El aire era como griego...”. Así, al tiempo que el Padre Caballero —el “Néstor
literario de Cuba”, como le llamara Luz— libraba su campaña contra la rutina del
escolasticismo decadente y por la introducción de la filosofía ecléctica moderna y
las ciencias experimentales se crearon la importantísima Sociedad Económica de
Amigos del País, y el Papel Periódico, con cuyos ingresos pudo inaugurarse la
primera biblioteca pública; instituciones que fueron acompañadas por la creación
del Real Consulado de Agricultura y Comercio a iniciativa de Arango y Parreño, la
fundación de la Casa de Beneficencia y los Bandos, Circulares e Instrucciones de
buen gobierno dictados por Las Casas entre 1792 y 1794 —sin contar las numero-
sas fundaciones de pueblos y obras de utilidad y ornato público que llevó a cabo.
Ahora bien, cuando hablamos de las excelencias de este período, es claro que
lo hacemos dentro de la relatividad de una perspectiva histórica. El pecado origi-
nal de Cuba, y de América, la institución de la esclavitud, penetra a toda la Colo-
nia de una mancha imborrable, y precisamente por estos años cobró auge el

57
tráfico negrero, al extremo de que Francisco González del Valle, refiriéndose a
Las Casas, observa que “un hecho nada mas empañó la brillantez de su obra: la
facilidad que dio a la introducción de esclavos africanos para fomentar la riqueza
agrícola”, si bien, advierte que esa responsabilidad “en justicia tienen que com-
partirla los más prominentes cubanos de su tiempo y los hombres que dirigían en
España la política colonial”. La corriente económica de la época arrastraba a
estos hombres al incremento, por todos los medios, de la producción azucarera en
Cuba, con el fin de llevar la isla a un régimen basado en la exportación, objetivo
que era estimulado por las sublevaciones de Haití y la apertura del mercado
norteamericano. Para lograr ese incremento, dentro de las ominosas condiciones
sociales de la época, consideraban indispensable aumentar el trabajo esclavo, a la
vez que abogar por un trato más racional, humano y productivo en los ingenios
(movimiento reformista que encabezó Arango y Parreño), combatir el juego, la
holgazanería y el lujo en las otras capas de la sociedad y propiciar el rápido
mejoramiento de la técnica azucarera. Todos estos temas oportunamente trata-
dos en el Papel Periódico, del que dice Julio Le Riverend: “Es un periódico
esclavista, en momentos en que toda la sociedad y la economía coloniales depen-
den fundamentalmente del trabajo de los esclavos. No podía, claro está, ser de
otro modo”. Y concluye su estudio de las ideas económicas expresadas en el
Papel Periódico, reconociendo que “fue nada menos que el vocero de la Socie-
dad Económica, por lo cual puede considerarse que sus expresiones ideológicas o
teóricas son de las puras que fuera dable exponer en la época, libres de los
ajustes o de la cautela que debía predominar en el seno de otras instituciones de
carácter estatal”.
En realidad, después de un detenido examen, asombra la riqueza de contenidos
—filosóficos, científicos, técnicos, sociológicos, psicológicos, económicos, edu-
cacionales, literarios, gramaticales— que podemos encontrar, siempre bajo signo
crítico, reformista y civilizador, en el Papel Periódico. Sus páginas, manchadas
por la costumbre brutal de las transacciones normales en una sociedad esclavista,
están presididas, sin embargo —y esta contradicción típica de la época—, por el
fervor patriótico y el deseo de servir a la comunidad, difundiendo las “luces”. Ni
uno sólo de los punzantes problemas de la Colonia, de 1790 a 1805, dejó de
discutirse de acuerdo con los criterios de la época y el máximo de libertad permi-
tida por las autoridades, en aquellos modestos y frágiles pliegos. En ellos Cuba
empezó a ver su propio rostro y a sentir el pulso de su historia.

Cintio Vitier
1962.

Cintio Vitier: “Introducción” en La literatura en el Papel Periódico de la Havana. 1790–1805,


Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1990, pp. 5-9.

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La crítica y la polémica
en el Papel Periódico de la Havana
(Fragmentos)
Fina García-Marruz

En la primera página del Papel Periódico ya encontramos una palabra clave que
iba a ser norma de esta publicación a la vez que de vigilia activa de los mejores
hijos del país: utilidad, deseo de servir. La especie iría pasando de las manos
fundadoras del Padre Caballero, a las de Varela, Saco, José de la Luz, hasta
llegar, limpia de todo interés, a José Martí que afirma: “la virtud es útil”. Es
verdad que este interés patriótico —otra palabra que se empieza a destacar en
esta primera pagina— está sólo referido, a que los vecinos se informen de “sus
intereses o sus diversiones”. Pero entre las noticias comerciales y las de teatro,
entre el interés y la diversión, el Papel iba en realidad a tocar, por primera vez en
nuestra isla, cuestiones más decisivas. Pues es preciso notar que si bien hay en él
una constante tendencia a la polémica menuda —y de ello nos ocuparemos en
detalle—, más allá de esa superficie, ligeramente agitada, hay una corriente crí-
tica más honda, un pensamiento reformador, que a la larga iba a realizar una
tarea que no podemos menos que llamar civilizadora. Las ideas que se dejaban
oír en el Seminario de San Carlos o que se discutían en la Sociedad Patriótica
hallaron en el Papel un reflejo quizás más ligero pero que por lo mismo podía
penetrar más fácilmente en todas las zonas del país. Aquella primera toma de
conciencia de nuestros problemas coloniales y sus urgentes reformas, que llevó a
cabo la primera generación de cubanos que se preocupó del bien patrio, bajo la
propia égida de Don Luis de las Casas, encontró en el Papel un medio de
cotidianizarse, de salir de las esferas del pensamiento o de la cátedra, al aire
común y al primer diálogo público. No es inconsecuente que en él aparezcan
juntos el artículo en que se aboga por aliviar la miserable condición de los escla-
vos y la nota en que se anuncian sus condiciones para la venta o intercambio ya
que con esto el Periódico no hace sino reflejar de un modo fiel la doble tendencia
de la época, sus primeras contradicciones. Lo que importa es que el Periódico, a
través de sus redactores mejores, fue consciente de que el cambio que necesita-
ba el país no se podría producir sino por medios lentos: “Todas las cosas tienen su

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principio, medio y fin, —escribía Caballero en uno de sus artículos— y es indis-
pensable ir pasando de un grado a otro”. Pero siempre será mérito suyo, si no
haber visto el fruto de sus trabajos, al menos haberlos comenzado. Frente al
estatismo de la colonia, el Papel representó la primera introducción del Tiempo,
al que no en balde anuncia Zequeira con su extraordinario artículo “El relox de la
Havana”.
La crítica del Papel se ejerció principalmente en tres direcciones: crítica de
costumbres, reforma de la educación, corriente de mejor trato al esclavo.1 En la
primera dirección tenemos, entre los artículos más importantes, aquellos que es-
cribieron el Pbro. José Agustín Caballero con el seudónimo de El amante del
periódico o los que escribiera el propio Zequeira con el de El Observadcr de la
Havana. En la segunda dirección tenemos una serie de artículos, también en su
mayor parte atribuidos a Caballero, que fue sin duda, con Zequeira, autor de los
mejores trabajos que aparecieron en el Papel, sobre la educación de los jóvenes,
de los niños y de la mujer, la crítica del ergotismo2 y la necesidad de utilizar
métodos experimentales en el estudio de la Física y de la Química.3 En la tercera
dirección —en la que hay que incluir los discursos sobre la Agricultura, preocu-
pación fundamental— está, como principal documento, la Carta que escribiera
Caballero “A los nobilísimos cosecheros de azúcar”.
[…]
Cuando se revisan unos cuantos años del Papel Periódico asombra la vaste-
dad de los temas tratados, de los que nada en realidad quedó fuera: artículos de
economía, higiene, medicina, moral, física, química, literatura, religión, observa-
ciones meteorológicas, gramática, historia, agricultura, educación y crítica en
general, sin que faltasen en sus breves páginas poesías, fábulas, epigramas y
noticias comerciales y de toda índole. Junto al tratamiento de temas de carácter
doctrinal, vemos el contrapunto de noticias en que sentimos todo el movimiento

1 En cuanto a la crítica histórica, el Papel publicó en 1796 una crítica del Pbro. Caballero al
Teatro Histórico de Urrutia que no hemos podido consultar por no hallarse la colección
completa de este año. La reprodujo la Revista de Cuba, La Habana, tomo 1, 1877. Puede leerse
en los Escritos Varios de J. A. Caballero publicados por la Universidad de La Habana, 1956.
Una Nota a la obra sí aparece en el no. 68 del P. P. del 25 de agosto de 1791.
2 Entre los artículos más importantes contra el ergotismo está la “Pintura filosófica, histórica y crítica
de los progresos del espíritu” del Pbro. Caballero (Papel Periódico, 24 y 27 de mayo, 1798). Estos
números no están en la Colección de la Biblioteca Nacional. Los artículos pueden consultarse en el
tomo 1 de los Escritos Varios de J. A. Caballero, Universidad de La Habana, 1956.
3 Véase el “Discurso sobre la Física” (Sept. 1, 91) y la “Necesidad de la experiencia en Física”
(Marzo 22 y 24, 1803). El 1ro aparece en el Legajo Caballero de Fco. González del Valle; el
2do se le atribuye a él. (Roberto Agrarnonte. “José Agustín Caballero y los Orígenes de
conciencia cubana”, La Habana, 1952, p. 211).

60
de la ciudad, el estado del tiempo, la entrada y salida de las embarcaciones, o
artículos que como el de Zequeira sobre El relox de la Havana, bastarían para
justificar la desigual calidad literaria del Papel.
[…]
La crítica seria y la polémica ligera fueron armas en que se ejercitó la naciente
inquietud cubana. Frente a los cerrados cuadros coloniales, vemos a esta estrate-
gia criolla apuntar desde varios sitios distintos, ya el tratado, ya el epigrama, ya la
burla. A veces el inocente carro de heno oculta armas subversivas, y vemos tras
el artículo sobre agricultura, el diálogo literario o filosófico o la Carta circunspec-
ta, ataques solapados al comercio, a la educación, a la filosofía o costumbres de
la colonia. Esta actitud discutidora, perennemente revisionista, preparó para lu-
chas mayores. Crítica y fiebre polémica hallan una buena fundamentación en las
palabras que deja caer Caballero al polemizar con el articulista del Mercurio
Peruano sobre los espectáculos públicos (números del 10 y 13 de marzo de
1792), palabras bajo las que latía, como bajo tantas otras observaciones suyas
aparentemente desinteresadas, una exhortación a las virtudes fundadoras:
“Mejor que una posesión lánguida y sedentaria de todos los bienes terrenos, es
el movimiento, el contraste de afectos, la dinámica del espíritu”.

1962.

Fina García-Marruz: “La crítica y la polémica en el Papel Periódico de la Havana” en La Literatura


en el Papel Periódico de la Havana. 1790-1805, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1990, pp. 19-40.

61
[Prospecto del Papel Periódico de la Havana]

En las ciudades populosas son de muy grande utilidad los papeles públicos en
que se anuncia á los vecinos quanto ha de hacerse en la semana referente á sus
intereses ó á sus diversiones. La Havana cuya población es ya tan considerable
echa menos uno de estos papeles que dé al Público noticia del precio de los
efectos comerciables y de los bastimentos, de las cosas que algunas personas
quieren vender ó comprar, de los espectáculos, de las obras nuevas de toda clase,
de las embarcaciones que han entrado, ó han de salir, en una palabra de todo
aquello que puede contribuir á las comodidades de la vida.
El deseo de que nuestros compatriotas desfruten quantas puedan proporcionarse
nos mueve á tomarnos el trabajo de escribir todas las semanas medio pliego de
papel en que se recojan las explicadas noticias. A imitación de otros que se
publican en la Europa comenzarán también nuestros papeles con algunos retazos
de literatura, que procuraremos escoger con el mayor esmero. Asi declaramos
desde ahora que á excepcion de las equivocaciones y errores, que tal ves se
encontrarán en nuestra obrilla, todo lo demas es ageno, todo copiado.
Los aficionados que quisieren adornarla con sus producciones se servirán po-
nerlas en la Libreria de D. Franco Seguí que ofrece imprimirlas, quando para ello
hubiere lugar y no se tocaren inconvenientes, conservando oculto ó publicando el
nombre del autor segun este lo previniere.
Todo el que deseare vender ó comprar alguna casa, estancia, esclavo, hacien-
da ó cualquier otra cosa, aviselo en la mencionada Libreria de D. Franco Seguí, y
sin que le cueste cosa ninguna se participará al publico en uno de estos papeles.
Sentiriamos sobremanera que alguno se figurase que nos dedicamos á escri-
birlos tan solo con la mira de evitar los fastidios de la ociosidad.
No carecemos de ocupaciones capaces de llenar la mayor parte del tiempo.
Aquellos ratos de descanso que es preciso sucedan a las tareas del estudio son
los que sacrificamos gustosamente á nuestra Patria, como sacrificó los suyos el
elocuente Tulio á su amigo Tito Pomponio Atico. Prefiera el amor de nuestra
Patria á nuestro reposo: Havana tu eres nuestro amor, tu eres nuestro Atico: esto

62
te escribimos no por sobra de ocio, mas por un exceso de patriotismo. Haec
scripsi non otii abundantia, sed amoris erga te.

PAPEL PERIÓDICO DE LA HAVANA. Núm.1.


24 de Octubre de 1790.

[Prospecto del Papel Periódico de la Havana] en La literatura en el Papel Periódico de la Havana.


1790–1805, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1990 Pág. 45-46.

63
Patriotismo*
Félix Varela

Capítulo único

Patriotismo
Al amor que tiene todo hombre al país en que ha nacido, y al interés que toma en
su prosperidad les llamamos patriotismo. La consideración del lugar en que por
primera vez aparecimos en el gran cuadro de los seres, donde recibimos las más
gratas impresiones, que son las de la infancia, por la novedad que tienen para
nosotros todos los objetos, y por la serenidad con que los contemplamos cuando
ningún pesar funesto agita nuestro espíritu, impresiones cuya memoria siempre
nos recrea; la multitud de objetos a que estamos unidos por vínculos sagrados, de
naturaleza, de gratitud y de amistad: todo esto nos inspira una irresistible inclina-
ción, y un amor indeleble hacia nuestra patria. En cierto modo nos identificamos
con ella, considerándola como nuestra madre, y nos resentimos de todo lo que
pueda perjudicarla. Como el hombre no se desprecia a sí mismo, tampoco des-
precia, ni sufre que se desprecie su patria que reputa, si puedo valerme de esta
expresión, como parte suya. De aquí procede el empeño en defender todo lo que
la pertenece, ponderar sus perfecciones y disimular sus efectos.
Aunque establecidas las grandes sociedades, la voz patria no significa un pue-
blo, una ciudad, ni una provincia; sin embargo, los hombres dan siempre una
preferencia a los objetos más cercanos, o por mejor decir, más ligados con sus
intereses individuales, y son muy pocos los que perciben las relaciones generales
de la sociedad, y muchos menos los que por ellas sacrifican las utilidades inme-
diatas o que les son más privativas. De aquí procede lo que suele Ilamarse pro-
vincialismo, esto es, el afecto hacía la provincia en que cada uno nace, llevado a
un término contrario a la razón y a la justicia. Sólo en este sentido podré admitir
que el provincialismo sea reprensible, pues a la verdad nunca será excusable un
amor patrio que conduzca a la injusticia; mas cuando se ha pretendido que el

* Este artículo se halla en mis Lecciones de Filosofía, pero deseando ampliarlo, y no pudiendo
por ahora hacer otra edición de aquellas, he determinado insertarlo en esta Miscelánea.

64
hombre porque pertenece a una nación toma igual interés por todos los puntos de
ella, y no prefiera el suelo en que ha nacido, o a que tiene ligados sus intereses
individuales, no se ha consultado el corazón del hombre, y se habla por meras
teorías que no serían capaces de observar los mismos que las establecen. Para
mi el provincialismo racional que no infringe los derechos de ningún país, ni los
generales de la nación, es la principal de las virtudes cívicas. Su contraria, esto
es, la pretendida indiferencia civil o política, es un crimen de ingratitud, que no se
comete sino por intereses rastreros, por ser personalísimos, o por un estoicismo
político el más ridículo y despreciable.
El hombre todo lo refiere a sí mismo, y lo aprecia según las utilidades que le
produce. Después que está ligado a un pueblo teniendo en él todos sus intereses,
ama los otros por el bien que pueden producir al suyo, y los tendría por enemigos
si se opusiesen a la felicidad de éste, donde él tiene todos sus goces. Pensar de
otra suerte es quererse engañar voluntariamente.
Suele sin embargo el desarreglo de este amor tan justo, conducir a gravísimos
males en la sociedad, aun respecto de aquel mismo pueblo que se pretende favo-
recer. Hay un fanatismo político, que no es menos funesto que el religioso, y los
hombres muchas veces, con miras al parecer las más patrióticas, destruyen su
patria, encendiendo en ella la discordia civil por aspirar a injustas prerrogativas.
En nada debe emplear más el filósofo todo el tino que sugiere la recta Ideología
que en examinar las verdaderas relaciones de estos objetos, considerar los resul-
tados de las operaciones, y refrenar los impulsos de una pasión que a veces
conduce a un término diametralmente contrario al que apetecemos.
Muchos hacen del patriotismo un mero título de especulación, quiero decir, un
instrumento aparente para obtener empleos y otras ventajas de la sociedad. Pa-
triotas hay (de nombre) que no cesan de pedir la paga de su patriotismo, que le
vociferan por todas partes, y dejan de ser patriotas cuando dejan de ser pagados.
¡Ojalá no hubiera yo tenido tantas ocasiones de observar a estos indecentes tra-
ficantes de patriotismo! ¡Cuánto cuidado debe ponerse para no confundirlos con
los verdaderos patriotas! El patriotismo es una virtud cívica, que a semejanza de
las morales, suele no tenerla el que dice que la tiene, y hay una hipocresía política
mucho más baja que la religiosa. Nadie opera sin interés, todo patriota quiere
merecer de su patria; pero cuando el interés se contrae a la persona en términos
que ésta no le encuentre en el bien general de su patria, se convierte en deprava-
ción e infamia. Patriotas hay que venderían su patria si les dieran más de lo que
reciben de ella. La juventud es muy fácil de alucinarse con estos cambia-colores,
y de ser conducida a muchos desaciertos.
No es patriota el que no sabe hacer sacrificios en favor de su patria, o el que
pide por éstos una paga, que acaso cuesta mayor sacrificio que el que se ha
hecho para obtenerla, cuando no para merecerla. El deseo de conseguir el aura
popular es el móvil de muchos que se tienen por patriotas, y efectivamente no hay

65
placer para un verdadero hijo de la patria, como el de hacerse acreedor a la consi-
deración de sus conciudadanos por sus servicios a la sociedad; mas cuando el bien
de ésta exige la pérdida de esa aura popular, he aquí el sacrificio más noble, y más
digno de un hombre de bien, y he aquí el que desgraciadamente es muy raro. Pocos
hay que sufran perder el nombre de patriotas en obsequio de la misma patria, y a
veces una chusma indecente logra con sus ridículos aplausos convertir en asesinos
de la patria los que podrían ser sus más fuertes apoyos. ¡Honor eterno a las almas
grandes que saben hacerse superiores al vano temor y a la ridícula alabanza!
El extremo opuesto no es menos perjudicial, quiero decir, el empeño temerario
de muchas personas en contrariar siempre la opinión de la multitud. El pueblo
tiene cierto tacto que pocas veces se equívoca, conviene empezar siempre por
creer, o a lo menos por sospechar que tiene razón. ¡Cuántas opiniones han sido
contrariadas por hombres de bastante mérito, pero sumamente preocupados en
esta materia, sólo por ser como suelen decir las de la plebe! Entra después el
orgullo a sostener lo que hizo la imprudencia, y la patria entretanto recibe ataques
los más sensibles por provenir de muchos de sus más distinguidos hijos.
Otro de los obstáculos que presenta al bien público el falso patriotismo, consis-
te en que muchas personas, las más ineptas, y a veces las más inmorales, se
escudan con él, disimulando el espíritu de especulación, y el vano deseo de figu-
rar. No puede haber un mal más grave en el cuerpo político, y en nada debe
ponerse mayor empeño, que en conocer y despreciar estos especuladores. Los
verdaderos patriotas desean contribuir con sus luces y todos sus recursos al bien
de su patria, pero siendo éste su verdadero objeto, no tienen la ridícula pretensión
de ocupar puestos que no puedan desempeñar. Con todo, aun los mejores patrio-
tas suelen incurrir en un defecto que causa muchos males, y es figurarse que
nada está bien dirigido cuando no está conforme a su opinión. Este sentimiento es
casi natural al hombre, pero debe corregirse no perdiendo de vista que el juicio en
estas materias dependen de una multitud de datos que no siempre tenemos, y la
opinión general, cuando no abiertamente absurda, produce siempre mejor efecto
que la particular, aunque ésta sea más fundada. El deseo de encontrar lo mejor
nos hace a veces perder todo lo bueno.
Suelen también equivocarse aun los hombres de más juicio en graduar por
opinión general la que sólo es del círculo de personas que los rodean, y procedien-
do con esta equivocación dan pábulo a un patriotismo imprudente que les condu-
ce a los mayores desaciertos. Se finge a veces lo que piensa el pueblo arreglán-
dolo a lo que debe pensar, por lo menos según las ideas de los que gradúan esta
opinión, y así suele verse con frecuencia un triste desengaño, cuando se ponen en
práctica opiniones que se creían generalizadas.
Es un mal funesto la preocupación de los hombres, pero aun es mayor mal su
cura imprudente. La juventud suele entrar en esta descabellada empresa, y yo no
podré menos que transcribir las palabras del juicioso Watts tratando esta materia.

66
“Si sólo tuviéramos, dice, que lidiar con la razón de los hombres, y ésta no
estuviera corrompida, no sería materia que exigiese gran talento ni trabajo con-
vencerlos de sus errores comunes, o persuadirles a que asintiesen a las verdades
claras y comprobadas. Pero ¡ah! el género humano está envuelto en errores y
ligado por sus preocupaciones; cada uno sostiene su dictamen por algo más que
por la razón. Un joven de ingenio brillante que se ha provisto de variedad de
conocimientos y argumentos fuertes, pero que aún no está familiarizado con el
mundo, sale de las escuelas como un caballero andante que presume denodada-
mente vencer las locuras de los hombres, y esparcir la luz y la verdad. Mas él
encuentra enormes gigantes y castillos encantados; esto es, las fuertes preocu-
paciones, los hábitos, las costumbres, la educación, la autoridad, el interés, que
reuniéndose todo a las varias pasiones de los hombres, los arma y obstina en
defender sus opiniones, y con sorpresa se encuentra equivocado en sus genero-
sas tentativas. Experimenta que no debe fiar sólo en el buen filo de su acero y la
fuerza de su brazo, sino que debe manejar las armas de su razón, con mucha
destreza y artificio, con cuidado y maestría, y de lo contrario nunca será capaz de
destruir los errores y convencer a los hombres.”1
¡Cuántos males causa en la política este imprudente patriotismo! Yo me deten-
dré en considerarlos, y ojalá mis consideraciones no pudiesen estar apoyadas en
hechos funestísimos, cuya memoria es una lección continua para mi espíritu, si
bien la prudencia y la caridad me prohíben especificarlos. Hallábame afectado de
estos mismos sentimientos cuando escribí este artículo en mis Lecciones de Filo-
sofía; mas la delicadeza de la materia, el temor de ofender a personas determina-
das, y el carácter de una obra elemental me impidieron su manifestación. Procu-
raré entrar en ella del modo más genérico que me sea posible, y si mi acierto no
corresponde a mis intenciones, espero que éstas obtengan en mi favor la indul-
gencia de los verdaderos patriotas.
La injusticia con que un celo patriótico indiscreto califica de perversas las
intenciones de todos los que piensan de distinto modo, es causa de que muchos se
conviertan en verdaderos enemigos de la patria. El patriotismo cuando no está
unido a la fortaleza (como por desgracia sucede frecuentemente) se da por agra-
viado, y a veces vacila a vista de la ingratitud. Frustrada la justa esperanza del
aprecio público, la memoria de los sacrificios hechos para obtenerlo, la idea del
ultraje por recompensa al mérito, en una palabra, un cúmulo de pensamientos
desoladores se agolpan en la mente, y atormentándola sin cesar llegan muchas
veces a pervertirla. Véase, pues, cuál es el resultado de la imprudencia de algu-
nos y la malicia de muchos, en avanzar ideas poco favorables sobre el mérito de

1 Watts: On the improvement of the mind, part II, chap. 5.

67
los que tienen contraria opinión. Cuando ésta no se opone a lo esencial de una
causa ¿por qué se ha de suponer que proviene de una intención depravada? Yo
me atrevo a asegurar que muchos que difieren totalmente, aun en cuanto a las
bases de un sistema político, no tienen un ánimo antipatriótico; y que bien mane-
jados variarían ingenuamente de opinión, y serían útiles a la patria. ¿Quién no
sabe que la palabra bien público es un Proteo que toma tantas formas cuantos
son los intereses, la educación, o los caprichos de los que la usan? ¿Por qué
hemos de suponer depravación y no error en los que piensan de un modo contra-
rio al nuestro?
Hay casos en que claramente se conocen las intenciones perversas de algunos
hombres, y para este conocimiento sirve mucho el que tenemos de su inmorali-
dad; pero otros muchos casos son totalmente aéreos, y nos figuramos enemigos
donde no existen. ¿Cuál es el resultado? Formarlos en realidad, y quitar por lo
menos el prestigio a la buena causa suponiendo que experimenta más oposición
que la que verdaderamente sufre. Nada es tan interesante en un sistema político
como la idea de que no tiene enemigos, y por consiguiente nada le es tan contra-
rio como fingírselos. El verdadero político trata por todos los medios de ocultar
los verdaderos ataques que experimenta la causa pública, y se contenta con im-
pedirlos si puede en secreto. iQué distinta es la conducta de algunos, cuyo patrio-
tismo consiste en decir que no hay patriotas, y en buscar crímenes aun en las
acciones más indiferentes! Sucede en lo político lo que en lo moral, que el rigoris-
mo conduce más de una vez a la relajación.
Otro de los defectos en que suele incurrir el falso patriotismo, es el de acabar
de pervertir a muchos que en realidad no están muy lejos de ello, pero cuyo mal
no era incurable. Danse prisa en denunciados a la opinión pública, y a la denuncia
sigue el descaro y la obstinación de los acusados. Hay ciertos entes perversos de
que debemos servirnos unas veces para hacer el bien, y otras tolerarlos, para que
no hagan mal. Principalmente cuando los hombres tienen prestigio es perjudicial
desenmascararlos, porque sus partidarios juzgan siempre que se les hace injusti-
cia y toman su defensa con indiscreción. Por otra parte, el pueblo que ve con
frecuencia que le son infieles aun aquellos hombres en quienes más confiaba,
duda de todos, y faltando la confianza no hay fuerza moral, expresión que se ha
hecho favorita, y que efectivamente califica más que ninguna otra la verdadera
acción de un gobierno, que si bien se debe momentáneamente a la fuerza física,
cede al fin a la irresistible de la opinión.
En este punto desearía yo se detuviese la consideración de los patriotas, para
evitar uno de los ataques más funestos, que suelen hacer a la causa pública.
Procuran sus enemigos desacreditar individualmente a sus más decididos defen-
sores, a hombres que sin duda no pueden clasificarse en el número de los enmas-
carados, y el objeto no es otro sino lograr que el pueblo se desaliente considerán-
dose sin dirección, y crea que no le queda otro remedio sino mudar de sistema de

68
gobierno, para ver si entre los partidarios del opuesto hay hombres que valgan
algo más, o que por lo menos no sean perversos. ¡Véase cuánto daño causan los
patriotas, o mejor dicho, antipatriotas desacreditadores! Las ignorancias de los
nuestros deben callarse para no dar armas a los contrarios; el verdadero patriota
debe procurar por todos medios impedir que por malicia, o por ignorancia, se
haga mal a la patria; mas el vano placer de publicar faltas, no sólo es un crimen
en moralidad sino en política.
De esta conducta, no sé si diga equivocada o perversa, de algunos que por lo
menos se denominan patriotas, resulta que muchos hombres de mérito tengan la
debilidad de no querer tomar parte en ningún negocio público, y éste es, sin duda,
uno de los más graves daños. Trabaja un hombre toda su vida por adquirirse la
estimación de sus conciudadanos, y prevee que todo va a perderlo sin culpa suya
por la perversidad o ignorancia de cuatro charlatanes, y en consecuencia trata de
retraerse cuanto puede para que no se comprometan. ¿Quién puede responder de
sus aciertos? Y si la más ligera falta no de intención de hacer el bien, sino de tino
para conseguirlo, ha de atraerle el descrédito, y a veces el oprobio, ¿no será nece-
saria gran fortaleza para arrostrar tan gran peligro? Déla Dios a los verdaderos
patriotas para que no quede la patria abandonada a una multitud de ignorantes y de
pícaros que la sacrifiquen, que es el resultado de la separación de los buenos.

Eduardo Torres-Cuevas, Jorge Ibarra Cuesta y Mercedes García Rodríguez. Obras. Félix Varela. El
que nos enseñó primero en pensar, tomo I, Casa de Altos Estudios Don Fernando Ortiz, Instituto
de Historia de Cuba, Imagen Contemporánea, La Habana, 1997, Editorial Cultura Popular, La
Habana, 1997, pp. 434-440.

69
Reflexiones de un habanero
sobre la independencia de esta Isla.*
(Fragmentos)
Francisco de Arango y Parreño

Y en las colonias en que la menor


parte de la población es de sangre
europea, la repentina independencia es
su sentencia de muerte. Mr. de Pradt.

Advertencia

Hace pocos días que llegó a mis manos el número 52 del periódico de esta
ciudad titulado ‘‘El Revisor’’, y habiendo empezado a leerlo, llamó toda mi aten-
ción la carta del Sr. F. R., o sea el anuncio de un escrito que, siendo de un sabio,
daba a conocer los verdaderos intereses de esta isla, y nos trazaba la senda
que deberíamos seguir en nuestras ulteriores relaciones. ¡Pero, cuál fue mi
sorpresa, uando vi, que el anunciado fanal era una infiel traducción del capítulo 13
de un opúsculo que el célebre Mr. de Pradt ha publicado este año con el título de
‘‘Paralelo entre la Inglaterra y la Rusia!” ¡Cuál, mi sorpresa, repito, cuando re-
flexioné, que el referido capítulo consagrado casi todo a combatir la idea de que

* De estas ‘‘Reflexiones’’ se hicieron dos ediciones en la Habana, el año 1823, en la ‘‘Oficina de


Arazoza y Soler’’, impresores del Gobierno Constitucional y Capitanía General por S. M.;
cada una en folleto de 37 páginas en cuarto menor. La reproducción que aquí se hace es de la
segunda edición, corregida y aumentada por su autor. Atribúyese este opósculo a D. Francisco
de Arango en el ‘‘Elogio Histórico’’ que, por encargo de la Sociedad Económica de la Habana,
escribió D. Anastasio Carrillo, y con esta opinión estuvo conforme D. Jacobo de la Pezuela en
el ‘‘Ensayo Histórico de la Isla de Cuba’’, (pág. 520); pero en la “Historia de la Isla de Cuba’’,
(tomo IV, página 164), cambió de parecer, —aunque sin aludir a la contradicción,— diciendo
que las “Reflexiones” fueron trazadas por D. José de Arango, hermano de D. Francisco.
Resulta que el Sr. de la Pezuela anduvo tan desacertado al modificar su primera afirmación,
como en establecer que D. José de Arango era hermano de D. Francisco. — Manuel Villanova.

70
pudiese esta Isla ser cedida a los ingleses, ni un momento se detiene, no digo en
pensar, pero ni aún indicar, nuestros verdaderos o falsos intereses, y sólo en el
párrafo penúltimo, con el misterioso tono de un profeta, dice, en sustancia, que lo
que esta Isla debe ser y será dentro de poco es independiente!
¿Independiente, y dentro de poco!... Y, ¿es esa la demostración de nuestros
verdaderos intereses? ¿Esa, la senda que de deberemos seguir en nuestras
ulteriores relaciones?... Es preciso ser de hielo para leer con frialdad tan gratui-
ta profecía, y tan atroz consejo; pero, una vez que se trata de la salud de la Patria,
es menester desnudarse de todo resentimiento, y que tan sólo se oiga la voz
imparcial de la razón y la justicia.
Conozco mi insuficiencia, y mucho más, para hacer frente a un hombre como
Mr. de Pradt; pero conozco también nuestro inminente riesgo, y que para detener
o apagar el fuego que puede devorarnos, debemos acudir todos con los medios y
recursos que se hallen a nuestro alcance. Por esta consideración, y la probable
esperanza de que este ejemplo despierte a los buenos escritores, me atrevo a
tomar la pluma, contando con la indulgencia que merece mi intención.
Comenzaré por copiar el referido capítulo, tal cual se publicó en el expresado
‘‘Revisor’’; diré, en seguida, por notas, lo que me ocurre sobre él; y sacando de
las obras del mismo Mr. de Pradt poderosísimas armas, veré si puedo demostrar
que es cruelísimo enemigo de esta preciosa Isla, o de sus ciudadanos, el que
intente persuadir que consista su interés en una independencia que se reco-
mienda por algunos sin definirla siquiera, y que, en nuestras actuales circunstan-
cias, no puede dejar de ser injusta, impracticable y ruinosa. (pp. 343-344)
[...]

Notas de Arango
(1) La mayor parte de aquellas posesiones se hallan emancipadas... El
texto no dice tal cosa; dice así: “Elle a cru devoir maintenir sa souveraineté sur
l’Amérique, qui lui échapp e de toutes parts.” Y es la traducción: “Ella (la Espa-
ña) ha creído que debe conservar su soberanía sobre la América, que por todas
partes se le está escapando.” Y ¿es esto lo mismo que decir que la mayor parte
de aquellas posesiones se hallan emancipadas?...
La emancipación, en rigor, es el derecho que, en virtud de la ley, ejerce el
padre de familia cuando separa al hijo de su potestad; y es muy de notar que en
una cláusula en que el autor asienta que la madre España se resistía a conceder
ese derecho a los que lo pretendían, diga el traductor que se hallan emancipa-
das. La disputa está pendiente, y lo que hay de cierto a estas horas, son las
mortales fatigas, las innumerables muertes e incalculables pérdidas que cuesta la
pretensión. Y después, ¿qué seguirá? No citemos para esto a los que tienen al
frente ejércitos de la metrópoli. Hable el que nunca los tuvo: el que con mejores
apariencias empezó la insurrección; el que ya cuenta trece años en tan ímprobo

71
trabajo. Hable Buenos Aires, que, anegado en su propia sangre, y envuelto en las
ruinas de su industria, ya está dividido en trozos, y ni tiene asegurada su indepen-
dencia, ni la menor garantía para la libertad política de sus individuos; hable Chile,
no por mi boca, sino por la del Cónsul anglo-americano, que, en 21 de marzo del
año anterior, hizo a sus compatriotas la descripción más horrible de aquel paraíso
de nuestras Américas, (Véase ‘‘El Noticioso Mercantil’’ de esta ciudad de 12 de
agosto de 1822, número 3,813); hable la que ayer era opulentísima, y hoy es
miserable Nueva España, que, en el corto tiempo de su segunda tragedia, ya ha
presentado al mundo tres diferentes actos, a saber: el de plan de monarquía mo-
derada de Iguala, el de imperio de Iturbide, y el de su destrucción, y ahora se
prepara para el cuarto en un perfectísimo caos; hable por fin la Habana, recor-
dando a Santo Domingo, al privilegiado Brasil, —esa población formada de los
mismos elementos que componen la de esta Isla… Cubanos, volved los ojos a
esos desengaños terribles y en ellos aprenderéis el modo con que debéis oír a los
ciegos consejeros de vuestra emancipación. (pp. 348-349)
[...]
(6) Porque seguramente la España no tiene medios, etc.
Convengo con Mr. de Pradt en la escasez de medios que tiene actualmente
España; pero no, con los ingratos que en esto encuentran motivo para separarnos
de ella. Ponderan, en primer lugar, el abandono en que estamos y abultan sin
detallar los riesgos a que nos exponemos, si por otro lado no buscamos la protec-
ción necesaria. Y yo quisiera saber qué riesgos nos amenazan, si permanecemos
tranquilos, unidos y vigilantes.
Es verdad que España se halla en desgraciada situación; pero en la misma ha
estado mucho tiempo hace, y todavía no se sienten, ni se asoman tales riesgos; pues
no lo son, en mi concepto, (si estamos alerta y queremos usar de nuestros sobrados
recursos), esas amenazas que se suponen de parte de los gobiernos insurgentes.
España entre tanto continúa dispensándonos el apreciable bien de consumir frater-
nalmente gran parte de nuestros frutos, y en su misma decadencia conserva por
varios respectos, quizá encontrados entre si, mucha consideración de las naciones
fuertes; a lo cual se une la rivalidad que hay entre ellas, cuando se trata de variar el
dominio de esta Isla; y de ambas causas resulta, que todas nos traten bien, y todas
en cierto modo nos protejan actualmente. Esto se acabaría al instante que nosotros
quisiéramos depender de una de ellas, o hacernos independientes; y entonces es
cuando se debe temer que por la parte Oriental vengan a visitarnos los Gobiernos
disidentes, o los que visitaron la parte española de Santo Domingo.
Se ha dicho también que esa falta de medios va a producir en España la ruina de
la Constitución, y que sin ese baluarte vamos a ser nosotros las principales víctimas
de un gobierno arbitrario y acosado por tantas necesidades. Estoy muy lejos de
esperar la ruina de nuestras libertades; puede muy bien suceder que en algo se
varíe, o modere la Constitución actual; pero no temo más, y por lo mismo no creo
que puedan tener entrada esos terrores pánicos. Y para acabar de destruirlos,

72
bastaría considerar: lo uno que siendo tan grandes, como fueron, las necesidades
del Estado en los años anteriores al de 1820, y siendo absoluto entonces el poder del
Rey, nosotros, en lugar de sentir esos horrores, recibimos por el contrario favores
de todas clases; y lo otro, que puestas en una balanza esas temidas y exageradas
vejaciones, y la completa ruina que una revolución causaría, no es dudosa la elec-
ción, y todo el que tenga juicio preferirá exponerse a un mal, que, sobre ser invero-
símil, es siempre mucho menor; y lo haría con mayor gusto, cuando recordase los
poderosos motivos que hay para no esperar que la niña bonita de España, la intere-
sante isla de Cuba, en circunstancias difíciles, sea tratada de otra manera, que lo ha
sido en el tiempo en que el poder absoluto nada tenía que temer…(pp. 351-353)
[...]
(9)… Los editores concluyen con estas palabras: “Cuando Mr. de Pradt dice que
la isla de Cuba será libre, se equívoca: Cuba ya lo es.” Lo que Mr. de Pradt dice, en
el período sobre que recae la nota, es que Cuba será independiente, y Cuba no lo es.
Separemos desde ahora lo que se quiere confundir, y produce mucho un daño en el
ánimo de los incautos: la independencia de las naciones es una cosa, y la libertad de
sus individuos es otra. La primera importa poquísimo, o nada para los que tienen la
dicha de gozar de la segunda y en todos los casos en que, por aspirar a la independen-
cia, se puede poner en riesgo el goce del todo, o parte de las efectivas e importantes
ventajas de la libertad política, es menester despreciar la primera era con la misma
firmeza con que lo han hecho, y lo hacen los dichosos habitantes del Canadá, que lejos
de envidiar la independencia de sus vecinos los Estados Unidos, los vimos ayer maña-
na haciéndoles cruda guerra. Vamos al original.
(10) Uniendo como la razón lo exige, la suerte de Cuba a la del resto de
América, etc.
Y ¿qué razón será esta lo que mi razón me dicta es, que la suerte de Cuba a
quien está unida, y a quien debe estarlo, aun cuando tenga otra población, otras
rentas, y otro género de industria, es a las naciones de mayor fuerza marítima, a
las que pueden consumir mayor cantidad de los frutos que ella produce, y le
proporcionan en cambio los artículos de su consumo con la mayor comodidad.
Y ¿tienen esas fuerzas, tienen esos medios las repúblicas ideales de nuestra vecin-
dad? ¿Los tendrán en muchos siglos, aun cuando se consoliden? ¿Podrán consumir
nuestros frutos, teniéndolos en su propio suelo? ¿Su industria puede proveemos de lo
que necesitamos? Es menester delirar para decir, sin embargo, que nuestra suerte nos
une a la revolución de nuestra América. Nuestro frenesí puede ser; pero, por fortu-
na, ha trece años que este frenesí de pocos trabaja sin gran provecho.
(11) Capaz de formar por sí sola un soberbio Estado.
Si tiene el mismo juicio que hasta aquí; si en su infancia y aun en su adolescencia,
se conserva en el estado de subordinación y quietud en que se conserva el hombre
que quiere ser algo después; pero, si trastorna este orden, le tocará de seguro la
suerte que al joven incauto, que antes de tiempo quiere gobernarse por sí mismo, y

73
dar rienda a sus pasiones: le sucederá mucho más; porque éste, al menos, no tiene
lejos ni cerca enemigos que le ataquen, y Cuba los tendrá sobre sí de diferentes
clases en el momento que trate de cualquiera revolución. ¡Adorada Patria mía, oye
con atención lo que te digo con lágrimas! El Supremo Creador te puso donde serás
algún día, para gran parte de la América, lo que Albión es para Europa, y de ti
depende el que nuestros descendientes ocupen tan eminente lugar. (pp. 356-358)
[...]
En esta segunda obra* insiste Mr. de Pradt en su antiguo pensamiento, fun-
dándolo con mucha razón en lo que estaba ocurriendo; y al menos en esta oca-
sión creo que debieron atenderse sus luminosos consejos; pero al paso que pago
con mucho gusto el tributo de respeto que merecen amos escritos, es muy justo
que, del único que tengo, extraiga lo que contiene en apoyo de mis ideas, y que
concluya mis notas traduciendo exactamente los pasajes conducentes.
En la página 135 del 2do tomo se dice: “Están en revolución, (las colonias
españolas), no por su metrópoli.”
En la página 138: “El esclavo tiene más necesidad de independencia que el
colono europeo. La independencia colonial sólo se hace sentir a éste, en sus
relaciones políticas y comerciales; pero en lo demás, él goza de su propiedad y
participa de todas las ventajas de la sociedad.”
En la página 139: “El blanco solamente para hacermás fortuna puede necesitar
la independencia.”
En la página 140: “Una independencia repentina encierra y produce los más
grandes peligros para las colonias y sus metrópolis, y en las colonias en donde la
menor parte de la población es de sangre europea, la repentina independencia en
su sentencia de muerte, como ya lo hemos visto en Santo Domingo.”
En la página 142: “ En las colonias en que hay diferentes castas, la indepen-
dencia que sin preparación pone en movimiento unos elementos tan heterogéneos,
provoca necesariamente su choque, y corre por consiguiente el mayor peligro. ”
Y más abajo: “La independencia no preparada abre la puerta en primer lugar a la
guerra, y en segundo, a conmociones interiores, y éstas son dos causas de des-
gracia absolutamente contrarias a la misma naturaleza de las colonias.”
En la página 145: “Esto será mejor si se juzga por la plaga de toda clase de
males que para las colonias y la metrópoli ha producido esa irrupción de indepen-
dencia que, sin ser preparada por cálculo ni plan alguno, se efectúa en medio de
un caos, resultando del choque de intereses y enemistades de las castas, las
muertes, los incendios y todos los desastres que son de esperar de la ferocidad
habitual de semejantes combatientes.”
Y más abajo:
“Y aún suponiendo que la metrópoli aceptase el divorcio de la colonia y la
dejase señora de su suerte, ¡qué embrollo tan horrible sería el que produciría el

* Se refiere a la obra de Mr. de Pradt Las colonias y la revolución actual de América (1817).

74
abandono de un infante que, después de haber roto sus andadores, se arroja en
medio del mundo sin preparar siquiera el suplemento de aquéllos!”.
Página 147: “Estos males serían mucho mayores en las Antillas, pobladas
de gentes tan diferentes en costumbres, en idioma, en sangre, en extensión de
territorio, etc.”
“En los Estados Unidos, la independencia dirigida por los hombres más hábiles
de aquel país; por hombres que hubieran honrado el Antiguo Mundo como honra-
ron el Nuevo, y que partiendo de un punto fijo y único para llegar a un fin igual-
mente fijo y simple, contaron y debieron contar con los necesarios elementos de
uniformidad de ideas, uniformidad de acciones y hasta de localidades. En una
palabra, eran ingleses de América que pedían a los ingleses de Europa que los
dejasen gozar de las ventajas de su virilidad.”
Pudiera copiar mucho más; pero no quiero cansar, y excuso toda reflexión,
porque temo desvirtuar la fuerza del mismo texto.
Después de tan elocuentes y decisivas sentencias, y lo demás que se ha dicho en
las notas anteriores, sera, si no fastidioso, excusado para muchos, el insistir todavía
en demostrar que es injusto, impracticable y ruinoso para esta Isla el intento de
independencia; pero no todos se hallan dispuestos del mismo modo; y, aunque po-
cos, hay algunos tan tenaces y obcecados en este particular, que ni ven lo que
aventuran, ni saben lo que pretenden. La voz hueca de independencia ocupa toda
su razón, y, verdaderos idólatras del sonido de esa palabra, si alguna idea se permi-
ten, es la de creer firmemente, que en ella, como en una concha, se halla depositada
la perla de la libertad. ¡Desgraciados, que ni usan de su vista material, con la cual
descubrirían infinitas sociedades, que no disfrutan del bien que se llama libertad,
porque sean independientes; al paso que verían otras gozando de las ventajas de la
libertad posible, sin pretender ni desear el honor de ser naciones!
Esta primera verdad, que, como acabo de decir, esta delante de los ojos de todo
el que quiera abrirlos, destruye, por descontado, el principal estímulo de tan ciego
frenesí; pues, visto que son cosas distintas y separadas, la de que una sociedad se
constituya en nación independiente de las otras, y la de que sus individuos gocen de
los beneficios de esa libertad deseada, y también desconocida, es claro, que los
demás delirantes no entrarían en lo primero sin asegurar lo segundo; y puestos , en
el camino de examen y de análisis, era como preciso que quisiesen conocer en qué
consistía el aumento de ventajas que iba a proporcionarles la ofrecida libertad. Y
¿han visto los alucinados siquiera de conseguir el intento? ¿la pueden dar los faccio-
sos? Y qué facciosos, Dios mío! Unos hombres que comienzan por arrostrar con
descaro la opinión juiciosa de una mayoría, que se acerca a la totalidad del vecinda-
rio, y que en el furor impotente de no atraerlo, ocurren para su exterminio a nefan-
dos medios… ¿Y será creíble que, con tan viles maniobras pudiese en la culta
Habana a llegar a tener prosélitos? ¡Qué vergüenza, si es verdad! Pero, qué grande
consuelo, el oír que han abortado tan infernales proyectos, y que abiertos ya los

75
perspicaces ojos del generoso cubano, es de esperar que ninguno se acerque a
semejante empresa, sin estar bien enterado de lo que verdaderamente valen, y
significan libertad e independencia, del costo y probabilidad que tiene en lo
general la adquisición de esos bienes, y sobre todo, de las ventajas, y riesgo
de semejante intento, contrayéndolo a esta Isla. (pp. 367-368)
[...]
No me detendré en hacer ver la grande diferencia de su educación, hábitos y
costumbres. Tampoco haré mérito de las ventajas que les daba su población, su
sangre republicana, su localidad y sus poderosas alianzas. Diré solamente que si
los angloamericanos hubiesen disfrutado o podido alcanzar, no el todo, sino una
parte de las ventajas que disfruta esta, Isla, ni en sueños hubieran pensado sepa-
rarse de su metrópoli, y con ella vivirían tan estrechamente unidos, como lo está
el Canadá. No fué por veleidad o capricho, por lo que decidieron exponerse a los
horrores de una revolución. Fué, en primer lugar, por su absoluta dependencia de
lo más esencial, que es lo mercantil. Fué, en segundo, porque no teniendo repre-
sentación en el Parlamento nacional, quedaban, sin efecto alguno, muchas reso-
luciones de sus particulares asambleas. Fué, en tercero, por las contribuciones
arbitrarias que se les imponían, hollando sus pactos fundamentales. Fué, en cuar-
to, porque se quebrantaban sus privilegios en el ramo importantísimo de su admi-
nistración de justicia. Y fué, en quinto, por el orgulloso desprecio con que el
Gobierno británico había oído, y contestado sus respetuosas y justas reclamaciones.
[...]
Despertad, conciudadanos, y permitid este arranque al tierno amor que os
profeso. Despertad, vuelvo a decir, y si queréis, conservar vuestras vidas y fortu-
nas, jurad con santo entusiasmo mantener en todo trance, sea de la especie
que fuere, y cueste lo que costare, el juicio y tranquilidad que tuvisteis
hasta aquí. A ella debéis tan asombrosos progresos en épocas tan desventura-
das, y a ella deberéis que nuestra Patria llegue a su virilidad perfecta con mucha
anticipación, y lo que es más, sin zozobras y sin manchas. Cultivad con más
esmero la planta de la virtud, arrojando de vuestro lado a sus crueles y arraigados
enemigos, —la envidia y la presunción, la mala fe y la vagancia. Y cuando por
estos medios se obtenga la madurez que exige la emancipación, aun entonces
acordaos de los que os dieron el ser, y sobre la sólida base de incontestable
justicia, que se asiente en hora buena con la independencia posible el sistema
de gobierno que pidan las circunstancias. ¡Quiera el cielo que así sea, y que,
al recoger nuestros hijos los frutos de vuestra prudencia, la imiten y recomienden
a todos sus descendientes, como el verdadero origen de su poder y grandeza!
—La Habana y septiembre 12 de 1823— Un habanero. (pp. 374-376)

Obras de D. Francisco de Arango y Parreño, tomo II, Dirección de Cultura, Ministerio de Educación,
La Habana, 1952, pp. 343-376.

76
TEMA III
78
El círculo de dominación
Argeliers León

Ábakuá o ñáñigos se denominaron los miembros de unas cofradías que fueron


ocupando un lugar en la sociedad cubana a lo largo del siglo XIX, tal como se
pueden situar documentariamente hasta el momento. Estas asociaciones se ex-
tendieron en zonas de La Habana y Matanzas, y, de modo incidental, aparecieron
en otros lugares, como Cienfuegos (Franco 1971: 686).
Ortiz señaló el posible origen de la palabra ñáñigo de la voz ngó: leopardo en
lengua bantú, y de ñaña: hombre de poca estima, simulador, de donde el vocablo
ñaña—n—gó: simuladores o imitadores del leopardo, y con ello el posible reme-
do de estas cofradía con antiguas sociedades secretas africanas que tenían al
leopardo como símbolo. También estimó el término abakuá como la designación
de un grupo étnico que por su supremacía llegara a dominar entre los primeros
integrantes de estas agrupaciones (Ortiz 1954 4: 1-4).
Se ha planteado el año de 1836 como aquel que pudiera situar la presencia ya
organizada de estas cofradías, cuando en el vecino pueblo de Regla, los hombres
del Cabildo Carabalí Brícamo Apapá Efi fundaron la potencia o juego —como
se les dice a estas agrupaciones— denominada Efik Butón, Efik Akuabutón o
Efik Akabatón, “que de estas tres formas aparecen en los distintos documentos y
citas que se refieren a su fundación”. (Deschamps Chapeaux 1964:97).
Los esclavos carabalí contaban con varias asociaciones mutualistas, cabil-
dos, que agrupaban a los africanos de esta tierra o nación, inscribiéndose bajo
la advocación de algún nombre del santoral católico aceptable por el colonialismo
español.
Los efik, grupo étnico de la región del Calabar, habían expulsado y suplantado
parcialmente a los akpá, de donde es posible derive la designación en Cuba de
apapá (akpá = akpapá > apapá). Los efik estaban emparentados
lingüísticamente, y por su origen, con los ibo del delta del Níger a donde habrían
llegado, a principios del siglo XIX, procedentes de la región ibibio (Johnston cit. de
Partridge 1905: 33).
Alrededor de los años en que aparecen mencionados por vez primera en Cuba
(1834—1836), un número de africanos que se reconocían como carabalí apapá,

79
habían decidido reconstruir una institución que conservara la mayor parte de los
elementos funcionales de otra que conocían ya en sus lugares de origen, a la que
es posible que hasta pertenecieran, restableciendo sus ritos secretos, sus símbo-
los y su lenguaje (Deschamps Chapeaux 1967: 39), repitiendo un modo de agru-
pación que les permitía forjar un sistema social defensivo en aquellos momentos,
cuando tenían lugar precisamente profundos cambios económicos en la produc-
ción azucarera y más particularmente en las relaciones de producción que se
creaban entre los productores y los almacenistas de los puertos de embarque. De
aquí su proliferación en las zonas donde se ubicaron mayoritariamente los traba-
jadores portuarios de La Habana y Matanzas.
El número de estas cofradías fue creciendo rápidamente a pesar de las contra-
dicciones que aparecían entre las diversas capas de la población: primero, entre
los africanos, los negros de nación y los criollos, y pronto entre los mulatos y
los blancos, que aspiraban a fundar nuevos juegos.
Al crecer el número de estas potencias o juegos, fueron apareciendo en
otros sectores laborales, con lo que surgieron nuevas diferenciaciones a partir de
diversos valores sociales, hasta ejercer ciertos dominios en las respectivas áreas
de trabajo que controlaban como, por ejemplo, entre los músicos mulatos de las
orquestas de baile y en algunas tabaquerías, donde predominaban los miembros
de determinadas potencias que radicaban en los barrios cercanos a tales centros
de trabajo (Rivero Muñiz 1961: 167). También se distinguieron algunas poten-
cias que usufructuaban la hegemonía de ciertos barrios, lo que provocaba no
pocas reyertas. Otros juegos gozaron fama de ser gentes ordenadas, por agru-
par a los mejores elementos de ciertos oficios, o a negros y mulatos de posición
acomodada y de alguna instrucción, como fue el caso del juego de Usugaré
Munankere, del barrio Los Sitios (Cabrera 1954: 201).
Cada agrupación es dirigida por un número de funcionarios o plazas ndiobones
que tienen a su cargo las más variadas funciones rituales y administrativas. Les
siguen luego los que, entre el resto de los cofrades u obonekues, se distinguen
por acumular suficientes méritos y prestigio que les acerquen a la posible desig-
nación para ocupar una plaza por muerte o expulsión —lo cual es posible— de
su ocupante. Además existen unos personajes que, representando a entes sobre-
naturales, son atraídos a este mundo para dar fe de todo cuanto se hace en las
ceremonias o fiestas (plante) de estas sociedades; se trata de ciertos miembros
de cada juego encargados de vestir un curioso traje, bailar y representar cada
uno un papel peculiar dentro del rito: son los llamados íremes o diablitos.
Toda la vida de estas cofradías está asociada a una serie de leyendas que se
trasmiten oralmente aplicando toda la gama de variantes propia de esta forma de
trasmisión de conocimientos. El repertorio de leyendas sitúa el origen de estas
sectas en tierras africanas, junto a un río, el Oddán, posiblemente el Río de la
Cruz. Aquel río separaba dos tierras: la de Efí y la de Efó. Por otros lugares

80
separaba también la tierra Oru. Nuestros informantes señalan la tierra Efí por
una cruz, Efó por un círculo y Oru por el círculo con la cruz dentro.
La tradición oral de los abakuá se apoya hoy en unas libretas (afó—nipán),
que, a la manera de las libretas de santería, constituyen verdaderas sumas del
conocimiento que se va recogiendo en distintos momentos, a medida que se logra
obtener de algún viejo las cosas que se le van sacando. Estas libretas, manuscritas,
se van elaborando preferentemente sobre viejos libros de contabilidad, con una
caligrafía pobre y una peor ortografía, y en ellas se presenta, de modo fragmentado,
las distintas narraciones y parlas rituales, escritas en lo que los iniciados llaman
carabalí bríkamo, que es quizás algún dialecto de la lengua efik o restos de un
lenguaje hierático conservado en estas sectas. Las libretas abakuá, como las otras
de la santería, no obran como textos sagrados ni didácticos, sino como recursos
mnemotécnicos para que el iniciado en sus contenidos pueda recordar algo en un
momento dado, y sin necesidad de hacer una lectura detenida (León 1971: 146).
En las libretas abakuá hay parlas rituales, leyendas que explican el origen de
la secta en tierras africanas en Etié Poripó Korombián, explicaciones de los
diversos signos que se trazan en cada instante de los pasos rituales de un plante
y su representación gráfica, nombres de viejos juegos y las relaciones de apa-
drinamiento entre los mismos, así como vocabularios. No faltan libretas más
actuales que copian pasajes enteros del viejo libro de Roche Monteagudo o de
Abakuá, de Lidia Cabrera.
La presencia legendaria del río Oddán se hace notar en multitud de pasajes
que tienen lugar en las ceremonias que conservaron los miembros de estas cofra-
días. Junto a la imagen del río ocurren ciertas instancias de las ceremonias
iniciáticas. Otras leyendas revelan los pagos que, en forma de sacrificios de
animales, se les ofrendan a sus aguas. Algunas refieren los posibles sitios de
antiguas operaciones comerciales —representando un embarcadero— o parajes
de referencia topográfica cuando hablan de unas lomas en la región de Obane,
entre las cuales pasaba aquel curso de agua; aparecen también pescadores que
solían navegar por el río, viendo cuanto ocurría en sus orillas, y muchos de ellos
decían haber escuchado un misterioso ruido que salía de sus aguas.
La imagen del río, que vertebraba antiguas relaciones de producción en Áfri-
ca, llega a reflejarse en los orígenes mismos de la sociedad abakuá, al situarse
en él un pez mítico que reencarnaba el espíritu de un antiguo jefe ekoi, Tanse,
que ahora hablaba por su intermedio en forma de un raro bramido que sólo podía
descifrar un hechicero congo, Nasakó, que prestaba sus servicios en tierra Efó.
Las historias, narradas por viejos adeptos de estas sociedades, hablan de una
mujer, Sikán o Sikanekua, que acostumbraba ir a un recodo de ese río, con una
gran tinaja, a recoger agua. Un buen día, estando ella en estos trajines, el pez
Tanse quedó atrapado dentro de la vasija, y yendo de regreso con la tinaja a la
cabeza, la Sikán oyó el temible bramido. A partir de aquí, y de los esfuerzos que

81
hizo Nasakó para conservar sus manejos mágicos con aquella voz (uyo o beko) es
que aparecen los misterios que originan la sociedad abakuá, la cual, al parecer,
reprodujo en Cuba muchos elementos de la sociedad ekpó, egbó o ekpei que se
describe en una amplia zona del sureste nigeriano y el Calabar (Davidson 1961: 192).

Un sistema de representación gráfica

Nuestros abakuá, junto a los numerosos. y contradictorios relatos de la vida y


organización de la sociedad, desarrollaron un sistema de trazos (ereniyó) que
permitía representar hechos y situaciones concretas que transcurrían en las ce-
remonias que se reconstruían bajo nuevas situaciones socioeconómicas en nues-
tra Isla. De aquí el carácter representacional y definitorio (consagratorio) que
tienen esos trazos, los cuales se fueron consolidando y repitiendo entre los suce-
sivos integrantes de estas hermandades. Estos se desarrollaron al punto de pre-
sentar variantes entre las distintas potencias, y existir hoy muchos informantes
que hablan de los trazos que ya se han perdido y de cómo los más jóvenes ya no
prestan la debida atención a las funciones que antes tenían estas grafías.
Los trazos pueden ser de tres tipos u órdenes representacionales: las firmas o
anaporuanas, indicadoras de cargos o jerarquías; los gandó, que representan
situaciones o acciones —instancias o pasajes en las ceremonias—; y los sellos,
que distinguen a cada hermandad. Los trazos se hacían con un yeso (ngomo)
ritualmente preparado, de color amarillo (ngomo saroco o sararoko) o blanco
(ngomo makará o mukarará). El yeso se hacía de cal mezclada con polvos de
talco y alguna combinación de yerbas, aguardiente, agua bendita y algún otro
producto de acuerdo con su función mágica. Durante la elaboración debían ha-
cerse rezos o parlas consagratorios y observar los cuidados que la tradición
fijaba para tales propósitos. El color amarillo se le daba con los pigmentos colo-
rantes que se adquirían en los comercios de ferretería.
En el juego escénico que desarrollaba un plante, el sistema gráfico creniyó
comenzaba con el trazado, con un yeso amarillo, de un círculo en el borde de un
tambor simbólico que portaba la persona que ocupaba la plaza de Mpegó (al
tambor, por extensión, se le conoce por este mismo nombre). A este círculo,
primer trazo consagratorio, se le llama arakasuaka, y algunos viejos informan-
tes insisten en que es la representación del borde de aquella legendaria tinaja que
un día albergó al misterioso Tanse.
En ceremonias mortuorias —o en aquellas en que se decretaba la expulsión de
un miembro por un delito de tan enorme envergadura dentro de los códigos acep-
tados por los abakuá como para llorarlo en vida y cuyo castigo podía ser la
propia muerte física— se hacían los trazos en yeso blanco sobre el que previa-
mente se trazara en amarillo.

82
Después de hecho el circulo arakasuaka, se dibujan las dos rayas en cruz: la
vertical —ansiamá o endora — y la horizontal, de izquierda a derecha —ansiamé
o endora—ñe. Luego los signos identificadores de las tierras Efí, Efó u Oru.
Esta anaforuana inicial de Mpegó, se completa con un trazo que se describe
hoy como representativo de un instrumento sonoro sacuditivo, el erikundi, que
diseñó Nasakó para atraer al espíritu de Tanse.
Las leyendas refieren que aquel pez, alargado, prieto, con unas barbas a los
lados y en la cabeza, con su cola dividida en tres partes había muerto y Nasakó,
con toda diligencia, se había dado a la tarea de reproducir su bramido, por lo
cual, no sólo ensayó diversos recursos organológicos, sino que dispuso de dife-
rentes acciones esotéricas para no perder la conexión con el espíritu del antepa-
sado, cuya voz se manifestaba en forma de un ulular rítmico. Con tales fines
mandó a un individuo que, con un cencerro (ekón), fuera por el monte a llamar la
voz, y a otro le ordenó atraerla con un instrumento en forma de dos palos en cruz,
rematados con sonajas cónicas, el erikundi, cuya representación esquemática
completaría la firma o anaforuana de Mpegó. (Fig. 1).
Tras la apertura consagratoria con la firma de Mpegó, se prosigue con las
demás anaforuanas. Nasakó dará inicio a la compleja acción lustral para lim-
piar el cuarto donde se realizan los actos secretos de estas cofradías —el cuarto
fambá, en cuya puerta se traza otra anaforuana— con aspersiones y sahumerios
de incienso (Fig. 2). En una esquina o parte lateral, un pequeño recinto, el famballín
— iriongo o fe-ekue-—, encerrará y ocultará celosamente el secreto máximo
de cada hermandad: un tambor de fricción, el ekue, que, con el frotar rítmico de
la mano que aguanta una varilla de güin que se apoya en su parche, deja escuchar
la voz de Tanse. El fe-ekue se cierra con una cortinilla de tela, en la que se
inscribirá su anaforuana distintiva (Fig. 3).
Así, tras algunos pasajes ceremoniales, se llegará a la identificación ritual de
las insignias de las jerarquías o plazas superiores, representadas por sendos bas-
tones (itones) hechos de madera de cedro, a manera de cetros ricamente deco-
rados con bandas de piel, brocados y terciopelo y con cordones entorchados y
motas de hilos de oro guarnecidos en sus extremos con copillas de metal remata-
das por figuras simbólicas. Los itones se colocan en un altar donde figurarán
otros atributos tomados de las tradiciones católicas más al uso y que se han ido
entremezclando con lo que ha quedado de las culturas africanas volcadas con la
trata esclavista.
En la pared de la parte superior del altar, se trazan las firmas correspondientes
a las plazas de Mokongo, Isué, Iyamba y la del propio Mpegó. Por delante del
altar, al frente, se trazan las de Mosongo y Abasongo.
Mokongo representa al primer iniciado en la componenda que armó Nasakó
cuando se vio descubierto el secreto de la voz. De él se dice que fue el padre de
la Sikán y hasta que intervino directamente en su sacrificio, por lo que su

83
anaforuana parte del símbolo arakasuaka. Es el que tiene a su cargo la ejecu-
ción de la voluntad de ekue. Las leyendas repiten que era el jefe más anciano y
venerado de tierra Efó (Fig. 4). Isué es el que ordena los pasos de todo ceremo-
nial —es como un obispo, al decir de los informantes— y es portador de otro
tambor simbólico, el seseribó, que representa el espíritu de la Sikán (Fig. 5). De
Iyamba se dice que era el rey en la tribu donde vivía la Sikán. Fue él de los
primeros que supieron del hallazgo del pez y de su bramido, por lo que se le confió
la reproducción de la voz cuando Nasakó encontró la posibilidad de hacer sonar
el ekue; es por esto que fuera después el encargado de hacer vibrar la varilla
(yin) que se frota sobre el parche de ekue, para hacerlo fragayar permanecien-
do oculto tras la cortina del fe-ekue. Su anaforuana alude, según unos infor-
mantes, a sus hijos, otros aseguran que son los territorios que estaban bajo su
jefatura (Fig. 6).
Mpegó se describe rápidamente como el escribiente, el que toma juramento.
Con sus cuatro golpes rituales en el tambor impone silencio y ordena que se
ejecuten las órdenes de Mokongo, asistido de Abasongo que dará fe de lo eje-
cutado. Constituye la jerarquía o plaza encargada de custodiar los yesos y hacer
todos los trazos, y muy particularmente los que se trazan en el cuerpo del indivi-
duo en los instantes de su iniciación (Fig. 7). Mosongo y Abasongo se describen
como ayudantes de Iyamba. Las historias nos los presentan como hombres de
otras tierras distantes con quienes comerciaba Iyamba. Sus firmas adoptan di-
versas maneras, que quizás corresponden a otros significados en sus lugares de
origen. En unos casos se presentan en la forma que aquí damos (Fig. 8 y 9).
Cuando Partridge describe las casas de las sociedades egbó (1905: 209), habla
de las pinturas de las paredes, las cuales representan animales y personas dentro
de remarcos también pintados en el muro. Las descripciones que hace recuerdan
las pinturas murales, hechas por pintores populares, que decoran las paredes de las
grandes casas de las sociedades abakuá de La Habana y Matanzas. Y el propio
Partridge (p. 209) describe unos trazos geométricos “algunos muy intrincados” y
de “diseños geométricos muy audaces” (p. 210), que aparecen completando la
decoración de las paredes y en los exteriores de las casas. Trazos que pudieran
corresponder a las anaforuanas que se trazan en las paredes y en la puerta de los
recintos donde se celebran los plantes abakuá en Cuba. Partridge incluye en su
descripción de las casas ebgó, la existencia de mesetas de tierra apisonada, y se
pregunta si son altares (p. 60), y habla de los múltiples objetos y recipientes que
figuran tanto en ellas como colgados de las paredes.
Lo gandó implican siempre una relación de espacio, una acción o suceso que
se realiza en un medio particular. Son lo suficientemente amplios como para per-
mitir que se desarrolle sobre ellos una acción, que se coloquen ciertos objetos
rituales o se sitúen determinados personajes, ndiobones o íremes. Todo esto se
representa mediante un símbolo complejo. El gandó se integra por la suma de

84
trazos, círculos, líneas radiales, flechas, trazas que serpentean en formas viales,
dibujados con líneas simples o plumadas.
En un momento de ciertas ceremonias, cuando se va a proceder a salir en
procesión fuera del fambá, se traza un gandó que partirá del símbolo completo
cuyo esquema ya vimos en el tambor de Mpegó, el cual se trazará dentro del
fe—ekue y servirá para colocar sobre él al propio ekue. De su trazo central
vertical (ansiamá) se sacará un trazo serpenteante, un largo camino que reco-
rrerá y que terminará en una punta de flecha frente a la puerta del cuarto. Sobre
este trazo vial se dibujan las firmas de Nasakó y de otras plazas e íremes. Al
regreso de la procesión se harán nuevos trazos para otros atributos y personajes.
A lo largo del trazo central se colocan montones de pólvora que riega Nasakó,
quien los hace explotar en el instante mismo en que se han de abrir bruscamente
las puertas del fambá, mientras se canta una marcha de salida acompañándose
de la música de los tambores del conjunto biankomeko: es el instante llamado de
rompimiento (Fig. 10).
El sistema ereniyó llegó a constituir un sistema ideográfico de señales que
fijaba hechos complejos que transcurrían en el tiempo, dentro de relaciones so-
ciales estratificadas. Correspondía así a las antiguas prácticas de la humanidad
de recurrir a medios gráficos y materiales para darle expresión a ideas y circuns-
tancias que se volcaban en multitud de sistemas ideográficos (Higounet 1964: 5).
En África se desarrollaron varios sistemas pictográficos que obraban
complementariamente a la tradición oral (Gabus 1967: 65). El sistema ereniyó
presenta alguna semejanza con el sistema ideográfico nsibidi (Westermann 1970:
143) y con ciertos símbolos que aparecen en bronces y marfiles de Benin.
El hecho de que se desarrollaran tan rápida y extensamente en Cuba estas
formas de representación gráfica, permitiría suponer un antecedente igualmente
desarrollado, o al menos firmemente establecido social y económicamente en
África, donde alcanzara una amplia representatividad itilógica como resultado de
relaciones sociales basadas en un dominio territorial, en la imposición de los efik
en un amplio corredor geográfico, en nuevas relaciones de producción y cambios
en la organización económica, en la aparición de nuevas capas sociales y en las
luchas por la explotación y control de nuevos recursos que se abrían al comercio,
vigilados y controlados desde una nueva institución.
Los trazos de los abakuá de Cuba son de tipo sintético o de concurrencia de
elementos, lo cual supondría que tuvieran antes un valor más singularmente des-
criptivo, más próximo a los jeroglíficos—proverbios de los paños dahomeyanos
que a otros sistemas pictográficos, como el de los tshokwe o el de los fang, o a
los silabarios vai o mende (Gabus 1967: 112).
En Cuba, entre los practicantes de los ritos de origen bantú, también se ha
empleado un sistema de trazos muy próximo a este de los abakuá, aunque en
aquél persisten algunos ideogramas de un valor representacional muy evidente

85
(sol, luna, mar, serpiente, estrella). En cambio, las pictografías muy concretas
(palma, gallos, paloma, serpiente, tinaja, pez, calavera) que figuran entre los sím-
bolos abakuá parecen corresponder a incorporaciones realistas más recientes,
al menos al decir de viejos ñáñigos.
El sistema ereniyó no permanece escrito como para que sea recordado y leído
por otras personas que aquellas que coinciden en el instante en que se trazan, por
lo que no se puede considerar como un sistema escritural que permita su inter-
pretación posterior al momento del trazo. Son símbolos coadyuvantes de la me-
moria para fijar la estructura de una acción, y no como sustitutos inteligibles de
ésta (Cohen l965: 3).
Los trazos de los abakuá son verdaderas señales que representan vejaciones
sociales que implicaron, en una época lejana, movimiento, situaciones topográficas,
vías comerciales, áreas de dominio y producción, caminos de entrada y salida de
ciertas poblaciones, su custodia, etc., lo que los haría estar más cerca de un mapa
económico que de un sistema prescritural aquí que los símbolos del sistema ereniyó
tiendan a hacerse más decorativos, a recargarse ornamentalmente por adición de
elementos, o a simplificarse al desaparecer las razones históricas que los soste-
nían. De todos modos son un ejemplo de la capacidad de creación gráfica en la
expresión del pueblo.

