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Kornfeld, Laura (2010) “Las alarmas del doctor Estrasnoy”, en: Carbone, Rocco & Matías

Muraca (comps.) La sonrisa de mamá es como la de Perón. Capusotto: realidad nacional,


política y cultura. ISBN 978-950-793-097-3. Los Polvorines: Universidad Nacional de General
Sarmiento, pp. 83-86.

Las alarmas del doctor Estrasnoy


(Laura Kornfeld)

Los tres episodios del “Mensaje del Ministerio de Educación” constan de una misma
estructura: un secretario o subsecretario ministerial, Juan Estrasnoy, de prolijo pelo
largo y polera bajo el saco, formula un diagnóstico contundente: “Estamos preocupados
porque nuestros jóvenes cada vez hablan peor”. Para demostrarlo, charla con dos
muchachos, uno de clase baja y otro de clase alta. Estrasnoy se preocupa, se desespera y
se enoja alternativamente ante el muestrario de “aberraciones” de sus “seudo-lenguajes”
o, dirá también, de sus modos de “destrozar el idioma”; cada episodio termina
invariablemente con el funcionario descompuesto de furia, insultando al muchacho de
turno al grito de “Hablá bien, hijo de puta, hablá bien” y puntuando sus insultos con
objetos contundentes varios. La gracia del asunto reside en la perfecta imitación
fonológica, sintáctica, léxica e incluso gestual del habla de los dos jóvenes y,
simultáneamente, en el excesivo celo educativo de Estrasnoy.
Es oportuno recordar que, pese a su aparente contemporaneidad, ambos “seudo-
lenguajes” tienen una larga tradición, al menos en la ciudad de Buenos Aires y sus
alrededores. Seba, el fierita de los barrios periféricos de Capital que nos divierte con sus
“gato”, “manzana”, “¿Todo liso?”, “Rescatate, barrilete”, “Pintó bondi” y “Habilitá la
milanga”, abreva en el lenguaje tumbero, de la cárcel, que es a su vez heredero del
lunfardo. Jerga de ladrones y criminales, el lunfardo fue reconocido “oficialmente” a
fines del siglo XIX; se nutrió, primero, de las lenguas indígenas, de la inmigración o de
contacto para formar un código que resultara inaccesible a policías y jueces. Y, gracias a
él, las lenguas ocultas y vergonzantes de este país nos legaron palabras como pilcha,
chucho, bagayo, fiaca, bondi, buraco, quilombo y tantas otras que hoy forman parte de
nuestra habla más íntima. Pero, además, el lunfardo fue el rey de la metáfora, de la
metonimia, de la cosa por otra: ayer el bobo fue el reloj y canario un billete amarillo y
la juiciosa la cárcel, que ahora devino en tumba, mientras que bondi pasó a significar
hoy lo mismo que quilombo, aunque los policías sigan siendo, siempre, botones y
vigilantes. Y a los contrabandos semánticos se sumaron trueques de sonidos: el famoso
vesre de javie, troli, dorima, ortiva. El lunfardo es un código que se reinventa a sí
mismo, cíclicamente, primero como clave secreta, hasta que es descifrado y repetido y
se popularizan sus palabras, tanto que otra vez se hace necesario encontrar nuevos
signos... Código hecho, entonces, de restos y jirones, de transformaciones y
desplazamientos y también de continuos reciclados: gato, que nos suena a una palabra
de los últimos años, ya se usaba con el significado de “cómplice” en 1897, según se
constata en las Memorias de un vigilante, de José S. Alvarez reproducidas por Gobello
(1963). Pero la filiación es más ilustre todavía: gato llegó a estas tierras gracias a la
germanía (la jerga de los ladrones peninsulares) y su datación se remonta por lo menos a
Quevedo en el siglo XVII, también con el significado de ‘ladrón’. El de Seba es, en
suma, el lenguaje de abajo que mira más abajo, a las corrientes subterráneas de nuestra
titubeante nacionalidad: es el lenguaje de la memoria que visibiliza el sustrato
