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La Pintura y el Grabado Comparados. Sus caracteres. Su temática: el paisaje; las figuras.

El
tema negro.

Adelaida de Juan

Hemos visto, en la «Introducción a la pintura colonial», cómo los grabados y la pintura representan,
a lo largo del siglo xix, dos líneas paralelas, de tendencia costumbrista una, académica la otra.
Los principales grabadores del xix son, casi sin excepción, europeos que pasan un período más o
menos largo en Cuba. Los pintores académicos de la segunda mitad del siglo son cubanos casi
todos.
El grabado se coiisidera"nustracion y es, al cabo, desplazado por la fotografía. La pintura es,
dentro del ámbito de la Academia y referida a la pintura de caballete,' obra de creación y de cierta
jerarquía social. El grabado puede ser jocoso y satírico, mientras que la pintura se toma muy en
serio: compárese las alegorías de las cajetillas de cigarros y las alegorías de Peoli. El grabado es
manifiestamente utilitario y, por consiguiente, nítido y preciso en los detalles, mientras que la
pintura se debe a otros cánones de estilo: contrastemos las colecciones de paisajes de Mialhe y las
vistas de los ingenios de Laplante, y las versiones que de esos mismos temas hace Chartrand. Es
mas, comparemos la obra grabada con la pintada, en artistas que cultivan ambas técnicas: de
Ferrán, los retratos oficiales y los cuadros de tema religioso, como Jesús y la samaritana, y sus
grabados para el Álbum californiano o para publicaciones periódicas como La Charanga; de Peoli,
las alegorías, la Joven alemana, y sus numerosas y agudas caricaturas, aparecidas en
publicaciones periódicas como la Revista de La Habana (lám. 37); de Landaluze, retratos como el
de don Cosme de la Torriente y de la Gándara, y sus litografías, estampas populares y caricaturas
en El Moro Muza, Juan Palomo, etc. En todos los casos, estos artistas presentan, en sus cuadros,
los caracteres cuidadosos, fríos, estereotipados de la Academia; una temática desvinculada del
contexto en que viven, aun en el caso de los retratos que carecen de una ambientación definida.
En sus grabados, por el contrario, dado el carácter especifico del medio y su obligada rapidez de
consumo (se hacen para publicaciones generalmente semanales), la vinculación con el momento
es casi una necesidad; y su misma condición de apuntes les evita ese aire de pensatez que gravita
sobre los cuadros académicos.
Ya hemos hablado anteriormente del carácter —mejor diríamos, de la función-— fotográfico del
dibujante-grabador. Quien acompaña a Felipe Poey, a Villaverde, a Cantero, no es el pintor
de la Academia en tanto tal, sino el pintor que gusta de «sacar un pequeño bosquejo». Cuando
Mialhe viaja con Póey por los cayos, no lo hace como futuro director de la Academia ni para
realizar cuadros de exposición, sino para dejar la constancia gráfica de sus excursiones por la Isla.
