La revolución copernicana: un nuevo modelo de saber II
Oscar Cuervo
El caso Galileo
Las innovaciones específicamente astronómicas de la
modernidad se las debemos a Copérnico y a Kepler. La solución del enigma físico que explica el movimiento del universo, en su versión moderna, lo encontró, después de Galileo, el inglés Isaac Newton (1642-1727). El rol de Galileo en esta revolución, sin embargo fue el más resonante, dado que a él le correspondió transformar una discusión de expertos en una polémica pública. Su talento literario y su astucia política lo llevaron a poner el problema del heliocentrismo al alcance de las personas comunes. Escribía libros en los que, en lugar de los cálculos abstrusos e incomprensibles para la mayoría que usaban Copérnico y Kepler, ponía a discutir a personajes que hablaban en una lengua comprensible para la mayoría. Por ello, puede considerarse –en términos actuales- un divulgador, pero además un activista de la revolución copernicana. Galileo emprendió giras por las ciudades europeas en las que explicaba a públicos no iniciados argumentos para hacer admisible la idea del movimiento de la Tierra. En 1609 se le ocurre una idea genial: observar el cielo a través del telescopio, un instrumento que él no inventó. Unos pulidores de lentes holandeses habían combinado dos lentillas para aumentar el tamaño de los objetos alejados. En principio, el telescopio fue usado por los navegantes, pero al enterarse de su existencia Galileo probó sus propios modelos y apuntó con su telescopio al cielo. El resultado fue asombroso, porque el cielo mostró un aspecto enteramente desconocido hasta ese momento: los cráteres de la luna, las manchas solares, nuevas estrellas, los satélites de Júpiter (lo que le permitió observar un modelo visible del sistema solar), las distintas fases de Venus. El cielo se mostró más rico y variado de lo que ningún astrónomo hasta el momento había soñado. La Vía Láctea, que hasta ese momento se había considerado un resplandor difuso, quizás un reflejo engañoso, era en realidad una gigantesca colección de estrellas demasiado débiles y juntas como para ser percibidas a simple vista. De esta manera, Galileo desplazó la discusión entre el geocentrismo y el heliocentrismo desde una especulación matemática hacia un universo concreto y tangible. Con la fascinación de esas novedades, invitó a las personas comunes a observar por el telescopio y ver un nuevo cielo. Incluso se atrevía a sugerir que cualquiera podía construir, mediante una combinación de cristales, su propio telescopio. Por este activismo, la contribución decisiva de Galileo desbordó el plano de la hoy llamada “historia interna” de la ciencia. A diferencia de Copérnico, casi un siglo después del iniciador de este proceso, con Galileo la innovación muestra su carácter revolucionario, en el sentido más político del término. En libros como Diálogo sobre los dos sistemas máximos pone en escena una lucha dialéctica. El contrincante a vencer es el escolástico que cree que en los libros del Magister Aristóteles se hallan las respuestas a todos los enigmas de la naturaleza. Para Galileo, la verdad no hay que buscarla en los libros, sino en el mundo, al que considera otro texto, distinto al de los libros escolásticos:
“La filosofía está escrita en este libro que tenemos
continuamente abierto ante nuestros ojos (el universo, yo digo), pero que no puede entenderse si antes no se aprende a entender la lengua y conocer los caracteres en que está escrito. Está escrito en lengua matemática, y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas sin cuyo medio es imposible humanamente entender una palabra: sin ellos, todo es errar vanamente por un oscuro laberinto”.
