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UNIVERSIDAD DE LA HABANA

Facultad de Derecho

DERECHO PROCESAL
PARTE GENERAL

Dr. Juan Mendoza Díaz


Profesor Titular de Derecho Procesal
INDICE

Abreviaturas utilizadas -----------------------------------------------------


Prefacio----------------------------------------------------------------------------
CAPITULO I.- EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL DERECHO
PROCESAL. DOCTRINA Y DERECHO POSITIVO------------------
SUMARIO: 1. Introducción. 2. El Proceso romano. 3. El proceso común
medieval. 4. El Derecho de Indias. Extensión del proceso español en
América. 5. Las reformas procesales europeas del Siglo XIX. 6. La
escuela italiana. 7.-La codificación española del XIX. El tránsito del
procedimentalismo al procesalismo moderno. 8. La evolución del
Derecho Procesal en América Latina. 9. Origen y evolución del Derecho
Procesal en Cuba

CAPÍTULO II. INSTITUCIONES BÁSICAS DEL DERECHO


PROCESAL----------------------------------------------------------------------
SUMARIO: 1.Concepto y contenido del derecho procesal. 2. Derecho
material y derecho procesal. 3. Naturaleza del Derecho Procesal. 4.
Ramas del Derecho Procesal. 5.Las fuentes formales del Derecho
Procesal; 5.1. Las fuentes formales en el sistema jurídico en general;
5.2. Las fuentes formales en el Derecho Procesal Civil; 5.2.1. La Ley;
5.2.2. Las interpretaciones de las leyes emanadas del Consejo de
Estado; 5.2.3. Las instrucciones de carácter obligatorio dictadas por el
CGTSP, que recogen la experiencia de la actividad judicial en la
interpretación y aplicación de la ley; 5.2.4. Las decisiones adoptadas por
el CGTSP al evacuar consultas de los tribunales sobre conflictos entre
leyes y otras disposiciones de rango normativo inferior; 5.3. Las fuentes
formales del Derecho Procesal Penal; 5.4. Las demás fuentes. 6.
Vigencia de las leyes procesales en el tiempo. 7. Eficacia de las leyes
procesales en el espacio; 7.1. Eficacia en el espacio de las leyes
procesales civiles y de familia; 7.2. Eficacia en el espacio de las leyes
procesales penales; 7.3. Eficacia en el espacio de las normas procesales
arbitrales. 8. Interpretación de las normas procesales.

CAPÍTULO III. LA JURISDICCIÓN----------------------------------------


SUMARIO: 1. Concepto de jurisdicción. 2. Distinción entre función
jurisdiccional y función judicial. 3. Clasificación de la jurisdicción; 3.1.
Jurisdicción judicial. Jurisdicción contenciosa y jurisdicción voluntaria;
3.2. Jurisdicción nacional y jurisdicción extranjera; 3.3. Jurisdicción
constitucional; 3.4. Jurisdicción administrativa; 3.5. Jurisdicción laboral;
3.6. Jurisdicción arbitral; 3.7. Jurisdicción arbitral internacional de
inversiones; 3.8. Jurisdicción universal. 4. Principios que informan la
actividad jurisdiccional; 4.1. Delimitación conceptual de los principios;
4.2. Unidad jurisdiccional; 4.3. Independencia e imparcialidad; 4.4.
Participación popular en la administración de justicia; 4.5. Derecho al
juez natural, legal o predeterminado; 4.6. Exclusividad; 4.7. Non liquet

CAPÍTULO IV. LA ACCIÓN-------------------------------------------------


SUMARIO: 1. Origen y evolución de la acción; 2. Concepto de acción. 3.
Clasificación de las acciones; 3.1. Acciones penales; 3.2. Acciones
civiles, mercantiles y familiares. 4. Ejercicio de la acción en los
diferentes ámbitos jurisdiccionales; 4.1. El ejercicio de la acción en el
ámbito que regula la LPCALE; 4.1.1. Control de admisibilidad de la
pretensión; 4.2. Ejercicio de la acción en el proceso penal
CAPÍTULO V. EL PROCESO----------------------------------------------
Sumario: 1. Concepto de proceso. 2. Naturaleza jurídica del proceso. 3.
El objeto del proceso. 4. Constitución de la relación jurídico procesal. 5.
Proceso y procedimiento. 6. Clases de proceso; 6.1. Conforme a su
tratamiento normativo; 6.2. Proceso de conocimiento y proceso de
ejecución; 6.3. Procesos declarativos, constitutivos y de condena. 7.
Efectos del proceso. La cosa juzgada; 7.1. Efectos de la cosa juzgada;
7.2. La cosa juzgada en el ámbito no penal; 7.3. La cosa juzgada en el
ámbito penal; 7.4. Extinción de la cosa juzgada

CAPÍTULO VI. LOS PRINCIPIOS GENERALES DEL


PROCESO-----------------------------------------------------------------------
SUMARIO: I.-Cuestiones generales. II. Principios del proceso; 1.
Principios relativos a la estructura del proceso; 1.1. Principio de
contradicción; 1.2. Principio de igualdad. 2. Principios relativos al objeto
del proceso; 2.1. Dispositivo material y oficialidad; 2.2. Principio de
legalidad y principio de oportunidad; 2.3. Principio inquisitivo y principio
acusatorio; 2.3.1. Delimitación de los órganos que realizarán la
investigación y el juicio oral; 2.3.2. Imposibilidad de que exista juicio
oral sin acusación; 2.3.2. Correlación entre acusación y sentencia. 3.
Principios relativos a la introducción de los hechos; 3.1. Aportación de
parte e investigación judicial. 4. Principios relativos a la valoración de la
prueba; 4.1. Prueba tasada y libre valoración; 4.2. Presunción de
inocencia. 5. Principios relativos al régimen cautelar; 5.1. Presupuestos
de las medidas cautelares; 5.2. Instrumentalidad; 5.3. Jurisdiccionalidad;
5.4. Provisionalidad; 5.5. Variabilidad; 5.6. Proporcionalidad. 6.
Principios relativos al régimen de los recursos; 6.1. Doble o único
juzgamiento; 6.2. El agravio; 6.3. Prohibición de la reformatio in peius.
III. Principios del procedimiento. 1. Principios relativos al impulso y
desarrollo de las actuaciones; 1.1. Dispositivo procesal; 1.2. Impulso
procesal de oficio; 1.3. Preclusión y unidad de audiencia. 2. Principios
relativos a la forma de las actuaciones; 2.1. Oralidad y escritura. 3.
Principios relativos a la relación del órgano jurisdiccional con los
hechos del proceso; 3.1. Mediación e inmediación. 4. Principios relativos
a la comunicación de las actuaciones; 4.1. Publicidad y reserva.

CAPÍTULO VII. LOS SUJETOS DE LA RELACIÓN PROCESAL


SUMARIO: I. El órgano jurisdiccional. 1. Delimitación conceptual de los
sujetos del proceso: el órgano jurisdiccional. 2. Organización e
integración de los tribunales. 2.1. Los jueces. 3. La distribución del
trabajo jurisdiccional. La competencia; 3.1. La competencia en el orden
civil y familiar; 3.2. La competencia en el orden penal; 3.2.1.Competencia
por criterios ratione personae; 3.2.2. Competencia por razones de
naturaleza cuantitativa; 3.2.3. Competencia por la naturaleza del delito o
la cuestión a conocer; 3.2.4. La competencia por razón del territorio;
3.2.5. Cuestiones de competencia derivadas del territorio o de la
conexidad delictiva; 3.2.6. La extensión de la competencia penal. II. Las
partes. 1. Concepto. 2. Las partes en el proceso civil. Los terceros; 2.1.
Capacidad para ser parte; 2.2. Capacidad procesal; 2.3. La legitimación;
2.4. Postulación procesal; 2.4.1. La prestación de los servicios de
abogacía. 3. Las partes en el proceso penal; 3.1. Partes acusadoras. El
fiscal; 3.2. Otras partes acusadoras. 4. El imputado o acusado; 4.1.
Capacidad, legitimación y postulación en el proceso penal. 5. El tercero
civilmente responsable

CAPÍTULO VIII. LOS ACTOS PROCESALES------------------------


SUMARIO: 1. Hechos y actos jurídicos. 2. Hecho y acto jurídico procesal.
3. Requisitos de los actos procesales; 3.1. Sujetos; 3.2. Objeto; 3.3.
Lugar; 3.4. Tiempo; 3.5. Forma. 4. Clasificación de los actos procesales;
4.1. Actos procesales de iniciación, de desarrollo y de conclusión; 4.2.
Actos procesales de las partes y del tribunal; 4.2.1. Actos procesales de
las partes; 4.2.2. Actos procesales del tribunal; 4.2.2.1. Providencias,
autos y sentencias; 4.2.2.2. Actos procesales de comunicación; a.
Notificación; b. Citación; c. Emplazamiento; d. Requerimiento 5. Nulidad
de los actos procesales. 6. Formas procesales que propician la nulidad

CAPÍTULO IX: EL PROCEDIMIENTO ARBITRAL------------------


SUMARIO: 1. Introducción. 2. Régimen jurídico general del arbitraje en
Cuba. 3. Régimen jurídico especial del arbitraje en Cuba; 3.1. Principios
generales. 4. Papel de los órganos jurisdiccionales en cuanto al
apoyo/control del arbitraje. 5. Régimen convencional. 6. Tipos de
arbitraje recogidos en la normativa arbitral del país. 7. Convenio arbitral;
7.1. Significado y régimen jurídico; 7.2. Forma; 7.3. Efectos del convenio
arbitral; 7.4. Incorporación por referencia de un convenio arbitral; 7.5.
Separabilidad del convenio arbitral; 7.6. Validez del convenio arbitral. 8.
Arbitrabilidad de la disputa sometida a arbitraje. 9. Los árbitros; 9.1.
Número y nacionalidad de los árbitros. 10. Control de la competencia
por los árbitros. 11. Honorarios. 12. El proceso arbitral; 12.1. Principios
generales; 12.2. Desarrollo del procedimiento arbitral; 12.3. Las pruebas
en el procedimiento arbitral. 13. Adopción de medidas cautelares por los
árbitros. 14. Terminación anormal del arbitraje. 15. Las resoluciones
arbitrales; 15.1. El laudo arbitral. 16. La ley aplicable al fondo de la
disputa. 17. Acción de nulidad del laudo arbitral; 17.1. Naturaleza y
procedimiento; 17.2. Motivos por los que procede la nulidad del laudo.
18. Ejecución del laudo. 19. Reconocimiento y ejecución de laudos
arbitrales extranjeros. 20. El supuesto específico del arbitraje de
inversiones. 20.1. Base normativa: Convenios bilaterales
ABREVIATURAS UTILIZADAS

AAVV Autores varios


CC Código Civil de Cuba, de 16 de julio de 1987
CF Código de Familia de Cuba, de 14 de febrero de 1975
CP Código Penal de Cuba, de 29 de diciembre de 1987
CT Código de Trabajo de Cuba, de 20 de diciembre de 2013
DLEC Derogada Ley de Enjuiciamiento Civil española, de 3 de febrero
de 1881
LECRIM Ley de Enjuiciamiento Criminal española, de 14 de septiembre de
1882
VLEC Vigente Ley de Enjuiciamiento Civil española, de 6 de enero del
2000
PREFACIO
La decisión adoptada por las universidades cubanas de estructurar los estudios
del Derecho Procesal desde una perspectiva integradora, impuso la necesidad
de elaborar un texto que sirviera de apoyo al estudio de la parte general de la
disciplina, cuya misión es explicar las principales categorías y principios que
permitan al alumno enfrentar posteriormente el Derecho Procesal Civil y el
Derecho Procesal Penal.

Quisimos aprovechar la oportunidad para incorporar también, aunque de forma


parcial, el análisis de algunas instituciones del procedimiento arbitral, materia
que otrora era competencia del Derecho Procesal Civil, en tiempos en que el
procedimiento arbitral estaba contenido en las normas procesales civiles. La
regulación del arbitraje en leyes especiales provocó que su estudio saliera de
los contenidos propios de la asignatura y comenzara a ser atendido
esencialmente por los cultores del Derecho Internacional Privado, con las
herramientas propias de esa disciplina, y con un mayor acento en las normas
de naturaleza sustancial. Es nuestro propósito complementar, desde la
perspectiva procesal, el estudio del arbitraje, como una forma alternativa de
solucionar los conflictos, a fin de lograr que los alumnos egresen con una visión
más amplia de una institución que se ha impuesto en múltiples ámbitos de la
vida social y está presente no solo en los conflictos comerciales
internacionales, sino en el ámbito de las relaciones laborales, de familia, de
consumo, etc.

La salida de este libro se ha demorado más de lo necesario, razón por la cual


mis disculpas y al mismo tiempo mi agradecimiento a todos los profesores que
en las diferentes universidades del país tuvieron que asumir la docencia de
esta nueva asignatura sin poseer un texto que les sirviera de apoyo esencial
para su trabajo.

Agradecer también al colectivo de la asignatura en la Universidad de La


Habana, muchos de los cuales se unieron al Derecho Procesal desde que eran
bisoños estudiantes y se han mantenido fieles a la disciplina, enriqueciendo
con sus investigaciones los contenidos que aquí abordamos, entre los que se
destacan Carlos DÍAZ TENEREIRO, Ariel MANTECÓN RAMOS, Danilo RIVERO
GARCÍA, Carmen HERNÁNDEZ PÉREZ, Mario RIVERO ERRICO, Eilsel PÉLAEZ
VARONA, Yenisey RODRÍGUEZ MÉNDEZ, Jané MANSO LACHE, Laura GONZÁLEZ
CHAU, Camila ROCA CHAVECO, Isis SANTOS QUIÁN y Luis Alberto HIERRO
SÁNCHEZ.

No es un olvido que en esa lista omitiera a la Dra. Ivonne Pérez Gutiérrez, pues
para ella va mi agradecimiento mayor. La amistad que nos une desde hace
muchos años la “obligó” a revisar y corregir una gran parte de los trabajos que
he publicado en estos años y durante el tiempo que se extendió la vacatio de
este libro, fueron sus Apuntes, tomas en mis conferencias y enriquecidos por
ella, los que sirvieron de apoyo bibliográfico a los profesores de la asignatura.
Esta inestimable ayuda suya tenía otrora solo el componente de la amistad,
ahora que es una destacadísima docente universitaria, profesora titular, doctora
en Derecho y dueña por derecho propio de un área de conocimiento, tiene
también en adición a la amistad, el componente de la modestia. Cada palabra
de este texto ha pasado por su implacable, digo, impecable revisión, por lo que
asume conmigo los pocos méritos del trabajo, pero también sus deficiencias.

Juan Mendoza Díaz


Profesor Titular de Derecho Procesal
CAPITULO I.- EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL DERECHO PROCESAL.
DOCTRINA Y DERECHO POSITIVO
SUMARIO: 1. Introducción. 2. El Proceso romano. 3. El proceso común medieval. 4. El
Derecho de Indias. Extensión del proceso español en América. 5. Las reformas
procesales europeas del Siglo XIX. 6. La escuela italiana. 7.-La codificación española del
XIX. El tránsito del procedimentalismo al procesalismo moderno. 8. La evolución del
Derecho Procesal en América Latina. 9. Origen y evolución del Derecho Procesal en
Cuba

A las cosas que son feas, ponles un poco de amor


Teresita Fernández

1. Introducción

El Derecho Procesal, a diferencia de otras ramas del Derecho, tiene un origen


científico relativamente reciente. Es un lugar común en la doctrina adjudicar a
Alemania, en las postrimerías del Siglo XIX, el mérito de ser donde se gestó el
movimiento que aportó los fundamentos teóricos que sustentan el carácter
científico de esta disciplina, pero como dijera el maestro ALCALÁ-ZAMORA, el
proceso como realidad es muy anterior al proceso como literatura.

El camino recorrido, desde las formas primitivas de administrar justicia hasta la


conformación de un sistema de conocimientos y categorías interrelacionadas,
que posibilita hablar de una ciencia fue largo y ha sido dividido en diferentes
períodos convencionales. Uno de los criterios más aceptados es el que marca
la existencia de determinados hitos en el devenir histórico del Derecho
Procesal, a saber:

 La etapa primitiva y el período romano-germano


 El proceso común medieval
 La etapa de la codificación napoleónica
 La aportación de la doctrina alemana de finales del Siglo XIX y su
posterior evolución
 El derecho procesal contemporáneo
En la generalidad de las culturas originarias, tanto europeas, asiáticas como
americanas, la solución de los conflictos encontró cauce primeramente como
un arreglo privado, caracterizado generalmente por la imposición de la fuerza,
con mayor o menor cuota de violencia. La solución de las controversias
encontró paulatino asidero en terceros, ya sea la familia, la tribu u órganos
específicos dentro de esta, lo que derivó en una función que de forma regular
realizaban determinadas personas, generalmente asociado al prestigio de que
se disfrutara dentro del colectivo. Esta actividad se ritualizó progresivamente y
sin que sea posible hablar de proceso, tal y como lo concebimos en la
actualidad, es el origen de esta actividad.

Sin que existieran diferencias entre cuestiones penales o civiles, la actividad de


administrar justicia se hizo cada vez más una función en manos de personas
específicas, así vemos que en algunas culturas como la germana fueron los
escabinos, quienes eran compañeros del grupo social que asumían la función
de lograr un fallo que se tornaba vinculante para los contendientes. Esta
función derivó cada vez más hacia el poder constituido, generalmente el rey.

En el proceso de formación de los actuales sistemas de enjuiciamiento de los


países de la denominada cultura occidental, se identifican los aportes de los
antecedentes griegos, germanos y romanos, cada uno de ellos con sus propias
aportaciones, que van desde el modelo de enjuiciamiento griego, público y
contradictorio, pasando por el germano, donde la administración de justicia era
una actividad bélica de naturaleza divina, frente al romano, más racionalista y
pragmático. Estos modelos se interrelacionaron entre sí, pero es el proceso
romano el que mayor influjo tuvo hacia la modernidad, a partir de la recepción
de sus instituciones en la baja edad media, razón por la cual se le identifica
como referente de estudio, por la influencia que tiene para la cultura europea y,
consecuentemente, para la americana.

2. El Proceso romano

Se debe a la Escuela Histórica Alemana o Pandectística inicialmente, y luego a


la doctrina italiana, el desentrañar las particularidades del proceso romano,
basado en lo que modernamente se conoce como derecho subjetivo y que los
romanos identificaban como el ius. Esta categoría define una especie de
campo de autonomía individual procesalmente protegible, en el que el individuo
puede con determinado acierto imponer su voluntad. Si bien en una
primerísima etapa este interés podía estar circunscrito a cuestiones de tipo
familiar o incluso a los aspectos de tipo penal, posteriormente derivó hacia un
interés de tipo económico, de tal suerte que lo que se pide en protección no es
tan solo la defensa de una autonomía volitiva, como de un interés económico
cuantificable, pues los romanos partían del presupuesto de que todo derecho
tenía en potencia la posibilidad de convertirse en un valor patrimonial.

El proceso romano es el reflejo de la evolución paulatina del régimen


económico y social de ese pueblo, por lo que los cambios que se produjeron
son el resultado de las contradicciones internas del sistema político y no se
sucedieron de forma brusca, sino progresiva, a través de las diferentes etapas
históricas, que a efectos de mayor comprensión docente dividimos en:
Monarquía (735-510 a.n.e.), República (510-27 a.n.e.) e Imperio (27 ane-476
n.e.).

El proceso romano, al igual que el griego, conoció de la división entre asuntos


de naturaleza pública o privada, aunque al inicio esta diferenciación no era tan
pronunciada. Ya en la época de la República es que comienzan a distinguirse
el proceso civil y el penal en Roma; los asuntos penales de naturaleza pública
se diferenciaron paulatinamente y solo quedó en el plano procesal privado
determinadas modalidades delictivas asociadas al honor y la familia.

El primer momento en la evolución del proceso romano, conocido por legis


actiones, estuvo marcado por un juzgamiento dividido en dos fases procesales,
una primera que se desarrollaba ante el magistrado (in iure) y una segunda a
cargo del juez (in iudicio). El proceso de acciones de la ley se caracterizó por
su forma rígida, ya que existía un número limitado de acciones cuyo uso era
potestad de los aristócratas, por ser los conocedores del proceder adecuado
para su invocación. Era la Ley quien definía las cinco originarias acciones
existentes; de ahí su nombre de acciones de ley.
Las originarias acciones reguladas en la Ley eran: legis actio sacramento; legis actio
per iudicis postulationem; legis actio per condictionem; legis actio per manus
iniectionem y legis actio per pignoris capionem; (por sacramento, por petición del juez,
por intimación, por imposición de la mano y por toma de prenda). Debe recordarse que
en esta primera etapa aún no estaba en uso la práctica, luego generalizada, de que los
pretores, mediante edictos, introdujeran nuevos tipos de acciones; labor que se
corresponde con momentos posteriores del procedimiento civil romano (SCIALOJA).

En esta etapa inicial del procedimiento romano la acción distinguía el aspecto


exterior de la actuación de quien acudía al tribunal. Estaba muy lejos en este
momento de definir al derecho reclamado, se trataba de un concepto
eminentemente procedimental, utilizado para identificar el medio a seguir para
reclamar en juicio, era más bien una forma de proceder, una serie de fórmulas
y comportamientos preestablecidos en la propia Ley, cuyo conocimiento era
reservado a determinadas personas de elevado nivel social. Las acciones de la
ley abarcaban tanto el ámbito del derecho civil, como los conflictos penales, en
esta etapa aún de naturaleza privada.

El proceso penal romano fue paulatinamente abandonando su carácter privado,


para adaptarse a la naturaleza de las relaciones penales y a la tutela de los
intereses colectivos, por lo que entró en el plano de lo público, pero no fue
hasta la adopción de las XII Tablas, ya en época republicana, en que se
clarifica la distinción entre hechos punibles de carácter privado, que se
mantuvieron en el mismo plano procesal que los asuntos civiles y delitos de
naturaleza pública, de mayor gravedad por la lesión que provocaban a la
comunidad, con otro cauce de enjuiciamiento.

El primigenio derecho quiritario romano, basado en el formalismo de las legis


actio se hizo cada día más inoperante, lo que le valió la definición de odioso, es
por ello que a partir de los avances económicos que se producían en Roma,
esencialmente en el plano mercantil, adquirió una extraordinaria relevancia la
figura de los pretores, que a la altura del año 367 a.n.e. evolucionó su
actuación de su primitivo ámbito militar que comprendía el mando militar y el
reclutamiento de tropas, para configurarse como una magistratura
esencialmente jurisdiccional, anual, ordinaria y única.
Los pretores eran magistrados que dirigían los procesos, los cuales
inicialmente solo suministraban los medios procesales a las partes y
designaban al juez que resolvería la controversia; asumieron progresivamente
facultades en su labor diaria de administrar justicia y ante la inoperancia del
viejo derecho, crearon nuevas disposiciones, denominadas edictos pretorianos,
conformadores del llamado ius honorarium, que constituyó el verdadero
derecho que se aplicó en los procesos judiciales, en sustitución del viejo e
inoperante ius civile.

En este iter de conformación del proceso romano marca un hito importante la


aparición de las Leyes de las XII Tablas (450-451 a.n.e.), que son el resultado
jurídico de las luchas que se producían entre las clases sociales (patricios y
plebeyos) y que constituyen la primera expresión de Derecho escrito y
compilado en Roma. Las XII Tablas no eran un Código, en el sentido que
modernamente se le concede a esta categoría normativa, pero compilaron
numerosas disposiciones de orden privado y público, entre ellas las de tipo
procesal civil y penal (Tablas I-III y VII-IX).

Ya en época republicana, aproximadamente a la altura del Siglo II a.n.e., el


proceso romano se modificó hacia una nueva modalidad que se conoce como
procedimiento formulario. Para comprender cabalmente el cambio del originario
procedimiento de acciones de la Ley a esta segunda fase, es necesario
recordar el momento en que se cerraba la fase in iure ante el magistrado, quien
estaba obligado a precisar ante el juez los límites del debate. A este momento
de culminación de la primera etapa es a lo que se denominó como litis
contestatio.

La litis contestatio significó el cierre de la primera fase del procedimiento civil


romano e identificó el instante en el cual quedaban fijados entre las partes los
aspectos del pleito a desarrollar. Esta figura desempeñó un papel muy
importante en toda la evolución posterior del proceso y en la definición de su
naturaleza jurídica. La litis contestatio sirvió por mucho tiempo para identificar
el momento en que realmente quedaba constituida la relación jurídico procesal,
criterio que prevaleció en la doctrina hasta bien entrado el siglo XX y que aún
perdura en la Ley procesal cubana.
Este instante procesal se caracterizó por la confección de una instrucción
escrita (fórmula), que debía elaborar el magistrado en la cual nombraba al juez
y fijaba los elementos sobre los cuales éste debía fundar su juicio, dándole a la
vez el mandato para que se pronunciara sobre la condena o absolución del
demandado.

Las partes que integraban la fórmula eran las siguientes: demostratio, intentio,
adiudicato, condenatio (demostración, intención, adjudicación, condenación).
Debe señalarse que a estas cuatro partes de la fórmula se le adicionó en
ocasiones algunas otras, como eran la preaescriptiones y la exceptio, a la que
nos referiremos cuando tratemos el tema de las excepciones. La labor de los
pretores en la confección de la fórmula propició el surgimiento de nuevas
acciones a favor de los demandantes, muchas de las cuales aún se identifican
por sus creadores (v.g. acción publiciana, acción pauliana, etc.); a este derecho
de nueva creación se le dio el nombre de derecho pretoriano u honorario. Es
por ellos que modernamente se utiliza el término “pretoriano” para definir esa
labor de creación del derecho que tiene lugar en los tribunales, cuando el juez
ante la rigidez de la norma escrita, interpreta creativamente el derecho y nova
el escenario jurídico con su decisión.

A partir de este momento se produce una mutación del significado originario de


la acción, eminentemente procedimental, que pasa progresivamente a designar
tanto a la fórmula en sí misma, como instrumento de acceso al juez, como
también al derecho reclamado, contenido en la fórmula; la palabra acción
comienza a alejarse poco a poco de su carácter exterior, para empezar a
identificar al contenido sustancial del acto mismo. Es precisamente a este
período histórico del derecho romano al que se ajusta la conocida definición de
CELSO de acción: ius persequendi iudicio quod sibi debetur, que no es otra cosa
que el derecho a perseguir en juicio lo que nos es debido; de ahí que
expresiones como Ticio tiene acción contra Cayo, fueran sinónimo de decir
Ticio tiene un derecho perseguible en juicio contra Cayo. En la locución
señalada se identifica un deber del perseguido con relación al titular de la
acción y un derecho de este último a su persecución, de ahí que la palabra
acción comience a identificar una relación de obligación, de vínculo personal
entre individuos, en el que uno tiene un crédito y el otro, una obligación. En
este proceso de transformación, señalar que se tiene acción es sinónimo a
decir que se es titular de un crédito determinado; la expresión acción deja de
ser una palabra perteneciente al procedimiento para convertirse en un
concepto correlativo al derecho civil sustantivo.
El carácter que adquirió la acción en el período formulario se acentuó
progresivamente y prevaleció durante mucho tiempo, de tal suerte que pasó a
ser pieza sustancial del Derecho Civil, que la desarrolló vinculada al ejercicio
dinámico de los derechos violados.

En el proceso penal se produjo una mutación de lo privado a lo público, en que


ya no se atiene únicamente al resultado de la contienda entre las partes, sino
que el Estado, a través de sus propios órganos asume las investigaciones que
permitan arribar a una conclusión de la contienda. Este proceso penal público
asumió dos formas esenciales: la cognitio y la accusatio. En la cognitio toda la
función persecutoria estaba en manos del magistrado, que era funcionario
estatal y fue característico de la época primigenia.

Con el paso del tiempo la forma de la cognitio devino en una fórmula carente
de garantías, por lo que a finales de la República cedió paso a la modalidad del
accusatio. En este tipo procesal el Estado está representado por un solo
órgano, que es el magistrado, que asume la función jurisdiccional, mientras que
la persecución y ejercicio de la pretensión punitiva estaba en manos de
personas privadas, que con ánimo de prevalecer socialmente asumían la
representación de los intereses de los perjudicados por el delito. En
correspondencia con los nuevos tiempos políticos, esta forma de enjuiciar
significó una limitación del poder penal del Estado, pues la acusación, antes
solo en manos de los magistrados, adquiere ahora carácter popular. El delito se
concebía como una afrenta a la sociedad, lo que legitimaba abiertamente no
solo al ofendido, sino al resto de los miembros de la comunidad.

Bajo esta nueva fórmula el juzgamiento comenzaba sobre la base de una


acusación (nemo iudex sine actore), que limitaba el poder del tribunal y el
objeto de la decisión. El acusador promovía la acción (postulatio), la cual una
vez admitida abría el camino a la investigación como paso previo al debate oral
público y contradictorio, en el que ambas partes exponían sus argumentos. En
una primera etapa el acusado asumía su propia defensa, pero progresivamente
se admitió que terceros lo hicieran, lo que dio paso a la figura del defensor
penal del acusado (patronus), inicialmente honoraria, pero que con el paso del
tiempo se constituyó en una profesión remunerada.

Este modelo enjuiciatorio se complementó con la presencia de jurados


populares, denominados judices jurati, pues debían aceptar el cargo bajo
juramento, quienes bajo la presidencia del magistrado tenían la misión de
juzgar, sobre la base de la prueba practicada en el juicio, la que valoraban bajo
las reglas de su íntima convicción. Una de las modalidades de juzgamiento
conocidas en una determinada época fue la del procedimiento de las tabellas,
que debió su nombre al instrumento que se le entregaba a los jurados para
ejercer la votación, que eran las denominadas tabellas. Los jurados recibían
tres tabellas, una marcada con A, que se usaba para el veredicto de
absolución, otra marcada con la C, para la condena y la tercera con la NL, que
identificaba la abstención, o sea, el non liquet.

Constituye criterio aceptado que el establecimiento de esta modalidad procesal


en época republicana marcó el triunfo del sistema acusatorio de enjuiciamiento
penal en Roma sobre el modelo precedente (MAIER).

Se señala el Siglo III de la era cristiana, ya en la etapa imperial, que se


corresponde con la llamada época clásica del Derecho Romano, como el
momento en que se produce el cambio paulatino del procedimiento civil romano
hacia una forma procedimental única ante el magistrado, a la que se denominó
período de las extraordinariae cognitiones, o procedimiento extraordinario. En
esta nueva forma el demandante se presentaba ante el magistrado requiriendo
el derecho mediante el libellus conventionis; el magistrado era quien se
encargaba de hacer la denuntiatio al demandado, concediéndole un plazo para
que compareciera y alegara lo conveniente, en un libellus contradictionis.

Del modo que ha sido descrito se producía la comunicación del actor al


demandado del contenido de su reclamación y este, por intermedio del libelo
contradictorio, dejaba establecida su posición en el pleito, la cual podía ser de
admisión o rechazo de las pretensiones u oponiendo excepciones; se abre
paso entonces una etapa procesal dedicada a los debates orales, propios de la
contradicción, a los que se le denominó cognitiones.

El cambio en el procedimiento trajo consigo un cambio en la apreciación de la


acción, la que dejó de ser el derecho que el magistrado concedía en la fórmula,
luego comprobado por el juez, para convertirse en el propio derecho reclamado
desde el primer momento por el demandante. La acción sigue siendo el
derecho a perseguir en juicio lo que nos es debido o nos pertenece, pero no es
necesario que este derecho sea concedido previamente por el magistrado, sino
que se ejercita directamente por el demandante en su libellus conventionis.

Otra nota que caracteriza la transformación de la acción del proceso formulario


al extraordinario es que mientras en el primero la acción formaba parte de un
pronunciamiento de un funcionario público, revistiendo una forma solemne y
sacramental, en el segundo se convierte en un acto propiamente privado,
caracterizado por la manifestación de la parte demandante en el proceso,
contenida ya no en un documento público, sino en una demanda privada, el
libellus conventionis. Aquí se consolida la mutación del carácter de la acción,
que arrastró a esta institución durante siglos, en lo que se conoce como
concepción romana o civilista de la acción.

El proceso penal también sufrió profundas modificaciones en la etapa del


Imperio, en correspondencia con el modelo político que se impuso y que marcó
una mayor presencia del Estado en la persecución y el juzgamiento de los
delitos, pues se mantuvo el acusador voluntario de naturaleza privada, pero los
órganos estatales asumieron diversas funciones de tipo investigativa, a lo que
se acompañó un aumento de los poderes de los magistrados, de tal suerte que
se fusionó la labor juzgadora con la requirente, ante la posibilidad de que el
magistrado pudiera proceder sin la existencia de una acusación formal.

Si bien el modelo del accusatio no desapareció de golpe, progresivamente los


funcionarios estatales desplazaron a los ciudadanos en la misión acusadora; ya
avanzada la etapa imperial la acusación estaba en manos exclusivas de
funcionarios del Estado. Esta mutación del modelo procesal marca lo que se
conoce como la sustitución del proceso penal ordinario por el extraordinario
(cognitio extra ordinem) y con ello el fin del modelo histórico acusatorio que se
gestó en la República; no en balde esta etapa se identifica como la que marcó
el origen histórico del modelo inquisitivo de enjuiciamiento, de donde bebió el
Derecho Canónico para que la Iglesia instalara la Inquisición en el Siglo XIII,
como patrón general de enjuiciamiento que rigió por más de cinco siglos en
Europa y sus zonas geográficas de influencia y del cual aún existen múltiples y
perdurables vestigios en los ordenamientos procesales de una gran cantidad
de países en el mundo.

3. El proceso común medieval

El desgaste del dominio romano universal se produjo paulatinamente y ya en el


año 395 n.e., Roma se fracciona y surge el Imperio Romano del Oriente, con
centro en Bizancio. Como consecuencia de la crisis imperante en el sistema
esclavista, en franca decadencia en lo político, económico y social, y catalizado
por las sucesivas invasiones germánicas, se agotó la resistencia del ya
debilitado Imperio, lo que desembocó en su total caída en el 476 n.e., año que
marca lo que se conoce históricamente como el hundimiento del Imperio
romano de Occidente.

La destrucción del Estado esclavista romano propició el desarrollo de una


nueva formación económico social, el feudalismo, basado en las relaciones de
producción feudo-vasalláticas. El paso del régimen social esclavista al feudal
fue un proceso lento y paulatino, acorde a las particularidades propias de cada
uno de los territorios europeos, pero a la altura de los Siglos XI y XII, con la
generalización de las relaciones de producción con base en la tierra y el vínculo
siervo-señor, se puede hablar ya de la existencia de un feudalismo clásico,
predominante en toda Europa.

El Siglo XII marca ese momento histórico en que, tras la dispersión jurídica que
se produjo con la caída del Imperio romano de Occidente, comienza a resurgir
el Derecho romano, pero ya no con su pureza originaria, sino en una fusión con
el Derecho germánico y las normas estatutarias imperantes. La formación de
este nuevo Derecho, que tuvo en Italia y el centro de Europa su principal
escenario, dio pie a la creación de un cuerpo común, encaminado a superar la
anterior dispersión jurídica; surge así el Derecho común medieval, que la
Iglesia Católica generalizó a partir de su preponderante posición en la vida
social de la totalidad de los países europeos. A este derecho común
correspondió también un proceso común, al que se le conoce como proceso
ítalo-canónico.

Ese proceso canónico, resultado de la fusión del derecho romano, los aportes
del derecho germano y las creaciones estatutarias de los diferentes territorios,
consagró abiertamente las desigualdades sociales existentes, pues era en
esencia un Derecho clasista, encaminado a favorecer los intereses de los
grupos sociales que detentaban el poder político: los nobles y el clero.

En la conformación del proceso común medieval desempeñaron un importante


cometido las universidades europeas, que surgidas en el Siglo XII, sirvieron de
vehículo en el rescate de la fuentes romanas, a partir del papel de los
glosadores, quienes interpretaban los preceptos del Derecho Romano y lo
ajustaban a la realidad imperante, en ese proceso que se conoce como la
recepción del Derecho Romano, justamente por la labor recuperativa de sus
principales instituciones jurídicas. La aportación de las primigenias
universidades europeas fue tan importante en nuestra disciplina, que una de
sus figuras más destacadas usó la parábola de que Bolonia representó para el
Derecho Procesal lo que Roma para el Derecho Civil (CALAMANDREI).

Dada la dimensión ideológica y política que alcanzó la Iglesia Católica en el


Medioevo europeo, el enjuiciamiento eclesiástico se convirtió en la forma
generalizada de administrar justicia, que fusionó tanto lo privado como lo
público y no se limitó a los clérigos, sino que se extendió a toda la sociedad en
su conjunto, acorde con la pretensión de universalización que caracterizó dicha
ideología.

El modelo procesal inquisitorial, basado en un tipo de enjuiciamiento que tomó


las líneas esenciales del proceso extraordinario que rigió en la última etapa del
período imperial romano, en que la acusación y el juzgamiento se fusionaron
en un mismo órgano, se fue generalizando en Europa en el Siglo XII, a partir de
una bula papal de Lucio III. Este sistema logró regir de forma universal a partir
del Siglo XIII, en tiempos del Papa Inocencio III, como consecuencia de las
determinaciones adoptadas en el Concilio de Letrán IV, de 1215, en que se
dictó un reglamento que estructuró y dio forma orgánica a la Inquisición. El
sistema inquisitivo rigió como modelo de enjuiciamiento en el campo penal en
la casi totalidad de los países europeos hasta el Siglo XIX, que con la
codificación comienza su desaparición, pero que dejó una importante impronta
en los actuales modelos de enjuiciamiento penal del mundo occidental, incluida
la América Latina, por la influencia colonial. Solo Inglaterra logró desarrollar un
modelo procesal penal que se apartó de la influencia nefasta de la Inquisición,
a partir de la ruptura de Enrique VIII con la Iglesia Católica en el Siglo XVI.

En el modelo de enjuiciamiento inquisitorial la acusación, como requisito previo


para el juzgamiento, cedió su paso a una investigación de oficio en manos del
propio órgano encargado de administrar justicia. La publicidad se sustituye por
actuaciones totalmente secretas, en las que predomina la escritura, con
supresión de las actuaciones orales. Desapareció el juicio oral y público frente
a un panel de jueces populares, que se sustituyó por una investigación que se
inicia de oficio ante cualquier tipo de información, incluso anónima, en manos
de órganos especializados, que eran los Inquisidores, con plenos poderes, que
transformaron la posición del acusado de de sujeto contradictorio, en objeto sin
ningún tipo de posibilidad de interacción procesal.

Con la consolidación en lo político de los Estados nacionales a la altura del


Siglo XV, se centralizó y profesionalizó aún más el aparato judicial en los
diferentes países europeos, cohabitando la administración de justicia canónica,
centrada en la Inquisición y con la misma vocación universal, con un
enjuiciamiento, igualmente inquisitorial, pero en manos de los monarcas. A esto
se une el surgimiento del ministerio público en algunos países como Francia;
concebido inicialmente como un órgano estatal encargado de defender la
hacienda real, pero que mutó su labor hacia el plano penal y asumió la
investigación y persecución en representación de los intereses del soberano.
A esta etapa corresponde el surgimiento del método legal de valoración de las
pruebas, que trascendió hasta nuestros días y que aún persiste en el proceso
civil de muchos países, incluida Cuba, en que las propias leyes brindan al juez
el valor que se le debe conceder a cada medio de prueba en específico, lo que
se completaba con la impugnación de las resoluciones judiciales, en que el juez
superior, generalmente el propio monarca, tenía todo el resultado del proceso
probatorio plasmado en actuaciones escritas, porque toda la actividad
jurisdiccional conllevaba un riguroso protocolo documental. El monarca
recuperaba de esta forma la misión jurisdiccional que había delegado en
órganos inferiores, de ahí el denominado carácter devolutivo de los recursos,
pues se devolvía al superior el control de la actividad jurisdiccional que había
delegado.

En lo que al Derecho Procesal cubano respecta, nuestros orígenes se vinculan


de manera directa con España, de ahí la importancia de resaltar en este
somero repaso histórico los principales hitos en la formación de su proceso en
este período. En tal sentido, hay que destacar que el proceso español originario
es de esencia romana, producto de la dominación que desde la época
republicana se produjo sobre el actual territorio hispánico y que se extendió
durante varios siglos. Este derecho romano primigenio, como en el resto de los
territorios de Europa, sufrió la influencia del Derecho germano, concretamente
de las tribus visigóticas, que invadieron la península y cuya presencia se hizo
permanente a partir del año 414 n.e., y alcanzó una total imbricación con la
caída del Imperio romano de Occidente en el año 476.

Fruto de esa fusión del Derecho romano imperante en la España del momento,
con las normas de los invasores germánicos, es el Fuero Juzgo, de creación
originaria en el año 645 (Liber judicum o Forum judicum, o Libro de los jueces),
luego de diversos intentos de codificación y que se popularizó a partir de su
traducción del latín al castellano en el año 1241, en tiempos de Fernando III.

El Libro II, dedicado a las cuestiones procesales, se nombró De los juicios y


causas, y contenía cinco partes, denominadas Títulos, subdivididas a su vez en
numerosos acápites, destinados a sistematizar diferentes reglas de
organización judicial, de nombramiento de los jueces, obligaciones de las
partes en el juicio, la práctica de pruebas y toda una multiplicidad de
disposiciones de tipo procesal, tanto en el campo penal como civil. COUTURE lo
calificó como una de las fuentes más vivas del Derecho Procesal español, por
la influencia que ejerció sobre toda la legislación posterior en conceptos tan
importantes como la autoridad del juez y la igualdad procesal de las partes, de
tal suerte que consideró que su mayor legado fue el magnífico equilibrio que
logró entre el individuo y la autoridad, entre la sustancia humana y el poder, a
pesar de no haber tenido una gran aplicación práctica en la sociedad del
momento.

El modelo procesal que se derivó de esta normativa se caracterizó por un


enjuiciamiento público y oral, en que las pruebas eran valoradas conforme a la
tradición de las dos culturas jurídicas fundacionales, por una parte la prueba
lógica del juicio romano y por otro la prueba ritual, de tipo sobrenatural,
sometida a las reglas de las ordalías o juicios de Dios, de origen germano, con
apelación de los fallos ante el monarca. Se señala que una de las influencias
esenciales del Derecho germánico a este modelo de enjuiciamiento fue la
posibilidad de que los jueces adoptaran fallos en equidad, en los que les guiara
la conciencia y el sentido de lo justo y no precisamente la norma escrita, lo cual
era totalmente ajeno al pensamiento jurídico normativo romano.

Pasaremos por alto los casi ocho siglos de dominación musulmana en España,
que datan desde el año 711, porque no se reportan influencias específicas de
la cultura muslímica en el modelo de enjuiciamiento que luego trascendió a
América, toda vez que por lo general se permitió el mantenimiento del orden
legal impuesto por el Fuero Juzgo.

El otro gran monumento jurídico español del feudalismo fue Las Partidas o Las
Siete Partidas, del Rey Alfonso X el Sabio, publicadas en el año 1262, con el
propósito de lograr la unidad legislativa y política española, una vez finalizada
la Guerra de Reconquista contra los árabes. El cometido de este increíble
esfuerzo codificador era eliminar los derechos forales que se extendieron de
manera progresiva en contraposición a la unidad que se logró bajo la vigencia
del Fuero Juzgo, al subordinarlos a un cuerpo unitario y poderoso, poseedor de
una superioridad técnico-jurídica. La excelencia técnica de Las Partidas es el
reflejo en España de la influencia que para toda Europa tuvo la obra de los
Glosadores italianos, en su labor de rescate de las principales instituciones del
Derecho romano.

Este importante cuerpo normativo, que muchos autores califican como


monumento de la cultura jurídica española, dedicó su Partida número III al
enjuiciamiento en el campo civil, que unido a las Partidas IV, V y VI, conforman
lo que pudiera llamarse como el cuerpo del Derecho privado. La Partida III,
estrictamente procesal, rescata en sus 32 títulos el modelo de enjuiciamiento
romano del Digesto, parte principal del corpus iuris justinianeo del año 533.

La Partida VII se dedicó al enjuiciamiento en el terreno penal, en el que se


definieron las conductas delictivas y el proceso, con un Título específico, el
XXX, dedicado a los tormentos, que reguló de forma detallada el proceso de
torturas para la obtención de las declaraciones de los acusados.

El proceso penal de Las Partidas no alcanzó la excelencia del civil, lo cual tiene
causa, según el criterio de los historiadores, en que la legislación penal
romana, desarrollada en la República y el Imperio, no tuvo una adecuada
sistematización y tratamiento en la compilación de Justiniano, de donde se
nutrió esencialmente el proceso codificador de Las Partidas. No obstante este
desbalance, se le adjudica a Alfonso el Sabio una magnífica indicación a los
jueces penales:

Que los jueces penales no se apresuren en juzgar las causas criminales, no


fuera que la precipitación les hiciera tomar las sombras por realidad, y alguna
ligera vislumbre por el resplandor y la claridad del sol, en una materia en que el
mal, hecho una vez, no había modo de repararlo, aún cuando llegara a
conocerse.

El modelo procesal de Las Partidas significó el tránsito de un enjuiciamiento de


tipo popular y sin muchas formalidades a un proceso escrito y formal, origen de
un tipo de juzgamiento de naturaleza profesional y técnica, por lo que se
considera como el predominio de un modelo típicamente inquisitivo sobre lo
que aún podía perdurar del enjuiciamiento acusatorio.

No obstante la importancia que tienen Las Partidas, en lo que al orden


normativo respecta, no adquirió desde el primer momento naturaleza
preceptiva, pues Alfonso el Sabio, por razones de conveniencia política del
momento, se dice que las publicó, no que las promulgó, como una obra de
referencia y consulta y no fue hasta un siglo después, en el año 1348, en que
se promulgó el Ordenamiento de Alcalá, en que Las Siete Partidas adquirieron
fuerza vinculante, como normativa supletoria del mencionado Ordenamiento
que la puso en vigor.

4. El Derecho de Indias. Extensión del proceso español en América

Cuando se produce el encuentro de Europa con América en el año de 1492 y


comienza el proceso de conquista y colonización de esta parte del mundo, los
países que fueron objeto de la dominación española recibieron el derecho
castellano leonés como la norma que regiría sus destinos, con el propósito de
constituir un modelo jurídico a semejanza de la metrópoli. A pesar de que a la
llegada de los colonizadores en América existían pueblos con un determinado
nivel de desarrollo económico y de organización política, es criterio
predominante que los rasgos primitivos del derecho precolombino no dejaron
ninguna impronta en los modelos jurídicos posteriores, por lo que la normativa
feudal española constituyó la única fuente de derecho aplicable. En lo que a los
modelos de enjuiciamiento respecta, el sistema jurídico americano nació
marcado por la vigencia de un proceso penal inquisitivo de corte canónico
medieval y de un proceso civil acorde al derecho común europeo, derivado del
romano que rescató la recepción.

Teniendo en cuenta las diferencias culturales y de nivel de desarrollo


económico entre los territorios americanos y España, la vigencia de Las
Partidas y del resto de la normativa española se matizó progresivamente y
cedió paso a las Leyes de Indias, cuya Recopilación culminó en el año 1680 y
se promulgó por Carlos II, mediante Real Cédula de 18 de mayo de ese año.
Las Leyes de Indias tenían el propósito de agrupar toda la producción
normativa que se generó en el proceso de la conquista, ante la inaplicabilidad
directa del Derecho español, lo que generó una verdadera hemorragia de
disposiciones, a través de reales órdenes, reales cédulas, ordenanzas e
instrucciones, etc., obra de la labor reguladora del propio monarca, así como de
los órganos de gobierno instituidos en América por la metrópoli española, con
el propósito de ajustar la legislación española a las particularidades de las
denominadas provincias de Ultramar.

La Recopilación de Leyes de Indias constituye un cuerpo normativo marcado


por un exagerado casuismo, que no estableció reglas generales en las
diferentes materias, sino una prolija reglamentación del funcionamiento de las
instituciones coloniales, los derechos y los procedimientos, todo ello contenido
en nueve Libros, subdivididos en 218 Títulos que incluían, a su vez, un total de
6,385 disposiciones.

A pesar de la dispersión que cada materia tiene dentro de esta normativa, en lo


que a nuestro interés respecta, los aspectos relativos al orden procesal y de
organización de la administración de justicia están contenidos esencialmente
en los Libros I, II, V y VII.

En el Libro I se regulaban aspectos relativos a las prerrogativas de los


tribunales eclesiásticos y sus ámbitos de competencia para juzgar, así como
sus relaciones con los tribunales ordinarios, subordinados al poder monárquico.
En este Libro se regula el cometido, estructura y funcionamiento de los
Tribunales del Santo Oficio de la Inquisición.

En el Libro II se regulan lo relativo a la administración de justicia, los sujetos


que intervienen, sus funciones y competencias. Por otra parte, el V contiene
diversas regulaciones de naturaleza procesal, relativas a competencia, grados
de apelación, ejecución de sentencias, embargo de bienes, examen de testigos
en causas civiles y penales, recusaciones, entre muchos temas con un
tratamiento totalmente desarticulado. Por último, el VII contiene un catálogo de
delitos y penas, así como reglas de procedimiento para su aplicación.

De los órganos que regularon las Leyes de Indias, en lo que a la administración


de justicia respecta, desempeñaron un importante papel en América los
siguientes:

El Real y Supremo Consejo de Indias: fue una derivación del Consejo de


Castilla, del cual se independizó en el año 1517 y se dedicó esencialmente a la
atención de las colonias americanas. A pesar de ser el máximo órgano de
dirección y ejecución de la política colonial en América, con facultades
ejecutivas y legislativas, tenía funciones jurisdiccionales en el campo civil y
penal, esencialmente como máximo órgano para resolver los recursos.

Las Audiencias: eran órganos colegiados integrados por oidores, encargados


de administrar justicia en el terreno penal y civil, pero no en el eclesiástico, a
cargo de los tribunales canónicos. Tenían competencia para resolver los
recursos de apelación contra las decisiones de los órganos inferiores con
potestad jurisdiccional. Las Audiencias tenían también competencia originaria
para resolver determinados casos y sus decisiones eran apelables ante el Real
y Supremo Consejo de Indias, pero cuando ya en el Siglo XVIII perdió
progresivamente sus funciones hasta llegar a su total desaparición en el año
1834, las Audiencias se convirtieron en los órganos supremos de
administración de justicia en América.

Las Audiencias desempeñaron un importante papel en la creación del Derecho


americano, a través de las sentencias que dictaron y muy especialmente de los
autos acordados, pues estos últimos llenaron los vacíos de las normas
españolas esencialmente en el campo procesal (FERNÁNDEZ BULTÉ).

La primera Real Audiencia de América fue la de Santo Domingo, que se creó


en el año 1511, pero no se estableció de forma efectiva hasta el año 1526. Con
posterioridad se constituyeron once Reales Audiencias en otros territorios de
América, pero la de Santo Domingo guarda un vínculo directo con Cuba,
primero porque a ella estaban subordinados los órdenes jurisdiccionales
cubanos y segundo porque en el año 1800 se trasladó su sede para la
entonces Villa de Santa María del Puerto del Príncipe, hoy Camagüey, pasando
a denominarse como Real Audiencia de Puerto Príncipe. En el año 1838 se
constituyó la Real Audiencia de La Habana y la de Puerto Príncipe limitó su
competencia a la zona oriental del país.

Además de los oidores, que se desempeñaban como jueces, formaron parte


también de las Audiencias los Fiscales y los Alcaldes del Crimen, estos últimos
con competencia jurisdiccional en el campo penal. En el esquema de órganos
con potestad jurisdiccional, cuyas decisiones eran apelables ante las
Audiencias, se encontraban los gobernadores, los capitanes generales, los
corregidores, alcaldes mayores y los alcaldes ordinarios.

El panorama que hemos descrito caracterizó el orden jurisdiccional y procesal


americano hasta el Siglo XIX, en que la gran mayoría de las antiguas colonias
lograron la independencia y con ello se instauraron las naciones que
actualmente conforman el mapa político de este continente. El proceso
libertario conllevó a que en la mayoría de los países se suprimiera la vigencia
de las normas que legitimaban las torturas, así como los Tribunales de la
Inquisición, pero los procesos penal y civil mantuvieron las líneas esenciales
del modelo precedente, aunque en el campo penal se adoptaron en varios
países disposiciones que reconocieron determinados derechos y garantías a
los acusados, moderando el rigor del proceso inquisitivo clásico español.

El primer intento codificador americano se produjo en Sucre, con la


promulgación el 11 de marzo de 1823, del Código de procederes de Santa
Cruz, cuyo nombre obedece a quien fuera su impulsor, el Presidente de Bolivia
General Andrés de Santa Cruz. Se trató de un cuerpo con vocación
integradora, que codificó las normas procesales en el campo del enjuiciamiento
civil y penal y es reflejo de las ideas más avanzadas del momento en este
campo. Este código tiene un valor meramente histórico, pues las condiciones
del momento no permitieron que sus novedosas instituciones rigieran de
manera efectiva.
Las reformas procesales progresaron paulatinamente en muchos países del
continente bajo la influencia intelectual de los aires que provenían de Europa,
esencialmente a partir de la reforma napoleónica del proceso civil en 1806 y del
proceso penal en 1808, así como las normas españolas de enjuiciamiento civil
y penal de 1881 y 1882, respectivamente, pero el proceso americano siguió
marcado por el sesgo de su legado histórico y no logró despertar de su
prolongado letargo hasta bien entrado el Siglo XX. Este proceso de reformas,
que aún está en marcha en muchos países del continente, avanzó más rápido
en el campo del proceso penal que en el civil, por la influencia de los
instrumentos internacionales de protección de los Derechos Humanos.

5. Las reformas procesales europeas del Siglo XIX

El Siglo XIX marcó un momento de inflexión en el panorama del Derecho


Procesal europeo, tanto en el plano doctrinal como en el normativo. En lo
normativo el arranque del cambio fue la codificación napoleónica ocurrida en la
primera década del Siglo, con una mayor preponderancia en el terreno del
proceso penal y cuya influencia se extendió a toda Europa y consecuentemente
a América. En el proceso civil el hito más importante lo marcó el nuevo modelo
de enjuiciamiento civil austriaco, fruto de la obra de Franz KLEIN. En el plano
doctrinal es Alemania el país donde, a finales del siglo, se produjo un
movimiento intelectual en torno a la acción y las principales categorías del
Derecho Procesal, que revolucionó el conocimiento en este campo y cuya
vigencia ha llegado hasta nuestros días.

La obra legislativa de Napoleón en el campo procesal se concretó en la Ley de


Procedimiento Civil de 1806 y el Código de Instrucción Criminal de 1808. De
ambos cuerpos es el penal el que mayor relevancia tuvo, pues significó un
cambio radical en el modelo procesal, pues el Código dio continuidad a la
reforma que inició la Ley Procesal Penal de la Revolución Francesa en 1791,
que fue el inicio del fin del sistema inquisitivo en Europa y marcó el surgimiento
y generalización del denominado sistema mixto de enjuiciamiento. Si bien es
cierto que algunas normas europeas precedentes trataron el enjuiciamiento
penal diferenciado del civil, uno de los rasgos trascendente de los códigos
franceses es que fueron los primeros que marcaron la separación definitiva de
los dos órdenes procesales, en correspondencia con el derecho sustantivo que
cada uno de ellos tutela e instrumenta.

La ley procesal de Napoleón logró delinear un proceso penal moderno, en el


que se produjo una distinción entre funciones requirentes y decisorias, se
adoptó el juicio oral, público y contradictorio, como proceder enjuiciatorio y se
incorporaron formas de participación ciudadana en la administración de justicia,
entre muchas otras aportaciones. El modelo mixto se configuró como un
proceso dividido en tres momentos o fases principales, una dedicada a la
investigación previa, en manos de un juez de instrucción, una fase intermedia
dedicada a decidir sobre la acusación y una tercera etapa que era la del juicio
oral contradictorio. El modelo se completó con la presencia del Ministerio
Público, institución que tuvo sus orígenes en la propia Francia y que en
representación del Estado tenía a su cargo la persecución penal. El sistema
mixto de enjuiciamiento es la fusión de los dos modelos precedentes, en el que
el inquisitivo legó, entre muchas otras particularidades, la persecución pública
en manos de un órgano del Estado, lo cual era ajeno al acusatorio, en que la
persecución era popular.

El término acusatorio, que se utiliza para denominar al modelo que surge de la


codificación napoleónica, cuya influencia ha llegado a nuestros días, no puede
confundirse con el acusatorio originario, de tipo romano, si bien bebió en este.
Es por ello que la doctrina ha elaborado una distinción para diferenciar la
connotación que ambos conceptos tienen; denominando al acusatorio de
origen romano como modelo histórico, en contraposición con el derivado de la
codificación napoleónica, al que se le denomina modelo teórico, toda vez que
este último está impregnado de múltiples matices que no son propios del
modelo acusatorio histórico y que son el resultado de la influencia que el
inquisitivo tuvo en su conformación (LANGER).

La reforma procesal napoleónica dio comienzo a un fenómeno que aún vivimos


y al que el profesor alemán Bernard SCHÜNEMANN denominó gráficamente
como la marcha triunfal del procedimiento penal americano en el mundo, para
identificar la influencia que el common law ha tenido sobre los sistemas
continentales europeo y americano. Cabe recordar que Inglaterra fue el único
país de Europa que logró conformar un proceso penal sin la influencia del lastre
inquisitivo canónico, por lo que en la gestación del Código de Instrucción
Criminal los legisladores napoleónicos tomaron del proceso penal inglés los
principios esenciales del sistema acusatorio de origen greco latino, que en
Inglaterra se perfeccionaron para dar lugar a un moderno modelo de
enjuiciamiento. El terreno para esta absorción se abonó desde finales del Siglo
XVIII por el influjo de una filosofía liberal, que tuvo en figuras como
MONTESQUIEU y VOLTAIRE, a declarados defensores del modelo de justicia penal
de Inglaterra.

La invasión y dominación napoleónica a una gran parte de los países de


Europa, favoreció que el modelo procesal penal francés se convirtiera en un
referente para el resto de los países del continente e influyó también en los
intentos legislativos de América, que en plena fragua libertaria y de gestación
de las naciones, vieron en el Código de Instrucción un modelo de referencia
obligada.

Bajo la influencia napoleónica, España comenzó en la segunda mitad del Siglo


XIX el proceso paulatino de su reforma procesal penal. En 1868, bajo el
reinado de Isabel II, se introduce el juicio oral y el recurso de casación en el
enjuiciamiento penal. Tras la instauración de la primera República y la
promulgación de la Constitución de 1869 se adoptaron diversas reformas
procesales que desembocaron en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, de 22 de
diciembre de 1872, considerado uno de los cuerpos más avanzados de su
época. Estas modernas normas procesales no rigieron en Cuba, pues en ese
momento se mantenía la dominación colonial y aún las mentes hispanas más
avanzadas y liberales no comulgaban con la independencia de la Isla, posición
que mereció ese magnífico trabajo de José Martí, fechado en Madrid el 15 de
febrero de 1873 y titulado La República española ante la Revolución cubana,
en el que el Maestro reprochaba a los republicanos españoles su posición
contraria a la independencia de Cuba. En 1875 se restaura la Monarquía en
España y el 14 de septiembre de 1882 se aprobó la Ley de Enjuiciamiento
Criminal que aún rige en ese país, luego de múltiples modificaciones y que se
hizo extensiva a Cuba y Puerto Rico por Real Decreto de 19 de octubre de
1888 y comenzó a regir el 1ro de enero de 1889.

En el plano conceptual la evolución del Derecho Procesal pasó por varias


etapas. Durante todo el Medioevo no es posible hablar de la existencia de un
Derecho Procesal propiamente dicho, pues la labor docente en las
universidades se limitaba en este campo a enseñar la actuación de los sujetos
ante los órganos jurisdiccionales. A esta etapa eminentemente práctica se le
conoce como del pragmatismo y se extendió hasta el Siglo XIX, en que a partir
de la promulgación de los Códigos de procedimiento napoleónicos, se produjo
un cambio en la forma de enseñar esta materia y se pasó a la etapa del
procedimentalismo, en el que la enseñanza se basó esencialmente en la
exégesis de los nuevos códigos. Por el surgimiento de este método, que se
basa en la interpretación de las normas procesales codificadas de origen
francés, ALCALÁ-ZAMORA lo denominó jocosamente como etapa afrancesada del
procedimentalismo.

La evolución de la doctrina procesal tiene a Alemania como el país donde se


gestó un fuerte movimiento intelectual, derivado de los estudios de varios
pandectistas, que puso fin al denominado período del procedimentalismo y
abrió la etapa del procesalismo o ciencia del Derecho Procesal. El momento del
surgimiento del procesalismo científico se enmarca entre los años 1856 al
1868, pues en ese tiempo se producen en Alemania dos importantes
acontecimientos, el primero es la polémica que se suscitó entre Bernhard
WINDSCHEID y Theodor MÜTHER y el segundo es la publicación del libro de
Oskar VON BÜLLOW sobre las excepciones y los presupuestos procesales. El
cierre de este ciclo lo cubrió el maestro alemán Adolf W ACH (1843-1926), quien
fue depositario de esta revolución doctrinal y sistematizó el conocimiento
científico sobre muchas de las principales instituciones procesales, lo que le
valió el calificativo de fundador de la Escuela procesal alemana.
La polémica entre W INDSCHEID y MÜTHER se inicia en 1856, pero el compendio
de todo el debate sale a la luz en 1857 bajo el título Polémica sobre la actio y
contenía los escritos publicados por estos destacados pandectistas alemanes;
el primer trabajo fue el de W INDSCHEID y salió en el año 1856, bajo el título La
actio del derecho civil romano desde el punto de vista del derecho actual.
MÜTHER replicó y en 1857 publicó su trabajo bajo el título La doctrina de la
actio romana, del moderno derecho de obrar, de la litiscontestario y de la
sucesión singular en las obligaciones. El tercer trabajo, publicado en 1857 por
WINDSCHEID se tituló La actio. Réplica a Theodor Müther.

Aunque la referida polémica reviste actualmente un significado meramente


histórico, el valor que tiene para nuestra ciencia es que marcó el punto de
partida de un rico movimiento doctrinal en Alemania, al cual se sumaron
numerosos autores, que conformaron la moderna teoría de la acción. A partir
de ese momento el concepto de acción se separó del derecho privado y se le
concibió como un derecho público subjetivo contra el Estado, particularizado en
sus órganos jurisdiccionales, ya que a este derecho corresponde no solo la
obligación del Estado de prestarle tutela jurídica, sino también el derecho de
emplear contra el obligado la coacción necesaria para obtener su cumplimiento.
La acción tiene por presupuesto la existencia de un derecho privado que ha
sido lesionado, pero este presupuesto o vinculación al derecho subjetivo no le
priva de independencia y de su inscripción dentro de los derechos públicos.

El valor de la aportación doctrinal de los alemanes a este tema estriba, visto de


forma sintética y esquemática, en que desde el período clásico del Derecho
Romano y a partir fundamentalmente de la obra de los pretores, los conceptos
de acción y derecho se igualaron, de tal suerte que se decía que alguien tenía
acción, cuando le asistía el derecho que reclamaba. Esta visión eminentemente
civilista de la acción condicionó el trabajo de los glosadores durante la etapa de
la recepción del Derecho Romano, de tal forma que el estudio de las acciones,
vistas como derechos subjetivos, está en el Código Civil francés de 1804 y por
esa vía pasó a la generalidad de las normas civiles europeas y americanas que
lo imitaron. Los alemanes tienen el mérito de haber sido los que rescataron el
concepto de acción para el Derecho Procesal y si bien es cierto que la nueva
concepción de la acción surge desde la perspectiva del proceso civil, las
aportaciones que brindó irradiaron también al campo del proceso penal.

Tal es la importancia que la doctrina procesal le concede a este momento que


el maestro COUTURE dijo que la aportación de los alemanes de separar las
categorías de derecho y de acción, constituyó un fenómeno análogo a lo que
representó para la Física la división del átomo, ya que más que un nuevo
concepto jurídico, constituyó la autonomía de toda una rama del Derecho, que
es el Derecho Procesal.

El segundo momento a que hicimos mención es la publicación en 1868 de la


obra de Oskar VON BÜLLOW titulada Teoría de las Excepciones Procesales y los
Presupuestos Procesales, en la que se puso fin a las diferentes teorías
encaminadas a describir la naturaleza jurídica del proceso, que este autor
definió como una relación jurídica. El profesor alemán dejó claro que el proceso
no es un ajuste privado entre los litigantes, sino que se constituye en un acto
realizado con la activa participación del órgano jurisdiccional que, bajo la
autoridad del Estado, establece los requisitos coactivos que deben ser
cumplidos por las partes.

Desde esta nueva perspectiva el contenido de la relación jurídico procesal se


conforma por aquellos derechos y deberes de naturaleza procesal que se crean
a partir de la actuación de las partes en el proceso. Actividad de los litigantes
que tiene sujeta su admisibilidad y validez al cumplimiento de determinados
condicionantes establecidos en la propia ley y que la doctrina identifica bajo el
calificativo de presupuestos procesales, los que tienen una naturaleza distinta
de los que estipula el Derecho civil para la relación de tipo material deducida en
el proceso. A partir de esta posición se visualizó la existencia de dos relaciones
de distinto origen y naturaleza, una de tipo estrictamente privada, que sienta
sus bases en el derecho civil sustantivo y otra de tipo procesal, que adquiere
naturaleza pública, por la intervención de un sujeto con facultades y poderes
jerarquizantes; mientras que la relación civil se presenta estática, la relación
procesal es una consecución de actos, o sea, es una relación que muda su
estado progresivamente.
La obra de Oskar VON BÜLLOW brindó al Derecho Procesal uno de los
argumentos más trascendentes en el camino de su independencia como
ciencia, pues le permitió explicar la naturaleza a una de las categorías básicas
de esta disciplina, que es el proceso, que junto a la acción y la jurisdicción
conforman lo que PODETTI denominó la trilogía estructural de la ciencia del
proceso. La aportación del maestro alemán permitió que el Derecho Procesal
se insertara definitivamente en el campo del Derecho Público, a partir de la
determinación de la naturaleza pública y no privada de la relación jurídico
procesal.

La aportación doctrinal de los alemanes, si bien revolucionó el escenario


científico del Derecho Procesal y tuvo una importante repercusión en la
doctrina italiana primero y luego en el resto de la doctrina científica europea y
americana, no encontró una rápida recepción en el terreno normativo.

La codificación española en el campo del proceso civil fue coetánea con el


movimiento doctrinal alemán y no sufrió ninguna influencia de aquel y tampoco
América Latina, que siguió mirando el modelo español para conformar sus tipos
procesales en este campo.

Donde sí encontró recepción el movimiento doctrinal alemán fue en Austria,


que promulgó en el año 1895 un Código de procedimiento civil (Ordenanza
Procesal), obra del procesalista y en ese entonces Ministro de Justicia, Franz
KLEIN (1854-1926).

La reforma de KLEIN en el terreno del proceso civil se equipara a la napoleónica


en el proceso penal, pues creó un modelo de enjuiciamiento en este campo
que consagró principios modernos encaminados a lograr una rápida y eficiente
administración de justicia, que aún en la actualidad puja por implantarse en
muchos países del mundo, incluida Cuba, que no han logrado superar el viejo
modelo escriturado romano, lento, ritual e ineficiente.
La contribución esencial del modelo de KLEIN fue que estructuró un proceso
civil oral y público, que organizó en audiencias sucesivas. La primera de estas
audiencias, a la que denominó Audiencia Preliminar, se dedicó al saneamiento
de los impedimentos procesales, lo que puso fin a los incidentes dilatorios
encaminados a combatir aspectos tales como la competencia, la capacidad, la
representación, los errores en la formulación de la demanda, entre otros, y con
ello logró acortar el tiempo de los juicios civiles.

El otro elemento cardinal fue la concesión de facultades a los jueces para


impulsar el proceso, a fin de evitar que los juicios cayeran en las zonas de
paralización que caracterizaban el arquetipo precedente, en que solo a ruego
de las partes, bajo el imperio del principio dispositivo, podía avanzar el proceso.
El juez dejó de ser un ente pasivo que prestaba un servicio de justicia a los
ciudadanos, para asumir un papel activo en la conducción y dirección del
proceso, con la misión estatal de llevarlo a su fin, pues aunque la norma que
subyace en el pleito civil resulta de naturaleza privada y dispositiva, el cauce
procesal es público y al Estado le interesa que llegue a un fin pronto y eficiente.

El modelo de KLEIN revolucionó el campo normativo del proceso civil, pero con
excepción de Portugal, no logró influenciar en los procesos de reforma en
Europa y América Latina, esencialmente por los prejuicios que sobre la
administración de la justicia civil prevalecían, y aún prevalecen, en lo relativo a
los poderes del juez en ese terreno. El tipo de juez que concibió KLEIN fue
acusado por determinados sectores doctrinales como autoritario y dictatorial y
bajo ese rótulo despectivo se le estigmatizó, lo que provocó que este avanzado
modelo de enjuiciamiento civil no lograra convertirse en un paradigma de
modernidad hasta bien entrado el pasado Siglo XX, con la reforma del proceso
civil en Italia, con el Código ROCCO, y posteriormente en América Latina, de la
mano del Código Procesal Civil Modelo para Iberoamérica y más recientemente
en España, con su actual Ley de Enjuiciamiento Civil del año 2000.

6. La escuela italiana
Detenerse en la Italia de principios del Siglo XX es obligatorio en un repaso
sobre la evolución de la doctrina procesal, por muy sintético que resulte el
empeño, porque en ese país se gestaron las figuras que más influenciaron en
la formación de la doctrina procesal americana, pues las aportaciones
científicas de los alemanes no llegaron a América directamente, sino a través
de la recepción que de las mismas hicieron los grandes maestros italianos.

El fundador del procesalismo científico italiano fue Giuseppe CHIOVENDA (1872-


1937), profesor de la Universidad de Roma, y la partida bautismal de este
acontecimiento fue la conferencia que impartió en 1903 titulada La acción en el
sistema de los derechos, donde desarrolló su concepto de la acción como
derecho potestativo. CHIOVENDA tuvo la influencia del procesalismo científico
alemán, y se identifica a W ACH como su musa inspiradora, por lo que a pesar
del generalizado prestigio de que siempre gozó, su vínculo con el Derecho
alemán le valieron inmerecidas críticas, algunas tan fuertes como la de traidor,
por ir a buscar las fuentes inspiradoras de su nuevo Derecho Procesal en un
derecho extranjero y no en el acervo cultural jurídico italiano. Reconocidos
procesalistas en varios tiempos demostraron la originalidad de la obra de
CHIOVENDA, al margen de la influencia del derecho procesal germánico, que él
mismo confesó desde un primer momento. Sus obras fundamentales son
Ensayos de Derecho Procesal Civil y Principios de Derecho Procesal Civil.

La obra de CHIOVENDA se concentró solo en el campo del proceso civil, pero fue
tanta su profundidad y trascendencia que logró numerosos seguidores, de ahí
su impronta en los grandes maestros que de España, Argentina y Uruguay,
mayor influencia tuvieron en la conformación del Derecho Procesal cubano.

Otro de los fundadores del procesalismo científico italiano junto a CHIOVENDA


fue Francesco CARNELUTTI (1879-1965). CARNELUTTI no proviene
originariamente del Derecho Procesal, sino del Laboral y del Mercantil y, a
diferencia de CHIOVENDA, cultivó el proceso en todos los campos, tanto penal,
como civil, administrativo, laboral, mercantil y arbitral, por lo que se le identifica
como uno de los propulsores de la concepción unificadora del Derecho
Procesal; posición que dejó magistralmente expuesta en su trabajo Pruebas
civiles y pruebas penales, que publicó en 1925 en respuesta a un trabajo de
Eugenio FLORIÁN de 1924, titulado Pruebas penales. En esta obra CARNELUTTI
expuso que existen distinciones entre el proceso civil y el penal, pero no porque
tengan raíces distintas, sino porque son dos grandes ramas en que se bifurca,
a una buena altura, el tronco único del Derecho Procesal. Tuvo una larga vida y
una prolífera obra y se le identifica como el creador de un número considerable
de nuevos conceptos en esta disciplina, lo que revolucionó la dogmática y el
sistema de la Ciencia del Proceso. Entre sus trabajos capitales se encuentran
Sistema de Derecho Procesal Civil, Instituciones de Derecho Procesal Civil y
Lecciones de Derecho Procesal Civil.

Otra de las figuras cimeras del procesalismo italiano es Piero CALAMANDREI


(1889-1956), quien fue discípulo de CHIOVENDA y le dio continuidad a la obra de
su maestro. CALAMANDREI desarrolló una amplísima labor científica
esencialmente en el campo del Derecho Procesal Civil y sus estudios sobre la
casación civil y las medidas cautelares mantienen aún una increíble vigencia
(La casación civil e Introducción al estudio sistemático de las providencias
cautelares).

Otro de los méritos esenciales de CALAMANDREI fue la creación, junto a


CARNELUTTI y REDENTI, del Código de Procedimiento Civil italiano, que se
promulgó el 28 de octubre de 1940, bajo el gobierno fascista de Benito
Mussolini.

La confección del Código la encomendó Dino GRANDI, Ministro de Justicia del


régimen a los tres más grandes procesalistas del momento, pero CALAMANDREI
sobresalió porque fue quien dirigió los trabajos y tuvo a su cargo la elaboración
de la Exposición de Motivos (Relazione), lo que provocó una polémica que aún
perdura sobre su compromiso con el fascismo, así como sobre la naturaleza
autoritaria del Código.

Una prestigiosa doctrina que compartimos se encargó de dibujar


adecuadamente los contornos de este episodio y dejó claro que el Código
italiano de 1940 siguió las bases conceptuales que trazó CHIOVENDA en su
proyecto de 1919, inspirado a su vez en la Ordenanza Procesal austriaca de
KLEIN, y que, bajo esa inspiración, diseñó un proceso moderno, activo,
concentrado y con un juez dotado de facultades para la conducción, que no
tienen que ver necesariamente con un modelo fascista de enjuiciamiento.

CHIOVENDA constituye, sin duda, una de las figuras más descollantes del
procesalismo italiano, sus aportes doctrinales y legislativos influyeron en el
resto de Europa y en América Latina. Uno de sus discípulos, Mauro
CAPPELLETTI, es el vínculo de esa escuela primigenia con lo más valioso del
Derecho Procesal italiano contemporáneo.

El Derecho Procesal Penal italiano de esos momentos no tuvo el mismo


florecimiento que el Civil, de hecho fue CARNELUTTI el único de ellos que tuvo
una producción científica en el campo del proceso penal y no lo hizo en la
misma proporción que en el civil. Las aportaciones fundamentales en el terreno
del proceso penal la realizaron profesores de Derecho Penal, entre los que se
destacan Eugenio FLORIÁN y Vincenzo MANZINI, este último es el autor de un
voluminoso Tratado de Derecho Procesal Penal, que se considera la base
fundacional del moderno Derecho Procesal Penal italiano. MANZINI es también
el autor del Código de Procedimiento Penal italiano de 1930, que al igual que el
Civil fue una encomienda del régimen fascista de Mussolini, por lo que le valió
los mismos apelativos que a CALAMANDREI y su obra, pero que la doctrina
identifica como uno de los mejores cuerpos normativos europeos de todos los
tiempos.

7. La codificación española del XIX. El tránsito del procedimentalismo


al procesalismo moderno

La segunda mitad del Siglo XIX marcó el fin de la dispersión normativa en


España en los diferentes campos del Derecho, incluido el procesal, a partir de
lo que se conoce como época de la codificación. Luego de varios intentos
legislativos se promulgó en 1881 la Ley de Enjuiciamiento Civil que rigió
durante todo el Siglo XX y, en 1882, la Ley de Enjuiciamiento Criminal, aun
vigente.
España no sintió la influencia de los aires renovadores alemanes y austriacos
en el campo del Proceso Civil, por lo que la Ley de Enjuiciamiento concibió un
modelo procesal de corte escriturado, de influencia romana, que se conoce
como solemnis ordo iudiciario, que tuvo una impronta determinante en el
diseño de los procesos civiles en América Latina. Esta Ley concibió un proceso
de amplia cognitio judicial, mediante diferentes medios de contradicción entre
las partes, como la réplica, la dúplica, la contravención, el establecimiento de
excepciones dilatorias, etc. Este tipo procesal se reservó para las pretensiones
de mayor relevancia, denominado Juicio Declarativo de Mayor Cuantía. El otro
modelo procesal, de menor dimensión, denominado Declarativo de Menor
Cuantía, se concibió para pretensiones de menor relevancia. Una reforma
parcial de la Ley de Enjuiciamiento Civil ocurrida en España en el año 1984,
introdujo la oralidad en el Juicio Declarativo de Menor Cuantía, que lo convirtió
en el proceso principal, en el que se ventilaban la mayor cantidad de asuntos,
pues el Declarativo de Mayor Cuantía quedó reducido a pretensiones
infrecuentes.

No ocurrió lo mismo en el campo del proceso penal, pues bajo la influencia del
Código de Instrucción Criminal de Napoleón, la Ley de Enjuiciamiento Criminal
diseño un modelo procesal moderno, de tipo mixto, con una fase previa, a
cargo de un juez instructor, en la que aún prevalecen algunos rasgos del
inquisitivo, que tiene el cometido de investigar el hecho delictivo e identificar a
los responsables. La segunda etapa es una fase oral, contradictoria, pública,
regida por el principio acusatorio y destinada a la práctica de las pruebas y el
juzgamiento, denominada juicio oral.

Luego de innumerables esfuerzos, que comenzaron a gestarse desde


mediados del Siglo XX, la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 fue derogada por
una nueva Ley de Enjuiciamiento, que se promulgó el 6 de enero del año 2000.
Este nuevo cuerpo normativo diseñó un proceso civil moderno, oral y
contradictorio, acorde con las más modernas tendencias que prevalecen
actualmente en el mundo en este campo del juzgamiento.
En el ámbito del proceso penal, aun rige en España la Ley de Enjuiciamiento
Criminal de 1882, pero con múltiples modificaciones, esencialmente en el
campo de los derechos y garantías de los imputados, con el propósito de
acomodar el texto decimonónico a los compromisos impuestos por los pactos y
convenciones internacionales de protección de los Derechos Humanos que se
gestaron a partir de la segunda mitad del Siglo XX, con el surgimiento del
sistema de Naciones Unidas, así como a los requerimientos que impone la
pertenencia de España al bloque comunitario europeo.

Los autores españoles del Siglo XIX no rebasaron la denominada etapa del
procedimentalismo, que se coloca esencialmente en el plano exegético de la
norma. Por la influencia que tuvo para nuestro país, se señala la figura de José
María MANRESA Y NAVARRO (+1905) como uno de los autores más descollantes
en ese campo, pues sus comentarios a la Ley de Enjuiciamiento Civil sirvió a
generaciones de cubanos para una mejor comprensión del texto normativo
español que rigió en Cuba durante casi todo el Siglo XX. Otro de los elementos
que influyó en la vigencia de MANRESA Y NAVARRO en Cuba fue la estima que le
profesó Ricardo DOLZ Y ARANGO, primer gran maestro del Derecho Procesal en
Cuba, que llevó a sus discípulos esa admiración por el autor español.

En lo que a la doctrina científica respecta, España no fue gestora de un


movimiento propio, sino que acogió lo más avanzado del pensamiento alemán
e italiano, que le permitió conformar su propia doctrina, acorde a las
particularidades de su normativa. Los grandes maestros de ese país, gestores
de un pensamiento clásico español en el campo del Derecho Procesal, cuya
producción doctrinal se coloca en la primera mitad del Siglo XX, fueron
formados esencialmente en Alemania y en menor proporción en Italia.

Tal vez la figura más descollante en este proceso iniciático de conformación de


la moderna doctrina procesal española es Leonardo PRIETO-CASTRO Y

FERRÁNDIZ (1905-1995), quien tuvo una amplia producción científica, de mayor


presencia en el campo del Derecho Procesal Civil (Exposición del Derecho
Procesal Civil de España) y que fue el formador de muchos de los principales
maestros españoles contemporáneos.
Otras dos figuras descollantes en esta primera etapa, que desempeñaron un
importante papel en la conformación de la doctrina científica española, son
Jaime GUASP (1913-1986) y Emilio GÓMEZ ORBANEJA (1904-1986). La
producción científica de GUASP fue más rica en el campo del Derecho Procesal
Civil, fue autor de la Ley de Arbitraje Privado de 1956, que rigió en España
hasta el año 1988; GÓMEZ ORBANEJA trabajó con igual intensidad y profundidad
ambos campos, en el ámbito del Proceso Civil se destaca su Manual de
Derecho Procesal Civil, mientras que en plano penal, son reconocidos
unánimemente sus Comentarios a la Ley de Enjuiciamiento Criminal, como una
de las obras más importantes escritas en España en ese campo.

La doctrina procesal española contemporánea tiene un gran desarrollo y goza


de un reconocido prestigio internacional, además de que aún mantiene un
significativo y estrecho vínculo tutelar con lo que se genera en Alemania e Italia
en este campo. Sin ánimo de inventario conclusivo en la relación, se pueden
mencionar como figuras más visibles en el panorama procesal español actual a
Andrés DE LA OLIVA SANTOS, Miguel Ángel FERNÁNDEZ, Víctor MORENO CATENA,
Valentín CORTES DOMÍNGUEZ, Francisco RAMOS MÉNDEZ, José ALMAGRO
NOSETE, Isabel TAPIA FERNÁNDEZ, Juan MONTERO AROCA, José Luis VÁZQUEZ
SOTELO, Manuel ORTELLS RAMOS, Juan-Luis GÓMEZ COLOMER, Silvia BARONA
VILAR, Teresa ARMENTA DEU, Luis DIEZ-PICAZO GIMENO, Joan PICO I JUNOI, entre
muchos otros.

8. La evolución del Derecho Procesal en América Latina

América Latina durmió un largo sueño en el campo del Derecho Procesal, pues
la independencia de la gran mayoría de los países del Continente desde
principios del Siglo XIX, rompió los vínculos directos de influencia de la
legislación europea, por lo que no rigieron en las tierras americanas, con
excepción de Cuba y Puerto Rico, los cuerpos normativos obra del proceso
codificador español de finales del XIX. Los diversos intentos legislativos que se
produjeron en varios de los países americanos chocaron con los convulsos
movimientos sociales que periódicamente se producían, las etapas de
dictadura que caracterizaron el panorama político de muchos de nuestros
países durante gran parte del Siglo XX y la falta de condiciones económicas y
sociales para alcanzar el consenso necesario en pos de una reforma procesal
efectiva, que introdujera elementos de modernidad en los modelos de
enjuiciamiento.

El proceso civil siguió durante todo este tiempo el formato heredado de


España, esencialmente escrito y dilatado, mientras que el proceso penal
mantuvo un sistema inquisitivo, con menoscabo de los derechos del imputado.
Mención aparte merece el Código de Procedimiento Penal de la Provincia
argentina de Córdoba de 1939, obra de los grandes maestros Sebastián SOLER
(+1980) y Alfredo VÉLEZ MARICONDE (+1972), que constituyó el primer
ordenamiento procesal moderno de nuestro Continente, inspirado en los
modelos procesales europeos, en especial el Código de Instrucción Criminal
de Napoleón, la Ordenanza procesal alemana de 1877, la Ley de
Enjuiciamiento Criminal española y de fechas más recientes, los Códigos
Procesales italianos de 1913 y 1930.

En el plano doctrinal varias figuras se destacaron en la primera mitad del Siglo


XX en el campo del Derecho Procesal, esencialmente en el proceso civil, como
Hugo ALSINA (+1958) en Argentina y Eduardo COUTURE (+1956) en Uruguay,
este último considerado como el más universal de los procesalistas
americanos. Una mención especial al desarrollo de la doctrina procesal
americana merece la labor de dos destacados profesores españoles que
emigraron a América a consecuencia de la dictadura del general Francisco
Franco y desarrollaron en esta parte del mundo una importante labor científica.
Entre ellos se destacan los nombres de Santiago SENTÍS MELENDO, juez de
profesión, que se radicó en Argentina y desarrolló allí una importante labor
como investigador, traductor y bibliógrafo; a este autor español se debe la
traducción al castellano de importantes obras de los procesalistas clásicos
italianos, así como un ensayo insuperable sobre la prueba. El otro procesalista
español es Niceto ALCALÁ-ZAMORA Y CASTILLO, considerado como una de las
figuras más importante dentro del Derecho Procesal en el Siglo XX; autor de
una prolífera obra, comparativista incansable, estudió y con gran respeto
sometió a crítica el Derecho Procesal de la gran mayoría de nuestros países,
los que visitó incansablemente y en los que dictó numerosas conferencias y
cursos. Se radicó en México, donde impulsó los estudios del Derecho Procesal
desde su cátedra en la Universidad Autónoma de México.

La segunda mitad del Siglo XX marcó el comienzo de un proceso en cascada


encaminado a reformar los modelos procesales en la gran mayoría de los
países del Continente, que abarca tanto el proceso civil como el penal, pero
con un mayor ahínco y efectividad en este último.

Varios son los factores que favorecieron este proceso de reforma, algunos de
tipo político, asociado a la apertura a la democracia de muchos países que
durante años estuvieron sometidos a regímenes dictatoriales, lo que trajo
aparejado reclamos sociales en función de crear nuevos marcos de legalidad
como garantía de los derechos y libertades fundamentales. A lo que se unen
las presiones internacionales, sobre todo en el campo del proceso penal, para
lograr un enjuiciamiento penal más garantista, que salvaguarde los derechos
de los imputados. La inserción de la gran mayoría de los países de América
Latina a la Convención Interamericana de Derechos Humanos de 1969 (Pacto
de San José de Costa Rica), es otro de los elementos que favoreció el proceso
de reformas.

En el plano económico no se puede descartar la importante contribución


monetaria que realizó Estados Unidos y los organismos financieros
internacionales a los países inmersos en la reforma, interesados en que se
modificara la normativa procesal en el campo penal, para hacerlos compatibles
con determinadas reglas generalmente aceptadas en temas de extradición y
otras instituciones afines.

Un elemento de particular importancia en el proceso de reforma lo constituye la


labor científica que desplegó el Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal,
que elaboró dos Códigos Procesales Modelos, uno para el Proceso Penal y
otro para el Proceso Civil.
El Instituto se constituyó en el año 1957, en el marco de las Primeras Jornadas
Latinoamericanas de Derecho Procesal, convocadas por la Facultad de
Derecho de la Universidad de Montevideo, Uruguay, en homenaje a Eduardo
COUTURE, quien había sido Decano de la Facultad y fallecido el año anterior; en
el año 1970 pasó a llamarse Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal,
bajo la presidencia de Niceto ALCALÁ-ZAMORA Y CASTILLO (+1985).

La gestación de los Códigos Modelos comenzó en el año 1967 y los trabajos se


extendieron hasta 1982, cuando se aprobaron las versiones que se conocen en
la actualidad de ambos códigos. En la confección de estos cuerpos normativos
trabajaron los más importantes procesalistas del momento en nuestra área
cultural y se identifican como sus principales autores a los uruguayos Adolfo
GELSI BIDART (+1998) y Enrique VÉSCOVI (+2002), del Código Procesal Civil.

En el Código Procesal Penal trabajaron desde un inicio los profesores


argentinos Alfredo VÉLEZ MARICONDE y Jorge CLARIÁ OLMEDO y, en la etapa final
de su elaboración, a fin de sistematizar los criterios recogidos en las sucesivas
reuniones del Instituto, participaron el profesor español Víctor FAIRÉN GUILLÉN, y
los argentinos Fernando DE LA RÚA y Julio MAIER.

Los Códigos Modelos recogieron lo más avanzado del pensamiento procesal


iberoamericano fruto de innumerables debates en las sucesivas Jornadas del
Instituto, en las que se acercaron los puntos de vista controvertidos y se llegó a
valiosos consensos. Tanto en el proceso civil como en el penal, se logró
estructurar modelos procesales modernos, contradictorios, orales y garantistas,
que posibilitaran una satisfacción adecuada de los derechos de los justiciables.

Desde un principio se dejó sentado que los Códigos no tenían la vocación de


regir en ningún país en especifico, sino de servir de modelo o referencia a
tomar en cuenta por cualquier país que pretenda enfrentar una reforma, y ese
justamente es su valía, pues permitieron servir de modelo en la reforma
procesal de muchos de los países de América Latina.
Otra importante influencia en las reformas procesales de América Latina, pero
concentrada solo al terreno del proceso penal, lo tiene el trabajo de un grupo
de penalistas argentinos, bajo la dirección del profesor Julio MAIER. MAIER se
formó en Alemania, bajo la influencia de destacados profesores de ese país en
el campo del Derecho Penal y Procesal Penal, como Claus ROXIN y es el autor
de un proyecto de Código de Procedimiento Penal que se conoció en 1986, con
la pretensión de reformar el viejo proceso penal federal argentino. El proyecto
no logró imponerse y el Código Procesal Penal de la Nación argentina, que se
aprobó en 1991, dista mucho de las ideas propugnadas por MAIER, pues está a
medio camino entre un proceso penal moderno y el modelo precedente de
corte inquisitivo, pero fue el punto de inicio del proceso de reformas procesales
penales en el Continente. Le siguió Guatemala, en el año 1992 y
posteriormente una gran mayoría de los países América Latina, en muchas de
cuyas reformas contribuyó personalmente el propio MAIER y sus colaboradores.

Los Códigos Modelos y el Proyecto MAIER, para el proceso penal, constituyen


referentes obligados para cualquier país que pretenda realizar una reforma de
sus leyes procesales. No obstante, con frecuencia se observa en algunos
países, que se introdujeron instituciones o fórmulas que no se corresponden
con la realidad social y cultural del país donde regirán, lo cual trae
consecuencias negativas para el propio proceso de reforma, ante la ineficiencia
de las soluciones introducidas. En algunos países se escuchan
manifestaciones de insatisfacción ciudadana ante los procesos de reforma,
esencialmente en el campo del proceso penal, a cuya modernidad se le achaca
el aumento de la delincuencia y la impunidad. Por lo general estos estados de
opinión no se corresponden con la realidad, pero tienen cierto fundamento en lo
que apuntábamos anteriormente, de la ineficacia de soluciones procesales, sin
duda muy avanzadas, pero que no se corresponden con los niveles de
desarrollo del país en cuestión.

No obstante estas particularidades, el proceso de reforma procesal en América


Latina representa un importante salto en el desarrollo de nuestra región, la que
puede exhibir en estos momentos, en muchos de nuestros países, los códigos
más modernos del mundo en el ámbito del Proceso, tanto civil como penal.
En el campo doctrinal nuestro Continente atesora también un gran acervo en
los diferentes países, lo que hace imposible un inventario de autores, pero se
pueden identificar a Argentina, Brasil, Chile, Colombia, México, Perú y
Uruguay, como los países cuyos representantes tienen una mayor producción
doctrinal y presencia más activa en los debates que cada dos años tienen lugar
en el marco de las Jornadas del Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal.

9. Origen y evolución del Derecho Procesal en Cuba

Las particularidades del proceso civil cubano durante el período que duró la
ocupación colonial de España, se ajusta a la descripción que hizo COUTURE en
1939, en las magníficas conferencias que impartió en la Universidad de
Córdoba, que fueron publicadas bajo el título Trayectoria y destino del derecho
procesal civil hispanoamericano.

No obstante la opinión del maestro uruguayo, los historiadores cubanos


consideran que el papel principal en la conformación del enjuiciamiento en la
Isla no recayó precisamente en las Siete Partidas, sino en la Recopilación de
las Leyes de Indias, así como en múltiples Reales Cédulas que ajustaban la
legislación a las particularidades de las denominadas provincias de Ultramar
(FERNÁNDEZ BULTÉ).

A pesar de que las Partidas y el resto de la legislación medieval española


guiaban el trasfondo de la normativa cubana, su vigencia directa no se ajustaba
a una realidad social y económica que distaba de la península, por lo que el
papel regulador esencial lo cumplimentó la legislación indiana, contenida en la
Recopilación de 1680, a la que ya hicimos referencia anteriormente.

Describía un destacado profesor cubano que la Recopilación de las Leyes de


Indias se caracterizó por la profusión legislativa, el casuismo, la tendencia
asimiladora y uniformadora que pretendía estructurar la vida jurídica de las
Indias conforme el modelo castellano; el reglamentismo minucioso y la
pretensión monárquica de tener en las manos los hilos de un mundo vastísimo.
Todo esto está impregnado del sentido ético religioso del catolicismo romano
(CARRERAS).

Los cambios esenciales en el enjuiciamiento civil cubano se produjeron durante


el Siglo XIX, momentos en que el resto de América logró su independencia y
Cuba siguió vinculada al dominio colonial. En esta etapa se producen las
principales reformas en el enjuiciamiento civil español, que culminaron con el
proceso codificador de todo el Derecho peninsular, justamente en las
postrimerías del Siglo. Es la época que se corresponde con eso que COUTURE
denominó como jubileo de la voluntad individual y de la libertad humana y que
no es otra cosa que la consolidación jurídica del liberalismo capitalista.

La normativa española con ámbito en el enjuiciamiento civil que rigió en Cuba


es de una vastedad, que su mención rebasa los limitados propósitos de este
rápido repaso histórico. Baste mencionar que tras la vigencia por corto tiempo
de la Ley de Enjuiciamiento Civil, de 5 de octubre de 1855, por Real Orden No.
1285, de septiembre de 1885, se hizo extensiva a la Isla la Ley de
Enjuiciamiento Civil, de 3 de febrero de 1881, la que comenzó a regir el 1ro de
enero de 1886.

En el campo del proceso penal, la Ley de Enjuiciamiento Criminal española, de


14 de septiembre del año 1882, se hizo extensiva a Cuba, por Real Decreto de
19 de octubre de 1888 y comenzó a regir el 1ro de enero de 1889, con la que
se le da un viraje radical al enjuiciamiento en ese ámbito, con una delimitación
de las funciones de instrucción-acusación y juzgamiento. La primera,
denominada sumario, poseía características propias del sistema inquisitivo, en
ella se investigaba el hecho, y se reunían las pruebas para fundar la sospecha
sobre delito y autor, lo cual era su única finalidad. El juicio oral era la segunda y
decisiva fase, a través de un acto público y contradictorio, donde con cierta
igualdad entre la parte acusadora y la defensa, de forma concentrada e
ininterrumpida, se recibían las pruebas y se apreciaban libremente, en
búsqueda de la verdad histórica que, como legado del inquisitivo, se constituía
en la finalidad del proceso penal.
En materia de procedimiento civil, esencialmente en la función de
complementar las normas españolas a la realidad de la Isla, desempeñaron un
importante papel los Autos Acordados de las Reales Audiencias, primero la de
Santo Domingo y luego del traslado de esta para Cuba, tras los sucesos
libertarios de Haití, la de Puerto Príncipe, lugar donde se ubicó dicha Audiencia
en nuestro país a partir del año 1800, y posteriormente la de la Habana, cuya
creación data de 1838. Los Autos Acordados de las Audiencias desempeñaron
un importante papel en la conformación y mejoramiento del sistema cubano de
enjuiciamiento, pues se dictaban a medida que las necesidades y conveniencia
lo hacían indispensable (CÉSPEDES Y ORELLANO).

Los cuerpos representativos de la República en Armas desarrollaron una


importante labor legislativa, tanto en el campo constitucional, como en los
ámbitos civil, penal y procesal. Atención especial merece, dentro de la
denominada legislación mambí, la normativa procesal penal, que fue la Ley
Procesal de Cuba en Armas, de 28 de julio de 1896, cuya vigencia se restauró
por el Ejército Rebelde durante su lucha contra la tiranía de Fulgencio Batista y
se utilizó para enjuiciar diversos delitos durante el período de la lucha armada.
Al triunfo de la Revolución, mediante la Ley No. 634, de 20 de de noviembre de
1959, se estableció que para los delitos contrarrevolucionarios, se seguiría el
procedimiento estipulado en cuestión por la Ley Procesal de Cuba en Armas.

El primero de enero de 1899, con la ocupación norteamericana, el gobierno


interventor proclama la vigencia de la legislación española en la Isla, pero luego
fue revisada y sufrieron diversos cambios, a fin de adaptarlas a las nuevas
situaciones que imponía la ocupación extranjera. A través de Órdenes Militares
el gobierno estadounidense adopta medidas para aumentar su hegemonía
dentro de la sociedad cubana, mediante ellas se modifica el proceso penal que
existía a la época. Se crea el Tribunal Supremo, por la Orden Militar No. 41 de
24 de febrero de 1899, tiempo después por la Orden Militar No. 92 de 26 de
junio de 1899, se reformó el recurso de casación, se suprime casi radicalmente
el secreto sumarial (Orden Militar No. 109 de 13 julio de 1899), se establece el
Hábeas Corpus (Orden No.427 de 1900), entre otros cambios. Asimismo, por la
Orden Militar No. 213 de 25 de mayo de 1900, se crea el Jurado, institución
que duró muy poco dentro del ordenamiento jurídico cubano. En la normativa
procesal penal cubana actual aun quedan huellas de algunas de las reformas
introducidas en esta época de ocupación.

En época republicana se produjeron diversas transformaciones a la normativa


procesal penal, como la que creó los Tribunales y el Procedimiento de
Urgencia.

En la primera mitad del Siglo XX se realizaron diversos intentos por derogar la


Ley de Enjuiciamiento Civil española. En tal sentido, es necesario señalar que
ALCALÁ-ZAMORA, quien fue un agudo observador de la evolución del Derecho
Procesal en Cuba, señaló que la necesidad de la reforma ya era evidente
cuando el Colegio de Abogados de la Habana organizó en 1913 una serie de
conferencias sobre El juicio oral en lo civil; ciclo al que dio inicio el profesor
Ricardo DOLZ.

En este iter se puede identificar como uno de los primeros intentos concretos
las denominadas Bases para la reforma del procedimiento civil, que fueron
presentadas en el año 1935 por Federico LAREDO BRÚ, quien era en esos
momentos miembro del Consejo de Estado de la República. A ellas le dedicó
ALCALÁ-ZAMORA una profunda reflexión, que fue expuesta en un ciclo de
conferencias dictadas en el Colegio de Abogados de la Habana en el año 1941
y publicadas posteriormente en sus Ensayos, y que por su valor indicativo pasó
a constituir un texto de referencia. Diferentes razones que no vienen al caso
analizar en este breve resumen frustraron el intento reformista de LAREDO BRÚ.

El otro momento importante en los intentos de reforma del proceso civil cubano
y que es, sin duda, el más significativo de este inventario, lo constituye el
denominado Proyecto de Código Procesal Civil Montagú.

En el año 1951 el Dr. Guillermo DE MONTAGÚ y VIVERO, a la sazón Magistrado


del Tribunal Supremo de Justicia, elaboró a título personal un proyecto de
Código de Procedimiento Civil, que por la relevancia que alcanzó en el mundo
jurídico cubano fue asumido por el Representante Manuel DORTA DUQUE y
presentado al Congreso para su aprobación. La iniciativa no fructificó y en el
año 1953, ya fallecido MONTAGÚ, fue retomado y, con algunas reformas que
introdujo José E. GORRÍN, se volvió a presentar a la Cámara de Representantes
para su discusión y aprobación, ahora bajo la denominación de Proyecto
MONTAGÚ-GORRÍN. Este intento corrió igual suerte y el proceso civil en Cuba
siguió bajo la égida normativa de la Ley de Enjuiciamiento Civil española hasta
el año 1974.

Por lo avanzado del pensamiento de MONTAGÚ y la novedad de la reforma


propuesta, vale la pena que nos detengamos un instante para destacar sus
aspectos más relevantes.

El Proyecto reducía el articulado a 524 disposiciones, en contraste con los


2153 artículos de la Ley de Enjuiciamiento Civil española, por lo que el primer
aspecto que se destaca es el interés del autor por reducir la preceptiva, a pesar
de contener tanto el proceso civil como el administrativo. No obstante la
pretensión reformadora de MONTAGÚ, su Proyecto se ajustó a lo que él
consideró como el ideal posible para la Cuba del momento, lo que estaba por
debajo de su pensamiento real sobre lo que debía ser el proceso civil moderno.
En la exposición de los motivos de su propuesta, expresó con toda claridad
que: He llevado los principios científicos del proceso moderno hasta donde
estimo lo permiten nuestros antecedentes históricos y nuestra educación
jurídica, política y social. Más allá resultaría actualmente peligroso y
contraproducente llegar para los intereses de la verdadera justicia. En
correspondencia con esta línea de pensamiento MONTAGÚ renunció a introducir
la oralidad como principio esencial del nuevo proceso civil, por considerar que
aún no estaban creadas las condiciones para incorporarlo.

Las principales novedades del proyecto, en muy apretada síntesis, son las
siguientes:

1. Introduce una sección dedicada a las facultades del juzgador, donde lo dota de
amplios poderes de dirección del proceso, bajo su impulso procesal. Le confiere
facultades para disponer de oficio las medidas que estime pertinentes para
garantizar la igualdad de las partes en el proceso, que le permite incluso, en
ausencia de norma específica, disponer un proceder concreto ante una situación
de silencio de la ley. Faculta al juzgador para convocar a las partes en cualquier
estado del proceso y, siempre que lo estime pertinente, para interrogarles
libremente sobre los hechos objeto del debate, así como ordenar las inspecciones
que considere necesarias para el conocimiento de los hechos. Incorpora la
coyuntura de que el juez, ante una norma que considere injusta, pueda solicitar al
Tribunal Supremo su no aplicación.

2. Modifica la nomenclatura existente para designar los tipos procesales e introduce


nuevos modelos de enjuiciamiento. En ese sentido realiza una gran división entre
Procesos de Conocimiento y Procesos de Ejecución.

Dentro de la modalidad de Procesos de Conocimiento están comprendidos: el


proceso ordinario, el proceso de menor cuantía, el divorcio, el proceso sucesorio,
los sumarios y el contencioso-administrativo.

Dentro de la modalidad de Procesos de Ejecución están la ejecución de títulos de


crédito y la ejecución de sentencias y transacciones judiciales. Ambos con una vía
de apremio común.

3. El Proceso Ordinario de conocimiento se perfila como “proceso modelo”, al cual se


remite la tramitación del divorcio y del contencioso-administrativo y tiene carácter
supletorio para la tramitación de todos los demás procesos.

4. Introduce dos modalidades de divorcio: el divorcio por mutuo acuerdo y el divorcio


por justa causa. El divorcio por mutuo acuerdo procedía ante la solicitud conjunta
de ambos cónyuges y la realización de una comparecencia ante el juez, de la cual
se derivaba la disolución del vínculo, ante la ratificación de sus pretensiones. El
divorcio por justa causa, concebido para cuando existieran desacuerdos en cuanto
a la disolución o las medidas que se derivaban de la ruptura, se ajustaba a la
tramitación del proceso ordinario, con la adición de una comparecencia previa en
aras de lograr una conciliación y de no alcanzarse esta, tomar decisiones con
relación a las medidas provisionales.

