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Acerca de la razón en Descartes: reglas de la moral y reglas del método

por Vidal Peña García

El método cartesiano, como Descartes mismo declaró no sin énfasis, es


más cosa «de práctica» que «de teoría». Esa declaración es célebre y,
con todo, no parece que haya sido siempre escudriñada hasta sus
implicaciones últimas. Ordinariamente ha servido para apuntalar el
carácter obviamente «intuitivista» (es decir, «no-formalista») de la
actitud cartesiana ante el conocimiento científico (subrayándose
necesariamente en este punto la discrepancia de Leibniz con él); en esta
cuestión, de sobra conocida, no vamos a entrar. Nuestro propósito es de
alcance más general, e intenta hacer ver -por seguir usando la cita de
partida- que el término «práctica» empleado por Descartes en el
momento en que se refiere al método (es decir, al uso de la razón en
función especulativa) podría servir de puente para unir la filosofía
especulativa de Descartes (su doctrina del conocimiento, su metafísica)
con, precisamente, su filosofía práctica, su moral. Pretendemos sostener
que en esa unión radicaría una de las más profundas claves de
entendimiento de la filosofía cartesiana, cuya catalogación como
«racionalista» habría de matizarse especialmente por ello.

Entre el método -cosa «de práctica»- y la moral -filosofía práctica-


habría una conexión que argüirla en favor de la unidad última del
racionalismo cartesiano, construida sobre una base común que
difícilmente podría ser llamada «racional-abstracta» o meramente
«especulativa». Aquí vamos a fijarnos especialmente en cómo se
manifestaría esa unidad a través de la conexión entre las reglas del
método formuladas en el Discurso y las que, en la misma obra,
componen la llamada «moral provisional». Es preciso hacer constar que,
en términos generales, las matizaciones al racionalismo cartesiano
podrían seguir otras sendas que la de una confrontación entre los
aspectos especulativo y práctico del mismo (baste con recordar muy de
pasada, por obvias razones de espacio, el problema de la relación entre
metáfora y concepto en Descartes, relación fundada en el entendimiento
de la ratio como proporción, que permitiría considerar a la analogía de
proporcionalidad -claro esquema de metáfora- como ejecución de la
razón en contextos no-cuantitativos, impidiéndose así una ruptura
tajante entre metáforas y conceptos). También conviene indicar que el
análisis de la unidad «práctico-especulativa» podría recorrer otros
ámbitos de la obra de Descartes distintos del propuesto. Así, la
fundamentación «práctica» del racionalismo cartesiano se manifestaría
de un modo muy genérico en la resolución del problema mismo del
fundamento metafísico del conocimiento. En efecto, y al menos en
nuestra opinión, la superación -en las Meditaciones- de la duda
metódica y la hipótesis del genio maligno se apoya, en -última instancia,
en una suerte de principio de conservación de la conciencia, por virtud
del cual lo que en términos especulativos sería simple círculo cobra el
aspecto de fundamento trascendental, en el sentido de reconocer la
imposibilidad «práctica» de que las cosas sean de otro modo (lo que
lleva implícitamente a postular que son así), si es que ha de conservarse
la conciencia con su manera de proceder, que permite practicar un
método; mantenemos esta opinión pese a las críticas explícitas que
algunos intérpretes de Descartes han dirigido contra toda posible
interpretación «trascendental» del problema del fundamento metafísico
del método. Por otra parte, dicho principio de conservación de la
conciencia, implícitamente presente -según nosotros- en Descartes como
fundamento práctico-trascendental de la posibilidad del conocimiento,
podría ser puesto en relación, quizá, con el paradigma cartesiano de una
física presidida por un principio de inercia interpretado estáticamente (y
la modificación de ese estatismo en dinamismo, el subrayado de la
aceleración frente al de la inercia, estarán en la raíz de la diferencia -a la
vez física y metafísica- entre Descartes y otros racionalistas del siglo
XVII: Leibniz desde luego, pero también Spinoza -conatus frente a
simple inercia, «perseverancia» en el ser frente a simple «conservación»
del ser-, y todo ello tendría, además, significación moral, según
algunos). Profundizar en esas cuestiones no es de este lugar.
Únicamente deseábamos insinuar, al comienzo de estas líneas, que el
asunto de las relaciones entre reglas del método y reglas de la moral
-entre unas prescripciones de filosofía «teórica» y unas prescripciones
de filosofía «práctica»- ha de entenderse envuelto por consideraciones
del tipo de que acabamos de hacer mención: todas ellas apuntan hacia la
unidad de las dimensiones especulativa y práctica del pensamiento
cartesiano, de un modo que, una vez más -y con un ejemplo histórico
eminente- pondría en tela de juicio la pertinencia misma de la distinción
entre tales dimensiones, a la vez que cualificaría el racionalismo
cartesiano.