Argeliers León: “El círculo de dominación”, en revista Universidad de La Habana, no. 196-197,
2 de mayo de 1972, La Habana, pp. 130-147.

86
Fig. 1 Trazo en el tambor Mpegó.

Fig. 2 Trazo en la puerta del fambá.


Fig. 3 Trazo en la cotina del fe-ekue.

Fig. 4 Firma de Mokongo.


Fig. 5 Firma de Isué.

Fig. 6 Firma de Iyamba.


Fig. 7 Firma de M pegó.
Fig. 8 Firma de Mosongo.

Fig. 9 Firma de Abasongo.


Conmemoración de los cien años de lucha
Fidel Castro Ruz

Familiares aquí presentes de los héroes de nuestras luchas por la independencia:


Invitados:
Compañeros y compañeras que ostentan aquí esta noche la representación de
todos los rincones del país:
Ninguna otra ocasión revistió la importancia de la conmemoración del día de hoy.
Y al parecer la naturaleza nos someterá una vez más a una pequeñísima prueba,
si se quiere porque ella se suma a esta misma conmemoración si recordamos que
precisamente después de la proclamación de la independencia de Cuba, cuando
los primeros mambises se dirigían hacia el pueblo de Yara, también aproximada-
mente a esta misma hora, un copioso aguacero realizó con ellos, simbólicamente,
el primer precedente de sacrificio. Y que, por cierto, como nuestros primeros
mambises en aquellos instantes no poseían más que unas cuantas escopetas de
cartuchos e iban a realizar su primer combate, el agua mojó los cartuchos y las
armas no pudieron disparar aquella noche; aquella noche en que se derramó
también la primera sangre cubana en la lucha de los cien años, y que se empapa-
ron por primera vez aquellos hombres, cuya vida a lo largo de diez años fue una
vida de increíbles privaciones.
Hoy —les decía— nuestro pueblo conmemora aquella fecha al cumplirse cien
años. Y este primer centenario del inicio de la lucha revolucionaria en nuestra
patria, es para nosotros la más grande conmemoración que ha tenido lugar en la
historia de nuestro país.
¿Qué significa para nuestro pueblo el 10 de octubre de 1868? ¿Qué significa para
los revolucionarios de nuestra patria esta gloriosa fecha? Significa sencillamente el
comienzo de cien años de lucha, el comienzo de la revolución en Cuba, porque en
Cuba solo ha habido una revolución: la que comenzó Carlos Manuel de Céspedes el
10 de octubre de 1868 y que nuestro pueblo lleva adelante en estos instantes.
No hay, desde luego, la menor duda que Céspedes simbolizó el espíritu de
los cubanos de aquella época, simbolizó la dignidad y la rebeldía de un pueblo
—heterogéneo todavía— que comenzaba a nacer en la historia.
Fue Céspedes, sin discusión, entre los conspiradores de 1868, el más decidido
a levantarse en armas. Se han elaborado algunas interpretaciones de su actitud,

92
cuando en la realidad su conducta tuvo una exclusiva motivación. En todas las
reuniones de los conspiradores Céspedes siempre se había manifestado el más
decidido. En la reunión efectuada el 3 de agosto de 1868, en los límites de Tunas
y Camagüey, Céspedes propuso el levantamiento inmediato. En reuniones ulte-
riores con los revolucionarios de la provincia de Oriente, en los primeros días de
octubre, insistió en la necesidad de pasar inmediatamente a la acción. Hasta que
por fin el 5 de octubre de 1868, en una reunión en el ingenio —si mal no recuer-
do— Rosario, los más decididos revolucionarios se reunieron y acordaron el alza-
miento para el 14 de octubre.
Es conocido históricamente que Céspedes conoció en este lugar de un telegra-
ma cursado el ocho de ese mismo mes por el Gobernador General de Cuba dando
instrucciones a las autoridades de la provincia de arrestar a Carlos Manuel de
Céspedes.
Y Carlos Manuel de Céspedes no les dio tiempo a las autoridades, no les
permitió a aquellas tomar la iniciativa, e inmediatamente, adelantando la fecha,
cursó las instrucciones correspondientes y el 10 de octubre, en este mismo sitio,
proclamó la independencia de Cuba.
Es que la historia de muchos movimientos revolucionarios terminó, en su in-
mensa mayoría, en la prisión o en el cadalso.
Es incuestionable que Céspedes tuvo la clara idea de que aquel alzamiento no
podía esperar demasiado ni podía arriesgarse a recorrer el largo trámite de una
organización perfecta, de un ejército armado, de grandes cantidades de armas,
para iniciar la lucha, porque en las condiciones de nuestro país en aquellos instan-
tes resultaba sumamente difícil. Y Céspedes tuvo la decisión.
De ahí que Martí dijera que “de Céspedes el ímpetu y de Agramonte la virtud”,
aunque hubo también mucho de ímpetu en Agramonte y mucho de virtud en
Céspedes. Y el propio Martí expresó en una ocasión, explicando la actitud de
Céspedes, sus discrepancias sobre el aplazamiento del movimiento con otros re-
volucionarios, diciendo que “aplazar era darles tal vez la oportunidad a las autori-
dades coloniales vigilantes para echárseles encima”.
Y los hechos históricos demostraron que aquella decisión era necesaria,
que aquella resolución iba a prender precisamente la chispa de una heroica
guerra que duró diez años; una guerra que se inició sin recursos de ninguna
clase por un pueblo prácticamente desarmado, que desde entonces adoptó la
clásica estrategia y el clásico método para abastecerse de armas, que era
arrebatándoselas al enemigo.
En la historia de estos cien años de lucha no fue la única ocasión en que nuestro
pueblo, igualmente desprovisto de armas, igualmente impreparado para la guerra,
se vio en la necesidad de lanzarse a la lucha y abastecerse con las armas de los
enemigos. Y la historia de nuestro pueblo en estos cien años con firma esa verdad
axiomática: y es que si para luchar esperamos primero reunir las condiciones idea-

93
les, disponer de todas las armas, asegurar un abastecimiento, entonces la lucha no
habría comenzado nunca; y que si un pueblo está decidido a luchar, las armas están
en los cuarteles de los enemigos, en los cuarteles de los opresores.
Y esta realidad, este hecho, se demostró en todas nuestras luchas, en todas
nuestras guerras.
Cuando al iniciarse la lucha de 1895 Maceo desembarca por la zona de Baracoa,
lo acompañaban un puñado de hombres y unas pocas armas. Y cuando Martí,
con Máximo Gómez, desembarca en un lugar de la costa sur de Oriente, áspero
y duro, en una noche oscura y tormentosa, venía también acompañado de un
exiguo grupo de combatientes. No llevaba un ejército detrás. El ejército estaba
aquí, en el pueblo; y las armas estaban aquí, en manos de los dominadores.
Y cuando apenas algunos días más tarde avanzaron por el interior de la provin-
cia, se encontraron a José Maceo con una numerosa tropa combatiendo en las
inmediaciones de Guantánamo, y más adelante a Antonio Maceo, que después
del desembarco se había quedado absolutamente solo por las montañas y los
bosques de Baracoa ¡absolutamente solo!, y que unas cuantas semanas después
recibía a Máximo Gómez y a Martí con un ejército de tres mil orientales organi-
zados y listos para combatir.
Estos hechos nos brindaron un ejemplo extraordinario y nos enseñaron en días
también difíciles. Cuando no había recursos, cuando no había armas, pero sí un
pueblo en el cual se confiaba, estas circunstancias no fueron tampoco un obstá-
culo para iniciar la lucha.
Y este es un ejemplo no solo para los revolucionarios cubanos, es un ejemplo
formidable para los revolucionarios en cualquier parte del mundo.
Nuestra revolución, con su estilo, con sus características esenciales, tiene raí-
ces muy profundas en la historia de nuestra patria. Por eso decíamos, y por eso
es necesario que lo comprendamos con claridad todos los revolucionarios, que
nuestra revolución es una revolución, y que esa revolución comenzó el 10 de
Octubre de 1868.
Este acto de hoy es como un encuentro del pueblo con su propia historia, es
como un encuentro de la actual generación revolucionaria con sus propias raíces.
Y nada nos enseñará mejor a comprender lo que es una revolución, nada nos
enseñará mejor a comprender el proceso que constituye una revolución, nada
nos enseñará mejor a entender qué quiere decir revolución, que el análisis de la
historia de nuestro país, que el estudio de la historia de nuestro pueblo y de las
raíces revolucionarias de nuestro pueblo.
Quizás para muchos la nación o la patria ha sido algo así como un fenómeno
natural, quizás para muchos la nación cubana y la conciencia de nacionalidad
existieron siempre, quizás muchos pocas veces se han detenido a pensar cómo
fue precisamente que se gestó la nación cubana, y cómo se gestó nuestra con-
ciencia de pueblo, y cómo se gestó nuestra conciencia revolucionaria.

94
Hace cien años no existía esa conciencia, hace cien años no existía la naciona-
lidad cubana, hace cien años no existía un pueblo con pleno sentido de un interés
común y de un destino común. Nuestro pueblo hace cien años era una masa
abigarrada constituida, en primer término, por los ciudadanos de la potencia colo-
nial que nos dominaba; una masa enorme también de ciudadanos nacidos en este
país, algunos descendientes directos de los españoles, otros descendientes más
remotos, de los cuales algunos se inclinaban a favor del poder colonial y otros
eran alérgicos a aquel poder; una masa considerable de esclavos, traídos de ma-
nera criminal a nuestra tierra para explotarlos despiadadamente cuando ya los
explotadores habían aniquilado virtualmente la primitiva población aborigen de
nuestro país.
Y desde luego, los dueños de las riquezas eran, en primer lugar, los españoles;
los dueños de los negocios y los dueños de las tierras. Pero también había des-
cendientes de los españoles, llamados criollos, que poseían centrales azucareros
y que poseían grandes plantaciones. Y por supuesto que en un país en aquellas
condiciones en que la ignorancia era enorme, el acceso a los libros, el acceso a la
cultura lo tenían un número exiguo y reducido de criollos procedentes precisa-
mente de esas familias acaudaladas.
En aquellas primeras décadas del siglo pasado, cuando ya el resto de la Amé-
rica Latina se había independizado de la colonia española, permanecía asentado
sobre bases sólidas el poder de España en nuestra patria, a la que llamaban la
última joya y la más preciada joya de la Corona española.
Fue ciertamente escasa la influencia que tuvo en nuestra tierra la emancipa-
ción de América Latina.
Se sabe que en la mente de los libertadores de América Latina se albergó
también la idea de enviar a Cuba un ejército a liberarnos. Pero ciertamente aquí
todavía no había una nación que liberar sencillamente porque no había nación, no
había un pueblo que liberar porque no existía pueblo con la conciencia de la
necesidad de esa libertad.
Y en aquellos primeros años del siglo pasado, en la primera mitad del siglo
pasado, las ideas que los sectores con más cultura de la población, los sectores
capaces de elaborar algunas formulaciones políticas, las ideas enarboladas por
ellos no eran precisamente la idea de la independencia de Cuba.
Por aquellos tiempos se discutía fundamentalmente el problema de la esclavi-
tud. Y los terratenientes, los ricos, la oligarquía que dominaba en nuestro país,
bien española o bien cubana, estaba poseída de un enorme temor a la abolición de
la esclavitud; es decir que sus intereses como propietarios, sus intereses como
clase, y pensando exclusivamente en función de esos intereses, la conducía a
pensar en la solución de la anexión a los Estados Unidos de Norteamérica.
Así surgió una de las primeras corrientes políticas, que se dio en llamar la
corriente anexionista. Y esa corriente tenía un fundamento de carácter económi-

95
co: era el pensamiento de una clase que consideraba el aseguramiento de esa
institución oprobiosa de la esclavitud por la vía de anexionarse a Estados Unidos,
donde un grupo numeroso de Estados mantenía la misma institución. Y como ya
se suscitaban las contradicciones entre los Estados del Sur y del Norte por el
problema de la esclavitud, los políticos esclavistas del sur de Estados Unidos
alentaron también la idea de la anexión a Cuba, con el propósito de contar con un
Estado más que ayudase a garantizar su mayoría en el seno de los Estados Uni-
dos, su mayoría parlamentaria.
Esa es la raíz de aquella expedición a mediados de siglo, dirigida por Narciso
López.
Cuando nosotros estudiábamos en las escuelas, nos presentaban a Narciso
López como un patriota, nos presentaban a Narciso López como un libertador.
Tantas cosas nos presentaron de una manera increíblemente torcida, que se nos
hizo creer en nuestros años escolares —y ya supuestamente establecida la Re-
pública de Cuba—, se nos hacía creer que Narciso López había venido a libertar
a Cuba, cuando ciertamente Narciso López vino alentado por los políticos
esclavistas de Estados Unidos a tratar de conquistar un Estado más para precisa-
mente servir de apoyo a la más inhumana y retrógrada institución, que era la
institución de la esclavitud.
Martí en una ocasión calificó aquella expedición de infeliz, organizada precisa-
mente por esos intereses. De manera que en aquel entonces las corrientes
anexionistas adquirieron considerable fuerza en el seno de nuestro país.
Y es preciso que lo tengamos en cuenta porque esa corriente, por una u otra causa,
con uno u otro matiz, resurgía periódicamente en el proceso de la historia de Cuba.
En determinados momentos las corrientes anexionistas fueron perdiendo fuerza,
y surgieron entonces otras corrientes frente a la política española en nuestra patria,
que se dio en llamar el reformismo, que propugnaban no la lucha por la independen-
cia de Cuba, sino por determinadas reformas dentro de la colonia española.
Todavía realmente no había surgido en la realidad una corriente independentista,
una corriente verdaderamente independentista. Los engaños y las burlas reitera-
das del régimen colonial español llevaron al ánimo y a la conciencia de un reduci-
do grupo de cubanos, de criollos pertenecientes por cierto a sectores acomoda-
dos, poseedores de riquezas, poseedores a la vez de cultura, de amplia información
acerca de los procesos que tenían lugar en el mundo, que concibieron por primera
vez la idea de la obtención de sus derechos por la vía revolucionaria, por la vía de
las armas, en lucha abierta contra el poder colonial.
Más nadie piense que aquel núcleo de cubanos estaba obligadamente llamado
a contar con el apoyo mayoritario de la población, que podía contar con un respal-
do grande a la hora de la lucha, porque —como dijimos anteriormente— en aque-
llos instantes la conciencia de la nacionalidad no existía. Y entre los sectores que
ostentaban la riqueza de origen criollo, había un factor que los dividía profunda-

96
mente. Los españoles lógicamente estaban contra las reformas y, aún más, con-
tra la independencia. Pero muchos criollos ricos estaban también contra la idea
de la independencia, puesto que los separaba de las ideas más radicales el proble-
ma de la esclavitud. Por lo que puede decirse que el problema de la esclavitud fue
una cuestión fundamental que dividía profundamente a los elementos más radica-
les, más progresistas, de los criollos ricos, de aquellos elementos que calificándo-
se también de criollos —todavía no se hablaba propiamente de cubanos— se
preocupaban por encima de todo de sus intereses económicos, como es lógico; se
preocupaban por encima de todo por mantener la institución de la esclavitud. Y
de ahí que apoyaran el anexionismo primero, el reformismo luego, y cualquier
cosa menos la idea de la independencia y la idea de la conquista de los derechos
por la vía de la lucha armada.
Y esto constituye una cuestión muy importante, porque vemos cómo esta his-
toria se va a repetir periódicamente, esta contradicción a lo largo de los cien años
de lucha.
De manera que el reducido núcleo —que bien podía comenzar a considerarse
patriota— del sector acaudalado e ilustrado de los hombres nacidos en este país,
ese núcleo decidido a lanzarse a la conquista de sus derechos por la vía de las
armas, tenía que enfrentarse a esa compleja situación, a esas hondas contradic-
ciones que necesariamente conducirían su causa a una lucha dura y larga. Y lo
que vino a darles verdaderamente el título de revolucionarios fue su comprensión,
en primer lugar, de que solo había un camino para conquistar los derechos, su
decisión de adoptar ese camino, su ruptura con las tradiciones, con las ideas
reaccionarias, y su decisión de abolir la esclavitud. Y hoy tal vez pueda parecer
fácil aquella decisión, pero aquella decisión de abolir la esclavitud constituía la
medida más revolucionaria, la medida más radicalmente revolucionaria que se
podía tomar en el seno de una sociedad que era genuinamente esclavista. Por eso
lo que engrandece a Céspedes es no solo la decisión adoptada, firme y resuelta
de levantarse en armas, sino el acto con que acompañó aquella decisión —que
fue el primer acto después de la proclamación de la independencia—, que fue
concederles la libertad a sus esclavos, a la vez que proclamar su criterio sobre la
esclavitud, su disposición a la abolición de la esclavitud en nuestro país, aunque si
bien condicionando en los primeros momentos aquellos pronunciamientos a la
esperanza de poder captar el mayor apoyo posible entre el resto de los terrate-
nientes cubanos.
En Camagüey los revolucionarios desde el primer momento proclamaron la
abolición de la esclavitud, y ya la Constitución de Guáimaro, el 10 de abril de
1869, consagró definitivamente el derecho a la libertad de todos los cubanos,
aboliendo definitivamente la odiosa y secular institución de la esclavitud.
Esto, desde luego, dio lugar —como ocurre siempre en muchos de estos pro-
cesos— a que muchos de aquellos criollos ricos, que vacilaban entre apoyar o no

97
apoyar a la revolución, se abstuvieron de ayudar a la revolución, se apartaron de
la lucha, y de hecho comenzaron a cooperar con la colonia. Es decir, que en la
medida en que la revolución se radicalizó se quedó más aislado aquel grupo de
cubanos, aquel grupo de criollos, que, desde luego, ya empezaron a contar con los
únicos capaces de llevar adelante aquella revolución, que eran los hombres hu-
mildes del pueblo y los esclavos recién liberados.
En aquellos primeros momentos del inicio de la lucha revolucionaria en Cuba,
empezaron a cumplirse indefectiblemente las leyes de todo proceso revoluciona-
rio, empezaron a producirse las contradicciones, y comenzó el proceso de
profundización y radicalización de las ideas revolucionarias, que ha llegado hasta
nuestros días.
En aquel tiempo, desde luego, no se discutía el derecho a la propiedad de los
medios de producción. Se discutía el derecho a la propiedad de unos hombres sobre
otros. Y al abolir aquel derecho, aquella revolución —revolución radical desde el
instante en que suprime un privilegio de siglos, desde el momento en que suprime
aquel supuesto derecho consagrado por los siglos de existencia— llevó a cabo un
acto profundamente radical en la historia de nuestro país, y a partir de ese momen-
to, por primera vez, se empezó a crear el concepto y la conciencia de la nacionali-
dad, y comenzó a utilizarse por primera vez el calificativo de cubano para compren-
der a todos los que levantados en armas luchaban contra la colonia española.
Sabido es cómo se desarrolló aquella guerra. Sabido es que muy pocos pueblos
en el mundo fueron capaces o tuvieron la posibilidad de afrontar sacrificios tan
grandes, tan increíblemente duros, como los sacrificios que soportó el pueblo
cubano durante aquellos diez años de lucha. E ignorar esos sacrificios es un
crimen contra la justicia, es un crimen contra la cultura, es un crimen para cual-
quier revolucionario.
Nuestro país, solo, absolutamente solo, mientras los demás pueblos hermanos
de América Latina —que unas cuantas décadas con anterioridad se habían eman-
cipado de la dominación española— yacían sumidos en la abyección, sumidos
bajo las tiranías de los intereses sociales que sustituyeron en esos pueblos a la
tiranía española: nuestro país solo, y no todo el país sino una pequeña parte del
país, se enfrentó durante diez años a una potencia europea todavía poderosa que
podía contar —y contó— con cientos de miles de hombres perfectamente arma-
dos para combatir a los revolucionarios cubanos.
Es conocida la falta casi total de auxilio desde el exterior. Es conocida la
historia de las divisiones en el exterior, que dificultaron y por último imposibilita-
ron el apoyo de la emigración a los cubanos levantados en armas. Y sin embargo,
nuestro pueblo, haciendo increíbles sacrificios, soportando heroicamente el peso
de aquella guerra, rebasando los momentos difíciles, logró ir aprendiendo el arte
de la guerra, fue constituyendo un pequeño pero enérgico ejército que se abaste-
cía de las armas de sus enemigos.

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Y empezaron a surgir del seno del pueblo más humilde, de entre los combatien-
tes que venían del pueblo, de entre los campesinos y de entre los esclavos libera-
dos, empezaron a surgir por primera vez del seno del pueblo oficiales y dirigentes
del movimiento revolucionario. Empezaron a surgir los patriotas más virtuosos,
los combatientes más destacados, y así surgieron los hermanos Maceo, para citar
el ejemplo que simboliza a aquellos hombres extraordinarios.
Y al cabo de diez años aquella lucha heroica fue vencida no por las armas
españolas, sino vencida por uno de los peores enemigos que tuvo siempre el
proceso revolucionario cubano, vencida por las divisiones de los mismos cubanos,
vencida por las discordias, vencida por el regionalismo, vencida por el caudillismo;
es decir, ese enemigo —que también fue un elemento constante en el proceso
revolucionario— dio al traste con aquella lucha.
Sabido es que, por ejemplo, Máximo Gómez, después de invadir la provincia de
Las Villas y obtener grandes éxitos militares, fue prácticamente expulsado de
aquella provincia por el regionalismo y por el localismo. No es esta la oportunidad
de analizar el papel de cada hombre en aquella lucha; interesa analizar el proceso
y dejar constancia de que la discordia, el regionalismo, el localismo y el caudillismo
dieron al traste con aquel heroico esfuerzo de diez años.
Pero también es forzoso reconocer que no se les podía pedir a aquellos cuba-
nos —a aquellos primeros cubanos que comenzaron a fundar nuestra patria el
grado de conocimiento y experiencia política, el grado de conciencia política; más
que conciencia —porque ellos tenían profunda conciencia patriótica— el grado
de desarrollo de las ideas revolucionarias en la actualidad, porque nosotros no
podemos analizar los hechos de aquella época a la luz de los conceptos de hoy, a
la luz de las ideas de hoy. Porque cosas que hoy son absolutamente claras, verda-
des incuestionables, no lo eran ni lo podían ser todavía en aquella época. Las
comunicaciones eran difíciles, los cubanos tenían que luchar en medio de una
gran adversidad, incesantemente perseguidos y, desde luego no podía pedírseles
que en aquel entonces no se suscitaran estos problemas —problemas que se
volvieron a suscitar en la lucha del 95, problemas que se volvieron a suscitar en la
segunda mitad de este siglo a lo largo del proceso revolucionario.
Pero cuando debilitadas las fuerzas cubanas por la discordia arreció el enemigo
su ofensiva, entonces también empezaron a evidenciarse las vacilaciones de aque-
llos elementos que habían tenido menos firmeza revolucionaria. Y es en esos ins-
tantes —en el instante de la Paz del Zanjón, que puso fin a aquella heroica gue-
rra— cuando emerge con toda su fuerza y toda su extraordinaria talla, el personaje
más representativo del pueblo, el personaje más representativo de Cuba en aquella
guerra venido de las filas más humildes del pueblo, que fue Antonio Maceo.
Aquella década dio hombres extraordinarios, increíblemente meritorios, co-
menzando por Céspedes, continuando por Agramonte, Máximo Gómez, Calixto
García e infinidad de figuras que sería interminable enumerar.

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Y no se trata de medir ni mucho menos los méritos de cada cual —que fueron
méritos extraordinarios—, sino simplemente de explicar cómo se fue desarrollan-
do aquel proceso y cómo en el momento en que aquella lucha de diez años iba a
terminar surge aquella figura, surge el espíritu y la conciencia revolucionaria
radicalizada simbolizada en ese instante en la persona de Antonio Maceo, que
frente al hecho consumado del Zanjón —aquel Pacto que más que un pacto fue
realmente una rendición de las armas cubanas— expresa en la histórica Protesta
de Baraguá su propósito de continuar la lucha, expresa el espíritu más sólido y
más intransigente de nuestro pueblo declarando que no acepta el Pacto del Zan-
jón. Y efectivamente, continúa la guerra.
Ya incluso después de haberse llegado a los acuerdos, Maceo libra una serie
de combates victoriosos y aplastantes contra las fuerzas españolas. Pero en aquel
momento Maceo, reducido a su condición de jefe de una parte de las tropas de la
provincia de Oriente, Maceo negro —cuando todavía subsistía mucho el racismo
y los prejuicios— no pudo contar naturalmente con el apoyo de todo el resto de
los combatientes revolucionarios, porque desgraciadamente todavía entre mu-
chos combatientes y muchos dirigentes de aquellos combatientes subsistía el pre-
juicio reaccionario e injusto. Por eso, aunque Maceo en aquel momento salva la
bandera, salva la causa y sitúa el espíritu revolucionario del pueblo naciente de
Cuba en su nivel más alto, no pudo, pese a su enorme capacidad y heroísmo,
seguir manteniendo aquella guerra y se vio en la necesidad de hacer un receso en
espera de las condiciones que le permitiesen reanudar otra vez el combate.
Pero la derrota de las fuerzas revolucionarias en 1878 trajo también sus secuelas
políticas. A la sombra de la derrota, a la sombra del desengaño, otra vez de nuevo
aquellos sectores, representantes décadas atrás de la corriente anexionista y de la
corriente reformista, volvieron a la carga para propugnar una nueva corriente políti-
ca, que era la corriente del autonomismo, para oponerse, naturalmente, a las tesis
radicales de la independencia y a las tesis radicales acerca del método y del único
camino para obtener aquella independencia, que era la lucha armada.
De manera que después de la Guerra de los Diez Años, en el pensamiento
político, o en la historia del pensamiento político cubano, surge de nuevo la co-
rriente pacifista, la corriente conciliatoria, la corriente que se opone a las tesis
radicales que habían representado los cubanos en armas. De la misma manera
vuelven a surgir las corrientes anexionistas en un grado determinado, corrientes
incluso en los primeros tiempos de la Guerra de los Diez Años, cuando todavía
muchos cubanos ingenuamente veían en la nación norteamericana el prototipo
del país libre, del país democrático, y recordaban sus luchas por la independencia,
la Declaración de la Independencia de Washington, la política de Lincoln; todavía
había cubanos a principios de la guerra de 1868 que tenían resabios o residuos de
aquella corriente anexionista, que fue desapareciendo en ellos a lo largo de la
lucha armada.

100
Se inicia una etapa de casi veinte años entre 1878 y 1895. Esa etapa tiene
también una importancia muy grande en el desarrollo de la conciencia política del
país. Las banderas revolucionarias no fueron abandonadas, las tesis radicales no
fueron olvidadas. Sobre aquella tradición creada por el pueblo de Cuba, sobre
aquella conciencia engendrada en el heroísmo y en la lucha de diez años, comen-
zó a brotar el nuevo y aun más radical y avanzado pensamiento revolucionario.
Aquella guerra engendró numerosos líderes de extracción popular, pero tam-
bién aquella guerra inspiró a quien fue sin duda el más genial y el más universal
de los políticos cubanos, a José Martí.
Martí era muy joven cuando se inició la Guerra de los Diez Años. Padeció
cárcel, padeció exilio; su salud era muy débil, pero su inteligencia extraordinaria-
mente poderosa. Fue en aquellos años de estudiante paladín de la causa de la
independencia y fue capaz de escribir algunos de los mejores documentos de la
historia política de nuestro país cuando prácticamente no había cumplido todavía
veinte años.
Derrotadas las armas cubanas, por las causas expresadas, en 1878, Martí se
convirtió sin duda en el teórico y en el paladín de las ideas revolucionarias. Martí
recogió las banderas de Céspedes, de Agramonte y de los héroes que cayeron en
aquella lucha de diez años, y llevó las ideas revolucionarias de Cuba en aquel
período a su más alta expresión. Martí conocía los factores que dieron al traste
con la Guerra de los Diez Años, analizó profundamente las causas, y se dedicó a
preparar la nueva guerra. Y la estuvo preparando durante casi veinte años, sin
desmayar un solo instante, desarrollando la teoría revolucionaria, juntando volun-
tades, agrupando a los combatientes de la Guerra de los Diez Años, combatiendo
de nuevo —también en el campo de las ideas— a la corriente autonomista que se
oponía a la corriente revolucionaria, combatiendo también las corrientes
anexionistas que de nuevo volvían a resurgir en la palestra política de Cuba des-
pués de la derrota y a la sombra de la derrota de la Guerra de los Diez Años.
Martí predica incesantemente sus ideas; Martí organiza los emigrados; Martí
organiza prácticamente el primer partido revolucionario, es decir, el primer partido
para dirigir una revolución, el primer partido que agrupara a todos los revoluciona-
rios, y con una tenacidad, una valentía moral y un heroísmo extraordinario, sin otros
recursos que su inteligencia, su convicción y su razón, se dedicó a aquella tarea.
Y debemos decir que nuestra patria cuenta con el privilegio de poder disponer
de uno de los más ricos tesoros políticos, una de las más valiosas fuentes de
educación y de conocimientos políticos, en el pensamiento, en los escritos, en los
libros, en los discursos y en toda la extraordinaria obra de José Martí.
Y a los revolucionarios cubanos más que a nadie nos hace falta tanto cuanto
sea posible ahondar en esas ideas, ahondar en ese manantial inagotable de sabi-
duría política, revolucionaria y humana. No tenemos la menor duda que Martí ha
sido el más grande pensador político y revolucionario de este continente. No es

101
necesario hacer comparaciones históricas. Pero si analizamos las circunstancias
extraordinariamente difíciles en que se desenvuelve la acción de Martí: desde la
emigración luchando sin ningún recurso contra el poder de la colonia después de
una derrota militar, contra aquellos sectores que disponían de la prensa y dispo-
nían de los recursos económicos para combatir las ideas revolucionarias; si tene-
mos en cuenta que Martí desarrollaba esa acción para libertar a un país pequeño
dominado por cientos de miles de soldados armados hasta los dientes, país sobre
el cual se cernía no solo aquella dominación sino un peligro mucho mayor todavía:
el peligro de la absorción por un vecino poderoso, cuyas garras imperialistas
comenzaban a desarrollarse visiblemente; y que Martí desde allí, con su pluma,
con su palabra, a la vez que trataba de inspirar a los cubanos y formar su con-
ciencia para superar las discordias y los errores de dirección y de método que
dieron al traste con la Guerra de los Diez Años, a la vez que unir en un mismo
pensamiento revolucionario a los enemigos, a la vieja generación que inició la
lucha por la independencia y a las nuevas generaciones, unir a aquellos
destacadísimos y prestigiosos héroes militares, se enfrentaba en el terreno de las
ideas a las campañas de España en favor de la colonia, a las campañas de los
autonomistas en favor de procedimientos leguleyescos y electorales y engañosos
que no conducirían a nuestra patria a ningún fin, y se enfrentaba a las nuevas
corrientes anexionistas que surgían de aquella situación, y se enfrentaba al peli-
gro de la anexión, no ya tanto en virtud de la solicitud de aquellos sectores aco-
modados que décadas atrás la habían solicitado para mantener la institución de la
esclavitud, sino en virtud del desarrollo del poderío económico y político de aquel
país que ya se insinuaba como la potencia imperialista que es hoy; teniendo en
cuenta esas extraordinarias circunstancias, esos extraordinarios obstáculos, bien
podemos decir que el Apóstol de nuestra independencia se enfrentó a dificulta-
des tan grandes y a problemas tan difíciles como no se tuvo que enfrentar jamás
ningún dirigente revolucionario y político en la historia de este continente.
Y así surgió en el firmamento de nuestra patria esa estrella todo patriotismo,
todo sensibilidad humana, todo ejemplo, que junto con los héroes de las batallas,
junto con Maceo y Máximo Gómez, inició de nuevo la guerra por la independen-
cia de Cuba.
¿Y qué se puede parecer más a aquella lucha de ideas de entonces que la
lucha de las ideas de hoy? ¿Qué se puede parecer más a aquella incesante pré-
dica martiana por la guerra necesaria y útil como único camino para obtener la
libertad, aquella tesis martiana en favor de la lucha revolucionaria armada que las
tesis que tuvo que mantener en la última etapa del proceso el movimiento revolu-
cionario en nuestra patria, enfrentándose también a los grupos electoralistas, a
los politiqueros, a los leguleyos, que venían a proponerle al país remedios que
durante cincuenta años no habían sido capaces de solucionar uno solo de sus
males, y agitando el temor a la lucha, el temor al camino revolucionario verdade-

102
ro, que era el camino de la lucha armada revolucionaria? ¿Y qué se puede pare-
cer más a aquella prédica incesante de Martí que la prédica de los verdaderos
revolucionarios que en el ámbito de otros países de América Latina tienen tam-
bién a necesidad de defender sus tesis revolucionarias frente a las tesis
leguleyescas, frente a las tesis reformistas, frente a las tesis politiqueras? Y es
que a lo largo de este proceso las mismas luchas se han ido repitiendo en un
período u otro, aunque, desde luego, no en las mismas circunstancias ni en el
mismo nivel.
Martí se enfrenta a aquellas ideas. Y se inicia la guerra de 1895, guerra igual-
mente llena de páginas extraordinariamente heroicas, llena de increíbles sacrifi-
cios, llena de grandes proezas militares; guerra que, como todos sabemos, no
culminó en los objetivos que perseguían nuestros antepasados, no culminó en el
triunfo definitivo de la causa, aunque ninguna de nuestras luchas culminó real-
mente en derrota, porque cada una de ellas fue un paso de avance, un salto hacia
el futuro. Pero es lo cierto que al final de aquella lucha la colonia española, el
dominio español, es sustituido por el dominio de Estados Unidos en nuestro país,
dominio político y militar, a través de la intervención.
Los cubanos habían luchado treinta años; decenas y decenas de miles de cu-
banos habían muerto en los campos de batalla, cientos de miles perecieron en
aquella contienda, mientras los yanquis perdieron apenas unos cuantos cientos de
soldados en Santiago de Cuba. Y se apoderaron de Puerto Rico, se apoderaron
de Cuba, aunque con un statu quo diferente; se apoderaron del archipiélago de
Filipinas, a diez mil kilómetros de distancia de Estados Unidos, y se apoderaron
de otras posesiones. Algo de lo que más temían Martí y Maceo. Porque ya la
conciencia política y el pensamiento revolucionario se habían desarrollado tanto,
que los dirigentes fundamentales de la guerra de 1895 tenía ideas clarísimas,
absolutamente claras, acerca de los objetivos, y repudiaban en lo más profundo
de su corazón la idea del anexionismo, y no solo ya el anexionismo, sino incluso la
intervención de Estados Unidos en esa guerra.
Esta noche se leyó aquí uno de los párrafos más conocidos del pensamiento
martiano, aquel que escribió vísperas de su muerte, que prácticamente es el tes-
tamento, en que le dice a un amigo el fondo de su pensamiento, una de las cosas
por las que había luchado, aunque había tenido que hacerlo discretamente; una de
las cosas que había inspirado su conducta y su vida, una de las cosas que en el
fondo le inspiraba más júbilo, que era estar viviendo ya en el campo de batalla, en
la oportunidad de dar su vida para con la independencia de Cuba impedir que
Estados Unidos se extendiese, apoderándose de las Antillas, por el resto de
América con una fuerza más.
Este es uno de los documentos más reveladores y más profundos y más
caracterizadores del pensamiento profundamente revolucionario y radical de Martí,
que ya califica al imperialismo como lo que es, que ya vislumbra su papel en este

103
continente, y que con un examen que bien pudiera atribuirse a un marxista, por su
profundo análisis, por su sentido dialéctico, por su capacidad de ver que en las
insolubles contradicciones de aquella sociedad se engendraba su política hacia el
resto del mundo. Martí en fecha tan temprana como en 1895, fue capaz de escri-
bir aquellas cosas y de ver tan profundamente en el porvenir.
Martí escribió con toda la fuerza de su elocuencia y fustigó duramente las
corrientes anexionistas como las peores en el seno del pensamiento político de
Cuba. Y no solo Martí, sino Maceo asombra también a nuestra generación por la
clarividencia, por la profundidad con que fue capaz de analizar también el fenó-
meno imperialista.
Es conocido que en alguna ocasión, cuando un joven se acercó a Maceo para
hablarle de la posibilidad de que la estrella de Cuba figurara como una más en la
constelación de Estados Unidos, respondió que aunque lo creía imposible, ese
sería tal vez el único caso en que él estaría al lado de España.
Y también, como Martí, unos días antes de su muerte escribe con una claridad
extraordinaria su oposición decidida a la intervención de Estados Unidos en la
contienda de Cuba, y es cuando dice que “preferible es subir o caer sin ayuda que
contraer deudas de gratitud con un vecino tan poderoso”. Palabras proféticas,
palabras inspiradas, que uno y otro de nuestros dos más caracterizados adalides
de aquella guerra de 1895 expresaron unos días antes de su muerte.
Y todos sabemos cómo sucedieron los acontecimientos. Cómo cuando el po-
der de España estaba virtualmente agotado, movido por ansias puramente
imperialistas, el gobierno de Estados Unidos participa en la guerra, después de
treinta años de lucha. Con la ayuda de los soldados mambises desembarcan,
toman la ciudad de Santiago de Cuba, hunden la escuadra del almirante Cervera,
que no era más que una colección propia de museo, más que escuadra, y que por
puro y tradicional quijotismo la enviaron a que la hundieran a cañonazos, sirvien-
do prácticamente de tiro al blanco a los acorazados americanos, a la salida de
Santiago de Cuba. Y entonces a Calixto García ni siquiera lo dejaron entrar en
Santiago de Cuba. Ignoraron por completo al Gobierno Revolucionario en Ar-
mas, ignoraron por completo a los líderes de la revolución; discutieron con Espa-
ña sin la participación de Cuba; deciden la intervención militar de sus ejércitos en
nuestro país. Se produce la primera intervención, y de hecho se apoderaron mili-
tar y políticamente de nuestro país.
Al pueblo no se le hizo verdadera conciencia de eso. Porque ¿quién podía
estar interesado en hacerle conciencia de esa monstruosidad? ¿Quiénes? ¿Los
antiguos autonomistas? ¿Los antiguos reformistas? ¿Los antiguos anexionistas?
¿Los antiguos esclavistas? ¿Quiénes? ¿Los que habían sido aliados de la colonia
durante las guerras? ¿Quiénes? ¿Los que no querían la independencia de Cuba
sino la anexión con Estados Unidos? Esos no podían tener ningún interés en
enseñarle a nuestro pueblo estas verdades históricas, amarguísimas.

104
¿Qué nos dijeron en la escuela? ¿Qué nos decían aquellos inescrupulosos li-
bros de Historia sobre los hechos? Nos decían que la potencia imperialista no era
la potencia imperialista, sino que lleno de generosidad, el gobierno de Estados
Unidos, deseoso de darnos la libertad, había intervenido en aquella guerra y que,
como consecuencia de eso, éramos libres. Pero no éramos libres por los cientos
de miles de cubanos que murieron durante treinta años en los combates, no éra-
mos libres por el gesto heroico de Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la
Patria, que inició aquella lucha, que incluso prefirió que le fusilaran al hijo antes
de hacer una sola concesión; no éramos libres por el esfuerzo heroico de tantos
cubanos, no éramos libres por la prédica de Martí, no éramos libres por el esfuer-
zo heroico de Máximo Gómez, Calixto García y todos aquellos próceres ilustres;
no éramos libres por la sangre derramada por las veintitantas heridas de Antonio
Maceo y su caída heroica en Punta Brava , éramos libres sencillamente porque
Teodoro Roosevelt desembarcó con unos cuantos rangers en Santiago de Cuba
para combatir contra un ejército agotado y prácticamente vencido, o porque los
acorazados americanos hundieron a los “cacharros” de Cervera frente a la bahía
de Santiago de Cuba.
Y esas monstruosas mentiras, esas increíbles falsedades eran las que se ense-
ñaban en nuestras escuelas.
Y tal vez tan pocas cosas nos pueden ayudar a ser revolucionarios como
recordar hasta qué grado de infamia se había llegado, hasta qué grado de falsea-
miento de la verdad, hasta qué grado de cinismo en el propósito de destruir la
conciencia de un pueblo, su camino, su destino; hasta qué grado de ignorancia
criminal de los méritos y las virtudes y la capacidad de este pueblo —pueblo que
hizo sacrificios como muy pocos pueblos hicieron en el mundo para arrebatarle la
confianza en sí mismo, para arrebatarle la fe en su destino.
Y de esta manera, los que cooperaron con España en los treinta años, los que
lucharon en la colonia, los que hicieron derramar la sangre de los mambises,
aliados ahora con los interventores yanquis, aliados con los imperialistas yanquis.
pretendieron hacer lo que no habían podido hacer en treinta años, pretendieron
incluso escribir la historia de nuestra patria amañándola y ajustándola a sus inte-
reses, que eran sus intereses anexionistas, sus intereses imperialistas, sus intere-
ses anticubanos y contrarrevolucionarios.
¿Con quiénes se concertaron los imperialistas en la intervención? Se concerta-
ron con los comerciantes españoles, con los autonomistas. Hay que decir que en
aquel primer gobierno de la república había varios ministros procedentes de las
filas autonomistas que habían condenado a la revolución. Se aliaron con los terra-
tenientes, se aliaron con los anexionistas, se aliaron con lo peor, y al amparo de la
intervención militar y al amparo de la Enmienda Platt empezaron, sin escrúpulos
de ninguna índole, a amañar la república y a preparar las condiciones para apode-
rarse de nuestra patria.

105
Es necesario que esta historia se sepa, es necesario que nuestro pueblo conoz-
ca su historia, es necesario que los hechos de hoy, los méritos de hoy, los triunfos
de hoy, no nos hagan caer en el injusto y criminal olvido de las raíces de nuestra
historia; es necesario que nuestra conciencia de hoy, nuestras ideas de hoy, nues-
tro desarrollo político y revolucionario de hoy —instrumentos que poseemos hoy
que no podían poseer en aquellos tiempos los que iniciaron esta lucha— no nos
conduzcan a subestimar por un instante ni a olvidar por un instante que lo de hoy,
el nivel de hoy, la conciencia de hoy, los éxitos de hoy, más que éxitos de esta
generación, son, y debemos decirlo con toda sinceridad, éxitos de los que un día
como hoy, hace cien años, se levantaron aquí en este mismo sitio y libertaron a los
esclavos y proclamaron la independencia, e iniciaron el camino del heroísmo e
iniciaron el camino de aquella lucha que sirvió de aliento y de ejemplo a todas las
generaciones subsiguientes.
Y en ese ejemplo se inspiró la generación del noventa y cinco, en ese ejemplo
se inspiraron los combatientes revolucionarios a lo largo de los sesenta años de
república amañada; en ese ejemplo de heroísmo, en esa tradición se inspiraron
los combatientes que libraron las últimas batallas en nuestro país. Y eso no es
algo que se diga hoy como de ocasión porque conmemoramos un aniversario,
sino algo que se ha dicho siempre y que se ha dicho muchas veces y que se dijo
en el Moncada y que se dijo siempre. Porque allí cuando los jueces preguntaron
quién era el autor intelectual del ataque al cuartel Moncada, sin vacilación noso-
tros respondimos: “iMartí fue el autor intelectual del ataque al cuartel Moncada!”.
Es posible que la ignorancia de la actual generación o el olvido de la actual
generación o la euforia de los éxitos actuales, puedan llevar a la subestimación de
lo mucho que nuestro pueblo les debe, de todo lo que nuestro pueblo les debe a
estos luchadores.
Ellos fueron los que prepararon el camino, ellos fueron los que crearon las
condiciones y ellos fueron los que tuvieron que apurar los tragos más amargos: el
trago amargo del Zanjón, el cese de la lucha en 1878; el trago amarguísimo de la
intervención yanqui, el trago amarguísimo de la conversión de este país en una
factoría y en un pontón estratégico —como temía Martí—; el trago amarguísimo
de ver a los oportunistas, a los politiqueros, a los enemigos de la revolución, alia-
dos con los imperialistas, gobernando este país.
Ellos tuvieron que vivir aquella amarguísima experiencia de ver cómo a este
país lo gobernaba un embajador yanqui; o cómo un funcionario insolente, a bordo
de un acorazado, se anclaba en la bahía de La Habana a dictarle instrucciones a
todo el mundo: a los ministros, al jefe del Ejército, al presidente, a la Cámara de
Representantes, al Senado.
Y lo que decimos son hechos conocidos, son hechos históricamente probados.
Es decir, no tanto conocidos como probados, porque realmente las masas durante
mucho tiempo los ignoraron, durante mucho tiempo las engañaron. Y es necesa-

106
rio revolver los archivos, exhumar los documentos para que nuestro pueblo, nues-
tra generación de hoy tenga una clara idea de cómo gobernaban los imperialistas,
qué tipo de memorandos, qué tipo de papeles y qué tipo de insolencias usaban
para gobernar a este país, al que se pretendía llamar país “libre”, “independien-
te”, y “soberano”; para que nuestro pueblo conozca qué clase de libertadores
eran esos, los procedimientos burdos y repugnantes que usaban en sus relaciones
con este país, que nuestra generación actual debe conocer. Y si no los conoce, su
conciencia revolucionaria no estará suficientemente desarrollada. Si las raíces y
la historia de este país no se conocen, la cultura política de nuestras masas no
estará suficientemente desarrollada. Porque no podríamos siquiera entender el
marxismo, no podríamos siquiera calificarnos de marxistas si no empezásemos
por comprender el propio proceso de nuestra revolución, y el proceso del desa-
rrollo de la conciencia y del pensamiento político y revolucionario en nuestro país
durante cien años. Si no entendemos eso, no sabremos nada de política.
Y desde luego, desgraciadamente, mucho tiempo hemos vivido ignorantes de
muchos hechos de la historia.
Porque si el interés de los que se aliaron aquí con los imperialistas era ocultar
la historia de Cuba, deformar la historia de Cuba, eclipsar el heroísmo, el mérito
extraordinario, el pensamiento y el ejemplo de nuestros héroes, los que realmente
están llamados y tienen que ser los más interesados en divulgar esa historia, en
conocer esa historia, en conocer esas raíces, en divulgar esas verdades, somos
los revolucionarios.
Ellos tenían tantas razones para ocultar esa historia e ignorarla, como razones
tenemos nosotros para demandar que esa historia, desde el 10 de octubre de
1868 hasta hoy, se conozca en todas sus etapas. Y esa historia tiene pasajes muy
duros, muy dolorosos, muy amargos, muy humillantes, desde la Enmienda Platt
hasta 1959.
Y debe también conocer nuestro pueblo cómo se apoderaron los imperialistas
de nuestra economía. Y eso, desde luego, lo sabe nuestro pueblo en carne propia.
No saben cómo fue, pero fue. Y saben los hombres y mujeres de este país, sobre
todo los de esta provincia, donde se inició la lucha, donde siempre se combatió
por la libertad del país, cómo fue aquello que de repente todo pasó de manos de
los españoles a manos de los americanos. Cómo fue aquello y por qué los ferro-
carriles, los servicios eléctricos, las mejores tierras, los centrales azucareros, las
minas y todo fue a parar a manos de ellos. Y cómo se produjo aquel fenómeno. Y
qué es aquel fenómeno en virtud del cual en este país donde por los años 1915 ó
1920 había que traer trabajadores de otras Antillas porque no alcanzaban los
brazos, algunas décadas después —en los años veintitantos, treintitantos,
cuarentitantos y cincuentitantos, cada vez peor— había más hombres sin empleo,
había más familias abandonadas, había más ignorancia. Cómo y por qué en este
país donde hoy los brazos no alcanzan —los brazos liberados— para desarrollar

107
las riquezas infinitas de nuestro suelo, para desarrollar las capacidades ilimitadas
de nuestro pueblo, sin embargo los hombres tenían que cruzarse de brazos meses
enteros y mendigar un trabajo, no ya en tiempo muerto sino en la zafra.
Y cómo era posible que en esas tierras que regaron con su sangre decenas de
miles de nuestros antepasados, decenas de miles de nuestros mambises; cómo
era posible que en esa tierra regada por su sangre, el cubano en la república
mediatizada no tuviera el derecho, no digo ya de recoger el pan, no tenía siquiera
el derecho a derramar su sudor. De manera que donde nuestros luchadores por la
independencia derramaron su sangre por la felicidad de este país, sus hermanos,
sus descendientes, sus hijos, no tenían siquiera el derecho de derramar el sudor
para ganarse el pan.
¿Qué república era aquella en que ni siquiera el derecho al trabajo del hombre
estaba garantizado? ¿Qué república era aquella donde no ya el pan de la cultura,
tan esencial al hombre, sino el pan de la justicia, la posibilidad de la salud frente a
la enfermedad, a la epidemia, no estaban garantizados? ¿Qué república era aque-
lla que no brindaba a los hijos del pueblo —que dio cientos de miles de vidas, pero
que dio cientos de miles de vidas cuando aquella población de verdaderos cuba-
nos no llegaba a un millón; pueblo que se inmoló en singular holocausto— la
menor oportunidad? ¿Qué república era aquella donde el hombre no tenía siquie-
ra garantizado el derecho al trabajo, el derecho a ganarse el pan en aquellas
tierras tantas veces regadas con sangre de patriotas?
Y nos pretendían vender aquello como república, nos pretendían brindar aque-
llo como Estado justo. Y en pocas regiones del país como en Oriente estas cosas
se vivieron, estas experiencias se vivieron en carne propia; desde las decenas de
miles de campesinos que tuvieron que refugiarse allá en las montañas hasta las
faldas del Pico Turquino para poder vivir, a los hombres, a los trabajadores azuca-
reros que vivieron o cuyos padres vivieron aquellos años terribles. ¡Y qué porve-
nir esperaba a este país!
Pero el hecho fue que los yanquis se apoderaron de nuestra economía. Y si en
1898 poseían inversiones en Cuba por valor de cincuenta millones, en 1906 unos
ciento sesenta millones en inversiones, y en 1927, mil cuatrocientos cincuenta
millones de pesos en inversiones.
No creo que haya otro país donde se haya producido en forma tan increíble-
mente rápida semejante penetración económica que condujo a que los imperialistas
se apoderaran de nuestras mejores tierras, de todas nuestras minas, nuestros
recursos naturales; que explotaron los servicios públicos, se apoderaran de la
mayor parte de la industria azucarera, de las industrias más eficientes, de la
industria eléctrica, de los teléfonos, de los ferrocarriles, de los negocios más im-
portantes, y también de los bancos.
Al apoderarse de los bancos, prácticamente podían empezar a comprar el país
con dinero de los cubanos, porque en los bancos se deposita el dinero de los que

108
tienen algún dinero y lo guardan, poco o mucho. Y los dueños de los bancos
manejaban aquel dinero.
De esta forma, en 1927, cuando no habían transcurrido treinta años, las in
versiones imperialistas en Cuba se habían elevado a mil cuatrocientos cincuenta
millones de pesos. Se habían apoderado de todo con el apoyo de los anexionistas
o neo-anexionistas, de los autonomistas, de los que combatieron la independencia
de Cuba. Con el apoyo de los gobiernos interventores se hicieron concesiones
increíbles.
Un tal Preston compró en 1901 setenta y cinco mil hectáreas de tierra en la
zona de la bahía de Nipe por cuatrocientos mil dólares, es decir, a menos de seis
dólares la hectárea de esas tierras. Y los bosques que cubrían todas esas hectá-
reas de maderas preciosas, que fueron consumidas en las calderas de los centra-
les, valían muchas veces, incomparables veces, esa suma de dinero.
Vinieron con sus bolsillos rebosantes a un pueblo empobrecido por treinta
años de lucha, a comprar de las mejores tierras de este país a menos de seis
dólares la hectárea.
Y un tal MacCan compró treinta y dos mil hectáreas ese mismo año al sur de
Pinar del Río. Y un tal James, si mal no recuerdo, ese mismo año compró en
Puerto Padre veintisiete mil hectáreas de tierra.
Es decir, que en un solo año adquirieron mucho más de 10 mil caballerías de las
mejores tierras de este país con sus bolsillos repletos de billetes a un pueblo que
padecía la miseria de treinta años de lucha. Y así, sin derramar sangre y gastando
un mínimo de sus riquezas, se fueron apoderando de este país.
Y esa historia debe conocerla nuestro pueblo.
No sé cómo es posible que habiendo tareas tan importantes, tan urgentes como
la necesidad de la investigación en la historia de este país, en las raíces de este
país, sin embargo, son tan pocos los que se han dedicado a esas tareas. Y antes
prefieren dedicar sus talentos a otros problemas, muchos de ellos buscando éxi-
tos baratos mediante lectura efectista, cuando tienen tan increíble caudal, tan
increíble tesoro, tan increíble riqueza para ahondar primero que nada y para co-
nocer primero que nada las raíces de este país. Nos interesa, más que corrientes
que por snobismo puro se trata de introducir en nuestra cultura, la tarea seria, la
tarea necesaria, la tarea imprescindible, la tarea justa de ahondar y de profundi-
zar en las raíces de este país.
Y nosotros debemos saber, como revolucionarios, que cuando decimos de nues-
tro deber de defender esta tierra, de defender esta patria, de defender esta revolu-
ción, hemos de pensar que no estamos defendiendo la obra de diez años, hemos de
pensar que no estamos defendiendo la revolución de una generación: hemos de
pensar que estamos defendiendo la obra de cien años! ¡Hemos de pensar que no
estamos defendiendo aquello por lo cual cayeron miles de nuestros compañeros,
sino aquello por lo cual cayeron cientos de miles de cubanos a lo largo de cien años!

109
Con el advenimiento de la victoria de 1959, se planteó en nuestro país de
nuevo, y en un plano más elevado aún, problemas fundamentales de la vida de
nuestro pueblo. Porque si bien en 1868 se discutía la abolición o no de la esclavi-
tud, se discutía la abolición o no de la propiedad del hombre sobre el hombre, ya
en nuestra época, ya en nuestro siglo, ya al advenimiento de nuestra revolución,
la cuestión fundamental, la cuestión esencial, la que habría de definir el carácter
revolucionario de esta época y de esta revolución, ya no era la cuestión de la
propiedad del hombre sobre el hombre, sino de la propiedad del hombre sobre los
medios de sustento para el hombre.
Si entonces se discutía si un hombre podía tener diez y cien y mil esclavos
ahora se discutía si una empresa yanqui, si un monopolio imperialista tenía dere-
cho a poseer mil, cinco mil, diez mil o quince mil caballerías de tierra; ahora se
discutía el derecho que podían tener los esclavistas de ayer a ser dueños de las
mejores tierras de nuestro país. Si entonces se discutía el derecho del hombre a
poseer la propiedad sobre el hombre, ahora se discutía el derecho que podía tener
un monopolio o quien fuera, aquel propietario de un banco donde se reunía el
dinero de todos los que depositaban allí, si un monopolio o un oligarca tenía dere-
cho a ser dueño de un central azucarero donde trabajaba un millar de obreros; si
era justo que un monopolio o un oligarca fuera dueño de una central termoeléctrica,
de una mina, de una industria cualquiera que valía decenas de miles o cientos de
miles o millones o decenas de millones de pesos; si era justo que una minoría
explotadora poseyera cadenas de almacenes sin otro destino que enriquecerse
encareciendo todos los bienes que este país importaba. Si en el siglo pasado se
discutía el derecho del hombre a ser propietario de otros hombres, en este siglo,
en dos palabras, se discutía el derecho de los hombres a ser propietarios de los
medios de los que tiene que vivir el hombre.
Y ciertamente no era más que una libertad ficticia. Y no podía haber abolición
de esclavitud si formalmente los hombres eran liberados de ser propiedad de
otros hombres y en cambio la tierra y la industria, de la cual tendrían que vivir,
eran y seguían siendo propiedad de otros hombres. Y los que ayer esclavizaron al
hombre de manera directa, en esta época esclavizaban al hombre y lo explotaban
de manera igualmente miserable a través del monopolio de las riquezas del país y
de los medios de sustentación del hombre.
Por eso si una revolución en 1868 para llamarse revolución tenía que comen-
zar por dar libertad a los esclavos, una revolución en 1959, si quería tener el
derecho a llamarse revolución, tenía como cuestión elemental la obligación de
liberar las riquezas del monopolio de una minoría que las explotaba en beneficio
de su provecho exclusivo, liberar a la sociedad del monopolio de una riqueza en
virtud de la cual una minoría explotaba al hombre.
¿Y qué diferencia había entre el barracón del esclavo en 1868 y el barracón
del obrero asalariado en 1958? ¿Qué diferencia, como no fuera que —supuesta-

110
mente libre el hombre— los dueños de las plantaciones y de los centrales en 1958
no se preocupaban si aquel obrero se moría de hambre, porque si aquel se moría,
había otros diez obreros esperando para realizar el trabajo? Si se moría, como ya
no era una propiedad suya que compraba y vendía en el mercado, no le importaba
siquiera si se moría o no un trabajador, su mujer o sus hijos. Estas son verdades
que los orientales conocen demasiado bien.
Y así fue suprimida la propiedad directa del hombre sobre el hombre y perduró
la propiedad del hombre sobre el hombre a través de la propiedad y el monopolio
de las riquezas y de los medios de vida del hombre. Y suprimir y erradicar la
explotación del hombre por el hombre era suprimir el derecho de la propiedad
sobre aquellos bienes, suprimir el derecho al monopolio sobre aquellos medios de
vida que pertenecen y deben pertenecer a toda la sociedad.
Si la esclavitud era una institución salvaje y repugnante, explotadora directa
del hombre, el capitalismo era también igualmente una institución salvaje y re-
pugnante que debía ser abolida. Y si la abolición de la esclavitud era compren-
dida totalmente por las generaciones contemporáneas, también algún día las
generaciones venideras, los niños de las escuelas, se asombrarán de que les
digan que un monopolio extranjero, administrándolo a través de un funcionario
insolente, era dueño de diez mil caballerías de tierra donde allí mandaba como
amo y señor, era dueño de vidas y de haciendas, tanto como nosotros nos
asombramos hoy de que un día un señor fuera propietario de decenas y de cien
tos y aún de miles de esclavos.
Y tan racional como le parecía a la generación contemporánea un hombre
amarrado a un grillo, igualmente monstruoso les parecerá a las generaciones
venideras, mucho más que a nuestra propia generación. Porque los pueblos mu-
chas veces se acostumbran a ver cosas monstruosas sin darse cuenta de su
monstruosidad, y se acostumbran a ver algunos fenómenos sociales con la misma
naturalidad con que se ve aparecer la luna por la noche o el sol por la mañana o
la lluvia o la enfermedad, y acaban por adaptarse a ver instituciones monstruosas
como plagas tan naturales como las enfermedades.
Y, claro está, no eran precisamente los privilegiados que monopolizaban las
riquezas de este país quienes iban a educar al pueblo en estas ideas, en estos
conceptos, quienes iban a abrirle los ojos, quienes iban a mandarle un alfabetizador,
quienes iban a abrirles una escuela. No eran las minorías privilegiadas y explota-
doras las que habrían de reivindicar la historia de nuestro país, las que habrían de
reivindicar el proceso, las que habrían de honrar dignamente a los que hicieron
posible el destino ulterior de la patria. Porque quienes no estuvieron interesados
en la revolución sino en impedir las revoluciones, quienes no estuvieran interesa-
dos en la justicia, sino en medrar y enriquecerse de la injusticia, no podrían estar
jamás interesados en enseñar a un pueblo su hermosa historia, su justiciera revo-
lución, su heroica lucha en pro de la dignidad y de la justicia.

