Sei sulla pagina 1di 4

Eduardo Pellejero

Miedo de la filosofía
El escándalo del pensamiento

¿Cómo no ser gobernado así, en nombre de esos principios, en


vista de tales objetivos y por medio de tales procedimientos, no
de esa forma, no para eso, no por ellos?

Michel Foucault

No estoy seguro de que, tal como es el caso de las ciencias humanas, la filosofía sea un
sistema de conocimientos. Pero la filosofía como cuidado de sí y de los otros ligado al
pensamiento atraviesa su definición desde la antigüedad y, en ese sentido, comporta un
valor imponderable. Filosofar no es, como habrían pretendido los sofistas, adquirir un saber,
un saber hacer, una sophia, sino ponerse en cuestión a sí mismo y, a través de ese
cuestionamiento de sí mismo, poner en cuestión a los demás1.
Esa práctica filosófica, claro, en tanto modo de estar en la vida, no pasa desapercibida
a los ojos de la no-filosofía, y aparece muchas veces, a los ojos de la multitud, como una
cosa ridícula, o por lo menos bizarra. Platón llegó a introducir, incluso, una palabra especial
para expresar, de forma sintética y adecuada, la personalidad de Sócrates tal como era
percibida por sus conciudadanos: atopía2.
La atopía califica la locura y la extravagancia de Sócrates, que, siempre fuera de lugar,
parece no estar ni en el mundo ni fuera del mundo. Tanto en el cuestionamiento de sí
mismo como en el cuestionamiento de los otros, Sócrates es visto como un extraño en la
ciudad: “Los atenienses no llegan a entender su invitación a poner en cuestión los valores y
las maneras de ser y de actuar, que ven como una ruptura radical con las formas de la vida
cotidiana, con los hábitos y las convenciones de la vida corriente, con el mundo que les es
familiar” (Hadot, 1996, p. 66).
Al mismo tiempo, todos los testimonios que guardamos de Sócrates lo presentan como
un hombre que participa activamente en la vida de la ciudad. Sócrates se dirige a quien
encuentre en la calle, y, incluso cuando tome distancia de la opinión y se confronte con el
poder, no deja de sujetarse a las leyes y a las costumbres de la ciudad (cumple con los ritos,
participa de las batallas, acata las sentencias de los magistrados). Lo que choca a sus
contemporáneos es el modo en que hace todo eso: “en su ausente presencia, en su
obediencia irrespetuosa, Sócrates tiene una manera de obedecer que es una forma de
resistir, del mismo modo que Aristóteles desobedece decente y dignamente. Todo lo que
Sócrates hace se ordena según ese principio secreto que en vano se busca captar. Siempre
culpado por exceso o por defecto, siempre más simple y menos sumario que los otros, más
dócil y menos complaciente, causa malestar, infringiendo a los atenienses la imperdonable
ofensa de hacerlos dudar de sí mismo” (Merleau-Ponty, 1962, p. 53)3.
En el fondo, Sócrates se encuentra siempre fuera de orden, no es posible ponerlo en su
lugar, está en permanente estado de desacato – incluso cuando se coloca en manos de la ley
no se curva ante ella. Como sugiere Pierre Hadot (1996, p. 66), en su cuidado de sí y de la
ciudad, “Sócrates está al mismo tiempo fuera del mundo y en el mundo, trascendente a los
hombres y a las cosas por su exigencia moral y por el compromiso que implica, pero
mezclado con los hombres y las cosas, porque sólo puede haber verdadera filosofía en el
seno de la vida cotidiana”.
Durante toda la antigüedad, Sócrates fue el modelo del filósofo, y su carácter atópico
permeó la mayor parte de las caracterizaciones de la filosofía (Domanski, 1996, p. 21). Ya
sea indagando la realidad última de las cosas, ya sea problematizando los verdaderos
valores e intentando establecer su justa graduación, ya sea formulando preceptos para la
vida y la convivencia, ya sea incorporándolos en su propia práctica, la filosofía siempre fue
vista como atópica y paradojal.
Eso quiere decir que el extrañamiento ante la filosofía remonta a sus orígenes y se
propaga a lo largo de toda su historia. Entre la sabiduría y la ignorancia, la filosofía no
encuentra su lugar ni en el mundo de los insensatos ni en el mundo de los sabios. Y, de
forma general, se sitúa en su tiempo, pero contra el tiempo, sin salir del tiempo, en favor de
un tiempo por venir4.
Excéntrico, siempre desigual a sí mismo, “sin fuego ni lugar, como Eros y Sócrates”
(Hadot, 1996, p. 81), el filósofo toma posición de ese modo singular en relación al mundo y
a la época – pero nunca se queda quieto.

