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Crítica

Emilio Adolfo Westphalen:


Pinturas y dibujos de César Moro*
Es notorio cuán deficiente es el conocimiento directo que de la obra y el desen-
volvimiento de incluso los más célebres artistas nos es posible obtener a la gene-
ralidad de nosotros. Su dispersión y, sobre todo, su reclusión frecuente en colec-
ciones privadas de acceso casi siempre imposible la hace inabordable al estudioso
o al simple amante del arte más tenaz y animoso. Pero cuando, además, el artista
mismo en que nos interesamos no ha mostrado ambiciones de “hacer carrera”,
todavía menos de complacerse en vanaglorias, y se mantuvo siempre apanado de
las usuales prácticas de promoción, propaganda y autobombo, es arduo cualquier
intento, no de llenar lagunas en el conocimiento, pues no hay aparentemente
ninguna, sino de nada más que vencer olvidos e ignorancias.
Querríamos pensar que no es sino por ello que así ha ocurrido en el caso de
César Moro (C. M.) y explicar por tales motivos que nunca su nombre sea mencio-
nado cuando se habla de pintura en el Perú. Aunque también sospechamos que
su actitud iconoclasta, su fustigación inmisericorde, una vez, del “indigenismo”
pictórico en pleno apogeo en ese entonces, una insolencia que provocaba inclu-
so a los mejor dispuestos a condescender, por fórmula, en aquiescencia postiza
o falsa (sabemos que no estamos sino con nosotros mismos y con aquellos que

* En: Amaru, n° 9, Lima, marzo de 1969, pp. 54 y 59; reimpreso en: Con los anteojos de azufre. César
Moro artista plástico, Catálogo de exposición de la obra plástica de César Moro, Lima, Centro Cultural
de España, 2000, pp. 9·10; también reproducido en: Escritos varios sobre arte y poesía, Lima, Fondo de
Cultura Económica, Col. Tierra Firme, 1977, pp. 296-298.
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quisieran hacernos creer que están a nuestro lado –escribió en la introducción a la


Exposición colectiva, mayo de 1935, en que por primera vez se pudo ver en Lima,
¿cuántos lo verían?, la revolución que al campo de las manifestaciones pictóricas,
poéticas y afines, a la vida misma, había traído el surrealismo–; pero no hay que
temer, los sabremos desenmascarar a su debido tiempo), su indiferencia total de
la opinión ajena, tendrán algo que ver con esa persistencia de un resquemor que
tarda en extinguirse, de una inseguridad crítica que no se atreve a dar el primer
paso reparador.
Esperemos, sin embargo, que no tarde en admitirse, como ya vemos que lenta
y trabajosamente se abre paso el prestigio de su poesía, hasta hace poco secreta
devoción de unos pocos iniciados, la importancia no sólo histórica de haber in-
troducido entre nosotros las corrientes más vivas del arte contemporáneo, sino
que en su pintura también se encarnó esa sensibilidad mágica y esa genialidad
desconcertante que son las facetas más atrayentes de su personalidad. Insistamos,
en especial, en reconocer que al lado del C. M. poeta hubo desde un principio,
paralela y constantemente, el C. M. pintor, y que ambas actividades se desarro-
llaron a un mismo nivel de calidad y acierto y con igual grado de clarividencia.
No sorprenda tanto que captara las inquietudes de modernidad cuanto que las
supiera asimilar, animar, convertir en fuente y vehículo de expresión libérrima de
experiencia singular. Admiremos, por nuestra parte, esta doble manifestación en
artes distintas, en una y otra elevada a realizaciones comparables, vibrantes con
distinto diapasón (según las capacidades y limitaciones peculiares a cada una)
pero transportándonos siempre por la vehemencia y la gracia de sus muy extrañas
maneras y virtudes.
André Coyné anota que tanto los primeros poemas como los primeros dibu-
jos conservados de C. M. datan de 1924, antes de su viaje a Francia. Si mal no
recordamos, existió un proyecto de carátula de estilo “cubista” para una edición
peruana de un libro de Vasconcelos. En Europa expuso en Bruselas (Cabinet Mal-
doror) en marzo de 1926 y en París (Paris-Amérique Latine) en marzo de 1927;
las obras expuestas deberían guardar correspondencia con varias de las que aún
quedaron en su poder hasta su muerte y algunas de las cuales hemos reproducido
en este número de la revista. En Lima, además de la exposición colectiva (en la
Academia Alcedo) que se mencionó antes y en la que, según el catálogo, C. M.
mostró treinta y ocho piezas (siete pinturas, diecinueve dibujos y doce collages
con títulos que a veces son más que una referencia para la ubicación y tienen toda
la traza de breves poemas), sólo expuso, poco antes de su viaje a México en 1938
(Peña Pancho Fierro). En ese país algunos de sus cuadros y “objetos” estuvieron
presentes en la Exposición Internacional del Surrealismo que organizaran en la
Ciudad de México, en enero/febrero de 1940, André Breton, Wolfgang Paalen y
el mismo C. M., quien firma el prólogo del Catálogo.
La frecuentación durante su estada mexicana del taller de Agustín Lazo no
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creemos que fuera únicamente gesto de deferencia fraternal al amigo entrañable,