Los científicos, escritores e industriales a los cuales acompañan estos artistas, se refieren a ellos
de modo siempre elogioso. Recordemos que Poey dice que «el pintor Mialhe llevaba... su lápiz
admirable que trabajaba solo según dicen, bien que es de suponer que ayudaban los dedos»;
Villaverde caracteriza a Moreau como «hábil pintor y paisajista»; Cantero pondera la «facilidad,
gusto y exactitud del dibujo» de Laplante. Con toda razón destacan, independientemente, una
cualidad común a los tres artistas: su capacidad para captar y reproducir rápidamente lo esencial
de la escena. La condición necesaria que tienen estos dibujantes se hace evidente en el lápiz que
trabaja solo, la habílidad del pintor, su facilidad y exactitud. ¿No son éstos los caracteres que, un
siglo después y referido á la fotografía. Cartier Bresson requiere para captar el «momento
decisivo» de una escena? Lo mejor de los grabados hechos en Cuba durante el siglo xix participa
de esta característica. La «Vista de la Plaza Vieja de La Habana» de Garnerey es, en síntesis, todo
lo que habrá de desarrollarse después como escena costumbrista. Aislemos una sección de la
vista: trente a un despliegue gozoso de frutas (con toda razón Guy Pérez Cisneros señala que
«por, primera vez encontramos un paralelo plástico de la emoción que tuvo el poeta
Silvestre de Balboa, dos siglos antes (1608), en su Espejo de paciencia, ante el prodigio de la fruta
tropical»),2 hay esa selección de elementos sugerentes que atraen la atención, sin que todavía se
hayan resuelto todas las posibilidades de la acción representada. ¿A quién espera esa volanta
frente al palacio, puesto que ya dos galanes interrogan al calesero? (lám. 20). En ese abigarrado
público en el mercado, ¿cuántas conversaciones, planes, no están esbozados en la actitud misma
de las gentes? (lám. 19). Los seguidores de esta línea de «momentos decisivos» son, ya lo hemos
apuntado anteriormente, Barañano y Mialhe. Hay cuatro figuras en una esquina de la «Vista de
Puerto Príncipe» con las cuales Barañano nos pica la curiosidad. Forman un grupo plásticamente
armonioso, alrededor del que toma notas en un cuaderno. Pero están mirando y apuntando hacia
algo que está fuera de nuestra visión. Y Barañano, después de desplegar, con todo cuidado, esa
fpanorámica de la villa ante nuestros ojos, hace el truco del espejo para indicarnos que lo
verdaderamente interesante está ocurriendo a nuestras espaldas, sin que podamos, por supuesto,
darnos la vuelta para verlo (lám. 22). De Mialhe ya hemos analizado varios grabados en este
sentido; tanto en sus escenas costumbristas como en sus paisajes, siempre aparecerá la pequeña
acción, más sugerida que desarrollada, para indicarnos que se trata de una captación instantánea,
fugaz, y, al mismo tiempo, clave de todo un ambiente.
Del mismo modo que en la fotografía del siglo xix se desalía una línea de captación instantánea
(las fotografías de movitíento, de Eakins y Muybridge, por una parte; el campo de
i de Gettysburg, de 0'Sullivan, por otra), hay otra línea la en la cual la escena, de igual actualidad
que la anterior, > arreglada y .posada cuidadosamente (la guerra de Crimea, de tnton). No se trata
sólo de un problema técnico a resolver, ni siquiera del tema. (Recordemos el carácter
revolucionario de los retratos de Nadar o de Julia Cameron, si se comparan con todos los demás
retratistas fotográficos de la época.) Del mismo modo, si los grabadores, cronológicamente
anteriores al desarrollo de la fotografía, cumplen la función de ésta, Gamerey, Barañano
y Mialhe representan la tendencia de la instantánea frente a la escena cuidadosamente compuesta
de Sawkins y de Laplante. La «Vista de la fuente de La Habana» del primero se emparienta con el
carácter de la vista de los ingenios del segundo (lám. 21).
Tienen en común ese distanciamiento, esa ausencia de espontaneidad; tiene Laplante, además,
un sentido de espacio ilimitado que recuerda la pintura metafísica de Chirico. Por supuesto, las
dos tendencias implican una composición cuidadosa. Tanto el grabador como el fotógrafo de la
espontaneidad, alcanzan este efecto por un trabajo previo de disposición visual de los objetos
representados. El azar aquí no tiene lugar.
En cualquiera de estas dos líneas en el grabado, vemos siempre la conciencia de que se
está ejerciendo la función^ de documentar y de hacer visible una realidad. ¿Anima a la
pintura igual intención? Descartemos, por razones evidentes, la pintura de tema mitológico
y religioso. Tomemos la temática histórica, y más concretamente, de la historia de Cuba.
Las pinturas del Templete: a pesar de que se afirma que Vermay realiza ahí unos cien
retratos de las más destacadas personas del gobierno colonial, son realmente figuras
tiesas de corte davidiano, con un fondo de palmeras (lám. 11). Con La primera misa en La
Habana, de Joseph Leclerc, sucede lo mismo, mientras que el Colón ante el consejo dé
Salamanca, de Miguel Melero, es un cuadro característico de la;versión provincial de un
estilo metropolitano ya de segundo orden (en -este caso, el prototipo es Madrazo). Las
pinturas históricas referidas a las guerras de independencia no se harán, claro está, sino
algunos años después de terminadas éstas, en el siglo XX,- y se hacen siempre con esa
equilibrada y previsible disposición de las figuras.