Este pasaje de Il Saggiatore (que Galileo publicó en 1623) es de
una audacia que excede la dimensión astronómica en que hasta entonces se había desenvuelto el problema. Galileo pone en jaque toda la concepción medieval del saber, que prefería suponer que la verdad ya estaba escrita y solo era necesario acudir a los libros correctos. Contra ese dogmatismo de la Escolástica, el pensador sugiere que hay un texto que tenemos ante los ojos: el universo mismo. Pero la idea de que el universo sea un texto desmiente cualquier interpretación simplificadora que diga que la ciencia moderna, a diferencia de la medieval, se basa en la directa observación. Un texto requiere conocer la lengua en que está escrito. Por lo tanto, no se trata solamente de observar sino de saber observar. La postulación de una clave matemática requerida para no perderse en las observaciones “como en un oscuro laberinto” indica que también Galileo estaba imbuido en una mentalidad neoplatónica: también para él las apariencias sensibles han de ser trascendidas hacia una estructura subyacente que les da sentido. Entonces, Galileo no solo superó a sus adversarios escolásticos sino se adelantó a desmentir las posteriores interpretaciones empiristas y positivistas que concebirían a la ciencia como el resultado de la mera observación. La prioridad matemática del saber moderno queda establecida desde la posición galileana. No resulta difícil comprender que, además de una desconfianza radical hacia el saber impuesto por la tradición, un sujeto moderno necesita desbaratar también la apariencia inmediata de las cosas. Después de todo, la humanidad había vivido siglos “observando” la inmovilidad de la Tierra y el movimiento del Sol. No solo era preciso destituir la autoridad de Aristóteles, sino además la de las apariencias inmediatas. La naturaleza galileana, tal como fue la historia de la propia revolución copernicana, primero fue concebida y a partir de estos conceptos, se requirió encontrar las observaciones que la hicieran concreta.
Obviamente, la propuesta de Galileo demandaba una
transformación plenamente epistemológica: no se trataba solo de que los aristotélicos estuvieran equivocados porque estaban leyendo los libros incorrectos, sino que lo estaban porque no es en los libros que hay que buscar el saber. Así, se desafiaba al mismo tiempo al geocentrismo y a la escolástica, para proponer un nuevo modelo de saber. Aceptar la propuesta galileana implicaba una profunda subversión política: cada individuo podría producir el saber desde sus propias facultades, sin apelar a las autoridades externas. La Iglesia dejó durante algunos años a Galileo propagar sus ideas. Pero en un punto, su práctica científica atentaba contra un orden establecido, dado que él respondía a un nuevo tipo de científico ubicado fuera de la tutela de la Iglesia. Las jerarquías católicas se habían ido endureciendo desde la época de Copérnico, sobre todo porque había ocurrido el cisma teológico que dio lugar a la Reforma Protestante. La respuesta católica fue iniciar una persecución de toda posible “desviación herética”. El tribunal de la “Santa Inquisición” emprendió, bajo el clima represivo de la Contrarreforma, una caza de herejes en la que cualquier pensador mínimamente disidente podía terminar en la hoguera. Galileo, consciente de sus riesgos pero a la vez confiado de su poder persuasivo, declaraba que no poseía ningún ánimo de cuestionar a la autoridad religiosa en materia de los dogmas de la fe, pero a la vez argumentaba que el conocimiento de la naturaleza no se vinculaba a esta fe. Para ello proponía distinguir entre verdades de fe (de orden sobrenatural, a las que se accede mediante la revelación divina) y verdades de orden natural (a las que cada individuo está en condiciones de acceder por sus propias potencias). Hoy nos suena una salida razonable: se trataba de separar la fe de la ciencia, como dos regímenes no opuestos sino autónomos. Galileo trataba de convencer a sus interlocutores de que no hacía falta desprenderse de las Escrituras (en las que decía creer), sino separar la religión de la cosmovisión geocéntrica, que no se hallaba en la Biblia sino en el antiguo saber griego. Por más razonable que hoy nos resulte, esta propuesta era inaceptable para la Iglesia, habituada durante siglos a ejercer un control total de la producción y circulación cultural y científica. Después de diversas advertencias y amonestaciones, que en algún caso Galileo había eludido gracias a sus contactos con jerarquías de la Iglesia, en 1633 el tribunal de la Inquisición decidió procesar y finalmente condenar como una herejía la doctrina heliocéntrica defendida por Galileo. Él no había sido su autor, pero se había convertido en su más peligroso militante. Dicho tribunal conminó a un Galileo ya anciano y casi ciego a desdecirse de la citada doctrina. Galileo se retractó:
Yo, Galileo, hijo de Vincenzo Galileo de Florencia, a la edad de
70 años, interrogado personalmente en juicio y postrado ante vosotros, Eminentísimos y Reverendísimos Cardenales, en toda la República Cristiana contra la herética perversidad Inquisidores generales; teniendo ante mi vista los sacrosantos Evangelios, que toco con mi mano, juro que siempre he creído, creo aún y, con la ayuda de Dios, seguiré creyendo todo lo que mantiene, predica y enseña la Santa, Católica y Apostólica Iglesia.