sino señal de las preocupaciones de C. M. por aprovechar los ricos aportes de
las viejas y nuevas tradiciones del oficio pictórico. En los dos años anteriores a
su muerte (1956), C. M. pintó una serie de pasteles –uno de los cuales ha sido
reproducido en la portada de este número–, los hizo enmarcar y aun escribió el
texto que debería acompañar el catálogo, pero la exhibición sólo se efectuó pós-
tumamente (Instituto de Arte Contemporáneo, 16 de agosto-1° de setiembre de
1956).
C. M. escribió diversos textos sobre pintura, algunos polémicos, otros críticos,
unos pocos laudatorios de la obra de artistas amigos. De ellos pueden deducirse
sus vastos conocimientos, la curiosidad siempre alerta, la intransigencia de sus
principios y, sobre todo, lo efímero y esencial de toda manifestación pictórica,
conforme podrá verse en los breves párrafos que reproducimos en otro lugar y en
que. escritos para comentar obras de Alice Rahon y Wolfgang Paalen. C. M. revela
lo elevado de sus aspiraciones, nada menos que un arte concebido como forma
de conocimiento del mundo y de nosotros mismos dentro del universo.

Julio Ortega:
César Moro*
La actualidad de la poesía de César Moro es la actualidad de la imaginación; una
forma, por eso, de la rebeldía. Y de la rebeldía más aguda y creadora: la discon-
formidad y la marginación. Recuperarlo no es entregarlo a la ejemplaridad; eso
sería contradecir la pureza de su opción. Hay quizás otro modo de recuperar a
estos poetas ocultos: señalándolos con el signo de la marginación; siguiendo esa
elección que configura un destino. Actualidad central y marginación intacta: leer
a César Moro equivale a salir de la literatura para entrar en la poesía.1
Oculto por la falsa actualidad de los catálogos literarios. Pero la historia de
la literatura es acaso una falacia: la literatura no es una situación socio-cultural,
ni mucho menos la sucesión de las generaciones, o un panorama nacional. Más
fatalmente, es tal vez una invención de realidades: algunas personas en el lenguaje,
la aventura interrogante de algunos textos.
Y oculto también en una persona elegida: Alfredo Quíspez Asín optó ser César
Moro. Y otra vez oculto en el lenguaje: abandonó el español –lengua en la que

* En: Figuración de la persona, Barcelona, Edhasa, 1971, pp. 117-128.