Veamos ahora el paisaje. El más destacado paisajista es, sin duda alguna, Esteban Chartrand. En
sus mejores cuadros (al igual que en el pequeño Paisaje del río Almendares, de su hermano
Philippe), el matancero revela un indudable amor a la ambientación natural de su país. En El
guardián de la talanquera, por ejemplo, Chartrand logra un acertado efecto de claroscuro para
destacar la profundidad de la escena (lám. 13).
Y en las cuatro versiones que hace para recorrer la luz cambiante—La mañana. El día, La tarde y
La noche— nos resulta más atractiva esta última porque el tema es más apropiado para la paleta
oscura y apagada del pintor (láms. 14 y 15). Es precisamente ahí donde radica el problema del
paisaje de Chartrand usa una, paleta francesa para pintar una luz tropical, y no la altera
en lo más mínimo: ve la luminosidad de la Isla como si fuera la bruma de Fontainebleau. Mialhe y
Laplante son pintores franceses. Sin embargo, sea por el medio empleado —las posibilidades
del grabado son otras que las del óleo— o por la intención del artista, lo cierto es que los dos
franceses dejan versiones más fíeles de los temas tratados que el cubano. Mialhe y Laplante
tienen la finalidad de hacer un documento y de ejecutar una comisión. Para ello, aplican su técnica
pictórica a fin de lograr transmitir, con la mayor claridad posible, una realidad específica. Como es
natural, esa realidad es organizada y, desde el punto de vista plástico, creada por el pintor.
Chartrand, por el contrario, está ejercitándose en un género que le es afín, con una serie de reglas
plásticas que él ha escogido. Es fiel a ese juego de reglas, que le hacen ver la realidad en función
de esas normas. No las adapta ni las pone al servicio de un contexto novedoso (como sí hacen
Mialhe y Laplante), con el resultado de que los franceses dejan versiones que consideramos
objetivas del paisaje cubano, y el cubano produce versiones encantadoras, pero francesas, de ese
mismo paisaje.
Tomemos, por último, la representación de figuras humanas. Descontando la zona de los
numerosos retratos oficiales que, evidentemente, se comisionan al pintor y no al grabador, queda
aún una cantidad considerable de cuadros académicos de figuras. Y nos encontramos con que no
interesa a nuestros pintores dedicarse a pintar tipos populares. No se da aquí la tradición de los
pintores españoles cortesanos que, además, dedican cuadros a personajes del pueblo: los
borrachos de Velázquez, los niños callejeros de Murillo, los herreros de Goya. La excepción entre
nosotros es Landaluze, pero en sentido inverso: es un pintor de tipos populares que ha dejado
unos pocos cuadros académicos, en el género del retrato. Por otra parte, habrá que esperar hasta
los últimos años del siglo para encontrar un cuadro como La lista de la lotería de José Joaquín
Tejada, hecho bajo una marcada influencia española (lám. 18). Lo mismo puede decirse de la obra
de Romañach, donde vemos desfilar una serie de figuras de pueblo, casi todas de corte hispánico.
De los pintores académicos restantes, queda la serie habitual de «cabezas de mujer» (de Augusto
Ferrán), de «estudios» (de Miguel Melero), de «desnudos» (de José Arburu Morell), etc., sin interés
alguno, ni plástica ni temáticamente.
Resulta interesante analizar desde este punto de- vista la pintura de Enrique Collazo. Su obra es
nostálgica y lánguida en sus dos versiones de La siesta (lám. 17), tradicional en el Cocotero, eficaz
y suntuosa en los retratos: ésta es su temática cubana. Pero tiene, además, otro ambiente en
obras como Dama junto al mar y en Horas felices (lám. 16). Si pensamos que Collazo emigra a
Francia en las últimas décadas del siglo, cuando ya se había» producido movimientos pictóricos
como el naturalismo y el impresionismo, es particularmente sorprendente el anacrónico aire rococó
del último cuadro mencionado, que ni siquiera un afán romántico justificaría. En todas las obras
citadas. Collazo mantiene el uso de la paleta tradicionalmente sucia de su escuela
pictórica.