Pero, como, después de haber sido jurídicamente intimado para
que abandonase la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no podía mantener, defender o enseñar de ninguna forma, ni de viva voz ni por escrito, la mencionada falsa doctrina, y después de que se me comunicó que la tal doctrina es contraria a la Sagrada Escritura, escribí y di a la imprenta un libro en el que trato de la mencionada doctrina perniciosa y aporto razones con mucha eficacia a favor de ella sin aportar ninguna solución, soy juzgado por este Santo Oficio vehementemente sospechoso de herejía, es decir, de haber mantenido y creído que el Sol es el centro del mundo e inmóvil, y que la Tierra no es el centro y se mueve. Por lo tanto, como quiero levantar de la mente de las Eminencias y de todos los fieles cristianos esta vehemente sospecha que justamente se ha concebido de mí, con el corazón sincero y fe no fingida, abjuro, maldigo y detesto los mencionados errores y herejías y, en general, de todos y cada uno de los otros errores, herejías y sectas contrarias a la Santa Iglesia. Y juro que en el futuro nunca diré ni afirmaré, de viva voz o por escrito, cosas tales que por ellas se pueda sospechar de mí; y que si conozco a algún hereje o sospechoso de herejía, lo denunciaré a este Santo Oficio o al Inquisidor u Ordinario del lugar en que me encuentre.
Juro y prometo cumplir y observar totalmente las penitencias que
me han sido o me serán, por este Santo Oficio, impuestas; y si incumplo alguna de mis promesas y juramentos, que Dios no lo quiera, me someto a todas las penas y castigos que me imponen y promulgan los sacros cánones y otras constituciones contra tales delincuentes. Así, que Dios me ayude, y sus santos Evangelios, que toco con mis propias manos.
Yo, Galileo Galilei, he abjurado, jurado y prometido y me he
obligado; y certifico que es verdad que, con mi propia mano he escrito la presente cédula de mi abjuración y la he recitado palabra por palabra en Roma, en el convento de Minerva este 22 de junio de 1633. Yo, Galileo Galilei, he abjurado por propia voluntad.
De no haberse retractado, es posible que él corriera la suerte de
tantos otros que encontraron la muerte en la hoguera. Dice la tradición oral (pero obviamente, a diferencia de su retractación, no existen constancias irrefutables de ello) que al retirarse del tribunal Galileo dijo en voz muy baja: “Y sin embargo se mueve”. En los pocos años de vida que le quedaron, siguió defendiendo el modelo heliocéntrico. Murió 9 años después y solo sus discípulos llegaron a ver el triunfo final del heliocentrismo. Pero en el enfrentamiento entre Galileo y sus inquisidores, ¿quién ganó? ¿Acaso los inquisidores, que tuvieron una vez más la satisfacción de ejercer su poder, obligando a humillarse ante ellos a uno de los hombres más brillantes de su época? ¿Tal vez triunfó Galileo, que tuvo la astucia de fingir lo que no creía para salvar el pellejo y seguir trabajando por su idea? Galileo tuvo que volverse hipócrita para sobrevivir. Su decisión trazó el destino de una ciencia moderna que dice una cosa y hace otra. Él decía que el hombre puede saber por sus propios medios, en vez de repetir escolarmente lo que está escrito en los libros. Hoy en nuestras aulas se repiten las ideas de nuestros nuevos textos sagrados, que son las ideas que Galileo defendía. Entonces, ¿quién ganó?
