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EL RETORNO A LA CÉLULA: RE-PENSAR EL PERÚ DESDE LA

INDIANIDAD

“Es de necesidad sostener que cuando un país se rige sometido a


sus minorías, ese país carece de alma nacional, y nada menos
admisible que patria sin alma…”
Gamaliel Churata

La promesa incumplida

En uno de sus ensayos más sugestivos, el historiador y cabal hombre de


ideas republicanas, don Jorge Basadre, se pregunta: “¿Para qué se fundó la
República?” y tras reflexionar sobre el destino del Perú ofrece una respuesta a
manera de conclusión: “Para cumplir la promesa que en ella se simbolizó”. (1)
Esa PROMESA, elemento psicológico sutil, a decir de Basadre, germina
durante el largo proceso independentista como una brisa que inflama el espíritu
de quienes acometen la vasta empresa de emancipar el suelo americano del
dominio hispano, y se instala en el subconsciente colectivo a la espera de su
cumplimiento. Es la promesa de una “vida próspera, sana, fuerte y feliz” bajo la
recién estrenada República, caro anhelo sintetizado en el lema impreso en la
moneda peruana de 1821: “Firmes y felices por la unión”. Basadre, quien se
planteó esta angustiosa pregunta hace más de setenta años, concluye por
decir, apesadumbrado, que esa promesa no había sido cumplida del todo.
Transcurrida la primera década del presente siglo y próximos a conmemorar el
bicentenario del Perú republicano, nos preguntamos: ¿Se ha cumplido dicha
promesa?
Acudamos a la calle, preguntemos al azar. Probablemente constatemos un
sesgo optimista en la opinión del poblador medio, urbano, capitalino, costeño.
Distinta será la percepción en las provincias del interior y en los pueblos más
alejados de la sierra y de la extensa amazonía en los que hierve un resquemor
sedimentado en siglos; no se requiere suma pericia para constatar esta
realidad, las dos últimas contiendas electorales por la presidencia han dejado
evidencia de esta polarización que constituye el drama del Perú, un país
fraccionado por una minoría que ostenta excesiva riqueza en des- medro de
una mayoría que sobrevive como puede. Los conflictos sociales derivados de la
aplicación de agresivas políticas neoliberales (2) son sólo la punta de un inmenso
iceberg, un malestar generalizado con profundas raíces en el pasado que
inevitablemente nos obliga a reflexionar. Y es que tal promesa pareciera
haberse tornado en pesadilla. Un rápido examen de nuestra historia reciente
nos revelará que el Perú estructurado como Estado-nación, bajo modalidad de
República democrática, es un organismo endeble que marcha a tientas en
continua metástasis por el camino de la inminente agonía. ¿Es un proceso
irreversible? Veamos sus causas.

República sin ciudadanos


La constatación del mal debe llevarnos a rastrear su sintomatología. Para
ello es imprescindible recurrir a la historia –ese dínamo que moviliza las poleas
de la realidad– y ésta nos dice que el proyecto republicano, impulsado por la
casta criollo-mestiza, se estableció excluyendo del poder la participación
indígena, lo que es peor: negándole ciudadanía plena. Es decir, las mayorías
sometidas al arbitrio de una minoría, en una audaz reconfiguración de las
relaciones de dominación colonial, fenómeno que Javier Lajo denomina
“colonialismo interno”. Desde esa perspectiva la “independencia” sólo
constituye el transvase del poder a manos de los españoles americanos o
criollos. Para una visión crítica de la historia peruana esto es incuestionable.
Las mayorías indígenas continúan siendo oprimidas, antes bajo la Colonia,
ahora bajo la República.
¿Cómo entender que en plena era republicana, fundada sobre los principios
de la revolución francesa (libertad, igualdad, fraternidad) y su Declaración de
los Derechos del Hombre y del Ciudadano (3) , coexistan indios tributarios,
esclavos negros y siervos chinos, oprimidos por una minoría criollo-mestiza que
se atribuye los dones de la aristocracia? He ahí la terrible paradoja de la
República que haría exclamar de indignación a González Prada: “Nuestra
forma de gobierno se reduce a una gran mentira porque no merece llamarse
República democrática a un Estado en que 3.8 millones de individuos viven
fuera de la ley. Si en la costa se vislumbra un remedo de República, en el
interior se palpa la violación de todo derecho bajo un sistema feudal”.(4) Para
comprender tal situación debemos remontarnos a la raíz misma del problema,
pues hasta aquí sólo hemos abordado ciertos aspectos de un fenómeno
sumamente complejo que se inicia en 1492; como lo ha ilustrado Aníbal
Quijano(5) , el descubrimiento (y posterior colonización) de América debe
entenderse como el punto de partida del capitalismo moderno y colonial, hoy
expresado en su máxima faceta: la globalización. La conquista, colonización e
imposición europea en el siglo XV determina un nuevo patrón de poder mundial
que tiene como eje principal la clasificación social sobre la idea de RAZA, vale
decir, en América la dominación colonial se establece bajo la lógica: civilización
barbarie, expresada, a su vez, en la dicotomía: blanco-indio, que equivale a:
colonizador-colonizado. En la América pre-colombina no se concebía el
concepto de raza, por ejemplo en el territorio andino existían “runas” (en
aymara: “hakes”, es decir, gentes) que pertenecían a diversos grupos étnicos
(quechuas, aymaras, cañaris, chancas, etc.) La conquista les asigna la
categoría de INDIOS con el propósito de homogenizarlos y reducir sus
expresiones culturales para imponerles (a través de la violencia) una estructura
social basada en el color de la piel, medio eficaz de legitimación del nuevo
orden colonial. Por tanto, la violencia de la conquista como hecho político y la
instauración de un orden social racializado, condiciona las diferenciaciones de
clase; por ello, no se puede hablar de lucha de clases sin antes tomar en
cuenta el hecho colonial expresado en ese esquema mental donde el blanco
europeo es el civilizado (el “héroe civilizador” para usar las palabras de Enrique
Dussel) y el indio es el salvaje a quien debe civilizar o en el mejor de los casos
evangelizar (como pedía el padre Las Casas), si no esclavizarlo o directamente
exterminarlo (como propugnaba Juan Ginés de Sepúlveda) (6) . No obstante, los
españoles no buscaron exterminar al indio, se sirvieron de él, pues a fin de
cuentas, el dominador necesita del dominado para perpetuar su dominio. Pero,
el indio no se sometió con docilidad, ha ofrecido –y aún hoy ofrece– tenaz
resistencia. En la psicología del colonizado anida –por principio de reacción–
un instinto de rebeldía. Prueba de ello son las innumerables insurrecciones
indígenas que llenan las páginas de nuestra historia (la crítica, claro está),
desde Manco Inca hasta los tiempos actuales. Dos espíritus en continuo
conflicto, en tensión étnica, caracterizada en la Colonia por la coexistencia de
dos repúblicas bajo esquema de castas: la de españoles (dominadores) y la de
indios (dominados).
Planteado el asunto en estos términos, se entiende que la emancipación y la
consecuente instauración de la República no modificaron, sino apenas en sus
formas, estas relaciones sociales de dominación colonial. “República sin
ciudadanos” le llama Flores Galindo (7) en un imprescindible estudio donde
explora las miserias de la República poniendo en evidencia la presencia, unas
veces abierta, otras –la mayor de las veces– soterrada, del discurso racista
como ideología legitimizadora del nuevo orden colonial.

