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Libia sigue sin encontrar la salida

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Jesús A. Núñez May 11, 2020


Villaverde

Mapa de Libia. Foto: Olga Berrios (CC BY 2.0)

Al igual que ocurre en muchos otros focos de conflicto, la violencia no solo no cesa en
Libia por el estallido de la pandemia, sino que incluso se incrementa. Aprovechando la
generalizada desatención provocada por la necesidad imperiosa de estar pendiente de lo
que ocurre en cada casa, los actores directamente implicados en el conflicto, y sus
apoyos externos, aceleran sus apuestas, convencidos de que la COVID-19 les ofrece una
magnífica oportunidad para lograr imponerse a sus adversarios o, al menos, ganar
posiciones de ventaja para cualquier esfuerzo negociador que pueda plantearse en el
futuro.

Así se entiende que el autodenominado mariscal Jalifa Haftar, al frente de una milicia
tan potente como el Ejército Nacional Libio (ENL), se haya atrevido el pasado 27 de
abril a declarar que acepta el “mandato popular” para tomar el poder en Libia. Aunque
el anuncio vino acompañado de una supuesta voluntad para establecer un cese de
hostilidades durante el Ramadán, en línea con el llamamiento general realizado por el
Secretario General de la ONU el 23 de marzo, no era difícil entender que Haftar
deseaba contrarrestar una dinámica que no se ajusta a los propósitos que lo llevaron a
lanzar, en abril del pasado año, una ofensiva en toda regla para provocar la capitulación
del Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN), localizado en Trípoli.

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El problema para Haftar es que esa declaración no solo no ha tenido hasta el momento
ningún efecto práctico, sino que le ha creado varios problemas añadidos. El primero es
que, al descubrir tan abiertamente sus ansias de poder apelando a un supuesto
mandato popular no solo etéreo sino totalmente inexistente, acentúa las fracturas
internas en Tobruk. Teóricamente al menos, Haftar es un jefe militar subordinado a la
Cámara de Representantes, con Aguila Saleh a la cabeza, transformada por el acuerdo
de Sjirat (diciembre de 2015) en la asamblea legislativa del GAN. Pero, con su
estentórea declaración del pasado abril, Haftar ha querido dejar claro que no se
subordina a nadie y que no está dispuesto a quedarse relegado en ningún proceso
negociador como el que Saleh estaba intentando reiniciar en contacto con la ONU.

Por si eso fuera poco, su gesto tampoco parece haber contentado a Rusia, uno de sus
principales valedores –junto a EAU, Arabia Saudí, Egipto y hasta Francia–, como se
deriva del despliegue de varios miles de mercenarios del grupo Wagner al lado del ENL
en su operación de asedio a la capital, actuando como francotiradores y como
combatientes de primera línea. Porque una cosa es que Moscú desee contar con un
hombre fuerte al frente de Libia, y otra muy distinta es que confíe en alguien como
Haftar, muy próximo a Washington en el arranque del conflicto, y con un perfil
antiislamista que ya le ha costado varios desplantes a las directrices emanadas desde el
Kremlin.

Más allá de los sueños de poder que pueda albergar Haftar, la cruda realidad le muestra
que, cuando ya han pasado trece meses desde el lanzamiento de su ofensiva, su objetivo
de doblegar la voluntad política de Fayez al Serraj, presidente del Gobierno de Acuerdo
Nacional (GAN), y la capacidad de resistencia de las milicias que lo apoyan, con la de
Misrata en primera línea, sigue siendo una entelequia. Es cierto que hoy Haftar ya
domina la Cirenaica, Fezzan y buena parte de la Tripolitania. Pero no lo es menos que
ni siquiera con los mercenarios rusos ha logrado su objetivo militar, ni poner la
Compañía Nacional de Petróleo y el Banco Central a su servicio.

Y buena parte de culpa la tiene el presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan, al


aumentar el nivel de su implicación militar en el conflicto, al lado de los combatientes
alineados con el GAN. Hoy se estima que más de 11.000 milicianos sirios –reclutados
entre las milicias que Ankara ha estado apoyando en el contexto del conflicto sirio–
están desplegados en Libia. Pero lo que, de manera más clara, ha frenado la ofensiva del
ENL es el creciente uso de drones armados proporcionados por Turquía, lo que ha
revertido la superioridad aérea de la que disfrutaban las tropas de Haftar hasta hace
apenas unas semanas. De ahí que Serraj pueda no solo evitar la claudicación, sino que
sus leales hayan podido recuperar en abril ciudades próximas a Trípoli, como Sorman y
Sabratha, así como pugnar por hacerse con el control de la base aérea de Al Watiya, en
poder de Haftar prácticamente desde agosto de 2014.

Aun así, la actual relación de fuerzas sigue siendo favorable al ENL y el apoyo turco-
junto con el que le prestan a Serraj tanto Qatar como Italia –no es suficiente para
revertir la balanza a su favor en su sueño de consolidarse como un gobierno nacional

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efectivo. De ahí que, a la espera de ver hasta dónde quieren llegar Moscú y Ankara –
socios y rivales simultáneamente–, no haya que perder de vista los esfuerzos de actores
externos a varias bandas para regresar en algún momento a la mesa de negociaciones.

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