Comparar la moral y el método cartesianos requiere previamente la


eliminación de un prejuicio que acaso pudiera aún subsistir acerca de la
entidad misma del pensamiento moral en Descartes y, en especial, de las
reglas del Discurso que lo formulan. Dicho prejuicio (según el cual las
reglas de la moral del Discurso, al ser «provisionales» en un sentido
peyorativo de este término, poseerían escasa relevancia filosófica en la
obra de Descartes, y habrían de considerarse como un modo superficial
de «salir del paso») disfruta hoy, creemos, de poco crédito, por lo que
no insistiremos demasiado en él. Aunque nunca han faltado las
interpretaciones tendentes a considerar importante la moral cartesiana a
la hora de hacerse una idea de conjunto de esa filosofía (y esta tendencia
nos ha parecido siempre correcta), debe decirse que, a partir del artículo
de Michéle Le Doeuf acerca de la «provisionalidad» de las reglas
morales del Discurso, aquellas interpretaciones parecen haber recibido
un definitivo refuerzo de orden estrictamente filológico. En efecto: si
nos limitamos a traducir la expresión par provision que Descartes
emplea al referirse a dichas reglas como lo que parece claro que es, a
saber, como un término jurídico literalmente equivalente al castellano
«provisión» (en contextos como «provisión de fondos» o similares),
entonces el carácter «provisional» de las reglas deja de tener el sentido
peyorativo de «provisional» -a saber, el de lo «imperfecto» y
«sustituible»- para pasar a cobrar el sentido de «mínimo básico» (y, por
tanto, quizá ampliable, pero en todo caso no «sustituible», sino
precisamente indispensable »). Ofrecer unas reglas par provision («a
manera de provisión», para responder de obligaciones futuras)
significaría así ofrecer una moral fundamental, básica, imprescindible, y
no un mero remedio para salir del paso. Por consiguiente, analizar esa
moral significaría analizar un fragmento filosófico cartesiano de la
mayor entidad, lo que permite que aquí las comparemos con el método,
sin escrúpulos del tipo anteriormente mencionado.

Esta comparación, por lo demás, se facilita mucho si nos atenemos


estrictamente a las reglas del método formuladas en el Discurso que, al
ser cuatro como las de la moral par provision, consienten la
confrontación puntual de unas y otras, que sería más embrollada si nos
atuviéramos a las veintiún Regulae ad directionem ingenii, de las que,
por lo demás, son las cuatro del Discurso una abreviatura (ciertamente
más escueta que lo abreviado, pero suficiente, contando con aquellas
regulae como auxiliar interpretativo). Pasaremos entonces revista a las
ocho reglas, dos a dos. Conviene subrayar antes que el propio Descartes
nos autoriza implícitamente a la comparación «método-moral», a través
de aquel texto, enormemente significativo para nuestros propósitos, en
el cual nos dice que existen, para él,

des personnes, a qui ie defere, & dont Fauthorité ne peut gueres moins
sur mes actions, que ma propre raison sur mes pensées... .

Habría en el terreno de las acciones, según el texto, algo que es a ellas


lo que la razón es a los pensamientos: un análogo de la razón... en el
terreno de la práctica; y no olvidemos que plantear las cuestiones en
forma de analogía de proporcionalidad es para Descartes la manera
racional misma de plantearse los problemas!,. La confrontación entre el
dominio «puro» -al parecer- de lo «racional» -el método- y el de lo
«práctico» las acciones, la moral) queda así permitida por Descartes al
reconocer con carácter general una analogía entre ambos campos. De la
existencia de esta analogía vamos a encontrar muestras al comparar las
reglas del método y las reglas de la moral.