Racismo y resistencia india en la República

Vamos a hacer un breve recuento de las atrocidades cometidas por la


República contra el indio, desde los primeros años hasta el presente.
Durante la lucha independentista los criollos contaron con el valioso auxilio de
guerrillas populares conocidas como “montoneras” que estaban constituidas
casi en su totalidad por indios con la participación de mestizos y negros en
menor proporción. Cuando José de San Martín proclama la independencia el
28 de julio de 1821, previamente había acordado con las autoridades coloniales
de Lima la prohibición del ingreso de estas montoneras que tenían cercada la
capital, de modo que esa ceremonia se efectuó en una plaza de armas libre de
indios. José de San Martín, como se sabe, fue monarquista, pretendió instaurar
una monarquía europea para el Perú. Tuvo que retirarse ante el fracaso de su
propuesta. Tras la defección de San Martín, entra en escena Simón Bolívar con
su proyecto de República aristocrática. Vence al ejército realista en Junín y
Ayacucho con la decisiva participación de las guerrillas indias. Ya investido
como dictador procede a desmembrar el gran Perú incaico, crea una República
ficticia en el Alto Perú (Bolivia) luego de anexar el ex Reino de Quito (parte del
Chinchaysuyu) a su proyecto de la Gran Colombia. Así, el territorio del
Tawantinsuyu queda amputado en tres republiquetas. En 1821 se había
decretado la abolición del tributo indígena, pero, increíblemente, el 11 de
agosto de 1826 Bolívar decreta su restablecimiento; de esta manera infame la
República aristocrática reinstauró la tributación colonial contraviniendo la
voluntad popular, el anhelo de los combatientes indios que lucharon por una
verdadera emancipación. Por si esto fuera poco, Bolívar decretó la venta de
tierras a cuenta del Estado por una tercera parte de su tasación, favoreciendo a
los grandes propietarios que se hicieron con extensas tierras a precios
irrisorios; además, decretó la individualización de la propiedad indígena (venta
libre de tierras comunales) en contra de la naturaleza colectiva de la
comunidad, del ayllu. Esto dio lugar a la desposesión en masa de muchas
comunidades indígenas que terminaron parceladas y vendidas bajo triquiñuelas
a desalmados latifundistas, constituyendo en la práctica vil despojo de las
tierras comunales, germen de esa casta parasitaria que azotó al indio en la
República: el gamonalismo.
La vieja aristocracia colonial preservó sus privilegios y acrecentó su riqueza,
a los españoles residentes en el Perú se les facilitó la adquisición de la
nacionalidad peruana incluyendo a quienes combatieron contra el ejército
patriota. Muchos oficiales, formados en el ejército colonial, llegaron a ocupar
altos cargos en las fuerzas armadas de la naciente República. Disolvieron las
partidas de montoneras y milicias populares, apresaron y asesinaron a los jefes
de las mismas como ocurrió con los coroneles indios Ignacio Quispe Ninavilca
y Alejandro Huavique. Quienes lucharon por la independencia fueron
desplazados del proyecto republicano por la casta criolla en contubernio con la
vieja aristocracia colonial. El historiador Virgilio Roel le ha llamado con certeza:
“la independencia traicionada”. (8)
En el campo económico y financiero, se dio amplia apertura al capital inglés,
ya San Martín había gestionado un primer empréstito, de manera que pasamos
del dominio hispano a depender del imperialismo británico. A su vez, las rentas
de la República, vía reorganización fiscal, se centralizaron en Lima para
sostener a la aristocracia criolla, provocando la lenta agonía de las provincias.
En lo político el Perú se convirtió en territorio fértil de caudillismos mezquinos
con apetitos de poder, sin ninguna conciencia nacional, únicamente movidos
por intereses de camarilla. Los criollos se enfrascaron en lucha fratricida por el
poder; esos primeros años anárquicos de la República fueron la expresión
máxima de la rapacería criolla.
¡He ahí la magna obra de nuestros “libertadores”!
La Confederación Perú-boliviana (1836-1839) fue el único intento serio de
subsanar el infausto error de Bolívar al desmembrar el territorio incaico y crear
republiquetas artificiales. Sin embargo, fue destruida por Chile que contó con la
colaboración de peruanos que la historia oficial ha consagrado como
paradigmas de patriotismo: Ramón Castilla, Orbegoso, Agustín Gamarra,
Salaverry, entre otros.
En 1854, ante la presión de las masas indígenas, se decreta la abolición del
tributo indígena, no obstante continuaron las contribuciones obligatorias en
favor de las autoridades departamentales así como los diezmos y primicias que
el indio pagaba para sostener la corrupta iglesia católica. La supresión de la
esclavitud negra decretada por Ramón Castilla no sin antes pagarles “el justo
precio que se debe a los amos de los esclavos y a los patrones de los siervos
libertos”, fue compensada con la importación de “coolíes” chinos quienes
fueron esclavizados sin piedad, obligados a trabajar de sol a sol en el carguío
del guano y sometidos a violentas torturas si osaban rebelarse. Miles de
braceros chinos fueron enviados a trabajar a las haciendas para reemplazar a
los esclavos negros, allí también soportaron la despiadada crueldad del amo
blanco-criollo. Los chinos de las haciendas pudieron –pese a todo– rebelarse,
así lo hicieron en Pativilca en 1870, siendo salvajemente reprimidos, muchos
chinos huyeron a la sierra donde fueron acogidos por los indios. El “gran”
mariscal Castilla decía de los chinos que huían de la esclavitud de las
haciendas para refugiarse en la serranía que “allí mezclados con nuestros
naturales, pervierten su carácter, degradan nuestra raza e inoculan en el
pueblo y especialmente en la juventud los vicios vergonzosos y repugnantes de
que casi todos están dominados”.(9)
El abominable tributo indígena fue nuevamente restituido en 1866 por Mariano
Ignacio Prado. Ante esta execrable disposición los indios de Puno se rebelaron
(Huancané, Azángaro, Lampa y Chucuito). Fueron masacrados en masa,
siendo sus dirigentes flagelados y desterrados a la selva, incluso la oligarquía
pidió apoyo al ejército boliviano para aplastar el alzamiento. Un escritor e
indigenista llamado Juan Bustamante, que se había sublevado junto a los
indios, fue fusilado.
Del mismo modo los indios amazónicos fueron masacrados por expediciones