5. El proceso de menor cuantía estaba destinado exclusivamente a reclamaciones de


tipo económico de un monto inferior a las del ordinario, mientras que el proceso
sumario se reservó para la tramitación de reclamaciones económicas menores, los
interdictos, conflictos en el ejercicio de la patria potestad, en la administración de
bienes y diversas pretensiones más requeridas de rápida solución. Con la
presentación de la demanda se convocaba a una audiencia oral para alegaciones
y práctica de pruebas.

6. Introduce un apartado dedicado especialmente al régimen cautelar, donde regula


un catálogo de medidas cautelares y de garantía, entre las que concibió el
embargo, la anotación preventiva, el secuestro de bienes, la fianza, la intervención
de bienes y la interdicción civil del deudor, entre otras.

Se justifica este dilatado inventario de las ideas del Proyecto para que se
pueda apreciar la similitud que tiene con el modelo de nuestra vigente LPCALE,
lo que evidencia claramente la influencia que tuvo en el legislador de 1974,
cuando se derogó la vigencia en Cuba de la Ley de Enjuiciamiento Civil
española y se aprobó la primera Ley de procedimiento cubana.
La aprobación del Proyecto MONTAGÚ habría colocado a la legislación procesal
civil cubana a la vanguardia de nuestro continente y entre los ordenamientos
procesales más avanzados del momento.

El autor del proyecto era un conocedor de la doctrina procesal más moderna y


estaba al tanto de los principales aportes introducidos en el ordenamiento
procesal europeo por la malograda Instrucción española de 1853, obra del
Marqués de Gerona, por la Ordenanza Procesal austriaca de Franz KLEIN, y por
el Código Procesal Civil italiano de 1940. En una conferencia que impartió en el
año 1949, en la Academia Interamericana de Derecho Comparado e
Internacional, demostró el conocimiento que poseía del tema, al presentar un
estudio comparado de los ordenamientos procesales de la gran mayoría de los
países del mundo y dejó claro su ideal de enjuiciamiento civil, que como
expresamos, era superior a lo que se plasmó en su Proyecto.

Las características y principios que según MONTAGÚ debían regir el proceso


civil moderno eran las siguientes:

1. Un proceso encaminado a la obtención de la justicia, con la más breve


sustanciación posible, que se aparte de los excesivos tecnicismos y dilaciones
inútiles, con una regulación clara, sencilla y eficaz.
2. Preponderancia de los principios de concentración y oralidad, que posibiliten que el
juzgador pueda estar en contacto directo con las partes, así como con testigos,
peritos y los restantes medios de prueba, lo que redundaría en beneficio del
principio de inmediación.
3. Establecer el principio de impulso y dirección procesal de oficio por el juzgador,
sobre la base del interés del Estado en la más rápida definición de los litigios una
vez surgidos.
4. Lograr una presencia efectiva del principio de contradicción, que permita que las
partes velen por sus intereses en el proceso, bajo las reglas de la igualdad en el
debate.
5. Velar por la lealtad y probidad en el debate, con responsabilidad para quienes
falten a ellas.
6. Lograr la mayor economía del proceso, con libertad de las formas.
7. En materia de apreciación de las pruebas, se manifestó partidario de la libre
valoración, bajo el imperio de la racionalidad y la prudencia de los juzgadores.
8. Concentrar los modelos procesales a un juicio de conocimiento y solo reducción de
los plazos para los que por su menor importancia deben resolverse por otros tipos
procesales.
9. Establecer un régimen cautelar con un catálogo de medidas que puedan ser
solicitadas por las partes bajo el fundamento en acción real o personal, en que
exista presunción de certeza del título o de insolvencia evasiva del obligado. Las
medidas pueden ser adoptadas sin contradicción, pero con una posibilidad
posterior de presentar oposición, con indemnización en caso de haber resultado
injusta su imposición.

A pesar de los múltiples intentos por reformar el proceso civil y penal en Cuba,
la legislación española se mantuvo vigente en el país varios años después del
ascenso de la Revolución al poder en 1959.

No es hasta la década de los años 70, en que tiene lugar lo que se conoce
como proceso de institucionalización, que puso fin a casi dos décadas de
provisionalidad. Este proceso se caracterizó por una profundización de las
estructuras políticas y una amplia producción legislativa, todo ello marcado por
un estrecho vínculo con el referente ideológico soviético.

En estos años tiene lugar la reforma de los principales cuerpos normativos,


cuya data provenía del período colonial español: en 1974 se pone fin a la
vigencia de las Leyes españolas de Enjuiciamiento Civil y Criminal; en 1975 se
promulga el CF, que sustrajo esta materia del CC español, que aún regía en
Cuba en ese momento, y en 1987 se derogó el CC español. Todo ello
evidencia que el triunfo de la Revolución no implicó necesariamente la
subversión total de una legalidad que sentaba sus bases en una legislación que
había sido fruto del proceso codificador español decimonónico, que capitalizó el
pensamiento liberal burgués de la época y del cual Cuba fue uno de los pocos
países del continente americano donde estas normas rigieron.

En el año 1975 tiene lugar el Primer Congreso del Partido Comunista, que
delimitó la plataforma política del Estado Socialista y se promulga la
Constitución en 1976, donde se conforman normativamente los elementos del
sistema político socialista cubano. La promulgación de la Constitución implicó
que varias de las normas fueran derogadas, para ajustarlas a lo que se
derivaba del texto constitucional, entre ellas las Leyes de Procedimiento Civil y
Penal, y se promulgaron las actuales Ley No. 5, de 13 de agosto de 1977, de
Procedimiento Penal, y la Ley No. 7, de 19 de agosto de 1977, de
Procedimiento Civil, Administrativo y Laboral, (a partir del año 2006, LPCALE),
a cuyo análisis dedicaremos tiempo en el cuerpo de este manual.
En lo que al plano doctrinal respecta, hay que destacar que en el iter evolutivo
de conformación de la doctrina procesal cubana ocupa un lugar destacado la
obra del profesor de la Universidad de la Habana, Ricardo DOLZ Y ARANGO y,
particularmente, su Programa de Derecho Procesal Civil, Penal, Canónico y
Administrativo y Teoría y práctica de redacción de instrumentos públicos.

DOLZ Y ARANGO nació en la provincia de Pinar del Río, el 3 de enero de 1861 y


falleció el 5 de julio de 1937, en la Habana, a la edad de 76 años. Vivió en una
época de trascendentales acontecimientos para la historia del país, pues la
guerra de liberación se inició cuando apenas tenía siete años de edad y
culminó cuando ya era un destacado profesor de la Facultad de Derecho de la
Habana, por lo que desarrolló la mitad de su vida teniendo como telón de fondo
una guerra independentista que culminó en el año 1898, con la retirada del
gobierno español de la Isla de Cuba y el comienzo de la intervención
norteamericana.

DOLZ tuvo un destacado desempeño como profesional del Derecho y llegó a


ser Miembro de la Comisión de Arbitraje Internacional de la Haya y ocupó el
cargo de Decano de la Facultad de Derecho y Rector de la Universidad de La
Habana. Lo más relevante de su obra fue su labor como profesor universitario
en el campo del Derecho Procesal, con una profusa obra, dentro de la que se
destaca especialmente su Programa, que se considera su obra mayor y sirvió
de guía para la enseñanza de la asignatura en la Universidad de la Habana
durante muchos años, sobre la base del cual organizaron sus clases los más
ilustres procesalistas cubanos de su tiempo, que le sucedieron en la Cátedra.

El Programa de DOLZ fue publicado en 1896, cuando contaba con 35 años de


edad y se organiza en Libros, Títulos y Secciones, pero descansa finalmente
en la unidad cronométrica que representa la Lección. Cuenta con 230
Lecciones que abarcan un total de 408 páginas.

La técnica del Programa nos devela el momento en que se encontraba el


profesor DOLZ dentro de la evolución de la doctrina procesal, pues a pesar de
que no abandonó el método exegético de la norma, divide la materia en tres
partes: la primera dedicada a los estudios fundamentales; la segunda, a los
principios del Derecho Procesal Civil y las leyes positivas; y, la tercera,
dedicada a los principios del Derecho Procesal Penal y la ley positiva. La
posición de DOLZ nos permite afirmar que se coloca en una fase de tránsito
entre el procedimentalismo y la conformación del pensamiento procesal
científico (PELÁEZ VARONA).

En momentos en que el Derecho Procesal estaba aún marcado por su sesgo


exegético y dependiente del derecho material, que lo colocaba en una posición
menor dentro del currículo universitario, reservado solo a complementar los
estudios en función de enseñar a los futuros abogados a “tramitar” los casos
ante los tribunales, DOLZ se alza con un pensamiento que rescata la
integración del Derecho, visto como una unidad indisoluble.

Basado en esa unidad es que expresa: …la división del Derecho Procesal en
civil, penal, canónico y administrativo no puede sostenerse ni por un momento.
El procedimiento administrativo es profundamente civil, porque en todos los
casos resulta el reconocimiento, la declaración de un derecho que supone
goce, disfrute individual, que pudiera ser colectivo sin cambiar de naturaleza,
por más que, cuando la Administración produce un bien general, no declara el
derecho sino que lo ejecuta; y el procedimiento canónico puede ser civil o
penal.

Sin que sea posible afirmar que DOLZ desarrolló una teoría unitaria del Derecho
Procesal, sí es factible concluir que poseía visión clarificadora de su unidad
estructural, lo cual lo coloca en una posición precursora para su tiempo y
contexto.

Otro de los elementos relevantes del Programa es su visión sobre la acción, la


que separa del derecho civil y la considera propia del Derecho Procesal. Esta
posición del maestro fue sin lugar a duda y ha de continuar siendo hoy,
aplaudida por todos los que consulten su obra, pues fue vertida en momentos
en que la doctrina alemana sobre la acción era prácticamente desconocida
para gran parte del mundo.

Refiriéndose a este tema ALCALÁ-ZAMORA destacaba que por esos años (finales
de los 90 del Siglo XIX), acababa de iniciarse en Italia la renovación del
procesalismo por CHIOVENDA, cuya recepción en España y América habría de
tardar bastante tiempo en producirse, y que tanto en aquella como en esta, se
ignoró durante decenios la doctrina alemana, que a partir de BÜLLOW había
revolucionado la dogmática procesal.

DOLZ escribió sobre todas las áreas del Derecho Procesal, esencialmente el
Procesal Civil y el Penal. Tal y como dijimos, su mérito esencial está en haber
creado una escuela, con alumnos que muchos años después de su muerte
siguieron enseñando el Derecho Procesal conforme a las líneas esenciales de
su Programa.

Entre sus discípulos más destacados se encuentran Guillermo PORTELA, Pedro


CUÉ ABREU, Julián DE SOLÓRZANO y Alberto DEL JUNCO Y ANDRÉ.

PORTELA publicó en 1911 la primera edición de su Tratado de Derecho


Procesal, que eran las notas que como alumno tomó de las clases impartidas
por DOLZ, con una carta-prólogo del propio maestro. Por su parte CUÉ y
SOLÓRZANO publicaron un Derecho Procesal Civil, que era la transcripción de
sus propias clases. Ambos libros lo que contienen es la exégesis de la Ley de
Enjuiciamiento Civil española de 1881, comenzando por el primer artículo hasta
el último; este método se corresponde con la técnica propia de la etapa del
procedimentalismo y no se ajusta precisamente a lo postulado por DOLZ en su
Programa que, como ya expusimos, constaba de tres partes y en la que los
estudios teóricos ocupaban un espacio importante.

Quien sí realizó una aportación importante a la evolución del Derecho Procesal


Civil cubano fue el profesor Alberto DEL JUNCO Y ANDRÉ, con la publicación en
1939 de la primera edición de su Derecho Procesal Civil. Se trata igualmente
de una transcripción hecha por sus alumnos de las notas tomadas en las
clases del profesor DEL JUNCO, con una oportuna incorporación de segmentos
de jurisprudencia, y donde se evidencia el vasto conocimiento que tenía del
estado de la doctrina procesal más moderna de la época. Se trata del libro de
texto que DOLZ no escribió y a pesar de que constantemente DEL JUNCO deja un
rastro de agradecimiento y lealtad a su Programa, la obra sobrepasa en lo
doctrinal el momento en que estaba colocado su maestro.
Al triunfo de la Revolución muchos de los viejos maestros de la Escuela de
Derecho abandonan el país o pasaron a retiro y los nuevos profesores que
cubrieron la docencia en esos años no estaban aún en condiciones de lograr
una producción científica adecuada.

No es hasta finales de los años 60 y durante la década de los 70, que


comienza el despertar de la producción científica en el campo del Derecho. En
el ámbito que nos ocupa, la doctrina procesal cubana de esa época se hizo
eco, bajo el influjo del pensamiento de ruptura que caracteriza los grandes
movimientos revolucionarios, de una postura separatista con relación a las
posiciones doctrinales precedentes, en función de crear un Derecho
típicamente socialista. El profesor GRILLO LONGORIA quien conformó, para
numerosas generaciones de juristas del período revolucionario, la Teoría
General del Proceso Civil cubano, dejó sentada la complejidad de su empeño,
al expresar: (…) no ha sido una tarea fácil ni de poca duración, no ya por la
complejidad de la materia, resultante de la diversidad de criterios doctrinales,
que en fin de cuentas no se corresponden con los principios que rigen el
ordenamiento jurídico en la sociedad socialista y que, por lo mismo, obligan a
descartarlos y sustituirlos mediante un enfoque consecuente con el carácter de
la nueva sociedad (…). Posiciones similares se ven en la obra de Aldo PRIETO
MORALES, quien fuera la figura cimera en esta época en el proceso formativo de
los juristas cubanos, en el campo del proceso penal.

No obstante esta declaración de principios del profesor GRILLO LONGORIA, que


se reitera a lo largo de toda su obra, su Teoría no logró la pretendida ruptura y
siguió las tendencias del Derecho Procesal prevaleciente en el mundo
occidental, producto de las creaciones de los maestros fundadores alemanes e
italianos, de las aportaciones de la doctrina española y la de destacados
procesalistas americanos. No podía ser de otra manera, toda vez que la
reforma procesal ocurrida en el año 1974, con la promulgación de la Ley de
Procedimiento Civil y Administrativo (Ley No. 1261, de 4 de enero de 1974),
que derogó la vigencia en Cuba de la Ley de Enjuiciamiento Civil española de
1881, a pesar de que introdujo importantes modificaciones que comentaremos
posteriormente, siguió la línea de enjuiciamiento heredada de su antecesora y
de las ideas que ya habían sido postuladas por MONTAGÚ en su Proyecto en lo
relativo a las facultades de los jueces, sin sea posible afirmar que estamos en
presencia de una tendencia procesal socialista.

Desde finales de los años 60 y hasta mediados de los 80, la academia cubana
sintió una fuerte influencia de la llamada Teoría del Derecho Socialista,
producto del estrecho ligamen ideológico existente en esa época entre Cuba y
la desaparecida Unión Soviética, en virtud del cual las líneas esenciales del
intercambio académico se polarizaron hacia las universidades de los países
socialistas europeos. No obstante, en lo que al Derecho Procesal Civil
respecta, el discurso teórico de la doctrina cubana del momento, a pesar de los
constantes responsos que se aprecian en las obras de la época contra una
teoría burguesa precedente, siguió vinculado a las bases esenciales que
condicionaron su conformación.

Cuando se comparan las obras de los autores soviéticos de esos años con la
producción intelectual del profesor GRILLO LONGORIA, se observan raigales
diferencias, particularmente en el tributo a la doctrina precedente. Los
procesalistas soviéticos no citaban a ningún autor occidental, de tal suerte que
en ocasiones daba la impresión que habían “inventado” el Derecho Procesal.
Por su parte el profesor GRILLO LONGORIA, signado por la influencia que se
tenía de la llamada Teoría del Derecho Socialista, reiteradamente mencionaba
la inaplicabilidad de la doctrina burguesa, pero su obra está pletórica de citas
de los grandes maestros del Derecho Procesal de Alemania, Italia, España,
Argentina y Uruguay, fundamentalmente.

Refiriéndose a este fenómeno, el profesor FERNÁNDEZ BULTÉ expresaba


gráficamente: Ese conato de sistema de Derecho socialista fue surgiendo (…),
en medio de una situación pugnaz en que se enfrentaba la poderosa técnica
romano-francesa con mimetismos procedentes de Europa del Este, puesto que
no me atrevo a afirmar que el enfrentamiento fuera con una técnica jurídica
novedosa propia del campo socialista.

Sobre la pretensión de los autores soviéticos de conformar un sistema procesal


independiente y aislado de los modelos precedentes, el maestro COUTURE
sentenció: Las instituciones procesales del derecho soviético son análogas y en
muchos aspectos idénticas a las del derecho romano occidental. Ellas
muestran la continuidad de muchas soluciones, y aun la persistencia en
fórmulas cuya crisis es evidente en el derecho occidental y que las
democracias no han podido o sabido aún superar. La diferencia consiste en la
insólita extensión de los poderes del juez soviético, característica común en
todos los procesos revolucionarios.

El modelo de enjuiciamiento civil que se dieron los soviéticos, salvo algunos


aspectos de naturaleza muy particular ajustados al sistema político, siguió la
línea que creó Franz KLEIN en Austria, con su Ordenanza Procesal de 1895,
con la conformación de un juicio civil concentrado y oral bajo la dirección de un
juez activo y pertrechado de facultades.

Muchas de las cuestiones que los procesalistas soviéticos señalaban como


elementos caracterizadores del surgimiento de un nuevo sistema de
enjuiciamiento, no calaron en el derecho positivo cubano y por ello tampoco en
nuestra doctrina científica. Baste mencionar, entre otros, los siguientes:

1. Legitimación a favor de organizaciones sociales y colectivos de trabajadores


para poder intervenir en procesos civiles, con el propósito de patentizar la
opinión pública en el juicio. Concebida esta intervención como un medio
preventivo y educativo que podía derivar en la extinción del litigio, ante una
posible conciliación de las partes.
2. El diseño de un proceso de conocimiento donde prime la oralidad, la
concentración e inmediación, con amplias facultades del tribunal para tomar
decisiones sobre todos los aspectos en contienda.
3. Labor conciliadora del tribunal. Se concebía que en cada caso el tribunal debía
indagar sobre la posibilidad de concluir la composición de la litis a través de la
avenencia de las partes.
4. La revisión de las sentencias firmes mediante inspección judicial. Proceso que
solo podía ser promovido por el Ministerio Fiscal o por el Tribunal Supremo.
5. Los ejecutores judiciales. Funcionarios administrativos encargados de la
ejecución de las sentencias judiciales, sometidos al control de los jueces.
6. Tribunales de camaradas. Eran órganos sociales electivos que se constituían
en centros de trabajo o estudiantiles, con facultades de administrar justicia en
procesos civiles y de familia, bajo la condición de que las partes se sometan
voluntariamente a su jurisdicción.

Existieron otras particularidades del proceso civil soviético que sí encontraron


recepción en el ordenamiento procesal cubano y en su doctrina científica. En
este sentido se pueden mencionar, entre otros, los siguientes:
1. La definición de las fuentes formales. La doctrina soviética postuló que la única
fuente formal del Derecho Procesal Civil era la Ley, concepto que prevalecía
para todas las ramas del Derecho; concebida la Ley como todo acto normativo
emanado del órgano legislativo, que abarca la Constitución y las leyes
procesales específicas.
2. La concepción de que constituye misión del proceso civil la búsqueda de la
verdad objetiva y en tal sentido, es una responsabilidad que no recae
exclusivamente sobre las partes, bajo la regla de la carga de la prueba, sino
que el tribunal tiene el deber de establecer dicha verdad, lo cual es teórica y
prácticamente posible.
En esta dirección, la opinión de la doctrina soviética era de que: La ley estipula
que el tribunal no debe circunscribirse a las piezas y alegaciones presentadas,
sino adoptar todas las medidas contempladas por la ley para el esclarecimiento
detallado, pleno y objetivo de las circunstancias reales del caso, de los
derechos y deberes de los litigantes (TREUSHNIKOV). En igual dirección el
profesor GRILLO LONGORIA postulaba que (…) de acuerdo con nuestra
concepción, el proceso judicial forma parte del proceso cognoscitivo humano y
conforme con los principios marxista-leninistas del proceso cognoscitivo, es
factible establecer la verdad objetiva. La legislación procesal civil cubana
incorporó, dentro de las facultades del tribunal, no solo la consabida fórmula de
las pruebas para mejor proveer, heredada del proceso español precedente,
sino una facultad indagatoria sobre las partes, que posibilita que en cualquier
momento del proceso el juez puede convocar a los litigantes e interrogarles
sobre los hechos, así como ordenar la inspección de los bienes objeto del
proceso o de documentos que tengan relación con el pleito, en función de
lograr un conocimiento cabal de los hechos (artículo 42), así como una
inusitada facultad para poder resolver sobre puntos no planteados por las
partes, sin incurrir en incongruencia, lo que conculca con el tradicional principio
dispositivo (artículo 45). No podemos olvidar que algunas de estas facultades
estaban recogidas ya en el Proyecto de MONTAGÚ.

La visión que aún se puede tener desde el exterior sobre la existencia de un


sistema de derecho cubano, que por el régimen económico y social imperante
es ajeno a las grandes invariantes de la familia jurídica romano-francesa,
resulta totalmente desacertada.

No cabe duda de que las radicales transformaciones que introdujo la


Revolución cubana en el campo de la propiedad, la economía, las relaciones
familiares y en muchas otras áreas, significan una separación sustancial de la
legalidad capitalista precedente; pero, eso no implica, como pretendió la
doctrina soviética, que surgiera una nueva familia jurídica, separada e
independiente del tronco romano-germano-francés. Asimilar que un nuevo
sistema económico, político y social, como es sin duda el Socialismo, implica la
creación de un sistema de Derecho independiente y aislado de la familia
jurídica a la que se pertenece, es un error de apreciación conceptual.
De lo dicho anteriormente existen diversos ejemplos, pero uno que resulta
ilustrativo, es el caso del proceso para la solución de los conflictos relativos a la
aplicación del Derecho de Familia. La normativa procesal actual de muchos
países capitalistas, por la que se resuelven los casos de familia, está más
cercana que la normativa procesal cubana, de lo que conceptualmente podría
ser el ideal de un sistema procesal socialista. Al no existir en Cuba un proceso
especial para la solución de estos casos, las controversias familiares se
tramitan por las reglas del proceso civil tradicional, por lo que cuestiones tales
como la indisponibilidad del objeto del proceso, la intervención preceptiva del
fiscal, las amplias facultades probatorias del juez, el valor no vinculante de la
confesión, entre muchas otras que caracterizan el derecho procesal de familia
en la actualidad, están ausentes en la normativa procesal cubana actual, a
pesar de los valiosos aportes que en sede de interpretación normativa ha
hecho el CGTSP en este campo, que ha permitido cambiar la faz de la
tramitación de los asuntos de familiares, pero no responde a un cambio en el
modelo normativo, sino a una labor paciente y revolucionaria de la judicatura,
encaminada a lograr válvulas de escape para salir de un tipo procesal
absolutamente divorciado de la realidad social del país. Todo lo cual corrobora
la afirmación que venimos haciendo de que un sistema socialista no implica
necesariamente el surgimiento automático de un derecho procesal socialista.

Los procesalistas cubanos de estos tiempos tienen la responsabilidad de


conformar una doctrina nacional contemporánea, que respete nuestros
orígenes y que bebiendo en las fuentes de las concepciones más modernas de
nuestro campo, sea capaz de aportar una visión esclarecedora sobre el
Derecho Procesal de un país inmerso en una compleja realidad nacional, ahora
en franco proceso de modificación, e inserto en un escenario internacional
nada favorable.

LECTURAS RECOMENDADAS
BÁSICA
BRUNNER, Heinrich. Historia del Derecho Germánico. Editorial Labor, Barcelona,
1936
CARRERAS, Julio A.; Historia del Estado y el Derecho en Cuba; MES, s/c, s/f
COUTURE, Eduardo. Estudios de Derecho Procesal Civil, Tomo I (Capítulo III.
Trayectoria y destino del Derecho Procesal Civil Hispanoamericano);
Ediar Editores, Buenos Aires, 1948
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PARA SABER MÁS


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VÉSCOVi, Enrique; Teoría General del Proceso. Segunda edición (Capítulo II-
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CAPÍTULO II. INSTITUCIONES BÁSICAS DEL DERECHO PROCESAL
SUMARIO: 1.Concepto y contenido del derecho procesal. 2. Derecho material y derecho
procesal. 3. Naturaleza del Derecho Procesal. 4. Ramas del Derecho Procesal. 5.Las
fuentes formales del Derecho Procesal; 5.1. Las fuentes formales en el sistema jurídico
en general; 5.2. Las fuentes formales en el Derecho Procesal Civil; 5.2.1. La Ley; 5.2.2.
Las interpretaciones de las leyes emanadas del Consejo de Estado; 5.2.3. Las
instrucciones de carácter obligatorio dictadas por el CGTSP, que recogen la experiencia
de la actividad judicial en la interpretación y aplicación de la ley; 5.2.4. Las decisiones
adoptadas por el CGTSP al evacuar consultas de los tribunales sobre conflictos entre
leyes y otras disposiciones de rango normativo inferior; 5.3. Las fuentes formales del
Derecho Procesal Penal; 5.4. Las demás fuentes. 6. Vigencia de las leyes procesales en
el tiempo. 7. Eficacia de las leyes procesales en el espacio; 7.1. Eficacia en el espacio de
las leyes procesales civiles y de familia; 7.2. Eficacia en el espacio de las leyes
procesales penales; 7.3. Eficacia en el espacio de las normas procesales arbitrales. 8.
Interpretación de las normas procesales.

De niño te conocí
entre mis sueños queridos.
Por eso cuanto te vi
reconocí mi destino.
Cuando pensaba que ya no iba a ser
lo que soñaba, de pronto vino.
Silvio Rodríguez

1. Concepto y contenido del derecho procesal

Como expresamos en el Capítulo precedente, la concepción del Derecho


Procesal como una ciencia o disciplina independiente dentro del sistema
jurídico de un país, con una conformación categorial propia, es relativamente
reciente, existiendo consenso de que fueron los alemanes los que marcaron su
arrancada a finales del Siglo XIX, a partir del debate teórico sobre la acción,
que propició una producción jurídica sin precedentes sobre el proceso y la
jurisdicción. Este debate y consecuente elaboración teórica logró aislar y
desarrollar las tres categorías sobre las que se cimenta toda la conformación
doctrinal y el basamento científico del Derecho Procesal: la acción, la
jurisdicción y el proceso.

Los generadores de esta doctrina eran pandectistas, de ahí que el arsenal


teórico del que se valieron inicialmente para fundamentar estas nuevas
categorías fue de las herramientas que les brindaba el Derecho Civil. Las
primeras fundamentaciones doctrinales de varias de las categorías que
conforman todo el sistema del Derecho Procesal están impregnadas de una
fuerte carga civilista (MONTERO AROCA). Baste mencionar los intentos por definir
el proceso, inicialmente explicado como un contrato o un cuasicontrato, dada la
importancia que en esos momentos el pensamiento liberal burgués le concedió
a la autonomía de la voluntad y al contrato, como herramientas conceptuales
para explicar una multiplicidad de fenómenos e instituciones jurídicas; en esos
tiempos se definió como contrato desde el divorcio hasta el pacto social liberal
justificativo del modelo de gobierno democrático.

A diferencia de lo que ocurre con el derecho sustantivo, principalmente el


Derecho Civil y en menos dimensión en el Derecho Penal, que sientan sus
bases conceptuales teóricas en el Derecho romano, el procesal no encuentra
en esas fuentes más que una explicación de la forma de proceder, pero no una
elaboración más o menos acabada de sus fundamentos teóricos.

Es fácil comprender entonces que la conformación científica de esta disciplina


a finales del Siglo XIX no operó como un Big Bang científico que irradió a todo
el universo, sino que atravesó un dilatado proceso de gestación, aceptación y
posterior generalización, que llega aún hasta nuestros días.

Varios son los factores que conspiraron en la aceptación generalizada del


Derecho Procesal como una disciplina independiente y el primero y más
importante es el normativo, toda vez que el inicio del movimiento que gestó
esta nueva doctrina en Alemania es casi coincidente con el proceso codificador
europeo, por lo que muchos de los códigos adoptados en esa época no
recogieron este nuevo pensamiento. Por la influencia que tiene para nuestro
Derecho baste mencionar el ejemplo de la Ley de Enjuiciamiento Civil española
que rigió en Cuba, con una visión y tratamiento de la acción desde una
perspectiva romanista o civilista, ajena a la visión le dieron los alemanes a esa
categoría, como algo independiente del derecho subjetivo.

Muchos de estos códigos europeos rigieron durante casi todo el siglo XX y los
que les han seguido, tanto en Europa como en América, llevan la impronta que
para todos marcó el CC de Napoleón de 1804, lo que provoca una dicotomía
del lenguaje en sede sustantiva y en sede procesal, sobre muchas de las
categorías que para el Derecho Procesal tienen otro contenido y naturaleza.
Otro de los factores que ha influido negativamente en la consolidación del
Derecho Procesal como disciplina científica es su subordinación al derecho
sustantivo, que proviene de los siglos en que su naturaleza se reducía a regular
la forma de actuar ante los tribunales y la única misión docente de los cultores
del proceso era explicar la manera en que procedían el tribunal y las partes
para lograr la realización del derecho sustantivo en los diferentes campos. La
producción de esa época carecía de reflexiones metodológicas acerca del
proceso, ya que estaba caracterizada por una visión tópica de la actuación de
los tribunales, a partir de lo que ANTILLÓN denominó método topográfico, que se
circunscribía a describir la realidad imperante, sin ningún tipo de proyección
teórico-sistemática.

Siguiendo a MONTERO AROCA es posible sistematizar los elementos que


caracterizan la producción de los prácticos que escribían sobre procedimiento
en esa época:
 Los autores no eran generalmente profesores universitarios, sino prácticos de
la curia, que transmitían sus conocimientos y experiencia jurisdiccional,
adquiridos en el quehacer diario.
 Los destinatarios de los libros de práctica forense no eran los estudiantes
universitarios, sino los jueces y abogados.
 Quien escribía no aspiraba a hacer ciencia, sino a enseñar el modo de
proceder en la práctica.
 Las obras en su mayoría estaban escritas en lengua vulgar y no en latín, que
era la forma de expresión culta del clero y de la universidad, en la que
escribían los autores teóricos.

Dada la diversidad legislativa imperante, más que sobre la ley, se escribía


sobre la forma y el estilo de los tribunales, así como sobre la opinión de otros
prácticos.

Esto provocó la división que aún perdura en muchos lugares entre el Derecho
Procesal Civil y el Derecho Procesal Penal, por solo mencionar dos ramas del
proceso, pero que es igualmente aplicable al Administrativo, el Laboral y al
resto de las áreas.
Esta subordinación del procesal al sustantivo condicionó una segmentación de
la teoría en ambos campos, en tiempos en que ya el Derecho Procesal Civil era
reconocido como una ciencia emergente. Hay que admitir que el Derecho
Procesal Civil fue el que más desarrollo alcanzó inicialmente y logró con más
prontitud independizarse del Derecho Civil, pero no ocurrió lo mismo con el
Derecho Procesal Penal, que si bien bebió de las fuentes teóricas de la
doctrina alemana, no corrió igual suerte y en muchos lugares aún es parte
integrante de las Ciencias Penales, donde goza de un relativo federalismo
autonómico. Es difícil encontrar actualmente profesores de Derecho Civil que
al mismo tiempo se dediquen al Derecho Procesal, pues en este campo los
procesalistas gozan de una dedicación a exclusivas. No ocurre lo mismo en el
campo del Derecho Penal, en que muchos llevan al unísono ambas disciplinas.

Estudiaremos entonces al Derecho Procesal en una doble dimensión, como


una rama del ordenamiento jurídico y como ciencia, en una interrelación
dinámica, pues desde una perspectiva marxista el Derecho no debe verse
como una creación pura, sino que es el resultado de una realidad económica y
social determinada, que le condiciona. Aunque en ocasiones en el campo del
Derecho Procesal, la base económica de un país y los cambios que en ella se
suceden, no encuentran una respuesta tan clara y directa como la que se
produce en el plano sustantivo. Nos referimos a los múltiples ejemplos de
sociedades en las que se producen cambios revolucionarios, que condicionan
modificaciones sustanciales de las relaciones económicas imperantes, las que
encuentran por lo general una respuesta en las normas constitucionales, civiles
y penales, no así en las normas procesales, las que logran perdurar y transitan
vigentes de un sistema a otro. Para ilustrar este fenómeno, el maestro ALCALÁ-
ZAMORA razonaba que un cuerpo procesal resiste imperturbable toda suerte de
embates y vaivenes políticos (al menos en su letra, puesto que en su aplicación
no siempre podrá soslayarlos): baste citar el siglo y medio de vida de los
códigos napoleónicos; la vigencia de los códigos hechos en Italia en los
tiempos del fascismo. En España, la Ley de Enjuiciamiento Criminal, aprobada
bajo la Constitución monárquica de 1876, que rigió bajo la Constitución
republicana de 1931, en tiempo de las dictaduras, e incluso a lo largo de la
guerra civil en ambos bandos, con mayor o menor intensidad. Y agregamos
nosotros que sigue rigiendo en la actualidad luego de la caída del franquismo y
la instauración de la democracia en ese país.

Desde la perspectiva normativa el Derecho Procesal está integrado por el


conjunto de normas aprobadas por los órganos del Estado con facultad
legislativa, encaminadas a regular la actuación de los órganos judiciales y del
resto de los sujetos que intervienen en la solución de los asuntos penales,
civiles, de familia, administrativos, laborales, económicos y de otras áreas del
Derecho. Este bloque normativo debe tener asiento constitucional, donde se
deben trazar las pautas generales de actuación y las garantías fundamentales
a tutelar y está contenido generalmente en un código o ley, único y abarcador,
aunque en determinados lugares podemos apreciar la coexistencia de algunas
normas encaminadas a regular tipos procesales específicos, sobre todo de
aquellas materias que se han ido desprendiendo de los modelos procesales
tradicionales, como es el caso del Derecho de Familia. En nuestro escenario
normativo los dos grandes cuerpos legales que regulan la tramitación de la
materia son la LPP y la LPCALE; para el caso del enjuiciamiento de los
militares y civiles vinculados a delitos cometidos por los primeros, existe
también la Ley Procesal Penal Militar.

Aunque no es lo común y deseable, existen también normas sustantivas que


contienen tipos de procedimientos, por lo que es necesario incluir estos
segmentos dentro del ámbito normativo procesal. Tal es el caso del CF, en el
que el legislador incorporó fórmulas procesales para la tramitación de la
adopción o la tutela, la autorización para contraer matrimonios los menores en
oposición de sus padres, entre otras instituciones.

Aunque no son normas procesales en sentido propio, es posible incluir dentro


del bloque normativo conformador de esta materia la legislación que regula la
organización y funcionamiento de los tribunales, la fiscalía y el ejercicio de la
abogacía, toda vez que definen conceptos y desarrollan principios que influyen
en las leyes de procedimiento y por ende en la forma en que se tramitan los
asuntos en los diferentes órdenes procesales.
Desde el punto de vista doctrinal el Derecho Procesal está conformado por un
amplio campo de categorías, conceptos y principios, que permiten estructurar
esta disciplina. Comprende el estudio teórico, sistémico, de esa parte del
ordenamiento jurídico y de las diferentes categorías e instituciones que le
separan del Derecho material. No se trata, como otrora, de describir el
procedimiento, sino de teorizar sobre el proceso, al construirse un sistema
científico en el cual se inserta la ley.

Se ha dicho que las bases teóricas fundamentales, a las que la doctrina


denominó sabiamente la trilogía estructural del Derecho Procesal, se sientan
en tres categorías básicas, que son la jurisdicción, la acción y el proceso. Es
por eso que, sin ánimo de agotar aquí el contenido de lo que se explicará en
este manual, el estudio de la función jurisdiccional, como función estatal de
administrar justicia, ocupará el primer lugar, por ser el escenario en el cual se
desenvuelve toda la actividad procesal. Lo mismo ocurrirá con la acción, como
categoría básica de la teoría procesal, vista desde la nueva perspectiva que le
ofreció el Derecho Procesal, o sea, no como el derecho subjetivo que se
reclama, sino como una facultad que permite poner en movimiento la
maquinaria judicial, tanto en el ámbito civil, que es su escenario clásico, como
el campo penal, bajo la titularidad y monopolio del Ministerio Fiscal. El
proceso, como vía por la cual se encauza la acción y transita la pretensión,
ocupa tal vez el mayor espacio del contenido de la teoría general del proceso,
porque a partir de él se analizan los principios que lo informan, su objeto, los
sujetos que intervienen, las resoluciones que él se dictan y las formas de
impugnarlas, entre muchos otros contenidos.

De estas tres categorías interrelacionadas, de tal forma que ninguna tiene una
vida propia, toda vez que no hay acción sin proceso, y viceversa, y ambas
cobran vida en un escenario jurisdiccional determinado, la más importante es la
jurisdicción.

Tal es así que a mediados del pasado siglo XX el procesalista español Miguel
FENECH formuló su intención de rebautizar la disciplina, sustituyendo el
calificativo de Procesal por el de Jurisdiccional. El pensamiento del profesor
madrileño se sentaba en el razonamiento de que si el proceso es solo el
instrumento, no es correcto llamar a una ciencia con el apelativo obtenido de
dicho instrumento y no por lo que constituye el objeto principal de la misma,
que es la función jurisdiccional. De lo anterior se desprende su propuesta de
que la asignatura cambiara su denominación tradicional por la de Derecho de la
actividad jurisdiccional o Derecho jurisdiccional, y como derivación al cultor de
esta disciplina como jurisdiccionalista, en lugar de procesalista.

La propuesta terminológica de FENECH no encontró resonancia en la doctrina


española del momento, por lo que pasó al olvido, hasta que por una de esas
curiosidades de la ciencia es retomada por el profesor MONTERO AROCA, quien
por razones desconocidas no hace referencia al origen fenechiano del término
y lo propone como creación propia, para nombrar su manual de esta asignatura
como Derecho Jurisdiccional. Sostiene el profesor valenciano, en igual línea
que FENECH, que el derecho procesal no es sólo el derecho del proceso, pues
éste no es ni el único ni el más importante concepto de aquel, a pesar de lo
cual la tradición lleva al sector mayoritario de la doctrina española a seguir
hablando de derecho procesal. Ahora bien, si se trata de identificar a una rama
jurídica atendiendo a su concepto principal, que es el poder judicial o
jurisdiccional, y no a un concepto subordinado, que es el proceso, dígase de
una vez: derecho jurisdiccional.

2. Derecho material y derecho procesal

Las diferencias entre las normas materiales y las procesales se explican en la


teoría general del Derecho, la que en ocasiones utiliza también la
denominación de sustantivo y adjetivo, para referirse al derecho material y al
derecho procesal, respectivamente. Esta terminología proveniente de la
gramática no es del agrado de algunos procesalistas, que ven en el término
adjetivo cierto carácter peyorativo para las normas procesales. Lo cierto es que
en el lenguaje ordinario de la curia es muy común la utilización indistinta de los
términos material/sustantivo, para referirse a un tipo determinado de normas y
procesal/adjetivo, a las otras.
El derecho material está integrado por el conjunto de normas encaminadas a
regular todo un catálogo de derechos y obligaciones, en el campo de la
persona, la propiedad, las obligaciones, los contratos, la sucesión, las
relaciones familiares, el medio ambiente, las relaciones laborales, etc., etc.
Muchas de estas instituciones están contenidas en el CC, otras en el CF, la Ley
de Derecho de Autor, el CT, y otros tipos de normas encaminadas a regular
una multiplicidad de relaciones jurídicas. El elemento característico de este tipo
de normas es que definen conceptos, instituciones, describen derechos,
determinados tipos de obligaciones, pero no ofrecen los medios y vías para
lograr el cumplimiento coactivo de los derechos, cuando se produce una
vulneración o su titular no logra, por vía pacífica, alcanzar una satisfacción
adecuada y completa, o alberga reservas sobre la real titularidad de un derecho
frente al desafío de otros. Por decantación negativa y por su derivación del
ámbito civil, se trata de materias que aunque tienen regulación sustantiva
propia, se ubican –como regla- en un cuerpo procedimental único de normas
no penales.

Por su parte el Derecho material penal está concentrado por lo general en una
sola norma, que es el CP, aunque pueden existir algunos tipos penales
específicos regulados en leyes especiales. En las normas penales materiales
se regulan las reglas generales que desarrollan los principios fundamentales
del Derecho Penal, así como aquellas instituciones que regirán toda la
interpretación y aplicación de la ley penal; en una segunda parte se definen los
tipos penales específicos, encaminados a proteger bienes jurídicos
determinados, por los general agrupados en las denominadas familias
delictivas. Estos tipos penales describen las conductas hipotéticas que se
pueden cometer y las penas correspondientes. Teniendo en cuenta la rigidez
del principio de legalidad que opera en el Derecho Penal, que condiciona que lo
que no esté concretamente tipificado como delito en la ley no es perseguible,
obliga a que sea por lo general solo una norma la dedicada a regular los tipos
penales, aunque como dijimos, pueden existir leyes especiales en las que se
penalizan conductas, como ocurre con la Ley Electoral, que regula los delitos
que atenten contra el sistema electoral.
Por su parte el derecho procesal abarca el conjunto de normas encaminadas a
regular el proceso, que comprende tanto las vías de acceso a la judicatura,
como las diferentes modalidades procesales por las cuales se enrumban las
pretensiones que se formulan en virtud del ejercicio de la acción. En
correspondencia con lo anterior las normas de naturaleza procesal definen los
tipos de procesos o asuntos que pueden someterse al conocimiento de cada
tribunal, ya sea municipal, provincial o el TSP, lo que se conoce como reglas
definidoras de la competencia. En este tipo de normas se regulan igualmente
los requisitos formales que deben reunir los diferentes sujetos que intervienen
en los procesos, así como las formas y diligencias que se suceden desde que
un asunto se inicia hasta que se dicta sentencia, incluida la forma de impugnar
las decisiones adoptadas por los tribunales. Todo este escenario se puede
resumir diciendo que las normas procesales comprenden todo el conjunto de
presupuestos y actuaciones del tribunal y del resto de los sujetos que
intervienen en los procesos desde que estos se inician hasta que se logra una
resolución judicial que produzca efectos de cosa juzgada.

El Estado garantiza mediante el derecho procesal que su voluntad expresada


en las normas de derecho material logren un cabal cumplimiento, frente a
desafíos o vulneraciones que puedan sufrir los titulares de los derechos
subjetivos. El derecho procesal sirve al derecho material, en cuanto es un
instrumento adecuado para la actuación o ejecución de dicho derecho, para
realizar el fin que el ordenamiento jurídico, generalmente considerado, se
propone (GRILLO LONGORIA).

Se deriva de esta última explicación otra categoría íntimamente ligada al


derecho material y al derecho procesal, que es el derecho subjetivo, que debe
entenderse como aquel derecho que un ordenamiento jurídico concede a
determinada persona, que lo hace exigible ante terceros.

El concepto de derecho subjetivo es una realización dogmática del


pensamiento liberal y uno de los pilares más sólidos sobre los que se
fundamenta el pensamiento jurídico del capitalismo, pues representa el triunfo
del señorío del individuo en la sociedad en que vive, frente a otros y frente al
Estado. El socialismo heredó el concepto y es totalmente válida su utilización,
toda vez que es la propia ley la que está obligada a definir su alcance, que se
puede matizar y acomodar a las exigencias de la convivencia de en una
sociedad que trata de combinar los intereses individuales con los de la
sociedad en su conjunto.

En nuestro medio es comúnmente aceptada la definición que adopta el


profesor DÍEZ-PICAZO, quien describe al derecho subjetivo como la prerrogativa
reconocida por el orden jurídico para provecho de un particular, en tanto que
persona y miembro de la comunidad, para que despliegue una actividad útil a él
mismo y al bien común. Sobre esta construcción el ordenamiento jurídico debe
reconocer a favor de un sujeto, ya sea persona natural o jurídica, una especial
situación de poder que lo identifica como titular de un derecho subjetivo
específico, cuya titularidad puede ser de diferente naturaleza o alcance. Hay
titularidades que pueden ser plenas, en virtud de la cual el sujeto lo puede
ejercer en todo su contenido e interés, mientras que otras pueden estar
limitadas a determinado campo, ya sea de disfrute, de representación o
gestión, etc.

La dinámica procesal común en el campo no penal es que la existencia o al


menos la creencia de que se tiene la titularidad de un derecho subjetivo que no
es respetado por un tercero o ha sido vulnerado, posibilita la apertura del cauce
judicial para que por las vías que ofrece el derecho procesal, se enrumbe dicha
pretensión y se logre un pronunciamiento judicial que franqueé el cumplimiento
coactivo de dicho derecho.

La relación entre el derecho material penal y el procesal reviste características


más específicas, toda vez que las normas materiales penales, a diferencia de
lo que vimos anteriormente, solo encuentran realización en el proceso. En este
campo la norma material tiene la misión de fijar los tipos penales, lo cual
cumple una función de prevención general, pues entraña una “advertencia”
para toda la sociedad de las consecuencias que se derivan para el infractor,
pero una vez producida la violación es el derecho procesal quien tiene la
responsabilidad de encauzar las vías para lograr la punición.
Más allá de su función de previsión general, el derecho material penal no
cumple una misión en sí mismo sin el auxilio de las normas procesales.
Tampoco es de utilidad en este campo la categoría del derecho subjetivo, pues
los daños y perjuicios que una persona sufra producto de la comisión de un
delito, no le ofrece, como en el derecho privado, ninguna titularidad exigible
frente a terceros. En el ámbito penal le corresponde al Estado la persecución
de los delitos, por lo que se produce una especie de “expropiación” de los
derechos subjetivos que pudieran derivarse de la comisión del ilícito penal a
favor del perjudicado. Modernamente en algunos ordenamientos del mundo las
víctimas de delitos han adquirido cierto reconocimiento en el proceso penal
para poder formular la acusación, ya sea como coadyuvantes del ministerio
fiscal y hasta de manera independiente; existe incluso la posibilidad en algunos
ordenamientos de reconvertir la acción, de tal suerte que el ejercicio pasa de
manos del fiscal al perjudicado, lo cual podría identificarse como una
manifestación de un ámbito de reconocimiento de ciertas facultades propias de
los derechos subjetivos en el campo penal. En nuestro país, la fiscalía tiene el
monopolio casi absoluto en la persecución de los delitos, por lo que es posible
afirmar de forma categórica la no existencia de derechos subjetivos penales.

En definitiva, el proceso sirve al derecho material, cual instrumento adecuado


para la realización del Derecho, y, por su parte, el derecho material sirve al
proceso al regular los problemas a que la existencia del proceso da lugar. No
pueden verse aislados, de manera que pudiera hablarse de La bipolaridad en
una cohabitación forzosa –inescindible- de lo material con lo procesal (…) en
tanto no cabe desacoplarlas sino, por el contrario, respetar sus respectivas
partes y, en paralelo, bregar por la síntesis realista que no hiciera prisionera a
una de ellas de la otra y, al mismo tiempo, sirviera para mirar por los dos ojos
por ser esta la forma de ver ampliados sus planos, objetivos y fines. Es que el
uno se proyecta en el otro y, ambos, se lanzan hacia (…) el objetivo de obtener
la efectiva realización del derecho y sus valores (MORELLO).

3. Naturaleza del Derecho Procesal


La distinción clásica de derecho público y derecho privado permite ubicar a las
distintas ramas del derecho en correspondencia con la naturaleza de las
relaciones jurídicas que regula. En su conformación histórica el derecho
privado abarcó aquellas normas encaminadas a regular relaciones en las que
los individuos se encuentran en condiciones de igualdad; correspondía a las
normas regular las condiciones y los límites. Por su parte el derecho público
regula aquellas relaciones en las que el individuo está en posición de
subordinación o de inferior jerarquía con relación a un tercero. En el primer
bloque se ubicaron las normas de derecho civil y mercantil, mientras que en el
segundo campo se ubicó al derecho penal, el administrativo, el tributario, el
procesal y el constitucional, entre otros.

La influencia que la teoría del derecho socialista soviético tuvo en nuestro país
hasta finales de los años 80, condicionó que la doctrina procesal cubana
negara la existencia de una división entre derecho público y privado en nuestro
sistema jurídico. Se planteaba que (…) en la sociedad socialista no existe la
división del derecho en las dos esferas señaladas, características del sistema
jurídico de los estados burgueses. Ello se debe a que en la sociedad socialista
los medios fundamentales de producción pertenecen a toda la sociedad y no a
personas privadas (GRILLO LONGORIA).

Lo cierto es que ni el nivel de desarrollo alcanzado por la sociedad cubana en


aquellos momentos, ni en la actualidad, permiten arribar a generalizaciones tan
contundentes. Si bien es cierto que los medios fundamentales de producción
integran la propiedad estatal socialista de todo el pueblo (art. 15 constitucional),
en el escenario económico coexisten una multiplicidad de actores y formas de
propiedad, como la de los agricultores pequeños, la cooperativa, la de las
empresas mixtas, sociedades y asociaciones económicas, que complejizan el
panorama de las relaciones y hacen imposible concebir a la sociedad socialista
cubana actual como un escenario homogéneo e idealizado.

Es por ello que la división tradicional entre derecho público y privado es aún un
instrumento científicamente útil para definir la naturaleza del derecho procesal,
pues como dijera la profesora MESA CASTILLO, la persistencia histórica de tal
distinción tiene no solo un valor teórico sino también didáctico.

Vencido el responso justificativo del uso del método distintivo entre lo público y
lo privado, es posible afirmar que el derecho procesal integra el campo del
derecho público, a partir de la existencia de una relación jurídica signada por la
posición jerarquizante que en ella ocupa el órgano jurisdiccional, como entidad
estatal, en su vínculo con las partes y con el resto de los que intervienen en el
proceso.

En el campo del derecho civil o mercantil se entablan relaciones jurídicas


regidas por las normas del derecho privado, entre sujetos en condiciones de
igualdad, lo que hace que el ejercicio de los derechos subjetivos que se derivan
de estas relaciones sea disponible. Ahora bien, cuando se presenta una
demanda ante un tribunal y es admitida, el órgano jurisdiccional asume una
postura de jerarquía, a partir de la cual dispone actuaciones y dicta
disposiciones que deben ser respectas por el resto de los intervinientes. Es
cierto que muchas de las decisiones que adopta el tribunal durante la
tramitación de un proceso no son obligatorias, por lo que no tienen naturaleza
de ius cogens, e integran una categoría típicamente procesal que estudiaremos
más adelante (carga procesal), pero el incumplimiento de estas disposiciones
judiciales puede desembocar en una sentencia desfavorable, cuyo contenido sí
es obligatorio para el vencido; existiendo las vías de la ejecución forzosa, que
provienen del denominado imperium, de raigambre romana, que dota a los
órganos judiciales de facultades para hacer cumplir lo que previamente decidió.

La existencia de esta relación jurídica, en la que el tribunal está en el vértice


superior del triángulo, mientras que las partes se colocan en la base, en
condiciones de igualdad entre ellas pero de inferioridad con relación al ente
judicial, sirve para entender de una manera gráfica la naturaleza pública del
derecho procesal.

Aunque la relación que subyace en la contienda y que sirve de base al pleito


tiene naturaleza privada, la nueva relación que surgió con la intervención del
tribunal es de naturaleza pública, pues el órgano judicial tiene la misión de
hacer cumplir la ley y dirimir el conflicto que se le ha presentado conforme a la
norma jurídica que el propio Estado dispuso, en ocasiones con aplicación
distinta del derecho invocado por las partes, pues como explicamos
anteriormente, las partes presentan sus alegaciones, proponen sus pruebas y
se esfuerzan por demostrar al tribunal los hechos alegados, pero el tribunal
aplicará el derecho que considera atinente al caso, aunque sea distinto al
alegado por las partes (iura novit curia). Lo anterior no implica que las partes no
puedan renunciar a sus pretensiones o arribar a pactos, lo que debe ser
admitido por el tribunal, a no ser que vayan en contra del interés social o cause
perjuicios a un tercero (art. 652 LPCALE).

La colocación del Derecho procesal en el campo del Derecho público está en


los propios orígenes de esta disciplina, desde los momentos primigenios en
que VON BÜLOW distinguió la relación jurídico procesal como diferente de la
relación jurídica privada y W ACH separó la pretensión de tutela jurídica de la
pretensión material consustancial al Derecho privado.

En el campo no penal existen áreas que se han ido apartando progresivamente


del derecho privado, para ir asumiendo una naturaleza más social, a partir de la
existencia de intereses superiores, que sustrae de la autonomía de la voluntad
las posibilidades de disponer libremente de los derechos. Es el caso del
derecho de familia, en el que la presencia de menores cuyos intereses deben
ser salvaguardados por la sociedad, no lo presenta como un tertium genus
entre lo público y lo privado (MESA CASTILLO). En estos casos el tribunal puede
apartarse de los pedimentos que hagan los padres y decidir lo que sea mejor
para los hijos. Es un ejemplo claro de cómo el derecho procesal adapta su
naturaleza a las condiciones del derecho material, pues en la medida en que
las normas materiales sean indisponibles, se acrecienta y fortalece el carácter
público del derecho procesal.

En el campo penal es mucho más clara la apreciación de la naturaleza pública


del derecho procesal, pues la norma a la que está llamado a jugar su papel el
proceso es de naturaleza pública, que es CP, lo cual se manifiesta en la propia
tramitación del asunto, en que el acusado es compelido a cumplir una sucesión
de actividades en las que su voluntad está cercenada mediante mecanismos
de coerción procesal, propios de esta materia. El imputado puede ser
conminado a presentarse, a realizar actuaciones que se consideren necesarias
para la investigación, a formar parte de actos de investigación e incluso se le
puede privar temporalmente de libertad. En este campo los medios de coerción
se extienden incluso a los testigos y demás participantes, los que una vez
convocados por la autoridad a cargo de la actuación, y en caso de ausencia,
pueden ser compelidos mediante el uso de la fuerza pública para lograr su
presencia.

Esta rigidez del proceso penal se ha visto matizada en los últimos años por la
presencia de fórmulas de negociación, mediación o conciliación, que eran
ajenas a esta materia, pero que cada día ganan más terreno, lo cual no cambia
la naturaleza pública del proceso penal.

Una valoración particular hay que hacer sobre una institución que ha venido
ganando terreno en el campo de la solución de conflictos y que si bien tiene
orígenes históricos remotos, es en la segunda mitad del Siglo XX en que se
generalizó en una gran cantidad de países, constituyendo en la actualidad una
fórmula universalmente aceptada. Nos referimos al arbitraje, que se ha
debatido entre lo privado y lo público, a partir de la dicotomía existente entre su
origen y su cometido.

La dicotomía entre lo público y lo privado, condiciona la naturaleza híbrida del


arbitraje, que lo coloca en el campo del derecho privado hasta el momento de
dictado del laudo, en que se produce un salto copernicano hacia el derecho
público, en tanto el órgano judicial interviene para hacer cumplir la decisión del
tribunal arbitral, pues con ello se logra el cumplimiento de la ley que previó en
su momento que estas y no otras fueran las reglas del juego. Se permitiría que
la autonomía privada señoreara en la solución del conflicto, pero una vez
concluido y resuelto el diferendo, se impondría el imperium de la voluntad
estatal.
Otros elementos que caracterizan la naturaleza del derecho procesal es su
carácter formal e instrumental.

Es formal en la medida que regula los requisitos, vías, pasos, momentos y


situaciones por los que transcurren las actuaciones de las partes y del tribunal
para aplicar el derecho material.

El formalismo procesal condiciona que los diferentes actos que integran un


proceso deban realizarse de acuerdo con ciertas condiciones de tiempo y lugar,
acomodados a un determinado modo y orden que la propia ley establece con
mayor o menor detenimiento, formando parte de requisitos sin los cuales
dichos actos pueden carecer de validez. El valor de estos requisitos formales
hace que comúnmente se denomine a la ley procesal como ley rituaria.

No se trata de formalidades vacías que forman parte de una liturgia sin


contenido, sino que cumplen una finalidad trascendente, pues significan una
garantía para la mejor administración de la justicia y la aplicación del derecho,
especialmente para la obtención de ciertos valores que este se propone, tales
como la seguridad y la certeza (VÉSCOVI).

En el proceso civil la LPCALE exige que las demandas en proceso ordinario


deban confeccionarse cumpliendo las formalidades establecidas en el artículo
224, por lo que el tribunal puede rechazar de plano el conocimiento de un
asunto si el actor no confecciona la demanda cumpliendo las formalidades
establecidas (art. 225). Con esta exigencia de tipo formal se favorece que el
tribunal vele por el adecuado comienzo del proceso y que se garantice la
igualdad en el debate y la buena fe procesal.

En el proceso penal la LPP exige que si el tribunal considera que del resultado
de las pruebas practicadas en el acto del juicio oral debe sancionar por un
delito más grave que el imputado por el fiscal o imponer una sanción mayor
que la pedida, debe cumplimentar un requisito que la doctrina denomina tesis
de desvinculación y que en la práctica jurídica se identifica como uso de la
fórmula, por su carácter ritual, pero que constituye una garantía esencial del
acusado, para evitar indefensión (art. 350).

Son formalidades que forman parte de la esencia del procedimiento y


constituyen elementos indispensables para garantizar la igualdad de las partes
en el proceso y en el segundo de los casos un respeto del derecho a la
defensa.

Una desviación patológica de las formas provoca que en ocasiones se les


privilegie en detrimento del verdadero cometido y sentido del procedimiento
judicial. Se trata de un apego riguroso a las formas, que las convierten en el
objeto de un culto ciego, que despoja a aquellas de su verdadero sentido y
valor, lo que se denomina formulismo o ritualismo. A este fenómeno que
desnaturaliza el verdadero cometido de las formas procesales algunos autores
lo denominan exceso ritual manifiesto (BERTOLINO).

Otro de los aspectos que permiten identificar la naturaleza del derecho procesal
es su carácter instrumental, visto como esa especial relación que tiene con el
derecho material, para lograr el cumplimiento y satisfacción de la voluntad que
el legislador plasma en la ley.

Este vínculo inefable con el derecho material es el que justificó en su momento


la dependencia y subordinación que tuvo, pues el proceso era visto como parte
adjetiva y dependiente de la norma sustantiva.

La independencia del derecho procesal como rama dentro del sistema jurídico
no niega su papel de instrumento del derecho material, toda vez que el proceso
no tiene una finalidad en sí mismo, en tanto su función esencial es ofrecer las
vías y maneras mediante las cuales se logra la aplicación coactiva del derecho
material.

En ocasiones nos encontramos con eruditos en una determinada rama del


derecho material, con capacidad de explicar a profundidad los orígenes y
naturaleza de una institución, pero interrogado sobre las formas en que se
reclama ante una violación de la institución explicada no encuentra la
respuesta, porque la solución no está en el campo de su materia, sino en la del
derecho procesal, que tiene la misión de explicar el cómo se ejercita el derecho
vulnerado.
La sinergia que debe darse en este carácter instrumental del derecho procesal
con relación al material condiciona que los modelos procesales se acomoden o
cambien en correspondencia con la naturaleza del derecho que subyace en la
relación. Así vemos como en el Derecho Civil el modelo procesal se acomoda a
la naturaleza dispositiva de los derechos en este campo. Un ejemplo lo vemos
cuando una parte admite mediante la prueba de confesión un hecho relativo a
una cuestión personal, que le sea perjudicial a sus intereses, lo que convierte
dicha aceptación en una prueba plena (art. 280.1 LPCALE), sobre la cual no es
necesario aportar otras pruebas, pues la admisión libera de la necesidad de
probar, toda vez que la ley infiere que si la persona asintió un hecho que le
perjudica, se entiende que es cierto.

No ocurre lo mismo en el Derecho de Familia, toda vez que el interés superior


del menor obliga a que el tribunal indague sobre los verdaderos propósitos de
los padres y pueda practicar pruebas no propuestas por las partes, pudiendo
arribar incluso a una decisión distinta de la solicitada, ya que en este campo el
derecho no es dispositivo, o sea, tiene naturaleza indisponible, por lo que el
proceso debe ajustarse a esa realidad que le impone el derecho material.

La LPCALE no tiene desarrollada de manera específica la consecuencia de la


indisponibilidad de determinados derechos en las relaciones de familia, pues no
regula un proceso especial familiar, lo cual ha ido encontrando
progresivamente una vía práctica de solución a partir de las instrucciones
adoptadas por el CGTSP (Instrucciones 187/07, 191/09 y 216/12).

4. Ramas del Derecho Procesal

En la primera mitad del siglo XX las nuevas corrientes del pensamiento


procesal alemán, fertilizadas por el renovador impulso de la doctrina italiana, se
habían impuesto en gran parte de los países de la Europa continental y en
América Latina, por lo que el Derecho Procesal se estableció como una
asignatura autónoma en los planes de estudio en la generalidad de las
universidades de los países de nuestra familia jurídica, pero visto a partir de
compartimentos estancos, en función de la unidad conceptual fundamental de
cada área, por una parte el Derecho Procesal Civil y por la otra el Procesal
Penal, generalmente vinculadas a las dependencias donde tradicionalmente se
enseñaba el derecho sustantivo. Solo después de un proceso de acomodo de
la doctrina es que en Europa comenzaron a delinearse los estudios del
Derecho Procesal bajo el prisma de una concepción unitaria.

En España, por solo citar un ejemplo europeo, los estudios procesales se


incorporaron con la Ley de Instrucción Pública de 1857, a través de las
materias Teoría y práctica de los procedimientos judiciales, más un curso
complementario de Oratoria forense. Después de diversas modificaciones,
tanto conceptuales como de denominación, en 1928 se colocó la asignatura
llamada Derecho Procesal y en 1953 se estructuró la materia en varios cursos
(ALCALÁ-ZAMORA).

Uno de los puntos más descollantes en el largo camino de conformación de


una concepción unitaria del Derecho Procesal está asociado a la figura de
CARNELUTTI, quien en la práctica y en la academia cultivó tanto el procedimiento
civil como el penal. En un magnífico trabajo suyo titulado Pruebas civiles y
pruebas penales, publicado en 1925, y confeccionado a propósito de la
publicación en 1924 de un libro de FLORIÁN, titulado Prueba penal, CARNELUTTI
deja sentada su posición unitaria en torno del Derecho Procesal al exponer:
Procedimiento civil y procedimiento penal se distinguen sin duda, pero no
porque tengan raíces distintas, sino porque son dos grandes ramas en que se
bifurca, a una buena altura, el tronco único. Y vaticinaba el maestro italiano en
fecha tan temprana: Antes o después llegará el tiempo en que se tome en
cuenta esta verdad también en la enseñanza universitaria. Ciertamente uno de
los más graves contrasentidos de ese ordenamiento de nuestros estudios
jurídicos, que estamos ahora poco a poco reformando, se encuentra en la
escisión del procedimiento civil y el procedimiento penal y en el acoplamiento
de este último con el derecho penal.

Otro momento importante en este tracto evolutivo de la unificación del Derecho


Procesal lo constituye la contribución del procesalista español Victor FAIRÉN
GUILLÉN (+2013), quien a partir del trabajo suyo titulado Elaboración de una
doctrina general de los principios del procedimiento, publicado en 1949, se
convirtió en ferviente defensor de la posición procesal unitaria. El aporte de
FAIRÉN se concentra esencialmente en brindar una lectura del proceso civil y
penal, sobre la base de los puntos concordantes de los principios procesales, al
ofrecer un criterio metodológico de mucha utilidad en la identificación de las
categorías que resultan comunes.

A pesar de que la labor fundamental unificadora de ALCALÁ-ZAMORA fue


desarrollada desde América, los estudios procesales en este continente tienen
la huella de la concepción dualista, lo cual está motivado más por una posición
de inercia doctrinal, que por la existencia de una verdadera oposición científica
a la unificación.

Como un antecedente importante en nuestro continente se puede mencionar la


labor del profesor argentino Eduardo CARLOS, quien sentó las bases sobre el
modelo dogmático a partir del cual podía apoyarse una teoría unitaria del
proceso. CARLOS jugó con el desarrollo de las teorías generales del proceso
penal y civil, reflexionando que: aún cuando las teorías científicas se originaron
con motivo de los estudios realizados en la órbita del proceso civil, puesto que,
las investigaciones llevadas a cabo originariamente en Alemania y luego
continuadas en Italia, han dado construcciones elaboradas para aquel proceso,
los resultados obtenidos han sido aplicados en el proceso penal. Al profesor
CARLOS dedicó ALCALÁ-ZAMORA uno de sus trabajos de unitarismo, con una
expresión que pone en evidencia el valor que el maestro español le confería al
trabajo del profesor santafesino: A la memoria del inolvidable procesalista
argentino Eduardo B. CARLOS, cuya Introducción al Estudio del Derecho
Procesal (Buenos Aires, 1959) constituye la primera exposición sistemática en
América de una teoría general del proceso.

En Cuba se reporta un significativo antecedente en la obra del profesor Ricardo


DOLZ ARANGO, quien publicó en fecha tan temprana como 1896 su Programa de
Derecho Procesal Civil, Penal, Canónico y Administrativo para la Universidad
de La Habana. La obra recogía el plan de estudios y el método de enseñanza
de la asignatura que incluía tanto la parte dogmática como una teoría y práctica
de redacción de instrumentos públicos. DOLZ reconoció tempranamente la
unidad del proceso, en observaciones aisladas, pero de mucha claridad:
 La división del Derecho Procesal en civil, penal, canónico y administrativo no
puede sostenerse ni por un momento
 Desde el punto de vista pedagógico, la idea del Poder Judicial era el más
poderoso fundamento del Derecho Procesal, razón por la cual decidió
comenzar el estudio de la asignatura por esta parte, antes de entrar en el
análisis de los procedimientos específicos
 Concepto único de la prueba para ambos procedimientos
 Esfuerzos para crear un sistema de organización de la prueba que sea común
a ambos procedimientos
 Aceptado el sistema acusatorio para lo criminal o el inquisitivo para lo civil, la
marcha de la prueba no difiere esencialmente en uno y otro procedimiento

DOLZ no llegó a formular una teoría unitaria del proceso, pues a pesar de lo
avanzado de su pensamiento no rebasó la concepción procedimentalista,
concentrada esencialmente en la exégesis de la norma, pero reconoció la
unidad del proceso y representa en nuestro país un referente interesante en el
estudio de la evolución histórica del Derecho Procesal y sobre todo en la
conformación de una teoría unitaria.

El profesor español José Luis VÁZQUEZ SOTELO hace un inventario de las obras
que en América se han dedicado modernamente a la conformación de una
teoría unitaria del proceso y cita en Argentina a DE LA RUA, ALVARADO VELLOSO
y BENABENTOS; en Brasil, a la profesora PELLEGRINI GINOVER; en Uruguay, a
VÉSCOVI; en México a GÓMEZ LARA y en Perú, MONROY GÁLVEZ.

En Cuba durante mucho tiempo el Derecho Procesal Civil y el Penal estuvieron


separados, por lo que cada uno desarrollaba una parte general propia. La
última reforma de los planes de estudio eliminó esta división, en pos de una
concepción unificadora de su parte general, la que estudia aquellas categorías
y sistema de conocimientos que le son comunes a la disciplina y en la parte
especial se estudia el Derecho Procesal Civil y el Derecho Procesal Penal, con
las particularidades que le son propias.

Si bien en otras áreas del Derecho las normas procesales están íntimamente
ligadas al derecho material, por lo que sus categorías son estudiadas como
parte integrante de un mismo sistema, en el orden práctico y en algunos
estudios doctrinales se habla del Derecho Procesal Constitucional, del Derecho
Procesal Administrativo, del Derecho Procesal del Trabajo, etc., pero por la
resistencia que aún persiste en los troncos sustantivos, no se les identifica aún
como ramas independientes.

5. Las fuentes del Derecho Procesal

5.1. Las fuentes formales en el sistema jurídico en general

El tema de las fuentes formales constituye uno de los pilares básicos de la


Teoría del Derecho, y es uno de los aspectos doctrinales más debatidos en ese
campo, a partir de la posición de los distintos autores que lo abordan, tanto
desde una perspectiva teórica general, como desde la posición particular de las
diferentes disciplinas, las que se ven obligadas, como estamos haciendo ahora
nosotros, en los mismos comienzos de las exposiciones conceptuales, a definir
cuáles serán las fuentes del Derecho que se admitirán.

La trascendencia de las fuentes del derecho rebasa el plano estrictamente


jurídico, pues la enumeración y el establecimiento de la jerarquía de las fuentes
es, ante todo, un problema político porque entraña el especial reconocimiento
de un ámbito de poder –poder mandar y poder obedecer-, que en última
instancia es un poder de naturaleza política (DÍEZ-PICAZO Y GULLÓN).

No obstante el acertado criterio de los profesores españoles que acabamos de


referenciar, al momento de definir las fuentes se limitan al plano normativo, lo
cual obedece a una visión normativista del Derecho. La posición que
compartimos es más abarcadora pues reconoce como fuentes del derecho a
aquellos acontecimientos de la vida social al cual la comunidad, directa y
espontáneamente, o mediante sus representantes políticos, está de acuerdo en
atribuir efectos vinculantes de una cierta intensidad en la conducta de sus
miembros (GENY).

Existe una distinción clásica entre fuentes materiales o reales y fuentes


formales. En Cuba durante un tiempo se limitó el concepto de fuentes
materiales a las relaciones económicas de producción, como base de la
superestructura jurídica. Más recientemente se amplió el ángulo de visión de
las fuentes materiales desde una perspectiva marxista menos ortodoxa, en la
que el profesor FERNÁNDEZ BULTÉ incluyó a la sociedad en toda su vivacidad, a
sus luchas, levantada sobre las relaciones sociales de producción y las fuerzas
productivas, con todos sus matices de lucha económica, cultural, política y
social en sentido general, y no limitado exclusivamente a la base económica
productiva.

La realidad cubana actual constata la anterior afirmación, pues luego de varios


años de una reducida producción legislativa, luego de la aprobación de los
Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución,
adoptados en el VI Congreso del Partido Comunista, tras un amplio debate
ciudadano que abarcó a la generalidad de los sectores de la población cubana,
se generó una ardua actividad legislativa sin precedentes en el país, que ha
llegado a una multiplicidad de sectores de la economía, los servicios, la
propiedad, la migración, etc., etc.

El mandato que originó estos importantes cambios legislativos es de naturaleza


política, contenido en los Lineamientos, pues en una gran mayoría de ellos
existe una referencia a la norma jurídica que lo instrumentará, pero la fuente
material está en el movimiento que la sociedad cubana está teniendo en los
últimos tiempos, algunos directamente relacionados con las transformaciones
del modelo económico, pero existen otros como la eliminación de prohibiciones
en el campo migratorio o la libertad de disponer libremente de vehículos e
inmuebles, que no tienen un cometido directamente económico, pero son el
resultado de esa vivacidad social de la que nos hablaba el profesor FERNÁNDEZ
BULTÉ como fuente generatriz del Derecho.

Desde la perspectiva de la Teoría del Derecho las fuentes formales abarcan los
procedimientos, métodos, mecanismos y también a los organismos y
autoridades que dan nacimiento al derecho, o que legitiman su existencia,
siempre que esos actos, procedimientos y autoridades estén a su vez
debidamente facultados y legitimados por las normas de reconocimiento y,
sobre todo, por las de adjudicación y cambio (FERNÁNDEZ BULTÉ).
Existe una visión de las fuentes formales que comprende los modos de
expresión de la normatividad jurídica. Con arreglo a este criterio se han
reconocido como fuentes del derecho a determinados arquetipos normativos
entre los que cabe mencionar a la ley, al reglamento, a la costumbre, a los
principios generales del derecho, a la jurisprudencia, a la doctrina científica, a
los contratos, a los convenios colectivos y a las sentencias judiciales. No
supone ello, en cualquier caso, que los diferentes modelos normativos que
representan hayan sido unánimemente considerados como fuentes del derecho
ni entre los analistas del fenómeno jurídico, que divergen en la caracterización
como tales de todos ellos o de un número más o menos limitado de los mismos
ni por parte de los ordenamientos jurídicos que suelen incorporar bajo el rótulo
de fuentes formales del derecho a un elenco aleatorio y hasta cierto punto
caprichoso de ellos que no siempre guarda relación con la solución que a este
problema se atribuye desde la consideración unitaria del ordenamiento jurídico
(ARA PINILLA).

Desde el punto de vista práctico el análisis de las fuentes formales parte, al


decir de GRILLO LONGORIA, de determinar qué disposiciones son las que pueden
citarse en un proceso para fundamentar un acto procesal.

Aunque el método ofrecido por el profesor GRILLO LONGORIA puede resultar útil
y gráfico, su error está en reducirlo a lo estrictamente normativo, por eso
nosotros vemos a las fuentes como el arsenal jurídico al cual puede acudir
válidamente el juez en el conocimiento y solución de un asunto, para
fundamentar su decisión. Pero esta selección no está sujeta a la libre
autonomía del juzgador, sino que el propio sistema jurídico debe predefinir
cuáles son aquellas fuentes de las que puede valerse.

La clave de entendimiento estriba en que todo aquello que el juez esté


conminado a usar para fundamentar jurídicamente la solución de un caso
integra el sistema de fuentes formales del derecho; en oposición, aquello que
pueda ayudar e incluso influir en la toma de la decisión, pero que el juez no
esté conminado a utilizar, no integra el sistema de fuentes formales del derecho
en la materia en cuestión.
En correspondencia con el lenguaje del momento, en que la influencia del
denominado derecho socialista soviético estaba muy presente en la labor
científica de nuestros profesores, GRILLO LONGORIA postulaba que el abordaje
de las fuentes formales del Derecho en una sociedad socialista había que verlo
de un modo completamente distinto al que lo aprecia el ordenamiento jurídico
capitalista, que reconoce como fuentes formales, además de la ley, las
llamadas fuentes subsidiarias, tales como la costumbre, la jurisprudencia y los
principios generales del derecho. Defendía el profesor que en las legislaciones
socialistas la ley es la fuente principal y dominante del derecho, porque ninguna
otra forma puede corresponder a las necesidades de la sociedad socialista
como lo hacen las disposiciones normativas. A tono con su postura en este
campo, consideraba que la costumbre podía servir para mantener el pasado,
por su naturaleza conservadora, que la coloca en contradicción con la función
creadora que caracteriza al Estado y al derecho socialista. Igual suerte corren
para él los principios generales y la jurisprudencia.

Por la época en que le tocó vivir el profesor cubano, renacía en el Caribe la


vieja disputa de la Revolución Francesa entre la ley y las costumbres, reflejo de
la lucha entre el espíritu de renovación del Estado revolucionario de la
burguesía liberal generadora de la ley, y el mantenimiento de las tradiciones
defendidas por las fuerzas conservadoras, apoyadas en la costumbre. Ello
sirvió de fundamento a un criterio que se desarrolló como resultado de los
procesos revolucionarios, que al romper con el viejo régimen tienen entre sus
misiones la eliminación de la legalidad preexistente, lo cual no se alcanza de un
día para otro. A este fenómeno renovador obedece la consideración de las
revoluciones como fuentes originarias de derecho (CAÑIZARES ABELEDO).

En el campo del derecho privado el sistema de fuentes formales cumple una


misión primordial en la actividad de los jueces, pues en ausencia de ley
aplicable al caso sometido a su decisión y ante el mandato que tienen de fallar
sobre el fondo, sin poderse amparar en la inexistencia de norma por el imperio
del non liquet, los jueces se auxilian de lo que la ley ha definido como fuentes
supletorias, o sea, la jurisprudencia, la costumbre o los principios generales del
derecho y encontrar en ellos el fundamento de su fallo. De ahí la importancia
que tiene para un sistema jurídico que el legislador defina cuales serán las
fuentes formales del derecho.

Volviendo al campo del derecho privado, le corresponde a la ley definir de


manera clara cuál será el sistema de fuentes formales a las que el juez podrá
recurrir en su labor, misión que en nuestra tradición jurídica cumplía el CC
español, vigente entre nosotros hasta el año 1987, cuyo Título preliminar tenía
una función orientadora para el resto del ordenamiento privado, e incluso en
algunos temas como la publicidad de las normas, para todo el ordenamiento
jurídico.

En la actualidad el problema está en que no hay un pronunciamiento en el CC


cubano ni en la Constitución, que defina el sistema de fuentes formales para
este campo, a lo que obedece que la doctrina civilista cubana no trata el tema,
como es la tradición en la doctrina española y de otros países de nuestra
familia jurídica.

Los antecedentes se remontan a los tiempos de vigencia en Cuba del CC


español de 1888, que en su artículo 6 disponía que cuando no existiera ley
exactamente aplicable al punto controvertido, se aplicaría la costumbre del
lugar y, en su defecto, los principios generales del derecho. Este
pronunciamiento normativo dejaba sentado que el sistema de fuentes estaba
integrado entonces por la ley, como prioritaria y supletoriamente la costumbre y
los principios generales del derecho.

Como se aprecia, la jurisprudencia no estaba recogida originariamente dentro


del sistema de fuentes formales del derecho. En España la situación cambió en
1974, cuando se modificó el Título Preliminar del CC (Decreto No. 1.866), y se
introdujo la jurisprudencia dentro del sistema de fuentes, con la categoría de
fuente supletoria. Lo anterior permite concluir que para Cuba la jurisprudencia
no fue nunca una fuente formal del derecho, aunque fue estimada por los
jueces a partir de criterios interpretativos a los que nos referiremos a
continuación.
Por las razones analizadas la consideración de las fuentes formales para el
derecho privado en Cuba responde actualmente una construcción teórica, con
muy escaso apoyo normativo. Afirmación que está apoyada en la evolución que
el tema tuvo desde sus orígenes españoles.

Las fuentes formales tienen naturaleza material o procesal, en correspondencia


con el ámbito en que operan. Las materiales son aquellas que el juez utiliza
para resolver en cuanto al fondo de la controversia, mientras que las
procesales son las que debe tener en cuenta en la tramitación del asunto.

5.2. Las fuentes formales del Derecho Procesal Civil

La derogada Ley de Enjuiciamiento Civil española estableció en su artículo


1689 que uno de los motivos en que podía sostenerse el recurso de casación
era en la denominada infracción de ley o de doctrina legal. Este
pronunciamiento elevó a la categoría de fuente formal del derecho a la doctrina
legal, toda vez que su no aplicación por el juez de instancia podía provocar la
revocación del fallo.

Si bien el concepto de doctrina legal encontró varias definiciones que


provocaron no pocas confusiones, la práctica judicial lo equiparó a la
jurisprudencia, razón por la cual la doctrina española lo denominó como
término perturbador (DÍEZ-PICAZO y GULLÓN). Fue el propio TP de España
quien la asimiló a la jurisprudencia, cuando dejó sentado que debía entenderse
por doctrina legal a aquella que se establecía mediante repetidas e idénticas
resoluciones dictadas por el Tribunal Supremo (SÁNCHEZ ROCA). De esta
manera la jurisprudencia, a quien el legislador liberal decimonónico le había
negado su entrada en el sistema de fuentes, por temor a lo que se conoce
como el gobierno de los jueces, entró definitivamente por una vía no ordinaria,
a la que el profesor FERNÁNDEZ BULTÉ llamó jocosamente como pasada
literalmente por debajo de la mesa, en franco contrabando jurídico.
Al aprobarse en 1973 la Ley de Procedimiento Civil y Administrativo, se puso
fin a la vigencia en el país de la Ley de Enjuiciamiento Civil española, y se
modificó el motivo de casación que daba cabida a la doctrina legal y en su lugar
se colocaron las interpretaciones de éstas (de la ley) emanadas del Consejo de
Estado, de las instrucciones de carácter obligatorio dictadas por el Pleno del
TSP o su CGTSP, recogiendo la experiencia de la actividad judicial en la
interpretación y aplicación de las leyes, o de las decisiones dictadas por esos
órganos al evacuar consultas de los tribunales sobre conflictos entre leyes y
otras disposiciones de rango normativo inferior (art. 630.1).

A partir de esa formulación adquirieron carácter vinculante, parejamente a la


norma positiva, los criterios interpretativos del Consejo de Estado y las
decisiones de los órganos gubernativos del nivel superior de la judicatura; en
estos momento solo el CGTSP, pues el Pleno desapareció de la estructura de
los Tribunales en el año 1990, cuando se dictó la Ley No. 70, de los Tribunales
Populares.

Es por ello que acotando el tema en estudio al Derecho Procesal Civil, que por
tener un caudal de casación común puede extenderse también al Procesal
Administrativo y al Económico, y a partir del análisis que hicimos sobre la
situación existente en nuestro país con relación al sistema de fuentes,
podemos arribar a la conclusión de que de forma indirecta y de la mano de una
causal de casación, el sistema de fuentes formales del derecho en este campo
son:
 La Ley,
 las interpretaciones de las leyes emanadas del Consejo de Estado,
 las instrucciones de carácter obligatorio dictadas por el CGTSP y,
 las decisiones dictadas por el CGTSP al evacuar consultas de los
tribunales sobre conflictos entre leyes y otras disposiciones de rango
normativo inferior.

Alguien puede alegar con razón que solo los jueces del nivel provincial son los
que están obligados a respetar este catálogo, porque de no hacerlo sus
decisiones pueden ser revocadas en casación por el TSP, no así los jueces
municipales, por no existir motivos similares en el recurso de apelación para
impugnar sus fallos. Es por eso que cobra valor lo afirmado anteriormente de
que la definición de las fuentes en nuestro sistema es una construcción teórica
con muy escaso apoyo normativo.

Veamos con más detenimiento lo relatado anteriormente, a fin de precisar el


alcance y contenido de cada una de estas fuentes:

5.2.1. La Ley

Se refiere a la norma en sentido amplio, que abarca desde la Constitución


hasta las leyes aprobadas por la Asamblea Nacional del Poder Popular y los
decretos leyes dictados por el Consejo de Estado, que en la práctica legislativa
cubana tienen igual rango a pesar de emanar de órganos distintos.

La Constitución Socialista de 1976 casi no posee referencias que puedan


identificarse como fuentes del Derecho Procesal Civil, como es común en otros
ordenamientos de nuestra familia jurídica, en que el derecho a obtener la tutela
de los tribunales se consagra como un derecho fundamental, como lo hace la
Constitución española en su artículo 24:

Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y
tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en
ningún caso, pueda producirse indefensión.

O la Carta Magna de Venezuela, que perfila constitucionalmente el proceso en


su artículo 257:

El proceso constituye un instrumento fundamental para la realización de la


justicia. Las leyes procesales establecerán la simplificación, uniformidad y
eficacia de los trámites y adoptarán un procedimiento breve, oral y público. No
se sacrificará la justicia por la omisión de formalidades no esenciales.

En el plano normativo la fuente fundamental del Derecho Procesal Civil lo


constituye la Ley No. 7, de 19 de agosto de 1977, LPCALE, en la que se regula
todo lo concerniente al proceso civil, las reglas de competencia, los
presupuestos e impedimentos procesales, las diferentes modalidades
procesales, sus particularidades en la tramitación, la impugnación de las
resoluciones, en fin, todo el universo normativo para la tramitación de los
asuntos en este campo.

Asociado a un tema de seguridad jurídica, la ley representa la fuente principal,


pero no única del Derecho Procesal Civil.

5.2.2. Las interpretaciones de las leyes emanadas del Consejo de Estado

El Consejo de Estado es el órgano elegido de entre los diputados a la


Asamblea Nacional de Poder Popular y que la representa entre uno y otro
período de sesiones, con capacidad legislativa casi al mismo nivel de la propia
Asamblea y que se materializa a través de decretos leyes.

Entre sus funciones el Consejo de Estado tiene la de dar a las leyes vigentes,
en caso necesario, una interpretación general y obligatoria (art. 90-ch
constitucional); interpretación que se conoce como auténtica, por emanar del
propio órgano del cual emergió la disposición analizada. Este criterio no varía
incluso en los casos en que la interpretación tenga como objeto una ley
promulgada por la Asamblea Nacional, ya que el carácter representativo que
tiene el este órgano así lo condiciona. En otras palabras, que la mencionada
interpretación puede ser tanto de una ley, un decreto ley o alguna otra
disposición normativa de rango inferior.

En adición a lo dicho solo cabe mencionar que la Ley No. 82/97, Ley de los
Tribunales Populares, en su artículo 19-i establece que el CGTSP podrá
solicitar, en los casos que lo estime necesario, un pronunciamiento
interpretativo al Consejo de Estado.

Si tenemos en cuenta la letra del artículo que estamos analizando, los


tribunales, al momento de decidir un caso, deben prestar obediencia a los
criterios interpretativos emanados del Consejo de Estado, ya que si no lo hacen
la sentencia puede ser revocada mediante la interposición de un recurso de
casación, lo cual convierte a esas exégesis en fuentes formales del Derecho,
ubicadas al mismo nivel que las normas jurídicas.

5.2.3. Las instrucciones de carácter obligatorio dictadas por el CGTSP,


que recogen la experiencia de la actividad judicial en la interpretación y
aplicación de la ley.

La nomenclatura de este precepto en la LPCALE está desactualizada, pues se


refiere al Pleno, que desapareció desde 1990 de la estructura gubernativa del
TSP. En estos momentos el CGTSP es el único órgano de la estructura judicial
con potestad reglamentaria, que dimana del artículo 122 de la Constitución y el
19.1.h) de la LTP.

El CGTSP lo integran el Presidente del TSP, los Vicepresidentes y los


Presidentes de las seis Salas de Justicia (De lo Penal; De los Delitos contra la
Seguridad del Estado; De lo Civil y lo Administrativo; De lo Económico; De lo
Laboral; y de lo Militar (art. 18.1).

En virtud de lo preceptuado en el artículo 19.1.h) de la LTP, al CGTSP le viene


impuesta la obligación de impartir instrucciones generales de carácter
obligatorio para todo el sistema judicial, con el objetivo de garantizar una
práctica judicial uniforme en todo el país en el ejercicio de la función
jurisdiccional.

Esta actividad se nutre esencialmente del resultado de la función de control que


el propio TSP realiza a los tribunales inferiores, tanto a partir de la supervisión
jurisdiccional que se logra mediante los recursos de casación, como a través de
la actividad judicial que se efectúa en las inspecciones que se practican a los
tribunales inferiores.

Las instrucciones son instrumentos normativos de carácter reglamentario que


el CGTSP adopta ex oficio, con el propósito de armonizar las prácticas
jurisdiccionales, generalmente a propuesta de las Salas o de alguna instancia
administrativa del propio TSP, especialmente vinculadas con la actividad de
control y supervisión del trabajo de los tribunales inferiores.
Un ejemplo del importante valor que tienen las instrucciones del CGTSP como
fuentes formales del Derecho Procesal es el cambio radical que se produjo en
los últimos años en el ámbito de la solución de los conflictos familiares, que
luego se extendió a los procesos civiles con la adopción de varias instrucciones
a partir del año 2007.

La primera de estas decisiones es la Instrucción No. 187, de 20 de diciembre


del 2007, mediante la cual se dispuso que los jueces, al momento de conocer
un proceso de familia, estaban en la obligación de convocar a las partes a una
comparecencia, que la Ley de Procedimiento prevé en su artículo 42. Esta
actuación estaba en la norma desde su promulgación en 1974, como parte del
paquete de atribuciones que se le confirió a los jueces en ese momento, pero
que casi nunca utilizaron, pues la naturaleza esencialmente escrita del proceso
no lo propiciaba, por lo que se trataba de un trámite procesal que estuvo
durmiendo el sueño de los justos por más de treinta años, pero que de la mano
de esta Instrucción se convirtió en una actuación de tipo preceptiva para el
juzgador.

A partir de los satisfactorios resultados que en la práctica judicial arrojó la


aplicación de la Instrucción No. 187, y siguiendo en su labor reformadora, el
CGTSP aprobó en el año 2009 la Instrucción No. 191, de 14 de abril,
encaminada a extender a la generalidad de los proceso civiles la práctica de
convocar a una comparecencia, la cual se efectuaría una vez concluida la fase
de alegaciones. En adición al cometido ya regulado en la Instrucción No. 187,
de lograr la presencia de las partes e incluso de terceros, la nueva Instrucción
dispuso que se utilizara la comparecencia “con el objetivo de sanear el proceso
de aquellas cuestiones litigiosas que subsistan luego de concluida la fase de
alegaciones”.

Continuando su labor reformadora, en el año 2012 fueron adoptadas dos


nuevas Instrucciones por el CGTSP, la 216 y la 217, de fecha 17 de mayo y 17
de julio respectivamente. La No. 216 está dirigida a los procesos de Familia y
tuvo como objetivo principal regular la forma en que se debe realizar la
comparecencia del artículo 42, teniendo en cuenta que dado lo escueto de este
artículo y los nuevos contenidos que se le habían encomendado, las
formalidades de su realización habían quedado al arbitrio de los jueces a cargo
del conocimiento, por lo que era necesario trazar pautas generales para la
realización de este acto judicial, lo que se extendió a los procesos civiles con la
adaptación de la Instrucción 217 de 2014.

En ambas Instrucciones se delimitó con mayor claridad el objetivo de la


comparecencia, cuyo cometido sería sanear el proceso, fijar los términos del
debate y en los asuntos que resulte pertinente por su naturaleza disponible
fomentar el diálogo constructivo mediante la actividad conciliatoria y lograr
acuerdos que armonicen los intereses de los contendientes. Se le estaba
incorporando un nuevo cometido conciliador a esta actuación judicial, ajeno al
espíritu originario de la propia Ley, concebida solamente para soportar la
contienda.
Nos hemos extendido en estas notas sobre las Instrucciones del CGTSP, para
que se pueda comprender cabalmente su valor como fuentes formales, pues
han implicado una verdadera reforma al vetusto modelo procesal civil,
impulsadas no justamente por un cambio legislativo, sino a partir de
interpretaciones extensivas de la normativa vigente.

5.2.4. Las decisiones adoptadas por el CGTSP al evacuar consultas de los


tribunales sobre conflictos entre leyes y otras disposiciones de rango
normativo inferior.

La función de evacuar consultas que formulan los tribunales inferiores es una


de las actividades más prolíferas de las que asume el CGTSP, y se ampara en
lo preceptuado en el inciso g del artículo 19 de la LTP. Con no poca frecuencia
las consultas proceden de la Fiscalía General o de la Organización Nacional de
Bufetes Colectivos, sobre asuntos relativos a la actuación de estos órganos en
los procesos.

El procedimiento para evacuar las consultas se inicia con la interrogante


remitida por el tribunal o juez que la formula, la que es asignada a la Sala del
TSP de cuya materia versa el tema en duda; la Sala emite un dictamen que se
somete a la consideración del CGTSP, que lo aprueba mediante acuerdo. A
pesar de que los acuerdos sirven para aprobar tanto las instrucciones como los
dictámenes que evacuan las consultas, en la práctica judicial del país las
instrucciones se identifican por su número, no por el número del acuerdo que la
aprueba, lo contrario de los dictámenes, que se identifican por el número del
acuerdo que lo aprueba. A eso obedece que cuando hablemos de acuerdos
nos estamos refiriendo a esas decisiones del Consejo que evacuan las
consultas de los tribunales inferiores.

La función de evacuar consultas parte generalmente de la existencia de un


conflicto entre disposiciones normativas de diferente rango, pero en la práctica
judicial no es necesario que exista el referido conflicto para que los tribunales le
soliciten al CGTSP una aclaración interpretativa. Esto se da ordinariamente
cuando los jueces que tramitan un caso se enfrentan a una interrogante sobre
la manera de interpretar una determinada disposición normativa, o cuando no
encuentran una solución específica en la ley para el caso controvertido.

En la práctica judicial cubana esta labor interpretativa del CGTSP se ha


convertido en uno de los instrumentos de mayor riqueza dispositiva y
oxigenación del ordenamiento vigente, pues por vía de estos acuerdos el
Consejo le ofrece soluciones y cauce vinculante a verdaderos vacíos
normativos.

Los acuerdos del CGTSP vienen a desempeñar en nuestro medio el papel que
en otros países cumple la jurisprudencia, con la raigal diferencia de que
mientras la jurisprudencia tiene su origen en la labor jurisdiccional de los jueces
de los tribunales superiores, lo que se logra a partir de reiterados fallos que
conforman un criterio doctrinal, los acuerdos del Consejo son criterios
interpretativos que nacen de un órgano gubernativo no jurisdiccional y no
requieren de una reiteración, pues a partir de su adopción se convierten en
obligatorios para todo el sistema judicial del país.

El TSP publica regularmente los acuerdos adoptados, para que sean del
conocimiento de jueces y litigantes, por la importancia que tienen dado su
carácter obligatorio.

Al solo efecto de que se pueda comprender cabalmente lo que acabamos de


explicar se puede mencionar, entre muchos, el Acuerdo No. 91, de 19 de enero
del 2011, que evacuó una consulta relativa a la posibilidad de los tribunales de
modificar autos definitivos ya firmados, al percatarse de alguna oscuridad o
para rectificar alguna equivocación, ante la ausencia en la LPCALE de un
pronunciamiento al respecto. El Consejo acordó extender para los autos
definitivos el mismo tratamiento que la Ley dispone para las sentencia, de tal
suerte que una vez firmados por los jueces no pueden ser variados, pero sí
aclarar, de oficio o a instancia de parte, algún concepto oscuro o rectificar
alguna equivocación que se observe en las mismas.

5.3. Las fuentes formales del Derecho Procesal Penal

En el campo del derecho público y bajo la rigidez del principio de legalidad, las
reglas de juego son mucho más limitadas, pues los jueces deben encontrar en
la propia ley la respuesta al reclamo formulado, de forma tal que si en la norma
no está el asidero para resolver el caso, no le es posible salir en la búsqueda
de otros medios auxiliares. El ejemplo clásico en este campo es el del Derecho
Penal, en el que el Código debe definir las conductas punibles, de tal suerte
que si un hecho no está tipificado como delito, el juez no puede recurrir a la
analogía o a los principios generales del derecho para ejercer el ius puniendi.

En el campo del Derecho Procesal Penal, por iguales motivos de legalidad y de


seguridad jurídica, la ley se convierte en la fuente fundamental del derecho.
Vista la Ley en su expresión más amplia, que abarca la Constitución, la LPP,
así como las normas que dictan la Fiscalía General de la República en lo
concerniente a su papel en el proceso penal, como controlador de la
investigación y titular de la acción penal y el CGTSP, mediante las
instrucciones que dicta en función de su potestad reglamentaria para organizar
el trabajo de los tribunales en esta área, así como los acuerdos que evacuan
consultas de los tribunales inferiores.

En otros escenarios la Constitución es la principal fuente formal del Derecho


Procesal Penal, pues tiene el deber de regular con la mayor exactitud posible el
catálogo de derechos fundamentales, que deben ser respetados por el poder
público, estableciéndose las situaciones en que el Estado tiene facultades para
alterar los derechos consagrados, en función del proceso penal y el ejercicio
del ius puniendi, para lo cual estructura un catálogo de garantías, que deben
ser respetadas por la autoridad en su labor de investigar y castigar.

Nuestra Constitución no hace una exposición en extenso de estos derechos y


garantías, pero es posible identificar en varios de sus artículos fuentes de
naturaleza procesal penal, como los artículos 56 (inviolabilidad del domicilio),
57 (inviolabilidad de la correspondencia y las comunicaciones cablegráficas,
telegráficas y telefónicas, 58 (libertad e inviolabilidad de la persona y legalidad
de la detención), 59 (derecho a la defensa e ilicitud de la declaración obtenidas
mediante violencia o coacción), entre otros preceptos de naturaleza procesal,
de los cuales se generan garantías que cobran vida en la norma procesal
penal. Lo mismo ocurre en el campo de la organización y funcionamiento de los
órganos encargados de la persecución y el enjuiciamiento penal, como vemos
en los artículos 122 (independencia de los jueces), 124 (forma de integración
de los tribunales para los actos de justicia) o 127 (relativo a la promoción de la
acción penal en representación del Estado por la Fiscalía).

La Ley No. 5, de Procedimiento Penal, de 13 de agosto de 1977, consagra


varios de los postulados constitucionales mencionados, así como un catálogo
de garantías que tienen su origen en la Constitución, pero que no fueron
desarrolladas en ella. Es la norma que regulariza el proceso penal y por las
razones de seguridad jurídica que mencionamos, la que tiene vocación de ser
la fuente principal en este campo, solo complementada de forma limitada por
los medios auxiliares antes mencionados.

Aunque en el campo del proceso penal no existe un nicho similar al que tiene el
proceso civil, en virtud de la causal de casación comentada, en la práctica se
adoptan múltiples decisiones por el CGTSP relativas al proceso penal, que por
su carácter obligatorio para los tribunales se convierten en fuentes formales
complementarias en este campo.

Por solo referirnos a algunas de estas decisiones, a manera de ilustración se


pueden mencionar:

La Instrucción No. 211, de 15 de junio del 2011, relativa al juicio oral. Su propio
nombre la identifica como Metodología para la realización del Juicio Oral
(Complementaria de la LPP) Esta instrucción reguló varios aspectos
procedimentales a tener en cuenta por los tribunales, que no estaban
detallados en la Ley de Procedimiento, como la posición que deben ocupar las
partes en los estrados durante el desarrollo del juicio oral, el uso de la toga y el
tipo de vestuario a utilizar, las previsiones a tener en cuenta cuando el juicio
oral se extiende más allá del horario laborable, la forma y contenido del acta del
juicio, la forma de practicar las pruebas documentales a fin de garantizar que
se produzca la necesaria contradicción, etc., etc. Esta Instrucción constituye
una herramienta indispensable de trabajo para todos los que intervienen en el
proceso penal.

En el campo de los acuerdos vale mencionar el No. 201, de 29 de octubre del


2002, que evacuó una consulta formulada por la Fiscalía General de la
República, relativa al adecuado proceder en aquellos casos en que se
detectaran delitos contra el patrimonio de las unidades básicas de producción,
que son formas cooperativas agropecuarias, cometidos por los propios
directivos de la entidad; teniendo en cuenta que la Ley establece que para
estos tipos asociativos debe mediar, como requisito de perseguibilidad, la
denuncia del perjudicado. Como el requisito de la denuncia en estos casos
debe recaer en el representante legal o un perjudicado, el Consejo interpretó la
ley en el sentido de que le correspondía a la Junta de Administración o a la
Asamblea General de Asociados, formular la denuncia, como representación
legal de la cooperativa y en los casos en que el actuar delictivo provocara un
determinado daño externo, los órganos de relación con facultades de control
del trabajo de la cooperativa, podían formular la denuncia, en calidad de
perjudicados.

Cierra el bloque de las fuentes formales complementarias del proceso penal las
decisiones normativas adoptadas por la Fiscalía General de la República
vinculadas a regularizar el trabajo de los fiscales en el proceso de investigación
previa, en la calificación del delito y su actuación en el juicio oral o en la
impugnación de las sentencias. Un ejemplo de este tipo de fuente lo constituye
la Instrucción No. 7 de 28 de enero de 1999, que reglamenta la actuación del
fiscal en el proceso penal y que representa un importante complemento de las
responsabilidades que el ministerio público debe asumir durante toda la
tramitación de la investigación previa, la calificación, el juicio oral y los
recursos. En esta extensa Instrucción, que complementa en lo que a los
fiscales respecta, la LPP, define una multiplicidad de aspectos relativos al
control de la fase preparatoria por el fiscal, la participación en determinadas
diligencias de investigación, la forma de proceder de la fiscalía en los casos
que se decida el archivo de la denuncia, los criterios a tener en cuenta para la
aplicación de las medidas cautelares, esencialmente la de prisión provisional,
en que se dan instrucciones sobre el alcance interpretativo del peligro de fuga
que define la LPP como presupuesto para la imposición de las medidas
cautelares. Regula también importantes aspectos relacionados con la
participación del fiscal en el acto del juicio oral, sobre la solicitud de
investigaciones sumarias que puedan surgir como resultado del debate penal,
los criterios a tener en cuenta para poder solicitar la retirada de la acusación,
entre muchos otros aspectos de relevancia en el trabajo del fiscal en el proceso
penal.

5.4 Las demás fuentes formales

El resto de las fuentes formales tradicionales que la doctrina reconoce, como


la costumbre, la jurisprudencia y los principios generales del derecho no
encuentran asidero en el Derecho Procesal cubano, lo cual no niegan su valor
como mecanismos de influencia en la actividad judicial.

En el caso de la costumbre es necesario llamar la atención que dado el


carácter ritual y formal que tiene el Derecho Procesal es muy común que los
tribunales acomoden su actuar a procederes heredados, que por lo general no
tienen apoyo concreto en la norma, pero que se convierten en rígidos hábitos
cuyo cumplimiento exigen los jueces a la par de los presupuestos de tipo legal.

Un ejemplo del valor conminativo de la costumbre en este campo lo vemos en


la forma de los escritos polémicos del proceso civil (demanda, contestación,
réplica y dúplica), que son elaborados siguiendo la costumbre que hace
muchos años impusieron los formularios de escritos judiciales que se
publicaban para el auxilio de la profesión de abogado. Los juristas que se
incorporan a la litigación se guían por esos viejos formularios que sus
antecesores y los antecesores de sus antecesores utilizaron, sin alcanzar a
comprender cabalmente muchas veces el sentido del léxico aparentemente
jurídico en que están elaborados; en muchos despachos ya los formularios no
existen, pero toda la papelería que se elabora está inspirada en su herencia.
Con los jueces sucede otro tanto, pues se acostumbran a recibir las demandas
de la forma que tradicionalmente se han elaborado siempre y cualquier intento
por variarlas puede ser interpretado por el juez como un defecto legal en el
modo de proponer la demanda, que en la LPCALE es una causal de inadmisión
(art. 225 y 233.3).

Hace algunos años un colectivo de investigación elaboró un proyecto de


formulario para la abogacía, que acomodó los escritos a las exigencias del
artículo 224 de la LPCALE, que es el referente para su confección. El proyecto
proponía eliminar el lenguaje retórico que actualmente se utiliza, y ajustar los
escritos a los requisitos del mencionado artículo. Con este empeño se
pretendía una reducción sustancial de las formas, en pos de privilegiar el uso
de conceptos y categorías jurídicas verdaderamente trascendentes. El proyecto
fracasó, pues la costumbre imperante impidió cambiar la forma en que
habitualmente se han venido haciendo durante años.
Para cerrar el estudio de las fuentes formales del Derecho Procesal, hay que
referirse a la fórmula contenida en el artículo 40 de la LPCALE, que abre una
pequeña brecha en la actuación procesal del tribunal que está conociendo de
un asunto.