I) Comencemos por las dos primeras reglas:


a) No admitir jamás como verdadera cosa alguna sin conocer con
evidencia que lo era es decir, no comprender, en mis juicios, nada más
lo que se presentase a mi espíritu tan clara y distintamente que no
tuviese motivo alguno para ponerlo en duda.

b) Obedecer a las leyes y costumbres de mi país, conservando


constantemente la religión en que Dios me ha concedido la gracia de
que me educara desde niño, rigiéndome en las restantes cosas según las
opiniones más moradas y más apartadas de todo exceso...

La regla del método suele ser llamada «de la evidencia», y nosotros


vamos a sostener que la regla correspondiente de la moral significa, en
la práctica, lo que la evidencia en la «teoría». Ciertamente, el juicio
moral no puede proporcionar evidencias, con claridad y distinción
pariguales a las que se exigen en el terreno del método; no olvidemos
que Descartes propugna las reglas de la moral

... affin que ie ne demeurasse point irresolu en mes actions, pendant que
la raison m'obligeroit de Festre en mes iugemens... .

En este sentido, la primera regla de la moral parecería, ya d. entrada,


una transgresión del método, pues recomienda asentir a prescripciones
que, todo lo más, serán probables (así las «leyes y costumbres de mi
país», previsiblemente diferentes de las de otros países); y es bien
sabido que, para Descartes, la probabilidad no es evidencia, y no es
garantía de verdad teórica". Sin embargo, esta regla, primera de la
moral, ocupa en este dominio el lugar que la de la evidencia ocupa en el
del conocimiento, pareciendo constituir una trasgresión de ésta. A
nosotros nos parece, en primer lugar, que, al proceder asi, Descartes ha
mostrado comprender muy bien la esencia del problema moral, y que,
por ello, esta regla que manda obedecer a meras probabilidades es la
fundamental de la moral; también pretendemos que, pese a la
«trasgresión» mencionada, se da entre ambas reglas una analogía que
permite su equiparación como «primeras».

En efecto, Descartes habría comprendido y formulado muy bien el


carácter esencial del problema moral, precisamente al presentarlo como
esa urgencia que fuerza al sujeto a producir acciones, con
independencia de que tenga aún o no «juicios» fundados acerca de esa
actuación. La posesión de evidencias en torno a la dióptrica o al teorema
de Pappus puede esperar; la actitud ante las guerras de religión, no.
Bruschvicg lo decía con mucha claridad:

... alternative pratique, et non théorique, c'est-á-dire qu'iI n'est pas


permis d'en poser tour á tour les termes et de les composer, il faut la
trancher tout d'abord. Tel est, en effet, le caractére du probléme moral:
le seul fait de chercher á le résoudre en est déjá lui-méme une solution;
se mettre à réfléchir sur la vie, c'est s'en étre retiré pour un certain
temps, cíest y avoir renoncé dans une certaine mesure; vivre, ¿est avoir
contracté une certaine habitude, c'est, sans le vouloir, sans méme s'en
douter, avoir jugé1

De este modo, la moral, no descansando sobre la evidencia -en virtud de


su necesario carácter urgente, que exige acción allí donde todavía no
hay juicio- parecería constituirse precisamente como el dominio donde
poco tienen que hacer las exigencias del método. Y, sin embargo,
pensamos que entre método y moral cabe establecer una analogía que
haría equiparables, de momento, estas dos primeras reglas, con lo que
las relaciones entre ambos dominios muestran su dialéctica complejidad.
Y, en efecto, la primera regla de la moral (pese a ordenar la obediencia a
lo probable, transgrediendo así el mandato del respeto a la sola
evidencia) podría ser análoga a la regla de la evidencia en el dominio
moral (podría ser precisamente primera regla de la moral, «evidencia
moral» básica), en virtud de que ambas remitirían en última instancia a
un principio de conservación que permitiría al menos una unidad formal
de estos dos terrenos materialmente distintos. Como hemos sostenido en
1
L. Brunschvicg, Spínoza et ses contemporains, 4.a ed., París, P. U. F., 1951, página 2.
otro lugar, la creencia en la evidencia clara y distinta, imposible de
fundamentar en otra instancia «racional» que no sea la intuición actual
de la evidencia misma (sin que pueda irse «más allá» en la
fundamentación, dado que la idea verdadera, concebida clara y
distintamente, es norma de su propia verdad, de manera que, para saber,
no necesito saber que sé) sólo podría escapar a la devastadora hipótesis
del genio maligno «fundándose» en la necesidad de que la conciencia
subsista, conserve su ser, no disolviéndose en la locura. Si la hipótesis
del genio se confirmase, si uno no estuviera autorizado -en suma- a
«creer en lo evidente», entonces la conciencia se destruiría, lo cual no
puede ser... Y «no puede ser», no en virtud de «razón» alguna adicional
(no hay «razones» adicionales que puedan fundar las evidencias, que,
racionalmente hablando, son «últimas»), sino en virtud del postulado
-en cierto modo «práctico»- de la imposibilidad de admitir que la
conciencia, al reflexionar sobre sus fundamentos, se autodestruya,
supuesto que conservarse en su ser es requisito constitutivo de todo ser,
incluido el ser de la conciencia.

