Un pobre campisto, campesino, fue a buscar su ganado en las montañas. Como
era muy pobre, no llevó para su alimento sino un huevo de gallina. En el camino encontró un perrito recién nacido, y de puro compadecido lo recogió y envolvió en su poncho. Después de tanto caminar encontró sus animales, pero como ya era muy tarde para volver a su casa, se acomodó debajo de un árbol, resuelto pasar la noche de ese modo. El bosque se inundó de una oscuridad terrible, y ruidos extraños no lo dejaron dormir, a pesar de que se encontraba muy cansado. Más o menos a medianoche escuchó que alguien cantaba por allí cerca; después oyó una carcajada, primero aguda y luego grave. «Estoy oliendo carne humana», dijo una voz de varón. Varias voces le contestaron: «Búscalo, que debe estar cerca». «Ya estoy cerca de él», agregó el primero. El vaquero sintió que el corazón le quería salir del pecho, y se acurrucó más aún para que no lo descubriera el Ángel Caído, que era el que en ese momento lo buscaba. Pero fatalmente logró ubicarlo, y ya iba a arrastrarlo, cuando el perrito que guardaba envuelto en su poncho, se transformó en un perro grande y comenzó a ladrar con furia. El Ángel Caído gritó entonces: «¡Aquí está, pero con un quiro- quiro!»." Los demás espíritus acudieron a auxiliar a su compañero; ya iban a lanzarse sobre el vaquero, cuando el huevo que este llevaba en el bolsillo reventó y, saliendo de él, un gallito cantó: «Ya amaneció^. Los espíritus malos, que tienen mucho miedo a la luz del Sol, huyeron espantados a sus cavernas, exclamando: «Agradece que ya es de mañanita. Pero otro día nos la pagarás». Y así, gracias al perrito y al gallo, se salvó el vaquero de la maldad de los espíritus del bosque.