ARTICULO 40.- Cuando en un proceso se presentare una situación de


evidente indefensión o desigualdad susceptible de causar perjuicio irreparable
no imputable a la parte que la sufra, y no tuviere solución específica en esta
Ley, el Tribunal, de oficio y oídas las partes o a instancia del interesado y oída
la contraparte, puede adoptar las medidas necesarias para restablecer la
equidad procesal aunque sin alterar los términos del debate.

Este artículo faculta a los jueces civiles y por añadidura a los de familia, para
disponer actuaciones procesales cuando se enfrenta a un vacío legislativo y su
inactividad puede provocar indefensión para una de las partes. Actividad en la
que el profesor GRILLO LONGORIA apreció un tipo excepcional de fuente formal
del Derecho Procesal Civil, criterio que compartimos.

7. Vigencia de las normas procesales en el tiempo

La vigencia de las normas procesales en el tiempo es un tema íntimamente


asociado a la seguridad jurídica.

Las normas jurídicas no se adoptan para regir para siempre, sino que tienen
una vocación temporal, aunque existen leyes que llevan años rigiendo una
materia concreta en un país determinado; es el caso de nuestro actual Código
de Comercio, que es el Código español de 1885, hecho extensivo a Cuba en
1886 y que aún rige en nuestro país y desempeña incluso un importante papel
en la regulación de las formas asociativas de la inversión extranjera.

El dilema práctico que propicia el desarrollo teórico del tema está asociado a
las situaciones que se generan cuando se dicta una nueva norma que deroga
total o parcialmente otra, con relación a los derechos adquiridos bajo el imperio
de la ley derogada. Goza de relevancia en este campo la denominada teoría de
los derechos adquiridos, que privilegia el criterio de irretroactividad, y con ello
trata de frenar cualquier acción positiva de una nueva ley, por lo que puede
afectar derechos ya establecidos generados al amparo de leyes precedentes.
Se postula que las nuevas leyes sí pueden afectar esperanzas o expectativas
que se tengan al amparo de leyes anteriores, pero nunca derechos ya
adquiridos bajo su protección (FERNÁNDEZ BULTÉ).

El tratamiento constitucional de este tema en Cuba parte del principio de


irretroactividad de las leyes, con excepción de las penales que favorecen al
imputado:

ARTICULO 61.- Las leyes penales tienen efecto retroactivo cuando sean
favorables al encausado o sancionado. Las demás leyes no tienen efecto
retroactivo a menos que en las mismas se disponga lo contrario por razón de
interés social o utilidad pública.

Las leyes procesales están comprendidas en el campo de las normas


irretroactivas, lo que garantiza que las decisiones adoptadas bajo el imperio de
una norma no pueden ser objeto de revisión o cuestionamiento porque una ley
posterior varíe los presupuestos o cauces procesales por los cuales se arribó al
fallo. La protección de la institución de la cosa juzgada representa el cometido
esencial del criterio de irretroactivad de las normas procesales, en los
diferentes ámbitos de enjuiciamiento.

Para delimitar el tratamiento que el legislador debe darle a este tema en el


campo procesal la doctrina identifica tres escenarios, cuya formulación
conceptual es atribuida a CHIOVENDA, que distingue entre procesos terminados,
procesos no iniciados y los que se encuentran en trámite.

Para los procesos terminados y los que aún no se han iniciado la solución es
uniforme y por lo general desprovista de polémica. Las decisiones adoptadas
en procesos terminados, entiéndase aquellos en que se dictó sentencia y la
misma adquirió firmeza, son inamovibles, lo cual es así porque la cosa juzgada
excluye por su naturaleza el análisis del modo como se formó (ROCCO).
En el caso de los procesos que aún no se han iniciado al momento de
aprobación de la nueva ley, la solución general es que se regirán por ella en su
totalidad, con independencia del momento en que se adquirió el derecho que
ahora se pretende ejercitar en el proceso. Dicho en otras palabras, las normas
procesales que se aplican al ejercicio de un derecho, en el caso del derecho
privado o la persecución y juzgamiento, en el caso del derecho penal, no están
ligadas al momento de la adquisición de la titularidad del derecho o de la
comisión del delito. En el caso del proceso penal existe un principio, que
estudiaremos más adelante, que prohíbe que una persona pueda ser juzgada
por un tribunal que no exista al momento de la comisión de un delito (principio
del juez legal, natural o predeterminado), pero esta prohibición no alcanza al
tipo de proceso a seguir para el enjuiciamiento, por lo que tanto las reglas de la
investigación como las del juicio oral serán las que rijan al momento en que
tenga lugar la persecución pública.

Las principales dificultades se presentan para los procesos que se encuentran


en trámite cuando se promulga la nueva ley, los que generalmente siguen su
cauce conforme a la ley procesal existente al momento en que se iniciaron,
pero que por prolongarse en el tiempo su conclusión, pueden recibir el influjo
de la nueva norma. Existe un criterio que defiende la división de los procesos
en trámites en dos fases, que comprenden los actos ya realizados y los futuros,
debiendo aplicarse la nueva ley para los futuros, respetando los ya realizados
bajo el imperio de la ley derogada.

El dilema conceptual de esta posición ecléctica estriba en que los actos ya


ejecutados gozan de una protección relativa, pues hasta que no se dicta
sentencia y el proceso termina totalmente, es que las diferentes actuaciones
procesales no se benefician íntegramente por el efecto protector de la cosa
juzgada y la multiplicidad de actos realizados se petrifican al formar parte de un
todo.

Corresponde al legislador la misión de clarificar este tema al momento que se


adopta la nueva norma, lo que por lo general se incluye en las disposiciones
transitorias de la ley.
En la LPP, luego de su modificación por el Decreto Ley No. 151 de 10 de junio
de 1994, se dispuso:

DISPOSICIÓN TRANSITORIA ÚNICA: Las disposiciones contenidas en este


Decreto Ley no se aplicarán a las causas que, al tiempo de su entrada en
vigor, estén tramitándose por los respectivos Tribunales Populares, las cuales
continuarán sustanciándose con arreglo a las regulaciones anteriores.

La reciente modificación de la competencia de los tribunales municipales en lo


penal, mediante el Decreto Ley No. 310 del 2013, introdujo una fórmula de
división de las fases procesales, para los asuntos que al momento de entrada
en vigor de la norma hubieran sufrido una remisión a etapas procesales
precedentes:

DISPOSICIÓN TRANSITORIA ÚNICA: Las disposiciones contenidas en este


Decreto-Ley no se aplicarán a las causas que al momento de su entrada
en vigor se encuentren en tramitación por los respectivos tribunales populares,
las que continuarán sustanciándose con arreglo al procedimiento anterior. En
los casos que por cualesquiera de las variantes que establece la ley, se
dispuso retrotraer el asunto a una fase anterior, su ulterior tramitación se
realizará conforme a las regulaciones del presente Decreto-Ley a partir de su
vigencia.

En la LPCALE, luego de su modificación por el Decreto Ley No. 241, de 26 de


septiembre del 2006, se dispuso:

DISPOSICIONES TRANSITORIAS
PRIMERA: Los procesos que estén conociendo en la actualidad las
respectivas salas de lo Económico de los tribunales populares al amparo del
procedimiento anterior, conservan toda su validez, pero los efectos
posteriores a la vigencia de este Decreto-Ley se rigen por sus disposiciones.

SEGUNDA: Los procesos en materia civil que se encuentran en tramitación


en los diferentes tribunales de este orden, atendiendo a la competencia que
les atribuyen los preceptos que por el presente Decreto-Ley se modifican, se
continuarán conociendo por los mismos hasta su resolución definitiva.

TERCERA: Los recursos de casación relacionados con los procesos civiles a


que este cuerpo legal se contrae, y que al momento de su entrada en vigor
están pendientes en la Sala de lo Civil del TSP, seguirán su tramitación hasta
su culminación, sin perjuicio de las modificaciones que por el presente
Decreto-Ley se establecen.
7. Eficacia de las normas procesales en el espacio

La eficacia de la ley en el espacio está íntimamente ligada a su naturaleza, de


tal suerte que las normas de derecho privado tienen por lo general una vigencia
extraterritorial, mientras que las normas de derecho público, asociadas al
ejercicio de la soberanía, tienen limitada su eficacia al ámbito territorial del país.

Es conocida la frase del profesor de Derecho Internacional Privado que


refiriéndose a las normas de esa naturaleza dijo seguían al individuo como la
sombra al cuerpo. Yo les digo a mis alumnos que las normas de derecho
público en Cuba padecen de hidrofobia, pues por nuestra condición insular no
rebasan los límites que el mar nos impone en el ejercicio de nuestra soberanía.
Es lo que se conoce como principio de territorialidad de la ley, que abarca tanto
los procesos íntegramente tramitados ante los órganos judiciales del país,
como a las diligencias procesales específicas cumplidas por aquellos a
requerimiento de órganos judiciales extranjeros (PALACIO).

7.1 Eficacia en el espacio de las normas procesales civiles y de familia

Estas normas integran lo que se conoce como orden público internacional, que
abarca el bloque de disposiciones que tienen carácter imperativo, en oposición
a aquellas otras en que opera la autonomía de la voluntad. Las normas
imperativas son de aplicación igualitaria a nacionales y extranjeros en el ámbito
territorial del Estado (DÁVALOS FERNÁNDEZ).

Cuando estamos en presencia del elemento extranjero en un asunto de


naturaleza civil, mercantil o familiar, hay que distinguir entre las normas que
rigen el proceso y las aplicables al fondo de la litis, toda vez que se dan
situaciones en que está presente el elemento extranjero, en cuyo caso se
abren varios elementos a tener en cuenta. El carácter territorial de las normas
procesales impone que las actuaciones que realizan los órganos
jurisdiccionales cubanos se rija por la lex fori. El extranjero puede postular ante
los tribunales cubanos como demandante o demandado y la tramitación del
asunto correrá por los cauces que estipula la LPCALE, sin que la autonomía de
la voluntad pueda desempeñar ningún papel.

No ocurre lo mismo en cuanto a las normas aplicables al fondo de la


controversia, en que hay que tener en cuenta el objeto de lo que se litiga, a fin
de poder determinar si es posible la aplicación del derecho del país del cual es
nacional, lo que se conoce como su estatuto personal, que es objeto de estudio
detallado por el Derecho Internacional Privado.

Por lo general los Códigos Civiles regulan este tipo de normas que permite
determinar la eficacia del derecho sustantivo de un extranjero fuera de su país,
alguna de las cuales en nuestro Código son:

ARTÍCULO 12.1. La capacidad civil de las personas para ejercer sus derechos y
realizar actos jurídicos se rige por la legislación del Estado del cual son
ciudadanas.
3. A las personas jurídicas les es aplicable la legislación del Estado conforme a la
cual fueron constituidas.

ARTÍCULO 15. La sucesión por causa de muerte se rige por la legislación del
Estado del cual era ciudadano el causante en el momento de su fallecimiento,
cualesquiera que sean la naturaleza de los bienes y el lugar donde se encuentren.

En el primero de los artículos mencionados la norma sustantiva tiene relevancia


procesal, pues la capacidad civil determinará su capacidad para obrar
válidamente en el proceso, lo que no constituye un elemento de fondo sino de
naturaleza procesal, pues representa un presupuesto para la válida
constitución de la relación jurídica en este campo.

Otro aspecto que debe valorase en clave bifronte es el de la prueba


documental, pues en lo relativo a su admisibilidad se aplica la ley del lugar en
que se llevó a cabo el acto (lex loci actus), mientras que en lo relativo al
procedimiento probatorio, o sea, práctica y eficacia, la norma aplicable es la
procesal.
ARTÍCULO 13.1. La forma de los actos jurídicos civiles se rige por la legislación
del país en que se realizan (CC).

ARTÍCULO 290.- Los documentos otorgados en otras naciones tendrán el


mismo valor en el proceso que los otorgados en Cuba, si reúnen los requisitos
siguientes:
1) que el asunto o materia del acto o contrato sea lícito y permitido por las
leyes de Cuba;
2) que los otorgantes tengan aptitud y capacidad legal para obligarse con
arreglo a las leyes de su país;
3) que en el otorgamiento se hayan observado las formas y solemnidades
establecidas en el país donde se han realizado los actos y contratos
(LPCALE).

El reflejo procesal de esta vigencia extraterritorial está en el artículo 244 de la


LPCALE, que consagra lo que se conoce como carga de la prueba, donde
queda estipulado que la parte que pide que en un proceso que se tramita en
Cuba se le aplique su estatuto personal, tiene la carga procesal de probar su
vigencia.

ARTÍCULO 244.- A cada parte incumbe probar los hechos que afirme y los que
oponga a los alegados por las otras, así como la vigencia del derecho
extranjero cuya aplicación reclame.

Otro escenario al que se enfrenta la naturaleza territorial del Derecho Procesal


es la realización en el extranjero de diligencias requeridas en un proceso que
se tramita en Cuba o la ejecución en el nuestro de solicitudes provenientes de
órganos jurisdiccionales extranjeros. Como el Derecho Procesal solo tiene
eficacia territorial los tribunales de un Estado no pueden ejecutar fuera del país
por sí mismos dichas diligencias, razón por la cual deben solicitarla al Estado
del cual es nacional la parte involucrada en el proceso, en lo que intervienen
las autoridades diplomáticas de cada país, que actúan como facilitadoras del
trámite en concreto a ejecutar. Entre las diversas solicitudes que se pueden
formular en un proceso civil, para que se realicen en el extranjero está la de
notificación de la demanda, la toma de declaración a testigos, obtención de
documentos o notificación de la sentencia, entre muchas otras. El acto procesal
mediante el cual se formula la solicitud recibe el nombre de comisión rogatoria.

En ambos casos la tramitación pasa por los procedimientos vigentes en el país


donde se realizará la encomienda requerida, pero en el caso cubano la
LPCALE, la LPP y la LTP establecen los requisitos formales que deben
cumplirse para formular la solicitud.
ARTÍCULO 14.-1 (LTP). Los tribunales se auxilian mutuamente para la
ejecución de todas aquellas diligencias que resulte necesario practicar fuera de
sus respectivos territorios.

2. Las comisiones rogatorias que se libren a tribunales extranjeros se ajustan,


en cuanto a su forma y tramitación, a los requerimientos establecidos en los
Convenios o Tratados Internacionales, y en su defecto, se cursan por conducto
del Ministerio de Relaciones Exteriores, adaptando su forma a las disposiciones
dictadas por dicho Ministerio.

3. Los Tribunales Populares diligencian las comisiones rogatorias libradas por


tribunales extranjeros, siempre que se reciban por el conducto y con los
requerimientos establecidos en los Convenios o Tratados Internacionales, o en
su defecto, en las normas legales vigentes.

ARTÍCULO 174 (LPCALE)- Para la práctica de las diligencias que hayan de


ejecutarse fuera de la competencia territorial del Tribunal que las hubiere
dispuesto, se librará el correspondiente despacho o carta rogatoria, según el
caso, atemperándose a las disposiciones a que se refieren los artículos del 53
al 58, ambos inclusive, de la Ley de Organización del Sistema Judicial (estos
artículos fueron derogados por el mencionado anteriormente).
Las mismas reglas establecidas en el último artículo de los antes mencionados,
se observarán para dar cumplimiento en la República de Cuba a los despachos
y comisiones rogatorias de Tribunales extranjeros por los que se requiera la
práctica de alguna diligencia judicial.

ARTICULO 175 (LPP).-Si el testigo reside fuera del territorio nacional, se


observará lo que al respecto establezcan los tratados con el país de que se
trate; o en su defecto, se cursará comisión rogatoria por la vía diplomática,
de acuerdo con las prácticas internacionales. En este segundo caso, se
tendrán en cuenta para la práctica de la diligencia las formalidades legales
exigidas en el país en que ha de llevarse a efecto.
La comisión rogatoria debe contener los antecedentes necesarios e indicar las
preguntas que se han de hacer al testigo, sin perjuicio de que la autoridad
o Tribunal extranjero las amplíe según le sugieran su discreción y prudente
arbitrio.

Otro de los desafíos al que se enfrenta la territorialidad de las normas


procesales es la ejecución de sus sentencias, cuando el objeto del
cumplimiento de lo dispuesto deba realizarse fuera del país.

En materia de ejecución de sentencias opera el ejercicio del imperium,


entendida como aquella facultad coactiva que el Estado concede a los
tribunales para que puedan hacer efectiva sus decisiones, incluso de manera
forzosa, toda vez que en nuestro modelo judicial los tribunales tienen dentro
sus funciones juzgar y ejecutar lo que han juzgado. Esta facultad coactiva, que
es complemento de su función jurisdiccional, no puede ser ejercida fuera de
fronteras de manera directa por quien lo dispuso, lo que corre a cargo de la
persona beneficiada por el fallo, que debe solicitarlo a los órganos del Estado
donde está el objeto del cumplimiento.

Para el cumplimiento en el extranjero de las sentencias dictadas en Cuba, la


persona interesada debe observar las exigencias formales y materiales que
cada Estado coloca en su legislación nacional para permitir que el título judicial
extranjero cobre fuerza ejecutiva en su territorio.

La formulación procesal relativa a la ejecución de sentencias extranjeras en


Cuba posee la influencia de la derogada Ley de Enjuiciamiento española,
concebida esencialmente para las sentencias de condena, por lo que su cauce
debe utilizarse también de forma supletoria para aquellos fallos que son de
naturaleza constitutiva y declarativa, como son muchos de las que se adoptan
en los conflictos matrimoniales.

Bajo el término genérico de ejecución se hace referencia a dos momentos


obligados del camino hacia el logro del efecto extraterritorial, que comprende
en primer lugar el reconocimiento u homologación de la resolución foránea, a
cargo del TSP y posteriormente la ejecución propiamente dicha, a cargo del
tribunal del domicilio del condenado.

ARTÍCULO 483.- Las sentencias de Tribunales extranjeros firmes en el país


donde se dictaron, tendrán en Cuba la eficacia que los tratados les concedan, y
si no los hubiere, se cumplirán como las nacionales siempre que concurran las
condiciones siguientes:
1) que hayan sido dictadas a consecuencia del ejercicio de una acción
personal;
2) que no hayan sido dictadas en rebeldía del demandado;
3) que recaigan sobre obligaciones lícitas conforme a la legislación cubana;
4) que el documento contentivo de las mismas aparezca expedido con los
requisitos exigidos para su autenticidad en el país de donde procedan y se
hayan observado los de la legislación cubana para que haga fe en el
territorio nacional;
5) que la sentencia cuya ejecución se solicite venga acompañada de
comunicación del Ministerio de Relaciones Exteriores del país en que fue
dictada, haciendo constar que las autoridades de ese país cumplirán, en
señal de reciprocidad, las sentencias pronunciadas en Cuba;
6) que se señale con precisión el domicilio en Cuba de la persona condenada
en la sentencia.
A esta fase de la ejecución se le denomina exequátur, y es el procedimiento de
homologación del título judicial extranjero a las exigencias nacionales, para que
cobre en el país fuerza ejecutiva acomodada al marco regulatorio cubano, que
pasa primero por el régimen de reconocimiento convencional y en subsidio de
este por el de condiciones.

En lo que al régimen convencional se refiere, en materia de instrumentos


internacionales que contengan aspectos relativos al reconocimiento y ejecución
de sentencias extranjeras, Cuba es signataria desde 1928 del Código de
Derecho Internacional Privado o Código Bustamante, que dedica sus artículos
423 al 433 al tema de la ejecución de las sentencias civiles, bajo los patrones
tradicionalmente aceptados, o sea, que el juez emisor del fallo sea competente,
que se haya dado a las partes las posibilidades de contienda, que no se
contravenga el orden público del país receptor, así como los aspectos formales
relativos al documento en cuanto a idioma y autenticación.

En ausencia de tratado, el reconocimiento pasa por al régimen de condiciones,


denominado tradicionalmente como régimen común. El propio artículo 483
enumera los requisitos que deben darse para que se le conceda la
homologación de efectos a la resolución foránea al de un fallo nacional, que en
virtud de la herencia legislativa, son muy similares a los que contenía la
derogada Ley de Enjuiciamiento Civil española. Se trata de condiciones
relativas al contenido de la decisión, incluido el orden público y a las
formalidades del documento, con una adición referente a la exigencia del
testimonio de reciprocidad por parte del Estado emisor.

De las condiciones exigidas merece un comentario la relativa a que la


sentencia no se haya dictada en rebeldía del demandado. Se trata de un
requisito que en otros países se ha interpretado en el sentido de brindar a la
parte demandada la posibilidad de contienda, para evitar que se pueda dictar
un proceso in audita altera par, con violación de los principios de contradicción
e igualdad. En ese sentido se pronuncia el propio Código Bustamante que
coloca como condición que las partes hayan sido citadas personalmente o por
medio de su representante legal. La problemática en este sentido está en que
una interpretación literal del precepto puede hacer imposible la ejecución, si el
demandado estuvo en rebeldía. Esto conlleva al absurdo de que se pueda
evitar maliciosamente que a una persona le alcance un pronunciamiento
dictado fuera de las fronteras cubanas, con solo colocarse voluntariamente en
estado de incomparecencia en el proceso, que conlleve a la declaración de
rebeldía.

El elemento más controvertido de los exigidos en el régimen de condiciones


que postula el artículo 483 de la Ley rituaria cubana es cuando plantea que la
sentencia cuya ejecución se solicite venga acompañada de comunicación del
Ministerio de Relaciones del país en que fue dictada, haciendo constar que las
autoridades de ese país cumplirán, en señal de reciprocidad, las sentencias
pronunciadas en Cuba.

Esta condición de reciprocidad tiene su antecedente en el artículo 953 de la


derogada Ley de Enjuiciamiento Civil española, que hacía el postulado general,
dentro de la reciprocidad, de que no se reconocería una sentencia que
proviniera de un país cuya jurisprudencia no diera cumplimiento a las
españolas. Este postulado general de la derogada Ley que rigió en Cuba hasta
1974, era una excepción en poder del condenado para oponerse a la ejecución,
cuando pudiera demostrar que en el país emisor del fallo no se existía
reciprocidad hacia el país donde se pretendía la homologación.

La legislación cubana invirtió las reglas del juego y en lugar de un


pronunciamiento general para excepcionar, lo colocó entre las exigencias
específicas a cumplimentar por quien pretende la ejecución, lo que hace
depender la eficacia en Cuba del derecho logrado, de una declaración del
Estado emisor de la sentencia, sobre un compromiso general de reciprocidad
con las sentencias cubanas, lo que lo convierte en una exigencia sumamente
compleja, dadas las contingencias que se pueden presentar en el logro de este
documento en correspondencia con los vaivenes políticos del momento.

El último de los requisitos está referido a la precisión del domicilio en Cuba de


la persona condenada, lo cual podría no ser necesario en aquellos casos de
sentencias que no contengan un pronunciamiento de condena y que pretenden
surtir efectos meramente declarativos o constitutivos.

Los artículos 484 y 486 regulan el procedimiento a seguir en el TSP para la


homologación, la que una vez admitida estará a cargo de tribunal del municipio
donde reside el condenado.

El último de los aspectos al que queremos referirnos es el relativo a la forma de


hacer valer en un proceso tramitado en Cuba los documentos que se otorgan
en el exterior.

Cuba no es signataria del Convenio de La Haya de 1961, sobre eliminación del


requisito de la legalización de los documentos extranjeros. Esto obliga a que
las personas interesadas en hacer valer dentro de la República de Cuba algún
documento expedido en su país de origen, como puede ser el caso de
certificaciones de nacimiento o matrimonio, de sentencias o certificaciones de
divorcio, deben pasar por el proceso de legalización que exige el artículo 290
ya comentado

En este artículo se exigen dos condiciones de fondo y dos de forma para que el
documento pueda tener pleno valor en Cuba. Las condiciones de fondo están
relacionadas con el orden público y son que el asunto o materia del acto o
contrato sea lícito y permitido por las leyes de Cuba y que los otorgantes
tengan aptitud y capacidad legal para obligarse con arreglo a las leyes de su
país.

Los requisitos formales que se exigen al documento son que en su


otorgamiento se hayan observado las solemnidades establecidas en el país
donde se haya realizado el acto o contrato y que cumplimente el tracto de
legalización exigido, así como la traducción, en los casos en que el documento
haya sido confeccionado en idioma distinto al español. El cumplimiento de las
formas y solemnidades es un particular que acredita la instancia
correspondiente del órgano en cuya sede se originó el documento.
La legalización propiamente dicha corre un largo camino que comienza en la
instancia superior del órgano emisor del documento, quien acredita la
legitimación del funcionario o autoridad emisora del documento, así como el
cumplimiento de las formalidades para el otorgamiento. El recorrido pasa por el
Ministerio de Exteriores del país emisor del documento, quien igualmente
acredita las cuestiones formales del otorgamiento; el trayecto en el país de
origen del documento termina ante la representación consultar cubana, quien
acredita que las autoridades que han intervenido en el proceso son las que
legalmente están facultadas para ello.

Dentro del territorio cubano el procedimiento de legalización continúa con la


acreditación del Ministerio de Exteriores cubano sobre la legitimidad del
funcionario consular que hizo la declaración y se cierra con el asiento del
documento en sede notarial, donde se incorpora al protocolo de un notario,
quien expide el acta correspondiente donde se acredita el asiento. Con la
presentación del acta de protocolización, de la cual forman parte las copias del
documento, es que adquiere plena vigencia en el territorio nacional el
documento nacido en el extranjero.

7.2 Eficacia en el espacio de las normas procesales penales

En la territorialidad de las leyes procesales penales operan también otros


aspectos a tener en cuenta que están contenidos en la norma sustantiva, pero
que influyen en el ámbito del proceso. Son los llamados principios de
nacionalidad activa, principio de nacionalidad pasiva y principio de protección
real o defensa.

El principio de nacionalidad activa justifica que un Estado procese y sancione la


conducta delictiva de uno de sus nacionales, aunque el delito se haya cometido
fuera de su territorio. Es el vínculo del nacional con su Estado el que justifica
que el ámbito de aplicación de la ley se extienda.

Por su parte en el principio de nacionalidad pasiva no es el autor del hecho el


que fija la extensión en la aplicación de la norma, sino las víctimas del delito. El
Estado trata de proteger a sus nacionales de los delitos que se puedan cometer
contra ellos fuera de su territorio y asume entonces un protagonismo en su
persecución y enjuiciamiento.

Por último se delimita el principio de protección o defensa, mediante el cual lo


que justifica la actividad persecutoria del Estado es el bien jurídico protegido,
de tal suerte que no importa el lugar de la comisión ni la nacionalidad del autor,
para justificar su actuación, sino el interés con los bienes lesionados, con los
cuales el Estado tiene una relación específica y exclusiva, que justifica su
actuar. Se plantea que este principio subsume al de nacionalidad pasiva
(QUINTANO RIPOLLÉS).

La norma penal cubana trata de recoger estos principios en sus artículos 4 y 5


del CP.

ARTICULO 4.1. La ley penal cubana es aplicable a todos los delitos cometidos en
el territorio nacional o a bordo de naves o aeronaves cubanas, en cualquier lugar
en que se encuentren, salvo las excepciones establecidas por los tratados
suscritos por la República. Es asimismo aplicable a los delitos cometidos contra
los recursos naturales y vivos del lecho y subsuelo marinos, en las aguas
suprayacentes inmediatas a las costas fuera del mar territorial en la extensión
fijada por la ley.
2. La ley penal cubana también es aplicable a los delitos cometidos a bordo de
naves o aeronaves extranjeras que se encuentre en mar o aire territorial cubano,
ya se comentan por cubanos o extranjeros, salvo los cometidos por miembros
extranjeros de la tripulación entre sí, a no ser, en este último caso, que se pida
auxilio a las autoridades de la República por la víctima, por el Capitán de la nave
o por el Cónsul de la Nación correspondiente a la víctima.
3. No obstante lo dispuesto en el apartado anterior, la nación extranjera puede
reclamar el conocimiento del proceso iniciado por los órganos competentes
cubanos y la entrega del acusado, de acuerdo con lo que al efecto se haya
establecido en los tratados.

ARTICULO 5.1. La ley penal cubana es aplicable a los cubanos y personas sin
ciudadanía residentes en Cuba que cometan un delito en el extranjero, si se
encuentran en Cuba o son extraditados.

7.3 Eficacia en el espacio de las normas procesales arbitrales

Lo visto hasta aquí se relativiza en el ámbito arbitral, pues como ya vimos la


administración de justicia en este campo opera en virtud de la autonomía de la
voluntad contenida en el pacto arbitral, en el cual la fuerza del laudo no deriva
de una delegación estatal, sino que se trata de una facultad que proviene de la
ley y que emana directamente de la autonomía de la voluntad de las partes,
que constituye la esencia y el fundamento de la institución arbitral, por cuanto
el arbitraje conlleva la exclusión de la vía judicial (FERNÁNDEZ ROZAS).

La vía arbitral opera para materias que son disponibles, de tal suerte que si el
Estado no tiene interés en que determinados asuntos puedan resolverse por la
vía del arbitraje, los define en ley, para que las partes no puedan acordar que la
solución de conflictos en ese campo pueda ser objeto de convenio entre las
partes; lo que se conoce como inarbitrabilidad objetiva.

En Cuba no existe arbitraje interno, pues la ley solo admite el arbitraje


comercial internacional, con la única mención a los litigios entre entidades
subordinadas a un mismo organismo, que deben agotar el cauce administrativo
previo a la vía judicial (art. 747.j) LPCALE). Las reglas de procedimiento
aplicables a la solución de estos litigios son las que acuerden las partes,
pudiendo desarrollarse el arbitraje en Cuba o fuera de Cuba, por órganos que
administran el arbitraje, conforme a sus reglas de tramitación, o por árbitros ad
hoc, por reglas de procedimiento acordadas por las partes. En cualquiera de
estas variantes la territorialidad no opera como principio, pues los tribunales
pueden notificar actuaciones y realizar diligencias de forma transfronteriza; solo
que dichas diligencias no se realizan con el auxilio de órganos estatales, como
las comisiones rogatorias entre tribunales estatales, sino que operan de
manera privada.

Las únicas situaciones asociadas al arbitraje que pueden necesitar la presencia


de tribunales ordinarios y por ende la vigencia del principio de territorialidad de
la norma son: la ejecución del laudo, la nulidad del laudo y la ejecución de
medidas cautelares.

Cuando la ejecución del laudo deba realizarse fuera del lugar donde tuvo su
sede el arbitraje es necesario recurrir a los órganos judiciales del país de la
ejecución, para lo cual viene en auxilio la Convención sobre el Reconocimiento
y Ejecución de las Sentencias Arbitrales Extranjeras de 1958 (Convención de
Nueva). Este tratado internacional garantiza entre los Estados miembros el
cumplimiento en su territorio los laudos arbitrales dictados en otros países. Por
la importancia del tema se trata de un instrumento universalmente reconocido,
por los Estados, lo que facilita el complimiento de las decisiones adoptadas en
este campo.

Artículo III.-Cada uno de los Estados Contratantes reconocerá la autoridad de


la sentencia arbitral y concederá su ejecución de conformidad con las normas
de procedimiento vigentes en el territorio donde la sentencia sea invocada, con
arreglo a las condiciones que se establecen en los artículos siguientes. Para el
reconocimiento o la ejecución de las sentencias arbitrales a que se aplica la
presente Convención, no se impondrán condiciones apreciablemente mas
rigurosas, ni honorarios o costas más elevados, que los aplicables al
reconocimiento o a la ejecución de las sentencias arbitrales nacionales.

El ejecutarse en Cuba un laudo dictado en otro país es muy probable que se


requiera realizar diligencias por el tribunal a cargo de la ejecución que
impliquen el auxilio de los tribunales del país de origen de la decisión, lo que
pasaría por los mecanismos ya estudiados anteriormente.

ARTÍCULO 745 (LPCALE).- La Sala de lo Económico del TSP es


competente para conocer de:
c) las solicitudes de reconocimiento y ejecución de sentencias y laudos
arbitrales extranjeros, contra sujetos que puedan ser parte en los procesos
de esta jurisdicción;

Por lo general los laudos arbitrales no son recurribles, por lo que una vez
dictados generan ejecución inmediata, pero se reconoce la posibilidad de
promover su nulidad ante los tribunales ordinarios del lugar que ha sido la sede
del arbitraje, lo que igualmente puede generar la realización de diligencias
fuera de nuestra frontera, para lo cual operan los mecanismos ya estudiados de
auxilio entre tribunales de diferentes Estados.

ARTÍCULO 745 (LPCALE).- La Sala de lo Económico del TSP es


competente para conocer de:
d) las demandas para declarar la nulidad de un laudo arbitral dictado por
corte arbitral cubana o en proceso de arbitraje internacional desarrollado en
territorio nacional;

Aunque no se trata aún de una práctica arbitral generalizada, es posible


mencionar como otra de las excepciones a la extraterritorialidad del arbitraje, lo
relativo a las medidas cautelares, toda vez que la práctica más generalizada es
que los árbitros deban pedir a los órganos judiciales ordinarios la adopción de
medidas cautelares en los procesos arbitrales que tramitan, por la falta de
imperium de los árbitros, por ser esta una facultad de órganos estatales. En el
caso de medidas cautelares adoptadas por un tribunal nacional en auxilio del
arbitraje, que requiera un cumplimiento transfronterizo, habría que aplicar las
reglas ya estudiadas que regulan el auxilio judicial entre tribunales de otros
países.

ARTÍCULO 799 (LPCALE).- Todo actor, principal o reconvencional, podrá


solicitar al tribunal competente la adopción de medida cautelar.
Asimismo podrá solicitar medida cautelar todo actor que lo sea en proceso
de arbitraje ante corte arbitral cubana.

8. Interpretación de las normas procesales

La interpretación de las normas de Derecho Procesal es aquella labor mental


que se realiza con el propósito de tratar de comprender el sentido y alcance
que debe darse a su aplicación.

De todos los sujetos que pueden asumir la labor interpretativa del derecho
procesal, ya sea el propio legislador, el juez o el académico en sus estudios
conformadores de la dogmática de la disciplina, la más trascendente a mi juicio
es la que realiza el juez, por el efecto vinculante que tiene para los justiciables
su criterio interpretativo a la hora de aplicar el derecho en el caso concreto
sometido a su jurisdicción.

La labor interpretativa no está asociada solo a vacíos u oscuridad en la ley,


sino que toda acción de aplicar el derecho, incluso las normas más claras y
diáfanas llevan aparejada una labor interpretativa, que implica necesariamente
fijar su significado, su esencia, su alcance y sus fines (FERNÁNDEZ BULTÉ).

GRILLO LONGORIA se hizo la pregunta que muchos años atrás se había hecho
Ugo ROCCO y que podemos hacernos nosotros ahora: ¿Existen normas
específicas para la interpretación del derecho procesal? La respuesta
prevaleciente es que no existe una teoría propia para la interpretación de las
normas procesales, razón por la cual muchos autores no se molestan en tratar
este tema desde la perspectiva concreta de esta disciplina y remiten
sencillamente a la Teoría del Derecho.

Sin ánimo de desarrollar el tema en extenso, consideramos conveniente dejar


sentado algunas ideas generales sobre la interpretación de las normas
procesales.

El método gramatical o semántico se perfila como la forma inicial o tradicional


de interpretar el derecho, tratando de encontrar el alcance y sentido de la
norma a partir de lo que la propia norma dice. Desgraciadamente no es
infrecuente que la falta de profundidad en algunos juristas, en su función de
aplicar el derecho les impida encontrar en la norma más que lo que sus propias
palabras expresan.

Si la interpretación de las normas se redujera al plano estrictamente gramatical,


los especialistas en nuestra lengua estarían en mejores condiciones que los
juristas para interpretarlas. Con frecuencia digo que la diferencia entre el jurista
y el filólogo al momento de interpretar una ley estriba en que el jurista está
pertrechado del arsenal de principios y conceptos propios de nuestra ciencia
que operan como herramientas indispensables para poder desentrañar el
alcance y sentido del derecho.

A la hora de interpretar las normas hay que precisar lo que se pretende con la
labor, ya sea la búsqueda de la voluntad del legislador (interpretación subjetiva)
o la búsqueda de la voluntad de la ley (interpretación objetiva). (DIEZ-PICAZO y
GULLÓN)

La búsqueda del alcance de las normas a partir de encontrar la voluntad del


legislador (ratio legislatoris), se sienta en el criterio de que si la ley es
manifestación de la voluntad del Estado, el objeto de la interpretación es el
conocimiento de esa voluntad, y para alcanzar tal fin hay que tener en cuenta
las palabras empleadas, las circunstancias, la exposición de motivos de la ley
que se interpreta, etc. (ROCCO).

Mediante la interpretación objetiva no se trata de indagar en la presunta


voluntad del legislador, sino de encontrar una voluntad objetiva e inmanente de
la propia ley (ratio legis), pues como indicaba ROCCO, la ley no puede
interpretarse como una obra literaria o como un documento histórico, sino que
es menester ponerla en relación con la vida contemporánea, con las nuevas
necesidades o relaciones sociales que se han sumado y sobrepuesto a las
antiguas y que reclaman también protección del derecho; a lo que el jurista
italiano denominó interpretación progresiva. El intérprete debe adaptar
incesantemente el ordenamiento jurídico, que está él mismo en incesante
renovación, pues dentro de él cada nueva disposición irradia una fuerza sobre
las anteriores y, en definitiva, sobre el entero conjunto (DÍEZ-PICAZO y GULLÓN).

Este método es el que permite comprender cómo las leyes españolas de


enjuiciamiento civil y criminal pudieron sobrevivir tras el triunfo de la Revolución
Cubana el 1ro de enero y aplicarse en la solución de los conflictos en ambos
campos hasta el año 1974. Es a lo que el Código Civil español denomina
interpretación conforme a la realidad social del tiempo en que han de ser
aplicadas (art. 3.1).

Desde nuestra perspectiva la interpretación objetiva, que el marxismo puede


asimilar sin ningún recelo, necesita de la visión política que condiciona las
relaciones sociales dominantes, por cuanto la ley es expresión de esa voluntad,
al margen del momento en que fueron dictadas, pero evitando torcer el sentido
estricto del derecho en función de la obtención de resultados politizados, pues
ello sería lo que el profesor FERNÁNDEZ BULTÉ denominó como grosero
relativismo, que permite hacer hoy lo que ayer escandalizó, o viceversa, propio
de un burdo oportunismo que echa de lado el predominio de la ley y relativiza
inadmisiblemente su contenido.

Nuestras leyes procesales no contienen una mención expresa sobre el método


que se debe utilizar para interpretar el articulado, por lo que irradia para todo el
ordenamiento jurídico cubano, incluido el penal, la invocación que al respecto
hace el CC en su artículo 2.

ARTÍCULO 2.- Las disposiciones del presente Código se interpretan y aplican de


conformidad con los fundamentos políticos, sociales y económicos del Estado
cubano expresados en la Constitución de la República.

El conocimiento de la dogmática propia de esta disciplina y de sus principios


informadores, es lo que posibilita una interpretación objetiva y racional del
derecho procesal. Sin estas premisas no sería posible interpretar y comprender
el alcance y sentido de la ley procesal al momento de su aplicación.

Si no se conocen los elementos que informan el principio de la prohibición de la


reformatio in peius no es posible comprender el alcance y dimensión del
artículo 604 de la LPCALE:

ARTÍCULO 604.- Ningún recurso podrá resolverse en sentido que agrave la


situación del que lo haya interpuesto.

Si no se dominan los elementos que informan el principio acusatorio y el papel


que desempeña en el mismo la tesis de desvinculación en el proceso penal, no
es posible comprender el alcance y dimensión del artículo 357 de la LPP:

ARTÍCULO 357.- (…) En la sentencia, el Tribunal no puede sancionar por un


delito más grave que el que haya sido calificado por la acusación; apreciar
circunstancias agravantes no comprendidas en la misma, ni tampoco la
participación de un acusado en concepto que lleve consigo mayor gravedad
que el que la acusación haya sostenido; agravar el concepto de la
acusación en cuanto al grado de realización del delito, ni imponer sanción
más grave que la solicitada por la acusación. No obstante, si el Tribunal
hubiese hecho uso de la fórmula a que se refiere el artículo 350, podrá dictar
sentencia conforme al contenido de la misma.

LECTURAS RECOMENDADAS
BASICAS
DÍAZ PINILLO, Marcelino; “La interpretación de la Ley Procesal Penal”. En:
AAVV; Temas para el estudio del Derecho Procesal Penal, primera
parte, editorial Félix Varela, La Habana, 2006.
FERNÁNDEZ PEREIRA, Julio A.; “Las fuentes formales del Derecho Procesal
Penal”. En: AAVV; Temas para el estudio del Derecho Procesal Penal,
primera parte, editorial Félix Varela, La Habana, 2006.
GRILLO LONGORIA, Rafael; Derecho Procesal Civil I, (Capítulo I. El Derecho
Procesal Civil; Capítulo II. Las fuentes del Derecho Procesal Civil);
Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1985
PRIETO MORALES, Aldo; Derecho Procesal Penal, I Parte (Capítulo II.
Generalidades del Derecho Procesal; Capítulo III. Concepto del Derecho
Procesal Penal); ediciones ENSPES, La Habana, 1982

PARA SABER MÁS


ALMAGRO NOSETE, José; “Concepto y fuentes del Derecho Procesal”, En: AAVV;
Derecho Procesal, Tomo I (volumen I), 5ta edición, Tirant lo Blanch,
Valencia, 1990
ARA PINILLA, Ignacio; Teoría del Derecho; Taller Ediciones JB, Madrid, 1996.
BERTOLINO, Pedro Juan; El exceso ritual manifiesto. Librería Editorial Platense,
La Plata, 2003.
DÁVALOS FERNÁNDEZ, Rodolfo; Derecho Internacional Privado, parte general
(Capítulo IV. La eficacia extraterritorial de las leyes); Editorial Félix
Varela, La Habana, 2006
DE LA PLAZA, Manuel; Derecho Procesal Civil Español (Libro I: Capítulo II-
Naturaleza y concepto del Derecho Procesal Civil; Capítulo II-Las
fuentes del Derecho Procesal Civil); Editorial Revista de Derecho
Privado, Madrid, 1951
FERNÁNDEZ BULTÉ, Julio; Teoría del Estado y del Derecho. Teoría del Derecho
(Capítulo II-Teoría de las fuentes del derecho); Editorial Félix Varela, La
Habana, 2005
FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos; “Arbitraje y jurisdicción: una interacción
necesaria para la realización de la justicia”, En: Derecho privado y
Constitución. No. 19, año 13, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, Madrid, 2005
FERRARI YAUNER, Majela; Los principios de legalidad y seguridad jurídica como
fundamento del proceso de integración para colmar las lagunas de la ley
en Cuba, Tesis doctoral de 2010, bajo la dirección de Lisstte PÉREZ
HERNÁNDEZ
MANZINI, Vicenzo; Tratado de Derecho Procesal Penal (Capítulo III- Fuentes del
Derecho Procesal Penal y Capítulo IV- Esfera de aplicabilidad de las ley
procesal penal); Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires,
1951
MENDOZA DÍAZ, Juan; “Las fuentes formales del Derecho Procesal Civil”; En:
AAVV; Lecciones de Derecho Procesal Civil, Editorial Félix Varela, La
Habana, 2001.
MORELLO, Augusto M.; El proceso civil moderno, Librería Editora Platense, La
Plata, 2001.
ORTELLS RAMOS, Manuel; “El Derecho Procesal como ordenamiento y como
ciencia jurídica”. En: AAVV; Derecho Procesal, Introducción, 2ª edición,
Ediciones Nomos, Valencia, 2003.
PALACIO, Lino Enrique; Manual de Derecho Procesal Civil, decimosexta edición
actualizada (Capítulo I-Nociones preliminares), Abeledo-Perrot. Buenos
Aires, 2001
QUINTANO Ripollés, J. Tratado de Derecho Penal Internacional e Internacional
Penal. Tomo II, Madrid, 1957.
ROCO, Ugo; Derecho Procesal Civil (Capítulo III- Naturaleza y caracteres del
Derecho Procesal Civil y sus relaciones con otras ramas del Derecho;
Capítulo IV-Interpretación de las leyes procesales; Capítulo V- Valor de
las leyes procesales en el espacio y en el tiempo), Segunda Edición;
Porrúa, México, 1944
SÁNCHEZ ROCA, Mariano; Leyes civiles y su jurisprudencia. Editorial Lex, La
Habana, 1957.
TAPIA FERNÁNDEZ, Isabel; Lecciones de Derecho Procesal (Lección Octava-
Conceptos de Derecho Procesal); Universitat de les Illes Baleares, 2002
CAPÍTULO III. LA JURISDICCIÓN
SUMARIO: 1. Concepto de jurisdicción. 2. Distinción entre función jurisdiccional y
función judicial. 3. Clasificación de la jurisdicción; 3.1. Jurisdicción judicial. Jurisdicción
contenciosa y jurisdicción voluntaria; 3.2. Jurisdicción nacional y jurisdicción extranjera;
3.3. Jurisdicción constitucional; 3.4. Jurisdicción administrativa; 3.5. Jurisdicción
laboral; 3.6. Jurisdicción arbitral; 3.7. Jurisdicción arbitral internacional de inversiones;
3.8. Jurisdicción universal. 4. Principios que informan la actividad jurisdiccional; 4.1.
Delimitación conceptual de los principios; 4.2. Unidad jurisdiccional; 4.3. Independencia
e imparcialidad; 4.4. Participación popular en la administración de justicia; 4.5. Derecho
al juez natural, legal o predeterminado; 4.6. Exclusividad; 4.7. Non liquet

Propongo que tu voz enamorada


se lance por caminos y veredas
anunciando; llegó la primavera
hagan suyo el crisol de esta morada.
Pablo Milanés

1. Concepto de jurisdicción

Jurisdicción es administración de justicia; facultad estatal que se encomienda a


órganos especializados, que son los tribunales, pero que el Estado puede
delegar en otros actores, como es el caso del arbitraje comercial internacional o
la solución de los conflictos en el ámbito del Derecho Laboral, en Cuba a cargo
de los órganos de justicia laboral.

Hay jurisdicción siempre que un ente colocado en posición separada del


justiciable aplique el derecho (ius dicere), resolviendo un conflicto.

Lo anterior pudiera parecer sencillo, pero tras la expresión jurisdicción se


esconde una amplia complejidad terminológica y conceptual.

En el plano semántico la voz jurisdicción se usa por el derecho positivo para


nombrar varias cuestiones de diferente naturaleza. Se utiliza para definir un
ámbito territorial, se usa como sinónimo de competencia, en otros casos para
definir un conjunto de poderes o autoridad de ciertos órganos y como función
de administrar justicia, entre muchos otros significados (COUTURE).

La LTP utiliza jurisdicción como sinónimo de ámbito territorial:

ARTÍCULO 13.- Los tribunales se constituyen y ejercen sus funciones, en sus


respectivas sedes y, cuando lo estimen necesario, pueden hacerlo dentro de su
jurisdicción territorial, en los lugares donde los hechos justiciables ocurrieron o donde
resulte más conveniente a los fines de la impartición de justicia.

Para referirse al establecimiento de una excepción por ser el acusado un


aforado y por tanto competentes los tribunales militares, la LPP usa el término
jurisdicción como sinónimo de competencia:

ARTICULO 290.-Son objeto de artículos de previo y especial pronunciamiento


las cuestiones siguientes:
1) la declinatoria de jurisdicción

La Ley No. 113, de 21 de noviembre del 2012, Ley del Sistema Tributario,
utiliza el vocablo jurisdicción para definir el conjunto de poderes o autoridad de
un órgano:

ARTÍCULO 336.- (…) A los efectos de esta Ley se entienden los


siguientes términos como más abajo se indica:
a) patrimonio municipal, se constituye por el conjunto de bienes bajo la
jurisdicción del gobierno municipal y aquellos de uso común o
expresamente destinados a satisfacer una demanda de carácter público.

En igual sentido lo utiliza el Decreto No. 301 del Consejo de Ministros, de 12 de


octubre del 2012, sobre las funciones estatales y de gobierno que se ejercen y
cumplen experimentalmente en las nuevas provincias de Mayabeque y
Artemisa:

ARTÍCULO 82.- Los consejos de las administraciones locales, tienen respecto


a la Seguridad y el Orden interior, las funciones específicas siguientes:
a) Organizar, exigir y controlar la seguridad y protección de las entidades bajo
su jurisdicción y del patrimonio nacional que está en el ámbito de su territorio

Desde el punto de vista conceptual las complicaciones son aún mayores,


derivadas esencialmente de la preponderancia que para el pensamiento liberal
burgués tiene la teoría de la tripartición de poderes de MONTESQUIEU, tan
preponderante que algunos estiman que donde no prevale como forma de
organización del Estado no existe libertad (TAPIA FERNÁNDEZ).

Bajo este presupuesto tripartita de los poderes la función jurisdiccional está en


manos de los órganos titulares de la potestad o poder judicial, distintos de
cualquier otro ente.
Esta posición tiene asiento en los textos constitucionales, tal es el caso de la
Constitución española de 1978, que define El ejercicio de la potestad
jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo
juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales
determinados por las leyes, según las normas de competencia y procedimiento
que las mismas establezcan (art. 117.3).

De lo anterior se deriva la postura dominante en la doctrina de ese país y de


muchos otros apoyados en igual posición teórica, que definen a la jurisdicción
como la potestad dimanante de la soberanía del Estado, ejercida
exclusivamente por tribunales independientes, con el propósito de aplicar el
derecho en el caso concreto, juzgando de modo irrevocable y ejecutando lo
juzgado (MONTERO AROCA).

En Cuba existe un antecedente sobre esta concepción que centra la facultad


jurisdiccional solo en los órganos del poder judicial. Los anales se remontan al
año 1937, cuando se dictó una ley que transfirió a los notarios la solución de
los expedientes de jurisdicción voluntaria que eran del conocimiento de jueces
y tribunales, en que se incluyó a los divorcios por mutuo acuerdo de los
cónyuges (PÉREZ GALLARDO).

Cuando se aprobó la Constitución de 1940, de corte liberal burgués, que


dispuso en su artículo 170 que (…) sólo podrá administrarse justicia por
quienes pertenezcan permanentemente al Poder Judicial, se cuestionaron todos
los espacios donde existiera alguna presencia de actividad jurisdiccional
fuera de sede judicial.

A partir de la interpretación que se hizo del mencionado artículo de la


Constitución, la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo de Justicia dispuso
que los notarios no tenían facultades para intervenir en asuntos de
jurisdicción voluntaria, incluido el divorcio, por estimar que esta actividad
notarial invadía el campo de la administración de justicia, exclusivo de los
tribunales.
A pesar de que no existió un pronunciamiento concreto hacia otros ámbitos,
esta decisión del TS se interpretó como una abrogación indirecta de todas
aquellas actividades de tipo jurisdiccional que estuvieran en manos de órganos
distintos a los de la judicatura; en este ámbito se incluyó también el Juicio de
Árbitros y Amigables Componedores, contenido en la Ley de Enjuiciamiento
Civil española, que quedó tácitamente derogado (SÁNCHEZ ROCA).

En el ámbito donde mayores conflictos conceptuales se han presentado es en


el relativo al arbitraje. El maestro COUTURE sentenciaba que el juicio arbitral, a
pesar de tener forma de proceso y órgano idóneo indicado por la ley, no
podía tener naturaleza jurisdiccional en razón de carecer los árbitros del
imperium, que es uno de los atributos de la jurisdicción. Esta concepción fue
variando con el tiempo y en la actualidad el arbitraje se reconoce como un
sucedáneo de la actividad jurisdiccional estatal.

En el caso cubano existe presencia de actividad jurisdiccional fuera de los


tribunales en varios ámbitos, entre los que se encuentran el arbitraje comercial
internacional, cuya vigencia queda consagrada en los artículos 3 y 739 de la
LPCALE, que dejan claro que la actividad jurisdiccional de los tribunales
cubanos tiene como límite la sumisión al arbitraje mediante pacto
compromisorio o en virtud de acuerdos internacionales suscritos por el país.

En el ámbito de las relaciones laborales, el CT, Ley No. 116/14, establece que
la solución de los conflictos entre trabajadores y la administración por la
imposición de medidas disciplinarias, así como las reclamaciones sobre
derechos laborales, serán resueltas por los órganos de justicia laboral de base
(art. 167).

En el campo administrativo existen varios escenarios de solución de


controversias donde la administración ejercita la función jurisdiccional, como
ocurre, a modo de ejemplo, en materia inmobiliaria urbana, por la aplicación de
la Ley General de la Vivienda; en materia tributaria, a partir de decisiones
adoptadas por la Oficina de Administración Tributaria, sobre las cuales se
pueden establecer Recuso de Reforma en primer momento y contra lo que se
resuelva Recurso de Alzada (art. 464 y 467 de la Ley 113 del Sistema
Tributario); en el ámbito del Derecho de Autor, la Resolución No. 162, del
Ministro de Cultura, de 15 de noviembre del 2002, establece un procedimiento
administrativo para la presentación, análisis y solución de las reclamaciones
por incumplimiento o violación de la legislación vigente sobre derecho de autor,
a cargo del Centro Nacional de Derecho de Autor (CENDA).

La delegación que se hace de la función jurisdiccional, permitiendo que otros


actores puedan administrar justicia, debe tener como correlato que las
decisiones que se adopten puedan ser revisadas por los tribunales, con
excepción del arbitraje, por el origen privado de la institución. Esta exigencia se
torna un presupuesto esencial en el ámbito administrativo, toda vez que en las
actividades jurisdiccionales que se realizan en este campo, la administración
está en una posición preponderante con relación al administrado, lo cual se
compensa únicamente si el individuo tiene la posibilidad última de solicitar a un
órgano independiente, colegiado e imparcial, la revisión de las decisiones
adoptadas sobre sus derechos. Solo así se logra el ideal de justicia que es
base de la actividad jurisdiccional.

En el ejercicio de la labor jurisdiccional pueden darse situaciones en que un


órgano administrativo asuma la solución de un asunto para lo cual no está
facultado por ley o que los tribunales admitan a conocimiento un conflicto que
debe pasar primero por la jurisdicción administrativa previa. A este diferendo la
LPCALE le denomina conflictos de atribuciones entre las autoridades judiciales
y administrativas y cuya solución está en manos del TSP.

ARTÍCULO 16.- Los Jefes de los Organismos de la Administración Central del


Estado y de las Delegaciones Territoriales y los Comités Ejecutivos
Provinciales o Municipales, cada uno dentro de los límites de su competencia,
pueden suscitar conflictos de atribuciones en los casos en que los Tribunales
interfieren las funciones que conforme a la ley corresponden a dichos
Organismos, Delegaciones y Comités Ejecutivos.
Los Tribunales pueden, a su vez, plantear iguales cuestiones a los organismos
y órganos a que se refiere el párrafo anterior, a fin de sostener la jurisdicción y
atribuciones que las leyes les confieren.
2. Distinción entre función jurisdiccional y función judicial

Como acabamos de exponer, según nuestra visión la jurisdicción es facultad de


administrar justicia en casos concretos, de resolver conflictos aplicando el
derecho. En tal sentido vemos a la jurisdicción presente en varios escenarios,
asociada a órganos estatales especializados en la actividad, como son los
tribunales, pero también en órganos administrativos e incluso en entidades no
estatales, como sucede con el arbitraje o los órganos de justicia laboral de
base en la materia laboral.

La posición teórica expuesta en el acápite anterior de ver a la jurisdicción como


una actividad exclusiva de los tribunales y a estos como el conjunto de órganos
que conforman un poder del Estado, provoca en que se confunda e identifique
la función jurisdiccional con la judicial.

La función judicial es aquel conjunto de potestades de naturaleza


exclusivamente estatales, que se le conceden a los tribunales para garantizar
lo que constituye su razón de ser esencial, que es la administración de justicia,
o sea, su desempeño jurisdiccional.

Mientras que la función jurisdiccional puede estar presente en otros escenarios


estatales, la función judicial está presente solo en los tribunales. Aunque pueda
parecer tautológico, cuando nos referimos a la función jurisdiccional que tiene
lugar en los tribunales, deberíamos hablar de función jurisdiccional judicial,
para diferenciarla de la función jurisdiccional que tiene lugar fuera de esta sede.

La función judicial comprende tanto la actividad jurisdiccional como una amplia


gama de atribuciones que se le conceden a los tribunales, muchas de las
cuales tienen naturaleza administrativa o reglamentaria.

Los artículos 120 y 121 de la Constitución describen un conjunto de facultades


conferidas a los tribunales, de las cuales solo una es jurisdiccional, que es la de
impartir justicia en nombre del pueblo de Cuba, mientras que las restantes son
de naturaleza judicial. Por su parte la LTP se encarga de regular todo el
conjunto de actividades y funciones que conforman el desempeño judicial en el
país.

A modo ilustrativo de la diferencia entre ambas funciones se puede señalar que


cuando observamos la labor que realizan los tribunales en sus secciones
municipales o en las salas de los tribunales provinciales y Supremo,
conociendo y resolviendo los procesos en materia penal, civil, administrativa,
laboral, familiar o económica, o dando respuesta a los recursos que se
interponen contra las sentencias dictadas por los tribunales inferiores, estamos
en presencia de la actividad jurisdiccional, porque en todos estos casos los
jueces están aplicando el derecho a una situación concreta que se les ha
presentado a su conocimiento.

Por su parte, la gran mayoría de las facultades que el artículo 19 de la LTP


confiere al CGTSP son de naturaleza judicial, por lo que a modo ilustrativo
consignamos las siguientes:

a) Trasmitir a los tribunales las instrucciones de carácter general recibidas del


Consejo de Estado;
b) dictaminar, a solicitud de la Asamblea Nacional del Poder Popular o del
Consejo de Estado, acerca de la constitucionalidad de las leyes, decretos-
leyes, decretos y demás disposiciones generales;
c) ejercer la iniciativa legislativa en materia relacionada con la administración de
justicia;
d) conocer, evaluar y aprobar los proyectos de informe de rendición de cuenta del
TSP a la Asamblea Nacional del Poder Popular;
e) examinar y evaluar la práctica judicial de sus propias salas y de los demás
tribunales;
f) ejercer el control y la supervisión de la actividad jurisdiccional de todos los
tribunales;
g) evacuar las consultas de carácter general que le formulen sus propias Salas,
los tribunales, el Fiscal General de la República y el Ministro de Justicia;
h) impartir instrucciones generales de carácter obligatorio para los tribunales, a los
efectos de establecer una práctica judicial uniforme en la interpretación y
aplicación de la ley;
i) solicitar del Consejo de Estado, cuando sea necesario, la interpretación general
y obligatoria de una ley vigente;
j) dirimir las cuestiones de competencia que por razón de la materia se susciten
entre los tribunales;
k) dirimir los conflictos de atribuciones que se susciten entre los organismos de la
Administración Central del Estado y los tribunales;
l) evaluar y aprobar las propuestas a la Asamblea Nacional del Poder Popular,
para la elección de los jueces profesionales del TSP;
m) conocer y aprobar las propuestas de candidaturas de jueces profesionales de
los Tribunales Provinciales y Municipales Populares, que le sean elevadas por
los Consejos de Gobierno de los Tribunales Provinciales Populares;
n) aprobar la creación de secciones de las Salas del TSP para conocer de
asuntos especializados o cuando las necesidades del servicio así lo exijan;
o) aprobar la creación o supresión de Tribunales Populares y de Salas o
Secciones de éstos;
p) aprobar las convocatorias de concursos de oposición o de méritos para los
ingresos o promociones en el Sistema de Tribunales Populares.

3. Clasificación de la jurisdicción

Al clasificar la jurisdicción se entra en un terreno muy peligroso desde el punto


de vista conceptual, pues muchos de los criterios de clasificación parten de la
definición de ámbitos competenciales, por lo que se le estaría dando a la
jurisdicción una de las acepciones terminológicas que criticamos al inicio de
este capítulo.

No obstante el peligro anunciado y al solo efecto didáctico es posible clasificar


a la jurisdicción en correspondencia con los ámbitos en que se desempeña y
determinados tipos procesales que en ella transcurren.

3.1. La jurisdicción judicial. Jurisdicción contenciosa y jurisdicción


voluntaria

Así es posible hablar de la jurisdicción judicial, que abarca la solución de los


asuntos en materia penal, civil, administrativa, familiar, laboral, económica y
militar. En cada uno de estos escenarios jurisdiccionales se resuelven
controversias asociadas a la aplicación del derecho material que le da nombre:
CP, CC, CF, Ley de los Delitos Militares, etc.

Como la actividad jurisdiccional tiene su esencia en la solución de conflictos, en


el ámbito judicial se perfila con toda perfección el triángulo que identifica a la
administración de justicia, en que el tribunal está colocado en el vértice superior
y en la base están colocadas las partes contendientes en condiciones de
igualdad entre sí, pero subordinadas al tribunal. En ese sentido los modelos
procesales concebidos en la ley están diseñados para soportar el conflicto, con
independencia de que al momento de presentarse el asunto la parte contraria
decida aceptar la pretensión formulada o se mantenga en rebeldía.

A este tipo de diseño procesal, concebido para admitir la contienda entre


partes, exista ésta en la práctica o no, es a lo que se denomina jurisdicción
contenciosa, en contraposición a la jurisdicción voluntaria, donde el tribunal no
dirime conflicto alguno, sino que su actuación está encaminada a formular un
pronunciamiento jurídico para que surta efecto ante terceros, en evitación de
contratiempos y contiendas.

En la jurisdicción voluntaria la ley procesal no diseña un modelo que admita la


contienda, por lo que no hay partes, solo quien promueve el asunto y el tribunal
que resuelve. No se habla entonces de proceso judicial, sino de procedimiento,
distinción que estudiaremos más adelante. Si en la tramitación del asunto se
presenta alguna objeción por un tercero, que evidencie la presencia de una
contradicción, el tribunal debe paralizar el expediente de jurisdicción voluntaria,
por lo que la parte interesada debe promover el caso por la vía contenciosa.

Ejemplo de lo anterior está regulado con claridad en la LPCALE:

ARTÍCULO 578.- Corresponden a la jurisdicción voluntaria los procedimientos


que tengan por objeto hacer constar hechos o realizar actos que, sin estar
empeñada ni promoverse cuestión entre partes, hayan producido o deban
producir efectos jurídicos, y de los cuales no se derive perjuicio a persona
determinada.
ARTÍCULO 581.- Si a la solicitud se hiciere oposición por una persona a quien
pudiera perjudicar, se sobreseerá en la continuación del expediente, y quedará
expedito el derecho de los interesados para promover la cuestión en la vía
contenciosa.

La naturaleza de la jurisdicción voluntaria hace que se le ubique en el campo


de las actuaciones administrativas, pues lo que se pretende es un
pronunciamiento que trascienda a terceros en sus relaciones interpersonales.
No obstante su naturaleza administrativa y la ausencia de una labor de dirimir
conflictos, se le sigue llamando jurisdicción voluntaria, pues como decía el
maestro ALCALÁ-ZAMORA, se trata de un nombre que ha prevalecido contra
viento y marea por el lastre de la tradición a pesar de su impropiedad, pues no
hay tal jurisdicción ni es voluntaria.

La jurisdicción voluntaria padece de un pecado bautismal, pues se critica su


nombre, su naturaleza, su ubicación en sede judicial, etc., pero la doctrina no
ha logrado una definición que ponga fin a este desasosiego terminológico;
algunos para salvar la situación lo resuelven hablando de la mal llamada
jurisdicción voluntaria.

La dificultad del tema estriba, entre muchos otros elementos, en que a pesar de
su falta de naturaleza jurisdiccional, existe la tendencia a que algunos de los
asuntos que se tramitan por esa vía no salgan de la esfera judicial. España
aprobó su Ley de Enjuiciamiento en el año 2000 y en su Disposición Final
Decimoctava se dijo que en el plazo de un año a contar desde la fecha de
entrada en vigor de la norma procesal, el Gobierno remitiría a las Cortes el
Proyecto de Ley sobre jurisdicción voluntaria.

La naturaleza administrativa de las decisiones que se adoptan por esta vía es


la que justifica que en no pocos países se tomara la determinación de transferir
a los notarios o registradores la atención de determinados asuntos que estaban
en las leyes procesales como expedientes de jurisdicción voluntaria.

La Ley de las Notarias Estatales de 1985 transfirió al notariado la atención de


los expedientes de administración de bienes de ausentes, de consignación y de
información para perpetua memoria, que estaban regulados en la Ley de
Procedimiento como actos de jurisdicción voluntaria. En esa propia Ley se pasó
también al notario los expedientes de declaratoria de herederos, regulados
dentro del proceso sucesorio, pero con naturaleza voluntaria.

En 1994, con la promulgación del Decreto Ley No. 154, de 19 de septiembre,


se transfirió al notariado el conocimiento y solución de los divorcios por mutuo
acuerdo de los cónyuges, con independencia de la existencia o no de hijos
menores.
La naturaleza voluntaria de divorcio sigue siendo aún un tema no pacífico en la
doctrina. Refiriéndose al tema ALCALÁ-ZAMORA valoraba que en estos casos lo
que hace el juez es homologar la disolución recabada por los cónyuges, por lo
que su actuación es solo garantía de autenticidad y publicidad, por hallarse en
juego algo más que el interés privado e individual de los cónyuges, por lo que
puede encargarse a notarios o registradores sin mayores dificultades.

A pesar de los años que lleva rigiendo en Cuba la modalidad de divorcio por
mutuo acuerdo con hijos a cargo del notariado el diferendo conceptual no se
aplaca. Existe una opinión doctrinal de que la naturaleza del Derecho de
Familia impide que la autonomía de la voluntad opere como lo hace en del
derecho privado, que permite hablar de un orden público familiar en que el
Estado actúa a modo de control preventivo mediante los tribunales o juzgados
de Derecho Familiar (MESA CASTILLO); posición que defiende que el divorcio
con hijos menores o mayores incapacitados solo puede ser dispuesto por
autoridad judicial, a pesar de su naturaleza de jurisdicción voluntaria.

En disidencia está el criterio que defiende que la naturaleza pública de la


función notarial favorece su actuación en el divorcio con hijos menores, pues
en nada riñe con las normas imperativas del Derecho de Familia. Según esta
posición doctrinal notarializar el divorcio no es sinónimo de privatizarlo, pues la
condición de funcionario público del notario, unido a su alta calificación y su
apego a la verdad, condicionan que su actuación sea una garantía de
seguridad jurídica. Se pone como ejemplo de resultados satisfactorios la
experiencia cubana desde 1994 y la colombiana desde 2005, donde está
previsto el divorcio notarial con hijos menores (PÉREZ GALLARDO).

3.2. Jurisdicción nacional y jurisdicción extranjera

El artículo 2 de la LPCALE define el ámbito de la jurisdicción nacional en esta


materia, de lo cual se pueden derivar aquellos conflictos que de ordinario se
denominan como conflictos de competencia judicial internacional. A partir de
concebir el concepto competencia judicial internacional como el conjunto de
reglas que le atribuyen conocimiento al juez del foro sobre la base de su criterio
de conexión determinado, en virtud del cual se reglamenta el ámbito de
conocimiento que tiene el juez de la causa para conocer o no conocer de un
litigio (BOUTIN). O sea, que son las normas que tienen atribución para resolver
un caso frente a la duda de si le corresponde a él o a un tribunal extranjero.

El término goza de general utilización en el plano del derecho civil y de familia


cuando se producen conflictos entre personas en que alguna de ellas es
ciudadana de otro Estado y hay que determinar qué tribunal puede asumir el
conocimiento y solución del asunto, si los del Estado donde se genera la
contienda o los tribunales del Estado del cual la persona es ciudadana. En
nuestro medio el uso del concepto competencia judicial internacional, proviene
directamente del propio Código Bustamante de Derecho Internacional Privado
de 1928, que en su artículo 314 define que la Ley de cada Estado contratante
determina la competencia de los Tribunales, lo que deja sentado el uso del
término como los asuntos sobre los cuales puede ejercer su jurisdicción el
tribunal de un Estado.

Comparto el criterio del profesor GÓMEZ COLOMER de que a pesar de que la


expresión disfruta de una general aceptación entre los privatistas, es difícil
hablar de competencia internacional cuando no es posible definir una
jurisdicción mundial. Para que fuera pertinente hablar de competencia judicial
internacional se requeriría una jurisdicción mundial o regional, en que se
atribuyeran los asuntos a unos u otros países siguiendo determinados criterios
competenciales, por eso la expresión que mejor define este complejo fenómeno
es el de extensión y límites de la jurisdicción, que permite fijar hasta donde
alcanza el ámbito de la jurisdicción de un país, como atributo de su soberanía y
comienza la de otro Estado en la solución de un caso concreto.

El mencionado artículo 2 de la LPCALE con buen tino no lo define como


competencia, sino como límite de la jurisdicción cubana en esta materia, la cual
abarca,

ARTÍCULO 2.- Corresponde a esta jurisdicción conocer de:


1. De las cuestiones civiles que se susciten entre personas naturales o
jurídicas, siempre que al menos una de ellas sea cubana;
2. las que se susciten entre personas naturales o jurídicas extranjeras con
representación o domicilio en Cuba, siempre que la litis no verse sobre
bienes situados fuera de Cuba;
3. los asuntos sometidos contractualmente o por los tratados a la jurisdicción
de los Tribunales cubanos.

Lo que se complementa con lo estipulado en el artículo 3, en que se define el


carácter indeclinable de la jurisdicción de los tribunales cubanos, siempre que
se refiera a asuntos en que cualquiera los litigantes es cubano o relativo a
bienes situados en Cuba, aunque exista pleito pendiente en otro país.

De lo que se deriva una atracción exclusiva a favor del foro nacional siempre
que alguno de los litigantes sea cubano y se someta a la jurisdicción del país o
entre extranjeros, siempre que los bienes estén en Cuba.

La jurisdicción está indisolublemente ligada a la soberanía, razón por la cual


cuando un asunto de un nacional es sometido a una jurisdicción extranjera y
goza del beneplácito del Estado del cual el individuo es súbdito, es porque las
normas que regulan el límite y extensión de la jurisdicción lo ha consentido,
haciendo una cesión de sus atributos.

3.3 La jurisdicción constitucional

La doctrina identifica dos modelos clásicos de control de la constitucionalidad


de las leyes, el primero es el que se conoce como control difuso o judicial
review, que realizan los propios jueces ordinarios al momento de resolver un
caso concreto y tener que aplicar una norma que consideran violatoria de la
Constitución. En este modelo cuando el juez se enfrenta a una norma que debe
resolver el caso y considera que vulnera los mandatos magnos, tiene
facultades para no aplicarla, por inconstitucional; con efectos reducidos al
proceso en cuestión y no al resto de la sociedad. La cuestión de
constitucionalidad no es susceptible de impugnación directa, ni existe un
procedimiento especial para plantearlo, sino que se resuelve como aspecto
incidental de la controversia principal de un caso concreto, en tanto sea
relevante para la decisión de este (VILLABELLA ARMENGOL). Tiene su origen en
el derecho anglo norteamericano y existe en algunos otros países de nuestro
hemisferio, como Argentina.

La otra vía, denominada control concentrado, tiene su origen en Austria en


1920, a partir de la elaboración teórica de KELSEN y prevalece actualmente en
gran parte de Europa y América Latina.

Este segundo modelo es el que conforma la llamada jurisdicción constitucional


y parte de considerar la existencia de un órgano cuya integración y duración del
mandato de sus miembros varía de un país a otro, pero que tiene como línea
identificadora común ser un ente distinto del poder político y del judicial, con la
única misión de controlar la constitucionalidad normativa, al que se denomina
Tribunal Constitucional (España), Corte Constitucional (Colombia) o Corte de
Constitucionalidad (Guatemala), entre otras denominaciones.

En esta modalidad la revisión de la constitucionalidad de una norma se incoa


de manera directa que habilita una vía principal de acceder al órgano
constitucional, pudiendo accionar tanto órganos del poder como personas
particulares. La sentencia que resuelve la promoción, en caso de ser
estimatoria, anula a norma, por lo que tiene efectos constitutivos con
trascendencia hacia el futuro, que hace que el tribunal se erija en un legislador
negativo (VILLABELLA ARMENGOL).

Esta rama fue adquiriendo un gran desarrollo durante la segunda mitad del
Siglo XX y lo que va de este, y dejó de ser objeto de estudio exclusivo de los
constitucionalistas, para ocupar la atención también de los procesalistas. En la
actualidad muchos procesalistas, especialmente de América Latina, se dedican
al estudio de esta materia, a partir de la creación de una nueva disciplina: el
Derecho Procesal Constitucional, encaminada al estudio de las categorías y
principios procesales que se ponen de manifiesto en la solución de los
conflictos en este campo y la existencia de normas procesales específicas
dedicadas a regular la tramitación de los procedimientos ante el Tribunal
Constitucional, con especial énfasis en los denominados procesos o recursos
de amparo constitucional, concebidos como una vía de protección de los
derechos fundamentales frente a las violaciones concretas que sufra el
ciudadano. En estos casos no se solicita la declaración de inconstitucionalidad
de una norma o precepto, sino la protección concreta del que ha sido lesionado
por una decisión administrativa o judicial.

La Constitución cubana de 1901 concibió un modelo de revisión directa de la


constitucionalidad de las normas a cargo del Tribunal Supremo, lo que se
complementó con Ley de 31 de marzo de 1903, que instituyó el procedimiento
mediante el cual la parte afectada por la norma y que considerara afectados los
derechos derivados de la Constitución, podía acudir al Tribunal Supremo. La
Constitución de 1940 y la Ley 7 de 31 de mayo de 1949, Ley del Tribunal de
Garantías Constitucionales y Sociales, estructuró el modelo cubano de
supremacía constitucional y control de dicha preponderancia por una Sala del
Tribunal Supremo, que fue languideciendo a partir del triunfo de la Revolución,
hasta su desaparición definitiva en 1973, con la promulgación de la Ley de
Organización del Sistema Judicial.

La inexistencia en nuestro país de órganos encargados de administrar justicia


en el plano constitucional hace que el análisis que acabados de realizar sea
para nosotros de lege ferenda.

3.3. La Jurisdicción administrativa

Un campo en el que existe un amplio desempeño jurisdiccional es en la


administración, donde tienen lugar una diversidad de procedimientos en virtud
de los cuales los administrados, en desacuerdo con decisiones adoptadas por
la autoridad, por considerarlas violatorias de derechos subjetivos, reclaman
ante instancias superiores dentro de la propia administración. Se incluye
también en este campo todo lo relativo al poder sancionador administrativo,
mediante el cual se aplican medidas coactivas por la comisión de ilícitos en
diversos campos, que no llegan a tener la magnitud para constituir figuras
delictivas penales.
Antecedentes de esta jurisdicción agotaban el conocimiento en la propia
administración, la que estaba a cargo del control de sus decisiones, sin que el
asunto pasara en ningún momento a los tribunales, a lo que se denominaba
como sistema de jurisdicción retenida.

La nueva generación de normas en Cuba, busca poner fin a una tendencia que
prevaleció durante algún tiempo en el país, mediante la cual las disposiciones
de esta materia cerraban el camino a la revisión judicial de los actos y
decisiones, por considerar que la propia administración estaba en condiciones
de satisfacer los intereses de justicia de los ciudadanos, sin necesidad de
acudir a la vía judicial. Esta tendencia enflaqueció el proceso administrativo,
que durante algún tiempo se limitó a la materia inmobiliaria urbana, derivada de
las decisiones que se adoptaban en la aplicación de la Ley General de la
Vivienda.

Con evidente error técnico, en la LPCALE (art. 654) se regula una modalidad
procesal a la que denomina procedimiento administrativo, prevista para revisar
en la vía jurisdiccional judicial los actos administrativos.

El proceso administrativo era regulado indebidamente en la legislación


precedente como un medio de impugnación, al que se denominó recurso
contencioso-administrativo. Se trata realmente del ejercicio de la acción a fin de
poner en funcionamiento el conocimiento de jueces especializados en la
normativa administrativa, para lograr que se revise la decisión adoptada, con la
aspiración de lograr su revocación.

Cuando se habla de jurisdicción administrativa nos referimos a la actividad que


tiene lugar en el propio seno de la administración, pues cuando el diferendo
entra en la vía judicial, estamos en presencia de la modalidad jurisdiccional
judicial, que la tradición denomina contencioso-administrativa.

3.4. La jurisdicción laboral


En la materia laboral se ha producido un gradual proceso de inhibición de la
jurisdicción judicial a favor de la solución de conflictos en el propio ámbito del
trabajo.

Cuando se promulgó la actual Ley de Procedimiento en 1977, que derogó la


Ley de Procedimiento Civil y Administrativo, se decidió incorporar una Tercera
Parte, dedicada al nombrado impropiamente como Procedimiento Laboral, que
permitió la judicialización de la actividad jurisdiccional en este ámbito.

En la década de los años 90 del pasado Siglo comenzó el proceso de


desmontaje de la administración de justicia laboral en sede judicial. Se
desarrolló un experimento en la provincia de Villa Clara que luego se extendió
al resto del país, mediante la creación de órganos de justicia laboral de base,
con facultades jurisdiccionales para la solución de conflictos en este ámbito.

El modelo de justicia laboral que prevalece en la actualidad y que fue ratificado


por el recién aprobado CT, se corporificó definitivamente en el año 1997, con la
promulgación del Decreto Ley No. 176, de 15 de Agosto, que fue
complementado por la Resolución Conjunta del Ministerio de Trabajo y
Seguridad Social y el TSP, de 4 de diciembre y la Instrucción No. 157 del
CGTSP, de 8 de diciembre.

La Ley No. 116/13, de 20 de diciembre, que aprobó el CT, en consonancia con


la tradición que se había impuesto desde los años 90, estableció para los
trabajadores vinculados laboralmente a entidades estatales, el Sistema de
Justicia Laboral, que descansa en órganos colegiados, integrados por
representantes de la administración, el movimiento sindical y trabajadores
electos, con facultades para resolver las reclamaciones que presenten los
trabajadores contra las medidas disciplinarias impuestas por la administración,
así como las solicitudes que formulen los trabajadores sobre derechos
laborales.

Para un gran porciento de las medidas disciplinarias impuestas los órganos de


justicia se convierten en el único nivel jurisdiccional de conocimiento, pues solo
se admite el acceso a la vía judicial en los casos de las medidas más graves,
como la separación definitiva o el traslado para otra plaza, con pérdida de la
que ocupaba el trabajador.

Este modelo de administración de justicia que en un gran número de casos se


agota en su mismo nivel y en los restantes es un presupuesto previo para
acudir en demanda a los tribunales, condiciona la existencia de la denominada
jurisdicción laboral.

3.5. La jurisdicción arbitral

Las relaciones entre el arbitraje comercial internacional y los tribunales


ordinarios como los depositarios exclusivos de la jurisdicción no han sido
pacíficas, pero como ocurrió en muchos otros momentos de la historia del
capitalismo se impuso la voluntad y los intereses del mercado. Y no podía ser
de otra manera, pues el desarrollo del capital que excede los marcos
nacionales, requiere de mecanismos que lo acompañen en la solución de los
conflictos que se puedan presentar, en función de preservar los intereses de
comerciantes e inversores, que no se resisten a quedar “secuestrados” en
modelos procesales judiciales, generalmente lentos y costosos, unido al
recelo que prevalece sobre la imparcialidad de los tribunales ordinarios
cuando están en juego intereses nacionales.

El interés prevaleciente en este campo queda clarificado en palabras de un


estudioso del tema, cuando valoraba que la societas mercatorum, que es la
comunidad de operadores del comercio internacional, constituye uno de los
elementos institucionales de la lex mercatoria, detalladamente descrita en los
trabajos de la célebre Escuela de Dijon, se encuentra al origen de la actividad
normativa transnacional del comercio internacional. Una actividad normativa
enriquecida permanentemente por las prácticas contractuales (cláusulas
estandarizadas, contratos tipos, condiciones generales de contratación, etc.),
por el derecho comparado (normas sustanciales de los derechos estatales,
de las convenciones internacionales, de los Principios UNIDROIT, de los
Principios Lando, del Anteproyecto Gandolfi, etc.) y por la jurisprudencia
arbitral, con aspiraciones de uniformización del derecho del comercio
internacional. Esa societas mercatorum, encuentra toda su unidad y su razón
de ser, en el deseo de responder a las necesidades y los intereses
del comercio internacional, de ahí su profunda estabilidad, su permanencia
y su coherencia (D E J ESÚS ).

Una de las más reconocidas entidades que administran el arbitraje en el


mundo, la Corte de Arbitraje de la Cámara de Comercio Internacional
con sede en París, fue creada en fecha tan temprana como 1928,
impulsada por importantes empresarios de algunas de las principales
potencias económicas de aquel tiempo (Estados Unidos, Reino Unido,
Francia, Italia, Bélgica), que vieron la necesidad de establecer una
organización al nivel privado para coordinar y reglamentar de fo rma
autónoma y voluntaria las actividades del comercio a nivel
internacional, bajo la impresión del caos dejado por la Primera Guerra
Mundial (H ÖMBERG ).

Muchos países se enfrentaban a una realidad contradictoria, por una


parte la existencia de textos constitucionales que colocaban la actividad
jurisdiccional como una facultad exclusiva de los jueces ordinarios y por
otra la existencia de tratados internacionales universalmente
reconocidos que dan vigencia a la ejecución de laudos arbitrales
transfronterizos (Convención de Nueva York).

Por diferentes vías el diferendo fue cediendo a favor de reconocer la


vigencia y utilidad del arbitraje, bajo el entendido de que con el arbitraje
el Estado delega su función jurisdiccional y transmite las facultades a
ciertos órganos especializados para conocer y resolver asuntos en los
cuales se dirimen intereses que sólo trascienden a particulares, lo que
ha dado en llamarse equivalente jurisdiccional (F ERNÁNDEZ R OZAS ). En
el caso de España la labor ha estado en manos del Tribunal
Constitucional de ese país, que en diferentes fallos ha ido conformando
una doctrina de reconocimiento al arbitraje, dejando claro que la labor
jurisdiccional que realizan los árbitros no está en contradicción con la
exclusividad que preconiza la Constitución:

(...) es un equivalente jurisdiccional, mediante el cual las partes pueden


obtener los mismos objetivos que con la jurisdicción civil, esto es, la
obtención de una decisión al conflicto con todos los efectos de la cosa
juzgada (STC 288/1993).

(…) se fundamenta en la autonomía de la voluntad de los sujetos privados; lo


que constitucionalmente le vincula con la libertad como valor superior del
ordenamiento (art. 1.1º CE). De manera que no cabe entender que, por el
hecho de someter voluntariamente determinada cuestión litigiosa al arbitraje
de un tercero, quede menoscabado y padezca el derecho a la tutela judicial
efectiva de la Constitución reconoce a todos. Una vez elegida dicha vía ello
supone tan sólo que en la misma ha de alcanzarse el arreglo de las
cuestiones litigiosas mediante la decisión del árbitro y que el acceso a la
jurisdicción (...) legalmente establecido será sólo el recurso por nulidad del
Laudo Arbitral y no cualquier otro proceso ordinario en el que sea posible
volver a plantear el fondo del litigio tal y como antes fue debatido en el
proceso arbitral (STC 176/1996)

En América Latina los problemas han sido similares, pero las constituciones de
los diferentes países han ido incorporando progresivamente el arbitraje como
un tipo de desempeño jurisdiccional paralelo a la jurisdicción estatal, incluso
con efectos excluyentes, toda vez que el pacto arbitral impide que el asunto
pueda ser conocido por los tribunales ordinarios. La evolución del tema en
nuestro Continente ha adquirido tal dimensión que algunos autores son del
criterio que la constitucionalización del arbitraje es un fenómeno
específicamente latinoamericano (DE JESÚS).

En la actualidad se reporta que solo las Constituciones de Bolivia, Nicaragua,


República Dominicana y Cuba, no contienen un reconocimiento específico al
arbitraje.

El reconocimiento del arbitraje como una facultad jurisdiccional delegada ha ido


adquiriendo progresivamente tanta relevancia que alguna doctrina evalúa la
posibilidad de que en aquellos países donde los jueces ordinarios realizan el
llamado control constitucional difuso, los árbitros tengan facultades para
pronunciarse sobre la inconstitucionalidad de una norma, en la solución del
caso concreto sometido a su jurisdicción (CAIVANO). Otra muestra del blindaje
que cobra la institución está en el reconocimiento por la justicia constitucional
de varios países americanos de que los laudos arbitrales no pueden ser objeto
de control mediante amparo constitucional, como lo son las sentencias
judiciales.

Nada, que el arbitraje pasó de ser el hijo bastardo de la jurisdicción a


convertirse en muchos lugares casi en el primogénito de su línea hereditaria,
en que se habla incluso de una llamada industria del arbitraje.

La jurisdicción arbitral tiene asiento normativo en nuestro Derecho en el


Decreto Ley No. 250 de 30 de julio del 2007, De la Corte Cubana de Arbitraje
Comercial Internacional y las normas que lo complementan, dictadas por el
Presidente de la Cámara de Comercio de la República de Cuba.

El Capítulo III del Decreto Ley define como Competencia, lo que es el ámbito
de ejercicio de la jurisdicción arbitral, que parte de dos presupuestos
esenciales, el primero es que la materia objeto de la controversia pueda ser
resuelta mediante el arbitraje, o sea, que el legislador haya permitido que el
controvertido no sea exclusivo de los tribunales. En este campo están, por
definición de los artículos 9 al 11 del Decreto Ley, los conflictos contractuales y
extracontractuales de carácter internacional surgidos en el ámbito de los
negocios, así como los que surjan entre empresas mixtas o de capital
totalmente extranjero constituidas en Cuba.

El segundo elemento definitorio es que las partes hayan acordado el arbitraje


como vía para la solución de las diferencias surgidas en la relación contractual,
o sea, que exista un pacto de sumisión al arbitraje consignado en el contrato, al
que se le denomina en esta materia cláusula compromisoria (art. 12).

3.6. La Jurisdicción arbitral internacional de inversiones

La creación de la Organización Mundial del Comercio en 1995 tuvo como


antecedente la denominada Carta de La Habana de 1947, Declaración Final de
la Conferencia Internacional que tuvo lugar en Cuba por la convocatoria del
Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas. Desde los tiempos de la
Carta de La Habana se propugnó que la comunidad internacional creara
mecanismos que permitieran asegurar un trato justo y equitativo a la empresa,
a la pericia, al capital, a las artes y a la tecnología llevados de un país miembro
a otro, más allá de lo que posibilitaba la protección diplomática, que era la vía
comúnmente utilizada para encauzar las divergencias de Estado a Estado
cuando uno de sus nacionales hubiera sufrido algún agravio en el otro Estado.

Aquel interés por proteger a los inversionistas en otros Estados encontró su


nicho fundamental en 1965, cuando se suscribió en Washington, bajo el
auspicio del Banco Mundial, el Convenio Sobre Arreglo de Diferencias
Relativas a Inversiones entre Estados y Nacionales de otros Estados (Convenio
de Washington) y la creación de un Centro a cargo de esta misión, que es el
CIADI. Este Convenio fue impulsado por el Banco Mundial, forman parte del
mismo en la actualidad 144 países, que son a su vez miembros del Banco y el
Centro es una dependencia suya. Cuba no suscribió el Convenio y no forma
parte del sistema.

A la firma del Convenio de Washington le siguió la rúbrica por los Estados de


acuerdos encaminados a la protección de las inversiones y los inversionistas,
que son conocidos como Acuerdos de Promoción y Protección Recíproca de
Inversiones (APPRI) o Tratados Bilaterales de Inversión (BIT), mediante los
cuales los Estados se comprometen a proteger a los inversionistas extranjeros
y sus inversiones, y asumen diversas obligaciones, dentro de las cuales la más
trascendente es la de someterse a cortes internacionales, con cesión de su
soberanía, en el caso de que se incumplan los acuerdos contraídos. Estos
tratados internacionales crearon una situación hasta ese momento inusitada
para el Derecho Internacional, de que un particular pudiera demandar al Estado
ante un tribunal internacional. Cuba es junto con Argentina el país de América
Latina con mayor número de tratados internacionales de protección de
inversión suscritos.

A pesar de que el CIADI es el más importante centro internacional de arbitraje


de inversión, en el mundo existen otros órganos que administran arbitraje no
menos importantes, como la Corte Permanente de Arbitraje de la Haya, la
Corte de Arbitraje de la Cámara de Comercio Internacional de París, la Corte
de Arbitraje Internacional de Londres, el Centro Regional de Arbitraje Mercantil
Internacional del Cairo, el Instituto de Arbitraje de la Cámara de Comercio de
Estocolmo, entre otros.

El incremento progresivo que el arbitraje de inversión ha tenido en los últimos


años ha impuesto que en la jurisprudencia que se genera en este campo se
acuñe el término de jurisdicción arbitral internacional de inversiones, lo cual se
ha derivado de los conflictos que comúnmente se presentan en este campo
cuando un Estado es demandado ante una corte internacional y presenta una
excepción previa, alegando la falta de competencia de dicha corte, por estimar
que son competentes los tribunales nacionales, ya que con frecuencia en los
tratados se acuerda agotar primero las vías nacionales antes de recurrir al
arbitraje internacional. A estas excepciones previas se les denomina conflictos
de jurisdicción, estableciendo la diferencia entre jurisdicción nacional y
jurisdicción arbitral internacional y por derivación la existencia de una
jurisdicción arbitral internacional de inversiones, que no es más que el ámbito
competencial privilegiado de que gozan estas cortes internacionales.

3.7. La jurisdicción universal

Uno de los temas centrales del debate jurídico-político en los últimos años, que
ha acaparado la atención de los penalistas e internacionalistas y, quizás en
menor medida de los procesalistas, es el de los criterios de atribución
internacional de la jurisdicción de carácter extraterritorial, y en especial, la
aplicación del principio de justicia universal o universalidad como mecanismo
para la persecución penal de los crímenes internacionales (BUJOSA VADELL).

Este tema tiene dos aristas de visión, la primera está asociada a la posibilidad
de que la jurisdicción judicial de un Estado pueda extender su ámbito de
conocimiento hacia delitos que se han cometido fuera del territorio del país,
pero que afecten bienes jurídicos universalmente protegidos, por tratarse de
crímenes internacionales. Bajo estos criterios de justicia universal, el tribunal
nacional puede juzgar a ciudadanos de otros Estados, por delitos cometidos
fuera de su competencia territorial. En este caso el concepto de justicia
universal está asociado a lo ya estudiado relativo a las excepciones de la
territorialidad de las normas procesales, en virtud del principio de protección y
del principio de nacionalidad pasiva. Un ejemplo fue la orden de procesamiento
emitida por un juez de la Audiencia Nacional de Madrid contra el dictador
chileno Augusto Pinochet, aprovechando su presencia en Inglaterra.

El concepto de jurisdicción universal que nos interesa a efectos de este


epígrafe no es el anterior, sino el que se crea a partir del establecimiento de
tribunales internacionales con competencia para juzgar a ciudadanos de
cualquier país, que sean autores de delitos de genocidio, de crímenes de
guerra o de crímenes contra la humanidad.

El desarrollo de este concepto se produjo tras la culminación de la Segunda


Guerra Mundial y el enjuiciamiento de los criminales nazis por un tribunal
integrado por representantes de los países vencedores en la contienda.

Más recientemente, por mandato del Consejo de Seguridad de Naciones


Unidas, se crearon tribunales penales internacionales con competencia
universal, para juzgar los crímenes cometidos en Ruanda y la ex Yugoslavia.
Estos tribunales tenían primacía respecto a los tribunales nacionales y poseían
facultades para solicitar que un tribunal nacional se inhibiera del conocimiento
de un proceso, en su favor. Estos tribunales surgieron para juzgar hechos
concretos que horrorizaron a la comunidad internacional, con una finalidad
específica y temporal, por lo que se les denominó tribunales ad hoc.

El prototipo de jurisdicción universal que estamos tratando es la de la Corte


Penal Internacional, surgida de la Conferencia efectuada en Roma en 1998,
pero que entró en vigor el 1 de julio del 2002, con la reticencia de algunos
importantes Estados en formar parte del sistema, en el que se destaca Estados
Unidos. La Corte se rige por unos estatutos que se conocen comúnmente como
el Estatuto de Roma.
La Corte se configura como una institución que ejerce jurisdicción obligatoria y
automática, de tal suerte que los individuos quedan vinculados al Estatuto
desde el momento en que el Estado del cual es nacional manifestó su
consentimiento con el Tratado que dio origen a la Corte.

La jurisdicción de la Corte se conforma a partir de la cesión de potestades


soberanas por parte de los distintos Estados Partes, a efectos de la
investigación y el juzgamiento de procesos penales sobre determinados hechos
particularmente graves dentro del ámbito competencial que el Estatuto de
Roma define (BUJOSA VADELL).

4. Principios que informan la actividad jurisdiccional

4.1. Delimitación conceptual de los principios

Los principios que estudiaremos a continuación están referidos de manera


exclusiva a la actividad jurisdiccional que tiene lugar en los tribunales, o sea, a
la función jurisdiccional judicial. Si bien algunos de ellos pueden apreciarse con
mayor o menor intensidad en otros ámbitos jurisdiccionales de los estudiados,
no es nuestro interés particularizarlos ahora, pues a los efectos pretendidos en
este estudio nos interesa aquel ámbito de la jurisdicción donde se ejercita la
acción y donde transcurre el proceso, lo cual solo tiene lugar en los tribunales
estatales.

Los principios que estudiaremos no son procesales sino jurisdiccionales y están


referidos a la organización, funcionamiento y fines de los órganos judiciales,
razón por la cual algunos autores los denominan Principios de Derecho Judicial
Orgánico (GIMENO SENDRA).

A efectos metodológicos es necesario dejar sentado el uso que haremos del


concepto principios, por tratarse de una expresión anfibológica y por tanto
utilizada tanto en la doctrina como en la práctica profesional para definir una
multiplicidad de categorías. Con frecuencia se utiliza este término para definir
garantías o derechos, aspiración o desiderátum. Los que litigan denuncian la
violación de principios procesales para referirse a la vulneración de normas
objetivas.

Tanto en esta parte del trabajo, como cuando estudiemos el proceso, el


vocablo principio lo conceptualizaremos como categorías históricas que han
sufrido un progresivo proceso de evolución hasta nuestros días y que tienen
como valor esencial servir de guía a los legisladores y a los intérpretes de la
norma.

Son categorías históricas en tanto son el resultado de la labor intelectual de los


hombres, pues su formulación no obedece a leyes naturales, sino que los seres
humanos fueron sus artífices.

Ahora bien, este proceso de creación no tuvo un momento generatriz definido,


sino que lo que ahora conocemos de forma sistematizada como principios
jurisdicciones y procesales, son el resultado de una larga evolución histórica
que llega hasta nuestros días y que ha pasado por varios escenarios.

Pudiéramos definir los escenarios evolutivos por los que atravesó la


conformación histórica de los principios, de la siguiente manera: filosófico,
político, normativo e internacional.

El escenario filosófico lo ubicamos en ese momento particularmente importante


de la historia de la humanidad que se corresponde con la conformación del
pensamiento liberal, arma ideológica fundamental de la burguesía en su lucha
contra el régimen feudal precedente, muchos de los cuales perduran hasta
nuestros días y son el fundamento conceptual de instituciones propias del
sistema capitalista. Fue la obra de los iluministas europeos quien permitió
conformar ese pensamiento crítico de enfrentamiento al monopolio ideológico
que durante más de cinco siglos ejerció la Iglesia Católica en Europa y
América.

Los anales se remontan a partir de los Siglos XVI y XVII, en que el derecho
natural de raigambre grecolatina es retomado por la burguesía ascendente con
renovados bríos, en oposición a la arbitrariedad monárquica, al absolutismo
feudal y al poder eclesiástico, y comienza a considerarse a sí misma como el
soporte de la legitimación del orden estatal (FERNÁNDEZ BULTÉ).

En los países con mayor nivel de desarrollo industrial de Europa se fue


gestando un movimiento de pensadores, que fueron los iniciadores de la
renovación del conocimiento y propiciadores del gran desarrollo intelectual que
representó el iluminismo. Entre ellos descuellan los nombres de Hugo GROCIO
(1583-1645) y Benito SPINOZA (1632-77) en Holanda, Thomas HOBBES (1588-
1679) en Inglaterra.

Los finales del Siglo XVII y parte del XVIII fue el escenario en que se consolidó
la labor intelectual de los grandes pensadores europeos, agrupados en ese
movimiento que se denominó la Ilustración o los Enciclopedistas y en los que el
ideario liberal adoptó una posición más radical y con pretensiones claramente
políticas. Destacan las figuras de MONTESQUIEU (1689-1755), ROUSSEAU (1712-
78), VOLAIRE (1694-1778), DIDEROT (1731-84), entre otros pensadores.

Los postulados de estos grandes pensadores estaban en el plano filosófico y


social, no precisamente en el terreno jurídico, por lo que no fueron los
formuladores de los principios que estudiaremos, pero tuvieron la
responsabilidad de colocar al ser humano en el centro de la sociedad y dueño
de sus destinos, pertrechándolo de las herramientas que le permitieran salir del
oscurantismo y fanatismo religioso feudal, presupuesto indispensable para lo
que sobrevendría.

El segundo escenario es el político, coincidente con la toma del poder político


por la burguesía tras los procesos revolucionarios triunfantes. Las más
paradigmáticas de estas Revoluciones, como la inglesa, la de las Trece
Colonias y la Revolución Francesa, proclamaron sus victorias en documentos
programáticos, en los que se consagraban principios políticos fundamentales,
así la Declaración de Derechos Inglesa de 1689, la Declaración de
Independencia de las Trece Colonias de 1776 y el más paradigmáticos de
estos manifiestos para nuestra cultura que es la Declaración de los Derechos
del Hombre y el Ciudadano francesa de 1789. Un ejemplo de estos principios
en la Declaración francesa son los siguientes:

VII. Ningún hombre puede ser acusado, arrestado y mantenido en


confinamiento, excepto en los casos determinados por la ley, y de acuerdo con
las formas por ésta prescritas. Todo aquél que promueva, solicite, ejecute o
haga que sean ejecutadas órdenes arbitrarias, debe ser castigado, y todo
ciudadano requerido o aprendido por virtud de la ley debe obedecer
inmediatamente, y se hace culpable si ofrece resistencia.

IX. Todo hombre es considerado inocente hasta que ha sido declarado


convicto. Si se estima que su arresto es indispensable, cualquier rigor mayor
del indispensable para asegurar su persona ha de ser severamente reprimido
por la ley.

El triunfo de las revoluciones liberales marca el verdadero momento de génesis


de los principios en el campo jurisdiccional y procesal, a partir de la
promulgación de importantes cuerpos normativos en los que se plasmaron las
ideas más avanzadas en el juzgamiento, esencialmente en el campo del
proceso penal.

El más significativo de estos cuerpos legales, que marca el inicio del tercer
escenario evolutivo de los principios, es el Código de Instrucción Criminal de
Napoleón de 1808, como parte del importante paquete legislativo que incluye el
CC de 1804 y la Ley de Procedimiento Civil de 1806.

En lo que al proceso respecta el Código de Instrucción marcó el fin de cinco


siglos de enjuiciamiento inquisitivo y se convirtió en un paradigma que influyó
en los procesos legislativos que se sucedieron en Europa durante el Siglo XIX.
En el Código de Napoleón encontraron cabida muchos de los principios que
posteriormente la doctrina nombró y sistematizó para su estudio.

El cuarto escenario evolutivo de los principios es el internacional y se ubica tras


la Segunda Guerra Mundial, con la creación de las Naciones Unidas y la
generación de varias normas internacionales que conforman el bloque de
instrumentos fundacionales del sistema internacional de los Derechos
Humanos, entre los que se encuentran la Declaración Universal de los
Derechos Humanos de 1948, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos de 1966, la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969
(Pacto de San José), entre varios más. El sistema de Naciones Unidas ha
generado en todos estos años y hasta el presente una gran cantidad de
instrumentos internacionales encaminados a regular principios o reglas básicas
a tener en cuenta por los Estados en la administración de la justicia,
especialmente en el ámbito del proceso penal; unos son adoptados como
tratados y por tanto vinculantes para los Estados Partes, mientras que otros
son declaraciones que no obligan a los países, pero sirven como marco de
referencia a tener en cuenta por la comunidad internacional.

Cuando comenzamos la explicación de la evolución histórica de los principios


usamos intencionadamente el término escenarios y no períodos, para dejar
sentado que no tuvieron en todos los países una secuencia cronológica. De
hecho en la gran mayoría de los países de América Latina se rubricaron los
pactos internacionales antes mencionados (escenario internacional) y las
normas judiciales y procesales seguían siendo las inspiradas en el espíritu
inquisitivo heredado del período colonial (escenario normativo).

Volviendo al concepto que brindamos de principios, expusimos que el cometido


que tienen es servir de guía para el legislador y para el intérprete de la norma.
La razón de esta afirmación es que los principios no se plasman como tales en
las normas, sino que se concretan en las leyes en forma de garantías,
derechos y obligaciones. Algunas leyes procesales penales en América Latina,
a efectos didácticos, comienzan muchos de sus artículos nombrando el
principio que la inspira, pero lo que tiene carácter vinculante es lo que la norma
taxativamente regula en el articulado y no el principio enunciado, que carece de
valor normativo específico. Esta técnica legislativa sirve para ayudar a una
mejor interpretación de la ley, pero solo para eso.

Los principios desempeñan un importante papel en el plano normativo en el


ámbito del Derecho Procesal, tal vez mayor que en otras disciplinas, pues
cuando nos adentremos en su estudio veremos que se nos presentan
generalmente como binomios contradictorios, de tal suerte que el autor de la
norma debe saber previamente qué principios prevalecerán y a partir de ese
conocimiento es que desarrolla su labor normativa. Las leyes procesales son la
plasmación normativa de un catálogo de principios previamente seleccionados
e indicados al momento de acometer el encargo legislativo.

El último elemento del concepto es el referido al valor que tienen para los
intérpretes de las normas procesales, aspecto ya tratado anteriormente. Solo
mencionar aquí que como las normas esconden detrás de sus artículos una
posición sobre los diferentes principios, su conocimiento a profundidad y de
toda la dogmática desarrollada al respecto, facilitará una interpretación cabal
de las normas.

Con frecuencia utilizo la parábola de comparar a las normas procesales con los
iceberg, de tal suerte que la generalidad de los juristas pueden ver su punta,
que es la manifestación normativa de una determinada institución, pero solo los
que conocen el fundamento teórico y conceptual de los principios que lo
informan podrán apreciar la dimensión total del bloque gélido, que es mucho
mayor de lo que puede observarse a simple vista.