Más cerca de nosotros, Gilles Deleuze propone una determinación de la filosofía como
crítica que, todavía hoy, puede ayudarnos a pensar en el valor que la filosofía tiene o puede
tener para las sociedades en las que vivimos – en una determinación que, ciertamente,
depende del carácter atópico de la misma.
Ya en “Simulacro y filosofía antigua”, un ensayo de 1969, hablando de Lucrecio,
Deleuze afirmaba que el objeto especulativo y práctico de la filosofía es la crítica práctica
de todas las mistificaciones y la deconstrucción de las ilusiones que están en el origen de
las pasiones tistes. Esa crítica, indexada al naturalismo epicureísta, no se opone ni a las
costumbres ni a las instituciones, pero se opone terminantemente a los mitos, a los
fantasmas, a las supersticiones: “Al describir la historia de la humanidad, Lucrecio nos
presenta una especie de ley de compensación: la desdicha del hombre no proviene de sus
costumbres, de sus convenios, de sus inventos ni de su industria, sino de la parte del mito
que ahí se mezcla. Los acontecimientos que ocasionan la desdicha de la humanidad no son
separables de los mitos que los tornan posibles” (Deleuze, 1969, p. 323). El objeto de la
filosofía consistiría en distinguir, en todas partes, todo aquello que proviene del mito,
consistiría en denunciar la ilusión donde se encuentra. De ahí que, a quien pregunta para
qué sirve la filosofía, sea preciso responder: “¿qué otro interés puede tener la filosofía que
no sea el de erigir la imagen de hombre y mujeres libres, y denunciar todas las fuerzas que
tienen necesidad del mito y de la inquietud del alma para asentar su potencia?” (ibidem).
La empresa de desmitificación continúa a ser uno de los trazos fundamentales en la
lectura deleuziana de Espinosa, para quien el hecho de que los seres humanos sean
propensos a creer en cualquier cosa coloca uno de los problemas más importantes de la
filosofía política. La superstición es todo lo que nos mantiene separados de nuestra potencia
de actuar y no deja de disminuirla; luego, constituye el medio más eficaz de gobernar, en la
medida en que, engañando a los hombres y disfrazando el miedo con el cual se quiere
controlarlos, hace que “luchen por su esclavitud como si se tratase de su salvación, y no
consideren una ignominia, sino la máxima honra, dar su sangre y su alma para orgullo de
un hombre apenas” (Espinosa, 1986, p. 64). De ahí que la tarea práctica del filósofo
consista en denunciar todas las mistificaciones, todas las supersticiones, sea cual sea su
origen – “tal como Lucrecio, Espinosa sabe que no hay mito o superstición dichosos”
(Deleuze, 1981, p. 13). La superstición amenaza todas las empresas de la humanidad. El
mito amenaza todas las empresas de la humanidad.
La determinación deleuziana de la filosofía como crítica encuentra su figura definitiva
en Nietzsche. La filosofía nietzscheana de los valores es para Deleuze la realización de la
filosofía como crítica: empresa de desmitificación y postulación acabada de un pensamiento
a martillazos, que rompe, de una vez por todas, con todos los compromisos que la filosofía
supo contraer, a lo largo de su historia, con el estado y las iglesias, con el poder y el saber.
Quiere decir que con Nietzsche la desmitificación ya no se limita a descubrir lo que se
oculta por detrás de las supersticiones políticas y religiosas, sino que alcanza el corazón del
pensamiento, exigiendo una génesis de la propia razón, del entendimiento y de sus
categorías, una génesis – incluso – de la propia verdad. Los valores no están dados sino que
deben se construidos. Lo común no está dado, hay que hacerlo.
Esa apuesta, en la cual se articulan la genealogía de lo que somos y la fabulación de lo
que estamos en vías de devenir, será redoblada por los últimos trabajos de Michel Foucault.
Y con Foucault retorna Sócrates mascarado de Nietzsche. Foucault (1996, p. 71-104)
considera que la modernidad establece una relación sagital con la actualidad, definiendo un
ethos filosófico caracterizado como crítica permanente de nuestro ser histórico, esto es,
como “crítica de lo que decimos, pensamos y hacemos, a través de una ontología histórica
de nosotros mismo”. Se trata, una vez más, de la problematización de los modos en que nos
constituimos históricamente como sujetos del saber y del poder, pero al mismo tiempo de la
exploración de caminos para la ruptura con las líneas de esa descendencia histórica.
Luego, lo propio de la filosofía consiste en encarar nuestra situación, no como un
resultado, sino como singularidad: “Lo actual no es lo que somos, sino antes lo que nos
tornamos, lo que nos estamos tornando, esto es, lo Otro, nuestro devenir-otro. El presente,
al contrario, es lo que somos y, por eso mismo, lo que ya dejamos de ser” (Deleuze-Guattari,
1991, p. 108). Esa consideración intempestiva, que “no tiene como objeto contemplar lo
eterno, ni reflexionar sobre la historia, sino diagnosticar nuestros devenires” (ibidem),
coloca a la filosofía, una vez más y como siempre, fuera de lugar.