Pues bien, la primera regla de la moral («obedecer a las leyes y


costumbres ... ») tendería asimismo a la conservación de algo, sólo que
ahora, según nos parece, no se trata ya de la conservación de la
conciencia (cogitans), sino del cuerpo (extensum). En efecto, ¿qué se
seguiría del incumplimiento de esa primera regla moral mínimo
indispensable, evidencia moral imprescindible, según la entendemos?
De la desobediencia a las leyes y costumbres, civiles y religiosas,
brotaría no ya una imposibilidad de pensar, sino una imposibilidad de
vivir: por la tortura, la prisión, la muerte, nuestro cuerpo (esa máquina
cuyos hábitos son indispensables para poder llevar nosotros una vida
moral) quedarla destruido, o impedido de actuar. Así como no debemos
pensar nada que destruya nuestra conciencia, tampoco debemos hacer
nada que destruya nuestro cuerpo: conservar ambos sería el primer
deber... «teórico-práctico». Y como, según Descartes, «vivir
satisfactoriamente es la primera tarea» -un primum vivere que es
condición del filosofar mismo- entonces la conservación del cuerpo no
es menos importante que la de la conciencia. Siendo así, no es extraño
que las instancias religioso-políticas «tengan tanta autoridad» sobre mis
acciones como «la razón sobre mis pensamientos»; obedecer a esa
autoridad es -diríamos- «lo racional moral», supuesta la exigencia
básica del principio de conservación.

Podrá quizá pensarse, entre paréntesis, que semejante principio de


conservación., tal como se ha reflejado en la primera regla moral de
Descartes, merecería ser llamado, además, un principio conservador; si
entramos a valorar, la diferencia con respecto a un Spinoza, en este
punto, sería notable. Pero este tipo de calificaciones nos importa poco
en este momento; lo que nos interesa aquí es mostrar la analogía entre
ambas reglas, en virtud de la cual la racionalidad metódica y la primera
evidencia práctica reposarían en un principio similar, él mismo situado
más allá de las «argumentaciones» de carácter formal-abstracto. Dicho
principio apuntarla a una prioridad del «vivir»: mantenerse en vida
como mínimo, sin que a la esencia del principio pertenezca, en
Descartes, aumentar esa vida.

II) La comparación entre las segundas reglas, del método y de la moral,


pone en juego importantes aspectos del ejercicio cartesiano de la razón.
Con todo, y al menos en apariencia, la comparación resulta más
dificultosa que en el caso de las primeras reglas. En principio, porque no
se ve claro ni siquiera que tengan algo que ver entre si; además, porque
la de la moral parece también, como antes, transgredir la del método.
Antes de nada, recordémoslas:

a) Dividir cada una de las dificultades que examinare en tantas partes


como fuese posible y requiriese su mejor solución (regla del análisis).

b) Ser lo más firme y resuelto que pudiese en mis acciones, y seguir con
tanta constancia las opiniones más dudosas, una vez resuelto a ellas,
como si fueran segurísimas.