Desbrozado este necesario preludio conceptual sobre la naturaleza de los


principios en esta disciplina, comenzaremos con el estudio de aquellos que
consideramos de mayor importancia en el desempeño de la función
jurisdiccional judicial.

4.2. Unidad jurisdiccional

Este principio no está en contradicción con lo analizado anteriormente relativo a


que la actividad jurisdiccional puede estar presente en diferentes órganos del
Estado, pues se refiere a la unidad jurisdiccional de naturaleza judicial, o sea,
aquella que se encomienda a órganos especializados que conforman los
tribunales de justicia.

El principio contribuye a evitar la dispersión que en algunos lugares de produce


ante la presencia de tribunales de diversa naturaleza, en que lo único que
justifica su existencia es la materia objeto de su atención. Así existen tribunales
agrarios y electorales, en paralelo a los tribunales ordinarios.
En Cuba tras el triunfo de la Revolución se produjo un proceso de dispersión de
la actividad jurisdiccional de naturaleza judicial, llegando a coexistir tres
modalidades organizativas distintas en la impartición de justicia.

Paralelamente a los tribunales ordinarios que conformaban el Poder Judicial,


organizados conforme a Ley de Organización del Poder Judicial de 1909, se
estructuraron los Tribunales Revolucionarios, organizados durante la lucha
insurreccional en los territorios liberados y después del primero de enero de
1959, tuvieron la misión de enjuiciar a aquellas personas vinculadas al
derrocado gobierno y que fueran responsables de actos criminales,
competencia posteriormente extendida al conocimiento de los asesinatos y
hechos vandálicos cometidos por las fuerzas que se oponían a la Revolución
desde dentro y fuera del país.

Otra forma organizativa que existió en este período fueron los Tribunales
Populares, surgidos en 1962 al margen del sistema judicial ordinario, a partir de
una comisión organizada por profesores y alumnos de la Facultad de Derecho
de la Universidad de La Habana, a instancias de Fidel Castro, en aquel
entonces Primer Ministro de la República.

Estos tribunales, que llegaron a ser más de 2,200 en todo el país, estaban
integrados por personas del pueblo, que recibían una acelerada instrucción por
parte de alumnos y profesores de Derecho y tenían competencia para atender
casos penales por delitos menores y llegaron incluso a conocer algunos casos
de familia.

Los tribunales populares resultaron una experiencia interesante de la


participación popular en la administración de justicia y gozaron de prestigio y
consideración dentro de las localidades donde desarrollaban sus funciones,
fundamentalmente en las provincias del interior del país, y muy especialmente
en zonas donde la población nunca antes había visto un juez.

Esta situación prevaleció hasta 1973 en que se unificó mediante la Ley No.
1250, de 23 de junio, De Organización del Sistema Judicial, toda la actividad
jurisdiccional de naturaleza judicial en un solo sistema de órganos, los
Tribunales Populares, lográndose la pretendida unidad jurisdiccional, que se ha
mantenido en las sucesivas normas orgánicas de los tribunales hasta el
presente.

Bajo este principio el TSP se coloca en la cúspide de todo el sistema judicial,


que incluye la administración de justicia en todos los ámbitos, incluido el militar.

ARTICULO 15.-1. El TSP ejerce la máxima autoridad judicial y sus decisiones


en este orden son definitivas.

La labor del CGTSP garantiza la unificación del sistema, a través de su


potestad reglamentaria y por su conducto el Consejo de Estado trasmite
instrucciones de carácter general a todo el sistema de tribunales del país (art.
19.1.a) de la LTP).

4.3. Independencia e imparcialidad

Se trata de dos principios que tienen cuerpo propio, pero que por la
interrelación que guardan entre sí los estudiaremos unidos.

La independencia es el más cacareado de los principios que informan la


actividad jurisdiccional y se analiza generalmente asociado a la visión tripartita
de MONTESQUIEU, como un atributo del Poder Judicial frente a los restantes
poderes.

No nos referiremos al tema desde la perspectiva general del sistema político,


pues al respecto el artículo 69 de la Constitución consagra que la Asamblea
Nacional es el órgano supremo del poder del Estado y representa y expresa la
voluntad soberana de todo el pueblo, lo que está en contraposición con los
modelos de las democracias liberales representativas. Este tema forma parte
de la agenda del debate político permanente entre ambos modelos, por lo que
lo dejamos de la mano de los constitucionalistas.

La visión de independencia que veremos aquí está relacionada con la


actuación individual del juez en el acto de administrar justicia, o sea, en el
desempeño de su actividad jurisdiccional, tal y como la postula el artículo 2 de
la LTP.

ARTICULO 2.-1. Los jueces, en su función de impartir justicia, son


independientes y no deben obediencia más que a la ley.

La independencia hay que verla como la resistencia del juez a las influencias
provenientes del exterior, que pretendan condicionar su actuar en un proceso.

Los escenarios generadores de posibles influencias al juez son varios y de


diversa naturaleza. Se identifica generalmente como primera influencia la
política, asociada a las presiones que el juez puede recibir provenientes del
poder político para doblegar su actuar a contrapelo con la ley, las que pueden
ser directas o vedadas, pero con iguales propósitos.

Otro género de influencias son las económicas, asociada a las corruptelas que
pueden darse cuando la actuación del juez está condicionada por haber
recibido dinero o equivalentes, para torcer su decisión.

En algunos países se observan influencias de mayor poder conminativo que el


dinero o la política, asociadas al crimen organizado, en las que el juez es
presionado para proteger su vida o la de sus familiares. En intercambios con
jueces de algunos países centroamericanos hemos visto que magistrados de
nivel intermedio tienen una seguridad comparable con las de un mandatario,
por el riesgo que para la vida entraña el desempeño de su profesión.

Existen otros medios menos tangibles de influencia en la labor del juez que
comprometen igualmente su independencia, que descansan en la comunidad
en la que el juez se desenvuelve, en los medios de comunicación, la religión, la
ideología que profesa, etc., etc.

En paralelo al principio de independencia vemos la imparcialidad, que se


manifiesta concretamente en la actuación intraprocesal del juez. Este principio
condiciona que el juzgador se mantenga equidistante de los intereses de las
partes, no favoreciendo con su actuar a ninguno de los contendientes, desde
una posición de árbitro no comprometido con los pedimentos concretos de los
postulantes.

Resulta tan palmaria su importancia como fundamento de actuación que la ley


ni siquiera se detiene a definirla y su elevado componente subjetivo le convierte
en instituto de difícil regulación, por lo que limita el legislador su empeño a
establecer determinadas circunstancias objetivas que pudieren conducir a la
parcialidad y que configuran supuestos en virtud de los cuales un juez
específico (competencia subjetiva) no puede resolver un asunto sometido a su
autoridad, por encontrarse incurso en alguna causal de impedimento que deriva
en excusa o posterior recusación y, en consecuencia, ha de abstenerse de
actuar (PÉREZ GUTIÉRREZ).

Los artículos 23 de la LPP y 50 de la LPCALE regulan las causas de


recusación de los jueces de manera casi similar, que es el tratamiento que
habitualmente se le da a este tema en ordenamientos de otros países: el
parentesco, el vínculo adoptivo o tutelar, la amistad íntima o enemistad
manifiesta, el vínculo profesional previo con alguna de las partes, así como
tener un interés manifiesto con el proceso.

Cuando estudiemos los principios del proceso volveremos sobre este tema,
pues está muy relacionado con el principio acusatorio, con el que guarda una
estrecha relación, pero son distintos. El principio de imparcialidad es de
naturaleza jurisdiccional, no procesal.

La relación que guarda la imparcialidad con la independencia es que cuando se


vulnera la independencia, el actuar del juez se manifiesta necesariamente en la
pérdida de imparcialidad, favoreciendo a aquella parte beneficiaria de la
presión exterior.

La vigencia de los principios de independencia e imparcialidad nos presentan al


juez como un Robinson Crusoe del Derecho, que en su isla, que es el proceso,
solo tiene como medio de sustento a la ley.
4.4. Participación popular en la administración de justicia

La incorporación de los ciudadanos a la actividad que desempeñan los


tribunales cumple un doble cometido, en primer lugar contribuir a la
democratización de la administración de justicia y en segundo lugar servir de
valladar a la tendencia típicamente endogámica del sistema judicial.

La democratización hay que verla como el ejercicio de un derecho subjetivo de


los ciudadanos a participar en los asuntos públicos, perteneciente a la esfera
del status activae civitas, cuyo ejercicio no se lleva a cabo a través de
representantes, sino que se ejercita directamente al acceder el ciudadano
personalmente a la condición de juez. Mediante este mecanismo se articula el
deber-derecho de todo ciudadano a participar de manera directa en un poder
real del Estado, como lo hace en las funciones ejecutivas o legislativas. La
justicia tradicional reservada en exclusiva a los juristas condiciona que solo los
graduados de Derecho puedan incorporarse al aparato judicial. Con la admisión
de los ciudadanos a la administración de justicia se logra su presencia
igualitaria en todas las funciones del Estado.

La presencia de los ciudadanos, no ya como espectadores sino como


protagonistas en el acto de aplicación de la Ley, contribuye a que esta función
que es esencialmente técnica y profesionalizada, no se aparte de la
“temperatura” de la sociedad. A esto se refiere la contribución que los
ciudadanos hacen a la ruptura de la tendencia endogámica de los jueces.

Diversas han sido las formas organizativas que históricamente se han


adoptado para propiciar la participación popular en la administración de justicia.
GIMENO SENDRA nos identifica tres modelos esenciales de participación popular
en el acto de administrar justicia: el jurado tipo anglosajón, el sistema mixto y el
tribunal escabinado.

La institución del jurado tiene su origen en Inglaterra, como una de las


conquistas alcanzada por los nobles contra el monarca, que encontró
plasmación normativa en la de Juan Sin Tierra de 1215. Progresivamente fue
extendiéndose a la administración de justicia en general y fue asimilada como
la manera democrática de lograr el juzgamiento.

La Revolución Francesa lo consagró en la Constitución de 1791 y a partir de


ahí el modelo se traspasó a todo el continente, siendo acogido en las
legislaciones de Alemania, Italia y otros países. Según la referencia apuntada
el jurado tipo anglosajón estuvo vigente en toda Europa hasta la Segunda
Guerra Mundial en que cayó en crisis, poniéndose en boga por esa época las
tesis abolicionistas y progresivamente fue abandonado ante el rechazo que
presentaba la absoluta separación de las funciones del juzgador, de forma tal
que los hechos constituían patrimonio exclusivo del jurado, mientras que la
valoración de derecho estaba en manos del tribunal. El sistema del jurado
prevalece en los Estados Unidos y en algunos tipos de tribunales ingleses.

En España la institución del jurado ha pasado por varias etapas; fue introducido
por la Constitución de Cádiz de 1812 y a pesar de varios intentos legislativos
para regularlo no fue consagrado definitivamente hasta la promulgación de la
Ley de Enjuiciamiento Criminal el 22 de diciembre de 1872. Las referencias
consultadas indican que varias veces fue eliminado o restringido en
dependencia del estado de consideración del poder hacía las libertades
públicas. En 1936 el jurado desapareció de la realidad jurídica española y vino
a renacer nuevamente en virtud de la Ley Orgánica No. 5 de 22 de mayo de
1995, Ley del Tribunal del Jurado, que está reservado para el juzgamiento de
determinados tipos delictivos de gravedad (Homicidio e infanticidio, infidelidad
de custodia de presos e infidelidad de custodia de documentos cohecho y
malversación de caudales públicos, delitos medioambientales, entre otros).

El sistema mixto parte de la existencia del jurado clásico anglosajón pero


matizado por la presencia del magistrado en determinadas deliberaciones o
cuando se producen interrogantes que este profesional está obligado a
resolver. En determinado momento se propugnó la constitución de un tipo de
tribunal mixto, conformado tanto por juristas como por otros especialistas legos
en Ciencias Jurídicas, pero con formación en otras ramas del conocimiento
incardinadas al Derecho, como sicólogos, médicos u otros. El propósito de este
modelo era combinar la intervención de personas que sin ser juristas
garantizaran tanto la participación popular como una alta calificación en la
valoración y ponderación de los hechos que se someten a su consideración.

La forma más generalizada de participación popular es el tribunal tipo


escabinado, el que se integra por jueces profesionales y por ciudadanos, en las
proporciones que legalmente se determinen, participando ambos en la totalidad
de las decisiones que se derivan del proceso. Este sistema prevalece en
Francia, Alemania, Suecia y Portugal, entre otros países europeos, así como
en Bolivia y Venezuela (coexiste también el jurado).

En Cuba el tribunal escabinado es el modelo que prevalece como modelo para


todos los actos de justicia, con asidero constitucional.

ARTÍCULO 124.- Para los actos de impartir justicia todos los tribunales funcionan
de forma colegiada y en ellos participan, con iguales derechos y deberes, jueces
profesionales y jueces legos.

La LTP define a los jueces legos como aquellos que, carentes de titularidad
jurídica, resultan electos como tales para el desempeño en la judicatura por
determinados períodos del año, estableciendo los requisitos que debe reunir un
ciudadano para ser elegido y desempeñarse en esta función durante el tiempo
que la ley preceptúa.

La figura del juez lego ha sufrido algunas críticas en los últimos tiempos por su
actuación en el proceso civil, el administrativo y el económico, pero en la
materia penal, familiar y laboral desempeña un papel muy importante, lo que
justifica plenamente su permanencia en el sistema de administración de justicia
cubano, al margen de dificultades puntuales que en determinado momento
puedan presentarse.

Hay dos cuestiones que deben tenerse en cuenta en la perfección del modelo
de participación ciudadana en la administración de justicia, la primera es que la
aportación que hacen los legos al acto de juzgar es esencialmente en la
valoración de los hechos, no del derecho. Los legos aportan el sentido de lo
justo en la valoración del hecho, pues su juicio no es jurídico, sino una
evaluación combinada desde una perspectiva ética, de equidad y de sentido
común, razón por la cual su presencia está plenamente justificada en los actos
en que se practican pruebas y se valoran hechos, no así en los actos
jurisdiccionales en que la misión del tribunal es exclusivamente técnica, como
es el caso de los recursos de casación ante el TSP. En esta misma dirección
se encuentran las múltiples decisiones que se adoptan durante la tramitación
de un proceso, asociadas a la admisión de los asuntos, el impulso procesal, la
admisión o inadmisión de pruebas, etc., etc., en que la presencia del juez
ciudadano no tiene una clara justificación, debiendo reservarse para el
momento en que plenariamente se valora el hecho a partir de la práctica de las
pruebas y se llega a una conclusión y decisión jurisdiccional que avoca a la
aplicación del derecho.

El otro elemento de perfección del sistema está relacionado con la integración


numérica de los tribunales escabinados, que según nuestro criterio debería ser
mayoritariamente de ciudadanos. El juez profesional, como técnico
especializado en la materia ya no está solo en el acto de juzgar, sino que debe
compartir opiniones y lograr un equilibrio entre su conocimiento del Derecho y
la aportación que hacen los jueces ciudadanos al acto del juzgamiento.

Para lograr este equilibrio algunas legislaciones disponen que los jueces legos
deben siempre tener mayoría numérica en el tribunal, a fin de garantizar que al
momento del debate se alcance una adecuada sinergia entre el conocimiento
especializado del juez profesional y las valoraciones propias del juez ciudadano
y el caso de que esta no se logre, prevalezca siempre la mayoría ciudadana.

Código Procesal Penal de Bolivia. ARTÍCULO 52º.- (Tribunales de


Sentencia). Los tribunales de sentencia, estarán integrados por dos jueces
técnicos y tres jueces ciudadanos y serán competentes para conocer la
sustanciación y resolución del juicio en todos los delitos de acción pública con
las excepciones señaladas en el artículo siguiente.
En ningún caso el número de jueces ciudadanos será menor al de jueces
técnicos.
El presidente del tribunal será elegido de entre los jueces técnicos.

4.5. Derecho al juez natural, legal o predeterminado


Este principio penal es conocido indistintamente como derecho al juez legal,
natural, ordinario o predeterminado y constituye derecho fundamental
reconocido en la mayoría de las constituciones asociado al enjuiciamiento
penal, que es donde tiene su mayor preponderancia. Se nos presenta como el
derecho que asiste a todos los individuos a ser juzgados por un órgano
jurisdiccional creado mediante la Ley y perteneciente a la jurisdicción penal
ordinaria, bajo el imperio de los principios de igualdad, independencia y
sumisión a la Ley (GIMENO SENDRA).

MONTERO AROCA nos refiere la dimensión positiva y negativa de este principio.


La proyección positiva debemos verla como el derecho que tiene todo
ciudadano a ser juzgado por tribunales de tipo ordinario, entendiendo el término
no en el sentido de que no puedan ser tribunales especiales, sino en la
dirección de que el tribunal que juzgue el caso debe haber existido con
antelación a la comisión del delito y haber sido creado por una disposición
normativa de rango superior, formando parte del sistema de órganos judiciales
del país, lo cual es consecuente con los principios políticos de monopolio de la
función jurisdiccional en manos del Estado en la materia penal y de la unidad
de dicha actividad jurisdiccional. Lo anterior no significa que una persona no
pueda ser juzgada por tribunales aforados, siempre que estos estén
preestablecidos en la Ley y que el justiciable reúna los requisitos
predeterminados por el ordenamiento legal para que su actuar sea de la
competencia de este tipo especial de órganos jurisdiccionales.

La proyección negativa está encaminada a establecer una prohibición total a


los tribunales de excepción, vistos estos como aquellos órganos
jurisdiccionales que son creados ex post facto con el único propósito de asumir
el conocimiento de un hecho delictivo determinado, cuyo desarrollo se produce
con antelación a la creación del órgano juzgador.

Como puede apreciarse se trata de la misma situación vista en dos


dimensiones temporales distintas, o sea, la sujeción al principio de legalidad,
entendido no en la proyección que tiene en el ámbito procesal en lo relativo a la
disponibilidad de persecución penal, sino en su dimensión primigenia, o sea, en
el estricto respeto de todos a la Ley y a la letra de la norma, especialmente de
los Poderes Públicos, en lo que al caso analizado respecta.

Si bien el principio del juez ordinario y predeterminado inspira el ordenamiento


cubano, no existe una adecuada sistematicidad en su tratamiento legislativo. El
artículo 59 de la Constitución regula que Nadie puede ser encausado ni
condenado sino por tribunal competente en virtud de leyes anteriores al delito y
con las formalidades y garantías que éstas establecen.

Esta normativa constitucional crea confusión en cuanto a su interpretación pues


de la redacción no es posible darse cuenta si cuando se habla de leyes
anteriores se está refiriendo al principio penal de nullum crimen sine previa
lege, en virtud del cual nadie puede ser sancionado por un delito cuya
existencia no esté legislativamente determinada con anterioridad a la
ocurrencia del hecho típico o a lo que se está refiriendo es a leyes orgánicas o
procesales reguladoras del tipo de tribunal mediante el cual se enjuiciará el
hecho. Sólo en el supuesto de que el legislador se hubiera referido a este
último aspecto es que puede hablarse de una regulación constitucional del
principio de juez ordinario o predeterminado. Me inclino a pensar que la
interpretación del precepto debe ser esta, al margen de la voluntad que haya
inspirado su formulación; conclusión a la que se puede arribar a partir de la
propia letra del artículo analizado cuando dice que debe realizarse “con las
formalidades y garantías que éstas establecen”, toda vez que son las leyes
procesales las que se dedican a estipular las “formalidades y garantías” del
enjuiciamiento y no precisamente las normas sustantivas penales.

La otra mención normativa a este principio, entroncado como se dijo con el


principio de la unidad jurisdiccional, es la estipulación que se hace en el artículo
2-d) de la Ley de los Tribunales Populares, cuando establece que sólo los
tribunales competentes, conforme a la ley, imponen sanciones por hechos que
constituyen delitos.

4.6. Exclusividad
La vigencia de este principio está directamente relacionada con la materia a la
que está dirigida la actividad jurisdiccional, de tal suerte que el contenido de los
derechos sometidos a decisión jurisdiccional es lo que determina su mayor o
menor rigor.

Este principio se manifiesta de manera absoluta cuando los jueces y solo los
jueces ostentan la facultad jurisdiccional para intervenir en un asunto; como es
el caso de la materia penal, donde este principio opera con todo rigor y sin
fisuras, pues el titular del ius puniendi es el Estado y se le atribuye
exclusivamente a los tribunales. Corresponde a los tribunales de lo penal
decidir sobre la culpabilidad o inocencia de un imputado, pues solo a ellos está
atribuida la jurisdicción en este campo.

ARTICULO 1-LPP. (…) No puede imponerse sanción o medida de seguridad


sino de conformidad con las normas de procedimiento establecidas en la ley
y en virtud de resolución dictada por Tribunal competente.

Este principio se relativiza cuando el ordenamiento permite que determinados


asuntos puedan ser resueltos por otras autoridades.

Un ejemplo de flexibilización total del principio ocurre en el arbitraje comercial,


en que la voluntad de las partes condiciona el órgano de solución y de haberse
acordado el arbitraje opera como un impedimento a la actuación de los jueces.

En materia laboral el principio se relativiza pero no de manera absoluta, pues


los órganos del sistema de justicia laboral tienen facultades jurisdiccionales
para resolver las reclamaciones por aplicación de medidas disciplinarias, pero
cuando la sanción es la de separación definitiva o separación temporal con
pérdida de la plaza que se ocupaba, se abre la posibilidad del conocimiento
judicial.

El principio está íntimamente ligado a la disponibilidad de los derechos, de tal


suerte que en la medida en que los derechos sean de naturaleza más
indisponibles, mayor será el rigor del principio de exclusividad y viceversa.
4.7. Non liquet

El nombre proviene del procedimiento por tabellas del Derecho Romano que
estudiamos en el Capítulo I, en que era posible que un jurado se abstuviera
emitiendo un voto de abstención.

Debe verse modernamente como el mandato que viene impuesto a los jueces
de conocer y fallar sobre el fondo del asunto sometido a su jurisdicción, o sea,
el juez no se puede abstener al reclamo de justicia.

Es una derivación de ese poder-deber que hablaba COUTURE que entraña el


desempeño de la jurisdicción, pues desde el momento en que el Estado privó a
los particulares de resolver directamente los conflictos por sus propios medios y
prohibió la violencia como método de solución de las controversias,
estableciendo medios civilizados para alcanzarla, no puede entonces
abstenerse de resolver un asunto, amparado en pretextos diversos.

Este principio no tiene una gran relevancia en el ámbito penal, pues la norma
sustantiva es la encargada de tipificar las conductas y fuera de los casos
previstos no es posible ejercitar la acción; lo que se refuerza con el juicio previo
sobre la admisión de la acción que normalmente ejercen los tribunales cuando
el fiscal presenta sus conclusiones acusatorias.

Donde el principio adquiere extraordinaria relevancia es en el ámbito no penal,


esencialmente en las situaciones que se suceden en el plano civil, familiar y
mercantil, en que la persona se puede enfrentar a un conflicto intersubjetivo de
intereses o a una situación de incertidumbre sobre sus derechos y no existe
norma directamente aplicable al caso.

En estos casos viene a desempeñar un papel importante el sistema de fuentes


formales que estudiamos, que le imponen al juez la obligación de integrar el
derecho y encontrar una vía de solución al controvertido, debiendo
pronunciarse sobre el fondo del asunto.
Los artículos 3, 23 y 148 de la LPCALE, en su integración, consagran este
principio.

Un ejemplo de lo que acabamos de explicar sucedió en el país en el año 2003,


cuando se presentó una demanda interesando aprobara el cambio de sexo de
un hombre transexual, que tras una operación quirúrgica fuera de Cuba se
había convertido en mujer. No existía en ese entonces y tampoco ahora, una
norma específica que de manera expresa regulara casos de esta naturaleza,
por lo que el tribunal, ante la ausencia de ley aplicable al caso integró el
derecho y aplicó las normas generales de la Constitución, admitiendo la
demanda y ordenando al Registro del Estado Civil la nulidad parcial de la
inscripción del nacimiento de la persona, en cuanto a su sexo y nombre.

LECTURAS RECOMENDADAS
BÁSICA
GRILLO LONGORIA, Rafael; Derecho Procesal Civil I, (Capítulo III. La
jurisdicción); Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1985
PALACIO, Lino Enrique; Manual de Derecho Procesal Civil, decimosexta edición
actualizada (Capítulo IV-La función pública procesal); Abeledo-Perrot.
Buenos Aires, 2001
MONTERO AROCA, Juan; “La potestad y la función jurisdiccional”. En: AAVV;
Derecho Jurisdiccional I, 2ª edición, Librería Bosch, Barcelona, 1989

PARA SABER MÁS


ALCALÁ-ZAMORA Y CASTILLO, Niceto. “Indole de la llamada jurisdicción
voluntaria”, En: Estudios de Teoría General e Historia del Proceso
(1945-1972). Tomo I: Números 1-11, UNAM, México, 1992.
ALMAGRO NOSETE, José; “Concepto y fuentes del Derecho Procesal”, En: AAVV;
Derecho Procesal, Tomo I (volumen I), 5ta edición, Tirant lo Blanch,
Valencia, 1990
CAIRO ROLDÁN, Omar. Justicia Constitucional y Proceso de Amparo. Palestra
Editores, Lima, 2004.
CAIVANO, Roque J. “Planteos de inconstitucionalidad en el arbitraje”, en
Revista Peruana de Arbitraje, N° 2, Grijley, Lima, 2006
COUTURE, Eduardo; Fundamentos del Derecho Procesal Civil (Capítulo I-La
jurisdicción); Tercera edición (póstuma), Depalma, Buenos Aires, 1997
BUJOSA VADELL, Lorenzo. La cooperación procesal de los Estados con la Corte
Penal Internacional. Atelier, Barcelona, 2008.
DE JESÚS, Alfredo. “La autonomía del arbitraje comercial internacional a la
hora de la constitucionalización del arbitraje en América Latina”. En:
Estudios de Derecho Privado en homenaje a Christian Larroumet,
Universidad del Rosario, Bogotá, 2008
DE LA PLAZA, Manuel; Derecho Procesal Civil Español (Libro II: Capítulo II-Los
sujetos de la relación jurídico-procesal. La jurisdicción); Editorial Revista
de Derecho Privado, Madrid, 1951
FERNÁNDEZ BULTÉ, Julio. Historia General del Estado y el Derecho II. Editorial
Félix Varela, La Habana, 2001.
GIMENO SENDRA, Vicente; “Principios del orden jurisdiccional penal”; En:
Derecho Procesal. Proceso Penal; Tirant lo Blanch, Valencia, 1993
GONZÁLEZ MONTES, José Luis; Instituciones de Derecho Procesal, parte general,
tomo I (La jurisdicción y sus órganos), Ediciones Tat, Granada, 1989
GÓMEZ COLOMER, Juan-Luis; “La competencia”. En: AAVV; Derecho
Jurisdiccional I, editorial Tirant lo Blanch, 7ª edición.
GOZAÍNI, Osvaldo; Elementos de Derecho Procesal Civil (Capítulo V-
Jurisdicción); Ediar, Buenos Aires, 2005
GOZAÍNI, Osvaldo Alfredo. Los problemas de legitimación en los procesos
constitucionales. Editorial Porrúa, México, 2005
MAIER, Julio; Derecho Procesal Penal argentino (Los fundamentos
constitucionales del Derecho Procesal Penal argentino. Principios
relativos a la organización judicial). Editorial Hammurabi, Buenos Aires,
1989
PALACIO, Lino Enrique; Manual de Derecho Procesal Civil, decimosexta edición
actualizada (Capítulo IV-La función pública procesal), Abeledo-Perrot.
Buenos Aires, 2001
PÉREZ TREMPS, Pablo. Tribunal Constitucional y Poder Judicial. Centro de
Estudios Constitucionales, Madrid, 1985.
PÉREZ GALLARDO, Leonardo; “Un fantasma recorre Latinoamérica en los
albores de este siglo: el divorcio por mutuo acuerdo en sede
notarial”. En: El Divorcio por Mutuo Acuerdo en Sede Notarial,
Managua, 2008.
ROCO, Ugo; Derecho Procesal Civil (Capítulo I- Concepto del proceso y de la
jurisdicción); Segunda Edición; Porrúa, México, 1944
RODRÍGUEZ MÉNDEZ, Yenisey. La participación ciudadana en la administración
de justicia. Una visión desde el presente. Tesis de licenciatura bajo la
dirección de Juan Mendoza Diaz, La Habana, 2010 (intranet Facultad
de Derecho).
VÉSCOVi, Enrique; Teoría General del Proceso. Segunda edición (Capítulo VII-
La jurisdicción); Temis, Bogotá, 1999
VILLABELLA ARMENGOL, Carlos. “Derecho Procesal y constitucionalismo en
Cuba”, En Escritos sobre Derecho Procesal Constitucional, Instituto de
Investigaciones Jurídicas de la UNAM. La Habana, 2012
CAPÍTULO IV. LA ACCIÓN
SUMARIO: 1. Origen y evolución de la acción; 2. Concepto de acción. 3. Clasificación de
las acciones; 3.1. Acciones penales; 3.2. Acciones civiles, mercantiles y familiares. 4.
Ejercicio de la acción en los diferentes ámbitos jurisdiccionales; 4.1. El ejercicio de la
acción en el ámbito que regula la LPCALE; 4.1.1. Control de admisibilidad de la
pretensión; 4.2. Ejercicio de la acción en el proceso penal

… en este mundo más religiones que niños felices


Ricardo Arjona

1. Origen y evolución de la acción

El concepto de acción que actualmente manejan los procesalistas es el


resultado de la labor intelectual que iniciaron los pandectistas alemanes en la
segunda mitad del Siglo XIX, a lo cual hicimos mención en el Capítulo I. El
camino recorrido desde los antecedentes romanos hasta llegar a ellos fue largo
y muy complicado, tanto que aún persiste en el derecho civil material una fuerte
reminiscencia de esta evolución.

El análisis histórico de la evolución de la acción comienza por el estudio de los


tres estadios del procedimiento romano: el de las acciones de la ley, el período
formulario y el período extraordinario.

En el Derecho Romano primigenio la acción (actio) es un acto jurídico mediante


el cual una persona afirma solemnemente su derecho, así en el primer período
la acción era vista como un procedimiento minuciosamente arreglado por la ley;
formulista, aristocrático y quiritario, mediante el cual se obtenía justicia. La
acción en este período no designaba aún la persecución de cada derecho en
particular; constituía una expresión genérica que designaba un tipo de
procedimiento (en tal sentido eran cinco los procedimientos, en
correspondencia con los tipos de acciones que se ejercitaran: sacramento,
iudicis postulatio, condictio, pignoris carpio y manus injectio).

En el período formulario se produce un cambio en el carácter de la acción que


la acercó matriz que le acompañó durante siglos, por una parte era la fórmula
que redactaba el magistrado y que daba al demandado para que pudiera
realizar la instancia ante el juez, es decir, para conseguir que el juez conociera
del litigio y pronunciase sentencia. En segundo lugar, la acción consistía en el
derecho contenido en la fórmula y otorgado al demandante.

Según ORTOLÁN, en este segundo período la acción significaba el derecho


concedido por el magistrado al reclamante para perseguir delante del juez lo
que era objeto del pleito, era como una especie de decreto en el que el
magistrado difería al juez (o jurado) el caso para que se pronunciara negativa o
afirmativamente sobre la cuestión por él formulada. La rigidez del derecho civil
originario propició que los pretores que actuaban como magistrados fueran
concediendo paulatinamente más y más acciones, lo que provocó que se
fueran generando una diversidad de derechos que podían ser ejercitados por
los ciudadanos.

Considera ANTILLÓN que el paso de la acción (actio) a convertirse en un


derecho (ius), estuvo favorecido por la práctica masiva de la concesión de las
acciones pretorianas a los litigantes (ius honorarium), que se generaliza en los
dos últimos siglos de la República, de tal suerte que se fue creando un paquete
de acciones parecido a lo que puede ser un código al estilo moderno, al cual
podía acudir directamente el ciudadano sin necesidad de una concesión previa
del pretor y ejercerla en el proceso, lo que justificó la frase de Celso en el Siglo
II n.e., cuando definió a la acción como: Nihil aliud est actio quam ius quod sibi
debeatur iudicio persequendi (acción no es más que el derecho de perseguir en
juicio lo que se nos debe).

En la última etapa del proceso formulario comenzaron a darse determinados


juicios que eran resueltos en una sola instancia y a los cuales se les llamó
extraordinarios, los que fueron desplazando paulatinamente el proceso en dos
etapas, propio de las dos fases anteriores.

Según BONJEAN, en el proceso extraordinario la acción pierde el significado


especial que tenía en el procedimiento formulario; es todavía el derecho a
perseguir en juicio lo que nos es debido o nos pertenece, pero no es necesario
que este derecho nos lo conceda previamente un magistrado;, pues cada uno
puede, a su riesgo y perjuicio, promover una instancia que es resuelta
íntegramente por el magistrado.

De lo anterior se desprende que mientras en el procedimiento formulario la


acción era un acto emanado de la autoridad pública, un verdadero decreto
promovido por el magistrado, en el extraordinario la acción se convierte en un
acto puramente privado, es la pretensión, que bien o mal fundada, justifica el
actuar del reclamante.

Es a este último período al que más se ajusta la definición de CELSO sobre la


acción que la define como el derecho de perseguir en juicio lo que nos es
debido o lo que nos pertenece.

A esta visión identitaria de la acción asimilada al derecho que se reclama es a


lo que se conoce como concepción romanista o civilista de la acción, y perduró
durante largo tiempo, consolidándose con la recepción del Derecho Romano
por los Glosadores durante la baja edad media, identificándose en las
legislaciones los términos acción y derecho para definir iguales conceptos, lo
que fue afianzado por los civilistas, que clasificaban a las acciones desde el
punto de vista sustantivo, o sea, por la naturaleza de los bienes garantizados
por las normas que han de actuarse (v.g. acciones reales, personales, mixtas,
mobiliarias, inmobiliarias, etc.).

Desde esta perspectiva la acción vinculada al derecho tenía a su vez dos


formas de apreciarse, por una parte como el mismo derecho subjetivo material
alegado ante los tribunales de justicia, y por otra, como un elemento o una
función del derecho material (PALACIO). A esta última es que corresponde la
visión de SAVIGNY, cuando la definió como el derecho en tiempo de guerra.

Este panorama perduró hasta que se produjo en Alemania la polémica sobre la


acción a la que hicimos referencia en el Capítulo I, que dio inicio a una
proliferación de criterios entre los autores sobre el verdadero contenido de la
acción.
La razón de esta polémica se centra en la existencia de dos conceptos
concernientes a la acción; por una parte estaba la actio, que identificaba la
actividad dirigida contra el obligado en una relación jurídica y por la otra la
klage, que se entendía como un derecho a querella (o juicio), dirigida contra el
Estado, titular de la administración de justicia.

Con relación a estos conceptos, W INDSCHEID planteaba que el término klage


carecía de sentido para identificar la verdadera naturaleza de la acción, pues lo
consideraba algo artificial, creado por los juristas, sin respaldo alguno en del
Derecho Romano ni en el moderno. Sostenía este autor que a ningún profano
de buen sentido se le podía persuadir de que en un juicio se trata de saber si
existe o no un derecho de obrar; de lo que se trata es de si existe o no el
derecho reclamado.

Por su parte MÜTHER, basándose en el concepto de los derechos públicos


subjetivos, concebía el derecho de actuar como un derecho hacia el Estado, en
la persona de sus órganos jurisdiccionales; derecho a la tutela jurídica.

Este derecho de obrar tiene como presupuesto la existencia de un derecho


privado y su violación.

Otros autores alemanes continuaron el desarrollo doctrinal sobre el concepto


de acción, entre ellos se destacan von BULLOW, DEGENKOLB y W ACH.

La obra de W ACH es decisiva, ya que a él se le atribuye el primer intento (en


cierto modo definitivo) de constituir un concepto autónomo de la acción. GÓMEZ
ORBANEJA considera que la teoría de W ACH ha constituido uno de los pilares
esenciales sobre los que se construyó la ciencia del Derecho Procesal.

Para WACH, bajo el nombre de acción de tutela jurídica se inscribe el derecho


de obtener una sentencia favorable (o la ejecución o el aseguramiento), como
un derecho distinto del derecho subjetivo privado, hasta el punto de que puede
existir sin que exista este.

WACH consideraba que la acción se tiene frente al Estado, para que la otorgue
y frente al particular obligado, para que soporte y se someta a la tutela. Define
la acción como el derecho, preexistente al proceso o referido por el
ordenamiento jurídico a un supuesto de hecho extraprocesal, dirigido a obtener
del Estado la satisfacción del interés a la tutela jurídica en la forma prevista por
el Derecho Procesal, más la pretensión contra el adversario de soportar la
concesión de dicha tutela. Para el gran jurista alemán la acción es medio para
el fin del derecho material; pero no es este mismo derecho ni su función, ni su
fuerza inmanente. No es una función del derecho subjetivo porque no está
condicionado por él.

Otro punto destacable en la evolución histórica de la doctrina sobre la acción le


corresponde, fuera de Alemania, a CHIOVENDA, quien desarrolló su cátedra
como profesor de Derecho Procesal de la Universidad de Roma.

CHIOVENDA expone su doctrina sobre la acción definiendo una nueva clase de


derechos que él denominó potestativos, contrapuesta a la clasificación
tradicional de derechos reales y personales, como una nueva categoría que
abarcaba el poder de influir y producir un efecto jurídico en favor de un sujeto;
encaminada no a la exigencia de algo en específico de un deudor, sino a la
producción de un poder jurídico.

La definición de CHIOVENDA sobre la acción se concreta en que es aquel


derecho potestativo mediante el cual una persona hace actuar a los tribunales
para que, en caso determinado, se cumpla la voluntad de la ley.

Considera el maestro ALCALÁ-ZAMORA que la doctrina española no tuvo un


desarrollo propio de la acción, de tal suerte que durante gran parte del Siglo XX
la acción estuvo bajo el prisma de la contemplación civilista, arraigada en suelo
español con tal fuerza que cuando en obras procesales se traza una
clasificación de las acciones, no se verifica desde el punto de vista procesal (o
sea, por la naturaleza de la resolución judicial a cuya producción se dirigen,
v.g., acciones declarativas, constitutivas o de condena), sino desde el punto de
vista sustantivo, y con arreglo a la tradición romana, es decir, por la naturaleza
de los bienes garantizados por las normas que hayan de actuarse, se habla
entonces de acciones reales, personales, mixtas, mobiliarias e inmobiliarias,
etc.
Esta aseveración del maestro ALCALÁ-ZAMORA está presente en el
ordenamiento positivo cubano por el vínculo filial existente. La Ley de
Enjuiciamiento Civil española de 1881 que rigió en Cuba estuvo ajena al influjo
de la doctrina alemana e italiana de finales del XIX, lo cual coartó el desarrollo
de una doctrina española independiente y articulada.

Después de un largo camino que ha desgastado a más de un autor, existe


coincidencia en la separación de la acción del derecho material, ubicándola
como una facultad general de reclamación, que sin abandonar el campo del
Derecho Procesal se inserta de manera directa en el sector de los derechos
constitucionales. Sobre estas bases se mueve, con sus matices, la doctrina
procesal contemporánea.

Lo que este movimiento doctrinal iniciado en Alemania y seguido luego en Italia


significa quedó claramente expresado por la consideración del profesor GÓMEZ
ORBANEJA, cuando dijo: La autonomía de la ciencia procesal se debe a la
constitución de este concepto autónomo de la acción y a la consideración del
proceso como relación jurídica.

Más contundente y hermosa es la expresión del maestro COUTURE cuando dijo


que Para la ciencia del proceso, la separación del derecho y de la acción
constituyó un fenómeno análogo a lo que representó para la física la división
del átomo. El gran procesalista uruguayo consideraba que más que un nuevo
concepto jurídico, constituyó la autonomía de toda esta rama del derecho. Fue
a partir de este momento que el derecho procesal adquirió personalidad y se
desprendió del viejo tronco del derecho civil.

2. Concepto de la acción

Antes de exponer el concepto de acción que manejaremos a lo largo de esta


disciplina, debemos dejar sentado que en nuestro país la acción no goza de
asiento constitucional y las normas materiales y procesales que tocan el tema
lo hacen desde sus respectivos ángulos de visión, por lo que en nuestro medio
la acción es una construcción eminentemente teórica, sin asidero claro y
terminante en el derecho positivo vigente. Se trata de un tipo de análisis al que
ORTELLS RAMOS llama estrictamente especulativo, por carecer de fundamento
normativo.

En la formulación de dicha construcción teórica hay que tener en cuenta que se


trata de un concepto extremadamente complejo, que arrastra en nuestro país y
en muchos otros el sesgo que las normas positivas civiles le siguen dando
desde la visión romanista o cercana a ella, lo que dificulta conformar una
elaboración que sea generalizadora. En esta tesitura MORENO CATENA
sentenciaba que en los últimos años se ha escrito tanto sobre el derecho de
acción, dando lugar a una verdadera pleamar literaria, que quien aumente con
nuevos flujos no merece por ello agradecimiento alguno.

Debemos dejar claro desde el inicio que para nosotros la acción es una
categoría estrictamente vinculada a la actividad jurisdiccional judicial que
transita mediante el proceso. Desde esta perspectiva no hay acción fuera del
proceso que se tramita ante los tribunales. No hay acción ni en el arbitraje ni en
las reclamaciones que se formulan ante la administración u otros órganos para
lograr un desempeño jurisdiccional.

Nosotros compartimos el pensamiento del maestro COUTURE sobre lo que se ha


denominado la constitucionalización de la acción, que no es otra cosa que el
reconocimiento de este derecho por los textos constitucionales y su colocación
dentro del catálogo de derechos fundamentales. El problema estriba, según el
propio COUTURE, en que la acción existía antes de que los textos
constitucionales lo reconocieran, lo que dificulta su compaginación actual con
toda una categoría de derechos fundamentales cuya aceptación se coloca en
los propios orígenes del constitucionalismo liberal.

Para el maestro uruguayo la acción es un derecho constitucional equivalente al


derecho de petición que recogen las constituciones, solo que cuando se
ejercita ante los tribunales recibe el nombre de acción. Su ejercicio está
entonces circunscrito a la actividad judicial. Mediante el ejercicio de este
derecho o facultad el ciudadano tiene la posibilidad de poner en funcionamiento
a la administración de justicia, la cual no puede abstenerse.

Algunas constituciones, como la española, elevaron el derecho de acción a la


categoría de derecho fundamental, bajo el título de derecho a la tutela judicial
efectiva. El artículo 24.1 del texto español postula Todas las personas tienen
derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de
sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse
indefensión.

El vínculo de nuestra doctrina con la española por el legado histórico que nos
une, provoca que con frecuencia el término tutela judicial efectiva sea usado
por algunos profesionales para definir a la acción, sobre lo cual reaccionamos
por considerarlo un mimetismo simplista, pues teniendo en cuenta la ausencia
normativa existente en nuestro país sobre este concepto, solo es posible
apropiarse de él si antes se cumplen los responsos de rigor. En su día nuestro
legislador constitucional podrá nombrarlo así o de la forma que considere más
conveniente, y solo a partir de ahí lo podremos bautizar de forma específica,
aunque es justo reconocer que esta denominación goza de bastante
beneplácito en varias constituciones actuales.

Como bien plantea el profesor MARINONI, no sólo se trata de dar un nuevo


nombre al derecho de acción, sino de atribuirle todas las consecuencias del
status de un derecho elevado a nivel de fundamental.

Reconocido como un derecho de naturaleza constitucional que se ejercita ante


los tribunales, tiene su ámbito de aplicación en el ejercicio de las facultades
propias del derecho privado una lectura bifronte. Se habla, por una parte de
acción en sentido abstracto y por otra, de acción en sentido concreto.

La concepción abstracta de la acción es la posibilidad de reclamar el


movimiento de la jurisdicción, previo el cumplimiento de los presupuestos
procesales para ello y porque considera vulnerado su derecho; concepción que
se vislumbra dependiente del Derecho Constitucional, pero sin abandonar
totalmente el campo del Derecho Procesal. Facultad que tiene todo el mundo,
no es clasificable, existe siempre, no prescribe, es potestativa y general.

Autores de la talla de FAIRÉN GUILLÉN y VÉSCOVI le definen, reconociéndole


desde un punto de vista abstracto, como el derecho de excitar la actividad
jurisdiccional del estado y como el poder jurídico que se ejerce frente al Estado
para reclamar la actividad jurisdiccional, respectivamente.

El ejercicio de la acción se interpreta en la práctica como la puesta en marcha


de un proceso, sin necesidad de que a priori haya una definición de si tiene
derecho o no. Esa facultad de poner en funcionamiento la maquinaria judicial
es de todos los ciudadanos, lo cual no quiere decir que tenga derecho; cuestión
que con posterioridad, en el proceso, se dilucidará.

La acción en sentido concreto es aquel derecho subjetivo público que tiene el


justiciable a una tutela jurisdiccional concreta (una sentencia de contenido
concreto), de tal suerte que ante determinadas situaciones jurídico materiales,
los sujetos tienen derechos subjetivos concretos y materiales a obtener
actuaciones jurisdiccionales de contenido determinado y específico (DE LA

OLIVA). Dada la impronta que el Derecho Civil material aún tiene sobre la
nomenclatura que se utiliza en la práctica profesional cubana, esta posición
puede ser mejor comprendida por los operadores jurídicos que la visión
abstracta de la acción.

Bajo el prisma de la acción en sentido concreto se utilizan diariamente en la


litigación categorías procesales tales como la identificación de acciones
concretas en las demandas, la excepción de falta de acción, etc.

Cuando el CC cubano postula que las personas capaces no pueden ejercitar la


acción de nulidad alegando la incapacidad de aquellos con quienes realizaron un
acto jurídico (art. 68.1), o que la acción de rescisión es subsidiaria y no podrá
ejercitarse sino cuando el perjudicado carezca de todo otro recurso legal para
obtener la reparación del perjuicio (art. 78), o que el propietario tiene acción
reivindicatoria contra el tenedor y el poseedor para recuperar los bienes de su
propiedad (art. 129.2), puede interpretarse como la acción vista desde una
dimensión concreta.

3. Clasificación de las acciones

El tema de la clasificación de las acciones reviste la misma complejidad que la


formulación del concepto, dado el doble ángulo de visión explicado, pero es
algo que no podemos soslayar, por el valor que tiene a efectos metodológicos.

3.1. Acciones penales

El desarrollo teórico que ha tenido la acción hasta nuestros días está vinculado
al derecho privado, no al derecho penal, que tomó el concepto y lo aplicó al
ejercicio de la acusación, pero con una dimensión y contenido distinto. No
podemos olvidar la aseveración de CARNELUTTI cuando sentenciaba que la
ciencia del derecho procesal penal tiene recorrido últimamente un buen
trayecto de camino, pero el progreso, mayoritariamente, estriba en la
adaptación a sus fenómenos de los conceptos construidos para el estudio del
proceso civil.

A pesar de que el origen es común, no se puede transpolar el concepto de


acción, tal y como lo hemos visto hasta ahora, al enjuiciamiento penal. Los
empeños en trasladar las ideas sobre la acción civil al campo jurisdiccional
penal únicamente han confirmado la imposibilidad de semejante traslación (DE
LA OLIVA).

Cuando hablamos de acciones penales nos estamos refiriendo a un criterio de


clasificación que parte del sujeto habilitado para su ejercicio y se coloca en la
visión abstracta de la acción, pues como afirmaba CALAMANDREI, las teorías de
la acción como derecho concreto no tiene sentido más que en el campo civil,
mientras que de acción penal se puede hablar sólo como poder y siempre en
sentido abstracto.

En el ámbito penal no se reconocen derechos subjetivos a favor de las


víctimas, por lo que no se constituye una relación jurídica similar a la que se
produce en el plano privado. En el campo penal la relación se da entre el
Estado y el imputado, en virtud del cual el primero es titular del ius puniendi y el
segundo del ius libertatis.

En correspondencia con ello la acción en el campo penal no reviste las mismas


características que en el terreno privado, pues no es una facultad general que
se pueda o no ejercitar por el titular. En el Derecho Penal la acción la ejercita el
Fiscal, no de forma facultativa sino como un deber u obligación que le viene
impuesta por ley (TAPIA FERNÁNDEZ).

Cuando el artículo 127 de la Constitución estipula que la Fiscalía General de la


República es el órgano al que le corresponde el ejercicio de la acción penal, o
cuando en la LPP se concreta que la acción penal respecto a los delitos
perseguibles de oficio se ejercita por el Fiscal (art. 273), no se le está dando al
término un significado idéntico que el que tiene en el derecho privado. La
doctrina trata de acortar las distancias entre ambos campos, poniendo el
acento en sus aspectos comunes a partir de lo que se conoce como unidad de
la acción (COUTURE), pero dejando claro que se trata de dos dimensiones
distintas de un mismo concepto.

Ahora bien, el Derecho Procesal Penal que generó el pensamiento liberal


monopolizó el ejercicio de la acción en poder del ministerio público, y despojó a
las víctimas de su derecho a reclamar una pena y consecuentemente a
ejercitar la acción en busca de un castigo. Es por ello que se habla de la
inexistencia de derechos subjetivos penales. El protagonismo concedido al
principio de legalidad en las leyes procesales penales diseñó un modelo de
enjuiciamiento en el que el Estado tiene la facultad y la obligación de perseguir
todos los delitos por igual, sin posibilidades de discernir o discriminar si
persigue algunos y otros no, en búsqueda de una pretendida igualdad de los
seres humanos ante la ley

El acusatorio histórico, de origen grecolatino, fue desplazado por el modelo


acusatorio formal, en que es necesario que la acción preceda al enjuiciamiento,
de tal suerte que si no hay ejercicio previo de la acción no puede concebirse
actuación del órgano jurisdiccional; pero ese ejercicio le viene atribuido a un
órgano del propio Estado al que se le ha adjudicado no como facultad sino
como obligación. Recordemos que en el acusatorio histórico la persecución era
facultativa de los perjudicados y se podía desistir o transigir durante la
tramitación del asunto, lo cual no ocurre en el modelo formal, en que la acción
debe ser requisito del juicio, pero quien la ejerce no tiene la disponibilidad
sobre la misma.

En la actualidad se han producido transformaciones sustanciales en los


modelos procesales penales, por lo que se imponen también cambios en la
visión de la acción en este ámbito. Existe en varias legislaciones del Continente
un creciente protagonismo de las víctimas y perjudicados, a los que se les ha
conferido facultades en el proceso penal que eran insospechadas en el modelo
liberal decimonónico. En algunas normas las víctimas, reconocidas como
querellantes en el proceso, pueden ejercer la acción penal con independencia
del ministerio fiscal, de forma excluyente e incluso única.

En esa misma tesitura se inscribe la institución denominada conversión de la


acción, presente en algunos códigos procesales como el de Bolivia (art. 26) o el
de Ecuador (art. 37), que permite que en delitos de tipo patrimonial o delitos
culposos en que no existe un interés público gravemente comprometido, la
víctima puede solicitar al fiscal la conversión de la acción penal pública en
acción privada. Si el fiscal lo autoriza esta acción en sede penal no tiene
ninguna diferencia con la construcción teórica de la acción del plano privado,
pues se convierte en una facultad o derecho en poder del perjudicado para
poner en funcionamiento la maquinaria judicial, en función de solicitar una
pretensión que lleve aparejada una indemnización.

En nuestro proceso penal impera el principio de legalidad, por lo que la visión


de la acción es la que explicamos al inicio de este acápite, una obligación
impuesta al fiscal como presupuesto para el juzgamiento, que se materializa
ante el órgano jurisdiccional competente, según dispone la LPP.
ARTÍCULO 272.-La acción penal se ejercita ante el órgano jurisdiccional
competente para conocer de la acusación contra el presunto culpable por los
hechos delictivos que se le imputen.

Existen en nuestro Derecho dos formas de ejercicio de la acción a cargo de


particulares, como fórmulas de excepción a lo antes descrito. El primero de
estos casos está previsto para los delitos de injuria y calumnia, perseguibles
solo a instancia de parte afectada mediante querella (art. 420 LPP). El otro
supuesto se da en la denominada acusación particular, prevista para los casos
en que el tribunal considera injustificada la solicitud de sobreseimiento
formulada por el fiscal (art. 268 LPP) y le concede a la parte afectada la
posibilidad de ejercitar la acción penal. Sobre ambas figuras volveremos más
adelante, cuando analicemos las partes en el proceso.

3.2. Acciones civiles, mercantiles y familiares

Este campo de clasificación de las acciones es el más vasto, pues es el que


más aproxima el concepto de acción a la visión concreta, asociada al derecho
que se reclama. La propia vastedad complica la exposición en extenso de la
diversidad de acciones que pueden ser nombradas y explicadas, por lo que nos
a los grandes bloques de colocación, entre los que se encuentran: acciones
reales, que comprende aquellas en las que el derecho que se ejercita es
relativo a bienes muebles o inmuebles; las acciones personales que son las
relativas al cumplimiento de obligaciones; las acciones de estado que sirven
para definir el conocimiento y protección de los derechos que se derivan de las
relaciones familiares; por su parte las acciones personalísimas están referidas
a condiciones o atribuciones que son exclusivas de la persona, como las
relativas a su estado civil.

4. Ejercicio de la acción de los diferentes ámbitos jurisdiccionales

La forma concreta de ejercitar la acción reviste sus particularidades de


conformidad con el ámbito procesal específico.

4.1. El ejercicio de la acción en el ámbito que regula la LPCALE


Por la similitud que guarda el ejercicio de la acción en los procesos civiles,
familiares, administrativos, laborales y económicos, el legislador los mantiene
agrupados en un mismo cuerpo normativo, la LPCALE, a la que algunos
denominan con sorna la innombrable, por su largo patronímico. Una parte
general inicial es de aplicación para todas las modalidades procesales, amén
del carácter supletorio del proceso civil, definido como proceso tipo para el
resto del ordenamiento.

En todas estas modalidades procesales el ejercicio de la acción se materializa


mediante la demanda, que es el documento elaborado por el actor o
demandante, en el cual expone todos los hechos que justifican o sirven de
base a su reclamación, así como los fundamentos jurídicos que considera de
aplicación al caso y formula lo que se denomina pretensión concreta, que
representa el núcleo esencial de la demanda, pues en estas modalidades
procesales constituye el objeto del proceso.

La demanda es la forma con la que la pretensión jurídica (la declaración de


voluntad petitoria) se externa y se dirige al órgano jurisdiccional (ANGELOTTI).

La demanda es el vehículo que transporta a la pretensión. Mientras que la


demanda es un acto de iniciación procesal, que se materializa en un escrito
cuyas formalidades y contenidos generales están regulados en el artículo 224
de la LPCALE, la pretensión es una institución contenida en la propia demanda,
erigiéndose en su aspecto más relevante. Toda la argumentación de hechos y
razonamientos jurídicos que formula el demandante tienen como único
cometido justificar su pedimento concreto, su solicitud específica, lo que quiere
que el juez disponga, que es lo que se formula en la pretensión.

La pretensión es una categoría procesal tan importante que algunos autores


remplazaron su estudio por el de la acción, al considerarla el acto en cuya
virtud se reclama ante un órgano judicial y frente a una persona distinta, la
resolución de un conflicto suscitado entre dicha persona y el autor de la
reclamación (GUASP).
Se trata de una manifestación de voluntad petitoria (PALACIO), que tiene en
todas estas modalidades procesales el valor sustancial de constituir el objeto
del proceso, categoría que estudiaremos más adelante; pero que constituye la
piedra angular de cualquier modalidad procesal. Es aquella parte del contenido
sometido a debate que los jueces deben respetar a la hora de fallar, pues se
vincula a instituciones tan importantes como la congruencia, la cosa juzgada,
entre otras, ya que limita lo que el juzgador puede conceder en su sentencia.

Cuando se analiza la acción desde la perspectiva concreta, tiene muchos


puntos de contacto con la pretensión, de tal suerte que ambas tienden a
confundirse. Un ejemplo se aprecia en la figura de la acumulación de
pretensiones, que regula el artículo 79 de la LPCALE, al que muy comúnmente
se le denomina acumulación de acciones.

Lo que la LPCALE denomina como mejor técnica procesal acumulación de


pretensiones, es a lo que los artículos 153 y siguientes de la DLEC y el artículo
73 y siguientes de la vigente, denominan acumulación de acciones. Se trata de
la posibilidad de unir en una misma demanda una diversidad de pedimentos,
siempre que no sean excluyentes entre sí y se cumplan determinadas
exigencias formales en cuanto al procedimiento, con el objetivo de que el
tribunal las conozca juntas y las resulta todas en su sentencia.

4.1.1. Control de admisibilidad de la pretensión

Si bien la evaluación sobre el fondo de la pretensión se realiza al final del


proceso, los tribunales realizan in limine litis, una evaluación previa de
admisibilidad, para determinar que se cumplan un grupo de requisitos formales
necesarios para que el asunto pueda transcurrir adecuadamente.

La confusión terminológica existente en este campo hace que algunos los


denominen presupuestos de la acción, otros presupuestos de la demanda y
otros presupuestos de la pretensión. Nosotros los denominaremos, siguiendo a
PALACIO, como requisitos de admisibilidad de la pretensión.
El incumplimiento de alguno de estos requisitos establecidos en la propia Ley
de procedimiento, da lugar a una paralización temporal del proceso (que puede
convertirse en definitiva) y con ello la imposibilidad de que se pueda dictar una
sentencia sobre el fondo de lo controvertido. Estos requisitos reciben la
denominación genérica de presupuestos procesales y son, al decir de
CHIOVENDA, las condiciones formales que deben darse para que nazca la
obligación del juez de pronunciarse en cuanto al fondo, o sea, para que pueda
darse la actuación de la voluntad del Estado en el proceso.

A pesar de la definición genérica antes utilizada, hay autores que hacen una
distinción entre estos requerimientos, según puedan ser apreciados
directamente por el tribunal (ope legis) o que deban ser denunciados por la
parte demandada para que puedan ser analizados por el órgano jurisdiccional
(ope exceptionis).

A las exigencias que pueden ser apreciadas directamente por el tribunal, como
requisitos indispensables para la aceptación de la demanda, mediante un
trámite de valoración previa, se les llaman presupuestos procesales; por su
parte, a aquellos que deben ser sindicados por la parte demandada para que el
tribunal los tenga en cuenta, la doctrina los rotula como impedimentos
procesales y nuestra legislación las rotula como excepciones dilatorias.

El tribunal, de conformidad con lo preceptuado en el artículo 225 de la


LPCALE, antes de dar traslado de la demanda deberá apreciar de oficio si se
está en alguno de los supuestos de los ordinales 1, 2 y 3 del artículo 233 y si
así fuera se impedirá por el órgano la continuidad del conocimiento; este
tratamiento ope legis hace que dichas causales sean apreciadas, siguiendo la
nomenclatura mencionada, como presupuestos procesales.

El hecho de que estas tres situaciones sean al mismo tiempo excepciones


procesales hace que tengan el doble carácter de impedimentos y
presupuestos, ya que operan tanto ope legis como ope exceptionis, mientras
que las causales consignadas en los números 4, 5 y 6 del comentado artículo
233, sólo pueden ser apreciadas en virtud de denuncia del demandado, por lo
que se inscriben dentro del criterio estricto de los impedimentos procesales.

4.2. Ejercicio de la acción en el proceso penal

En el ámbito penal tiene lugar un procedimiento previo a cargo de los órganos


encargados de la investigación, con el cometido de acopiar todo el material
fáctico necesario que permita arribar a una conclusión sobre la acusación
penal.

Como ya expusimos, el ejercicio de la acción penal y con ello el inicio de la fase


verdaderamente procesal se inicia cuando el fiscal formula la acusación ante el
órgano jurisdiccional (art. 272 de la LPP). En nuestro modelo de enjuiciamiento
la etapa previa tiene naturaleza procedimental, de tipo administrativa, a cargo
de órganos de esa naturaleza.

Al acto procesal mediante el cual el fiscal ejercita la acción y formula la


acusación la ley lo denomina conclusiones provisionales (art. 262.3.c de la
LPP), en correspondencia con otra fase procesal en que se termina su
provisionalidad y se convierten en definitivas.

Las exigencias formales del escrito de conclusiones provisionales del fiscal


están contenidas en el artículo 278 de la LPP, donde se exponen los hechos
que constituyen el contenido de la acusación, el tipo de delito que según el CP
se ha cometido, así como el grado de participación de los comisores, ya sea
como autor o cómplice, las circunstancias que puedan modificar o eximir de la
responsabilidad penal y, por último, el pedimento concreto de sanción.

La presentación ante el órgano jurisdiccional de este escrito constituye el acto


procesal de formulación de la pretensión, mediante el cual se solicita la
imposición de una pena al imputado y la condena del responsable civilmente al
resarcimiento, solicitando la práctica de las pruebas conducentes a tal fin
(FENECH).
Existe una raigal diferencia entre la pretensión penal y la que estudiamos en el
proceso civil. Mientras que en el proceso civil la pretensión, cual objeto del
proceso, se erige en una parte individualizada de la demanda, en el ámbito
penal no es una parte de la solicitud, sino la propia solicitud acusatoria en su
conjunto. GIMENO SENDRA la define como aquella declaración de voluntad
dirigida contra el acusado, en la que se solicita del tribunal una sentencia de
condena al cumplimiento de una pena o medida de seguridad fundada en la
comisión por aquel de un hecho punible.

Siguiendo a GIMENO SENDRA podemos concluir que forman parte de la


pretensión punitiva del fiscal la fundamentación fáctica, la fundamentación
jurídica o título de condena y la petición concreta que es siempre de condena.

De todos los elementos que conforman la pretensión punitiva del fiscal son los
hechos los que constituyen el objeto del proceso, lo que será contenido de
nuestro estudio más adelante.

LECTURAS RECOMENDADAS
BÁSICA
GRILLO LONGORIA, Rafael; Derecho Procesal Civil I, (Capítulo IV. La acción y
Capítulo V. La pretensión); Editorial Pueblo y Educación, La Habana,
1985
MENDOZA DÍAZ, Juan; “Apuntes sobre la acción”. En: AAVV. Lecciones de
Derecho Procesal Civil, Editorial Félix Varela, La Habana, 2001.
PRIETO MORALES, Aldo; Derecho Procesal Penal, II Parte (Capítulo XI. Del juicio
oral y de la sentencia); ediciones ENSPES, La Habana, 1982

PARA SABER MÁS


ANTILLÓN MONTEALEGRE, Walter; El proceso penal. Estudios (3.-La acción
penal); Editorial Investigaciones Jurídicas, San José, 2012
CÉSPEDES Y ORELLANO, José María; Elementos teórico-prácticos de
procedimientos civiles (Título V-Acumulación de acciones y de
procesos). Tomo I, Habana, 1866
COUTURE, Eduardo; Fundamentos del Derecho Procesal Civil (Capítulo II-La
acción); Tercera edición (póstuma), Depalma, Buenos Aires, 1997
DE LA PLAZA, Manuel; Derecho Procesal Civil Español (Libro II: Capítulo I-La
acción en Derecho Procesal); Editorial Revista de Derecho Privado,
Madrid, 1951
DE PINA, Rafael con José Castillo Larrañaga; Instituciones de Derecho Procesal
Civil (Capítulo IV- La acción y la excepción); Editorial América, México,
1946
FALCÓN, Enrique. Elementos de Derecho Procesal Civil. Tomo I. Abeledo-
Perrot. Buenos Aires. 1987
GOZAÍNI, Osvaldo; Elementos de Derecho Procesal Civil (Capítulo III-Acción);
Ediar, Buenos Aires, 2005
MORENO CATENA, Victor; “El derecho a la tutela judicial efectiva. La acción; En:
AVV; Derecho Procesal, Tomo I (volumen I), 5ta edición, Tirant lo
Blanch, Valencia, 1990
FAIRÉN GUILLÉN, Víctor; Estudios de Derecho Procesal, editorial Revista de
Derecho Privado, Madrid, 1955.
GÓMEZ ORBANEJA, Emilio. Derecho Procesal Civil. Volumen Primero, Madrid
1979.
GIMENO SENDRA, Vicente, “El objeto del proceso penal”, En: Derecho Procesal.
proceso penal, Tirant lo blanch, Valencia, 1993
MARCHECO ACUÑA, Benjamín; Los fundamentos jurídicos de la justicia
administrativa en Cuba; Tesis doctoral de 2014, bajo la dirección del
profesor Andry MATILLA CORREA
MARINONI, Luis G; Derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva; Lima,
2007
MONROY GÁLVEZ, Juan F; “La teoría del proceso en una sentencia del tribunal
constitucional peruano”. En: Revista Iberoamericana de Derecho
Procesal, Página del Director, Año VII N° 11, Buenos Aires, 2008.
PALLARES, E. Tratado de las Acciones Civiles. De. Porrúa. México 1985.
VÉSCOVi, Enrique; Teoría General del Proceso. Segunda edición (Capítulo IV-
La acción y la excepción); Temis, Bogotá, 1999
CAPÍTULO V. EL PROCESO
SUMARIO: 1. Concepto de proceso. 2. Naturaleza jurídica del proceso. 3. El objeto del
proceso. 4. Constitución de la relación jurídico procesal. 5. Proceso y procedimiento. 6.
Clases de proceso; 6.1. Conforme a su tratamiento normativo; 6.2. Proceso de
conocimiento y proceso de ejecución; 6.3. Procesos declarativos, constitutivos y de
condena. 7. Efectos del proceso. La cosa juzgada; 7.1. Efectos de la cosa juzgada; 7.2.
La cosa juzgada en el ámbito no penal; 7.3. La cosa juzgada en el ámbito penal; 7.4.
Extinción de la cosa juzgada

Voy pateando la basura de vivir


intentando hacer la ruta más feliz.
El cansancio de las cosas que aprendí
vuelve a ponerme en el deseo de seguir.
Santiago Feliú

1. Concepto de proceso

Con el análisis de la categoría proceso completamos lo que PODETTI denominó


trilogía estructural de la ciencia del proceso. Y sirve para definir una
multiplicidad de acontecimientos de la vida, tanto en el campo natural como
social; sucesión de acontecimientos o eventos concatenados que tienen un
origen y tienden a un fin. El término tiene significados diferentes según la rama
de la ciencia o la técnica en que se utilice, así se habla de proceso natural
para definir todo lo que ocurre en la naturaleza, donde se suceden
transformaciones naturales durante un período de tiempo, pero nunca de forma
instantánea.

Las ciencias biológicas utilizan esta alocución para definir la secuencia


evolutiva de un ser vivo en que se producen una sucesión de reacciones u
otros eventos que propician la transformación. Los procesos biológicos están
regulados a menudo por la genética. Las investigaciones en este campo
propician que el proceso biológico natural pueda ser modificado en función de
determinados intereses.

En economía, se utiliza para definir un conjunto de fases o etapas mutuamente


dependientes que explican el comportamiento de la actividad económica que
desarrollan las sociedades para satisfacer sus necesidades y que cuenta con
diversas fases o etapas, a saber, producción, circulación, distribución, consumo
e inversión.
Así se produce, igualmente, en el plano de la física, la química y también, en el
plano social. En este último, describe toda una serie de interacciones
dinámicas que se desarrollan en el seno de una sociedad, en los cuales los
hombres y grupos sociales constituyen los protagonistas de estos procesos, los
que pueden provocar cambios más o menos radicales en la estructura social.
Cuando el proceso de cambio es tan radical que implica una transformación del
sistema, se habla entonces de proceso revolucionario.

En el plano jurídico se utiliza también para definir una diversidad de


actuaciones encaminadas al logro de un resultado en un área determinada de
las relaciones sociales, como el proceso electoral.

A pesar de los matices propios de cada área de conocimiento, la invariante que


lo identifica es que el proceso resulta una secuencia de acontecimientos,
noción de cambio, de evolución.

Nuestra ciencia se apropió del término para definir el mecanismo a través del
cual se ejercita y transita la acción ante los tribunales y se satisface la petición
de derecho formulada. Tanta relevancia tiene en nuestra disciplina el concepto
que sirve para denominarla: Derecho Procesal.

Para nosotros el proceso judicial es un tipo específico de proceso social que se


da en el plano de las relaciones que ocurren en los tribunales a partir del
momento en que se ejercita la acción. El concepto que heredamos de la
doctrina precedente y que compartimos define al proceso como el conjunto de
actuaciones del tribunal y de las partes, incluso de terceros, encaminados a la
realización del derecho, lo que supone una actividad generadora de actos
jurídicamente reglados, encaminados a obtener una determinada resolución
judicial (GRILLO LONGORIA).

Con mucha claridad lo define MONTERO AROCA como el instrumento mediante el


cual los órganos jurisdiccionales cumplen su función, de tal suerte que
actividad jurisdiccional y proceso tienen una unión inescindible, pues cuando
los tribunales actúan jurisdiccionalmente, lo hacen siempre a través del
proceso, pues es el único medio por el que aquellos cumplen su función.

De lo anterior se desprende que solo podemos hablar de proceso para definir


las actuaciones que tienen lugar en los tribunales, de ahí su vínculo
indispensable con la acción y la jurisdicción.

El proceso comienza con el ejercicio de la acción, se extiende todo el tiempo


que duren las actuaciones jurisdiccionales según los plazos previstos en las
normas procesales y dura hasta que se dicta una sentencia y ésta adquiere
firmeza, cerrando la posibilidad de continuar la actividad jurisdiccional.

Son las leyes procesales las encargadas de diseñar los diferentes tipos
procesales, en correspondencia con el derecho material al que están
destinados a satisfacer. Los principios del proceso, que estudiaremos en este
mismo capítulo son los que nos sirven para delimitar las características del tipo
procesal que en cada caso es necesario regular para cada materia en cuestión.

2. Naturaleza jurídica del proceso

Adentrarse en la naturaleza jurídica del proceso es una necesidad ineludible,


derivado de la multiplicidad de usos que el término tiene, tanto en el campo del
derecho como fuera de él, pues como bien afirma GUASP, no se resuelve con
decir que el proceso es una serie o sucesión de actos que tienden a la
actuación de una pretensión conforme con el derecho objetivo, sino que se
impone la necesidad de determinar la índole de dicho complejo de actos, a fin
de poderlo encuadrar dentro de las categorías generales de realidades
jurídicas.

Actualmente todos los autores coinciden en definir al proceso como una


relación jurídica de naturaleza pública, criterio al que se arribó en el Siglo XIX
luego de múltiples devaneos doctrinales originarios, que trataron de encontrar
en las herramientas propias del Derecho Civil el arsenal técnico necesario para
explicar la naturaleza de esta institución.
Los intentos por definir la naturaleza jurídica del proceso se sistematizaron en
las siguientes teorías: teoría contractualista, la teoría cuasicontractualista, la
teoría de la relación jurídica, la teoría de la situación jurídica y la teoría de la
institución.

Teniendo en cuenta que el tratamiento de este tema es un lugar común en la


doctrina, sobre el cual no existen actualmente contradicciones, lo esbozaremos
sin mucha profundidad.

Las teorías contractualistas y cuasicontractualistas, con sus diferencias,


buscaron el fundamento de su exposición en la litis contestatio romana. El
concepto de la litis contestatio, como momento de constitución de la litis, sienta
sus orígenes en la primera etapa del proceso civil romano, específicamente en
el instante en que se cerraba la fase in iure ante el magistrado, pues al concluir
este período la litis quedaba determinada y cierta entre los contendientes y se
producía una especie de consolidación del pleito entre las partes, de forma tal
que se convertía en irrevocable, quedando fijada de forma eficaz las
condiciones y modalidades en que habría de desarrollarse el juicio en la
segunda etapa o fase in iudicio (SCIALOJA).

La razón histórica de esta sujeción o consolidación del proceso estaba


condicionada por el hecho de que en esta etapa aún no existía el concepto de
administración de justicia como servicio de orden público, sino que permanecía
en manos de jueces privados, lo que imponía la necesidad de lograr un vínculo
que creara entre las partes una obligación de sujeción a la jurisdicción, al que
se le denominó efecto consuntivo de la litis contestatio.

Esta modalidad de pacto condicionó que los primeros intentos por definir la
naturaleza del proceso se remontaran a ese origen, en lo que debe haber
contribuido indudablemente el auge de las concepciones contractualistas que
impuso el pensamiento liberal de la burguesía, que fueron utilizados como
método explicativo de un sinnúmero de instituciones, como el matrimonio, el
sistema político, etc.
La teoría de la relación jurídica es la que en orden cronológico sucede a las
anteriores, pero dejaremos para el final su explicación, por ser la que mayor
aceptación tiene y sobre la que pretendemos detenernos un poco más.

La teoría de la situación jurídica fue expuesta por GOLDSCHMIDT, en oposición a


la teoría de la relación jurídica, y no disfrutó de tanta aceptación; tan es así que
MANZINI refirió que era solo una mera y menos precisa variación de las
palabras, comparándola con la teoría de la relación jurídica. Su valor
fundamental es que al tratar de describir lo que ocurre en el proceso negó que
existiera una obligación de las partes de someterse a la jurisdicción estatal. Lo
que se genera en el proceso es un conjunto de derechos y cargas procesales,
que a diferencia de los deberes y obligaciones, que siempre representan
imperativos en el interés de un tercero, las cargas son imperativos del propio
interés. En el proceso no hay obligaciones de las del tipo del derecho
sustantivo, cuyo incumplimiento deriva responsabilidad, sino, generalmente un
conjunto de cargas. La carga no conmina como la obligación, si se cumple el
reclamo procesal solicitado la parte podrá conseguir una ventaja y en caso de
incumplirlo, podrá derivarse un perjuicio, pero nunca responsabilidad o sanción.

La teoría de la institución, expuesta por GUASP, considera que en el proceso no


se verifica una relación jurídica, sino una multiplicidad de relaciones jurídicas
que se reducen en una unidad superior, a la que debe calificarse como
institución. Se trata de una teoría minoritaria, calificada por MONTERO AROCA
como exclusivamente española, pues nació en España y fuera de las fronteras
no ha recibido más que críticas.

La concepción teórica que mayor aceptación tiene es la teoría de la relación


jurídica, que cobró fuerza en la doctrina a partir de la obra de VON BÜLOW ,
expuesta en su libro Teoría de las Excepciones Procesales y los Presupuestos
Procesales, al que MONTERO AROCA calificó como un libro afortunado en la
historia del derecho procesal. VON BÜLOW fue precisamente quien asentó la
teoría de que la validez de la relación creada a partir del proceso es de tal
naturaleza que no puede dejarse a criterio dispositivo de las partes, pues el
proceso no es un ajuste privado entre los litigantes, sino que se constituye en
un acto realizado con la activa participación del órgano jurisdiccional que, bajo
la autoridad del Estado, establece los requisitos coactivos que deben ser
cumplidos por las partes

Desde esta nueva perspectiva el contenido de la relación jurídico procesal se


conforma por aquellos derechos y deberes de naturaleza procesal que se crean
a partir de la actuación de las partes en el proceso. Actividad de los litigantes
que tiene sujeta su admisibilidad y validez al cumplimiento de determinados
condicionantes establecidos en la propia ley y que la doctrina identifica bajo el
calificativo de presupuestos procesales, los que tienen una naturaleza distinta
de los que estipula el Derecho civil para la relación de tipo material deducida en
el proceso. De lo anterior se visualiza la existencia de dos relaciones de distinto
origen y naturaleza, una de tipo estrictamente privada, que sienta sus bases en
el derecho civil sustantivo y otra de tipo procesal, que adquiere naturaleza
pública con la intervención de un sujeto con facultades y poderes
jerarquizantes; mientras que la relación civil se presenta estática, la relación
procesal es una consecución de actos, o sea, es una relación que muda su
estado progresivamente.

En el campo penal no tiene tanta relevancia como en el civil la teoría de la


relación jurídico procesal. Según MANZINI en el ámbito del proceso penal se
produce una relación jurídica análoga, pero no similar a la del proceso civil, en
la que el acusado ya no es un mero objeto del proceso, sino un sujeto que
ejercita en él derechos propios y se beneficia de condiciones favorables en
virtud de normas de derecho objetivo. Se constituye desde el momento en que
el fiscal ejercita la acción penal ante el tribunal y es admitida a juicio oral. En la
fase investigativa previa, de naturaleza procedimental, se dan situaciones de
sujeción del imputado al proceso, que pueden llegar incluso a la adopción de
medidas coactivas de diversa naturaleza, que pueden implicar hasta la
privación de libertad, pero aún así no es posible reconocer la existencia de una
relación procesal, con los elementos que le caracterizan, que son la presencia
de un órgano de naturaleza jurisdiccional y de partes en condiciones de
igualdad.
3. El objeto del proceso

La delimitación conceptual del objeto del proceso reviste una extraordinaria


trascendencia desde el punto de vista teórico, pero también para la práctica
jurídica, pues sirve para delimitar el alcance de la actividad jurisdiccional en
cada uno de los ámbitos, la delimitación de la competencia, la acumulación, la
listispendencia, la congruencia, la cosa juzgada.

El objeto del proceso es aquel segmento del conjunto petitorio que conlleva el
ejercicio de la acción, que tiene como característica esencial que no puede ser
alterado sustancialmente por el tribunal, quien al pronunciarse sobre él en su
sentencia genera el contenido esencial de lo que será la cosa juzgada.

Lo dicho anteriormente obliga a que hagamos una distinción entre el objeto del
proceso y el resto de los elementos que integran el acto jurídico procesal
mediante el cual se ejercita la acción: la demanda en el proceso civil y las
conclusiones provisionales acusatorias en el proceso penal.

Es entonces que se puede hablar de objeto del proceso y objeto del debate.
Conforman este último todos aquellos aspectos contenidos en la promoción
que constituyen la plataforma sobre la cual girará el conflicto judicial, algunos
serán objeto de prueba, mientras que otros son elementos que se aportan
como tesis jurídica para que sea acogida por el juzgador, pero relevados de
prueba. Se incluye también en esta relación de temas debatidos el pedimento
concreto que se realiza.

Cuando se detallan en la práctica los conceptos antes descritos vemos que


tanto en la promoción del proceso civil, como del penal, el actor aporta hechos,
fundamentos jurídicos (en penal es el título de la pena o calificación de delito,
unido al resto de las cuestiones jurídicas concomitantes sobre grado de
participación y circunstancias), así como el pedimento concreto. Todas estas
cuestiones son objeto de resistencia por la contraparte, quien tiene la
posibilidad de alegar hechos contradictorios, así como valoraciones jurídicas
distintas y resistirse a los pedimentos, razón por la cual este universo de
cuestiones vistas representa en ambas modalidades procesales el objeto del
debate.

Donde se produce un radical distanciamiento entre el proceso civil y el penal es


en la conceptualización del objeto del proceso. En el proceso penal el objeto
del proceso lo constituyen los hechos narrados por la acusación, como
resultancia de la fase procedimental investigativa. Mientras que en el proceso
civil el objeto del proceso es la pretensión formulada por el actor.

Cuando se alude a elementos fácticos o hechos, como integrantes del objeto


del proceso penal, hay que entender lo que se denomina hecho histórico, que
no es otra cosa que aquel supuesto de acontecimientos del mundo real, que la
acusación abarcó en el pliego acusatorio, por considerar que fue lo que sucedió
en la realidad.

Integran este hecho histórico tanto aspectos objetivos, relativos a la ocurrencia


de una historia verídica, como aspectos subjetivos, referentes a la
individualización de la persona que lo protagonizó.

El resto de las cuestiones que conforman el escrito acusatorio, servirán para


propiciar el debate penal, pero no integran el objeto del proceso. Quedan fuera
por tanto de esta estricta consideración, la calificación penal del hecho, las
circunstancias que puedan modificar la responsabilidad, así como la pena que
se interesa.

A diferencia del proceso civil, en que las partes operan regidas por el principio
dispositivo y pueden brindar al tribunal una narración de hechos ad libitum, en
el proceso penal, bajo el imperio del principio de oficialidad, es el Ministerio
Fiscal quien tiene la responsabilidad de su conformación, para lo cual debe
ajustar su actuación a los principios de legalidad y objetividad.

El hecho histórico plasmado en el pliego acusatorio es el pivote sobre el que


gira todo el debate contradictorio que tiene lugar en el juicio oral, sin que
existan posibilidades de que pueda ser modificado una vez concluido el
enjuiciamiento. Esta razón es la que motiva la existencia de un control
jurisdiccional en la admisión de la solicitud que realiza el Ministerio Fiscal
cuando ejercita la acción penal. Este control, que es visto en ocasiones como
un resabio inquisitivo, garantiza que el órgano jurisdiccional permita que solo
entre a la fase del juicio oral, un hecho cuya conformación responda a las
exigencias de relevancia jurídica que impone la tipicidad penal.

Una vez terminado el juicio oral el tribunal tiene facultades para modificar las
consideraciones jurídicas propuestas por el fiscal (principio iura novit curia),
incluso puede sancionar por un delito más grave que el que ha sido objeto de la
acusación e incluso imponer una sanción mayor que la solicitada, lo que le está
impedido al tribunal es modificar sustancialmente el hecho (art. 349 y 357 de la
LPP). Esta condición de inalterabilidad es uno de los elementos que
caracterizan al objeto del proceso del resto de los elementos controvertidos.

Toda la problemática doctrinal sobre la congruencia penal, denominada


correlación acusación-sentencia, tiene como punto cardinal la inalterabilidad del
hecho imputado. Este hecho, integrado a la sentencia, como fundamento
fáctico de la misma, constituye el elemento esencial en la conformación de la
cosa juzgada; por lo que cuando de ordinario se dice que nadie puede ser
sancionado dos veces por un mismo delito, a lo que se refiere realmente es a
un mismo hecho: nadie puede ser sancionado dos veces por un mismo hecho;
non bis in idem.

En el proceso civil los hechos revisten una gran importancia pues sobre ellos
versará la prueba que se practique, pero estos hechos, a diferencia del proceso
penal, no constituyen el objeto del proceso. El objeto del proceso civil es la
pretensión concreta que formula el demandante. El tribunal en su fallo puede
darle a los hechos la conformación que considere más conveniente en
adecuación a la prueba practicada, al igual que al derecho, pues opera el
mismo brocardo que para el proceso penal (iura novit curia). O sea, tanto los
hechos como el derecho alegado no sujetan estrictamente al tribunal en su
fallo, aunque existen ciertos márgenes de congruencia en la decisión del
tribunal, que está impedido de cambiarlos radicalmente, pues los hechos son el
fundamento de la pretensión, pero a diferencia del penal en que los hechos son
una camisa de fuerza para el juez, en el proceso civil el juez narra con libertad
lo que la prueba arroja, acorde a lo que le ha sido planteado por las partes en
sus escritos polémicos. Lo que sujeta la decisión del tribunal es el pedimento
concreto, de tal suerte que en el derecho civil y mercantil el tribunal no puede
apartarse de lo que concretamente se ha pedido. La naturaleza no disponible
del Derecho de Familia condiciona que en los procesos de esta materia el
tribunal pueda apartarse de lo solicitado por las partes, por el interés superior
del menor y de la sociedad que prevalecen, pero es una excepción a la rigidez
que caracteriza esta materia.

En el proceso civil la fijación del objeto está en el pedimento concreto de la


parte actora, no así en las alegaciones contradictorias que sobre el mismo
pueda argüir la parte demandada. Solo se incorpora un nuevo objeto en el
proceso civil cuando la parte demandada, al momento de contestar interpone
demanda reconvencional, en cuyo caso se ha incorporado una nueva
pretensión y por ello un nuevo objeto.

Ahora bien, como el objeto del proceso está asociado a la pretensión que se
formula por el actor, es posible que en un mismo proceso se puedan incorporar
por el demandante varios objetos cuando se acumulan pretensiones. La
acumulación objetiva de pretensiones es una forma de acumular objetos a un
mismo proceso.

4. Constitución de la relación jurídico procesal

Si bien la definición del proceso como una relación jurídica es en la actualidad


la concepción generalmente aceptada para explicar la naturaleza jurídica del
proceso civil, no existe consenso con relación al momento en que esta relación
se constituye.

Algunos consideran que la relación jurídica se constituye desde el momento en


que el demandado se persona y contesta la demanda, otros que se produce
desde el momento en que se notifica la demanda y se emplaza al demandado,
pues a partir de ahí surge todo el escenario de sus posibilidades de actuación y
queda trabada la contienda, otros que es a partir de que la demanda se
presenta.

El desasosiego doctrinal radica en que si se reconoce al proceso como una


relación jurídica, cómo es posible que el proceso exista ante un tribunal
plenamente identificado y aún la relación no esté constituida.

Con relación al momento específico de constitución de la relación jurídico


procesal se ha producido una evolución en la doctrina, que va desde una
consideración primigenia a partir del contrato o cuasi-contrato de litis
contestatio de raigambre romana, hasta las posiciones más modernas,
aceptadas por la generalidad de los autores, de estimar que la relación se
constituye desde el momento de la presentación de la demanda.

El antecedente romano reviste trascendencia para nuestro derecho, toda vez


que la norma procesal civil cubana permanece vinculada al viejo concepto de la
litis contestatio como momento de constitución de la relación jurídico procesal.

La concepción del efecto vinculante de la litis contestatio, a partir de la


contestación del demandado, prevaleció en el derecho español durante mucho
tiempo y comenzó a perder fuerza en la doctrina bien entrado el pasado siglo
XX (FAIRÉN GUILLÉN). No obstante, previo al criterio prevaleciente en la
actualidad, se desarrolló una posición intermedia que consideraba constituida
la relación jurídico procesal desde el momento en que se producía la
notificación de la demanda al demandado, pues a partir de ese instante se
abrían las posibilidades de comparecencia del mismo al proceso, de tal suerte
que si no lo hacía el asunto podía seguir sin ninguna dificultad, al conformarse
el efecto procesal de la rebeldía (GÓMEZ ORBANEJA), posición que compartimos
en tiempos de juventud y de la cual ya hace algún tiempo, nos hemos apartado.

El carácter consuntivo de la relación jurídico procesal como uno de los


elementos que identifica su constitución y que es apreciado, siguiendo el
análisis de FAIRÉN, por el tratamiento que las Leyes procesales dan al
desistimiento, es seguido modernamente por el Código Procesal Civil Modelo
para Iberoamérica, el cual en su artículo 199 deja sentado que cuando el actor
desista del proceso, después de notificada la demanda, se requerirá la
conformidad del demandado para que surta efectos; de forma tal que si éste se
opone, el asunto seguirá su tramitación. De lo cual se deduce, aunque no está
dicho expresamente en este cuerpo normativo, que el desistimiento formulado
antes de la notificación produce plenos efectos sin que sea necesario contar
con la opinión del demandado.

La LPCALE, siguiendo el dictado que en esta materia heredara de la DLEC


española, rinde culto al valor del contrato de litis contestatio lo que es posible
apreciar al momento de analizar el efecto consuntivo que produce la
contestación de la demanda y que se devela de la lectura del último párrafo del
artículo 652. Este precepto describe los efectos que produce el desistimiento
formulado por el demandante y establece que una vez personado el
demandado es obligatorio que se le dé traslado de la solicitud de desistimiento,
a fin de que se pronuncie sobre ella, mientras que si el desistimiento se
produce antes de la contestación, tiene un efecto totalmente liberador, sin
necesidad de que el tribunal escuche la opinión del demandado.

La tendencia doctrinal prevaleciente en la actualidad es la que postula que el


momento de constitución de la relación jurídico procesal es coincidente con el
de presentación de la demanda, bajo la condición de su aceptación por el
tribunal. Esta postura, cuya gestación en España corresponde a la primera
mitad del siglo XX y que adquirió fuerza generalizadora a partir de la
promulgación de la VLEC, tuvo antecedentes en la doctrina alemana, dentro de
la cual se puede destacar la obra de ROSENBERG en Alemania.

La fuerza de esta posición doctrinal descansa en los efectos inmediatos que


produce la admisión de la demanda, tanto de tipo procesal como sustantivo,
que condicionan que deba contarse con el demandado cuando la parte actora
pretenda desistir del proceso, ante la presencia de lo que la doctrina ha
denominado como posible difamación judicial, entendida como las
consecuencias negativas de diverso orden que puede tener para el demandado
la presentación y admisión de la demanda, y con ello la necesidad de darle
audiencia sobre su interés en que el proceso continúe para que una sentencia
declare la corrección de su postura jurídica (FAIRÉN GUILLÉN).

Dentro de este conjunto de efectos que produce la presentación de la


demanda, se encuentran:

Efectos Procesales:
 Perpetúa la jurisdicción
 Imposibilita la modificación de la demanda
 Delimita el objeto del proceso y fija el ámbito de las cuestiones a
resolver sobre la base de la congruencia con lo pedido
 Obliga al juez a los actos de emplazamiento y consecución del proceso
hasta su culminación
 Fija el ámbito del litigio
 Origina la litispendencia
 Determina las personas del proceso
 Abre la posibilidad de aplicar medidas cautelares
 Viabiliza la reconvención
 Abre las acumulaciones
 Impide la enajenación del objeto litigioso

Efectos Materiales:
 Interrumpe la prescripción
 Constituye en mora al deudor
 Transmite a los herederos las acciones
 Permite anotaciones de embargo
 Aumenta la responsabilidad del demandado
 Obliga al pago de intereses
 Obliga, al poseedor de mala fe, a la devolución de frutos

Podemos concluir que la proyección de nuestra actual LPCALE, al guiarse por


el tratamiento bilateral del desistimiento, considera que el efecto consuntivo del
proceso sólo se da a partir de la contestación y estimamos que es una posición
que debe ser superada a fin de poner a tono nuestra legislación con las
concepciones que modernamente prevalecen en la doctrina de forma casi
unánime, luego de años de devaneo conceptual.

5. Proceso y procedimiento

Tanto en la ley como en el lenguaje forense se utilizan indistintamente los


términos proceso y procedimiento, así como juicio y causa.
En la LPP no se hace un uso extensivo de la confusión en los términos proceso
y procedimiento, salvo en el caso de la Revisión, que con buen tino el
legislador le cambió la denominación de recurso que tenía en la norma
española derogada, pero le nombró Procedimiento de Revisión (art. 455), a lo
que es realmente un proceso.

Los términos que usa la LPP para definir al proceso penal son el de expediente
y causa. Se denomina expediente a las actuaciones procedimentales que
tienen lugar durante la averiguación previa, mientras que causa se utiliza para
denominar la fase del juicio oral.

ARTÍCULO 108.-Las actuaciones y diligencias de la fase preparatoria se


hacen constar por escrito, las que integrarán el expediente. Cuando éste sea
presentado por el Fiscal al Tribunal con alguna de las peticiones a que se
refiere el apartado 2) del artículo 262 y el Tribunal lo radique, se denominará
causa.

En la LPP se utiliza también la denominación de juicio para nombrar a la etapa


del juicio oral, así los artículos 11 y 80, entre muchos otros.

La LPCALE, con mejor técnica jurídica, logró eliminar de su nomenclatura el


término juicio, que era utilizado en la norma española que rigió en Cuba para
definir las diferentes modalidades procesales (juicio declarativo de mayor
cuantía, juicio declarativo de menor cuantía, juicio ejecutivo). Pero en esta
norma sí existe un uso indistinto muy frecuente de los términos proceso y
procedimiento. Así vemos como utiliza el término procedimiento para referirse
al proceso administrativo (art. 654), al laboral (art. 696), al económico (art. 739)
al de revisión (art. 734). Se utiliza también procedimiento para referirse al
proceso penal (art. 104 y 340).

Aunque proceso y procedimiento tienen una misma raíz etimológica (procedere


o processus), la dogmática procesal les ha deparado significados distintos. El
concepto proceso está asociado a la esencia de la actuación procesal, mientras
que procedimiento se reserva a la forma externa de las actuaciones.
Para nosotros el concepto proceso es consustancial a la actividad jurisdiccional
judicial, de tal suerte que no existe proceso fuera de los tribunales. Proceso
define la estructura de las relaciones que se producen entre las partes y el
tribunal, la naturaleza intrínseca de los actos que se suceden en la prosecución
del fin pretendido, los criterios sustanciales que se tienen en cuenta para
arribar a las determinaciones que el tribunal adopta desde el inicio hasta el fin
de su labor jurisdiccional, así como los principios que regirán políticamente los
diferentes momentos que integran todo el iter de conocimiento, solución de
pretensiones e impugnaciones sucesivas que se puedan producir, hasta arribar
a una resolución judicial definitiva, generalmente una sentencia, que ponga fin
a todos los momentos precedentes y esta adquiera la condición de firme.

El razonamiento anterior puede ser demasiado amplio para aspirar a ser un


concepto, pero preferimos perder en concreción en aras de ganar en claridad,
para que contenga la mayor cantidad de elementos que conforman el proceso y
poder apreciar la diferenciación con la categoría procedimiento.

El término procedimiento es más amplio y puede estar presente en varios


escenarios. Se puede utilizar fuera del ámbito jurisdiccional para definir una
consecución de actividades que se suceden en diferentes actividades, como
puede ser el procedimiento legislativo o el electoral, aunque con frecuencia y
con mal uso de la expresión, se habla de proceso electoral y proceso
legislativo.

En el terreno jurisdiccional, procedimiento es sucesión de actuaciones


procesales y tiene para nosotros dos significados. El primero es para definir la
sucesión de actos que se producen en la actividad jurisdiccional que ocurre
fuera de los tribunales, como es el procedimiento arbitral, o el procedimiento
laboral, o el procedimiento administrativo, entre muchos otros. Consiste en
aquella actividad en la que participan individuos, autoridades, terceros, con el
propósito de conocer y resolver una situación jurídica determinada,
administrando justicia, por ende ejerciendo facultades jurisdiccionales; pero no
existe ejercicio de la acción y no ocurre en sede judicial, por tanto es
procedimiento y no proceso.
Dentro de esta visión también se utiliza la expresión procedimiento para definir
la actividad investigativa previa del proceso penal, en la que intervienen los
órganos encargados de la persecución. En esta fase no se administra justicia, o
sea, que no existe, como referimos en el párrafo anterior una actividad
jurisdiccional, pero es una fase necesaria dentro del proceso penal, que aún no
tiene la naturaleza de proceso y por ello la definimos como procedimental;
algunos autores la han denominado preprocesal (SENTÍS MELENDO).

El segundo enfoque, que es el que más nos interesa ahora, por ser el que está
intrínsecamente vinculado al concepto proceso, pues ocurre dentro de la
actividad jurisdiccional judicial, es el que le define como el aspecto externo del
proceso, la cuestión formal, facilitadora, mecánica en que se materializa el
proceso.

MONTERO AROCA, al sistematizar la doctrina española precedente, define esta


modalidad de procedimiento como el lado externo de la actividad procesal
(PRIETO-CASTRO), o una consideración meramente formal del proceso (GÓMEZ
ORBANEJA) o el fenómeno de la sucesión de actos en puro aspecto externo (DE
LA OLIVA).

Cualquiera de las consideraciones de estos importantes maestros, con las que


coincidimos, apunta a ver el término procedimiento en esta faceta de actuación
jurisdiccional judicial, como la consecución ordenada de actuaciones externas
que se suceden dentro de un mismo proceso.

Las leyes procesales al mismo tiempo que definen tipos específicos de


procesos se encargan de regular los distintos procedimientos que lo
conforman, de ahí el dilema terminológico que enfrentan a la hora de
bautizarlas. Tomando como ejemplo el escenario penal, en algunos lugares se
denomina Código del Proceso Penal (Uruguay y Venezuela), otros le
denominan Código de Procedimiento Penal (Ecuador y Colombia), otros
Código Procesal Penal (Perú y Nicaragua), mientras que otros le denominan
LPP (Cuba).
Es que en todas y cada una de estas normas existen modelos de procesos,
integrados por procedimientos, lo cual complejiza su denominación. En el caso
de Cuba la LPP regula el proceso penal ordinario que tiene lugar ante los
tribunales provinciales previstos para los delitos con sanción superior a los
ocho años de privación de libertad, tal y como quedó previsto en el Decreto Ley
No. 310 de 2013, de 23 de junio, que modificó la LPP.

ARTÍCULO 9.-Los tribunales provinciales populares son competentes para


conocer de los procesos que se originen por hechos delictivos cometidos en
sus respectivos territorios, sancionables con multa superior a mil cuotas;
privación de libertad superior a ocho años; muerte; o que atenten, cualquiera
sea la sanción, contra la seguridad del Estado. Asimismo, conocerán de los
delitos solo perseguibles a instancia de parte.

Este tipo de proceso específico se puede agotar en el procedimiento que la ley


tiene previsto para el tribunal provincial, consistente en todas las actuaciones
que se suceden desde que se admite el asunto a juicio oral hasta que se dicta
sentencia. Pero ante la inconformidad de alguna de las partes con la sentencia,
se puede establecer recurso de casación, cuyo conocimiento corresponde al
TSP, y que habrá de tramitarse conforme al procedimiento que la ley prevé
para este nivel de conocimiento, en que no habrá conclusiones, pruebas y
juicio oral, sino recursos y una eventual vista oral. En este caso el asunto
transcurrió por dos procedimientos distintos, en dos niveles jurisdiccionales
distintos, pero ambos integradores del mismo proceso penal.

El profesor GRILLO LONGORIA detalla las diferentes situaciones que pueden


suscitarse en el proceso civil en la relación proceso-procedimiento. Así un
proceso que se inició en un tribunal municipal para resolver una determinada
pretensión, al que le sobrevenga un recurso de apelación e incluso un recurso
de casación ante el TSP, en cuyo caso un mismo proceso estaría integrado por
tres procedimientos distintos, uno ante el tribunal municipal, otro ante el tribunal
provincial y otro ante el TSP, cada uno con sus características y
particularidades.
Se puede presentar la situación de un proceso que transite en parte de un
procedimiento, como es el caso del demandante que desiste del ejercicio de la
acción cuando el asunto está en una fase intermedia del procedimiento previsto
para su tramitación en el tribunal municipal, que pudiera ser después de la
contestación de la demanda. En este caso el tribunal resolvería el asunto,
archivaría las actuaciones en ese estado, con lo cual se pone fin al proceso con
la resolución correspondiente, pero quedaron por ejecutar una diversidad de
actuaciones que la ley tiene previstas para el procedimiento, como la apertura a
pruebas, la presentación de las pruebas que a cada parte interesan, la decisión
del tribunal sobre la admisión o inadmisión las pruebas, su práctica, en fin,
toda la sucesión de actos que la ley prevé y que conforman el procedimiento.

Existe la situación de que más de un proceso se pueda tramitar en un mismo


procedimiento. Es el caso de que el demandado interponga demanda
reconvencional. El demandado no se está limitando solo a contestar sino que
formula una nueva pretensión, por lo que deviene en actor. Estaríamos en
presencia de dos procesos con objetos procesales distintos, que correrían por
el mismo trámite del procedimiento previsto para el tipo de asunto en cuestión y
culminarían con una única sentencia.

Podemos concluir la distinción entre ambas categorías con el profesor GRILLO


LONGORIA, de que el proceso es la totalidad de actos que se suceden, vistos en
conjunto, formando con esos actos una unidad total en interés de conseguir la
cosa juzgada, de tal suerte que su obtención es lo que da unidad a este
complejo conjuntos de actos diversos.

6. Clases de proceso

Existen diferentes criterios de clasificación de los procesos, adecuados al


ángulo de visión que se le pretenda dar al asunto, ya sea por el derecho
material al que el proceso dará cabida o la naturaleza de la función que realiza
el tribunal, etc., etc.

6.1. Conforme a su tratamiento normativo


Un criterio de clasificación es de naturaleza normativa, o sea, el que se
establece en correspondencia con la propia definición que la ley procesal
brinda.

En nuestro medio existe una gran distinción entre el proceso penal y los
procesos regulados en la LPCALE. Con el proceso penal no existen mayores
dificultades, pues su regulación está concentrada en dos cuerpos normativos
específicos, la LPP y la LPPM.

En la LPP se regula el proceso penal y se establecen diferentes tipos de


procedimientos, unos de naturaleza ordinaria y otros, específicos, como el
procedimiento para los delitos perseguibles a instancia privada (art. 420), el
procedimiento contra acusados ausentes (art. 442), el procedimiento
sumarísimo (art. 479) o el procedimiento abreviado (art. 481), entre varios
otros.

En el ámbito no penal los diferentes procesos están previstos en la LPCALE,


que regula el proceso civil, el administrativo, el laboral y el económico. Dentro
del propio proceso civil se perfilan diversos tipos de procesos, unos de
naturaleza general, como el proceso ordinario y el proceso sumario y otros
especiales, como el divorcio, los procesos de amparo, el de expropiación
forzosa, etc.

De lege ferenda existe un tratamiento que acomoda el tipo procesal al derecho


material que se aplicará, pero esta correlación no se da de manera matemática.
Así vemos que existen países en los que se perfila un proceso civil diferente al
proceso mercantil, mientras que en otros los temas mercantiles y civiles se
tramitan en un mismo modelo procesal. En nuestro país los temas de familia se
tramitan en el mismo proceso civil, mientras que los temas económicos, que
bien podrían integrarse al modelo previsto para el enjuiciamiento civil, gozan de
un tipo procesal específico.
Los otros dos procesos contenidos en la LPCALE son el administrativo y el
laboral.

6.2. Proceso de conocimiento y proceso de ejecución

Esta clasificación, propia de los procesos no penales, está relacionada con la


naturaleza de la actuación que se reclama del tribunal en virtud de la
pretensión ejercitada.

El proceso de conocimiento es aquel en que el juez se instruye sobre una


situación de hechos aportada por quien ejercita la acción, los que luego de ser
probados permiten arribar a una sentencia, en la que el tribunal aplica el
derecho al caso concreto. Se denomina declarativo porque el tribunal declara el
derecho, que es similar a decir lo aplica. Es el tipo de proceso que caracteriza
el ejercicio de la función jurisdiccional y abarca los procesos declarativos,
constitutivos y de condena, que estudiaremos más adelante.

El proceso ejecutivo es de una naturaleza especial, pues el juez no realiza una


actividad informativa y de probanza, sino que se le requiere para que actúe,
para lograr que de forma coactiva se cumpla la voluntad previamente
dispuesta. En esta modalidad de proceso el desempeño jurisdiccional está solo
en garantiza que se ejecute lo dispuesto sin violar los derechos del condenado
o ejecutado, pues por lo general la verdadera actividad jurisdiccional se
practicó previamente en la conformación del título ejecutivo (sentencia de
condena).

La LPCALE regula un proceso ejecutivo, con dos procedimientos específicos


en correspondencia con el título que se pretende ejecutar, ya sea una
sentencia de condena previamente dictada (art. 473) o un título de crédito al
que la ley ha privilegiado para que genere ejecución inmediata sin requerir de
un proceso previo de conocimiento (art. 486). La redacción de la Ley no es feliz
cuando dice en el artículo 473 que las sentencias se ejecutarán en el mismo
proceso en que se haya dictado, pues estamos en presencia de un nuevo
proceso; de lo que se trata realmente es que se ejecutará por el mismo tribunal
que dictó la sentencia, lo que se refiere a un criterio de competencia llamado
funcional, que estudiaremos más adelante en este libro.