111
Y por eso a esta generación le tocó vivir las experiencias de manera muy di
recta, y le tocó conocer también de expediciones organizadas en tierras extranje-
ras, precedidas de los bombardeos y de los ataques piratas, organizadas allí por
los “prohombres” del imperialismo, organizadas acá por los que en solo treinta
años se habían apoderado de la riqueza de este país para aplastar la revolución y
para establecer de nuevo el monopolio de las riquezas por minorías privilegiadas
explotadoras del hombre.
Le correspondió a esta generación ver también los anexionistas de hoy, los
débiles de todos los tiempos, los Voluntarios de hoy. Es decir, no en el sentido que
hoy tiene la palabra, o en el sentido que hoy tiene la palabra “guerrillero”, sino en
el sentido de ayer. Voluntarios de ayer, “guerrilleros“ de ayer, que así se llamaba
en aquella época a los que perseguían a los combatientes revolucionarios, a los
que asesinaron a los estudiantes, a los que macheteaban a los mambises heridos
cuando trataban de restablecerse en sus pobres y desvalidos e indefensos hospi-
tales de sangre.
Esos los vemos en los que hoy tratan de destruir la riqueza del país, en los que
hoy sirven a los imperialistas, en los que hoy, cobardes e incapaces del trabajo y de
sacrificio, se mudan hacia allá. Cuando llegó aquí la hora del trabajo, cuando llegó la
hora de edificar la patria, cuando llegó a hora de liberar los recursos naturales y
humanos para cumplir el destino de nuestro pueblo, lo abandonan y se ponen allá de
parte de sus amos al servicio de la causa infamante del imperialismo, enemigo no
solo de nuestro pueblo sino enemigo de todos los pueblos del mundo.
De manera que a esta generación le ha correspondido conocer las experien-
cias de la lucha, de las luchas en el campo de la ideología, la lucha contra los
electoralistas defendiendo las legítimas tesis revolucionarias; le tocó conocer la
lucha en sí, le tocó conocer las grandes batallas ideológicas después del triunfo de
la Revolución, le tocó conocer las experiencias del proceso revolucionario, le
tocó enfrentarse al imperialismo yanqui, le tocó enfrentarse a sus bloqueos, a su
hostilidad, a sus campañas difamantes contra la Revolución, y le tocó enfrentarse
al tremendo problema del subdesarrollo.
Debemos decir que la lucha se repite en diferente escala, pero también en dife-
rentes condiciones. En 1868 y en 1895 y durante sesenta años de república
mediatizada, o casi sesenta años, los revolucionarios eran una minoría, los instru-
mentos del poder estaban en manos de los reaccionarios; los colonialistas, los auto-
nomistas, tenían la fuerza, tenían el poder, hacían las leyes contra los revoluciona-
rios. Lo mismo ocurrió durante toda la lucha de 1895 y lo mismo ocurrió hasta 1959.
Hoy nuestro pueblo se enfrenta a corrientes similares, a las mismas ideas
reaccionarias revividas, a los nuevos intérpretes del autonomismo, del anexionismo;
se enfrenta a los proimperialistas y a los imperialistas. Pero se enfrenta en condi-
ciones muy distintas.
En 1868 los cubanos organizaron su gobierno en la manigua; había divisiones y
discordias propias de todo proceso. También ocurrieron cosas similares a lo largo

112
de estos cien años. Los heroicos luchadores proletarios en la república mediatizada,
Baliño, Mella, Guiteras, Jesús Menéndez, tenían que enfrentarse a los esbirros, a
los explotadores asistidos de sus mayorales y sus guardias rurales, y caían abati-
dos por las balas asesinas en el exilio o en la propia tierra, en México o en el
Morrillo o en Manzanillo, o desaparecían como tantos revolucionarios, como fue
desaparecido Paquito Rosales, hijos de este pueblo.
De estos cien años, durante noventa años la revolución no había podido abar-
car todo el país, la revolución no había podido tomar el poder, la revolución no
había podido constituirse en gobierno, la revolución no había podido desatar las
fuerzas formidables del pueblo, la revolución no había podido echar a andar el
país. Y no es que no hubiese podido porque los revolucionarios de entonces fue-
sen menos capaces que los de hoy — ¡no, de ninguna forma!— sino porque los
revolucionarios de hoy tuvieron el privilegio de recoger los frutos de las luchas
duras y amargas de los revolucionarios de ayer. Porque los revolucionarios de
hoy encontramos un camino preparado, una nación formada, un pueblo realmen-
te con conciencia ya de su comunidad de intereses; un pueblo mucho más homo-
géneo, un pueblo verdaderamente cubano, un pueblo con una historia, la historia
que ellos escribieron; un pueblo con una tradición de lucha, de rebeldía, de heroís-
mo. Y a la actual generación le correspondió el privilegio de haber llegado a la
etapa en que pueblo al fin, al cabo de noventa años, se constituye en poder,
establece su poder. Ya no era el poder de los colonialistas y sus aliados, ya no era
el poder de los imperialistas interventores yanquis y sus aliados, los autonomistas,
los neo-anexionistas, los enemigos de la Revolución.
Y por eso, en esta ocasión se constituye el poder del pueblo, el genuino poder del
pueblo y por el pueblo; no el poder frente al pueblo y contra el pueblo, que había sido
el poder conocido durante más de cuatro siglos, desde la época de la colonia, desde
que los españoles en las cercanías de este sitio quemaron vivo al indio Hatuey hasta
que los esbirros de Batista, vísperas de su derrota, asesinaban y quemaban vivos a
los revolucionarios. Era por primera vez el poder frente a los monopolios, frente a
los intereses, frente a los privilegios, frente a los poderosos sociales. Era el poder
frente al privilegio y contra el privilegio, era el poder frente a la explotación y contra
la explotación, era el poder frente al colonialismo y contra el colonialismo, el poder
frente al imperialismo y contra el imperialismo. Era, por primera vez, el poder con la
patria y para la patria, era por primera vez el poder con el pueblo y para el pueblo.
Y no eran las armas de los mercenarios, no eran las armas de los imperialistas, sino
las armas que el pueblo arrebató a sus opresores, las armas que el pueblo arrebató
a los gendarmes y a los guardianes de los intereses del imperialismo, que pasaron a
ser sus armas; pueblo que pasó a ser un ejército. Tuvo esta generación por primera
vez la oportunidad de comenzar a trabajar desde ese poder nuevo, desde ese poder
revolucionario y extendido a todo el país.
Lógicamente, los enemigos de clase, los explotadores, los oligarcas, los
imperialistas, que poseían mil cuatrocientos cincuenta millones, no podían estar

113
con ese poder, tenían que estar contra ese poder. Los politiqueros, los “botelleros”,
los parásitos de toda índole, los especuladores, los explotadores del juego, del
vicio, los propagadores de la prostitución, los ladrones, los que se robaban des-
caradamente el dinero de los hospitales, de las escuelas, de las carreteras, los
dueños de decenas de miles de caballerías de las mejores tierras, de las mejores
fábricas, los explotadores de nuestros campesinos y de nuestros obreros, no po-
dían estar con ese poder sino contra ese poder.
Y desde entonces el pueblo en el poder desarrolla su lucha, no menos difícil, no
menos dura, frente al imperialismo yanqui y contra el imperialismo yanqui, el más
poderoso país imperialista, el gendarme de la reacción en el mundo. Poder acos-
tumbrado a destruir gobiernos, a destruir gobiernos que insinuaban un camino de
liberación, derrocarlos mediante golpes de Estado o invasiones mercenarias, des-
truir los movimientos políticos mediante represalias económicas; se ha estrellado
toda su técnica, todos sus recursos, todo su poderío se ha estrellado contra la
fortaleza de la Revolución.
Porque la Revolución es el resultado de cien años de lucha, es el resultado del
desarrollo del movimiento político, de la conciencia revolucionaria, armada del
más moderno pensamiento político, armada de la más moderna y científica con-
cepción de la sociedad, de la historia y de la economía, que es el marxismo leni-
nismo; arma que vino a completar el acervo, el arsenal de la experiencia revolu-
cionaria y de la historia de nuestro país.
Y no solo armado de esa experiencia y de esa conciencia, sino pueblo que ha
podido vencer los factores que lo dividían, las divisiones de grupo, los caudillismos,
los regionalismos, para ser una sola fuerza, para ser un solo pueblo revoluciona-
rio. Porque cuando decimos pueblo hablamos de revolucionarios; cuando deci-
mos pueblo dispuesto a combatir y a morir, no pensamos en los gusanos ni en los
pocos pusilánimes que quedan: pensamos en los que tienen el legítimo derecho a
llamarse cubanos y pueblo cubano, como tenían legítimo derecho de llamarse
nuestros combatientes, nuestros mambises. Un pueblo integrado, unido, dirigido
por un partido revolucionario, partido que es vanguardia militante.
¿Y qué otra cosa hizo Martí para hacer la Revolución sino organizar el partido
de la Revolución, organizar el partido de los revolucionarios? Y había un solo
partido de los revolucionarios y los que no estaban en el partido de los revolucio-
narios estaban en el partido de los españoles colonialistas, o en el partido de los
anexionistas, o en el partido de los autonomistas.
Y así también hoy el pueblo, con su partido que es su vanguardia, armado de
las más modernas concepciones, armado de la experiencia de cien años, habién-
dose desarrollado al máximo grado la conciencia revolucionaria, política y patrió-
tica, ha logrado vencer sobre vicios seculares y constituir esta unidad y esta
fuerza de la Revolución.
La Guerra de los Diez Años, como decía Martí, no se perdió porque el enemigo
nos arrancara la espada de la mano, sino porque dejamos caer la espada. Después

114
de diez años de lucha, enfrentados al imperialismo, ¡ni el imperialismo ha podido
arrebatarnos la espada ni nuestro pueblo unido dejará jamás caer la espada!
Esta revolución cuenta con el privilegio de llevar con ella y contar como parte de
ella al pueblo revolucionario, cuya conciencia se desarrolla y cuya unidad es indes-
tructible. Unido el pueblo revolucionario, armado de las concepciones más revolu-
cionarias, del patriotismo más profundo, que la conciencia y el concepto internacio-
nalista no excluye ni mucho menos el concepto del patriotismo, patriotismo
revolucionario, perfectamente conciliable con el internacionalismo revolucionario,
armado con esos recursos y con esas circunstancias favorables, será invencible.
Este aniversario llega en el momento de mayor auge de la conciencia y del espíritu
de trabajo del pueblo. Hechos como el del día 8, en que con motivo del Centenario y
también como homenaje al Guerrillero Heroico, caído gloriosamente en fecha que
casi coincidió con el 10 de octubre, decidido a realizar un esfuerzo digno de esta
jornada, llegó a sembrar en un solo día mil treinta y una caballerías de caña.
Y sirva esto de idea acerca de lo que es capaz un pueblo cuya inteligencia,
cuya energía, cuyas fuerzas potenciales se despliegan.
Debo decir que esta cifra realmente rebasa las cifras más optimistas, las cifras
más altas que se hubieran podido concebir.
Es necesario un pueblo de verdad trabajando para lograr esas cosas, y es
necesario un pueblo realmente consciente e inspirado para realizar esas cosas.
Este homenaje, o este aniversario, tiene lugar en el momento de máximo auge
de la Revolución en todos los campos. Pero esto no significa que cien años de
lucha signifiquen, ni mucho menos, la culminación de la lucha, el fin de la lucha.
Quien sabe cuántos años más tendremos por delante de lucha. Pero nunca, ja-
más, hemos estado en mejores condiciones que hoy: nunca hemos estado más
organizados, nunca hemos estado mejor armados, no solo armados con armas,
armados con “hierros”, sino armados de pensamiento, armados de ideas. Nunca,
jamás, hemos estado mejor armados de ideas y de “hierros, nunca hemos estado
mejor organizados. Y seguiremos armándonos en ambas direcciones, y seguire-
mos organizándonos y seguiremos haciéndonos cada vez más fuertes.
El imperialismo está ahí enfrente, en plan y actitud insolente, amenazantes: las
fuerzas más reaccionarias levantan cabeza, los grupos más retrógrados y agresi-
vos se insinúan como factores preponderantes en la política futura de ese país.
Conmemoramos este aniversario, este centenario, estos cien años, no en
beatífica paz, sino en medio de la lucha, de amenazas y de peligros. Pero nunca
como hoy hemos estado conscientes, nunca como hoy para nosotros las cosas
han sido tan claras.
Esta generación no solo se ha de concretar a haber culminado una etapa al
haber llegado a objetivos determinados, a poder presentar hoy una meta cumpli-
da, una tarea histórica realizada: una patria libre, verdaderamente libre; una revo-
lución victoriosa, un poder del pueblo y para el pueblo: sino que esta revolución

115
tiene que defender ese poder, porque los enemigos no se resignarán fácilmente,
el imperialismo valiéndose de sus recursos no nos dejará en paz. Y el odio de los
enemigos crece a medida que la Revolución se fortalece, a medida que sus es-
fuerzos han sido inútiles.
¿A qué grados llegan? A increíbles grados en todos los órdenes. Llegan, inclu-
so, a extraordinarios ridículos.
Recientemente leíamos un cable en que hablaba de un cura español que orga-
nizaba en Miami rezos contra la Revolución: un cura español que, según decía,
rezaba para que la Revolución se destruyera, incluso daba misas y rogativas para
que los dirigentes revolucionarios nos muriéramos en un accidente o asesinados,
como requisito para aplastar la Revolución.
¡Cuán equivocados están si creen que la Revolución puede ser aplastada por
ningún camino! ¡Es innecesario siquiera recalcarlo! ¡Ahora menos que nunca!
Pero llama la atención esta filosofía de los reaccionarios, esta filosofía de los
imperialistas.
Y ellos mismos decían que organizaban un mitin contrarrevolucionario y ape-
nas iban doscientos, organizaban un rezo contra la Revolución e iban miles de
gusanos. Eso, desde luego, denota que a la contrarrevolución le va quedando toda
la gusanera beata y ridícula que se reúne a hacer misas. ¡Vaya espíritu religioso
el de esos creyentes! ¡Vaya espíritu religioso el de ese cura que da misas para
que asesinen o para que se muera la gente!
De verdad que si el cura nos dijera que hay una oración para destruir a los
imperialistas, ciertamente nosotros nos negaríamos rotundamente a rezar seme-
jantes oraciones; y si el cura nos dijera que hay una oración para rechazar a los
imperialistas si invaden este país, nosotros le diríamos a ese cura: ¡Váyase al
diablo con su oración, que nosotros nos vamos a encargar de aniquilar aquí a los
invasores, a los imperialistas, a tiro limpio y a cañonazo limpio!
Los vietnamitas no rezan oraciones contra los imperialistas, ni el heroico pueblo
de Corea rezó oraciones contra los imperialistas, ni nuestros milicianos rezaron
oraciones contra los mercenarios que venían armados de calaveras, crucifijos y no
sé cuántas cosas más; venían en nombre de Dios, con cura y todo, a asesinar
mujeres campesinas, a asesinar niños y niñas, a destruir las riquezas de este país.
Y ya vemos hasta qué punto han degenerado los reaccionarios, hasta qué
punto han prostituido sus propias concepciones y sus propias doctrinas, y a qué
extremos llegan y qué clase de sentimientos son esos. Desde luego, cosas de los
aliados de los imperialistas, cosas de la gusanera.
Pero, desde luego, no son los rezos del cura y su muchedumbre de beatos y
beatas las cosas que le preocuparían a esta revolución. Es el imperialismo con
sus recursos militares y técnicos. Y es contra ese imperialismo y contra esas
amenazas que nosotros debemos siempre estar preparados y prepararnos
cada vez más.

116
El estudio de la historia de nuestro país no solo ilustrará nuestras conciencias,
no sola iluminará nuestro pensamiento, sino que el estudio de la historia de nues-
tro país ayudará a encontrar también una fuente inagotable de heroísmo, una
fuente inagotable de espíritu de lucha y de combate.
Lo que hicieron aquellos combatientes, casi desarmados, ha de ser siempre
motivo de inspiración para los revolucionarios de hoy; ha de ser siempre motivo
de confianza en nuestro pueblo, en su fuerza, en su capacidad de lucha, en su
destino; ha de darle seguridad a nuestro país de que nada ni nadie en este mundo
podrá derrotarnos, nada ni nadie en este mundo podrá aplastarnos, ¡y que a esta
revolución nada podrá vencerla!
Porque este pueblo, igual que ha luchado cien años por su destino, es capaz de
luchar otros cien años por ese mismo destino. Este pueblo lo mismo que fue
capaz de inmolarse más de una vez, será capaz de inmolarse cuantas veces sea
necesario.
Esas banderas que ondearon en Yara, en La Demajagua, en Baire, en Baraguá,
en Guáimaro; esas banderas que presidieron el acto sublime de abolir la esclavi-
tud; esas banderas que han presidido la historia revolucionaria de nuestro país, no
serán jamás arriadas. Esas banderas y lo que ellas representan serán defendidas
por nuestro pueblo hasta la última gota de su sangre.
Nuestro país sabe lo que fue ayer, lo que es hoy y lo que será mañana. Si hace
cien años no podíamos decir que teníamos una nacionalidad cubana, un pueblo
cubano; si hace cien años éramos los últimos de este continente... Un día la
prensa insolente de los imperialistas, en vida de Martí, calificó al pueblo cubano
de pueblo afeminado, con el más increíble desprecio, argumentando entre otras
cosas los años que había padecido la dominación española, demostrando con ello
una increíble ignorancia acerca de los factores históricos y sociales que hacen a
los pueblos y de las condiciones de Cuba, y que motivaron una respuesta de Martí
en singular artículo llamado “Vindicación de Cuba”.
Bien: podían todavía en 1889 alegar esos insultos contra la patria, ignorando
sus heroísmos, su desigual y solitaria lucha; podían decirnos que éramos los últi-
mos. Y es cierto y no por culpa de esta nación. No podía culparse de algo a la
nación que no existía, al pueblo que no existía como tal pueblo. Pero la nación que
existe desde que surgió a la vida con la sangre de los que aquí se alzaron el 10 de
octubre de 1868, el pueblo que se fundó en aquella tradición, el pueblo que inició
su ascenso en la historia, que inició el desarrollo de su pensamiento político, que
tuvo la fortuna de contar con aquellos hombres extraordinarios como pensadores
y como combatientes, ya no podrá decir nadie es el último. Ya no somos solo el
pueblo que hace cien años abolió la esclavitud; ya no somos el último en abolir la
esclavitud, es decir, la propiedad del hombre sobre el hombre: ¡Somos hoy el
primer honesto continente en abolir la explotación del hombre sobre el hombre!

117
Fuimos el último en comenzar, es cierto, pero hemos llegado tan lejos como
nadie. Hemos erradicado el sistema capitalista de explotación; hemos convertido
el pueblo en dueño verdadero de su destino y sus riquezas. Fuimos el último en
librarnos de la colonia, pero hemos sido los primeros en librarnos del imperio.
Fuimos los últimos en liberarnos de un modo de producción esclavista; los prime-
ros en liberarnos del modo de producción capitalista, y con el modo de producción
capitalista de su podrida estructura política e ideológica. Hemos echado abajo las
mentiras con que pretendieron engañarnos durante tantos años. Estamos reivin-
dicando y restableciendo la verdad de la historia. Hemos recuperado nuestras
riquezas, nuestras minas, nuestras fábricas, nuestros bosques, nuestras monta-
ñas, nuestros ríos, nuestra tierra. Y en esa tierra que se regó tantas veces con
sangre de patriotas, se riega hoy el sudor honesto de un pueblo; que de esa tierra,
con ese sudor de su frente, con esa tierra conquistada con la sangre de sus hijos,
sabrá ganarse honradamente el pan que nos quitaban de la mano y de la boca.
Somos hoy la comunidad humana de este continente que ha llegado al grado más
alto de conciencia y de nivel político; ¡somos el primer Estado socialista!, los
últimos ayer; ¡los primeros hoy en el avance hacia la sociedad comunista del
futuro!, la verdadera sociedad del hombre para el hombre, del hombre hermano
del hombre. Y ya no solo luchamos por erradicar el vicio y las instituciones que
tienen una relación negativa del hombre con los medios de producción, sino que
tratamos de llevar la conciencia del hombre a su grado más alto. Ya no solo la
lucha contra las instituciones que esclavizaban al hombre, sino contra los egoís-
mos que esclavizan todavía a muchos hombres, contra los individualismos que
apartan a algunos hombre de la fuerza de la colectividad. Es decir, ya no solo
pretendemos librar al hombre de la tiranía que las cosas ejercían sobre el hombre,
sino de ideas seculares que todavía tiranizan al hombre. Por eso podemos afirmar
que desde el 10 de octubre de 1868 hasta hoy, 1968, el camino de nuestro pueblo
ha sido un camino interrumpido de avance, de grandes saltos, rápidos avances,
nuevas etapas de avance.
Tenemos sobrados motivos para contemplar esta historia con orgullo. Tene-
mos sobrados motivos para comprender esa historia con profunda satisfacción.
Nuestra historia cumple cien años, no la historia de la colonia, que tiene más; ¡la
historia de la nación cubana, la historia de la patria cubana, la historia del pueblo
cubano, de su pensamiento político, de su conciencia revolucionaria! Largo es el
trecho que hemos avanzado en estos cien años y larga también la voluntad y la
decisión de seguir adelante ininterrumpidamente. Inconmovible el propósito de
seguir construyendo esa historia hermosa, con más confianza que nunca, con
más trabajo que nunca, con más tareas por delante que nunca, enfrentándonos al
imperialismo yanqui, defendiendo la revolución en el campo que sea necesario;
enfrentándonos al subdesarrollo para llevar adelante todas las posibilidades de
nuestra naturaleza, para desplegar plenamente todas las energías de nuestro pue-

118
blo, todas las posibilidades de su inteligencia. Y estas serán las tareas: defender
la Revolución frente al imperialismo, profundizar nuestras conciencias en la mar-
cha hacia el futuro, fortalecer nuestro pensamiento revolucionario en el estudio
de nuestra historia, ir hacia las raíces de ese pensamiento revolucionario y llevar
adelante la batalla contra el subdesarrollo.
Alguien habló de entre ustedes ahora de los diez millones, y los diez millones es
prácticamente una batalla ganada de este país; por el impulso que lleva el trabajo
en nuestros campos, por el tremendo empuje de nuestro pueblo trabajador. Y los
diez millones forman parte de esa batalla mayor que es la batalla contra el subde-
sarrollo, contra la pobreza. Y esas son nuestras tareas del futuro. Muchas veces
desde las tribunas de los politiqueros hipócritas y mentirosos, ladrones contuma-
ces, estafadores del pueblo, que invocaban los nombres de los patriotas de la
independencia, muchas veces profanaron con solo traerlos a sus labios el nombre
de Martí, de Maceo, el nombre de Céspedes, el nombre de Agramonte, el nom-
bre de todos los patricios, hipócritamente mencionaban aquellos nombres. En el
fondo lo olvidaron todo, lo abandonaron todo. Este país debiera tener una lápida,
un recuerdo en cada punto donde combatieron los cubanos, en cada punto donde
libraron sus batallas. No se ocuparon de dejar un recuerdo siquiera donde fue
exactamente la batalla de Peralejo, o de Las Guásimas, o de Palo Seco, cuáles
fueron las batallas de la Invasión. Dejaron que yacieran en el olvido, llenas de
maleza o de polvo, sin un solo recuerdo.
Muchas veces los estafadores pretendieron usar los nombres de nuestros hé-
roes para servir a sus fines politiqueros.
Por eso hoy nosotros, los revolucionarios de esta generación, nuestro pueblo
revolucionario puede sentir esa íntima y profunda satisfacción de estarles rin-
diendo a Céspedes, a los luchadores por nuestra independencia, el único tributo,
el más honesto, el más sincero, el más profundo: ¡el tributo de un pueblo que
recogió los frutos de sus sacrificios, y al cabo de cien años les rinde este tributo
de un pueblo unido, de un poder del pueblo, de un pueblo consciente, y de una
Revolución victoriosa dispuesta a seguir indoblegable, firme e invenciblemente la
marcha hacia adelante!
Gritemos hoy con legítimo derecho:
¡Que viva Cuba Libre!
¡Que viva el 10 de Octubre!
¡Qué viva la Revolución victoriosa!
¡Que vivan los Cien Años de Lucha!
¡Patria o Muerte!
¡Venceremos!

Fidel Castro Ruz: “Discurso en la velada conmemorativa de los Cien Años de Lucha”, 10 de octubre
de 1968, en Discursos, t. 1, Editorial de Ciencias Sociales, Ciudad de La Habana, 1976, pp. 60-97.

119
Prólogo a Los Poetas de la Guerra
José Martí Pérez

¿Y quedará perdida una sola memoria de aquellos tiempos ilustres, una palabra
sola de aquellos días en que habló el espíritu puro y encendido, un puñado siquiera
de aquellos restos que quisiéramos revivir con el calor de nuestras propias entra-
ñas? De la tierra, y de lo más escondido y hondo de ella, lo recogeremos todo, y
lo pondremos donde se le conozca y reverencie; porque es sagrado, sea cosa o
persona, cuanto recuerda a un país, y a la caediza y venal naturaleza humana, la
época en que los hombres, desprendidos de si, daban su vida por la ventura y el
honor ajenos. La indignación misma ante la envidia y codicia que malean, hipócri-
tas o descaradas, las virtudes más finas, trae en sí como cierta piedad, y un deseo
ciego y dominante de perdón y olvido; porque sobre todo cuanto cubrió derrama
su belleza la luz de aquellos tiempos consoladores y muchas veces sobrenatura-
les. Una noche de poca luz, después del día útil, en el rincón de un portal viejo de
las cercanías de New York, recordaba un general cubano, rodeado de ávidos
oyentes, los versos de la guerra. Los árboles afuera, árboles fuertes y nervudos,
recortaban el cielo, y parecían caricia a los muertos, al bajarse una rama rumorosa,
o revés, al erguirse de súbito, o hilera de guardianes gigantescos, con el fusil a la
funerala, al borde de nuestra gran tumba. El robusto recitador, sentado como
estaba, decía como de lejos, o como de arriba, o como si estuviese en pie. Las
mujeres, calladas de pronto, acercaron sus sillas, y oían fluir los versos. El respe-
to llenaba aquella sombra. “¿Por qué, dijo uno, no publicaremos todo eso, antes
de que se pierda; ante de que caigan tal vez los hombres que lo recuerdan toda-
vía?” Y en la prisa de trabajos mayores, como quien se descubre un instante la
cabeza en la humildad del alma, y conversa en la tiniebla con los suyos antes de
seguir el camino arduo, se publican los versos que Serafín Sánchez, el recitador
de aquella noche, aprendió de los labios de los poetas, en los días en que los
hombres firmaban las redondillas con su sangre.
De copia en copia han venido guardándose, o en la memoria agradecida, los
versos de la guerra. Ni luz tiene el sol, ni hermosura la naturaleza, ni sabor la vida
mientras corren riesgo constante de degradación los hombres que nacieron en la
misma tierra en que nacimos; ni el desahogo y regalo de la pluma parecen, con
justicia, digna ocupación, cuando la sangre toda de las venas arde por derramar-

120
se, de abono y semilla, en la tierra donde los hombres no pueden vivir en paz con
su honor, ni emplear en su bien y en el del mundo la riqueza oprimida de su
pensamiento. En los descansos de esta fatiga creciente, que sólo ha de cesar
cuando la patria sea feliz o la vida se extinga,—porque no hay gozo privado que
emancipe al hombre, criatura y compuesto de su pueblo, de su deber público; en
los instantes de bochorno, raros por fortuna, en que se ve caer una honra de su
antigua cumbre, a sentarse a un pan vil, o en los de santo recogimiento, cuando el
ánimo decidido, como para ponerlo en lo futuro, busca en la memoria el honor
pasado, — los cubanos leales, a la sombra de un viejo o de un valiente, se juntan
a recordar las hazañas, y la gloria, y los versos. Tiene la guerra su poesía famosa,
ya porque expresaba, en la forma ingenua y primeriza del mártir novel, los puros
sentimientos que sacrificó alegre al de la patria, ya porque a filo de chiste le
descabezaban al contrario una insolencia, ya porque dicen hechos tales de sacri-
ficio y ardor que ponen como una majestad involuntaria e inviolable sobre los que
en aquel aire respiraron, y contra el testimonio de sus venas pugnarían luego en
vano por negarse el honor de haber sido en él héroes o testigos. Periódicos hubo
allí como El Mambí, El Cubano Libre, La Estrella Solitaria y La Estrella de
Jagua, de Hurtado, donde en el tipo mínimo de aquellas cajas andariegas, vio la
luz mucha poesía generosa e histórica: ocios hubo allí amables, y certámenes en
ellos, y hasta un libro manuscrito llegó a componerse, de lo mejor que se recitaba
en una casa amiga: valiente tuvo la revolución que no bien salvado en la ceja
protectora, de la sorpresa de la sabana donde perdió los espejuelos, narraba,
envuelto aún en el humo, su cómica agonía: los combates y la amistad y el amor
fueron puestos en rima o romance, inferiores siempre, por lo segundón y mestizo
de la literatura en que se criaron, a las virtudes con que en ellos se copiaban
insensiblemente los poetas. Su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo
que hacían. Rimaban mal a veces pero sólo pedantes y bribones se lo echarán en
cara: porque morían bien. Las rimas eran allí hombres: dos que caían juntos, eran
sublime dístico: el acento, cauto o arrebatado, estaba en los cascos de la caballe-
ría. Y si hubiera dos notas salientes entre tantos versos de molde ajeno e insegu-
ro, en que el espíritu nuevo y viril de los cubanos pedía en vano formas a una
poética insignificante e hinchada, serían ellas la púdica ternura de los afectos del
hogar, encendidos, como las estrellas en la noche, en el silencioso campamento, y
el chiste certero y abundante, como sonrisa de desdén, que florecía allí continua
en medio de la muerte. La poesía de la guerra fue amar y reír. Y acaso lo más
correcto y característico de ella es lo que, por la viveza de sus sales, ha de correr
siempre en frasco cerrado. En los labios de todos, entre otros menos conocidos,
están los nombres de los poetas: Miguel Jerónimo Gutiérrez y Antonio Hurtado
del Valle, y José Joaquín Palma y Luis Victoriano Betancourt, y Antenor Lescano
y Francisco la Rua, y Ramón Roa. Hay versos que hacen llorar, y otros que
mandan montar a caballo.

121
La rima, que entretiene el dolor, fue en los largos descansos de la guerra tarea
de enfermos y de heridos, o piedad con que el poeta animaba a ejército hambrien-
to y desnudo, o crónica en que se iba viendo, en días de poca imprenta, los deseos
y juicios de la revolución e historia de sus sucesos principales, o forma sencilla, e
inadecuada casi siempre, de sentimientos y escenas heroicas. Catorce años van
pasados, que han sido años de veras, desde que por sorpresa o desmayo comen-
zó la tregua en Cuba, y no se reúne una casa de entonces o un poco de nuestro
honor antiguo, sin recordar una anécdota gloriosa y picante del tiempo fuerte y
bueno, o a un bravo chistoso, o un cuadro conmovedor, o el zancudo soneto y
suelta décima en que aquellos poetas naturales los conmemoraban. Habla Tomás
Estrada Palma, autor a la vez del decreto de muerte a los cubanos traidores y de
la fina trova a la modestia y piedad de las hermanas de Fernando Figueredo; y
recuerda, como entre nube de pólvora, la procesión patriótica, poco después de la
toma de Bayamo, en que salió de Libertad la hija de Perucho, e iba el pueblo
cantando tras ella el himno que en el arrebato del triunfo, había compuesto el
padre. De las Villas sabe mucho Néstor Carbonell, y él cuenta el porte noble de
Miguel Jerónimo y su verso doloroso, y la melancolía y enfermedad del pulcro y
tierno Hurtado, y de José Botella, que a consonantes puros, y con otros recursos
ingeniosos, logró curar a los oficiales en barbecho de la manía de probar unos en
otros el acero que por enfermos o desocupados no podían blandir en la pelea: en
un bohío estaban como diecisiete valientes, con una sed que daba náuseas, y les
hacía ver enemigos o serlo entre sí, cuando un ojo baqueano divisó por allá arriba
uno que parecía panal suculento, y resultó luego de derribado, cuajo de cera, sin
más que un dedo de miel, que cupo en suerte al compasivo Coll, en premio del
mejor soneto entre los que se disputaron el panal. Si no hay moños alrededor,
nunca falta quien recite las décimas aquellas de Luis Victoriano a don Julián de
Mena; o tanta cosa suya, de franco giro y epíteto desenvuelto; o la décima de
Antenor a Villergas, en que el chispeante camagüeyano, autor más tarde en México
de versos reales y sentidos, le volcó sobre la cabeza al demagogo alquilón la
caricatura con que en El Moro Muza se quiso burlar de los fundadores de un
pueblo. O se está en familia, entre Barrancos y Guerras, contando cómo se vivía,
en terror y orgullo, por los primeros años de la revolución, y pinta Benjamín Gue-
rra, que ya a los doce años era caballero de la libertad en nuestros montes, el
modo con que volvió al rancho libre el abuelo de la casa: —tenía el viejo a Nue-
vitas por cárcel, y para que le viese la humillación el pueblo entero, le hacían subir
todos los días la loma del gobernador a la pobre barba blanca; pero José de
Armas fue, cuando la visita de arreglos, y dieron al abuelo permiso de volver a su
familia: a caballo, loco, venía el niño a saber novedades, cuando divisó al anciano,
torció jáquima y voló a decir al rancho la felicidad: de la puerta del rancho salía a
poco la familia entera, con los hijos alrededor de la abuelita, y el sol sobre el
grupo, y en las manos de la abuela la bandera cubana: el viejo, al verla, se quitó el

122
sombrero, se mesó la barba blanca, y rompió en una décima, mala y sublime, que
empezaba así:
Esa bandera adorada
que llena mi corazón
de placer, satisfacción,
al verla en tu mano amada...
Y si se habla con Fernando Figueredo, es de no alzar la mano del papel, porque
pinta como si se le viese a toda aquella compañía de gloria, y no hay canción que
él no sepa, ni memoria tierna o picante, ni quien le gane a contar con intención y
cariño, ni quien saque más risas cuando narra el ataque al poblado de Yara, en
que para conocerse en la oscuridad los cubanos entraron desnudos de cintura
arriba, y tener camisa era cosa infeliz; pero no fue tan bien como pudo en aquella
ocasión a los cubanos, por lo que los españoles los burlaban en unas estrofas
bizcas, cantadas a coro en la retreta, y a las que Fernando contestó con dichosa
parodia, que los voluntarios mismos de Yara cantaban después:
Sin camisas, triunfantes, entraron,
ante el mundo mostrando, orgullosos,
que aunque pobres son libres, dichosos,
siervos no de un tirano opresor.
Pero lo mejor de Fernando es cuando cuenta cuán mal le pareció a aquel
gigante ingenuo, al leal y genioso Modesto Díaz, que Tomás Estrada tuviese de
secretarios a Francisco La Rua y a Ramón Roa: —”Ven acá, hombre: ¿cómo
han consentido que Tomás haga eso?”— “Pero, don Modesto, ¡si son dos magní-
ficos patriotas!” —“Mira, hombre, qué patriotas ni qué magníficos: pues a mí me
han dicho que son dos sinvergüenzas”. —“don Modesto, ¡si no hay quien les
ponga punto a esos dos mozos! ¿qué malqueriente le dijo esa maldad?” —“Hom-
bre, mira: a mí no me dijeron que eran sinvergüenzas: a mí me dijeron no más que
eran poetas”.
Pero en la casa de toda una mujer, de Loreto Castillo de Duque de Estrada, fue
donde tuvo la poesía de la guerra más largo y abrigado asiento. La casa estaba en
San José de Guaicanamar, que los testigos dichosos de nuestra grandeza pintan
como potrero extenso y feraz, donde residía de uso el Gobierno, o había siempre
correo que pudiera dar con él. Otros ranchos eran de horquetas de caballete, con
tres luengas yaguas por montura, que arrastraban en tierra, y adentro la hamaca:
algún rancho fue recio y forrado, como el de Francisco Sánchez, a quien se le
sujetó la tisis tenaz en la salud de la guerra: la casa de Loreto era, como las más
de las cercanías, con la pared de lo que hubiese, y de yaguas las puertas, y el
techo de ella también, o de guano o manaca. Por sillas sólo había la hamaca de
preferencia o bancos de cuje, o troncos de árbol; pero la limpieza campesina

123
hacía a todo el mundo llevarse la mano al yarey. Y allí se juntaban las mejores
visitas. Duque de Estrada era silencioso, y Loreto vehemente y resuelta, baja de
cuerpo, y de ojos relampagueadores cuando la sacaba del asiento la indignación,
o contaba un lance apurado de su propia vida, como el de la bandera de las
camagüeyanas para Enrique Reeve, bordada a ojos públicos, que ella plegó con
mucho esmero bajo el cáliz, a que la bendijese con él el arzobispo de Santiago: o
decía sus angustias cuando salió del Príncipe a la guerra, toda colgada en lo
interior de medicinas, paquetes y jarros, y al entrar en la casa de las afueras, de
donde pensaba irse de escondite, hallo de visita tendida a un capitán que corteja-
ba en la familia, y era de ver la falda aquella, que no podía moverse sin música y
denuncia: o hablaba de la infelicidad de Cuba y de la muerte cruenta de sus hijos,
y los guerreros oían a la mujer con la cabeza baja. Herminia, la hija, era de todos
amiga discreta e inocente, y siempre fue como quien sabía que sin sonrisa de
mujer no hay gloria completa de hombre. Allí iban todas las edades, y el ejército
y el gobierno, y el Camagüey y los habaneros con el Oriente y las Villas: Estrada
Palma, a toda hora cortés, visitaba con el presidente que era Spotorno entonces,
y hombre de tanta urbanidad como ímpetu: Eduardo Machado ponía en todo su
gracia serena, y aquel simpático mérito suyo, que no se complacía en deslucir el
ajeno: allí el más puro, La Rua; el más constante, Juan Miguel Ferrer; el más
intencionado, Luis Victoriano Betancourt; el más caballeresco, Fernando Figueredo;
el más decidor, Marcos García; el más original, Ramón Roa. Allí, entre versos
propios y extraños, corrían las horas honrosas. Herminia recitaba, de poetas de
Cuba, o alguna romántica melancolía traída en la memoria de los mejicanos o los
caraqueños: recordaba Machado a “El Hijo del Damují”, con la doliente voz de su
cuerpo menudo, y su mano altiva y rota: quién recitaba un soneto de Céspedes o
las décimas guerreras de antes de la revolución, o el himno de Holguín, que
compuso Pedro Martínez Freire, o un feliz estribillo, que todo Oriente cantó, de
José Joaquín Palma, o los demás versos de él, que son, en lo serenos y lúcidos,
como las clavellinas del Cauto. En recitar era siempre el primero Marcos García,
por su voz obediente y briosa, y el sentido que daba a El Beso, de Milanés, o al
Nocturno, de Zenea, o a lo mejor de la poesía de España. Fernando Figueredo,
con su hidalgo reposo, decía, de corazón más que de los labios, las décimas que
escribió a su madre cuando el combate de Báguanos, o versos de ternura y
lealtad a una flor de la guerra. Por la virtud del poeta parecían más bellas las
estrofas propias que llevaba La Rua, y él fue quien con su letra franca y cuidado-
sa escribió el único tomo de La Lira Mambí, perdido acaso, donde está lo mejor
que entonces se compuso o dijo en la casa de Loreto. Luis Victoriano, guardando
para lid mayor el corazón alto y estoico, era rima continua, quebradiza y risueña,
y ponía en musa la gacetilla toda de la República, y la de Guaicanamar. Y Roa, en
los romances felicísimos, siempre iba allí con uno nuevo, bien de burla amigable a
los transidos amigos de Herminia, bien de agorero regocijado, pintando su entra-

124
da triunfal en el Camagüey, con más lauros que ropa, y a las bellezas todas de su
amistad rodeándolo solícitas, y a él entre tantas tentaciones impasible, porque,
como decía el último verso: “el buey suelto bien se lame”. —O era triste en la
reunión a veces, porque alguno de los que estuvieron antes en ella no volvería ya
jamás a recitar versos.
Convite y nada más es este libro, a todos los que saben de versos de la guerra,
para que, siquiera sea sin orden ni holgura, salven, por la piedad de hermanos o de
hijos, todo lo que pensaron en nuestros días de nación los que tuvieron fuego y
desinterés para fundarla. Lágrimas cuajadas son algunas estrofas de aquellas, o
bofetones, o mortal despedida, y puede hallarse más de una vez, entre el follaje y
relleno de la jerga poética española, el rasgo franco y preciso del verdadero genio.
Pero la poesía de la guerra no se ha de buscar en lo que en ella se escribió: la
poesía escrita es grado inferior de la virtud que la promueve; y cuando se escribe
con la espada en la historia, no hay tiempo, ni voluntad, para escribir con la pluma
en el papel. El hombre es superior a la palabra. Recojamos el polvo de sus pensa-
mientos, ya que no podemos recoger el de sus huesos, y abrámonos camino hasta
el campo sagrado de sus tumbas, para doblar ante ellas la rodilla, y perdonar en
su nombre a los que los olvidan, o no tienen valor para imitarlos.

“Prólogo al libro Los Poetas de la Guerra,* publicado por Patria”, en José Martí, Obras Comple-
tas, tomo 5, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, pp. 229-235.

* Este libro, con prólogo de Martí y notas biográficas escritas por Serafín Sánchez, Fernando
Figueredo, Gonzalo de Quesada y otros, lo publicó Patria, Nueva York, 1893.

125
La Aurora y El Productor
Mariana Serra García

IV. La propaganda cultural, científica y social


[...]
d) La lucha contra la vagancia y el juego
Ya en 1830, en su famosa Memoria sobre la vagancia en la Isla de Cuba, José
Antonio Saco había expresado: “Es preciso ir haciendo una revolución en las
costumbres, que aunque lenta no por eso dejará de ser cierta.”1 Esto también
fue, en cierta medida, una preocupación de las autoridades coloniales a partir del
gobierno del teniente general Tacón, quien creó una serie de instituciones con el
fin de erradicar los vicios y la vagancia, aunque fueran las propias estructuras
coloniales sus causantes.2 A lo que se sumó la labor y la propaganda de los
ideólogos reformistas, condicionados por intereses clasistas y políticos. La solu-
ción ofrecida por ellos a este problema estaba ligada a la creación de fuentes de
trabajo propias para el mercado de brazos libres y la instrucción general y técnica
por ellas requerida. A todo ello, además, se le unió la propaganda de La Aurora.
En la entrega 37, bajo el seudónimo de El caballero de la triste figura, apareció
un artículo titulado “La juventud de la esquina”, en el cual se decía:
“Pero estos mocitos no me espantan y su falta es un tanto disculpable, en
primer lugar porque no han tenido la dicha de haber pisado jamás los umbrales de
una escuela, ni han recibido más educación que la que han aprendido en las
tabernas y corredurias por esos mundos de Dios.
”Y si por algo más duele que por la Moral, cuyas reglas atropellan de tal modo
esos inocentes, es por saber que deshonran la clase á que pertenecen, pues de

1 Saco, José Antonio: Memoria sobre la vagancia en la Isla de Cuba, Instituto Cubano del
Libro, Santiago de Cuba, 1974, p. 19.
2 Relación del Gobierno Superior y de la Capitanía General de la Isla de Cuba, extendida por el
teniente general Don Miguel de Tacón, 1938. Citado por Mouriña Hernández, en El juego en
Cuba, La Habana, 1947.

126
desearse fuera que todos los artesanos fuesen estudiosos y hombres útiles á su
pátria, dedicándose de este modo y acostumbrándose á pensar en cosas serias”. 3
La Aurora, en varios artículos, emprendió una campaña contra el juego y las
diversiones que atentaban contra “la moral y las buenas costumbres”, sobre todo
contra las que afectaban al sector que ellos representaban. Es sabido que, por el
tratamiento del tema por varios autores, estaban generalizados el juego y otros
vicios en todas las capas de la sociedad. El extranjero Nicolás Tanco Armero
incluyó, en sus impresiones sobre La Habana en 1853, diversas costumbres y
entre estas, las “diversiones públicas”. De ellas nos dijo:
“El juego es la principal distracción de las clases elevadas en La Habana:
pasión funesta que ha disminuido mucho desde el tiempo del general Tacón [...]
Las grandes partidas de juego que había en otro tiempo, de monte, etc., se han
acabado, y se contentan con jugar el tresillo, en cuya diversión no solo toman
parte los hombres sino las mujeres”.
[...]
Las peleas de gallos es otra de las diversiones favoritas del pueblo cubano; no
hay casi pueblo, por pequeño que sea, donde no haya una famosa valla frecuen-
tada por lo mejor de la sociedad... 4
Después continuaba la relación de toda una serie de diversiones en que parti-
cipaban desde las capas más elevadas de la sociedad hasta las de “medio pelo” o
capas medias, que “con corta diferencia son las mismas”. De ellas decía:
“En La Habana no hay pueblo propiamente dicho, y así es que todo el que no
es aristócrata y asiste á las funciones dadas por esta clase, asiste á los bailes
públicos. Estos son varios, a saber: el Liceo, el Circo, Escanriza y Sebastopol, así
llamado por el modo terrible y libre de bailar que se acostumbra en este local [...]
Después del Liceo sigue el baile de Escanriza, así denominado por el nombre del
dueño del establecimiento. Esta reunión es un mezzo termine entre el Liceo y el
Circo; ni es decente como el primero, ni las danzantes se permiten las libertades
que en el segundo. Allí, sin embargo, no van más que las mugeres malentretenidas
de la Habana, y en punto á hombres los más que frecuentan este baile, son
dependientes, tabaqueros y criollitos de mala vida. Los disfraces son siempre los
mismos, y las bromas enteramente vulgares, y de mal gusto. Es uno de aquellos
lugares que se debe visitar una vez y nada más, y eso por el aliciente de ir á cenar
en seguida á Legrand ó Tacon magníficos restaurantes que se hallan al lado...” 5

3 La Aurora, entrega 37, 1ro de julio de 1886, pp. 2 y 3.


4 Nicolás Tanco Armero: “La Isla de Cuba en el siglo XIX, vista por los extranjeros en 1853”,
Revista de la Biblioteca Nacional “José Martí”, año VI, no. 2, 1964, pp. 62 y 63.
5 Ídem, pp. 64 y 65.

127
A través de los párrafos citados, se muestra cuál era la costumbre preferida de
cada capa social, según la versión del mencionado visitante, sobre todo con refe-
rencia a los tabaqueros.
En el artículo de Antonio López Prieto, “El estudio”, publicado en La Aurora,
este manifestaba lo siguiente:
“La instrucción en el rico es adorno, en el pobre es riqueza; es tesoro oculto
cuyo valor muchos ignoran: distracción para unos, gloria para otros”.
[...]
“¡Hijos del pueblo, tratemos de imitarlos para gloria y prez de la pátria, y dar
ejemplo á nuestros hijos! ¡Artesanos! En el estudio está el bien y la verdadera
dicha. Huid del baile y del juego, que en esos mentidos placeres solo encontrareis
fugitivas alegrías, que emponzoñarán la pureza de vuestras almas, labrando vues-
tras desdichas”. 6
Uno de los redactores de La Aurora que más se ocupó del tema fue José de
Jesús Márquez, quien lo abordó en varios artículos, pero específicamente en “To-
ros y gallos”. 7

e) La emancipación de la mujer

El periódico El Siglo en varios artículos aludió al estado de desigualdad en que


se encontraba la mujer, sobre todo con respecto a la educación. En ese sentido
expresaba:
“...el sexo llamado débil, no se encuentra entre nosotros ni con mucho a la
altura de la educación y condiciones necesarias para obtener reformas radicales
que aquél no ha logrado realizar aún en otros países. 8
Y en un editorial del 8 de febrero de 1865, el citado periódico publicó un elogio
al movimiento feminista norteamericano:
“Dicha agitación” —decía— “ha producido muchos bienes para el sexo y la
humanidad en general, puesto que no sólo se han destruido algunas preocupacio-
nes que impiden a la mujer el uso de profesiones honrosas y lucrativas, sino que
han contribuido a morigerarla haciéndola concebir una idea más alta de su desti-
no y estimulándola a buscar en el trabajo, que ha ensanchado para ella nuevos
caminos, la prosperidad debida a la aplicación, y a perseverar en el bien que las
honrosas ocupaciones facilitan, en contraposición a la degradación y los vicios

6 La Aurora, entrega 40, 22 de julio de 1866, pp. 4 y 5. Véase también el artículo titulado “Algo
agrícola”, La Aurora, entrega 33, 3 de junio de 1866, pp. 3-5.
7 La Aurora, entrega 23, 25 de marzo de 1866, pp. 4 y 5.
8 Raúl Cepero Bonilla: Obras históricas, Instituto de Historia, La Habana, p. 273.

128
nacidos de la ociosidad y la falta de estímulo social. Y el día que se reconozca que
un ser débil como la mujer tiene los derechos del más fuerte, ese día acabó para
siempre la fuerza en el mundo y por consiguiente su pretendido derecho. La
mujer fue destinada a quebrantar la cabeza del dragón del Apocalipsis: el día que
ella sea ciudadana, no habrá fuerza sino justicia y la paz reinará en el muro
[mundo]”. 9
En Cuba, la propaganda en pro de la igualdad social, realizada por los
reformistas, respondía a sus aspiraciones políticas y sociales de carácter bur-
gués. Entre ellos podría citarse el caso de Anselmo Suárez y Romero, quien llegó
a proponer en su Elenco10 que las mujeres estudiasen Economía Política. Sus
argumentos fueron los siguientes:
“Los que defienden que a la mujer le está vedado el terreno de la Economía
política y que solamente debe estudiar la Economía doméstica, no reflexionan que
la última tiene las mismas bases que la primera; no reflexionan que todos los días la
mujer produce, cambia y consume riquezas, por lo cual debe saber las leyes que
éstas siguen respecto de la producción, de los cambios y de los consumos; no
reflexionan que formando parte de la especie humana, todo lo que le interesa al
hombre le interesa a ella también; y no reflexionan finalmente, que sólo en los
pueblos despóticamente gobernados es en los que se procura tener a la mujer
sumida en la más abyecta ignorancia. La mujer sin instrucción se parece a un bello
campo cubierto de árboles y de flores no inundados por la luz del sol”. 1 1
En la entrega 22 de La Aurora, en “La educación de la mujer” se exponía lo
siguiente:
“Es de todo punto imposible la existencia de una sociedad sin establecimientos,
de educación, en los que la mujer principia á conocer las reglas del deber y
aprender á ser buena hija, buena esposa y buena madre [...] La enseñanza pri-
maria no se concreta exclusivamente á aprender á leer, escribir, contar y cuatro
reglas gramaticales, no; entenderlo así, es rebajarla demasiado: su misión es mas
estensa, más noble, más grande, más digna, pues consiste en preparar á la mujer
para cumplir con el destino que la Providencia le ha señalado; en desarrollar y dar
oportuna dirección á los sublimes sentimientos del alma, cuyos gérmenes existen
en nosotros y que principian á vislumbrarse ya, en la encantadora edad de la
infancia”.
[...]

9 El Siglo, año V, no. 27, 8 de febrero de 1865, citado por Raúl Cepero Bonilla: ob. cit., p. 273.
10 Este Elenco fue preparado para las clases de Economía Política que daba a unas discípulas
suyas y en el que incluyó su discurso en el acto de investidura para la licenciatura en derecho.
11 Vidal Morales y Morales: Tres biografías, Cuaderno de Cultura, octava serie, Publicaciones
del Ministerio de Educación, Dirección de Cultura, 1949, pp. 101 y 102.

129
Pero no es nuestro objeto deplorar el mal, sino indicar el remedio. Y este
remedio no se halla en otra parte, sino en la educación; porque encerrada la
mujer en el estrecho y mezquino círculo de las preocupaciones, esclava y juguete
las más veces del capricho del hombre, sin ninguna clase de derechos, sin educa-
ción verdadera, sin garantía de ningún género para ser feliz, arrastra hoy una vida
triste y miserable, ejerciendo además su influencia de una manera funesta sobre
los destinos del hombre. 12
Y en la entrega 25 de La Aurora, se publicó la segunda parte del artículo
“Educación de la mujer”. En él se ofrecía la definición de lo que su autor llamó la
“mujer hombruna”, que es capaz tanto de escribir, o realizar cualquier otra labor
intelectual, como de guisar o coser. Para este escritor, la mujer debía atender los
quehaceres de su casa y conjuntamente ilustrarse, aunque “este sagrado patri-
monio que le ha dado Dios quieren arrebatárselo los hombres”. Después señala-
ba que este es un tipo superior de mujer, pues “no es una mujer superficial ni
frívola, gastando más de lo que su marido gana en el arreglo personal”. Y más
adelante agregaba:
“No es preciso remontarnos á épocas muy remotas para demostrar el articu-
lista lo que son y lo que valen las mujeres que llama hombrunas, y si pueden al
nivel del hombre sin menoscabar los deberes maternales, antes al contrarío, cuanto
más ilustrada y sábia es la mujer, tanto mejor cumple con los sagrados deberes
que le son cometidos, haciendo reinar la felicidad en el hogar doméstico. Nada
hay más digno de lástima que los hijos de una tonta”. 13
Entre los ejemplos que exponía para apoyar sus afirmaciones en cuanto a la
educación de ambos sexos, mencionaba al Emilio de Rousseau. Y, como ejem-
plo práctico, las libertades alcanzadas por las mujeres en Estados Unidos y en
Alemania.
También aludía, como caso representativo, a Jorge Sand. Luego señalaba que
no sólo la mujer era víctima de la desigualdad social:
“… están tan trocados los papeles de los actores que representan en el gran
teatro social; porque el hijo de un pobre jornalero que nació con el cerebro dis-
puesto para comprender y poseer las ciencias, no puede salir de la gleba ó de la
banca del zapatero, y el hijo de un rico hacendado que nació ciego de vista inte-
lectual, se coloca en la altura de un bufete para interpretar las leyes sin compren-
derlas ni ver el espíritu de ellas, pretendiendo arreglar las discordias de los ciuda-
danos: y por eso andan tan desarregladas las cosas, los hechos y los hombres”. 14

12 La Aurora, entrega 22, 18 de marzo de 1866, p. 1.


13 La Aurora, entrega 25, 8 de abril de 1866, p. 5.
14 Ídem, pp. 5 y 6.

130
Finalmente, aclaraba muy bien que no son ideas europeas o norteamericanas
las que se expresan con respecto a la educación de la mujer, “sino [sobre] el
sólido terreno de la razón y de la verdad, expulsando de los dominios de las dos
santas hermanas los sofismas de la falsa y solapada política”.15
Luis de Abrisqueta publicó “Influencia de la buena educación de la mujer en el
hogar doméstico”,16 con el mismo enfoque.
Al finalizar su publicación, La Aurora comenzaba a secundar la idea de El
País* —un nuevo órgano de los reformistas— de que se reservaran puestos
apropiados a las mujeres que se incorporaban, como consecuencia de la crisis
económica, a la industria tabacalera.1 7

f) El problema agrario y el campesinado

Una mención aparte merece la opinión que con respecto al problema agrario y
el campesinado tenía La Aurora, que también trató este tema, aunque no de
manera profunda y sistemática.
Antes, es necesario referirse al tratamiento dado a este aspecto por los redacto-
res de El Siglo, especialmente el de su director Francisco de Frías, conde de Pozos
Dulces, pequeño productor cafetalero arruinado. El agrarismo preconizado en los
editoriales de El Siglo propugnaba el uso del riego, del abono y de otros medios de
carácter científico o técnico, como la utilización de equipos mecánicos, la diversifi-
cación de los cultivos, etc., a fin de aumentar la productividad del trabajo en la
agricultura. Asimismo, comenzó a insistirse en la necesidad de separar el proceso
agrícola del fabril, como solución al desarrollo moderno y la concentración de la
propiedad en la industria azucarera. De esta manera se exaltaba la pequeña propie-
dad rural como base del desarrollo económico futuro. En uno de los editoriales
mencionados se decía: “El pequeño cultivo, la pequeña propiedad, son las verdade-
ras columnas en que deberá descansar el edificio de nuestro porvenir agrícola.”18
Y en otro posterior se afirmaba: “La agricultura es el fundamento de la economía
cubana, y mientras más se extienda más próspero y rico seremos.” 19

15 Ídem, p. 6.
16 La Aurora, entrega 28, 29 de abril de 1866, pp. 4 y 5.
* El País. Periódico político, literario, económico, agrícola y mercantil, año 1 (núm. 1-217); abril
18-diciembre 22 de 1868. Publicado en La Habana. Dirigido por Francisco Javier Cisneros. Era
sucesor de La Opinión, que a su vez había sido continuador de EL Siglo.
17 La Aurora, tercera época, no. 9, 28 de junio de 1868.
18 El Siglo, año II, no. 155, 1ro de julio de 1863. Citado por Raúl Cepero Bonilla: ob. cit., p. 291.
19 El Siglo, año II, no. 306, 6 de septiembre de 1863. Citado por Raúl Cepero Bonilla: ob. cit., p. 289.

131
Estas tesis, de matiz fisiócrata, demostraban, por una parte, la incapacidad de
los pequeños productores azucareros para enfrentar el creciente proceso capita-
lista. Y, por otra parte, era un evidente retroceso con respecto a otros postulados
económicos más acordes con el mismo. Estos últimos eran conocidos en Cuba
desde la segunda década del siglo XIX, en que Vélez utilizó el Tratado de Juan
Bautista Say, en una de sus clases del Seminario de San Carlos. Esta obra se
basaba en la teoría de Smith, especialmente en el libro Investigaciones sobre la
naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones (1776). Pero, además,
las tesis expuestas en El Siglo estaban en evidente contradicción con los anterio-
res ideólogos del reformismo, quienes hasta entonces habían estado afiliados
doctrinalmente a la economía política clásica inglesa y sus seguidores.
Esta misma contradicción está presente, en menor escala, en La Aurora. Sus
posiciones, en general, parecen enmarcarse en una especie de liberalismo econó-
mico. Y, como veremos más adelante, hay también en ella exaltación de la pequeña
propiedad. Una de las soluciones propuestas por La Aurora fue el régimen de
arriendo o aparcería, como medio de poder sustituir al esclavo en las labores del
cultivo y corte de la caña, y además estimular la de otros. Estas afirmaciones se
encuentran en el artículo titulado “Algo agrícola”, que comienza así:
“Hemos visto con sumo gusto el anuncio inserto en varios periódicos, por me-
dio del cual se hace un llamamiento á los aficionados á los trabajos agrícolas. En
dicho anuncio se exponen las condiciones á que deberán sujetarse los aparceros
para tomar posesión de la cantidad de terreno convencional. Esas condiciones
están formuladas en doce artículos que nos parecen dispuestos con bastante
acierto para obtener un resultado favorable á las partes contratantes.”20
Uno de los periódicos que publicó ese anuncio —”visto con sumo gusto” por
La Aurora— fue el Diario de la Marina. 21
El autor del artículo aparecido en La Aurora, quien firmaba con las iniciales J.
J. T., reiteraba el principio divulgado a través de la publicación, según el cual por
medio de la educación era posible el mejoramiento social y cultural del pueblo. Y
por esto, destacaba principalmente una de las condiciones que aparecía en el
anuncio:
“El artículo 12º, sobre todo, nos parece muy bien; porque, en efecto, una y si se
quiere la primera de las causales que influyen en la ruina de las familias, es el
vicioso é inmoral juego de gallos y naipes, que pueden considerarse como dos
abismos profundos a donde el genio del mal ha precipitado a muchos haberes
heredados, y aun los que á costa de mil fatigas han podido acopiar muchas fami-

20 La Aurora, entrega 33, 3 de junio de 1866, pp. 3 y 4.


21 Diario de la Marina, “Comunicados”, 1ro de junio de 1866, p. 3. (Esta era una sección de
anuncios pagados.)

132
lias, para que luego hayan desaparecido en el aserrín de una valla ó en el tapete
de una fatal mesa. Bien es verdad que ese mal va desapareciendo, gracias mil á
las indicaciones constantes de los buenos patricios, que dando á las prensas con-
tinuos escritos, han difundido con formales razonamientos las buenas ideas que
se oponen á esas prácticas perniciosas en el orden moral y económico.
”Desengañémonos de una vez; uno de los vicios que más afectan y deslum-
bran, digámoslo así, el brillo de las familias, es, el amor al juego; porque este es el
principio constitutivo del abandono que en el orden físico, moral é intelectual se
ramifica en los hogares, creándose una atmósfera de vicios que intercepta la luz
radiante de la verdad, estableciéndose en los cerebros el dominio del error y
dando por conclusión el eslabonamiento de las desgracias.
”En países como el nuestro, estamos ciertos que no es empresa difícil destruir
los defectos que desfiguran las buenas formas de las costumbres, porque existe,
inherente á nuestra naturaleza, una dulce docilidad que se presta al logro fácil del
más legitimo perfeccionamiento”.22
Como puede apreciarse, este escritor encontraba la causa de la ruina de las
familias (sobre todo de las capas medias) no en el proceso del desarrollo econó-
mico-social capitalista, sino en el “abandono que en el orden físico, moral é inte-
lectual se ramifica en los hogares, creándose una atmósfera de vicios que inter-
cepta la luz radiante de la verdad [...]“ y que esto “va desapareciendo, gracias mil
á las indicaciones constantes de los buenos patricios [...]”, que en sus campañas
de prensa “han difundido con formales razonamientos las buenas ideas...” La
Aurora se sumaba a esas campañas con la seguridad de logros positivos.
Más adelante continuaba diciendo el articulista:
“Ahora bien, volviendo al proyecto del sistema seguido por el apreciable pro-
pietario de las tierras para las que se solicitan aparceros, dirémos que es el mejor
sistema que debiera seguirse aquí. Y no muy tarde se reconocería que: La
agricultura está llamada á ser uno de los principales elementos de riqueza
cubana”.
Que es completamente errada la creencia de que solo el brazo africano puede
emplearse en esa clase de labor. 23
La influencia de los planteamientos de El Siglo es notable. Y algo que resulta
interesante es el hecho de que en este artículo se encuentra una de las pocas
referencias hechas por el semanario acerca de la esclavitud.
Se pretendía, como dijera Marx en el Manifiesto del Partido Comunista,
“volver atrás la rueda de la Historia” al tratar de interesar al incipiente proleta-
riado en la obtención de tierras en arriendo, para que se convirtieran en campe-

22 La Aurora, entrega 33, 3 de junio de 1866, p. 4.


23 Ídem.

133
sinos, antecedente del colono, que se generalizaría después de la guerra deI 68.
Así, expresaba:
“...Colocándonos en el terreno de la justicia, y en este caso la distributiva,
dirémos que, si bien es verdad que influye en gran manera la indolencia en
un no escaso número de individuos de la clase proletaria, también es cierto
que á esa indolencia han contribuido las condiciones usurarias que les han sido
impuestas y aun les imponen los más de los propietarios, exigiéndoles cuotas de
arrendamientos tan desproporcionadas, que, al aceptarlas, no logran otro medio
que el de empeorar su situación con beneficio exclusivo del propietario... 24
De hecho se realizaba una crítica al sistema capitalista en desarrollo, pero
desde un punto de vista pequeño burgués. De ahí que aprobara el sistema que se
quería implantar, y señalara las siguientes sugerencias:
“Que se propusieran los propietarios de esas inmensidades de terrenos formar
lotes de éstos, y, cediéndolos con ventajosas condiciones, verían agitarse sus
capitales de ese modo favoreciendo una causa santa que perjudican con la habi-
tual amortización ó con las exuberantes restricciones á que someten á los que
aspiran á poseer sus terrenos. Por ejemplo, fíjese un precio dado á una caballería
de tierra sobre el que se asigne un tanto por ciento anual que exhibirá el poseedor
del terreno, pudiendo en el tiempo que á este conviniere, redimir, por partes ó su
totalidad, ó el valor dado á la finca, el cual se expresará en el contrato ser inalte-
rable razón de mejoras ni cualquiera otra circunstancia, sino considerarlo como
un dinero en efectivo, con el interés de un tanto por ciento anual por tiempo
indeterminado para el vencimiento del contrato; sin que esto prive al propietario
el derecho de alterar las bases de aquel y la elección de un nuevo poseedor, caso
de que el primero falleciese ó por cualquier causa cesase en el convenio.
”Esa práctica y la seguida tan satisfactoriamente por dos de nuestros distingui-
dos hacendados, producirían un resultado favorable en el orden económico, ex-
plotando con un sistema legal uno de los elementos de riqueza que más interés
inspira á esta fértil Antilla”. 25
Se trataba de estimular la pequeña propiedad agraria sobre la base de la entre-
ga de pequeñas cantidades de tierra a los trabajadores demandantes de ella y con
facilidades en la amortización de su pago, para de esta manera poder sustituir el
trabajo esclavo en las plantaciones cañeras, así como estimular otros cultivos y la
ganadería.

Mariana Serna García: La Aurora y El Productor, Editora Política, La Habana, 1978, pp. 63-73.

24 Ídem.
25 Ídem, p. 5.