Y glosa Descartes:
Imitaba en esto a los viajeros que, extraviados en algún bosque, no
deben vagar dando vueltas ( ... ) ni mucho menos detenerse, sino
caminar siempre lo más derecho que puedan, hacia un sitio fijo ( ... )
pues de este modo ( ... ) por lo menos acabarán por llegar a alguna parte
(...) Y como muchas veces las acciones de la vida no admiten demora,
es una verdad muy cierta que, cuando no está en nuestro poder discernir
las opiniones más verdaderas, debemos seguir las más probables
(podríamos llamarla «regla de la fijeza»).

¿Tienen siquiera algo que ver? Nos parece que sí, pero para poder
sostenerlo con sentido hemos de aclarar nuestra interpretación de la
regla metódica del análisis, para lo cual tendremos que ir un poco más
allá de su desnuda literalidad, tan insípidamente escueta y, en
apariencia, poco significativa.

La regla del análisis da la impresión, en efecto, de vacuidad tautológica:


recomienda dividir cada dificultad en tantas partes como convenga a la
solución, lo que inmediatamente plantea la utilidad de dicha regla con
vistas a problemas concretos: ¿y cómo se sabría cuántas y cuáles son
esas partes? La regla no parece decir algo muy distinto a, por ejemplo,
«hay que hacer las cosas de tal modo que el problema se resuelva», lo
que no es muy informativo: las objeciones de Leibniz contra la inanidad
de este tipo de prescripciones parecerían muy justificadas en este punto.
Pero, sin duda, Descartes está sobreentendiendo algo. El método es cosa
de práctica, y del asunto de las partes que «convengan« decidirá la
práctica concreta del problema de que se trate; esta regla no puede
enunciarse menos vagamente, porque cada problema tendrá -por así
llamarla- su estrategia de intuiciones. Cuando se ocupaba de esta misma
cuestión en las Regulae, se cuidaba Descartes de advertir que, al
efectuar la recomendación de «empezar por lo más simple», es decir,
por lo que él llamaba allí «absoluto» (cosas como «uno, igual,
semejante, recto», etc.) había que tener en cuenta que
quaedam enim sub una quidem consideratione magis absoluta sunt
quam alia, sed aliter spectata sunt magis respectiva... 2.

Por ello no pueden determinarse a priori las partes en que habrá que
dividir cualquier problema, sino ir a éstos en concreto. Pues bien, en
nuestra opinión, y contemplados los problemas en su concreción
efectiva, lo que la regla segunda del método acaba por prescribir, si bien
nos fijamos, seria el reconocimiento de que es el resultado el que decide
de la pertinencia o impertinencia de la división en «partes simples»
efectuada al principio de la resolución de cada problema («principio», al
menos, en el ordo expositionis del mismo). En efecto, si no es por ese
resultado, ¿cómo podríamos saber que las partes en que hemos dividido
la dificultad son las «requeridas»? Vistas así las cosas, toda exposición
de la resolución de un problema empezará por dividir éste de tal manera
que, para quien todavía no conoce el «final», dicha división tendrá el
aspecto de un mandato imperativo «arbitrario», o por lo menos
«convencional»: podrá preguntarse cosas como «¿por qué dividir así y
no de otro modo?». Y esa división ofrecerá más bien la apariencia de la
probabilidad que la de la certeza: la certeza vendrá, si viene, cuando
esas partes simples muestren su eficacia en la producción del resultado
apetecido. Siguiéndolas, «llegaremos a alguna parte»; podría ocurrir
entonces que, como los viajeros extraviados en el bosque, lleguemos a
un punto «donde no queríamos ir» -esto es, que el resultado muestre que
hablamos errado al analizar el problema-pero, en todo caso, si no
mantenemos la coherencia con el planteamiento, ni siquiera
alcanzaremos un resultado cualquiera. Tomando un problema de los
más sencillos (por obvias razones de espacio y claridad), como el de la
reflexión de la luz del segundo discurso de la Dióptrica, podemos ver
cómo Descartes descompone la dificultad consistente en determinar
adónde irá el rayo luminoso reflejado, a fin de poder resolverla. Tras
considerar que el movimiento del rayo incidente puede analizarse como
«movimiento hacia la derecha» y «movimiento hacia abajo» -lo que le
permite trazar segmentos conforme a los cuales queda, digamos,
2
Regulae, IV, ed. Crapulli cit., pág. 18.
«contextualizado» el rayo, a su vez como segmento-, propone trazar una
circunferencia que tenga a dicho rayo por radio; esta decisión podrá
parecer «inmotivada», quizá, a quien está contemplando la exposición
del asunto (podría preguntar: «¿ y por qué no trazar un hexágono? », por
ejemplo; y sólo podría respondérsele que, con un hexágono, como se
verá, no se llegarla a un buen resultado; pero eso sólo podría decírselo
quien sabe que, trazando la circunferencia, el resultado es bueno).
Naturalmente, la circunferencia «cierra» el problema, al estatuir la
identidad del «rayo» como «radio», obteniendo así una unidad de
distancia recorrida en el mismo tiempo, lo que permitirá saber adónde
«va el rayo», supuesto el mismo tiempo: a saber, a aquel lugar que, en la
figura-espejo con la obtenida anteriormente a partir de la
descomposición del rayo incidente en su movimiento, sea el lugar
mismo adonde va otro radio. Pero esto se sabrás después; la decisión
del trazado de la circunferencia tiene la apariencia de un sea imperativo,
que se justificará por el resultado, por la llegada a un lugar tras el
camino por el bosque (en este caso, desde luego, sumamente despejado
y cómodo: el ejemplo es muy sencillo) que impide la visión del
objetivo.