6.3. Procesos declarativos, constitutivos y de condena

Esta clasificación se realiza a partir del tipo de sentencia que se dictará, de tal
suerte que son procesos declarativos aquellos en que la sentencia que se dicta
es de simple declaración o satisfacción del derecho pedido. O sea, la decisión
del tribunal será una mera declaración o reconocimiento de la existencia o de la
inexistencia de un derecho o situación jurídica. Tipos de procesos de esta
naturaleza son aquellos en los que se pidió el reconocimiento del dominio
sobre un bien, o el que da lugar a que se disponga judicialmente la prescripción
de una acción por el transcurso de los plazos que prevé el CC.

Los procesos constitutivos son aquellos en que la declaración judicial crea,


modifica o extingue una relación jurídica material. Es el caso de los procesos
de divorcio, de filiación, de reconocimiento de una unión matrimonial no
formalizada, de extinción de una deuda. El término que los define siempre ha
sido confuso, pues al denominarse constitutivos tiende a que se piense que
solo son los que crean o generan, pero es mucho más abarcador, pues se
refiere a cualquier novación de una relación jurídica, ya sea generando una
nueva o modificando o extinguiendo la existente.

Por su parte los de condena, como su nombre lo indica, son aquellos en que el
pronunciamiento judicial dispone una obligación a cargo del vencido, ya sea de
dar, hacer o no hacer algo. De este tipo son el proceso reivindicatorio,
condenando a entregar un bien, o los que condenan al cumplimiento de un
contrato, o al cobro de un dinero adeudado. Las sentencias que se dictan en
este tipo de proceso son las que llevan aparejada una ejecución judicial
posterior, pues crean un título ejecutivo.

Con mucha frecuencia estas clasificaciones se combinan, es el caso del


reconocimiento de un matrimonio no formalizado, en que se pretende una
declaración judicial que valide una situación existente, y por ello es declarativo,
pero al mismo tiempo es constitutivo pues genera una situación jurídica
anteriormente ajena al derecho, que es el matrimonio generador de efectos.

Lo mismo ocurre en procesos que se pretende reivindicar un bien del cual no


se dispone del título de dominio, que se interesa en el propio proceso. En este
caso el tribunal se pronuncia primero sobre la titularidad del bien reclamado y
por tanto es declarativo, pero también condena a la entrega del bien, lo que la
hace de condena.

7. Efectos del proceso. La cosa juzgada

El más importante de los efectos del proceso es la cosa juzgada (res iudicata);
institución que representa que el asunto que motivó el conflicto de intereses o
la incertidumbre sobre el derecho encontró por fin solución.

La cosa juzgada es efecto y finalidad del proceso. El Estado brinda la


jurisdicción para que los ciudadanos encuentren un escenario de solución de
sus controversias, es también el lugar donde debe comparecer el propio Estado
si pretende aplicar el Derecho Penal contra un individuo. El Estado ofrece
también el proceso como vía para lograr los propósitos antes referidos, pero su
aspiración principal es lograr que con la aplicación del derecho se logre
pacificar el conflicto y lograr la normalidad social. A eso contribuye la cosa
juzgada, pues una vez lograda el asunto se petrifica y hace imposible volver
sobre el conflicto.

La imposibilidad de seguir debatiendo un tema hace que la cosa juzgada se


presente como un logro procesal en lo particular y social en lo general, de tal
naturaleza que incluso la sentencia que contenga determinada injusticia impide
igualmente que el asunto se vuelva a tratar.

Este dilema conceptual de tener que admitir que incluso una sentencia injusta
llegue a adquirir un valor constitutivo de derechos provoca que la doctrina haya
elaborado varias teorías encaminadas a explicar la naturaleza y fundamento de
la cosa juzgada.
Autores como SAVIGNY trataron de explicar el valor de la cosa juzgada, a través
de su teoría de la ficción de la verdad, creada frente a la conveniencia de
promover la estabilidad de las relaciones jurídicas (PALACIO). POTHIER por su
parte formuló su teoría de la presunción absoluta de verdad de la sentencia,
que encontró recepción en el CC francés, que colocó a la cosa juzgada entre
las presunciones.

ROCCO consideraba que el Estado presta su actividad jurisdiccional del mejor


modo posible, rodeándose de todas las garantías, admite cierto número de
veces la posibilidad del error, porque son imperfectos los medios de
conocimiento humano. Si a pesar de todas las garantías ofrecidas y agotados
estos exámenes sucesivos que brindan los recursos, la hipótesis del error no
se imagina más y desde el punto de vista del derecho el error ya no existe. El
Estado ofreció la acción, la cual se considera extinguida después que se ha
desenvuelto y consumado a través del proceso.

La crudeza de la exposición del jurista italiano hace que en ocasiones la


doctrina evite enfrentarlo, pero que nosotros compartimos, pues representa una
realidad a la que el ciudadano se enfrenta a diario cuando resuelto un asunto
por sentencia que se hace firme, no encuentra oído receptivo a sus sucesivos
reclamos de reevaluación, por haber adquirido la autoridad de la cosa juzgada.

Coincidimos con PALACIO en que el fundamento esencial que protege a la cosa


juzgada es de tipo axiológico, pues resulta obvio que son valoraciones de
seguridad y orden –más que de justicia estricta- las que sustentan su
mantenimiento en el orden jurídico.

7.1. Efectos de la cosa juzgada

El primero de los efectos es la inimpugnabilidad de lo ya resuelto, o sea la


imposibilidad de las partes de seguir debatiendo el asunto en el mismo
escenario hasta donde ese momento han litigado.
Otro de los efectos que produce la cosa juzgada es la inalterabilidad de lo
dispuestos; efecto que alcanza esencialmente al órgano jurisdiccional, que no
puede modificar el contenido de la sentencia. Las leyes establecen una
excepción a esta regla, que posibilita que el tribunal pueda, muto propio o a
solicitud de alguna de las partes, aclarar algún concepto oscuro, suplir
cualquier omisión o rectificar alguna equivocación importante de que
adolezcan, lo cual está contenido, con igual tratamiento, en el artículo 150 de la
LPCALE y en el artículo 50 de la LPP.

El término autoridad que se utiliza para definir la cosa juzgada se deriva de la


fuerza o eficacia que adquiere el pronunciamiento judicial contenido en la
sentencia, tanto para las partes en sus relaciones interpersonales, como para
el resto de las relaciones jurídicas con las que ellos se vinculan.

El primero de esos efectos al que ROCCO denomina procesales y para el cual


GRILLO LONGORIA utilizaba el término de eficacia negativa, está relacionado con
la imposibilidad de que se pueda volver a revisar el asunto en la vía
jurisdiccional, por la prohibición del non bis in idem. De tal suerte que la parte
beneficiada con la decisión puede utilizar la autoridad de la cosa juzgada como
una excepción frente a la contraparte e incluso contra terceros (exceptio rei
iudicata).

El otro efecto, que es de naturaleza sustantiva, al que GRILLO LONGORIA


denomina eficacia positiva, es la posibilidad que se abre al beneficiado con la
sentencia de ejercitar el pronunciamiento ante terceros, en correspondencia
con el derecho que se le concedió. El pronunciamiento judicial nova la relación
jurídica material que existía antes del proceso y generó entre las partes una
nueva relación jurídica, la que disfruta de esa autoridad.

En los procesos declarativos y constitutivos, con frecuencia el pronunciamiento


judicial tiene efectos frente a todos (erga omnes). En el caso de los procesos
de condena, nace para el beneficiado un nuevo derecho subjetivo, que le
permite el ejercicio de lo que doctrinalmente se conoce como acción de
ejecución (actio iudicati), y con ella el inicio de una nueva vía jurisdiccional para
lograr el cumplimiento efectivo de lo que se dispuso en la sentencia (título
jurisdiccional de condena). En todos los casos la nueva relación o situación
jurídica que nace de la sentencia tiene autoridad para ejercitarse frente a
terceros, no ya como un mecanismo de defensa para oponerlo al ataque, sino
como una declaración que hace valer el triunfador de forma libre y espontanea.

Para que una sentencia alcance la autoridad de la cosa juzgada debe haber
adquirido firmeza. La firmeza se convierte en un presupuesto de la institución.

Para que una sentencia se haga firme deben haberse agotado todas las
posibilidades de impugnación que ofrece la ley, o sea, no es posible recurrir
más.

La imposibilidad de recurrir se alcanza por diferentes vías. En unos casos por


la condición del nivel jurisdiccional que la dictó, como son las sentencias del
TSP, contra las cuales no cabe recurso alguno. Existen también procesos que
comienzan en el tribunal municipal y solo tienen previsto un segundo nivel de
evaluación en el tribunal provincial, sin ulterior recurso.

En otros casos la firmeza se adquiere por el vencimiento del plazo que la ley
concede para establecer el recurso. Con evidente error el profesor GRILLO
LONGORIA denominó a esta variante como consentimiento de las partes, por
dejar pasar los plazos fijados para el recurso o haber manifestado un
consentimiento expreso de no recurrir. El primer error es que la no
presentación del recurso no siempre obedece a una voluntad tácita del
perjudicado, pues existen múltiples factores que pueden impedir que una parte
recurra y no sea su voluntad lo que motiva la inactividad. Cuando el abogado
notificado de la sentencia no informa a tiempo a su cliente del derecho al
recurso, la resolución se hace firme aún cuando la persona pretendía recurrirla.
El segundo error es que nuestras leyes procesales no tienen prevista la
renuncia expresa a recurrir; en aquellos casos en que alguien pretenda
consentir el fallo, la variante que la ley ofrece es dejar vencer el plazo y no
ejercitar su derecho a impugnar. Existen ejemplos prácticos de jueces que han
admitido la renuncia expresa al recurso, con la marcada intención de acortar el
plazo, partiendo de la interpretación de que la norma no lo prohíbe
expresamente.

Nuestras leyes procesales definen la firmeza de las sentencias en los términos


siguientes:

En la LPP
ARTICULO 42.- (…) Llámese sentencia firme, cuando no quepa contra ella
recurso alguno; y ejecutoria, al documento público y solemne que
contiene una sentencia firme.
ARTICULO 49.-Las sentencias resolutorias de los recursos de apelación o
casación serán firmes desde el momento en que sean firmadas por todos los
que deban hacerlo. Las dictadas en primera instancia serían firmes una vez
transcurrido el término legal sin haberse interpuesto el recurso que la ley
autorice.

En la LPCALE
ARTÍCULO 155.- Se entienden por sentencias firmes, aquéllas contra las que
no cabe recurso alguno o no se ha establecido éste oportunamente por las
partes.

7.2. La cosa juzgada en el ámbito no penal

En la LPCALE no se define la cosa juzgada, pero la institución aparece


mencionada en diferentes formas y oportunidades. Como supuesto favorecedor
de la acumulación de procesos (art. 85.1); como excepción perentoria (art.
234); como presunción (art. 351); para explicar la falta de autoridad material de
las sentencias que se dictan en el proceso ejecutivo de títulos de crédito (art.
498); en una causal de casación por no haberla aceptado oportunamente como
excepción (art. 630.3); y, para explicar que las sentencias en procesos de
medioambiente no adquieren el efecto de cosa juzgada material, solo formal
(art. 829).

Es importante resaltar que en los procesos que se tramitan al amparo de la


LPCALE, a diferencia de lo que ocurre en el ámbito penal, la cosa juzgada
tiene una doble dimensión: formal y material.

Esta distinción es importante en este campo porque existen varios procesos en


los que una vez firme la sentencia se cierra la posibilidad del debate
momentáneo en ese mismo proceso, por lo que estamos en presencia de la
cosa juzgada, pero resulta que por la naturaleza del asunto es factible volver
sobre lo debatido en un proceso posterior. Esto obliga a dividir al instituto en
dos dimensiones, una formal y la otra material.

Estamos en presencia de la cosa juzgada formal cuando se han agotado todas


las posibilidades de impugnación en un proceso y es imposible seguir
debatiendo el asunto. Si la cuestión que fue objeto de debate puede o no
discutirse en otro proceso distinto y posterior, es un tema que no tiene
soluciones uniformes. No existe en la Ley una definición general sobre este
particular, sino que resulta necesario analizar la naturaleza del objeto de
debate y el tipo de proceso utilizado, para determinar, caso a caso, si la
cuestión puede ser debatida en un futuro o no.

Los conflictos que surjan con motivo del ejercicio de la patria potestad cuando
la ejerzan ambos padres, los conflictos que surjan entre los cónyuges sobre la
administración y disfrute de los bienes comunes, las reclamaciones sobre
alimentos y las controversias que surjan entre partícipes en relación con la
administración y uso de la cosa común, que se tramitan todas por proceso
sumario (art. 358), son cuestiones que una vez resueltas y con fuerza de cosa
juzgada la decisión, pueden volverse a debatir en un futuro, siempre y cuando
cambien las condiciones que existieron al momento de su adopción.

Algo similar ocurre con las decisiones que se adoptan en el proceso de divorcio
con relación a la guarda y cuidado de los hijos menores y el régimen de
comunicación, que una vez decididas en el proceso de divorcio, pueden ser
conocidas en procesos posteriores, siempre que cambien las condiciones.

Otro ejemplo lo tenemos en los procesos posesorios, en que se discuten


cuestiones puntuales que afectan la posesión de los bienes, pero no su
titularidad, razón por la cual la decisión adoptada por el tribunal, puede ser
debatida en otro momento y fecha.
En esta misma situación tenemos las sentencias que se dictan en los procesos
de ejecución de títulos de crédito (art. 498), y las que se dictan en procesos
medioambientales (art. 829), solo que estos tienen la ventaja de que la propia
ley lo expone. Cuando en estos artículos se estipula que las sentencias que se
dictan en estos procesos carecerán de la autoridad de la cosa juzgada o que
no causan estado de cosa juzgada, se están refiriendo a la cosa juzgada
material, no a la formal, pues esta última se alcanzó desde el momento en que
el asunto quedó resuelto mediante sentencia que adquirió firmeza.

Existe una acepción de la cosa juzgada formal que es ajena a nuestra doctrina
y legislación, pero que es importante conocer, que le atribuye esta categoría
solo a las resoluciones que se dictan dentro de un mismo proceso, de tal suerte
que una vez impugnadas y decididas por el juez no las podrá desconocer en el
desarrollo posterior del asunto. Se trata de un efecto interno de las
resoluciones dictadas en un proceso. Según esta concepción la cosa juzgada
formal se produce en todas las resoluciones que se dictan en un proceso,
menos la última, mientras que la material la produce solo la sentencia final que
se pronuncia sobre el fondo del asunto (MONTERO AROCA). Esta doctrina tiene
respaldo normativo en la VLEC:

ARTÍCULO 207.3.- Las resoluciones firmes pasan en autoridad de cosa


juzgada y el tribunal del proceso en que hayan recaído deberá estar en todo
caso a lo dispuesto en ellas.

La cosa juzgada material es ese efecto perpetuo que adquiere lo resuelto por el
juez, razón por la cual COUTURE la denomina cosa juzgada sustancial, de tal
suerte que nunca más se podrá debatir en un proceso futuro lo ya resuelto.

En correspondencia con lo dicho con antelación existen procesos que solo


alcanzan la cosa juzgada formal, pero no la material, mientras que en otros al
mismo tiempo que se alcanza la cosa juzgada formal se alcanza la material,
pues por la naturaleza del proceso, el tema no se podrá volver a debatir.

Una de las dificultades expositivas que tiene este tema desde la teoría general
es que solo es posible apreciarlo cuando nos adentramos en el estudio de la
parte especial, y vemos concretamente en la ley cuales son aquellos procesos
que desde el momento en que la sentencia es firme se consolida para ella el
efecto de la cosa juzgada material.

Uno de los problemas más complejos de la teoría de la cosa juzgada es el


relativo a sus límites, o sea, hasta donde alcanza la identidad entre lo que ya
se resolvió y lo que se pretende en un nuevo proceso. Se trata de un dilema
teórico de importantes consecuencias prácticas, pues a partir de su apreciación
es que el tribunal podrá valorar la procedencia o no de la excepción de cosa
juzgada que se presente en un proceso.

La doctrina ha configurado los límites de la cosa juzgada en una dimensión


subjetiva (límites subjetivos) y en una dimensión objetiva (límites objetivos), los
que en nuestra Ley no quedan totalmente claros. En la LPCALE los requisitos
de la cosa juzgada se delimitan como presunción, pero son los mismos que
deben darse para su apreciación como excepción.

ARTÍCULO 352.- Para que la presunción de cosa juzgada surta efecto en otro
proceso, es necesario que, entre el caso resuelto por la sentencia y aquel en
que ésta sea invocada, concurra la más perfecta identidad entre las cosas, las
causas, las personas de los litigantes y la calidad con que lo fueron.

El límite subjetivo queda claro, cuando se exige la identidad entre las personas
de los litigantes y su calidad, pero no ocurre lo mismo con el límite objetivo
cuando se alude de cosas y causas, aunque pudiera inferirse que se está
refiriendo a la pretensión.

Desde el punto de vista subjetivo la regla general es que la cosa juzgada solo
alcanza a los que han litigado, de tal suerte que quienes no han sido partes del
proceso no son afectados por ella. La regla general de esta exigencia está
referida a la necesidad de que sean las mismas personas las que intervienen
en ambos procesos, debiendo ser incluso idéntica la calidad en que intervienen
en ambos casos. La calidad está referida a la condición en la cual se
comparece en el proceso; no existe identidad si, compareciendo la misma
persona en un caso lo hace para reclamar un derecho propio, mientras que en
otro actúa como representante de un menor o de una persona jurídica. Aun
tratándose del mismo compareciente, ha cambiado la calidad (que más bien
debería llamarse cualidad) de la persona y por lo tanto no se da el requisito de
identidad exigido por la Ley, se trata de valorar que lo importante no es la
identidad subjetiva física sino la identidad subjetiva jurídica de quien
comparece al proceso (BARONA VILAR).

Contrario a lo anterior el cambio en la relación jurídico procesal, en la posición


de actor o demandado, no afecta la identidad mencionada. Si una persona
aparece en un proceso como actor y en el otro como demandado, existe la
identidad subjetiva requerida siempre y cuando estén presentes las restantes
identidades exigidas.

El artículo 352 de la LPCALE establece una excepción en la apreciación de la


identidad subjetiva, referida a aquellos casos del vínculo erga omnes que
producen las sentencias en que se resuelven pretensiones relativas al estado
civil y las relativas a la validez o nulidad de las disposiciones testamentarias,
pero que se puede extender a las sentencias de filiación, matrimonio, entre
muchas otras de similar naturaleza; en estos casos debe estimarse la identidad
subjetiva siempre, pues el contenido de lo que se litiga producirá efectos contra
todos.

El límite objetivo de la cosa juzgada está asociado a la pretensión, que como


expusimos anteriormente constituye el objeto del proceso, siendo esta cualidad
la que le da sentido como tal. En esta dirección sería solo el pedimento
concreto del actor, plasmado en la parte resolutiva de la sentencia, lo que
debía conformar el límite objetivo, pero la doctrina ha integrado al ámbito del
límite objetivo la causa de pedir.

La exigencia referida a que exista igualdad en el objeto de los litigios se da


cuando en dos procesos existe el mismo objeto litigioso, porque se demanda la
declaración del mismo derecho o relación jurídica, o se presenta basándose en
el mismo suceso una semejante petición de demanda (ROSENBERG).
Por su parte la causa de pedir (causa petendi) está referida a lo que en el
derecho positivo se conoce como título o causa de pedir. Sobre este particular
se perfilan en la doctrina dos vertientes fundamentales de identificación de la
causa petendi:

 La teoría de la sustanciación: para esta posición son los hechos controvertidos


los que delimitan la causa de pedir. Para fundamentar esta teoría, que resulta
especialmente válida cuando se trata de acciones personales, se brinda el
ejemplo ilustrativo de la existencia de diversas relaciones de préstamo entre
dos individuos, en el que se reclama el pago de una determinada cantidad. En
este caso, a los efectos del proceso en sí, lo definitorio no es el fundamento
jurídico de la relación (préstamo), ya que las diversas relaciones son del mismo
tipo, sino la determinación de cuál es el préstamo concreto que se reclama
(SALAS CARCELLER).

 La teoría de la individualización: especialmente aplicable para las acciones


reales, se fundamenta en la identificación de la relación jurídica como
determinante de esta. Se nos brinda el ejemplo de la acción real en que un
individuo establece una demanda reivindicatoria (o simplemente declarativa de
dominio), acerca de un bien que afirma haber adquirido por herencia; si en otro
proceso similar comparece alegando que la propiedad del bien fue adquirida
por donación, existirá identidad en cuanto a la relación jurídica, ya que el
derecho que se alega es el de dominio, siendo irrelevantes a los efectos
pretendidos los hechos de la adquisición, o sea, es la relación jurídica la que
determina e identifica (GÓMEZ ORBANEJA).

Cuestiona ROSENBERG como estas teorías han ido cediendo terreno


mutuamente, produciéndose una confluencia de ambas posiciones, de forma
tal que para determinar la causa petendi es necesario apreciar de conjunto
tanto los hechos como los fundamentos de derecho en que se basa la solicitud,
de la conjugación de ambos es posible identificar la causa de pedir del proceso.

7.3. La cosa juzgada en el ámbito penal

En la LPP tampoco se define la cosa juzgada, pero a diferencia de la LPCALE


en que aparecía mencionada en varias partes de la Ley, la única referencia que
aparece es como excepción al ejercicio de la acción penal por la fiscalía, en el
artículo 290.2.

En el proceso penal no tiene sentido la división de la cosa juzgada en formal y


material porque todas las sentencias penales, ya sean condenatorias como
absolutorias, gozan del efecto de la cosa juzgada material, pues en este campo
existe una prohibición absoluta al doble juzgamiento o non bis in idem.

No existen mayores dificultades tampoco en cuanto a los límites de la cosa


juzgada, pues aquí hay plena coincidencia en que es solo el objeto del proceso
lo que integra el contenido de la cosa juzgada, que como ya sabemos son los
hechos contenidos en la sentencia. Los hechos conforman la identificación
subjetiva del condenado y los hechos delictivos cometidos, por lo que en una
misma categoría que es el objeto se integran ambos límites.

7.4. Extinción de la cosa juzgada

Ya dijimos que el efecto de la cosa juzgada material es perpetuo, de ahí el


carácter sustancial que señalaba COUTURE, no obstante existen situaciones
muy justificadas, a las que la ley les confiere carácter de excepcionalidad, que
posibilitan eliminar este efecto permanente y volver sobre lo juzgado. En estos
casos se produce un dilema profundo entre justicia y seguridad, en que se
apuesta por la justicia.

El medio que se diseña para eliminar la cosa juzgada y poder volver sobre lo
juzgado es la revisión.

En numerosos ordenamientos a la revisión se le considera indebidamente un


recurso, calificativo que entra en franca contradicción con la naturaleza de la
cosa juzgada. La revisión es un medio de impugnación, visto este término
como aquel medio de ataque a una resolución judicial, pero no es un recurso,
sino que toma en la norma cuerpo de proceso, a través del ejercicio de la
acción y la formulación de una pretensión, que intenta revertir el resultado ya
alcanzado, bajo el fundamento de la existencia de errores insalvables o de
ilegalidad.

El conflicto entre justicia y seguridad antes apuntado hacen que tanto en la


doctrina como en la práctica exista mucho debate sobre la procedencia de la
revisión.
La LPCALE identifica a la revisión como un procedimiento, aunque en el
primero de sus artículos (art. 641) lo denomina proceso, lo que obedece a la
confusión terminológica entre ambas categorías, apuntada anteriormente.

Las causas que justifican esta vía excepcional están contenidas en el artículo
642, siendo todas de extrema excepcionalidad, lo que provocó que durante
muchos años el proceso de revisión fuera un rara avis en la práctica judicial
cubana, por la dificultad de calificar en algunos de los supuestos planteados
por la Ley. El Decreto Ley No. 241/06 modificó este artículo e introdujo un
nuevo supuesto que abrió las puertas de la revisión y provocó que bajo su
invocación se pudieran analizar nuevamente fallos firmes. Aunque el estado de
indefensión a que hace mención la nueva causal puede ser provocada tanto
por el propio órgano, como por la representación de la parte o por una causa
de tipo material que haya impedido el pleno ejercicio de los derechos, en la
práctica este motivo se ha identificado con el deficiente servicio de
representación del abogado, que con su actuar le provoca un perjuicio al
cliente.

Cuando, atendiendo a argumento debidamente fundamentado, se constate por


la Sala la presencia de situación específica de haberse colocado en estado de
indefensión a parte interesada, con trascendencia al derecho que reclama.

Otra modalidad de excepción a la cosa juzgada en el proceso civil es la


llamada audiencia en rebeldía, concebido como un procedimiento que permite
que el demandado que ha estado ausente pueda retrotraer el proceso al
momento en que se le declaró su rebeldía, amparado en que no tuvo
conocimiento de la existencia del proceso o estuvo impedido de poder
comparecer. Es una institución que trata de salvar la equidad procesal,
colocando al demandado en el mismo lugar en que debió estar si su ignorancia
u obstáculo no se lo hubiera impedido.

Esta modalidad excepcional al efecto perpetuo de la cosa juzgada tiene en la


Ley un límite temporal de seis meses, contados a partir de la fecha en que la
sentencia adquirió firmeza, vencidos los cuales es imposible volver sobre lo
resuelto y se convalida de esta forma cualquier defecto que se haya producido
en el proceso con relación a la presencia del demandado. En este caso sale
victoriosa la seguridad en su conflicto con la justicia.

En el proceso penal cubano se produjo un cambio radical del proceso de


revisión en el año 1985, en virtud del Decreto Ley No. 87, de 22 de julio. Hasta
ese momento la revisión estaba limitada a unos pocos preceptos muy
excepcionales, que la convertían en un medio de impugnación virtualmente
inexistente. Ante la evidencia de diversas situaciones de palmaria injusticia,
que no encontraban vías de solución adecuada, y que obligaban a las
autoridades a buscar mecanismos alternativos para tratar de salvar la situación,
el legislador amplió las causales de revisión hasta límites insospechados,
incluyendo incluso los que son actualmente motivos para combatir las
sentencias mediante el recurso de casación. La modificación desnaturalizó el
carácter excepcional de la revisión; en una pugna entre justicia y seguridad, el
legislador apuesta por la justicia.

La LPP concibe la revisión como un derecho a ejercitarse tanto por el fiscal


como por el sancionado, aunque limita el tiempo a dos años, para el caso del
acusado absuelto (art. 457).

La doctrina más avanzada y las nuevas normas procesales penales han


limitado la revisión solo a las sentencias condenatorias, de tal suerte que la
posibilidad de pedir la revisión es exclusiva del sancionado y no del ministerio
fiscal o del resto de las partes acusadoras; así se pronuncian las leyes
procesales de Bolivia (art. 421), Uruguay (282), Venezuela (463), Nicaragua
(337), por solo citar algunos ejemplos, pues constituye una tendencia en la
generalidad de los cuerpos procesales de nuestro Continente.

LECTURAS RECOMENDADAS
BÁSICA
COUTURE, Eduardo; Fundamentos del Derecho Procesal Civil (Capítulo IV-El
proceso); Tercera edición (póstuma), Depalma, Buenos Aires, 1997
GRILLO LONGORIA, Rafael; Derecho Procesal Civil I, (Capítulo VI. El proceso
civil; Capítulo VII. La naturaleza jurídica del proceso; Capítulo VIII.
Clases de proceso; Capítulo IX. Efectos del proceso); Editorial Pueblo y
Educación, La Habana, 1985
MENDOZA DÍAZ, Juan; El Proceso Ordinario de Conocimiento. Actitudes del
Demandado, Editorial CIABO, La Habana, 2000.

PARA SABER MÁS


ARMENTA DEU, Teresa; Lecciones de Derecho Procesal Civil (Lección nueve- El
objeto del proceso: sus elementos delimitadores); Marcial Pons,
Barcelona, 2004
CARNELUTTI, Francesco; Sistema de Derecho Procesal Civil, Volumen III
(Composición del proceso), traducción de Niceto ALCALÁ-ZAMORA y
Santiago SENTÍS MELENDO, editorial UTEHA, Buenos Aires, 1944.
CHIOVENDA, Giuseppe; Principios del Derecho Procesal Civil, tomo II, Instituto
Editorial Reus, Madrid, s/f.
DE LA OLIVA SANTOS, Andrés; “El objeto del proceso penal”, En: Derecho
Procesal Penal, Sexta Edición, Centro de Estudios Ramón Areces,
Madrid, 2003
DE PINA, Rafael con José Castillo Larrañaga; Instituciones de Derecho Procesal
Civil (Capítulo V- El Proceso); Editorial América, México, 1946
DÍAZ PINILLO, Marcelino; “La interpretación de la Ley Procesal Penal”. En:
AAVV; Temas para el estudio del Derecho Procesal Penal, primera
parte, Editorial Félix Varela, La Habana, 2006.
FENECH, Miguel; Derecho Procesal Penal (Libro Tercero. Objeto del proceso de
declaración); Editorial Labor, Barcelona, 1960
FERNÁNDEZ PEREIRA, Julio; “Las fuentes formales del Derecho Procesal Penal”.
En: Colectivo de autores; Temas para el estudio del Derecho Procesal
Penal, Primera parte, Editorial Félix Varela, La Habana, 2006.
GIMENO SENDRA, Vicente; “El proceso”; En: AVV; Derecho Procesal, Tomo I
(volumen I), 5ta edición, Tirant lo Blanch, Valencia, 1990
GÓMEZ ORBANEJA, Emilio, con Hercer QUEMADA. Derecho Procesal Civil,
volumen I, parte general. Artes Gráficas y Ediciones, Madrid, 1979
MONTERO AROCA, Juan; “Naturaleza del proceso”. En: AAVV; Derecho
Jurisdiccional I, 2ª edición, Librería Bosch, Barcelona, 1989
__________________; “Estructura del proceso”. En: AAVV; Derecho
Jurisdiccional I, 2ª edición, Librería Bosch, Barcelona, 1989
MONTERO AROCA, Juan; “El objeto del proceso”, En: Derecho Jurisdiccional II.
Proceso Civil; Tirant lo Blanch, Valencia, 2005
PALACIO, Lino Enrique; Manual de Derecho Procesal Civil, decimosexta edición
actualizada (Capítulo III-El proceso), Abeledo-Perrot. Buenos Aires, 2001
RAMOS MÉNDEZ, Francisco; Derecho Procesal Civil, tomo I, Librería Bosch,
Barcelona, 1986.
ROCO, Ugo; Derecho Procesal Civil (Capítulo XVIII- La cosa juzgada); Segunda
Edición; Porrúa, México, 1944
SALAS BETETA, Chistian; El proceso penal común; Gaceta Jurídica; Lima, 2011
SALAS CARCELLER, A., “La litispendencia y sus relaciones con la cosa juzgada”.
Contenido en el CD-ROM Cuadernos de Derecho Judicial (1992-1996).
Editado por el Consejo General del Poder Judicial
VÉSCOVi, Enrique; Teoría General del Proceso. Segunda edición (Capítulo VI-
El proceso); Temis, Bogotá, 1999
VON BÜLOW , Oskar. La Teoría de las Excepciones Procesales y los
Presupuestos Procesales. Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos
Aires, 1964
CAPÍTULO VI. LOS PRINCIPIOS GENERALES DEL PROCESO

SUMARIO: I.-Cuestiones generales. II. Principios del proceso; 1. Principios relativos a la


estructura del proceso; 1.1. Principio de contradicción; 1.2. Principio de igualdad. 2.
Principios relativos al objeto del proceso; 2.1. Dispositivo material y oficialidad; 2.2.
Principio de legalidad y principio de oportunidad; 2.3. Principio inquisitivo y principio
acusatorio; 2.3.1. Delimitación de los órganos que realizarán la investigación y el juicio
oral; 2.3.2. Imposibilidad de que exista juicio oral sin acusación; 2.3.2. Correlación entre
acusación y sentencia. 3. Principios relativos a la introducción de los hechos; 3.1.
Aportación de parte e investigación judicial. 4. Principios relativos a la valoración de la
prueba; 4.1. Prueba tasada y libre valoración; 4.2. Presunción de inocencia. 5. Principios
relativos al régimen cautelar; 5.1. Presupuestos de las medidas cautelares; 5.2.
Instrumentalidad; 5.3. Jurisdiccionalidad; 5.4. Provisionalidad; 5.5. Variabilidad; 5.6.
Proporcionalidad. 6. Principios relativos al régimen de los recursos; 6.1. Doble o único
juzgamiento; 6.2. El agravio; 6.3. Prohibición de la reformatio in peius. III. Principios del
procedimiento. 1. Principios relativos al impulso y desarrollo de las actuaciones; 1.1.
Dispositivo procesal; 1.2. Impulso procesal de oficio; 1.3. Preclusión y unidad de
audiencia. 2. Principios relativos a la forma de las actuaciones; 2.1. Oralidad y escritura.
3. Principios relativos a la relación del órgano jurisdiccional con los hechos del proceso;
3.1. Mediación e inmediación. 4. Principios relativos a la comunicación de las
actuaciones; 4.1. Publicidad y reserva.

Una palabra no dice nada


y al mismo tiempo lo esconde todo
igual que el viento que esconde el agua
como las flores que esconde el lodo.
Carlos Varela

I. Cuestiones generales

Ya dejamos expuesto en el Capítulo II la dimensión que para nosotros tiene la


categoría principios, lo cual trasladamos aquí de manera íntegra.

Le concedemos un valor preponderante al estudio de los principios del proceso


en esta parte general, pues son el instrumento que mejor permite apreciar el
carácter unitario del Derecho Procesal. Veremos cómo un determinado
principio, común para todo el ámbito procesal, matiza su actuación en una u
otra modalidad de proceso en correspondencia con el derecho material que
subyace en el conflicto.

El estudio de los principios hay que abordarlo despojado de cualquier


pretensión bíblica, como algunos tratan de hacerlo, pues son categorías que
han pasado por un largo proceso de evolución y consolidación, que posibilita el
nivel de aceptación de que disfrutan, aunque algunos aún provocan mucha
polémica, en correspondencia con la posición que se tenga sobre en el plano
ideológico. Baste mencionar el conflicto existente en materia probatoria en el
proceso civil, entre los que defienden una posición activa del juez en este
campo (TARUFO; PICÓ), postura calificada de autoritaria por los que defienden
un juez que no pueda intervenir en la aportación de medios de prueba
(MONTERO AROCA; ALVARADO VELLOSO); conflicto que gira alrededor del principio
de aportación de pruebas en el proceso civil.

Otro aspecto que debemos tener en cuenta al enfrentar el estudio de los


principios es que a pesar de que con fines eminentemente metodológicos son
analizados de forma individual, en la práctica se manifiestan dialécticamente
interrelacionados, de tal forma que entre ellos se produce una sinergia, en que
unos se manifiestan con mucha preponderancia en un tipo de proceso y luego
suavizan su rigor en alguna modalidad procesal, cediendo espacio a otros
principios.

Con todo lo dicho, resulta válida la advertencia de MONTERO AROCA en torno al


riesgo de una posible hipervaloración, de tal suerte que los principios no se
realizan siempre en los procesos concretos de manera absoluta, en forma pura,
pues lo normal es que las leyes no sean simplemente el mero reflejo de un
principio, sino un compromiso entre el principio y la realidad social en que debe
aplicarse.

Veremos aquí una distinción entre principios del proceso y principios del
procedimiento, lo que obedece a la diferencia conceptual existente entre ambas
categorías. La acepción de procedimiento que manejamos aquí es la segunda
analizada, o sea, aquella que tiene que ver con las actuaciones que tienen
lugar dentro de un proceso, en sede judicial. Los principios del proceso son
aquellos de naturaleza raigal, orgánica, estructural, asociados a presupuestos
de política procesal, que determinan el mayor o menor nivel de garantías por el
que transcurrirá el conocimiento de un asunto; mientras que los principios del
procedimiento son de naturaleza técnica, formales, facilitadores de las maneras
de actuación, lo cual no disminuye su valor ni su influencia en el soporte
garantista, pero no lo tienen como cometido esencial.
La gran mayoría de los principios que estudiaremos se nos presentan como
binomios contradictorios, de tal suerte que cuando se incrementa la
preponderancia de uno en el proceso, es porque el otro ha cedido terreno.

II. Principios del proceso

1. Principios relativos a la estructura del proceso

La primera de las subclasificaciones de estos principios es aquella que tiene


que ver con los relativos a la estructura propiamente dicha del proceso y son
los que tienen una mayor vinculación con los principios políticos, pues
constituyen una derivación directa de aquellos.

Dentro de esta clasificación se incluyen dos principios que están íntimamente


relacionados, de forma tal que en ocasiones se confunden y en otros casos se
ve uno como derivación del otro; nos referimos a los principios de contradicción
y de igualdad.

1.1. Principio de contradicción

Este principio está ubicado en la misma antesala de todo el proceso, pues


mediante él es que se garantiza que el debate se presente como una
verdadera contienda entre partes. En el proceso penal por lo general tiene
rango constitucional, pues se presenta como la obligación impuesta al poder
público de que nadie puede ser condenado si previamente no ha tenido la
posibilidad de ser oído y vencido en juicio, lo cual abre para el imputado lo que
se conoce como derecho a resistir la imputación.

Este principio, conocido también como principio de bilateralidad de la audiencia


o bilateralidad del debate, se materializa cuando ambas partes en el proceso
(acusador-acusado; demandante-demandado), pueden comparecer para hacer
valer sus respectivas pretensiones, proponer pruebas y realizar todas las
diligencias que estimen pertinentes en aras del derecho alegado. Se trata de un
diseño consustancial a la labor de administrar justicia, pues como dice
MONTERO AROCA, en toda la actuación del Derecho por la jurisdicción han de
existir dos partes enfrentadas entre sí, las que ineludiblemente son parciales y
que acuden a un tercero imparcial que es el titular de la potestad jurisdiccional,
y que se corporifica en el juez o magistrado; esta no calidad de parte que juega
el tribunal es a lo que el profesor de Valencia llama impartialidad.

A diferencia de lo que dijimos en la parte introductoria de este Capítulo, este


principio no forma parte de un binomio de opuestos, pues es imposible
combinarlo con otro principio en relación de fuerzas inversas, toda vez que
para que sea proceso debe ser contradictorio, de lo contrario no es proceso.
Remitimos a lo expuesto en el Capítulo III sobre el particular, en el sentido de
que cuando se pide al tribunal un pronunciamiento judicial, sin un diseño
contradictorio para encauzar el pedimento, estamos en presencia de un
procedimiento y de una actuación de jurisdicción voluntaria del tribunal, pero no
existe ni proceso, ni jurisdicción.

En los diferentes ámbitos este principio se corporifica en la forma en que se


concibe el cauce procesal, de tal suerte que la contradicción se logra
diseñando un proceso en que las partes tengan la posibilidad de someter a
debate contradictorio todos aquellos elementos que el tribunal tomará en
cuenta al momento de fallar.

Por su acepción semántica con mucha frecuencia se asocia el principio de


contradicción a la posibilidad de debatir puntos de vista, opiniones y conceptos,
lo cual no es errado, pero la verdadera dimensión de este principio hay que
verla en el método de práctica de las pruebas, pues son ellas las que permiten
al juez tomar certeza sobre lo controvertido. Para garantizar que el principio
prevalezca, el legislador debe diseñar el proceso de tal suerte que no pueda
llegar al juicio valorativo del juez ningún medio probatorio que previamente no
haya sido sometido a disputa. La plena vigencia del principio impide que pueda
entrar en la sentencia nada que no haya pasado por la beligerancia de las
partes, dicho de otra manera, lo que el juez puede utilizar para fundamentar su
fallo es lo que resulte del debate probatorio.
En las diferentes normas procesales se perfilan procesos que tienden a ser
plenamente contradictorios y otros en los que el legislador intencionadamente
disminuyó la contradicción, en función de lograr mayor celeridad, generalmente
porque las pretensiones que se ventilan en ellos no son tan prioritarias. La
fórmula que se utiliza en estos casos es darle al primero el valor de modelo o
paradigma, con efectos supletorios para el resto del ordenamiento.

En la LPCALE el proceso modelo es el ordinario, regulado en el artículo 223 y


siguientes, y concebido para las pretensiones más relevantes, al que el
legislador dotó de un amplio escenario de debate: demanda, excepciones,
contestación, reconvención, réplica, dúplica, impugnaciones, etc., etc. En la
propia norma se concibió un modelo procesal sumario, previsto en los artículos
358 y siguientes, donde se simplificaron los trámites y con ello se disminuyó el
escenario contradictorio, reservado para pretensiones que requieren una
respuesta rápida y sobre las cuales no opera el efecto perpetuo de la cosa
juzgada material.

Algo similar ocurre en el ámbito penal, en que el legislador diseñó un proceso


para el conocimiento de los delitos con sanción mayor a los ocho años de
privación de libertad, competencia de los tribunales provinciales, y otro modelo
procesal muy similar, competencia de los tribunales municipales para delitos de
uno a ocho años de privación de liberta (Decreto Ley No. 310/13), ambos con
una amplia gana de garantías con un nivel de contradicción muy similar, y al
mismo tiempo coexiste un modelo procesal para el conocimiento de los delitos
de hasta un año de privación de libertad (art. 359 y siguientes), en que se
evidencia una disminución sustancial del contexto contradictorio, en que la
presencia de fiscal y abogado no es indispensable en el juicio oral, junto a otras
particularidades que matizan la actuación jurisdiccional.

En nuestro modelo procesal penal las pruebas se practican durante la fase del
juicio oral, donde prevalece el principio de contradicción, no así durante la fase
procedimental investigativa, en que al no estar presente el principio de
contradicción, no existe práctica de las pruebas, sino indagación, búsqueda de
elementos, interrogatorios a imputados, víctimas y testigos, pero sin
sometimiento a debate contradictorio, de tal suerte que lo que se logra no es un
resultado probatorio, sino indagatorio.

Si en la fase preparatoria del proceso penal se hace necesario tomarle


declaración a un testigo que presumiblemente estará ausente del país para la
fecha en que tenga lugar el juicio oral o existe la posibilidad de que pueda
fallecer o incapacitarse, se adoptan determinadas diligencias, como la
designación de abogado para el acto, así como la presencia del fiscal, con el
propósito de revestirlo de contradicción, toda vez que la presumible ausencia
del declarante al juicio oral, impide que esta prueba pueda ser sometida a
contradicción en su momento (art. 194). Lo que se hace es adelantar la práctica
de prueba, convirtiéndola en lo que se conoce como prueba anticipada o
preconstituida. Justo es reconocer que el propósito no se logra totalmente, toda
vez que la declaración se presta ante el órgano encargado de la investigación y
no ante un juez, como ocurre en el escenario procesal de otros países, pues el
juez es el que puede garantizar el balance contradictorio, por su condición de
sujeto estatal al cual las partes se encuentran subordinadas, lo cual no ocurre
con el investigador policial.

1.2. Principio de igualdad

El principio de igualdad está estrechamente vinculado con el de contradicción,


de forma tal que se manifiesta como un correlato o complemento de este, pues
lo que condiciona que exista la bilateralidad mencionada es precisamente la
previa aceptación de un presupuesto de igualdad entre los que intervienen en
el debate.

GIMENO SENDRA considera que el derecho de las partes a no sufrir


discriminación alguna en el ámbito del proceso y a tener las mismas
posibilidades de alegación, prueba e impugnación, es un derecho fundamental
autónomo, consagrado genéricamente en la Constitución y más explícitamente
en el derecho a un proceso con todas las garantías, o sea, a lo que se conoce
como due proces of Law y que los alemanes denominaron como igualdad de
armas (GÓMEZ ORBANEJA).
No se concibe la contradicción si las partes no están colocadas en posiciones
de igualdad, pues, de lo contrario, sería una ficción. La expresión alemana de
igualdad de armas brinda, ofrece la idea de que la batalla que se librará en el
proceso, solo es posible desplegarla de forma equilibrada si ambas partes
están igualmente pertrechadas.

La materialización normativa de este principio se logra cuando se garantiza una


igualdad de oportunidades procesales, o sea, cuando se diseña el proceso de
tal manera que cada actuación de una parte tenga similar escenario para
contrarrestarse, cuando se trata de que los plazos concedidos a las partes
tienden a ser homogéneos, cuando se brindan similares oportunidades de
impugnación, etc., etc.

No obstante lo anterior, se reconoce que durante la fase de investigación o


sumarial del proceso penal, el principio de igualdad sufre un desbalance a favor
del Estado, pues el imperio del proceder inquisitivo en esa etapa así lo
condicional. Esta es la razón que justifica que coloquemos el derecho a la
defensa como un principio directamente relacionado con el de igualdad, pues
partimos de la premisa de que no se puede aspirar a alcanzar determinados
niveles de igualdad entre partes que son originariamente desiguales. El
derecho a la defensa se nos presenta entonces como un principio que tiende a
lograr la igualdad entre partes desiguales por naturaleza.

La colocación del principio del derecho a la defensa como complemento del


principio de igualdad es una decisión estrictamente metodológica, pues el
derecho a la defensa se nos presenta en el proceso penal como un
megaprincipio, que irradia y se incardina con muchos de los otros principios
aquí estudiados y que se corporifica en la Ley mediante el diseño de un
conjunto de garantías que en la generalidad de los casos han sido elevadas a
la categoría de derechos fundamentales, por lo que pudiera estar colocado sin
dificultad en cualquier otra parte de este estudio.

Cuando hablamos de derecho a la defensa nos estamos refiriendo al conjunto


de facultades en manos del acusado para repeler la imputación, las que en su
gran mayoría no son otra cosa que la exigencia de las garantías y los derechos
que se derivan de los principios que rigen el enjuiciamiento penal, lo que
convierte al derecho a la defensa en un tema recurrente cada vez que
analicemos muchos de los principios del proceso.

Por las razones antes expuestas resulta muy difícil definir el contenido del
derecho a la defensa, motivo por el cual esbozaremos solo algunas de las
cuestiones que consideramos que obligatoriamente no deben ser olvidadas en
este análisis y dentro de las cuales se hallan el derecho a la defensa material,
el derecho a la defensa técnica y el diseño de un adecuado catálogo de medios
de impugnación.

El derecho a la defensa material: esta categoría no está presente en la norma


procesal cubana, pues su utilización normativa y doctrinal es relativamente
reciente. Sirve para definir el derecho que tiene el imputado para exponer por si
mismo todos los elementos que considere necesarios para repeler la
persecución penal y la acusación. Debe garantizarse brindándole la
oportunidad de exponer por si mismo todas los elementos que considere
necesarios para su defensa, en las ocasiones en que lo estime necesario,
debiendo ser verificado su dicho. Con el imputado hay que comunicarse en su
propia lengua, cuando no lo pueda hacer en español, y facilitar los medios para
subsanar las dificultades físicas que pueda tener para comunicarse, mediante
intérpretes. Múltiples artículos de LPP garantizan el derecho a la defensa
material del imputado durante la etapa investigativa (arts. 160-166).

El derecho a la defensa material se extiende a la etapa del juicio oral, solo que
se combina con el derecho a la defensa técnica, que veremos más adelante,
para poder garantizar una marcha adecuada del acto de justicia conducido por
profesionales del derecho. La Instrucción No. 211/11 del CGTSP, que
establece la metodología para el juicio oral, abordó por primera vez en Cuba un
criterio de acercamiento espacial entre el imputado y su abogado, con lo cual
conspiran las salas de justicia del país, conformadas bajo el modelo que
heredamos del sistema español, en que al imputado le era asignado, con cierto
carácter despectivo el banquillo de los acusados, lo que impide que en el acto
del juicio oral se pueda lograr un acercamiento de la defensa material a la
técnica, colocando al imputado junto a su abogado defensor.

El cierre de la defensa material se verifica a través de la intervención que


puede realizar el imputado, al final del juicio oral y que se denomina derecho a
la última palabra (art. 355). En la práctica forense este derecho resulta de
dudosa utilidad, pues tras haber presenciado el tribunal todo el desarrollo del
juicio oral, en que el acusado tuvo la posibilidad de exponer sus puntos de vista
con relación a los hechos y luego el abogado en su nombre realizó las
alegaciones que estimó procedente, no es muy dable la judicatura a tener el
estado de ánimo que merece este último esfuerzo del acusado por hacer llegar
su mensaje al oído de los jueces, por lo que los letrados defensores
generalmente aconsejan a sus patrocinados que renuncien a este derecho que
les concede la Ley, salvo que exista alguna situación excepcional que amerite
lo contrario.

Por su parte, el derecho a la defensa técnica, que se materializa a través de la


asistencia jurídica profesional, ya sea mediante la elección por el imputado de
un profesional liberal con dedicación a la postulación, o mediante los
mecanismos diseñados en cada país para garantizar la defensoría pública a
cargo del Estado. La defensa técnica tiene varias claves de conflicto, que van
desde el logro de una presencia temprana del abogado defensor en la fase
investigativa; los mecanismos de designación del abogado, ya sea de forma
preceptiva o potestativa, así como el establecimiento por el Estado, como
responsabilidad que le viene atribuida, de un servicio de defensoría pública de
calidad. En algunos países, como el nuestro, la defensa de oficio no la asume
directamente una entidad gestionada por el Estado, sino la organización
profesional de la abogacía, pero el Estado debe sostener los gastos que esta
actividad origina, por formar parte de su responsabilidad, como elemento de
legitimación del proceso y la pena, en aquellos casos en que por motivos
diversos el imputado no designa abogado para su defensa.

En Cuba el derecho a la defensa está recogido en el artículo 59 de la


Constitución y goza de un amplio desarrollo legislativo en la LPP, en la que hay
que establecer dos momentos identificativos: el primero es durante el desarrollo
de la llamada fase preparatoria, donde al existir una presencia evidente del
principio inquisitivo, el derecho a la defensa está garantizado a través de
artículos que lo van especificando con relación a determinadas actuaciones,
como forma de proteger puntualmente los derechos del imputado. En la fase
del juicio oral la Ley no entra en casuismos, pues el imperio absoluto del
principio acusatorio hace que las constantes menciones relativas a los
aspectos que amparan el principio de contradicción son de aplicación para
ambas partes del proceso. Mencionaremos, de manera ilustrativa, algunos
momentos en los que durante la fase preparatoria se especifica sobre el
derecho a la defensa:

El abogado defensor tiene la obligación legalmente impuesta de contribuir con


su actuación en favor de la situación procesal de su defendido, teniendo el
derecho durante la fase investigativa de entrevistarse con su representado si se
encuentra detenido, con la debida privacidad y cuantas veces lo considere
oportuno, a examinar los documentos que conforman las actuaciones
investigativas, a proponer pruebas, a presentar documentos y a solicitar la
revocación o modificación de la medida cautelar impuesta a su representado.
(arts. 249 y 250 de la LPP)

Existen momentos en que determinadas actuaciones de investigación, relativas


a la práctica de algunas pruebas, exige la presencia del imputado y de su
abogado defensor, teniendo en cuenta la trascendencia que dichas diligencias
tienen para la fase del juicio oral; entre estas diligencias se encuentran la
inspección en el lugar de los hechos (art. 132 de la LPP).

El panorama actual está colocado en la tesitura de que el abogado entra


tardíamente al sumario, lo que tiene lugar a partir de la imposición de una
medida cautelar, para lo cual se dispone de hasta siete días posteriores a la
detención, o en caso contrario, queda reservada su presencia para la fase que
sigue a la calificación, una vez concluida toda la etapa preparatoria y admitido
el expediente por el tribunal para el juicio oral, lo que implica que el imputado
estuvo ausente de participar en el procedimiento investigativo seguido en su
contra y solo entra en la fase judicial previa al juicio oral.

Se cercena también el derecho a la defensa con la posibilidad de disponer el


fiscal o el instructor, en determinados casos, de una medida cautelar sin que
medie un procedimiento oral y contradictorio, en que judicialmente se acredite
la existencia de los presupuestos universalmente aceptados como únicos
condicionantes de una detención preventiva, que son el peligro de fuga u
obstaculización de la investigación, unidos a la existencia de elementos
incriminatorios que hagan presumir su culpabilidad. Partiendo del entendido
universalmente aceptado de que la medida cautelar no es un medio de
investigación, sino una forma de sujeción del imputado al proceso, cuando su
estado de libertad puede perjudicar la investigación o existen fundamentos
razonables para estimar que evadirá la acción penal.

El último de los aspectos que integran el derecho a la defensa es el diseño de


un adecuado catálogo de medios de impugnación pasa por la consabida
dicotomía que se presenta por garantizar que todas aquellas decisiones que
afecten los derechos del imputado puedan ser recurridas, por una parte, y por
la otra evitar que este derecho se convierta en un mecanismo de dilación del
proceso en manos de imputados y abogados. La regla más consecuente es
que todo lo decidido por los funcionarios encargados de la investigación previa,
así como por los jueces del juicio oral, pueda ser recurrido por el imputado,
mediante medios de impugnación de naturaleza no devolutiva, que por ello no
paralizan la marcha del procedimiento, pero dejan sentado el camino para
posibles recursos que posteriormente se puedan establecer contra la
resolución que ponga fin a la instancia.

2. Principios relativos al objeto del proceso

Ya dejamos expuesta la bifurcación que tiene el objeto del proceso en el


proceso penal por una parte y en el civil por otra, razón por la cual los principios
relativos al objeto del proceso hay que analizarlos por separado

En este bloque de principios relativos a la delimitación procesal de lo que será


el núcleo del debate, se presentan tres binomios de principios, que se conciben
como pares excluyentes o por lo menos enfrentados. Estos binomios son
dispositivo material-oficialidad, legalidad-oportunidad e inquisitivo-acusatorio.

2.1. Dispositivo material y oficialidad

Este binomio es propio del proceso civil, ya que en el proceso penal tiene una
manifestación muy disminuida, apreciable solo en los delitos perseguibles a
instancia de parte (COUTURE). En tal sentido es menester destacar que
tradicionalmente el principio dispositivo era visto como la facultad de las partes
de manejar el proceso, tanto en cuanto al contenido del debate, como a su
impulso procesal, de tal suerte que al tribunal se reservaba una posición pasiva
en ambas direcciones. Se correspondía con el concepto de justicia rogada,
propia del influjo del derecho material que se reclamaba, de tal suerte que el
tribunal tenía vedado una posición activa, toda vez que el debate a resolver era
privado.

Hemos hecho una doble distinción del término dispositivo y dividido su


contenido, de tal suerte que el principio dispositivo material determina la
posición que se adoptará con relación al objeto del proceso y los límites de la
decisión, mientras que el dispositivo procesal lo reservamos a las cuestiones
relativas a la promoción, el impulso, la disponibilidad del derecho material
(desistimiento, transacción, renuncia), la disponibilidad de las pruebas, etc.

Hecha esta aclaración conceptual previa vemos cómo en el proceso civil ejerce
su señorío el principio dispositivo material, visto como el límite que se le
impone al juzgador de no rebasar el marco petitorio formulado por el actor. En
virtud de este principio es a la parte actora a quien le corresponde determinar el
marco de la decisión, contenido en la pretensión, y a la demandada solo si
reconviene. En su virtud el tribunal no puede rebasar el marco de la pretensión,
lo cual encuentra reflejo negativo en la LPCALE en una causal de casación,
que considera violatorio que el fallo no sea congruente con las pretensiones
oportunamente deducidas por las partes (arts. 630. 2 y 44).

Frente al dispositivo encontramos el de oficialidad, visto como la posibilidad


que tiene el tribunal de apartarse del pedimento de las partes y modificar el
objeto del proceso, resolviendo de forma incongruente con las pretensiones.

La vigencia de este principio encuentra cabida en aquellos tipos procesales en


los que el derecho que se aplica no es disponible, por existir un interés superior
tutelado, como son las relaciones de familia, los daños al medioambiente, el
derecho de los consumidores y usuarios, etc. Sin que tenga una delimitación
totalmente clara, un matiz de este principio podemos verlo manifestado en la
causal de casación anteriormente citada, en relación con el artículo 45 de la
LPCALE.

La falta de congruencia que comentamos como causal de casación no se


comete si el tribunal hace uso de las formalidades del artículo 45 de la Ley.
Este artículo faculta al tribunal para resolver sobre aspectos no planteados por
las partes, siempre que tengan relación con lo debatido y le conceda a las
partes la posibilidad de defensa y prueba sobre esta incorporación.

En los países en los que está instituido un proceso de familia el principio de


oficialidad encuentra una recepción normativa clara, que dota a los jueces de
facultades para disponer el contenido de lo debatido en función de lo que
resulte más beneficioso para los menores, con independencia de los pactos,
confesiones o pedimentos de los padres.

2.2. Principio de legalidad y principio de oportunidad

La legalidad es una categoría general del derecho, que tiene su manifestación


en todos los campos normativos; es respeto a lo normado, acomodo a la ley en
el actuar de los ciudadanos y del Estado. Es muy conocida su presencia en el
campo del derecho penal, donde se identifica con el brocardo nullum crimen
sine previa lege penale.

En el proceso penal el principio de legalidad, conocido también como principio


de necesidad u obligatoriedad, se basa esencialmente en la obligación que le
viene impuesta al Estado de perseguir toda aquella conducta que revista
características de delito según los elementos de tipicidad contenidos en la
legislación penal vigente, de forma tal que no es dable dejar a la voluntad de
ninguna institución o individuo los criterios de persecusión, sino que ésta debe
operar con carácter automático. Mientras exista la norma penal que considere
como delito una determinada acción u omisión, el órgano represivo está en la
obligación de perseguirlo; obligación que se extiende hasta el final del proceso,
pues una vez iniciada la investigación y conocimiento de un hecho
presumiblemente delictivo, ninguna autoridad está facultada para paralizar
discrecionalmente el cauce procesal del asunto.

El principio de legalidad está estrechamente ligado con el de igualdad, pues


bajo la vigencia del segundo resulta imposible entrar en discriminación hacia
los individuos, de forma tal que las conductas de uno sean perseguidas y las de
otros, no.

La presencia del ministerio fiscal como único titular de la acción penal, que
impide que los ciudadanos puedan encargarse por ellos mismos de la
acusación, por la no existencia derechos subjetivos en el campo penal, provoca
que el fiscal no pueda hacer uso de ese derecho de manera discrecional, pues
estaría incorporando desbalances sociales ante la imposibilidad del perjudicado
de asumir la persecución penal.

El principio de legalidad es un principio que opera desde la fase investigativa y


aunque dejamos expuesto con anterioridad que nos referiríamos solo a
principios que tuvieran vigencia en la fase procesal, este principio irradia a todo
el enjuiciamiento penal en su conjunto.

Junto al principio de legalidad nos encontramos otro principio subsidiario, que


opera esencialmente en la fase investigativa y que condiciona el actuar de las
autoridades que tienen a su cargo la investigación, que es el principio de
objetividad. Este principio se refleja en la obligación que tienen los
investigadores de acarrear a la investigación tanto los elementos que sirvan
para demostrar la culpabilidad del imputado, como también aquellas cuestiones
que puedan beneficiarle.

En nuestro proceso penal rige de forma absoluta el principio de legalidad, a


pesar de que no existe en la Ley un precepto que así lo disponga
categóricamente; si se quisiera buscar una respuesta normativa habría que
jugar con la interpretación de los artículos que regulan la tramitación de la fase
preparatoria, donde se establecen las obligaciones del Instructor de la Policía
en la investigación de los hechos y de la Fiscalía en el control de la legalidad
de las actuaciones de estos funcionarios. Ejemplo de ello lo encontramos en
los artículos 119 al 124, donde se regula el modo de actuar al tener
conocimiento de un hecho delictivo y donde se especifica la obligación de la
Policía de iniciar investigación cuando tenga conocimiento, por cualquier vía,
de la ocurrencia de un hecho que revista características de delito.

Un elemento que demuestra la falta de disponibilidad que tiene la Fiscalía del


destino del proceso está en el trámite del sobreseimiento, regulado en los
artículos 264 y siguientes de la LPP, mediante los cuales se establecen
taxativamente las causas por las cuales la Fiscalía podrá solicitar el
sobreseimiento de la investigación, y que se limitan a que el hecho investigado
no sea constitutivo de delito o que la persona acusada aparezca exenta de
responsabilidad. Con independencia de la reglamentación de estas causas de
archivo de las actuaciones, la decisión no la puede tomar libremente el Fiscal,
sino que requiere de la aprobación del Tribunal, lo cual evidencia la sujeción de
la Fiscalía al principio que estamos estudiando. El artículo 363.3, establece una
excepción a la regla general expuesta, prevista para los procesos que se
ventilan ante los tribunales municipales, por delitos sancionables con pena de
privación de libertad no superior a un año o multa que no exceda de trescientas
cuotas, en los cuales el fiscal puede decretar el sobreseimiento definitivo de las
actuaciones en los casos que aprecie que los hechos investigados no son
constitutivos de delito o son manifiestamente falsos o las personas que constan
como acusados o cómplices están exentos de responsabilidad penal.

La oportunidad se presenta como la antítesis del principio antes estudiado, de


forma tal que en un ordenamiento que esté informado por el principio de
oportunidad la autoridad estatal a cargo de la persecución penal tiene
facultades para disponer o no el inicio de investigaciones ante el conocimiento
de un hecho que esté tipificado en la ley penal como delito, pudiendo
igualmente decidir sobre el destino de las investigaciones que se encuentre en
curso; en correspondencia con la amplitud de sus facultades discrecionales es
que puede hablarse de oportunidad en sentido estricto o de oportunidad
reglada.
Se ha tratado de ver los orígenes de la oportunidad en el espíritu práctico y
utilitario que impera en el proceso de corte anglosajón en el cual se reconoce la
posibilidad de que ante la aceptación por parte del acusado de los cargos que
se le formulan, pueda entrar en una negociación con el Fiscal, sujeta a
aprobación de la corte, lo que se conoce como plea bargaining o plea
agreement o negotiated plea.

Existen dos modalidades de aplicación del principio de oportunidad; la primera


es cuando la renuncia a la persecución penal puede conllevar tanto la
aplicación de una medida pecuniaria administrativa, como una advertencia al
comisor de la actividad delictiva y tal decisión está condicionada por la escasa
entidad del delito cometido y las condiciones personales del autor; la segunda
modalidad, esencialmente vinculada al modelo anglosajón de la plea
bargaining, condiciona la decisión a la existencia de una aceptación del
delincuente con relación al delito y su disposición a negociar con la autoridad la
pena a imponer, surgiendo las figuras de la conformidad y la negociación.

El principio tiene dos formas de manifestarse, discrecional o reglada. La


variante de la oportunidad discrecional es propia de los países de tradición
anglosajona; por su parte la oportunidad reglada, que ha ido calando
progresivamente en las legislaciones de los distintos países europeos y de
América Latina, encaminada fundamentalmente a enfrentar a la pequeña y
mediana criminalidad que se considera causa esencial del colapso de la
administración de justicia, parte de la existencia en la ley de un catálogo de
casos en los que la autoridad puede hacer uso de esta facultad.

La aceptación de esta fórmula procesal se basa, según el criterio de sus

propugnadores, en causas muy específicas.

 La escasa lesión social producida mediante la comisión del delito y la falta de


interés en la persecución penal.
 El estímulo a la pronta reparación de la víctima que es uno de los objetivos de
los sistemas de transacción penal.
 Evitar los efectos criminógenos de las penas cortas privativas de libertad.
 Conseguir la rehabilitación del delincuente mediante su sometimiento voluntario
a un procedimiento de readaptación.
 Obtener la reinserción social de miembros de bandas terroristas y el logro de
información sobre la actividad de dichos grupos.

2.3. Principio inquisitivo y principio acusatorio

Los principios inquisitivo y acusatorio definen lo que se conoce comúnmente en


esta disciplina como las formas de enjuiciar; en tal sentido la presencia en un
ordenamiento de signos de uno u otro es lo que define el tipo de sistema
seleccionado para la aplicación del derecho material.

Son principios aplicables tanto al proceso civil como al penal, pues como
veremos sirven para definir la posición del tribunal con relación a las partes y al
objeto del proceso, pero su aplicación fundamental y más generalizada es en el
proceso penal, por lo que nos concentraremos esencialmente en este campo.

No es común actualmente que el principio inquisitivo se estudie de manera


independiente, dado que este principio opera sólo de forma limitada en
determinados momentos del proceso. Su conocimiento sirve para identificar
esos espacios en que el principio está presente.

El principio inquisitivo se identifica con un juez que se vincula e involucra en el


proceso, con posibilidad de proceder de oficio, sin necesidad de requerimiento
previo de las partes, que tiene facultades ilimitadas en materia probatoria y que
puede decidir sobre la controversia sin ajustarse a las reglas de la congruencia.

Teniendo en cuenta estos elementos es por lo que MONTERO AROCA considera


imposible hablar de la existencia de un proceso inquisitivo, pues la noción del
proceso concibe en sí misma la existencia de partes enfrentadas en
condiciones de igualdad, mientras que bajo el imperio del inquisitivo no existe
tal posibilidad, pues hay sólo un sujeto con facultades omnímodas y que
desempeña un papel activo y un polo receptivo de sus actuaciones.

El principio acusatorio se perfila sobre la base del equilibrio jurisdiccional, de tal


suerte que el tribunal es un ente equidistante de las partes, que arbitra la
contienda, pero sin suplantar el papel que se reserva a las partes.
Los elementos esenciales que caracterizan al principio acusatorio son:

a) La existencia de un acusador que reclama el juicio ante un juez imparcial,


totalmente ajeno a los hechos;

b) la existencia de un imputado frente al que el juicio se pide. Podrán ser uno o


varios, pero, identificados y determinados como destinatarios o sujetos pasivos
de la acusación y del juicio;

c) el tribunal encargado del juicio y de dictar sentencia no tiene intervención


previa en la instrucción o preparación de la causa y ni siquiera se ha
pronunciado sobre la procedencia de conceder el juicio, a fin de que quien
juzga se mantenga con absoluta imparcialidad;

d) el tribunal no extiende el juicio más allá del hecho justiciable o hechos con él
conexos, según la acusación se los haya sometido, para evitar que respecto a
los no comprendidos en la acusación se pueda proceder de oficio, con
vulneración de lo que es la piedra angular de todo el sistema;

e) que el tribunal al dictar sentencia no esté limitado por las peticiones concretas o
pretensiones jurídicas de la acusación, pudiendo sacar todas las
consecuencias punitivas que corresponden a los hechos justiciables previstos
en las leyes penales. La prohibición de sentenciar ultra petita en el proceso
penal sólo se refiere al hecho, pudiendo el tribunal sacar todas las
consecuencias que correspondan a su punición (MARTÍNEZ ARRIETA).

En la actualidad la gran mayoría de las leyes procesales tienen incorporado un


sistema de enjuiciar que se denomina como sistema mixto o acusatorio formal
y que en esencia presenta al proceso como un todo único, pero separado en
dos momentos; un primer momento dedicado al acopio del material fáctico que
servirá para fijar los límites del debate, el que está en manos de una autoridad
pública, que puede formar parte del órgano jurisdiccional o puede ser una
entidad subordinada a la rama ejecutiva del Estado. En esta primera etapa no
priman las reglas del acusatorio, sino de una especie de inquisitivo reformado,
toda vez que si bien no se dan los postulados clásicos del inquisitivo, no
prevalece la contradicción pura que caracteriza al proceso acusatorio. A esta
fase se le denomina de diferentes maneras: fase sumarial, fase preparatoria,
procedimiento preliminar, etc.

La segunda etapa o segundo momento, conocida como etapa del juicio oral,
está regida por los postulados del principio acusatorio, presentándose una
absoluta contradicción entre partes, bajo la conducción imparcial del juzgador
quien presencia el debate bajo el imperio de la oralidad, publicidad e
inmediación, principios que contribuyen a lograr la mayor efectividad del
acusatorio.

Tal y como dijimos en el Capítulo II el principio acusatorio está muy relacionado


con el de imparcialidad, de tal suerte que con frecuencia se les confunde y en
la práctica muchas veces se identifican las vulneraciones al acusatorio como
una muestra de parcialidad del juez. La imparcialidad es un principio de la
actuación jurisdiccional y tiene que ver con la subjetividad del juez, mientras
que el acusatorio está colocado en el plano procesal, asociado al diseño del
modelo. Un juez puede ajustarse en su actuación a las reglas más estrictas del
principio acusatorio y mantenerse distante de las partes, dejando que sean
ellas quienes tengan todo el protagonismo en el proceso y al final adoptar una
decisión parcializada, por cualquiera de las razones que pueden comprometer
su voluntad y que vimos cuando estudiamos el principio de imparcialidad.

La distinción entre el principio inquisitivo y el acusatorio no pasa en estos


momentos de ser una referencia histórica que posibilita entender los orígenes
de la forma en que se enjuicia en la actualidad; lo que modernamente se
discute, en el marco del principio acusatorio, es lo relativo al papel que los
distintos sujetos desempeñan en la fijación del objeto del debate y del proceso,
pues el mencionado imperio del acusatorio hace que en ocasiones
determinados aspectos puedan verse como reminiscencias del principio
inquisitivo y de ahí su fuente de debate.

La doctrina coincide en marcar los puntos actuales del debate en los siguientes
particulares (BERZOSA):

a) Delimitación de los órganos que realizarán la investigación y el juicio


oral.

b) Imposibilidad de que exista juicio oral sin acusación.

c) Correlación entre acusación y sentencia.

2.3.1. Delimitación de los órganos que realizarán la investigación y el


juicio oral
Bajo el imperio del principio acusatorio la generalidad acepta que deben estar
separadas las funciones de investigación y juzgamiento; la problemática se
presenta al momento de definir a quien se le encomendará la función de
investigar, teniendo en cuenta que existen países que aún le tienen
encomendada esta responsabilidad a un juez instructor, como es el caso de
España.

La tendencia que prevalece actualmente y que ha sido acogida por la gran


mayoría de los ordenamientos procesales de América Latina, inspirados en el
modelo alemán, es que la investigación esté en poder del ministerio fiscal,
existiendo un juez que no se involucra con la investigación, pero que tiene
facultades para autorizar todas aquellas diligencias y medidas que necesita
realizar el fiscal, que comprometen derechos fundamentales, como el registro
de domicilio, la intervención de las comunicaciones, la aplicación de medidas
cautelares, etc.

El proceso penal cubano se perfila como un modelo mixto, en el cual se


establece una clara distinción entre dos fases, una primera denominada fase
preparatoria y la otra que es la del juicio oral. Las diligencias de investigación
pueden estar a cargo de la Policía, a través de la figura del Instructor o pueden
ser ejecutadas directamente por la propia Fiscalía; en cualquier caso le
corresponde a la Fiscalía la función de controlar la ejecución de la investigación
y velar por el cumplimiento de la legalidad (artículo 105). La figura del juez
instructor desapareció del modelo cubano desde la reforma procesal de 1974.

2.3.2. Imposibilidad de que exista juicio oral sin acusación

Se parte del presupuesto comúnmente aceptado de que no le es dable al


órgano jurisdiccional que tiene la obligación de fallar asumir al mismo tiempo la
misión de ostentar la acusación, pues bajo el imperio del principio acusatorio
ambas responsabilidades deben estar bien individualizadas. No es posible por
tanto que el órgano jurisdiccional pueda proceder al conocimiento y resolución
de un hecho si no está precedido del ejercicio de la acción penal por parte del
organismo que ostenta la responsabilidad de su desempeño; premisa que está
representada en el aforismo memo iudex sine actore.
La nota de discusión con relación a este tema se presenta en los denominados
procesos correccionales o por faltas, en los que por la poca entidad de lo
controvertido, no es indispensable la presencia en el juicio tanto del Fiscal
como del Defensor, debiendo el Tribunal asumir el conocimiento integral del
caso, lo que lo lleva a separarse de la posición que debe caracterizar su labor,
para asumir funciones de naturaleza inquisitiva en aras de lograr que se aclare
y pruebe ante sí el contenido de la denuncia formulada.

La LPP se afilia a la concepción generalizada de desdoblar las funciones de


acusación y juzgamiento, incluso en aquellos casos en que la fiscalía solicita el
sobreseimiento y el tribunal lo considera injustificado y devuelve las
actuaciones, pero este insiste en su pedimento, se le da la oportunidad al
perjudicado para que asuma la responsabilidad de acusador particular; de no
presentarse el perjudicado a hacer uso de ese derecho el Tribunal deberá
archivar las actuaciones, estando imposibilitado, a pesar de su criterio, a darle
continuidad al proceso, o sea, que es imposible que el Tribunal asuma la
función de acusador (art 269).

Existe una excepción en la LPP a la regla general, la que se encuentra en el


procedimiento regulado para el conocimiento de aquellos hechos delictivos
sancionados con penas inferiores a un año de privación de libertad o multa que
no exceda de trescientas cuotas, competencia de los tribunales municipales, en
los que no es indispensable la presencia ni del Fiscal ni del Abogado Defensor.
En los casos de que el Fiscal no se presente al acto del juicio oral, el propio
Tribunal asume una función activa en aras de lograr que se prueben los hechos
que han sido imputados en la denuncia. Este escenario es al que PRIETO
MORALES denominó jurisdicción sin acción.

La otra excepción a este principio se encuentra en el caso del proceso ordinario


en los delitos públicos, ante el supuesto de que una vez vencida toda la
práctica de las pruebas, en plena fase conclusiva del juicio oral, la Fiscalía
determine retirar la acusación y el Tribunal esté en desacuerdo con dicha
decisión. Ante esta situación el Tribunal está obligado a proceder en los
términos en que explica el artículo 350 de la LPP, mediante lo que se conoce
como uso de la fórmula, que no es otra cosa que la invitación que hace el
juzgador a las partes para que lo ilustren sobre los particulares relativos a lo
que él considera que es el objeto de la acusación. La utilización de este
proceder, que la doctrina denomina tesis de desvinculación, permite que el
Tribunal retome la posición que ha sido abandonada por la Fiscalía y pueda
incluso condenar al acusado, apoyado en la concepción de que solo los hechos
vinculan al tribunal, no así los postulados jurídicos del ministerio fiscal.

2.3.3. Correlación entre acusación y sentencia.

De los tres aspectos que estamos estudiando dentro del principio acusatorio,
este punto es el que reviste mayor complejidad de análisis pues está referido a
la posibilidad de movimiento que puede tener el órgano jurisdiccional con
relación al contenido de los hechos y la calificación que ha sido servida por el
órgano que presenta la acusación, que es lo que se conoce como correlación
imputación sentencia.

Al momento de precisar el alcance de la correlación acusación-sentencia se


presentan serios problemas de aplicación, pues concurren varios principios
fundamentales del proceso penal, que requieren de un adecuado balance de
fuerzas; de una parte está la vigencia del acusatorio, con la presencia de un
tribunal equidistantes de las partes, que esté separado de la acusación y al
mismo tiempo debe lograrse un enjuiciamiento con todas las garantías y sin
que se produzca indefensión, para lo cual hay que garantizar una satisfactoria
bilateralidad, con plena contradicción.

Existe un criterio preponderante en la doctrina de que la exigida congruencia


solo debe darse con el objeto del proceso, definido ya como los hechos que
conforman la acusación y no así con el resto de los aspectos que integran el
pliego acusatorio, como la fundamentación jurídica o título de la pena y la
sanción concreta que se interesa, pues en el proceso penal impera el principio
iura novit curia, que condiciona que el Tribunal no deba hacer depender su
calificación de lo planteado por el Fiscal, sino que está sujeto al apego a la
norma, según su propio criterio de tipificación. Este principio, que tiene vigencia
en toda la actividad jurisdiccional, incluida la administración de justicia civil, en
que los intereses en disputa son disponibles, adquiere en el proceso penal una
mayor relevancia, pues el derecho aplicable es totalmente indisponible. Para
ilustrar la preponderancia que este brocardo tiene en el proceso penal sostiene
MONTERO AROCA que hipotéticamente es admisible que en un juicio el Fiscal
impute un hecho sin necesidad de plantear la calificación jurídica del mismo,
para que sea el Tribunal quien decida lo jurídicamente procedente, pues el
hecho es el que constituye el verdadero fundamento objetivo de la imputación
(MONTERO AROCA).

Esta posición de subordinación exclusiva al hecho controvertido y absoluta


libertad en cuanto a la calificación, tiene su asiento en el principio acusatorio,
pero se torna complejo cuando el Tribunal, en virtud de este proceder puede
sorprender al acusado en su sentencia con una calificación distinta a la que
había sido objeto de la imputación del Fiscal. Se presenta entonces como un
elemento de conflicto la vigencia del principio de contradicción y la prohibición
de indefensión, que obligan a que no se pueda arribar a una conclusión
condenatoria, sin antes haber sometido a debate todos los aspectos contenidos
en la acusación.

La solución que la normativa española originaria dio a este problema y que


heredamos los cubanos en nuestra actual LPP, es la conocida tesis de
desvinculación, mediante la cual el Tribunal está en la obligación de alertar al
imputado sobre los cambios que se puedan presentar en cuanto a la
calificación del delito, la apreciación de nuevas circunstancias y el incremento
de la pena (art. 350). A pesar del tiempo transcurrido, este tema es aún muy
polémico, pues un sector de la doctrina considera que el uso de la tesis de
desvinculación, si bien tributa al contradictorio y a evitar la indefensión, es una
violación del principio acusatorio y es visto como un acto típicamente inquisitivo
(GÓMEZ COLOMER).

El tema se nos presenta como un verdadero nudo gordiano: para mantener su


apego al acusatorio y salvaguardar su imparcialidad, el tribunal no debería
adelantar un juicio de valor mediante el uso de la fórmula de desvinculación,
pero si no lo hace, sorprendería al acusado con una calificación y una pena
para la cual no se preparó y no pudo contradecir, lo que conculcaría el derecho
a la defensa. Se impone la búsqueda de una solución que pondere los
principios en conflicto.

La gran mayoría de los códigos procesales de América Latina se adhieren a la


posición que permite que el tribunal pueda sancionar por un delito distinto del
imputado, incluso más grave e imponer la pena que corresponda, siempre y
cuando alerten al imputado sobre su proceder, o sea, haga uso de la tesis de
desvinculación. El Código Procesal Penal de Nicaragua de 2001 es uno de los
pocos que se afilia a la posición de libertad absoluta del tribunal, pudiendo
sancionar por un delito mayor, sin sujeción a fórmulas:

ARTÍCULO 157.- Correlación entre acusación y sentencia. La sentencia no


podrá dar por probados otros hechos que los de la acusación, descritos en el
auto de convocatoria a Juicio o, en su caso, en la ampliación de la acusación.
Pero el juez podrá dar al hecho una calificación jurídica distinta, aun cuando no
haya sido advertida con anterioridad y aplicará la pena que corresponda.

Dijimos al inicio que los principios inquisitivo y acusatorio tenían una presencia
más aguzada en el proceso penal, lo que justifica que nos detuviéramos más
en su estudio en este campo. En los procesos no penales ambos principios
tienen igual vigencia, solo que el legislador los acomoda a la naturaleza del
derecho material que se aplica a la controversia. Las normas procesales
dirigidas a resolver conflictos civiles refuerzan la presencia del principio
acusatorio y en tal sentido el tribunal tiene limitada su actuación en materia de
iniciación sin acción, aportación de pruebas y solución conforme a lo pedido por
las partes. Ahora bien, en los procesos que se han desprendido del civil, como
los relativos a las relaciones familiares, o los que resuelven conflictos
medioambientales, se refuerza la vigencia del principio inquisitivo y el tribunal
adquiere un mayor protagonismo en materia probatoria y de libertad en cuanto
a fallar sin sujeción estricta a las reglas de congruencia con la pretensión.

Al mismo tiempo que en determinadas materias del campo no penal se abren


mayores escenarios para el inquisitivo, en el enjuiciamiento penal se observan
fenómenos que evidencian un cambio de escenario. A modo de ejemplo
tenemos las modificaciones introducidas en España de la mano de la
jurisprudencia, de tal suerte que en la actualidad el tribunal solo puede
sancionar por delito más grave que el originalmente imputado si, utilizada la
tesis de desvinculación, el ministerio fiscal o cualquier otro acusador lo acepta y
hace suya; en caso contrario no puede el tribunal sancionar por un delito más
grave, pues se considera que se convertiría en juez y parte. Algo similar está
sucediendo en varios países de nuestro Continente, lo que significa un retorno
a las bases históricas del principio acusatorio.

3. Principios relativos a la introducción de los hechos

Se conoce como introducción de los hechos al proceso mediante el cual el


tribunal toma certeza de las afirmaciones formuladas por las partes, mediante
los medios probatorios que establece la ley, su proposición, admisión, práctica
y valoración.

Se utiliza el término introducción de los hechos para identificar el mecanismo


mediante el cual el tribunal toma conocimiento de lo que se pretende juzgar.
Con mucha claridad expositiva nos deja claro SENTÍS MELENDO, quien es un
clásico en el tema probatorio, que los hechos no se prueban, pues los hechos
existen en la realidad, lo que se prueba son las afirmaciones que las partes
hacen sobre los hechos. Corresponde a las partes hacer las afirmaciones, no al
juez, por mucha capacidad que a este se le conceda en materia probatoria, de
tal suerte que las pruebas tendrán como cometido verificar dichas afirmaciones,
a fin de que el juzgador llegue a tomar certeza sobre ellas.

En la aportación de las afirmaciones se abre una brecha entre el proceso penal


y el proceso civil, ya que en el penal la fiscalía, compelida por los principios de
legalidad y objetividad, tiene la obligación de aportarlas según las
investigaciones previas practicadas, en correspondencia con lo ocurrido; existe
un compromiso de ser veraz y una aspiración teleológica de llegar a conocer la
verdad. En el proceso civil no existe tal escenario, la parte que ejercita la
acción formula las aseveraciones que convienen a sus intereses e, incluso,
puede ocurrir que dichas afirmaciones sean aceptadas por la contraparte, en
cuyo caso no requieren ser probadas, ya que solo necesita ser justificado
aquello que fue controvertido; razón por la cual la doctrina reconoce que en el
enjuiciamiento civil existe una renuncia a la búsqueda de la verdad (MONTERO
AROCA).

No requiere prueba el derecho alegado por las partes, pues ya dejamos dicho
que en este campo opera el axioma iura novit curia, que parte del entendido de
que el juez conoce el derecho y está en el deber de aplicarlo, incluso sin haber
sido alegado por las partes. SENTÍS MELENDO se divertía con la admonición que
el juez hace al abogado empeñado en leerle a los jueces la ley que invoca:
¡Abogado, pasad a los hechos; la Corte sabe el derecho!

En materia del derecho aplicable lo que sí requiere prueba, al menos en


nuestro derecho positivo, por imperio del artículo 244 de la LPCALE, es la
vigencia del derecho extranjero alegado. Es claro que nos estamos refiriendo a
los asuntos en los que la norma tiene una aplicación extraterritorial, tal y como
lo estudiamos anteriormente.

El tema de la prueba del derecho extranjero rebasa lo limitado de esta


exposición, pero es bueno dejar claro que la regla estricta que aparece en el
artículo 244 tiene sus matizaciones. En tal sentido se puede destacar lo
regulado en el artículo 410 del Código Bustamante de Derecho Internacional
Privado, del cual Cuba es parte, que establece que el juez podrá solicitar de
oficio, en los casos que considere procedente un informe al Estado cuya
legislación se quiere hacer valer, relativo al texto, vigencia y sentido del
derecho aplicable.

La doctrina ha elaborado diversas variantes interpretativas de solución al caso


en que quien alegue la vigencia del su estatuto personal no lo pruebe
adecuadamente. De una parte está la posición propiciatoria de desestimar la
demanda, por cuanto no se cumplió con el onus probandi, disponiendo una
sentencia que deja abierto el camino a un conocimiento posterior sobre el
fondo. Otra postura, es la de asumir el tribunal la función de buscar la
normativa aplicable, tal y como quedó consagrado en el artículo 281 de la
VLEC española, que faculta al tribunal para valerse de cuantos medios de
averiguación estime necesarios para lograr su aplicación. La tercera variante es
propiciatoria de que ante la inactividad de las partes por probar su estatuto
personal, se aplique la norma del foro. Las legislaciones y la jurisprudencia de
los distintos países se mueven de uno a otro lado de estas posiciones, aunque
es criterio prevaleciente el que postula que a falta de prueba de las partes, el
tribunal debe agenciar la vigencia e interpretación del estatuto personal en
contienda.

Sobre lo que existe unanimidad desde el punto de vista doctrinal es a no


admitir que las partes puedan disponer libremente, sin probarlo
adecuadamente, la vigencia del derecho personal aplicable, por ser
considerado una cuestión atinente al orden público.

En la práctica judicial cubana la probanza de la vigencia del derecho extranjero


se logra con la presentación al tribunal del documento expedido por la
representación consular del país de origen de quien lo alega, sin que sea
necesario aportar, como en otros lugares, criterios de expertos sobre la
interpretación de la norma invocada, que acerca este medio de prueba a la
pericial.

En criterio de MANTECÓN RAMOS, cuyas opiniones van a ser tenidas muy en


cuenta en el desarrollo de este segmento, se denomina iniciativa probatoria a la
integración de las dos vías por las cuales se aporta el material probatorio, de
una parte y primariamente la carga de probar de las partes y luego, en segundo
grado, las facultades probatorias del tribunal. Este es el orden en que
verdaderamente se presentan estos elementos a la luz de la técnica del
proceso.

3.1. Aportación de parte e investigación judicial

La introducción de los hechos que serán la base del debate, pasa aquí por la
determinación de quien tiene la responsabilidad y también la posibilidad de
aportar los elementos de prueba encaminados a demostrar la ocurrencia de
dichos hechos. El dilema se nos presenta bajo un binomio dialécticamente
relacionado y que se denomina aportación-investigación oficial, conocidos
también como presentación por las partes-investigación judicial (WYNESS).

Estamos en presencia del principio de aportación si se reconoce que es a las


partes a las que únicamente le corresponde la posibilidad de aportar los medios
de prueba para demostrar los hechos; por el contrario, la posibilidad de que la
autoridad intervenga en el proceso de prueba, con facultades para incorporar
aquellas que considere convenientes, evidencia la presencia del principio de
investigación.

Tanto en el proceso civil como en el penal la responsabilidad probatoria


primaria es de las partes, a lo que la doctrina denominó carga, para
diferenciarle de las obligaciones. Tema que en ambos campos tiene un fuerte
matiz ideológico.

En el proceso penal prevalece la posición que se consagró en el pacto histórico


fundacional del modelo acusatorio mixto que se consagró en el Código de
Instrucción Criminal de Napoleón, en que la búsqueda de la verdad histórica se
convierte en meta directa del procedimiento penal, sobre cuya base debe
fundarse la decisión (MAIER). En virtud de lo cual la responsabilidad probatoria
es fundamentalmente de las partes, pero no exclusiva de ellas.

En el proceso civil el dilema proviene del modelo teórico que se consagró en


las formas de enjuiciar en esta materia, propias del pensamiento liberal
predominante en el movimiento codificador español decimonónico, que
concibió a las partes como únicas protagonistas del procedimiento probatorio.

En el Siglo XX se produce un cambio en la concepción del proceso civil, en el


que se reconoce una posición más protagónica del juzgador, a lo que la
doctrina denominó publicización o socialización del proceso (ALCALÁ-ZAMORA),
en virtud del cual se trata de combinar la responsabilidad probatoria de las
partes, que es primaria y prioritaria, con la iniciativa del juez en este campo.
Nuestro modelo procesal es el resultado de la herencia española en ambas
materias y del catálogo de facultades que se le incorporó a los jueces,
provenientes de la influencia del derecho socialista soviético.

El proceso civil cubano, siguiendo a MANTECÓN RAMOS, hace un reparto de


facultades en materia probatoria, que tiene sus puntos de partida en los
artículos 244 y 248.

El primero se erige en norma general para la distribución de la carga de la


prueba,

ARTÍCULO 244.- A cada parte incumbe probar los hechos que afirme y los que
oponga a los alegados por las otras, así como la vigencia del derecho
extranjero cuya aplicación reclame.

Por su parte en el artículo 248 se consagra la regla general sobre la actuación


probatoria a cargo del tribunal,

ARTÍCULO 248.- En cualquiera de las instancias el Tribunal acordará de oficio


o a solicitud de parte, antes de dictar sentencia y para mejor proveer, las
diligencias de prueba que considere indispensable para llegar al cabal
conocimiento de la verdad en relación con las cuestiones planteadas.

Complementa el ámbito de la iniciativa probatoria del tribunal los artículos 45 y


42, este último renovado en su alcance y dimensión, luego de muchos años de
olvido jurisdiccional, por el influjo interpretativo de las Instrucciones No. 187/07,
191/09, 216/12 y 217/12, ya referenciadas anteriormente.

En el proceso penal el dilema sobre la prevalencia de uno u otro de estos


principios se presenta realmente en el juicio oral, teniendo en cuenta que es en
esta fase en que rige el principio acusatorio y con ello el imperio de la
contradicción.

Carece de interés el análisis sobre cuál de los dos principios es el que impera
durante la fase investigativa, toda vez que en esta etapa del proceso hay un
predominio del principio inquisitivo, en la que no estamos en presencia de una
verdadera actividad probatoria en sentido estricto, o sea, una actividad que
pueda servir de fundamento para la decisión que debe pronunciarse en la
sentencia, pues es preparatoria del juicio oral. Durante la primera etapa se
deben realizar aquellos actos de preparación encaminados a proporcionar a las
partes las fuentes de prueba que serán utilizadas en el acto del juicio oral. En la
etapa sumarial estamos en presencia de una función averiguadora, no
verificadora, propia del proceso probatorio; la averiguación trata de encontrar
en las fuentes de prueba, justamente los medios de prueba que se utilizarán en
la etapa probatoria del juicio oral para arribar a una conclusión sobre lo ocurrido
(SENTÍS MELENDO).

La controversia se presenta durante la fase del juicio oral, teniendo en cuenta


que el objeto del proceso fue definido en sus contornos esenciales, desde el
momento en que la Fiscalía presentó su pretensión punitiva y el Tribunal
dispuso la apertura a juicio oral. En correspondencia con lo anterior se concibe
que sean ordinariamente las partes las que propongan los medios de prueba
que serán practicados ante el juzgador a fin de que éste logre convicción sobre
lo ocurrido, con la particularidad de que es la fiscalía quien tiene la carga de la
prueba, como complemento de la carga de la afirmación formulada, pues
resulta ser a quien le corresponde probar la culpabilidad y romper la presunción
de inocencia que protege al imputado.

La LPP coloca en su antesala la consagración de este principio exigiendo en su


artículo 1 que todo delito debe ser probado independientemente del testimonio
del acusado, de su cónyuge y de sus familiares hasta el cuarto grado de
consanguinidad o segundo de afinidad. En correspondencia, la sola declaración
de las personas expresadas no dispensará de la obligación de practicar las
pruebas necesarias para la comprobación de los hechos; a lo que debemos
agregar que es una obligación que necesariamente le viene impuesta a la parte
responsabilizada con la acusación.

Para el fiscal, la iniciativa probatoria es carga desde el punto de vista procesal,


y obligación, desde la visión orgánica de su función. Un fiscal no tiene
responsabilidad procesal si no aporta los medios probatorios, pues su
incumplimiento solo tiene trascendencia a lo interno de su organización, por la
inobservancia de funciones que le son inherentes a su desempeño institucional.

La LPP trata de dejar clara su postura con relación a la iniciativa probatoria en


este campo, colocando como regla general, que estará en manos de las partes.

ARTÍCULO 340.-No pueden practicarse en el juicio oral otras pruebas que


las propuestas oportunamente, ni examinarse otros testigos que los
comprendidos en las listas presentadas.

No obstante lo anterior, se consagra una fórmula de excepción relativa a la


presencia del principio de investigación en fase del juicio oral, al otorgársele
facultades al tribunal para disponer la práctica de aquellas pruebas no
propuestas por las partes.

ARTÍCULO 340.- (…)


2) las pruebas no propuestas por las partes que el Tribunal considere
necesarias para la comprobación de cualquiera de los hechos que hayan
sido objeto de los escritos de calificación;

Las normas procesales penales de varios países de América Latina se colocan


en esta misma posición con mayor o menor amplitud. Dejan abierta una puerta
para que el tribunal, sin sustituir la responsabilidad probatoria del fiscal y el
derecho del imputado a proponer pruebas para impedir la punición, aunque no
sea para él una carga, pueda incorporar los medios probatorios que considere
necesarios para lograr certeza sobre los hechos imputados.

Vale la pena recordar, a manera de cierre de este segmento, que la concesión


de facultades probatorias al juzgador, tanto en el proceso civil como en el
penal, representa una colisión con los postulados clásicos del principio
acusatorio; responsabilidad que el legislador asume conscientemente, en
interés de proteger determinados intereses que considera superiores.

4. Principios relativos a la valoración de las pruebas

Estos principios son los que siguen en el iter lógico del procedimiento
probatorio, pues una vez determinado el objeto de la prueba y definido quien
tiene la responsabilidad de aportar los medios para corroborar dicho objeto, se
impone dilucidar mediante qué reglas o principios se valorarán dichas pruebas.
Se trata de esa fase del proceso que SENTÍS MELENDO denominó la etapa
decisiva y concluyente del itinerario probatorio.

La valoración de la prueba es una labor intelectual del juez, mediante la cual


pondera los diferentes medios probatorios producidos, los que sopesa
siguiendo las reglas de la carga de la prueba, a partir de delimitar quien tenía la
responsabilidad de hacerlo, para ver si lo logró. Analiza también aquella prueba
propuesta por quien no tenía la carga de hacerlo, pero lo realizó con el
deliberado propósito de destruir la pretensión formulada en su contra, para
arribar a un criterio definitorio sobre la certeza alcanzada respecto a los hechos
afirmados.

En este sentido se delimitan dos posiciones esenciales; la primera es la de la


prueba legal o tasada, que como el nombre lo indica no es otra cosa que la
predeterminación legal del valor que se le concederá a cada uno de los medios
de prueba utilizados, mientras que la libre valoración de la prueba es el sistema
mediante el cual se deja en manos del juzgador el criterio de determinar el
peso que dicho medio de prueba jugará en el proceso de probanza del hecho
controvertido, en correspondencia con la impresión que la misma cause en la
conciencia del juez.

4.1. Prueba tasada y libre valoración

La prueba legal tuvo un desarrollo importante en el derecho común medieval,


en que el legislador suplía la función intelectual del juez, ofreciéndole un
catálogo de reglas que debía utiliza al momento de decidir, razón por la cual
este tipo de pruebas recibió la denominación de apriorística o matemática
(MONTERO AROCA).

COUTURE nos muestra varios ejemplos de este método, presente en la


legislación española medieval:

 Los ancianos deben ser más creídos que los mancebos, porque vieron más y
pasaron más las cosas.
 El hidalgo debe ser creído más que el villano, pues parece que guardará más
de caer en vergüenza por sí, y por su linaje.
 El rico debe ser más creído que el pobre, pues el pobre puede mentir por
codicia o por promesa.
 Debe ser más creído el varón que la mujer, porque tienen el seso más cierto y
más firme.
 Dos testigos idóneos hacen plena prueba que obliga al juez.
 Si se trata de probar la falsedad de un instrumento privado, se requieren dos
testigos.
 Si la falsedad se encuentra en instrumento público no alcanzan dos, sino que
requieren cuatro.
 En los pleitos sobre testamentos se requieren siete testigos, y ocho si el
testador fuese ciego.

Este sistema que obedecía a la realidad económica y social para el cual rigió
fue cediendo lugar al método de valoración libre en poder del juez, aunque en
los ordenamientos procesales civiles actuales perduran determinadas reglas de
valoración de tipo legal, que se ajustan a las exigencias de los tiempos
modernos, desprovistas ya de los prejuicios clasistas o sexistas. La presencia
de la prueba lega actualmente obedece a conveniencias del tráfico jurídico, por
lo se admite que determinado acuerdos adquieran un valor preordenado de
certeza probatoria, como ocurre con las manifestaciones y pactos plasmados
en un instrumento público notarial. Sobre este particular refiere MONTERO
AROCA que las partes de una relación material pueden incluso evitar que sea
necesario el proceso, pues conocen de antemano cual será el resultado
probatorio, pero si llegan al proceso impiden conclusiones probatorias
absurdas, siempre posibles en manos de los jueces, pues ya el valor probatorio
del acto por ellos realizado la ley se lo otorgó de antemano.

La prueba legal es prueba tasada, por lo que entra en la sentencia de manera


directa, con un valor predeterminado, que es el que la propia ley le confirió.

Nuestra norma procesal civil, siguiendo la herencia española, utiliza la


definición prueba plena, para designar aquellos medios probatorios a los que
les confiere un valor determinado.

El uso de este concepto provoca no pocas confusiones interpretativas, de tal


suerte que la doctrina moderna prefieren no utilizarlo como paralelo o símil de
la prueba tasada, por su carácter perturbador.
La más antigua referencia que encontré a la expresión prueba plena, es de
Jeremías BENTHAM, en su Tratado de las pruebas judiciales, quien a su vez
atribuye la expresión al jurisconsulto inglés Lord COKE, en una mención muy
fugaz que parece identificarla con un tipo de prueba de valor definitorio.

PALACIO considera que los antecedentes de la definición prueba plena están en


la legislación medieval, que exigía un determinado rigor en el medio probatorio,
para que pudiera influir en la decisión del juez y nos ofrece algunos ejemplos
de este método valorativo, como el que consideraba que el dicho de un solo
testigo no bastaba para justificar plenamente un hecho (testis unus, testis
nullus), requiriéndose, para hacer plena prueba, el dicho de dos testigos no
susceptibles de tacha y contestes en cuanto a sus declaraciones; si se trataba
de probar la falsedad de un instrumento privado, se requerían dos testigos,
pero éstos debían ser cuatro cuando la falsedad se encontrase en instrumento
público; mientras que en los pleitos sobre testamentos se requerían siete
testigo, y ocho si el testador fuese ciego.

La gran mayoría de las consideraciones que la doctrina moderna tiene sobre la


prueba plena provienen de CHIOVENDA, quien analiza como la tradición
heredada del derecho germánico determinó un método de gradación de la
prueba, de tal suerte que para la demostración de lo que constituye la cuestión
definitiva en el proceso se exigía una prueba rigurosa, mientras que para el
resto de las cuestiones sustanciales y sustantivas, los jueces se podían
contentar con una prueba menos rigurosa. Mientras que las primeras eran las
pruebas plenas, las segundas eran consideradas semiplena probatio, pero
uniendo varias fracciones de estas pruebas semi plenas, se podía lograr un
prueba completa o plena.

Por su parte DE LA PLAZA nos recupera una expresión ilustrativa de HEVIA


BOLAÑOS, Dícese prueba plena cuando es entera, bastante para condenar, y
semiplena, cuando es media, no bastante para condenar.
SENTÍS MELENDO definía a la prueba plena como aquel medio que hace tanta fe,
cuanta basta para decidir la controversia, en oposición a la semi-plena, que es
aquella que produce alguna fe, no tanta que por ella se decida la cuestión. Se
está refiriendo al mayor o menor nivel de certeza que un medio de prueba
reporta para el juzgador, de tal suerte que cuando se está en presencia de
medios probatorios cuya influencia es poderosa se dice que hace prueba plena.

Teniendo en cuenta que es común que en muchos lugares las normas


sustantivas civiles definan la forma de probar determinados actos jurídicos, en
algún momento el concepto de prueba plena servía para determinar si el medio
aportado cumplía las exigencias previstas en la ley. En caso afirmativo se
consideraba que la prueba era plena. Esto ocurre cuando se trata de probar la
compraventa de un bien inmueble, cuyo acto, por mandato del artículo 339 del
CC, debe constar en documento público; o la donación de un inmueble, al que
el artículo 374 le coloca igual exigencia de constar en instrumento público; una
consideración similar merece la previsión del artículo 206.3), relativo a la
trasmisión de la posesión, cuya exigencia general es la entrega del bien al
adquirente, pero cuando el acto consta en documento público, la traditio se
verifica con la formalización del documento.

Nuestra norma procesal utiliza la expresión prueba plena para definir tres
medios probatorios, que son la prueba de confesión judicial:

ARTÍCULO 280.- (…)


1) la confesión hará prueba plena en cuanto perjudique al litigante que la
preste. En lo demás, quedará sujeta a la apreciación del Tribunal de acuerdo
con las reglas establecidas para la de testigos;
2) la confesión prestada por el causante hará prueba plena en cuanto a sus
herederos o causahabientes, respecto a los hechos relativos al proceso;

Determinados aspectos contenidos en el instrumento público:

ARTÍCULO 294.- Los documentos otorgados con la intervención de funcionario


público con las formalidades legales, harán prueba plena entre las partes que
en ellos hayan figurado, respecto a las declaraciones que contengan o que de
ellas inmediatamente se deriven. Harán prueba asimismo, aún respecto a
terceros, en cuanto a su fecha y al motivo de su otorgamiento.
Las fotografías, películas cinematográficas, fotocopias, las grabaciones
mediante discos, cintas magnetofónicas o por cualquier otro procedimiento, los
originales y copias autorizadas de mapas, telegramas, cablegramas y
radiogramas cifrados y otras tipos de reproducciones, regulados en el artículo
299:

ARTÍCULO 300.- Cualquiera de las reproducciones a que se refiere el artículo


anterior, no impugnada expresamente, hace prueba plena de los hechos y de
las cosas representadas.

Puede inferirse que la Ley identifica la expresión prueba plena al concepto de


prueba tasada, o sea, un medio al que se le confiere un valor legal
predeterminado. Esto puede ser admitido para el caso de la confesión, sobre la
cual no existe duda alguna, en el entendido que nadie actúa en contra de sus
propios intereses, por lo que si acepta un hecho que le es propio y perjudicial,
es algo que los jueces no pueden rechazar y está liberado de probarse por
otras vías.

El instrumento otorgado ante fedatario público a que se refiere el artículo 294,


es igualmente entendido, pues integra el clásico ejemplo de documento
preconstituido que define BENTHAM como el escrito auténtico, que ha sido
hecho con arreglo a ciertas formas legales para ser empleado eventualmente
con el carácter de prueba jurídica. Desde el momento en que las partes
elaboraron el documento sabían que si un día entraban en conflicto y se
convertían en sujetos de una relación procesal, el documento implicaría que las
declaraciones que vertieron en dicho instrumentos tendrían para ellos un valor
vinculante, así como lo relativo a la fecha de su otorgamiento y al motivo del
acto. La LPCALE prevé que este tipo de documento puede ser redargüido, pero
si el incidente de impugnación no produce el resultado deseado para quien lo
propone, el documento mantiene su valor legal predeterminado.