1. Este texto fue escrito como introducción a una antología de poemas, artículos y referencias
críticas, que he preparado con ayuda de André Coyné.
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escribió sólo una parte de su obra– y prefirió el francés. Doble elección que es di-
sidencia e invención: marginal y rebelde, Moro se separó para encontrarse, negó la
realidad para hallarla. O para inventarla: por eso su poesía conjuga pasión e irreali-
dad, juego y crítica. Por mucho que se lo lea siempre será un poeta marginal: poesía
de la irrealidad, de la palabra como imaginación desnuda. Poesía sobre la poesía:
irrealidad real. También por esto, Moro revela la aguda conciencia de la poesía
moderna; conciencia de la escritura como fatal recuperación y pérdida de la propia
vida; del poema como espacio donde la realidad se transfigura y transparenta; de la
palabra como plenitud y como vacío del mundo indiferente.
Sólo que en Moro la lucidez de la conciencia poética es otra propiedad de la
magia verbal. Por ello su obra es el proceso de una aventura radical: se construye
destruyéndose porque deshace la realidad hasta mostrarla en un lenguaje corroí-
do por una agonía tácita, por un desgarramiento lúcido. Sobre todo en los últimos
textos, donde las imágenes crean un movimiento incesante, lúdico y trágico a la
vez. Es curioso cómo Moro coincide, en el tono tal vez, tal vez en el mecanismo
verbal dislocado, pero riguroso, con los poemas últimos de su compatriota y su
par: César Vallejo. Y es que esos poemas de Moro se levantan como un triunfo
del lenguaje en el vacío: la absurdidad que advierte la conciencia poética en el
mundo, parece dictar esta victoria verbal que es agonía existencial; o sea: delirio
y rigor, lucidez y vértigo.2
Esta aventura se inicia como juego. Juego de la imaginación, hedonismo ver-
bal. Los iniciales poemas de Moro no son distintos al brillante ejercicio surrealista
de la primera hora. La palabra se contempla a sí misma, se elige en el humor, en
la galante fantasía. Entre 1925 y 1933 interviene activamente en el movimiento
surrealista; había nacido en Lima, en 1903; a los 22 años estaba en París.3 Para él,
como para los mejores en esa hora, el surrealismo es más que una serie de meca-
nismos y nunca una escuela; es más bien una coincidencia que le revela su propio
camino: rebelión contra la realidad establecida, contra la literatura establecida.
Descubrimiento múltiple, y sobre todo su autodescubrimiento en el lenguaje:
retendrá la imagen como método abierto, la figuración como incidencia totaliza-
dora, la imaginación como rostro de lo real; pero al mismo tiempo, en la tradición

2. Coincidencia que es también disyunción: dos destinos en una coincidente y radical exploración
verbal. Coyné me escribe que Moro y Vallejo se conocieron en París por Alfonso de Silva. “No tuvieron
nada que decirse”, advierte. “Trilce no le interesaba para nada, menos aún Poemas Humanos; sólo salva-
ba algunos poemas de Heraldos”. Por cierto, como lo demuestra su “autopsia del surrealismo”, Vallejo
se había desinteresado –también hasta la incomprensión, que sólo indica la dirección opuesta de sus
búsquedas– del surrealismo y sus exploraciones. Cf. al respecto el estudio fundamental de André
Coyné, “Vallejo y el surrealismo”, Revista Iberoamericana, n° 71, Pittsburg, 1970.
3. En: Le Surréalisme au service de la Révolution aparece su poema “Renommée de l’Amour” (n° 5,
1993); Moro participa también en varias de las encuestas surrealistas que hace la revista.
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fundada por Baudelaire y Mallarmé, mostrará siempre una implicancia crítica, la


conciencia fatal de la escritura. Es un surrealista y más que un surrealista: asume
la rebelión, el profundo cambio del surrealismo como respuesta moral, y explora
por su cuenta y en su propia aventura personal.
Traduce y elogia a Pierre Reverdy;4 como el francés, Moro ha rehusado el
énfasis y el simple brillo verbal; como él, persigue ser concreto y exacto en la
invención misma. Y también se le parece en esa nitidez y levedad de un verso que
transmuta la materia y es antes que nada lenguaje transparente, lucidez en la ma-
gia. Guardaba amistad para los fundadores del surrealismo, pero expresó también
sus discrepancias: no compartía la postura de Aragon; y escribió, con su amigo
André Coyné, una “Objeción a todos los homenajes a Paul Éluard”;5 había escrito
también una página feroz contra Huidobro, en cuya importancia nunca creyó.6
Mantuvo relaciones con Breton: con él y con Paalen organiza la Exposición In-
ternacional del Surrealismo (1940), en México. Había partido a México en 1938,
después de otros cinco años en Lima donde fundó, con su amigo Westphalen,
la revista El Uso de la Palabra.7 “Somos los últimos sobrevivientes del siglo XIX”,
repetía, porque desconfiaba profundamente de “la sangrienta bestialidad de los
hombres de acción”. En su actividad surrealista había llamado la atención hacia
un pintor central: Bonnard; entre los más próximos prefería a Chirico. De toda
esa experiencia europea Moro volvía –o fijaba– con un destino asumido: la poesía
como exclusiva realidad, o como fijada irrealidad.