Es muy claro, en todo caso, que debemos conservar esas divisiones,


mantenerlas fijas si queremos alcanzar algo. Y así, la comparación con
la segunda regla de la moral es posible. Ella nos dice que la constancia o
fijeza en las acciones es indispensable para obtener resultados, aunque
no nos garantice éstos. Dicho sea de paso (y según venimos presentando
el problema), creo que esta regla moral no hallarla su sentido último en
ser, como quizá podría pensarse, la expresión de una especie de punto
de vista moral aristocrático: el que se transparentaria, por ejemplo, en
aquellos célebres versos de Guillén de Castro cuyo recuerdo es muy
fácil sea suscitado por la fórmula cartesiana: «procure siempre acertalla
/ el honrado y principal, / pero, si la acierta mal, / defendella, y no
enmendalla». El «defendella y no enmendalla« que propugna la segunda
regla de Descartes (a pesar de que, sin duda, el que sigue la regla puede,
en virtud de la falta de seguridad absoluta en las razones de su conducta,
«acertalla mal») no sería tanto la manifestación de una actitud
característica de un «honrado y principal» cuya dignitas quedaría
mancillada por un plebeyo titubeo o marcha atrás, cuanto una
recomendación fundada en la prudencia y la utilidad práctica, y que
invoca el buen éxito como criterio. Observemos, por otra parte, que esta
regla parece contravenir las prescripciones teóricas del método no
menos que la primera, al insistir en la probabilidad como motivo
suficiente de la adopción de una conducta.

Sin embargo, desde el resultado, podemos decir que se impone también


una suerte de analogía con la segunda regla del método. En el método,
el resultado cierto excluye la aparente «mera probabilidad» que ofrece
una división en partes aún no ajustada (al menos, en el ordo
expositionis) con lo que se desea obtener; en la moral, la aún dudosa
fundamentación de la conducta encuentra remedio en el logro final, que,
si no es satisfactorio, repercutirá en un cambio de fundamentación (pero
seo sucedería asimismo en el dominio del método, caso de que el
resultado no fuera el «requerido» ... ). Y, en ambos casos, la constancia,
la fijeza, son igualmente indispensables para obtener un resultado.
Podría decirse, entonces, que una común dimensión práctica afecta a
ambas reglas, que lo «racional» y lo «moral» tampoco están aquí
divorciados, a pesar de que, en algún sentido, se opongan. Diríamos que
es de algún modo moral la recomendación metódica de la coherencia
con los principios para alcanzar un resultado (recomendación dada en el
momento en que el resultado aún no se ha producido), como es racional
la recomendación moral de permanecer fijo en las acciones, hasta que el
resultado decida. La noción de «racionalidad» incluirla, pues, en ambos
casos, un componente práctico.