militares que pretendieron “recolonizar” la Amazonía sometiendo a sangre y
fuego a las poblaciones selváticas en una verdadera guerra de exterminio
étnico como lo ha documentado el historiador Nelson Manrique (10) . Y es que el
indio para la republiqueta criolla era sólo un esclavo, no podía ser un
ciudadano. Aquí las palabras de un criollo en esos años: “y estos indios a
quienes llamamos ciudadanos ¿de qué servirán a la República?”.(11)
Así, la oligarquía racista criolla, centralizada en Lima, vinculada a los grandes
terratenientes que extendían sus feudos en las provincias, se enriqueció a
costa de la vil explotación del indio, del negro y del chino, quienes cargaron
sobre sus espaldas la opulencia de una minoría que devino en plutocracia
gracias al negocio del guano, el salitre, la banca y la exportación de productos
como el algodón, arroz, azúcar y lana de las haciendas. Se organizaron a
través de un partido político: el Partido Civil. Esta parasitaria, ociosa y
decadente oligarquía, vivió en la riqueza, en la reverencia más sumisa a
Europa y el desprecio por el indio; se lamentaban por hallarse lejos del centro
de la civilización, con profunda tristeza decían: “¡cómo pudiéramos empujar a
las playas de acá, como quien empuja un carruaje, para estar más cerca de
Europa y poder visitarla más a menudo!” (12). Hablaban de “mejorar la raza”.
Ramón Castilla pedía fomentar la inmigración europea, pues el Perú requería
de “hombres robustos, laboriosos, morales y cuya noble raza cruzándose con
la nuestra, la mejore”. (13)
Para sintetizar el perfil racista de esta casta oligárquica blanco-criolla, leamos
la opinión de un intelectual de la época, encargado de elaborar los textos
escolares de historia, hombre liberal, profesor del Colegio Guadalupe de Lima y
fundador del Colegio Santa Isabel de Huancayo, don Sebastián Lorente (1813-
1884), éste se expresaba así: “Los indios yacen en la ignorancia, son
cobardes, indolentes, incapaces de reconocer los beneficios, sin entrañas,
holgazanes, rateros, sin respeto por la verdad y sin ningún sentimiento
elevado, vegetan en la miseria y en las preocupaciones, viven en la
embriaguez y duermen en la lascivia… alguno ha dicho: los indios son llamas
que hablan, estúpidas llamas”.(14)
Esta casta parasitaria y racista, incapaz de forjar un mínimo de conciencia
nacional, fue la que sucumbió militar y moralmente ante Chile en la guerra de
1879. El soldado indio fue sacrificado y traicionado por oficiales y políticos
ineptos, ofrendó su vida en las batallas del sur, resistió heroicamente en Tacna
y Arica; mientras la oligarquía se hundía en una escandalosa debacle política
personificada en los traidores Piérola y Miguel Iglesias. Lima, la tres veces
coronada ciudad de los reyes, ofreció débil resistencia, siendo tomada por los
chilenos quienes fueron recibidos con vítores al grito de “los chilenos antes que
Piérola”. Bastaría con leer el testimonio de González Prada para enterarnos del
descalabro de la República peruana dirigida por una casta criolla apátrida.
Derrotado el Perú criollo en la costa, es en la sierra donde se yergue el orgullo
nacional con la performance de las guerrillas indias al mando de Cáceres, en
sucesivas victorias contra los chilenos: Pucará, Marcavalle, Concepción, en las
profundidades de la breña andina. Cuando se hacía inminente la toma de Lima
por las guerrillas breñeras, Miguel Iglesias firmó la capitulación a través de un
tratado de paz con cesión territorial y se unió al ejército chileno para combatir a
Cáceres. Hay que ver cómo la situación adquirió dimensiones de guerra étnica,
por un lado el ejército chileno aliado con los criollos peruanos, y por el otro, las
guerrillas de Cáceres, íntegramente quechuas. Estas guerrillas se desbordaron,
procedieron a expropiar los latifundios. Cuando ya Cáceres asume el poder, le
exigen la abolición del tributo indígena y la devolución de las tierras. Pero,
Cáceres –mestizo al fin– no solamente mantuvo la “contribución personal”
(tributo para los indios desde los 21 hasta los 60 años) para el sostenimiento de
la administración departamental y local, sino que dispuso ley por la que
restableció la propiedad individual de las comunidades indígenas, como lo
había hecho Bolívar. Luego, con Piérola en el poder, esta ley se aplicó
brutalmente para el despojo de las tierras a favor de los gamonales, además de
sobrecargarle otro impuesto al indio, el llamado “estanco de la sal”. No contento
con eso, Cáceres mandó fusilar a los jefes de guerrillas indias, como al
valeroso Tomás Layme.
Pero las guerrillas no se disolvieron, persistieron a pesar de la traición de
Cáceres, se multiplicaron por toda la sierra central y sur. En Ancash,
conducidos por Pedro P. Atusparia, junto a su lugarteniente Uchcu Pedro,
radicalizaron su lucha exigiendo la supresión del tributo. Uchcu Pedro y sus
guerrilleros fueron fusilados. “A los indios se les hacía cavar sus propias
tumbas, y para economizar municiones, puestos en filas de seis, se hacía la
descarga. Muertos y heridos se les enterraba en las fosas”.(15)
Mientras tanto en Lima, en el colmo del cinismo, la oligarquía racista y
apátrida, le endilgó la culpa al indio por la derrota ante Chile, acusándolo de no
tener conciencia nacional. El criollo tradicionalista Ricardo Palma, en una carta
a Piérola, le dice: “La causa principal del desastre del 13, radica en que la
mayoría del Perú lo conforma una raza abyecta y degradada. El indio no tiene
sentimiento de patria. Es enemigo natural del blanco y, señor por señor, tanto
le da chileno como turco”. (16) Su hijo, el escritor y periodista Clemente Palma,
dirá que es incapaz de ser civilizado: “La raza india es una rama degenerada y
vieja del tronco étnico del que surgieron todas las razas inferiores. Tiene todos
los caracteres de la decrepitud y la inercia para la vida civilizada. Sin carácter,
dotada de una vida mental casi nula, apática, sin aspiraciones, es inadaptable
a la educación”.(17) Javier Prado Ugarteche lamentará la “influencia perniciosa
que las razas inferiores han ejercitado en el Perú”.(18) También, el eminente
filósofo criollo Alejandro Deustua, escupió su desprecio por el indio: “En
nuestro concepto, la esclavitud de la conciencia del indio es irremediable. El
Perú se encuentra desgraciadamente colocado en esta situación y debe su
desgracia a esa raza indígena que ha llegado a su disolución psíquica, a