aparentemente desaparecido de los indios vencidos, de los inmigrantes pobres, de los
provincianos recién llegados o de la simple inventiva popular.
El cheto que pide prestados conceptos y palabras en inglés (“cool”, “out”, “fire”, “man”,
“wedding planner”, “scouting”, “acting”) es considerablemente menos interesante desde
el punto de vista lingüístico. Sin embargo, tiene también su prosapia ilustre, que se
remonta a los periodistas que abusaban de los galicismos a principios del siglo XX, a las
damas de clase alta criadas por gouvernantes francesas y nurses inglesas que
balbuceaban un español vacilante o a los jóvenes petiteros tan bien encarnados en
Isidoro Cañones. La clase alta argentina, es sabido, siempre miró con simpatía o amor
filial, más que a la Madre Patria, a una larga serie de padres adoptivos desde el punto de
vista económico y cultural: Francia, Inglaterra o los EE.UU. Como una imagen
perfectamente invertida del fierita, también en el cheto hay una mirada cuya dirección
se exaspera: es el lenguaje de los de arriba que miran, guiados por la brújula de su
snobismo, aún más arriba: a un Norte lejano, europeo o americano según las épocas.
La sorda guerra entre el lenguaje de la clase baja y el de la clase alta fue una constante
en la Argentina durante todo el siglo XX. Casi siempre fue el lenguaje bajo el que
perdió las batallas inmediatas del prestigio y las buenas maneras, pero a cambio terminó
imponiéndose, con perseverancia de años o décadas, en el habla coloquial de la clase
media, (involuntario) árbitro mediador entre las dos tendencias lingüísticas.
Ahora bien, vale aclararlo, también el funcionario Estrasnoy tiene sus antepasados de
fuste. Las alarmas por el mal uso del lenguaje son casi tan viejas como la Argentina.
Diccionarios, gramáticas, manuales y otras obras didácticas emitieron en las primeras
décadas del siglo XX, e incluso antes, catastrofistas diagnósticos que no distan mucho
del “nuestros jóvenes están perdiendo el habla” de Estrasnoy. Y, igual que el Estrasnoy
de Capusotto, también por ese entonces se censuraban parejamente las “aberraciones”
de las clases bajas y las “desviaciones cultas” de la norma.
“Las alarmas del doctor Castro”, tituló Borges a un artículo donde destrozó, en la
década del ’40, las protestas de los que abogaban por el respeto a la autoridad lingüística
hispánica. Américo Castro había expresado cabalmente, en La peculiaridad lingüística
rioplatense, el sentimiento de amenaza de los académicos españoles exiliados frente a
las deformidades de la lengua en esta república de bárbaros que, en vez de atenerse a la
norma peninsular –decían–, se complacen imitando el lenguaje bajo y grosero de los
gauchos, de los inmigrantes, de los compadritos. Aliado circunstancial de Borges contra
los casticistas nacidos a uno y otro lado del Atlántico, Arlt también aportó sus
argumentos en un aguafuerte que llamó, sugerentemente, “El idioma de los argentinos”,
donde comparaba la gramática y el boxeo: “Cuando un señor sin condiciones estudia
boxeo, lo único que hace es repetir los golpes que le enseña el profesor. Cuando otro
señor estudia boxeo, y tiene condiciones y hace una pelea magnífica, los críticos del
pugilismo exclaman: ¡Ese hombre saca golpes ‘de todos los ángulos’! Es decir que,
como es inteligente, se le escapa por una tangente a la escolástica gramatical del boxeo
[...] Con los pueblos y el idioma, señor Monner Sans, ocurre lo mismo. Los pueblos
bestias se perpetúan en su idioma, como que, no teniendo ideas nuevas para expresar, no
necesitan palabras nuevas o giros extraños; pero, en cambio, los pueblos que, como el
nuestro, están en una continua evolución, sacan palabras de todos los ángulos, palabras