III) La comparación entre las dos terceras reglas parece muy sencilla,
sobre todo si nos fijamos especialmente, tocante a la del método, en
aquel aspecto suyo que ha permitido designarla como «regla del orden»
(junto a la otra denominación -«regla de la deducción»- también
empleada para referirse a ella):
a) Conducir ordenadamente mis pensamientos, comenzando por los
objetos más simples y fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a
poco ( ... ) hasta el conocimiento de los más complejos; y suponiendo un
orden aun entre aquellos que no se preceden naturalmente unos a otros
(subrayado, claro es, nuestro).

b) Procurar vencerme a mí mismo antes que a la fortuna, y cambiar mis


deseos antes que el orden del mundo.

El funcionamiento de la razón especulativa incluye la suposición del


orden, incluso cuando éste no es «aparente» (que eso querría decir en el
texto el término «natural»); si la conciencia ha de funcionar, ha de
funcionar conforme a un orden. Esta regla completa obviamente la
segunda: el resultado no podría alcanzarse si no pudiéramos sintetizar
aquellos primeros peldaños «simples» en que habíamos dividido la
cuestión con verdades ulteriores, síntesis que consiste en una cadena de
intuiciones hasta obtener dicho resultado. Esa sucesión de evidencias
-esa «deducción»_ no sería posible sin la suposición de un orden, latente
tras la presentación aparentemente fortuita de las cosas.

En el campo de la moral, la conducta que no tome en cuenta el orden del


mundo está llamada al fracaso. Esta regla es prolongación de la primera
en el sentido de que prescribe la conformidad con el orden como
garantía de conservación; pero también el orden presupuesto por la
conciencia teorética es garantía de la objetividad del funcionamiento de
dicha conciencia, de su «ajuste con la realidad». La experiencia confusa,
la presentación fortuita de los acontecimientos, es en el terreno
metódico lo que el puro deseo es en el terreno moral: en este sentido,
cabria decir que, para el racionalismo cartesiano, el deseo como motor
de las acciones merece probablemente más desconfianza que en otros
racionalismos del siglo xvii como el de Spinoza; refrenar el deseo desde
el reconocimiento del orden es acaso una consecuencia de que el
principio último sea el de conservación, y no el del aumento dinámico
de «vitalidad», como, en cierto sentido -y al margen de exageraciones
interpretativas que convertirían la filosofía de Spinoza en un
«vitalísmo» radical- ocurre en la filosofía de Spinoza. El orden es
salvaguarda de la conciencia (cautela contra la confusión que la realidad
«en bruto» podría introducir en ella) y garantía contra el fracaso de una
acción que, abandonada al deseo, podría impedir la estable
conservación. La unidad de los dominios especulativo y práctico se
manifestaría, pues, también a través de estas reglas.

IV) En cuanto a las dos cuartas, no nos esforzaremos aquí por extremar
una correspondencia que podría pensarse un poco demasiado artificiosa.
Se trataría, en nuestra opinión, de reglas subordinadas, secundarias, y
tampoco padecería mucho nuestra tesis si la conexión entre ambas no
pudiera establecerse de modo muy convincente. Con todo, cabe decir
que ambas son bien similares por su forma; en ambos casos se trata de
«revistar», de «recontar»:

a) Hacer en todo enumeraciones tan completas y revisiones tan gene-


rales que estuviera seguro de no omitir nada (regla de los «recuentos»).

b) Pasar revista a las ocupaciones diversas que los hombres tienen en


esta vida para tratar de elegir la mejor (...); y pensé que nada mejor
podía 1,
hacer que continuar en la que tenía.

Ambas reglas solicitan revisiones; la del método, de las demostraciones


ya obtenidas, a fin de no confiar la evidencia a la memoria y recobrarla
como evidencia actual. Se trataría de una reafirmación de lo ya
adquirido (Descartes, como de sobra se ha subrayado, desconfía del
puro aparato formal «exterior» como depósito de una verdad: el
sentimiento actual de la evidencia clara y distinta es insustituible, en ese
sentido). Pero la regla de la moral también consiste en una reafirmación
de lo ya adquirido, mediante la revisión: ordena repasar los oficios, las
ocupaciones, para confirmar la evidencia de que la ya adoptada es la
mejor. Sin duda, ambos recuentos están subordinados a las evidencias
previas (la especulativa y la práctica) y de ellas dependen; la revisión de
las demostraciones sólo confirma éstas si eran previamente buenas; la
de los oficios sólo vale si la elección previa era atinada. En este sentido,
ambas reglas son, como decimos, subordinadas; pero dentro de esa
subordinación poseen función similar y son formalmente semejantes,
revelando una misma voluntad de confirmación.