Si la definición prueba plena se equipara a prueba tasada, se producen dudas


sobre el valor que tienen las reproducciones que describe el artículo 299, por lo
susceptible que son a adulteraciones y manipulaciones. Es posible que por ello
el legislador le diera a su impugnación una connotación diferente que la que
tiene para los documentos públicos, en los que de declararse inadmisible,
provocan que el documento siga conservando el valor que la Ley le confiere
(art. 294), mientras que en el caso de las reproducciones no se requiere que la
impugnación sea aceptada, sino que el mero hecho de combatirlas, la convierte
en una prueba de libre valoración; lo que puede inferirse del tratamiento que a
este tema el da el artículo 300 de la LPCALE. Podría inferirse que si no se
impugna, la parte a quien afecta la reproducción lo está aceptando y eso le
confiere valor probatorio tasado, pero se puede dar el caso de que el proceso
se siga en rebeldía y no se presente impugnación, lo cual le daría fuerza
probatoria definida a una mera reproducción, que sin duda no tiene el valor de
certeza que posee un instrumento público notarial.

La terminología de nuestra Ley no ayuda mucho a clarificar este tema en los


diferentes artículos que regulan la prueba documental. Así vemos que en el
artículo 296, relativo a los documentos expedidos por funcionarios oficiales, se
dispone que harán prueba en el proceso en lo que a tales actos se refiere.
¿Cuál es el alcance de esta expresión?, ¿significa que al consignar harán
prueba, sin ningún adjetivo, le está confiriendo un valor tasado? Algo similar
sucede con lo dispuesto en el artículo 298, relativo a la anotación escrita o
firmada por una de las partes en un documento que obre en su poder, en lo
concerniente a lo que pueda ser favorable a la otra parte, que la Ley dice que
hace prueba en todo lo que le sea favorable a la otra parte.

Considero que donde único existe claridad en el alcance del valor


predeterminado del medio de prueba es en la confesión y la documental
pública, en los aspectos a que se refiere el artículo 294, en los demás medios
comentados, se trata de pruebas que pueden considerarse plenas, pues
reúnen los requisitos formales que se exigen para probar lo que se pretende,
pero deben ser evaluadas en competencia con el resto del material probatorio
de libre valoración.

El principio de libre valoración de la prueba es consustancial a los procesos


regidos por los criterios de inmediación, en los que el juez toma contacto
directo con la práctica de las pruebas, las que ejercen una influencia sobre su
conciencia sin interferencias, pues ha sido protagonista de su desarrollo.

Históricamente el principio de libre valoración se corresponde con el triunfo de


las ideas liberales, manifestándose a finales del siglo XVIII y principios del XIX,
con el comienzo de la participación popular en la administración de justicia y su
consagración positiva en la institución del jurado. Es la legislación de la
Revolución francesa y sobre todo el Código de Instrucción de Napoleón quien
coloca en manos del jurado la responsabilidad de valorar libremente las
pruebas que ha presenciado, pues no era posible pedir a los ciudadanos
corrientes que participaban en el acto de justicia que conocieran las reglas de
la prueba legal; se impuso entonces lo que se comenzó a llamar y aún se
conoce como libre convicción o íntima convicción, que no es otra cosa que la
valoración de la prueba según la conciencia de quien la ha presenciado y debe
tomar la determinación del papel que esta juega en la probanza del hecho
ocurrido.

La libre valoración de las pruebas bajo la íntima convicción tiene el


inconveniente de que quien juzga puede arribar a conclusiones arbitrarias,
pues este mecanismo carece de medios de fiscalización de la labor intelectual
del juez, tanto a cargo de las partes, como del público y de los órganos
jurisdiccionales superiores. Cuando el jurado popular arriba a un veredicto no
se le pregunta sobre los medios por los cuales arribó a su conclusión, ha sido
el resultado de su libre convicción. Denostaba el maestro COUTURE diciendo
que con este método el magistrado adquiere el convencimiento de la verdad
con la prueba de autos, fuera de la prueba de autos y aún contra la prueba de
autos.

Modernamente impera el principio de libre valoración de la prueba bajo las


reglas de la sana crítica razonada, mediante el cual se impone la obligación de
consignar en la sentencia el proceso lógico de razonamiento mediante el cual
las pruebas practicadas incidieron en la conciencia del juzgador de forma tal
que le convencieron de la existencia del hecho controvertido.
Las reglas de la sana crítica son las consustanciales al correcto entendimiento
humano, a partir de la lógica y de la experiencia del juez. El juzgador no tiene
facultades para decidir a voluntad, de forma discrecional, sino siguiendo un
camino certero y eficaz de razonamiento (COUTURE).

Dice MONTERO AROCA que las reglas de la sana crítica son máximas de la
experiencia judicial, en el sentido de que se trata de máximas que deben
integrar la experiencia de la vida del juez y que este debe aplicar a la hora de
determinar el valor probatorio de cada una de las fuentes-medios de prueba.
Estas máximas no pueden ser codificadas, pero han de hacerse constar en la
motivación de la sentencia, pues solo así podrá quedar excluida la
discrecionalidad y podrá ser objeto de control por la vía de los recursos.

El concepto máximas de la experiencia es sumamente abarcador, pues


comprende tanto el conocimiento jurídico como la cultura general y el saber
que se posea sobre otras áreas, unido al oficio que se adquiere en el día a día
de labor jurisdiccional. No hay expresión que gráficamente lo defina mejor que
la de nuestro MARTÍ: El Derecho ejercido por ignorantes se parece al crimen.

En nuestra norma procesal, penal y civil, no aparece reflejado de forma clara el


principio de libre valoración de las pruebas, ni la obligación del tribunal de
valorarlas conforme a las reglas de la sana crítica, no obstante en varios
artículos de ambas normas se colocan determinadas acotaciones referentes los
criterios de valoración.

Así en la LPCALE aparecen escazas menciones al criterio de valoración libre


de la prueba, en tal sentido en el artículo 315, relativo a la prueba de peritos se
dispone que el tribunal apreciará su valor con criterio racional. En similar
dirección se pronuncia en el artículo 348, relativo a la prueba testifical, la que
se apreciará conforme a los principios y reglas de la lógica.

No existe pronunciamiento en la norma procesal civil sobre la obligación de los


jueces de fundamentar sus decisiones, exteriorizando los criterios de valoración
de la prueba que aplicaron, no obstante la exigencia existe y es controlable por
la causal 9 de casación del artículo 630, que permite combatir una sentencia
cuando se comete error por el tribunal en la apreciación de una prueba ,
dejando de reconocerle la eficacia que la ley le atribuya expresamente o
valorándola de modo irracional o arbitrario, y siempre que, en ambos casos,
sea suficiente por sí o en relación con otras igualmente válidas, para tener por
justificada una situación de hecho a favor del recurrente. La exigencia de este
control de casación hace que la sentencia deba motivarse. La Instrucción No.
225 de 17 de octubre del 2013, que pone en vigor una metodología para la
elaboración de las sentencias en los procesos civiles, de familia,
administrativos y económicos, en la que se hace una muy discreta mención a la
responsabilidad de los jueces en la valoración de la prueba, disponiendo que
En la valoración de las pruebas no se requiere observar el orden en que fueron
practicadas, sino que se atenderá a la incidencia racional de la información que
de ellas se derive.

El ordenamiento procesal penal padece de la misma deficiencia técnica, e


igualmente hace mención específica en la regulación de determinadas pruebas,
de algunas previsiones, como es el caso de las declaraciones e informes que
brinden en el juicio los funcionarios y agentes de la Policía, a las cuales se le
reputa con el carácter de declaración testifical, apreciable según las reglas del
criterio racional por el Tribunal (art. 331); algo similar ocurre con la prueba
pericial, la cual no condiciona la conciencia del juez, debiendo ser valorada de
acuerdo con el criterio racional del Tribunal (art. 336). El legislador en lugar de
proclamar la vigencia del principio de libre valoración de la prueba para todo el
ordenamiento, lo que hizo fue afianzar su presencia ante aquellos medios de
prueba a los que por sus características generalmente se le concede un mayor
crédito, a fin de evitar de que se incurra en el error de hacer prevalecer uno de
estos medios por sobre los otros, para los cuales el legislador da por
descontado la presencia del principio que ahora analizamos.

En lo que a la motivación de las sentencias penales respecta no existe en la


Ley precepto que obligue al juzgador en tal dirección; esto condicionó que
durante mucho tiempo los jueces no estuvieran obligados a colocar en su
resolución los elementos relativos al proceso mediante el cual llegaban a la
convicción de la probanza del hecho punible. Esto es particularmente
comprometedor en el procedimiento ordinario ante los Tribunales Provinciales,
por el hecho de que al ser procesos de única instancia, caracterizados por la
inmediación y la oralidad, le resulta imposible al control que se realiza en
casación percatarse de que el juez no ha actuado en la valoración de la prueba
dentro de los parámetros de la lógica y la razón.

Esta situación encontró respuesta a partir de la adopción de la Instrucción No.


172, de 26 de noviembre de 1985, del CGTSP, que dispuso que en las
sentencias el Tribunal actuante debía valorar las pruebas, estando en la
obligación de exponer los motivos por los cuales acoge unas y rechaza otras,
así como los fundamentos de su convicción de forma tal que permita apreciar la
forma en que se llegó al convencimiento de la ocurrencia del hecho
controvertido. Con relación a esto hay que aclarar que si bien es cierto que la
Ley no permite a las partes en el trámite de casación impugnar una sentencia
por algún motivo relacionado con el criterio que ha seguido el Tribunal a quo
para valorar las pruebas ante él practicadas, la mencionada disposición del
CGTSP abre la posibilidad de un control ex oficio que se realiza por parte del
Tribunal ad quem sobre la resolución que ha sido impugnada y el cual no está
sujeto a las causales que le franquean a la partes su derecho a la impugnación.
Este control de oficio sirve como medio adicional de corrección de la actuación
del Tribunal de instancia por su incumplimiento de lo dispuesto en la
mencionada Instrucción que le obliga consignar los elementos tenidos en
cuenta en la valoración de las pruebas practicadas.

4.2. Presunción de inocencia

Este principio, de aplicación exclusiva en el proceso penal, queremos analizarlo


dentro de los principios relativos a la valoración de la prueba, bajo una
condicionante estrictamente metodológica, pues resulta de difícil
encasillamiento en alguno de los subgrupos de clasificación que hemos
desarrollado, toda vez que se trata de uno de esos aspectos que hemos dado
en llamar megaprincipios, al mismo tiempo que considero que con
independencia de los grandilocuentes pronunciamientos doctrinales que
acompañan a este principio, es al momento de valorar la prueba en que se
aplica verdaderamente en la práctica la posición que el juez tenga sobre la
presunción de inocencia.

La presunción de inocencia, dada su propia naturaleza esencialmente compleja


y multifacética, se incardina con muchos otros de los principios estudiados,
como lo vimos en el acápite anterior cuando analizábamos lo relativo a la
responsabilidad de las partes en la aportación del material probatorio; esto
hace que se eleve, adquiriendo una jerarquía que lo coloca entre aquellas
garantías que se estudian de forma independiente, como mismo ocurre con el
derecho a la defensa.

A pesar de lo anterior hemos decidido incluir el estudio de la presunción de


inocencia en este momento pues su operatividad práctica se materializa
necesariamente en el proceso cognoscitivo que realizan los jueces en función
de probar el hecho delictivo.

El acusado se encuentra en una posición de desventaja, pues existen


sospechas y recelos hacia sus descargos, teniendo en cuenta el mecanismo
mental lógico que opera en casi todos los que intervienen en el proceso penal.
Son estas razones las que motivan que la presunción de inocencia se presente
como un valladar a la tendencia natural antes reseñada.

Bajo el imperio de este principio la valoración que haga el tribunal de las


pruebas que se presentan por la acusación debe estar condicionada por una
visión desprejuiciada del hecho y del comisor, lo cual no se logra gratuitamente,
sino por imposiciones colocadas en el ordenamiento en forma de garantías,
que obligan al juzgador a que requiera la demostración de la existencia del
delito más allá de la presencia de simples indicios, pruebas circunstanciales e
incluso de la misma confesión del hecho por parte del acusado.

El artículo 1 de la LPP consagra al principio de presunción de inocencia como


uno de los principales que informan el ordenamiento procesal cubano, el reto
está en la práctica, en lograr que el juez exija para arribar a una determinación
condenatoria, que los medios de prueba aportados por el fiscal hayan logrado
convencerlo de la ocurrencia del hecho afirmado.

Se insiste mucho en el valor de las formas que integran este principio, en el


sentido de que un imputado debe ser considerado inocente y tratado como tal
hasta el momento en que se dicte una sentencia condenatoria en su contra, lo
cual tiene sin duda mucha importancia, pero no radica ahí la esencia garantista
de este principio. Hipotéticamente se puede dar el caso de que un imputado
haya sido tratado durante toda la fase previa de investigación y en el propio
juicio oral con extremo cuidado y consideración, en correspondencia con la
presunción de inocente que le protege, pero que el tribunal esté permeado de
prejuicios de culpabilidad que comprometen su imparcialidad, en cuyo caso de
nada valió el trato cuidadoso que se le dispensó, si al final la sentencia le
condenará más por prejuicios que por el material probatorio practicado.

5. Principios relativos al régimen cautelar

A pesar del trecho recorrido desde que la doctrina italiana inició a principios del
pasado siglo el análisis sobre la colocación conceptual de las providencias
cautelares hasta nuestros días, aún no existe una posición común sobre la
naturaleza jurídica del régimen cautelar.

Contrario a lo que ocurrió con los principales temas teóricos del Derecho
Procesal Civil, la doctrina alemana no avanzó mucho en el estudio de las
medidas cautelares, las que no fueron vistas como una categoría propia, sino
que la consideraron un apéndice de la ejecución forzada, colocadas frente a
éste en la misma posición de accesoriedad en que los procedimientos
probatorios se encuentran con relación al proceso de cognición (CALAMANDREI).

Para CHIOVENDA la actuación de la Ley en el proceso puede asumir tres formas


fundamentales: cognición, conservación y ejecución; y coloca a la función
cautelar dentro de la conservación y por ello como una forma autónoma de la
tutela jurisdiccional.

A tono con el pensamiento chiovendiano, CARNELUTTI describió que el proceso


civil tiene tres tipos de funciones: la formación del mandato (proceso
jurisdiccional), su ejecución (de la ejecución) y su aseguramiento (de la
prevención). Las dos primeras tienen como cometido la composición definitiva
del litigio, mientras que la tercera logra su composición provisional. Para
CARNELUTTI la providencia de cautela no es una resolución cualquiera, ni posee
la particularidad de representar el anticipo o adelanto de un reconocimiento
judicial del derecho enjuiciado, sino que es la expresión última de un proceso
animado por un propósito específico y, por lo tanto, con consecuencias
jurídicas propias: el proceso cautelar autónomo (DE LÁZZARI).

El más completo análisis de la doctrina clásica italiana sobre este tema se debe
a CALAMANDREI, en su Introducción al estudio de las providencias cautelares.
Para el continuador de la obra de los grandes maestros fundadores, las
providencias cautelares no pueden ser consideradas como una especie de
tertium genus entre la cognición y la ejecución, sino que por su fisonomía
procesal propia constituyen la conclusión de un proceso separado, que es el
proceso cautelar. Las providencias cautelares son, al igual que las definitivas,
decisiones sobre el mérito; solo que en el caso que se analiza se pronuncian
sobre el fundamento de la acción cautelar, por lo que es un mérito distinto al
que sirve de fundamento a las providencias definitivas.

REDENTI marcó una nota discordante en la doctrina italiana y opinó que la


providencia cautelar no es más que una anticipación eventual de la sentencia
definitiva, no existiendo, por tanto, ni derecho, ni acción cautelar autónomos.

Un sector prestigioso de la doctrina española actual, que constituye nuestro


referente conceptual más cercano, en la misma cuerda que los maestros
italianos, considera que nos encontramos en presencia de una tercera
subfunción autónoma de la jurisdicción, junto a la declarativa y a la de
ejecución, que necesita de un proceso propio de realización. Esta tercera
manifestación de la función jurisdiccional, que sirve para asegurar la función de
juzgar y la de ejecutar lo juzgado, debe desarrollarse formalmente a través de
un proceso, al que debe calificarse como proceso cautelar (BARONA VILAR).

En la búsqueda del fundamento constitucional del régimen cautelar ORTELLS


RAMOS lo coloca como parte del derecho de acción, que consagra el artículo
24.1 de la Constitución de ese país, bajo la conocida definición de tutela judicial
efectiva. Este artículo de la Constitución española desdobla el contenido de la
función jurisdiccional en dos componentes básicos: juzgar (declarar el derecho)
y hacer cumplir lo juzgado (ejecutar lo declarado) (artículo 117.3 de la propia
Constitución). Dentro de esta dicotomía funcional el profesor ORTELLS RAMOS
inserta lo que denomina como derecho a una tutela judicial cautelar, que
evidentemente tiene una construcción de naturaleza jurisprudencial, pues no
está visiblemente descrito en la letra del mencionado artículo 24.1 y de las
interpretaciones que originariamente se derivan del mismo.

La Constitución cubana no consagra el derecho de acción dentro del catálogo


de los derechos fundamentales, por lo que es inútil hurgar en la búsqueda de
asidero constitucional a una tutela cautelar derivada de la función jurisdiccional.
Son las leyes procesales las que configuraron normativamente el régimen
cautelar en ambos campos. En el ordenamiento procesal civil no se rebasó la
concepción meramente apendicular de garantía de la ejecución, con el
embargo como medida cautelar por excelencia. Esta situación normativa marca
la orfandad que caracteriza nuestra doctrina sobre este tema. En el proceso
penal es una medida de aseguramiento al proceso de tipo personal, quedando
excluido el ámbito de los bienes que son instrumentos y efectos del delito.

Nuestra posición al respecto es concordante con la sentada por el profesor


ALCALÁ-ZAMORA, en su antológico Proceso, autocomposición y autodefensa,
para quien el proceso debe ser visto como unidad o conjunto y no como etapas
o fases del mismo. En tal sentido le niega al régimen cautelar la autonomía de
proceso, al carecer de substantividad y reducirse a ser un episodio de un
proceso principal.

Para nosotros el concepto de proceso está asociado a la existencia de una


relación jurídica de naturaleza triangular, por la intervención de las partes y el
órgano jurisdiccional, cuya constitución comienza con el ejercicio de la acción y
termina con la decisión definitiva del juez, una vez firme. Pretender ver en el
régimen cautelar la existencia de un tipo procesal autónomo equivale a
considerar en igual dimensión las fases impugnativas, lo cual no es posible,
pues ello implicaría, al decir de ALCALÁ-ZAMORA, destruir la unidad de la relación
procesal, que se extiende desde el primero al último acto del juicio, a través de
todas sus etapas. Razón por la cual vemos al régimen cautelar como un
incidente dentro del proceso principal, de naturaleza puramente instrumental,
concebido para garantizar el éxito de la pretensión principal, ya sea de
conocimiento o ejecutiva.

5.1. Presupuestos de las medidas cautelares

Si bien la definición de la naturaleza jurídica del régimen cautelar es aún un


tema sobre el cual no existe consenso en la doctrina, no ocurre lo mismo con la
delimitación de sus presupuestos y características esenciales.

El dilema fundamental del régimen cautelar estriba en que se adoptarán


medidas restrictivas de derechos que no se apoyan en un título, piedra angular
de cualquier tipo de ejecución forzada. Razón por la cual se hace necesaria la
definición de unos mínimos que deben darse para que se justifique la
intervención coactiva del tribunal. A estos mínimos la doctrina los denomina
presupuestos de las medidas cautelares.

A partir de CALAMANDREI la doctrina simpatiza unánimemente con las


categorías de fumus boni iuris y de periculum in mora, como los dos
presupuestos esenciales que condicionan la aparición del régimen cautelar en
todas las modalidades procesales, a los que algunos agregan para el proceso
civil la prestación de una adecuada contracautela, como otro presupuesto al
mismo nivel que los anteriores.

En el proceso civil, familiar y modalidades afines, el término fumus boni iuris o


humo de buen derecho, denominado también como verosimilitud o apariencia
del derecho, se utiliza para definir la apreciación apriorística que debe realizar
el juez sobre la justeza de la pretensión que se formula, que justifique aplicar
una medida que, sin fundamento en título alguno, altere el régimen jurídico del
demandado, ya sea en su patrimonio o incluso en su persona.

La determinación del fumus se limita a un juicio de probabilidades, ya que no


se está decidiendo sobre la cuestión de fondo que se litiga, sino que es una
valoración de hipótesis que justifique medianamente la adaptación de la
medida de coerción.

Las exigencias para la comprobación de la verosimilitud del derecho alegado o


de la posible culpabilidad del imputado, tienen un baremo mucho más dúctil
que para la comprobación del derecho subjetivo controvertido o la culpabilidad
real del acusado, sobre lo que versará la resolución que ponga fin al proceso,
ya que en sede cautelar el tribunal no entra a juzgar el fondo del litigio, sino que
se limita a una valoración general apriorística. Esta valoración puede calificarse
de superficial, pues lo contrario sería invertir el orden lógico de las cosas y abrir
una fase probatoria anticipada, en un momento del proceso donde no es
posible ni necesario y por demás inútil. Esta es la razón por la cual las
legislaciones en lugar de hablar de pruebas, utilizan los términos: medios de
comprobación, justificaciones, indicios, valoración provisional, etc. Se trata por
lo general de alejarse lo más posible del término prueba, reservado para definir
la actividad procesal encaminada a lograr certeza sobre el fundamento de
fondo del controvertido.

El proceso civil cubano desconoció la existencia de un régimen cautelar


propiamente dicho, pues se limitó a regular el embargo como única medida
nominada, con la sola finalidad de asegurar las responsabilidades pecuniarias
derivadas de la acción ejercitada o que se pretende ejercitar.

La promulgación del Decreto Ley 241, de 26 de septiembre del 2006, que


introdujo el proceso económico en la LPCALE, dispuso un régimen cautelar
propio para esta nueva modalidad procesal, que fue utilizado por el CGTSP,
para hacerlo extensivo al proceso civil y al familiar a través varias instrucciones,
que encontraron asidero sistematizado en la Instrucción No. 216/12, para el
proceso de familia y la Instrucción No. 217/12, para el proceso civil.

Con PÉREZ GUTIÉRREZ, cuyas opiniones conducen parte de mis razonamientos


en el análisis de nuestro Derecho, considero que la norma procesal cubana
generadora de este nuevo régimen cautelar (art. 801, 802 y 804) no ofrece un
dibujo adecuado de los presupuestos en tanto concierta, cómo único con ese
carácter, el que reside en la existencia del peligro, pues sitúa el fumus solo
para las reclamaciones de pago y la caución como potestativo del tribunal.

El periculum in mora fue definido por CALAMANDREI como el interés específico


que justifica la emanación de cualquier medida cautelar. De esta forma el
maestro italiano colocó este presupuesto como premisa primigenia del régimen
cautelar y estimó que está presente siempre que exista un peligro de daño
jurídico, derivado del retardo de una providencia jurisdiccional definitiva. El
periculum debe ser visto como el peligro de un ulterior daño marginal que
puede derivarse del retardo de la resolución definitiva, inevitable a causa de la
lentitud del procedimiento ordinario.

Por lo general el peligro suele desdoblarse en una proyección inmediata y otra


mediata. La primera está referida a que la no adopción de una medida cautelar
pueda provocar un perjuicio para el status jurídico actual de quien la solicita,
mientras que la mediata se refiere a las consecuencias que pueda traer para el
actor su no adopción, de cara a la ejecutividad del derecho que se le reconozca
en la sentencia que ponga fin al proceso.

El otro elemento indispensable en el análisis del periculum es el relativo a la


objetividad del pretendido daño alegado, que debe tener para el juez una
magnitud tal que justifique la adopción de la medida invasiva. En este tópico
ocurre algo similar a lo ya explicado con relación al fumus, o sea, no se trata de
probar la existencia de un daño efectivo, ni la presencia de un actuar malicioso
del demandado, basta que se brinde al juez los argumentos y elementos que
hagan presumir que la no adopción de la medida cautelar podrá producir un
daño inmediato para el solicitante, o el logro de una sentencia inútil, ante la
imposibilidad de su ejecución.

El artículo 804, al describir el periculum, no lo condiciona, como hacen otras


legislaciones, a la falta de efectividad que podría tener la sentencia estimatoria,
de no adoptase la medida solicitada, sino que lo hace depender de la
existencia de circunstancias que evidencien el riesgo cierto de daño irreparable
para la parte actora, sin especificar si se trata de un riesgo presente o futuro.
Esta formulación tan abierta posibilita que se pueda alegar la presencia del
periculum sin asociarlo necesariamente a un futuro incumplimiento del fallo
dispuesto.

No obstante esta amplitud de la tutela cautelar, el artículo arrecia las exigencias


que por lo general se estipulan para la acreditación del periculum, normalmente
asociado a un posible peligro de inejecución de lo dispuesto; en nuestro caso
se hace depender la decisión del juez de la existencia de circunstancias
debidamente acreditadas que evidencien el riesgo, por lo que se inscribe
dentro de la modalidad denomina como medidas de peligro concreto.

La cautela, conocida también por caución o contracautela, en oposición este


último término a la medida cautelar concedida al actor, no siempre forma parte
del catálogo de los presupuestos en la obra de algunos autores. No obstante,
se considera como una pieza fundamental del sistema de tutela cautelar,
basado en la inseguridad que significa la decisión adelantada del juez al
adoptar una medida cautelar, por lo que tributa a una función de equilibrio, para
garantizar la igualdad de las partes.

CALAMANDREI dejó sentado que la definición chiovendiana de contracautela,


proviene de representar una cautela de la cautela, ya que mientras la
providencia cautelar sirve para prevenir los daños que podrán nacer del retardo
de la decisión principal, y sacrifica a tal objeto, en vista de la urgencia, las
exigencias de la justicia a las de la celeridad, la caución que se acompaña a la
providencia cautelar sirve para asegurar el resarcimiento de los daños que
podrían causarse a la contraparte por la excesiva celeridad de la providencia
cautelar, y de este modo restablecer el equilibrio entre las dos exigencias
discordantes. Decía gráficamente el maestro italiano, que si la medida cautelar
dispuesta reputaba injusta al resolverse sobre el mérito en la sentencia, la
cautela operaba como un contraveneno, para remediar eficazmente el daño
que pueda haberse derivado de la decisión provisoria del juez.

Se trata de lograr el necesario equilibrio que eventualmente se rompió desde el


momento en que el juez decidió adelantar un título que no está basado en la
certeza del derecho alegado, sino solo en una apariencia del mismo. Se
pretende crear un pontón de salvamento para el caso de que al momento de
fallar, el juez decida desestimar la pretensión del actor y evitar el perjuicio que
puede haber producido la medida cautelar en el demandado.

En nuestra Ley, la contracautela se regula como la exigencia de una fianza o


caución a depositar por el solicitante de la medida, pero no se presenta como
un presupuesto, pues el artículo 802 lo deja potestativamente en manos del
tribunal y los presupuestos tienen naturaleza indispensable para su adopción. .

Por su parte en el proceso penal cubano el fumus se nos presenta como la


existencia de elementos de culpabilidad que hagan presumir que la persona
sobre la cual recaerá la medida es el autor del delito, o sea, que exista una
sospecha fundada de la participación del imputado en el hecho punible. El
fumus queda configurado en la LPP en el artículo 252.2, donde se exige que
aparezcan motivos bastantes para suponer responsable penalmente del delito
al acusado, independientemente de la extensión y calidad de la prueba que se
requiere para que el Tribunal pueda formar su convicción en el acto de
dictar sentencia.

En el ámbito penal el periculum se presenta, al igual que en el proceso civil,


asociado a la buena marcha del proceso y el cumplimiento efectivo de la
sentencia, solo que en este ámbito la buena marcha del proceso tiene que ver
con evitar la posible fuga del imputado o que trate de entorpecer la
investigación. Para esta valoración, muchas veces se tienen en cuenta
parámetros como la gravedad del delito, y se entiende así que existe una
relación directamente proporcional entre la gravedad del delito y el riesgo de
fuga o de ocultación de las pruebas que en su contra puede haber.

El peligro de fuga u obstaculización de la investigación no está delimitado con


claridad en la LPP como un presupuesto para la adopción de las medidas
cautelares. Por razonamiento inverso de lo regulado en el artículo 253, es
posible colocarlo como un presupuesto para la más grave de las medidas, que
es la prisión provisional, a lo que se incorpora, de la mano de ese mismo
artículo, la denominada alarma social y el peligro de reiteración.
Evitar la posible reiteración es una medida de prevención general totalmente
ajena al régimen cautelar, al igual que la alarma social, solo que sobre este
último tópico no es pacífico en la doctrina y la jurisprudencia de muchos países.
El criterio preponderante en la doctrina es que no se debe introducir otro
presupuesto que no sean los estrictamente procesales, y no aquellos que
tienen asiento en un fin exclusivo de la pena, que es la prevención general,
ajena al régimen cautelar.

El tratamiento que este tema tiene en nuestra ley es el resultado de la herencia


española, que contenía la alarma producida por el delito, como un elemento a
tener en cuenta al momento de disponer la aplicación de la prisión provisional.
Posición que fue progresivamente cambiando en la Ley española, a partir de
sucesivas modificaciones ocurridas en 1980, 1983, 1984 y finalmente en el
2003, pero no fue hasta esta última que se eliminó la alarma social como
elemento a tener en cuenta para la aplicación de la prisión provisional, a fin de
acomodar la norma procesal a los sucesivos pronunciamientos del Tribunal
Constitucional de ese país. No obstante, alguna doctrina española aún
considera que la eliminación de la alarma entre los elementos que regulan los
artículos 503 y 504 de la Ley, no implican que el juez, en uso de su libertad de
criterio, la valore al momento de decidir la medida a aplicar, a partir de la
trascendencia de los hechos cometidos (MONTÓN GARCÍA).

Siempre he sostenido que los escenarios sociales y culturales de cada país


condicionan el alcance al que puede aspirar la ley y en tal sentido la
eliminación del nivel de alarma que el delito produce en el seno de una
comunidad, por la magnitud del daño causado a las víctimas o a una
colectividad, debe ser tenido en cuenta con mucho peso al momento de
imponer la medida cautelar de prisión provisional, aun reconociendo que no
constituye un presupuesto del régimen cautelar, pero si un elemento de
integración del juicio de ponderación del juez.
Una vez repasado el escenario cautelar en general, abordaremos los principios
que perfilan este régimen, que permiten guiar al juez en la adopción de las
medidas cautelares.

5.2. Instrumentalidad

El término fue propuesto por CALAMANDREI, quien dejó sentado desde un inicio
que estaba abierto a que fuera sustituido por otra expresión que pudiera
describir mejor la noción de dependencia del régimen cautelar a la existencia
de un proceso principal donde se debatiera el derecho de fondo. No obstante
su responso sobre la felicidad del término utilizado, es lo cierto que trascendió y
la doctrina lo asimiló sin reparos, razón por la cual nuevamente viene en
nuestro auxilio el trazado doctrinal del maestro florentino, quien dejó sentado
que el carácter instrumental de las medidas cautelares constituía justamente la
nota verdaderamente típica que las caracterizaba. Destaca el procesalista que
ellas nunca constituyen un fin en sí mismas, ya que están preordenadas a la
emanación de una ulterior decisión definitiva, al resultado práctico de las cuales
aseguran preventivamente. La expresión marcará, decía, su efímero ciclo vital.

La característica que trata de definir el término es que las medidas cautelares


solo pueden existir, funcional y temporalmente, dentro de un proceso o en
función de este. Las que se adoptan una vez comenzado el proceso, tienen
vigencia mientras que este exista y solo perduran más allá de la sentencia solo
como parte del proceso de ejecución. En el caso de las medidas que se
adoptan de manera previa, solo surgen porque se solicitan como parte de un
proceso que se pretende promover y su vigencia está condicionada a un plazo
que la Ley establece para que se formule la pretensión, vencido el cual la
medida cautelar pierde vigencia ipso facto, si el actor no hace la promoción. En
la LPCALE la instrumentalidad puede derivarse de la interpretación de los
artículos 801 y 806 in fine; en el ordenamiento procesal penal, aunque
consustancial a su naturaleza, no hay una formulación concluyente al respecto.

5.3. Jurisdiccionalidad

Esta característica se refiere a la obligatoriedad de que las medidas cautelares


sean dispuestas por un órgano jurisdiccional. Está asociado a uno de los
principios que vimos cuando estudiamos los principios de la actividad
jurisdiccional, que es el de exclusividad, pues si la actividad cautelar tiene su
fundamento en la buena marcha de la actividad jurisdiccional y tiene como
cometido lograr el éxito de la sentencia, las facultades de adopción deben estar
en el ámbito de los tribunales. A esto se une que por tratarse de medidas que
imponen determinados márgenes de coerción, deben ser los jueces los
facultados para su determinación.

En el proceso civil las medidas cautelares son consustanciales al desempeño


jurisdiccional, como una subfunción, por lo que esta característica no tiene
mayor nivel de conflictividad. No ocurre lo mismo en el campo del proceso
penal, donde el escenario se presenta más complejo y controvertido, pues las
medidas cautelares, incluida la más invasiva que es la prisión provisional, no
son atribuciones de los jueces.

La trascendente reforma del proceso penal cubano de 1973, cuando se


promulgó la Ley No. 1251, de Procedimiento Penal, que puso fin a la vigencia
en Cuba de la Ley española, consagró el principio de jurisdiccionalidad en
adopción de las medidas cautelares, las que eran dispuestas por el tribunal,
dentro de las 72 horas siguientes del recibo de las actuaciones, previa
audiencia verbal en la que participaban el fiscal y el abogado. No se trataba de
un tribunal o juez de cautela, como los que ahora proliferan en el modelo
latinoamericano, sino el propio tribunal que en su día tendría a su cargo el
juzgamiento.

Lamentablemente este panorama perduró hasta 1977 que se promulgó la


actual LPP, que dejó en manos del Fiscal la adopción de la medida cautelar,
con una revisión judicial inmediata. Un nuevo panorama se impuso a partir de
1994, en que promulgó el Decreto Ley No. 151, de 10 de junio, que en palabras
del profesor RIVERO GARCÍA, pasó el señorío del aseguramiento a manos de la
policía y la instrucción, excepto la prisión provisional, cuya decisión quedó en
poder del fiscal; cesando a partir de ese momento todo control judicial en el
aseguramiento del acusado.
El profesor BODES TORRES trata de encontrar asidero a este proceder alegando
que se corresponde con las tendencias modernas del derecho procesal, lo cual
no es acertado, pues la doctrina y la legislación unánimemente se manifiestan
a favor de que solos los tribunales pueden tener facultades para imponer
medidas cautelares, sobre todo la que implique privar de libertad al imputado.

5.4. Provisionalidad

Se conoce también como provisoriedad y fue denominado por CALAMANDREI


como el carácter más constante y distintivo de las providencias cautelares; está
ligado a la característica de dependencia procesal antes mencionada, pues
identifica que los efectos que emanan de las medidas cautelares tienen una
duración limitada, en contraposición a la que emana de la sentencia que tiene
una proyección definitiva, a las que CARNELUTTI denominó satisfactivas.

Se dice que las medidas cautelares no tienen una vocación de perdurar, pues
se adoptan para garantizar el cumplimiento de una sentencia posterior o para
evitar un daño inminente vinculado a la tramitación de un proceso y por esa
razón no se constituyen como un título definitivo, sino con vigencia solo
mientras perduren los presupuestos que dieron lugar a su adopción.

Esta característica es la que posibilita que una medida cautelar pueda ser
adoptada y luego revocada o habiendo sido denegada una vez, pueda ser
adoptada en un momento posterior del proceso.

Está muy ligado a la temporalidad, pues define una vigencia limitada en el


tiempo que describe su interinato, o sea, que está asociada no justamente al
paso del tiempo, sino a la existencia de las condiciones que hicieron factible su
adopción. La medida cautelar se adopta para tener una vigencia temporal
máxima asociada a la vida el proceso, pero vinculada a la existencia y
mantenimiento de los presupuestos que la condicionan; esto último es lo que
caracteriza su provisoriedad.

La temporalidad adquiere una mayor relevancia como principio en el ámbito del


proceso penal, pues allí su vigencia está asociada mucha veces a un plazo que
establece la propia norma procesal, de tal suerte que hay medidas,
generalmente las que privan de libertad, que no pueden mantenerse más allá
de un tiempo determinado, aunque no haya terminado el proceso o incluso
aunque persistan las condiciones que motivaron su adopción.

5.5. Variabilidad

Este principio identifica su carácter de decisión mutable o flexible, en el sentido


de que una vez dispuesta por el tribunal, puede modificarse en todo momento y
en cualquier dirección, ya sea para sustituirla por otra de las que existan en la
ley o por una medida de tipo innominada; el juez puede incluso mantener la
medida y solo incrementar su ámbito de aplicación, haciéndola más onerosa
para quien la soporta, o incluso puede decretar el cese de la medida,
generalmente a solicitud de quien la sufre, ya sea por haber desaparecido las
condiciones que motivaron su adopción o por la prestación de una fianza
liberadora.

Apuntaba CALAMANDREI que las medidas cautelares se pueden considerar


emanadas de la cláusula rebus sic stantibus, puesto que no contienen la
declaración de certeza de una relación extinguida en el pasado y destinada, por
esto, a permanecer a través de la cosa juzgada, estáticamente fijada para
siempre, sino que constituyen, para proyectarla en el porvenir, una relación
jurídica nueva, destinada a vivir y por tanto a transformarse si la dinámica de la
vida lo exige; dicho en otras palabras, que varían cuando cambien los
presupuestos que la condicionaron, pues no se adoptaron para regir de forma
definitiva, sino interinamente.

Este principio es uno de los que goza de mayor claridad en su plasmación


normativa, como lo vemos de lo dispuesto en el artículo 806 de la LPCALE, que
deja claro que la medida cautelar, una vez dispuesta, podrá ser sustituida,
modificada o revocada, a instancia de cualquiera de las partes, cuando
hayan variado o cesado las circunstancias que determinaron su adopción,
con sujeción al procedimiento a que se contrae el artículo anterior.
En igual sentido se pronuncia el ordenamiento procesal penal en su artículo
251, que regula que tanto la prisión provisional o cualquier otra medida
cautelar solo puede mantenerse mientras subsistan los motivos que la
originaron.

5.6. Proporcionalidad

Este principio es conocido también como de homogeneidad, e identifica aquella


característica de las medidas cautelares que describe el necesario correlato
que debe existir entre lo solicitado por el actor en su pretensión y el alcance de
la medida cautelar.

Teniendo en cuenta que la disposición cautelar implica una invasión en el


ámbito jurídico de quien la sufre, sin basamento en un título consolidado, sino
meramente provisorio y surgido de una presunción del derecho solicitado, la
proporcionalidad se nos presenta como un parámetro de sentido común o
comedimiento, para evitar que este interinato sea más gravoso que lo que se
dispondrá en la resolución estimatoria definitiva.

Esta característica adquiere en el proceso penal una consideración sustancial,


de tal suerte que se vincula directamente la magnitud de la medida cautelar al
tipo de sanción que prescribe la norma penal imputada. Esta característica es
la que impide que en determinados tipos delictivos que no llevan aparejada la
privación de libertad o esta es muy pequeña, se pueda imponer como medida
cautelar la prisión provisional, así como en los casos en que demora el proceso
investigativo, debe velarse que el tiempo de prisión preventiva no sobrepase el
tiempo mínimo previsto para el delito que se imputa.

6. Principios relativos al régimen de los recursos

En materia de recursos la problemática estriba en la necesidad de que la ley


procesal brinde a las partes la posibilidad de combatir todas aquellas
decisiones que pueda adoptar el tribunal, tanto resolviendo cuestiones que se
vayan produciendo durante la tramitación del asunto, como las que pongan fin
a los diferentes procedimientos. Queda fuera de este análisis el denominado
recurso de queja, previsto en el artículo 53 de la LPP, para que el imputado
pueda combatir las decisiones adoptadas por el instructor (la Ley habla de
resoluciones, lo que no se corresponde con lo que realmente ocurre en la
práctica), que puedan causarle un perjuicio irreparable, en virtud de la facultad
de control que el fiscal ejerce sobre la fase preparatoria (art. 105); pues se trata
de un medio de impugnación de naturaleza administrativa, que requeriría un
análisis particularizado, fuera de los principios del proceso.

Esta posibilidad de interactuar en aras de corregir lo que se ha decidido, se


relaciona con los principios de contradicción y de igualdad en el debate; la
contradicción se manifiesta precisamente en la posibilidad que debe existir de
mantener la permanente interlocución durante el desarrollo del debate, de
forma tal que se pueda garantizar el derecho a ser oído durante todo el tiempo
que dure la contienda, lo cual tiene en los recursos una vía de materialización;
por su parte la igualdad se manifiesta en que generalmente la parte que recurre
denuncia la vulneración de algún derecho cuyo irrespeto por el actuante, según
su consideración, lo ha colocado en posición de desventaja en el debate.

No está recogido en la Constitución cubana el derecho a la impugnación de las


resoluciones judiciales dentro del catálogo de los derechos fundamentales, ni
en ninguna otra parte del texto constitucional, por lo que no puede hablarse de
un desarrollo que se corresponda con las implicaciones que puedan derivarse
del derecho a los recursos que recoge el Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos y el Pacto de San José de Costa Rica. Del segundo Cuba no
es signataria, por no formar parte de la Organización de Estados Americanos,
desde su expulsión en el año 1962. El Pacto Internacional de Derechos Civiles
y Políticos fue rubricado por Cuba en fecha muy reciente, por lo que aún no
tiene un reflejo correlativo en la normativa interna.

La plasmación positiva del derecho a impugnar en sede del enjuiciamiento civil


está recogida en el artículo 601 de la LPCALE, que dispone que las
resoluciones judiciales son impugnables, según el caso, por medio de los
recursos de súplica, apelación y casación; en la norma procesal penal no existe
un precepto similar a este.
Existe una distinción teórica entre medios de impugnación y recursos. Dentro
del primero están comprendidos todos los medios en manos de las partes para
combatir decisiones judiciales, por lo que es visto como el género, mientras que
los recursos son la especie, pues son aquellos medios de impugnación que
sirven para sindicar resoluciones judiciales que aún no han adquirido firmeza, a
los que la doctrina denomina como medios de impugnación en sentido estricto
(ORTELLS RAMOS). En correspondencia con ello las leyes le conceden un
tratamiento distinto a la revisión, la cual no es considerada un recurso sino un
procedimiento, dado su carácter independiente, al estar destinada a sindicar el
fundamento de una sentencia que ha adquirido firmeza y, por tanto, representa
la máxima de las excepciones a la inmutabilidad del instituto de la cosa juzgada
material.

6.1. Doble o único juzgamiento

Los primeros principios en este ámbito son los referidos a dilucidar la disyuntiva
de permitir o no que una vez juzgado un caso se pueda producir una revisión
integral del mismo por un tribunal superior o si esa revisión sólo está limitada a
cuestiones esenciales de Derecho. En dependencia de la fórmula que se
adopte es que se puede hablar de principios del juzgamiento en única o en
doble instancia.

En correspondencia con lo anterior se denomina instancia a la posibilidad de


conocimiento integral o semintegral del contenido del proceso, de forma tal que
hay doble instancia cuando el tribunal ad quem tiene una posibilidad de
conocimiento similar que la que tuvo el tribunal a quo, pudiendo participar en la
práctica de las pruebas y decidir sobre la totalidad de lo controvertido, con la
única previsión que impone la prohibición de la reformatio in peius en lo que
tiene que ver con el ámbito de su decisión, la cual queda limitada a las
condiciones subjetivas que impone la parte recurrente.

6.2. El agravio
A pesar de la aceptación doctrinal generalizada del agravio como elemento
esencial del derecho a recurrir, la normativa cubana no lo tiene explícitamente
reflejado, aunque en el ordenamiento procesal civil puede interpretarse su
exigencia de lo regulado en el artículo 605 de la LPCALE, que deja claro que
ninguna resolución judicial podrá ser revocada por motivos de forma a menos
que la omisión o defectos padecidos hayan podido causar un real estado de
indefensión. En este artículo se deja sentado que los quebrantamientos
formales no tienen la relevancia suficiente para producir la revocación de una
decisión, por lo que la parte tiene la carga de fundamentar en su solicitud que
la violación cometida le produce un determinado perjuicio y que este tiene la
suficiente relevancia, lo que en la terminología jurisprudencial cubana se
denomina como que el defecto formal trasciende al fallo.

En lo relativo al agravio como presupuesto y principio que franquea el acceso al


recurso, se impone dilucidar si cualquier violación cometida puede dar pie a
que se acoja el recurso interpuesto o sólo aquellas que vulneran derechos de
las partes y que las colocan en estado de indefensión, al romper el equilibrio
procesal. MONTERO AROCA es del criterio que la estimación del recurso no
puede depender de que se haya producido indefensión o no, sino de que el
acto procesal, realizado con infracción de la norma procesal, pueda o no a
pesar de ello producir los efectos que le son propios. De la tesis de MONTERO
AROCA se deduce que la autoridad que conoce de un recurso debe
pronunciarse favorable a su prosperidad siempre y cuando se vulnere una
norma procesal, con independencia de que en ese momento no sea posible
vincular a la formalidad quebrantada con el daño a los derechos. Las leyes
procesales cubanas no se comprometen con ninguna consideración respecto a
lo que estamos analizando, pero es criterio jurisprudencial, en lo que al recurso
de casación respecta, que sólo franquea la prosperidad del recurso interpuesto
aquella violación de la norma procesal cuyo proceder indebido trasciende al
fallo.

Creo que cualquier posición extrema es peligrosa; reconocer que ante


cualquier violación de las formalidades procesales el recurso debe prosperar es
ir en contra del principio de economía procesal, provocando devoluciones
constantes de las causas al solo efecto de que se corrijan errores que pueden
resultar intrascendentes, sin que esto contribuya para nada al valor justicia.
Tampoco es conveniente tratar de buscar una correlación directa entre la
formalidad quebrantada y un derecho fundamental vulnerado, aunque es justo
reconocer que es ésta la posición con la que más simpatizamos, siempre que
no se vea de una forma esquemática y simplista, responsabilidad que recae
necesariamente en manos de los jueces encargados de valorar el caso en vía
de impugnación.

En ambos ordenamientos procesales se regulan los recursos en un estricto


catálogo numerus clausus, de tal suerte que las resoluciones judiciales
únicamente pueden ser combatidas por los medios específicamente regulados
en la Ley, que son la súplica, la apelación y la casación. En este particular el
enjuiciamiento civil se diferencia del penal, en que paralelo a los recursos
específicamente regulados, coloca en la ley otros instrumentos en manos de
las partes para combatir decisiones judiciales interlocutorias, como es la
protesta, que a pesar de no estar regulada específicamente dentro del catálogo
de los recursos, en el cuerpo del ordenamiento, se franquea su posibilidad para
combatir decisiones tales como la no admisión de determinados medios de
prueba propuestos por las partes, o contra la decisión que adopta el tribunal en
el desarrollo del juicio oral, al no admitir una pregunta por capciosa, sugestiva o
impertinente. La protesta por lo general se resuelve de forma inmediata por el
mismo tribunal que adoptó la decisión y tiene un carácter propedéutico, por lo
que se inscribe en la categoría de los remedios procesales.

En ambas leyes procesales los recursos de apelación y casación están


concebidos para combatir las sentencias, así como cualquier otro tipo de
resolución que no sea específicamente una sentencia, pero que ponga fin a un
proceso, haciendo imposible su continuación.

La apelación es un recurso que propicia el doble juzgamiento, pues en


determinados casos previstos en la norma el tribunal superior practica pruebas
y decide sobre el hecho probado con la misma libertad que el tribunal de
instancia. Las normas no lo condicionan a determinadas causas o motivos, por
lo que se inserta dentro de lo que se conoce como recursos ordinarios, o sea,
que puede invocarse cualquier violación, tanto procesal como sustantiva.

El recurso de casación, previsto en ambos ordenamientos para combatir las


sentencias dictadas por los tribunales provinciales, es del tipo extraordinario, ya
que la norma predetermina, en estricto numerus clausus, los motivos por los
cuales es posible interponerlo, lo cual lo convierte en un medio impugnativo de
único juzgamiento, ya que el TSP tiene limitada su actuación a un examen
estrictamente jurídico.

Por su parte el recurso de súplica se inscribe dentro del tipo que la doctrina
alemana denominó en su día como remedio procesal, y va dirigido a combatir
resoluciones de naturaleza interlocutoria, como las providencias y los autos y
tienen en la mayoría de los casos una función propedéutica, o sea, preparatoria
del recurso que en su día podrá establecerse contra la resolución definitiva. El
recurso de súplica tiene un efecto no devolutivo, con el que se identifica aquel
tipo de impugnación en la cual es el propio órgano que dictó la resolución,
quien resuelve el recurso, a diferencia del recurso de efecto devolutivo, en el
que el conocimiento y solución corresponde a un órgano superior, como la
apelación y la casación.

El sistema procesal cubano actual se apartó de la consideración de la


normativa precedente, de estimar a la Nulidad como un recurso. La nulidad en
el enjuiciamiento civil cubano es un incidente que se tramita dentro del proceso
principal, encaminado a subsanar violaciones procesales que se detecten antes
de que se dicte la sentencia y exige que para que se decrete la nulidad de las
actuaciones procesales debe existir una violación que no encuentre enmienda
o solución por otra vía y que el supuesto perjuicio que se señala sea de una
relevancia que pueda producir indefensión; la nulidad no disfruta de un
tratamiento individualizado en el proceso penal.

6.3. Prohibición de la reformatio in peius


La prohibición de la reformatio in peius, conocida también como prohibición de
la reforma peyorativa o reforma en perjuicio, es aquel principio que impera en el
proceso, en virtud del cual resulta imposible que el órgano encargado de
conocer el asunto en vía de recurso pueda alterar los límites objetivos y
subjetivos que han sido trazados por el recurrente y con ello agravar la
situación procesal que quedó fijada por la sentencia de instancia, salvo en
aquellos casos en que ambas partes hayan recurrido, en cuyo caso el tribunal
ad quem tendría plena libertad para moverse.

Este principio está encaminado a lograr que las partes se sientan seguras al
momento de interponer el recurso, sabiendo que dicha actuación no implicará
en ningún caso un empeoramiento de su situación en el proceso, pues el
tribunal ad quem no podría, en virtud del imperio de esta prohibición,
sobrepasar el límite que ha sido fijado por la resolución combatida,
proporcionando lo que gráficamente se ha denominado como tranquilidad para
recurrir.

Este principio posee una extraordinaria fuerza persuasiva en los


ordenamientos, toda vez que su inclusión hace que prevalezca por sobre otros
igualmente preponderantes, lo que justifica que un tribunal superior que detecte
determinadas violaciones en la aplicación de la ley, tanto sustantiva como
procesal, no podría corregirlas si al hacerlo perjudica los intereses de quien
interpuso el recurso, en lo que se podría ver una vulneración del principio
general de legalidad.

La LPCALE consagra este principio de manera diáfana

ARTÍCULO 604.- Ningún recurso podrá resolverse en sentido que agrave la


situación del que lo haya interpuesto.

No ocurre lo mismo en el ordenamiento procesal penal cubano, donde este


principio no tiene respaldo positivo, a pesar de las múltiples modificaciones que
se le han realizado a la norma. En su auxilio vino la Instrucción No. 63, de 11
de mayo de 1977, del CGTSP, que apoyándose en la preceptiva civil, dispuso
su extensión al ámbito penal, en magnífico análisis de que su ausencia en la
norma procesal penal no implica que deba entenderse que no rija también en
este campo, ya que es elemento implícito, consustancial a la naturaleza misma
de todo recurso cualquiera que sea su clase, que se utilice en interés y nunca
en perjuicio de quien hace uso de él.

Sin base normativa, pero amparado en el valor vinculante de las instrucciones


del CGTSP, la jurisprudencia cubana acomodó su actuar a este mandato, pero
la carencia de un desarrollo legislativo hace que no esté suficientemente claro
el alcance de este principio en el ordenamiento procesal penal.

Otro elemento que queda fuera del alcance de la norma, con trascendencia en
la actividad jurisdiccional, es si el principio ampara solo al imputado u opera
vinculado a la igualdad procesal, para ambas partes por igual.

En la dirección apuntada anteriormente durante algún tiempo la prohibición la


reformatio in peius fue vista como una regla de aplicación para ambas partes
en el debate, de tal suerte que es aquella que recurre (acusador o acusado),
quien coloca los límites subjetivos y objetivos al Tribunal ad quem. Esta postura
parte de la concepción pura del principio de contradicción, que presenta a las
partes en total plano de igualdad en el debate, razón por la cual no es posible
reconocerlo como un beneficio exclusivo del acusado. En correspondencia con
esta posición el tribunal no podría, ante un recurso interpuesto solamente por el
Fiscal, modificar el fallo de instancia en el sentido que beneficie al acusado,
pues si lo hace atentaría contra la prohibición de la reformatio in peius, que en
este caso favorece a la parte acusadora.

La posición ampliamente dominante en la doctrina actual considera que el


principio solo opera a favor del acusado (MAIER).

El criterio antes referido tiene asiento en los postulados de un grupo de


instrumentos internacionales, como el Pacto Internacional de Derechos Civiles
y Políticos y la Convención Americana (Pacto de San José), que consagraron
el derecho de toda persona declarada culpable de un delito, a que el fallo fuera
sometido a un tribunal superior, lo que perfiló el derecho a los recursos como
una garantía fundamental del justiciable, de lo que se deriva que no es
necesariamente un presupuesto de aplicación general para todas las partes
participantes en el proceso penal. Esta posición se ubica dentro de lo que se ha
dado en llamar como Derecho Penal garantista, en virtud de cuyo enfoque el
recurso deja de ser un medio general de control de la actuación de los
tribunales ante posibles violaciones de la legalidad, y por ello accesible a todas
las partes, para transformarse en un instrumento del acusado en su afán de
mejorar su posición en el debate y a fin de lograr lo que se conoce como
principio de la doble condena conforme o doble conformidad con la condena,
que no es otra cosa que la posibilidad o seguridad de obtener en dos ocasiones
distintas la reafirmación de la pena impuesta, como garantía indispensable para
la ejecución penal.

MAIER basa su criterio en que el proceso penal no puede ser visto como el
típico proceso de partes del Derecho Privado, por lo que no opera para él las
reglas de la autonomía de voluntad que son típicas del proceso civil, razón por
la cual el imputado no puede disponer íntegramente de su condena, ni aún en
vía recursiva; esto motiva que el Derecho procesal penal aprovecha todas las
oportunidades posibles para intentar la corrección de vicios o errores que
puedan afectar al imputado, de forma tal que incluso en aquellos casos en que
sea solo el fiscal quien recurre, el tribunal tiene libertad e incluso la obligación
de alterar los límites fijados por el recurrente, siempre que dicha modificación
beneficie la situación del imputado.

Otro aspecto vinculado al principio de prohibición de la reformatio in peius es el


que tiene que ver con la amplitud de su protección en aquellos casos en que el
tribunal ad quem decide anular las actuaciones del proceso por haber
apreciado la violación de formalidades esenciales en la tramitación del asunto.
Este proceder obliga en muchas ocasiones a que el tribunal de instancia se vea
en la necesidad de volver a practicar diligencias que ya había realizado, como
puede ser la repetición integral del juicio oral. En este caso no está nada claro
el ámbito de libertad que pude tener el tribunal del juicio para adoptar su
sanción, pues puede resultar muy común que ante un nuevo juzgamiento
puedan surgir matizaciones que inclinen al tribunal hacía la adopción de una
pena mayor que la que dispuso en la ocasión anterior; esta situación que
puede ser muy común en la vida real, puede implicar una vulneración de la
prohibición de la reformatio un peius, pues si bien es cierto que no se trata del
tribunal superior quien altera los límites del controvertido, no es menos cierto
que esta contingencia que analizamos se produce como resultado de la
interposición del recurso por parte del acusado. De aceptarse como posible que
el tribunal pueda imponer una sanción más severa que la acordada en el primer
momento, haría que se pierda la señalada tranquilidad del recurrente al
momento de tomar la decisión de impugnar el fallo que estime le ha resultado
adverso. Esta razón ha hecho que se postule la extensión de la prohibición de
la reformatio in peius al tribunal del reenvío.

Estas posiciones doctrinales encontraron pleno respaldo en la nueva normativa


procesal penal que rige actualmente en la mayoría de los países de nuestro
Continente, que recogen la prohibición de la reformatio in peius solo para el
acusado y la hacen aplicable hasta la decisión en el reenvío.

III. Principios del procedimiento

Hemos rebasado el análisis de los principios que informan la dimensión


supraestructural del problema, muchos de los cuales tienen una estrecha
vinculación con los cánones de organización política de la sociedad, lo que
hace que en unas ocasiones informen los derechos fundamentales y en otras
son precisamente derivaciones de éstos.

Nos proponemos ahora adentrarnos en el estudio de aquellos principios que sin


estar desvinculados de los anteriores, se caracterizan por ser
fundamentalmente de tipo técnico, pues son los que estructuran al
procedimiento en cuanto a sus aspectos formales, estableciendo los
parámetros en virtud de los cuales se adecuará la labor de conocimiento del
tribunal y de actuación de las partes.

Dentro de estos principios facilitadores se encuentran los siguientes:

1. Principios relativos al impulso y desarrollo de las actuaciones


Como ya quedó explicado precedentemente el proceso no puede comenzar, ya
sea en el ámbito civil como penal, si previamente no se ha producido una
excitación del titular de la acción. La máxima nemo iudex sine actore, opera
como un presupuesto de la jurisdicción. En Cuba existió un procedimiento
jurisdiccional a cargo del sistema de órganos del arbitraje estatal, en el cual los
árbitros tenían facultades para iniciar el conocimiento de un asunto relativo a la
contratación económica entre empresas estatales, sin que mediara demanda,
pero este sistema peculiar de administrar justicia desapareció cuando el
conocimiento de estos asuntos pasaron a la competencia de los tribunales y se
creó la Sala de lo Económico del TSP.

Ahora bien, una vez que comenzó el proceso se perfilan dos modelos de
impulso de las actuaciones, ya sea a cargo de las partes o del propio órgano
jurisdiccional, que nos permite identificar a los principios de impulso procesal
de oficio y dispositivo procesal.

1.1. Dispositivo procesal

Recuerden que habíamos dividido el tradicional principio dispositivo en


correspondencia con las facultades materiales o procesales que se pudieran
adoptar. El dispositivo procesal está asociado entonces a las facultades de las
partes para impulsar el proceso, o sea, a la existencia de actuaciones cuya
realización está subordinada a que las partes lo soliciten, en una consecución
de actos que llevan hasta que se dicta la sentencia e incluso al establecimiento
de los recursos y las actuaciones que de ello puedan derivarse.

Este principio prevaleció durante mucho tiempo en el enjuiciamiento civil, pues


se partía de la concepción de que la administración de justicia en este campo
no podía sobrepasar la propia naturaleza privada del conflicto, de tal suerte que
el órgano jurisdiccional solo podía avanzar en la tramitación de un asunto en la
forma y medida que las partes lo solicitaran. Las actuaciones procesales
podían paralizarse durante tiempo a la espera de que las partes interesaran su
paso a una etapa posterior, que provocaba lo que se conocía como caducidad
de la instancia, que según RICCI se interpretaba como una negligencia de las
partes, dueñas del proceso, que representa un tácito abandono de la instancia,
lo que protege los intereses sociales y responde a la tácita voluntad de las
partes (SÁNCHEZ ROCA).

Este principio fue cediendo lugar progresivamente a un protagonismo del


tribunal en la conducción del proceso, lo que obedeció al cambio en la
concepción del papel de la actividad jurisdiccional, explicitada con claridad por
CALAMANDREI cuando exponía que el Estado Constitucional reivindicaba para sí
la función jurisdiccional como complemento indispensable de la legislativa, por
lo que se comienza a sentir que el resultado del proceso no es extraño al
interés público, ya que en todo proceso se encuentra en juego la aplicación de
la ley, es decir, el respeto a la voluntad colectiva.

En la actualidad el principio está presente en el ordenamiento procesal civil


solo relacionado con algunas actuaciones que si no son solicitadas el tribunal
no las dispone, como es el caso del establecimiento de la réplica, la
formulación de dúplica (art. 238) o la solicitud de vista (art. 355), por solo citar
algunos ejemplos de nuestra LPCALE.

1.2. Impulso procesal de oficio

El principio de impulso de oficio se materializa brindando al tribunal las


herramientas procesales para enrumbar el proceso por los caminos que la
propia ley determina, una vez formulada la demanda. El tribunal no requiere
que las partes le pidan pasar de una etapa a otra, sino que vencido el plazo
previsto en la propia ley para cada fase, el tribunal dispone automáticamente el
paso a la subsiguiente, lo que impide que los asuntos se paralicen, pues el
propio órgano es el encargado de garantizar su marcha progresiva en pos de la
sentencia. Este principio encuentra una clara definición positiva en la LPCALE.

ARTÍCULO 38.- La dirección e impulso del proceso una vez iniciado,


corresponde al Tribunal, el que impedirá su paralización, ordenando de oficio,
al vencer el término o plazo señalado para cada actuación, el paso al trámite o
diligencia siguiente, excepto que un precepto expreso subordine su impulso a
la instancia de los interesados.

1.3. Preclusión y unidad de audiencia


El otro binomio de principios que forma parte de este bloque conceptual son los
de preclusión y unidad de audiencia.

Estos principios definen la forma tempo espacial en que se realizarán las


actuaciones, ya sea de forma concentrada en un solo acto, en cuyo caso
estaríamos en presencia de la unidad de audiencia, o por el contrario,
esparcido por el iter procesal.

La definición legislativa de adoptar uno u otro principio en un ordenamiento


procesal determinado está estrechamente ligada con el principio que regirá la
forma de las actuaciones; de tal suerte que cuando prevalece la oralidad, se
tiende a concentrar las actuaciones procesales, mientras que si la escritura es
el principio fundamental, por lo general la preclusión ayuda a lograr la marcha
progresiva del proceso.

Preclusión es cierre o clausura y en el ámbito procesal se asocia con la


pérdida, extinción o consumación de una facultad procesal (GRILLO LONGORIA).

En los procesos escritos este principio favorece la marcha ascendente del


procedimiento, ya que vencida una etapa se pasa a la subsiguiente, impidiendo
que se pueda volver al momento procesal anterior. Un símil lo podemos ver con
claridad en el funcionamiento de las esclusas del Canal de Panamá, de tal
suerte que cuando un buque entra en una de ellas y se produce el cierre de las
compuertas posteriores y el navío comienza a bajar o a elevarse, en
dependencia de si sale o entra del Canal, no es posible el retorno, solo se
puede marchar hacia delante.

La preclusión opera tanto si las partes dejan de ejecutar un acto previsto en la


ley, en cuyo caso la compuerta se cierra por inactividad, como si la ejecuta de
manera efectiva, en cuyo caso la compuerta igualmente se cierra, pero en esta
ocasión por haber satisfecho la carga que tenía por delante; lo que tiene reflejo
claro en el artículo 194 de la LPCALE, en la cual este principio tiene una
primacía casi absoluta, aunque con la introducción del proceso económico y el
conocimiento por audiencias, se produjo una cierta flexibilización del rigor de
este principio.

Por su parte la unidad de audiencia, a la que algunos califican como


concentración, es la acumulación de actuaciones en un solo acto o en varios
sucesivos, de forma tal que se puedan unir la realización de varias actividades
al mismo tiempo. El ejemplo típico es el juicio oral del proceso penal, en el cual
se concentra la práctica de todos los medios de prueba y aunque en la ley se
establece un orden cronológico para su práctica (art. 311), es posible variarlo
sin mayor dificultad, pues dentro del propio acto del juicio no opera la
preclusión.

No obstante lo antes dicho en todos los procesos hay siempre presencia del
principio de preclusión, pues incluso en los que opera la unidad de audiencia,
una vez terminada ésta, es imposible retroceder, toda vez que el fin de la
preclusión en cualquier modalidad procesal es garantizar que el avance hacia
adelante en búsqueda de la sentencia.

La nulidad de actuaciones es una excepción al principio de preclusión, pues


cuando aquella se decide por el propio tribunal o a causa de un recurso que lo
ordena, se produce la retroacción del proceso y con ello una marcha atrás de
todo lo actuado.

2. Principios relativos a la forma de los actos procesales

Los principios relativos a las formas son los que tienen que ver con el medio
que utiliza la autoridad actuante o el tribunal para imponerse o conocer de las
diferentes actuaciones que se practican durante el proceso.

2.1. Oralidad y escritura

En correspondencia con lo anterior existen dos únicas posibilidades de


presencia de estos principios que son la oralidad y la escritura.
Modernamente es difícil encontrar un proceso que se desarrolle íntegramente
de forma escrita u oral; se pone de ejemplo de proceso totalmente oral el que
realiza el Tribunal de las Aguas de Valencia, creado en tiempos inmemoriales,
con el propósito de resolver los conflictos relativos al riego de las parcelas
agrícolas, pero que ahora tiene más valor turístico que práctico, pues ya nadie
acude a él. En dependencia del principio que prevalezca de los dos es que se
califica el proceso como oral o escrito. No obstante la esquematización anterior,
lo decisivo para calificar realmente si un proceso es oral o escrito es su fase
probatoria, de tal suerte que podemos afirmar que un proceso es oral si el
mecanismo de obtención de la información que servirá de base para
confeccionar la sentencia se ha realizado de forma oral (GIMENO SENDRA).

La oralidad es otra de las conquistas arrancadas por las ideas liberales al


pensamiento jurídico medieval, razón que motiva que su plasmación positiva
esté vinculada esencialmente con el advenimiento de las revoluciones
burguesas al poder y con la participación del pueblo en la administración de la
justicia, fenómeno que se manifestó más rápidamente en el proceso penal que
en el civil. Desde la promulgación del Código de Instrucción de Napoleón se
generalizó en los países que lo adoptaron como referente, la oralidad como
principio de prácticas de las pruebas, lo que ocurre en el juicio oral. A diferencia
del proceso civil, en el que ha prevalecido y se resiste en muchos lugares en
abandonar su papel, el modelo escriturado heredado de la última etapa del
Derecho Romano, que se consagró en el solemnis ordo iudiciario, aún presente
en nuestro ordenamiento civil.

En el proceso civil la oralidad ha ido abriéndose paso a contrapelo de la propia


Ley, bajo el imperio de las instrucciones del CGTSP, a las que hemos hecho
referencia, adoptadas inicialmente para los procesos de familia y cuya
aplicación se extendió posteriormente al proceso civil en general. Es justo
reconocer que quien abrió el escenario de oralidad en nuestra legislación fue el
proceso económico introducido en el año 2006, al que denominé en su
momento como una luz en el camino, por el valor de referencia que podía
desempeñar y que de hecho ha tenido, para el resto del sistema procesal de la
LPCALE.
En la actualidad prevalece en la mayoría de los ordenamientos procesales
modernos y a pesar de que dijimos que se trata de un principio esencialmente
técnico, es necesario tener en cuenta que dada su incidencia en el
cumplimiento de las garantías y derechos de los acusados, al ser un facilitador
de la vigencia de otros principios como los de contradicción, igualdad,
acusatorio, etc., su exigencia está recogida en los principales instrumentos
internacionales que protegen los derechos humanos, como medio de garantía
de los mismos, por lo que se incardina con los principios de raigambre
esencialmente políticos.

El proceso penal cubano está marcado por el signo de la oralidad, la cual se


logra mediante la práctica de las pruebas en el juicio oral ante los ojos del
juzgador. La presencia de este principio en el ordenamiento cubano obedece a
la herencia española ya apuntada en los inicios de este trabajo, que posibilitó
que en nuestro país, a diferencia de muchos otros del continente, exista juicio
oral y público desde el Siglo XIX.

Bajo la denominación genérica de juicio oral, la LPP define las actuaciones que
se realizan desde el momento en que presentadas las conclusiones
acusatorias por el fiscal, el tribunal estima que están completas y emite una
manifestación de voluntad mediante la cual declara abierta la causa a juicio oral
(art. 281). De lo anterior se evidencia que existe un conjunto de actuaciones
que no son orales y que abarcan la notificación de las conclusiones al acusado
o a su abogado, la revisión del expediente por parte del abogado, la
presentación de sus conclusiones provisionales, la decisión del tribunal
admitiendo o desestimando las pruebas propuestas, la eventual protesta sobre
las pruebas no admitidas, el señalamiento para la celebración del juicio, etc.; la
fase verdaderamente oral comienza con lo que con exactitud se denomina
como acto del juicio oral, en la cual prevalece el principio de oralidad en la
práctica de los diferentes medios de prueba, salvo determinadas excepciones.

Uno de los escapes a la oralidad en el juicio oral es cuando el dictamen pericial


emitido en la fase preparatoria sea, a criterio del tribunal, suficiente en cuanto a
su contenido, que permite que se pueda dispensar a los peritos de su
asistencia al acto del juicio oral; esto impide que se pueda producir la
interacción oral entre el perito y las partes en presencia del órgano
jurisdiccional y con ello este tipo de prueba corre la misma suerte que la
documental, en que el medio de transmisión de la información deja de ser
personal para convertirse en material (art. 332).

La LPP es omisa al regular la forma en que se debe practica la prueba


documental en el juicio oral, limitándose a decir el tribunal examinará por sí
mismo los libros, documentos, papeles y demás piezas de convicción que
puedan contribuir al esclarecimiento de los hechos y a la más segura
determinación de la verdad (art. 338); esto condicionó por muchos años que la
forma en que dicha prueba se practicaba estaba en dependencia del criterio
específico del tribunal, ocurriendo con mucha frecuencia de que el documento
presentado por una de las partes es visto por los jueces y por la otra parte, los
que a su lectura manifiestan estar impuestos del contenido del mismo. Al no
darse lectura al documento en el juicio oral, quedaba excluida esta prueba de la
oralidad que prevalece en este acto. Para corregir esta corruptela procesal el
CGTSP adoptó el Acuerdo No. 90, de 14 de junio del 2001, que dispuso la
forma en la cual los tribunales deben practicar las pruebas documentales en el
juicio oral, en el que se indica que la apertura en el juicio de un espacio en el
que el tribunal examine por sí mismo la prueba documental aportada, con el
derecho de las partes para expresar sus consideraciones sobre el documento,
pudiendo debatir en ese momentos sus puntos de vista al respecto, en aras de
lograr que se cumplimente el principio de contradicción.

Antiguamente las actuaciones que se practicaban de forma oral debían dejar


un determinado rastro documental, ya fuera mediante actas taquigráficas que
trataban de reproducir fielmente todo lo que se decía, o solo consignando las
incidencias procesales fundamentales, sin pretensión de ser un reflejo de lo
ocurrido. El desarrollo de medios técnicos capaces de captar y reproducir de
forma integral las actuaciones que se desarrollan en un proceso hace que se
hable de un tercer principio al que se denomina documentación, que define la
forma en que se plasmará en el soporte concreto la actuación judicial y el valor
que tendría ante eventuales controles por instancias superiores en sede de
recursos.

La LPP no hace mención a la forma en que se debe plasmar el resultado de las


actuaciones orales practicadas durante el juicio, de forma tal que pueda quedar
constancia del contenido de las pruebas practicas. En virtud de disposiciones
normativas emitidas por vía gubernativa, a las que ya hicimos mención antes
(Acuerdo 172/86), los Tribunales toman acta en la que consignan el contenido
de la declaración de los acusados, testigos y demás comparecientes, con lo
que se logra la documentación de la prueba, que no es otra cosa que la
plasmación en un registro documental del resultado de una prueba oral;
mediante este proceder se posibilita que el órgano de casación pueda tener un
conocimiento aproximado de lo sucedido ante el tribunal de instancia, lo cual es
irrelevante para las partes en cuanto a sus derechos de impugnación, dada la
ausencia de medios para atacar una sentencia en materia de valoración de las
pruebas practicas, pero sí resulta de mucha utilidad en el control de oficio que
la Ley le confiere a la Sala de lo Penal del TSP en los recursos que ante ella se
presentan.

El artículo 116 de la LPCALE es donde se dispone la exigencia de que se


documenten todos los actos judiciales mediante acta, en la que se consignen
los elementos fundamentales del desarrollo de la actuación, lo que se
complementó con la Instrucción No. 226 de 27 de noviembre del 2013, que
puso en vigor la Metodología para la celebración de los actos judiciales civiles,
de familia, administrativos y económicos, en la cual se dan instrucciones del
contenido de las actas, pero a partir del principio general postulado en la Ley
de que dicho documento sea un reflejo parcial de las principales actividades e
incidencias que se producen.

3. Principios referidos a la relación del órgano jurisdiccional con los


hechos del proceso

El tribunal puede trabar conocimiento de las pruebas practicadas para la


demostración de las afirmaciones formuladas por las partes por vía directa o
por vía indirecta. En correspondencia con la forma en que se produzca esta
interfase entre el órgano jurisdiccional y el resultado de la prueba es que
estaremos en presencia de los principios de mediación o inmediación.

3.1. Mediación e inmediación

Hay mediación cuando el tribunal no participa directamente en el acto de la


prueba, sino que sólo recibe los reportes escritos de lo practicado y en base a
ello fundamenta su fallo, mientras que estamos en presencia del principio de
inmediación si se pone de manifiesto que el tribunal ha trabado contacto directo
con todo el material probatorio de forma tal que los jueces han participado
personalmente en el proceso de práctica de las pruebas, presenciando todos y
cada uno de los resultados obtenidos.

Con independencia de que no existe en el ordenamiento procesal cubano


ningún artículo que postule la vigencia del principio de inmediación, en todo el
desarrollo del juicio oral rige de forma preponderante, pues el tribunal está en
contacto directo con la práctica de las pruebas, lo cual se verifica con su
presencia íntegra en el acto del juicio oral, de forma tal que todos los jueces
que posteriormente decidirán se imponen al unísono del resultado probatorio.

Es menester insistir que la LPP concibe la vigencia de la inmediación en una


dimensión abarcadora, o sea, comprendiendo a todos los integrantes del
tribunal, de forma tal que el principio no opera para el órgano como un ente,
sino visto en la subjetividad de cada uno de los que participan, incluido los
jueces legos, de forma tal que el conocimiento de unos no suple el de los otros,
sino que es necesario que todos los integrantes del tribunal hayan tenido la
posibilidad de estar en contacto directo con la práctica de las pruebas; esto
condiciona la previsión existente de que si durante la realización de un juicio se
produjera la enfermedad repentina de uno de los jueces que intervienen y se
presumiera que el impedimento puede prolongarse, debe disponerse la nulidad
de la parte del juicio que se haya practicado y se señalará una nueva fecha
para realizarlo (art. 346.4-a), en salvaguarda del mencionado principio.

Con independencia de todo lo dicho con relación a la vigencia del principio de


inmediación en el proceso penal, existen algunas excepciones a su realización
plena, asociadas fundamentalmente a la prueba testifical en aquellos casos en
que el testigo no podrá estar presente en el juicio oral; son los casos de la
prueba anticipada (art. 194), que se practica durante la fase preparatoria, ante
la eventualidad de que el testigo pudiera estar ausente o haber fallecido para la
fecha del juicio. Existen otras excepciones recogidas en la LPP como la del
testigo que por su responsabilidad estatal o política está exento de comparecer
al juicio y lo que se conoce en el acto es el informe presentado (art. 315); o el
de los testigos que residen fuera del país y su declaración se tomó mediante
comisión rogatoria (art. 316); o el caso del testigo impedido que reside fuera de
la localidad donde tiene su sede el tribunal (art. 329).

En contra de la preponderancia del principio de inmediación en el proceso civil


cubano conspira la prevalencia que aún subsiste del principio de escritura, que
posibilita que no todos los jueces estén presentes en la práctica de las pruebas
e incluso de situaciones ya erradicadas en que era el personal auxiliar quien
practicaba la prueba y la documentaba, de la que luego el juez se imponía en
un momento posterior a través del documento elaborado. Las formas
procesales introducidas por las tantas veces mencionadas instrucciones del
CGTSP han abierto un mayor espacio a la oralidad y con ello la presencia de
los jueces en los actos de prueba, que fortalece el principio de inmediación.

Por la estrecha relación que el principio de inmediación guarda con el de


oralidad, dado que es bajo la vigencia de ésta que la inmediación alcanza su
mayor realización, hay autores que no lo estudian de forma independiente sino
como una derivación de la oralidad (BERZOSA). Creo que con independencia de
esta estrecha relación existente entre ambos, que ha condicionado que algunos
los denominen como compañeros de viaje, es conveniente estudiar a la
inmediación como un principio independiente pues el mismo puede estar
presente en procesos regidos por el principio de escritura, con independencia
de que su realización cabal en éstos no tenga la efectividad que logra en el
proceso oral.

4. Principios relativos a la comunicación de las actuaciones


Uno de los logros del triunfo del proceso penal liberal fue la posibilidad de que
los ciudadanos contaran con un juicio público y contradictorio, de tal suerte que
la visibilidad de las actuaciones por la ciudadanía se elevaba a la categoría de
garantía esencial de justicia. En la actualidad el acceso a las actuaciones por
las partes y la información a la ciudadanía de lo que ocurre en los tribunales
para por determinados condicionantes, que se regulan siguiendo el dictado de
los principios de publicidad y reserva.

4.1. Publicidad y reserva

Normalmente el principio de publicidad está relacionado con la posibilidad


existente de tener conocimiento del contenido de las cuestiones que conforman
las actuaciones judiciales y ha sido visto en una doble dimensión: publicidad
para las partes y publicidad para la sociedad.

GIMENO SENDRA hace una clasificación de la publicidad en publicidad absoluta


y publicidad relativa. Publicidad absoluta es la que opera erga omnes,
posibilitando el acceso general de la población al acto de justicia, mientras que
la publicidad relativa es la que opera solo a favor de las partes. Esta última él la
clasifica en directa e indirecta; es directa cuando las partes están autorizadas a
intervenir en la producción del acto procesal y es indirecta cuando se tiene
conocimiento del mismo una vez ejecutado (GIMENO SENDRA).

Estos principios operan para todos los órdenes procesales, pero tienen una
influencia esencial en el proceso penal, por el compromiso que tienen en el
respeto y garantía de los derechos fundamentales, debido a la necesaria
compatibilidad que en ocasiones debe lograrse entre el derecho a la
información de partes y ciudadanos, y las conveniencias de la investigación o el
respeto a los derechos de las víctimas o perjudicados.

Publicidad para las partes en el proceso penal es la posibilidad que deben


tener éstas de conocer el contenido integral de todos los elementos que
conforman el expediente penal, cuestión que se plantea fundamentalmente en
la etapa investigativa en la cual es la Fiscalía o la Policía quien tiene el manejo
del sumario y pueden privar al acusado y su Defensor de la posibilidad de
saber el resultado de alguna prueba o diligencia practicada. Esta es una
decisión que se adopta cuando por la naturaleza del delito investigado es
conveniente que el imputado intervenga tardíamente, pues su acceso a las
investigaciones puede perjudicar la labor que se realiza en pos del
esclarecimiento de lo ocurrido. La adopción de esta decisión está amparada en
el principio de reserva o secretividad, y queda claro de lo dicho que su
determinación debe obedecer a motivos plenamente justificados.

En la gran mayoría de las leyes procesales penales de nuestro Continente está


prevista la medida de reserva de actuaciones, cuya decisión está en poder de
los jueces de garantía, que son los que tienen esta misión durante la fase
preparatoria y se aplica para delitos vinculados al tráfico ilegal de drogas, el
crimen organizado y figuras de similar peligro para la sociedad. El tratamiento
que ofrece el Código de Procedimiento Penal de Bolivia es ilustrativo al
respecto:

Artículo 281º.- (Reserva de las actuaciones). Cuando sea imprescindible


para la eficacia de la investigación, el juez a solicitud del fiscal podrá decretar la
reserva de las actuaciones, incluso para las partes, por una sola vez y por un
plazo no mayor a diez días.
Cuando se trate de delitos vinculados a organizaciones criminales, esta reserva
podrá autorizarse hasta dos veces por el mismo plazo.

En el procedimiento cubano está regulada la posibilidad, con carácter


excepcional, de mantener secreto el sumario, en aquellos casos en que
razones de seguridad estatal así lo determinen; fuera de estos casos opera la
regla general de que tanto el acusado como su defensor, una vez dictado el
auto imponiendo alguna de las medidas cautelares previstas en la Ley, tienen
acceso al expediente investigativo y con ello a estar al tanto del contenido de
las actuaciones en él contenidas (arts. 247 y 249).

En los casos en que el fiscal no impone una medida cautelar al imputado el


acceso a las actuaciones no se produce hasta el momento en que concluye
toda la fase previa y el tribunal le notifica las conclusiones provisionales
acusatorias (art. 281), lo que conforma el criterio de que se produce una
reserva de facto a las actuaciones sumariales (ARZOLA FERNÁNDEZ).

Considero que se trata de una interpretación restrictiva de la Ley que se opone


al sentido lógico de las cosas, pues no hay razón válida que justifique que sea
recomendable la intervención del abogado en un caso en que el imputado
tenga aplicada una medida cautelar y no lo pueda hacer cuando se decida no
asegurarlo al proceso. Existe el criterio en la práctica jurídica de que en
ocasiones las autoridades a cargo de la investigación decidan no aplicar alguna
medida cautelar y dejar en libertad al acusado, con lo cual se liberan de las
molestias que puede causarles la interacción del abogado defensor en el
desarrollo de las investigaciones.

En la etapa del juicio oral no existe reserva para las partes, pues el imputado y
su defensor tienen el derecho a poseer un conocimiento completo de todo lo
que se pretenda incorporar al proceso, razón por la cual MONTERO AROCA es de
la opinión de que el derecho a la información de las partes no integra los
principios de publicidad y reserva, sino que debe ser estudiado como parte del
derecho a la defensa, y no le falta razón al profesor de Valencia en su
consideración.

Ya dijimos que en el proceso civil estos principios no tienen mucha relevancia,


por lo que basta mencionar que la reserva de actuaciones para una de las
partes es ajena a la naturaleza del conflicto en este campo del enjuiciamiento.
Si se tratara de buscar un ejemplo de reserva, con fines meramente ilustrativos,
habría que mencionar el interrogatorio para la prueba de confesión (art. 264) o
para las repreguntas a los testigos de la contraparte (art. 323), en que quien lo
solicita debe presentar el pliego de preguntas en sobre cerrado que no se abre
hasta el día señalado por el tribunal para la práctica de la prueba.

La otra vertiente de la publicidad es la que postula la posibilidad de acceso de


la sociedad a los actos judiciales y la cual se manifiesta por dos vías
fundamentales: el acceso directo del público a la realización de las actuaciones
que se efectúa durante la tramitación de un proceso y la posibilidad de que los
medios de difusión masiva tengan acceso a dichos actos y con ello a divulgar la
información a los grandes sectores de la población.

Con este aspecto ocurre algo similar a lo ya apuntado, en el sentido de que los
procesos penales son los que atraen la mayor cantidad de dificultades a la hora
de analizar estos principios, por el interés informativo que de ordinario
despierta este tipo de asuntos, a diferencia de los conflictos que se generan en
el plano civil o familiar. La LTP lo refleja en su artículo 2.g), como un principio
general del orden jurisdiccional.

Es en la etapa del juicio oral en la que el acceso de la población adquiere plena


virtualidad y el principio de publicidad opera como rector de las actuaciones en
este campo. En esta fase la publicidad opera como un componente importante
del sistema acusatorio, que concibe que el acto del juzgamiento se produzca
de frente a la sociedad, de forma tal que la participación de la población
posibilite tanto su conocimiento de lo acaecido y con ello sirva de medio
aleccionador y educativo, pero al mismo tiempo persigue que la presencia de la
población en las salas de justicia opere como mecanismo de control del pueblo
a la actuación de los jueces, al ser fiscalizadores involuntarios de su
imparcialidad.

La LPP en su artículo 305 postula, como regla general, la publicidad del acto
del juicio oral, regulando las excepciones que pueden darse en aquellos casos
en que por razones de seguridad estatal, de moralidad, orden público o el
respeto debido a la persona ofendida por el delito o a sus familiares, aconseje
que el acto debe celebre a puertas cerradas. La decisión sobre la publicidad o
no del juicio oral es una facultad que le asiste al Presidente del Tribunal, quien
debe consignar en acta las razones de su determinación y se adopta el mismo
día del juicio, previo a su inicio. En igual sentido se pronuncia la LPCALE en su
artículo 115, donde dispone que las diligencias de prueba, vistas y demás actos
se practiquen en audiencia pública, excepto que por razones de moral, orden
público o interés general, el tribunal disponga lo contrario; marcada
singularidad para los procesos familiares, ha distinguido la Instrucción No.
216/12, que estipula la celebración de las comparecencias a puertas cerradas.
Nuestras leyes procesales guardan silencio con relación al acceso de los
medios de difusión a los actos de justicia, lo cual es un mal que caracteriza a
muchos de los ordenamientos de nuestro Continente, que no dejan definido en
la propia norma procesal, como parte del principio de publicidad, el criterio
determinante a seguir sobre este particular, lo cual queda en poder entonces
de la decisión que se adopte puntualmente por la autoridad y la preponderancia
que los medios masivos de difusión tengan en cada país. Lo cierto es que
tradicionalmente los medios de difusión han servido para gestar estados de
opinión sobre la posible culpabilidad de un imputado, convirtiéndose en un
poderoso factor de influencia que atenta contra la independencia e
imparcialidad de los jueces.

LECTURAS RECOMENDADAS
BÁSICA
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AAVV; Temas para el estudio del Derecho Procesal Penal, primera
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La Habana, 1985
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estudio del Derecho Procesal Penal, primera parte, editorial Félix Varela,
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PARA SABER MÁS


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STEIN Friedrich. El conocimiento privado del juez. Editorial Centro de Estudios
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A. Editores. Buenos Aires, 1927. (Traducción del inglés de Catalina
Grossmann)
CAPÍTULO VII. LOS SUJETOS DE LA RELACIÓN PROCESAL
SUMARIO: I. EL ÓRGANO JURISDICCIONAL. 1. Delimitación conceptual de los sujetos
del proceso: el órgano jurisdiccional. 2. Organización e integración de los tribunales. 2.1.
Los jueces. 3. La distribución del trabajo jurisdiccional. La competencia; 3.1. La
competencia en el orden civil y familiar; 3.2. La competencia en el orden penal;
3.2.1.Competencia por criterios ratione personae; 3.2.2. Competencia por razones de
naturaleza cuantitativa; 3.2.3. Competencia por la naturaleza del delito o la cuestión a
conocer; 3.2.4. La competencia por razón del territorio; 3.2.5. Cuestiones de competencia
derivadas del territorio o de la conexidad delictiva; 3.2.6. La extensión de la competencia
penal. II. LAS PARTES. 1. Concepto. 2. Las partes en el proceso civil. Los terceros; 2.1.
Capacidad para ser parte; 2.2. Capacidad procesal; 2.3. La legitimación; 2.4. Postulación
procesal; 2.4.1. La prestación de los servicios de abogacía. 3. Las partes en el proceso
penal; 3.1. Partes acusadoras. El fiscal; 3.2. Otras partes acusadoras. 4. El imputado o
acusado; 4.1. Capacidad, legitimación y postulación en el proceso penal. 5. El tercero
civilmente responsable

Si alguna vez he dado más de lo que tengo,


me han dado algunas veces más de lo que doy.
Se me ha olvidado el sitio de donde vengo,
y puede que no exista el sitio a donde voy.
Joaquín Sabina

I. EL ÓRGANO JURISDICCIONAL

1. Delimitación conceptual de los sujetos del proceso. El órgano


jurisdiccional

La doctrina tiene dos formas de abordar este tema, la primera es desde el


punto de vista de todos los sujetos que intervienen en la actividad jurisdiccional,
que posibilita analizar no solo al tribunal y las partes, sino también a los
auxiliares de la actividad, como los secretarios, los alguaciles, etc., a quienes
les conoce como personal judicial. Esta posición, sin duda más abarcadora,
parte de la consideración lógica de que la administración de justicia no puede
realizarse en los tiempos actuales solo con el juez, sino que el tribunal lo
integran una diversidad de personas cuyo desempeño es indispensable para
garantizar el adecuado desempeño de la función jurisdiccional.

La otra posición, que será la que utilizaremos en este trabajo y que es más
restrictiva, estudia solo a los sujetos de la relación procesal, lo que limita el
análisis al tribunal y a las partes.
Recordemos que la relación jurídica procesal es la que define la naturaleza del
proceso, como una relación pública, que adquiere ese carácter por la
intervención del Estado a través de los órganos judiciales, cuya misión
constitucional es la de administrar justicia en los diferentes ámbitos del
Derecho.

Al solo efecto de facilitar la narración nos referiremos de manera indistinta a


juez o tribunal como similares, a pesar de que queda claro para todos que en
nuestro país, por mandato constitucional, no existe la figura del juez individual
que administra justicia, pues para todos los actos jurisdiccionales se actúa de
forma colegiada (art. 124).

El sistema judicial que actualmente impera en el país es el resultado de la


conformación histórica de esta función, que remonta sus orígenes al período
colonial y que es posible enmarcar metodológicamente en tres momentos
predeterminados: la etapa colonial, particularmente desde el traslado de la
Audiencia de Santo Domingo a la ciudad de Santa María del Puerto del
Príncipe, hoy Camagüey, en 1800; desde la intervención norteamericana en
1898, en que se crea el TSP y hasta el triunfo de la Revolución en 1959; y la
etapa actual.

A efectos de lo que nos interesa en este análisis nos saltamos las etapas
precedentes, e identificamos la promulgación de la Ley No. 1250 de 23 de junio
de 1973, como el momento que marca el inicio de la judicatura cubana
contemporánea, al crear el sistema de tribunales populares, con la participación
de los jueces legos. Esta Ley no era exclusiva de la actividad judicial, sino que
constituía a su vez la norma regulatoria de la Fiscalía y de la Abogacía.

La promulgación de la Constitución Socialista en 1976 obligó a que en 1977 se


dictara una nueva Ley de Organización del Sistema Judicial, la Ley No. 4 de 10
de octubre, con importantes reformas en relación con su antecesora,
especialmente en el sistema de nombramiento de los jueces, que dejó de ser
potestad del Consejo de Ministros, para pasar a ser electos por los órganos
legislativos a las diferentes instancias, municipio, provincia y nación.
Las leyes procesales aprobadas en esta época concedieron a los tribunales
facultades inexistentes en nuestra realidad jurídica, en la dirección y
conducción de los procesos civiles y penales, lo que fortaleció su posición en el
sistema.

Los tribunales quedaron organizados a todos los niveles por cámaras


colegiadas de 3 o 5 miembros, integradas por jueces profesionales y jueces
legos en Derecho, siendo estos últimos ciudadanos corrientes igualmente
electos por las legislaturas para participar en la administración de justicia en
determinados períodos al año.

En 1990 se dictó la Ley No. 70, de 12 de julio, Ley de los Tribunales


Populares, que fue la primera norma cubana dedicada exclusivamente a
regular la actividad judicial. Normativa que fue modificada en el año 1997, por
la vigente Ley No. 82, de 11 de julio, LTP, que introdujo nuevos cambios en la
organización del sistema judicial, entre los que se destaca por su importancia la
consagración del principio de inamovilidad de los jueces, antes sujetos a un
mandato de cinco años, la supresión del Pleno de la estructura de los
tribunales y crea los Consejos de Gobierno al nivel de los tribunales
provinciales, antes existente solamente en el TSP.

El marco normativo organizacional del sistema de tribunales populares


descansa actualmente en los artículos del 121 al 126 de la Constitución y en la
Ley No. 82 de 1997.

Obedeciendo a la concepción que informa el sistema político cubano, basado


en la unidad de poder, los tribunales no conforman un órgano de poder, sino
que encarnan una estructura que opera funcionalmente independiente de
cualquier otro órgano del Estado, pero que rinde cuentas de su actuación a la
Asamblea Nacional del Poder Popular y por mandato legal se subordina a ésta
y al Consejo de Estado (art. 1, LTP). Rendición de cuenta que se contrae a los
aspectos relativos a la actividad judicial, no a las decisiones que
jurisdiccionalmente adoptan los jueces, en las cuales son independientes y no
deben obediencia más que a la ley, según dispone el artículo 122
constitucional.

2. Organización e integración de los tribunales

Como dejamos sentado al momento de estudiar la función jurisdiccional, en


Cuba impera el principio de unidad en esta materia, o sea, que no existe
organización con función jurisdiccional concentrada que esté fuera del sistema
de tribunales populares.

La organización judicial ordinaria se corresponde con los niveles de


organización territorial del país, de tal suerte que existen tribunales
municipales, provinciales y el TSP. Por su parte la organización de los
tribunales militares se acomoda a la distribución territorial de los ejércitos, de tal
suerte que existen tribunales militares territoriales y en la base están los
tribunales de guarnición.

La integración del TSP y de los tribunales provinciales comprende la de un


presidente, los vicepresidentes, los presidentes de las salas de justicia y los
jueces. Los tribunales municipales se integran por un presidente y los
presidentes de las secciones de justicia. El Presidente del TSP es la máxima
autoridad judicial del país.

La estructura del TSP y de los tribunales provinciales comprende el CGTSP y


las salas de justicia. Al nivel de los municipios no existen consejos y la
actividad jurisdiccional se estructura por secciones.

Los consejos de gobierno a nivel del TSP y de los tribunales provinciales


desempeñan importantes funciones de naturaleza judicial. La labor del CGTSP
irradia a la vida jurídica del país, esencialmente por su potestad reglamentaria y
su función interpretativa de las normas con carácter obligatorio.

La distribución de la labor jurisdiccional en los diferentes niveles se realiza a


través de las salas de justicia especializadas por materia en el TSP y en los
tribunales provinciales y pueden crearse secciones en los tribunales
municipales.

En el TSP existen seis salas de justicia, que son la Sala de los Delitos contra la
Seguridad del Estado, la Sala de lo Penal, la Sala de lo Civil y lo Administrativo,
la Sala de lo Económico, la Sala de lo Laboral y la Sala de lo Militar. Esta
distribución se replica, mutatis mutandi, al nivel de los tribunales provinciales,
excepto la Sala de lo Militar, que no existe al nivel provincial. Al nivel municipal,
si las exigencias del trabajo lo demanda, a partir de la población del municipio,
pueden crearse secciones, las que abarcan la materia penal, familiar, la civil y
la laboral.

Al nivel del TSP las salas de justicia se integran indistintamente por tres jueces
profesionales y dos legos o por dos jueces profesionales y un lego. En los
tribunales provinciales las salas de justicia se integran indistintamente por tres
jueces profesionales y dos legos o por un juez profesional y dos legos. El
Reglamento de la Ley es el que establece los casos en que las salas se
constituyen de forma ampliada o reducida, en base a la naturaleza de los
asuntos a conocer.

2.1. Los jueces

Como ya hemos dicho, los jueces en el sistema de justicia cubano no adoptan


decisiones jurisdiccionales de forma unipersonal, sino que se integran en todos
los niveles para decidir sobre los asuntos sometidos a su competencia de
forma colegiada, bajo la premisa que cada juez es un voto al momento de
decidir un caso.

En el sistema judicial cubano existen varios tipos de jueces. La primera gran


clasificación es la de jueces profesionales y jueces legos; los profesionales son
graduados de la carrera de Derecho, mientras que los legos son ciudadanos no
graduados de Derecho, que gozan de un buen concepto público y que se
desempeñan en esa función durante determinados períodos del año.
Los profesionales pueden ser titulares o suplentes, a su vez los suplentes
pueden ser permanentes y no permanentes. Son titulares los elegidos como
tales para desempeñar sus funciones en los diferentes niveles jurisdiccionales,
mientras que los suplentes permanentes son los que suplen a los titulares en
los casos previstos en la Ley.

Particularmente interesante es la figura de los jueces profesionales suplentes


no permanentes, responsabilidad que pueden ocupar los profesores de las
Facultades de Derecho durante determinados períodos, como parte del
proceso de vinculación con el desempeño profesional, a fin de contribuir a
lograr un más amplio proceso de formación. Ocupan también esta
responsabilidad los recién graduados de Derecho, que aún no reúnen las
condiciones de tiempo y experiencia que se exigen para su entrada a la carrera
judicial.

Los jueces de todos los niveles son electos por las asambleas
correspondientes. La elección de los jueces del TSP está a cargo de la
Asamblea Nacional del Poder Popular, mientras que las asambleas
provinciales eligen a los jueces provinciales y municipales de sus respectivos
territorios.

3. La distribución del trabajo jurisdiccional. La competencia

Esta categoría procesal es la que más confusión tiene con la jurisdicción, pero
no hay nada que la defina mejor que la conocida expresión de que la
competencia es la medida de la jurisdicción.

La competencia es una categoría clave de organización de la actividad


jurisdiccional, pues determina los asuntos que cada tribunal puede conocer
tanto por su objeto como por el ámbito territorial de su actuación, por lo que
gráficamente GÓMEZ COLOMER lo definía como un modo de repartir la función
de juzgar.
Por la función organizadora que la competencia tiene, es conveniente delimitar
en esta parte general de la disciplina los principales criterios que se siguen
para determinar los tipos de asuntos que le corresponde conocer a cada
tribunal.

Dentro de la actividad jurisdiccional que tiene lugar en el ámbito judicial existe


un marco competencial muy amplio, asociado al derecho material que se
aplica, la que define los tipos de asuntos que le corresponde conocer a cada
rama dentro de los tribunales. En esta dirección se puede hablar de una
competencia en el ámbito penal, de los tribunales ordinarios y de los aforados;
en los primeros a nivel de municipio, provincia y Supremo y en los segundos a
nivel de guarnición, territorio y Supremo. Una competencia en el ámbito civil,
tradicionalmente a cargo de las secciones de lo civil de los tribunales
municipales y de las salas de lo civil y de lo administrativo de los tribunales
provinciales y del TSP, a partir del Acuerdo No. 4, de 12 de marzo del 2010, del
CGTSP se crearon secciones especializadas en asuntos de derecho de familia
en los tribunales municipales de La Habana, diferentes de las que atienden la
materia civil, experiencia que se va imponiendo paulatinamente al resto del
país. Una competencia en el ámbito de lo Laboral, a nivel de municipio,
provincia y Supremo. Por último una competencia en el ámbito de lo
económico, a nivel de las salas provinciales y del Supremo.

Estos grandes ámbitos competenciales con frecuencia se denominan


indebidamente como jurisdicción, así se habla de jurisdicción penal o
jurisdicción civil, para definir los asuntos que por ley tienen atribuido un tipo
específico de tribunal. La confusión se puede aclarar fácilmente cuando se
observa el trabajo en aquellos tribunales municipales en los que no se crean
secciones de justicia y el tribunal conoce de todos los asuntos penales, civiles y
laborales que se ventilan en el territorio. GÓMEZ COLOMER define muy bien este
tema cuando aclara que todos los órganos jurisdiccionales tienen atribuida
constitucionalmente la potestad jurisdiccional, poseyéndola indivisa, es decir,
en su totalidad, pero por motivos prácticos de organización del trabajo hay que
distribuir lo que cada uno resolverá, de tal suerte que la potestad única y
exclusiva que es la jurisdicción debe ser objeto de un reparto.
En correspondencia con el artículo 12.2) de la LTP, son las normas procesales
de cada uno de los campos las que definen los criterios de atribución a seguir
en correspondencia con el objeto del asunto controvertido o el territorio. En
virtud de lo anterior se perfilan tres criterios fundamentales para delimitar la
competencia, que son el objetivo, el territorial y el funcional (PALACIO).

El primero de estos criterios recibe la denominación de competencia vertical,


pues distribuye los asuntos entre órganos de distinta jerarquía, conforme a la
importancia de aquellos, teniendo en cuenta el valor o cuantía de la
reclamación o la naturaleza del tema sometido a conocimiento. Este criterio se
conoce también como competencia jerárquica (GRILLO LONGORIA).

El criterio territorial, al que se le denomina también competencia horizontal, es


el que distribuye los asuntos entre tribunales del mismo nivel jerárquico, según
la territorialidad y conforme a zonas geográficas.

La tercera categoría o criterio determinante de la competencia, que se


denomina competencia funcional, define aquel tipo de competencia que viene
atribuida a la sucesión de actuaciones derivadas de un mismo asunto, o sea,
que una vez trabado el conocimiento conforme a los criterios verticales y
horizontales antes descritos, define al juez competente para todo lo que
sobreviene, como los incidentes que puedan interponerse, los recursos, la
ejecución de la sentencia, etc.

Nos resulta imposible en este trabajo abarcar todos los ámbitos competenciales
previstos en la LPCALE, relativos a los procesos administrativos, laboral y
económico, por lo que abordaremos solo lo referente al orden civil y familiar,
así como la competencia en el plano penal.

3.1. La competencia en el orden civil y de familiar

La competencia en estas materias es un verdadero quebradero de cabeza para


los juristas que se desempeñan en el campo de la litigación, pues cuando se
enfrentan a un conflicto que tienen que enrumbar por la vía procesal adecuada,
deben dar respuesta a dos grandes interrogantes ¿qué tipo de proceso es el
adecuado para tramitar la pretensión?, y ¿cuál es el tribunal competente para
conocerlo?

Son los criterios de competencia objetiva y territorial los que contribuyen a


delimitar en qué tribunal del orden judicial se debe presentar la demanda y una
vez definido el orden, en qué territorio es más factible que transite la
reclamación.

La competencia objetiva está determinada por la materia objeto de litis (ratione


materiae) o por el valor o cuantía de lo que se debate, a lo que la LPCALE
dedica los artículos 5, 6 y 7.

Dijimos que a este criterio atributivo la doctrina lo denomina también como


vertical, jerárquico, absoluto o preceptivo, para dejar claro que en la
determinación del tribunal competente es la ley la que define el orden judicial
que asumirá el conocimiento y solución del controvertido, sin que la voluntad de
las partes pueda influir en ello.

Se parte de un hipotético criterio de que los tribunales de un nivel superior


están mejor preparados para la solución de determinados asuntos que los
tribunales inferiores, por lo que las pretensiones de mayor relevancia se
atribuyen a los tribunales provinciales. Este criterio no siempre es coherente
con lo que se persigue, pues existen asuntos que en función de ello son
conocidos en primera y única instancia por los tribunales provinciales, teniendo
solo reservado entonces el recurso de casación ante el TSP, en caso de
inconformidad con la decisión, mientras que a otros asuntos, reservados a los
tribunales municipales, se les posibilita un recurso de apelación ante el tribunal
provincial y en caso de inconformidad tienen también el recurso de casación;
con lo que nos enfrentaríamos al contrasentido de que un proceso de menos
envergadura tiene previstos más niveles de impugnación que otro de menos
relevancia. Es el caso de los procesos en que se interesa la suspensión o
privación del ejercicio de la patria potestad, que se resuelven en única
instancia en los tribunales provinciales, mientras que la gran mayoría de los
asuntos de familia se conocen en los tribunales municipales y tienen entonces
dos niveles de impugnación sucesivos previstos en la Ley.