obtener la rigidez biológica de los seres que han cerrado definitivamente el
ciclo de su evolución, que no ha podido transmitir al mestizaje las virtudes
propias de razas en el periodo de progreso”. (19)
A fines del siglo XIX se abre una nueva veta de riqueza con la explotación del
caucho en la selva peruana, donde fueron expoliados millares de indios peones
bajo la modalidad de “enganche”. En esta terrible época de fiebre por el
caucho, el ensañamiento contra los indios de la selva fue atroz, los capataces
al mando de un patrón cauchero (el más recordado por su despiadada
brutalidad es Fermín Fitzcarrald) efectuaban cacerías de indios, los
esclavizaban, y a las mujeres y niños los vendían como mercancía a los fundos
caucheros. Si bien hacia 1910 decayó la fiebre del caucho, el recuerdo de esa
aciaga época quedó en la memoria del indio amazónico, sedimentado en rabia.
Al iniciar el siglo XX continúa la resistencia india. La oligarquía criolla se
renueva, asumen el poder nuevos ricos. Llegan grandes capitales provenientes
de EEUU a explotar en minería, petróleo y a establecer las primeras fábricas
bajo los auspicios de una oligarquía convertida en sirviente del imperialismo
yanqui, como antes lo fuera del británico. En la zona sur se agudiza la
convulsión social, las tierras que poseen los terratenientes son verdaderos
feudos donde subsisten comunidades enteras bajo el azote del gamonal. En los
primeros treinta años del siglo XX se produce gran cantidad de rebeliones
indígenas, especialmente en el lapso 1919-1930, durante la dictadura de
Leguía. Los alzamientos se focalizan, en gran porcentaje, en la sierra sur del
Perú; Cusco y Puno encabezan la resistencia. El reclamo principal es contra el
gamonalismo, por la tierra y la abolición de la pesada carga tributaria. Hay que
destacar el levantamiento del mayor Teodomiro Gutiérrez “Rumi Maki”, en
Puno, 1915. Tras asaltar algunas haciendas, es derrotado por las fuerzas
combinadas del ejército y bandas armadas de latifundistas logrando escapar
hacia Arequipa donde es capturado y encarcelado pero consigue huir
nuevamente con dirección a Bolivia. Ahí se pierden los rastros de este
revolucionario que se autoproclamó “General y supremo director de los pueblos
y ejércitos indígenas del estado federal del Tahuantinsuyo”. Se tiene constancia
de un programa elaborado por Rumi Maki donde se insinúa una idea federalista
con la unión de Perú y Bolivia. Otro levantamiento importante es el producido
en la comunidad de Wancho, al norte de Puno, en 1923. En dicha comunidad
los aymaras, comandados por Carlos Condorena, establecen la flamante
“República Aymara del Tawantinsuyu”, con su capital Wancho, la ciudad de las
nieves. Buscaban edificar una nueva sociedad. Carlos Condorena había
proclamado: “Sólo nosotros tenemos derecho a vivir en las tierras de nuestros
antepasados, aprovechar de los frutos de nuestro altiplano y los mistis no
tienen derecho a seguir robando y explotando nuestro trabajo. Botarles de
nuestra tierras es nuestra tarea, debemos organizar un ejército con todos
nosotros y reconquistar nuestras tierras, matar a los principales y a las
autoridades y volver a implantar nuestra antigua forma de vivir inca”. (20) Los
gamonales les declaran la guerra; apertrechados con fusiles viejos los aymaras
marchan sobre el pueblo de Huancané, capturan haciendas, ejecutan “mistis”,
pero una inesperada lluvia les impide tomar el pueblo; el ejército llega en auxilio
de los mistis y procede a masacrar a los indios aymaras cuyos cuerpos fueron
arrojados al río y sus ayllus saqueados e incendiados, los pocos sobrevivientes
tuvieron que huir. Fue una matanza brutal. Este levantamiento es silenciado por
la historiografía oficial. Como ya se ha dicho, en esos años se incrementan los
alzamientos, en parte motivados por las acciones del Comité Pro-Derecho
Indígena Tahuantinsuyo, una organización que tendió redes en todo el Perú,
agrupando a líderes quechuas y aymaras, los mismos que hacían de
mensajeros llevando los reclamos de los pueblos indígenas a la capital,
muchos de ellos ofrendaron sus vidas: Ezequiel Urviola, Mariano Pako, Carlos
Condorena, Miguel Quispe, entre otros mártires. También se debe relievar la
labor de intelectuales que se entregaron a la causa india en esos años:
Francisco Chukiwanka Ayulo, Dora Mayer, Pedro Zulen, Abraham Cervantes,
José Antonio Encinas, Hipólito Salazar, Manuel A. Quiroga, entre los
principales, quienes articularon esta organización, la misma que fue perseguida
y finalmente disuelta por Leguía.
En los años sesenta del siglo pasado, los comuneros del Cusco, cansados de
mecidas, pasan a la acción directa, ejecutan la reforma agraria con la
ocupación de haciendas y recuperación de tierras. Organizados en sindicatos,
cuya cabeza visible fue Hugo Blanco, inician en la localidad de La Concepción
una escalada de acciones bajo el grito de “Tierra o muerte”, pronto se
reproducen estas “invasiones” en toda la sierra peruana, el gobierno no pudo
hacer mucho, los gamonales habían perdido su antiguo poder. Para cuando el
general Velasco decreta oficialmente la reforma agraria en 1969, ésta ya se
había extendido por obra del indio peruano, ahora llamado afectivamente
“campesino”. La mala planificación de la reforma agraria, la excesiva burocracia
estatal, la crisis económica y el terrorismo, entre otros factores,
desencadenaron la masiva migración andina hacia las urbes, durante los años
70 y 80. El indio tuvo que enfrentarse esta vez ante la agresión del terrorismo
senderista como también al terrorismo de Estado en la infausta guerra interna
que sacudió al Perú. Decenas de comunidades de la sierra central fueron
arrasadas, miles de comuneros masacrados, se hizo patente la vieja práctica
de exterminar indios, ora en nombre de la revolución, ora en nombre de la
democracia. El despoblamiento de las comunidades viabilizó la entronización
de las empresas transnacionales (principalmente mineras) durante la dictadura
fujimorista, las que vienen saqueando los recursos naturales contaminando
flora y fauna, apropiándose de aguas y tierras, si el indio reclama, tienen a las
fuerzas militares y policiales del Estado que les sirven como perros guardianes.
Hoy se sigue matando indios, en Bagua, en Puno, en Arequipa, como en los
tiempos de la Colonia, como en el siglo XIX, como en el siglo pasado. Pero, el
indio resiste, gana terreno y se dispone a lanzar el zarpazo final.