134
La cultura entre los mambises del 68
Fernando Portuondo del Prado

“Los hombres del 68” que fraguaron la guerra de liberación nacional poseían en
su gran mayoría instrucción superior. De los tres integrantes del comité de Bayamo
al cual no se disputa la iniciativa de concertar la acción de los diversos grupos
locales en disposición de emprender la lucha armada, dos eran abogados: Pedro
Figueredo y Francisco Maceo Osorio; uno, bachiller: Francisco Vicente Aguilera.
Figueredo era hombre de letras y había dirigido un periódico en La Habana.
Aguilera había estudiado en uno de los grandes colegios de la época en la capital,
en el cual, según su propio decir, escuchó con vivísimo interés lecciones sobre las
formas de gobierno y su aplicación en distintas épocas y países, a un profesor de
grandes luces, José Silverio Jorrín. Después, gracias a pertenecer a una familia
acaudalada, había viajado por Estados Unidos. En cuanto a Maceo Osorio, había
hecho sus estudios en Barcelona, Madrid y Valencia.
Los tres miembros del comité revolucionario del Camagüey, como los del
bayamés, eran hombres cultos: Salvador Cisneros había sido educado en el am-
biente de una familia patricia y realizado estudios de ingeniería en Estados Uni-
dos. Ignacio Agramonte había disfrutado e! privilegio de haber pasado de niño
por el Colegio del Salvador, inspirado por la gran figura de José de la Luz y
Caballero, luego había estudiado con lucimiento leyes en Barcelona y La Haba-
na. Eduardo Agramonte poseía cultura musical, pasó su niñez en Barcelona y allí
se graduó de médico. Cuando el Comité se transformó en Asamblea del Centro,
formaron parte de esta pentarquía además de Ignacio Agramonte y Salvador
Cisneros. Francisco Sánchez Betancourt, un hacendado de mucho señorío, y
Miguel Betancourt Guerra y Antonio Zambrana Vázquez, dos abogados, anti-
guos compañeros de las aulas del Salvador. Zambrana era hombre de talento
superior y amplias lecturas. A él tocaría, con Ignacio Agramonte, redactar la
Constitución de Guáimaro, es decir, dar forma al primer gobierno nacional revo-
lucionario de Cuba.
Con Zambrana se incorporaron a la revolución en Camagüey varios jóvenes,
como él procedentes de la capital y saturados como él de las lecciones de la
independencia norteamericana de la Revolución Francesa. Ellos vinieron a cons-
tituir una especie de directorio revolucionario que, con ímpetu juvenil, estaba lla-

135
mado a intervenir poderosamente en el curso de la guerra. Entre ellos estaban
Julio Sanguily, un capitán de mosqueteros, y su hermano Manuel, gran carácter y
gran señor de la palabra hablada y escrita Rafael Morales y González (Moralitos),
brillante dialéctico, ideólogo apasionado, un Saint Just redivivo; Luis y Federico
Betancourt, poeta el primero, universitarios ambos e hijo de un escritor y juris-
consulto que cuidó con esmero la educación de ellos; el poeta Francisco La Rua,
el bachiller Luis de Ayestarán, de familia acaudalada, y otros varios formados en
el ambiente capitalino.
La Junta Revolucionaria de Villaclara, promotora del alzamiento masivo de
Las Villas, estaba compuesta por Miguel Jerónimo Gutiérrez, un poeta doblado
en procurador y apoderado de hombres de negocios; por un médico de la Facul-
tad de París, Antonio Lorda, quien al decir de uno de sus compañeros de la Junta
“se enorgullecía de ser algo dantoniano en sus ideas”; y por un hombre que por su
formación y su carácter estaba llamado a figurar entre los civiles que más influi-
rían en los sucesos políticos de la revolución Eduardo Machado, quien había he-
cho estudios de idiomas en Boston y en varias capitales europeas y tras viajar
largamente por el Viejo Continente se graduó de ingeniero en París. En Alemania
Machado había publicado un opúsculo titulado “Cuba y la emancipación de sus
esclavos” que mereció la distinción de ser traducido al inglés por cuenta de la
Sociedad Abolicionista de Londres. A su vuelta a Cuba después de años de
estudios, Machado dirigió un periódico reformista en Villaclara.
Separadamente la junta en villaclareña se lanzaron a la insurrección por Sancti
Spíritus Honorato del Castillo, Marcos García y Serafín Sánchez. Los dos prime-
ros habían sido alumnos y profesores del Colegio del Salvador. Serafín Sánchez
ejercía el magisterio. En Trinidad la cabeza más visible fue la de Juan Bautista
Spotorno, formado en Estados Unidos. En todo el sur de Las Villas, pero sobre
todo en la zona de Cienfuegos, aparecieron y dirigieron la guerra en los primeros
años dos cubanos que habían hecho carrera militar junto a los mejores generales
nordistas en la Guerra de Secesión; uno de los cuales además era pintor; los
hermanos Federico y Adolfo Fernández Cavada.
En Oriente los centros de conspiración de Holguín, Tunas y Manzanillo no
rompieron la regla de estar dirigidos por profesionales o intelectuales mancomu-
nados con terratenientes. En Holguín estaban los abogados Jesús Rodríguez y
Belisario Álvarez, si bien este último al cabo no se incorporó a la insurrección. En
Tunas, sirviendo de enlace a los centros de Camagüey y Oriente, estaba el poeta
y periodista Francisco Ruvalcaba y en Manzanillo, como jefe indiscutido del mo-
vimiento, el iniciador de la guerra, Carlos Manuel de Céspedes, abogado hábil,
escritor y hombre de mundo, quien al caudal de conocimientos que proporcionan
los estudios sistemáticos a los estudiosos, y los viajes, unía una actualizada infor-
mación de cuanto ocurría en Europa y en América, favorecida por el dominio de
varios idiomas. (Poseemos respecto a uno de ellos el testimonio del periodista

136
irlandés James J. O´Kelly, quien lo visitó en la Casa Blanca de la manigua como
llamó el huésped al bohío del Presidente, el cual lo recibió saludándolo “muy
correctamente en inglés”).
No es justo mantener en el olvido entre los promotores de la insurrección a un
hombre culto que luego se perdió en el anonimato de la emigración: Don Ramón
Fernández, quien en representación de la dirección del Gran Oriente de Cuba y
las Antillas presidió la fundación de la logia masónica “Buena Fe”, con el fin de
servir como centro a la conspiración en Manzanillo. Fernández era director del
mejor plantel de enseñanza de la capital de Oriente, el Colegio de Santiago.
La administración organizada por Céspedes en Bayamo al tomar esta ciudad y
formar el primer gobierno de la Revolución es, sin mengua de la participación de
algunos elementos populares, un cenáculo de individuos de cultura superior: abo-
gados como Pedro Figueredo, Francisco Maceo Osorio, Ramón Céspedes, Lucas
del Castillo, Fernando Fornaris y otros, poetas como José Joaquín Palma, maes-
tros como José María Izaguirre.
Luego un recorrido por las firmas de la Constitución de Guáimaro muestra que
entre los que la acordaron, quince en total, cinco eran abogados, uno médico, uno
ingeniero, dos profesores y hombres de letras, uno poeta con experiencia en
andanzas judiciales.
No había transcurrido mucho tiempo cuando en junio de 1869 el general Letona,
gobernador del Departamento Central, hizo formar una lista de los individuos del
Camagüey de mayor notoriedad integrados a la insurrección, y entre poco más
de doscientas personas incluía 18 abogados, 10 médicos, dos dentistas, un farma-
céutico, un catedrático, cinco estudiantes (es de conjeturar que universitarios), un
bachiller, un escribano y un catedrático, junto a 93 hacendados, 48 campesinos,
dos escritores y algunos artesanos y empleados.
En cuanto a los laborantes de La Habana, antiguos reformistas desencanta-
dos de los métodos pacíficos para cambiar las condiciones de vida en la colonia,
eran, sin excepción, grandes abogados, como José Morales Lemus; profesores
universitarios, como José Manuel Mestre; gente acaudalada que había recibido
instrucción en el extranjero y viajado extensamente, como Miguel Aldama: para
no citar sino los que asumieron primeramente la representación de la revolución
en el exterior, donde estuvieron secundados por escritores como José Antonio
Echevarría y Enrique Piñeiro, el poeta Juan Clemente Zenea y otros que, de un
modo o de otro, desde lejos influyeron en la marcha de la revolución.
Entre los emigrados de alta jerarquía intelectual que actuaron con independen-
cia del grupo reformista —y no por equivocación se le llama así— actuó desde
Estados Unidos otro grupo, éste de viejos separatistas, entre los cuales no puede
dejar de citarse al novelista Cirilo Villaverde.
Como agente de enlace entre las laborantes habaneros y los conspiradores de
la mitad oriental de la isla, primero, y luego entre el gobierno de la República en

137
Armas y los emigrados revolucionarios, actuó un ingeniero santiaguero muy cul-
to, Francisco Javier Cisneros.
No es extraño que en vísperas de la revolución el reaccionario Capitán Gene-
ral Francisco Lersundi observara que “la Isla entera se vio poblada (en los prime-
ros años sesenta) de periódicos que predicaban descaradamente doctrinas incen-
diarias”. Una lista oficial de las publicaciones periódicas de la época arroja más
de cincuenta títulos. En la capital se imprimían veinticinco; en otras ciudades,
más de treinta. Esos periódicos por lo general acogían temas literarios y econó-
micos. Algunos eran satíricos. Y entre col y col dejaban asomar las cuestiones
políticas, bien en oportunidad de tratar sucesos de la metrópoli bien cuando ocu-
rría en el mundo algún suceso muy sonado…
[...]
Desde luego, no debe exagerarse la medida en que las escuelas influyeron en
la subversión; su alcance debió ser muy limitado por ser muy limitado su número.
Para una población cercana al millón y medio de habitantes existían en 1867,
según estadística oficial, 418 escuelas públicas, 294 privadas, 24 de segunda en-
señanza, 12 de profesiones medias y una universidad. En aquel año la matrícula
total de escolares fue de 27 780.
Las 418 escuelas primarias sostenidas por el Estado carecían de los más ele-
mentales medios de enseñanza y estaban servidas por maestros con sueldos
bajísimos pagados con usual retardo...
Tales maestros no podían ser como pretendían colonialistas del jaez de Lersundi,
fervorosos mantenedores de la “integridad nacional”…
Donde no cabe dudar que los maestros incitaban a la subversión era en las
escuelas privadas laicas. Desde los comienzos del segundo cuarto del siglo XIX,
respondiendo a la ancha base económica que la producción de azúcar y café
proporcionó a los cubanos dedicados a las industrias agrícolas, se inició la funda-
ción de grandes colegios destinados a los hijos de personas acaudaladas. Esos
colegios —San Fernando, Buenavista, Carraguao, Del Salvador, La Empresa,
para no citar sino los más famosos— estaban dotados de clases de las más
diversas disciplinas. Empezaron sirviéndose de profesores desterrados de Espa-
ña por el despotismo de Fernando VII.
Luego fueron cubriendo las cátedras con intelectuales de la Isla desprovistos
de rentas, los que menos simpatía podían tener por el régimen de explotación
colonial y esclavitud vigente en el país. En esos colegios enseñaron los cubanos
más progresistas de su tiempo; Saco, Luz, los Guiteras, Sagarra, entre otros.
En la vanguardia de los hombres del 68 figuraron innumerables jóvenes egresados
de esas escuelas y más de un profesor…
[...]
Hay que reconocer que no estaba despistado el Capitán General Dulce cuan-
do en los principios de la guerra circuló su instrucción secreta a los jefes de

138
operaciones para que fusilaran inmediatamente a cuantos aparecieran culpables
“de traición a la Madre Patria” y en particular “a los que tuviesen una carrera
literaria,” según hubo de denunciarlo al mundo el Presidente Céspedes en carta
al senador norteamericano Sumner. Ejecuciones como las del estudiante Luis de
Ayestarán; del médico Antonio Luaces; del autor del Himno de Bayamo,
“Perucho” Figueredo; del escritor Ignacio Mora, y otras semejantes, respondie-
ron a la convicción de las autoridades colonialistas de que era primordial perse-
guir a los “autores intelectuales” de la insurrección…
Con ese criterio el feroz conde de Valmaseda por una falaz “reforma universitaria”
desposeyó a la Universidad de La Habana en 1871 de la prerrogativa de otorgar
grados. En el preámbulo de aquel úkase se honra a la docencia cubana atribuyéndole
“la perversión de las ideas” y la “desmoralización de los sentimientos” que originaron
la insurrección de Yara. Y cita de modo particular la obra de subversión del colegio de
Luz Caballero. Panegiristas del gran maestro han tratado de probar que esta acusa-
ción es injusta pues Luz no fue revolucionario. Como si una educación humanista,
como si la integración de la cultura no llevaran al hombre a rebelarse contra un
régimen retrógrado e injusto. Aunque Luz no creyera maduro su tiempo para la inde-
pendencia de Cuba, él, como otros maestros, creó en sus discípulos el estado de
conciencia que oportunamente desembocó en la explosión revolucionaria.
Los hijos de terratenientes y propietarios que no hacían sus estudios en los colegios
acreditados de La Habana y alguna otra ciudad importante, desde principios del siglo
era costumbre internarlo en escuelas norteamericanas. Ellas daban la preparación
adecuada a futuros administradores de negocios y sometían a los estudiantes a una
disciplina que se consideraba saludable para niños criados en el hogar con grandes
concesiones y poquísima intervención de los padres, que para eso estaban las institutrices
y los ayos. Cuando se tratase de cursar carreras corno la de ingeniero, era forzoso
hacerlo fuera de Cuba. Y la cercanía de Estados Unidos determinaba la preferencia
de este país para hacerlo, aunque después se completara la preparación en Europa.
De hecho la comunicación con el Norte era más frecuente y fácil para los
camagüeyanos y los vecinos de algunos otros lugares que con La Habana, a que el
tráfico marítimo imponía la continua visita de barcos norteamericanos, en tanto que
los de cabotaje escaseaban. No es casual el hecho de que las ideas de la época
aventaran entre la gente culta de los departamentos central y oriental.
Entre esas ideas estaban las del nacionalismo, el liberalismo y la democracia. A
ella hay que sumar la del anexionismo, cultivada en el trato con Norteamérica y
robustecida en Puerto Príncipe por la poderosa influencia personal de Gaspar
Betancourt Cisneros, “El Lugareño” a quien la repugnancia por los vicios de su país
que atribuía al poblamiento por españoles y negros, lo llevaba a pensar en la nece-
sidad de un cruce con anglosajones, para crear en Cuba un pueblo civilizado y apto
para la democracia. Para lograr esa simbiosis a su juicio se imponía la anexión…
[...]

139
Los hombres del 68 que se reunieron en Guáimaro y organizaron un gobierno
nacional, eran en general, pese a cualquier deformación pasajera. revoluciona-
rios verdaderos. La liberación del pueblo era su meta ostensible. Pero ellos com-
prendían que la liberación total y real no se obtendría con el simple cambio de un
gobierno de españoles por un gobierno de cubanos. Eran muy cultos para incurrir
en esa necedad. Sabían que la liberación de España había que obtenerla por las
armas, pero que la otra, la liberación interna, requería una transformación del
pueblo. La esclavitud de los negros había sido abolida literalmente de un plumazo
inscribiendo en la Constitución esta frase: “Todos los habitantes de la República
son enteramente libres. Pero quedaban vivas otras formas de esclavitud: como el
analfabetismo, de proporciones pavorosas, el escaso o nulo desarrollo político de las
masas, las costumbres bárbaras propias de un régimen de esclavos y mayorales…
Las proclamas, manuscritas o rudimentariamente impresas, fueron numerosas
y frecuentes en la manigua. Los periódicos, desde los primeros días de la guerra,
orientaron la opinión y mantuvieron informado al pueblo. El Cubano Libre, fun-
dado por Céspedes en octubre de 1868, abrió la serie y la presidió hasta el final.
La Estrella Solitaria fue un periódico libre y aun de oposición en ocasiones.
Otros varios surgieron y desaparecieron en el curso de la guerra. En el exterior
hubo también prensa revolucionaria. La Revolución, editada en Nueva York,
tuvo el carácter de un órgano oficial.
Esos periódicos, además de insertar disposiciones oficiales y partes militares,
recogieron la literatura de combate, atenta a responder a los ataques y los infun-
dios de la prensa integrista de las ciudades, especialmente a La Voz de Cuba y el
Diario de la Marina de La Habana. También publicaban relatos, poesías y
notas de humor…
Existió en la “manigua” una poesía que por su pobreza formal no ha sido
incorporada a las antologías escolares, pero que no careció de gracia ni de
utilidad. Martí recopiló parte de ella en un librito que tituló Los poetas de la
guerra, para alentar a los “pinos nuevos” a continuar la obra de la revolución
iniciada en el 68…*
Constituido el gobierno nacional revolucionario, la Cámara de Representantes
aprobó el 31 de agosto de 1869 una ley creando y organizando la instrucción
primaria en la República. La parte dispositiva de esa ley reza así:
Art. 1 La República proporcionará gratuitamente la instrucción primaria a to-
dos los ciudadanos de ella, varones o hembras, niños o adultos.

* La generación del Centenario debe sacar del olvido aquellas bullicias literarias de los poetas de
la guerra del 80. Después de pronunciada esta conferencia, en el mismo año del Centenario de
la Revolución, el autor tuvo la oportunidad de publicar una edición de Poetas de la Guerra
en la colección de Cuadernos Cubanos, de la Universidad de La Habana, a su cargo.

140
Art. 2 La primera enseñanza se reduce a las clases de lectura, escritura, arit-
mética y deberes y derechos del hombre. Puede además extenderse a la gramá-
tica, geografía e historia de Cuba.
Art. 3 Los gobernadores de cada Estado establecerán, oyendo a los prefectos,
los profesores ambulantes y escuelas que fuera posible.
Art. 4 Habrá escuela anexas a los talleres del Estado.
Art. 5 Los profesores a que se contrae la presente ley serán nombrados por el
gobernador, a propuesta del prefecto respectivo.
Art. 6 En caso de absoluta incomunicación entre el gobernador y sus tenientes,
pasarán a éstos las facultades que la actual ley concede a aquéllos.
Admira la audacia de este plan de enseñanza, con sus maestros ambulantes
y sus escuelas anexas a los talleres. No es menos admirable la exposición que
precede a la ley. Dos principios sustentan el plan: el de que “La educación
popular es la garantía más segura del sufragio universal”; otro, el de que “toda
guerra influye perniciosamente en las costumbres: la organización militar tien-
de a convertir hombres en máquinas y los trastornos que engendran los azares
de la lucha hacen vacilar las instituciones sociales entre dos abismos: la anar-
quía y el despotismo...”
La ley de instrucción pública cubana era una respuesta revolucionaria a la
negación del régimen colonial a la superación cultural del pueblo. Su autor,
Moralitos, legítimo precursor de Mella, había iniciado clases nocturnas para arte-
sanos en La Habana en 1866, con la cooperación de algunos compañeros de
aulas universitarias y de ideales, pero pronto la presión de las autoridades colo-
niales determinó la clausura de la empresa. Aquel mismo año ellas suprimieron la
práctica de las lecturas en las tabaquerías…
Cuéntase que en las postrimerías de la contienda, cuando el Capitán Martínez
Campos andaba en los trajines de la capitulación, se servía de algunos ordenan-
zas del Ejército Libertador para comunicarse con los grupos que debían deponer
las armas en virtud del Convenio del Zanjón. Observando un día a uno de aque-
llos mambises con la insignia de sargento, se le ocurrió preguntarle si sabía leer y
escribir, a lo que contestó el interrogado que sí, que “había aprendido en el cam-
pamento”. Entonces el Pacificador se volvió a los oficiales de su Estado Mayor y
les dijo: “cómo es posible someter a gentes como éstas, que durante la vida difícil
y anárquica que trae consigo toda guerra, en vez de salir corrompidos, vuelven de
ella civilizados y preparados para las tareas del ciudadano?”
Con cuántas razones en el año del Centenario de la Guerra Grande podemos
decir con orgullo de hijos de los “hombres del 68” la feliz expresión del líder de
nuestra Revolución Fidel Castro: “Nosotros entonces habríamos sido como ellos;
ellos hoy habrían sido como nosotros”.

Desde Yara hasta la Sierra, Conferencias, UPEC, La Habana, 1968.

141
La cultura en 1868
José Antonio Portuondo

Esta charla es la inicial de este ciclo en que se va a revisar nuestro proceso


histórico “Desde Yara hasta la Sierra”, y yo he querido, a título de introductorio,
echar una ojeada a la atmósfera cultural en que se va a producir el fenómeno del
levantamiento. Generalmente, cuando pensamos en nuestra historia, lo hacemos
un poco en término de su vida política, como una sucesión de acontecimientos
administrativos y militares que van determinándose unos a otros, con alguna ojea-
da lateral a otros sucesos de menor importancia. El análisis marxista-leninista de
los problemas, a partir del triunfo de la Revolución Socialista, nos ha acostumbra-
do ahora a tratar de ver, en los acontecimientos, sus raíces económicas y, al
mismo tiempo, entender su sentido dialéctico. Pero, de todas maneras, seguimos
aún un poco presos en el ámbito estrictamente político e ideológico. Y sería inte-
resante que tratáramos de ver cómo era la existencia en general, cuál el concep-
to de la vida, en el momento en que se produce el acontecimiento histórico. Yo no
puedo, de ninguna manera, en esta charla de hoy, cubrir todos los aspectos que
requiere un enfrentamiento de este tipo. De hecho, esta clase de investigación no
se ha realizado mucho en nuestro país. Yo recuerdo sólo un libro, delicioso por
cierto, de Francisco (Panchito) González del Valle, La Habana en 1830, en
donde el autor toma como objeto de estudio un año típico de la existencia habanera.
Yo no pretendo hacer ahora una Cuba en 1868, en toda su amplitud, pero trataré
de asomarme a algunas de las cosas más significativas de la época, para que nos
imaginemos, durante unos instantes, cómo estaba viviendo el cubano en el mo-
mento en que va a producirse el grito de independencia.
En primer lugar, cuando hablamos de Cuba en 1868, concebimos cierta unidad
en la vida nacional, lo cual no es enteramente cierto. Es precisamente esta falta
de unidad la que explica por qué la Guerra de los Diez Años estuvo confinada a
las provincias orientales. Es que, en realidad, la base económica de la existencia
cubana presentaba dos aspectos bastante diferentes, en el momento en que va a
producirse el levantamiento. No era la misma la situación de los terratenientes
orientales y camagüeyanos, tampoco la de los villareños, que la que existía en la
porción occidental, fundamentalmente en La Habana y Matanzas. En estas dos
provincias se podía decir que Cuba casi se había incorporado al sistema económi-

142
co capitalista, a pesar de la subsistencia de la esclavitud. En cambio, en las pro-
vincias orientales persistía un modo de producción y un modo de vida determina-
do por aquella, de cierto patriarcalismo feudal. En La Habana existía un número
menor de centrales azucareros, pero con un desarrollo técnico mayor; no así en
las provincias orientales, y aun en ellas no era idéntico el desarrollo de los inge-
nios que rodeaban a Santiago de Cuba y a Guantánamo —los más modernos—
que el de los que estaban situados en el valle del Cauto. Oriente tenía un número
menor de esclavos y en mejores condiciones de vida. Algo semejante ocurría en
la llanura camagüeyana.
Nosotros podríamos considerar el desarrollo económico y cultural de la isla
con dos tonos diferentes: el tono mayor en las provincias occidentales y el tono
menor en las orientales. La Habana constituía el centro de las provincias occi-
dentales y Matanzas venía a ser algo así como una provincia satelite. En la vida
cultural es sabido cómo había un constante trasiego entre La Habana y Matan-
zas, en lo que se refiere a muchas de las grandes figuras que rigieron la existen-
cia intelectual del país: Domingo del Monte tuvo su centro lo mismo en La Haba-
na que en Matanzas, y los más destacados escritores del periodo romántico
actuaban indistintamente en una y otra ciudad. En Oriente, Camagüey, y en Las
Villas, provincias de más vasta extensión y muy diversa geografía, la situación no
es exactamente la misma. Santiago de Cuba es el centro de la vida cultural de lo
que hoy llamamos Oriente Sur, y las producciones del abogado bayamés Carlos
Manuel de Céspedes aparecen en las publicaciones santiagueras. En cambio,
Puerto Príncipe es el centro cultural, no sólo de la provincia camagüeyana, sino
de lo que ahora conocemos como Oriente Norte, y Juan Cristóbal Nápoles Fajardo,
El Cucalambé, que vive en Tunas, publica en Puerto Príncipe y canta a las bellas
camagüeyanas. El movimiento de Agüero y Sánchez tuvo ramificaciones en Tu-
nas, y El Cucalambé participó en él, y cuando, aplastado definitivamente aquel
movimiento, El Cucalambé quedó en mala situación económica, sus antiguos amigos
y compañeros le reprocharon, como una abjuración de sus ideales separatistas, la
aceptación de un empleo burocrático en Obras Públicas, en Santiago de Cuba,
donde el poeta, entre nuevas gentes y nuevas actitudes, refloreció y llegó a estre-
nar y a publicar su única obra dramática conocida.
Lo que queremos mostrar con todo esto es que lo que habitualmente se nos
muestra como unidad cerrada, no lo es, y hay notables diferencias entre las diver-
sas regiones del país. Existe, no obstante, una conciencia nacional. Tan cubano
se siente Carlos Manuel de Céspedes como Morales Lemus. Sin embargo, Car-
los Manuel de Céspedes piensa que hay que irse a la pelea enseguida, y Morales
Lemus piensa que hay que esperar un poco. (Algo semejante, aunque en menor
escala, se producirá en la misma provincia de Oriente, cuando los terratenientes
del valle del Cauto quieren ir al levantamiento inmediatamente y los propietarios
de los grandes centrales de Guantánamo y Santiago proponen esperar hasta el fin

143
de la zafra, a fin de disponer de mayor dinero.) Perucho Figueredo viene a La
Habana, en agosto de 1867, a ponerse de acuerdo con los antiguos reformistas
convertidos en separatistas después del fracaso de la Junta de Información, que
le prometen ayudar con varios millones de pesos al levantamiento que promue-
ven los orientales. Pero cuando Figueredo se dispone a volver a Oriente halla
consternado que la situación ha variado: ha pasado por La Habana el general
William T. Sherman y ha convencido a los patriotas habaneros de la conveniencia
de esperar el resultado de las elecciones norteamericanas, en las que se supone
ha de triunfar el general Ulysses S. Grant, quien liquidaría la dominación española
en Cuba y anexionaría ésta a los Estados Unidos. Y Perucho Figueredo regresa
a Oriente convencido de que nada podrá hacerse con el prometido auxilio haba-
nero. El resultado ustedes lo conocen: el 10 de octubre de 1868, los terratenientes
orientales se levantan por la independencia. Era lógico, por otra parte, que el
ambiente fuera distinto en la capital, con la presencia constante del Capitán Ge-
neral, que en Oriente, a donde llegó Lersundi en una fría visita en el mes de abril
de 1868, durante la cual las multitudes salían al paso del general con más curiosi-
dad que entusiasmo.
Las diferencias económicas y culturales descritas no alteran, sin embargo,
sustancialmente, la situación de las clases sociales: había, en primer término, una
clase de grandes terratenientes, principalmente azucareros, que constituía la cla-
se hegemónica en aquel instante histórico, en pugna con la clase de comerciantes
españoles, sin arraigo en la tierra, que integrará después el funesto Cuerpo de
Voluntarios; existía una pequeña burguesía de profesionales y burócratas en la
que prendían fácilmente las ideas libertadoras, por lo mismo que tenía muy poco
que perder, en contraste con la burguesía terrateniente, cuyas riquezas la hacían
cauta y prudente frente a la superpoblación negra, libre y esclava. El gobierno
español no perdía oportunidad de recordar a la burguesía terrateniente cubana los
resultados de la revolución haitiana. Por su parte, la burguesía terrateniente de
Cuba trataba de hacerle comprender a la metrópoli española, por todos los me-
dios, la necesidad de cambiar sus métodos administrativos y políticos, a fin de que
Cuba alcanzara a sumarse a la Revolución Industrial que se había desarrollado
ya en el mundo entero. Se trataba de obtener, no transformaciones radicales, sino
reformas, principalmente fiscales, que, en última instancia, resultaban beneficio-
sas para la misma España. Esto hace que los grandes terratenientes cubanos se
sientan alentados cada vez que viene a la isla algún gobernante español que
plantea un mejoramiento de las condiciones insulares y, en contacto directo con la
realidad, a su regreso a España, plantea ante la Corte un plan de mejoras para el
país. Esto venía ocurriendo desde los días de D. Luis de las Casas y se vuelve a
repetir, en vísperas ya del 68, con el general Serrano.
Existía entonces una incipiente clase proletaria, integrada por lo que se llama-
ba ‘la honrada clase de artesanos”. La porción más desarrollada y progresista de

144
esta clase artesanal la constituían los tabaqueros. Ellos fueron los primeros en pre-
ocuparse por el progreso intelectual de su clase, fundando las lecturas en las
tabaquerías; el tabaquero asturiano Saturnino Martínez, en unión de dos cubanos: el
mecánico José de Jesús Márquez y el profesor Manuel Sellén, fundó el primer
periódico obrero de Cuba, el semanario La Aurora, en 1865. Manuel Sellén es una
figura injustamente olvidada, abrumada un tanto por el nombre mayor de sus her-
manos, los poetas Francisco y Antonio Sellén. Merece, sin embargo, que se le
recuerde con admiración y con respeto. Manuel Sellén era un intelectual, profesor
en el colegio de Rafael María de Mendive, que se unió a los trabajadores en su
empeño de crear su primera publicación periódica. Separatista de ideas, es el Sellén
que figura junto a Martí cuando éste es detenido en casa de los Valdés Domínguez,
con motivo de la supuesta burla a los Voluntarios. Sellén va luego a Guatemala y allí
trabaja junto a Izaguirre y más tarde marcha a España donde publica un texto de
Historia Universal, en cuyo último capítulo se refiere a la Revolución de Yara. El
libro apareció en 1877, año de la muerte de Manuel Sellén.
Al iniciarse la lucha por la independencia, el artesanado cubano estaba com-
puesto por trabajadores blancos y negros en proporciones dispares, según los
oficios. Así, consultando algunas estadísticas, observamos que era mayor la pro-
porción de trabajadores de color entre los sastres y menor entre los carpinteros.
En general, la actitud de estos artesanos era reformista. La clase campesina
estaba integrada por un pequeño grupo de cultivadores libres, blancos en su ma-
yoría, entre los que se distinguían los vegueros, cultivadores de tabaco, que ha-
bían protagonizado, en la primera mitad del siglo XVIII, la más importante lucha
social de nuestra historia, antes de la Guerra de los Diez Años, y que fueron las
tres rebeliones de los vegueros, culminadas en la trágica derrota de 1723. La
mayor parte de los pequeños propietarios rurales giraba en torno a los grandes
terratenientes, como arrendatarios o dependientes en alguna medida de aquéllos.
Existía ya un creciente proletariado rural, campesinado pobre que vendía periódi-
camente su fuerza de trabajo en zafras y cosechas a los grandes terratenientes.
La población esclava, con estar desprovista de derechos, sin embargo, consti-
tuía uno de los factores fundamentales en la vida del país, no solamente porque
era la principal fuerza de trabajo, sino porque, además, el hecho mismo de su
existencia frenaba, por una parte, los impulsos libertarios de la alta burguesía, y,
por otra parte, servía al gobierno español para imponer ese freno. Le beneficiaba,
incluso económicamente, porque, aunque abolida oficialmente la trata de negros,
no se podían introducir nuevos esclavos, sin embargo seguía el contrabando en
una forma escandalosa, y los capitanes generales y los funcionarios oficiales
responsables de los lugares por donde se introducían los esclavos, recibían una
buena cantidad por cada “pieza de ébano’ o “saco de carbón” que entraba en la
isla, y así lucraban doblemente: beneficiaban sus economías y frenaban el ímpetu
liberatorio de la clase terrateniente. Por estas razones los terratenientes habían

145
estado deseosos de abolir la esclavitud. Esta tendencia abolicionista se va a pro-
ducir muy temprano, desde que el gran economista que fue D. Francisco de
Arango y Parreño, no solamente pidió la introducción libre de negros en Cuba,
sino que, al mismo tiempo, recomendó la introducción de máquinas, es decir, la
participación de Cuba en la revolución industrial. En esto hay una indudable con-
tradicción: la revolución industrial es contradictoria con la esclavitud; en aquel
momento, sin embargo, no parecía así, pero Arango y Parreño, que vio siempre
mucho más lejos que sus contemporáneos, se dio inmediatamente cuenta a dónde
podía ir a parar aquella libre introducción de negros esclavos y en memoriales
elevados a la Corona fue pidiendo la abolición de la trata. Fue muchísimo más
lejos aún que todos los abolicionistas cubanos, porque llegó a plantear el proble-
ma, no sólo de la abolición de la trata, sino la abolición gradual de la esclavitud y
sobre todo la superación de los prejuicios raciales, cosa que no se le ocurrirá
después a ninguno de los que combaten la trata. No se le podía ocurrir, natural-
mente, a José Antonio Saco que, en el fondo, era profundamente racista y que
quería prescindir de toda la población negra, creando una especie de Liberia
cubana, con tal de que en la futura nacionalidad no fuera parte integrante el
negro. En cambio, Arango y Parreño tuvo una visión mucho más clara, y redactó
un proyecto de memorial —que, naturalmente, se engavetó y nadie contestó—,
en donde plantea la solución del prejuicio por la única vía posible que es la bioló-
gica, la solución del mestizaje propiciándolo directamente el gobierno y con la
creación de granjas colectivas en las que participaran colonos blancos de Europa,
preferentemente de lugares donde no hubiera esclavitud y, por lo tanto, sin prejui-
cios, y de negros y negras cubanas, para que se fuera produciendo el mestizaje
naturalmente. Esta fue una solución propuesta por Arango y Parreño, muy poco
divulgada, y que sus propios contemporáneos procuraron que no se conociera
demasiado, porque no era la más acorde con los intereses y las conveniencias de
la clase dominante.
Esta solución va a ser olvidada inmediatamente por hombres que sí la cono-
cían, es decir, por Del Monte, por Saco, por los que van a luchar contra la trata y
van a pedir una abolición gradual de la esclavitud. Ellos buscan la solución por
otras vías, y aun van a utilizar al negro como tema literario, para denunciar la
opresión española. Del Monte conseguirá que se compre la libertad del poeta
Juan Francisco Manzano y luego va a instar a Manzano a que escriba su autobio-
grafía y se la va a entregar a Mr. Richard Madden, comisionado británico contra
la trata, para que, traducida al inglés la divulgue por el mundo entero, y va a
recoger una colección de producciones “negreras” (hoy para nosotros negrero
es el explotador del negro, pero entonces tenía el sentido de simpático al negro)
para ser traducidas al inglés, y va a proponer el tema de una novela sobre la
esclavitud del negro que desarrolló luego Anselmo Suárez y Romero. El vigilará
cuidadosamente, sin embargo, cómo se escribe la novela, y ahí están las cartas

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de José Zacarías González de Valle a Anselmo Suárez y Romero, en donde le
advierte cómo Domingo del Monte ha tachado algunas partes de la novela que él
estima que pueden parecer subversivas, porque no conviene producir en el lector
un sentimiento de violencia, etc. Si ustedes han leído Francisco, verán que es
una típica novela romántica, llena de lágrimas, en la que predomina un espíritu
filantrópico pero no rebelde ni revolucionario. Francisco es un negro esclavo que
muere a consecuencias de los maltratos físicos y morales, pero no tiene un sólo
gesto de rebeldía; es un hombre que sufre constantemente. Así pretenden pre-
sentar el problema los integrantes del grupo de Del Monte: hay que ser compasi-
vos con el negro, hay que tratarlo humanamente, pero no se les podía ocurrir de
ninguna manera que el negro pudiera rebelarse, y tan no se les ocurre, que Del
Monte anda bastante complicado en la denuncia de lo que después fue la Cons-
piración de la Escalera. Hay un momento antipático en la vida de Del Monte, y es
su enjuiciamiento de la Escalera y de los hombres encausados en ella, cuando, al
referirse a Plácido, trata a éste despectivamente y, olvidando su condición de
buen crítico, llega a ponerlo por debajo de Manzano, lo cual es inadmisible porque
literariamente Plácido es superior a Manzano; pero Manzano era el negro bueno,
el negro sufridor, el hombre que no se rebelaba, y Plácido era algo muy peligroso,
era un mulato que casi podía pasar por blanco y que tenía ideas de libertad y que
se atrevía a cantar la muerte de Gessler y a escribir un soneto como “El Jura-
mento” y algunas letrillas de intención satírica muy clara.
Hay, pues, un tema negro constante en la literatura cubana, propuesto por la
alta clase burguesa de terratenientes a la pequeña burguesía de escritores, como
Milanés, Ramón de Palma y de artesanos como Manzano, que era, al fin y al
cabo, un cocinero antes y después de su liberación.
José Jacinto Milanés, que no es poeta para estas andanzas, cuando quiere
escribir sobre temas que requieren otro espíritu, otra posición frente a la vida,
otra sensibilidad muy diferente de la suya, cae en una actitud sermoneadora que
no es lo mejor de su poesía, aunque sea sincera. Del Monte sugiere el tema del
negro, y otros de índole social, a estos hombres de la pequeña burguesía que él
mismo ha ayudado a situarse económicamente: Milanés fue secretario, en Ma-
tanzas, del ferrocarril, puesto que le había conseguido Domingo del Monte, que
también consiguió a Palma el mismo puesto de secretario en el ferrocarril, en La
Habana. En definitiva, todo este grupo de escritores pequeñoburgueses está al
servicio de la gran clase de terratenientes, pero estos hombres ya empiezan a
sentir la tremenda inquietud que había sentido antes otro hombre nacido en la
clase alta, pero sin intereses con ella, y que, por eso, sintió más hondamente que
ninguno el ansia de libertad e independencia, que fue José María Heredia. Estos
escritores pequeñoburgueses empiezan a ser un poco el eco de Heredia cuando
comienzan a enfrentarse con el problema de la independencia, pero a partir de
1844, con la Conspiración de la Escalera, cesa toda referencia filantrópica del

147
esclavo, desaparece el negro como tema literario. Pueden ustedes revisar toda la
poesía posterior, y el negro no aparece por ninguna parte. Es que en el 44, a pesar
de que todos ellos están perfectamente conscientes de que la Conspiración de la
Escalera fue inventada por O’Donnell y no fue más que una oportunidad para
aplastar las rebeliones constantes de las dotaciones de esclavos que no soporta-
ban más el tipo de vida que les hacían llevar y, al mismo tiempo, aprovecharse
para bajarle los humos a la alta clase burguesa cubana que andaba jugando con
fuego, a pesar de eso, sin embargo, la gente prefiere callar, sabe que, efectiva-
mente, tratar el tema del negro es jugar con fuego.
Eso explica por qué todavía entre nosotros se sigue desconociendo la única
novela que, no sólo en Cuba sino en toda América, contiene un verdadero gesto
de rebeldía del hombre de color, como persona, que es la novela Sab, de Gertrudis
Gómez de Avellaneda. Si ustedes revisan los manuales de literatura cubana ve-
rán tratada esta novela desdeñosamente. Se dice que es cubana porque contiene
algunas descripciones del campo de Camagüey, y una pintura del negro más o
menos acertada, pero que, en definitiva, no es superior a Francisco, lo cual es
totalmente falso. Es únicamente en Sab, no en Francisco, no en El negro Fran-
cisco, posterior, de Zambrana. Ni siquiera en La cabaña del Tío Tom — que es
otra novela lacrimógena— únicamente en la obra de la Avellaneda donde un
hombre de color se atreve a decir que es injusta la situación que padece, que Dios
ha hecho iguales a los hombres y que él tiene tanta dignidad y es tan hombre
como los blancos; eso no se había dicho en ninguna parte, y eso lo dice el mulato
en la carta que escribe antes de suicidarse. Es su único gesto de rebeldía, pero
tan peligroso que la novela jamás circuló impresa en Cuba, sino en manuscrito —
a no ser algunos ejemplares que vinieron de España muy subrepticiamente—;
pero, además, cuando la Avellaneda prepara la edición de sus obras completas en
Madrid, su consejero espiritual, y desgraciadamente también literario, el padre
Coloma, le aconseja que no incluya Sab entre ellas. La Avellaneda, que sufría
una de sus periódicas crisis místicas, acepta la sugerencia del padre Coloma y no
aparece Sab en esa edición de sus obras completas. Yo les invito a ustedes a que
lean Sab, y si logran vencer esa inevitable ranciedad que tiene toda novela que
nos queda ya muy lejos, como obra típicamente romántica, verán ustedes cómo
su protagonista es un hombre con plena conciencia de su condición de tal, y que
aunque su autora no le ve otra salida que suicidarse, sin embargo, en el momento
final, vuelve a encontrar su estatura y reclama su plena dignidad de hombre. Este
libro circuló muy tardíamente en Cuba y la Avellaneda, como muchos escritores
de su generación, llegaba un poco retrasada a la Historia. Precisamente, en 1868,
la Avellaneda ya estaba de regreso a España, después de unos cuantos años en
que ha realizado aquí, en Cuba, una labor estupenda de ayuda a los poetas jóve-
nes, de mejoramiento del gusto literario, aparte de caridades y obras de benefi-
cencia, y al llegar a la península se encuentra con que se está preparando una

148
antología de poetas cubanos y ella no está incluida. Entonces se siente adolorida,
pregunta por qué se la excluye y se le responde que porque no es cubana sino
española. Observen que es la misma actitud que sigue ocurriendo ahora: en las
historias de la literatura española es considerada brevemente porque, se dice, es
cubana y no española, y en la literatura cubana va a un rincón pequeño porque, se
afirma, no es cubana sino más bien española. Y las obras de la Avellaneda se
quedan siempre en un limbo sin ecos, siendo el mejor escritor de lengua castella-
na en el momento que ella escribió. No hubo en España jamás ninguna mujer —
salvo Santa Teresa— que alcanzara la calidad literaria de la Avellaneda, y no hay
en el mundo ninguna mujer dramaturgo que se le pueda poner al lado, en todos los
tiempos. Desde luego era muy superior a todos los dramaturgos románticos: el
Duque de Rivas, Zorrilla, Hartzenbusch, García Gutiérrez. Todos ellos eran infe-
riores a la Avellaneda, y como novelista es tan buena como el mejor de los nove-
listas románticos españoles.
Sin embargo, la Avellaneda padece las consecuencias de una actitud que defi-
nió mejor que nadie otra gran mujer, la escritora gallega Concepción Arenal.
Cuando el segundo esposo de la Avellaneda, el señor Verdugo, fue herido en un
pulmón, por haber salido en defensa de su esposa, y en aquella época sin
antibióticos ni otros recursos contemporáneos quedó herido de muerte, pero vivió
algunos años, ella lo acompañó en su peregrinación por toda España para encon-
trar un sitio donde Verdugo pudiera sentirse bien y curarse. Y así fueron a Barce-
lona, y estando en la Capitanía General de Cataluña, una noche Alfonso Clavé le
ofreció una serenata con su orfeón, naciente entonces, que había de ser famoso
después en el mundo entero. Al llegar la madrugada, Clavé y sus compañeros
piden permiso para retirarse, porque, como dijo a la Avellaneda, todos ellos eran
obreros. Entonces la Avellaneda, conmovida, le escribe una hermosísima carta a
Pedro Antonio de Alarcón, diciéndole que le comunica el incidente porque ella
cree que toda España debe de enterarse de qué calidad son sus obreros. Alarcón,
de alguna manera, hace que la carta llegue a manos de Concepción Arenal y
ésta, que no tenia relaciones de amistad con la Avellaneda, le envía una carta en
donde le dice: “La casualidad trajo a mis manos una carta de usted a Alarcón, en
que le hablaba usted de la serenata con que la obsequiaron los obreros de Barce-
lona. El hecho me impresionó fuertemente, tanto, que no teniendo aquí con quién
comunicar mi emoción, la comuniqué al papel y luego quise comunicárselo al
público. Lo primero, porque me pareció que debían tomar acta del suceso las
personas pensadoras; lo segundo, para comprometerla a usted de la manera que
yo puedo a romper su neutralidad, y, por último, porque teniendo mi homenaje
muchos puntos de contacto con el de los obreros catalanes, me lisonjeaba que le
fuese a usted grato.”
Esta fue la gran tragedia de la Avellaneda: que no se definió nunca. Vivió
siempre “en la cerca”, y ésta es la tragedia de todo intelectual que está “en la

149
cerca”, y cuando Concepción Arenal le plantea que ha llegado el momento de
definirse, ella no entiende, no se acaba de definir, y cuando surge el problema de
la antología de poetas cubanos de la cual la dejan fuera, ella se siente herida, y les
escribe a los hombres del periódico El Siglo, al Conde de Pozos Dulces y a sus
compañeros y les dice: “Tales acusaciones, señor director de El Siglo, sólo de-
bían hacer reír a quien como yo ha hecho gala en muchas de sus composiciones
de tener por patria la de Heredia, Palma, Milanés, Plácido, Fornaris, Mendive,
Agüero, Zenea, Zambrana, Luisa Pérez... y tantos otros verdaderos poetas, con
cuya fraternidad me honro; a quien como yo cuenta entre sus amigos y hasta
entre sus deudos reconocidos talentos, cuya reputación literaria y no literaria
legítimamente la enorgullece; a quien como yo ha saludado y aplaudido a esa
juventud generosa y brillante de nuestra Patria, que defiende por la Prensa perio-
dística, tanto allá como acá mismo, los intereses del país, al mismo tiempo que
ostenta su ilustración...; a quien como yo, en fin, sabe que su mayor gloria consis-
te en haber sido distinguida como escritora cubana, obteniendo del país una coro-
na que, si no alcanzo a merecer, alcanzo perfectamente a estimar en lo mucho
que vale”.
La Avellaneda siente en ese momento que está poniéndose en la situación
política más avanzada, la reformista, pero vean ustedes la fecha: 1868. Llegaba
tarde; ya en ese momento, ser reformista era cosa atrasada, y la pobre Avellaneda
se vuelve a quedar atrás. Esa ha sido la gran tragedia de la Avellaneda, su inde-
finición; es el ejemplo más patente de que el intelectual no puede vivir “en la
cerca”, que es la posición más incómoda y, en definitiva, no permite encasillarla
en ninguna parte.
La situación del intelectual cubano en el año 1868 es una situación de descon-
cierto. El movimiento ideológico estaba canalizado principalmente en las tres di-
recciones conocidas: por una parte, el integrismo, que tenía su vocero en el Dia-
rio de la Marina; luego la posición reformista cuyo órgano de expresión era el
periódico El Siglo, y por último, el separatismo, principalmente independentismo,
aunque aún quedaran vivos rescoldos del movimiento anexionista, que estarán
presentes y activos en las etapas iniciales de la Guerra de los Diez Años,
En 1868 fue publicada la oda “Al trabajo”, de Joaquín Lorenzo Luaces, pre-
miada el año anterior, poco antes de la muerte del poeta. El poema expresa
claramente la actitud de los intelectuales reformistas cubanos, su entusiasmo por
las virtudes creadoras del trabajo libre y la revolución industrial. He aquí algunas
de sus estrofas, de indudables resonancias contemporáneas:

¡Oh Cuba, oh patria!... ¡Si a mi acento rudo


Tan grave senda hollaras!
¡Si a la molicie enervadora alzaras
Con el trabajo previsor escudo!

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¡Si enérgica arrojaras
El traje brillador de los festines!
¡Si opusieras con ánimo arrogante,
Al perfumado humear de los pebetes
Y al himno estéril del placer incauto.

Que al íntegro sonroja,


El rugiente vapor que el agua arroja,
El crujir del cilindro que voltea,
Y el alto hervor con que la masa roja
Del fundido metal bulle y ondea!
_____________

Vé desiertos tus bosques seculares,


Tus tierras despobladas.
Tus fáciles montañas nunca holladas,
Sin explotar tus próceres pinares...

¡Corre, pueblo, a bandadas:


Traza, desmonta, surca, siega, trilla
Y abastece tus ávidos graneros!
A la sierra oriental arranca el cobre,
El oro y plata al Escambray fragoso.

El mármol, que altaneras


Encierran tus incógnitas canteras,
Talla con el cincel del estatuario;
Y opón a las industrias extranjeras
Apto competidor, digno adversario.

El poema concluye con esta estrofa que canta a la unión de los trabajadores
del mundo:

¡Venced esos prodigios!... ¡Agrupaos,


Oh pueblos decaídos,
Y haréis brotar mil rayos encendidos
De la infecunda oscuridad del caos!
Todos, todos unidos.

En el congreso universal alcemos


Al trabajo tenaz himnos triunfantes.

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¡Ningún reposo, obreros! Inflexibles
Prosigamos con alma decidida
La ruta comenzada...
¡Y la ciudad inerte o estragada
Que a la labor noble la inacción prefiera.
Por celeste anatema fulminada,
Viva en la infamia y en la infamia muera!

Se trata de un poema de exaltación al trabajo, a la producción, que está dicien-


do el pensamiento de los mejores hijos del grupo intelectual unidos a la clase
hegemónica que era, en aquel momento, la clase terrateniente, con ansias de
desarrollar el país. Pero ya hemos dicho que no ocurría igual en todas partes, y en
el mismo año en que aparece esta oda al trabajo de Joaquín Lorenzo Luaces,
aparecerá en la Imprenta del Fanal de Puerto Príncipe, el libro de las anacreónticas
de Enrique José Varona. Por un lado, en Occidente, aparece una oda exaltando al
trabajo; por Oriente y Camaqüey se produce un retorno a la cultura griega, una
vuelta a la poesía exaltadora de la vida muelle y agradable. Eso no significa que
tal va a ser siempre la actitud de Varona; todo el mundo sabe quién fue Enrique
José Varona, pero es que en aquella época lo que está pasando en Oriente es
distinto a lo que está pasando en La Habana, estamos viviendo dos modos distin-
tos de una misma época en nuestro país.
Uno de los hombres que más se preocupan por nuestra vida agrícola, el poeta
Francisco Javier Balmaseda, publica también sus poesías, en 1868, y otro poeta
que había expresado nuestras ansias de libertad disfrazadas con ropajes indigenistas,
siboneístas, José Fornaris, profesor del Instituto de La Habana, redacta para sus
estudiantes unos Elementos de Retórica y Poética, también en 1868.
Ya dijimos que el negro, como tema literario de carácter filantrópico, pretexto
para denunciar la opresión y la esclavitud de todo el pueblo de Cuba, había cesa-
do prácticamente de cultivarse a partir de 1844. Le sucede ahora el tratamiento
satírico, burlesco del negro, personaje constante del teatro bufo y de la poesía de
Bartolomé José Crespo, que se firmaba con el seudónimo de Creto Gangá, pre-
cursor, en ciertos aspectos, de la poesía mulata de Nicolás Guillén. En 1868 apa-
rece un largo poema satírico de Creto Gangá tratando de burlarse del lenguaje
desfigurado del negro cubano de la época. Esta misma sátira se va a producir en
el teatro, porque en este instante el teatro culto desciende de calidad pero, en
cambio, lo que está de moda son los bufos habaneros, que habían alcanzado un
desarrollo extraordinario y van a contribuir al desarrollo de la música cubana.
Alejo Carpentier ha llamado la atención, en su historia de la música en Cuba,
sobre cómo fueron los bufos los que cambiaron la vieja tonadilla española por la
música que hoy disfrutamos, la música afro-cubana. Pues bien, los bufos no sólo
reciben la contribución de autores populares; algunas de las obras de estos auto-

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res populares tienen tanto éxito que se continúan en segundas y hasta en terceras
partes. Así, por ejemplo, un autor de moda, Francisco Fernández, estrenó, el 31
de agosto del 68, una obra que se llamaba Los negros catedráticos; luego escri-
bió una segunda parte y, más tarde, en compañía de otro autor, escribió El negro
Cheché o Veinte años después, que constituía la tercera parte de Los negros
catedráticos, lo cual quería decir que la obra había obtenido un éxito extraordi-
nario. Los bufos expresaban en forma burlesca lo que no podía decirse “en se-
rio”, y constituían una sátira muy hiriente de la sociedad cubana, al par que mani-
festaban ciertas ansias de tipo político, y esto fue lo que provocó en 1869 —aunque
la obra se había escrito y publicado en 1868— el terrible incidente en que los
voluntarios dispararon contra el público del teatro Villanueva, en los momentos en
que se representaba la obra de Francisco Valerio, Perro huevero, aunque le
quemen el hocico, cuando alguien gritó “¡Viva el país que produce la caña!”,
seguido de gritos de “!Viva Cuba!” y los voluntarios dispararon contra el público.
Fue esa noche en que Martí estaba en casa de Mendive, y su madre, oyendo los
disparos corrió a buscar al hijo, en forma que Martí refiere en unos admirables
versos sencillos. Pues bien, esto da una medida de cómo los bufos se habían
convertido en un vehículo de expresión de las críticas de las masas populares a la
situación imperante.
Con los bufos colaboraron también autores cultos, como por ejemplo Alfredo
Torroella, que es también uno de los primeros autores cubanos que van a comen-
zar a escribir sobre un nuevo tema literario que surge en esos años, entre el 60 y
el 68, que es el tema del obrero, el tema proletario. Torroella estrenó un drama
titulado Amor y pobreza, que es una obra sentimental e ingenua, en donde los
obreros todos son buenos, muy buenos, y todos los ricos son malos, muy malos.
Un escritor obrero, vendedor ambulante, que se llamaba Juan María Reyes, es-
cribió, en el semanario La Aurora, una crítica de la obra, extraordinariamente
aguda, en donde dice: este drama no nos ayuda a nosotros nada porque simplifica
las cosas; dice que todos los obreros son buenos y todos los explotadores son
malos, y eso no es así; hay gente buena en un lugar y hay gente mala en el otro;
yo los he visto de los dos lados, Amor y pobreza no es más que una obra senti-
mental, copiada de Eugenio Sue. Hace la crítica, Reyes, en términos análogos a
los empleados por Marx en La Sagrada Familia, cuando analiza las obras de
Eugenio Sue. Esto no quiere decir que Juan María Reyes fuera marxista; quiere
decir que hablaba por su boca la conciencia de su clase, como por la de Marx
hablaba también la conciencia de su clase proletaria, y naturalmente coincidían.
Es de interés para nosotros ver lo que estaban produciendo por este tiempo los
ensayistas, porque ellos nos van a decir cuál era la posición ideológica de la clase
intelectual en Cuba en 1868. En Camagüey, el Liceo de Puerto Príncipe promue-
ve un Concurso para premiar una obra sobre la conveniencia de reservar a las
mujeres ciertos trabajos que estaban haciendo los hombres, determinando, al mismo

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tiempo, cuáles eran estos trabajos. El premio, en 1868, lo van a obtener dos escrito-
res poco conocidos pero de gran interés ambos: el primero, Emilio de los Santos
Fuentes y Betancourt, un camagüeyano cuya vida resulta movida y pintoresca, ya
que fue, primero, sacerdote católico, colgó los hábitos y se hizo protestante; fue un
crítico muy agudo, hombre muy preocupado por las cuestiones sociales de su país,
que vivió y trabajó mucho tiempo en Santiago de Cuba. El segundo premio lo obtu-
vo el santiaguero Emilio Bacardí, personaje que hay que estudiar con mucho cuida-
do porque su obra abarca muchos aspectos importantes de nuestra existencia eco-
nómica, política y cultural. Esta preocupación por darle trabajo a las mujeres significa
que la mujer cubana comenzaba a ser factor en la producción y, por lo tanto, ya iba
levantando cabeza, y antes de que Ana Betancourt pronunciara su famoso discurso
en la Asamblea de Guáimaro, ya había muchas mujeres que comenzaban a actuar
en la vida cultural del país, e incluso reclamaban un puesto para trabajar e irse
incorporando a la vida económica de Cuba. No es casualidad que en 1868 se pre-
mien dichos ensayos y en ese mismo año aparezca la primera edición del álbum de
escritoras cubanas de Domitila García de Coronado.
Hay también otros ensayos que muestran la posición reaccionaria de cierta
porción de la burguesía cubana. Así, por ejemplo, José María Zayas publica un
folleto, Cuba, su porvenir, tratando de demostrar que la independencia de la isla
no puede conducirla más que a su ruina. Y aunque toda su obra posterior lo
reivindica, no es posible olvidar que de este tiempo es también aquel lamentable
poema, La hija pródiga, en que el joven camagüeyano Enrique José Varona
vertía toda su amargura y su desengaño frente al desastroso curso de la guerra
de independencia en la provincia de Camagüey, en los días nefastos de Napoleón
Arango. Un hombre de ideas tan modernas como el conde de Pozos Dulces
critica, en 1868, las ideas de Darwin. Felipe Poey, en cambio, publica en ese
mismo año sus sabios capítulos sobre ictiología cubana, y el jurista José Clemente
Vázquez comenta el Contrato Social de Rousseau. En 1868 aparecerán tam-
bién los dos primeros tomos de la Historia de Cuba de Jacobo de la Pezuela,
fuente indispensable para el conocimiento de nuestro proceso como pueblo y
como nación, aunque dichos tomos se refieren a sucesos acaecidos hasta 1763.
Donde mejor se refleja el movimiento intelectual es, naturalmente, en las revis-
tas. Muchas de las grandes revistas de Mendive, Piñeyro, etc., habían desapare-
cido ya en 1868, o mostraban una gran decadencia. Existía cierta libertad de
imprenta, violada de continuo, y los escritores no se animan a mantener órganos
de publicidad de alguna importancia. En el año mencionado surgirá la Revista
crítica de ciencias, artes y literatura, de Néstor Ponce de León, con la colabo-
ración de José de Armas y Céspedes, cuya novela Frasquito está exigiendo ya
una buena reedición, Antonio Bachiller y Morales, padre de nuestros eruditos, y
otros escritores. Se publicó también una revista llamada Ateneo, quincenal e
ilustrada, “de ciencias, industria y comercio”, y en ella colaboraron, entre otros,

154
Francisco de Armas y Martínez y el conde de Pozos Dulces. Hay una revista de
vida efímera, pero de gran importancia científica, y es la Gaceta de Ciencias
Médicas, que desempeñó un papel muy destacado en nuestra existencia científi-
ca, a pesar de que la revista no durará más que de junio a diciembre de 1868.
También muere, al estallar la Guerra de los Diez Años, La Aurora, el primer
periódico publicado por los artesanos cubanos.
En la música, como en lo económico y en lo político, hay diferencias entre
Oriente y Occidente. Porque mientras, en Santiago de Cuba, Laureano Fuentes
Matons, el más prolífico de los músicos cubanos del siglo XIX, mantiene un rigor
neoclásico, en La Habana, frente al frío academismo neoclásico de Espadero,
comienza a imponerse la reivindicación romántica de ritmos e instrumentos popu-
lares, afrocubanos, impulsada por el norteamericano Louis Moreau Gottschalk,
que fue el primero en llevar los instrumentos de percusión afrocubanos a una
orquesta sinfónica. Sin embargo, el hombre que acabará de dar de modo definiti-
vo color y sabor cubanos a nuestra música será Ignacio Cervantes, quien, en
1868, acabado de obtener sus últimos triunfos escolares en Paris, viene a Cuba y
pone su talento de compositor y de ejecutante al servicio de la causa
independentista. Aclamado por todas partes, pudiendo vivir espléndidamente con
lo que gana en sus numerosos conciertos, Cervantes se mantiene en la pobreza
porque todo lo que percibe lo entrega a la revolución libertadora hasta que es
expulsado del país.
En las artes plásticas domina la figura de un vasco reaccionario, que supo ver,
en cambio, la riqueza pictórica de nuestra población de color, Víctor Patricio de
Landaluze. Landaluze es enemigo implacable de la independencia y de toda idea
progresista. Iniciador de la caricatura política entre nosotros, atacó, primero, la
lectura en las tabaquerías y luego a las grandes figuras de la Guerra de los Diez
Años: Céspedes, Aguilera, etc. Seducido, en cambio, por el color y la gracia de
negros y mulatos, dejó una riquísima galería de tipos populares, en la que, tras el
superficial pintoresquismo y exotismo románticos, aprendidos en su maestro, el
español Fortuny, alienta la presencia inocultable del aporte africano a la integra-
ción cultural cubana. En la etapa inmediatamente anterior, Chartrand había des-
cubierto nuestro paisaje, con la visión melancólica de los artistas de la escuela de
Barbizon, Landaluze descubre al hombre, protagonista de una historia que se
vuelve contra sus mismos intereses e ideales absolutistas, austriacantes.
La atmósfera en que va a producirse el grito de independencia, en 1868, no es
una atmósfera uniforme; está, por el contrario, llena de elementos contradicto-
rios, aunque no radicalmente antagónicos, y cuando se produzca alzamiento de
Yara actuará como catalizador e impondrá, al fin, el sentido independentista en
que cuaja definitivamente la conciencia nacional. En la guerra, frente a las cre-
cientes contradicciones de la gran burguesía terrateniente, crecerá la conciencia
y la unidad de las masas populares que van engendrando sus propios caudillos

155
orgánicos, como diría Gramsci, de la estatura de Antonio Maceo. Y cuando, in-
mediatamente después de la Paz del Zanjón, en la que los grandes terratenientes
transan su contienda, se produce la Protesta de Baraguá, el gobierno español
sabe demasiado bien que no ha logrado la paz, sino apenas una tregua, tras de la
cual ha de abrirse una etapa distinta. Martí comenzará con nuevos signos esa
etapa y esa guerra distinta puesta en hombros proletarios, caracterizada por su
radical antiimperialismo, que inicia también las luchas posteriores que culminan
en nuestra Revolución Socialista. Hija de la batalla martiana, que desciende, a su
vez, de la Guerra de los Diez Años, nuestra Revolución Socialista puede procla-
marse, con legítimo orgullo, heredera de la iniciada el 10 de octubre de 1868.

“La cultura en 1868” en Desde Yara hasta la Sierra, UPEC, Conferencias, La Habana, 1968, pp. 9-24.

156
“La Aurora” y los comienzos de la prensa y de la
organización obrera en Cuba
José Antonio Portuondo Valdor

Capítulo III: Las campañas de “La Aurora”

1. Instrucción para los artesanos


2. La lectura en los talleres
3. Carácter de los talleres
4. La divulgación científica

En la advertencia publicada en la “entrega” primera de “La Aurora” se anun-


ciaba ya el propósito de ésta de “ilustrar en todo lo posible” a los artesanos. Sus
redactores participaban de aquella fe en el progreso que caracteriza a buena parte
del siglo XIX, esperanzados con los extraordinarios adelantos determinados por la
gran industria. Esa era la fe de los “reformistas” de “El Siglo” y lo fue también
de la generación positivista del período siguiente, agrupada en torno a las revistas “de
Cuba” y “Cubana”. En la “entrega” octava de “La Aurora” (10-XII-1865) se dice:
‘‘Estamos en un siglo nivelador, en un siglo de progreso y adelantamiento en
todos los ramos del saber humano, en que las artes y la industria tienden a propor-
cionar a todo el mundo los goces y comodidades reservados en otros tiempos a
una gran minoría; los conocimientos se esparcen y penetran por todas partes; la
ciencia no es ya el patrimonio de unos cuantos elegidos y los sabios se esfuerzan
por popularizarla y ponerla al alcance de todo el mundo. Hoy predomina la inteli-
gencia; hoy todo se consigue por medio del saber; el siglo XIX marcha siempre
hacia adelante y es preciso ir con él, so pena de quedarse rezagados y oscureci-
dos y envueltos en el polvo de la ignorancia y del atraso.”
Este afán de lograr la igualdad por la instrucción y esta fe en el impulso nive-
lador del progreso, se reafirma en casi todos los números del semanario, cuyo

157
credo evolucionista y reformista se resume en estas frases que tomamos de un
artículo aparecido en la “entrega” novena (17-XlI-.1865):
“Dos son las aristocracias sobre las que nunca podrá hacer mella el hacha
niveladora de las revoluciones: la aristocracia de la virtud y la del talento.”
“EI Progreso es la ley de la Humanidad; el emblema del siglo XIX; todos los
días oímos proclamar esta verdad. Pero es preciso tener en cuenta que no puede
haber progreso posible que no esté basado en la instrucción esparcida
profusamente en todas tas clases de la Sociedad.”
De acuerdo con esta creencia los redactores de “La Aurora” realizaron una
eficaz campaña por la asistencia de los artesanos a la biblioteca de la Sociedad
Económica de Amigos del País, de la cual era estacionario —como dijimos— Sa-
turnino Martínez. Además se insistió en la necesidad de que los artesanos padres
de familia cuidaran de enviar sus hijos a las escuelas preocupándose de su instruc-
ción. Poco tiempo después, en febrero de 1866, se logró la apertura de una escuela
para artesanos, a un precio mínimo, a cargo de un trabajador dedicado a la ense-
ñanza. En efecto, en la entrega décimo octava (18-II-1866) apareció un artículo
titulado “Instrucción para los artesanos” en el cual, entre otras cosas, se decía:
“Éramos de alta necesidad un profesor de educación primaria que voluntaria y
generosamente se prestase a darnos clases de Lectura y Escritura, porque entre
nosotros hay un número bastante crecido de jóvenes que no saben leer y que
desean aprender, porque van conociendo la inmensa falta que les hace; y esa
necesidad queda satisfecha desde el momento en que un joven artesano, con
título de Profesor, manifestando el más decidido empeño en ser útil y beneficioso
a sus compañeros, ha abierto un local donde se ofrece a los artesanos, con el
laudable propósito de enseñarles Lectura, Escritura, Gramática y Aritmética, sin
retribución alguna, solamente que le ayuden a satisfacer el alquiler del local des-
tinado al efecto, para lo cual cuenta ya con más de treinta individuos que en las
primeras horas de la noche acuden a solicitar el pan de la inteligencia, como llama
a la instrucción un ilustre publicista francés.”
El joven artesano a quien se alude en el párrafo citado era D. Gregorio
Rodríguez, “un apreciable compañero —explica “La Aurora”— que por causas
ajenas a nuestra incumbencia no le fue posible continuar en la carrera del magis-
terio, a cuyo empeño se había dedicado con verdadera vocación.”

Deseosos de proporcionar a los artesanos instrucción por todos los medios


posibles, los redactores de “La Aurora” se convirtieron en campeones y propa-
gadores de la idea de las “lecturas en los talleres”. Según Fernando Ortiz la
lectura había sido recomendada por el viajero español Salas y Quiroga, “al escri-
bir sus observaciones sobre los cafetales de Cuba, en cuyas escogidas pidió que
se introdujera pero donde nunca se estableció.” Posteriormente, según el propio

158
Ortiz, Nicolás Azcárate impulsó estas lecturas en los talleres de tabaquería. Fue
en la fábrica de tabacos “El Fígaro” donde se iniciaron las lecturas, según se
hace saber en la entrega décimo segunda de “La Aurora” (7- I - 1866):
“En la gran fábrica de tabacos titulada “El Fígaro” se ha establecido la cos-
tumbre, que honra altamente a sus operarios, de que haya uno que en alta voz lea
obras escogidas en tanto que los demás trabajan, para cuyo efecto cada operario
contribuye con su correspondiente cuota a fin de resarcir el jornal que el lector
deja de utilizar durante el tiempo que emplea en la lectura.”
“La lectura en los talleres, que por primera vez se plantea entre nosotros, y
cuya iniciativa pertenece a los honrados obreros de “El Fígaro”, constituye un
paso de gigante en la marcha del progreso y adelanto general de los artesanos;
porque de ese modo y sabiendo escoger las obras que menos dificultades puedan
proporcionarles la instrucción que con tan noble anhelo procuran adquirir, irán
insensiblemente familiarizándose con los libros de tal modo que serán sus mejo-
res amigos y su mejor divertimiento.”
A “El Fígaro”, en donde, como acabamos de ver, fue iniciada la lectura, a fines
del año 1865, siguió el taller de D. Jaime Partagás, en el cual se levantaron “dos
magníficas tribunas con su atril para que el libro no sea molesto al lector y con
todas las comodidades necesarias, a fin de que no desmayen y continúen hasta
donde puedan” (Entrega 17ª, 11—II— 1866). La inauguración de las tribunas
tuvo lugar el sábado 3 de febrero de 1866, pronunciando un breve discurso uno de
los operarios (Saturnino Martínez), en el cual se refirió al pobre concepto en que
eran tenidos los artesanos, “considerados como hombres puramente materiales”,
añadiendo:
“Es verdad que ha contribuido mucho a mantenernos en el estado actual la
absoluta falta de hombres consagrados al estudio del pueblo en que vivimos. Si en
Cuba hubiéramos tenido un Cobden o un Bright que nos hubiesen aleccionado en
las grandes cuestiones de que trataron, tal vez hubiéramos logrado desprender-
nos del manto de hierro que nos oprime; pero gracias al gran paso que acabamos
de dar en el campo de nuestras aspiraciones, ya no permaneceremos largo tiem-
po sumidos en la oscuridad; ya vendrán a visitarnos las grandes inteligencias del
país y procurarán alentarnos, tomando de nuestra dignísima institución la lección
que ellos debieron darnos.”
En el párrafo transcripto resalta ya la conciencia de clase y la urgencia de una
dirección inteligente —aunque se demande ésta del tipo reformista de Cobden y
Bright—, así como la persuasión de que “las grandes inteligencias” no harán otra
cosa que ir a la zaga de la actuación obrera. Y así fue, en efecto. Los reformistas
de “El Siglo” saludaron alborozados la lectura en los talleres, exhortaron a los
artesanos a proseguir en su empeño y les recomendaron el tipo de lecturas más
convenientes para su aprovechamiento e instrucción. El taller de Partagás se vio
honrado con numerosas visitas de personas interesadas en conocer la innovación

159
significada por la lectura. En su “entrega 15ª” (28-I-1866), “La Aurora” había
referido ya la visita al taller de Partagás, antes de haberse inaugurado en éste las
tribunas, del Ministro de Estado de los Estados Unidos.
“El lunes próximo pasado —dice “La Aurora”— visitó el taller de D. Jaime
Partagás el Honorable Ministro de Estado de la Unión Americana, Mr. William
H. Seward y su hijo Mr. F. W, Seward, a tiempo en que colocado en medio del
Océano de individuos profundamente callados, el “lector’ dejaba oír la eufonía de
su acento que trasmitía suavemente al corazón de los oyentes el aura evangelizadora
de que está animada una de las mejores obras del señor Fernández y González; el
honorable ministro fijó en él la mirada e hizo un signo de aprobación... No hace
muchos días que visitaron el propio taller, varias Sras. y Sritas. extranjeras, y al
ver el orden y compostura de los artesanos y el silencio conque se oía leer, hicie-
ron algunas preguntas, y enteradas de tan buena costumbre lo celebraron sobre-
manera. Varios comerciantes penetraron en “El Fígaro’’ y admirados de ver en
planta tan buen pensamiento, exclamaron: “¡Oh! no era esta la idea que teníamos
formada de esta clase de artesanos.”
Numerosos talleres de la capital fueron implantando sucesivamente la lectura
a petición de sus operarios, casi siempre a través de “La Aurora”, en cuyas
columnas se iba dando cuenta, semanalmente, del progreso de la idea. En el taller
de ‘‘Caruncho’’, el encargado se resistió largamente aduciendo numerosos pre-
textos que “La Aurora” desmintió uno por uno. Hubo propietario que, molesto
por la campaña de “La Aurora” y decidido a no implantar la lectura en su taller,
amenazó con hacer clausurar el semanario. En su “entrega” 23ª (25-III-1866) de
aquél se lee:
“Uno de los principales marquistas de esta capital nos ha amenazado conque
suspenderá nuestra inocente “Aurora”, si tenemos la osadía de volver a ocupar-
nos de la Lectura en los talleres con mención de su fábrica. Nosotros ignorába-
mos que hubiese marquistas capaces de suspender una publicación que a nadie
perjudica, y que está legítimamente autorizada para ejercer sus funciones en el
estadio de la publicidad; pero gracias a la manifestación de ese Sr. ya sabemos
que cualquier despalillador tiene facultades omnímodas para tales cosas. ¿Qué
dirá a esto el Cetáceo del Apostadero (el Diario de la Marina)? Esas sí que son
amenazas y maniobras que deben observarse: eso sí que se llama pretender
imponer la ley por medio de absurdos; pero el Diario de la Marina no atacará
semejantes despropósitos, porque el Diario es conocedor profundo de las legio-
nes cuyas maniobras deben ser observadas.”
El “Diario de la Marina”, órgano de los intereses de numerosos marquistas, parti-
dario acérrimo del absolutismo, libraba en aquel instante una campaña feroz contra
los reformistas, y fue el portavoz de quienes se oponían a la lectura en los talleres. En
la “entrega” anterior a la arriba mencionada, o sea en la 22ª (l8 – III – 1866), en un
suelto de “La Aurora” se dice:

160
“El ‘Diario de la Marina’ se ha declarado abiertamente contrario a la lectura en
los talleres. Nosotros que hemos sido los propagadores de la idea nos alegramos
de ello; pues su oposición prueba evidentemente que la institución es buena.”
He aquí una vieja opinión proletaria sobre “El Diario de la Marina” que coincide
con el concepto que expresaría Martí, tres años después, en “El Diablo Cojuelo”:
“El ‘Diario de la Marina’ tiene desgracia.
Lo que él aconseja por bueno, es justamente lo que todos tenemos por más
malo. Y esto lo prueba “El Fosforito”.
“Lo que él vitupera por malo, es justamente lo que tenemos por bueno.”
En los años de “La Aurora” hubo también “Fosforitos” que secundaron la
campaña reaccionaria del “Diario de la Marina”, combatiendo la lectura en los
talleres y el semanario que les defendía. “El Ajiaco” y “D. Junípero” atacaron a
Saturnino Martínez y a la lectura. En “D. Junípero”, Víctor Patricio de Landaluze,
que a su talento de observador de las costumbres y tipos locales, unió siempre el
más cerril espíritu anticubano y reaccionario, publicó una serie de caricaturas
ofensivas, criticando la costumbre de la lectura en los talleres.
La lucha por el mantenimiento de ésta fue larga y dura para los artesanos, sin
más apoyo que “La Aurora” y “El Siglo”. La lectura de este último fue prohibida en
el taller de Caruncho. Así se lee en “La Aurora”, “entrega” 25ª (8 – IV- 1866):
“Los operarios del Sr. Caruncho nos comunican que los encargados de aquel
taller han prohibido la lectura de “El Siglo’’ y otros periódicos.
Esta era una muestra de actitud absolutista implantada después del cese de D.
Domingo Dulce en la Capitanía General de la Isla. Las gestiones de los enemigos
de la lectura tuvieron éxito completo, y el 14 de mayo de 1866 el Gobernador
Político, D. Cipriano del Mazo, prohibió la lectura en los talleres de diversos
oficios’’, con lo cual se prueba que, de los de tabaquería se había pasado a otros
la institución. El decreto en que se prohibía la lectura es un importante documento
que recoge la opinión, no sólo del Gobierno, sino de la clase de ricos industriales
y altos funcionarios españoles, de la cual no participaban, en gran parte, los miem-
bros de la alta burguesía cubana, conscientes, en aquel instante, de que la instruc-
ción de los artesanos traería por consecuencia una actitud crítica y rebelde de
esa clase, en todo coincidente con la suya. El decreto citado dice así:
GOBIERNO POLÍTICO DE LA HABANA
ORDEN PÚBLICO
“La lectura de periódicos políticos, hecha en alta voz de un modo público en
algunos talleres de diversos oficios, dirigida principalmente a los operarios que
trabajan en los mismos, está ocasionada a producir frecuentes disputas y escisio-
nes que engendran odios y enemistades de graves consecuencias: Deber de mi
autoridad es prevenir el mal allí donde se halle, para evitar, si es posible, los
castigos determinados en las leyes.”