Queda, pues, para el grabado, la galería de personajes del pueblo. Y es en ellos donde se fija la
tipología de nuestro siglo XIX, con toda la gracia y ligereza que ya le conocemos. Dentro de esta
tipología,'la figura del negro hace particularmente distintiva la separación entre la pinturay el
grabado. Aparece por primera vez en la década de 1760-1770, en los grabados s obre La Habana
de Durnford y en una pechina de Santa María del Rosario, pintada por Escalera. En un caso, es
una figura accesoria, un dato más en el pintoresquismo que busca el grabador extranjero en la
Plaza del Mercado (Plaza Vieja); en el otro, es el esclavo, a través del cual se proclama la jerarquía
social del Conde de Casa-Bayona (láms. 4 y 7). A partir de estos primeros ejemplos y ya en el
siglo XIX, el tema negro se encuentra casi exclusivamente en el grabado y en algún dibujo hasta
llegar a la obra de Landaluze.
Si aparece en algún cuadro, será con el mismo sentido que tiene en Santa María del Rosario: J M.
Ximeno con su criada negra y un carnerito, de José María Romero, es un buen ejemplo (lám. 12).
Como elemento de pintoresquismo, atrae la atención de los visitantes extranjeros. Los que luego
publican sus impresiones de viaje, invariablemente comentan este aspecto del «color local».
Citemos tan sólo dos pintores, que parecen haberse fascinado por el negro y el mulato en Cuba: la
sueca Fredrika Bremes, que visita la Isla en 1851 y aquí realiza veintiocho acuarelas, entre éstas,
La negra Cecilia y Carlos, congo del ingenio Santa Amalia;4 y el norteamericano George W.
Carleton, que viaja a Cuba en el invierno de 1864-1865, y cuyos apuntes son, en número elevado,
caricaturas del negro cubano.5
Aparte de los grabadores que hemos venido citando (especialmente Garnerey y Mialhe), es en
Landaluze y en las litografías de las cajetillas de cigarros donde encontraremos desarrollada la
temática negra. Ya hemos analizado la obra del pintor vasco: su fidelidad a los detalles, su
capacidad de captar los rasgos más característicos, la ligereza y habilidad de su trazo. Es el único
que se interesa en reproducir ampliamente los trajes, adornos rituales, danzas de las distintas
«naciones» de los negros en Cuba.
Es, también, el gran pintor del gobierno esclavista. Recorre todas las gamas, desde la crueldad de
la sátira, hasta el atractivo de la sensualidad mulata (láms. 31 y 35). Y nos resulta
extraordinariamente interesante comparar la mulata de Landaluze, sandunguera, coqueteando con
el calesero, fumando tabaco, preparándose para la fiesta, con la mulata de las cajetillas de
cigarros.
Hemos encontrado tres series en que se relata la vida de la mulata. En la hecha por la marca La
Honradez, los episodios son los siguientes: «El nacimiento» (padre español, madre negra), «El
bautizo», «Llora por malacof», «Aprende a bailar»; y ya crecida la mulata (lám. 38), «Dios te
guarde, sabrosona» (le dicen, en la Alameda, dos señoritos), «Ya tú, ni chicha ni limoná» (le
dice después el calesero), para terminar con «La enfermedad» (en un cuarto mísero donde cuelgan
en la pared una crucifixión y una madona (lám. 39) y «La conducen al hospital»^ La serie de La
Charanga de Villergas lleva el título general de «Vida y muerte de. la mulata» y está dividida en
catorce escenas: «El que siembra coje» [sic] (negra hablando con bodeguero blanco); «No es muy
grata la cosecha» (negra ya embarazada conversa con el bodeguero en un cuarto pobre);
«Promete óptimos frutos» (la mulatica sale de paseo con su madre, y se detiene para sonreírle a
un niño blanco); «Una retirada a tiempo» (la mulata, ya grande y bella, se aleja apresuradamente
de una casona); «Mi querido dice tenga esperanza», «Somos bonitas y por eso no? sigue» (la
mulata se viste y pasea elegantemente); «Amarillo, suénamelo, pintón»7 (en el baile donde se
reúnen mulatas y blancos); «Descuidos del tocador» (se le cae la media al cruzar la calle); «Noche
buena», «Vientos de proa» (la mulata sigue elegante y acompañada de blancos): «Caridad,
¿quieres mecha? ¡¡Siaaa!!» (le dice el calesero a la mulata ya mal vestida y con botella de bebida
en la mano); <EI castigo». «Las consecuencias» y «Fin de todo placer» (carro fúnebre)
representan la terminación de esta historia.