4. Moro traduce a Breton, Péret, Éluard, Chirico, para distintas revistas. Su excelente panorama
“Los surrealistas franceses” fue publicado en Poesía (México, 1938) y reproducido en Estaciones (n° 1,
México, 1956). Sus traducciones de Reverdy las publicó Las Moradas (nos 7-8, Lima, 1949).
5. Texto incluido en Los anteojos de azufre (Lima, 1958) que deslinda tajantemente las dos etapas
de la obra de Éluard: “El odio tradicional a la poesía no ha perdido la oportunidad de precipitarse
sobre el «fait divers» de la muerte de Paul Éluard para lapidarlo con coronas fúnebres que, todo bien
considerado, no ha hecho sino tratar de borrar, en la obra y en la vida de Éluard aquellos dos períodos
antagonistas que el mismo Éluard precisó de una vez por todas” (pp. 111-112).
6. “La bazofia de los perros”, en Los anteojos de azufre, pp. 12-13, traducción de Mario Vargas Llosa:
“Nadie ha olvidado las monerías de todo género de este siniestro animal: ora se proclama comunista,
ora prohíbe al artista imitar la naturaleza, propiedad privada de su Buen Dios de mierda; cita profusa-
mente a MUSSOLINI y a LENIN; quisiera «ser el hijo de LAUREL y HARDY»; dice como para
que «se le muera» a uno: «El hombre es el hombre y yo soy su profeta”. ¡A la mierda con el hombre
y su profeta constipado!»”.
7. Sólo apareció un número de esta revista, en diciembre de 1939. La presentación da la medida
de una profesión de fe verbal: “Y contra las aves negras del oscurantismo, los cuervos sombríos del
imperialismo fascista de sesos descolgados en descomposición, de los imperialismos democráticos de
lengua de hormiguero y cola de ratón, de la burocracia stalinista con una colmena de moscas en cada
ojo, oponemos nuestra confianza en el destino del hombre y en su próxima liberación”. Esa liberación
alude, por cierto, a la sedición surrealista.
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“En el mes de mayo de 1938, Moro escribió, durante un viaje a San Luis de Poto-
sí, los primeros poemas de La tortuga ecuestre, libro que completaría al retornar a
la capital mexicana donde se había instalado en marzo de ese mismo año”, anota
Coyné. Éste será el único libro de Moro en su idioma original; los otros tres que
publicó, y los que dejó inéditos, fueron escritos en el idioma de la adopción. La
tortuga ecuestre es un libro breve y radical: poesía del amor y amor como poesía;
Moro crea aquí un mundo verbal absoluto: perfecto y autosuficiente como toda
gran poesía. La imaginación verbal, el amor interrogado, la poesía haciéndose:
signos de una poesía que nace de la pasión amorosa y que se dobla en la medita-
ción poética. La imaginación es el comienzo del juego: un juego que contempla
su nacimiento, que lo vigila con placer y con dúctil ironía; pero es también el es-
pacio de las conjunciones que el poema recoge: figura y sentido, a la vez, de una
persona en el amor, en el mundo, en la poesía. El primer texto (“Visión de pianos
apolillados cayendo en ruinas”) es el nacimiento de este juego, crítico e irónico
a un tiempo; por ello esta imagen inicial es también una imprecación a la poesía:

Pájaro de plomo dónde tienes el cesto del canto

y las provisiones para tu cría de serpientes de reloj

Cuando acabes de estar muerto serás una brújula borracha

La figura de la tortuga, emblema de una belleza irreal instaurada por la poesía,


aparece aquí también en el juego de la ironía: “un caballero moribundo de las
islas del Pacífico que navega en una tortuga musical divina y cretina”. Luego, la
tortuga ecuestre adquirirá su valor fantástico, su presencia como un desafío.
Poesía del amor. Pero no simplemente su evocación o su elogio. Más bien su
desrealización en la fijeza de la palabra. El libro asume la presencia del amor,
pero desde su plenitud como ausencia. El amor debe ser una totalidad, modificar
no sólo la experiencia, sino integrar también el mundo. Por eso se impone como
revés: sus signos no son la evidencia, sino el misterio; su presencia no son los
sentidos, sino la contemplación. El poema es un vértigo de sus signos: presencia
desde el vacío, materiales leves y diáfanos, transparencia.
“La palabra designando el objeto propuesto por su contrario”, anuncia el poeta
como método para manifestar la prolongación del diálogo amoroso, su apertura
hacia las conjunciones. “El estupor” es por ello la contemplación de este canje
que liga, “El estupor como ganzúa derribando puertas mentales”; conocimiento y
vértigo, lucidez y totalidad. “Con la misma igualdad, con la continuidad preciosa
que me asegura idealmente tu existencia”, escribe: la irrealidad instalada como
lo real suscita así desde la ausencia una presencia ideal, y esta operación es la
aventura verbal del deseo, el espacio de la magia poética. “Cierro los ojos y tu
imagen y semejanza son el mundo”, escribe también: el vértigo amoroso es de
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este modo la conciliación espectral de persona y mundo, de palabra y realidad.