Carácter del Estado Colonial


Un Estado republicano como el Perú, constituido a imagen y semejanza de
las repúblicas europeas es –por la misma razón– una construcción colonial,
cuya naturaleza se contrapone a las aspiraciones de las poblaciones indígenas
en tanto naciones colonizadas. En otras palabras, el Estado-nación tiene
encapsuladas a las naciones indígenas bajo un falso concepto de igualdad,
pues asume que todos somos iguales (según el concepto liberal), es decir
“ciudadanos” y para ello se parapeta en la falacia del mestizaje armónico y
equilibrado como algo dado. Sin embargo, no existe la nación peruana, porque
para ser peruana debe ser mestiza, y ésta debe corresponderse con el Estado.
Esta es una abstracción hábilmente incrustada en el imaginario popular para
anular las diferencias existentes incluso desde antes de la conquista. Es un
ardid fabulado por la casta mestizo-criolla para legitimarse como Estadonación
y calzar con el modelo europeo. El Estado como un ente que encarna una
nación aparentemente homogénea, invisibiliza y anula la diversidad étnica.
Bajo esta presunción se pretende “asimilar” al indio, anular su identidad, e
incorporarlo a la nacionalidad, es decir, a la peruanidad (21); y si el indio se
resiste a asimilarse a esta “comunidad imaginada” (concepto acuñado por
Benedict Anderson), entonces se le excluye y de ser necesario se le extermina.
(22)

Ahora bien, el Tawantinsuyu es la antítesis de esta falacia republicana. Bajo el


régimen incaico convivieron diversidad de pueblos centralizados al Cusco –
dínamo gestor de unidad política, social y económica–. Un estado eficiente
que garantiza la unidad dentro de la diversidad, que tiene equilibrado su peso
demográfico gracias a la sabia política del mitmak, que no conoce el hambre
merced a una economía agraria, eso fue el Tawantisuyu, objetivamente
hablando. Aquí no pretendemos reproducir la visión paradisíaca del inkario, o
exaltarlo con hipérbole a la manera de Garcilaso y los indigenistas. Tampoco
vamos a despotricar de él como hacen algunos liberales que califican de
tiránico el régimen incaico porque –dicen– se asentó sobre la esclavitud de los
pueblos a los que sometió. De esta premisa, coligen que el indio en el inkario
careció de libertad, por tanto de voluntad. Bastarán unas palabras de
Mariátegui para derribar esta tesis liberal: “La libertad individual es un aspecto
del complejo fenómeno liberal. Una crítica realista puede definirla como la base
jurídica de la civilización capitalista. Una crítica idealista puede definirla como
una adquisición del espíritu humano en la edad moderna. En ningún caso, esta
libertad cabía en la vida incaica. El hombre del Tawantinsuyu no sentía
absolutamente ninguna necesidad de libertad individual. Así, como no sentía,
por ejemplo, ninguna necesidad de libertad de imprenta… los indios podían ser
felices sin conocerla, y aún sin concebirla; la vida y el espíritu del indio no
estaban atormentados por el afán de especulación y de creación intelectuales.
No estaban, tampoco, subordinados a la necesidad de comerciar, de contratar,
de traficar. ¿Para qué podría servirle, por consiguiente, al indio esta libertad
inventada por nuestra civilización?”. (23)
Otro equívoco, esta vez desde el lado marxista, es querer ver en la
comunidad incaica, cierta organización de tipo socialista, un “comunismo
agrario” según la jerga marxista. Esta tesis también ha sido ya desestimada,
pero no faltan quienes aún la reproducen. Veamos objetivamente el fenómeno
político del inkario, analicemos sus contradicciones internas, enjuiciemos sus
valores sin apasionamientos. Si así procedemos, habremos de constatar que
los inkas no crearon cultura de la nada, la genialidad del Inka consistió en
unificar elementos culturales dispersos ya existentes en el territorio andino, en
una unidad político-social sin paralelo, aplicando el sabio precepto de dejarse
conquistar por el pueblo conquistado, así el ayllu devino en imperio: El
Tawantisuyu, síntesis política de un largo desarrollo evolutivo de los pueblos
andinos. He ahí la grandeza del inkario. Ciertamente este proceso fue truncado
por la conquista, pero sus valores perduran, tanto como el elemento humano.
Grandeza reconocida por sus propios destructores, como es el caso del
soldado Mancio Sierra de Leguisamo, compañero de armas de Pizarro, quien
antes de morir confesó su arrepentimiento: “…que entienda su majestad
católica que hallamos en estos reinos de tal manera que en todos ellos no
había ni un ladrón, ni hombre vicioso, ni holgazán, ni había mujer adúltera, ni
mala, ni se permitía entre ellos y ni gente mala, vivían en lo moral, y que los
hombres tenían sus ocupaciones honestas y provechosas. Y las tierras y los
montes y minas y pastos y caza y maderas y todo género de
aprovechamientos estaban gobernados y repartidos, de suerte de que cada
uno conocía y tenía su hacienda, sin que otro ninguno se la ocupase ni
tomase, ni sobre ello había pleito;… y que entienda su majestad que el intento
que me mueve a hacer esta relación, es por descargo de mi conciencia y por
hallarme culpable en ello…”.(24)
Por todo esto, es preciso remarcar que la naturaleza histórica del Perú lo
constituye el Tawantinsuyu, por ende la República, como fenómeno colonial,
constituye su negación. Y el Estado-nación que encarna dicha República es la
expresión colonial por excelencia. Bajo este esquema, las naciones originarias
o se asimilan o quedan excluidas. Lo paradójico es que estas naciones
originarias (hoy clandestinas) constituyen unidad (unidad en la diversidad), es
decir hacen NACIÓN (raza, territorio, lengua y cultura comunes) pero les falta
Estado, pues el Estado que los somete y/o excluye es propiedad de la ficticia
nación blanco-mestiza. El imperativo salta por sí mismo: Hay que refundar el
Estado colonial. Si así se hace ¿Será un Estado unitario indio o un Estado
plurinacional con autonomía de sus (25) partes? Cualquiera sea la vía no debe
olvidarse que previamente se debe descolonizar el Estado, y para ello hay que
tomar el poder.