El numeral 1) de los artículos 5 y 6 son los que confieren la competencia a los


tribunales municipales y provinciales por razón de la cuantía o valor de lo que
se reclama. En tal sentido se fija la competencia de los tribunales municipales
cuando el valor o cuantía de la reclamación no exceda de diez mil pesos, pues
si rebasa este monto o se consideran bienes con un valor inestimable o
indeterminable, la competencia es de los tribunales provinciales.

No hay dudas cuando lo que se reclama es el pago de una cantidad líquida de


dinero, ya sea por incumplimiento de un contrato, la devolución de un préstamo
o cualquier otra reclamación de similar naturaleza, en que esté suficientemente
clarificado que se pide una condena cierta de entregar dinero. Lo mismo
sucede en los casos en que la litis versa sobre bienes concretos, intentando su
reivindicación, en que el valor del bien define el tribunal competente. Ello no
puede confundirse con otros tipos de reclamaciones en que pueden estar
presentes bienes o valores, pero el pedimento no está relacionado con el valor
del bien, ya que la naturaleza de la pretensión es de otro tipo, como el caso en
que se solicite la nulidad o rescisión de un contrato de compraventa, para lo
cual resulta intrascendente el valor del bien en aras de atribuir la competencia,
pues la índole de lo pedido determina el criterio atributivo de la competencia.

Otra cuestión a clarificar en este criterio atributivo son los términos inestimable
o indeterminable, que utiliza el numeral 1) del artículo 6. En ocasiones
erróneamente se identifican, pero se refieren a dos categorías distintas de
estimación, de tal suerte que inestimable es aquel bien cierto que resulta
imposible cuantificar su valor, pero que existe la percepción clara de que se
trata de un bien muy valioso. Por su parte, indeterminable se atribuye a
aquellos bienes que al momento de la demanda no es posible determinar su
valor, pero se precisará después. Un caso de bien inestimable puede ser una
pintura de un artista cubano de la plástica, que se pretenda reivindicar, pero no
posea en ese momento una determinación exacta del valor, en atención al
autor y dimensión de la obra, resulta claro que se trata de un bien valioso. Otro
caso puede ser que al momento de la demanda no resulte posible determinar
su valía, porque requiere de un proceso posterior de liquidación, como sucede
en las reclamaciones que pretendan la condena de frutos, intereses o daños,
en los que puede no ser posible fijar el monto, lo que se realizará en trámite de
ejecución de la sentencia, tal como dispone el artículo 147. En casos como el
descrito, en que se condene a la entrega de una cosecha de un producto
agrícola, el valor no será posible determinarlo hasta el momento en que se
vaya a ejecutar la sentencia; justamente para estos casos es que la LPCALE
prevé dentro del proceso de ejecución de sentencias, el incidente de
liquidación, que estipula el artículo 479, a fin de precisar el monto cierto de la
condena dispuesta por el tribunal en la sentencia.

Sobre este punto coincidimos con GÓMEZ COLOMER de que no necesariamente


los asuntos más cuantiosos tengan que ser más difíciles que otros de menor
monto, unido a la consideración de que esta diferenciación incide en una
peligrosa relación mejor de la justicia a más dinero en juego, con impensables
repercusiones a todos los niveles, empezando por el propio derecho de acceso
a la justicia.

El resto de los numerales de los artículos 5 y 6 definen la competencia en


razón del criterio rationae materiae, o sea, en función de la materia o tipo de
pretensión que se ejercerá.

El numeral 7 del artículo 6 se nos presenta como una especie de cajón de


sastre para todas aquellas pretensiones cuya materia no esté definida en el
articulado, pero se convierte en la realidad de la práctica profesional en un
verdadero nicho de asilo para la multiplicidad de asuntos no definidos
concretamente en los artículos 5 y 6. Las pretensiones de nulidad de
instrumentos públicos de distinta naturaleza, cuya especificación no consta en
los artículos que analizamos, se enrumban por este criterio de competencia
ante los tribunales provinciales.
El actor está obligado en su escrito de promoción a dejar claro el tipo de
pretensión que ejerce, pues en base a ella es que el tribunal puede evaluar su
competencia, toda vez que el primer filtro para controlar el cumplimiento de
esta exigencia procesal, que se presenta como un presupuesto para el ejercicio
efectivo de la acción, está en poder del propio tribunal, por mandato del artículo
225, que exige que el tribunal antes de dar traslado de la demanda evalúe si es
competente, pudiendo rechazar de plano el asunto si no le está atribuido su
conocimiento por Ley (art. 21).

La parte demandada tiene la posibilidad, cuando se le notifique la demanda, de


combatir la competencia utilizando la excepción procesal contenida en el
artículo 233.1) de la LPCALE, si considera que aún cuando el tribunal admitió
el asunto a trámite, no es competente para conocerlo.

La competencia funcional es caprichosa, pues no obedece a la materia ni a la


cuantía, sino que la ley la fija en correspondencia con intereses procesales o
judiciales determinados, de ahí su denominación: está en función de la ley, del
proceso.

Este tipo de competencia define qué tribunal será el encargado del


conocimiento de los recursos que se sucedan al procedimiento de cognición
primario; razón por la cual el artículo 7, que regula los asuntos que resolverá el
TSP, es esencialmente funcional, como lo es el numeral 5 del artículo 6, que
define que los tribunales provinciales son competentes para conocer de los
recursos de apelación que se interpongan contra las sentencias dictadas por
los tribunales municipales.

Otros ejemplos de competencia funcional en la LPCALE son los que se


establecen en los artículos 367, relativo a las cuestiones que surjan con
posterioridad a la firmeza de la sentencia que se dicta en proceso sumario, o la
que establece el artículo 392, que dispone que las cuestiones que surjan con
posterioridad al divorcio, sobre la guarda y cuidado, régimen de comunicación,
pensión y otras relativas a las relaciones entre los padres divorciados con sus
hijos, se resuelvan por el propio tribunal que dispuso el divorcio.
Esta regla obliga a los padres que al momento de surgir el conflicto post
divorcio, referido en el mencionado artículo, y hubieren cambiado su residencia
para un territorio distinto de aquel donde está enclavado el tribunal que los
divorció, se vean compelidos a concurrir ante él para dirimir la divergencia.

Otro ejemplo del atributo de caprichosa que le adjudicamos a este criterio de


competencia es fácil verlo en el proceso laboral, que aunque está regulado
fuera de la LPCALE y que no es de las materias que estamos analizando,
puede ser ilustrativo. El CT dispone en su artículo 176 que contra las
sentencias dictadas por los tribunales municipales en esta materia no cabe
recurso alguno y luego abre en su artículo 178 la posibilidad de que puedan ser
impugnadas mediante un procedimiento de revisión ante el TSP. En este
ejemplo se coarta la posibilidad de un recurso ante el tribunal provincial, que
podría parecer la vía más lógica de manifestar la inconformidad y se abre un
procedimiento, que debía decir proceso, ante la máxima escala jurisdiccional
del país en esta materia.

El último de los criterios atributivos de la competencia en estas materias es el


territorial, denominado también horizontal, relativo o dispositivo. A diferencia de
los criterios anteriores, en este la voluntad de las partes desempeña un papel
preponderante, pues la primera regla es que las partes pueden someter el
asunto al tribunal que consideren, siempre y cuando sea competente
objetivamente para tramitar el asunto, a lo que la doctrina denomina fuero
convencional y que tiene respaldo en nuestro Derecho en el artículo 8 de la
LPCALE.

La primera de estas formas es cuando las partes someten el conocimiento y


solución de su controversia a un tribunal determinado, manifestándolo
concretamente, a lo que se conoce como sumisión expresa. Es el caso en que
las partes de una relación contractual definen dentro del propio contrato el
tribunal que resolverá los conflictos que puedan derivarse de esa relación
material (art. 9).
La otra forma de sumisión es cuando por la actuación procesal concreta queda
claro que se está sometiendo a un tribunal específico, a lo que se conoce como
sumisión tácita, que se materializa cuando al demandante presenta la demanda
en un tribunal determinado, y en el demandado cuando realiza cualquier tipo de
actuación procesal en ese tribunal que evidencie que litigará el asunto ahí.

Los problemas en este campo surgen cuando el demandado está en


desacuerdo en someterse al tribunal en el cual se presentó y admitió la
demanda. Es cuando surgen entonces los denominados conflictos de
competencia, que están relacionados siempre al criterio horizontal y territorial,
pues en los casos de competencia vertical es posible que el demandado
considere que el tribunal es incompetente y lo alegue como una excepción
dilatoria, pero ahí no hay un conflicto de competencia, pues es el propio tribunal
quien lo decidirá de manera definitiva.

En este campo hay que distinguir si la cuestión de competencia se basa en la


existencia de una sumisión expresa pactada entre las partes previamente. Es
necesario destacar que la existencia de un pacto de sumisión fijando la
competencia no es controlado ex oficio por el tribunal, lo que se desprende del
artículo 21 mencionado, que autoriza el rechazo del asunto solo por motivos de
incompetencia objetiva, no territorial. En estos casos la parte inconforme debe
plantear la cuestión ante el tribunal que considere competente conforme al
pacto, en la forma y tiempo que establece el artículo 27.

Si la disidencia del demandado con el tribunal obedece a otras razones, hay


que remitirse entonces al artículo 11 de la LPCALE, cuyas reglas operan como
previsión negativa para fijar la competencia, o sea, que actúan solo para los
casos en que se presenta el conflicto, definiendo entonces cual es el tribunal
que debe asumir el conocimiento del asunto.

En la parte especial del proceso civil se estudiarán las reglas que contiene el
referido artículo 11, pero es posible resumir aquí que las directrices van
encaminadas a favorecer el lugar de las obligaciones en las acciones
personales, el lugar de ubicación de los bienes en las acciones reales sobre
muebles e inmuebles y el domicilio del demandado, como regla más utilizada.

Durante la vigencia en Cuba de la DLEC, las cuestiones de competencia por


razón del territorio tenían dos vías procesales diferentes para denunciarse; una
vía era la declinatoria y la otra era la inhibitoria. El demandado podía escoger
uno u otro medio de defensa, de tal suerte que si hacía uso de la declinatoria
debía proponerla ante el mismo tribunal que estaba conociendo del asunto a fin
de denunciar su incompetencia, mientras que si hacía uso de la inhibitoria,
debía presentarse ante el tribunal que consideraba competente para conocer
del asunto y pedirle que reclamara para sí la tramitación del caso.

En correspondencia con el medio utilizado se definía la vía procesal para su


tramitación, de tal suerte que si escogía la declinatoria, se tramitaba en las
propias actuaciones, de la misma manera que al resto de las excepciones
dilatorias, mientras que la inhibitoria tenía un cauce especial. Esta situación
condicionó el diferendo a la hora de definir la naturaleza jurídica de este tipo de
cuestión, pues algunos la consideraban una excepción procesal similar al resto
de las dilatorias, opinión que no generalmente compartida.

Nuestra Ley eliminó esta dualidad en el tratamiento de las cuestiones de


competencia territorial y estableció una forma procesal única, la inhibitoria, por
lo que la cuestión deberá plantearse ante el tribunal que el demandado
considere sea el competente (art. 27) y no ante aquel que esté conociendo del
proceso, de manera que si el tribunal acepta la cuestión planteada reclamará la
inhibición del que está tramitando el asunto y su remisión de las actuaciones.

La cuestión de competencia propiamente dicha se presenta cuando el tribunal


al que se le ha reclamado su inhibición se resiste por considerarse competente
para la tramitación del asunto. Esta situación, más teórica que práctica,
obligaría a las partes a plantear la cuestión ante la sala de lo civil y de lo
administrativo del tribunal provincial común, o ante la Sala de lo Civil y de lo
Administrativo del TSP, en caso de tribunales pertenecientes a diferentes
provincias; decisión que debe ser acatada por el tribunal que se resistió y por
las partes.

3.2. La competencia en el orden penal

En el ámbito penal operan también los tres criterios atributivos de la


competencia, a saber, la objetiva, la territorial y la funcional, solo que aquí
algunos de ellos tienen matices operacionales totalmente diferentes.

La competencia funcional es similar, o sea, se protege el principio de que el


tribunal que tuvo a su cargo la cognición, asuma también el conocimiento de
las impugnaciones e incidentes que puedan derivarse de la tramitación del
proceso (art. 7).

En el caso de la competencia objetiva, jerárquica y absoluta, igual que en


proceso civil, está aquí determinada por criterios cualitativos, en razón de quien
sea el imputado (ratione personae); por criterios cuantitativos, según el marco
sancionador de los delitos que se juzgan; y por la naturaleza de la cuestión a
conocer, para los procesos seguidos por delitos contra la Seguridad del Estado
o los índices de peligrosidad.

3.2.1. Competencia por criterios ratione personae

El criterio cualitativo lo determina la persona sobre la cual recae la persecución


penal, pues existen individuos que por su condición, cargo o responsabilidad,
tienen la categoría de aforados, o sea, son destinatarios de un fuero especial.

El primero y más común de estos casos es el de los militares, pertenecientes a


las Fuerzas Armadas Revolucionarias o el Ministerio del Interior, que deben ser
juzgados por tribunales de este tipo, tal como estipula el artículo 5 de la LPP.

Estos tribunales poseen una vis atractiva para acarrear a su fuero tanto a los
militares que hayan cometido delitos, ya sean los propios previstos en la LPM,
como los delitos tipificados en el CP, así como a los civiles que hayan cometido
delitos conjuntamente con militares. La cuestión de competencia para el
conocimiento de estos casos puede ser planteada como una excepción por las
partes, ya en la fase jurisdiccional, mediante la figura conocida como de previo
y especial pronunciamiento, que recoge el artículo 290.1) de la LPP,
indebidamente denominada declinatoria de jurisdicción, pues realmente lo que
se está dilucidando es una cuestión de competencia. Cuando exista
desacuerdo entre tribunales populares y tribunales militares sobre el
conocimiento de un asunto, la cuestión de competencia será resuelta por el
CGTSP (art. 16),

Otros casos de competencia determinada ratione personae es la que atribuyen


los artículos 385 y 392 de la LPP. El primero está referido a la regla de
competencia especial a favor del TSP para el conocimiento de los procesos
penales que se sigan contra los miembros del Buró Político del Partido
Comunista, el Presidente, Vicepresidente y Secretario de la Asamblea
Nacional del Poder Popular, los miembros del Consejo de Estado, los
miembros del Consejo de Ministros, los jueces del TSP y el Fiscal General y
los Vicefiscales de la Fiscalía General. Por su parte el artículo 392 atribuye
igualmente reglas especiales de competencia para juzgar a los presidentes de
los tribunales y jueces profesionales y legos de los tribunales provinciales y
municipales.

3.2.2. Competencia por razones de naturaleza cuantitativa

Por su parte la competencia objetiva atribuida por razones de naturaleza


cuantitativa, asigna los asuntos a los tribunales, en razón de la pena prevista
para el delito en cuestión, según disponen los artículos 8 y 9 de la LPP.

Estas reglas han sufrido sucesivos cambios, pues originalmente los tribunales
municipales tenían su competencia reducida a los delitos con sanción que no
excediera el año de privación de libertad. En 1994 se aumentó su competencia
hasta tres años de privación de libertad y mediante el Decreto Ley No. 310/13
se aumentó hasta ocho años la competencia de estos tribunales. A partir de
esta última modificación los delitos para los que se prevé una sanción superior
a los ocho años se conocerán en única instancia por los tribunales provinciales
populares.

No es posible que se puedan suscitar cuestiones de competencia entre


tribunales provinciales y municipales por razón de la materia, ya que la
posición jerárquica del superior es quien decide cuál de ellos es el competente
y el inferior debe asumir la determinación adoptada (art. 17).

El resto de las cuestiones de competencia a que hacen mención los artículos


18, 19 y 20 de la LPP no se derivan del criterio cuantitativo propiamente dicho,
sino de factores territoriales, de la naturaleza del delito o derivados de la
conexidad procesal, a lo que nos referiremos más adelante. El aspecto
cuantitativo solo define los niveles del orden judicial, o sea, si es competente
un tribunal municipal o provincial, pero no deriva conflictos entre tribunales de
homologa jerarquía y como ya explicamos antes, las diferencias entre
superiores e inferiores no general cuestión de competencia que deba ser
dirimida, pues el superior siempre es el que decide y el inferior debe aceptarlo.

3.2.3. Competencia por la naturaleza del delito o la cuestión a conocer

El tercer criterio de competencia objetiva es el relativo a la naturaleza del delito


o de la cuestión a conocer. Nos estamos refiriendo específicamente a los
índices de peligrosidad predelictiva, atribuida por ley a los tribunales
municipales, lo cual no obedece a un criterio de magnitud de la pena, pues no
es sanción lo que se impone en estos casos, sino a una decisión del propio
legislador atendiendo a consideraciones de conveniencia.

El criterio relativo a la naturaleza del delito, más que una regla de competencia
clásica es un criterio de reparto por especialización y está referido a los delitos
previstos en el Titulo I del CP, cuyo conocimiento se atribuye a las salas de los
Delitos contra la Seguridad del Estado de los tribunales provinciales, y un
control de casación en el TSP. Aquí la atribución no obedece a la cuantía de la
sanción a imponer, pues el conocimiento es exclusivo del nivel provincial, no
existen en estos delitos tribunales de conocimiento inferiores y superiores, ya
que estos delitos se juzgan en una instancia única.

3.2.4. La competencia por razón del territorio

Una vez analizada la competencia objetiva y funcional, el tercer criterio de


atribución de competencia es el territorial, que en el proceso penal difiere
sustancialmente de lo analizado en el proceso civil, pues en el ámbito penal no
opera para esta competencia la voluntad de las partes, sino que tiene igual
carácter preceptivo que la competencia objetiva.

La regla general es que el tribunal competente es el del lugar donde se


perpetró el delito, así se pronuncian los artículos 8 y 9, respecto a los tribunales
municipales y provinciales. El artículo 11 por su parte establece algunas reglas
que pretenden clarificar aquellos casos en que no está totalmente determinado
el lugar exacto de ocurrencia del delito, estableciendo un orden de prelación
que arranca por el lugar en que encontraron las primeras pruebas, seguido del
lugar de la detención, luego el lugar de la residencia y por último el lugar de la
notitia criminis. Aunque el precepto hace referencia a competencia judicial, está
destinado mayormente a las autoridades encargadas de la persecución
primaria, pues el párrafo in fine del propio artículo deja establecido con claridad
que cuando se tenga determinado el lugar de la comisión del delitos, deben
remitirse las actuaciones a las autoridades del territorio donde se perpetró el
hecho, lo que hace que vuelta al criterio preponderante del lugar de ocurrencia,
pues es improbable que un expediente llegue a la fase judicial sin haber
determinado con claridad el lugar en que sucedió el hecho delictivo.

3.2.5. Cuestiones de competencia derivadas del territorio o de la


conexidad delictiva

Las situaciones que verdaderamente originan cuestiones de competencia entre


tribunales penales son las relacionadas con los conflictos entre tribunales por
razón del territorio o los que se derivan de la conexidad delictiva.
Existen cuestiones de competencia por razón del territorio cuando dos
tribunales de igual categoría se consideran competentes para el conocimiento
de un asunto o ambos lo rehúsan. El artículo 14 de la LPP es el que define la
autoridad que resolverá estos conflictos, que estará a cargo de la sala penal del
tribunal provincial común, cuando sea entre tribunales municipales de una
misma provincia. En el resto de los conflictos entre tribunales municipales de
diferentes provincias, o entre salas penales o de los delitos contra la Seguridad
del Estado, la autoridad que dirime el diferendo es la Sala de lo Penal o la Sala
de los Delitos contra la Seguridad del Estado del TSP, respectivamente.

Las verdaderas cuestiones de competencia material, a que se refiere el artículo


15 y que deben ser dirimidas por el CGTSP, son las que se derivan de la
conexidad delictiva y tienen una proyección positiva o negativa. Es positiva
cuando dos tribunales se consideran competentes para conocer de un asunto y
negativa cuando dos tribunales rehúsan el conocimiento del caso, por
considerar que no les corresponde.

La doctrina hace una distinción entre conexidad subjetiva y conexidad objetiva


(MORENO CATENA). La conexidad subjetiva está asociada al vínculo existente
entre los imputados, en la que hay que definir qué tribunal será el competente
para conocer del proceso, y se inscriben en esta categoría los numerales 1 y 2
del artículo 13:

1) los cometidos simultáneamente por dos o más personas reunidas, siempre


que éstas vengan sujetas a diversos Tribunales por su condición o por la
índole de los delitos cometidos;
2) los cometidos, previo concierto, por dos o más personas en distintos
lugares o momentos;

Por su parte la conexidad objetiva se deriva del vínculo entre los hechos
delictivos perpetrados, en la que se inscriben los supuestos previstos en los
numerales 3 y 4 del artículo 13:

3) los cometidos como medio para perpetrar otros o facilitar su ejecución;


4) los cometidos para procurar la impunidad de otros delitos;
MORENO CATENA identifica también una conexidad mixta (subjetiva y objetiva),
que son los diversos delitos que se imputan a una misma persona al incoarse
contra ella expediente por cualquiera de ellos, sin que tuvieran analogía o
relación entre sí y no hubieran sido hasta entonces objeto de proceso;
situación a la que se refiere el numeral 5 del artículo 13.

3.2.6. La extensión de la competencia penal

La Ley regula una fórmula que permite que un tribunal penal pueda extender su
ámbito competencial a temas que ordinariamente no le están atribuidos,
propios de otros órdenes normativos. El artículo 6 de la LPP, que regula esta
excepción, menciona las cuestiones civiles y administrativas, pero en realidad
es factible que se extienda a cualquier otra materia, como la familiar, laboral,
mercantil o económica.

Esta extensión competencial se fundamenta en la necesidad de la cognición


penal y se subordina solo a estos efectos, de tal suerte que la valoración que
haga el tribunal penal en cualquiera de estos campos, no trasciende a ellos,
pues solo ha sido utilizada a los efectos de valorar la comisión del hecho
delictivo.

Existen múltiples situaciones en las que se puede dar esta extensión, pero a
efectos ilustrativos de lo que estamos explicando podemos poner el ejemplo del
delito de Asesinato, previsto en el artículo 264.1) del CP, tipifica la conducta de
la persona que priva de la vida a un ascendiente o descendiente y puede darse
el caso de que el vínculo filial no esté acreditado documentalmente, por ser un
hijo no reconocido, en cuyo caso el tribunal penal se pronuncia sobre la
filiación, debiendo demostrarse ante él dicho vínculo parental, lo que permite
adoptar la decisión penal que corresponda, pero no implica que esta
determinación cobre fuerza vinculante en el tráfico jurídico de las relaciones de
familia. Lo mismo puede ocurrir en el campo administrativo con el delito de
Prevaricación, previsto en el artículo 136 del CP, que describe a la figura del
funcionario público que intencionalmente dicte resolución contraria a la ley,
pudiendo darse el caso de que el imputado alegue que no ostenta la condición
de funcionario porque no media nombramiento administrativo al respecto, en
cuyo caso puede el tribunal penal tomar conocimiento mediante los medios de
prueba previstos en la ley, de que la persona ocupaba la responsabilidad
propia de un funcionario, aunque no existiera el nombramiento oficial, lo que
permite la punición, sin que la decisión del tribunal penal tenga influencia
posterior en el campo administrativo.

II. LAS PARTES

1. Concepto

La más lacónica e ilustrativa definición de parte corresponde a CHIOVENDA, que


luego la doctrina ha replicado: es parte el que demanda en nombre propio o en
cuyo nombre se demanda, una actuación de la ley, y aquel contra el cual esa
actuación de la ley es demandada. El profesor GRILLO LONGORIA la matizó con
una definición que se impuso en nuestra doctrina: es parte la persona que pide
en nombre propio o en cuyo nombre se pide la tutela jurídica (actor), y la
persona frente a la cual se reclama la tutela (demandado).

Estos conceptos, que son unánimemente aceptados por la doctrina para el


proceso civil, encuentran serías dificultades de aplicación en el proceso penal.
La razón estriba en el correlato que existe en el proceso civil entre los sujetos
que intervienen en el proceso como partes, con los que lo son en la relación
sustantiva. En el proceso civil se pueden dar algunas excepciones de sujetos
que no formen parte de la relación material y entren en el proceso en cualidad
de parte alegando un interés legítimo, que son los denominados terceros
intervinientes, pero la regla es que se produzca una mutación de parte material
en parte procesal.

Esta fórmula no es aplicable al proceso penal, donde no se reconoce la


existencia de una relación material producto del delito. En este ámbito no se
puede decir que exista entre víctima y victimario una relación de derecho
material, como la que se produce en el campo privado, lo que impide el
ejercicio por el perjudicado de derechos subjetivos, típico del proceso civil.
Todo esto provoca serías dificultades teóricas para poder aplicar en el proceso
penal el concepto de parte inicialmente mencionado, razón por la cual la
doctrina en este campo ha elaborado diversas teóricas para tratar de definir el
concepto de parte, identificándolas como partes en sentido relativo, o sujetos
en lugar de partes, o parte en sentido procesal (MUERZA ESPARZA).

Por las razones antes dichas es que segmentaremos el estudio del tema para
verlo en cada uno de los ámbitos procesales.

2. Las partes en el proceso civil. Los terceros

Para las partes en el proceso civil se aplica íntegramente la definición


chiovendiana antes mencionada, que identifica a la parte estrictamente con el
que pide y no con el representante, ya sea legal o voluntario. El titular del
derecho exigido, aquel sobre el que recae el derecho subjetivo que se pidió al
formular la pretensión, es el que tiene la calidad de parte en el proceso.

La relación de las partes en el proceso civil es bipolar, o sea, una parte


demandante y una parte demandada. Puede incluso que el demandado no se
presente en el proceso, lo que provoca que el tribunal lo declare rebelde y con
ello se logra lo que la doctrina califica como presencia jurídica, pues existiendo
el emplazamiento de la demanda, la ausencia no es motivo para que se
paralice la marcha del proceso; la persona no está físicamente, pero
jurídicamente se le considera parte (RAMOS MÉNDEZ).

Es posible que en el proceso intervengan varias personas, ya sea pidiendo la


aplicación del derecho o contestando dicha exigencia, pero esa diversidad
subjetiva, que veremos más adelante, no cambia la singularidad de los polos,
pues solo puede existir una parte demandante y una demandada. Es posible
incluso que en el transcurso del proceso una tercera persona pida intervenir y
que el tribunal lo admita como tercero, pero esa condición la pierde desde el
mismo instante en que entra al proceso, pues inmediatamente se coloca en
uno de los dos polos de la relación de parte.
El tercero es un sujeto que se considera legitimado e interviene en el proceso.
La intervención puede ser voluntaria, o sea, cuando una persona conoce de la
existencia de un proceso en que se ventilan cuestiones que son de su interés y
decide intervenir, personándose en el proceso y solicitando que se le admita
como parte. La otra forma es por iniciativa del propio tribunal o porque de las
partes lo pide y el tribunal lo decide, en cuyo caso se le emplaza para que
comparezca y ejerza los derechos que pueden corresponderle.

Cuando un tercero es admitido al proceso, colocándose en uno de los polos de


la relación, puede asumir dos posiciones, ya sea uniéndose a los primitivos
actores o demandados, en cuyo caso se le denomina intervención coadyuvante
o ad adiuvandum, obrando en colaboración con ellos; pero puede también
asumir una posición principal o excluyente, denominada ad excludendum, en
cuyo caso exige para sí la titularidad del derecho que se discute (ROCCO).

Ahora bien, para que la relación jurídico procesal se constituya adecuadamente


y el proceso pueda enrumbarse en pos de la sentencia, las partes deben reunir
un grupo de requisitos, que la ley determina de manera específica, siendo el
primero de ellos la capacidad.

Para CARNELUTTI la capacidad era la expresión de la idoneidad de la persona


para actuar en juicio, inferida de sus cualidades personales, lo que obliga a que
en el análisis de este presupuesto sea necesario que primero repasemos la
clásica diferencia existente entre capacidad para ser parte y capacidad
procesal, como atributos de dicha idoneidad.

2.1. Capacidad para ser parte

La capacidad para ser parte es el reflejo procesal de la capacidad jurídica civil


en su más amplia consideración. Consustancial a la personalidad, que para el
derecho civil es la aptitud o idoneidad para ser titular de derechos y
obligaciones, de tal suerte que todo individuo, por el mero hecho de serlo,
tiene personalidad y consecuentemente posee capacidad jurídica; la capacidad
jurídica se manifiesta como el atributo o cualidad esencial de la personalidad
(DÍEZ-PICAZO).

Por la sinonimia que existe entre capacidad para ser parte y capacidad jurídica
civil, son las normas materiales las que la determinan. En tal sentido los
artículos 24 y 28.1 del CC definen el comienzo de la personalidad con la vida y
su extinción con la muerte, de lo que se deriva que las personas naturales
poseen capacidad para ser titulares de derechos y obligaciones desde su
nacimiento y por lo tanto pueden ser parte en los procesos civiles.

Tienen también capacidad para ser parte las personas jurídicas, que según el
CC incluye tanto al Estado, como a las empresas, las cooperativas, las
organizaciones de sociales y de masas, las sociedades constituidas de
conformidad con las leyes, las fundaciones, empresas no estatales y demás
entidades a las que la ley les confiere personalidad jurídica (art. 39.1 CC). En el
caso de las sociedades, es la propia ley y los documentos estatutarios o
reglamentarios, los que definen el alcance de la capacidad de las personas
jurídicas.

Ahora bien, el reconocimiento de la capacidad de las personas jurídicas exige


el cumplimiento de los requisitos que el CC y otras leyes establecen de forma
específica. En el caso de las personas jurídicas no es posible hablar, como
regla general, de incapacidades o restricciones a la capacidad; las personas
jurídicas existen y, en consecuencia, son plenamente capaces, o no existen
para el Derecho.

Amén del CC, en Cuba existen otras disposiciones que establecen los
requisitos necesarios para el reconocimiento de las diferentes formas que
puede adquirir la persona jurídica y prevalece como criterio predominante el de
la inscripción como requisito de carácter constitutivo, o sea, que no se
reconoce personalidad hasta que no se haya producido la inscripción en el
registro correspondiente (FERNÁNDEZ MARTÍNEZ).
2.2. Capacidad procesal

En el otro polo del binomio se encuentra la capacidad procesal, que es el


equivalente a la capacidad de obrar del Derecho Civil, o sea, la aptitud o
idoneidad para realizar eficazmente actos jurídicos y es vista como la
posibilidad de poder realizar por sí mismo y con plena eficacia actos o negocios
jurídicos; es a lo que MONTERO AROCA denomina capacidad para impetrar
válidamente la tutela judicial.

En el caso de las personas naturales la Ley establece que son capaces para
comparecer en el proceso aquellas que estén en pleno ejercicio de sus
derechos civiles (art. 63 LPCALE).

Al igual que para la capacidad jurídica general, es la Ley sustantiva civil la que
regula los casos en que se carece totalmente de capacidad de obrar o ésta se
encuentra restringida.

La carencia total de capacidad de obrar se da para los menores de 10 años de


edad, así como para los mayores de edad que hayan sido declarados
judicialmente incapaces para regir su persona o bienes (art. 31 CC).

Por otra parte, la restricción de la capacidad está regulada para los casos de
los mayores de 10 años y que aún no han arribado a los 18, a quienes se les
reconoce la posibilidad exclusiva de disposición del estipendio del que sean
beneficiarios, así como la facultad de disponer libremente del salario que
reciban al arribar a la edad laboral, que, como se conoce, es un año anterior a
la mayoría de edad civil, o sea, la edad laboral se alcanza a los 17 años de
edad; están igualmente limitados en su capacidad de obrar los mayores que
padezcan alguna enfermedad o retraso mental, pero que esta limitación no los
prive totalmente de discernimiento, así como aquellas personas que presenten
algún impedimento físico que le imposibilite expresar su voluntad de modo
inequívoco (art. 30 CC).
Existe en el CF (art.3) una excepción a las reglas de capacidad de obrar
general que establece el CC, pues se le permite a la hembra mayor de 14 años
y al varón mayor de 16 comparecer ante los tribunales a fin de solicitar
autorización para contraer matrimonio en aquellos casos en que los obligados
por ley a dar el consentimiento se nieguen a hacerlo de manera injustificada.

La capacidad procesal de las personas jurídicas no debería ser objeto de


discusión ya que son creadas para actuar y por ende deben tener la capacidad
para poderlo hacer; no obstante lo anterior y teniendo en cuenta lo que
establece el artículo 41 del CC, en el sentido de que las personas jurídicas,
para el ejercicio de sus actividades, tienen la capacidad que determinen la ley y
sus estatutos o reglamentos, no puede desestimarse el caso, hipotético (ad
usum docente), de que en la norma o disposición constitutiva que crea la
persona jurídica no se le reconozca la capacidad para poder actuar ante los
tribunales o ante un tipo de proceso en específico, en cuyo caso sí sería
alegable la falta de capacidad procesal.

Para completar la capacidad procesal de las personas naturales se erige la


institución de la representación. La representación legal comprende tanto los
casos de minoridad como el de ausencia. En el caso de la representación legal
de los menores el CC, en su artículo 32, nos remite al CF y a la LPCALE para
buscar la respuesta a la forma en que se suple la falta de capacidad para obrar.
El CF, en su artículo 85.5, destinado a regular los derechos y deberes que
dimanan del ejercicio de la patria potestad, dispone lo pertinente para el caso
de los menores y en tal sentido establece que los padres deberán representar a
sus hijos y completar su personalidad en aquellos actos para los que se
requiera la plena capacidad de obrar. En el caso de los mayores incapacitados,
el artículo 151 del CF, establece la obligación del tutor de representarlos. La
LPCALE no adiciona nada nuevo en el artículo 63 a lo antes dicho, pues sólo
especifica que en el caso de falta de capacidad procesal actuarán en el
proceso los representantes legales; los usos del foro han impuesto que en el
caso de la comparecencia de los padres, deben acompañar la certificación de
nacimiento a fin de acreditar el vínculo filial, mientras para los tutores se exige
la resolución del tribunal que la dispuso a favor de quien comparece.
En el caso de los declarados ausentes el artículo 33.2 del CC, establece que su
representación compete al cónyuge, o al hijo, padre, abuelo o hermano y en
caso de que existan varios parientes del mismo grado con derecho y falta de
acuerdo, se estará a lo que en tal sentido disponga el tribunal.

Guarda silencio nuestro derecho positivo en lo relacionado con la forma de


completar la capacidad de obrar de aquellas personas que sin ser incapaces
tienen restringida su capacidad para realizar determinados actos jurídicos (art.
30.b y c del CC), como es el caso de los mayores de 18 años que padecen de
alguna enfermedad o retraso mental que no los priva totalmente de
discernimiento, así como los que por poseer algún impedimento físico no
pueden expresar su voluntad de modo inequívoco.

2.3. La legitimación

La legitimación es una de las categorías procesales de mayor complejidad


teórica y práctica, pues en detrás de la institución se esconden cuestiones que
deben ser vistas en la propia antesala del proceso y por ello algunos la
consideran una cuestión de forma, mientras que otros aspectos de la
legitimación no se develan hasta el momento final de la litis, lo que la coloca en
el grupo de las cuestiones de fondo. Esta diversidad de análisis, que conspira
para lograr un concepto acabado de la legitimación, hacen que se nos presente
como la policéfala Hidra de Lerna, pues cuando pensamos que hemos cortado
una de sus cabezas, nos resurgen multiplicadas; no en balde GÓMEZ ORBANEJA
(135) calificó en su tiempo al concepto de legitimación, como uno de los más
debatidos y, al mismo tiempo, más confusos del Derecho Procesal, y más
recientemente el profesor MONTERO AROCA, a quien se deben los análisis más
enjundiosos sobre este tema en la doctrina española, nombró a una de sus
obras: Intento de aclarar un concepto que resulta más confuso cuando más se
escribe sobre él.
La doctrina cubana incluyó a la legitimación como uno de los presupuestos de
las partes (GRILLO LONGORIA), por lo que debe ser analizado como una
institución previa, por ser la que permite la entrada de las partes al proceso.
PALACIO no la incluye entre los requisitos de las partes, pues considera que
más que una condición de ellas es un presupuesto de la pretensión. Si la
persona no tiene legitimación implicará entonces que se dictará una sentencia
en su contra y eso se verá y decidirá al final del proceso.

Nuestra visión del tema es que la legitimación es el vínculo que se tiene con la
relación material que sirve de base a la reclamación, razón por la cual es una
cuestión de fondo, que debe ser decidida por los jueces al momento de dictar
sentencia. No obstante existe cierta valoración apriorística de la legitimación,
como la que vemos en la exigencia que impone el artículo 227 de la LPCALE a
las partes, de acompañar a sus escritos los documentos en que se funda el
derecho alegado, de tal suerte que si no se cumple el tribunal puede rechazar
la demanda. Pero es existen múltiples pretensiones que no están amparadas
documentalmente, y la sola afirmación inicial del derecho permite la apertura
del proceso y no es hasta el final que se puede determinar si el derecho le
asiste o no a quien lo afirma.

Otro de los elementos que entorpece el análisis de la legitimación y la


determinación de su naturaleza formal o material, es la exigencia que impone la
LPCALE de acreditar en la demanda el carácter con el cual se comparece,
cuando no se es titular del derecho, sino que se trata de un derecho que ha
sido transmitido a favor de quien establece la demanda (art. 226).

KISCH nos explicaba con claridad que los derechos tienen sus titulares, si
cambia el sujeto de los derechos o de los deberes, varía también el tenedor de
la facultad de poderlo exigir ante los tribunales. De ahí que el carácter se nos
presenta como la especial condición que debe tener una persona para poder
participar en un proceso determinado, especialmente cuando el derecho que se
reclama proviene de habérselo trasmitido otro y no ser quien comparece su
titular originario.
El carácter es entonces un tipo específico de legitimación, a la que se le
denomina derivada o indirecta, porque como ya se explicó, el derecho que se
reclama ha sido producto de una transmisión, o sea, no se pide un derecho que
es propio, en cuyo caso existiría una legitimación ordinaria, sino que se ha
adquirido dada una determinada cualidad o condición, la cual es necesario
demostrar para que se tenga por acreditado, a los efectos del proceso, el
carácter con el que se comparece.

El control del carácter se convierte entonces en una cuestión previa, pues el


artículo 233.2), que prevé la excepción dilatoria de falta de personalidad,
permite que se pueda paralizar un proceso si la persona que demanda no
acredita adecuadamente el carácter, o sea, que a la demanda debe
acompañarse los documentos que demuestran tal condición (art. 226).

Esto se puede ver claramente en el caso de que una persona comparezca en


un proceso en condición de heredero o legatario o incluso como albacea o por
cesión de un crédito; tal condición o carácter debe ser acreditado con el acta de
declaratoria de herederos o la copia del testamento. Si esto no se hiciera
podría alegarse la excepción dilatoria mencionada, ya que no se ha acreditado
el carácter por el cual se comparece. Se trata de casos en que el
compareciente es persona distinta de la que ostenta la condición de parte en la
relación material y estamos en presencia, como dijera PRIETO CASTRO, de una
parte mediata (sujeto de la relación jurídico material) y de otra parte inmediata
(parte formal o ejercitante de la legitimación).

La legitimación es una categoría procesal asociada al fondo del asunto


controvertido y en consecuencia es una cuestión que sólo puede ser valorada
por el tribunal al momento de dictar el fallo, por la decisiva influencia que tiene
en la estimación o desestimación de lo pedido. El problema se presenta
precisamente porque la tradición legislativa española y consecuentemente la
cubana, introdujeron la valoración in limine litis de determinado tipo de
legitimación, que es la derivada, lo cual produjo un trastorno en el análisis de
este instituto. En España el problema quedó resuelto en el 2000 con la VLEC,
pero en nuestro país seguimos arrastrando el problema, con trascendencia
doctrinal y práctica.

2.4. Postulación procesal

En el campo procesal la definición postulación es ambigua, pues no tiene


idéntico significado que en su acepción semántica. La doctrina con frecuencia
pasa por alto la disquisición terminológica y entra directamente a describir las
formas en que se comparece al proceso, ya sea con abogado o prescindiendo
de él.

Para nosotros la postulación es la forma o manera en que las partes


comparecen ante los tribunales, o sea, si lo pueden hacer directamente o
requieren de algún tipo de asistencia profesional. La ley debe definir con
claridad la manera en que se puede hacer, pues la postulación adecuada se
erige como un requisito indispensable de entrada al proceso y de admisión del
sujeto como parte procesal.

Razones de conveniencia en la litigación imponen la necesidad de que las


partes no comparezcan por sí mismas, pues las complicaciones técnicas
impedirían una marcha adecuada de la administración de justicia. Es por eso
que la profesión de abogado aparece como la forma de lograr una adecuada
postulación procesal.

Originalmente la abogacía no era una profesión, pero con el paso del tiempo
los abogados se fueron convirtiendo en una pieza indispensable en la
administración de justicia, en la medida en que las normas procesales se
fueron haciendo más exigentes en el cumplimiento de formalidades, y los
abogados recibieron la denominación de postulantes, o sea, los que ejercen la
postulación.

En nuestra ley procesal la casi totalidad de los asuntos requieren la presencia


de abogados, lo que convierte a esta exigencia de postulación en un requisito
esencial para la admisión de los escritos. Se exceptúan de la regla solo las
demandas en las que el valor de lo que se reclama sea menor de 500 pesos,
las reclamaciones sobre alimentos y los procedimientos de jurisdicción
voluntaria (art. 66). En la práctica los únicos asuntos que se presentan sin
abogados ante los tribunales son las reclamaciones de alimentos, pues en los
restantes los ciudadanos siempre acuden asistidas por abogados.

La asistencia de los abogados tiene dos formas de manifestarse, mediante


representación o bajo dirección letrada. La modalidad de comparecencia bajo
dirección tiene la particularidad de que el escrito se elabora como si fuera la
parte quien lo confecciona, o sea, habla a nombre propio y el abogado rubrica
el documento conjuntamente con el titular del derecho que se reclama, que es
la verdadera parte procesal. Esta modalidad tiene la particularidad de que el
tribunal se entenderá directamente con la parte, debiendo correr la persona con
las notificaciones que realizan. La organización de la abogacía cubana, a la
cual nos referiremos más adelante, ha limitado la posibilidad de que los
abogados presten sus servicios profesionales bajo la modalidad de la dirección
letrada, a fin de eximir a los clientes de la obligación de tener que asistir a los
tribunales a notificarse de las resoluciones judiciales, las que deben ser
asumidas por el personal que auxilia a los abogados; todo ello en función de
lograr una mejor prestación de los servicios profesionales de abogacía.

La variante de asistencia que se utiliza de forma general en el país es la


representación letrada, mediante la cual el abogado asume a nombre de su
poderdante todos los actos procesales que le son propios, convirtiéndose en lo
que ROCCO denominó un médium entre la parte y el tribunal.

La representación exige que el interesado otorgue un poder a favor de


abogado, mediante el cual le confiere el mandado para el pleito en cuestión.
Anteriormente este poder debía realizarse ante notario, pero el artículo 415 del
vigente CC le quitó formalidades al acto, posibilitando que en el propio contrato
de servicios que se firma con el abogado de los bufetes colectivos, se confiera
el mandato; documento que se acompaña al proceso para acreditar la
representación. Le es criticable a este artículo que circunscribió está fórmula
facilitadora solo a los abogados adscriptos a los bufetes colectivos, excluyendo
a aquellos que laboran en sociedades civiles de servicio y otras formas
organizativas mediante la cual se ejerce la postulación en el país.

2.4.1. La prestación de los servicios de abogacía

Fue Fernando VII quien dispuso el establecimiento de los servicios de abogacía


en Cuba en 1819, fijando la cantidad de colegiados y disponiendo que se
rigieran por los estatutos que ellos mismos se dieran, previa aprobación de la
Real Audiencia.

El primer Colegio de Abogados fundado en la Isla fue el de la villa del Puerto


del Príncipe (hoy Camagüey), en 1831, con estatutos propios inspirados en el
modelo del Colegio de Madrid.

Al terminar la guerra con España ya existían en el país Colegios en La Habana,


Santiago de Cuba y Trinidad-Remedios-Sancti Spíritus, los que fueron disueltos
por la Orden Militar No. 500 del Gobierno norteamericano en la Isla durante la
primera intervención que comenzó en 1899 y se extendió hasta 1902, como
medida represiva ante las protestas del gremio profesional.

A partir de ese momento no era requisito estar inscripto en ningún colegio para
ejercer la abogacía, debiendo los juzgados y tribunales asumir las funciones
que venían realizando los colegios sobre el control de su membrecía.

La colegiación se restableció en 1909, cuando se dictó la Ley Orgánica del


Poder Judicial, que reguló todo lo relativo al ejercicio de la abogacía,
asumiendo los colegios de abogados la responsabilidad de velar por el
cumplimiento de los deberes de sus afiliados, así como por la eficiencia del
servicio ante los tribunales, con facultades disciplinarias sobre el gremio. La
colegio se estableció nuevamente como un requisito para poder ejercer la
profesión de abogacía ante los tribunales.
El triunfo de la Revolución en 1959 radicalizó la lucha de clases en el país y la
abogacía no se mantuvo al margen de este debate ideológico; es así que el 21
de diciembre de 1964, la Junta de Gobierno del Colegio de Abogados de La
Habana propuso al Ministro de Justicia la creación de una agrupación de
abogados denominada Bufetes Colectivos, con el objetivo de establecer una
opción de abogacía de carácter popular, mediante la cual todos los ciudadanos
pudieran acceder a los servicios profesionales, en base a tarifas económicas,
que entrara en contraste con las que se pagaban a los abogados que ejercían
privadamente la profesión.

Hasta el año 1974 coexistieron en el país ambas modalidades de ejercicio


profesional hasta que en el año 1973 se dictó la Ley No. 1250, de Organización
del Sistema Judicial, que suprimió el ejercicio privado de la abogacía y creó
una nueva y peculiar Institución en el panorama jurídico nacional, que si bien
seguía conservando el nombre de Bufetes Colectivos, era ahora una
organización autónoma, de interés social, que regía su actuación por un
reglamento interno, aprobado por el TSP.

En 1984 se promulgó el Decreto Ley No. 81, de 8 de junio, Sobre el Ejercicio


de la Abogacía y la Organización Nacional de Bufetes Colectivos, actualmente
vigente, que es la norma orgánica de la abogacía cubana.

La nueva norma atribuye la categoría de abogado solo a quienes ejercen la


profesión dentro de la Organización Nacional de Bufetes Colectivos, y regula
los cinco supuestos de excepción en los que un jurista, no vinculado a la
institución, puede ejercer la abogacía. Son estos los juristas vinculados a
sociedades civiles de servicios reconocidas por la legislación vigente,
especializadas en la atención de determinados segmentos de clientes, como es
el caso de la Consultoría Jurídica Internacional, el Bufete Internacional,
Consultores Asociados S.A. (CONAS), entre otras; los juristas que asumen la
representación o dirección de los asuntos relacionados con sus propios
derechos, los de su cónyuge o el de los parientes cercanos; los juristas de
organismos, cuando comparezcan en representación de los intereses de su
entidad o los dirigentes de estas, sobre hechos relativos a las funciones de su
cargo, o sea, no pueden tratarse de asuntos particulares; los que reciban
autorización especial del Ministro de Justicia para actuar en un proceso
determinado; y los docentes de las Facultades de Derecho, con el objeto de
vincularse a la práctica profesional.

El Decreto Ley define que el ejercicio de la abogacía es libre y en tal sentido el


abogado es independiente y solo debe obediencia a la ley, gozando de
garantías legales para exponer sus alegatos en relación con el derecho que
defiende (art. 2); sobre cuyas bases se estatuyen los servicios de postulación
de las partes en el proceso civil y penal.

En el plano internacional existen un conjunto de instrumentos que conforman


los principios básicos de la actuación de los abogados en el proceso penal, que
han sido impulsados por el sistema de Naciones Unidas, con el objetivo de
guiar la labor de los Estados en la regulación normativa interna de esta materia
y que tienen una influencia en el ordenamiento cubano.

El cuerpo normativo originario en este campo es la Declaración Universal de


Derechos Humanos de 1948, que de forma general consagra los principios
esenciales de la igualdad ante la ley, de presunción de inocencia y del derecho
de toda persona a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal
independiente e imparcial, así como con todas las garantías necesarias para la
defensa de la persona acusada de un delito.

En el plano convencional, el más importante es el Pacto Internacional de


Derechos Civiles y Políticos, que constituye el instrumento primigenio del
sistema de normas internacionales convencionales en este campo, que fuera
ratificado por Cuba, y que en su artículo 14 establecer el derecho de los
acusados a disponer del tiempo y de los medios adecuados para la preparación
de su defensa y a comunicarse con un defensor de su elección.
Aunque no ha sido ratificada por Cuba, en el plano americano el instrumento
más representativo en esta materia es la Convención Americana sobre
Derechos Humanos (Pacto de San José), que en su artículo 8 dispone que
toda persona inculpada de delito tiene derecho a ser asistido por un defensor
de su elección y de comunicarse libre y privadamente con su defensor.

En el año 1990 se celebró en La Habana el Octavo Congreso de Naciones


Unidas sobre Prevención de Delito y Tratamiento del Delincuente, donde se
aprobaron los Principios Básicos de Naciones Unidas sobre la función de los
abogados. Este instrumento internacional, que por su naturaleza no tiene
carácter vinculante para los Estados, constituye el más importante cuerpo
normativo referencial sobre el papel del abogado en el proceso penal y sirve de
guía en la actualidad a los procesos de reformas legislativas que realizan los
diferentes países en este campo.

Los Principios Básicos recogen tres postulados esenciales en esta materia, a


saber:
 Toda persona está facultada para recurrir a la asistencia de un abogado de su
elección para que proteja y demuestre sus derechos y lo defienda en todas las
fases del procedimiento penal.
 Todas las personas arrestadas, detenidas o acusadas de haber cometido un
delito deben ser informadas inmediatamente de su derecho a estar asistidas
por un abogado de su elección.
 Todas las personas arrestadas o detenidas deben tener acceso a un abogado
inmediatamente, y en cualquier otro caso dentro de las 48 horas siguientes al
arresto o a la detención.

Complementan el sistema normativo internacional en esta materia el Conjunto


de Principios para la protección de todas las personas sometidas a cualquier
forma de detención o prisión de 1988 y las Reglas mínimas para el tratamiento
de los reclusos, de 1955.

Sirven de referencia internacional en este campo el Convenio Europeo para la


Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales,
Roma 1950 (artículo 6) y la Convención Africana sobre los Derechos Humanos
y de los Pueblos (Carta Africana, Kenia, 1981) (artículo 7).
3. Las partes en el proceso penal

3.1. Partes acusadoras. El fiscal

La posición que compartimos para el proceso penal es la de parte en sentido


procesal, o sea, parte formal, para desligar a los que intervienen en el proceso
de una supuesta relación material previa, que no existe en este campo entre
víctima y victimario. Quien acusa no fue dañado directamente por el autor del
delito, pero el Estado le ha encomendado la misión de ejercer la acción y
convertirse en parte acusadora.

Para MANZINI la intervención del fiscal en el proceso penal tiene un contenido


formal, sin extenderse al material, toda vez que la pretensión punitiva derivada
del delito, que constituye el verdadero contenido material del proceso,
pertenece al Estado como poder-deber, que la hace valer, pero que no tiene
facultades dispositiva en su ejercicio. El fiscal es solo parte en el sentido formal
en el proceso penal.

Ratificamos aquí lo que ya dejamos expuesto precedentemente de que la


relación procesal en este ámbito se constituye en la etapa del juicio oral, a
partir del ejercicio de la acción por el fiscal y la admisión de la acusación por el
tribunal. De ahí que en la fase preparatoria no podemos hablar aún de la
existencia de un proceso penal propiamente dicho, por lo que no es
técnicamente adecuado hablar de partes. No ayuda a la comprensión de este
criterio la propia redacción de la LPP, que dispone que desde el momento en
que se adopta una medida cautelar durante la fase preparatoria, el acusado
será parte en el proceso y podrá proponer pruebas a su favor (art. 249).

El concepto de parte surge a partir del momento en que se impetra la actuación


del tribunal, o sea, desde que se ejercita la acción formulando una pretensión
contra una determinada persona, que asume entonces la posición de parte
acusada.
Fue en tiempo medievales en que surge la figura del ministerio fiscal, con la
misión de velar por los intereses económicos del Fisco, que eran los mismos
del la Corona. Ahora bien, la institución del ministerio público o ministerio fiscal,
tal y como modernamente se concibe, tiene su origen en la instauración del
Estado constitucional bajo el concepto tripartita de poderes. Este modelo del
ministerio público se conformó históricamente en los tiempos de la Revolución
francesa, en que el ministerio público se constituyó como un órgano por medio
del cual el Gobierno del Estado vigilaría el ordenado curso de la administración
de justicia en todas sus ramas; erigiéndose en un alto celador de la legalidad
en la actuación de todos los tribunales (MARTÍNEZ DALMAU). El ejerció de la
acción penal fue encomendada a acusadores públicos, los que eran
designados por los jueces de entre sus compañeros, con un mandato de un
año. De esta forma fue tomando cuerpo el modelo que trascendió en que dos
órganos estatales se repartían la justicia penal, el que la promueve y el que la
declara.

Bajo la influencia francesa se conformó la figura del ministerio fiscal en España


en la segunda mitad del Silgo XIX, la que aplicó en Cuba, mediante la cual los
promotores fiscales fueron incorporando atribuciones procesales, asumiendo la
condición de parte en los procesos criminales, con la responsabilidad de
perseguir de oficio los delitos públicos (MARTÍNEZ DALMAU), proceso que
concluyó con la aprobación de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870, que
rigió en Cuba.

Durante la primera intervención norteamericana, en que se produjo la creación


del TSP, en fecha 14 de abril de 1898, se dispuso que el fiscal formara parte
del máximo órgano judicial del país, pero dependiente de la Secretaría de
Justicia. El Fiscal era el jefe del Ministerio Público.

Este modelo se mantuvo en la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1909 y fue el
que prevaleció esencialmente hasta la promulgación de la Ley de Organización
de Sistema Judicial en 1973, mediante la cual se creó la Fiscalía General de la
República como órgano independiente del sistema de los tribunales, bajo la
influencia de las corrientes del pensamiento jurídico proveniente de los países
del antiguo campo socialista europeo y particularmente de la Unión Soviética
(BODES TORRES).

La norma orgánica que actualmente rige la constitución, estructura y funciones


de este órgano y que derogó la Ley de Organización de Sistema Judicial de
1973, es la Ley No. 83, de 1997, Ley de la Fiscalía General de la República.

En nuestro sistema procesal penal actual la acusación la asume casi


monopólicamente el fiscal, como titular del ejercicio de la acción en
representación del Estado, tal y como lo refrendan los artículos 127 de la
Constitución, 1 de la Ley de la Fiscalía General y 273 de la LPP; más adelante
veremos las pocas excepciones en las que el ejercicio de la acción penal no es
ejercitada por el fiscal.

Las funciones primordiales del fiscal en el proceso penal cubano son las de
controlar la fase preparatoria a cargo del instructor y ejercer la acción penal
ante el tribunal, una vez concluidas las investigaciones; la que ejerce
conjuntamente con la acción civil a favor de la víctima del delito. A esta tarea
fundamental se le adiciona también la de velar por la legalidad, misión que se
extiende al ámbito de toda la sociedad, pero que dentro del proceso tiene una
connotación particular, pues en este marco el fiscal se desdobla, pues al mismo
tiempo que parte procesal es observador del cumplimiento de la legalidad por
todos los intervinientes, incluido el propio tribunal.

En el plano internacional desempeña un importante papel indicativo las


Directrices sobre la función de los Fiscales, adoptadas en el Octavo Congreso
de Naciones Unidas sobre Prevención de Delito y Tratamiento del Delincuente
celebrado en La Habana en 1990. En este instrumento no vinculante se
recogen importantes directrices para el trabajo de los fiscales en el proceso
penal, tales como:

 La actividad del fiscal debe estar estrictamente separada de las funciones


judiciales
 Los fiscales desempeñarán un activo papel en el procedimiento penal, en la
investigación de los delitos, la supervisión de la legalidad de las investigaciones
y de la ejecución de los fallos judiciales.
 Los fiscales deberán cumplir sus funciones con independencia, firmeza y
prontitud, respetando la dignidad humana y defensa de los derechos humanos,
contribuyendo al buen funcionamiento del sistema de justicia penal.
 Los fiscales prestarán la debida atención al enjuiciamiento de los funcionarios
públicos que hayan cometido delitos, especialmente en los casos de
corrupción, abuso de poder, violaciones graves de derechos humanos y otros.

3.2. Otras partes acusadoras

A diferencia de otros ordenamientos en el mundo, en que las víctimas tienen un


reconocimiento procesal y pueden acreditarse en el proceso, ya sea
coadyuvando con el papel del fiscal o incluso de forma independiente, en
nuestro modelo procesal no se permite que la acusación pueda ser ejercida por
otros sujetos conjuntamente con el fiscal, de ahí la expresión que formulamos
al inicio de este segmento de que la ejercía casi monopólicamente. No obstante
existen dos situaciones muy puntuales en las que la acusación puede estar a
cargo de otras personas.

El primero de estos casos es la figura del acusador particular, mediante la cual


se le confiere la condición de parte en el proceso al perjudicado, en aquellos
casos en que habiendo el fiscal solicitado el sobreseimiento definitivo de las
actuaciones, no es admitido por el tribunal y el fiscal insiste en su posición de
no formular la acusación. Como el tribunal no puede asumir el juzgamiento si
no está precedido del ejercicio de la acción, aunque considere que exista delito,
le ofrece la posibilidad al perjudicado de asumir la acusación (art. 268 LPP).

La otra excepción al ejercicio de la acción por el fiscal se da en los delitos


perseguibles solo a instancia de parte, a los que nuestra norma procesal
denomina indebidamente como delitos privados (art. 274 LPP), que en la Ley
penal son solo la Calumnia (art. 319 CP) y la Injuria (art. 320 CP). En estos
casos la acusación se formula mediante querella, a través del procedimiento
que establecen los artículos 420 y siguientes de la LPP.
Como el fiscal es una parte formal en el proceso, no le son de aplicación los
presupuestos de capacidad para ser parte, capacidad procesal, legitimación y
postulación; pero cuando los que formulan la acusación son personas
naturales, si cobran cometido estas categorías, con una dimensión algo similar
a lo que ya explicamos en el proceso civil, pero no con la relevancia que tienen
en aquel orden procesal.

Al igual que en proceso civil toda persona tiene la posibilidad de ser parte en el
proceso, ya sea como acusador particular o como querellante, pues pudo haber
sido perjudicada por el delito cometido o ser la destinataria de la calumnia o la
injuria, solo que si se trata de un menor o de una persona mayor incapacitada,
la representación debe asumirla quien por ley le está atribuida. O sea, en este
tema se deben cumplir las exigencias de capacidad para ser parte y capacidad
procesal, pudiendo completarse esta última con la figura del representante.

La legitimación y la postulación procesal no tienen un desarrollo adecuado en


la LPP para el caso del acusador particular, como si lo tiene para la querella.
Por lo que analizaremos las exigencias que la LPP establece para esta última,
lo que considero aplicables, mutatis mutandi, para la acusación particular.

La legitimación se nos presenta aquí como un presupuesto de admisión de la


acusación, a partir de una valoración apriorística que debe realizar el tribunal
de la condición de perjudicado por el delito u ofendido por la calumnia o la
injuria. Así el artículo 425 de la LPP dispone que están legitimados para ejercer
la acción el agraviado o quien ostente la representación legal en los casos de
personas que carezcan de capacidad procesal. En caso de fallecimiento de la
víctima u ofendido, la legitimación se deriva a favor del cónyuge supérstite, de
los ascendientes, descendientes y hermanos, sin distinción de vínculo.

En el caso de la postulación ocurre el mismo desbalance en el tratamiento


normativo entre la acusación particular y la querella. Para esta última la LPP
dispone formas similares a las ya estudiadas, o sea, mediante dirección letrada
o a través de un poder de representación (art. 421.8).
4. El imputado o acusado

La terminología para definir a la persona sobre la que recae el ejercicio de la


acción penal varía de un ordenamiento a otro. En nuestro caso se usa la
expresión genérica de acusado para identificarlo y esa es la denominación que
se le da desde el primer momento de la fase preparatoria (art. 160). Pueden
serlo tanto personas naturales como personas jurídicas, condición está última
que se incorporó a nuestro sistema jurídico en fecha posterior, pues
originariamente eran solo las personas naturales sobre las que se podía exigir
responsabilidad (Decreto Ley No 175 de 1997).

Las personas jurídicas que pueden ser sujeto de imputación son siempre no
estatales, entre las que se encuentran las cooperativas, las sociedades y
asociaciones, las fundaciones, y las empresas.

La calificación que nos parece más correcta es la que permite diferenciar a la


persona en correspondencia con el momento procesal en que se encuentra el
proceso penal, pues permite definir su estatus procesal específico. En
correspondencia con ello es imputado la persona a la que se le atribuye
participación en la comisión de un hecho delictivo por cualquier acto de las
autoridades a las que les reconocen facultades de persecución penal; adquirirá
la condición de acusado y por tanto la de parte en el proceso, a partir del
momento en que el fiscal formule sus conclusiones provisionales y el tribunal
dicte auto de apertura a juicio oral; y se le denominará sancionado cuando se
dicte sentencia condenatoria y esta adquiera firmeza.

La terminología de imputado es sobrevenida, pues las normas procesales del


Siglo XIX no hacían uso de ella, prefiriendo definiciones como reo, delincuente,
supuesto culpable, procesado, etc. FENECH defendió en su momento este
apelativo, pues se correspondía con el participio sustantivado del verbo
imputar, que significa atribuir a otro una culpa, delito u acción, lo cual daba una
definición más clara de la situación de ese individuo sobre el cual recae la
actividad indagatoria del Estado.
Llamamos la atención sobre el momento en que la persona adquiere la
condición de imputado, por la relevancia que reviste en la defensa de los
derechos, toda vez que en algunos ordenamientos esta condición solo se
adquiere cuando se produce la imputación formal, o sea, cuando el órgano
encargado de la persecución penal le comunica de manera oficial que está
siendo perseguido por la comisión de un delito, de tal suerte que hasta que
esto no ocurra no tiene tal condición y por ello se mantiene al margen de las
indagaciones. La posición que más se corresponde con la protección de los
derechos de las personas es la que considera que la condición de imputado se
tiene desde el momento en que el órgano de investigación realiza alguna
actuación en contra de la persona, que evidencie que existe un acto de
persecución estatal en su contra, a partir de cuyo momento tiene la posibilidad
de elegir un abogado, como parte del derecho a la defensa.

4.1. Capacidad, legitimación y postulación en el proceso penal

Si bien las categorías son asimilables a las ya estudiadas para el proceso civil,
existen múltiples elementos que dificultan una idéntica adaptación al proceso
penal, y complejizan su estudio.

Para nosotros la legitimación no reviste en el proceso penal particular


importancia, a pesar de los intentos de algunos procesalistas por introducir su
análisis con fórceps. La existencia en el proceso civil de una relación material
convierte a la legitimación de una pieza clave del entramado de fondo del
debate, de tal suerte que le corresponde al tribunal decidir al final del proceso si
la legitimación era cierta o no. La inexistencia de una relación material en el
campo penal convierte a la legitimación en una categoría inútil en este ámbito,
pues lo relevante aquí son los criterios atributivos de la culpabilidad, en base a
los cuales el tribunal decide si la persona es responsable o no del delito que se
imputa.
Los conceptos de capacidad para ser parte y capacidad procesal revisten
también aquí una connotación especial, nada similar a la del proceso civil, en la
que la capacidad para ser parte tenía una amplitud universal, mientras que la
capacidad procesal estaba asociada a la capacidad de obrar del derecho civil
sustantivo. La importancia de la capacidad procesal en lo civil está dada por el
interés que tiene la parte por figurar en el proceso, mientras que la contraparte
lucha para demostrar que su adversario no tiene capacidad. En el proceso
penal ocurre todo lo contrario, el individuo que carece de capacidad y lo tienen
como acusado en el proceso, lo que trata es de demostrar su falta de
capacidad procesal.

En el proceso penal el escenario es diferente, en primer lugar la norma


sustantiva ayuda pero no determina la capacidad procesal. Es lógico que para
tener capacidad para ser parte en un proceso penal se debe reunir el requisito
esencial de ser una persona viva, pero esa definición genérica no ayuda a
resolver el problema, pues los niños, que sí pueden ser parte en el proceso
civil, difícilmente lo serían en el proceso penal. Ahora bien, existen menores de
16 años, que es la edad que nuestro CP define para estimar a una persona
penalmente responsable, que hipotéticamente podrían figurar como parte en un
proceso, cuando la definición de la edad sea uno de las cuestiones debatidas.
Aunque se trata de un supuesto de laboratorio, nos estamos refiriendo a una
persona que la fiscalía considere que es mayor de 16 años y le exija
responsabilidad penal, por lo que adquiere la condición de parte procesal, pero
con el propósito de demostrar que es menor de 16 años y por tanto
inimputable.

FENECH nos coloca ante el caso de una persona que haya sufrido de un
trastorno mental transitorio, cuya condición lo hace inimputable materialmente,
pero es posible que la fiscalía no comparta esa posición y es el tribunal quien
debe declararlo y decidir lo procedente, razón por la cual estaríamos ante un
acusado que debe hacer valer en el juicio su falta de capacidad material en
cuyo caso se le exoneraría de responsabilidad.
A diferencia del proceso civil, en el penal la parte comparece no para hacer
valer su capacidad procesal o en caso de carecer de ella para suplirla con un
representante, sino para demostrar que carece de capacidad y por tanto no
responde penalmente del delito imputado.

Por último la postulación en el proceso penal se concreta en el derecho a la


defensa técnica, ya estudiada anteriormente, como un requisito indispensable
en el proceso penal, con la excepción de los procesos que se tramitan en los
tribunales municipales, para los delitos menores de un año, en el que la
presencia del abogado no es indispensable.

La defensa técnica recae en la persona de un abogado elegido por el imputado


o designado del oficio por el tribunal, en los casos en que el imputado no lo
haga. La LPP no prevé la posibilidad de que la defensa pueda ser asumida por
más de un abogado, pero el Instrucción No. 211 de 2011, de 15 de junio,
matizó el rigor de la ley, posibilitando que en casos justificados se pueda
autoriza a que otros abogados auxilien al defensor designado, pudiendo ocupar
un lugar en el estrado. La Instrucción no especifica el alcance del auxilio, por lo
que no queda claro si tendrá la posibilidad de alternar con el abogado principal
los interrogatorios a testigos y peritos, o la participación en otros de los medios
de prueba previstos en la Ley.

5. El tercero civilmente responsable

Ya dijimos que el fiscal en el proceso penal acumula la pretensión civil a la


penal, la que formula en el mismo escrito de conclusiones provisionales. Es
posible que en determinados casos el fiscal no pueda ejercitar la acción civil, lo
que está condicionado porque no esté cuantificado el daño causado, por
tratarse de lesionados que aún no están curados al momento que en el fiscal
debe presentar su acusación. En estos casos la acción civil deberá ejercitarse
una vez concluido el proceso penal, ante los tribunales competentes de esa
materia, a cargo del perjudicado (art. 275 LPP). Para la determinación del
alcance de la responsabilidad civil y su resarcimiento se tiene en cuenta lo
regulado al respecto en el CC (art. 83)

La regla general es que el propio acusado sea el civilmente responsable, de tal


suerte que contra él se dirigen ambas pretensiones, pero existen casos en que
la pretensión resarcitoria va dirigida contra un tercero, quien tiene la obligación
de responder subsidiariamente por el acusado, al que se denomina tercero civil
responsable, como es el caso previsto en el artículo 95.2 del CC, que dispone
que la obligación de las personas jurídicas de responder civilmente por los
delitos que hayan cometido sus dirigentes, funcionarios y trabajadores en el
ejercicio de sus funciones, pero de forma indebida.

La LPP le confiere al tercero civilmente responsable un tratamiento muy similar


que al imputado, al que equipara en lo relativo al derecho a proponer pruebas,
designación de abogado, participación en el juicio oral, etc. Por momentos llega
incluso a confundir su naturaleza, como ocurre en el artículo 22.4) de la LPP,
que lo define indebidamente como acusado civilmente responsable. La
verdadera condición del tercero civil responsable en el proceso civil es la de
parte demandada, que concurre al proceso a resistir una pretensión
eminentemente civil resarcitoria (MORENO CATENA).

LECTURAS RECOMENDADAS

BASICA
DÍAZ TENREIRO, Carlos; “Consideraciones sobre el concepto de legitimación”.
En: AAVV; Lecciones de Derecho Procesal Civil, Editorial Félix Varela,
La Habana, 2001
HERNÁNDEZ PÉREZ, Carmen; “Los sujetos del proceso civil. El órgano
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Félix Varela, La Habana, 2001.
GOITE PIERRE, Mayda, con Juan MENDOZA DÍAZ; “Los sujetos de la relación
jurídico procesal”. En: AAVV; Temas para el estudio del Derecho
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GRILLO LONGORIA, Rafael; Derecho Procesal Civil I, (Capítulo XI. Los sujetos del
proceso civil: El órgano jurisdiccional; Capítulo XII. Los sujetos del
proceso civil: Las partes); Editorial Pueblo y Educación, La Habana,
1985
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Demandado, Editorial CIABO, La Habana, 2000.
PRIETO MORALES, Aldo; Derecho Procesal Penal, I Parte (Capítulo IV. Los
sujetos de la relación jurídico-procesal); ediciones ENSPES, La Habana,
1982
RODRÍGUEZ FERNÁNDEZ, Yumil, et. al; Los Tribunales en Cuba. Pasado y
actualidad; Editorial ONBC, La Habana, 2013

PARA SABER MÁS


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(volumen I), 5ta edición, Tirant lo Blanch, Valencia, 1990
BODES TORRES, Jorge. Sistema de justicia y procedimiento penal en Cuba.
Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2001
BODES TORRES, Jorge; Los sujetos procesales y las partes en el proceso. El
debate penal. En: AAVV; Temas para el estudio del Derecho Procesal
Penal, primera parte, editorial Félix Varela, La Habana, 2006.
BOUTIN, Gilberto; Derecho Internacional Privado, Edition Maitre Boutin, Tercera
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CÉSPEDES Y ORELLANO, José María; Elementos teórico-prácticos de
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intervienen); Tomo I, Habana, 1866
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DE LA PLAZA, Manuel; Derecho Procesal Civil Español (Libro II: Capítulo IV-Los
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Privado, Madrid, 1951
DÍEZ-PICAZO, Luis, con Antonio GULLÓN, Sistema de Derecho Civil. Volumen I.
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FERNÁNDEZ MARTÍNEZ, Marta, “La Persona Jurídica; contenido en Derecho Civil
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PODETTI, Ramiro; Tratado de la tercería. Tercera Edición, Ediar, Buenos Aires,
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PRIETO CASTRO, Leonardo; Sistema del Derecho Procesal Civil. Edit. Tecnos.
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RAMOS MÉNDEZ, Francisco; Derecho Procesal Civil, tomo I. Librería Bosch,
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ROCO, Ugo; Derecho Procesal Civil (Capítulo XIV- Los sujetos de las relaciones
jurídico-procesales); Segunda Edición; Porrúa, México, 1944
VÉSCOVi, Enrique; Teoría General del Proceso. Segunda edición (Capítulo X- El
Ministerio Público; Capítulo XI- Sujetos del proceso: las partes); Temis,
Bogotá, 1999
CAPÍTULO VIII. LOS ACTOS PROCESALES

SUMARIO: 1. Hechos y actos jurídicos. 2. Hecho y acto jurídico procesal. 3. Requisitos


de los actos procesales; 3.1. Sujetos; 3.2. Objeto; 3.3. Lugar; 3.4. Tiempo; 3.5. Forma. 4.
Clasificación de los actos procesales; 4.1. Actos procesales de iniciación, de desarrollo
y de conclusión; 4.2. Actos procesales de las partes y del tribunal; 4.2.1. Actos
procesales de las partes; 4.2.2. Actos procesales del tribunal; 4.2.2.1. Providencias,
autos y sentencias; 4.2.2.2. Actos procesales de comunicación; a. Notificación; b.
Citación; c. Emplazamiento; d. Requerimiento 5. Nulidad de los actos procesales. 6.
Formas procesales que propician la nulidad

En busca de un sueño
partí con mi día.
En busca de un sueño
que no hay todavía.
Silvio Rodríguez

1. Hechos y actos jurídicos

Comenzamos este tema como lo ha hecho tradicionalmente la doctrina cubana


(GRILLO LONGORIA, DÍAZ TENREIRO), entroncándolo con la Teoría de Derecho,
que describe la distinción entre hecho-acto con su correlato hecho jurídico-acto
jurídico, para derivar en lo que nos interesa que son los hechos jurídico
procesales y los actos jurídico procesales.

Arrancando entonces en el manantial de esta cadena, el hecho es todo


acontecimiento natural, en que no interviene la voluntad humana, los que en
algunas ocasiones pueden resultar intrascendentes y en otras puede producir
determinados efectos de tipo jurídico, en cuyo caso pasa de ser un simple
hecho natural, para convertirse en un hecho jurídico. El caso de un incendio en
un pastizal, provocado por la caída de una descarga eléctrica es un hecho
natural, pero si el incendio provocó determinados daños en una cosecha
colindante o en propiedades, se convierte en un hecho jurídico, por la
trascendencia que puede tener el seguro, si la cosecha estaba asegurada o en
el campo del cumplimiento de un contrato derivado de la cosecha plantada. La
muerte de un individuo es un hecho, pero si el fallecido es propietario de
bienes, la muerte se convierte en un hecho jurídico, por las consecuencias
sucesorias que implica, ya que hay que determinar sus herederos, la forma en
que se producirá la partición y adjudicación de los bienes, y toda una cadena
de consecuencias jurídicas que se derivan del hecho natural de la muerte.
En una segunda escala están los actos, que son aquellos hechos en los que
interviene la voluntad humana, solo que si la actuación produce determinados
efectos en las relaciones interpersonales, entonces se califica como un acto
jurídico. Todo el desenvolvimiento humano en el seno familia y de la sociedad
es una consecución de actos, pero solo algunos tienen consecuencias
jurídicas, y es la ley la que debe definir taxativamente aquellos actos que le
interesa que tengan relevancia jurídica. La unión de un hombre y una mujer en
España, con el propósito de vivir juntos, no tiene trascendencia en ese país en
el ámbito familiar, pues el CC español no reconoce efectos jurídicos en el
Derecho de Familia a este tipo de unión, ya que solo reconoce como
matrimonio al formalizado. Esa misma unión en Cuba, siempre que sea
singular, estable y duradera, produce efectos jurídicos en el campo del Derecho
de Familia, pues el CF cubano lo reputa como un matrimonio, con todos los
efectos del matrimonio formalizado (art. 2 del CF). Un varón que tenga
relaciones sexuales mutuamente consentidas con una chica de 11 años, lo cual
no es infrecuente en el medio cubano, puede no tener repercusión en el plano
jurídico, pero si por determinadas razones los padres de la menor deciden
denunciarlo, la conducta integra el delito de violación, de la modalidad prevista
en el artículo 298.4) del CP.

La teoría hace una distinción sobre determinados actos en los que quien los
genera tiene deliberadamente el propósito de que produzcan determinados
efectos, o sea, la voluntad aquí no es un elemento accesorio, sino totalmente
determinante; a este tipo especial de acto jurídico se le denomina negocio
jurídico, conocido también como acto jurídico en sentido propio o estricto,
término que produce confusión pues con frecuencia tiende a interpretarse como
una relación bilateral, propia de los contratos. Esta clasificación tiene mucha
relevancia en el campo del derecho privado, sirve para definir actos como el
testamento, en los que el testador con toda determinación está decidiendo el
destino de su patrimonio para después de su fallecimiento.

2. Hecho y acto jurídico procesal


Cuando el hecho jurídico o el acto jurídico tienen una influencia directa en un
proceso, se dice que estamos entonces en presencia de un hecho jurídico
procesal o de un acto jurídico procesal.

En este campo el Derecho Procesal no ha logrado una elaboración teórica


depurada y lo que nos encontramos en el horizonte doctrinal hasta donde llega
nuestra visión, es una reiteración de conceptos muy vinculados a la teoría de
los actos jurídicos de naturaleza civil, que se tratan de ajustar al
desenvolvimiento del proceso. Lo cual no le resta importancia al tema, pues de
hecho el proceso y los procedimientos que lo integran, no son otra cosa que
una sucesión de actos procesales de las partes y del tribunal.

El punto de inflexión de la doctrina en este campo se sienta en la obra de


GUASP. Para el gran procesalista español, a quien seguimos en esta
exposición, el hecho jurídico procesal o hecho procesal simplemente dicho, es
aquel hecho que produce efectos o consecuencia en un proceso judicial. Es lo
que sucede cuando fallece el acusado, que produce como consecuencia la
extinción de la responsabilidad penal, según dispone el artículo 59.a) del CP.

El acto jurídico procesal, o acto procesal simplemente, es aquel acto que crea,
modifica o extingue alguna de las relaciones jurídicas que componen la
institución procesal.

En lecturas complementarias se podrán encontrar múltiples consideraciones


doctrinales encaminadas a delimitar qué tipo de actos jurídicos son los que
tienen la categorías de actos procesales; pues se le priva de esa definición a
aquellos cuyos efectos no son inmediatos, pues se exige que para que sea un
acto procesal, el resultado de la expresión volitiva debe tener una
consecuencia jurídica inmediata en el proceso. Es por eso que actos como el
otorgamiento de un poder para representar a una persona en un pleito, o la
clausula compromisoria que determina un pacto previo de sumisión a un tipo
específico de órgano para dirimir el conflicto, son actos que tienen influencia en
el proceso, pero no pueden ser considerados actos procesales, ya que no
producen efectos inmediatos en la relación procesal.
Prevalece una posición restrictiva para considerar a los actos procesales, de tal
suerte que solo tienen esa categoría aquellos actos jurídicos de las partes y del
órgano jurisdiccional mediante los cuales el proceso se realiza y que producen
sus efectos principales, de modo directo e inmediato en el proceso (ORTELLS
RAMOS). Forman parte de los actos procesales aquellos donde se expresa una
determinada manifestación de voluntad vinculada a una actividad procesal
concreta, entre las que se inscriben la demanda, su admisión o rechazo por el
tribunal, el establecimiento de excepciones dilatorias, la decisión sobre ellas
por el tribunal, la contestación, el establecimiento de demanda reconvencional,
la proposición de pruebas, la decisión del tribunal sobre las pruebas
propuestas, la sentencia, entre muchos otros en el proceso civil; así mismo en
el proceso penal tienen esta categoría el escrito de conclusiones provisionales
del fiscal y del abogad defensor, la decisión del tribunal sobre las pruebas
propuestas y señalamiento del juicio oral, la sentencia, etc., etc.

El amplio volumen de actos procesales puede dividirse en dos grande grupos,


en correspondencia con el emisor de la voluntad, así los actos procesales que
emanan del tribunal asumen la forma, generalmente, de resoluciones, mientras
que los actos que producen las partes asumen la forma o calificación de
peticiones.

Existe el criterio de que no es aplicable al proceso la categoría de negocio


jurídico, atribuible solo al derecho privado, pues se considera que, a diferencia
de lo que ocurre en ese campo en que la manifestación de voluntad
direccionada produce generalmente el efecto deseado, no ocurre lo mismo en
el proceso. El ejemplo que pone GUASP para desestimar la utilización de la
categoría negocio jurídico en el ámbito procesal, es que los efectos jurídicos de
las declaraciones procesales de voluntad no se derivan inmediatamente de
estas, sino a través de otra declaración de voluntad del tribunal, que acepta o
deniega lo planteado por las partes. Lo cierto es que no siempre es así y en el
proceso se pueden dar declaraciones de voluntad cuyo efecto es el querido por
quien lo manifiesta, como ocurre con la respuesta que hace la parte que se
somete a la prueba de confesión y acepta un hecho personal que le resulta
perjudicial; esa manifestación de voluntad declarada en la práctica de ese
medio de prueba debe ser aceptada por el tribunal y condiciona su decisión,
pues tiene un valor tasado determinado por la ley. Lo mismo puede decirse de
las sentencias del tribunal, que es un acto procesal que no está sujeto a
ratificación posterior y la voluntad emitida por el órgano cumple el cometido
volitivo de quienes lo emitieron.

3. Requisitos de los actos procesales

Los requisitos de los actos procesales son aquellas exigencias establecidas en


ley que posibilitan que el acto surta los efectos pretendidos, los que están
referidos a los sujetos, el objeto y la actividad (PALACIO).

3.1. Sujetos

En el plano de los sujetos las exigencias se concentra en la aptitud, que para el


órgano jurisdiccional se traduce en que tenga la competencia requerida para el
acto en cuestión y en el caso de las partes, que posean la capacidad necesaria
para comparecer. Para seguir la ruta que marca la teoría del derecho privado
sobre los actos jurídicos, la doctrina incluye también dentro de los requisitos de
los sujetos a la voluntad, lo que es un pleonasmo, pues para que sea acto
procesal es lógico que sea un acto volitivo. Carece de sentido en el plano
procesal la dicotomía entre la voluntad manifestada y la querida, que es básica
para la validez de los actos en el plano material; en el plano procesal prevalece
totalmente la voluntad declarada.

3.2. Objeto

En cuanto al objeto, el requisito está referido al contenido mismo de lo que se


persigue con el acto, o sea, sobre lo que recae la petición de parte o la
resolución jurisdiccional; de tal suerte que el acto debe ser posible e idóneo.

Es posible ni física y materialmente es factible su realización, o sea, cuando el


contenido del acto tiene posibilidades objetivas de llevarse a efecto. Resulta un
acto procesal imposible que un abogado solicite al tribunal que se practique
una prueba pericial usando un tipo de microscopio que no exista en el país,
para demostrar una tesis sobre huellas dejadas por un roce entre vehículos
que produjo daños.

Por su parte la idoneidad está referida a la pertinencia de lo que se pretende


con el acto, de tal suerte que no es idóneo dicta un auto para resolver un
proceso ordinario, como no lo es la solicitud de una prueba de reconocimiento
judicial para demostrar un hecho que no ha dejado rastro físico alguno capaz
de ser visualizado por el juez.

En cuanto a la actividad, comprende las exigencias en cuanto a lugar, tiempo y


forma de los actos procesales

3.3.Lugar

En lo respectivo al lugar la regla general es que los actos se realizan en la sede


del tribunal, pues es el órgano jurisdiccional el depositario de las actuaciones
procesales en las que los actos se realizan. Las actividades que las partes
realizan en sus respectivos despachos no se convierten en verdaderos actos
procesales hasta que son presentados ante el tribunal que conoce del asunto.

Desde el punto de vista doctrinal no se puede identificar sede con lugar donde
está ubicado físicamente el local del tribunal. Sede es un concepto más amplio,
que comprende la localidad o población en la que radica el órgano
jurisdiccional (ORTELLS RAMOS). Partiendo de lo anterior es factible que el
tribunal se pueda constituir en un lugar distinto del local físico donde radica,
pero sigue estando dentro de su sede.

El artículo 13 de la LTP define que los órganos se constituyen y ejercen sus


funciones en sus respectivas sedes, lo que marca la regla general para la
realización de los actos, pero establece la excepción de que a los fines que
resulten más convenientes para la impartición de justicia, se pueden constituir
en un lugar distinto al de su sede, siempre que esté dentro de su ámbito
territorial. Lo anterior se complementa con los artículos 16, 25.2) y 36.1), que
regulan respectivamente las sedes del TSP, de los tribunales provinciales y de
los tribunales municipales. En todos estos casos el acto puede ser realizado
por el mismo tribunal que tiene a cargo el proceso.

El artículo 174 de la LPCALE dispone que en los casos en que el acto deba
realizarse en un lugar que esté fuera del ámbito de la competencia territorial del
órgano jurisdiccional que lo emitió, debe librarse el correspondiente despacho
al órgano judicial donde el acto deba ejecutarse, solicitando la correspondiente
colaboración, lo que tiene sustento en la obligación de auxilio judicial que
franquea el artículo 14 de la LTP.

Existe una excepción a esta regla en la LPP, que posibilita que el tribunal
pueda constituirse fuera del ámbito territorial de su competencia, a los efectos
de realizar el juicio oral, cuando el acusado esté imposibilitado, debiendo
notificar al tribunal del lugar esta determinación (art. 346.7).

3.4.Tiempo

De todas las exigencias que estamos analizando, el tiempo de los actos es tal
vez la más trascendente y la que mayor influye en la actuación de las partes.

Todo proceso es una consecución de actos concatenados, razón por la cual el


aspecto temporal se presenta como la bitácora que marca el rumbo para la
obtención de la cosa juzgada. Tal es así que la celeridad de los procesos, que
no era tema de preocupación antaño, ocupa desde hace mucho la atención del
Derecho Procesal, partiendo de que una administración de justicia tardía es un
remedo burlón de la justicia.

El primero de los aspectos temporales es la definición del momento en que es


pertinente realizar un acto procesal, lo cual obliga a que las normas definan los
días y horas que resultan hábiles a tal fin, tema que está suficientemente claro
en ambos ordenamientos procesales:

LPP
ARTICULO 32.-Todos los días y horas son hábiles para las actuaciones
de la fase preparatoria del proceso.
Para las demás actuaciones son hábiles todos los días excepto los
declarados no laborables por la Ley. Para las propias actuaciones son
hábiles las horas comprendidas entre las siete de la mañana y las siete de la
noche.
No obstante, los Tribunales pueden habilitar días y horas inhábiles para
dichas actuaciones cuando fuere pertinente.

LPCALE
ARTÍCULO 99.- Son hábiles todos los días, excepto los domingos y los demás
declarados no laborables por la ley.
ARTÍCULO 100.- Se entienden horas hábiles las comprendidas entre las siete
de la mañana y las siete de la noche.

Debemos distinguir entre horas hábiles y horas laborables, pues por lo general
los tribunales trabajan en correspondencia con el horario que habitualmente se
acostumbra en el país, o sea, el comprendido, sin que sea exacto en todos los
lugares, entre las ocho de la mañana y las cinco de la tarde. Es por eso que el
artículo 114 de la LPCALE establece una fórmula de compatibilización de
horarios, disponiendo que cuando el acto a presentar por alguna de las partes
tiene vencimiento el propio día, dispondrá hasta las siete de la noche para
presentarlo ante el secretario del tribunal, lo que ordinario se verifica en el
domicilio de este funcionario.

El otro aspecto relativo al tiempo de los actos procesales, estrechamente


vinculado a la consecución progresiva de las actuaciones, es el de los plazos y
los términos, categorías que definen los límites temporales del proceder del
tribunal y las partes.

Término es el momento concreto en que un acto procesal debe realizarse,


mientras que plazo define un período para poder ejecutar el acto en cuestión.
El término fija el día y la hora en que se realizará la actuación, que por lo
general es dispuesto por el tribunal; el plazo, al que la ley le concede especial
atención, describe los días de que se dispone para poder realizar el acto,
pudiendo concretarse en cualquier fecha dentro de ese tiempo fijado. El día
que termina un plazo, es su término concretamente fijado.
Me atrevo a asegurar que estas dos categorías son las que mayor confusión
presentan entre su verdadera definición teórica y el uso que de ellas se hace
en la práctica profesional; a lo que las leyes procesales hacen un flaco favor,
pues ambas están plagadas de confusión entre ambas categorías. Solo a guisa
de ejemplo, pueden verse los artículos 105, 106, 113 y 118 de la LPCALE, y los
artículos 45, 49, 52, 56 y 57, entre muchos otros en ambas leyes, para apreciar
como el legislador denomina “término” a lo que son plazos procesales.

Por momentos tengo la creencia que al salir de la universidad los juristas


cubanos olvidan por completo la diferencia entre ambos términos, eliminan de
su lenguaje habitual el concepto de plazo y utilizan el de término para definir
todas los tiempos que la ley concede para realizar los actos procesales. En los
despachos profesionales los abogados a diario hablan de que el tribunal le
concedió un término de cinco días para realizar tal más cual diligencia; que la
demanda aún esté dentro del termino del emplazamiento, etc., etc.

Dentro de los plazos hay una distinción entre plazos propios y plazos
impropios. Se utiliza el primero para definir los plazos que la ley estable para
los actos de las partes, pues su incumplimiento traer aparejado un efecto
preclusivo, o sea, que la parte pierde la oportunidad procesal que tenía para
poder ejecutar el acto en cuestión. Existen determinados plazos cuyo
incumplimiento acarrea para las partes efectos catastróficos, como el que se
concede para interponer un recurso de apelación o casación contra la
sentencia que le resulta desfavorable, pues es una de las causas que provoca
la firmeza de la resolución judicial; la abogacía los denomina plazos fatales, por
la connotación que tiene su incumplimiento.

Por su parte los denominados plazos impropios son los atribuibles al tribunal,
cuyo efecto es meramente indicativo del tempo que debe seguir el juzgador,
pues su incumplimiento no repercute directamente en la marcha del asunto, ya
que no produce un efecto preclusivo del acto que debía realizarse, aunque
podría tener trascendencia extraprocesal para el juez en el plano
administrativo, cuando el incumplimiento de los plazos sea una actuación
reiterada.
Para el cómputo de los plazos procesales, o sea, para poder determinar
cuando comienza a cursar y cuando termina o vence, se utilizan las categorías
dies a quo y dies ad quem.

Dies a quo defina el día en que arranca el cómputo, que por lo general es el día
siguiente a aquel en que se le comunica a la parte el plazo, lo cual no tiene una
exposición general en las normas procesales, pero se infiere de lo dispuesto en
los artículos 52 de la LPP y 607 de la LPCALE, que dispone que en los casos
en que se haya solicitado aclaración de la sentencia, el plazo para interponer el
recurso comenzará a decursar a partir de día siguiente al de la notificación de
la decisión del tribunal sobre la aclaración solicitada (en estos artículos la LPP
define indebidamente como término, lo que la LPCALE nombra
adecuadamente como plazo).

Por su parte la expresión dies ad quem define el día en que vence el plazo
concedido por la ley para la realización del acto, para lo cual hay que tener en
cuenta lo ya expresado anteriormente en el sentido de que ese día el acto
puede verificarse antes de las siete de la noche ante el secretario.

3.5.Forma

La forma es el cuerpo que adopta el acto procesal, o sea, la manera en que se


corporifica. El acto es una manifestación de voluntad, pero esta puede tomar
forma mediante la realización de actividades físicas concretas, como puede ser
la realización de un reconocimiento judicial, o mediante una manifestación
propiamente dicha, como puede ser la demanda en el proceso civil, o las
conclusiones provisionales en el proceso penal.

En cualquiera de estas variantes las leyes se encargan de definir sus requisitos


formales, incluso se sostiene que la presencia de los abogados postulantes se
justifica en la necesidad de poder cumplimentar determinadas exigencias
técnicas en la elaboración de los escritos, y solo para casos no relevantes es
que se permite que el interesado pueda concurrir sin asistencia letrada como
ocurre en los supuestos que regula el artículo 66 in fine de la LPCALE, para las
reclamaciones económicas de poca entidad, los procesos de alimentos y los
expedientes de jurisdicción voluntaria. Por solo citar un ejemplo en el proceso
civil de la relevancia del tema formal en los actos procesales se puede señalar
la excepción dilatoria prevista en el artículo 233.3), relativa al defecto legal en
el modo de proponer la demanda, cuando no se cumplimentaron las exigencias
formales establecidas en el artículo 224 de la LPCALE. Un ejemplo en el
proceso penal puede verse en la facultad el presidente del tribunal para no
admitir aquellas preguntas que se le formulen a un testigo que considere
capciosas, sugestivas o impertinentes.

Los actos pueden adquirir la forma oral o escrita, en correspondencia con los
principios que en este orden prevalezcan en el ordenamiento procesal en
cuestión. Por lo general el método escrito tiende a ser más riguroso en el
control de las formas que el oral, pues el juez tiene más tiempo para evaluar el
cumplimiento de las formalidades establecidas en la ley.

4. Clasificación de los actos procesales

Son dos los criterios de clasificación de los actos que prevalecen en la doctrina.
Por una parte los que los clasifican en correspondencia con un criterio objetivo
o funcional, que obedece a la visión del procedimiento como una consecución
de actos. En base a este criterio, los actos se clasifican como actos procesales
de iniciación, de desarrollo y de conclusión o terminación (PALACIO).

El otro criterio de clasificación se apoya en el sujeto emisor del acto, en tal


sentido se clasifican en actos procesales del tribunal y actos procesales de las
partes (ORTELLS RAMOS).

4.1. Actos procesales de iniciación, de desarrollo y de conclusión

Este criterio de clasificación distribuye los actos en base al cometido que


cumplen durante todo el iter procesal. En esa dirección son actos de iniciación
aquellos que origina en comienzo de la actividad procesal, o sea, los que
permiten dar inicio al proceso. Los actos de iniciación clásicos son la demanda
en el proceso civil y las conclusiones provisionales del fiscal en el proceso
penal. No obstante existen actos que son previos al ejercicio propio de la
acción y que pueden inscribirse en esta categoría, como es el establecimiento
de los actos preparatorios del proceso de conocimiento, que regula el artículo
216 de la LPCALE, encaminados a asegurar determinados medios probatorios,
lo que una vez resuelto, abre el camino para que se pueda establecer la
demanda en un plazo de veinte días (art. 221).

Los actos de desarrollo son aquellos tendientes a lograr el desenvolvimiento


del procedimiento. Dicho en lenguaje llano pudiera expresarse que son los que
posibilitan que el proceso camine hacia delante, en busca de la sentencia.
Dentro de este segmento se encuentran los actos de alegación y los actos de
prueba. Se incluyen también dentro de la categoría de actos de desarrollo,
aquellos actos del tribunal encaminados a dirigir la marcha del proceso, dentro
de los cuales se incluyen los relativos a la ordenación, comunicación,
transmisión, documentación y cautelares.

Son actos de conclusión aquellos que tienen por objetivo dar fin al proceso, en
el que la sentencia es el acto típico de esta naturaleza. Existen formas
anormales de concluir el proceso, condicionadas por el allanamiento de la parte
demanda a la pretensión formulada, o el arribar las partes a una transacción, o
el desistimiento del actor, que tienen igualmente la naturaleza de actos de
conclusión.

4.2. Actos procesales de las partes y del tribunal

Este criterio clasificatorio es el más relevancia reviste para nosotros, por la


importancia que tienen desde el punto de vista práctico y porque al ser los
actos procesales expresión de una manifestación de voluntad, la identificación
del acto por su emisor sin duda que tiene una singular particularidad. El otro
elemento relevante de este criterio de clasificación es tiene una mayor
correspondencia con la formulación contenida en las normas procesales.
4.2.1. Actos procesales de las partes

La conformación de los modelos procesales contemporáneos, tanto en lo penal


como en lo civil, no permiten que el tribunal pueda comenzar su desempeño
jurisdiccional si previamente no está precedido de una excitación o
requerimiento de parte, lo que se consagra en el conocido brocardo nemo
iudex sine actore. Es por ello que el más importante de los actos de parte es el
que da inicio al proceso, pues a través de él se ejercita la acción, formalizada
en un documento, que en el proceso civil se denomina demanda, cuyos
requisitos formales están regulados en el artículo 224 de la LPCALE, y en el
penal conclusiones acusatorias o conclusiones provisionales, con las
exigencias de elaboración que establece el artículo 278 de la LPP.

Ya sabemos que el tribunal es el nicho donde se asientan los actos procesales,


en tal sentido cualquier consideración sobre este tema parte del presupuesto
de que el actor debe haber cruzado la frontera del tribunal, no importa que
luego sea admitido o no, pero para que sea un acto procesal de parte, debe
haberse presentado ante el tribunal.

Una vez iniciado el proceso las partes interactúan dinámicamente con el


tribunal, realizando peticiones, alegaciones, proponiendo medios de prueba,
interponiendo impugnaciones contra las resoluciones, etc. El universo de estos
actos se enrumban en dos direcciones fundamentales: aquellos que están
vinculados, directa o indirectamente, con el objeto del proceso o con el objeto
del debate y los que tienen un cometido esencialmente procesal. Dentro del
primer grupo se encuentran actos tales como la contestación, la reconvención,
la proposición de pruebas, los recursos, entre muchos otros dentro del proceso
civil. En el proceso penal tienen esta naturaleza actos tales como las
conclusiones provisionales de la defensa, la proposición de pruebas, los
recursos, etc. Por su parte los actos de naturaleza procesal son aquellos
dirigidos a dilucidar cuestiones interlocutorias, como la interposición de
excepciones dilatorias en el proceso civil, las solicitudes de suspensión de
prácticas de prueba, las cuestiones de competencia, etc.
4.2.2. Actos procesales del tribunal

Con el análisis de los actos del tribunal hemos llegado a puerto en esta
materia, pues constituyen los más importantes, ya que de ellos depende el
destino del proceso. El tribunal es quien admite o rechaza la promoción, es
quien decide sobre la admisión de pruebas, resuelve los recursos, dispone
medidas cautelares, y pone fin al proceso con su sentencia. Las partes tienen
en sus manos la iniciación del proceso, pero vencida esa etapa el órgano
asume la conducción y sus actos son los que van enrumbando el camino,
conduciendo la sinfonía por todos sus movimientos, hasta llegar al final.

Existe una amplia diversidad de actos procesales del tribunal, algunos


adquieren la forma escrita, mientras que otros son actuaciones concretas
adoptadas de forma oral durante el desarrollo de una audiencia,
comparecencia o vista. En este segundo grupo están incluidos actos tales
como impulsar una conciliación en el proceso de familia, o disponer un careo
entre testigos en un juicio oral.

4.2.2.1. Providencias, autos y sentencias

Ahora bien, los actos procesales del tribunal de mayor relevancia son aquellos
que contienen una manifestación clara de voluntad y que se concretan
mediante resoluciones judiciales específicas que la ley identifica bajo los
nombres de providencias, autos y sentencias.

El término providencia se usa en el lenguaje común para identificar de forma


genérica a las decisiones jurisdiccionales; recordemos el uso que le daba el
maestro CALAMANDREI en su importante estudio de sobre las providencias
cautelares, al que hicimos mención precedentemente. En nuestro derecho,
siguiendo la tradición normativa española, las providencias son resoluciones de
ordenación procesal, encaminadas a impulsar el proceso o resolver cuestiones
de mera tramitación que no requieren por tanto una fundamentación jurídica
que las motive.
En ambas normas procesales se describen como resoluciones de mera
tramitación y por ello no requieren dictarse de forma razonada (art. 42.1 de la
LPP y 141 de la LPCALE); expresión que se interpreta como la no necesidad
de argumentarla jurídicamente. Es la razón por la cual no debe usarse este tipo
de resolución para resolver asuntos que puedan entrañar limitaciones de
derechos o que rechace solicitudes formuladas por las partes, pues faltarían
entonces los razonamientos del juzgador al respecto, como ocurre
erróneamente con lo previsto en el artículo 92 de la LPCALE, que dispone que
se resolverá mediante providencia la desestimación formulada para intervenir
como tercero en un proceso, ya que en este caso el tribunal debería
argumentar su decisión desestimatoria, lo que es incompatible con la
naturaleza de las providencias.

Los autos son resoluciones judiciales que cumplen un cometido heterogéneo,


pues sirven para que el tribunal se pronuncie resolviendo una multiplicidad de
situaciones que se presentan durante la tramitación de un proceso. El elemento
que caracteriza al auto es la necesidad de ser razonado, o sea, el órgano
jurisdiccional debe brindar los elementos de hecho que sirven de base al
pronunciamiento, los que se relatan en forma de resultandos, y los argumentos
jurídicos que sirven de fundamento a la decisión, redactados en forma de
considerandos. Las exigencias formales de los autos están reguladas con
similitud en ambas normas procesales (art. 43 de la LPP y 144 de la LPACLE).

Por lo variado de su utilización es que ambas leyes procesales van regulando


de forma casuística los casos en que debe ser resuelto por auto la cuestión
planteada. Un ejemplo de diferenciación correcta en el uso de las providencias
y los autos, la brinda el artículo 253 de la LPCALE, donde queda claro que la
admisión de las pruebas propuestas por las partes se resuelve por providencia,
mientras que la denegación se dispondrá por auto, toda vez que se trata de
una determinación que afecta el derecho a la prueba de las partes, lo que
obliga a una fundamentación del tribunal que justifique su decisión.

La sentencia es el más importante de los actos procesales, pues es la


resolución que tiene la aspiración de poner fin al proceso y por ello asume el
compromiso de resolver todos los puntos que han sido objeto del debate, y
debe respetar su vinculación con el objeto del proceso, para evitar que la
decisión peque de incongruencia, como ya estudiamos precedentemente.

Por la importancia que tienen las sentencias, las leyes la revisten de un grupo
de reforzamientos, tanto en lo formal como en la manera de arribar al contenido
final de lo que se dirá.

En el aspecto formal la sentencia debe ser redactada cumpliendo determinadas


exigencias. Es posible que la parte resolutiva de una sentencia sea informada a
las partes oralmente al terminar el juicio, lo que ocurre normalmente en el
proceso penal, a lo que se denomina in voce, pero posteriormente debe
consignarse por escrito lo resuelto, siguiendo las exigencias de ley, porque la
sentencia es una acto procesal ineludiblemente escriturado.

Los artículos 44 de la LPP y 151 de la LPCALE disponen la forma en que debe


elaborase la sentencia, los que guardan mucha similitud. Es nota característica
de las sentencias en ambos órdenes que en su elaboración deben consignarse
bajo la identificación de Resultandos, las cuestiones de hecho, las
argumentaciones, los incidentes acontecidos durante la tramitación del asunto,
etc., mientras que con la identificación de Considerandos, se deben exponer
las cuestiones jurídicas, las normas aplicables al caso, razonamientos técnicos,
opiniones jurisprudenciales, etc. Las sentencias culminan con el Fallo que es la
decisión final a la que arriba el tribunal en correspondencia con la pretensión
formulada. En materia civil la sentencia dispone declarar con lugar, sin lugar o
con lugar en parte, según sea su pronunciamiento estimatorio o desestimatorio
sobre lo pedido; mientras que en las penales el fallo debe disponer la condena
o la absolución del acusado.