¿Qué conclusiones obtener de esta sumaria confrontación, muy


especialmente, desde el punto de vista de la idea de «razón» empleada
por Descartes? Nos parece que esa especie de terreno último común
donde se produce la unidad «especulativo-práctica» que hemos
intentado subrayar en nuestro comentario de las reglas no vendría sino a
ejercitar aquel programa general que Descartes presentó, como
tendencia a la tranquilidad y el reposado ocio; el que menciona en una
célebre carta a la princesa Isabel:

... je n'ai jamais employé que fort peu d'heures par jour aux pensées qui
occupent Firnagination, et fort peu d'heures par an á celles qui occupent
Fentendement scul, et ( ... ) j'ai donné tout te reste de mon temps au
reláche des sens et au repos de l’esprit... 3.

El primum vivere cartesiano (ese primum vivere que también estará


presente en el racionalismo de Spinoza, bajo la forma del conatus
humano, el Deseo, como esencia del hombre, más definitorio que la
razón) apunta claramente al equilibrio y la conservación, no contempla
-al menos eso parece- lo que podríamos llamar un «incremento de
poder, o sea, de esencia» (como diríamos en términos espinosianos),
sino la tranquila permanencia de un ser mas bien estático. La moral
cartesiana pretende, desde luego, obedecer al orden de la naturaleza,
pero a la vez al statu quo (politico-social) de su tiempo: alterarlo no será
una obligación del sabio (como, en cierto modo, sí lo será para
Spinoza). Esa amplia tendencia al equilibrio y la conservación preside
también el lado teorético de su filosofía. como se sabe, la ratio consiste,
fundamentalmente, en captar proporciones. La proporción no está sólo
presente en el conocimiento matemático, pero si se da en él de modo
ejemplar. La representación en términos de ratio matemática es, si no
3
Carta a Isabel de 28 de junio de 1643 (A.-T., III, págs. 692-693).
siempre hacedera en Descartes, sí lo más perfecto que puede hacerse;
ese criterio tomó, como es bien sabido, la forma del geometrismo en la
física cartesiana, y ese geometrismo se salió a concepciones estáticas
que pronto le fueron reprochadas. El movimiento quedó definido por la
variación de las figuras que lo representaban; la concepción de la
conservación del movimiento excluyó los aspectos dinámicos; la
cantidad de movimiento fue medida según el producto de la masa por la
velocidad, y no por el cuadrado de la velocidad. En estas concepciones
físicas, Descartes, como si prolongase aquella forma mentis -por así
llamarla- que presidía su proyecto práctico o «vital», no toma en
consideración el hecho de que la conservación implica añadir algo al
inerte «statu quo» que se toma como punto de partida teórico-práctico;
no parece pensar que «conservar el ser» conlleva aplicarle,
dinámicamente, algo más de lo que ya tiene. De tal manera, parece que
ciertas concepciones «científicas» cartesianas tendrían que ver con
ciertas concepciones «morales», y esto es lo que hemos tratado de
ilustrar parcialmente con el caso de la comparación entre reglas del
método y reglas de la moral.

Sin duda, lo más difícil sería encontrar un tipo de noción adecuada para
expresar esa unidad. Podemos hablar de Weltanschauuung, de
Denklorm, de «ideología», de «mentalidad», de muchas otras cosas, y
quizá ninguna de esas nociones sea satisfactoria. Pero alguna de ellas, o
todas juntas, tendrán que recoger lo que parece un dato histórico, y un
dato decisivo para la configuración del pensamiento de Descartes. Y
más decisivo aún según transcurría el tiempo de su vida; su
mecanicismo estático fue endureciéndose con el tiempo y ante los
ataques y, según testimonio del abate Picot, el hombre que empezó, en
la juventud, montando con gusto a caballo, prefería en su madurez
holandesa pasear en góndola por los canales, conservando el reposo
dentro de un ya apacible movimiento.

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