Retorno a la célula

¿La peruanidad resolverá la antinomia indianidad-hispanidad? 26 ¿Qué es la


peruanidad? Leamos la definición que hace Emilio Romero: “Peruanidad se
entiende como equilibrio armonioso, resultante de la asimilación de la cultura
incaica y española, cuya síntesis nos da la conciencia de lo que somos” .
Vale decir, peruanidad se entiende por mestizaje. El discurso oficial, la
intelectualidad, los medios de comunicación, en fin, el imaginario popular,
asumen el mestizaje como un hecho incuestionable. ¿Puede existir mestizaje
entre dos razas, dos culturas, dos espíritus, radicalmente disímiles? No. El
Perú sigue –y seguirá– siendo indio, aunque le pese a muchos. En la práctica
se pretende desindianizar el Perú bajo el discurso de la peruanidad, es decir el
Perú como síntesis armónica de diversos elementos étnicos y culturales, una
suerte de mixtura fraterna. Pero, esta pretendida homogenización sólo encubre
las diferencias. La peruanidad tal como la entiende –y la impone– la casta
dominante implica negar lo indígena para alcanzar la modernidad; por este
camino el discurso oficial ensalza al máximo el aporte cultural europeo en
desmedro de lo indígena que es proscrito como objeto de museo, incluso por
debajo del elemento afro-asiático; según este esquema falsario, lo peruano, la
esencia de la peruanidad, comprende la asunción de rasgos simbólicos que
supuestamente nos identifica y nos une a todos: Celebrar la independencia
cada 28 de julio, cantar al son del cajón criollo la música afroperuana, bailar
marinera, los ritmos negros, tomar pisco sour, comer ceviche, y –para matizar–
zapatear un huayno metamorfoseado en folklore de pacotilla que nada tiene
que ver con el verdadero arte andino; ser peruano es sentirse orgulloso de
Machu Picchu, la maravilla del mundo moderno, celebrar el centenario de su
“descubrimiento”, sin reparar en quienes lo construyeron, indios de carne y
hueso, cuyos descendientes han sido reducidos a simples objetos decorativos
para la foto de postal; en resumidas cuentas, la peruanidad (vista desde esa
perspectiva) reduce al indio y su cultura a mero folklorismo. Esta mixtificación
de lo peruano se opera según la mentalidad impuesta por la casta dominante y
es –lamentablemente– interiorizada y reproducida por el imaginario social.
Y es que la peruanidad si no está asentada en el indio, no existe, es pura
abstracción. Incluso un hombre de ideas marxistas como Mariátegui ya lo había
advertido: “El indio es el cimiento de nuestra nacionalidad en formación”. El
Perú es indio por sus cuatro costados, el mestizo peruano aunque se niegue a
sí mismo, se cambie pellejo y apellido, seguirá siendo indio; en sus entrañas
late el genes indio como una espina clavada que lo escarnece, lo atormenta, lo
enloquece, hasta arrojarlo al borde del precipicio, donde ha de definirse: o
expulsa al español o ahoga al indio que lleva dentro, no hay término medio. Es
la encrucijada del mestizo: ser o no ser. Si se decide por lo segundo, se anula a
sí mismo; he ahí su tragedia. Se largará a la Europa de sus sueños para
terminar humillado, maltratado como indio, entonces le sobrevendrá la
nostalgia del terruño (que no es sino el llamado de la madre india en las
vísceras), y por fin, azote en mano, gritará su verdad: ¡Soy indio!... Sólo así se
redimirá el mestizo, por el camino del retorno al YO genésico, a la célula, y
tirará por la borda el lastre colonial, asumirá su identidad y rebelará al indio. Tal
el caso del egregio mestizo redimido en indio: el inka Garcilaso de la Vega. El
peruano promedio que se hace llamar mestizo (para la estadística constituye
mayoría) es un ser descentrado puesto que huye del indio para agarrarse de la
calceta hispana, busca mejorar la raza, blanquearse. Lo que ignora es que
pasarán una, dos, tres generaciones, probablemente el nieto tenga apellido
hispano, blanquecina faz, hable inglés y sea todo un gentleman, mas, éste al
indagar su genealogía reivindicará su ancestro (por ley de retorno a la célula) y
cristalizará en neo-indio.
A estas alturas, en América hasta lo hispano ya es indio (aquí por ley
antropofágica: el salvaje se come al civilizado). De España nos queda apenas
migajas, el útero fecundo de la tierra americana ha absorbido al conquistador
hispano. En la paradoja de Churata: el conquistador terminó conquistado.
Antropofagia cultural: América se tragó a España. Veamos. El idioma de
Cervantes en estas tierras ha transmutado en “bárbara jerigonza” al influjo de
las lenguas aborígenes, a la larga será un híbrido apenas reconocible por la
RAE de Madrid; la religión católica ha sido digerida por el indio al punto de
imponerle su propia normativa; en quinientos años de catequización y
“extirpación de idolatrías” el fondo atávico del indio no ha mutado, sigue fiel a
sus dioses, a sus ritos, a su magia, en suma, a su poderosa religiosidad. Para
el indio, por poner un ejemplo, la aparente devoción a la virgen María (caso
Copacabana y Candelaria) es sólo la exteriorización formal del culto fervoroso
a la Mamata, la Pachamama, Madre Tierra; y esto no es sincretismo religioso –
como algunos insinúan–, es el imperio de lo autóctono o antropofagia religiosa.
Lo que sí nos ha quedado de España es el espíritu de los Pizarro, Valverde,
Sepúlveda, Areche, como residuo cancerígeno que corroe la mente del mestizo
y del indio convertido en cacique, enemigo de su propia raza.
El proceso de cholificación (término acuñado por los sociólogos) o invasión
serrana de Lima (según el decir de muchos señoritos limeños) es la muestra
más fehaciente de la revitalización del indio, que nada le debe a la Colonia,
menos a la República. El Estado ha sido y es su enemigo, todo lo que ha
logrado ha sido labrado por sus propias manos, al margen del Estado. Cuando
se habla del cholo emergente, emprendedor, exitoso, hay que preguntarse
cómo tuvo que batallar contra el Estado para lograr imponerse, desde que fue
obligado a emigrar para no morir de hambre hasta abrirse camino en la urbe en
base a su esfuerzo, siendo un ilegal, un informal, única manera de progresar
ante un Estado que no hace sino succionarle, desde siempre, la sangre a punta
de tributos que no retornan en su beneficio. Prueba de su enorme vitalidad es
cómo ha sabido adaptarse al nuevo escenario, ha asimilado los beneficios del
capitalismo, al que lo ha incorporado a su idiosincrasia o desde ella ha partido
a su encuentro, por un proceso natural, puesto que el indio –especialmente el
aymara– desde tiempos preincaicos fue viajero, comerciante, llevaba sus
productos para intercambiarlos en las ferias (en aymara se llaman “k'jatu”),
siguió haciéndolo durante la Colonia, ahora en la República con más ahínco y
en mayor escala, siempre –o casi siempre– al margen del Estado. Cuando
Hernando de Soto popularizó su tesis del “capitalismo popular” en los años
ochenta, muchos creyeron que había descubierto algo novedoso e insólito;
para los izquierdistas que están acostumbrados a ver al indio desarrapado,
miserable, pidiendo plata al Estado (lo que constituye la razón de ser de
nuestras izquierdas mestizas), fue una desconsoladora revelación. También se
equivocan los liberales (Vargas Llosa y sus epígonos) cuando afirman que este
fenómeno es la configuración de un horizonte individualista propuesto por la
modernidad capitalista, puesto que el indio le imprime su lógica comunal a la
dinámica capitalista, su instinto colectivista se refleja en que casi siempre
trabaja con sus paisanos, se asocia con ellos, se prestan apoyo, abren nuevos
mercados, siempre con sentido comunitario, de la misma forma cuando
celebran sus festividades en la urbe, mantienen sus costumbres, y cuando
retornan al terruño por carnavales, acuden al llamado del ayllu ancestral. La
fisonomía de este fenómeno nos revela que el ayllu desplazado a la urbe
deviene en economía de carácter comunal (véase el caso de los aymaras del
ayllu Unicachi en Lima). Este cholo, mestizo, migrante o como le llamen, tan
sólo es la prolongación del indio rural, ahora desplazado a la ciudad, es el indio
urbano o neo-indio, que seguirá siendo indio, aunque adopte formas citadinas y
olvide sus orígenes.
Por estas consideraciones, se entiende que peruanidad equivale a
indianidad, siendo lo peruano indio por donde se lo vea; por tanto las minorías
y los elementos que acudan a posteriori deberán integrarse, incorporarse, en
fin, asimilarse a las mayorías que constituyen nación, conforme a elemental
criterio demográfico. Es que el indio constituye unidad racial, idiomática y
espiritual. El mestizaje peruano deberá sedimentar con predominio de lo
indígena sobre lo hispano, y esto transitorio, pues a la larga lo hispano será
erradicado. Ocurre lo mismo con los pueblos de fuerte personalidad, que tienen
EGO, tienden, inevitablemente, a volver sobre su naturaleza embrional. Por
este camino, tornaremos al Tawantinsuyu. Si la misma España lo hizo en siete
siglos expulsando al invasor moro. En el sur, área del Kollasuyu, ya se ha
lanzado el pututazo de la nueva alborada, la nación aymara ha emprendido
marcha de retorno a su UNIDAD por derecho de naturaleza. Este movimiento
tendrá que engarzarse con el pueblo quechua para reactivar el eje Titikaka-
Qosqo (centro hegemónico del nuevo Perú) que habrá de aliarse con las
fuerzas de avanzada de Bolivia y Ecuador.
El Perú republicano es, pues, un ente extravertido que agoniza por caquexia.
Revolucionar al Perú implica indianizarlo, es decir, meterlo dentro de sí mismo,
conforme a su naturaleza histórica. Nunca como ahora hácese imperativo
efectuar una intervención enérgica para enderezar el camino truncado. Esa es
la tarea del indio, hoy devenido en neo-indio. Recién haremos nación, ahora
no, las minorías no pueden hacer nación. “Por nuestra raza hablará el espíritu”
decían los revolucionarios zapatistas de 1910; el amauta Luis Valcárcel lo
reafirma: “Nació de vientre americano el hombre nuevo. Toda la influencia
maternal de la cultura inkaica vive en nosotros. Discurre misteriosamente en
nuestro espíritu como la sangre que irriga nuestro cuerpo. Nos debemos a la
Raza”.(27)

