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De la conversación con Carlos Andrés me gustaría comentar dos temas específicos que se
relacionan mucho entre sí. El primero, el uso de referencias y espacios literarios extranjeros; el
segundo el compromiso político de la poesía y de la escritura en general. Ambos temas se
presentan como un reclamo, vagamente personal, para lo que debería ser la literatura de Andrés.
Pero el deber ser en el arte se hace pesado y denso y contrario a la libertad originaria que estas
prácticas encierran. En lo que respecta al primer punto, cabe decir que la literatura es más potente
allí donde comunica de manera más abierta, donde el interlocutor de lo enunciado es sobre todo
un ser humano, antes que un ciudadano específico. Es cierto que buena parte de la literatura
habla a un público privilegiado, generalmente unificado en una serie de valores burgueses que
sostienen cierta noción de la cultura. Noción limitada al lujo, al ocio de los poderosos. No
obstante, la verdadera literatura (es incómodo usar estas expresiones, pero todos en nuestro
interior distinguimos personalmente entre el entretenimiento y el alimento espiritual) sobrepasa
estas circunstancias, y expresa, aun mediante el privilegio de sus autores, impulsos puramente
humanos (en oposición a específicamente europeos o latinoamericanos). Estos impulsos no se
confunden con los lugares o los objetos que habitan la superficie de un producto cultural. Éstos no
son más que eso, la superficie, la puerta abierta hacia lo profundo: hacia la comunicación de
afectos, que considero es el objetivo de la literatura. Es cierto que podemos estudiarla y emplear
categorías para comprender ciertas corrientes culturales, ciertos cambios en el espíritu colectivo a
partir de nuestras investigaciones académicas. Y esto tiene un valor, tanto en el sentido del
trabajo, de la supervivencia, como en el del juego y el mero disfrute en la construcción de
relaciones conceptuales. Pero la literatura es libre y no sirve para nada, nada distinto que hacernos
sentir menos solos, que encontrar el calor de un corazón amigo. Si escribimos desde esta
honestidad, como seres humanos universales y no como ciudadanos, no hay objetos ni espacios
que no nos puedan pertenecer. Todo es próximo, todo es cercano, cuando entendemos y vivimos
el simple enunciado de que todos los seres humanos compartimos rasgos esenciales, y que éstos,
seamos conscientes de ellos o no, constituyen lo más valioso de nuestra personalidad.

Este mismo argumento que se refiere a la universalidad de lo humano nos sirve para pensar el
segundo punto, el del compromiso político de la poesía. Si entendemos el registro de lo político en
su dimensión más amplia y general, como todo aquello que se refiere a la gestión racional de las
comunidades humanas, podríamos suponer que una de las funciones de la poesía tenga un
carácter político. Tal vez pueda indicar indirectamente caminos para esta organización racional, o
bien afianzar, renovar o construir vínculos comunitarios. Y esto podría llamarse político. Pero en
todo caso, sería algo secundario, algo que va más allá de la poesía, o que simplemente no la toca.
La poesía es un ejercicio solitario del ser precisamente porque nos comunica con aquello de
nosotros que no es una identidad efímera labrada con cuidado por instituciones igualmente
transitorias. Si la poesía llega a ser política, y esta es sólo mi opinión, se debe a una extraña
circunstancia feliz o a un simple uso servil de las palabras para la construcción y modificación de
los contenidos ideológicos de una comunidad. Es decir, es política si logra ser tan universal que
logra comunicarse con el centro afectivo de un pueblo (política porque promueve la cohesión
social), o bien porque es un simple panfleto (política porque manipula el sentimiento popular), que
tal vez no debiera llamarse poesía. Esto en lo que respecta a las operaciones específicas de la
actividad poética en su universalidad. En ambos casos, sin embargo, se hace evidente que son usos
algo forzados de la noción de política.
Estoy de acuerdo con Carlos Andrés cuando dice que lo principal está en que los poetas no tengan
afiliaciones políticas claras. Aunque añadiría que lo importante es que no la tengan como poetas,
que la bajeza de la política no toque las alturas de su poesía (altura no como en alta cultura, sino
como en divinidad). Borges, por ejemplo, era un viejito facho, pero en ningún poema trasluce este
evidente error del Borges-hombre. Esto suena contradictorio y hasta cínico, pero el poeta (la
grandeza de Borges lo hace un muy buen ejemplo), insisto, no es un ciudadano. El poema es el
animal divino que sabe ver, lo demás está por debajo de él, pertenece al mundo de los hombres.

Pero más allá de esto, pensando la situación concreta de nuestro país, considero que la poesía no
tiene la responsabilidad de ser política por el lugar marginal que ocupa en nuestra cultura. ¿No
predica el poeta políticamente comprometido para los convertidos? ¿No son los receptores de los
poemas otras subjetividades silenciosas y marginales que como lectores y escuchas de la poesía ya
tienen cierta noción de la corrupción absoluta que mueve a la política en nuestro país? E incluso si
extendemos nuestras preguntas a la situación general global, pienso que el cambio de paradigma
de una sociedad libresca hacia una sociedad audiovisual deja en muy malas circunstancias la
capacidad de la poesía para transformar la conciencia de las personas. La poesía no tiene que decir
nada. Con esto no quiero decir que no sea imprescindible la lucha encarnada contra la opresión y
la grotesca ambición y crueldad que desangra al país, sólo que la poesía no es un medio efectivo
para este propósito. La poesía es plenamente libre y sólo es para el amor, para juntarnos en la risa,
el grito, la alegría, la desolación, el júbilo, en fin, en todo lo quepa en el corazón de la humanidad.

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