No sé si es posible escapar al poder a través del saber. Pero en su gesto paradojal la


filosofía posee una potencia suspensiva fundamental, que abre el pensamiento no apenas a
lo que es, sino también a lo que no es, quiero decir, a lo que todavía no es, a lo que podría
ser. Si existen modos de desconectar el crecimiento de nuestras capacidades de la
intensificación de las relaciones de poder, uno de esos modos pasa necesariamente por la
filosofía – por la filosofía pensada, no como sistema de pensamiento, sino como modo de
cuidar de sí y de los otros, esto es, de colocarse en causa a sí y a los otros, sin imágenes de
un objeto o un fin a alcanzar. Sólo eso debería ser suficiente para que defendiésemos la
filosofía con la misma convicción con la que defendemos la democracia.
De resto, de la obediencia irrespetuosa de Sócrates a la indocilidad reflexiva
foucaultiana, el juego que juega la filosofía no ha mudado demasiado en los últimos
veinticinco siglos. Y, en esa medida, no debe asombrarnos que continúe a suscitar el
extrañamiento, la desconfianza y, en última instancia, el miedo. Tampoco que continúe
muchas veces a pesar sobre ella la amenaza de la censura, del anatema, de la persecución.
Excomulgado de la comunidad judaica de Ámsterdam por sus escritos, poco después
de que un fanático intentara asesinarlo, Espinosa se radica en Leyde para proseguir con sus
estudios de filosofía. Sus biógrafos cuentan que conservaba su saco perforado por la
cuchillada, cerca de sí, para no olvidar que la filosofía no siempre es apreciada por las
personas. Pensar es peligroso. A pesar de eso, Espinosa no dejó de hacerlo ni en las peores
circunstancias.
Recordando su vida y su compromiso, Deleuze escribió (1996, p. 9): “En cuanto el
pensamiento es libre, por tanto vital, nada está comprometido; pero cuando deja de serlo,
todas las demás opresiones se tornan igualmente posibles, y, una vez realizadas, cualquier
acción se torna culpable, y toda la vida amenazada”.

Notas
1
Cf. Hadot, 1995; p. 57. Cf. Domanski, 1996; p. 5.
2
Cf. Domanski, 1996, p. 20. Cf. Platón. O banquete. Rio de Janeiro: Edipro, 2012; 214e-222b.
3
El texto de Merleau-Ponty continúa: “En la vida diaria, en la asamblea popular, tal como en el
tribunal, está presente de una forma que impide cualquier censura. Nada de elocuencias, de discurso
preparado, porque sería dar la razón a la calumnia, entrando en el juego de la falta de respeto. Pero
tampoco nada de provocación, porque sería olvidar que, en cierto sentido, los otros no pueden
juzgarlo de forma diferente de aquella. Al mismo tiempo, la filosofía que lo obliga a comparecer
ante los jueces lo torna diferente de ellos; lo lleva ante ellos y lo separa de sus preconceptos”
(Merleau-Ponty, 1962, p. 53-54).
4
Cf. Nietzsche, 2014.

Potrebbero piacerti anche