Epílogo
Entre las astucias de Galileo se encuentra la de percatarse de
que no bastaba con desechar la astronomía aristotélica- ptolemaica, sino que era necesario también producir una nueva física acorde con la cosmología heliocéntrica. No fue él quien logró desarrollar esta nueva física, aunque empezó a delinear algunos esbozos con su primera formulación del principio de inercia, que luego sería precisado por Isaac Newton en su libro Philosophiæ naturalis principia matemática, en el que postuló además la fundamental ley de la gravitación universal a la que la ciencia moderna le adjudicaría un alcance irreestricto en todas las regiones del universo. Con una sola ley Newton se propuso explicar la mecánica del universo entero, la caída de los cuerpos en el espacio terrestre tanto como el movimiento de los planetas alrededor del Sol y el de los satélites alrededor de los planetas. Esto ocurrió en 1685, un siglo y medio después de que Copérnico postulara su primera versión del heliocentrismo. Así, finalmente, en el término de varias generaciones se desalojó completamente la antigua cosmovisión de los griegos y se desencadenó la poderosa maquinaria de la ciencia moderna. El triunfo fue tan grande que hasta la Iglesia tuvo que aceptar finalmente el acierto de Galileo y su propio error al condenarlo. Este triunfo conlleva el peligro de haber desalojado un antiguo dogmatismo para poner en su lugar un dogmatismo más eficaz.
Descartes y el descubrimiento de la subjetividad
Países Bajos, 1641, dos mil años después de la escena de la
muerte de Sócrates, un hombre se pone a pensar, en un contexto por completo diferente. Rene Descartes (Francia, 1596-1650), educado en la cultura escolástica dominante en Europa de ese momento, muy apegada a una tradición que considera que la verdad ya está básicamente dada, escrita en los textos canónicos - la verdad sobrenatural, revelada en las Sagradas Escrituras, la verdad natural, establecida en los libros del antiguo filósofo griego Aristóteles-, se convence de que todo lo que en ese marco le han enseñado está viciado de dogmatismo. Simplemente todos parecen creer en la verdad de esos textos porque vienen impuestos por la tradición y respaldados por la iglesia. La iglesia católica es por entonces algo más que la institución que custodia la fe cristiana, ya que concentra entre sus prerrogativas el control de la vida cultural en un sentido muy amplio: la escolástica católica abarca una visión del universo, del destino humano, de la ciencia y las artes, de la moral y la organización social. Descartes se pregunta si puede decirse que sabe de verdad todo eso que ha aprendido y si dispone de algún criterio para separar lo que realmente sabe de lo que apenas repite dogmáticamente porque la sociedad entera lo cree. Lo hace con las debidas precauciones: en ese momento, la iglesia está siendo cuestionada en múltiples frentes, principalmente por la corriente científica encabezada por Galileo Galilei (Pisa, 1564- 1642), matemático, astrónomo y físico que, contra lo que enseña la iglesia en su universidades, sostiene la hipótesis propuesta por Copérnico de que la tierra se mueve alrededor del Sol. La iglesia se aferra a la antigua cosmovisión aristotélica que dice que la fuera está fija en el centro del universo. El principio de autoridad se impone: una teoría es verdadera porque la enseñan los maestros consagrados por la tradición. La verdad se hereda. La iglesia se endurecerá ante el espíritu innovador encarnado por Galileo y condenará sus ideas como heréticas. No sólo quiere defender su visión del universo sino disciplinar a quienes se atrevan a cuestionar el principio de autoridad. Descartes toma nota de los riesgos que implica animarse a pensar por sí mismo. De todos modos lo hace. No sale a la calle, como había hecho Sócrates, a hablar con sus conciudadanos, tampoco se vuelve un proselitista de las nuevas ideas científicas, como Galileo. Descartes se encierra a pensar en sus aposentos, a meditar para sí mismo, aunque deja constancia de esas reflexiones en su libro, Meditaciones Metafísicas (Descartes, René, 1997, Madrid, Alba), escrito en un latín culto que lo pone a resguardo de una divulgación indeseada:
"Hace ya algún tiempo que me he dado cuenta de que desde mis
primeros años había admitido como verdaderas una cantidad de opiniones falsas y que lo que después había fundado sobre principios tan poco seguros no podía ser sino muy dudoso e incierto, de modo que me era preciso intentar seriamente, una vez en mi vida, deshacerme de todas las opiniones que hasta entonces había creído y empezar enteramente de nuevo desde los fundamentos si quería establecer algo firme y constante en las ciencias. (…) “he aguardado hasta alcanzar una edad lo bastante madura como para no poder esperar que haya otra, tras ella, más apta para la ejecución de mi propósito; y por ello lo he diferido tanto, que a partir de ahora me sentiría culpable si gastase en deliberaciones el tiempo que me queda para obrar.