161
“Con la tolerancia de las lecturas públicas, vienen a convertirse en círculos
políticos las reuniones de los artesanos y esta clase de la sociedad sencilla y
laboriosa, que carece de instrucción preparatoria para poder distinguir y apreciar
las falsas teorías de lo que es útil, lícito y justo, deslumbra y alucina fácilmente
con la exagerada interpretación de las doctrinas que escucha.”
“Sucede también que de la lectura de los periódicos se pasa a la de libros que
contienen sofismas o máximas perjudiciales para la débil inteligencia de las per-
sonas que no poseen el criterio y estudios necesarios para juzgar con acierto las
demostraciones de escritores que, pretendiendo cumplir la misión de instruir al
pueblo, lo extravían muchas veces en grave daño de la paz de las familias.”
“La instrucción sólida que lleva la inteligencia al conocimiento de la verdad, se
adquiere por principios en las escuelas que costean las municipalidades y establece
el Gobierno y se adquiere en los libros de texto publicados por escritores de recono-
cida actitud literaria y moral y aprobados por las autoridades competentes.”
“La lectura de la doctrina cristiana, de los bandos de buen Gobierno y disposicio-
nes de las autoridades, las lecciones que enseñan la manera de conducirse con
moderación y urbanidad y los tratados escritos sobre las artes y oficios, son los
libros que educan y enseñan a las clases menos privilegiadas formando honrados
padres de familia y ciudadanos útiles o laboriosos a la patria. Sin educación prepa-
ratoria no se puede juzgar con exactitud de los artículos de los periódicos y de otras
obras políticas y sociales leídas públicamente y comentadas por colectividades que
teniendo una misión ajena a la controversia de la política, se distraen del preferente
objeto de sus trabajos respectivos, con notable perjuicio de sus intereses privados.”
“Desde el momento en que se permitan las reuniones de artesanos con otro fin
que el peculiar de su trabajo, se convertirán los talleres en club políticos, como
indudablemente había de suceder, con discusiones y lecturas peligrosas que enar-
decen los ánimos y exasperan las pasiones; y semejante tolerancia constituye una
falta grave a las leyes que prohíben las asociaciones políticas como todo cuanto
pueda introducir la confusión, la anarquía y el desasosiego en la sociedad.”
“No hay que pretender que se pongan límites ni se fijen reglas a la libertad que
tienen todos los individuos para ocuparse en sus horas de ocio o descanso en la
lectura en periódicos y libros permitidos; ya sea particularmente o en el seno de
las respectivas familias. Pero no es de tolerar la extralimitación de las lecturas
públicas hechas en los círculos a que me he referido con manifiesto detrimento
del trabajo y con ofensa a las leyes que no consienten las asociaciones políticas ni
de otra clase, sin permiso de la autoridad, por más que se quiera disfrazarla con
apariencia del arte, oficio u ocupación que ejerzan los asociados.”
“Los operarios dependientes de los talleres y establecimientos deben ocuparse
con asiduidad y esmero del trabajo a que se dedican; no debiendo V. S. permitir
que por una tolerancia mal entendida se trate de extraviar o corromper y seducir
a una clase de la sociedad, que por lo mismo que es laboriosa, pacífica y sencilla

162
es más digna de la protección y amparo tutelar de los representantes del gobierno
encargados de la observancia y aplicación de las leyes.”
“La ilustración que reconozco en V. S. me evita extenderme en otro orden de
consideraciones respecto de este importante asunto, limitándome por lo mismo a
encargarle que cuide por sí y por medio de los empleados dependientes de la
Jefatura de su cargo, del cumplimiento de las disposiciones siguientes:”
1ª- “Se prohibe distraer a los operarios de las tabaquerías, talleres y estableci-
mientos de todas clases con la lectura de libros y periódicos, ni con discusiones
extrañas al trabajo que los mismos operarios desempeñan.”
2ª- Los empleados y dependientes del ramo de policía ejercerán constante
vigilancia para poner a disposición de mi autoridad a los dueños, representantes o
encargados de los establecimientos que contraviniesen el presente mandato a fin
de que sean juzgados con arreglo a las leyes según la gravedad del caso.”
“Esta orden de cuyo recibo me dará V. S. aviso, se publicará tres días consecutivos
en el periódico oficial para conocimiento de todos. Dios guarde a V. S. muchos años.
Habana, 14 de mayo de 1865. Cipriano del Mazo, Sr. Jefe Principal de Policía.”
Esta orden apareció en la “Gaceta de la Habana”, número 116 correspondien-
te al 16 de mayo, y fue reproducida por los principales periódicos. Sin embargo,
en alguna forma debió subsistir la lectura, para cuyo restablecimiento se harían,
sin duda, gestiones, pues en el mismo periódico oficial correspondiente al día 8 de
junio del propio año, reinserta una circular, esta vez firmada por el propio Capitán
General, Francisco Lersundi, que dice así:
“Como podrá Ud. ver en el número, 116 de la Gaceta Oficial de la Habana, su
fecha 16 de mayo último, el Gobierno Político de la misma, hizo algunas prevenciones
encaminadas a corregir ciertos abusos de localidad que se habían introducido, en
varias casas y talleres, con la lectura en libros y periódicos de ideas exageradas.
Congregadas las personas en colectividad, para que la lectura se hiciera en alta voz;
los centros industriales llegaron a convertirse en palenque de polémica y discusión y
hasta hubo escándalos y reyertas, que hubieran podido llegar a alterar el orden públi-
co. Aquellas disposiciones ofrecieron los resultados que eran de esperar, desapare-
ciendo en parte las reuniones que se verificaban en aquel sentido; pero en la necesi-
dad de que se corten radicalmente dichos abusos y la quietud y confianza públicas
queden garantizada dispondrá Ud. lo conveniente para que todas esas reuniones clan-
destinas desaparezcan inmediatamente como cumple y debe esperarse del espíritu de
recta obediencia a las leyes que resalta en esta culta población”.
“Pero como las máximas perniciosas se trasmiten con gran velocidad sin sea bas-
tante a veces para evitar su curso el celo de las autoridades, y aquel principio disol-
vente se haya ido extendiendo hasta las gentes sencillas de las fincas del campo, de
los talleres y establecimientos de todas clases en otras varias localidades de la produ-
ciendo con la lectura de periódicos políticos en la forma expresada males que estoy en
el deber y necesidad de remediar, prevengo a Ud. que bajo su más estrecha respon-

163
sabilidad y por todos los medios que estén a su alcance, procure que, así en el campo
como en las poblaciones, se disuelva si existe, y no se consiente de ningún modo en lo
sucesivo reunión alguna cuyos fines y tendencias quedan significados.”
“Sírvase Ud. acusar recibo de esta circular. Dios guarde a Ud. muchos años.
La Habana, 7 de junio de 1866. Francisco Lersundi. Sr. Gobernador o Teniente
Gobernador de…”
Esta circular de Lersundi, en tono más autoritario que la anterior, nos revela
muchas cosas. En primer lugar que la idea de la lectura en los talleres se había
extendido por la isla, penetrando hasta en ‘‘las fincas del campo’’ especialmente
entre los “escogedores” de tabaco. Además prueba el férreo despotismo implan-
tado por Lersundi en la isla.

En realidad, los periódicos y los libros leídos en los talleres de tabaquería no


fueron demasiado audaces en sus doctrinas. Periódicos como “El Siglo” cuyo
atrevimiento residía en solicitar respetuosamente de la metrópoli reformas admi-
nistrativas. Los libros no iban generalmente más allá. El primer libro leído en ‘‘El
Fígaro”, según refiere “La Aurora” (Entrega 13ª, 14-I-1866), se titulaba “Las
Luchas del Siglo’’. En la “entrega’’ 23ª del mismo semanario, correspondiente al
25 de marzo de dicho año, se dice en un suelto:
“En las tribunas del taller de D. Jaime Partagás se han leído las obras siguientes,
sometidas antes a la censura de dicho Sr.: ‘‘Economía Política” de Florez Estrada,
2 tomos en 4º —“ El rey del mundo”, novela moral y filosófica de Fernández y
González, 1 tomo en folio.— ‘‘Historia de los Estados Unidos”, dos tontos en
folio.— “Historia de la Revolución Francesa”, dos tomos en 4º mayor.—“His-
toria de España”, por Galeano, 6 tomos en tres volúmenes. Actualmente se está
leyendo la obra titulada “Misterios del Juego”. Si obras de tal condición encierran
doctrinas perniciosas para los artesanos, venga Barrabás y dígalo.”
Lo pernicioso estaba, para aquellas gentes, en la instrucción de los artesanos,
en la corriente divulgadora, aunque nada radical, de las teorías económicas que
daban al traste con la aceptación religiosa de un ordenamiento social injusto,
desde el momento en que éste era considerado como un fenómeno capaz de
variación y de mejoramiento tan variable como las relaciones económicas en que
se asentaba. Mucho más pernicioso era añadir a estas teorías el ejemplo de dos
pueblos que conquistaron, con su sangre, una superestructura política nueva cuando
así lo exigió el nuevo ordenamiento económico en sus tierras. Y —todo esto
ofrecido en contraste con la Historia de España, que no podía ocultar la decaden-
cia profunda del que fuera enorme imperio en el que jamás se ponía el sol. Des-
pués de estas lecciones tan claras y objetivas, de nada podían valer las razones
“morales y filosóficas” de Fernández y González.

164
De todos los libros citados el más importante, de más honda y perdurable
influencia entre aquellos artesanos, fue, sin duda, la Economía Política de Florez
Estrada. Olvidado hoy, D. Alvaro Florez Estrada es quizás el único economista
español que merece citarse entre los grandes tratadistas de la Ciencia Económi-
ca y, sin duda, uno de los más interesantes de los comienzos del Siglo XIX. Libe-
ral de convicción, figuró en las Cortes de Cádiz, y al ser restaurado el absolutismo
combatió las medidas arbitrarias de Fernando VII por quien fue perseguido, te-
niendo que refugiarse en Londres. Desde esta ciudad envió al monarca una res-
petuosa pero enérgica “representación” en la cual censura valientemente todos
los desafueros del rey. En el citado documento se refiere a la libertad de las
colonias españolas de América y explica las razones que los pueblos americanos
tuvieron para hacerse independientes, aunque Florez estima amenazada la sub-
sistencia de las repúblicas hispano-americanas por el poder creciente de los Es-
tados Unidos, en una nueva visión más breve e imprecisa de las razones del
Conde de Aranda. Ya Florez había tratado “Las disensiones de la América con la
España” en un libro publicado en Cádiz en 1812, en el cual aducía las mismas
razones que utilizara después en su “representación”.
Pero la obra más conocida, la más importante también de Florez Estrada es su
“Curso de Economía Política” en el cual, sobre un fundamento esencialmente
librecambista, discute las teorías contemporáneas y expone ideas propias de in-
dudable interés. Sus fuentes son los economistas ingleses, especialmente Adam
Smith, al que opone algunas, como cuando trata “del valor real de los artículos de
riqueza”, las tesis más modernas de David Ricardo. Sigue a éste en la teoría del
valor, discute a los sansimonianos al referirse al derecho de propiedad que de-
fiende con serias limitaciones, y se adelanta a las doctrinas reformistas de Henri
George en el planteamiento, el más original de su obra, de la renta de la tierra. La
huella de Florez Estrada está presente en más de un artículo de “La Aurora”. La
preocupación constante de sus redactores por la instrucción de los artesanos
parece un eco de estas palabras del economista español: “La educación de los
trabajadores es el único medio seguro de precaver las agitaciones tormentosas y
de hacer desaparecer los crímenes que en pos de sí arrastra la mendicidad siem-
pre desmoralizadora. Sólo interesados en los abusos pueden sostener sin rubori-
zarse que la ignorancia, la indigencia y el abatimiento son la garantía que los
gobiernos deben buscar para apoyo de su dominación.” Porque “las luces no
progresan sin la más amplia libertad, y que ésta no existe siempre que la educa-
ción se halle confiada al cuidado de una clase determinada, por más garantías
que aparente ofrecer. El monopolio de la enseñanza en todos los tiempos ha sido
el blanco de los interesados en perpetuar los abusos, del mismo modo que el
monopolio industrial ha sido siempre el blanco de los cosecheros y fabricantes
cuyos productos, a causa de su inferioridad y carestía, no pueden sostener la
concurrencia de los extranjeros”.

165
En las galeras se hace más quedo el breve golpe de las chavetas y los
tabaqueros escuchan estas nuevas razones que robustecen su naciente concien-
cia de clase. El “lector” ha ido repasando los capítulos que se refieren a ‘‘la
principal causa que impide la debida recompensa del trabajador y de los medios
de hacerla desaparecer”; a “los salarios del trabajador’’, a un problema de terri-
ble importancia en la colonia esclavista: “¿ Es menos costoso el trabajo del obrero
esclavo que el del obrero libre?”; a otro no menos escabroso: “De los electos que
las leyes establecidas con el objeto de conservar estancada en poder de la noble-
za y del clero la propiedad territorial, causan en la producción de la riqueza’’. En
otra oportunidad han oído leer, en la misma obra, que ‘‘la apropiación de la tierra
no es conciliable con las bases de la sociedad’’, con el apoyo abrumador de citas
de Licurgo, los romanos, el feudalismo, las leyes de Moisés y hasta de los Incas.
Han escuchado las razones de Florez Estrada contra la injusta amplitud del dere-
cho de propiedad, que “cuando no se limita a los artículos que son producto de la
industria del hombre, sino que se extiende a los dones naturales concedidos
indistintamente al género humano e indispensables para nuestra existencia,
entonces la idea de los que ven en este derecho el germen de cuantas calamida-
des afligen a la humanidad, es cierta en todas sus partes. Entonces las leyes
positivas concernientes al derecho de propiedad son sólo un verdadero insulto a
la moral y a la sana razón. Entonces las disposiciones legislativas en vez de
fortalecer la ley natural, la desvirtúan, despojando al trabajador en todo o en parte
del fruto de sus fatigas. Con tales disposiciones la lucha de los asociados se hace
interminable y a la comunidad no se le deja base conocida en que apoyarse.’’
Esas son las palabras que escuchan cada tarde los torcedores en los instantes
mismos en que germina su espíritu clasista. Su conclusión será muy parecida a la
de Florez Estrada: “No nos hagamos ilusión. La sociedad no llegará a verse
organizada como corresponde, mientras que la obligación de trabajar no sea ex-
tensiva a todos los asociados; mientras que la facultad concedida al productor
para disponer del fruto íntegro de su industria no sea un derecho religiosamente
observado. No hay otra alternativa; o continuar la lucha de los dos partidos en
que se halla dividido el género humano, o dar al trabajo la recompensa debida. Mi
idea se dirige al último objeto”. De esta manera el proletariado nace en Cuba
armado de una doctrina, reformista como vimos, pero una doctrina al fin que
consolida su conciencia de clase. Rebasada esta etapa reformista, los obreros
abandonarán las conclusiones colaboracionistas inadecuadas de Florez Estrada y
de los reformistas ingleses —Cobden, etc.— para deducir de las premisas verda-
deras por ellos advertidas, su justa consecuencia revolucionaria.
Con agudo instinto de clase, toda la opinión reaccionaria de la isla estuvo en
contra de los esfuerzos de los artesanos por ilustrarse y atacaron a “La Aurora”.
Además del “Diario de la Marina” y “El Ajiaco”, “D. Junípero”, etc., lo hizo
también “El Fanal” de Puerto Príncipe (Camagüey). En el número 19 de la se-
gunda época de “La Aurora” (2-XII-1866) se lee el siguiente suelto:

166
“El Fanal” de Puerto Príncipe en su número del 17 del vencido noviembre trae
un artículo inmensamente largo, en que, a vuelta de desbordarse con el “Diario de
Cuba” y su corresponsal del Camagüey, por haberle éstos refutado como se
merecía, un artículo en que ponía a los artesanos como “frac de domine”, dice
que “los periódicos políticos, como la “Aurora de la Habana” y otros de la propa-
ganda demagógica, sólo tratan de inocular en los artesanos la pasión política y el
espíritu de partido, cuando el pobre no debe tener otro que el del pacifico oficio
con que mantiene su familia”.
Después de defenderse de la imputación de periódicos políticos que se le hace
maliciosamente, “La Aurora”, en el mismo suelto, protesta en nombre de los
artesanos de la capital de las doctrinas vertidas por el periódico camagüeyano.
No fue éste, sin embargo, el único caso denunciado por “La Aurora” de ata-
que al interés por instruirse de los artesanos y de exposición de doctrinas calca-
das en las circulares del gobierno insular. En el mismo número que acabamos de
citar aparece el siguiente suelto:
“Un Sr. Dr. de la Villa de las Lomas fue invitado por la “Sociedad de Artesanos”
de aquélla para que asistiese a la función que tuvo efecto el domingo a beneficio de
sus fondos, y sabiendo que esa “Sociedad” siempre que ha podido ha invertido
sumas considerables en vestir al desnudo y dar de comer al hambriento, res-
pondió con un ceño endemoniado: —“¡Que trabajen esos necios y que se dejen de
Sociedades y de procurar saber, que el pobre ha nacido para trabajar y nada más!”—
¡Este Dr. debe pertenecer a la escuela del “Fanal” de Puerto Príncipe porque las
ideas son las mismas! ¡Y luego blasonaremos de progresistas, y en la Real Acade-
mia de Ciencias abogaremos por la humanidad doliente! Adelante.”
En “El Siglo” del miércoles 5 de diciembre del propio año, un Dr. Havá recogió
la alusión contenida en el suelto de “La Aurora” en un extenso artículo en el cual,
después de las explicaciones habituales en esos casos, alegó que no dijo tales
palabras, que solamente rechazó el billete-invitación porque acababa de comprar
otros análogos a una institución diversa, etc., añadía:
“La Aurora” hace la propaganda para desvanecer en las clases proletarias
“las preocupaciones” en contra de la usura, divulgando la teoría de Bentham, en
los momentos en que debiera estigmatizarla para contener el desarrollo cada vez
más grande del monopolio industrial y abrir un poco los ojos a esas clases contra
la esclavitud que las aguarda aceptando sobre el producto ínfimo de su trabajo,
los beneficios de un crédito traidor. ¡Como si la garantía del trabajo no fuera
bastante para obtener sin usura un equivalente en calidad de préstamo! ¡Como si
las asociaciones de socorros mutuos, no debieran oponerse al crecimiento cons-
tante de esa plaga, que han venido a levantar nuestros progresistas, del cieno en
que la habían arrojado todas las legislaciones aceptadas por los hombres!”
“El Siglo” advirtió, al presentar la comunicación del doctor Havá que lo hacía
“aunque sin aceptar por supuesto las doctrinas económicas que en ella se defien-

167
den, contrarias a las que siempre hemos mantenido”. Por su parte “La Aurora”,
en el número 21 (16-XII-66) en un suelto, expresaba lo siguiente:
“En el número pasado de “La Aurora”, no contestamos al Dr. Havá en el
punto relativo a las doctrinas económicas que sostenemos, y que él con tanto brío
nos rebatió en su artículo publicado en “El Siglo”, porque no ha estado en el límite
de nuestras facultades. El Dr. Havá sabe el motivo, pues ya se lo hemos manifes-
tado en persona, por cuya razón no nos tachará de inconsecuentes”.
Se hacen patentes en los párrafos transcriptos, de una parte, la intransigencia
de una burguesía española que aún se sentía conquistadora por imponer
despóticamente sus criterios, sin el apoyo, en este caso, de la burguesía cubana,
opuesta a aquella imposición. y, por otra parte, un proletariado que asciende a la
plena conciencia de sí, imposibilitado de exponer en todas las ocasiones sus ideas
y opiniones y armado ya con las doctrinas de su tiempo, con cierto retraso indu-
dable que le viene de su incipiencia y de las difíciles condiciones en que lo situaba
la colonia. El Dr. Havá acusa de utilitaristas, de partidarios de las doctrinas de
Bentham a los hombres de “La Aurora”, y es interesante recordar en este punto
las frases de Engels en “La situación de la clase obrera en Inglaterra”.
“Los dos más grandes filósofos prácticos de los últimos tiempos, Bentham y
Godwin, son también, el último especialmente, propiedad casi exclusiva del prole-
tariado; aunque Bentham haya hecho también escuela entre la burguesía radical,
sólo el proletariado y los socialistas han logrado desarrollarlo.”

En las páginas de “La Aurora” se realizó un amplio esfuerzo divulgador. El Sr.


D. Luis de Abrisqueta tradujo numerosos trabajos de revistas y libros extranje-
ros, y otro tanto hicieron los hermanos Sellén. En una oportunidad, contestando
Abrisqueta alusiones molestas de un Sr. X sobre sus conocimientos, afirmó:
“En cuanto al conocimiento de los siete idiomas que poseo y que académica-
mente estudié, estoy dispuesto a sufrir un examen sin recomendaciones ni empe-
ños, como el que sufrí en Madrid. Si duda que poseo la lengua dinamarquesa
estoy pronto a darle lecciones gratuitas de ese idioma y frotarle las narices con la
calificación de la Universidad de Copenhague.”
Este violento políglota era uno de los asiduos colaboradores del periódico de los
artesanos. En él publicó Antonio López Prieto, además de otros artículos, un extenso
estudio sobre Torcuato Tasso; el dependiente de comercio y poeta Fernando Urzais,
además de versos y novelas, dio a las páginas del semanario la traducción de una
serie de breves biografías; el maquinista José de Jesús Márquez, de quien hablaremos
en seguida, publicó numerosos artículos de divulgación, entre ellos una serie sobre
Mecánica; D. Felipe Poey, en los últimos tiempos del periódico (1868) dio a conocer,
en varios números, un estudio sobre “Ciguatera, Memoria sobre la enfermedad oca-

168
sionada por los peces venenosos”; D. Antonio Bachiller y Morales publicó entre otras
cosas, varios artículos sobre “Inquilinatos-Desahucios”. No faltaban, además, en cada
entrega versos y prosas de los mejores escritores cubanos y extranjeros. Se tradujo a
Schiller, a Mickiewikz, a Chateaubriand, a Beranger, a Reine, etc. Muchas de estas
traducciones teman un franco sentido de protesta clasista, como esta canción de
Rolernt; lejana antecesora de algunos poemas de Nicolás Guillén:

JUAN MATÍAS*

¿Por qué gimes, por qué tiemblas,


Y cómo tu nariz está tan roja,
Juan Matías?
—“Es que la nieve me moja
Y estoy muy viejo y cansado,
Es que llevo un capote destrozado,
¡Buenos días!”
Forra el capote con vino
Y calienta tu sangre con un vaso
Juan Matías.
—“ ¿Puedo yo beber acaso
Cuando no tengo dinero
Y fiarme no quiere el tabernero?
¡Buenos días!”
Pues dirígete a esa loma,
Anda y toca a la puerta del buen cura,
Juan Matías.
—“El en predicar se apura
Contra el amor al dinero,
Pero nunca socorre al pordiosero,
¡Buenos días!”
De la colina en la falda
Habita nuestro alcalde, ve al instante
Juan Matías.
—“Me tratará de bergante,
Y me espantará jurando
Prenderme si prosigo mendigando,
¡Buenos días!”

* El título de la canción, en el original es Gaffer Graz: nos parece innecesario explicar el motivo
del cambio. El estribillo está traducido literalmente. (Nota de “La Aurora”)

169
El Marqués de su gran mesa
Algún bocado se dará que sobre,
Juan Matías.
—“No es su mesa para el pobre,
Que es para el rico y la herniosa
Su dulce vino y vianda deliciosa,
¡Buenos días!”
Bien escaso es mi bolsillo...
¿Y qué? Ven conmigo hasta que acabe,
Juan Matías.
—“¡Ay, tan sólo el pobre sabe,
Cuando ayuda un pobre implora,
Partir su negro pan con el que llora!
¡Buenos días!”

Escudados en un poeta extranjero los obreros cubanos han dicho en los versos
transcriptos su palabra de lucha, la denuncia de las figuras representativas de las
clases sociales y la persuasión también de que sólo el proletariado ayudará a los
hombres de su clase.
Pero hay más. Entre los artículos traducidos figura uno de Augusto Laugel
sobre “Correlación de las fuerzas físicas”, que indica una aproximación de los
artesanos de “La Aurora” al monismo materialista. Otro tanto ocurre con otro
artículo, “El calor interior del globo, su origen y sus efectos”. Lección pronuncia-
da por M. Daubrés en las Conferencias populares del Asilo Imperial de Vicennes
en París, con citas de Tyndall, etc. Mucho más interesantes resultan, sin embar-
go, los artículos de divulgación en torno a la Economía Política, de los cuales
trataremos en el capítulo siguiente.

Capítulo VI: Significación de “La Aurora”

Toda una época de nuestra historia cultural está reflejada en “La Aurora’’.
Sus páginas recogen el proceso de una nueva clase social, el proletariado, que
asciende a la plena conciencia de su condición y de sus destinos. Ellas nos aso-
man también al desarrollo de otras actividades culturales: Saturnino Martínez,
con el seudónimo de Camilo, pasaba revista en la sección titulada “El tabaco” a la
producción literaria del momento, en tanto José de Jesús Márquez hacía otro
tanto con las publicaciones periódicas y los oradores. Cada nuevo libro, cada
obra teatral estrenada, cada acontecimiento intelectual, era de inmediato comen-

170
tado por los vigilantes redactores de “La Aurora”. Por razones explicables nada
se dice en ella de la primera huelga de tabaqueros, la promovida por los operarios
del taller de Cabañas, en 1866, pero sabemos, en cambio, que Saturnino Martínez
fue uno de los dirigentes de aquel movimiento.
“La Aurora”, lo hemos dicho al comienzo de este capítulo, fue una publicación
de carácter esencialmente reformista, como expresión de una etapa transitoria del
proletariado cubano. De su cuidadosa revisión histórica se desprenden, sin embar-
go, dos lecciones que conservan plena vigencia en nuestra hora. La primera lección
es la presencia de los intelectuales en esta primera publicación obrera de Cuba. Era
el instante del nacimiento de la clase revolucionaria en las entrañas de la burguesía
industrial cubana y los escritores y los artistas, advirtiendo que en ella estaba la
justicia y, en germen, la sociedad futura, se pusieron de su lado, a su servicio. Y es
bueno hacer notar que siendo siempre de más alta calidad estética las colaboracio-
nes de los hermanos Sellén, de Luaces, de Victoriano Betancourt o de Fornaris, no
son ellas las que dan el tono al semanario y determinan la perdurabilidad (de su
mensaje, sino las otras incorrectas del maquinista José de Jesús Márquez, del taba-
quero Saturnino Martínez o del vendedor ambulante Juan María Reyes. Los inte-
lectuales cubanos que se unieron a los artesanos de “La Aurora’’ hacían bueno, sin
saberlo, un sagaz pensamiento de Marx en el Manifiesto Comunista:
“Finalmente, cuando la lucha de las clases se acerca a la hora decisiva, el
proceso de disolución de la clase reinante, de la vieja sociedad, adquiere un ca-
rácter tan violento, tan áspero, que una pequeña fracción de esa clase se separa
y se adhiere a la clase revolucionaria, a la clase que lleva en sí el porvenir. Lo
mismo que en otro tiempo una parte de la nobleza se pasó a la burguesía, en
nuestros días una parte de la burguesía se pasa al proletariado, principalmente
aquella parte de los ideólogos burgueses elevados a la inteligencia teórica del
conjunto del movimiento histórico.”
Eso ocurrió con las más altas figuras de la intelectualidad cubana contemporá-
nea a “La Aurora”, y ésa es la primera lección que aquel periódico nos ofrece.
La segunda se refiere a la vigencia de los dos principios sobre los cuales fundó
todas sus campañas el semanario de los artesanos: Unidad e Instrucción. Unidad
estrecha e indestructible de los proletarios en las organizaciones de masa, e Ins-
trucción para poner al servicio del mundo que construyen todas las conquistas
grandiosas del sistema que se derrumba. Unidad e Instrucción repiten las viejas
páginas de “La Aurora”. Y el eco agranda y multiplica las dos palabras señeras
como una breve consigna de indestructible vigencia.

La Habana, octubre de 1942 / abril de 1943.

José Antonio Portuondo: “La Aurora” y los comienzos de la prensa y de la organización obrera
en Cuba, Imprenta Nacional de Cuba, La Habana, 1961, pp. 33-52 y101-102.

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Tema IV
Algunas consideraciones sobre cultura en José Martí
Roberto Fernández Retamar

“A la mujer no se la lastima ni con el pétalo de una rosa”. “Robar libros no es


robar”. “Nuestro vino es agrio pero es nuestro vino”. .. Ante frases como éstas,
que con frecuencia mayor o menor se le atribuyen entre nosotros a José Martí, y
que o él no dijo nunca o alteran lo que sí dijo; y ante muchas elucubraciones
banales que pertenecen a la misma familia de las frases anteriores, y contribuyen
a alejar de Martí a determinados lectores, se ha pensado que sería conveniente
que nos impusiéramos durante un tiempo prudencial una cura de silencio entorno
al Maestro: un silencio del que debería salir una fidelidad absoluta a sus textos y
una máxima seriedad al comentarlos. Pero tal solución no lo es en absoluto: sólo
en momentos de malhumor o perplejidad cabe haberla imaginado. La verdad es
que, más allá de esos desenfoques, a menudo nacidos de un amor tan ciego como
asegura cierta discutible tradición que es el amor, estamos obligados a seguir
abordando y, en la medida de nuestras fuerzas desarrollando la obra martiana,
por varias razones. Voy a mencionar algunas:
Que al margen de aquellas ingenuidades o torceduras, mucho bueno se ha
dicho y se sigue diciendo sobre Martí, desde los tiempos lejanos en que Sarmiento
y Darío ensalzaron al máximo su obra literaria, pasando por observaciones como
las de Unamuno, Henríquez Ureña, Gabriela, Mella, Reyes, Roig, Méndez, Griñán,
Marinello, Mañach, Idearte, Medardo Vitier, Martínez Estrada, Manuel Pedro,
De Onís, Roa, Carlos Rafael, Mirta Aguirre, Portuondo, Le Riverend, Cintio,
Fina, Schulman, Salomón, Estrade, Rama, muchas y muchos más: entre ellos, por
supuesto, Fidel y el Che; observaciones que nos permiten comprender cada vez
mejor su faena y el mundo que él iluminó e hizo posible.
Que el enemigo, conciente del alimento espiritual que nos es la labor de Martí,
no se cansa de tergiversarla, esta vez con la peor intención, a partir del odio y no del
amor, con vistas a privarnos de ese arsenal. Sobran ejemplos de tal proceder, desde
el viejo anexionista José Ignacio Rodríguez hasta anexionistas recientes, incluyen-
do pedantes del tipo que Martí desdeñó llamándolos “letrados artificiales”.
Que Martí sigue siendo insuficientemente conocido por verdaderos revolucio-
narios en otros países, incluso de nuestra América, con el empobrecimiento que
esto implica para la noble tarea que se proponen.

173
Por lo antes dicho, he creído útil, al inicio de nuestro Congreso, darles a cono-
cer estas palabras, que en su mayor parte abordarán tres puntos: la cultura en
general, la cultura de nuestra América y la cultura de Cuba que no han de verse
separadas en compartimientos estancos.
No hubo en Martí una teoría de la cultura, como no la hubo del desarrollo. Pero
ambos conceptos atraviesan, aunque de manera no formalizada, su obra, y son
esenciales en ella. En los dos casos, nos encontramos con una amplia polisemia
que, ni puede desconocerse ni puede impedirnos adentrarnos en los temas.
La palabra cultura en un sentido moderno, como la palabra civilización (con
la cual iba a mantener una relación que a veces las identifica y otras las separa),
surgió en Europa en ese siglo XVIII en que Occidente, es decir, la sociedad burgue-
sa, entonces en trance de maduración, lista a adueñarse plenamente del poder
político, forja tantos de sus aparatos conceptuales. Ambos son términos polares,
pero no entre sí, como más de uno ha creído, sino con relación a otras entidades
que les permiten, por esa tendencia a las oposiciones binarias cara a cierto pen-
samiento moderno, definir sus rasgos. Frente a la civilización se menciona al
salvajismo o la barbarie como frente a la cultura se piensa en la natura. En
ambos casos, Occidente, que se otorga la gracia de las primeras denominaciones,
aspira a proclamarse humano por excelencia, relegando a la selva, a la naturale-
za, lo que no es él. Ya veremos cómo estos criterios no van a ser aceptados por
el revolucionario anticolonialista, antiimperialista y radical que fue José Martí,
quien en esto, como en tantas cosas, no mira al pasado, sino al futuro. Y muchos
menos aceptará el sentido de otro término que la sociedad burguesa en vías de
rapaz expansión ultramarina había tenido que pedir en préstamo siglos atrás a la
zoología (lo que es bien elocuente) para pretender sancionar muchos de sus críme-
nes, el término raza. “No hay odio de razas, porque no hay razas”, sentenciaría
Martí en el pleno apogeo del racismo que acompañó al despliegue imperialista.
Veamos uno de los infrecuentes párrafos en que Martí utiliza la palabra cultura
y cuánto nos dice ese párrafo, que es de una de sus crónicas de 1888:
“El talento viene hecho y trae consigo la obligación de servir con él al mundo, y no
a nosotros, que no nos lo dimos […] la cultura, por la que el talento brilla, tampoco es
nuestra por entero, ni podemos disponer de ella para nuestro bien, sino es principal-
mente de nuestra patria, que nos la dio, y de la humanidad, a quien heredamos.”
Aunque breve, el párrafo es enjundioso. Significativamente Martí no ve la
cultura como consumidor, sino como productor, como creador lo que se vincula
con su concepción de la vida humana auténtica como servicio. Tampoco ve en la
cultura una realidad cerrada en sí, sino que la remite a la patria y a la humanidad,
términos que sabemos que en Martí, lejos de oponerse, se englobaron. Sólo unos
meses antes de morir escribió: “Patria es humanidad, es aquella porción de hu-
manidad que vemos más de cerca y en que nos tocó nacer”, por lo que, de modo
especial, allí está obligado “el hombre a cumplir su deber de humanidad”.

174
Indudablemente, Martí concebía la cultura con entrañas de humanidad. “Edu-
car”, dijo en 1883, “es depositar en cada hombre toda la obra humana que le ha
antecedido, es hacer a cada hombre resumen del mundo viviente hasta el día en
que vive […]” Por eso Hormero y Hugo, Calderón y Goya, Darwin y Spencer,
Wilde y los pintores impresionistas franceses tuvieron en él un comentarista pro-
fundo y no siempre dulce por cierto. Pero Occidente y la ascendencia que pro-
clama como suya estuvieron lejos de ser para Martí todo el mundo. Piénsese en
esa obra capital martiana, La Edad de Oro, que ahora cumple ciento diez años y
sobre la cual he de volver, para que se le vea evocar con admiración creaciones
vietnamitas, chinas, árabes o de la India. No menciono las creaciones de nuestra
América, porque a ellas va a dedicarse un punto en particular, pero es evidente
que se emparientan con las inmediatamente citadas por su carácter no occiden-
tal, o como hubiera dicho un buen burgués metropolitano de su época: por su
condición no civilizada sino bárbara. Es esto precisamente lo que Martí impugna
desde la perspectiva no de una parte de la humanidad, por prestigiosa que sea,
sino de la humanidad toda. Ya en 1884 rechaza según palabras suyas que se han
citado muchas veces:
“...el pretexto de que unos ambiciosos que saben latín tienen derecho natural
de robar su tierra a unos africanos que hablan árabe; el pretexto de que la civili-
zación, que es el nombre vulgar con que corre el estado actual del hombre euro-
peo, tiene derecho natural de apoderarse de la tierra ajena perteneciente a la
barbarie, que es el nombre que los que desean la tierra ajena dan al estado actual
de todo hombre que no es de Europa o de la América europea: como si cabeza
por cabeza, y corazón por corazón, valiera más un estrujador de irlandeses o un
cañoneador de cipayos que uno de esos prudentes, amorosos y desinteresados
árabes que sin escarmentar por la derrota o amilanarse ante el número, defien-
den la tierra patria con la esperanza en Alá, en cada mano una lanza y una pistola
entre los dientes”.
Heredamos pues la cultura de la humanidad según Martí, y de una humanidad
que lo es de veras, no mutilada y jactanciosa. Pero esa herencia, no importa, su
dimensión o su prestigio no es aceptada acríticamente por Martí. En pocas oca-
siones se pone esto tan de manifiesto como en su vasto y penetrante enjuicia-
miento de los Estados Unidos (“la América europea” según Martí). Frente a los
ciegos adoradores de aquel país, y a los que, como Rodó verían o querían ver lo
refinado en nuestras tierras y lo groseramente terrenal en los Estados Unidos,
Martí supo distinguir, tanto en lo político como en lo cultural todo, lo que el histo-
riador Philip S. Foner llamó “los dos rostros de los Estados Unidos”. Martí en lo
tocante a lo político, señaló este hecho de manera arquetípica al exclamar en su
poderosa “Vindicación de Cuba”, de 1889: “Amamos a la patria de Lincoln, tanto
como tememos a la patria de Cutting”. En otros órdenes no le escatima elogios ni
a intelectuales democráticos como Emerson, Phillips, Whitman, Twain o Helen

175
Hunt Jackson, ni a los obreros, los negros y los indios mientras es acerbo para lo
que ve de mezquino y peligroso en el alma y la práctica de los sectores dominan-
tes en aquel pueblo.
Es necesario destacar también cómo Martí presta atención tanto a lo que
ahora se llama “cultura material”, como a lo que se llama “cultura espiritual”.
Recuérdense, entre tantas manifestaciones felices de su apreciación de la prime-
ra, sus vívidas descripciones del puente de Brooklyn o de la torre Eiffel. Podría
hacerse una atractiva antología con tales descripciones. Quiero traer aquí estas
simpáticas líneas suyas de 1883, menos conocidas que las anteriores: “Como que
se le ve tan avisada y diligente, tan útil y animosa, tan pizpireta y gentil, se siente
amistad humana por la linda locomotora”. Otros ejemplos admirables aparecen
en esa obra sobre la que ya advertí que habría que volver: La Edad de Oro. “La
historia del hombre contada por sus casas”, “Historia de la cuchara y el tenedor”,
“La Galería de las Máquinas” y buena parte de “La exposición de París” dan fe
sobrada de ello. Que en esa revista inolvidable, donde Martí revela cómo desea-
ba que se formaran los futuros hombres y mujeres de nuestra América él mezcle
tales trabajos con otros puramente literarios o evocaciones históricas muestra en
qué medida Martí se oponía a la incorrecta distinción entre ambas formas de
cultura. Este punto de la concepción de la cultura en Martí se relaciona estrecha-
mente con una de sus ideas pedagógicas esenciales, que revela su aspiración a
favorecer el desarrollo de un ser humano íntegro; idea que sería asumida con
entusiasmo por la Cuba actual, y él expuso así: “En la escuela se ha de aprender
el manejo de las fuerzas con que en la vida se ha de luchar. Escuelas no debería
decirse, sino talleres y la pluma debería manejarse por la tarde en las escuelas:
pero por la mañana, la azada”.
Sobre Martí y la cultura de nuestra América se ha dicho no poco en otras
ocasiones, y daré como conocido por ustedes lo esencial de ello. Varios hechos,
sin embargo, debo apuntar, al precio de fatigarlos con lo sabido.
Aunque Martí no fue el primero en usar la expresión “nuestra América”, se-
gún rastrearon autores como Ricaurte Soler y Sara Almarza, es el cubano quien
le da el sentido (o mejor, los sentidos) con que llegaría a nosotros. La acuña entre
México, donde se le revela la especificidad de nuestra patria mayor en 1875 y
1876, y Guatemala donde en 1877 y 1878 hace un balance de esa primera reve-
lación. Habiendo vivido ya experiencias latinoamericanas (empezando por las
definitivas de Cuba), europeas e incluso, fugazmente, estadounidenses puede
escribir en 1877 sobre nuestro ámbito histórico:
“Interrumpida por la conquista la obra natural y majestuosa de la civilización
americana, se creó con el advenimiento de los europeos un pueblo extraño, no
español, porque se ha sufrido la injerencia de una civilización devastadora, dos
palabras que, siendo un antagonismo constituyen un proceso; se creó un pueblo
mestizo en la forma, que con la reconquista de su libertad desenvuelve y restaura

176
su alma propia [...] Toda obra nuestra, de nuestra América robusta, tendrá pues,
inevitablemente el sello de la civilización conquistadora, pero la mejorará, adelan-
tará y asombrará con la energía y creador empuje de un pueblo en esencia distin-
to, superior en nobles ambiciones, y si herido, no muerto. ¡Ya revive!”.
Al menos dos comentarios merece este párrafo: en primer lugar, que parece
evidente que “civilización” está tomado aquí, al igual que en la cita de 1884, como
sinónimo de “cultura”. Pero una vez que se ha pasado del singular al plural en el
uso de este término, su contenido no es exactamente el mismo. Así como Lenin
habla en 1913 de culturas de clase, lo que no excluye que en 1920 use el singular
y, sin negar lo anterior hable de la cultura de la humanidad, así en 1877 Martí
habla de civilizaciones o culturas de determinadas áreas históricas, mientras que
en 1884, se vale del singular, y en ese caso aparece en oposición a barbarie, lo
que Martí no acepta.
El caudal de páginas dedicado por Martí a la civilización o cultura de nuestra
América es copioso e inequívoco. Ellas van desde las producciones aborígenes
hasta la fundación de la que habría de ser nuestra literatura de hoy: fundación que
tiene en él su basamento indiscutido. No voy a enumerar cuanto escribiera sobre
escritores, pensadores, artistas, periodistas o cuestiones educativas de casi todos
los países de nuestra América; pero es de la mayor utilidad insistir en lo que llegó
a postular a partir de lo que ya había aprendido, de lo que incorporarla durante su
breve pero intensa estancia en Venezuela y su larga y dramática experiencia
estadounidense, y de su constante brega política en favor de la independencia de
su patria inmediata y de la defensa de su patria mayor. Disperso a lo largo de
abundantes páginas, ello se resume, como en un puño, en un trabajo al que nunca
se volverá demasiado: su “Nuestra América” de 1891. Este texto no sustituye a
los anteriores y posteriores que elaboró sobre el tema, pero es su núcleo concep-
tual. Así se ve con toda claridad cuando afirma:
“El libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los
hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha
vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie sino
entre la falsa erudición y la naturaleza”.
Aquí Martí se enfrenta a un tema local (el de nuestra América) y a uno gene-
ral (el de la civilización y la barbarie, tratado anteriormente por él, que esta vez se
enriquece con la alusión a “la naturaleza”: alusión ya esbozada cuando en 1877
mencionó “la obra natural y majestuosa de la civilización americana”). En cuanto
a lo primero, no cabe duda alguna: Martí considera, lo ha dicho antes y lo dirá
después, que nuestra América tiene una civilización o cultura propia, vinculada
por supuesto a otras en el planeta, pero que no por ello carece de especificidad.
En cuanto a lo segundo, además de refutar la tesis tan famosa como falsa en la
cual Sarmiento enfrenta en nuestra América civilización y barbarie, Martí, que ya
ha impugnado la supuesta condición bárbara de nuestros pueblos frente a la pre-

177
sunta condición civilizada de los metropolitanos, añade ahora otra impugnación
anunciada: la de la cultura como opuesta a la naturaleza. Aunque se han hecho
loables aproximaciones al tema, está por estudiarse en profundidad el concepto
de naturaleza en Martí, especialmente cuando, como en casos como el presente,
se habla de ella en relación con la civilización o cultura. La idea de la Ilustración
que recogería el pensamiento burgués ulterior (y que en el filósofo neokantiano
Rickert alcanzará una formulación muy divulgada), según la cual hay un corte
tajante entre la naturaleza, lo que existe por sí y la cultura lo artificialmente hecho
por el hombre, no se corresponde con la verdad según la cual la cultura es un
proceso de conversión del ser humano en sujeto de la historia en perpetuo diálogo
con la naturaleza. Por eso en la cultura el hombre aparece como ser que se
desarrolla históricamente, en el plano no sólo de su distinción con respecto a la
naturaleza, sino también de su necesaria relación con ella. El capitalismo hybrístico
y depredador de nuestros días ha llevado a extremos peligrosísimos la ruptura de
esa relación (patente en los pueblos raíces tan respetadas por Martí) y amenaza
con provocar una verdadera catástrofe ecológica que podría dar al traste con la
sobrevivencia de la humanidad.
Lo que Martí sí ve opuesto a la naturaleza es la “falsa erudición”. Se está tenta-
do de pensar en la “falsa conciencia” que es una de las acepciones, peyorativa en
este caso, del término “ideología” en el pensamiento marxista. Por otra parte, la
naturaleza a la que se refiere Martí en la cita suya hecha unas líneas atrás no es
la naturaleza desprovista del hombre. “El hombre natural” que allí menciona pasa a
ser de inmediato “el mestizo autóctono”: un concepto harto complejo, en apariencia
paradójico incluso, como la condición de “Adán culto” que Gabriela Mistral atribu-
yó a Martí, ya que “el mestizo” implica entidades anteriores que se mezclaron entre
sí, no obstante lo cual Martí lo llama “autóctono”. De hecho, a lo que está aludiendo
es a una historia que nació de otras historias, pero que alcanzó su propia genuinidad.
No se trata pues en este caso, de un ser ahistórico (lo que ni Martí ni por cierto
tampoco Rousseau propusieron), sino de un ser con una historia o cultura propias,
no importa cuánto deba a otras historias o culturas. En 1940 Fernando Ortiz acuña-
ría para experiencias de ese tipo el vocablo “transculturación”.
También en “Nuestra América” Martí escribe algo que nos es particularmente
importante. Me refiero a estas palabras:
“La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia
de América, de los incas hacia acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se
enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que
no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar
a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco
ha de ser de nuestras repúblicas”.
“Ceder a la universidad americana” no significa cerrarse a lo que “la universi-
dad europea” nos ha enseñado y puede y debe seguir enseñándonos. Pero tal

178
enseñanza sólo ha de ser fructífera si tenemos un cuerpo que será alimentado por
ella. Por eso Martí añade: “Injértese en nuestras repúblicas el mundo”. “El mes-
tizo autóctono” que somos quienes vivimos en “nuestra América mestiza”, sigue
alimentándose de sus raíces y sus injertos, tan múltiples como se pueda, en la
medida en que sea fuerte “el tronco de nuestras repúblicas” Es decir Martí no
propugna robinsonismo alguno: propugna autenticidad, existencia real como con-
diciones ineludibles para el no menos ineludible desarrollo.
Por otra parte, así como he recordado que en los Estados Unidos, gracias a su
estancia allí de casi quince años, Martí llegó a apreciar “dos rostros” en el país,
acaso comparables a lo que Lenin iba a llamar las dos culturas de una nación
dividida en clases antagónicas, ahora dirá Martí en “Nuestra América”, dando de
paso un nuevo giro a este concepto: Con los oprimidos había que hacer causa
común para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los
opresores. Un “rostro”, una “cultura” la de los “oprimidos” es lo que defiende
Martí; otro “rostro”, otra “cultura” la de “los opresores”, lo que rechaza. De ahí
que, habiendo sido testigo alerta de la modernidad estadounidense alcanzada por
un implacable desarrollo capitalista que entre otras cosas supuso una crudelísima
“limpieza étnica” (como ahora se dice) que exterminó o diezmó a los pobladores
aborígenes y habiendo denunciado Martí tantos de los males de aquella moderni-
dad (sin desconocer los logros), propusiera para su América otra vía de desarro-
llo, una modernidad otra. Hablando de América como sinónimo de “nuestra
América” según es tan frecuente en él, Martí escribió en 1884:
“Bueno es abrir canales, sembrar escuelas, crear líneas de vapores, ponerse al
nivel del propio tiempo, estar del lado de la vanguardia en la hermosa marcha
humana, pero es bueno, para no desmayar en ella por falta de espíritu o alarde de
espíritu falso, alimentarse, por el recuerdo y por la admiración por el estudio y la
amorosa lástima de ese ferviente espíritu de la naturaleza en que se nace, crecido
y avivado por el de los hombres de toda raza que de ella surgen y en ella se
sepultan. Sólo cuando son directas, prosperan la política y la literatura. La inteli-
gencia americana es un penacho indígena. ¿No se ve cómo del mismo golpe que
paralizó al indio, se paralizó a América? Y hasta que se haga andar al indio, no
comenzará a andar bien la América”.
Entramos en el punto tocante a la cultura en Cuba. Como es de suponer,
mucho de lo expuesto con anterioridad servirá a modo de premisas. Por ejemplo,
si a estas alturas es claro que debemos heredar críticamente la cultura de la
humanidad, ¿cómo no hemos de hacerlo con la de la patria, que no es sino “aque-
lla porción de humanidad que vemos más de cerca en que nos tocó nacer?”
Desde luego, se trata, lo he recordado de una herencia asumida críticamente. Un
memorable discurso de Martí durante la preparación del Partido Revolucionario
Cubano, en 1891, es conocido con el título “Con todos y para el bien de todos”.
Pero ese “todos” excluía a los que en ese mismo discurso Martí llamó “lindoros,

179
olimpos de pisapapel, alzacolas”. Así, el Partido martiano rechazaría toda unidad
imposible con el colonialismo, con el autonomismo, con el anexionismo, con el
imperialismo, aunque estuviera dispuesto a aceptar, individualmente, a quienes al
cabo se opusieran al colonialismo; a quienes, provenientes del Partido Autono-
mista, llegaran a comprender la falsedad de los postulados de ese Partido. Re-
cuérdese también la actitud con que menciona en el prólogo de sus Versos Sen-
cillos, “el águila de López y de Walker”. El primero era Narciso López, quien
pretendió invadir Cuba para anexarla a los Estados Unidos; el segundo, el esclavista
estadounidense William Walker, al cual los patriotas centroamericanos ajusticia-
ron finalmente. De ningún modo, pues, puede tacharse a Martí de sentimentalis-
mo o indulgencia culpable en cuanto a aceptar en bloque lo cubano por el solo
hecho de serlo. Y esto es válido tanto en lo político como en cualquier orden.
Pero Martí rechazó también con energía toda torpe actitud iconoclasta. La
historiografía de nuestra América fue en gran medida escrita por nuestros ene-
migos. Hay que volver a hacerla. Ya se está haciendo, y ha señalado caracteres
rudamente negativos en hombres y criterios ensalzados. Martí no es ajeno a esos
señalamientos. Pero al desmitificar a no pocas figuras y circunstancias, no puede
arrojarse por la ventana al niño y la mugre: no puede olvidarse que hay supuestos
desmitificadores que merecen ser ellos los desmitificados. Es el caso por ejem-
plo, de quienes con burdo mecanicismo pretenden en Venezuela negarle la sal y
el agua a Bolívar, o en México a Juárez. O son confundidos de buena fe o aspi-
rantes a “niños terribles” que quieren dar a entender que por algún costado, como
Peter Pan dejaron de crecer; o los embullados dispuestos siempre a montarse en
la teoría que les parece la ultimilla o, más de una vez, enemigos desembozados,
ansiosos de privarnos de esa fuerza moral e intelectual que es lo mejor de nuestra
historia, de nuestra cultura, estudiadas, por supuesto, en relación con sus circuns-
tancias. ¿Es acaso un azar que sea un caballo de batalla muy agitado hoy por
contrarrevolucionarios y noveleros la supuesta inexistencia de una cultura cuba-
na o incluso de una cultura latinoamericana y caribeña? A unos y a otros, aunque
sin identificar al confundido de buena fe con el enemigo, hay que salirles al paso.
Martí parece levantar en vilo el pasado cubano para separar en él la paja del
grano, y defender lo que considera salvable para el presente en que combate y el
futuro que quiere ayudar a construir. Su suerte sin duda está echada “con los
pobres de la tierra”. Pero como lo está de veras cree su deber inexcusable entre-
garles lo mejor de una historia que ellos han de coronar. No mencionaré los
numerosos casos obvios en que Martí realiza esta tarea sobre figuras que no
hayan recibido comentarios adversos de parte de pensadores progresistas. Pero
vale la pena, precisamente por las polémicas suscitadas, evocar varios nombres
que han sido discutidos. Téngase en cuenta que una valoración justa de nuestra
historia, de nuestra cultura, no es un lujo bizantino, sino una tarea imprescindible
para saber dónde estamos y escoger con acierto el camino por el que debemos

180
marchar. Un proverbio oriental asegura que quien no es capaz de explicar su
pasado está condenado a volver a vivirlo. Y Fidel el 10 de octubre de 1968,
insistió en que sin conocer adecuadamente “las raíces y la historia de este país”
nuestro “no podríamos siquiera entender el marxismo, no podríamos siquiera ca-
lificarnos de marxistas”. Por eso parece extraño que a estas alturas un revolucio-
nario cubano tenga que defender a Varela (cuyo nombre fue escogido por nues-
tro Gobierno para el más el más alto galardón que otorga en el campo cultural), a
Del Monte, a Luz; o retacee el papel que en la literatura y la conciencia cubanas,
a pesar de los errores de su conducta, desempeñaron escritores como Heredia o
Zenea. A través de la obra de hombres así, entre muchos otros, se fue forjando la
asunción de una nacionalidad que haría eclosión la madrugada gloriosa del 10 de
octubre de 1868, cuando se echaron las bases de la nación cubana al proclamar-
se la independencia y la extinción la esclavitud: hechos culturales magnos.
Para Martí, el animador y aglutinador Del monte, reformista, no independentista,
fue, sin embargo, “el más real y útil de todos los cubanos de su tiempo”. Con
respecto a Luz y Caballero nadie mejor que Antonio Marceo lo llamaría, al pare-
cer exponiendo el criterio de un sector de la población cubana, “el educador del
privilegio”. Carlos Rafael Rodríguez corregiría después este exabrupto diciendo
que en todo caso fue “el educador de los privilegiados”. Pero ya Martí, asumien-
do el punto de vista no de un sector sino de la nación cubana, había considerado
a Luz “el padre, el silencioso fundador [que] se sofocó el corazón con mano
heroica para dar tiempo a que se le criase de él la juventud con quien se habría de
ganar la libertad que sólo brillaría sobre sus huesos”.
Martí, conocedor de la debilidad que llevó a Heredia, en sus postrimerías, a
escribir su penosa carta a Tacón, no obstante, al juzgar el conjunto de la vida y la
obra de nuestro primer gran poeta lo llama “el que acaso despertó en mi alma como
en la de los cubanos todos, la pasión inextinguible por la libertad”; y con la mira
puesta en los que viviendo en la patria colonizada quieren roerle los méritos al
cantor de la independencia, la palma, la naturaleza americana, exclama: “mucho
han de perdonar los que en ella saben vivir a los que saben morir sin ella”.
También conoció Martí el extravío de Zenea, poeta tan admirablemente reivin-
dicado por Cintio Vitier. En plan de conjetura, lo razonable es pensar que Martí
estaba enterado de cuanto se sabía sobre el poeta bayamés y el juicio tras el cual
fue fusilado por los colonialistas españoles: lo que le permite hablar en 1894 de su
viuda, “a quien, de cuatro balazos en el muro, dejó sin compañero la nación que le
usó a mansalva el deseo de sacar con decoro de la patria que creía vencida”, y de
su hija, “que por el padre habría de llorar, que la amó tanto y la cantó en sus días
de muerte en versos de augusta serenidad, donde no halla quien sabe de almas
una sola voz de confusión o remordimiento”.
Es imposible sobrecargar esta charla con las agudas observaciones martianas
sobre muchos otros escritores, artistas o intelectuales cubanos. Se había anun-

181
ciado limitarnos a algunos casos discutidos. Tal podría ser también el de Julián del
Casal. Si en 1893 Martí llamó a Darío “hijo”, ese mismo año, ante la muerte de
Casal, Martí tuvo para él palabras de incisiva comprensión que no han perdido
vigencia, y muestran el esteticismo del altivo y rebelde autor de Nieve nacido de
su rechazo a la sociedad colonial en que le tocó vivir.
Es lógico, desde luego, que el corazón se le fuera a Martí tras los héroes de
mármol, tras los tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso, tras los obreros y campe-
sinos cubanos, tras “los poetas de la guerra”, “cuya literatura no estaba en lo que
escribían, sino en lo que hacían”; que “rimaban mal a veces, pero solo pedantes y
bribones se lo echarán en cara: porque morían bien”. Sin embargo, con el cora-
zón entre ellos, no olvidaba la compleja urdimbre a través de la cual se hizo la
patria, que en él, vocero popular de audacia titánica y mente genial, encontraría,
entre tantas cosas, el fiel de la balanza, el desbrozador del pasado, el anunciador
del porvenir.
Nuestro Congreso ha sido puesto bajo la advocación de esta sentencia “El
desarrollo cultural desde una perspectiva ética”. No encontraremos una figura
en quien cuadre mejor la sentencia que en José Martí. Con su agudeza acos-
tumbrada Gabriela Mistral, quien conoció y estudió profundamente a la fabulo-
sa obra de Martí, afirmó: “Se hablará siempre de él como de un caso moral”.
Son innumerables las ocasiones en que Martí hizo buenas esas palabras. Bas-
taría como botón de muestra la ardiente exclamación suya de 1889: “¡La justi-
cia primero, y el arte después! […] Cuando no se disfruta de la libertad, la
única excusa del arte y su único derecho para existir es ponerse al servicio de
ella. ¡Todo al fuego, hasta el arte, para alimentar la hoguera!” Pero acaso
donde se ve con más claridad el vínculo que Martí consideró indestructible
entre cultura, ética, lucha por la libertad, es en el “Manifiesto de Montecristi”,
firmado el 25 de marzo de 1895 por Máximo Gómez y Martí y escrito por éste,
donde se dieron a conocer al mundo las razones de la nueva etapa de la guerra
cubana por la independencia, que había estallado el 24 de febrero de ese año.
Llevada adelante, se dice allí, por “un pueblo democrático y culto”, aquella es
“una guerra culta que ha de ordenar la revolución del decoro, el sacrificio y la
cultura”. Y más adelante, en giro magnífico:
“Honra y conmueve pensar que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de
la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a
quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la repú-
blica moral en América y la creación de un archipiélago libre […] A la revolución
cumplirá mañana el deber de explicar de nuevo al país y a las naciones, las
causas locales y de idea e interés universal, con que para el adelanto y servicio de
la humanidad reanuda el pueblo emancipador de Yara y de Guáimaro una guerra
digna del respeto de sus enemigos y el apoyo de los pueblos por su rígido concep-
to del derecho del hombre[...]”.

182
Creo que Martí hubiera coincidido plenamente con sendas observaciones que
debemos a eminentes humanistas de este siglo. Una es ésta, de Pedro Henríquez
Ureña: “El ideal de justicia está antes que el ideal de cultura: es superior el hom-
bre apasionado de justicia al que sólo aspira a su propia perfección intelectual”.
La otra corresponde a Bertolt Brecht, y advierte: “¡No hablemos sólo para la
cultura! ¡Apiadémonos de la cultura, pero apiadémonos de los hombres! La cul-
tura está salvada si los hombres están salvados ¡No nos dejemos arrastrar hacia
la afirmación de que los hombres están para la cultura y no la cultura para los
hombres! Brecht escribió estas palabras durante el apogeo del fascismo, cuya
manifestación más visible tras una guerra espantosa fue derrotada militarmente
en 1945. Por desgracia, de un tiempo a esta parte se ha visto crecer en el seno
del imperialismo encabezado por los Estados Unidos (a los que Martí llamó en
1894 “la Roma americana” y son hoy la Roma de la decadencia a escala planetaria,
con armas diabólicas y transmitiendo sus crímenes y escándalos por televisión e
Internet), una arrogancia y un injerencismo desenfrenados, un milenarismo apo-
calíptico, un desdén hacia las Naciones Unidas casi comparable con el que prac-
ticó el nazismo respecto a la Sociedad de las Naciones, una violencia interna, un
racismo y una xenofobia tenaces, una tergiversación de la verdad y una encarni-
zada manipulación de las conciencias, un apogeo del irracionalismo, un cinismo y
una dimisión de la actitud crítica en muchos intelectuales sumisos a los dictados
del amo del mundo, un llamado “pensamiento único”, que recuerdan demasiado
al fascismo: un fascismo de nuevo cuño pero de propósitos similares.
Especialmente en momentos amenazadores como éstos que vivimos y los que
se anuncian, no es posible defender de veras la cultura sin defender la justicia, sin
defender a los hombres y las mujeres. Y hagámoslo con seriedad, con firmeza,
con pasión, con lucidez y con amor, como nos enseñaron la obra, la vida y la
muerte de José Martí.

Conferencia inaugural del Primer Congreso Internacional Cultura y Desarrollo, organizado por el
Ministerio de Cultura de Cuba, Palacio de Convenciones, La Habana, 7-11 de junio de 1999. En
“Algunas consideraciones sobre la cultura en José Martí”, revista Honda, Sociedad Cultural
José Martí, no.1, enero-marzo 2002, pp. 19-28.

183
Cultura y sociedad en José Martí
Guillermo Castro Herrera

Ámbito de Martí
El surgimiento de una cultura nacional-popular requiere de una mínima “densi-
dad” capitalista de las relaciones sociales de producción, expresada además en
estructuras políticas de dominio bien definidas. En realidad, se trata de dos condi-
ciones interdependientes: por un lado, un conjunto de clases subordinadas que
han alcanzado el desarrollo necesario como para entender su propia subordina-
ción como un problema a resolver; por otro, un Estado en el que dichas relaciones
de dominación-subordinación encuentren una forma general de expresión política
y jurídica que defina un ámbito concreto para el desarrollo de sus contradicciones
y el de la lucha por resolverlas.
En la América Latina, este nivel general de ordenamiento social se empieza a
lograr en la segunda mitad del siglo XIX, adquiriendo forma concreta en los diversas
tipos de Estados oligárquicos dominantes en la región. Ahora bien, comprender el
modo y alcance de la participación popular con la elaboración de una cultura dotada
de sentido propio y capaz, por ende, de expresarse en proyectos políticos definidos,
exige en primer término plantearse el problema de la correlación de fuerzas socia-
les en el seno del propio pueblo. Esta correlación estaba determinada por dos fac-
tores: uno era el de la incorporación de la América Latina al mercado mundial y, por
tanto, a una forma histórica de universalidad definida por la lucha entre las clases
sociales fundamentales de toda sociedad capitalista. El otro factor estaba constitui-
do por la modalidad oligárquica y dependiente del desarrollo del capitalismo en la
región, agravada a nivel de las estructuras globales de la sociedad por el hecho de
que nuestras naciones iniciaban su proceso de formación en un momento en el que
las naciones capitalistas avanzadas ya habían completado el suyo y pasaban de
lleno a la lucha por el control del mercado mundial.
El carácter tardío de nuestro desarrollo capitalista signa entonces todo el pro-
ceso general de nuestro desarrollo histórico, determinando tareas y conductas en
la lucha de clases de marcada especificidad. De este modo, los problemas relati-
vos al proceso de formación nacional, a la unidad continental, la democracia, el
enfrentamiento a la penetración extranjera y la lucha por la justicia social confor-

184
man el núcleo temático de la cultura nacional-popular, convirtiéndose por lo mismo en
criterios de valor para la interpretación de la herencia histórica de nuestros pueblos.
La primera sistematización de esos temas con arreglo a una ciencia política
original y coherente constituyó, por lo mismo, una de las lecciones fundamentales
de José Martí dirigidas al desarrollo de una cultura que fuera capaz de expresar
los intereses del movimiento popular latinoamericano del período pero, sobre todo,
de servir de hilo conductor al desarrollo de esa cultura en períodos posteriores.
Ese aporte permitió legar al movimiento popular un proyecto histórico original, a
partir del cual se hizo posible definir una alternativa de poder expresada en un
programa para la transformación del tipo de Estado que dominaba en la región. Y
esto permitía precisamente que la experiencia histórica acumulada hasta enton-
ces por los pueblos de la América Latina pudiera ser organizada como una he-
rencia cultural abierta a desarrollos posteriores, en la misma medida en que así no
sería ya historia a secas, sino historia comprendida a la luz de intereses sociales
bien determinados tanto por la conciencia así alcanzada de sí mismos como por
su oposición a los de las clases dominantes de la región.
La reflexión sobre este proceso nos remite directamente al problema de la
matriz ideológica en que se sustenta la interpretación de la historia así creada.
Aquí debe entenderse que tal reflexión no puede partir de un “tipo ideal” de
ideología al que un contenido de clase le asigne el carácter de un hecho acabado
de valor universal sin más. El problema se parece más bien al planteado por
Marx respecto del antiguo arte griego: no se trata tan sólo de descubrir la cohe-
rencia pasada de su proceso de creación, sino de explicar las razones de su
vigencia presente. Para ello, en el análisis hay que partir de las clases mismas, tal
como son y han sido y, sobre todo, tal como han llegado a ser, lo que fueron y son
a través de la historia que les es particular.
Para el caso de la América Latina en el período que nos interesa, esto nos lleva
directamente al examen de la estructura interna del movimiento popular, vista en
razón de los problemas que buscaba resolver. La historia de las clases que lo inte-
graban (campesinos, obreros, pequeñoburgueses) nos permite entender que en es-
tos últimos se condensaba un desarrollo más prolongado y un conjunto de funciones
sociales que hacía de su hegemonía sobre el movimiento popular un hecho necesa-
rio. Ello nos permite entender, al propio tiempo, la modalidad y el alcance de la
interpretación de los intereses del movimiento popular por los ideólogos de la pe-
queña burguesía radicalizada, cuyas condiciones de existencia la empujaban a plan-
tear y asumir las tareas de desarrollo capitalista que las clases dominantes no eran
capaces de cumplir en razón de su dependencia con respecto al imperialismo y la
necesidad de garantizar una participación ventajosa en el mercado mundial, a cau-
sa del retraso de las relaciones de producción que ellas hegemonizaban.
Ahora debe analizarse en qué medida el pensamiento martiano reflejaba los
problemas que su sociedad estaba en la posibilidad de plantearse y el modo como

185
lo hizo para lograr lo que Julio Antonio Mella llamaría “el milagro”, así parece hoy,
“de la cooperación estrecha entre el elemento proletario de los talleres de la
Florida y la burguesía nacional; la razón de la existencia de anarquistas y socialis-
tas en las filas del Partido Revolucionario”.1 A esto se suma el hecho de que tal
pensamiento surgiera en un país como Cuba, cuya burguesía había sido “castrada
por el esclavismo” al decir de Manuel Moreno Fraginals y en el que el problema
de la forma y las funciones del Estado nacional independiente se encontraba aún
subordinado al problema de lograr la independencia misma.
Desde el punto de vista de la sociología de la cultura, el planteamiento de estos
problemas requiere que se empiece por precisar el aporte de cada clase al desa-
rrollo de la cultura del movimiento popular en su conjunto. Esto implica descubrir
cuál era el interés general que debía ser interpretado, cuáles los elementos inte-
grantes de la herencia histórico-cultural que esa interpretación debía rearticular y
cuáles las características de la ideología de la clase históricamente más apta para
elaborar esa rearticulación en el seno de la estructura social en que esa clase
tenía existencia. Pero además ello implica referirse a la interpretación dominante
que debía ser cuestionada y a los mecanismos que la llevaban a convertirse en
ideología dominante. En este análisis se debe tener presente, por tanto, que las
clases integrantes del movimiento popular no coexisten en compartimentos es-
tancos. Por el contrario, se superponen en sus límites, e incluso, para el período
que nos interesa, sectores importantes de ellas se encuentran en toda la América
Latina en un proceso de tránsito hacia nuevas posiciones en la estructura
socioeconómica.
Para el caso de José Martí, estos problemas deben ser comprendidos a partir
de las circunstancias definidas en Cuba por la lucha de liberación nacional de
1868-1898, la cual sólo adquiere pleno sentido dentro del proceso más general de
la transición del capitalismo de las naciones avanzadas a su fase imperialista con
su correlato de la conformación del sistema neocolonial integrado por los Estados
oligárquicos de la América Latina. Todos estos factores coincidirán en el desa-
rrollo del pensamiento martiano, y es únicamente a través de esa coincidencia
que tal pensamiento puede ser comprendido en su racionalidad y en su vigencia.
De entre los factores mencionados, el de la lucha de liberación nacional del
pueblo cubano constituye el más importante y el punto de partida inevitable en el
análisis. Esta lucha, incluso en sus períodos bélicos de 1868-1878 y de 1895-1898,
no puede ser equiparada con los procesos de lucha independentista acaecidos en
la Hispanoamérica del primer cuarto del siglo XIX, pues corresponde a una fase
cualitativamente distinta en el desarrollo de las sociedades latinoamericanas. Esto

1 Julio A. Mella: “Glosas al pensamiento de José Martí”, Siete enfoques marxistas sobre José
Martí, Centro de Estudios Martianos, Editora Política, La Habana, 1978, p. 13.