Muy similar a ésta es la serie «Historia de la mulata» de la marca Para Usted, en diez escenas.
Vemos, pues, un interés en desarrollar este tema específico con bastante insistencia y
minuciosidad. Y resulta interesante cotejar estas representaciones gráficas con lo que escribiera,
en 1878, Eduardo Ezponda en su trabajo La mulata. Estudio fisiológico, social y jurídico. Este
pequeño trabajo de Ezponda resulta de particular interés y merece citarse con cierta amplitud.
Después de apuntar (p. 11) que «todavía no se ha pintado la mulata cubana en el lienzo», pasa
Ezponda al siguiente análisis:
Hereda con la piel la degradación de la raza esclava igualmente. Privada
de las consideraciones sociales, sin educación religiosa, moral e
instructiva; guiándose por contusas nociones acerca del bien y del mal; no
aprendiendo más que el oficio de costurera u otro mecánico; no
cultivando su entendimiento que por lo regular es lúcido, y siendo un
objeto de solicitudes asiduas, no conoce de la existencia sino la parte
material. Sin género alguno de espiritualismo; sin aspiraciones de ningún
género; sin estímulos eficaces para ser honrada; sin el freno de la
opinión, que la condena inexorable antes de haber delinquido, su
horóscopo la lleva forzosamente a la inmoralidad. La mulata se casa en
nuestro país raras ocasiones, pues no varía su destino con el matrimonio.
Su condición, como esposa legítima del mulato, es la misma que de torpe
manceba. Ni de un modo ni de otro sale de la inferioridad y abyección a
que nuestras preocupaciones la reducen. Ingenua, libertina o sierva,
sucumbe fácilmente a las primeras insinuaciones aduladoras que le
dirigen, ya en el hogar doméstico, ya en las cunas de Guanabacoa, ya en,
los salones del Louvre, y sucumbe sucesivamente a dos, a tres, y a más,
ínterin no se mar-
chiten sus atractivos. Cediendo a instintos elevados, suele, acaso,
desechar los galanteos de hombres muy ordinarios que llama blancos
sucios, pero nunca frisa en los diez y seis abriles sin rendirse... Si tiene
hijos los posa por
la cuna, a fin de que pasen por blancos con el apellido Valdés y entonces
niega su maternidad; en obsequio de aquéllos. Tanta es su abnegación.
Los padres, no se ocupan de la prole. No es lo regular que dure largo
tiempo el concubinato. Lo común es que, albergada en un cuarto de
cindadela, comiendo y vistiendo miserablemente, abandonada por el
mancebo que la sedujo y sumida en el lodo
inmundo de la concupiscencia, la entierren pobre y joven a los ocho días
de haber bailado una noche entera, porque hasta el último instante
saborea nuestra mulata su danza (pp. 17-20).

El paralelo entre la secuencia de los grabaditos y el desarrollo esbozado por Ezponda es


marcadísimo. No podemos, ni remota- mente, afirmar que las litografías se inspiraran en él ni
ilustraran el estudio de Ezponda, quien se revela, por otra parte, como un pensador muy abierto
para su circunstancia.9 Después de, abogar por la abolición total e inmediata de la esclavitud,
expone:

Por la ignorancia son inferiores. Tócanos sacarlos de ella


y morigerarlos, a fin de que sean dignos. Nuestros ante-
cesores contrajeron una responsabilidad muy grave y soli-
daria para nosotros, supuesto que a merced a ella hemos
adquirido la riqueza y prosperidad que ostenta Cuba. Si
las disfrutamos, es inconcuso que debemos una reparación
indeclinable a la generación actual. Sus padres trabajaron
para nosotros. Trabajemos nosotros para su descendencia.