“Así pues, ahora que mi espíritu está libre de todo cuidado,
habiéndome procurado reposo seguro en una apacible soledad, me aplicaré seriamente y con libertad a destruir en general todas mis antiguas opiniones”. (Descartes, 1997, pág. 43)
Descartes ha llegado a la mediana edad y goza de una tranquilidad
económica y una madurez que le permiten sentarse a pensar sin apremios. Es un burgués gentilhombre. Y entonces se pregunta qué es lo que sabe de verdad. Quiere deshacerse de todas las opiniones falsas e inseguras y empezar enteramente de nuevo desde los fundamentos. Ya conocemos esta actitud de pensamiento, nos referimos a ella al comienzo de este capítulo, cuando hablamos del tipo de preguntas que caracterizan a la filosofía. Detrás de su prudencia, el proyecto que Descartes formula es de una enorme ambición: pensar por sí mismo, dejando en suspenso la tradición y lo aceptado por el consenso social. Ir a fondo, sólo aceptar como verdadero lo que no le deje lugar a dudas, lo que se presente ante su mente atenta con evidencia, claridad y distinción. Su meta son las verdades indudables pero su método es la duda: si de algo no está completamente seguro, lo rechazará como si fuera falso. Debe haber algo indudable, aunque todavía no pueda decir qué es. Semejante ambición bastará para que su propósito lo exceda y lo trascienda, pese al cuadro íntimo en que se describe pensando. Se propone reflexionar para darse a sí mismo sus verdades indudables, eludiendo los errores más comunes y tratando de sortear incluso los errores más improbables e imaginativos: dudar de todo, excepto de aquello de lo que dudar sea imposible. Semejante propósito, a la larga, irá más allá de su edificación personal. Descartes va a marcar un hito en la historia de la filosofía, dando inicio, con su proyecto de empezar desde cero, a la modernidad. La tradición quedará abolida y el único tribunal de la verdad será su propia certeza.
Si al comienzo parece partir de un estado de ánimo sereno, a
medida que se interna en sus propias dudas, descubrirá el peligro de pensar solo. ¿Es que acaso pueden estar todos los hombres equivocados? ¿Incluso puede engañarse el a sí mismo en lo que cree ver y pensar? ¿Puede estar viviendo una vida de sueño o de alucinación? Por ese camino, al advertir que parece no encontrar ninguna certeza, nada evidente y seguro, ni lo que le enseñaron, ni lo que percibe o piensa, admitirá su angustia. Tiene la sensación de haber caído en aguas profundas y no se siente capaz ni de hacer pie en el fondo ni de salir a la superficie. El riesgo que ha querido evitar en el mundo exterior lo estará esperando en el rincón más cálido de su interioridad.