186
explica que Martí pudiera plantear, en vísperas del asalto final contra el colonia-
lismo español —que era al mismo tiempo el asalto inicial contra el naciente impe-
rialismo norteamericano— que “Cuba vuelve a la guerra con un pueblo democrá-
tico culto, conocedor celoso de su derecho y del ajeno; o de cultura mucho
mayor, en lo más humilde de él, que las masas llaneras o indias con que, a
la voz de los héroes primados de la emancipación, se mudaron de hatos en
naciones las silenciosas colonias de América.”2
En este sentido, si bien las guerras del 68 y el 95 correspondieron a un “grado
extremo de la política” al igual que las contiendas de la Independencia, la estruc-
tura social que mediante ese recurso resolvía sus contradicciones revelaba un
perfil muy distinto del que caracterizó a las sociedades hispanoamericanas de
principios del siglo XIX. Causa de ello era un conjunto de circunstancias que ha-
bían determinado que en Cuba se conformara a lo largo de ese siglo un conjunto
peculiar de contradicciones socioeconómicas. En lo esencial, ese conjunto se
sustentaba en una base económica esclavista y azucarera vigorosamente inser-
tada en el mercado mundial a través de monopolios norteamericanos que contro-
laban deI 80 al 90% del comercio exterior cubano, lo cual creaba la necesidad de
avanzar en el desarrollo de las fuerzas productivas. Tal necesidad entraba en
contradicción antagónica con el mismo régimen esclavista de producción, que
encontraba su expresión natural en una superestructura colonial que garantizaba
los intereses de los plantadores criollos y los comerciantes españoles, obstaculi-
zando desde arriba los cambios en las relaciones sociales de producción y crean-
do con ello dificultades insalvables a un proceso de formación nacional que era
sentido por las clases subordinadas como una necesidad histórica en la lucha por
sus propios intereses.
En este sentido, y entendida la lucha nacional como una forma transfigurada
de la lucha civil, es que el proceso cubano de liberación nacional de 1868-1898
tendió a ser la expresión de un proceso de lucha de clases particularmente com-
plejo, caracterizado por la transición de un régimen esclavista-dependiente de
producción a uno de corte más definidamente burgués-neocolonial. Las condicio-
nes históricas que definieron esta modalidad en el desarrollo de la formación
social cubana pueden ser rastreadas desde las últimas décadas del siglo XVIII. El
texto de Historia de Cuba de las Fuerzas Armadas Revolucionarias cita entre
otros agentes causales los siguientes: 3

2 José Martí: “Manifiesto de Montecristi”, Obras Completas, Editorial Nacional de Cuba, La


Habana, 1963-1973, t. 4, p. 95 (En lo sucesivo, las referencias se remiten a esta edición de las
Obras Completas, y por ello sólo se indicará el tomo y la paginación. Los destaques son
siempre del autor de este trabajo. N. de la E.)
3 Dirección Política de las FAR: Historia de Cuba, La Habana, 1968, pp. 56-71.

187
a) La toma de La Habana por los ingleses, que abrió la Isla al mercado mundial y
en particular al comercio con las colonias británicas de Norteamérica, impulsando la
producción para el comercio exterior y el desarrollo de una poderosa sacarocracia
criolla esclavista-terrateniente. Tras recuperar España la ciudad, aplicó una política
colonial encaminada a favorecer y controlar, a un tiempo, las ventajas derivadas de la
producción mercantil. Esta política tendió a facilitar especialmente la importación
masiva de esclavos africanos y a liberar a los productores criollos de azúcar, café y
tabaco de múltiples trabas que dificultaban el intercambio de sus productos por bienes
industriales. Con ello se conseguía incrementar los ingresos fiscales de la Metrópoli y
cooptar a los sectores económicamente más avanzados de la sacarocracia, favore-
ciendo además el desarrollo de una burguesía comercial de origen español que llega-
ría a constituir la más firme base social del régimen colonial.
b) La revolución haitiana de 1791, que
influyó de varios modos en Cuba: 1) la guerra atrajo a […] los colonos
franceses, que se convirtieron en grandes cosecheros de café, dándole un
impulso notable a la economía cubana. 2) Al quedar destruida la industria
azucarera y cafetalera de Haití [por ese entonces principal abastecedor
del mercado mundial], pasará Cuba al lugar predominante en la exporta-
ción de esos productos. 3) En Cuba, como en Haití, la población negra
excede a la blanca en este período y el ejemplo haitiano da lugar dos acti-
tudes en la clase terrateniente; una actitud vacilante respecto a iniciar un
movimiento revolucionario frente a España, y un peor trato a los esclavos
por temor que estos se subleven; y entre los esclavos negros produce una
serie de sublevaciones y conspiraciones de carácter abolicionista.4

4 La dependencia de la mano de obra esclava dio lugar a que surgiera entre la clase terrateniente,
como observa Fidel Castro, “una de las primeras corrientes políticas, que se dio en llamar la
corriente anexionista. Y esa corriente tenía un fundamento de carácter económico: era el
pensamiento de una clase, que consideraba el aseguramiento de esa institución oprobiosa de la
esclavitud por la vía de anexionarse a los Estados Unidos, donde un grupo numeroso de
estados mantenía la misma institución. Y como ya se suscitaban las contradicciones entre los
estados del Sur y del Norte por el problema de la esclavitud, los políticos esclavistas del sur
de los Estados Unidos alentaron también la idea de la anexión de Cuba, con el propósito de
contar con un estado más que ayudase a garantizar su mayoría en el seno de los Estados
Unidos, su mayoría parlamentaria”. [Fidel Castro: Discursos, La Habana, Ed. Ciencias Socia-
les, 1976, t. 1, p. 65] En su Ideología mambisa Jorge Ibarra analiza a fondo el carácter
antinacional de esta tendencia y su escasa capacidad movilizadora de las capas populares, en
particular de los esclavos, por supuesto. Estos a su vez vieron fracasar todos sus intentos de
sublevación mientras no contaron con aliados en otros sectores del movimiento popular,
capaces de dotar a los intentos de rebelión de un programa político que reflejara el interés
general de la nación. Un correlato de esta situación fue el uso sistemático del racismo como
instrumento ideológico de dominación y división del movimiento popular, lo que fue dura-
mente criticado por Martí.

188
c) La independencia norteamericana y el temprano desarrollo capitalista de
ese país, que darán lugar a una pujante actividad expansionista, de la que resultó
un intenso intercambio comercial con Cuba, al que acompañó además una cre-
ciente penetración del capital norteamericano en la Isla. A esto se agregó la
pérdida por Cuba de los mercados europeos en la segunda mitad del siglo XIX,
ante la competencia del dulce de remolacha y de los azúcares provenientes de
colonias asiáticas y europeas, lo que dio lugar a un abierto monopolio del comer-
cio exterior cubano por los monopolios refinadores de Nueva York. Julio Le
Riverend observa al respecto que
hacia 1860 el comercio de exportación se distribuía la siguiente manera:
62% a Estados Unidos, 22% a Gran Bretaña y 3% a España... Con los dos
primeros la balanza comercial era favorable; con la metrópoli era desfavo-
rable. Una conclusión se impone: el predominio de la posición compradora
de los Estados Unidos está consolidado, pues la industria de refinación de
ese país se abastece sustancialmente de producto cubano. Y con este
predominio, hay una penetración profunda y progresiva del capital norte-
americano…
El comercio de importación no se distribuye igualmente. España contribuía con
un 30%, mientras Estados Unidos y Gran Bretaña participaban con un 20% cada
uno. Estas cifras reflejan la política proteccionista española.5
En síntesis, se puede observar que entre 1810 y 1825 Cuba conoció un auge
del colonialismo en el mismo momento en que dicho sistema entraba en crisis
definitiva en el resto de Hispanoamérica. Pero lo esencial aquí es que ese auge

5 Julio Le Riverend: Historia económica de Cuba, p. 179. Como se ve, una característica que
resalta en el proceso es que la hegemonía económica tiende a aparecer escindida y en contradic-
ción con la hegemonía política externa. En todo caso, la hegemonía económica norteamericana
terminará por definir la tendencia dominante en el desarrollo cubano a lo largo del siglo XIX,
preparando además las condiciones para el establecimiento de régimen neocolonial en el siglo
XX. Como observa Oscar Pino Santos: “En la fase premonopolista del capitalismo, la explota-
ción colonialista de Cuba se llevó a cabo esencialmente a través del comercio; pero en la fase
monopolista, esa explotación comenzó a realizarse, fundamentalmente, en forma de inversión
directa de capitales imperialistas dentro de la economía cubana, lo cual, desde luego, no
implicó el abandono de la extorsión de tipo comercial, sino lo contrario.” [Ápud Gerard Pierre-
Charles: Génesis de la revolución cubana, p. 25]. Como se ve, la posibilidad de conocer las
entrañas del monstruo no estaba dada sólo por el hecho de que Martí hubiera vivido en los
Estados Unidos, sino que en ello contaba una situación de tipo estrictamente nacional que
determinaba sin duda la perspectiva de ese conocimiento. Abundantes detalles sobre este
proceso de penetración económica se encuentran en Hugo Thomas: Cuba: la lucha por la
libertad, t. I. Para una comprensión global del mismo resulta imprescindible además la lectura
de Manuel Moreno Fraginals: El ingenio, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1978.
tomos I, II y III.

189
colonial se convirtiera en una modalidad peculiar de transición al neocolonialismo,
dominante en toda la región, lo que a su vez generó especiales condiciones dentro
de las cuales se dio el desarrollo de la formación socioeconómica en todos sus
niveles, incluido el cultural. Una de estas condiciones consistió en que la clase
que impulsó ese desarrollo en su primera fase no llegó, sin embargo, a convertirse
en una clase nacional, dado que
el sacarócrata fue asimilando una a una las nuevas formas de conciencia
burguesa. Pero él no era un burgués pleno. La tremenda contradicción de
vender mercancías en el mercado mundial y al mismo tiempo tener escla-
vos se reflejó tremendamente en su mundo ideológico. Su posición vacilan-
te, con un pie en el futuro burgués y el otro en el lejano pasado esclavista,
le llevaron al mismo tiempo a exigir las más altas conquistas burguesas,
toda la superestructura que hace posible la libre producción y al mismo
tiempo conservar las formas de protección esclavista. Por eso cuando se
apoderan del grito revolucionario de libertad lo castran con un apéndice:
libertad para los hombres blancos. El azúcar, con su mano de obra esclava,
hizo imposible el genuino concepto burgués de libertad en la Isla.6
Sin embargo, el proceso de desarrollo económico aquí descrito no había sido
homogéneo, sino que había favorecido ampliamente a la porción occidental de la
Isla, creando contradicciones dentro de la propia clase terrateniente, cuyos miem-
bros del Centro y Oriente pasaron a formar un ala radical. En su conjunto, esta
clase consiguió dar un gran impulso al desarrollo de una cultura que tendía inevi-
tablemente a adoptar formas nacionales de expresión. Así, tiene lugar un proceso
dentro del cual
en la clase terrateniente se empieza a gestar una cultura diferente de la
cultura española. Aparecen los primeros intelectuales cubanos que reco-
gen las aspiraciones de los terratenientes. En esta intelectualidad criolla de
principios del siglo XIX, descollaron Arango y Parreño, notable economista
y estadístico, introductor del pensamiento económico de Adam Smith y
Quesnay, en Cuba; Tomás Romay, primer médico eminente; José Agustín
Caballero, primer estudioso y sistematizador de la filosofía en Cuba. Las
bellezas del país son cantadas por sus poetas. Se descubren sus inmensas
riquezas y sus posibilidades de desarrollo... Las palmas entran en la poesía
de Heredia y la Avellaneda para identificar el panorama nacional. Pero no
se ha descubierto al hombre que vive condenado a realizar los trabajos
más brutales en el campo de caña, para sumergirse por las noches en los

6 Manuel Moreno Fraginals: El ingenio, ob. cit., t. I, pp. 128-129.

190
inmundos barracones. Ni sus desvelos, ni sus aspiraciones, ni sus cantos,
son recogidos ni integrados a la cultura de la clase terrateniente. En la
Guerra de los Diez Años, comenzará a integrarse la cultura común
afroespañola, que hará posible que cuaje definitivamente la nacionalidad
cubana. Cuando cristalice ese proceso, Cuba será una nación.7
La cultura así conformada dio lugar a una herencia cuyas posibilidades de
interpretación se diversificaron en la misma medida en que la clase terrateniente
desarrollaba a un tiempo tanto su capacidad de hegemonía como sus contradic-
ciones internas, llevando a un grado extremo los conflictos latentes en la historia
de Cuba desde el siglo XVIII. Resulta comprensible que haya sido el sector menos
favorecido de esta clase el que extrajera de esta herencia las consecuencias más
radicales, desatando finalmente la guerra de 1868-1878. Sin embargo, el hecho
de que esta clase no fuera capaz de constituir su propia unidad a escala nacional,
contribuyó sin duda a que no fuera capaz de asumir con pleno éxito la dirección
política de la primera contienda de liberación. No obstante, puede decirse que la
guerra de liberación de los Diez Años sostenida por el pueblo cubano fue una
guerra justa, cuya finalidad era lograr la independencia de Cuba y el derroca-
miento del régimen esclavista. Los objetivos que se proponía la guerra de libera-
ción beneficiaban a todas las clases del pueblo cubano, y por lo tanto, la guerra de
liberación puede decirse que fue una guerra de todo el pueblo contra el colonialis-
mo, aunque fue dirigida por el ala radical de los sectores terratenientes y de la
incipiente burguesía cubana. Reclutar, movilizar y armar a todo el pueblo para
que tomara parte en la guerra contra el colonialismo era una cuestión de impor-
tancia vital para la revolución. 8
La guerra, en este sentido, actuó como una matriz que reveló y dio forma a
todas las contradicciones internas de la nación cubana, dejando a la vista igual-
mente sus insuficiencias históricas. Al problema de la esclavitud, largamente de-
batido en el seno de la República en Armas, se agregó además el problema de las
pugnas por el poder entre las oligarquías regionales del territorio rebelde. El re-
gionalismo, estrechamente asociado al retraso en el desarrollo económico de la
porción oriental de la Isla, llegó a representar un obstáculo fundamental para
darle un alcance verdaderamente nacional al movimiento de liberación. La propia
guerra, sin embargo, se convirtió en el instrumento histórico no sólo para una
toma de conciencia respecto de estos problemas, sino además para abrir el cami-
no a su solución radical en la correlación de fuerzas dentro de la sociedad cuba-
na. Dicha contienda, en efecto

7 Dirección Política de las FAR: ob. cit., p. 68.


8 Ídem, p. 162.

191
trajo como resultado inmediato una serie de cambios en la economía y en
la correlación de clases existentes en el país. La liquidación de la burguesía
agraria de las provincias orientales y su transformación en pequeña bur-
guesía rural desde el punto de vista de las clases, es uno de los aconteci-
mientos más notables en el período histórico que corre del 78 al 95. Para-
lelamente a estos cambios que se producen en la estructura agraria de las
provincias donde se desarrolla la guerra, en las provincias occidentales se
produce un fenómeno de concentración de la producción en pocas manos
como corolario lógico y normal de una economía capitalista [la esclavitud
fue abolida gradualmente entre 1880 y 1886, aunque se encontraba en tal
grado de crisis que la medida legal tendió más bien a sancionar un hecho
en vías de consumación]. 9
De esta manera, se puede decir que la Guerra de los Diez años canceló por
completo las posibilidades de la sacarocracia para erigirse en una clase nacional.
Por el contrario, los terratenientes occidentales comprometidos con el orden co-
lonial en razón de su creciente debilidad política y económica llevaron su desarro-
llo ideológico y cultural dentro de la más estricta lógica de clase hasta desembo-
car en el autonornismo, expresión de su debilidad orgánica y anuncio temprano
de su buena disposición futura hacia el neocolonialismo. Así, la disyuntiva auto-
nomía-independencia vino a representar desde 1880 la expresión ético-cultural
más acabada de las contradicciones de clase en el seno de la nación cubana en
las décadas de 1880 y 1890, preanunciando de este modo la futura contradicción
entre una cultura nacional-popular y una oligarco-neocolonial que marcaría el
desarrollo hasta 1959 de lo que Cintio Vitier llama la “eticidad cubana”.
El proceso descrito dio lugar a la creación de una coyuntura histórica privile-
giada para la pequeña burguesía cubana que hacia 1890 alcanzaría las condicio-
nes para una plena hegemonía sobre el movimiento de liberación nacional. Lo
esencial de esta coyuntura, que marca su diferencia con respecto a las de las
guerras de la Independencia hispanoamericana, consistió en que Cuba fue el
único país de la América Latina en el que la lucha por la independencia
pudo ser vista como un medio para el planteamiento de una revolución
democrática, burguesa y antioligárquica, a la que el contexto “externo”
exigía además que tal revolución fuera planteada como antiimperialista.
El carácter privilegiado de esta coyuntura se aprecia directamente al nivel de
la producción cultural. Cintio Vitier observa al respecto el carácter decadente
de la cultura autonomista, isleña, frente al espíritu vivo y creador de la cultura
revolucionaria del exilio. Respecto de la creación literaria, por ejemplo, indica que

9 Ídem, p. 321.

192
a la poética de Casal, basada en el rechazo a las fuerzas naturales, a la
dicotomía arte-vida y el decadentismo posromántico francés, se opone ra-
dicalmente la poética de Martí [...] La cultura isleña en ese período es
esencialmente crítica, incluyendo no sólo la crítica literaria, la filosofía y la
sociología, sino también la novela […] y la poesía de Casal y de su grupo,
mientras la obra toda de Martí, incluyendo su crítica literaria y artística, es
creación histórica en que la ética y la estética se funden. 10
Esa dicotomía en el planteamiento de la cuestión nacional se puede apreciar ya
en el intento de Antonio Maceo y otros dirigentes de la Guerra de los Diez Años
por prolongar la contienda en 1879, desconociendo el Pacto del Zanjón y enfren-
tándose a él con la Protesta de Baraguá. En su mismo fracaso, esa tentativa
reveló dos cosas: una, que la iniciativa potencial en el movimiento de liberación
tendía a desplazarse a lo profundo de sus capas populares; la otra, que dentro de
ese movimiento no existían aún las condiciones para que uno u otro de sus secto-
res hegemonizara el interés general y dirigiera la lucha por realizarlo en la prác-
tica, pues aunque las condiciones tendían a favorecer a la pequeña burguesía
radical en este sentido, ella tendría que librar una dura lucha por conseguir ese
objetivo. En suma, se creó una situación en la que “la Isla [...] o por lo menos su
superficie política y cultural, vegetaba todavía en el Zanjón; las emigraciones, en
cambio, unificadas por Martí vivían cada vez más en Baraguá”.11
En todo caso, la tendencia general apuntaba en el sentido de crear, hacia 1895,
una nueva correlación de fuerzas en la que
las clases se alinearon del siguiente modo. Por la independencia: la clase
obrera agrícola y urbana, los campesinos pobres y la pequeña burguesía,
agraria y urbana; por la autonomía, primero, y por la anexión, después, la
gran burguesía cubana de Occidente; por la colonia: la gran burguesía co-
mercial y terrateniente española, y la pequeña burguesía española urbana y
ciertos sectores de la clase trabajadora urbana de procedencia española.12
Si exceptuamos a los sectores colonialistas condenados por la historia a des-
aparecer, veremos que el conflicto verdaderamente esencial y de auténticas di-
mensiones nacionales capaces de vincularlo a la realidad continental, era el que
existía entre independentistas y autonomistas. Dentro de los primeros, la pequeña
burguesía era por derecho propio el sector hegemónico, en la medida en que era
la clase más avanzada en su desarrollo. Por un lado, se enfrentaba a una oligar-

10 Cintio Vitier: Ese sol del mundo moral, Ed. Siglo XXI, México, 1975, pp. 79-80.
11 Ídem, p. 81.
12 Dirección Política de las FAR: ob. cit., p. 326.

193
quía criolla degradada y comprometida con el poder colonial mientras que, por
otro lado, no tenía ningún compañero de ruta dentro del movimiento nacional-
popular capaz de disputarle el liderazgo.
En términos cualitativos, ese desarrollo más completo incluía la existencia de
una intelectualidad orgánica que, aunque dispersa a principios de 1880, estaba en
capacidad de plantearse la legitimación del liderazgo político de su clase median-
te una reelaboración profunda de la herencia histórico-cultural aportada por la
protoburguesía radical de 1868 y enriquecida por el aporte de otros sectores
revolucionarios, incluidos los primeros socialistas cubanos. Esa reelaboración procu-
ró llevar hasta sus últimas consecuencias el análisis de dos problemas fundamen-
tales: el de las causas de la derrota de 1878 y el de la demostración de la necesi-
dad de continuar la lucha de liberación dotándola de medios nuevos y adecuados
a fines más complejos.
La existencia de este conjunto de especialistas-políticos, dirigentes en sentido
pleno, tiene una extraordinaria importancia para comprender el curso seguido por
los acontecimientos y el propio papel desempeñado en ellos por José Martí. Ello
se refleja, por ejemplo, en el hecho de que la emigración revolucionaria cubana
contara con un amplio sistema de reproducción ideológica, que incluía escuelas,
periódicos, clubes patrióticos y comités revolucionarios dispersos por toda la cuenca
del Caribe. Con ello estaban dadas las bases para la formación de una intelligentsia
estrechamente vinculada al pueblo a través de una fuerte ideología nacionalista y
democrática. Ella incluía personalidades tan notables como Antonio Maceo,
Máximo Gómez, Manuel Sanguily, Juan Gualberto Gómez y Carlos Baliño, para
todos los cuales el pensamiento y la acción se presentaban en una sola unidad
dotada de un sólido cuerpo de expresión ética que definía un sujeto social revolu-
cionario de rasgos muy característicos.
El más destacado miembro de este grupo dirigente fue, sin duda alguna, José
Martí, “el más genial y el más universal de los políticos cubanos”, en palabras de
Fidel Castro. 13 La grandeza de Martí, sin embargo, sólo puede ser comprendida
a cabalidad si lo consideramos como el “primero entre sus iguales” que efectiva-
mente fue. En realidad, en Martí se produce una consecuencia lógica de un pro-
ceso de desarrollo económico que había destruido por completo las condiciones
de existencia de una intelectualidad de tipo hispano-eclesiástico tradicional y ha-
bía creado exigencias funcionales de tipo político que sólo podían ser satisfechas
por intelectuales de nuevo tipo. La sacarocracia cubana había fracasado en la
tarea de formar estos intelectuales por las mismas razones que la habían hecho
fracasar como clase nacional: porque el componente fundamental de la nueva
función intelectual a cumplir estaba dado por la necesidad de una ruptura franca

13 Fidel Castro: Discursos, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1976, t. 1, p. 72.

194
y abierta con el conjunto de la realidad colonial. Sin embargo, una ruptura de este
tipo exigía, al mismo tiempo, la creación de las estructuras básicas de una alter-
nativa de poder capaz de dotarla de una efectiva capacidad de iniciativa históri-
ca. Esa alternativa se convirtió en una realidad con la fundación del Partido Re-
volucionario Cubano en 1892, surgido precisamente de la integración del conjunto
mayoritario de las instituciones de promoción ideológica de la emigración revolu-
cionaria, las cuales encontraban en la nueva estructura la posibilidad de conver-
tirse, a su vez, en auténticas instituciones para la generación de una realidad
nueva. En este sentido, se puede decir que el mismo Martí es a un tiempo el
productor y el producto de su obra más alta y más compleja.
En efecto, el Partido Revolucionario Cubano puede ser visto como la más
plena expresión de la ética acorde con la estructura de la concepción del mundo
en torno a la cual se organizaba la cultura nacional-popular cubana. Constituía, en
este sentido, la instancia en que se articulaban la herencia y el presente, los
valores, los medios y los fines que definían una norma de socialidad acorde con
un proyecto de transformación global de la realidad y, por ende, a una propuesta
de Estado. Pero constituía en primer término, como lo indican sus Bases y Esta-
tutos secretos, el instrumento político de interés general para la nación cubana, al
cual expresaba en toda su complejidad. Así tras proclamar como propósito esen-
cial el de “lograr con los esfuerzos reunidos de todos los hombres de buena volun-
tad, la independencia absoluta de la isla de Cuba, y fomentar y auxiliar la de
Puerto Rico”, describe el contenido de ese propósito planteando que
el Partido Revolucionario Cubano no se propone perpetuar en la República
Cubana, con formas nuevas o con alteraciones más aparentes que esen-
ciales, el espíritu autoritario y la composición burocrática de la colonia, sino
fundar en el ejercicio franco y cordial de las capacidades legítimas del
hombre, un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el
orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de
la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud.14
Ya en este punto es posible apreciar cómo estos planteamientos exceden el
ámbito de la crítica a las relaciones coloniales. Se trata de planteamientos que
son nacionales porque son latinoamericanos, y lo son en la medida en que resul-
tan de un análisis de lo nacional a la luz de lo regional y, por lo mismo, implican no
sólo una crítica de la colonia sino además una prevención evidente respecto de la
posibilidad de un desarrollo oligárquico del Estado al que se aspira y, por ende,
hacia formas de vínculos con el exterior distintos de los coloniales.

14 José Martí: “Bases del Partido Revolucionario Cubano”, Obras Completas, t..1, p. 279.

195
Los elementos mencionados constituyen el campo de contradicciones en que
toma forma concreta lo cultural americano a la luz de las condiciones históricas
descritas. En este sentido, es necesario estar atentos a la dialéctica de las rela-
ciones entre los dos niveles más importantes del ámbito histórico de Martí. En
efecto, así como es necesario partir de la comprensión de su ámbito nacional
para comprender las raíces de su proyección continental, esta proyección conti-
nental llega a constituir un punto de referencia imprescindible para comprender a
su vez lo que hay de novedoso, y de vigencia potencial para otras realidades, en
el tratamiento que hace Martí de la cuestión nacional cubana.
En este sentido, los documentos a que se ha hecho referencia no sólo se rela-
cionan con la lucha por la independencia total de Cuba y Puerto Rico, sino que
aluden directamente a la necesidad —por parte del Partido Revolucionario Cu-
bano (que, en palabras de Martí, “es el pueblo cubano”)— de “establecer discre-
tamente con los pueblos amigos relaciones que tiendan a acelerar, con la menor
sangre y sacrificios posibles, el éxito de la guerra y la fundación de la nueva
República indispensable al equilibrio americano”.15
La relación queda así clara: el equilibrio es necesario con respecto al imperia-
lismo naciente, pero la posibilidad de lograrlo está en relación directa con la es-
tructura social y política interna que haya de expresarse en el Estado por el cual
se lucha. Esta trama conceptual, tan apretada y coherente, constituirá el centro
mismo de la concepción martiana del mundo. De ella se desprenderán los temas
esenciales de la obra martíana y el tratamiento que se les dé en todos los órdenes,
desde la creación estética hasta la política.
Los acontecimientos que describimos pertenecen al año 1892. Ellos son el
fruto, en lo que a Martí se refiere, de una actividad política, ideológica y cultural
iniciada en 1869 y que le valiera en su adolescencia sufrir la prisión y el exilio. En
un sentido más estricto, la madurez inicial de estas posiciones puede ser ubicada
en 1880, fecha en la que, recién llegado a Nueva York, pronuncia su Lectura en
Steck Hall,16 donde la lucha cubana por la libertad ya está vista en términos de
un hecho ligado al desarrollo de la historia de América en su conjunto. Hacia
1895, el desarrollo de estas posiciones, en Martí como en todo el movimiento
popular cubano, habría llegado a un punto en que sólo quedaba la guerra nece-
saria como el paso inevitable en la búsqueda del acceso del pueblo al Estado.
Ese momento supremo de la práctica era necesario en la medida en que el
antagonismo entre los intereses y concepciones del mundo de las partes en con-
flicto, había agotado en la práctica cualquier otra vía política. La guerra marca,

15 Ídem, p. 280.
16 Hortensia Pichardo: Documentos para la historia de Cuba, Ed. Ciencias Sociales, La Habana,
1973, t. I, pp. 424-449.

196
en este sentido, el momento de prueba de la capacidad de movilización social de
la cultura nacional-popular cubana, como elemento cohesionador de distintos in-
tereses de clase bajo el liderazgo político e intelectual de la pequeña burguesía
radicalizada. En efecto, se puede decir que en 1895 estaba completo el
cuestionamiento de las concepciones del mundo opuestas a la nacional-popular,
realizado a partir de la demostración de su carácter parcial y relativo y de su
inviabilidad histórica a la luz del criterio de la práctica. Pero, junto a esa tarea de
negación, destacaba igualmente su correlato necesario; la afirmación de normas
y valores de nuevo tipo, que encontraban su más cabal expresión en un modelo
de sujeto histórico adecuado al objetivo histórico de transformación de la realidad
que se perseguía —contando de hecho con el Partido como educador colectivo
para la formación de ese sujeto social—, cuyas características respondían tanto
al criterio de la experiencia histórica cubana y latinoamericana, como a una pro-
funda redefinición de esa experiencia en el ámbito de una historia entendida como
un proceso universal de lucha por la justicia y la dignidad del ser humano.
Cabe comprender entonces que la complejidad de este proceso de formación
de una cultura nacional diera lugar a un cuerpo de expresión continental de pecu-
liar originalidad, en la que la propuesta “interna” demostraba su legitimidad uni-
versal y la necesidad de su hegemonía. La más alta manifestación de esa univer-
salidad se encuentra en un documento que no menciona a Cuba en ningún
momento, pero que tampoco hubiera sido posible sin ella. Se trata del ensayo
“Nuestra América”, del cual se puede decir que constituye el acta de nacimiento
de la América Latina contemporánea. Su lectura nos permite apreciar en toda su
dimensión la privilegiada coyuntura histórica que le tocó vivir a la clase social de
Martí, expresada justamente en “el ver en sí, el ser por sí, el venir de si [que] son
las constantes básicas del pensamiento y la expresión martianos en dos dimensio-
nes conexas: su concepción del hombre y su concepción de América”.17

Acerca de “Nuestra América”

El examen de un texto de la envergadura y alcance de “Nuestra América”


plantea, en primer término, el problema de referirlo al proceso histórico global
cuyas contradicciones expresa. Esta referencia debe empezar por el estudio de
la formación de la clase social en torno a cuya ideología se organizan las propor-
ciones del texto; pero no se puede perder de vista que ese proceso formativo
incluye de por sí elementos que no son puramente nacionales, hecho que reviste

17 Cintio Vitier: ob. cit., p. 81.

197
la mayor importancia para un período histórico caracterizado por la internaciona-
lización creciente de las relaciones sociales de producción. En dicho proceso, la
pequeña burguesía cubana participa como clase nacional pero, al propio tiempo,
lo hace como clase latinoamericana, en la medida en que la crisis del colonialismo
en Cuba coincide con el primer auge de la lucha contra los Estados oligárquicos
en diversos países de la América Latina.
En nuestro criterio, esta doble relación, pocas veces planteada en su justa
dimensión, es de vital importancia para comprender la obra martiana en su pro-
yección latinoamericana. En el plano cultural, esta proyección se expresaba en el
criterio de que
no hay letras, que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar en
ellas. Ni habrá literatura hispanoamericana, hasta que no haya —Hispano-
américa. Estamos en tiempos de ebullición, no de condensación; de mezcla
de elementos, no de obra enérgica de elementos unidos […] Las obras
magnas de las letras han sido siempre expresión de épocas magnas. Al
pueblo indeterminado, ¡literatura indeterminada! […] Lamentémonos aho-
ra, de que la gran obra nos falte, no porque nos falte ella, sino porque esa
es señal de que nos falta aún el pueblo magno de que ha de ser reflejo.18
Si en ese texto –en el cual Martí dejó dicho que “están luchando las especies
por el dominio en la unidad del género”— sustituirnos las referencias a la litera-
tura por el término cultura —de la que en fin de cuentas forma parte privilegiada
la primera—, tendremos aquí un planteamiento cuyas implicaciones políticas re-
sultan obvias en un continente que había tenido más de cincuenta años de vida
independiente bajo hegemonía oligárquica. “Nuestra América” vendrá a ser, jus-
tamente, el resumen más preciso y complejo de la reflexión en torno a una alter-
nativa no oligárquica para el desarrollo histórico de la América Latina, el cual
comprenderá dos vertientes fundamentales: una concepción de la historia dotada
de significado y sentido propios, y un modelo de sujeto social en el que las espe-
cies encontraban la unidad del género, tornándolo así adecuado a la solución de
los problemas que esa concepción de la historia revele como efectivamente prio-
ritarios para los pueblos de la América Latina.
En este sentido, “Nuestra América” es un documento característico de una
clase social nueva que ha completado el proceso de formar su conciencia y de
transformarse en clase para sí, encontrándose por tanto en vísperas de la batalla
definitiva por acceder al Estado. Toda obra de este tipo tiende, en consecuencia,
a definir y promover entre las demás clases subordinadas el carácter necesario
de la hegemonía de la clase más avanzada en su formación, a través de la in-

18 José Martí: “Cuadernos de apuntes”, Obras Completas, t. 21, p. 164.

198
terpretación y sistematización de los intereses del conjunto de un cuerpo único de
doctrina, organizado en torno a una norma original de socialidad. En este caso, se
trata de una incitación al conjunto mayor de la sociedad, y en particular a las peque-
ñas burguesías nacionales de la América Latina, para que adopten el horizonte de
visibilidad histórica a que habían accedido las capas medias radicalizadas de Cuba
a través de su lucha por la independencia nacional y la revolución democrática.
Este llamamiento comprende, en la íntima unidad característica de una concien-
cia revolucionaria que ha alcanzado su pleno desarrollo, una crítica a la realidad
latinoamericana desde dos perspectivas: la que se refiere al imperialismo como
peligro “externo” que amenaza la consumación de las posibilidades democráticas
abiertas por las luchas de independencia, y la que se refiere a los factores “inter-
nos”, al nivel de las relaciones políticas y las prácticas ideológico-culturales domi-
nantes, que podrían facilitar la penetración imperialista en nuestros países. Esta
doble perspectiva contaba con amplios precedentes en la obra martiana que, por lo
demás, se había nutrido de los aportes de una amplia gama de dirigentes e intelec-
tuales hispanoamericanos, empezando por el mismo Simón Bolívar. 19
En el propio Martí esta síntesis había alcanzado una de sus mejores expresio-
nes en 1889, en el planteamiento de que
jamás hubo en América, de la independencia acá, asunto que requiera más
sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucio-
so, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos
invendibles, y determinados a extender sus dominios en América, hacen a
las naciones americanas de menos poder, ligadas por el comercio libre y
útil con los pueblos europeos, para ajustar una liga contra Europa, y cerrar
tratos con el resto del mundo. De la tiranía de España supo salvarse la
América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antece-
dentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que
ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda inde-
pendencia. 20
En este sentido, “Nuestra América”, si bien resulta ser un documento de
redefinición del concepto de la hasta entonces llamada Hispanoamérica, lo es, al
propio tiempo, en tanto que puede ser considerada como una suerte de “declara-

19 Respecto de la actitud ante los Estados Unidos, véase de Carlos Rama, La imagen de los
Estados Unidos en América Latina. De Simón Bolívar a Salvador Allende.
20 José Martí: “Congreso Internacional de Washington”, Obras Completas, t. 6, p. 46. Los
textos de Martí sobre el evento constituyen una de las mejores muestras de su concepción del
antiimperialismo en términos, fundamentalmente, de expansionismo territorial y explotación
comercial.

199
ción de principios” de la pequeña burguesía cubana respecto de la realidad con-
tinental, elaborada a partir de las peculiares condiciones ya examinadas que ga-
rantizaban a esa clase una posición de vanguardia estratégica dentro del movi-
miento popular latinoamericano en su conjunto. Es así como, desde sus primeros
párrafos, “Nuestra América” señala que lo que quede de aldea en América ha de
despertar [ …] Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra […]
Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bande-
ra mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados. Los pueblos que
no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a
pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos, que
quieren los dos la misma tierra […] han de encajar, de modo que sean una,
las dos manos. Los que, al amparo de una tradición criminal, cercenaron,
con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano
vencido […] si no quieren que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle
sus tierras al hermano. Las deudas del honor no las cobra el honrado en
dinero, a tanto por la bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que
vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según
la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los
árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete
leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en
cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes. 21
Resulta evidente, como se ve, la demanda de un acceso general a un nuevo
horizonte de visibilidad histórica, que legitime prácticas sociales de nuevo tipo. En
este sentido, tenemos en primer término un llamado a crear de modo activo y
consciente la nueva circunstancia, superando la situación heredada de la colonia
en particular para las clases subordinadas, de ser un mero agente inconsciente de
las tendencias dominantes en el desarrollo histórico. Lo interesante es que no se
trata de plantear una situación a nivel abstracto, un “deber ser’’ ideal, sino de ir a
la raíz, que es adonde va “el hombre verdadero”, según Martí. De aquí que el
llamado se complete, enseguida, con una denuncia de las conductas sociales ca-
racterísticas del colonialismo cultural, denuncia que de hecho se refiere a la cul-
tura oligarco-neocolonial dominante o, implícitamente, al Estado que en ella se
legitima y que la promueve. Esta denuncia está referida de modo directo a la
relación entre esa cultura y las necesidades de la sociedad en su conjunto, pero
además, de un modo muy característico en Martí, está planteada desde una pers-
pectiva ética —que es, en Martí, la forma sistematizada que adquiere y en que se
expresa la conciencia social de las clases subordinadas—, que se aprecia en los
valores a que apela al plantear:

21 José Martí: “Nuestra América”, Obras Completas, t. 6, p. 15.

200
Pues, ¿quién es el hombre? ¿el que se queda con la madre, a curarle la enfer-
medad, o el que la pone a trabajar donde no la vean, y vive de su sustento en las
tierras podridas, con el gusano de corbata, maldiciendo del seno que lo cargó,
paseando el letrero de traidor en la espalda de la casaca de papel? ¡Estos hijos
de nuestra América, que han de salvarse con sus indios, y va de menos a más;
estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América del Norte, que
ahoga en sangre a sus indios y va de más a menos!22
Esta denuncia adquiere una dimensión cultural precisa al ir acompañada de un
esfuerzo de sustentación teórica, que resulta de una generalización de los resulta-
dos del análisis de la experiencia histórica encarada desde una perspectiva popu-
lar y nacional. En este sentido, la denuncia de las conductas neocoloniales, da
lugar a la crítica ético-social de las mismas, que de hecho debemos referir a las
oligarquías latinoamericanas que constituían el sujeto social concreto de esas
conductas. Martí plantea en este sentido que
cree el soberbio que la tierra fue hecha para servirle de pedestal, porque
tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz o irremedia-
ble a su república nativa, porque no le dan sus selvas nuevas modo conti-
nuo de ir por el mundo de gamonal famoso, guiando jacas de Persia y
derramando champaña. La incapacidad no está en el país naciente, que
pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren
regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes here-
dadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinue-
ve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le
para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se
desestanca la sangre cuajada de la raza india. 23
Incluso si se considera que esta crítica va dirigida en primer término a los intelec-
tuales al servicio de la clase dominante, sigue en pie el hecho de que las aspiracio-
nes a montar jacas de Persia y derramar champaña no eran otras que las de la
clase a cuyo servicio estaban esos intelectuales. Esta clase dominante era la surgi-

22 Ídem, p. 16. Aquí aparecen ya varios elementos de interés con respecto al conflicto entre
pueblo y oligarquía a nivel cultural. Justamente Sarmiento, en su Facundo, utiliza el frac y la
corbata, las ropas de la clase dominante de la metrópoli, como un reiterado indicador de la
“civilización”, con lo cual se aprecia una vez más que el colonialismo cultural es un fenómeno
de clase, que adquiere la forma de un conflicto nacional. En Martí, por el contrario, la imagen
del gusano con corbata y casaca de papel —además de las connotaciones de falsedad y
bajeza—, implica un cuestionamiento de formalismo de la cultura oligarca-neocolonial domi-
nante, que de hecho estaba orientada a acentuar las diferencias de clase dentro de las naciones
latinoamericanas como un recurso, entre otros, para legitimar la dominación oligárquica.
23 Ídem, p. 16-17.

201
da de la vía oligárquica de desarrollo del capitalismo dependiente. Es en este senti-
do en el que, ateniéndonos al principio elemental de la sociología marxista de que las
ideas dominantes en una sociedad son las de la clase dominante, podemos entender
los términos en que se daba en Martí la crítica al Estado oligárquico. 24
Esta crítica plantea peculiares problemas para su análisis. Uno de ellos es el
que se deriva de que, desde el triunfo de la Revolución Cubana hasta nuestros
días, la investigación sociológica en torno a Martí haya asignado un énfasis por
demás justificado a sus planteamientos antiimperialistas. En lo interno, sin embar-
go, no se ha dado una prioridad equivalente a los problemas derivados de su
procedencia social y de la inserción de su clase de origen en la realidad social
cubana y latinoamericana, llegándose en consecuencia a planteamientos como el
que hace Jorge Ibarra en el sentido de que
la extraordinaria precisión con que Martí delineara los contornos de la futura
batalla entre nuestra América y la otra América, la nitidez con que predice
que no pasarán treinta años de haber logrado Cuba la independencia política
sin que se tenga que pelear por la independencia económica, nos hacen
comprender que Martí fue un visionario de su época. ¿Marxista? No. ¿Un
profeta elegido? Tampoco. Simple y sencillamente un hombre que penetró
en los acontecimientos de su época por representar integral y genuinamente
a su pequeña nación explotada, frente al naciente coloso imperialista. 25
Sin embargo, la nación no es una entidad abstracta, sino una forma histórica
concreta que adopta la lucha de clases, característica de una etapa peculiar en el
desarrollo del capitalismo. Por ello, no se es representante de una nación sino desde
un punto de vista de clase, pues se forma parte de la nación desde la clase y a
través de la clase. Lo que sí se puede representar es el interés general de las clases
subordinadas de la nación, tal y como este es interpretado por la clase que
hegemoniza el movimiento popular. De no reconocer el fenómeno clasista y llevarlo
hasta las últimas consecuencias que permitan los datos disponibles, no se puede
penetrar tampoco en el fenómeno cultural en aspectos como el que ahora nos
interesa de crítica a la cultura dominante en una formación social específica, desde
la perspectiva de las clases subordinadas que luchan en el seno de la nación. En
este terreno vale la pena tomar como ejemplo los trabajos de Lenin sobre Herzen y
Tolstoi, cuya riqueza se deriva precisamente del énfasis en el origen y la modalidad
de inserción clasista de esos autores en su formación social.

24 Con respecto al proceso de conformación de los intelectuales al servicio de esa clase, hay un
excelente análisis crítico en el libro de Françoise Perús: Literatura y sociedad en América
Latina. El modernismo.
25 Jorge Ibarra: ob. cit., p. 183.

202
En todo caso, la maduración creciente del movimiento popular revolucionario
latinoamericano, y muy en particular los reveses que ha sufrido, han estimulado
grandemente el estudio de la correlación interna de fuerzas que posibilita la hege-
monía imperialista en nuestros países. Ese estudio tiende a corroborar el aserto
marxista de que las causas externas operan por y a través de las causas internas,
lo cual invita a poner el acento, en futuros estudios sobre Martí, en la crítica que
este efectivamente realizó sobre las relaciones internas de dominación en la
América Latina. Desde nuestra perspectiva, esto implica reconocer que esas
críticas deben ser referidas al Estado oligárquico como forma general en que
dichas relaciones de dominación tenían existencia concreta. En “Nuestra Améri-
ca” en particular, esa crítica al Estado se nos muestra bajo la forma transfigurada
de una crítica a las relaciones de dominación al nivel cultural y político, esto es, al
nivel de las superestructuras y, en lo que se refiere a la cultura, al nivel de una
institución de reproducción ideológica de la importancia de las universidades. No
puede entenderse de otra manera una observación como esta:
A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y
el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el
alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su
país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e insti-
tuciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada
hombre se conoce y ejerce, disfrutan todos de la abundancia que la Natu-
raleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defien-
den con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno
ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución
propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos
naturales del país.26
El sentido cabal de la expresión sólo se aclara en su contexto, y este era el del
Estado oligárquico, la forma más opuesta que pueda concebirse al equilibrio de
los elementos naturales de cualquier país, pues, fiel a su misión, amparaba, esti-
mulaba y se nutría de los desequilibrios y violencias de todo orden, como lo exigía
la vía oligárquica de desarrollo capitalista.
Martí no utiliza la palabra oligarquía como, en general, no utiliza la palabra
imperialismo, pero ello no invalida el hecho de que hoy podamos llamar con esos
nombres al objeto real de su crítica. De igual modo, el que Martí no reconozca de
modo explícito la perspectiva de clase desde la cual realiza su crítica no nos
exime a nosotros del deber de intentar precisarla y, si deseamos actuar como
marxistas, intentar además extraer de esa perspectiva lo más esencial de la in-

26 José Martí: “Nuestra América”, Obras Completas, t. 6, p. 17.

203
formación acerca de la obra martiana. Y lo esencial aquí está en que esa crítica
martiana a las conductas neocoloniales no sólo es antagónica a la cultura domi-
nante en un sentido “contestatario”, sino que está dotada de un sentido y objeti-
vos propios, por demás conscientes, en los que fundamenta su autoridad moral y
el carácter racional de su cuerpo de expresión ética.
A partir de la comprensión de estos hechos es que podemos afirmar que, si el
imperialismo es visto por Martí como peligro externo de primer orden, el sistema
de dominación interno es señalado como antifuncional respecto de los intereses
populares, entre otras cosas, precisamente porque facilitaba la desunión de los
pueblos y las clases y abría brecha a la irrupción del peligro exterior. La amplitud
de esta doble perspectiva nos indica que ella se sustenta en una interpretación de
la historia compleja y original como la clase que la elaboraba, y antagónica por
necesidad a aquella mediante la cual las oligarquías podían aspirar a legitimar su
dominación. Dicha interpretación de la historia constituye el primer rasgo distin-
tivo de la cultura nacional-popular latinoamericana en su sistematización martiana.
La cultura oligarco-necocolonial dominante, en efecto, procuraba asumir la histo-
ria de América como una mera extensión de la europea, a la que tomaba como un
modelo cuyo desarrollo debía ser propiciado en las nuevas tierras al costo que
fuera necesario. Los rasgos distintivos de lo americano eran tomados, en este
sentido, como síntomas de retraso con respecto al modelo prestigiado y, por ende,
como “obstáculos” para alcanzarlo: la aspiración a la universalidad, por tanto,
debía ser lograda mediante la mimesis con lo europeo y a través de la lucha
contra lo peculiar americano. En este sentido, si gobernar era poblar (de obreros
asalariados, en el mejor de los casos; de peones acasillados, en el peor), lo era
también despoblar (de toda forma de organización precapitalista del trabajo, como
las personificadas en el gaucho y las comunidades indígenas), para referirnos a la
conocida consigna de los gobiernos oligárquicos argentinos en la segunda mitad
del siglo XIX.
En Martí, por el contrario, lo peculiar americano es visto como el producto
genuino de una historia dotada de sentido propio, que debe ser estudiada para
poder ser comprendida en su propia especificidad y en el doble sentido de la
atención a las tendencias que le son inherentes en lo interno y de la comprensión
de sus relaciones con realidades más amplias, que son necesarias para el mejor
desarrollo de esas tendencias en una dirección adecuada al interés popular. De
esta manera, si la historia no es vista como un continuurn de la metropolitana,
tampoco lo es como un desarrollo puramente acumulativo de lo colonial: tanto el
presente como el pasado son vistos en términos de una realidad que, en su con-
junto, debe ser superada para lograr la instauración de un Estado de nuevo tipo.
De este modo, el punto de referencia en el análisis viene a ser el que resulta de
preguntarse

204
¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repú-
blicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de in-
dios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos
de un centenar de apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás,
en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas
y compactas. 27
El cabal desarrollo de una posición de este tipo no era un problema únicamente
intelectual, sino ante todo político, en la medida en que no sólo se trataba de crear
un conocimiento determinado, sino de lograr una situación de hegemonía legiti-
mada por ese conocimiento y capaz de promover ulteriores desarrollos del mis-
mo. El valor cultural, entendido como grado de conciencia en la relación entre el
sujeto social de esta hegemonía y la sociedad en que ella debía necesariamente
tener lugar, exigía que fuera comprendida la necesidad de recuperar y reinterpretar
el pasado. De ello se deriva la demanda de reiniciar el proceso de desarrollo
“natural” superando el estancamiento provocado por trescientos años de violen-
cia y explotación colonial, que tendían a prolongarse en el período republicano
independiente a través de un cambio de formas, pero no de espíritu. Martí es
explícito en este sentido:
como la constitución jerárquica de las colonias resistía la organización demo-
crática de la República, o las capitales de corbatín dejaban […] al campo de
bota de potro, o los redentores bibliógenos no entendieron que la revolución
que triunfó con el alma de la tierra, desatada a la voz del Salvador, con
el alma de la tierra había de gobernar, y no contra ella ni sin ella, entró
a padecer América, y padece, de la fatiga de acomodación entre los elemen-
tos discordantes y hostiles que heredó de un colonizador despótico y avieso,
y las ideas y formas importadas que han venido retardando, por su falta de
realidad local, el gobierno lógico. El continente descoyuntado durante tres
siglos por un mando que negaba el derecho del hombre al ejercicio de su
razón, entró, desatendiendo o desoyendo a los ignorantes que lo habían ayu-
dado a redimirse, en un gobierno que tenía por base la razón; la razón de
todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la razón
campestre de otros. El problema de la independencia no era el cambio
de formas, sino el cambio de espíritu. 28
Sin embargo, es necesario tomar en cuenta que no se plantea aquí en ninguna
forma una demanda de retornar a una “edad de oro” precolombina. Por el con-

27 José Martí: “Nuestra América”, Obras Completas, t. 6, p. 16.


28 Ídem, p. 19.

205
trario, de lo que se trata es de la necesidad de llevar hasta sus últimas consecuen-
cias los contenidos democráticos implícitos en las luchas de independencia como
única garantía, además, para evitar una recolonización de nuevo tipo. Es de notar,
por otra parte, que se concibe a esta como una tarea a desarrollar por las masas
mismas y no por alguna elite de iluminados, sino con la actuación de estas masas
bajo la dirección de una clase cuya ausencia de compromisos con el pasado
inmediato y con el sistema de dominación presente en ese instante le permitía
decir al conjunto del movimiento popular que
Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la
frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el
chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España.
El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre
del monte, a bautizar sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la
música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El
campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad
desdeñosa, contra su criatura […] El genio hubiera estado en hermanar,
con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha
y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente;
en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella
[...] Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispa-
noamericano. Se probó el odio y los países venían cada año a menos.
Cansados del odio inútil, de la resistencia del libro contra la lanza, de la
razón contra el cirial, […] del imperio imposible de las castas urbanas
divididas sobre la nación natural, tempestuosa o inerte, se empieza, como
sin saberlo, a probar el amor. 29
Una crítica que alcanza este nivel de elaboración sólo es posible en la medida
en que tras ella, y muy cerca, subyacen todas las tensiones sociales que conoció
el continente durante el período de instauración del Estado oligárquico. Esta crí-
tica, por lo mismo, no se deriva de un voluntarismo subjetivo, sino que resulta de
una experiencia política lo bastante madura como para permitir la aprehensión
del sentido más general de las contradicciones que la animan. Esa experiencia, a
su vez, se revela como una praxis “espontánea”, que exige ser sistematizada
para avanzar en la definición de los intereses populares que se expresan en ella y
los medios que estos intereses requieren para su realización, que no son otros que
los del “amor” o, en lenguaje más definidamente político, los de la democracia
efectiva y la solidaridad social de las clases subordinadas.

29 Ídem, p. 20.

206
Por lo mismo, esto implica una actitud ante la realidad que va no es sólo
cognoscitiva o “cultural” en sentido estrecho, sino ante todo programática y, por
ende, ética, cultural en sentido amplio. Se trata de que
conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conoci-
miento, es el único modo de librarlo de tiranías. La universidad europea ha
de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas
acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de
Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es
más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos
exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de
ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria
en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repú-
blicas americanas. 30
Es así como, tras la denuncia enriquecida en la crítica, se hace posible compren-
der todo el campo de implicaciones derivado de la proposición teórica que podemos
considerar como la tesis central de “Nuestra América” en materia cultural. Se
trata del por demás conocido aserto según el cual “el libro importado ha sido venci-
do en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los
letrados artificial El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla
entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”. 31
La referencia a Domingo Faustino Sarmiento es por demás evidente y, por lo
mismo, no puede ser considerada a la ligera. Sin embargo, el análisis debe tener
en cuenta que se trata no sólo de representantes de clases antagónicas, sino que
lo que se contrapone son, además, pronunciamientos hechos en etapas diferentes
del desarrollo de cada una de esas clases. Las tesis esenciales de Sarmiento
datan de mediados del siglo XIX. Y, en su versión más conocida, están recogidas
en su Facundo. De allí procede la afirmación de que en América
el hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive la vida civilizada tal
como la conocemos en todas partes; allí están las leyes, las ideas de pro-

30 José Martí: “Nuestra América”, Obras Completas, t. 6, p. 18.


31 Ídem, p. 17. En la consideración de la referencia a Sarmiento hay que recordar que había
reciprocidad de sentimientos, como lo prueba el comentario del argentino en el sentido de que
“una cosa le falta a don José Martí para ser un buen publicista […] Fáltale regenerarse,
educarse, si es posible decirlo, recibiendo del pueblo en que vive [Martí residía en los Estados
Unidos por esa época] la inspiración, como se recibe el alimento […] que vivifica […] criticar
con aires magistrales aquello que ve allí un hispanoamericano, un español, con los retacitos de
juicio político que le han transmitido los libros de otras naciones […] es hacer gravísimo mal
al lector, a quien llevan por un camino de perdición”. [Ápud Roberto Fernández Retamar:
Lectura de Martí, p. 121].

207
greso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobier-
no regular, etc. Saliendo del recinto de la ciudad, todo cambia de aspecto;
el hombre de campo lleva otro traje, que llamaré americano, por ser común
a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos, sus necesidades,
peculiares y limitadas: parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extra-
ños el uno al otro... [ se trata] de la lucha entre la civilización europea y la
barbarie indígena, entre la inteligencia y la materia. 32
Cuando Sarmiento expresa su posición, en 1845, lo hace en nombre del sector
de la clase social que dispone de un proyecto de Estado que se define de manera
más o menos consciente de acuerdo con la tendencia principal en el desarrollo
socioeconómico de Hispanoamérica, que era la de una incipiente incorporación
dependiente al mercado mundial como primer paso en la vía oligárquica de desa-
rrollo capitalista.
Desde el punto de vista de este trabajo, lo que interesa en primer término es
que, ideológicamente, esa tendencia no fuera percibida como tal, sino como un
hecho de valor absoluto. A esto que sin duda, tanto el hecho de que la compulsión
de su situación explotadora impidiera a esa burguesía naciente una aprehensión
objetiva de la realidad —situación agravada en lo particular por la expresión de
su naturaleza dependiente en lo económico al nivel de su horizonte de visibilidad
histórica—, como a ausencia de otras clases capaces de llevar adelante un efec-
tivo cuestionamiento de tal vía de desarrollo desde una perspectiva de conoci-
miento realmente original. La absolutización de valores que eran en sí mismos
relativos resulta, en ese sentido, un reflejo del bajo nivel de la lucha de clases en
el plano ideológico —que no se corresponde necesariamente con la intensidad
con que esta lucha haya podido darse a nivel político—. Las “rémoras” en la
formación de la protoburguesía oligárquica, en todo caso, terminarían por conver-
tir estas insuficiencias en taras permanentes de su ideología.
El problema central parece haber sido, en suma, el de la ausencia de un
sector social antagónico al oligárquico y capaz, al propio tiempo, de plantear un
proyecto de Estado históricamente viable en esta etapa inicial de conformación
de las repúblicas hispanoamericanas. Sí hubo clases capaces de resistir violen-
tamente a las violencias de la acumulación originaria, que crearon con su resis-
tencia una valiosa herencia de luchas y tradiciones democrático-populares que
rendiría sus mejores frutos en el futuro. Sin embargo, cada vez que uno u otro
sector de esas clases asciende al Estado, en una u otra coyuntura, termina por
ceder ante la presión de las tendencias dominantes en el desarrollo de la histo-
ria. Como lo planteara Sarmiento: “He señalado esta circunstancia de la posi-

32 Domingo Faustino Sarmiento: Facundo, pp. 30 y 36.

208
ción monopolizadora de Buenos Aires, para mostrar que hay una organización
del suelo, tan central y unitaria en aquel país, que aunque Rosas hubiera gritado
de buena fe ¡federación o muerte! habría concluido por el sistema unitario que
hoy ha establecido.”33
Esta situación forma parte del conjunto de tensiones sociales que subyacen tras
la crítica de las superestructuras en “Nuestra América”, aunque desde una pers-
pectiva sociopolítica necesariamente distinta que lleva a Martí a plantear que
por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los
tiranos de América al poder; y han caído en cuanto les hicieron traición. Las
repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los ele-
mentos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar
con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador. 34
Estas observaciones no excluyen, por supuesto, el juicio moral contrario por
parte del investigador contemporáneo, frente a las formulaciones de Sarmiento
siempre y cuando pensemos que ese juicio se está refiriendo a las consecuencias
del desarrollo de un modo de producción determinado, las cuales son tan inevita-
bles dentro de ese modo de producción como la necesidad de que maduren las
contradicciones que ellas engendran hasta un punto en que se haga posible la
lucha por una transformación realmente revolucionaria de la realidad. Es preci-
samente el tipo de Estado que finalmente se instaura en nombre de lo que Marx
llamó “la bárbara civilización capitalista” el que va a crear la formación social en
cuyo seno podrán desarrollarse las clases que llegarán a plantear una alternativa
efectivamente antagónica —y no ya “contestataria”—, frente a ese Estado. Hay
que respetar el carácter procesal de estos hechos, para ver que Martí no cuestio-
na a Sarmiento como individuo al margen de la historia, sino que procura
deslegitimar un sistema de dominación en su conjunto.
Es precisamente su diferente ubicación histórica lo que permite a Martí actuar
desde una diferente ubicación social y, en este sentido, disfrutar de las ventajas
del hecho de que
el grupo… que desempeña el papel principal en el avance de la civilización
en un período no será probablemente el que desempeñe igual papel en el
período siguiente, y ello por la sencilla razón de que estará demasiado imbui-

33 Domingo Faustino Sarmiento: ob. cit., p. 26. Sarmiento apunta a continuación: “Nosotros,
empero, queríamos la unidad en la civilización y la libertad, y se nos ha dado la unidad en la
barbarie y en la esclavitud.” Rosas había subido al poder por su conformidad con los elemen-
tos naturales del país, y saldría de él cuando les hiciera traición, para decirlo con las categorías
martianas, que parecieran extraídas de su ejemplo.
34 José Martí: “Nuestra América”, Obras Completas, t. 6, p. 17.

209
do de las tradiciones, los intereses y las ideologías del período anterior como
para poder adaptarse a las exigencias y las condiciones del siguiente. Con lo
que muy bien puede ocurrir que lo que a un grupo se le antoja período de
decadencia, a otro le parezca inicio de un nuevo paso adelante. 35
Una de esas ventajas, y quizás la más notable desde el punto de vista del
desarrollo cultural, es la que opone el proceso de conocimiento martiano al de
Sarmiento. El pensamiento martiano es básicamente dialéctico y, por ende, capaz
de percibir y llevar al plano de la acción política las tendencias fundamentales del
proceso social y económico que lo determinaba en última instancia. Esto no ocu-
rre en Sarmiento, que opera mediante rígidas antítesis que le obligan a moverse
en un ámbito escindido entre lo que es —y que él percibe con notable intuición—
y lo que “debería ser”, planteándose por ejemplo que “de eso se trata, de ser o no
ser salvaje”. 36
La subordinación a un esquema de valores concebido a priori indica la pre-
sencia de una concepción de la historia totalmente distinta y antagónica a la de
Martí: para Sarmiento, la historia concluye con el modelo de desarrollo metropo-
litano. Esto lo lleva a un determinismo evolucionista al que sólo con el vigor de su
personalidad y agresiva vocación de político salvan de caer en un enfermizo
fatalismo como el que latiría posteriormente en el autonomismo cubano. En Martí,
por el contrario, el rasgo progresivo esencial a este nivel radica en que no recoge
ya la dicotomía de Sarmiento, ni siquiera para invertir sus términos, sino que va
más allá de eso al cuestionar la perspectiva social de análisis en que tal dicotomía
podía tener algún sentido o, lo que es igual, al rechazar tácitamente a la cultura
dominante por sus implicaciones sociopolíticas antes que sus mayores o menores
méritos intelectivos.
La cultura nacional-popular en su sistematización martiana no sólo rechaza la
interpretación de la realidad en torno a la cual se organiza la cultura oligarco-
neocolonial dominante, sino que cuestiona la validez misma de las categorías de
análisis inherentes a esa interpretación. Y esto lo hace, en primer término, cues-
tionando a un tiempo su pretendida universalidad y su consecuente propuesta de
socialidad, al destacar el valor relativo, particular e históricamente condicionado
de esas categorías básicas de la cultura dominante.
De este modo, el rechazo a la dicotomía civilización-barbarie no se fundamen-
ta en un subjetivismo mesiánico o en un afán de prestigio chovinista, sino en una
reinterpretación de sus términos maniqueos a la luz de la experiencia histórica y,
en particular, de lo que esta revela sobre la verdadera naturaleza de los modelos

35 Edward Hallet Carr: ¿Qué es la historia?, pp. 157-158.


36 Domingo Faustino Sarmiento: ob. cit., p. 12.

210
europeo y norteamericano a los que buscaba imitar el Estado oligárquico. Los
escritos de Martí sobre la crisis social en los Estados Unidos son, a este respecto,
tan imprescindibles para una cabal comprensión de “Nuestra América”, como
sus reflexiones sobre otros procesos coloniales —como el francés en Indochina—
o las miserias de la trata de esclavos y la corrupción social generada por la
institución misma de la esclavitud. Debe tomarse en cuenta, por lo mismo, que
Martí escribe en el momento en que el imperialismo entraba en su primera fase
de desarrollo, caracterizada por una frenética lucha por el reparto del mundo que
terminaría en 1914 con la I Guerra Mundial. Las proyecciones de esta lucha en
América, a través de las agresiones francesa y norteamericana a México, las
pretensiones expansionistas de Blaine, el interés siempre renovado de los Esta-
dos Unidos por apoderarse de Cuba, la injerencia británica en la guerra chileno-
boliviana de 1879: estos son necesariamente los puntos de luz que iluminan el
análisis de la experiencia histórica de Martí. El mérito está en haber extraído de
ella la conclusión correcta de la necesidad de una activa defensa de los intereses
populares. Planteando que
Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema
opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. El tigre, es-
pantado del fogonazo, vuelve de noche al lugar de la presa. Muere echan-
do llamas por los ojos y con las zarpas al aire. No se le oye venir, sino que
viene con zarpas de terciopelo. Cuando la presa despierta, tiene al tigre
encima. La colonia continúo viviendo en la república; y nuestra América
se está salvando de sus grandes yerros —de la soberbia de las ciudades
capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importa-
ción excesiva de las ideas y de las fórmulas ajenas, del desdén inicuo […]
de la raza aborigen,— por la virtud superior, abonada con sangre necesa-
ria, de la república que lucha contra la colonia. El tigre espera, detrás de
cada árbol, acurrucado en cada esquina. Morirá, con las zarpas al aire,
echando llamas por los ojos. 37
De este modo, lo que Martí nos ofrece es una refuncionalización del proceso
mismo de conocimiento de la sociedad como ente histórico, lo cual va a implicar
que se defina de una nueva manera el propio lugar de la cultura entre los hechos
sociales y, con ello, el de la función y los órdenes de prioridad de las manifestacio-
nes culturales, así como el contenido y estructura de los instrumentos de repro-
ducción y organización. Esto tiene implicaciones más amplias, pues el sustituir a
la cultura como modelo ideal por una cultura concebida como vía de expresión y

37 José Martí: “Nuestra América”, Obras Completas, t. 6, p. 19.

211
desarrollo de fuerzas sociales nuevas lleva implícita una politización consciente
del análisis cultural y es, precisamente, la manera de echarlo “todo al fuego, hasta
el arte, para alimentar la hoguera”. 38 De aquí que se plantee como nueva norma
de calidad el que
en pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un pueblo a
otro, los hombres nuevos americanos. Surgen los estadistas naturales del
estudio directo de la naturaleza. Leen para aplicar, pero no para copiar.
Los economistas estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores em-
piezan a ser sobrios. Los dramaturgos traen los caracteres nativos a la
escena. Las academias discuten temas viables. La poesía se corta la me-
lena zorrillesca y cuelga del árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa,
centellante y cernida, va cargada de idea. Los gobernadores, en las repú-
blicas de indios, aprenden indio. 39
El carácter instrumental, útil y necesario de la nueva cultura está estrecha-
mente ligado a la crítica de lo existente en función de los intereses del propio
sujeto social. Por lo mismo, siendo la crítica “ejercicio del criterio” 40 se trata
entonces de dotar a ese criterio de los elementos de juicio que requiere para
cumplir su misión. Pero ello no se plantea en un sentido académico, de cambios
en los contenidos de la enseñanza, sino en uno más general de cambio en la
concepción misma y en los métodos y las formas del proceso de producción de
conocimientos. Así, al criterio oligarco-neocolonial dominante, escindido corno la
realidad que se empeña en velar, hay que oponer un criterio nacional-popular,
integral y coherente, surgido de la más estrecha unidad entre práctica sociopolítica
y conocimiento.
Una vez más, aunque no de modo necesariamente consciente, el contenido
político del análisis se deriva de que este toma como su objeto a los problemas
sociales concretos desde la perspectiva del sujeto social llamado a resolverlos. El
sentido práctico del conocimiento exige resultado práctico; la cultura, popular por
su origen, ha de serlo también por sus funciones, pues se debe por completo a los
intereses del sujeto social que ha de realizarla en la práctica. Este sujeto es desig-
nado por Martí con el nombre genérico de hombre natural, categoría polisémica
que usualmente se refiere al conjunto de las clases subordinadas y, en particular,
a los trabajadores del campo, cuya situación es descrita por Tulio Halperin Donghi
en los siguientes términos:

38 José Martí: “La exhibición de pinturas del ruso Vereschagin”, Obras Completas, t. 15, p. 433.
39 José Martí: “Nuestra América”, Obras Completas, t. 6, p. 21.
40 José Martí: “Carta a Bartolomé Mitre y Vedia de 19 de diciembre de 1882”, Obras Completas,
t. 9, p. 16.

