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Relato de familia

Me hice escritor a los diez años, porque no me quedó más remedio. Nunca entendí gran
cosa de los seres humanos, de hecho, hasta esa edad, creí firmemente que era de
Huelva.

Cuando nací, lo hice porque mi madre lo quiso y desde entonces no hice otra cosa que
seguir sus instrucciones. Hasta los cinco años, que decidí hacer todo lo contrario.
Entonces mi madre comenzó a mandarme lo que deseaba que yo desobedeciese.

Pero de esto me enteré más tarde, cuando mi primo José Luís tuvo sus primeras
zapatillas a cuadros. Yo le miré extrañado, porque me di cuenta de que tenía una pierna
algo más larga que la otra. Cuando lo dije en voz alta, toda mi familia miró al techo. Aun
así, yo me empeñe en insistir sobre aquello, hasta que me mandaron a mi cuarto. Sólo
muchos meses después, mi propio primo me confesó que era cierto y que, aquella
desproporción, se debía a haber pasado la polio.

Ahí fue cuando decidí empezar a creer firmemente en mí mismo, por encima de la opinión
de los demás. Entonces me quedé completamente solo. Aun así, seguí diciendo todo lo
que veía, como que el abuelo tenía un problema con las botellas de vino, o que tía Petri
salía por las noches de la casa, cuando todos dormían.

Aún no había cumplido siete años y ya había conseguido que ninguna persona de mi
familia me dirigiera la palabra.

Durante meses camine por la casa como un fantasma, y casi no tengo recuerdos. Sólo sé
que, un día, encontré en la calle una jaula de pájaros. Metí dentro una zapatilla de José
Luís, y la colgué de la lámpara. Por la noche, mi madre por fin me habló. Descolgó la
jaula, se sentó en la cama, y dijo que estaba pensando en comprase una lavadora.

Si algo me ayudó en la infancia fue conocer a Molosku. Sucedió una tarde al salir del
colegio. Molosku era el capitán de un ejército imaginario, de soldados azules, que me
siguió a todas partes desde los siete a los nueve años. Recuerdo que aquellos tiempos
fueron estables, hasta que mi abuela, sin darse cuenta, lo echó todo a perder.

Sucedió una mañana. Mi abuela no paraba de recorrer el pasillo, primero con unas
sábanas, luego con unas mantas, entonces le pregunte, con una sonrisa cómplice, si ella
se estaba imaginando que era la directora de una pensión importante. Mi abuela se paró
en seco. Me miró, como se mira a un tipo de Huelva, y dijo: “No tengo tiempo de imaginar
nada. Son las doce y aún están las camas sin hacer” Aquello fue un duro golpe. Descubrí,
de repente, el primer gran misterio de los seres humanos; todos parecían vivir en una
extraña realidad.

De repente, pude entenderlo todo. Tomé una decisión. Uno a uno, me fui despidiendo
para siempre de todos los soldados de mi ejército imaginario. Fue un gran error. Desde
aquel día, tuve que acudir solo al colegio. Por las noches no podía dormir. Cerraba los
ojos con fuerza, como hacen los de Huelva, y le pedía a Dios, porque mi abuela me dijo
que él sí formaba parte del mundo real, que, al menos, mi vecina Tere , que también
formaba parte del mundo real, se fijase en mi.
Pero la Tere, que me sacaba seis años, nunca me miró. Cada tarde, yo acudía a los
pequeños conciertos del barrio y le miraba los pies. Me quedaba embobado. La Tere
podía pasar horas y horas cantando descalza sobre un escenario. 

Yo sabía que aquella obsesión por los pies me venía de lejos, cuando, de pequeño,
jugaba al corro de las patatas con mi prima Azucena, que también tenía pies, y que solo
hacía caso a mi hermano Alberto.

Desde entonces siempre me han gustado las mujeres con pies. Imagino que de tanto
jugar al corro de las patatas se me quedó ese trauma. Si veía una mujer con pies ahí iba.
Me acercaba muy serio, ponía cara de ser de Huelva, y le decía: “No voy a hacerte daño.
Solo quiero que hablemos”

En realidad la frase no era mía. Debí de escucharla en alguna película de entonces, pero
con aquellas palabras las chicas quedaban bastante impresionadas. Sobre todo al
principio. Un día, se las dije a la Tere. Ella miró al cielo, sin inmutarse, luego, se tocó la
coleta y se fue a comer pipas a un banco.

A los diez años por fin conocí Huelva. Sucedió en una excursión del colegio. Yo caminaba
por aquella ciudad, junto a un chico que no paraba de quejarse, porque decía que en
todas las películas el bueno siempre ganaba y se quedaba con la chica.

Huelva me pareció una ciudad muy bonita, pero no recordaba nada de sus calles. Me
costó mucho aceptar aquello. Durante semanas apenas pude dormir. Una tarde, decidí
que todo había terminado, y me puse a escribir una carta de despedida.

La dejé sobre la mesa de la cocina. Al día siguiente, la carta ya no estaba, y en casa sólo
se hablaba del resfriado de mi hermano Juan. Durante semanas escribí más y más cartas.
Las iba dejando por todas partes, y siempre desaparecían. Una noche, mi madre entró en
el cuarto, se sentó en el borde de la cama, me arropó, y dejó sobre la mesilla un cuaderno
verde con las hojas en blanco.

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