que indignan a los profesores, como lo indigna a un profesor de boxeo europeo el hecho
inconcebible de que un muchacho que boxea mal le rompa el alma a un alumno suyo
que, técnicamente, es un perfecto pugilista” (Arlt 1958: 142-143).
Pese a la esclarecedora metáfora boxística de Arlt, notemos que no hay ninguna
contienda entre los dos muchachos careados por el funcionario del Ministerio de
Educación. El conflicto entre ellos está soslayado. De hecho, el único púgil es
Estrasnoy, que arremete contra ambos con gritos, insultos y golpes de diverso calibre.
¿Cómo podemos leer en el universo de Capusotto a Estrasnoy, el funcionario sutilmente
progre, con su pelo largo prolijamente peinado? Una primera tentación (no demasiado
halagüeña para la educación argentina) sería ligarlo, ya por su misma actitud física, con
el policía que enseña cómo reprimir a los “jipis”. Y de allí sería fácil saltar a la inefable
tendencia a la represión de los adultos ante los jóvenes, del poder institucional ante lo
que se sale de la norma... Paradoja mayor viniendo de quien apela a la cultura, y no a la
simple fuerza de las armas: Estrasnoy no consigue recurrir más que a golpes e insultos
(“pelotudo”, “abombado”, “sorete”, “hijo de puta”) frente a dos muchachos que apenas
arriesgan tímidas protestas frente a los ataques físicos (“¡Rescatate, gato!” o “¿Qué te
pasa, man?”), sin caer nunca en la denigración.
Pero podemos leer aún más en la figura del funcionario: la impotencia de la educación
argentina como tangente mediadora entre dos clases paralelas que siguen cada una su
propio camino, con una historia distinta detrás e intereses difícilmente conciliables hacia
el futuro. Mediadora: la educación es, en efecto, institución de la clase media argentina.
Clase media que, tironeada de arriba y de abajo e impotente como Estrasnoy, se enoja
con unos y otros, porque no se ajustan a la realidad a la que aspira, que se merece. El
cheto y el fierita, recordemos, ni se hablan ni se escuchan en ninguno de los episodios,
en la perfecta encarnación de un país que es (por lo menos) dos. Hoy, como nunca –
sugiere Estrasnoy–, se evidencia el fracaso del voluntarioso proyecto sarmientino que
veía la educación como tejedora del acuerdo de clases, como catapulta social, como
sustancia adhesiva de nuestra heterogeneidad primigenia.
Conviene llamar a las cosas por su nombre, entonces, y no confundir síntomas con
enfermedades: el diálogo de sordos en la Argentina no tiene raíces lingüísticas ni
educativas, sino políticas. El mentado deterioro en la educación es apenas un pálido
reflejo de la disgregación social que se viene extendiendo desde hace más de tres
décadas. Es, precisamente, en el espacio temporal que va del Palito Ortega montonero al
macrista Micky Vainilla donde se dibujan los titulares de la verdadera tragedia nacional,
solapada en el universo de Capusotto –porque eso, definitivamente, no hace reír: los
desaparecidos, los exiliados, la represión, la explotación, la desigualdad, la injusticia, el
deterioro de la calidad de vida, la pauperización. En términos más articulados: una
represión brutal al servicio de una concentración de la riqueza igualmente brutal –y en
beneficio de una única clase. Política pura. Las verdaderas soluciones, si llegan alguna
vez, tendrán el mismo sello. Igual que las alarmas y los esfuerzos de Estrasnoy en pos
del “buen hablar”, el resto se quedará –a lo sumo– en el país de las buenas intenciones.

Bibliografía
Arlt, R. (1958) Aguafuertes porteñas. Buenos Aires: Losada, 3ª edición, 1976.
Gobello, J. (1963) Vieja y nueva lunfardía. Buenos Aires: Editorial Freeland.

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