Y cuando parezca ser posible dudar de todo, de pronto descubrirá
ese punto arquimédico sobre el que se apoyará toda la filosofía moderna, de ahí en más. “Al menos ¿yo no soy acaso algo?” (Descartes, 1997, pág. 52) . Mediante la duda es posible poner en crisis todas las certezas anteriores, pero aun así, el yo que duda, el que se angustia, el que no sabe si posee alguna certeza, en el mismo momento en que duda, está pensando, lo cual implica que existe: Pienso, ergo soy. Esta pequeña fórmula de pensamiento reconfigurará la tarea de la filosofía en los siglos siguientes. Yo puedo estar percibiendo el mundo real tal como es o puedo percibirlo de un modo erróneo; puedo estar soñando, mi mente puede estar desquiciada por alguna falla congénita de la que no puedo percatarme: todo eso es dudoso, pero aún en las hipótesis más extremas, soy yo el que está dudando, con lo cual: yo soy. Descartes incluye en la zona de las percepciones no seguras las ideas que me formo del mundo y de mí mismo: quizás no sea el que creo percibir, quizás el mundo sea distinto y mis percepciones estén plagadas de errores que ni siquiera puedo detectar, pero aun así, de todos esos objetos dudosos no hay duda que yo los estoy percibiendo. De este modo, queda descubierta la subjetividad: el yo que piensa, que puede engañarse acerca de todo menos de que está pensando. Yo soy el sujeto que percibe, observa, sueña, juzga, se engaña, razona, se equivoca: en todos esos casos soy un sujeto pensante y de eso no puedo dudar. Puedo dudar acerca de que esos objetos que percibo quizás no sean así como los percibo; quizás incluso solo los esté soñando; o puede que no, que sean tal como los percibo. Lo cierto en todo esto es que yo los percibo. Como objetos de mi pensamiento ellos existen, aunque no puedo estar aún seguro de que más allá de mí ellos existan por sí mismos.
La Segunda Meditación en la que Descartes hace este prodigioso
descubrimiento filosófico tiene un título que establece el programa de toda la filosofía moderna: “De la naturaleza de la mente humana: que es más fácil de conocer que el cuerpo” (Descartes, 1997, pág.51). El pensamiento moderno se caracteriza por esta certeza de que el yo, el sujeto cognoscente, es lo más cercano y lo más seguro, lo inmediato y por ende lo más cognoscible. El mundo exterior, incluidas cosas y personas, la naturaleza y la tradición, todo puede ser dudoso y solo tiene existencia segura en el campo de mi propia subjetividad. El sujeto se conoce a sí mismo directamente, en sus pensamientos; y conoce a los objetos indirectamente, a través de sus propios pensamientos. Los objetos del mundo son, ante todo, objetos pensados por mí. Desde ese momento, la filosofía moderna quedará frente a un problema crucial: si estoy seguro de mi propia subjetividad, ¿cómo puedo estar seguro de la objetividad de mis percepciones? ¿Cómo puedo saber que las cosas son tal como yo las percibo?
Descartes tendrá una respuesta que no viene al caso desarrollar
aquí, y que será ciertamente muy discutida por toda la posteridad. Sin embargo, durante los siglos de la modernidad ningún filósofo, ni los racionalistas, ni los empiristas, ni los criticistas ni los idealistas, podrán sustraerse a la pregunta: ¿cómo es posible conocer una realidad objetiva más allá de mi subjetividad? El problema crucial de la filosofía moderna será el problema de la validez objetiva de mi conocimiento y para él cada filósofo tendrá una salida diferente. No obstante, todos se moverán en ese territorio que Descartes delimitó al comienzo de esta era: el yo. Con sus diversas denominaciones: la subjetividad, la conciencia, el entendimiento, la razón, la percepción, el espíritu. Basta con repasar los títulos de los grandes libros de la filosofía moderna para advertir que, aun los adversarios más enconados de Descartes, van a seguir explorando el ámbito de la subjetividad: Hume (Ensayo sobre el entendimiento humano), Kant (Crítica de la razón pura), Hegel (Fenomenología del espíritu) y así sucesivamente: en la modernidad ese yo que Descartes descubrió parece ser el ámbito de una exploración infinita.