212
la modernización económica impone a la masa de trabajo rural cargas que
esta no aceptaría espontáneamente. Si las relaciones de trabajo se han
modificado en los hechos mucho menos que en la letra de la ley, y aún esta
sigue consagrando regímenes muy poco modernos, el estilo de trabajo que
se espera de los campesinos latinoamericanos, por el contrario, concede
muy poco a tradiciones consolidadas en etapas en que la rigidez de los
mercados de consumo no empujaban a aumentar la producción. Ahora,
por el contrario, el ritmo de trabajo debe cambiar radicalmente para au-
mentar la productividad de la mano de obra; las quejas sobre la invencible
pereza del campesino hispanoamericano, en que coincide observadores
extranjeros y doctos voceros legales del nuevo orden, son testimonio de la
presencia de un problema insoluble: se trata de hacer de ese campesino
una suerte de híbrido que reúne las ventajas del proletariado moder-
no (rapidez, eficacia, surgidas no sólo de una voluntad genérica de traba-
jar, sino también de una actitud racional frente al trabajo) y las del traba-
jador rural tradicional en América Latina (escasas exigencias en cuanto
a salario y otras recompensas, mansedumbre para aceptar una disciplina
que, insuficientemente racionalizada con la misma, incluye vastos márge-
nes de arbitrariedad).41
Para este sujeto social, la cultura debe ser concebida necesariamente como un
acto de libertad y como un recurso para lograr su aspiración al Estado. En este
sentido, y considerando a la libertad como superación de la necesidad, la cultura
se concibe como unidad de pensamiento y acción sustentada en una adecuada
relación con las necesidades de conocimiento que plantea la realidad para ser
transformada en el sentido del interés popular. Esta relación adecuada es conce-
bida a partir del carácter original (“natural”) de la realidad que constituye su
objeto y de los peculiares problemas sociales que plantea, expresados en las
categorías más generales de conflicto entre el mestizo autóctono (recuérdese

41 Tulio Halperin Donghi: Historia contemporánea de América Latina, p. 219. Otra dimensión
del problema de definición del “hombre natural” es la señalada por Roberto Fernández Retamar:
“como a partir de la conquista indios y negros habían sido relegados a la base de la pirámide,
hacer causa común con los oprimidos venía a coincidir en gran medida con hacer causa común
con los indios y los negros, que es lo que hace Martí. Esos indios y esos negros se habían
venido mezclando entre sí y con algunos blancos, dando lugar al mestizaje que está en la raíz
de nuestra América, donde —también según Martí— “el mestizo autóctono ha vencido al
criollo exótico”. Sarmiento es un feroz racista porque es un ideólogo de las clases explotadoras
donde campea “el criollo exótico”. Martí es radicalmente antirracista porque es portavoz de
las clases explotadas, donde se están fundiendo las tres razas” [Calibán, p. 56]. El “hombre
natural” resulta, en suma, de la combinación de varios factores: hombre de trabajo, miembro de
una clase subordinada, mestizo. Es la masa popular a la que lógicamente debía dirigirse su capa
más avanzada en la batalla por el Estado.

213
cómo “las especies buscan la unidad del género”) y el criollo exótico, una lógica
conclusión es el conflicto entre la naturaleza y la falsa erudición ya mencionado.
De esta interpretación se desprende, de manera racional y coherente, el “hom-
bre natural” como de la cultura latinoamericana, pero en términos políticos muy
precisos, determinados por la lucha de hegemonías en curso, que llevan a Martí a
plantear que “el hombre natural es bueno, y acata y la inteligencia superior, mien-
tras ésta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él,
que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza
el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés”. 42 Como
se ve, hay aquí un planteamiento hegemónico que nada tiene de seguidista o
“populista”. El hombre natural no representa, en Martí, un “deber ser” espontá-
neamente surgido ni es el producto de la mera sustitución de la “civilización” de
Sarmiento por otra categoría modélica, distinta en la forma pero semejante en el
espíritu antitético, maniqueo, de la cultura oligárquica. Se trata, por el contrario,
de un ser social y, por ende, de un sujeto histórico en proceso de desarrollo que
debe constituir la arcilla fundamental para la obra de construcción de una cultura
superior, más natural porque es más plenamente humana. Es, en este sentido, la
materia prima de trabajo de la clase hegemónica personificada en el “gobernan-
te-creador”, que debe dotar al pueblo de la conciencia necesaria sobre sus pro-
pios objetivos y de estructuras de trabajo intelectual capaces de expresarlos.
Se trata, en suma, de dar prioridad a la sistematización de las nuevas tendencias
que el propio capitalismo neocolonial va revelando en el desarrollo de sus contradic-
ciones. Por lo mismo, se hace necesario plantear, en el orden de prioridades que
exige la lucha por el Estado, el compromiso militante con la causa popular como el
valor por excelencia del intelectual de nuevo tipo. Aquí se nos revela entonces que,
si la guerra es el grado extremo de la política, la política es el grado superior y más
complejo de la cultura, en la medida en que es concebida como el medio práctico
esencial para transformar la realidad en los términos en que esa cultura la concibe.
Todo esto implica un profundo trabajo de investigación y educación, una lucha
constante contra el espontaneísmo que sólo ha conseguido llevar al poder a tira-
nos que han caído en cuanto hicieron traición a sus elementos de origen (y ya
hemos visto cómo esa traición era históricamente inevitable en términos “espon-
táneos”). Es esta situación la que lleva a Martí a plantear en términos prácticos,
políticos, las consecuencias que se desprenden de su concepción del mundo al
nivel de las superestructuras que critica, apuntando que
en pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gober-
narán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano, allí donde

42 José Martí: “Nuestra América”, Obras Completas, t. 6, p. 17.

214
los cultos no aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y
tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si
el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella. ¿Cómo han de salir de
las universidades los gobernantes, si no hay universidad en América donde
se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los
elementos peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los jó-
venes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un
pueblo que no conocen. En la carrera de la política habría de negarse la
entrada a los que desconocen los rudimentos de la política. 43
Lo que importa tener en cuenta aquí es que la nueva cultura plantea ante todo
la necesidad de elaborar nuevos medios para lograr nuevos fines, expresados en
la necesidad de conseguir que las especies sociales del pueblo alcancen la unidad
de género en el Estado. De aquí que junto al “éramos” se plantee en todo mo-
mento lo que “vamos siendo” a través de un análisis de las posibilidades que
efectivamente abría el desarrollo capitalista para la unidad continental del movi-
miento popular. Esas posibilidades se derivaban del desarrollo cualitativo de las
contradicciones de clase en el seno del Estado oligárquico, que creaba, por vez
primera en la historia de América, la efectiva coincidencia de intereses de vastos
sectores populares a un nivel consciente y, por ende, la posibilidad de conseguir
que esos sectores llegaran a operar de modo igualmente consciente sobre el
desarrollo de las contradicciones que los afectaban.
Los llamados a la unidad continental resultan así de una visión acertada de las
posibilidades que la contradicción insoluble entre las relaciones de producción y
las posibilidades de desarrollo de las fuerzas productivas, características del Es-
tado oligárquico maduro, abría para la transformación de este. Desde la perspec-
tiva de los intereses populares, este desarrollo podía ser encarado ya en sus
potencialidades progresivas, partiendo de reconocer que
se ponen de pie los pueblos, y se saludan. “¿Cómo somos?”, se preguntan; y
unos a otros se van diciendo cómo son. Cuando aparece en Cojímar un proble-
ma, no van a buscar la solución a Dantzig. Las levitas son todavía de Francia,

43 Ídem, pp. 17-18. Es sintomático considerar que no fue sino hasta la década de 1920, cuando se
produce la crisis generalizada del Estado oligárquico en la América Latina, que este tipo de
planteamiento fue retomado por los procesos de reforma universitaria iniciados en Córdoba en
1918, y a través de los cuales las pequeñas burguesías de la región dieron algunas de sus más
importantes batallas ideológicas y políticas contra las oligarquías dominantes. Pero, más allá
de eso, hay que recordar que fueron voceros de una nueva clase, como Julio Antonio Mella y
José Carlos Mariátegui, los que supieron, en esa nueva etapa, sacar todas las conclusiones de
la protesta universitaria y llevarla hasta un antagonismo de nuevo tipo con el Estado neocolonial.
Pero esto es material para otra historia.

215
pero el pensamiento empieza a ser de América. Los jóvenes de América se
ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la
levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación
está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación. 44
Estas formas de expresión, como hemos visto, son características de clases
que han alcanzado una posición de vanguardia estratégica del movimiento popu-
lar en una coyuntura histórica determinada. Se siente que la historia vuelve a
adquirir sentido a la luz del interés general que esta clase expresa, y se siente
además que ese interés es precisamente el que se deriva de las contradicciones
que esa clase comparte con las demás clases subordinadas frente al Estado de la
clase dominante. En este sentido, se puede comprender que la clase plantee que
se entiende que las formas de gobierno de un país han de acomodarse a
sus elementos naturales; que las ideas absolutas, para no caer por un yerro
de forma, han de ponerse en formas relativas; que la libertad, para ser
viable, tiene que ser sincera y plena; que si la república no abre los brazos
a todos y adelanta con todos, muere la república. El tigre de adentro se
entra por la hendija, y el tigre de afuera. El general sujeta en la marcha la
caballería al paso de los infantes. O si deja a la zaga a los infantes, le
envuelve el enemigo la caballería. Estrategia es política. Los pueblos han
de vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y
una sola mente. 45
Hemos examinado ya algunas de las características del tigre de adentro, y
hemos visto cómo su ferocidad era un factor que abría paso al tigre de afuera.
Las condiciones de hegemonía que planteaba Martí estaban dirigidas a contra-
rrestar ambos peligros, planteados como lo que eran: eslabones de la misma ca-
dena. Aquí, la interpretación de la historia en Martí alcanza uno de sus momentos
más altos en la negación-superación de la cultura dominante, poniendo en forma
relativa las verdades absolutas que ésta pretendía representar. La inversión de
los términos del análisis se muestra ya completa en el hecho de que con la adver-
tencia antiimperialista culmine el examen de las contradicciones internas, plan-
teándola como un peligro para la solución de estas en el sentido de los intereses
populares: “Pero otro peligro corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí,
sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores
continentales, y es la hora próxima en que se le acerque, demandando relaciones
íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña.” 46

44 José Martí: “Nuestra América”, Obras Completas, t. 6, p. 20.


45 Ídem, pp. 20-21.
46 Ídem, p. 21.

216
Sin embargo, el reconocimiento del carácter externo del peligro no conduce
sino a dar un nuevo paso en la interiorización del análisis. La defensa, ante lo que
no le viene de sí, debe surgir en nuestra América de sí misma, puesto que
como su decoro de república pone a la América del Norte, ante los pueblos
atentos del Universo, un freno que no le ha de quitar la provocación pueril o
la arrogancia ostentosa, o la discordia parricida de nuestra América, el deber
urgente de nuestra América es enseñarse como es, una en alma e intento,
vencedora veloz de un pasado sofocante, manchada sólo con la sangre de
abono que arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las venas que
nos dejaron picadas nuestros dueños. El desdén del vecino formidable, que
no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día
de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para
que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia.
Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos. 47
El conocimiento al que se refiere Martí es, desde luego, el que brindan los
hechos y el que se muestra en las capacidades plasmadas. Se trata como hemos
visto de una forma de praxis y nunca del producto de una actitud puramente
reflexiva. Por lo tanto, mantiene un fondo dialéctico: lo esencial en ella es que la
denuncia se fundamenta en una comprensión general del movimiento histórico
que permite derivar de ella la posibilidad de un papel activo para la América
Latina en la escena mundial, lo cual excede con mucho al repliegue defensivo
que habría resultado ser el contrario formal de la cultura dominante. Cuando este
planteamiento ha sido hecho, la cultura nacional-popular se revela como la única
capaz, en este continente, de desempeñar un papel realmente universal.
Martí, como dijera Roberto Fernández Retamar, “abarca la totalidad de la
experiencia material y espiritual de sus pueblos”48 y esa totalidad abarcada lo
conduce, además, a la comprensión humanista –y por ende revolucionaria—, de
que la historia debe llevar a una situación en que sea posible construir una cultura
humana a través del aporte igualitario y original de la experiencia material y
espiritual de todos los pueblos de la tierra, y a los que el mutuo conocimiento y el
respeto deben llegar a hermanar. Pues la socialidad cordial es, en Martí, la norma
por excelencia de lo humano.
La prevención antimperialista es, en este sentido, política. Ella apunta a la
preservación de derechos que no se niegan a otros y, por la misma razón, está
sustentada en una profunda conciencia de la historia como devenir y del hombre
como ser perfectible. Por ello, lo que queda excluido es el derecho a utilizar un

47 Ídem, p. 22.
48 Roberto Fernández Retamar: “Martí en su (tercer) mundo”, Lectura de Martí, p. 26.

217
grado superior de desarrollo material como elemento para la dominación no sólo
de unas sociedades sobre otras, sino también de unos hombres sobre cualesquie-
ra de sus semejantes, ya que el concepto martiano de la cultura se vincula con la
lucha contra la explotación del hombre por el hombre. De ahí el realismo político
con que se plantean los problemas de la lucha que empieza, al decir que
se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de lo peor de él. Hay
que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo peor. Si
no, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener una picota para quien les
azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad. […]
No hay odio de razas, porque no hay razas. [...] El alma emana, igual y
eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la Hu-
manidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas.
Pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros
pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de
ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de
preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o
de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenazas
graves para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte decla-
ra perecederas e inferiores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por
antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continen-
te […] ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede
resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión
tácita y urgente del alma continental. 49

Ética y vicencia: Una conclusión abierta

Como vemos, a partir de “Nuestra América” la cultura nacional-popular lati-


noamericana se manifiesta ya con todas las características de una alternativa
histórica concreta —como hecho, como tendencia y como perspectiva abierta a
desarrollos posteriores— frente a la cultura oligarco-neocolonial dominante en el
período. En efecto, lo que hasta entonces había sido un conjunto disperso de
“brotes espontáneos” de resistencia popular al proceso de acumulación originaria
—por lo general regresivos en su misma dispersión, pero dotados de una gran
potencialidad transformadora en su posible integración orgánica— pasa a con-
vertirse en una racional y coherente concepción del mundo, organizada en torno

49 José Martí: “Nuestra América”, Obras Completas, t. 6, pp. 22-23.

218
a un pensamiento social dotado de sentido propio y capaz, por tanto, de generar
una ética acorde con su estructura.
Esta cultura, a la luz de las conductas sociales en que ella se hace manifiesta y
de las contradicciones que animan su desarrollo, se revela como una cultura de
liberación nacional en el sentido estricto del término. Su contenido está definido
por la comprensión de la necesidad de liberar a los pueblos de nuestra América
de las trabas que imponen a su desarrollo las relaciones de dominación generadas
por la ardua descomposición de las estructuras sociales y económicas heredadas
del periodo colonial. Pero esto es visto, además, como un empeño de previsión
hacia el futuro, en el que se busca crear las conductas sociales más adecuadas
para, en nombre de la patria y el deber, “impedir a tiempo con la independencia de
Cuba que se extienden por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa
fuerza más, sobre nuestras tierras de América”. 50
En un sentido más general, esto implica poner de pie la demanda de que los
pueblos de la América Latina empiecen a crear su propia historia y a participar
con rostro definido en la historia mundial. Cabe recordar que
la historia comienza cuando los hombres empiezan a pensar en el transcur-
so del tiempo, no en función de procesos naturales —ciclo de las estacio-
nes, lapso de la vida humana—, sino en función de una serie de aconteci-
mientos específicos en que los hombres se hallan conscientemente
comprometidos y en los que conscientemente pueden influir… El hombre
se propone ahora comprender y modificar, no sólo el mundo circundante,
sino también a sí mismo y esto ha añadido, por así decirlo, una nueva
dimensión a la razón y una nueva dimensión a la historia. 51
Para el caso de la América Latina, la nueva dimensión añadida a la razón y a
la historia es de concebirlas a las dos como ámbitos de un conflicto social más
amplio que ellas mismas, que obliga a relativizar los términos con que hasta en-
tonces habían sido pensadas. En la medida en que para la oligarquía la historia es
vista como un pasado que concluye y se justifica en el presente de su dominación,
para el pueblo la historia es de un proceso en marcha hacia la superación de toda
forma de dominación. Del mismo modo, si la cultura dominante es esencialmente
mimética y contemplativa, y se asume a sí misma como producción de objetos
para un sujeto ya formado, la cultura nacional-popular es ante todo actividad
productiva del sujeto histórico necesario para superar el presente, esto es, ade-
cuado a un objetivo de transformación social que la misma praxis política va

50 José Martí: “Carta a Manuel Mercado”, 18 de mayo de 1895, Obras Completas, t. 20, p. 161.
51 Edward Hallet Carr: ob. cit., pp. 182-183.

219
redefiniendo en sus contornos y su alcance. De aquí que, mientras la cultura
dominante se tome como una vía de movilidad dentro de una estructura social ya
conformada, la cultura nacional-popular le sea antagónica al concebirse como vía
de movilización de masas para transformar esa estructura social.
Estos son los términos más generales del problema que, por lo demás, se ex-
presan de manera coherente en el conjunto de los hechos que van conformando
la realidad en que ese problema tiene existencia concreta. Por lo mismo, la disyun-
tiva cultural no sólo implica modalidades de interpretación la realidad, sino ante
todo de actitudes ante esa realidad. Es en este nivel donde se manifiesta la ética
acorde a esa interpretación de la realidad, que va a definirla y determinarla en
última instancia a través de las prácticas sociales en que esa ética se exprese.
Este aspecto del problema tiene particular importancia para el estudio de la obra
martiana, donde la formulación ética es abierta y explícita, y constituye en hechos
el elemento de cohesión del conjunto de la concepción del mundo que la anima.
La explicación básica de este hecho radica, según nuestro criterio, en que la
ética constituye en Martí una forma elemental de expresión sistematizada de los
contenidos de la conciencia popular. En este sentido, constituye una manera pe-
culiar de ideología y viene a desempeñar respecto de cultura un papel de determi-
nación en primera instancia, como un agente directo de las contradicciones en la
base de la estructura social, que son determinantes en última instancia.
El sentido de la ética en la concepción martiana de la cultura debe ser buscado,
en consecuencia, en su relación con el conjunto de los elementos que integran la
concepción del mundo de Martí. Y en este caso, del mismo modo que es posible
sostener que en una concepción marxista de la cultura el elemento axial es la
ideología —y, a través de esta, la lucha de clases—, en Martí la ética viene a
constituir el elemento organizador de su concepto general de la cultura y la ga-
rantía de su vigencia en conceptualizaciones posteriores que buscarán legitimarse
en ella desde nuevas perspectivas sociales de vanguardia.
Así, la eticidad de la cultura en Martí viene a ser una forma específica, trans-
figurada, de ideologización del análisis cultural, que privilegia las posibilidades del
marxismo en los desarrollos posteriores de esa eticidad. Ello, precisamente, por-
que el marxismo es la única concepción de la historia y de la sociedad que puede
asumir y llevar hasta sus últimas consecuencias esa ideologización del análisis, al
referirla a la lucha de clases como verdadero motor de la historia y como asiento
de la única forma contemporánea de universalidad en la cultura.
Lo esencial, entonces, es que al redefinir el sujeto social de la historia america-
na, Martí abre paso a la posibilidad de investigar y profundizar de manera original
en las potencialidades de la acción transformadora consciente de ese sujeto so-
cial. De esta manera, crea la brecha histórica a través de la cual el marxismo
podrá reivindicar su legitimidad latinoamericana una vez que su clase social se
haya desarrollado lo suficiente. En esta comprensión del sujeto social verdadero

220
de la historia radica la posibilidad de que no constituya un mero hecho de optimis-
mo subjetivo la afirmación de que
estos países se salvarán porque, con el genio de la moderación que parece
imperar, por la armonía serena de la Naturaleza, en el continente de la luz,
y por el influjo de la lectura crítica que ha sucedido en Europa a la lectura
de tanteo y falansterio en que se empapó la generación anterior, le está
naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real. 52
José Martí, fiel a la palabra de pase de su generación, no sólo creó una trans-
formación en la conciencia de su tiempo, sino, ante todo un cambio radical en el
sentido de las conductas sociales en la América Latina, que dejó abierta la posi-
bilidad de una de la realidad en tiempos posteriores. Gracias a ello, el pueblo
cubano supo después de 1898 que se vivía en una república mediatizada, ello se
debía a que esa república había nacido de una revolución inconclusa. Y esta
lección era válida para el resto de la América Latina, que supo grabarla en lo más
hondo de su conciencia y de su cultura.
Los hechos examinados nos demuestran así que todo intento de definición de
la cultura latinoamericana debe empezar por reconocer sus contenidos de clase,
que determinan su proceso formativo en el sentido más general de una contradic-
ción entre lo nacional-popular y lo oligarco-neocolonial. En primera instancia,
dentro del conglomerado nacional-popular la hegemonía en la sistematización de
la alternativa cultural nueva en los sectores medios, en la pequeña burguesía
radical. Pero esta hegemonía inicial, plena en la etapa, no se deriva únicamente
del hecho de que la pequeña burguesía fuera una clase de desarrollo más avanza-
do, sino ante todo del grado incipiente y las ‘‘ rémoras” que afectan el desarrollo
de otras clases y, en particular, del proletariado.
Al consolidarse los primeros grupos de proletarios para sí e iniciarse la transi-
ción del Estado oligárquico a formas neocolonial-burguesas más avanzadas, el
contenido pequeñoburgués de la cultura nacional-popular se convierte él mismo
en “herencia” y se escinde en torno a los intereses de las dos clases fundamen-
tales de la sociedad. Esa “herencia” es la del interés general de la nación en la
etapa inicial del neocolonialismo. Incluye, por tanto, desde embriones de socialis-
mo hasta posiciones de contenido burgués-liberal relativamente avanzadas. En
líneas generales, se puede decir entonces que los aspectos más revolucionarios
de la “herencia” sirven de base a nuevos desarrollos al integrarse y reorganizarse
en torno a posiciones como la representada por José Carlos Mariátegui, en Perú,
o Julio Antonio Mella —primero— y Fidel Castro —después—, en el caso de
Cuba. Al propio tiempo, los elementos de tipo burgués avanzado tienden a in-

52 José Martí: “Nuestra América”, Obras Completas, t. 6, pp. 19-20.

221
corporarse a corrientes de tipo nacional-populista, primero, ubicadas después en la
cola del movimiento histórico, donde sirven de embrión a posiciones nacional-fas-
cistas. Tal es el caso del APRA y otros movimientos del mismo tipo que, según los
casos, conservan por mayor o menor tiempo la capacidad para actuar como punta
de lanza de la ideología burguesa en el seno del movimiento popular y en las expre-
siones culturales que lo caracterizan.
En suma, ocurre aquí que la estructura social “pueblo” experimenta un cambio
cualitativo en su proceso de conformación, con lo cual se crean tanto la necesi-
dad como la posibilidad de conocer y enjuiciar más a fondo las contradicciones
internas del movimiento popular. Los contenidos esenciales de la cultura nacio-
nal-popular (antiimperialismo, nacionalismo, vocación popular y democrática, et-
cétera) no desaparecen, sino que su sentido cambia según la naturaleza de la
clase social a la cual se subordinan. El desarrollo de las clases y sus luchas,
creará un panorama sumamente complejo de contradicciones y tendencias en el
desarrollo de la cultura latinoamericana, que definirá sus lineamientos generales
de evolución hasta el presente.

Anuario del Centro de Estudios Martianos, Centro de Estudios Martianos, no.5, la Habana, 1982,
pp. 129-170.

222
Heredia
José Martí

No por ser compatriota nuestro un poeta lo hemos de poner por sobre todos los
demás; ni lo hemos de deprimir, desagradecidos o envidiosos, por el pecado de
nacer en nuestra patria. Mejor sirve a la patria quien le dice la verdad y le educa
el gusto que el que exagera el mérito de sus hombres famosos. Ni se ha de adorar
ídolos, ni de descabezar estatuas. Pero nuestro Heredia no tiene que temer del
tiempo: su poesía perdura, grandiosa y eminente, entre los defectos que le puso
su época y las imitaciones con que se adiestraba la mano, como aquellas pirámi-
des antiguas que imperan en la divina soledad, irguiendo sobre el polvo del ama-
sijo desmoronado sus piedras colosales. Y aún cuando se negase al poeta, puesto
que el negar parece ser el placer más grato al hombre, las dotes maravillosas por
que, después de una crítica austera a su puesto en las cumbres humanas, ¿quién
resiste al encanto de aquella vida atormentada y épica, donde supieron conciliar-
se la pasión y la virtud, anheloso de niño, héroe de adolescente, pronto a hacer del
mar caballo, para ir “armado de hierro y venganza” a morir por la libertad en un
féretro glorioso, llorado por las bellas, y muerto al fin de frío de alma, en brazos de
amigos extranjeros, sedientos los labios, despedazado el corazón, bañado de lá-
grimas el rostro, tendiendo en vano los brazos a la patria? ¡Mucho han de perdo-
nar los que en ella pueden vivir a los que saben morir sin ella!
Ya desde la niñez precocísima lo turbaba la ambición de igualarse con los
poetas y los héroes: por cartilla tuvo a Homero; por gramática a Montesquieu,
por maestro a su padre, por dama a la hermosura, y por sobre todo, el juicio; mas
no aquel que consiste en ordenar las pasiones cautamente, y practicar la virtud en
cuanto no estorbe a los goces de la vida, sino aquel otro que no lo parece, por
serlo sumo, y es el de dar libre empleo a las fuerzas del alma —que con ser como
son ya traen impuesto el deber de ejercitarse— y saber a la vez echarlas al viento
como halcones, y enfrenarlas luego. No le pareció, al leer a Plutarco en latín, que
cuando había en una tierra hecha para la felicidad esclavos azotados y amos
impíos, estuviese aún completo el libro de las Vidas, ni cumplido el plan del mun-
do, que comprende la belleza moral en la física, y no ve en ésta sino el anuncio
imperativo de aquélla: así que, antes de llevarse la mano al bozo, se la llevó al
cinto. Salvó su vida y calmó su ansiedad en el asilo que por pocos días le ofreció

223
la inolvidable Emilia. Llora de furor al ver el país de nieves donde ha de vivir, por
no saber amar con mesura su país de luz. Lo llama México, que siempre tuvo
corazones de oro, y brazos sin espinas, donde se ampara sin miedo al extranjero.
Pero ni la amistad de Tornel, ni la compañía de Quintana Roo, ni el teatro de
Garay, ni la belleza fugaz de María Pautret, ni el hogar agitado del destierro, ni la
ambición literaria, que en el país ajeno se entibia y vuelve recelosa, ni el pasmo
mismo de la naturaleza, pudieron dar más que consuelo momentáneo a aquella
alma “abrasada de amor” que pedía en vano amante, y paseaba sombrío por el
mundo, sin su esposa ideal y sin los héroes.
Aquel maestro de historia, aquel periodista sesudo, aquel político ardiente, aquel
juez atildado, con una mano opinaba en los pleitos, y con la otra se echaba atrás
las lágrimas. En el sol, en la noche, en la tormenta, en la lluvia nocturna, en el
océano, en el aire libre, buscaba frenético siempre dueño de sí, sus hermanos
naturales. Disciplinaba el alma fogosa con los quehaceres nimios de la abogacía.
Su poesía, marcial primero y reprimida después, acabó en desesperada. Más de
una vez quiso saber cómo se salía pronto de la vida. Pide paz a los árboles, sueño
a la fatiga, gloria al hombre, amor a la luna. Aborrece la tiranía, y adora la liber-
tad. Arreglando tragedias, nutre en vez de apagar su fuego trágico. Borra con
sus lágrimas la sangre que en la carrera loca sacó con la espuela al ijar de su
caballo. ¿Quién le apaciguará el corazón? ¿Dónde se asilará la virtud? El exceso
de vida le agobia; vive condenado a efectos estériles; jamás ¡infeliz! ser corres-
pondido por la que ama. De noche, sobre un monte, descubierta la cabeza, alza la
frente en la tempestad. ¡No se irá de la vida sin haber sembrado el laurel que
quiere para su tumba! Aquietará su espíritu desolado con el frescor de la lluvia
nocturna, pero donde se oiga, a los pies de una mujer, bramar el mar y rugir el
trueno. Y murió, grande como era, de no poder ser grande.
Porque uno de los elementos principales de su genio fue el amor a la gloria, en
que los hombres suelen hallar consuelos comparables al dolor de quien nada
espera de ella: su poesía resplandece, desmaya o angustia, según vea las coronas
sobre su cabeza o fuera de su mano: busca sin éxito, ya desalentado, poesía
nueva por cauces más tranquilos: su lira es de las batallas, del amor “tremendo”,
del horror “grato”, “bello” y “augusto”. Del país profanado en que le tocó nacer,
y exaltó desde la infancia su alma siempre dispuesta a la pasión, buscó amparo en
la grandeza de su tiempo, reciente aún de la última renovación de la humanidad,
donde, como bordas de fuego de un mar torvo, cantaba Byron y peleaban Napoleón
y Bolívar. Grecia y Roma que le eran familiares por su cultura clásica, reflorecían
en los pueblos europeos, desde el trágico que acababa de imitarlas en Italia al
inglés que había de ir a morir en Misolonghi; en los mismos Estados Unidos,
donde Washington acaba de vencer. Bryant canta a Tesalia, y Halleck celebra a
Bozzaris. Pero ya tenía para entonces su poesía, a más del estro ígneo, la majes-
tad que debió poner en ella la contemplación, entre helénica por lo armoniosa y

224
asiática por el lujo, de la hermosura de los países americanos donde vivió en su
niñez; de aquel monte del Ávila y valles caraqueños, con el cielo que viene a
dormir de noche sobre los techos de las casas; de aquellas cumbres y altiplanicies
mexicanas, modelo de sublimidad, que hinchen el pecho de melancolía e imperio;
de Santo Domingo, donde corre el fuego por las venas de los árboles, y son más
las flores que las hojas; de Cuba, velada ¡ay! por tantas almas segadas en flor,
donde tiene la naturaleza la gracia de la doncellez y la frescura del beso.
Pero nada pudo tanto en su genio como aquella ansia inextinguible de amor,
que con los de la tierra crecía, por ir demostrando cada uno lo amargo de nacer
con una sed que no se puede apagar en este mundo. No cesan las hermosuras en
cuanto habla de amores. Hay todavía “Lesbias” y “Filenos”; pero ya dice “pa-
ñuelo” en verso, antes que de Vigny. Cuando se prepara a la guerra, cuando
describe el sol, cuando contempla el Niágara, piensa en los tiranos, para decir
otra vez que los odia, y en la mujer a quien ha de amar. Es lava viva, y agonía que
da piedad. Del amor padece hasta retorcerse. El amor es “furioso”. Llora llanto
de fuego. Aquella mujer es “divina y funesta”. Una bailarina le arranca acentos
pindáricos, una bailarina “que tiende los brazos delicados, mostrando los tesoros
de su seno”. No teme caer en alguna puerilidad amatoria, de que se alza en un
vuelo a la belleza pura, ni mostrarse como está, mísero de amor, postrado, desde-
ñado: ¡cómo viviría él en un rincón “con ella y la virtud”! Y era siempre un amor
caballeresco, aun en los mayores arrebatos. Para su verso era su corazón despe-
dazado; pero salía a la vida sereno, domador de sí mismo. Acaso hoy, o por
desmerecimiento de la mujer, o por mayor realidad y tristeza de nuestra vida, no
nos sea posible amar así: la pasión es ahora poca, o sale hueca al verso, o gusta
de satisfacerse por los rincones. Tal fue su genio, contristado por la zozobra
inevitable en quien tiene que vivir de los frutos de su espíritu en tierras extrañas.
Así amó él a la mujer, no como tentación que quita bríos para las obligaciones
de la vida, sino como sazón y pináculo de la gloria, que es toda vanidad y dolor
cuando no le da sangre y luz el beso. Así quiso a la libertad, patricia más que
francesa. Así a los pueblos que combaten, y a los caudillos que postran a los
déspotas. Así a los indios infelices, por quienes se le ve siempre traspasado de
ternura, y de horror por los “hombres feroces” que contuvieron y desviaron la
civilización del mundo, alzaron a su paso montones de cadáveres, para que se
vieran bien sus cruces. Pero eso, otros lo pudieron amar como él. Lo que es suyo,
lo herédico, es esa tonante condición de su espíritu que da como beldad imperial
a cuanto en momentos felices toca con su mano, y difunde por sus magníficas
estrofas un poder y esplendor semejantes a los de las obras más bellas de la
Naturaleza. Esa alma que se consume, ese movimiento a la vez arrebatado y
armonioso, ese lenguaje que centellea como la bóveda celeste, ese período que
se desata como una capa de batalla y se pliega como un manto real, eso es lo
herédico, y el lícito desorden, grato en la obra del hombre como en la del Univer-

225
so, que no consiste en echar peñas abajo o nubes arriba la fantasía, ni en simular
con artificio poco visible el trastorno lírico, ni en poner globos de imágenes sobre
hormigas de pensamiento, sino en alzarse de súbito sobre la tierra sin sacar de
ella las raíces, como el monte que la encumbra o el bosque que la interrumpe de
improviso, a que el aire la oree, la argente la lluvia, y la consagre y despedace el
rayo. Eso es lo herédico, y la imagen a la vez esmaltada y de relieve, y aquella
frase imperiosa y fulgurante, y modo de disponer como una batalla la oda, por
donde Heredia tiene un solo semejante en literatura, que es Bolívar. Olmedo, que
cantó a Bolívar mejor que Heredia, no es el primer poeta americano. El primer
poeta de América es Heredia. Sólo él ha puesto en sus versos la sublimidad,
pompa y fuego de su naturaleza. El es volcánico como sus entrañas, y sereno
como sus alturas.
Ni todos sus asuntos fueron felices y propios de su genio; ni se igualó con
Píndaro cuantas veces se lo propuso; ni es el mismo cuando imita, que no es tanto
como parece, o cuando vacila, que es poco, o cuando trata temas llanos, que
cuando en alas de la pasión deja ir el verso sin moldes ni recamos, ni más guía que
el águila; ni cabe comparar con sus odas al Niágara, al Teocali de Cholula, al sol,
al mar, o sus epístolas a Emilia y Elpino y la estancia sexta de los Placeres de la
Melancolía, los poemas que escribió más tarde pensando en Young y en Delille, y
como émulo de Voltaire y Lucrecio más apasionado que dichoso; ni campea en
las composiciones rimadas, sobre todo en las menores, con la soberanía de aque-
llos cantos en que celebra en verso suelto al influjo de las hermosas, el amor de la
patria y las maravillas naturales. Suele ser verboso. Tiene versos rellenos de
adjetivos. Cae en los defectos propios de aquellos tiempos en que al sentimiento
se decía sensibilidad: hay en casi todas sus páginas versos débiles, desinencias
cercanas, asonantes seguidos, expresiones descuidadas, acentos mal dispuestos,
diptongos ásperos, aliteraciones duras: ésa es la diferencia que hay entre un bos-
que y un jardín: en el jardín todo está pulido, podado, enarenado, como para mo-
rada de la flor y deleite del jardinero: ¿quién osa entrar en un bosque con el
mandil y las podaderas?
El lenguaje de Heredia es otra de sus grandezas, a pesar de esos defectos que
no han de excusársele, a no ser porque estaban consentidos en su tiempo, y aun
se tenían por gala: porque a la poesía, que es arte, no vale disculparla con que es
patriótica o filosófica, sino que ha de resistir como el bronce y vibrar como la
porcelana: y bien pudo Heredia evitar en su obra entera lo que evitó en aquellos
pasajes donde despliega con todo su lujo su estrofa amplia, en que no cuelgan las
imágenes como dijes, sino que van con el pensamiento, como en el diamante va la
luz, y producen por su nobleza, variedad y rapidez la emoción homérica. Los
cuadros se suceden. El verso triunfa. No van los versos encasacados, adonde los
quiere llevar el poeta de gabinete, ni forjados a martillo, aunque sea de cíclope,
sino que le nacen del alma con manto y corona. Es directo y limpio como la prosa

226
aquel verso llameante, ágil y oratorio, que ya pinte, ya describa, ya fulmine, ya
narre, ya evoque, se desata o enfrena al poder de una censura sabia y viva, que
con más ímpetu y verdad que la de Quintana, remonta la poesía, como quien la
echa al cielo de un bote, o la sujeta súbito, como auriga que de un reclamo para la
cuadriga. La estrofa se va tendiendo como la llanura, encrespando como el mar,
combando como el cielo. Si desciende, es como una exhalación. Suele rielar
como la luna; pero más a menudo se extingue como el sol poniente, entre carmi-
nes vívidos y negrura pavorosa.
Nunca falta, por supuesto, quien sin mirar en las raíces de cada persona poé-
tica, ni pensar que los que vienen de igual raíz han de enseñarlo en la hoja, tenga
por imitación o idolatría el parecimiento de un poeta con otro que le sea análogo
por el carácter, las fuentes de la educación o la naturaleza del genio: como si el
roble que nace en Pekín hubiera de venir del de Aranjuez, porque hay un robledal
en Aranjuez. Así, por apariencias, llegan los observadores malignos o noveles a
ver copia servil donde no hay más que fatal semejanza. Ni Heredia ni nadie se
libra de su tiempo, que por mil modos sutiles influye en la mente, y dicta, sentado
donde no se le puede ver ni resistir, los primeros sentimientos, la primera prosa.
Tan ganosa de altos amigos está siempre el alma poética, y tan necesitada de la
beldad, que apenas la ve asomar, se va tras ella, y revela por la dirección de los
primeros pasos la hermosura a quien sigue, que suele ser menor que aquella que
despierta. De esos impulsos viene vibrando el genio, como mar de ondas sonoras,
de Homero a Whitman. Y por eso, y por algunas imitaciones confesas, muy por
debajo de lo suyo original, ha podido decirse de ligero que Heredia fuese imitador
de éste o aquél, y en especial de Byron, cuando lo cierto es que la pasión soberbia
de éste no se avenía con la más noble de Heredia; ni en los asuntos que trataron
en común hay la menor semejanza esencial; ni cabe en juicio sano tener en me-
nos las maravillas de la Tempestad que las estrofas que Byron compuso “durante
una tormenta”; ni en el No me recuerdes, que es muy bello, hay arranques que
puedan compararse con el ansia amorosa del Desamor, y aun de El Rizo de
Pelo; ni por los países en que vivió, y lo infeliz de su raza en aquel tiempo, podía
Heredia, grande por lo sincero, tratar los asuntos complejos y de universal inte-
rés, vedados por el azar del nacimiento a quien viene al mundo donde sólo llega
de lejos, perdido y confuso, e! fragor de sus olas. Porque es el dolor de los cuba-
nos, y de todos los hispanoamericanos que aunque hereden por el estudio y aqui-
laten con su talento natural las esperanzas e ideas del universo, como es muy otro
el que se mueve bajo sus pies que el que llevan en la cabeza, no tienen ambiente
ni raíces ni derecho propio para opinar en las cosas que más les conmueven e
interesan, y parecen ridículos e intrusos si, de un país rudimentario, pretenden
entrarse con gran voz por los asuntos de la humanidad, que son los del día en
aquellos pueblos donde no están en las primeras letras como nosotros, sino en
toda su animación y fuerza. Es como ir coronado de rayos y calzado con borce-

227
guíes. Este es de veras un dolor mortal, y un motivo de tristeza infinita. A Heredia
le sobraron alientos y le faltó mundo.
Esto no es juicio, sino unas cuantas líneas para acompañar un retrato. Pero si
no hay espacio para analizar, por su poder y el de los accidentes que se lo estimu-
laron o torcieron, el vigor primitivo, elementos nuevos y curiosos, y formas varias
de aquel genio poético que puso en sus cantos, sin más superior que la creación,
el movimiento y la luz de sus mayores maravillas, y descubrió en un pecho cuba-
no el secreto perdido que en las primicias del mundo dio sublimidad a la epopeya,
antes le faltaría calor al corazón que orgullo y agradecimiento para recordar que
fue hijo de Cuba aquel de cuyos labios salieron algunos de los acentos más bellos
que haya modulado la voz del hombre, aquel que murió joven, fuera de la patria
que quiso redimir, del dolor de buscar en vano en el mundo el amor y la virtud.

El Economista Americano, Nueva York, julio de 1888.

“Heredia” en José Martí, Obras Completas, tomo 5, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975,
pp. 133-139.

228
Antonio Bachiller y Morales
José Martí

No ha de afearse con lamentos falsos la cesación natural de una vida larga y


feliz, empleada amorosamente en el servicio de la patria. La triste compañera
mirará con desconsuelo, en días que ya para ella no tendrán sol, el sillón vacío en
que Cuba agradecida ha puesto, donde descansaba la cabeza del anciano, una
corona, —¡una de sus últimas coronas!
Pero estas tumbas son lugares de cita, y como jubileos de decoro, adonde los
pueblos, que suelen aturdirse y desfallecer, acuden a renovar ante las virtudes,
que brillan más hermosas en la muerte, la determinación y la fuerza de imitarlas.
Y la lección tiene más eficacia cuando no es el muerto uno de aquellos hombres
preparados por el fuego de la imaginación o la intensidad de la conciencia, al
heroísmo que lleva en su singularidad y en sus desdichas como el decreto de no
imitarlo; sino un carácter manso y acaso tímido, apegado a los goces y honores
del mundo, y a la calma celeste de la sabiduría, que con su labor de toda la
existencia, con su resolución en un momento heroico, con su serenidad en los
años de desdicha, con su paz ejemplar y el crédito de su nombre, enseña a los
cobardes que para ser cauto, y hombre de casa y felicidad, no se necesita dejar
de ser honrado. —La inteligencia es don casual que la Naturaleza, soñolienta a
veces, pone en el cráneo de un vil, como pone en un cuerpo de hetaira la hermo-
sura: a muchos hombres se les puede dejar la espalda descubierta de un tirón, y
enseñar el letrero que dice claro: ¡hetaira! El don propio, y medida del mérito, es
el carácter, o sea el denuedo para obrar conforme a la virtud, que tiene como
enemigos los consejos del mundo y los afectos más poderosos en el alma.
Americano apasionado, cronista ejemplar, filólogo experto, arqueólogo famo-
so, filósofo asiduo, abogado justo, maestro amable, literato diligente, era orgullo
de Cuba Bachiller y Morales, y ornato de su raza. Pero más que por aquella
laboriosidad pasmosa, clave y auxiliar de todas sus demás virtudes; más que por
aquellos anaqueles de saber que hacían de su mente capaz, una como biblioteca
alejandrina; más que por aquel candor moral que en tiempos aciagos, y con la
bota del amo en la frente, le tuvo entretenido, como en quehacer doméstico, en
investigar las curiosidades más recónditas de su Cuba, de su América, y los
modos más varios de serles útil; más que por aquella mezcla dichosa de ingenui-

229
dad y respeto en la defensa de sus juicios, y por la sencillez e ingenio con que
trataba, como a amigos de su corazón, al principiante más terco y al niño más
humilde; más que por aquella juventud perenne en que mantuvieron su inteligen-
cia el afán de saber y la limpieza de su vida, —fue Bachiller notable porque
cuando pudo abandonar a su país o seguirlo en la crisis a que le tenían mal prepa-
rado su carácter pacífico, su filosofía generosa, su complacencia en las dignida-
des, su desconfianza en la empresa, sus hábitos de rico, dejó su casa de mármol
con sus fuentes y sus flores, y sus libros, y sin más caudal que su mujer, se vino a
vivir con el honor, donde las miradas no saludan, y el sol no calienta a los viejos, y
cae la nieve.
Nació cuando daba flor la horca de Tupac Amaru; cuando la tierra americana,
harta de pena, echaba a los que se habían puesto a sus ubres como cómitres
hambrientos; cuando Hidalgo, de un vuelo de la sotana, y Bolívar, de un rayo de
los ojos, y San Martín, de un puñetazo en los Andes, sacudían, del Bravo al
Quinto, el continente que despertó llamando a guerra con el terremoto, y cuajó el
aire en lanzas, y a los potros de las llanuras les puso alas en los ijares. Nació
cuando la misma España, cansada de servir de encubridora a un gitano, se halla-
ba en un bolsillo de la chaqueta el alma perdida en Sagunto. Nació cuando, al
reclamo de la libertad que les es natural, los americanos saludaron la redención
de España, la luz del año doce, con acentos que al mismo De Pradt parecían
dignos, no de colonos de Puerto Rico y Veracruz, “sino de los hombres más
instruidos y elocuentes de Europa”. Nació en los días de Humboldt, de padre
marcial y de madre devota, el niño estudioso que ya a los pocos años, discutiendo
en latín y llevándose cátedras y premios, confirmó lo que Humboldt decía de la
precocidad y rara ilustración de la gente de la Habana, “superior a la de toda la
América antes de que ésta volviese por su libertad, aunque diez años después ya
muy atrás de los libres americanos”. Pero no Bachiller, que se cansó pronto de
latines, por más que no les perdió nunca aquel miramiento de hijo, y aquella hidal-
ga gratitud, que fueron bellezas continuas de su carácter, a punto de hacerle
preferir alguna vez que le tornasen por hijo tibio de la patria que adoraba, antes
que por ingrato.
Estudió en el colegio de San Carlos, no cuando aún daba con la puerta en la
frente a los que no venían de cristianos viejos “limpios de toda mala raza”, o
trajeran sangre de negro, aunque muy escondida, o fuesen hijos de penitenciado
de la inquisición, u hombre de empleo vil, hereje converso o artesano; sino cuando
el sublime Caballero, padre de los pobres y de nuestra filosofía, había declarado,
más por consejo de su mente que por el ejemplo de los enciclopedistas, campo
propio y cimiento de la ciencia del mundo el estudio de las leyes naturales; cuan-
do salidos de sus manos, fuertes para fundar, descubría Varela, tundía Saco, y La
Luz, arrebataba; cuando, hallando la sátira más útil a la libertad que el idilio, con
ella y con sus discursos bregaba Hechavarría por sustituir en las aulas el derecho

230
castizo a la Instituta, y el estudio de lo presente a la ciencia de momia, que anda
ahora resucitando la tiranía en las Repúblicas americanas, socapa de literatura y
academias; cuando los discípulos del alavés Justo Vélez, que en español enseña-
ba a los españoles su derecho y no en latín, andaban por plazas y cortinas dispu-
tando en favor de la novedad, con sus cuadernos bajo el brazo, con el fuego y
orgullo con que se juntaban en los cerros de París los jóvenes abelardinos. Abajo,
en el infierno, trabajaban los esclavos, cadena al pie y horror en el corazón, para
el lujo y señorío de los que sobre ellos, como casta superior, vivían felices, en la
inocencia pintoresca y odiosa del patriarcado; pero siempre será honra de aque-
llos criollos la pasión que, desde el abrir los ojos, mostraban por el derecho y la
sabiduría, y el instinto que, como dote de la tierra, los llevó a quebrantar su propia
autoridad, antes que a perpetuarla. Era de rayos aquella elocuencia, de ariete
aquella polémica, de ángeles aquella caridad. El aire era como griego y los con-
ventos como el foro antiguo, a donde entraban y salían resplandecientes de la
palabra, los preopinantes fogosos, los doctores no con su toga de raso, los esco-
lares ansiosos de ver montar en su calesa amarilla de persianas verdes, a aquel
obispo español, que llevamos en el corazón todos los cubanos, a Espada que nos
quiso bien, en los tiempos que entre los españoles no era deshonra amar la liberta,
ni mirar por sus hijos. A Vélez, el alavés, lo seguían por las calles, bebiéndole sus
lecciones, los discípulos enamorados. A Ramírez, el castellano viejo, lo acompa-
ñó en su entierro la Habana entera, con muestras de congoja. A Espada, el viz-
caíno, se lo arrebataban a la puerta del camposanto los jóvenes cubanos, con tal
empeño por probarle amor, que en aquella lengua de oro que se llevó consigo los
saludaba así nuestro tierno Luz: “¡Oh juventud divina! ¡Oh época de la vida más
honrosa para la humanidad, porque te dejas regir del corazón, sin conocer la
ponzoña del egoísmo! ¡Vosotros me conmovisteis y conmovisteis a todos los pre-
sentes, jóvenes compatriotas míos! ¡Vosotros volvisteis a hacer brotar la no ago-
tada fuente de mis lágrimas, y vosotros me hicisteis gustar con noble orgullo que
era habanero el corazón que en mí latía!”.
De aquellos cubanos ardientes y españoles buenos, aprendió Bachiller sus
leyes y sus cánones, y el afán, secundado por su naturaleza activa y generosa, de
emplear lo que sabía en servicio de la patria y comunicarlo desinteresadamente.
Firma “Tirso” o “Saeta” su prosa del Diario de la Habana, más nutrida que
correcta, como era entonces de uso, y es “Alcino Barthelio” en “los versos que
todo hombre escribe en ciertos años de la vida”. Ya escribe dramas y traduce
comedias. Ya estudia pictógrafos, y busca por el Príncipe lo que queda de los
pobres taínos, —unas cuantas vasijas rotas y los montones de huesos de los
caneyes. Ya, por el saber probado en los exámenes y en las academias, tiene la
mesa de caoba llena de pleitos, que despacha a pura ley, porque no hay rama o
caso que no halle enseguida, con hojear un poco en la memoria. Pero ¿puede ser
feliz quien sólo es útil a sí propio?: él disputará a plumas más hechas el premio de

231
la Sociedad Económica sobre el tráfico libre del tabaco, y obtendrá el premio: él
anhela enseñar, y es catedrático aplaudido de Prima de Cánones, que era ciencia
en aquel tiempo, en que ya no vivía la Isla, como cuando Las Casas, viendo lucir
en paz sus talentos hermosos, sino entre cadalsos y somatenes, con un bando al
alba y un muerto a la puesta, traída y llevada a latigazos, como un perro sin
dientes, por un capitán feroz, que lograba cerrar las puertas de las Cortes a los
antillanos en quienes recelaba ver brillar la elocuencia superior de José Mejía,
aquel formidable, aquel injusto Argüelles.
¡Pero han de volver, sin duda, los tiempos de Espada! ¿Qué importa que Tacón
mande la Isla como señor de horca y cuchillo, echando perros a los hombres, y
barcos a los generales que obedecen la ley nacional, la ley que él pisotea? ¿Qué
importa que quieran hacer de la isla una mancebía, e imperen en ella, no ya
Escobedos y Govantes, sino barbones de cuarta en puño, ahítos de onzas, que
sientan payasos a su mesa, como los castellanos del tiempo de los feudos, y
cuando quieren música, la tienen de alaridos de dolor, de los alaridos de los escla-
vos, que bailan con el son de la cuarta, y de las risas de sus mismos compañeros,
al sol que no baja sobre el maestro de danza rayo en mano?
¡Esta sombra pasará! ¡Está aún tan cerca el día en que hombres como Saco y
Varela, como Luz y Delmonte, como Carrillo y Osés, agradecían, con una alocu-
ción que parece de hijos, la “Academia Cubana de Literatura”, que mandaba
fundar Cristina! Esos mismos generales, que reciben a los colonos con las manos
en los bolsillos, para no darles la mano, y de pie, para no ofrecerles asiento,
acatan de vez en cuando a un caballero negro, músico de oficio, que reclama con
entereza la capitanía ganada de real orden por un acto de valor; o persiguen,
cuando les retoza la virtud, algún acto punible de sus mismos paisanos o atraen,
con falsa miel, a los criollos ilustres que no pueden creer falto de buenas intencio-
nes al que se vale, aunque a hurtadillas, de sus trabajos y consejos, y les entretie-
ne la ira con encargos patrióticos y empleos amables.
Bachiller es ya alma de la Sociedad Económica, que de nadie tiene más trabajos,
ni de aquel mismo pasmoso Noda, en sus Memorias injustamente olvidadas. Por su
mismo denuedo se gana la amistad del general a quien se opone. Ya el general no
quiere más asesor que él; pero “eso si, que no se sepa”. Bachiller sirve al general,
en lo que conviene a su patria, porque ni la distinción le desagrada, ni tiene miedo de
que le falte en un trance apurado la honradez, ni cree que ha de perderse la ocasión
de mejorar, con un átomo hoy y otro mañana, la suerte del país.
Ya es de todos sabido aquel afán de ciencia, y aquel modo sencillo de enseñar-
la. Ya vence al sabio más laborioso de Cuba, Noda, en la polémica sobre la
lengua de los isleños aborígenes, que de seguro no es maya, como Noda cree,
sino más de Haití y de Cumaná, que de los imperios donde ya sabían de marinos
y de negros. Ya de Dinamarca y de los Estados Unidos lo declaran socio de
honor por sus estudios sobre América y sobre los Ericks y los Bjern y la hermosa

232
Gudrich que la conocieron antes que españoles e italianos, como hoy saben cuan-
tos leen, pero entonces andaba escondido en vejeces y códigos, en que gastaba el
erudito lo más de sus ganancias. Ya es juez hoy y mañana tesorero; vocal de
todas las juntas, ponente de las comisiones difíciles, autor de libros agrícolas e
históricos, maestro al fin de su ciencia querida, donde él ve juntas, con la armonía
de Krause, la razón del hombre y la autoridad de Dios, su ciencia de “Derecho y
Religión natural”, que enseñará como el entiende, pacifica y universal, en un
texto copioso. Funda periódicos, donde el modo prudente de pedir el bien de
Cuba, no quita un ápice a la fuerza del concepto. Persigue la trata de negros, en
que los generales son cómplices de los barbones de cuarta en puño, y se reparten
las onzas de la venta a tanto por barba. Llega a creer, por admiración candorosa
e impaciencia excusable, que su país de raza pelinegra, puesto por la desdicha en
la boca abierta del lobo, hallará la libertad, sin la guerra terrible, en la boca del
lobo pelirrubio. Trabaja, en cuanto parece renacer en España la justicia, con el
general Serrano, que lleva a las Cortes las quejas sinceras de los criollos que trató
con guante, trabaja con Asquerino en La América, con Félix Bona. Luz muere, y
él cuenta a los españoles quién era Luz, ¡que todo lo era! Es ya persona de gran
cuenta, representante tácito, por ambas partes reconocido, del país ante sus
mandarines, director del Instituto, que le pone atado en las manos un plan de
estudios necio,—cuando vuelven de Madrid abofeteados como en 1837, aquellos
hombres ilustres que en el sigilo insolente de las sesiones de información, no
brillaron tanto por su empeño generoso y sagacidad inútil en poner de acuerdo
dos términos políticos que no admiten amalgama, ni pueden resolverse sino por
exclusión, como por el brío con que abogaron, en las manos de sus enemigos, por
los derechos públicos. Cuando vino por tierra toda razón de fe en la justicia espa-
ñola, anunciada como al llegar, con los mismos argumentos, y las palabras mis-
mas, que hablan de repetir veinte años después intrigantes interesados y diputa-
ciones noveles; cuando a un pueblo que se disponía a morir por la libertad, se le
declaraba, cuarta en puño, incapaz de ella, Bachiller, como todo el país, sintió el
rostro encendido e impacientes las manos. “i La guerra es bárbara, dijo, y no creo
que será nuestra la victoria; pero entre mi país a quien le niegan lo justo, y el
tirano que se lo niega, estoy con mi país!” Y se embarcó el maestro, con los
apuntes para su próximo libro sobre tabaco, o sobre pozos, o sobre si Luis X tuvo
hijo o no, o sobre el Centón, o sobre el Coctus, o sobre Madoc el irlandés, o sobre
los críticos nuevos de Gioberti, porque de todo sabía con abundancia y firmeza: se
embarcó sin volver los ojos a su instituto cubano, a su banco cubano, a su casa
amplia, de los cubanos tan querida, a su biblioteca famosa, en aquellos vapores a
donde los niños se entraban por las escotillas, sobornando a los marineros con el
reloj, para irse a pelear. Los vapores traían la carga de hombres. ¡Oh, flor de la
patria, no se puede recordarte sin llorar!
Y vivió en estos fríos, sin que la mudanza de fortuna le agriase la mansedum-
bre, con aquella sanidad ejemplar que le daba fuerza de mente, en su vida de

233
prócer habanero, para acabar traduciendo versos pomposos de Lefranc de
Pompignan el día que había empezado cotejando el libro de Horn sobre orígenes
de América, con la relación del pobre lego Ramón Pane, escrita por mandado de
su señor el almirante; o rematar, en el desahogo del domingo, un estudio sobre los
nombres del aje, o la región de los omaguas de casco de oro y peto de algodón, o
un comentario sobre lo que dice Moke de la raza pacífica de las Antillas en su
“Historia de los Pueblos Americanos”.
Nueva York mismo, harto ocupada para cortesías, le daba puesto de honor en
sus academias; y no había asiento más bruñido que el del “caballero cubano”, en
la biblioteca de Astor; porque de otra cosa no muestra vanidad, pero sí de que
sepan cómo estuvo en la biblioteca “por última vez en tal día”.
Daban las tres, cuando el trineo del lechero madrugador sujeta en la nieve de
la puerta las campanillas; y ya estaba a su mesa, sin que el frío le arredrara,
componiendo su “Guía de Nueva York”, su carta al Siglo XIX de México, en que
cuenta al correr de la mano las cosas yanquis, sus libros de texto para el excelen-
te “Educador Popular”, su artículo del día para El Mundo Nuevo, su diario de la
revolución, donde con aquella alma franca y sin malignidad ponía cuanto de he-
roico, contradictorio o feo veía a su alrededor en aquella época confusa. El autor
de “Cuba Primitiva”, donde está “mitigando el entusiasmo”, cuanto se sabe sobre
antigüedades antillanas, y como la flor de lo que se ha escrito sobre la América
aborigen; el autor de los “Apuntes para las Letras Cubanas”, en que no hay nada
que poner, salvo un poco de orden, porque ya en sus relatos, ya en sus biografías
de hombres ilustres, de Arangos y Peñalveres, de Heredia y Varela, de los Cas-
tillos y la Luz, está, desde sus albores hasta la mitad de este siglo, cuanto recuer-
da de sus maestros e institutos Cuba reconocida; el autor de aquel libro aún
inédito sobre los palenques donde se refugiaban, a vivir libres con sus hijos a la
espalda, los bravos cimarrones; el autor que más materiales ha allegado acaso
para la historia y poesía futuras de un pueblo ¡ay! que debe vivir, quiso dejar de su
mano, para ejemplo de políticos y caudal de la leyenda, lo que con su juicio sereno
percibía de pernicioso o útil en nuestros elementos, y con su alma poética admira-
ba en aquella mocedad que no le preguntaba al interés, sino a la honra, cuál era el
mejor modo de vivir: ¡allí las procesiones de jóvenes armados, el ejercicio a la luz
de los ojos y a la sombra de las banderas, las despedidas de la novia, la madre
echada por tierra, abrazada a las rodillas de sus tres hijos, que no han vuelto!: ¡allí
los desastres increíbles, las esperanzas locas, las pasiones enanas!
Y luego de escribir bajaba a pie, revolviendo despacio las mesas de los
librovejeros, por si bailaba un “tomo de Spencer que no valiera mucho”, o de
Darwin, que “de ningún modo le parece bien”, o “un Cazelles que anda por ahí, y
dice con mucha claridad todo eso de evolución y disolución simultáneas, y de lo
homogéneo que se integra y lo heterogéneo que se desvía, que veo claro como la
luz, mi joven amigo, porque yo siempre he creído que en todo se va por grados, en

234
las cosas de los pueblos como en las del alma”. Un día compraba un “Millevoye”
de Ladweat, con su lámina de Millevoye, sentado libro en mano en lo sombrío de
una roca, para ver si en esta edición tenía cierto verso el adjetivo feliz que le puso
Heredia. Otra vez llegaba dichoso al término del viaje, que era la librería de su
yerno Ponce de León, porque en un mismo estante había encontrado la edición
de Lardy de Derecho Internacional de Blüntschli, y la Fascinación de Gulf, donde
se cuentan, con mitos semejantes a los de los indios de Haití, el nacimiento y
población de los cielos escandinavos. ¡Qué no daba él por una lámina de un dujo,
con su espalda de piedra taraceada de oro, o por un cigarrillo de los toltecas de
las siete ciudades; o por un apunte nuevo sobre las metamorfosis del haitiano
Guaganiona, que le interesaban más que las de Ovidio; o por un areito del famoso
Bohequio, que debió cantar la muerte fiel de la bella esposa Guanahata; o por una
buena pintura del muro de Mitla, todo de grecas del más fino dibujo, que él copia-
ba con líneas minuciosas, como las que Catherwood le puso a Stephens! Luego
se iba, alegre por el cariño que todos le mostraban, a tomar nota en lo de Astor,
“porque no tenía ejemplar suyo”, de las biografías que escribió para los “Apun-
tes”, donde no pone su persona por encima de la que describe, ni busca en lo
oficial y aparente el carácter, sino en lo íntimo y pintoresco, ya Espada dando
voces para que le muden de prisa “aquel altar churrigueresco” por otro “¡sencillo,
sencillo!” de oro y caoba; ya el valiente Ramírez, que desahoga la pena de su
honradez atacada, en las cartas a Arango; ya Luz, a quien recuerda con mano
amorosa, no por esta pompa o aquella, de las pocas que tuvo su vida, sino en las
reuniones de “nuestro Sócrates”: “ ¿ dónde está el habanero que se atreva a
sustituir al fundador del Salvador en esas improvisaciones bellas, desordenadas
por su familiaridad, nutridas de fe y esperanza, radiante de caridad y amor al
bien?”. En la biografía de Arango acaso fue donde dejó ver una defensa disimu-
lada, y algo como de la propia persona: “Arango, dice, no podía ser nunca un
revoltoso: hombre de orden y con los hábitos de la magistratura, hubiera sido un
contrasentido: una ingratitud indigna para quien joven aún habrá merecido las
más notables consideraciones del gobierno local y del supremo”.
En esas biografías es donde, con la fuerza del asunto, se muestra más elegante
y agraciado aquel estilo suyo, deslucido por su hábito de emitir sin condensar, que
no le venía por cierto de falta de poder para mirar de arriba, en sus ramas y
relaciones, las ideas madres, sino por aquel bello desinterés con que escribía, más
cuidadoso de la noticia útil, que a otro sirviera como a él, que de la fama que
pudiera venirle por la galanura en expresarla. El no tiene el afán del color, ni le
persigue la vocal vecina, ni brega con el pensamiento hasta que lo ha puesto en
caja durable: su adjetivo no pinta, ni su verbo es preciso, ni muestra en parte
alguna de su obra, a no ser en su discurso inaugural de la cátedra de Derecho y
Religión, aquel afán, más generoso acaso que el descuido, de servir al lector la
idea tersa y resplandeciente, en plato de oro. Pero ese mismo estilo, que con

235
puntuarlo mejor dejaría obras de permanente belleza en literatura, abunda, a poco
que se le mire, en frases de sentido sumo, o súbita energía, o arranques de delica-
do sentimiento, o cierta leve vena de donaire que nunca lo abandona. En lo que no
falla a menudo es en el arte de componer, de que sus biografías son muestra
excelente; porque sabe fundar el carácter de modo que éste se enseñe por sí
antes que lo retoque y complete el biógrafo, y no se pone en lugar del que escribe,
ni confunde épocas, ni pierde ocasión de embellecer el relato, donde viene a
cuento, con descripciones propias y amenas, que resultan tan vivas, después de
medio siglo, como acabadas de hacer. Ni se crea que porque un Higginson pudie-
ra decir de él, como de Spencer, que tiene “la debilidad de la omnisciencia”, era
este saber pasmoso suyo cosa aprendida hoy para olvidarla luego, sino ciencia
maciza, aunque de más extensión que altura porque si escribe de botánica, los
botánicos se lo celebran; si de agricultura, los campesinos siembran por su libro;
si de filosofía, discípulos eximios dicen de él que “recuerdan sus lecciones con
placer inefable”, y que “le deben cuanto saben de la filosofía moderna”; si de
lenguas, prevé lo que años después confirman juntos los filósofos famosos; si de
cosas americanas, no hay quien sepa de ellas que no le tenga por guía cuerdo y
por fuente segura; si de historia escandinava, los suecos, cuando apenas le ha
salido la barba, lo nombran académico de honor; y “sobre cuanto escribe —dice
el conde de Pozos Dulces— derramaba Bachiller vivísima luz”.
Pero era la moderación, y cierta mezcla del ímpetu del país y de lengua togada,
lo que da a su estilo el tono vivo que viene de expresar lo que se siente. “La
naturaleza nunca nos engaña”. “Amo la discusión racional, como aborrezco la
disputa”. “Religión, sí; pero no permita el cielo que la hipocresía ocupe el lugar
del convencimiento”. “Los ministros del Altísimo”, la “fe de sus mayores”, “los
consuelos de la religión”, “los honores de la toga”. “Cumplid con los deberes
sociales y respetad los derechos ajenos”. No le gustaba en las polémicas, ni aun
en la defensa de sus mismas ideas “tanta alusión y amargura”, ni “un fuego
excesivo”. Le indignaba “la miseria de las nulidades que no pueden soportar el
mérito ajeno”. De Espada le admiraba esta frase: “Dios no quiere otra cosa sino
que se observe constantemente el orden”.
Pero lo que enamoraba de él era aquel carácter jovial y sencillo, a que la
muerte de sus hijos dio ya, al medio de la vida, la sazón de la tristeza, más no el
ceño que en almas menos bellas pone la desgracia. Con saber tanto, jamás
pedanteaba; ni se ponía como otros, donde le oyesen—así como sin querer— las
novedades que acaba de entresacar de este o aquel libro, o componer, con cierto
aire que parezca desorden, en la soledad de la alcoba literaria; ni era escritor
femenil, celoso y turbulento, que va dejando caer por donde pasa piedras envuel-
tas en papeles de colores, de modo que llamen la atención, sobre la fama del que
con su valer le mueve a envidia; sino que fue, en la amistad como en la cátedra,
hombre natural, que decía lo que pensaba con llaneza, sin esconder la sabiduría,

236
que era mucha para escondida, ni ponerla a toda hora por delante; y gozaba como
si le reconocieran el suyo, cuando hallaba un mérito nuevo que admirar. Y en las
cosas del decoro, mucho más meritorias y difíciles que las de la palabra, no iba él,
que sabía harto del mundo, censurando a los caídos y a los flojos; mas no era de
los que lo creen todo permisible,—hasta la vileza, si se la puede esconder bien,—
hasta el crimen de los crímenes, que es disfrazar la vileza de virtud con tal de
adelantar en los bienes del mundo y preponderar sobre sus rivales. El amaba el
bienestar, y supo procurárselo con las artes licitas y concesiones prudentes de la
vida: pero donde su fuero de hombre podía sufrir merma, o le querían sofocar la
opinión libre, o le lastimaban en algo su corazón cubano, aquel Jurista tímido tenía
bravura de tribuno, y era como los de Flandes, que antes que abjurar de su pen-
samiento querían que se les pegase la lengua al paladar. El fue tipo ejemplar de
aquellos próceres cubanos, que lo eran por amor al derecho y su pasión por el
bien del infeliz; a tan de adentro traían, como fósforo del hueso y glóbulo de la
sangre, el cariño a la patria, que era como sajarles en la carne viva, o poner
manos en la madre de su corazón el atentar a aquella a quien, con fe de caballe-
ros, habían jurado en pago de la vida, purísima ternura. Con ella se iban a la
desdicha: por ella se sofocaban en el pecho el ardor generoso: por ella pedían a la
naturaleza una mejilla más para ofrecérsela al tirano. Para ella viven, y con ella
resplandecen. Con ella y con América.