Wilmer Kutipa Luque

NOTAS:

(1) Ensayo escrito en 1942 y publicado en: “La Promesa de la vida


peruana y otros ensayos” (Lima, 1958).

(2) A la fecha se tiene constancia de casi doscientos conflictos sociales


latentes, según datos del gobierno, la mayoría tiene como trasfondo
la lucha contra la minería (formal e informal) por la defensa de las
tierras de cultivo, el agua y el respeto por la vida en todas sus
formas. El Estado neoliberal se ha orientado a garantizar al capital
transnacional la explotación de ingentes recursos naturales en contra
de los intereses del pueblo, específicamente de las comunidades
indígenas, en nombre del progreso y la modernidad; esta política
económica se implantó con el régimen dictatorial de Fujimori, ha sido
continuada por Toledo, García y –ahora– por Ollanta Humala.

(3) Antauro Humala en su libro “Etnonacionalismo, izquierda y


globalidad” (Lima, 2005), hace una curiosa observación: Cuando los
esclavos haitianos (entonces Haití era colonia francesa) se sublevan
en 1793, inspirados por los ideales de la reciente revolución
francesa, son brutalmente reprimidos por el ejército revolucionario
francés. La libertad, pues, tiene color.

(4) Manuel González Prada en “Horas de Lucha” (Lima, 1908). En esa


época la población del Perú ascendía a cuatro millones. También son
famosas sus frases: “En el Perú existen dos grandes mentiras: la
República y el cristianismo” y “Ciudadano quiere decir hombre libre; y
aquí vegeta rebaño de siervos”.