En cuanto al contenido se disponen previsiones relativas a la forma en que se


votará. En ambas leyes se establece que para arribar a una decisión se
requiere una mayoría simple de votos (arts. 46 de la LPP y 131 de la LPCALE),
incluso la LPCALE dispone que para las sentencias de casación que resuelvan
la revocatoria del fallo del tribunal provincial por los motivos del 1 al 10 del
artículo 630, se exige una mayoría reforzada de cuatro votos.

Como es posible que alguno de los jueces mantenga una postura contraria a la
de la mayoría, las leyes le franquean la posibilidad de exteriorizar su criterio a
través de lo que se denomina voto particular (arts. 45 de la LPP y 128 de la
LPCALE), otros ordenamientos lo denominan voto disidente. El juez que se
aparta de la mayoría, siguiendo su propio criterio, debe exponer sus puntos de
discordia por escrito. El voto particular es un acto procesal disidente pero que
tiene una influencia en el proceso, pues aunque en nuestras normas tienen un
carácter reservado, en caso de recurso se eleva al tribunal superior
conjuntamente con las actuaciones, para que sea evaluado por el órgano de
control. En otros tiempos en que los votos disidentes eran del conocimiento
público, determinadas posturas de jueces del TSP eran estudiadas como
referentes teóricos a tener en cuenta por la doctrina científica.

Sin posibilidades de adentrarnos en el novedoso y apasionante mundo de la


argumentación jurídica, baste decir que las sentencias son la fuente generatriz
de los criterios jurisprudenciales; las del TSP conforman la verdadera
jurisprudencia y la de los tribunales provinciales se identifican como una
especie de jurisprudencia menor, pero también con un fuerte valor indicativo
futuro para jueces y partes. En este marco la doctrina utiliza las expresiones
latinas obiter dintum y ratio decidendi, para denominar aquellos segmentos de
la parte considerativa de la sentencia, relativos a la argumentación jurídica. Los
obiter dicta (plural del término) son los razonamientos que va realizando el juez
en sus considerandos, para ir hilvanando la decisión a la que arribará, mientras
que la ratio decidendi es el razonamiento decisivo, es la fundamentación
jurídico concreto que sirve de base específica al fallo. Estos conceptos tienen
en la práctica jurídica del common law una relevancia mayor que en la nuestra,
pues la ratio decidendi es la que conforma el verdadero precedente vinculante
para los jueces, por mandato del stare decisis, no así los obiter dicta, que
quedan en el plano de meros razonamientos argumentativos.

4.2.2.2. Actos procesales de comunicación


Este tipo de actos, a los PALACIO llama también de transmisión, incluye tanto
aquellos mediante los cuales el tribunal pone en conocimiento de las partes o
de terceros determinadas decisiones, como también determinadas exigencias o
mandatos que puede hacer el tribunal para que sean cumplimentadas. Forman
parte de estos actos en nuestras normas procesales la notificación, la citación,
el emplazamiento y el requerimiento.

a. Notificación.

Es el medio mediante el cual el tribunal pone en conocimiento de las partes el


contenido de una resolución judicial. La notificación es por lo general un
documento en el que se consigna el tipo de resolución que se está informando
a la parte, a fin de que sea firmado por quien la recibe, como constancia de
haberse impuesto de la información contenida. Reviste singular importancia en
el iter procesal, pues a partir de la fecha de la notificación es que comienzan a
computarse los plazos que la ley establece para los distintos actos de las
partes, tal y como dejamos explicado cuando vimos el aspecto temporal de los
actos procesales. Es también un acto previo a otros actos de comunicación,
pues cuando el tribunal requiere, lo hace mediante una notificación al respecto.

La notificación de las resoluciones judiciales está regulada en los artículos 84


de la LPP y 160 de la LPCALE. En ambas normas se dispone el mecanismo de
la notificación personal de las resoluciones a las partes o sus representantes, y
se establece un mecanismo de excepción para aquellos casos en que los
destinatarios de la notificación no comparezcan al tribunal de forma regular a
imponerse del contenido de los asuntos, lo que se realiza mediante la
publicación en un lugar que los tribunales tienen destinado al efecto, que se
conoce como tablilla de avisos o de anuncios, en el que se consigna el
contenido de la notificación para que sea del conocimiento público y pueda
llegar por alguna vía la información al interesado. La naturaleza propia del
proceso penal, condiciona que por lo general se agotan por el tribunal los
medios de notificación personal, pero no ocurre lo mismo en el proceso civil, lo
que impone la ineludible necesidad de que los abogados o sus auxiliares
visiten diariamente los tribunales donde tienen asuntos bajo su patrocinio
profesional, pues se corre el peligro de que a los dos días de haberse
dispuesto la notificación de la resolución y no se realice la notificación personal,
pasa al estado diario en la tablilla de avisos del tribunal, con el peligro que
implica que el abogado no se imponga de algún plazo que se le ha concedido y
pueda precluir su derecho a realizar lo requerido por el tribunal. En el lenguaje
corriente de los despachos de abogados se le llama a este incidente tablillazo,
que no pocas lágrimas ha provocado en profesionales jóvenes y no tan
jóvenes, que han perdido la posibilidad de representar adecuadamente a su
cliente al no enterarse de lo dispuesto por el órgano jurisdiccional en su caso.

b. Citación

La citación es un llamamiento efectivo para un término, o sea, es una


convocatoria que realiza el tribunal para que las partes, un perito, testigo o
cualquier otro interviniente en el proceso, comparezca un día y hora
determinado, a cumplimentar una determinada actividad. El tratamiento de este
medio de comunicación es muy similar en ambas normas procesales (arts. 86
de la LPP y 163 de la LPCALE). La LPCALE prevé en su artículo 169 la forma
de realizar la citación en los casos en que se ignore el paradero de la persona
objeto del acto de comunicación.

c. Emplazamiento

El emplazamiento es el medio mediante el cual el tribunal le comunica a las


partes que disponen de un plazo determinado para la realización de una
actividad. El emplazamiento clásico es el que se le realiza en el proceso civil al
demandado para que se persone y conteste la demanda. Al igual que a la
citación, en ambas leyes se le concede similar tratamiento al emplazamiento en
los artículos 87 de la LPP y 164 de la LPCALE.

Jugando con el uso adecuado de término y plazo y el cometido de la citación y


el emplazamiento, se puede decir que se cita para un término y se emplaza por
un plazo.
d. Requerimiento

El requerimiento es una orden del tribunal para que se realice una determinada
actividad, se interpreta como un mandato de naturaleza más conminativa.
Puede confundirse con el emplazamiento, ya que tanto en ambos el tribunal
pide de la parte la realización de una actividad determinada, pero en el caso del
requerimiento se realza el mandato, o sea, tiene una mayor fuerza encaminada
al logro de lo que se quiere.

Un ejemplo de requerimiento es el que realiza el tribunal en el proceso de


ejecución de títulos de crédito, cuando en virtud del artículo 493 el tribunal
requiere al obligado para que efectúe el pago y de no hacerlo procederá a
disponer las medidas cautelares que se requieran para lograr la ejecución. En
el juicio oral del proceso penal, cuando se produzcan diferencias entre la
declaración que el testigo prestó durante la fase preparatoria y las que brinda
en el juicio, se le contrasta con ambas declaraciones y el presidente del tribunal
lo requerirá para que aclare la contradicción (art. 326).

5. Nulidad de los actos procesales

Quisiera comenzar el estudio de este tema colocando una aseveración del


profesor Manuel ORTELLS, que comparto, y que es casi un epitafio para
cualquier pretensión nuestra de elucubración intelectual sobre este tópico.
Afirma el profesor de Valencia que la ciencia jurídica procesal todavía no ha
logrado formar en esta materia un cuerpo de doctrina sólido y bien definido,
similar al elaborado por los civilistas respecto a la ineficacia del negocio
jurídico.

Por la razón expuesta nos limitaremos a enunciar aquellas categorías que


mayor relevancia tienen en este campo, que permitan un conocimiento básico
sobre las nulidades procesales.
La primera idea es que si bien las nulidades abarcan a todos los actos
procesales, el verdadero concepto de nulidad está referido a los actos
procesales del tribunal, pues de ella se deriva el efecto anulatorio para los
restantes actos realizados por las partes, que estén vinculados con él.

Pasamos por alto lo relativo a la inexistencia de los actos procesales, pues por
la propia naturaleza pública del proceso, en que interviene el órgano
jurisdiccional y las partes, es imposible que se den verdaderamente los
ejemplos que se colocan de resoluciones dictadas por personal sin facultades
jurisdiccionales, o sentencias que establezcan una disposición imposible y
otros casos hipotéticos que la doctrina coloca para tratar de identificar posibles
situaciones de inexistencia del acto.

Nos concentramos entonces en las otras dos categorías propias de la ineficacia


de los actos, que son las de nulidad absoluta y nulidad relativa, cuyos
márgenes delimitadores no tienen, ni por asomo, la claridad de que disfrutan en
el derecho privado.

La razón esencial por la cual se puede producir la nulidad de los actos


procesales es que se realizaran vulnerando los requisitos esenciales para que
el acto surta los efectos deseados. Criterio que está indisolublemente ligado a
las exigencias formales del acto, de tal suerte que el incumplimiento de los
requisitos que la ley establece para la realización del acto, es uno de los
elementos que reporta motivo de nulidad.

Las otras situaciones propiciatorias de nulidad son las vinculadas al contenido


del acto, relacionadas con ilicitudes de diversa naturaleza, como puede ser la
prevaricación de un juez en la solución de un caso, o el testimonio falso de un
testigo, o la falsificación de un documento que se aportó al proceso como
prueba esencial.

Antes de seguir avanzando hay que dejar claro que en materia procesal las
nulidades se relativizan, pues es muy difícil encontrar alguna causal de nulidad
que tenga la fortaleza de la nulidad absoluta propia del derecho privado,
esencialmente por dos razones, la primera es que la mayoría de las nulidades
son susceptibles de convalidación, pues la parte a quien afecta puede
consentirla, lo cual subsana el defecto; la segunda razón es que una vez
dictada la sentencia quedan convalidadas la gran mayoría de las situaciones
que pudieran provocar la nulidad, y las pocas que subsisten, recogidas como
causales para la revisión, tienen también una vocación de convalidación,
esencialmente por los plazos que establecen las normas para promover el
proceso de revisión. En material civil el artículo 645 limita a cuatro años
posteriores a la sentencia el tiempo para poder interponer el proceso de
revisión, lo que implica que pasado ese tiempo se produce una preclusión
perpetua sobre el tema y se convalida cualquier circunstancia precedente, con
la excepción muy específica a que hace mención el propio artículo de que el la
causa que motiva la revisión esté sujeta a una cuestión penal. En materia
penal, por su propia naturaleza, y por el interés del Estado en preservar los
derechos de los individuos, se suaviza el rigor del tiempo a favor del
sancionado, pudiendo establecerse la revisión en cualquier momento, pero en
el caso de que sea el fiscal el interesado, el artículo 457 le limita a dos años la
posibilidad de impugnar en revisión una sentencia absolutoria o pretender una
pena más severa, lo cual significa que pasado ese tiempo se convalida
cualquier motivo de nulidad que pueda haber existido en el proceso.

Ya dijimos que las nulidades absolutas no existen en el proceso, tal y como las
concibe el derecho civil, pero es posible identificar cierta gradación de las
mismas, de tal suerte que algunas revisten mayor trascendencia que otras, lo
cual está asociado al control que puede realizar el tribunal de oficio sobre
aquellas consideradas de mayor envergadura o trascendencia.

Dicho de otra manera, existen algunas causas de nulidad cuya denuncia está
condicionada exclusivamente a la voluntad de las partes, de tal suerte que si no
se reclama, se considera convalidada. Así lo deja claro el artículo 633 de la
LPCALE, que dispone que será condición esencial para la admisibilidad de un
recurso de casación fundado en las causales 11, 12 y 13 del artículo 630, que
se haya interesado la subsanación, agotando los recursos y otros medios
procesales que la ley autoriza para enmendarlo, pues en caso contrario no
procederá el recurso de casación interpuesto. En igual dirección se pronuncia
el artículo 62, relativo a la responsabilidad civil de jueces, fiscales y secretarios,
que condiciona la reclamación a que se hayan agotado en el proceso previo los
recursos legales contra la sentencia, o se hubieran reclamado oportunamente
contra los vicios de nulidad de que pudiera adolecer el acto dañoso, pues en
caso de no haberlo hecho no procede la solicitud de responsabilidad civil.

Estas causales de nulidad, que no tienen en ninguna de las normas procesales


un tratamiento taxativo, están asociadas a un criterio de disponibilidad de las
partes. Quiere esto decir que solo se controlan y subsanan por el tribunal si la
parte a quien afecta las denuncia, pues en caso contrario se presumen
consentidas y por ende precluye el derecho a combatirlas con posterioridad. Es
lo más cercano que puede existir en el Derecho Procesal al concepto
importado de las nulidades relativas civiles.

Existen otro tipo de nulidades a las que las normas tratan de privilegiar,
tampoco reguladas taxativamente, pero asociadas a criterios generales de
protección de los derechos de los justiciables y en evitación de que se puedan
producir decisiones injustas, las que pueden ser objeto de control de oficio por
el tribunal.

En este grupo se inscribe aquellos motivos de nulidad en el proceso penal que


pueden ser apreciados de oficio por el tribunal, en virtud de la facultad que le
concede el artículo 79 de la LPP, que franquea la posibilidad de disponer la
casación de oficio si se aprecian determinado tipo de violaciones, que han sido
privilegiadas por el legislador, asociadas a las formas y garantías esenciales
del proceso. En estos casos no hace falta que las partes hayan denunciado la
violación, pues el tribunal tiene facultades para hacerlo autónomamente.

Un el proceso civil no existe regulada la casación de oficio, pero su utilización


práctica se deriva de un criterio similar al del ordenamiento procesal penal,
cuando en el artículo 178 de la LPCALE se dispone que los tribunales podrán
disponer de oficio la nulidad de las actuaciones cuando aprecien el
incumplimiento de formalidades legales consideradas esenciales, que si no se
enmiendan pueden provocar indefensión o algún perjuicio irreparable para
algunas de las partes.

Los tribunales utilizan una expresión genérica para identificar la indefensión, o


sea, el alcance de este amplio campo de posibles nulidades, definiéndolas
como situaciones que trascienden al fallo, lo que implica que pueden influir en
la adopción de una decisión injusta si no son corregidas. Es lo más cercano
que puede existe en el Derecho Procesal a las nulidades absolutas,
conociendo ya de antemano que evidentemente no lo son.

6. Formas procesales que propician la nulidad

La nulidad de los actos procesales puede disponerse de oficio por el tribunal o


a instancia de alguna de las partes. La nulidad de oficio puede ser dispuesta
por el tribunal en cualquier momento, siempre que el tipo de violación
detectado tenga la magnitud para justificar su actuación autónoma, tal y como
acabamos de explicar.

Cuando la nulidad es interesada por las partes, existen diferentes vías para
solicitarlo. La primera y más utilizada es a través de los recursos y del proceso
de revisión, en los que se pueden combatir una diversidad de situaciones una
de las cuales es la violación de garantías o derechos de las partes, que pueden
derivar en nulidad del acto viciado y de los que se le deriven.

Los otros medios de propiciar la nulidad a instancia de parte están dispersos en


las leyes procesales. En la LPCALE se pueden mencionar, entre otros, el
incidente de nulidad (art. 178) o la audiencia en rebeldía (art. 443), mientras
que en el proceso penal se puede poner el ejemplo del efecto anulatorio que
puede producir la sumaria instrucción suplementaria (art. 352) y algunos otros
dispersos en la Ley, sistematizados por el profesor RIVERO GARCÍA en su
trabajo sobre las nulidades en la práctica procesal de Cuba, que es una de las
pocas cosas que en el país se han escrito sobre este tema, al que se le presta
muy poca atención por nuestra doctrina.
En nuestro ordenamiento procesal penal se añora la presencia de medios para
combatir los medios de prueba ilícitos, lo cual es común en numerosas
legislaciones homólogas, en que al imputado se le ofrecen diferentes medios
para excluir del proceso aquellos medios probatorios que se hubieran obtenido
de forma irregular. En el artículo 166 de la LPP se reputa nula cualquier
declaración obtenida mediante violencia o coacción, pero no describe las
herramientas para hacerlo efectivo.

LECTURAS RECOMENDADAS

BÁSICA
DÍAZ TENREIRO, Carlos; “Los actos procesales”. En: AAVV; Lecciones de
Derecho Procesal Civil, Editorial Félix Varela, La Habana, 2001
GRILLO LONGORIA, Rafael; Derecho Procesal Civil I, (Capítulo XII. Los actos
procesales); Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1985
PODETTI, Ramiro; Tratado de los actos procesales; Ediar, Buenos Aires, 1955
RIVERO GARCÍA, Danilo; Temas permanentes del Derecho Procesal y el
Derecho Penal (Las nulidades en la práctica procesal penal en Cuba);
Ediciones ONBC, La Habana, 2010
PARA SABER MÁS
DE PINA, Rafael con José Castillo Larrañaga; Instituciones de Derecho Procesal
Civil (Capítulo VI- Los hechos jurídicos procesales); Editorial América,
México, 1946
GOZAÍNI, Osvaldo; Elementos de Derecho Procesal Civil (Capítulo XI-Actos
procesales); Ediar, Buenos Aires, 2005
HINOJOSA SEGOVIA, Rafael con Julio MUERZA ESPARZA; “Los actos”, En: Derecho
Procesal Penal, Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid, 2003
PALACIO, Lino Enrique; Manual de Derecho Procesal Civil, decimosexta edición
actualizada (Capítulo XI y XII-Actos procesales), Abeledo-Perrot. Buenos
Aires, 2001
MORENO CATENA, Victor; “Los actos procesales”; En: AVV; Derecho Procesal,
Tomo I (volumen I), 5ta edición, Tirant lo Blanch, Valencia, 1990
MORÓN, Manuel; La nulidad en el proceso civil español; Editorial AHR,
Barcelona, 1957
ORTELLS RAMOS, Manuel; “Los actos procesales”, En: Derecho Jurisdiccional I,
parte general, Librería Bosch, Barcelona, 1989
ROCO, Ugo; Derecho Procesal Civil (Capítulo XVII-Los actos procesales de los
órganos jurisdiccionales y en particular de la sentencia); Segunda
Edición; Porrúa, México, 1944
CAPÍTULO IX: EL PROCEDIMIENTO ARBITRAL (1)

SUMARIO: 1. Introducción. 2. Régimen jurídico general del arbitraje en Cuba. 3. Régimen


jurídico especial del arbitraje en Cuba; 3.1. Principios generales. 4. Papel de los órganos
jurisdiccionales en cuanto al apoyo/control del arbitraje. 5. Régimen convencional. 6.
Tipos de arbitraje recogidos en la normativa arbitral del país. 7. Convenio arbitral; 7.1.
Significado y régimen jurídico; 7.2. Forma; 7.3. Efectos del convenio arbitral; 7.4.
Incorporación por referencia de un convenio arbitral; 7.5. Separabilidad del convenio
arbitral; 7.6. Validez del convenio arbitral. 8. Arbitrabilidad de la disputa sometida a
arbitraje. 9. Los árbitros; 9.1. Número y nacionalidad de los árbitros. 10. Control de la
competencia por los árbitros. 11. Honorarios. 12. El proceso arbitral; 12.1. Principios
generales; 12.2. Desarrollo del procedimiento arbitral; 12.3. Las pruebas en el
procedimiento arbitral. 13. Adopción de medidas cautelares por los árbitros. 14.
Terminación anormal del arbitraje. 15. Las resoluciones arbitrales; 15.1. El laudo arbitral.
16. La ley aplicable al fondo de la disputa. 17. Acción de nulidad del laudo arbitral; 17.1.
Naturaleza y procedimiento; 17.2. Motivos por los que procede la nulidad del laudo. 18.
Ejecución del laudo. 19. Reconocimiento y ejecución de laudos arbitrales extranjeros. 20.
El supuesto específico del arbitraje de inversiones. 20.1. Base normativa: Convenios
bilaterales

No hay nada más bello


que lo que nunca he tenido
Joan Manuel Serrat

1. Introducción

Cuando estudiamos la naturaleza jurídica del Derecho Procesal y abordamos el


arbitraje, evaluamos que es una institución que se mueve entre lo privado y lo
público, dicotomía que de forma irrepetible describe MERCHÁN ALVAREZ: En la
institución que estudiamos se aprecian simultáneamente caracteres diversos:
unos propios del Derecho privado, derivados de su origen contractual (pues
como sabemos el arbitraje surge como consecuencia de un acuerdo de
voluntades), otros propios del Derecho procesal, derivados de la existencia de
una controversia, de la resolución de la misma por un tercero imparcial, del
procedimiento y efectos de la resolución, que recuerdan a los efectos
jurisdiccionales: ¿Cuáles de esas características son las predominantes?, ¿las
jurídico-privadas y entonces lógico será pensar que nos encontramos ante una
institución del derecho de obligaciones?, ¿las procesales y entonces nos

1
La versión originaria de este trabajo fue elaborado de conjunto por Maerlia PÉREZ SILVEIRA y por mí, y
forma parte del libro El arbitraje interno e internacional en Latinoamérica, editado por la Universidad
Externado de Colombia en 2010, bajo la dirección de los profesores españoles Silvia Barona Vilar y
Carlos Esplugues Mota y la profesora colombiana Adriana Zapata de Arbeláez; Capitulo X. CUBA, pp.
hallamos fundamentalmente ante una figura jurisdiccional? o ¿existe un
equilibrio entre ambas características?

A partir de este diferendo un segmento de la doctrina científica se afilió a una


visión contractualista del arbitraje, dado el valor que la autonomía privada tiene
en la definición de esta vía de solución del conflicto, con sede en el pacto
compromisorio contenido en el contrato del cual se deriva el diferendo, así
como en la definición de la ley aplicable, la sede, la selección de los árbitros, el
tipo de procedimiento, etc. Tal vez la única excepción en este escenario es la
obligatoriedad que el laudo adquiere una vez que ha sido adoptado e incluso el
auxilio que los tribunales ordinarios brindan para hacerlo cumplir
coactivamente.

Por otra parte la concepción jurisdiccionalista o procesalista se basa en la


heterocomposición que se produce en el arbitraje, en que una autoridad con
facultades jurisdiccionales, utilizando las vías propias del derecho procesal
dispone medidas cautelares y dirime un conflicto, cuya decisión tiene carácter
obligatorio para las partes. Ya desde la primera mitad del pasado siglo, ROCCO
defendía la naturaleza jurisdiccional del arbitraje, apoyándose en que las partes
no pueden dar a un tercero, jurisdicción, pues ellas mismas no la tienen, lo que
hacen es acordar privadamente que una función que es pública pueda ser
ejercitada por privados. Criterio que se ratifica en nuestra visión de que el
propio Estado por vía normativa, valida la formación de los tribunales arbitrales
y la eficacia de sus decisiones.

Una doctrina alemana actual, siguiendo la tradición existente en ese país desde
que se promulgó en 1879 el Código de Procedimiento Civil, que incluyó en su
articulado el arbitraje, considera que su naturaleza es eminentemente procesal,
por lo que la teoría le coloca al lado de la jurisdicción estatal, de la que
representa en cierto modo su alternativa (LEIBLE y LEHMANN).

335-369. Lo que aquí incorporamos tiene algunas matizaciones para acomodarlo a los objetivos del libro
y ajustarlo a los cambios legislativos que se han producido en el país en este campo.
Las fórmulas eclécticas son las que mayor nivel de aceptación han tenido, por
la confluencia que existen entre el origen y los límites que la voluntad impone
por una parte, con las vías y actuaciones que se suceden por la otra, unidos al
carácter coactivo de la decisión. Existe una expresión de una magistral
sencillez que trata de solucionar el diferendo concluyendo que el arbitraje es el
arbitraje y esa es su naturaleza jurídica, pues en él coexisten componentes
contractuales, jurisdiccionales y procesales (BARONA VILAR).

En nuestro país el estudio del arbitraje se ha desarrollado fundamentalmente


por los especialistas en Derecho Internacional Privado, quienes son los que
más han aportado al conocimiento de la institución en nuestro medio. Esto ha
estado motivado por varias razones, la primera fue la abrogación de facto del
Juicio de Árbitros y Amigables Componedores, lo que sacó la regulación de la
institución del cuerpo de la norma procesal. La segunda razón es que el uso del
arbitraje exclusivamente en el campo de la solución de conflictos comerciales
internacionales, condicionan que sea las normas de Derecho Internacional
Privado las proporcionen el contenido mayor de la contienda arbitral, relegando
el aspecto procesal concomitante.

No pretendemos afiliarnos a ninguna posición en específico, pues nos obligaría


a fundamentarlo, para lo cual no hay tiempo, lugar, ni lo consideramos de
utilidad alguna a esta altura del partido. Lo que sí defendemos es la necesidad
de incluir el análisis de sus categorías fundamentales desde el ángulo del
Derecho Procesal y su teoría general, motivado por dos razones esenciales, la
primera es su carácter jurisdiccional, pues al igual que los alemanes, en
nuestro Derecho el juicio arbitral formaba parte de las normas procesales y era
una materia sustentada esencialmente por las reglas generales de esta
disciplina. La otra razón es la responsabilidad que asumimos los procesalistas
con los que litigan en cortes arbitrales, quienes en muchas ocasiones pueden
conocer el derecho que se aplicará al fondo de la controversia, pero
desconocen las instituciones, fundamentos y reglas esenciales de la litigación,
que es materia de nuestra disciplina.
El arbitraje en Cuba está aún limitado esencialmente a las controversias que se
producen en el campo de la contratación comercial internacional, pero llegará
un momento que al igual que ocurre en gran parte del mundo, que el arbitraje
ocupe un lugar preferente entre los medios de solución de controversias, como
alternativa a los tribunales ordinarios. El arbitraje, originalmente reservado en
otros lugares solo para resolver controversias en que los derechos son
disponibles, se ha ido abriendo paso y es reconocida como una forma de
solucionar las diferencias en una gran gama de ramas del Derecho. El arbitraje
dejó de ser solo una fórmula de contienda internacional, para ocupar un
espacio en el ámbito interno de los países.

Desde la visión jurisdiccionalista del arbitraje que compartimos, a lo que nos


resistimos es a atribuir la categoría de proceso a la realidad que tiene lugar en
sede arbitral. Como dejé dicho oportunamente, para nosotros la categoría
proceso es consustancial a la actividad jurisdiccional judicial, donde está
presente el ejercicio de la acción, lo que no ocurre en sede arbitral, razón por la
cual para nosotros las relaciones que se constituyen en este campo desde que
se promueve el conflicto hasta que se dicta el laudo, tiene la categoría de
procedimiento.

El estudio del arbitraje en Cuba se matiza por la novedad de diversas normas


puestas en vigor, su exiguo abordaje doctrinal y la necesidad que impone el
desarrollo de las relaciones jurídicas en las que se inserta el país a partir de
los cambios adoptados en los últimos años en el ámbito interno, así como en
sus relaciones comerciales internacionales.

Pasando por alto el antecedente legislativo del Juicio de Árbitros y Amigables


Componedores contenido en la DLEC, al que ya hicimos mención
anteriormente, la primera normativa cubana relativa al Arbitraje Comercial lo
fue la Ley No. 1091, de 1 de febrero de 1963, dictada por el Consejo de
Ministros, órgano que en este momento ejercía la función legislativa en el país,
en la que se dispone la creación de la Cámara de Comercio de la República de
Cuba, a la cual se atribuye las funciones de arbitraje a través de dos Cortes: la
de Comercio Exterior y la de Transporte Marítimo.

En el propio año 1963 se dictó la Ley No. 1131, de 26 de noviembre, que


modificó algunos preceptos contenidos en la Ley 1091, esclareciendo que las
funciones arbitrales no eran específicamente de la Cámara de Comercio, sino
de la Corte, como organismo adjunto. Posteriormente, en 1965, se dictó la Ley
No. 1184, de 15 de septiembre aprobando el Estatuto de la Corte de Arbitraje
de Comercio Exterior en el que se regularon las cuestiones inherentes a dicho
órgano, sin que se pronunciara sobre la abrogación del articulado de la Ley de
Enjuiciamiento Civil, aunque en la práctica y por las razones ya mencionadas,
estaba virtualmente derogado.

La incorporación de Cuba al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME),


introdujo sustanciales modificaciones en el arbitraje institucional cubano. El 23
de febrero de 1974 el Comité Ejecutivo del CAME aprobó el Reglamento
Uniforme de las Cortes de Arbitraje de las Cámaras de Comercio Exterior de
los países miembros. En este ámbito, el arbitraje se estructuró sobre la base
de órganos permanentes adscriptos a las distintas Cámaras de Comercio
Exterior y constituían la vía exclusiva para la solución de los litigios emanados
de las relaciones de Derecho privado entre las empresas de comercio exterior
y demás organizaciones de los países miembros (PÉREZ SUÁREZ).

Bajo el imperativo del Reglamento Uniforme del CAME, en 1976 se promulgó


la Ley No. 1303, de 26 de mayo, De la Corte de Arbitraje de Comercio Exterior,
que dispuso la integración, funcionamiento y procedimiento del arbitraje en
Cuba. Esta norma tuvo el mérito de soportar el cambio radical que se produjo
en la economía cubana tras la desaparición del bloque socialista en Europa y
la diversificación del comercio exterior desde el comienzo de los años noventa.

De lo anterior requerimos acotar que la regulación del arbitraje en el país se ha


caracterizado por reglamentar y ordenar la constitución, el funcionamiento, la
estructura, la competencia y el procedimiento, entre otras cuestiones, de
instituciones arbitrales o cortes de arbitrajes, pero no ha existido una norma
específica que de manera general regule dicha institución, tanto de carácter
interno como internacional.

2.Régimen jurídico general del arbitraje en Cuba

Cuando analizamos el régimen jurídico que cimienta el arbitraje en Cuba, no


podemos limitarnos a observar y caracterizar su normativa especial, sin tener
en cuenta su práctica y desarrollo, que en cualquier sistema dependerá del
soporte necesario, cuyo pilar se estructura a partir de la norma constitucional.
La Constitución cubana no contiene una mención expresa respecto al arbitraje,
lo que ya vimos que no es un mal solo de los cubanos, sino que fue padecido
por muchos otros países, que vieron cuestionado este medio de solución de
controversias, justamente por la ausencia en las constituciones de un
reconocimiento expreso, al mismo tiempo que se decía que la función de
administrar justicia era función atribuida solo a los tribunales.

El asiento normativo al arbitraje en nuestro medio lo encontramos en el artículo


3 de la LPCALE, donde queda definido el ámbito de la jurisdicción de los
tribunales en materia civil y establece el carácter indeclinable de la jurisdicción
de los tribunales cubanos; sin embargo, como excepción a ésta, se admite que
las controversias surgidas en el comercio internacional puedan someterse a
cortes de arbitraje.

En el mismo ámbito, la promulgación del DL 241, al momento de regular el


ámbito de ejercicio de la función jurisdiccional por las salas de lo económico en
su artículo 739, dispone una excepción similar a la mencionada en el párrafo
anterior, para aquellos litigios que se sometan al arbitraje comercial
internacional.

3. Régimen jurídico especial del arbitraje en Cuba


A lo limitado que se muestra el panorama normativo general antes descrito con
respecto al arbitraje en Cuba, se une la ausencia de una norma que regule de
manera especial dicha institución en el país, tanto en su forma o carácter
interno como internacional. Siendo así, la regulación del arbitraje en el país se
centra, en primer orden, en la inclusión en la normativa general antes
mencionada y, paralelamente, en los diferentes tratados que se han ratificado
sobre dicha materia, en el entendido de que la incorporación a tales normas y
consecuentemente su puesta en vigor, significa su integración al ordenamiento
jurídico interno.

Como única referencia normativa de carácter especial sobre el arbitraje en el


país podríamos mencionar las normas que establecen las cuestiones
inherentes a la Corte Cubana de Arbitraje Comercial Internacional contenidas
en el Decreto Ley No. 250, de 30 de julio de 2007, que estatuye la integración
y competencia de la referida Corte, el idioma del arbitraje, la ley aplicable, el
lugar, el régimen cautelar, así como cuestiones relativas a la constitución y
funcionamiento del tribunal arbitral, junto a otros aspectos de carácter procesal
en cuanto a la actuación del referido órgano.

De forma complementaria al referido Decreto Ley, en fecha 13 de septiembre


de 2007, el Presidente de la Cámara de Comercio de la República de Cuba
dictó las Resoluciones No. 11 y 12, en las que respectivamente se ordena lo
relativo a los Estatutos de la Corte Cubana de Arbitraje Comercial
Internacional, así como las Reglas de Procedimiento que regirán la actuación
de dicho órgano. Las Reglas de procedimiento fueron modificadas en el 2009,
cuando se dictó la Resolución No. 15, de 21 de septiembre, que puso en vigor
las vigentes Reglas de Procedimiento de la Corte Cubana de Arbitraje
Comercial Internacional. Por tal motivo serán estas las disposiciones a las que
atenderemos básicamente cuando encauzamos el análisis del régimen especial
sobre el arbitraje en el país.
A la promulgación de los referidos textos normativos se acompañaron otras
Resoluciones también complementarias al Decreto-Ley 250, emitidas por la
misma autoridad, a partir de que en la Disposición Especial Única de la
mencionada norma se admite que la Corte preste servicios de mediación a las
personas naturales y jurídicas que así lo deseen. Pueden ser atendidas por
esta vía aquellas materias susceptibles de transacción, desistimiento, o
negociación del conocimiento de la Corte. En tal sentido se pronuncia la
Resolución No.13, en la que se establece el Reglamento de mediación de la
Corte Cubana de Arbitraje Comercial Internacional; la Resolución No. 17 que
norma el Código de Ética de los árbitros de la Corte Cubana de Arbitraje
Comercial Internacional; la Resolución No. 18, que establece el Código de
Ética de los mediadores de la Corte Cubana de Arbitraje Comercial
Internacional, y la Resolución No. 19 que pone en vigor el Reglamento sobre
los Derechos de Arbitraje, gastos de procedimiento y costas de las partes.
Todas estas resoluciones han sido publicadas en la Gaceta Oficial de 9 de
noviembre de 2007.

3.1. Principios generales

En diferentes preceptos contenidos tanto en el DL 250, como en las Reglas de


Procedimiento, es posible constatar la inclusión de varios principios que
caracterizan y cualifican al arbitraje a través de su práctica y desarrollo
mediante la intervención de la Corte y el tribunal arbitral. Para su mejor
presentación, nos permitimos calificarlos en tres grupos, siendo estos, en
primer lugar aquellos que afectan directamente la intervención de las partes, en
segundo lugar los que concurren respecto a los árbitros y su actuación en el
procedimiento arbitral y, por último, los que convergen en el procedimiento
mismo.

En relación con la actuación de las partes, atribuimos especial significado a la


autonomía de la voluntad al reconocer la facultad que se les atribuye para
someterse voluntariamente a la Corte Cubana de Arbitraje, ya sea de manera
expresa, mediante la concertación del convenio arbitral o tácitamente a través
de ciertos actos procesales que evidencien la voluntad de someterse a dicha
institución. Siguiendo esta máxima, se concede igualmente autonomía a las
partes para acordar la ley aplicable al fondo del litigio. Dichos particulares se
confirman a través de los artículos 9, 12, 16 y 29 del DL 250, en relación con el
artículo 2 de las Reglas de Procedimiento.

En relación con los principios inherentes a la actuación de los árbitros, la norma


es expresa en cuanto a cuestiones medulares que lo cualifican, como es su
independencia e imparcialidad, su actuación con apego solamente a la ley y la
imparcialidad en el desempeño de sus funciones (art. 18 del DL 250), lo cual se
confirma en las Reglas de Procedimiento (art. 1), expresando además en el
tercer párrafo del propio artículo, que los árbitros de la Corte se regirán por el
principio de confidencialidad en toda su actuación.

En tercer lugar, anunciamos aquellos principios cuya presencia se denota en el


procedimiento arbitral, a los que haremos referencia en los acápites
correspondientes a dicho procedimiento.

4. Papel de los órganos jurisdiccionales en cuanto al apoyo/control


del arbitraje

El arbitraje no está aislado de los órganos judiciales; tampoco intenta competir


con él y, menos aun, restarle protagonismo. Se requerirá de él en diferentes
momentos de su desarrollo. Si bien la institución arbitral generalmente es
reconocida en el ámbito de la jurisdicción, hay que decir que su relación no
termina con la mera aceptación del arbitraje. La relación no queda truncada en
su mero reconocimiento. A toda luz, a pesar del espacio, el lugar y la
importancia que ha ganado el arbitraje, es innegable el papel que deberá
desempeñar el poder judicial con respecto a esta institución en diferentes
momentos de su desarrollo.

Por un lado se trata de una relación de apoyo o asistencia y, por otro, de


control en relación con dicha institución. Sin embargo, el vínculo entre el
arbitraje y los tribunales se inicia, paradójicamente, mediante una relación de
exclusión en la que media la facultad de disposición de las partes expresada a
través del convenio arbitral, excluyendo ciertos asuntos de la intervención del
juez y optando por la del árbitro en aquellas materias que resultan arbitrables.
Lo anterior lo apreciamos en el DL 250, cuando en su artículo 15 se pronuncia
sobre la abstención de los tribunales ordinarios en los supuestos de que exista
un acuerdo o convenio arbitral, instante en que además se manifiesta una
relación de control sobre la eficacia y validez del convenio arbitral, conforme
establece el mismo precepto.

La relación de asistencia o de apoyo del tribunal al arbitraje puede verse en


diversos momentos localizados, fundamentalmente, en la práctica de las
pruebas y en cuanto a la sustanciación de medidas cautelares y la ejecución
del laudo. Lo anterior tiene su expresión en el texto del DL 250, cuando en los
Capítulos VIII y IX regula las cuestiones relativas al auxilio judicial y a las
medidas cautelares respectivamente, al hacer alusión a la intervención de los
tribunales de justicia con el fin de ordenar la práctica de pruebas requeridas o
asegurar el desarrollo del arbitraje (art. 33), como la adopción de medidas
cautelares (art. 35).

En algunos momentos la relación de control se consagra a través de la


intervención del juez del lugar del arbitraje, siendo el mejor ejemplo cuando
deba conocer y pronunciarse en cuanto a la anulación del laudo arbitral,
aspecto que igualmente ha sido previsto por el legislador interno a través del
artículo 41 del DL 250, en relación con la regulación que ofrece el DL 241, en
sus artículos 825 al 828. Mientras en otros casos resultará competente un juez
distinto al de la sede arbitral, como es el caso de las solicitudes de
reconocimiento y ejecución del laudo arbitral extranjero. Así lo advertimos tanto
a través del propio texto del DL 250 en su artículo 40, como en las regulaciones
que se incluyen en el Capítulo XII del DL 241, relativo a la ejecución de laudos
arbitrales en sus artículos 820 al 824.

5. Régimen convencional
Siguiendo una cronología en orden a la incorporación del Estado cubano en los
textos internacionales que, de manera general o especial aluden al arbitraje,
vale mencionar al Código de Derecho Internacional Privado o Código
Bustamante, que en su artículo 432, se pronuncia respecto a la ejecución de
sentencias dictadas por tribunales extranjeros, especialmente en su Capítulo I
relativo a la materia civil, que regula el procedimiento para la ejecución y los
efectos de las sentencias extranjeras dictadas en arbitraje o por amigables
componedores.

Siguiendo el orden normativo de carácter convencional, Cuba se incorpora a la


Convención de Nueva York de 1958, sobre reconocimiento y ejecución de
laudos arbitrales extranjeros. El 28 de mayo de 1968 en sesión celebrada por el
Consejo de Ministros de la República de Cuba se acordó la incorporación de
Cuba a la Convención emitiendo su declaración mediante Proclama de fecha 3
de febrero de 1975, en la que se expresa que: “La República de Cuba aplicará
la presente convención al reconocimiento y la ejecución de las sentencias
arbitrales extranjeras dictadas en el territorio de otro Estado contratante.
Respecto a las sentencias arbitrales dictadas en otros Estados no contratantes
aplicará la convención solamente en la extensión que aquellos concedan un
tratamiento recíproco establecido por mutuo acuerdo entre las partes; y
además sólo aplicará la convención a las controversias que surjan de
relaciones jurídicas, sean o no contratantes, que sean consideradas como
comerciales por la legislación cubana”.

De su contenido distinguimos tres aspectos que cualifican su aplicación. En


primer lugar, su atención se confirma en relación con los países que lo han
ratificado, de manera que las autoridades cubanas competentes para otorgar el
reconocimiento de la sentencia arbitral extranjera deberán observar la lista de
los Estados contratantes a la hora de que sea solicitada la ejecución del laudo,
que en la actualidad se ha ampliado con denodada extensión a un número
considerable de países. En segundo lugar se acoge el principio de reciprocidad
que se extiende respecto a las sentencias arbitrales dictadas en Estados no
contratantes, adscribiéndose la aplicación del Convenio solamente en la
medida en que aquellos concedan un tratamiento recíproco establecido por
mutuo acuerdo de las partes.

En tercer orden, Cuba también reserva la aplicación de la norma internacional a


las controversias derivadas de relaciones jurídicas consideradas como
comerciales según sus normas al declarar que su aplicación se limitará
solamente respecto a las controversias que surjan de relaciones jurídicas
consideradas como tales en Cuba, con independencia de que sean o no
contractuales.

Posteriormente Cuba se integra y ratifica el Convenio europeo sobre Arbitraje


Comercial Internacional, adoptado en Ginebra el 21 de abril de 1961. La
incorporación de nuestro país se aprueba por el Consejo de Ministros en sesión
celebrada el 22 de septiembre de 1964, siendo emitida la Proclama
Presidencial de fecha 8 de septiembre de 1965, publicada en la Gaceta Oficial
Extraordinaria No. 18 de 29 de octubre del propio año; en ella se consigna:
“Que se designa a la Cámara de Comercio de la República de Cuba y su
Presidente para que ejerza las funciones encomendadas en virtud del Artículo
IV de ésta Convención”.

Cuba no es signataria de la Convención de Washington de 14 de octubre de


1966, sobre Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones entre Estados y
Nacionales de otros Estados, por la cual se constituyó el Centro Internacional
de Arreglos de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), dados los vínculos
de este Centro con el Banco Mundial. Cuba tampoco es signataria de la
Convención Interamericana sobre Arbitraje Comercial Internacional suscrita en
Panamá el 30 de enero de 1975, creada bajo el auspicio de la Organización de
Estados Americanos (OEA), organismo hemisférico del cual Cuba no forma
parte desde 1962 (DÁVALOS FERNÁNDEZ).

Si bien en su nueva normativa, Cuba no se afilió a la tendencia de clonación


generada por la Ley Modelo sobre Arbitraje Comercial Internacional, aprobada
por la Comisión de Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional
(CNUDMI/UNCITRAL), el 21 de junio de 1985 (Ley Modelo), sí reconoce su
influencia, al igual que la de las normas de arbitraje de la Cámara de Comercio
Internacional con sede en París (Reglamento de la CCI).

6. Tipos de arbitraje recogidos en la normativa arbitral del país

Al referirnos a los tipos de arbitraje, en el orden convencional tendríamos que


volver la mirada a las regulaciones contenidas en la Convención de Ginebra de
1961 sobre Arbitraje Comercial Internacional. En su artículo I, al regular las
cuestiones relativas al campo de aplicación, define al arbitraje tanto como el
arreglo de las controversias mediante árbitros nombrados para cada caso
determinado (arbitraje ad hoc), como también por parte de instituciones
arbitrales permanentes.

En el orden interno, cuando antes nos referíamos al segundo párrafo del


artículo 3 de la LPCALE vigente en Cuba, hicimos referencia, como excepción
al carácter indeclinable de la jurisdicción de los tribunales cubanos, a aquellas
controversias que surjan en el comercio internacional y que se sometan a
cortes arbitrales. Su interpretación podría generar la duda respecto al uso del
término cortes arbitrales en relación con su limitada referencia a la intervención
de instituciones arbitrales existentes, cualquiera que sea su nacionalidad. No
obstante, entendemos que con ello no se restringe a las cortes de arbitraje
institucionales, sino que igualmente podría incluir a los tribunales arbitrales que
se constituyan a partir del acuerdo de las partes y estará integrada por las
personas que éstas acuerden libremente, conforme al procedimiento pactado
en el convenio arbitral. A partir de esta posición es posible sostener el acuerdo
de sumisión a un arbitraje ad hoc en Cuba, a pesar de la ambigua regulación
de este artículo.

Aunque carece de desarrollo teórico y práctico, un sector de la doctrina cubana


considera que las partes pueden pactar reglas de arbitraje ad hoc (DÁVALOS
FERNÁNDEZ), en cuyo caso habría que tomar como referente el Reglamento de
Arbitraje de la CNUDMI/UNCITRAL, aprobado por la Asamblea General de
ONU en 1976. Esta posición podría estar amparada en el reconocimiento que
hace el artículo 820 de la LPCALE a la ejecutividad de los laudos dictados en
proceso arbitral internacional realizado en Cuba, en adición a los laudos de la
Corte. Igual referencia se realiza a los dos tipos de laudos a través del artículo
825 relativo a la acción de nulidad de los laudos arbitrales.

El legislador interno realiza una mención especial a través del artículo 22 del
DL 250, cuando dispone que el tribunal arbitral decide en equidad, si las partes
en el conflicto lo han autorizado expresamente, de lo cual podemos derivar dos
ideas, en primer lugar que prima ante todo el arbitraje de derecho, y en
segundo lugar, que se admite la opción respecto a la actuación de los árbitros
en equidad, aunque dependiendo de la determinación que hagan
expresamente las partes.

7. El convenio arbitral

7.1. Significado y régimen jurídico

El convenio arbitral constituye la pieza esencial de esta jurisdicción, que se


erige en la expresión de la voluntad de las partes, y consiste en someter a
arbitraje la solución de las controversias que surjan en sus relaciones
contractuales. A nuestro juicio en ellas convergen las cualidades básicas para
calificar dicha relación con carácter contractual y como tal no queda ajena a las
cualidades que la tipifican. La anterior afirmación, junto a la ausencia de
regulación especial en la materia, nos conduce a observar, en primer orden, las
normas de derecho común en cuanto a las regulaciones generales sobre
contratos.

Desde esta perspectiva, la regulación del convenio arbitral en Cuba quedará


afectada por los preceptos contenidos en nuestro CC a partir de los artículos
309 y siguientes sobre las obligaciones contractuales. Es innegable que a
través de él se constituye una relación jurídica mediante la cual se expresa la
voluntad y el consentimiento de someter a arbitraje determinadas
controversias, estando presentes los requisitos que convergen en toda relación
contractual.

En segundo lugar, tendríamos que remitirnos a lo que en su caso se ha


dispuesto en los textos internacionales adoptados por el Estado cubano. En
este ámbito debemos atender las regulaciones contenidas en el artículo I,
numeral 2 inciso a) de la Convención de Ginebra de 1961, cuando se pronuncia
respecto al acuerdo o compromiso arbitral, así como el artículo II inciso 2 de la
Convención de Nueva York de 1958 sobre reconocimiento y ejecución de las
sentencias arbitrales extranjeras.

Como tercera referencia normativa no podemos obviar la mención que realiza


el legislador cubano a través de las normas especiales y complementarias
relativas a la Corte Cubana de Arbitraje Comercial Internacional. En primer
lugar, el DL 250, que en sus artículos del 12 al 15 regula cuestiones puntuales
relacionadas con el acuerdo o convenio arbitral, en las que concretamente se
alude a su existencia, como presupuesto para la intervención de la Corte, cual
manifestación de la autonomía de la voluntad, ya sea expresa o tácitamente, y
por disposición de tratados (art. 12). Se incluyen además cuestiones relativas a
la validez del convenio arbitral y su independencia respecto al contrato (art. 13),
así como en relación con los efectos que produce el acuerdo (art. 15).

En materia de inversiones extranjeras, la Ley No. 118/14, en el Capítulo XVII


define el régimen de solución de conflictos en materia de arbitraje. En tal
sentido, a través del artículo 60 en su apartado 1, se admite la posibilidad de
que los socios de la empresa mixta, de la empresa de capital totalmente
extranjero, o las partes en los contratos de asociación económica internacional,
acuerden libremente en sus respectivos documentos constitutivos, la forma en
que se solucionarán los conflictos que puedan surgir entre ellos, cuya
redacción da riendas a la autonomía de la voluntad. Igual posibilidad se admite
en el segundo apartado del propio artículo en relación con los conflictos
surgidos entre uno o más socios extranjeros y la empresa mixta o la empresa
de capital totalmente extranjero a la que aquel o aquellos pertenecen.
7.2. Forma

En sincronía con lo antes apuntado sobre la regulación del convenio arbitral en


Cuba y su naturaleza contractual, y refiriéndonos ahora a la forma que
adoptará dicha relación, debemos atenderla tanto como elemento constitutivo,
de validez o de prueba de dicho acto. Precisamos entonces distinguir, por un
lado, la manera en que toma cuerpo dicha relación y, por otro, las formalidades
que lo cualifican.

Como vía mediante la cual se exterioriza la voluntad de las partes de


someterse al arbitraje, el convenio arbitral podrá ser pactado bien mediante una
cláusula compromisoria respecto a los conflictos que puedan surgir
relacionados con una determinada relación de partes, el que quedará incluido
en un contrato principal, o bien a través de un compromiso en relación con una
controversia ya surgida.

Sobre este punto, la Convención de Nueva York de 1958, en su artículo II.2


dispone que el acuerdo pueda denotar bien una cláusula compromisoria
incluida en un contrato o un compromiso. Por su parte, la Convención de
Ginebra de 1961 establece una diferencia entre aquellas cuando en el artículo
I.2 inciso a) distingue la cláusula compromisoria incluida en un contrato
respecto al compromiso, al que califica como el contrato o compromiso que se
encuentra separado del contrato principal.

Sobre este particular se pronuncia también el legislador patrio en el DL 250, en


su artículo 13, segundo párrafo, al reconocer la existencia del convenio, bien
sea contenido en un contrato, o en un documento aparte en conexión con éste,
lo cual se retoma en las Reglas de Procedimiento de la Corte Cubana de
Arbitraje Comercial Internacional, cuando en su artículo 2 dispone que los
litigios ante dicho órgano podrán ser conocidos por un tribunal arbitral según
acuerden o hayan acordado las partes.

En el análisis de la forma se incluye además el requisito de la escritura


ampliamente regulado, tanto en el derecho autónomo de los sistemas jurídicos
de los diferentes países, como en las normas internacionales. A no dudarlo,
resulta una de las cuestiones a la que se presta especial atención, no
solamente por lo que representa en relación con la validez del acuerdo de
arbitraje, sino también en lo relativo a la eficacia de los laudos extranjeros en el
momento en que se pretenda su eficacia.

En Cuba no encontramos mandato normativo expreso que se pronuncie


respecto a este requisito, ni aun en las regulaciones contenidas en el DL 250.
Puede inferirse cierta aproximación al tema cuando en su artículo 13 se refiere
al convenio arbitral contenido en un contrato o en un documento en conexión
con éste.

No obstante se impone observar lo dispuesto en los textos internacionales. La


Convención de Nueva York de 1958 exige como requisito, que el acuerdo de
arbitraje esté contenido al menos en un canje de cartas o telegramas; mientras
que el Convenio de Ginebra de 1961, establece un sistema más abierto al
admitir que el convenio arbitral pueda estar contenido en un intercambio de
cartas, telegramas o comunicaciones por teleimpresor, aceptando además la
posibilidad de que no conste necesariamente por escrito, en aquellos casos de
relaciones entre Estados cuyas leyes no exijan la forma escrita.

7.3. Efectos del convenio arbitral

Del convenio arbitral deriva para las partes la obligación de someter al arbitraje
la solución de sus controversias, a la par que atribuye a los árbitros la facultad
de juzgarlos, quedando las partes vinculadas por el convenio adoptado, tanto
en la utilización de la vía arbitral como respecto al resultado que se deriva,
configurándose así el efecto positivo de dicha relación.

En un sentido negativo, el vínculo que se materializa a través del convenio


arbitral deberá impedir a los jueces conocer del asunto que ha sido sometido a
un proceso arbitral, excluyendo determinadas materias sometidas al arbitraje,
lo cual podría derivar también a partir de una disposición legal, o por la
existencia de acuerdos internacionales que así lo establezcan.
En este punto requerimos igualmente volver la mirada a los aspectos antes
abordados al analizar el artículo 15 del DL 250, cuando preceptivamente se
dispone la actuación de los tribunales de la jurisdicción ordinaria, debiendo
abstenerse de conocer aquellos asuntos respecto a los cuales exista un
acuerdo o convenio arbitral, a tono con el precitado artículo 3 de la LPCALE.

Ambas regulaciones contenidas en el Derecho interno, se entonan con las


normas convencionales ratificadas por Cuba en materia de arbitraje. El
Convenio de Nueva York de 1958 dispuso en su artículo II. 3 que el tribunal de
uno de los Estados contratantes al que se someta un litigio respecto del cual
las partes hayan concluido un acuerdo arbitral que cumpla las exigencias
estipuladas en el Convenio remitirá a las partes al arbitraje, a instancia de una
de ellas, a menos que compruebe que dicho acuerdo es nulo, ineficaz o
inaplicable, admitiéndose el efecto negativo del convenio arbitral en el sentido
de sustraer el asunto del conocimiento de los tribunales de los Estados.
Paralelamente la cuestión es incluida en el Convenio de Ginebra de 1961,
sobre arbitraje comercial internacional en su artículo VI, al disponer sobre la
incompetencia de los tribunales judiciales estatales.

Cualquiera que sea la vía por la cual se establezca la jurisdicción arbitral es


claro que estaremos en presencia de una excepción de arbitraje. Esto supone
una exclusión del ejercicio de la potestad jurisdiccional sobre la controversia
sometida a la vía del arbitraje.

7.4. Incorporación por referencia de un convenio arbitral

El DL 250 en su artículo 13, segundo párrafo, al pronunciarse sobre la


existencia del convenio arbitral, incorpora lo que a nuestro juicio configura un
convenio arbitral por referencia, cuando se alude a aquel contenido en un
documento aparte en conexión con este, indicando su relación respecto al
contrato en el que se inserta o al que se vincula el convenio. Entendemos que
dicha conexión, puede partir precisamente de la propia remisión que se haga.
La redacción del precepto, si bien puede resultar de gran utilidad al abrir un
abanico de posibilidades en términos tan amplios que podría incluir una
pluralidad de opciones documentales, podría también resultar especialmente
peligrosa, por lo que debemos tomar cierta cautela en su interpretación y
aplicación.

7.5. Separabilidad del convenio arbitral

La separabilidad del pacto de sumisión deriva del carácter autónomo e


independiente que se le atribuye al convenio arbitral; éste es un aspecto que
se incorpora en la norma sobre la Corte Cubana de Arbitraje Comercial
Internacional a través del segundo párrafo del artículo 13 del DL 250, que
instituye que la existencia de un acuerdo arbitral contenido en un contrato, o en
documento aparte en conexión con éste, se considera de manera
independiente de las restantes cláusulas de dicho contrato, y la validez de la
cláusula no se verá afectada por las razones que puedan afectar la validez del
contrato.

A su tenor, la autonomía del convenio se dibuja en el precepto en un marco


eminentemente contractual, en tanto presupone la existencia de un convenio
arbitral vinculado a una relación jurídica de carácter contractual; sin embargo,
se omite la posibilidad de que el mismo esté conectado a una relación de
carácter de tipo extracontractual, opción asentida en la propia norma en su
artículo 9, cuando se extiende el ámbito jurisdiccional de la Corte para conocer
y resolver las controversias, tanto de carácter contractual como
extracontractual de tipo internacional. En consecuencia, no en todos los
supuestos existirá un contrato y, por tanto, la independencia del convenio no
se deberá plantear exclusivamente en función de este, sino en un sentido
mucho más amplio que incluya ambas posibilidades.

Es oportuno prevenir sobre otro aspecto constatable en el mismo precepto. Si


bien el legislador primeramente alude al acuerdo arbitral contenido en un
contrato, o en documento aparte en conexión con éste, entendiendo con ello la
distinción tanto de una cláusula arbitral insertada en el contrato como un
documento distinto aunque conectada a aquel, posteriormente, en su propia
letra restringe su aplicación solamente en relación con la cláusula, al decir que
la validez de la cláusula no se verá afectada por las razones que puedan
afectar la validez del contrato.

7.6. Validez del convenio arbitral

Hemos apuntado que toda referencia al arbitraje, aun siendo dispersa en


distintos cuerpos legales vigentes en Cuba, se hace respecto al arbitraje
comercial internacional; visto así tanto en las normas internacionales
mencionadas, como incorporadas igualmente en la base de la regulación del
DL 250, relativo a la Corte Cubana de Arbitraje Comercial Internacional y sus
complementarias.

En atención a ello y desde una perspectiva general, debemos tener presente


varios aspectos de los cuales se hace depender. En primer orden resulta
imprescindible observar las exigencias que debe reunir la exteriorización de la
voluntad de las partes en aras de comprometerse, en sincronía con los
requerimientos para la concertación de toda relación contractual. Por tanto, en
este punto la primera observación parte de la atención a las normas de derecho
común a las que nos adscribimos al considerar la naturaleza contractual que
subyace de esta relación.

Otro elemento a tener en cuenta cuando se trata de arbitraje internacional está


relacionado con su validez a tono con la ley que resulta aplicable. Sin embargo,
el DL 250 no se pronuncia directamente respecto este particular y, por tanto, no
se vincula al mecanismo conflictual, lo que a nuestro juicio facilita argumentar
el hecho de que tratándose de un convenio arbitral en el marco del arbitraje
internacional, convergen en él diversas cuestiones afectadas por normas
diferentes, de manera que no podríamos hablar de un único ordenamiento
jurídico, sino de una pluralidad de ellos que entrarán a regir tanto el objeto,
enmarcado en nuestro caso en relación con la arbitrabilidad de la controversia
(ratione materiae), a los sujetos, relativo esencialmente a cuestiones de
capacidad, así como a la forma y al fondo, siendo esta última la única prevista
expresamente por el legislador a través del artículo 29 y 30 de la norma.

Siguiendo el contenido del propio DL 250 en su artículo 15, se atribuye a las


partes la posibilidad de alegar las cuestiones que podrían derivar en la nulidad,
ineficacia e inaplicabilidad del convenio. Lo anterior se denota al disponer que
los tribunales ordinarios se abstengan de conocer los asuntos respecto a los
cuales exista un convenio arbitral por el cual se someta al arbitraje, salvo que
estime, a instancia de parte, que dicho acuerdo o convenio es nulo, ineficaz e
inaplicable.

La utilización de algunos términos incluidos en el precepto que comentamos


muestra cierta proximidad con similar pronunciamiento contenido en el artículo
II, numeral 3, del Convenio de Nueva York de 1958. Más, su contenido y
alcance se distingue por determinados matices incluidos en la redacción de la
norma interna, que podrían resultar imperceptibles.

Según la Convención, corresponderá a una de las partes requerir al tribunal


para que remita el asunto al arbitraje, ante la existencia de un acuerdo
compromisorio, al disponer que el tribunal al que se someta el litigio, respecto
al cual exista un acuerdo arbitral, remitirá a las partes al arbitraje, a instancia de
una de ellas, a menos que compruebe que dicho acuerdo es nulo, ineficaz o
inaplicable.

Ambas normas admiten la posibilidad en cuanto al pronunciamiento a la validez


del convenio arbitral, utilizando calificativos como nulo, ineficaz, inaplicable. Sin
embargo, el simple cambio de una conjunción entre dichos términos modifica el
significado y las consecuencias de su regulación de una y otra norma. En la
Convención de Nueva York, el legislador internacional se refiere a que el
acuerdo pueda resultar nulo, ineficaz o inaplicable, en un sentido alternativo
que permite calificarlo de una u otra forma según la comprobación hecha por el
tribunal al evaluar su validez, teniendo cada uno de ellos significados y
consecuencias diferentes.
Por su parte, en el DL 250 la validez del convenio se supedita a la estimación
que en su caso realice el tribunal ordinario en el entendido que el mismo resulte
nulo, ineficaz e inaplicable. Según su letra, significa que deberán configurarse
cada una de ellas de manera concurrentes y no alternativas, para que se afecte
la validez del convenio y consecuentemente no proceda dicha abstención. La
indistinta calificación de cada uno de ellos no configurará la excepción para
dicha abstención, quedando a instancia de parte probar cada uno de tales
supuestos.

8. Arbitrabilidad de la disputa sometida a arbitraje

La arbitrabilidad constituye un presupuesto de suma importancia y la puerta de


entrada para la existencia del arbitraje, convirtiéndose en el termómetro para
determinar la aptitud de una controversia para que se someta a un
procedimiento arbitral, como también un requisito esencial para la validez del
convenio arbitral.

Sin ánimo de ser reiterativos, afrontando la necesidad de volver sobre aspectos


puntuales recogidos en preceptos ya enunciados, nos permitimos traer
nuevamente a colación, respecto al ordenamiento interno, los artículos 3
segundo párrafo y 739 ambos de la LPCALE, y el DL 250. En el ámbito
convencional está por un lado, la declaración hecha por Cuba al ratificar el
Convenio de Nueva York de 1958 sobre reconocimiento y ejecución de
sentencias arbitrales extranjeras, extendiendo la aplicación de sus normas a las
controversias que surjan de relaciones jurídicas (...) que sean consideradas
como comerciales por la legislación cubana; por otro lado, el Convenio Europeo
sobre Arbitraje Comercial Internacional de 1961, ratificado por nuestro país, en
cuanto a la determinación de su campo de aplicación, se extiende a los
acuerdos o compromisos de arbitraje concertados para solventar controversias
surgidas, o por surgir, de operaciones de comercio internacional.
A la vista de las anteriores regulaciones cabe una nota particular en la que
convergen cada una de dichas regulaciones, al perpetuarse en ellas el carácter
comercial de las controversias que se suscitan en las relaciones
internacionales y que podrían someterse a la vía del arbitraje, supuestos que
propician cierta aproximación a la arbitrabilidad de las controversias. Pero tal
determinación encierra un nuevo problema conceptual, dada la indeterminación
en el orden interno de las cuestiones que podrían resultar tributarias de dicho
carácter.

Un acercamiento a la materia podríamos encontrarla parcialmente a través del


artículo 10 del DL 250, cuando dispone que se considera como litigio
internacional aquel en el cual el establecimiento, o la residencia habitual de las
partes, se encuentra en países diferentes, o que aun teniendo su domicilio en
un mismo Estado, se trate de personas naturales o jurídicas de ciudadanía o
nacionalidad diferente, o que el lugar de concertación de la obligación o su
cumplimiento, lo es un Estado diferente, aunque relativo al carácter comercial
solo refiere a los litigios surgidos en el ámbito de los negocios, denominación
que requeriría una delimitación especial en relación con el que reiteradamente
se emplea en las normativas mencionadas.

Su contenido contrasta con similar pronunciamiento contenido en el artículo 1


de los Estatutos de la Corte, regulado en la Resolución 11 de 13 de septiembre
de 2007, cuando al referirse a la competencia del referido órgano, dispone que
conocerá y resolverá los litigios de carácter comercial internacional,
comprendidos los surgidos en el territorio nacional entre empresas mixtas, o de
capital totalmente extranjero, en sus relaciones entre sí o con personas
jurídicas o naturales cubanas, así como entre las partes de otras formas de
negocios conjuntos con participación de capital extranjero, cuya divergencia no
solamente se suscribe en la referencia al carácter comercial, siendo el
empleado por el DL 250, sino también y lo que a nuestro juicio resulta más
notable, la manera en que aparece limitado el alcance de la competencia de la
Corte.
A pesar de lo antes dicho, no podríamos aseverar que estemos ante una
formulación expresa y definitiva del criterio de arbitrabilidad, aunque el análisis
permita cierta aproximación interpretativa sobre la materia. Así, por ejemplo,
cuando el legislador interno en el artículo 825 del DL 241, define las causas por
las cuales es posible solicitar la nulidad del laudo arbitral, en su inciso d) hace
referencia a que el laudo podría anularse cuando se refiera a una controversia
que no pueda ser objeto de acuerdo arbitral, lo que hace pensar en la causal
de no arbitrabilidad de la diferencia, cuya relevancia obligaba a una formulación
clara y no susceptible a confusiones interpretativas.

Lo más aconsejable es que la ley consigne con toda claridad y precisión


aquellas materias que el Estado no permitirá que sean objeto de arbitraje,
porque sobre ella recae la jurisdicción ordinaria de forma imperativa, con las
características de dichas normas aquí explicadas.

Es el caso de la solución de la disolución y liquidación de empresas mixtas y


otras formas organizativas del capital extranjero en Cuba, que el legislador no
quiere que puedan ser objeto de pacto arbitral, así lo define en la propia Ley de
la Inversión:

ARTÍCULO 60.- (…)


3.-Los conflictos surgidos con motivo de la inactividad de los órganos de
gobierno de las modalidades de inversión extranjera previstas en la Ley, así
como de la disolución o terminación y liquidación de estas, serán resueltos en
todos los casos por la Sala de lo Económico del Tribunal Provincial Popular que
corresponda.

9. Los árbitros

9.1. Número y nacionalidad de los árbitros

Como hemos expuesto reiteradamente el arbitraje comercial internacional en


Cuba es administrado por la Corte Cubana de Arbitraje Comercial
Internacional, que está integrada por 21 profesionales de reconocido prestigio y
experiencia en las ciencias jurídicas, en la esfera de las relaciones comerciales
internacionales y demás especialidades necesarias para la solución de los
litigios, nombrados por el Presidente de la Cámara de Comercio para un
período de dos años, que puede ser prorrogable.

La norma nada dice sobre la nacionalidad de los árbitros, pero la práctica de la


Corte en sus más de 40 años es que sean cubanos. No obstante, el artículo 16
de los Estatutos de la Corte dispone que el Colegio Arbitral pueda acordar
conferir la condición de miembro de honor de la Corte a profesionales
extranjeros de reconocido prestigio, aunque se trata de una distinción
honorífica ajena al desempeño de funciones específicas en el conocimiento y
solución de controversias.

Para la solución de los asuntos que se presenten a su conocimiento, el tribunal


arbitral podrá integrarse por uno o tres árbitros, según lo acuerden las partes, o
se derive de algún tratado internacional. En la demanda las deben proponer
(nominar) al árbitro que interesan conforme el tribunal o dejar que sea el
Presidente de la Corte quien lo designe (art. 12.j); la práctica general es que las
partes hagan la nominación en sus escritos polémicos. A falta de acuerdo entre
las partes sobre el número de árbitros que deben integrar el panel arbitral,
actuarán tres (art. 2), con lo que se siguió la fórmula del artículo 10 de la Ley
Modelo, conforme a las sugerencias que en tal sentido había formulado la
doctrina cubana precedente (DÁVALOS FERNÁNDEZ).

Si no se hubiera acordado previamente, las partes, en sus escritos de demanda


y contestación, propondrán a los árbitros; estos, una vez aceptada la
nominación, designarán al presidente del tribunal (art. 3 de las Reglas de
Procedimiento). El presidente del tribunal arbitral podrá ser nombrado también
por el Presidente de la Corte de Arbitraje. La normativa cubana no concibe la
intervención de los tribunales ordinarios en el proceso de nombramiento de los
árbitros y conformación del tribunal arbitral.

10. Control de la competencia por los árbitros

El DL 250 dispone que la competencia de dicho órgano se extienda a todos los


litigios contractuales o extracontractuales relativos al comercio internacional.
Para calificar el carácter internacional de un conflicto se acoge a la formulación
contenida en el apartado 3 del artículo 1 de la Ley Modelo, y adiciona los
diferendos que se puedan producir entre las empresas mixtas o de capital
totalmente extranjeros, constituidas en Cuba en sus relaciones entre sí o con
entidades cubanas, así como por las partes de los contratos de asociación
económica internacional, u otras formas de negocios conjuntos con
participación de capital extranjero, amparados todos en la Ley de la Inversión
Extranjera.

A pesar de la temprana incorporación de Cuba a la Convención de Ginebra de


1961, que en su artículo V consagró el principio de autocontrol de la
competencia por el tribunal arbitral, la normativa precedente obvió su
regulación, y no fue hasta la promulgación del Decreto-Ley de la Corte Cubana,
que en su artículo 13 dio cabida a la regla conocida por el termino alemán
Kompetenz-Kompetenz, pudiendo resolver sobre su propia competencia.

La falta de jurisdicción de la Corte podrá ser planteada por la parte demandada


dentro del plazo concedido para contestar la demanda, lo que paraliza la
sustanciación del asunto hasta que el incidente sea resuelto por el Presidente
de la Corte.

11. Honorarios

Es tradición en el arbitraje que los árbitros reciben honorarios por su labor, la


que está en correspondencia con el monto económico de la reclamación.

En el arbitraje que es administrado por instituciones, las partes deben pagar


determinadas cantidades, igualmente vinculadas al monto de la reclamación,
las que se denominan derechos de arbitraje, que se utilizan para cubrir los
gastos del arbitraje y pagar los honorarios de los árbitros. Los gastos de
arbitraje que deben cubrir la parte demandante al momento de presentar el
asunto y la demandada al momento de contestar, están regulados en la
Resolución No. 19/2007.
Desde la constitución en 1965, de la Corte de Arbitraje cubana, se estableció
como regla su carácter honorífico, por lo que sus árbitros no reciben
remuneración en razón de su labor; tradición que se reiteró en todas las
normas arbitrales y que se ratificó nuevamente en el artículo 5 de los Estatutos
de la Corte, regulada en la Resolución 11 de 2007 del Presidente de la Cámara
de Comercio.

Las normas arbitrales cubanas no contienen una formulación relativa a la


responsabilidad de los árbitros y subsidiariamente de la entidad administradora
del arbitraje; por los daños y perjuicios que causaren a las partes por mala fe,
temeridad o dolo. Ante situaciones de esta naturaleza habría que acudir a las
normas generales del CC sobre indemnización de daños y perjuicios
provocados por actos ilícitos.

12. El procedimiento arbitral

12.1. Principios generales

El artículo 23 del DL 250 dispone que para el conocimiento y solución de los


asuntos sometidos a la Corte Cubana de Arbitraje Comercial Internacional, se
aplican las Reglas de Procedimiento aprobadas por el Presidente de la Cámara
de Comercio. Las partes pueden acordar de mutuo acuerdo un acomodo del
procedimiento establecido, ya sea reduciendo los plazos y trámites, aviniéndolo
a un procedimiento abreviado, o alargando los plazos procesales cuando el
asunto lo amerite.

La decisión de tramitar el asunto por la vía del abreviado es atributo del propio
tribunal arbitral, mientras que la de prolongar los plazos requiere de la
aprobación del Presidente de la Corte; decisión que carece de sentido práctico
y que se aleja de la primacía a la autonomía de la voluntad que caracteriza al
arbitraje, amén de ir en contra de la lógica. Cuando se acortan los plazos se
puede entender que se disminuye el contradictorio, no así cuando las partes
disponen de plazos más extendidos en cuyo caso se puede entender que se
amplían las posibilidades de defensa. No es muy razonable entonces que la
solución por la vía del abreviado pueda adoptarse autónomamente por las
partes y el tribunal arbitral, mientras que el alargamiento de los plazos requiera
de la autorización del Presidente de la Corte.

Siguiendo lo que es práctica en la aplicación de la normativa cubana sobre


arbitraje, así como en otros órdenes procesales, el artículo 26 del DL 250,
dispone la supletoriedad de la Ley de Procedimiento Civil en la interpretación y
aplicación del procedimiento arbitral.

Las Reglas de Procedimiento acogen lo que son principios prevalecientes del


arbitraje comercial internacional, entre ellos la celeridad, la especialidad de los
árbitros, la confidencialidad y la flexibilidad de las formas y plazos procesales,
entre otros.

12.2. Desarrollo del procedimiento arbitral

Es notoria la influencia que se percibe del Reglamento de Arbitraje de la CCI en


las Reglas de Procedimiento cubana. Una de ellas es la definición del inicio del
procedimiento arbitral a partir de la fecha de presentación de la demanda ante
la Corte, así como las exigencias formales del escrito de demanda contenidas
en el artículo 12 de las Reglas de Procedimiento, las cuales guardan relación
con la formulación que en este sentido se contienen en el referido Reglamento
de Arbitraje de la CCI, al detallar los particulares que se deben incluir en la
demanda de arbitraje, a lo que la norma cubana adiciona que conjuntamente
con la demanda deben proponerse también las pruebas de que intente valerse,
así como la solicitud de alguna medida cautelar, en caso de pretenderla.

Sobre la forma de comparecencia de las partes en el procedimiento arbitral, las


Reglas de Procedimiento se pronuncian por dejar clara la diferencia que existe
respecto a la postulación en la jurisdicción ordinaria. En tal sentido se dispone
que las partes podrán comparecer por su propio derecho o representadas,
incluida la representación a través de abogado.
En la nueva regulación sobre este tema, contenida en el artículo 8 de las
Reglas de Procedimiento se eliminó, tal vez por obvia, una formulación
contenida en la derogada Ley 1303/76 que a nuestro modo de ver resultaba de
mucha utilidad en un escenario jurídico como el cubano. En su artículo 11 se
dejaba claro que el representante designado por las partes no tenía que ser
cubano ni ostentar la condición de abogado.

Con el propósito de fijar los puntos esenciales sobre los que se concentraría la
actuación del tribunal arbitral, la fórmula acogida por el legislador ha sido
establecer una comparecencia de las partes ante el tribunal arbitral, a la que le
denominó audiencia preliminar (art. 20), cuya convocatoria puede ser
postergada, si el tribunal lo decide o las partes lo solicitan. Su cometido es
precisar el objeto del proceso, categoría típica de la doctrina procesal judicial,
cuya interpretación en este supuesto se define como el contenido esencial de
los puntos controvertidos derivado de las alegaciones de las partes. En la
Audiencia Preliminar el tribunal arbitral podrá interesar de las partes que
aporten medios de pruebas adicionales a los que originalmente acompañaron a
la demanda y la contestación.

El otro gran cometido que tiene la Audiencia Preliminar es propiciar la


conciliación, lo cual tiene lugar cuando las partes lo acuerdan mutuamente, o
cuando el tribunal decide proponerlo de oficio. Se trata de una conciliación que
adopta una naturaleza intraprocesal, pues tiene lugar una vez que el
procedimiento arbitral se encuentra en curso. Se diferencia de la conciliación
previa a que hace mención el artículo 24 del DL 250.

12.3. Las pruebas en el procedimiento arbitral

En el procedimiento arbitral se identifican dos momentos para la aportación de


las pruebas y uno para su práctica. Las pruebas deben proponerse por las
partes en sus escritos de demanda y contestación y eventual reconvención.
Esto constituye el medio ordinario en el curso del procedimiento. El segundo
momento, al que le conferimos carácter excepcional, se puede producir en la
audiencia preliminar, a partir de la facultad reconocida al tribunal para que
requiera a las partes a fin de que incorporen pruebas adicionales que propicien
una mejor decisión del caso. Lo anterior se reitera en el artículo 24 de las
Reglas de Procedimiento, como una atribución que podrán ejercer los árbitros
en cualquier estado del procedimiento. Este activismo del tribunal arbitral es
otra clara influencia del Reglamento de la CCI en las normas cubanas, que en
su artículo 20.5 dispone que en todo momento durante el proceso arbitral, el
Tribunal Arbitral podrá requerir a cualquiera de las partes para que aporte
pruebas adicionales.

La práctica de las pruebas en el procedimiento arbitral tiene lugar en el acto de


la vista, regulado en los artículos 26 al 33 de las Reglas de Arbitraje. Cuando
se presenten dificultades en la obtención o práctica de alguna prueba, el
tribunal arbitral podrá recabar el auxilio de los tribunales ordinarios, aunque la
norma es omisa sobre el alcance de este auxilio.

En materia de medios de pruebas rige la supletoriedad del ordenamiento


procesal civil a que se pliega el artículo 26 del DL 250, pues las Reglas de
Procedimiento no se pronuncian sobre los medios de pruebas admisibles en el
arbitraje.

El procedimiento arbitral introduce una novedad, que representa un rara avis en


sede arbitral, siendo el pronunciamiento contenido en el artículo 24 de las
Reglas de Procedimiento, relativo a que cuando el extremo a acreditar lo haga
aconsejable o necesario, el tribunal podrá invertir la carga de la prueba,
produciéndose una inversión de los roles probatorios. Esta es una regla que se
utiliza fundamentalmente por los tribunales ordinarios en determinadas
materias, como las relativas al derecho de los consumidores o en temas
medioambientales, pero que no es común en sede arbitral.

13. Adopción de medidas cautelares por los árbitros

Otra importante novedad contenida en las normas que regulan la Corte Cubana
lo constituye la incorporación de la posibilidad de adoptar medidas cautelares
en el procedimiento arbitral, aunque su regulación se erige a partir de
diferentes artículos insertados en diversas normas (COBO ROURA). No obstante
al merecido elogio, la regulación no está exenta de dificultades interpretativas.

La puerta de entrada al tema quedó abierta con la promulgación del DL 241,


cuando en el artículo 799 y 800 se dispuso que el actor en un proceso de
arbitraje en la Corte cubana de Arbitraje puede solicitar de la Sala de lo
Económico del Tribunal Provincial del domicilio del demandado, la adopción de
una medida cautelar. La primera dificultad práctica que se presenta es que
como la sede de la Corte se localiza en La Habana, al conceder la competencia
para la adopción de la medida cautelar al tribunal del domicilio del demandado,
cuando éste tenga su residencia en una provincia alejada de la capital del país,
convierte en extremadamente engorroso el vínculo entre el tribunal que adopta
la medida y el tribunal arbitral donde se desarrollará el procedimiento, de cara
al mantenimiento, variabilidad o terminación de la medida impuesta.

Aunque la norma no lo dice expresamente, advertimos como requisitos para


que un tribunal provincial disponga la adopción de una medida cautelar en un
procedimiento arbitral, los mismos presupuestos que se establecen para su
adopción en el proceso económico, a saber el fumus boni iuris y el periculum in
mora que exigen el artículo 804; la eventual prestación de una contracautela o
fianza por quien solicita la medida, que potestativamente puede disponer el
tribunal según establece el artículo 802; el proceder de forma contradictoria y
dar traslado a la otra parte, como regla general, pero concibiendo la posibilidad
de adoptar la medida cautelar in audita altera pars, cuando la urgencia del caso
lo requiera (art. 805); la variabilidad de la medida cautelar impuesta cuando
cambian las condiciones que propiciaron su adopción (art. 806); el requisito de
interponer la demanda en un plazo de 30 días so pena de cese de la medida
(art. 801); así como el mantenimiento de la medida cautelar una vez culminado
el proceso, a fin de garantizar la ejecución del fallo (art. 806). Existe el criterio
de que algunos tribunales elevan el baremo de los presupuestos cuando la
medida cautelar es de apoyo al arbitraje (SAN MIGUEL GIRALT).
El segundo nicho regulatorio del régimen cautelar del arbitraje viene de la mano
de las propias normas de la materia; en primer lugar del DL 250 y las Reglas de
Procedimiento, aunque hay que significar que las expectativas que abrió la
creación del régimen cautelar a partir del proceso económico, se disipan ante la
insuficiente regulación que recibió el tema en las normas arbitrales específicas.

El DL 250 facultó al tribunal arbitral para adoptar directamente medidas


cautelares, pero sólo cuando éstas recaigan sobre bienes que se encuentren
en posesión de las partes o referidas a su actividad; expresión que, por su
vaguedad, provoca más sombras que luces en su interpretación. Bajo esta
preceptiva existe la opinión de que un tribunal arbitral no puede disponer el
embargo de cuentas bancarias o la anotación preventiva en un Registro
Público.

La pregunta sería entonces cómo proceder cuando la medida cautelar que se


necesita está fuera de las facultades conferidas a los árbitros. La respuesta
más coherente podría ser que la medida fuera solicitada al tribunal arbitral y
este pidiera el auxilio del órgano judicial. Pero las normas cubanas no ofrecen
mayor claridad sobre el tema. Tal parece que en todos los casos en que el
tribunal arbitral no tiene facultades para disponer la medida cautelar, el
interesado debe interesarla directamente al órgano judicial.

La regla fundamental en cuanto al arbitraje es su carencia de imperium y,


consecuentemente, las medidas a adoptar no pueden exceder el ámbito de lo
privado de las propias partes sometidas al conflicto o de los mecanismos de
esa Corte, (algún boletín, una derivación a mediación u otra). De manera que
puede disponer una actuación o una abstención de conducta de parte, pero no
puede disponer, por ejemplo, una anotación en registro o un embargo de
cuenta bancaria, porque concierne a terceros, que, en virtud de mandato
constitucional, se someten a los tribunales judiciales, pero no a los árbitros.
Esto es algo que quienes escogen la vía arbitral, en razón de su carácter
privado deben conocer, y en consecuencia no pueden pedir lo que no les
puede ser concedido, pues se trata de una imposibilidad de ley.

Finalmente, no encontramos pronunciamiento expreso en las normas de


arbitraje sobre la posibilidad de que los órganos judiciales cubanos puedan
adoptar medidas cautelares en auxilio de un procedimiento arbitral que se
desarrolle fuera de Cuba, toda vez que el régimen cautelar que se inició con la
promulgación del DL 241, que regula el proceso económico, se concentra en el
apoyo a la actividad de arbitraje que administra la Corte Cubana de Arbitraje
Comercial Internacional (SAN MIGUEL GIRALT).

14. Terminación anormal del arbitraje

Según las Reglas de Procedimiento (art. 36), el arbitraje iniciado ante la Corte
puede terminar de forma anómala en varios supuestos, a saber, por
desistimiento de la parte demandante, por la falta de presupuestos para que el
tribunal pueda conocer y fallar el asunto cuando el procedimiento se paraliza
por más de tres meses, por inactividad de la parte demandante y cuando la
parte demandada no subsana los defectos que el tribunal le señala a la
demanda al momento de su presentación.

La norma cubana es parca en la regulación de este tema, pues nada dice


respecto al proceder de la parte demandada ante el desistimiento, carencia que
se extiende en relación con los efectos que tiene esta forma de culminar el
procedimiento, de cara a la supervivencia del convenio arbitral y con ello la
posibilidad de reanudar en otro momento el litigio, teniendo en cuenta que no
logró un pronunciamiento sobre el fondo. En fin, se trata de una norma
requerida de un amplio desarrollo interpretativo.

15. Las resoluciones arbitrales


El DL 250 regula las formas de manifestarse el tribunal arbitral, a través de tres
tipos fundamentales de resoluciones: el laudo, el auto y la ordenanza procesal.

Las ordenanzas procesales son resoluciones de impulso procesal, relativas


exclusivamente a la tramitación del expediente (art. 36), las que a partir de la
práctica cubana guardan cierta relación en cuanto a forma y contenido, con las
providencias que se dictan por los tribunales de la jurisdicción ordinaria.

Por su parte, los autos son resoluciones de un amplio espectro; que tienen
como elemento identificador común que no resuelven el fondo del asunto.
Mediante este se dispone la terminación del procedimiento en los casos de
culminación anómala a que se hizo referencia en el epígrafe precedente.
Adquieren también la forma de autos las aclaraciones o subsanaciones que el
tribunal hace del laudo.

Si alguna de las partes solicita una aclaración del laudo o la enmienda de un


error cometido, el tribunal podrá disponerlo por auto; se le denomina auto
aclaratorio, si el cometido es esclarecer algún aspecto oscuro del laudo, o auto
de subsanación, si la misión es enmendar algún error cometido en la redacción
del laudo (art. 39 DL 250).

15.1. El laudo arbitral

El laudo arbitral es la más importante de las resoluciones del tribunal arbitral y


su cometido es poner fin al procedimiento al resolver los puntos de la
controversia, ya sea porque el tribunal dirime el conflicto o porque se logra la
conciliación entre las partes y se aprueba la transacción.

En la normativa cubana se mencionan tres tipos de laudos: el laudo (definitivo),


el laudo interlocutorio o provisional y el laudo complementario. El laudo
complementario, como su nombre lo indica, tiene por cometido complementar
el pronunciamiento hecho por el tribunal cuando faltó algún aspecto por
resolver de las pretensiones de las partes. No se puede confundir, como ocurre
con frecuencia en la práctica arbitral cubana, con los autos aclaratorios, en los
que el cometido es sólo esclarecedor; mientras que el propósito del laudo
complementario es resolver cuestiones que se olvidaron por el tribunal en el
laudo originario, lo cual no tiene parangón en la actuación de los tribunales
ordinarios.

El denominado laudo interlocutorio o provisional a que hace mención el DL 250,


no tiene un desarrollo posterior en las Reglas de Procedimiento. Consideramos
que se trata de otra de las influencias del Reglamento de Arbitraje de la CCI,
que en su artículo 2 hace la distinción entre laudo interlocutorio, parcial y final.
Tampoco resulta clara la utilidad que puede tener el laudo interlocutorio en el
procedimiento arbitral cubano, teniendo en cuanta la existencia de los autos.

Las Reglas de Procedimiento siguen lo que es tradición internacional en esta


materia; la de no revestir al laudo de demasiadas exigencias formales. En tal
sentido lo define como un documento sencillo; no obstante, se señalan algunos
puntos que debe contener, relativos a la identificación de las partes, sus
generales, los árbitros, de ellos quien actuó como ponente del laudo, los
hechos, pretensiones, las pruebas practicadas y su valoración, fundamentación
jurídica de la decisión, fallo, etc.

16. La ley aplicable al fondo de la disputa

En materia de ley aplicable al fondo de la controversia, tratándose del arbitraje


de derecho en Cuba, tendríamos que distinguir entre dos tipos de conflictos. En
el caso de los conflictos que surjan entre actores nacionales y extranjeros o
entre estos últimos, constituidos en Cuba conforme a la normativa nacional,
empresas mixtas, contratos de asociación económica internacional o empresas
de capital totalmente extranjero, no opera la autonomía de la voluntad como
regla en cuanto al derecho aplicable, toda vez que el artículo 29 del DL 250
dispone que para estos casos la ley aplicable será la cubana.

Para el resto de los conflictos que califiquen como internacionales rige el


principio de la autonomía de la voluntad de las partes en la selección del
derecho aplicable. En defecto de elección rige la norma que prevé la regla
subsidiaria que remite a las normas de Derecho internacional privado del lugar
del foro, así como los usos y principios del comercio internacional; un claro
reconocimiento a la lex mercatoria, particular de evidente novedad que no fue
incluida en la legislación derogada, razón por la cual su aplicación había que
construirla a partir de la referencia al valor supletorio que de los usos del
comercio hace el artículo 2 del Código de Comercio (DÁVALOS FERNÁNDEZ).

17. Acción de nulidad del laudo arbitral

17.1. Naturaleza y procedimiento

La regla general del arbitraje es que los laudos no son recurribles, lo que evita
la prolongación de los procedimientos y constituye uno de los principios
esenciales de esta vía de solución de controversias, que es la celeridad.

La normativa cubana consagra el principio de irrecurribilidad de los laudos


arbitrales, pero franquea una acción de nulidad contenida en la LPCALE a
partir de la modificación introducida por el DL 241, cuyo tratamiento se basó en
la regla universalmente reconocida de que la competencia para conocer de la
nulidad de los laudos corresponde al país sede del arbitraje. Al definir la
competencia de la Sala de lo Económico del TSP, en su artículo 825, incluye su
intervención para conocer las solicitudes de nulidad de los laudos que dicte la
Corte cubana o derivados de arbitraje internacional celebrado en Cuba, la que
debe ejercitarse dentro de los diez días posteriores a la notificación del laudo a
las partes.
La interposición de la acción de nulidad puede producir el efecto suspensivo del
cumplimiento del laudo, si así se solicita, para lo cual el tribunal puede exigir el
pago de una cautela. El camino se cierra con la sentencia que dicta la Sala del
TSP, cuya decisión, estimatoria o desestimatoria, no admite cuestionamiento
posterior, ya que contra la misma no cabe recurso alguno, ni es susceptible del
procedimiento especial de Revisión.

La normativa relativa a la Corte Cubana es omisa sobre la forma de tramitar el


proceso de nulidad del laudo. Nada se dice sobre el contenido de la
promoción, sobre la bilateralidad del debate, posibilidad de aportación de
pruebas, entre otras. Se trata de una norma procesal atípica, que reconoce la
procedencia de la acción y el tribunal competente, pero no las vías
procedimentales por la que debe transitar la pretensión anulatoria.

17.2. Motivos por los que procede la nulidad del laudo

Con anterioridad a la promulgación del DL 241, no se encontraba regulada la


acción de nulidad del laudo arbitral, por lo que el criterio que prevalecía era el
de aplicar lo regulado en las Convenciones de New York 1958 y de Ginebra
1961, ya que al ser Cuba signataria de las mismas, forman parte del derecho
interno cubano.

Con la puesta en vigor de la referida norma, en su Capítulo XIII, a través de los


artículos 825 al 828, se pronuncia sobre la declaración de nulidad de los laudos
arbitrales. El artículo 825 agrupa en cuatro apartados las causas por las que se
puede interesar la nulidad del laudo, todas referidas a cuestiones relativas al
cumplimiento de lo que pudiéramos denominar la legalidad procesal arbitral.
Estas causas van desde la falta de capacidad de las partes, la invalidez del
convenio arbitral, las violaciones en la constitución del tribunal arbitral,
violaciones del procedimiento asociadas a lograr una adecuada bilateralidad, o
estar referido el laudo a cuestiones que no fueron objeto del convenio arbitral o
haberse excedido el fallo en los términos del acuerdo, las que, cotejadas con
las que muestran proximidad a las definidas en el artículo IX sobre la
declaración como nula de la sentencia arbitral.

18. Ejecución del laudo

Es conocido que la efectividad del arbitraje se pone en juego al momento de


evaluar las facilidades que la legislación brinda para lograr la ejecución forzosa
de lo dispuesto, ante una eventual negativa a su cumplimiento, pues todo el
entusiasmo por el arbitraje comercial internacional choca en última instancia
contra un sistema nacional específico, que es el que debe garantizar el
cumplimiento de lo dispuesto por los árbitros.

En materia de ejecución de laudos arbitrales en Cuba rige la regla general en


cuanto a su equiparación a las sentencias dictadas por los tribunales ordinarios
y a partir del origen del laudo, ya sea dictado en Cuba o en el exterior, la
normativa procesal civil facilita las vías para lograr el cumplimiento forzoso.

Los laudos dictados por la Corte cubana o en proceso de arbitraje internacional


desarrollado en Cuba tienen su sede de ejecución forzosa en las Salas de lo
Económico del Tribunal Provincial Popular del domicilio del condenado,
mediante el cauce del proceso de ejecución de sentencias, anteriormente
regulado en los artículos 473 y siguientes de la LPCALE.

19. Reconocimiento y ejecución de laudos arbitrales extranjeros

La regulación en materia de reconocimiento y ejecución de laudos arbitrales, se


ha introducido expresamente en nuestra legislación a través del artículo 824 del
DL 241, cuando establece que en los casos de laudo arbitral dictado en el
extranjero, cuya ejecución se pretenda realizar en territorio nacional, se
requerirá del reconocimiento previo concedido por la Sala de lo Económico del
TSP. Desde su contenido nos permitimos destacar tres aspectos, siendo estos,
en primer lugar lo relativo a la nacionalidad del laudo, en segundo lugar, el
efecto al que se extiende su aplicación y por último, los requerimientos
procesales para su sustanciación.

En primer lugar, al referirse al laudo arbitral dictado en el extranjero el


legislador se acoge al criterio geográfico o territorial. Sin embargo, no
podemos atender a ello de manera absoluta pues la propia norma cubana
prevé determinado supuesto en el que, aun y cuando el laudo arbitral es
dictado fuera de Cuba no es calificado como extranjero. Al respecto, el artículo
31 del DL 250, en principio determina que el lugar del arbitraje será el de la
sede de la Corte, aunque seguidamente da la posibilidad de un cambio de
sede, ya sea por acuerdo expreso de las partes o a propuesta del propio
tribunal arbitral atendiendo a determinados supuestos (art. 32).

No obstante, a tono con lo dicho, en el segundo párrafo del artículo 31, se


dispone que cualquiera que sea el lugar del arbitraje el laudo dictado por el
tribunal arbitral se reputa como nacional, convirtiéndose este en una excepción
al criterio territorial adoptado en la preceptiva contenida en la norma procesal,
por tanto dicha resolución no deberá someterse al trámite del reconocimiento y
ejecución previsto en este artículo, pasando directamente a la ejecución en
caso de incumplimiento voluntario.

En segundo lugar, el artículo que comentamos solamente se refiere al caso en


que lo que se pretenda conseguir sea el efecto ejecutivo del laudo, sin tener en
cuenta que respecto a dicha resolución es posible que se requiera de un efecto
registral, probatorio, o de cosa juzgada, en cuyo caso, no llegaría a la ejecución
misma, aunque si podría estar requerido de su reconocimiento previo.

En tercer lugar, hablamos de los requerimientos procesales para su


sustanciación, intentando con tal presentación abarcar una gama de elementos
que debemos tomar en cuenta. Como primero de ellos se imponer destacar
que el legislador no introduce en la norma un procedimiento propio para la
sustanciación del reconocimiento y la ejecución del laudo extranjero,
limitándose a plantear que cuando se pretenda la ejecución de un laudo
extranjero en Cuba se requerirá el previo reconocimiento otorgado por la Sala
de lo Económico del TSP, en sincronía con similar pronunciamiento incluido en
el inciso d) del artículo 745 de la propia norma, al definir la competencia de esa
instancia judicial.

Como consecuencia, se impone atender a la Disposición Especial Primera en


la que el legislador admite el carácter supletorio de las dispositivas relativas al
proceso civil en la forma que resulten de aplicación, en relación con todo lo no
previsto sobre los procesos económicos. Siendo así, se impone remitirnos a las
regulaciones contenidas en los artículos 483 y 485 de la propia norma procesal
en cuanto a la ejecución de sentencias extranjeras. Con ello se confirma la
equiparación del laudo arbitral extranjero a la sentencia judicial de igual
procedencia. Sin embargo, no encontramos aquí una alusión expresa en
términos de reconocimiento, sino en todo caso a la ejecución de la sentencia.

Cabría ahora detenernos en la regulación contenida en los artículos 483 al 485


relativos al proceso mismo para la sustanciación, en los que se han concebido
dos regímenes: el régimen convencional y el régimen común o de condiciones,
disponiendo en su artículo 483 la aplicación prioritaria de los convenios
internacionales ratificados por Cuba y en su defecto y con carácter supletorio,
las disposiciones contenidas en la propia norma procesal.

De esta forma, la propia norma interna nos remite a observar en materia de


reconocimiento y ejecución de laudos arbitrales extranjeros, en el ámbito
convencional las regulaciones especiales sobre esta materia contenida en la
Convención de Nueva York de 1958, y paralelamente ciertas regulaciones
dispuestas en el texto de la Convención de Ginebra de 1961.

En defecto de la aplicación de aquéllos se atenderá a lo dispuesto en el


régimen común o de condiciones contenido en el propio artículo 483,
relacionando un número de requisitos que lo conforman, siendo estos que
hayan sido dictadas a consecuencias del ejercicio de una acción personal; que
no hayan sido dictadas en rebeldía del demandado; que recaigan sobre
obligaciones lícitas conforme a la legislación cubana; que el documento
contenido de las mismas aparezca expedido con los requisitos exigidos para su
autenticidad en el país de donde procedan y se hayan observado los de la
legislación cubana para que haga fe en el territorio nacional; que la sentencia
cuya ejecución se solicite venga acompañada de comunicación del Ministerio
de Relaciones Exteriores del país en que fue dictada, haciendo constar que las
autoridades de ese país cumplirán, en señal de reciprocidad, las sentencias
pronunciadas en Cuba; que se señale con precisión el domicilio en Cuba de la
persona condena en la sentencia.

Los laudos extranjeros deberán someterse a un procedimiento previo de


homologación, cuya distinción no es clara en el contenido de la norma, aunque
se aprecie en el sentido que ofrece su letra, correspondiendo a la Sala de lo
Económico del TSP, vencido el mismo y dispuesta su aceptación, se equiparan
en ejecutividad a las sentencias judiciales nacionales, generándose entonces
un mandato de ejecución mediante el cual dicho órgano remite al tribunal del
domicilio del demandado, para que allí se realicen los trámites de la ejecución
forzosa a que se contraen los artículos 473 y siguientes de la Ley procesal
ordinaria, en correspondencia con el tipo de condena que contiene el laudo, lo
que puede culminar, en caso de resistencia, en la vía de apremio.

20. El supuesto específico del arbitraje de inversiones.

Es notorio el desarrollo que en los últimos tiempos ha experimentado el


arbitraje en materia de inversiones, con muestras exponenciales de su avance
en muchos países de América Latina, en sincronía también con los avances
que, en sentido general, se aprecia en la institución arbitral, perceptible tanto
en sus legislaciones como en su práctica. Se trata de una modalidad de
arbitraje empleado en un concreto ámbito de relaciones y como tal, adquiere
rasgos específicos que lo particulariza.
Su desarrollo y su práctica se asientan sobre los cimientos que le ofrece la
existencia de un tratado suscrito entre el Estado receptor de la inversión y el
Estado de la nacionalidad del inversionista. Si bien es cierto que esta forma de
arbitraje germina desde el arbitraje comercial internacional, aquella
gradualmente ha desarrollado sus propias características que marcan la
distancia y la diferencia entre ambos, atendiendo especialmente tanto a las
partes que intervienen como a las características de las controversias en el
ámbito de las inversiones.

Nos referimos a tratados de carácter bilateral, en los que se manifiesta la


voluntad de los Estados contratantes de establecer condiciones generales y un
marco jurídico que provean de garantía y seguridad jurídica a los intereses de
los inversionistas de los Estados partes intervinientes cuando invierten en sus
respectivos territorios.

20.1. Base normativa: Convenios bilaterales

Los cambios sucedidos en la economía cubana a partir de los años noventa del
pasado Siglo, tanto en el orden interno como internacional incluyó, entre otros,
la necesidad de promover e impulsar la inversión de capital extranjero en el
país y ampliar las posibilidades en cuanto a formas y áreas de inversión. Tales
fundamentos justificaron la promulgación de la Ley 77 de 5 de septiembre de
1995, de la Inversión Extranjera, en interés de proveer de una mayor amplitud y
flexibilidad a las inversiones, así como de mayores garantías y seguridad tanto
a los inversionistas como a las inversiones en el país, quedando derogado el
Decreto-Ley Nro. 50 de 15 de febrero de 1982.

En consonancia con la normativa vigente y el incremento de las inversiones en


el país, a partir del año 1993 Cuba comenzó a rubricar Acuerdos para la
Promoción y la Protección Recíproca de Inversiones (APPRIS), comportándose
en la actualidad en un número de 62 convenios firmados de los cuales se
encuentran en vigor 39.

Los APPRI que actualmente se encuentran en vigor en Cuba son: Alemania


(1998), Argentina (1997), Austria (2001), Barbados (1998), Bielorrusia (2001),
Belice (1999), Bolivia (1998), Bulgaria (2000), Cavo Verde (2003), Chile (2000),
China (1996), Ecuador (1998), Eslovaquia (1997), España (1995), Francia
(1999), Grecia (1997), Guatemala (2002), Holanda (2001), Hungría (2003),
Indonesia (1999), Italia (1995), Líbano (1999), Malasia (1999), México (2002),
Mozambique (2002), Panamá (1999), Paraguay (2002), Perú (2001), Portugal
(1999), Rumanía (1997), República de Sudáfrica (1997), República Popular
Democrática de Lao (1998), Suiza (1997), Turquía (1999), Ucrania (1996),
Reino Unido (1995), Venezuela (2004) y Vietnam (1996)

Uno de los aspectos a los que se hacen referencia en dichos Tratados,


conocidos como Acuerdos para la Promoción y Protección Recíproca de
Inversiones, es el relativo a las regulaciones en materia de arreglo de
controversias, previendo tanto aquellas que puedan surgir entre una parte
contratante y un nacional o empresa de la otra parte contratante, como entre
las propias partes contratantes en el acuerdo.

Una rápida mirada a los textos en materia de inversiones rubricados y en vigor


en nuestro país, nos permite significar las particularidades que ofrecen
respecto a las vías de solución de las controversias. Así, cuando en ellos se
alude tanto a las controversias que surjan entre una parte del convenio y un
inversionista de la otra parte contratante, como entre las propias partes
contratantes, en primer término se apela a las negociaciones amistosas,
conciliatorias y de buenos oficios entre los contendientes y, tratándose
especialmente de litis entre las partes contratantes, se plantea la resolución por
la vía diplomática.

No obstante, en defecto de lo anterior, y en relación con las controversias que


se produzcan entre una parte del convenio y un inversionista de la otra parte
contratante, mayormente se pactan dos vías alternativas, que permiten optar
bien por remitirse al tribunal competente de la parte contratante en cuyo
territorio se hubiera realizado la inversión, o a un tribunal ad hoc, atendiendo a
las reglas de arbitraje de la CNUDMI. Igualmente se denotan otras variantes
como son el propio arbitraje ad hoc, pero aplicando las reglas definidas en el
texto del acuerdo, trasladando las que en su caso quedan relacionadas para
los supuestos de la aplicación de este tipo de arbitraje entre las propias partes
contratantes, así como la remisión a la Corte de Arbitraje Internacional, entre
otros supuestos.
Por su parte, las controversias que surjan entre las partes contratantes relativas
a la interpretación y la aplicación del acuerdo, luego de realizadas las acciones
amigables posibles, incluida la vía diplomática, generalmente se establece
como vía de solución el arbitraje ad hoc, que define en el propio cuerpo del
acuerdo los términos de la actuación del tribunal arbitral.

Al adoptar el arbitraje como vía de solución de las controversias en el marco de


los APPRIS, generalmente las partes optan por el arbitraje institucional que se
desarrolla con la intervención del Centro Internacional de Arreglo de
Diferencias relativa a inversiones (CIADI), con sede en Washington. No
obstante, debemos destacar igualmente que en muchos también es frecuente
encontrar la remisión a la Corte de Arbitraje de la Cámara de Comercio
Internacional, así como de otras instituciones arbítrales internacionales, sin
excluir la incorporación del arbitraje ad hoc, desarrollado con arreglo a
determinadas reglas arbítrales como pueden ser las reglas de la UNCITRAL.

LECTURAS RECOMENDADAS
BÁSICA
COBO ROURA, Narciso; “Las nuevas Reglas de Procedimiento de la Corte
Cubana de Arbitraje Comercial en Cuba”, en Memorias del II Congreso
Internacional de Derecho Procesal, La Habana, abril 2009 (versión
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PARA SABER MÁS


BARONA VILAR, Silvia con Carlos ESPLUGUES MOTA y Adriana ZAPATA DE
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Latinoamérica; Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2010
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