El Avisador Hispano-americano, Nueva York, 24 de enero de 1889.

“Antonio Bachiller y Morales” en José Martí, Obras Completas, tomo 5, Editorial de Ciencias
Sociales, La Habana, 1975, pp. 143-153.

237
Vindicación de Cuba*
José Martí

Sr. Director de The Evening Post. Señor:


Ruego a usted que me permita referirme en sus columnas a la ofensiva crítica de
los cubanos publicada en The Manufacturer de Filadelfia, y reproducida con
aprobación en su número de ayer.
No es éste el momento de discutir el asunto de la anexión de Cuba. Es proba-
ble que ningún cubano que tenga en algo su decoro desee ver su país unido a otro
donde los que guían la opinión comparten respecto a él las preocupaciones sólo
excusables a la política fanfarrona o la desordenada ignorancia. Ningún cubano
honrado se humillará hasta verse recibido como un apestado moral, por el mero
valor de su tierra, en un pueblo que niega su capacidad, insulta su virtud y despre-
cia su carácter. Hay cubanos que por móviles respetables, por una admiración
ardiente al progreso y la libertad, por el presentimiento de sus propias fuerzas en
mejores condiciones políticas, por el desdichado desconocimiento de la historia y
tendencias de la anexión, desearían ver la Isla ligada a los Estados Unidos. Pero
los que han peleado en la guerra, y han aprendido en los destierros; los que han
levantado, con el trabajo de las manos y la mente, un hogar virtuoso en el corazón
de un pueblo hostil; los que por su mérito reconocido como científicos y comer-
ciantes, como empresarios e ingenieros, como maestros, abogados, artistas, pe-
riodistas, oradores y poetas, como hombres de inteligencia viva y actividad poco
común, se ven honrados dondequiera que ha habido ocasión para desplegar sus
cualidades, y justicia para entenderlos; los que, con sus elementos menos prepa-
rados, fundaron una ciudad de trabajadores donde los Estados Unidos no tenían
antes más que unas cuantas casuchas en un islote desierto; ésos, más numerosos

* Con este texto respondió Martí a un artículo ofensivo para Cuba aparecido en The Manufacturer
de Filadelfia el 16 de marzo del citado año, bajo el titulo ¿Queremos a Cuba? el cual fue
reproducido parcialmente en otro artículo anticubano que publicó The Evening Post cinco días
después: “Una opinión proteccionista sobre la anexión de Cuba”. Por su importancia Martí
tradujo al inglés su contestación y los textos refutados y los publicó con una nota introductoria
en un folleto que tituló Cuba y los Estados Unidos, editado también en New York en 1889.

238
que los otros, no desean la anexión de Cuba a los Estados Unidos. No la necesi-
tan. Admiran esta nación, la más grande de cuantas erigió jamás la libertad; pero
desconfían de los elementos funestos que, como gusanos en la sangre, han co-
menzado en esta República portentosa su obra de destrucción. Han hecho de los
héroes de este país sus propios héroes, y anhelan el éxito definitivo de la Unión
Norteamericana, como la gloria mayor de la humanidad; pero no pueden creer
honradamente que el individualismo excesivo, la adoración de la riqueza, y el
júbilo prolongado de una victoria terrible, estén preparando a los Estados Unidos
para ser la nación típica de la libertad, donde no ha de haber opinión basada en el
apetito inmoderado de poder, ni adquisición o triunfos contrarios a la bondad y a la
justicia. Amamos a la patria de Lincoln, tanto como tememos a la patria de Cutting.
No somos los cubanos ese pueblo de vagabundos míseros o pigmeos inmorales
que a The Manufacturer le place describir; ni el país de inútiles verbosos, inca-
paces de acción, enemigos del trabajo recio, que, junto con los demás pueblos de
la América española, suelen pintar viajeros soberbios y escritores. Hemos sufri-
do impacientes bajo la tiranía; hemos peleado como hombres, y algunas veces
como gigantes, para ser libres; estamos atravesando aquel período de reposo
turbulento, lleno de gérmenes de revuelta, que sigue naturalmente a un período de
acción excesiva y desgraciada; tenemos que batallar como vencidos contra un
opresor que nos priva de medios de vivir, y favorece, en la capital hermosa que
visita el extranjero, en el interior del país, donde la presa se escapa de su garra, el
Imperio de una corrupción tal que llegue a envenenamos en la sangre las fuerzas
necesarias para conquistar la libertad. Merecemos en la hora de nuestro infortu-
nio, el respeto de los que no nos ayudaron cuando quisimos sacudirlo. Pero, por-
que nuestro gobierno haya permitido sistemáticamente después de la guerra el
triunfo de los criminales, la ocupación de la ciudad por la escoria del pueblo, la
ostentación de riquezas mal habidas por una miríada de empleados españoles y
sus cómplices cubanos, la conversión de la capital en una casa de inmoralidad,
donde el filósofo y el héroe viven sin pan junto al magnífico ladrón de la metrópoli;
porque el honrado campesino, arruinado por una guerra en apariencia inútil, re-
torna en silencio al arado que supo a su hora cambiar por el machete; porque
millares de desterrados, aprovechando una época de calma que ningún poder
humano puede precipitar hasta que no se extinga por sí propia, practican, en la
batalla de la vida en los pueblos libres, el arte de gobernarse a sí mismos y de
edificar una nación; porque nuestros mestizos y nuestros jóvenes de ciudad son
generalmente de cuerpo delicado, locuaces y corteses, ocultando bajo el guante
que pule el verso, la mano que derriba al enemigo, ¿se nos ha de llamar, como
The Manufacturer nos llama, un pueblo “afeminado”? Esos jóvenes de ciudad y
mestizos de poco cuerpo supieron levantarse en un día contra un gobierno cruel,
pagar su pasaje al sitio de la guerra con el producto de su reloj, de sus dijes, vivir
de su trabajo mientras retenía sus buques el país de los libres en el interés de los

239
enemigos de la libertad, obedecer como soldados, dormir en el fango, comer raíces,
pelear diez años sin paga, vencer al enemigo con una rama de árbol, morir —estos
hombres de diez y ocho años, estos herederos de casas poderosas, estos jovenzue-
los de color de aceituna— de una muerte de la que nadie debe hablar sino con la
cabeza descubierta; murieron como esos otros hombres nuestros que saben, de un
golpe de machete, echar a volar una cabeza, o de una vuelta de la mano, arrodillar
a un toro. Estos cubanos “afeminados” tuvieron una vez valor bastante para llevar
al brazo una semana, cara a cara de un gobierno despótico, el luto de Lincoln.
Los cubanos, dice The Manufacturer, tienen “aversión a todo esfuerzo”, “no
se saben valer”, “son perezosos”. Estos “perezosos” que “no se saben valer”,
llegaron aquí hace veinte años con las manos vacías, salvo pocas excepciones;
lucharon contra el clima; dominaron la lengua extranjera; vivieron de su trabajo
honrado, algunos en holgura, unos cuantos ricos, rara vez en la miseria: gustaban
del lujo, y trabajaban para él: no se les veía con frecuencia en las sendas oscuras
de la vida: independientes, y bastándose a sí propios, no temían la competencia en
aptitudes ni en actividad: miles se han vuelto, a morir en sus hogares: miles per-
manecen donde en las durezas de la vida han acabado por triunfar, sin la ayuda
del idioma amigo, la comunidad religiosa ni la simpatía de raza. Un puñado de
trabajadores cubanos levantó a Cayo Hueso. Los cubanos se han señalado en
Panamá por su mérito como artesanos en los oficios más nobles, como emplea-
dos, médicos y contratistas. Un cubano, Cisneros, ha contribuido poderosamente
al adelanto de los ferrocarriles y la navegación de ríos de Colombia. Márquez,
otro cubano, obtuvo, como muchos de sus compatriotas, el respeto del Perú como
comerciante eminente. Por todas partes viven los cubanos, trabajando como cam-
pesinos, como ingenieros, como agrimensores, como artesanos, como maestros,
como periodistas. En Filadelfia, The Manufacturer tiene ocasión diaria de ver a
cien cubanos, algunos de ellos de historia heroica y cuerpo vigoroso, que viven de
su trabajo en cómoda abundancia. En New York los cubanos son directores en
bancos prominentes, comerciantes prósperos, corredores conocidos, empleados
de notorios talentos, médicos con clientela del país, ingenieros de reputación uni-
versal, electricistas, periodistas, dueños de establecimientos, artesanos. El poeta
del Niágara es un cubano, nuestro Heredia. Un cubano, Menocal, es jefe de los
ingenieros del canal de Nicaragua. En Filadelfia mismo, como en New York, el
primer premio de las Universidades ha sido, más de una vez, de los cubanos. Y
las mujeres de estos “perezosos”, “que no se saben valer”, de estos enemigos de
“todo esfuerzo”, llegaron aquí recién venidas de una existencia suntuosa, en lo
más crudo del invierno: sus maridos estaban en la guerra, arruinados, presos,
muertos: la “señora” se puso a trabajar; la dueña de esclavos se convirtió en
esclava; se sentó detrás de un mostrador; cantó en las iglesias; ribeteó ojales por
cientos; cosió a jornal; rizó plumas de sombrerería; dio su corazón al deber; mar-
chitó su cuerpo en el trabajo: ¡éste es el pueblo “deficiente en moral”!

240
Estamos “incapacitados por la naturaleza y la experiencia para cumplir con las
obligaciones de la ciudadanía de un país grande y libre”. Esto no puede decirse en
justicia de un pueblo que poseer —junto con la energía que construyó el primer
ferrocarril en los dominios españoles y estableció contra un gobierno tiránico
todos los recursos de la civilización— un conocimiento realmente notable del
cuerpo político, una aptitud demostrada para adaptarse a sus formas superiores,
y el poder, raro en las tierras del trópico, de robustecer su pensamiento y podar su
lenguaje. La pasión por la libertad, el estudio serio de sus mejores enseñanzas; el
desenvolvimiento del carácter individual en el destierro y en su propio país, las
lecciones de diez años de guerra y de sus consecuencias múltiples, y el ejercicio
práctico de los deberes de la ciudadanía en los pueblos libres del mundo, han
contribuido, a pesar de todos los antecedentes hostiles, a desarrollar en el cubano
una aptitud para el gobierno libre tan natural en él, que lo estableció, aun con
exceso de prácticas, en medio de la guerra, luchó con sus mayores en el afán de
ver respetadas las leyes de la libertad, y arrebató el sable, sin consideración ni
miedo, de las manos de todos los pretendientes militares, por gloriosos que fue-
sen. Parece que hay en la mente cubana una dichosa facultad de unir el sentido
a la pasión, y la moderación a la exuberancia. Desde principios del siglo se han
venido consagrando nobles maestros a explicar con su palabra, y practicar en su
vida, la abnegación y tolerancia inseparables de la libertad. Los que hace diez
años ganaban por mérito singular los primeros puestos en las Universidades eu-
ropeas, han sido saludados, al aparecer en el Parlamento español, como hombres
de sobrio pensamiento y de oratoria poderosa. Los conocimientos políticos del
cubano común se comparan sin desventaja con los del ciudadano común de los
Estados Unidos. La ausencia absoluta de intolerancia religiosa, el amor del hom-
bre a la propiedad adquirida con el trabajo de sus manos, y la familiaridad en
práctica y teoría con las leyes y procedimientos de la libertad, habituarán al cuba-
no para reedificar su patria sobre las ruinas en que la recibirá de sus opresores.
No es de esperar, para honra de la especie humana, que la nación que tuvo la
libertad por cuna, y recibió durante tres siglos la mejor sangre de hombres libres,
emplee el poder amasado de este modo para privar de su libertad a un vecino
menos afortunado.
Acaba The Manufacturer diciendo “que nuestra falta de fuerza viril y de
respeto propio está demostrada por la apatía con que nos hemos sometido duran-
te tanto tiempo a la opresión española”, y “nuestras mismas tentativas de rebelión
han sido tan infelizmente ineficaces, que apenas se levantan un poco de la digni-
dad de una farsa”. Nunca se ha desplegado ignorancia mayor de la historia y el
carácter que en esta ligerísima aseveración. Es preciso recordar, para no contes-
tarla con amargura, que más de un americano derramó su sangre a nuestro lado
en una guerra que otro americano había de llamar “una farsa”. ¡Una farsa, la
guerra que ha sido comparada por los observadores extranjeros a una epopeya,

241
el alzamiento de todo un pueblo, el abandono voluntario de la riqueza, la abolición
de la esclavitud en nuestro primer momento de la libertad, el incendio de nuestras
ciudades con nuestras propias manos, la creación de pueblos y fábricas en los
bosques vírgenes, el vestir a nuestras mujeres con los tejidos de los árboles, el
tener a raya, en diez años de esa vida, a un adversario poderoso, que perdió
doscientos mil hombres a manos de un pequeño ejército de patriotas, sin más
ayuda que la naturaleza! Nosotros no teníamos hessianos ni franceses, ni Lafayette
o Steuben, ni rivalidades de rey que nos ayudaran: nosotros no teníamos más que
un vecino que “extendió los límites de su poder y obró contra la voluntad del
pueblo” para favorecer a los enemigos de aquellos que peleaban por la misma
carta de libertad en que él fundó su independencia: nosotros caímos víctimas de
las mismas pasiones que hubieran causado la caída de los Trece Estados, a no
haberlos unido el éxito, mientras que a nosotros nos debilitó la demora, no demora
causada por la cobardía, sino por nuestro horror a la sangre, que en los primeros
meses de la lucha permitió al enemigo tomar ventaja irreparable, y por una con-
fianza infantil en la ayuda cierta de los Estados Unidos: “¡No han de vernos morir
por la libertad a sus propias puertas sin alzar una mano o decir una palabra para
dar un nuevo pueblo libre al mundo!”. Extendieron “los límites de su poder en
deferencia a España”. No alzaron la mano. No dijeron la palabra.
La lucha no ha cesado. Los desterrados no quieren volver. La nueva genera-
ción es digna de sus padres. Centenares de hombres han muerto después de la
guerra en el misterio de las prisiones. Sólo con la vida cesará entre nosotros la
batalla por la libertad. Y es la verdad triste que nuestros esfuerzos se habrían, en
toda probabilidad, renovado con éxito, a no haber sido, en algunos de nosotros,
por la esperanza poco viril de los anexionistas, de obtener libertad sin pagarla a su
precio, y por el temor justo de otros, de que nuestros muertos, nuestras memorias
sagradas, nuestras ruinas empapadas en sangre, no vinieran a ser más que el
abono del suelo para el crecimiento de una planta extranjera, o la ocasión de una
burla para The Marnufacturer de Filadelfia.
Soy de usted, señor Director, servidor atento.
José Martí
New York, 21 de marzo de 1889.

(Traducido de la carta que publicó bajo este título The Evening Post, de New
York del 25 de marzo)

“Vindicación de Cuba” en José Martí, Obras Escogidas, t. II, 1886-octubre 1891. Colección Textos
Martianos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1992, pp. 263-268.

242
Nuestra América
José Martí

Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede
de alcalde, o le mortifiquen al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcan-
cía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber que los gigantes que
llevan siete leguas en las botas, y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de
los cometas en el cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos. Lo que
quede de aldea en América ha de despertar. Estos tiempos no son para acostarse
con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de
Juan de Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de
ideas, valen más que trincheras de piedras.
No hay proa que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo
ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de
acorazados. Los pueblos que no se conocen, han de darse prisa para conocerse,
como quienes van a pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos
celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene
envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos.
Los que, al amparo de una tradición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la
sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano castiga-
do más allá de sus culpas, si no quieren que les llamen el pueblo ladrón, devuél-
vanle sus tierras al hermano. Las deudas del honor, no las cobra el honrado en
dinero, a tanto por la bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en
el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el
capricho de la luz, o la tunden y talen las tempestades: ¡los árboles se han de
poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del
recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la
plata en las raíces de los Andes.
A los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra,
son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los
demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y
pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol.
Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la
patria que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de faroles, o

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vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su
padre sea carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan
delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan, bribones, de la madre enferma, y la
dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el hombre? ¿el que se
queda con la madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la
vean, y vive de su sustento en las tierras podridas, con el gusano de corbata, maldi-
ciendo del seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda de la casaca
de papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va de
menos a más, estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América del
Norte, que ahoga en sangre a sus indios, y va de más a menos! ¡Estos delicados, que
son hombres, y no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el Washington que les
hizo esta tierra ¿se fue a vivir con los ingleses, a vivir con los ingleses en los años en
los que veía venir contra su tierra propia? ¡Estos “increíbles” del honor, que lo arras-
tran por el suelo extranjero, como los increíbles de la Revolución francesa, danzando
y relamiéndose, arrastraban las erres!
¿Ni en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúbli-
cas dolorosas de América, levantados entre las masas mudas de indios, al ruido
de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de
apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se
han creado naciones tan adelantadas y compactas. Cree el soberbio que la tierra
fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de
colores, y acusa de incapaz e irredimible a su república nativa, porque no le dan
sus selvas nuevas modo continuo de ir por el mundo de gamonal famoso, guiando
jacas de Persia y derramando champaña. La incapacidad no está en el país na-
ciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que
quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes
heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve
siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la
pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre
de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gober-
nar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el
alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y
cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones naci-
das del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y
ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la naturaleza puso para todos en el
pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de
nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno
ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el
equilibrio de los elementos naturales del país.
Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural.
Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autócto-

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no ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie,
sino entre la falsa erudición y la naturaleza. El hombre natural es bueno, y acata y
premia la inteligencia superior, mientras ésta no se vale de su sumisión para dañarle,
o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural,
dispuesto a recabar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le
perjudica el interés. Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados
han subido los tiranos de América al poder: y han caído, en cuanto les hicieron
traición. Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los
elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno, y de gobernar
con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.
En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán,
por su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano, allí donde los cultos no
aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas
de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se
lo sacude, y gobierna ella. ¿Cómo han de salir de las universidades los gobernan-
tes, si no hay universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte
del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de
América? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras, yanquis o fran-
cesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la carrera de la política
habría de negarse la entrada a los que desconocen los rudimentos de la política.
El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor
estudio de los factores del país en que se vive. En el periódico, en la cátedra, en
la academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país.
Conocerlos basta, sin vendas ni ambages; porque el que pone de lado, por volun-
tad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que
crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella. Resolver el problema
después de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el problema sin
conocerlos. Viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acu-
mulada en los libros, porque no se la administra en acuerdo con las necesidades
patentes del país. Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al
conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías. La universidad europea ha
de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas a acá,
ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe lo de los arcontes de Grecia.
Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesa-
ria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese
en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúbli-
cas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre
más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.
Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo
vinimos, denodados, al mundo de las naciones. Con el estandarte de la Virgen
salimos a la conquista de la libertad. Un cura, unos cuantos tenientes y una mujer

245
alzan en México la república, en hombros de los indios. Un canónigo español, a la
sombra de su capa, instruye en la libertad francesa a unos cuantos bachilleres
magníficos, que ponen de jefe de Centro América contra España al general de
España. Con los hábitos monárquicos, y el Sol por el pecho, se echaron a levantar
pueblos los venezolanos por el Norte y los argentinos por el Sur. Cuando los dos
héroes chocaron, y el continente iba a temblar, uno, que no fue el menos grande,
volvió riendas. Y como el heroísmo en la paz es más escaso, porque es menos
glorioso, que el de la guerra; como al hombre le es más fácil morir con honra que
pensar con orden; como gobernar con los sentimientos exaltados y unánimes es
más hacedero que dirigir, después de la pelea, los pensamientos diversos, arro-
gantes, exóticos o ambiciosos; como los poderes arrollados en la arremetida épi-
ca zapaban, con la cautela felina de la especie y el peso de lo real, el edificio que
había izado, en las comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza, en
los pueblos de pierna desnuda y casaca de París, la bandera de los pueblos nutri-
dos de savia gobernante en la práctica continua de la razón y la libertad; como la
constitución jerárquica de las colonias resistía la organización democrática de la
República, o las capitales de corbatín dejaban en el zaguán al campo de bota de
potro, o los redentores bibliógenos no entendieron que la revolución que triunfó
con el alma de la tierra desatada a la voz del salvador, con el alma de la tierra
había de gobernar, y no contra ella ni sin ella, entró a padecer América, y padece,
de la fatiga de acomodación entre los elementos discordantes y hostiles que here-
dó de un colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas que han
venido retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico. El continente,
descoyuntado durante tres siglos por un mando que negaba el derecho del hom-
bre al ejercicio de su razón, entró, desatendiendo o desoyendo a los ignorantes
que lo habían ayudado a redimirse, en un gobierno que tenía por base la razón: la
razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la
razón campestre de otros. El problema de la independencia no era el cambio de
formas, sino el cambio de espíritu. Con los oprimidos había que hacer causa
común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los
opresores. El tigre, espantado del fogonazo, vuelve de noche al lugar de la presa.
Muere, echando llamas por los ojos y con las zarpas al aire. No se le oye venir,
sino que viene con zarpas de terciopelo. Cuando la presa despierta, tiene al tigre
encima. La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está
salvando de sus grandes yerros —de la soberbia de las ciudades capitales, del
triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las
ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen,— por
la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra
la colonia. El tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada esquina.
Morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos.
Pero “estos países se salvarán”, como anunció Rivadavia el argentino, el que
pecó de finura en tiempos crudos: al machete no le va vaina de seda, ni en el país

246
que se ganó con lanzón, se puede echar el lanzón atrás, porque se enoja, y se
pone en la puerta del Congreso de Iturbide “a que le hagan emperador al rubio “.
Estos países se salvarán, porque, con el genio de la moderación que parece impe-
rar, por la armonía serena de la Naturaleza, en el continente de la luz, y por el
influjo de la lectura crítica que ha sucedido en Europa a la lectura de tanteo y
falansterio en que se empapó la generación anterior, —le está naciendo a Amé-
rica en estos tiempos reales, el hombre real.
Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente
de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense,
el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba
vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos. El
negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido,
entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indigna-
ción, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura. Éramos charreteras y togas,
en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la
cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el
atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir
haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se
alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el
prebendado. La juventud angélica, como de los brazos de un pulpo, echaba al
Cielo, para caer con gloria estéril, la cabeza coronada de nubes. El pueblo natu-
ral, con el empuje del instinto, arrollaba, ciego del triunfo, los bastones de oro. Ni
el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano.
Se probó el odio, y los países venían cada año a menos. Cansados del odio inútil,
de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad
contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la
nación natural, tempestuosa o inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el
amor. Se ponen en pie los pueblos, y se saludan. “¿Cómo somos?” Se preguntan;
y unos a otros se van diciendo cómo son. Cuando aparece en Cojímar un proble-
ma, no van a buscar la solución a Dantzig. Las levitas son todavía de Francia,
pero el pensamiento empieza a ser de América. Los jóvenes de América se
ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la
levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está
en crear. Crear, es la palabra de pase de esta generación. El vino, de plátano; y si
sale agrio ¡es nuestro vino! Se entiende que las formas de gobierno de un país
han de acomodarse a sus elementos naturales; que las ideas absolutas, para no
caer por un yerro de forma, han de ponerse en formas relativas; que la libertad,
para ser viable, tiene que ser sincera y plena; que si la república no abre los
brazos a todos, y adelanta con todos, muere la república. El tigre de adentro se
entra por la hendija, y el tigre de afuera. El general sujeta en la marcha la caba-
llería al paso de los infantes. O si se deja a la zaga a los infantes, le envuelve el

247
enemigo la caballería. Estrategia es política. Los pueblos han de vivir criticándo-
se, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y una sola mente. ¡Bajar-
se hasta los infelices, y alzarlos en los brazos! ¡Con el fuego del corazón deshelar
la América coagulada! ¡Echar, bullendo y rebotando, por las venas la sangre
natural del país! En pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un
pueblo a otro, los hombres nuevos americanos. Surgen los estadistas naturales
del estudio directo de la Naturaleza. Leen para aplicar, pero no para copiar. Los
economistas estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores empiezan a ser
sobrios. Los dramaturgos traen los caracteres nativos a la escena. Las acade-
mias discuten temas viables. La poesía se corta la melena zorrillezca y cuelga del
árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa, centelleante y cernida, va cargada
de ideas. Los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden indio.
De todos sus peligros se va salvando América. Sobre algunas repúblicas, está
durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar, a
recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos. Otras, olvidando que Juárez
paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento, y de cochero a una pompa
de jabón; el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano, y abre
la puerta al extranjero. Otras acendran, con el espíritu épico de la independencia
amenazada, el carácter viril. Otras crían, en la guerra rapaz contra el vecino, la
soldadesca que puede devorarlas. Pero otro peligro corre, acaso, nuestra Améri-
ca, que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses
entre los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque,
demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desco-
noce y la desdeña. Y como los pueblos viriles, que se han hecho de sí propios, con
la escopeta y la ley, aman, y sólo aman, a los pueblos viriles; como la hora del
desenfreno y la ambición, de que acaso se libre, por el predominio de lo más puro
de su sangre, la América del Norte, o en que pudieran lanzarla sus masas venga-
tivas y sórdidas, la tradición de conquista y el interés de un caudillo hábil, no está
tan cercana, aún a los ojos del más espantadizo, que no dé tiempo a la prueba de
altivez, continua y discreta, con que se la pudiera encarar y desviarla; como su
decoro de república pone a la América del Norte, ante los pueblos atentos del
Universo, un freno que no le ha de quitar la provocación pueril o la arrogancia
ostentosa, o la discordia parricida de nuestra América, el deber urgente de nues-
tra América es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un
pasado sofocante, manchada sólo con la sangre de abono que arranca a las ma-
nos la pelea con las ruinas, y la de las venas que nos dejaron picadas nuestros
dueños. El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de
nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la
conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal
vez, a poner en ella la codicia. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de
ella las manos. Se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de lo peor

248
de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo
peor. Si no, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener una picota para quien les
azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad.
No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensa-
dores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero
justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde
resalta, en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del
hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en
color. Peca contra la Humanidad, el que fomente y propague la oposición y el
odio de las razas. Pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía
de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos,
de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de
preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o de pre-
cipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las
tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e infe-
riores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad
ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni
ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que
son diferentes de las nuestras, ni tiene en mucho a los hombres biliosos y trigue-
ños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos
favor de la historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas: ni se han de
esconder los datos patentes del problema que puede resolverse, para la paz de los
siglos, con el estudio oportuno, y la unión tácita y urgente del alma continental.
¡Porque ya suena el himno unánime; la generación real lleva a cuestas, por el
camino abonado por los padres sublimes, la América trabajadora; del Bravo a
Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el Gran Semí por las naciones
románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la Amé-
rica nueva!

El partido liberal, México, 30 de enero de 1891.

“Nuestra América” en José Martí, Obras Completas, tomo 6, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana,
1975, pp. 15-23.

249
Nuestra América: Cien años
Roberto Fernández Retamar

A mis hermanos Cintio y Fina,


ausentes tan presentes en este
Seminario gaditano sobre José Martí

“Mas queda otro sendero todavía


que purga la codicia y la miseria:
la ruta vertical, la poesía.”
Alfonso Reyes

No hay que vivir al día, sino a los siglos, aconsejaba uno de mis entrañables
maestros, Miguel de Unamuno. Y a un siglo, a cien años estamos de la aparición
primera de “Nuestra América”, como se subraya en el título que a la conferencia
final de este Seminario dieron sus organizadores, quienes me honraron generosa-
mente al encomendármela.
No es necesario, ni acaso soportable, que intente un pleonasmo de aquel tra-
bajo mayor, sin duda conocido por ustedes; y ni qué decir que intente hacer con él
lo que Pierre Menard hizo con el Quijote gracias a la escritura sobradora de
Borges. Sólo voy a destacar que aquel trabajo conserva plena vigencia; a citar,
porque es imprescindible, algunas de sus líneas; a reproducir algunas observacio-
nes martianas que conducen a “Nuestra América” o, siendo posteriores, lo com-
plementan, y finalmente a compartir con ustedes algunas conjeturas nacidas al
calor de los cien años del texto. Ahora bien, de entrada hay que recordar que
desde que, entre 1875 y 1878, aparece en Martí (quien vivía entonces exiliado en
México y Guatemala) la expresión “nuestra América” para designar a los países
que se extienden del Río Bravo a la Patagonia, tal expresión implica para él la
existencia de otra América que no es nuestra, y a la que al menos a partir de
1884 llamará explícitamente “la América europea”; así como que el concepto
“nuestra América” no permanece invariable en él, sino que se va cargando de
sentido hasta alcanzar la incandescencia del ya secular ensayo cuya evocación
nos reúne esta noche.
Esa carga de sentido está directamente relacionada con la vida de exiliado
que llevó Martí en los Estados Unidos entre 1880 y 1895. Si al inicio de ese exilio
ya poseía él una noción clara de que nuestros países tenían que integrarse en una
unidad dinámica que conservara y exaltara sus características propias, las pro-
fundas vivencias martianas en aquel país, si por una parte lo hicieron admirar lo

250
mejor de ese pueblo (trabajadores, combatientes por la justicia, pensadores, es-
critores), por otra parte, lo llevaron a conocer de modo directo y creciente los
males que implicaba el sistema allí imperante, y el riesgo que tal sistema suponía
para nosotros: hay que tener presente que durante los quince años que Martí
vivió en los Estados Unidos asistió con ojo sagaz y alarmado a la transformación
en los Estados Unidos del capitalismo premonopolista en capitalismo monopolis-
ta, llegando Martí (en su condición de político, pensador y periodista) a hacer un
análisis y una impugnación, creo que los primeros en el mundo, de los rasgos del
entonces naciente imperialismo; y llegando también a comprender la razón de las
grandes luchas obreras en los Estados Unidos de la época de los 80. Tal com-
prensión sin duda le facilitaría identificarse del todo, poco después, con la enton-
ces incipiente clase obrera cubana.
Momento trascendente entre sus ricas experiencias norteamericanas lo cons-
tituyó la Primera Conferencia Panamericana celebrada en Washington entre 1889
y 1890. Martí, el más profundo y violento censor de esa conferencia, ratificó ante
ella que los Estados Unidos los “imperialistas” (con esa palabra los iba a nombrar
en 1895, en su última carta, que volveré a mencionar, a su hermano mexicano
Manuel Mercado) se aprestaban a lanzarse sobre las Antillas, particularmente
sobre Cuba, y más tarde sobre el resto del Continente; y del planeta.
Nutrido con esas experiencias y dueño de esos criterios, Martí escribió a finales
de 1890, y publicó a principios de 1891, su ensayo orientador “Nuestra América”.
Allí, al fustigar con gran violencia a cobardes y traidores, la actualidad de Martí
cobra vigencia impresionante: “Hay que cargar los barcos”, dice “de esos insectos
dañinos que le roen el hueso a la patria que los nutre”, esos que van “paseando el
letrero de traidor en la espalda de la casaca de papel”, esos “desertores que piden
fusil en los ejércitos de la América del Norte, que ahoga en sangre a sus indios, y va
de más a menos”. Una líneas después añadirá: “El desdén del vecino formidable,
que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América.” Contra ese “peligro
mayor” va enderezando el texto martiano. Pero para poder salvarnos de él urge
reconocer, proclamar y profundizar nuestra autoctonía, nuestra identidad.
A modo de premisa, y como había venido haciendo durante años, sólo que esta
vez de modo lapidario, Martí rechaza que el mundo se halle dividido entre “la
civilización” y “la barbarie”, según la conocida tesis que en nuestras tierras expu-
sieron hombres como Sarmiento, y que edulcoraba (y edulcora) la existencia de
países explotadores por una parte, que se consideraban la civilización (según las
últimas o penúltimas teorías de moda, quiere presentárselos ahora como protago-
nista del fin de la historia), y países explotados (estigmatizados ayer como la
barbarie y hoy, supuestamente, con una historia irrelevante). En los tiempos que
corren, se prefiere dar a los polos de esta dicotomía los nombres de Norte y Sur.
Martí añadirá en “Nuestra América” que “ni el libro europeo, ni el libro yanqui,
daban la clave” de nuestro enigma, y “por eso el libro importado ha sido vencido

251
en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los
letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico”. Y de
inmediato: “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa
erudición y la naturaleza.”
A esta luz hay que entender la tajante propuesta martiana: “La universidad
europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los
incas de acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes
de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es
más necesaria.” Y luego su consejo clásico: “Injértese en nuestras repúblicas el
mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas.” Por ello, los hombres
de la nueva América “entienden que se imita demasiado, y que la salvación está
en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación.” Y, otra vez como si se
estuviera refiriendo a nuestros días, dice Martí: “Los pueblos han de vivir criti-
cándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y una sola mente.”
Y más adelante: “En pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de
un pueblo a otro, los hombres nuevos americanos.”
Revelando la profundización que su pensamiento social ha ido conociendo, Martí
escribe en este texto inagotable: “Con los oprimidos había que hacer causa común,
para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opreso-
res.” Esos “oprimidos” volverán a aparecer en texto suyo publicado ese mismo año
1891: el poema III de sus Versos sencillos: “Con los pobres de la tierra / Quiero yo
mi suerte echar”. Este criterio lo llevaría, casi al finalizar su trabajo, a afirmar: “No
hay odio de razas, porque no hay razas”; es decir, a impugnar, en una época man-
chada por el más vulgar racismo (el cual sobrevivirá hasta este siglo y está levan-
tando nueva y fétida cabeza hoy mismo), incluso la creencia misma en que existan
razas, creencia particularmente inaceptable cuando y donde millones de integran-
tes de supuestas “razas” inferiores se encuentran entre “los oprimidos”. Por eso
habla una y otra vez de “nuestra América mestiza”.
A finales de ese año 1891 en cuyo pórtico mismo apareció “Nuestra Améri-
ca”, Martí , en acuerdo absoluto con lo planteado allí, abandona sus múltiples
responsabilidades diplomáticas y periodísticas (con excepción del más hermoso
periodismo político que se haya hecho nunca), y, en fin, todo lo que pueda estor-
barle su tarea de redención. Pasa a ser del todo, oscura y deslumbrantemente, lo
que en estos tiempos suele llamarse un cuadro político, y en su caso se corres-
ponde con lo que a lo largo de siglos se ha conocido como un apóstol. Así, El
Apóstol, será nombrado con entera justicia a partir de estos años últimos de su
corta vida de sacrificio y esplendor. Es ese Martí en la plenitud de sus dones
quien, tras enormes y delicados esfuerzos, funda en abril de 1892 el Partido Re-
volucionario Cubano, el artículo primero de cuyas Bases anuncia: “El Partido
Revolucionario Cubano se constituye para lograr, con los esfuerzos reunidos de
todos los hombres de buena voluntad, la independencia absoluta de la Isla de

252
Cuba, y fomentar y auxiliar la de Puerto Rico”. Que Martí no preveía sólo la
independencia frente al colonialismo español lo expresa claramente en no pocos
textos: por ejemplo, en su artículo de abril de 1894 “El tercer año del Partido
Revolucionario Cubano” (cuyo decidor subtítulo es “El alma de la revolución, y el
deber de Cuba en América”), donde afirma:
En el fiel de América están las Antillas, que serían, si esclavas, mero pontón de
la guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se
prepara ya a negarle el poder, —mero fortín de la Roma americana;— y si libres
[...] —serían en el continente la garantía del equilibrio, la de la independencia
para la América española aún amenazada, y la del honor para la gran república
del Norte, que en el desarrollo de su territorio [...] hallará más segura grandeza
que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que
con la posesión de ellos abriría contra las potencias del orbe por el predominio del
mundo [...] Es un mundo lo que estamos equilibrando: no son sólo dos islas las
que vamos a libertar. [...] Un error en Cuba, es un error en América, es un error
en la humanidad moderna. Quien se levanta hoy con Cuba se levanta para todos
los tiempos.”
A principios de 1895 Martí abandona para siempre Nueva York y se traslada
a la República Dominicana, donde el 25 de marzo de 1895, ya rumbo a la guerra
en Cuba, escribe al dominicano Federico Henríquez y Carvajal: “Las Antillas
libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y
lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del
mundo”. Ese mismo día firma con el también dominicano Máximo Gómez,
Generalísimo del Ejército Libertador de Cuba, el Manifiesto de Montecristi, el
cual, al dar a conocer al mundo las razones del conflicto bélico, explica:
“La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de
cruzar, en plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran
alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas pres-
ta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas y al equilibrio aún vacilan-
te del mundo. Honra y conmueve pensar que cuando cae en tierra de Cuba un
guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indi-
ferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación
de la república moral en América y la creación de un archipiélago libre”.
Y añade: “La guerra no es contra el español, que en el seguro de sus hijos y en
el acatamiento a la patria que se ganen, podrá gozar respetado, y aun amado, de
la libertad que sólo arrollará a los que salgan, imprevisores, al camino”.
Al cabo Martí regresa a Cuba, el 11 de abril de 1895, tras un periplo harto
azaroso. En la Isla, en atención a sus órdenes, había estallado ya, el 24 de febrero
de ese año, el capítulo de la guerra independentista que él había preparado como
una obra de arte, según dijera. En la manigua redentora Martí va a vivir sus
últimos treinta y ocho días: acaso los únicos días felices de su vida agónica.

253
El 18 de mayo de aquel año empieza a escribir su conocida carta a Manuel
Mercado. Esa carta quedó inconclusa y adquirió, junto con la que semanas antes
enviara al dominicano Henríquez y Carvajal, carácter testamentario. Al día si-
guiente, cuando hubiera debido terminarla, Martí murió en combate,
A este ser humano excepcional Rubén Darío lo consideró “Maestro”; Gabriela
Mistral, “el hombre más puro de la raza” (Gabriela se refería a nuestra estirpe,
pero también puede pensarse en lo que José Vasconcelos llamaría “la raza cós-
mica”); Ezequiel Martínez Estrada, no sólo “un Héroe”, sino además “un Santo,
un Sabio y un Mártir”; Alfonso Reyes, “supremo varón literario”, “la más pasmo-
sa organización literaria: y Fidel lo proclamó en 1953, y lo ha ratificado siempre,
autor intelectual del ataque al cuartel Moncada y en consecuencia de la revolu-
ción desencadenada entonces.

En las primeras líneas de esta conferencia dije que el extraordinario texto


martiano cuya evocación clausura este encuentro conserva plena vigencia. Aho-
ra debo añadir que este hecho me parece triste. Pues él implica, sobre todo, que
el imperio contra el cual Martí se irguió con la honda de David, es hoy un Goliat
bravucón y pendenciero (o, como dice el admirable intelectual de los Estados
Unidos Noam Chomsky, gangsteril), el Leviatán contemporáneo, el “monstruo”
en cuyas “entrañas” había vivido el cubano en tiempos que, comparados con los
actuales, parecen una dulce primavera. ¿Será a un público formado principal-
mente por españoles, y también por algunos cubanos (es decir, por compatriotas
todos, en el sentido amplio y noble del término), a quienes tenga que recordar que
tres años después de la muerte de Martí, confirmando plenamente sus dramáti-
cas advertencias, el gobierno de los Estados Unidos hizo volar en el puerto de La
Habana su acorazado Maine, y, tomando como excusa esa autoagresión (que
décadas después reconocerían como tal esos infaltables periodistas avispados y
pudibundos políticos norteamericanos que, como observó con su agudeza de siem-
pre Benedetti, se rasgan conmovedoramente las vestiduras a propósito de los
crímenes cometidos en el pasado por su gobierno, a fin de dejar aireadas las
conciencias y la atmósfera para próximo crímenes); tomando como excusa, dije,
esa autoagresión, intervinieron en la guerra que durante treinta años habíamos
librado independentistas cubanos y colonialistas españoles (en el fondo, una gue-
rra entre nosotros), terminaron de derrotar y además humillaron a las tropas
metropolitanas (ni unos ni otros podremos olvidar el hundimiento en Santiago de
Cuba de la escuadra española al mando del valiente almirante Cervera), y de
paso nos arrebataron a los cubanos la ya inminente victoria, la cual, después
de sesenta años de protectorado o neocolonialismo norteamericano, sólo vinimos
a conquistar en 1959. Así, en 1898 ocurrió el hecho insólito de que perdieran la

254
guerra, a la vez, los dos contendientes enfrentados durante décadas. Además,
como se sabe de sobra, los Estados Unidos procedieron de modo similar en las
Filipinas, donde también se desarrollaba una lucha de liberación nacional, y guar-
daron para sí como botín de guerra hasta hoy, entre otros territorios, al hermano
Puerto Rico, para “fomentar y auxiliar” cuya independencia, según inequívocas
palabras de Martí ya citadas, había fundado él en 1892 su partido revolucionario.
Si se desea describir de modo suscinto lo que ha ocurrido en los noventa y tres
años que nos separan de aquel año aciago, de las fechorías que aquí en España
llaman elocuentemente El Desastre, nada mejor que volver a palabras que Martí
escribió en 1894 y también he citado:
“Las Antillas [...] serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de una repúbli-
ca imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el
poder- mero fortín de la Roma americana; [...] la gran república del Norte [...] en
el desarrollo de su territorio [...] hallará más segura grandeza que en la innoble
conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de
ellos abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo”.
Sólo ese diseño planetario, que implícita ó explícitamente es la columna verte-
bral del manifiesto “Nuestra América”, y que la gravedad de estos momentos
revela sobrecogedoramente profético, explica que Martí pudiera añadir de inme-
diato con toda su razón: “Es un mundo lo que estamos equilibrando: no son sólo
dos islas las que vamos a libertar.” No hace falta que vuelva sobre otras líneas
martianas igualmente citadas, porque de seguro ustedes las tienen en la memoria.
He aquí por qué me parece bien triste la vigencia de “Nuestra América”. No
pocos economistas y otros estudiosos llaman a la pasada década, “una década
perdida” para los países de nuestra América. ¿Será el casi agonizante siglo XX
(en el cual tuvieron lugar las más devastadoras guerras que la humanidad ha
conocido, algunos de sus peores regímenes, crímenes de todo tipo; que ha visto
esfumarse, por mal encauzadas, torcidas o traicionadas, ilusiones sin embargo
necesarias, e implantarse de oeste a este y de norte a sur, con tergiversadores
“colorines”, para volver a un vocablo martiano, el pragmatismo más grosero, la
más desembozada codicia, el escarnio del Sermón de la montaña y el desdén y
la explotación implacable de “los oprimidos”, de “los pobres de la tierra”); será
este atroz siglo XX un siglo perdido? La dolorosa vigencia del magistral ensayo
“Nuestra América” ¿se deberá a que, en cierta forma, hemos sido retrotraídos a
1891, y la humanidad tiene de nuevo por delante el reparto, entre un grupo aún
más pequeño de grandes potencias, del mundo ya repartido, la destrucción de los
países pobres que osen oponerse a ello, y quizás una tercera, y última, guerra
mundial? (Fukuyama y otros como él harían bien en recordar el hecho ostensible
de que la llamada Primera Guerra Mundial ocurrió entre naciones de regímenes
similares en lo fundamental, no obstante las mutuas y mentirosas inculpaciones.)
¿Le espera al homo sapiens el destino de los brontosaurios, los pterodáctilos y

255
tantísimas especies, con lo que dejaría enteramente este ya muy maltrecho pla-
neta en las manos (es un decir) de los antiguos concurrentes de los mamíferos
llamado superiores, los casi infinitos insectos, llenos de millonaria paciencia?
Llegados aquí, es del todo innecesario recordarles que quien les habla es un
poeta, y no sólo ni primordialmente porque haga versos, sino porque asume a plena
conciencia la cita de otro maestro entrañable, el inclaudicable utopista Alfonso
Reyes, puesta al frente de esta conferencia. Por eso me parece natural que el
mayor visionario, en todos los sentidos de la palabra, nacido en el Hemisferio Occi-
dental sea nuestro mayor poeta, José Martí. Y por eso cuando entre 1963 y 1964
escribí mi primer trabajo con voluntad rigurosa sobre él, al hablar de “Nuestra
América” dije: “Se junta allí el análisis penetrante del científico al vuelo poético del
creador de mitos”; y añadí después que en aquel texto mayor Martí “diseña el área,
a la vez real y mítica, de ‘Nuestra América’”. (No suelo citarme, pero en los días
que vivimos, razones morales me obligan y me obligarán a hacerlo.)
Y ahora, después de tantos insectos, crímenes y espantos, me siento de nuevo
en terreno firme, como cada vez que recibo el aliento sagrado de Martí, quien,
destinado a las más altas empresas del alma, jamás cometió la villanía de rehusarse
a las tareas que le correspondían, por nimias que parecieran o fueran. Él, al igual
que su Santa Teresa, sabía que también “entre los pucheros anda el Señor”; a él
no había que repetirle las palabras del Evangelio de San Juan: “Si a tu hermano, a
quien ves, no amas, a Dios a quien no ves, ¿cómo vas a amar?”.
Vengo de un archipiélago nombrado en la cartografía europea al menos desde
1367, cuando ningún europeo había puesto pie en él: la Antilla, que tiempo des-
pués acabó llamándose, a semejanza de las Baleares y las Canarias, las Antillas,
y cuyo sorprendente papel en el equilibrio del mundo ya hemos visto cómo fue
señalado por Martí; y estoy en parte esencial de un continente cuyo “presagio de
América”, para volver a citar una imagen de Reyes, nos ha vinculado para siem-
pre con ustedes.
He nombrado los mitos, he evocado las imágenes, y espero que no piensen que
pretendo de manera insensata venir a bailar en casa del trompo, como decimos
en Cuba, o a echar sal a la mar, como creo que se dice aquí. Soy del todo conciente
de lo que supone estar (en mi caso, por primera vez) en Cádiz, uno de los sitios de
este continente y del planeta más lleno de mitos, más cuajado de imágenes. Pero
Martí nos enseñó que el aire está lleno de almas; y Lezama, la fuerza irradiante
de la imagen; así que estoy ávido de participar en el diálogo con Gades, con la
cercana Tartesio donde Schulten reveló un mundo, con las sombras de los Atlantes
y de Hércules; y desde luego con el “primer puerto hacia América, con un deje
cubano en sus patrios umbrosos” de que habló mi admirado Rafael Alberti, quien
después volvería a trenzar la Ora marítima, como Avieno. En Cádiz verdad y
mito se entrecruzan, y también se entrecruzan nuestras historias. En Cádiz, la
invicta ciudad de las Cortes, en 1820 militares españoles rebeldes impidieron que

256
una flota saliera a combatir contra la necesaria independencia americana. Aquí
estuvo nuestro santo fundador el Padre Félix Varela. Aquí, en su primer destie-
rro, entró en la Península José Martí hace ciento veinte años: ocasión para este
fraterno encuentro de hoy. Aquí nació el enorme músico que murió exiliado del
otro lado del Atlántico, intentando terminar (lo que al cabo haría Halfter) su vasta
obra para coros, solistas y orquestas sobre La atlántida, de Jacinto Verdaguer,
catalán como los Roig de quienes, como de tantas otras estirpes españolas (astu-
rianas, extremeñas, navarras por lo que sé), provengo. En una de las estrofas de
aquel poema que ustedes de seguro conocen mucho mejor que quien les habla,
Verdaguer evocó así esta ciudad:

Era´l teu front, oh Gades gentil, filla de l´ona,


gavina que en un cálzer de Iliri feres niu,
palau de vori y hacer que ´l sol de Maig corona;
li sembla al hèroe, al vèuret, que un cel d´amors li iu.

Daniel Moyano, el excelente escritor argentino y cálido ser, me contó que


cuando era niño solía ir, en compañía de otro muchacho, a robar manzanas al
cortijo de un anciano español, quien naturalmente los increpaba cuando los des-
cubría en su faena hermética (propia de Hermes, claro), y se enzarzaban en las
discusiones del caso. El anciano se llamaba Manuel de Falla; el muchacho amigo
y compatriota de Moyano, Ernesto Guevara; el lugar era Alta Gracia, en la Cór-
doba argentina. Curioso capítulo de aquel diálogo mencionado: el Che niño en
busca de manzanas como de las de las Hespérides, esta vez no áureas sino
argentinas, interrumpiendo al gaditano esencial que en sus últimos años ponía
música a La atlántida.
Amigas y amigos: voy a terminar mis palabras de esta noche hablándoles, en
esta tierra tan abierta a ello, de las Atlántidas. Creo que quizá no poco de lo que
está ocurriendo ahora mismo ante nuestros ojos tenga que ver con las Atlántidas,
así en plural y con los evidentes ecos de los diálogos platónicos a hoy, porque de
esa manera introdujo el término entre nosotros Ortega y Gasset en su famoso
ensayo homónimo de 1924, aunque voy a proponer para dicho término un sentido
algo más ancho.
Para Ortega, a partir de Spengler, entonces muy en boga, y antes, como señaló
aquél, de Frobenius (y antes aún, los que Ortega pudo mencionar, de Gobineau),
“las Atlántidas son las culturas sumergidas o evaporadas”: de los dos adjetivos,
propongo que retengamos el segundo (“evaporadas”) para aquellas culturas que
según Ortega se habían desvanecido “como fantasmas y vagos espectros”, y sin
embargo en este siglo estaban siendo descubiertas por los europeos, en éxtasis
fáustico, como las culturas prebabilónicas, hitita, cretense, troyana, micénica,
ganesa o paleoyorubá; y ni qué decir tartesia, “la más vieja de Occidente”.

257
Quisiera proponer igualmente que conserváramos el nombre metafórico
Atlántidas no sólo para aludir a aquellas culturas “evaporadas” inexistentes ya, a
veces desde hace milenios, sino para aludir también, al menos por el momento (a
fin de no llamarlas ahora culturas, etnias, pueblos, etc.), a esas vastas comunida-
des humanas acaso “sumergidas”, pero ciertamente no “evaporadas” y mucho
menos extinguidas, que están volviendo a la superficie; y lo están haciendo no en
forma de mansas ruinas arqueológicas ad usum Fausti, sino con violencia, des-
garrando incluso países cuyas fronteras se tenían, en general, por establecidas.
Aunque los ejemplos son más de uno y en más de un continente, acaso los más
sangrientos están ocurriendo, mientras escribo estas líneas, en Yugoslavia, país
que recuerdo con afecto y dolor.
Pero la emergencia de tales Atlántidas no tiene que implicar por obligación
desgarraduras. ¿No podría implicar en ocasiones, al contrario, el establecimiento
de fuertes nexos no necesariamente políticos entre países diversos que compar-
ten en medida apreciable arraigados sustratos comunes? Y se me ocurre que es
ocasión bien propicia para abordar este tema la conmemoración de los cien años
del ensayo martiano “Nuestra América”. Pues ¿qué es nuestra América sino
una Atlántida? Y habiendo ocurrido en este siglo último lo que ha ocurrido, lo que
tanto avizoró y combatió en cuanto estuvo a su alcance Martí, ¿aceptaría él la
hipótesis (o el mito) de una Atlántida más englobadora, que abarcaría no sólo a
los pueblos de su América (cuyos países él, a diferencia de Bolívar, como ha
subrayado Cintio Vitier, no pretendió soldar políticamente), sino también a los
pueblos de la península ibérica? ¿Y qué nombre podría darse a esa otra Atlántida?
Francamente, no tengo respuestas: sólo preguntas. Pero estoy convencido de
que hoy por hoy pocos lugares son tan adecuados para hacerlas como Cádiz; y
ningún ser humano de nuestra estirpe más digno de que en torno a él se hagan
preguntas como ésas, que José Martí, indudablemente el más español de los
libertadores americanos.
En la primera parte de esta conferencia cité sobre Martí valiosos juicios de
americanos, y hubiera podido añadir muchos más, de Sarmiento al Che.
Concientemente dejé para este momento citas no menos importantes sobre él,
debidas a españoles; y al escoger tan sólo unas cuantas de esas citas, obligado de
nuevo por el tiempo, voy además a limitarme, pro domo mea, a aquellas en que
se relaciona a Martí con nuestra cultura común. Unanumo, quizá el primer escri-
tor español en percatarse del valor de la obra de Martí, sobre cuya personalidad,
su poesía y su epistolario dejó líneas penetrantes, afirmó que la carta en que,
caminó a la guerra, “en vísperas de un largo viaje”, Martí se despide de su madre,
“es una de las más grandes y más poéticas oraciones —en ambos sentidos del
término oración— que se puede leer en español”. Fernando de los Ríos, por su
parte, llamó al cubano “la personalidad más conmovedora, profunda y patética
que ha producido hasta ahora el alma hispana en América”. Para Juan Ramón

258
Jiménez, Martí es un “Quijote cubano [que] compendia lo espiritual eterno y lo
ideal español”. Y Guillermo Díaz–Plaja, al hablar de la obra literaria de este
hombre que, fuera de dos cuadernos de versos y varios opúsculos casi siempre
políticos, no publicó libro, afirma que “Martí, ese gigantesco fenómeno de la len-
gua hispánica”, es, “desde luego, el primer ‘creador’ de prosa que ha tenido el
mundo hispánico”.
Entiéndase bien: no se trata en absoluto de exhumar hispanidad alguna, como
la que en los años 20 de este siglo, con paradójico énfasis vanguardista, propuso
a Madrid como meridiano de nuestra cultura (y recibió un clamoroso rechazo de
parte de los vanguardistas americanos); y ni qué decir como la que años después
pretendió repintar las presuntas glorias de un imperio desvanecido para siempre
cuyos últimos eslabones en América Martí contribuyó como nadie a destruir.
Ahora bien, que existe un mundo mucho mayor que el de nuestras pequeñas
patrias chicas, un mundo que integran los pueblos de la península ibérica y nues-
tros pueblos americanos, todos los cuales deben verse entre sí, y ser vistos por los
otros, inter pares; que existe tal mundo, no me parece posible negarlo, aunque
por ahora sea una Atlántida no sólo sumergida sino despedazada. Y me compla-
ce en este sentido suscribir las tesis expuestas por el gran paraguayo Augusto
Roa Bastos en su ensayo “Una utopía concreta: la unidad iberoamericana”.
Voy a mencionar un solo ejemplo, entre los múltiples que pueden aducirse, de
cómo contemplar en conjunto aquel mundo (o buena parte de él) nos explica a
nosotros incluso en las limitaciones de nuestros países respectivos. Asumiendo la
mirada que da vivir a los siglos, el historiador cubano Ramiro Guerra, un hombre
por cierto conservador, escribió en España y publicó en 1935 un libro sin cuyo
conocimiento no es posible comprender del todo (y comprender a medias ¿es
comprender?) a los países mencionados en el título: La expansión territorial de
los Estados Unidos a expensas de España y de los países hispanoamerica-
nos. Sin embargo, señal de los tiempos que vivimos, que yo sepa, esta obra capi-
tal sólo se ha republicado una vez, en la Cuba revolucionaria. Me haría feliz
saber que estoy en un error, y que en algún momento fue republicada en España,
donde existe tan rica vida editorial.
Volvamos a don Beltrán. En nuestra América es bien sabido que hay numero-
sas comunidades que, con razón, no se sienten parte de nuestra hipotética Atlántida:
baste recordar a los millones de indios descendientes de quienes sobrevivieron a
la espantosa operación genocida que fue la conquista; y a los caribeños que
tienen (como los cubanos, los brasileños y otros pueblos de nuestra América)
fuertes y dolorosas raíces africanas, pero que en su caso no viven en territorios
iberizados. Sin embargo, aquella Atlántida englobadora de que hablé (ya lo había
planteado José Martí en la valiente e imaginativa Atlántida que llamó “Nuestra
América”) está obligada no sólo a no excluir a tales comunidades, sino a recono-
cerles la importancia de primer orden que tienen, a defender sus culturas, a inte-

259
grarlas como son a las sociedades armoniosas que debemos construir, y que no
existen aún en parte alguna. Una de las muchas razones por las que leí compla-
cido, con identificación, el ensayo mencionado de Roa Bastos, es que él es un
paraguayo genuino, y por ello ciudadano del único país de nuestra América oficial
y realmente bilingüe; que él, como fue el caso de José María Arguedas en el
Perú, es encarnación irrefutable de ese mestizaje étnico y sobre todo cultural
atribuido a nuestra América, y que en manos inescrupulosas ha llegado a ser otro
artefacto retórico y cosas aún peores.
Quizás yo proyecte, al hablar de esa dilatada Atlántida que nos abarcaría, expe-
riencias personales. Un estudioso contemporáneo del Cosmos, el norteamericano
Carl Sagan, llegó a conjeturar que acaso alguna hipótesis sobre el origen (todavía
misterioso) del Cosmos revele el trauma personal que fue su propio nacimiento en
quienes sostienen tal hipótesis, cuyo nombre carece en español del impacto que en
inglés: Big bang. Por mi modestísima parte, en consonancia con esas “pocas pala-
bras verdaderas” (son cuatro) de Antonio Machado según las cuales “nadie elige
su amor”, desde mi más temprana edad, y por razones que no vienen al caso, di por
sentada mi pertenencia a aquella Atlántida, aunque entonces, como es natural, no la
llamaba así, ni sé si la seguiré llamando: acaso tal denominación sea sólo flor o
espina de esta noche gaditana. Por ejemplo, jamás consideré la enorme, la extraor-
dinaria cultura española (una cultura sincrética, y por tanto incorporadora, si las ha
habido) como una cultura extranjera, quizá por la sencilla razón de que no lo es ni
puede serlo para nosotros. Ahí están, para dar testimonio de ello en lo que me
corresponde, muchísimos poemas y ensayos míos, de los que voy a limitarme a
citar el trabajo “Contra la Leyenda Negra”, que escribí en 1976 en pleno hervor
anticolonialista (hervor que en mí no ha disminuido un ápice: todo lo contrario), y
que más de uno consideró mi declaración de amor a España: como si yo no hubiera
declarado ese amor desde que tengo uso de razón y de corazón. Tal trabajo sería
publicado en países de las dos Américas y de las que entonces eran las dos Europas:
aunque en la Europa no occidental sólo apareció (en castellano y traducido a la
lengua nacional) en la irreverente Hungría.
¿Cómo podría sentir, actuar y escribir de otra manera quien así se formó en
primer lugar con Martí, pero también con Darío, Henríquez Ureña, Reyes, Ortiz,
Marinello, Lezama, Paz, Vitier; con Unanumo, Machado, J.R.J.,* Picasso, Falla,
Ramón, Moreno Villa, Federico, Rafael, Buñuel, Aleixandre, Dámaso, María
Zambrano, Chabás, Miguel Hernández; la España peregrina, la de los
“trasterrados”, como los llamó, definiéndose a sí mismo, José Gaos? No fue en
arduos textos lejanos (a muchos de los cuales también debo gratitud, desde luego,
pues felizmente soy ciudadano del mundo), sino en textos de alguien totalmente

* Juan Ramón Jiménez. (N. de la E.)

260
mío, uno de los hombres más talentosos, delicados y buenos de que he tenido
noticia, y también uno de los más profundos conocedores y amadores de José
Martí: Rubén Darío, donde, siendo adolescente, leí, frente al inmenso mar que en
la otra orilla llega a las costas de Cádiz (lo que yo ignoraba entonces), estos
inolvidables versos enderezados contra el Rossevelt que a principios de este siglo
pronunció su ominoso “I took Panama”, a propósito de un acto depredatorio que
se repetiría a finales del siglo; estos versos escritos en Málaga en 1904 y recogi-
dos en libro al año siguiente, en Madrid:

Eres los Estados Unidos,


Eres el futuro invasor
De la América ingenua que tiene sangre indígena,
Que aún reza a Jesucristo y aún habla en español. [...]
Más la América nuestra [es decir, una vez más, nuestra América],
que tenía poetas
Desde los viejos tiempos de Netzahualcoyotl,
[...] Que consultó los astros, que conoció la Atlántida
Cuyo nombre nos llega resonando en Platón,
[...] La América del grande Moctezuma, del Inca,
La América fragante de Cristóbal Colón,
La América católica, la América española,
La América en que dijo el noble Guautemoc:.
“Yo no estoy en un lecho de rosas” esa América
Que tiembla de huracanes y que vive de amor,
Hombre de ojos sajones y alma bárbara, vive.
Y sueña. Y ama, y vibra, y es la hija del Sol.
Tened cuidado. ¡Vive la América española!
Hay mil cachorros sueltos del León Español.

El autor de estos versos, capaz de escribir “sobre las alas de los inmaculados
cisnes”, lanzó, “a la Esfinge que el porvenir espera” estas preguntas:

¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?


¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?
¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros?
¿Caballeros ahora para llorar después?

¿Cómo podría el adolescente que fui no sentirse aludido también por los versos
de Machado: “Que en esta lengua madre la clara historia quede; / corazones de
todas las Españas, llorad”: versos de su elegía a Rubén Darío, el poeta que sim-
bólicamente, siendo un mestizo de allende el Atlántico, fue el fundador de la

261
moderna poesía en la lengua castellana? ¿Cómo podría aquel adolescente no
sentirse igualmente expresado en esos tremendos libros de enormes poetas ame-
ricanos, mestizos también, con sangres y culturas españolas, indias y africanas:
España, aparta de mí este cáliz, España en el corazón, España. Poema en
cuatro angustias y una esperanza?
“La mar violeta añora el nacimiento de los dioses, / ya que nacer es aquí una
fiesta innombrable”, escribió frente a nuestro mar (que en la otra orilla ya sabe-
mos que es el mar gaditano) una criatura que según Vitier se atrevió “a intervenir
en la historia de los dioses”: José Lezama Lima. En Cádiz, frente a “la mar
violeta” (adjetivo que no desdeñaría Homero, quien habló de un mar color de
vino), aquí hablar de dioses es casi una necesidad. Que tales dioses nos sean
propicios y nos dejen creer, para volver por última vez a los versos de Reyes, que
no todo ha de ser en la historia “la codicia y la miseria”, que queda otro sendero
que las purga: “la ruta vertical, la poesía”. (No sé si vale de algo saber que, frente
a tosquedades de tirios y troyanos, Reyes, con su frecuente ironía suave, llamó al
soneto que concluye con esos versos, “Materialismo histórico”.) ¿No tenemos
derecho a esperar que un día, que querríamos cercano, emergerá esa Atlántida
nueva y antigua en la que ustedes y nosotros (“corazones de todas las Españas”)
encontraremos casa común? ¿Se me dirá que sueño? Quien abraza una causa
justa “es el único hombre práctico, “ dijo Martí, “cuyo sueño de hoy será la ley de
mañana” Quizá sueño, quizá soñamos, pero no como el grandioso y atormentado
príncipe del barroco que para olvidar una realidad cruel y confusa exclamó: “So-
ñemos, alma, soñemos”; sino como el lúcido poeta moderno cuyo geométrico y
ardiente cántico se le volvió borrascoso clamor, cuando escribió: “!Realidad, rea-
lidad, no me abandones / Para soñar mejor el hondo sueño!”

Palabras pronunciadas en Cádiz, el 15 de noviembre de 1991, al clausurarse el Seminario Hispano


Cubano sobre José Martí, en Nuestra América: cien años y otros acercamientos a José Martí,
Editorial SI-MAR, La Habana, 1995, pp. 157-171.

262
Índice

TOMO I

Tema I
Introducción / 3
Conferencia Intergubernamental sobre políticas culturales / 38
Modelo teórico para la identidad cultural / 51
Pensar el tiempo: en busca de la cubanidad / 66
Del fenómeno social de la “transculturación” y de su importancia en Cuba / 105
Los factores humanos de la cubanidad / 110
Hacia un enfoque sistémico de la cultura cubana / 116
Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Introducción / 122
Aportes culturales y deculturación / 129
Nación e identidad / 148
Notas para un estudio de la identidad cultural cubana / 173

TOMO II

Tema II
Exposición de las tareas de la Comisión Permanente de Literatura / 3
En defensa de Cuba / 9
Hacia una historia de la cultura cubana / 14
Ideas sobre la incorporación de Cuba en los Estados Unidos / 34
Libertad / 38

263
Azúcar, esclavos y revolución (1820-1868) / 42
La literatura en el Papel Periódico de la Havana. Introducción / 55
La literatura en el Papel Periódico de la Havana. La crítica y la polémica / 59
La literatura en el Papel Periódico de la Havana. Prospecto / 62
Patriotismo / 64
Reflexiones de un habanero sobre la independencia de esta Isla / 70

Tema III
El círculo de dominación / 79
Conmemoración de los cien años de lucha / 92
Prólogo a Los Poetas de la Guerra / 120
La Aurora y El Productor / 126
La cultura entre los mambises del 68 / 135
La cultura en 1868 / 142
“La Aurora” y los comienzos de la prensa y de la organización obrera en Cuba / 157

Tema IV
Algunas consideraciones sobre la cultura en José Martí / 173
Cultura y sociedad en José Martí / 184
Heredia / 223
Antonio Bachiller y Morales / 229
Vindicación de Cuba / 238
Nuestra América / 243
Nuestra América: Cien años / 250

264

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