(5) Aníbal Quijano en “Colonialidad del poder y clasificación social”


(Lima, 2000). De Quijano es, también, esta oportuna frase: “La raza
es el instrumento más eficaz de dominación social inventado en los
últimos quinientos años” (En “Qué tal raza”, CECOSAM. Lima, 1999)

(6) En el siglo XVI, el “humanista” Juan Ginés de Sepúlveda sustentó


que el indio no tenía alma, por tanto, hacerle guerra y exterminarlo
era justo y necesario. Leámosle:

“Con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros


del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia,
ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como
niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos
tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes
clementísimas. ¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más
conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de
aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de
bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos,
en hombres civilizados en cuanto pueden serlo?.
Por muchas causas, pues y muy graves, están obligados estos
bárbaros a recibir el imperio de los españoles [...] y a ellos ha de
serles todavía más provechoso que a los españoles [...] y si rehúsan
nuestro imperio (imperium) podrán ser compelidos por las armas a
aceptarle, y será esta guerra, como antes hemos declarado con
autoridad de grandes filósofos y teólogos, justa por ley natural. La
primera razón de la justicia de esta guerra de conquista es que
siendo por naturaleza bárbaros, incultos e inhumanos, se niegan a
admitir el imperio de los que son más prudentes, poderosos y
perfectos que ellos; imperio que les traería grandísimas utilidades,
magnas comodidades, siendo además cosa justa por derecho
natural que la materia obedezca a la forma.” (Juan Ginés de
Sepúlveda: “De la justa causa de la guerra contra los indios”. Citado
por Enrique Dussel en “1492. El descubrimiento del otro”, Madrid,
1993)

(7) Alberto Flores Galindo en “Buscando un inca. Identidad y utopía en


los andes”. (Editorial Horizonte. Lima, 1988). Muchas citas sobre el
racismo en la República han sido extraídas de este libro.

(8) Virgilio Roel en “Historia económica y social del Perú en el siglo XIX”
(Lima, 1986). Se ha tomado este importante libro como referencia
para repasar los episodios del Perú republicano durante el siglo XIX.

(9) Fernando de Trazegnies en: “La idea de derecho en el Perú


republicano del siglo XIX” (Lima, 1980). Citado por Flores Galindo.

(10) Nelson Manrique en “Mercado interno y región. La sierra central


1820-1930” (Lima, 1987).

(11) Palabras de Santiago Távara. Citado por Flores Galindo en


“Buscando un inca…”.

(12) Cita hecha por Jorge Basadre en “La promesa de la vida peruana y
otros ensayos” (Lima, 1958)

(13) Fernando de Trazegnies. Obra citada.

(14) Sebastián Lorente en “Pensamientos sobre el Perú republicano del


siglo XIX” (Lima, 1855, reeditado en 1980 por la PUCP). Citado por
flores Galindo.

(15) Citado por Wilfredo Kapsoli en: “Movimientos campesinos en el


Perú: 1879-1896” (Lima, 1977). Este autor ha indagado a
profundidad el tema de los levantamientos indígenas con mucha
autoridad. Muy recomendables sus trabajos al respecto.

(16) Ricardo Palma en: “Cartas a Piérola” (Lima. Editorial Milla Batres,
1979). También citado por Antauro Humala en su libro ya referido.

(17) Clemente Palma en: “El porvenir de las razas en el Perú” (Lima,
1897).

(18) Citado por Flores Galindo en obra mencionada.

(19) Alejandro Deustua en: “La cultura nacional” (Lima, 1937).


(20) Citado por Wilfredo Kapsoli en: “Ayllus del sol. Anarquismo y utopía
andina” (Lima, 1984).

(21) En la actualidad esta pretensión se hace patente en el discurso de


los partidos políticos, todos al unísono proclaman la “inclusión social”,
que quiere decir incorporar al indio a la nacionalidad, a la
modernidad.

(22) Lo ocurrido en Bagua el 2009 es significativo a este respecto. Bajo la


tesis del “Perro del hortelano”, Alan García procedió a concesionar la
selva al mejor postor, sin consultar a las comunidades, esto provocó
el “Baguazo” donde murieron baleados muchos indios amazónicos y
también policías producto de la ira popular. Desde Lima, cierta
prensa vendida al capital transnacional pedía al gobierno que
utilizara napalm para aplastar el levantamiento, en tanto García con
menosprecio llamó a los nativos “ciudadanos de segunda categoría”.

(23) José Carlos Mariátegui en: “7 ensayos de interpretación de la


realidad peruana” (Lima, 1928).

(24) Citado por Máximo Grillo Annunziata en: “La ciencia y tecnología
incaica” (Lima, 1994).

(25) En Bolivia, como es sabido, se ha establecido un estado plurinacional


instituido en la carta magna, y esto constituye un avance para los
pueblos indígenas, no obstante hay que fijarse en quiénes son los
que “reconocen” esta diversidad y fijan los límites de la misma, y ahí
volvemos al asunto del poder: ¿Quiénes realmente gobiernan en la
Bolivia actual? Si el indígena ha asumido el poder en Bolivia (como
se supone) ¿por qué tiene que ser “reconocido” por otro, es decir, por
el no-indígena? De ello se puede deducir que no ha habido un real
proceso de descolonización, es decir toma del poder por el indio.
Leamos la crítica de un miembro del MINKA sobre este asunto: “El
reconocimiento que se hace sobre los “indígena
originariocampesinos” parte de una relación de poder entre los
“indígenas” y los “no-indígenas” y esto es aceptado por los
colonizados; unos y otros, en sus pretensiones descolonizadoras, se
hacen cómplices de la reproducción del orden colonial. “Reconozco
lo que eres en tanto no alteres lo que soy”. El reconocimiento implica
un límite que es dado por el que reconoce, este límite marca la
diferencia entre quiénes deciden y quiénes no. Esta diferencia lleva
el sello de la colonización y, por lo tanto, el reconocimiento como
ejercicio de poder es la viva expresión de la actualidad de las
relaciones de dominación colonial en el Estado Plurinacional.”
(Carlos Macusaya en: “El reconocimiento de lo plurinacional dentro
de los límites de la dominación colonial”, publicado en el periódico
PUKARA, edición agosto 2011). La experiencia boliviana debe
servirnos como referente para no repetir errores.

(26) El Perú, desde el punto de vista demográfico y cultural, está


integrado por la concurrencia de dos elementos étnicos: el indio y el
hispano. El aporte cultural del negro, chino y demás elementos
minoritarios es ínfimo. Hay un afán limeño de vincular lo peruano con
lo negro, incluso hablan de un “Perú negro”. Esta actitud es
plenamente entendible, puesto que el negro como fenómeno colonial
llega en calidad de esclavo y termina colgado a las faldas de su amo
blanco, con quien se vincula en su desprecio por el indio. En cambio,
el chino se ha asimilado con mayor facilidad al indio, es decir, a la
nacionalidad.

(27) Luis E. Valcárcel en “Tempestad en los Andes” (Cusco, 1927)

NOTA FINAL:

La Indianidad antes que cuerpo ideológico o doctrinario es un sentimiento de


autoctonía en que la tierra, en el sentido de patria, es indesligable del que la
habita: el indio. Esa patria es el Tawantinsuyu. Además, hay que tener en
cuenta que el concepto INDIO constituye una categoría política que unifica (en
la diversidad) a todos los pueblos originarios de América en un solo
movimiento. Aquí cabe la frase: “Si como indios nos han oprimido, como indios
hemos de liberarnos”.

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