Compensemos los beneficios materiales con beneficios in-
telectuales (p. 37).

Las litografías de las cajetillas de cigarros no son, por supuesto, paladines de la abolición de la
esclavitud. Sencillamente han desarrollado un tema, frecuente en los grabados, a través de estas
«vidas de mulata». Pero les ocurre que la relación tactual de hechos, de tan comunes aceptados
como ciertos, las lleva a esta exposición, que adquiere rango de documento. Prueba de que se
trata sólo de una de las muchas variantes posibles del asunto, es la cantidad de veces que el tema
negro aparece en las cajetillas: en el Almanaque profetice para el año 1866 (de La Honradez), sólo
dos meses —agosto y septiembre— se ilustran con personajes blancos. Todos los demás meses
presentan escenas satíricas, de un humor grueso, burlándose del negro que aparece ¡como
holgazán y borracho (lám. 42). La orla que rodea esta serie también presenta al negro como
ladrón, borracho y pendenciero.

Hemos visto diecinueve escenas de una «serie costumbrista» de la marca Para Usted, donde
igualmente el tema negro es tratado con desprecio: «Suelta el peso que es del rancho» (un militar
conduce a una negra por la oreja); «¡Ataja!» (le gritan a un negro que huye con un gallo en la
mano) «¡Vengan a ver esto!» (ante la elegancia de dos parejas negras en un jardín). Sólo hayuna
estampa de otro carácter: un matrimonio blenco, al salir de su casa, entrega su bebé a la sirvienta
negra, que está rodeada de cuatro niñitos negros; el texto dice: «El último golpe,- ¿quién lo da?»
Aparecen la negra y la mulata como sirvientas en la serie de La Honradez titulada «El campo de
Cuba». Se trata frecuentemente, en distintas marcas, de los bailes de máscaras a los cuales
acuden blancos y mulatas disfrazados: «Ilusiones perdidas», ce Un dandy en los bailes de
Marianao», «Bailes de temporada», «El carnaval será lección de moral», «Aquí se vende
gato por liebre». (Dice Ezponda [p. 23] que hay «saraos públicos en que, disfrazándose las negras
y las mulatas, se juntan frecuentemente a los blancos... De Villanueva, Escauriza, y el Louvre,
trasladamos a Marianao, a los Puentes y a los más circunspectos salones, la innovación un tanto
disimulada [de los nuevos bailes]».)
Podemos llegar, pues, a unas primeras conclusiones: en la segunda mitad del siglo, la pintura,
hecha generalmente por criollos que han podido recibir una educación académica y que son
favorecidos con encargos oficiales o de las clases adineradas, satisface el gusto de sus clientes,
bien a través de retratos halagüeños, bien a través de la representación idealizada del paisaje
rural del país. Los grabados, realizados por extranjeros y por criollos, cumplen los encargos de las
principales industrias. En el caso de la producción tabacalera, se produce una dualidad de
carácter: por una parte, los cromos, de las cajas de tabaco, lujosas y destinadas a la exportación,
representan temas que se hacen estereotipados, puesto que sirven primordialmente al adorno de
la caja y a la identificación de la marca; los de las cajetillas de cigarros, por otra parte, mantienen la
identificación de la marca reducida a una sección del grabado, quedando la otra sección —mayor
en tamaño— para la escena, que se desarrolla casi siempre en forma seriada. Estas escenas
responden a intereses cotidianos del público, a hechos que están sucediendo en el país, y en el
extranjero. Este público es, además, más popular que el de las cajas de tabaco, y debemos
suponer, por ende, que está limitado mayoritariamente al ámbito nacional.10 Todas estas causas
colaboran al carácter dicharachero y nada sutil que tienen. Su único paralelo se encuentra en los
grabados de las publicaciones periódicas, especialmente en las caricaturas. De ahí que su valor
documental, añadiéndoles frescura e inmediatez, compense, con creces, sus evidentes
deficiencias desde el punto de vista estrictamente pictórico.

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