Pero la presencia es asumida por su contrario porque aquí el amor, además, es otra
forma de la conciencia, su aguda contemplación; “Amo el amor de faz sangrienta
con dos inmensas puertas al vacío”, reconoce el poeta, y también: “Amo la rabia
de perderte / Tu ausencia en el caballo de los días / Tu sombra y la idea de tu
sombra”. Vacío, pérdida, ausencia, sombra: son signos inequívocos en la misma
plenitud amorosa; el poeta requiere también integrarlos a esa plenitud, en el mis-
mo espectro de la alegría y el diálogo. La poesía hace así al amor, lo recompone
e interroga: convoca al tiempo como su revés, a la soledad como su medida, al
mundo como su lentitud y su levedad conquistadas. Conciencia y vértigo oscilan
en esta apertura musical translúcida: el lenguaje finalmente es un “alfabeto enfu-
recido”, otra propiedad de “Tu nombre”.

¿Explicaría mejor estos poemas recordar que el amor en Moro es, como en Cer-
nuda, uranista? ¿O Quíspez Asín es otro, también aquí, en César Moro? Una cosa
es segura: Moro no tuvo necesidad de evidenciar el signo de su experiencia amo-
rosa porque su poesía transforma esa experiencia, la transparenta y asimismo la
proyecta. El amor no es en sus textos el triunfo de los sentidos, no es una erótica
plena, sino una reversión figurante, una erótica de la analogía amorosa. Esto es:
el amor prevalece como deseo y como deseo del mundo en la irrealidad amorosa.
Tal vez por eso la imaginación verbal, que es captura y pérdida de la realidad, re-
vela el íntimo debate de un desasimiento de la presencia y de una aguda vivencia
de lo ausente: nieve y piedra, lluvia y bosque son los términos de este diálogo
espectral, de este ejercicio del deseo amoroso que quiere trocarse en la realidad
misma desde la intensa intuición de un vacío como signo, de un revés como ago-
bio. Cernuda, como ha explicado Octavio Paz, declara el signo de su experiencia
en un acto de valor que implica asumir su verdad; y esto funciona plenamente
dentro de la poesía biográfica de Cernuda.8 Pero Moro no es un poeta que comu-
nica su experiencia, no la muestra para verse, sino que más bien la transforma en
imagen, en lúcida y espectral figuración verbal, y esta operación canjea la expe-
riencia por la irrealidad poética, donde Moro descubre su verdadera persona, su
otra realidad: por eso el deseo de la posesión de la persona amada es el deseo de
su sombra, de la rabia de perderla: el deseo de capturarla inventando una realidad
conjugada, un bosque que contenga a los amantes. Estos desplazamientos están
al centro del ejercicio poético de Moro, la inversión y la transmutación suscitan el
espectáculo verbal de su poesía como acción acosada por la pérdida, animada por
la plenitud. Y esta operación no es una renuncia de la experiencia, sino su tensión

8. Octavio Paz, “La palabra edificante (Luis Cernuda)”, en: Cuadrivio, México, Joaquín Mortiz,
1965, pp. 167-203.
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extrema: el deseo intacto que convierte al amor en la poesía y a la poesía en la


realidad. Así, la experiencia es otra, Moro es otro.
“La vida escandalosa de César Moro” tituló el poeta uno de sus textos de
este libro. Título que asume con lúdico desafío el escándalo de una vida que no
tuvo necesidad del escándalo para espantar a una Lima que él mismo llamaría,
para siempre, “la horrible”. Ese poema, de una plenitud lúdica y de un lujoso
hedonismo, alegoriza ese amor uranista: un bosque fantástico es el mundo del
amor, la apertura del diálogo que impone la fantasía. Los amantes son “los dos
más hermosos tigres del mundo”: el bosque, a su paso, ha vuelto a sus semillas,
ha desaparecido, y los insectos suspensos en el aire cantan también en su libertad
desnuda. Este paisaje no es ya experiencia amorosa –de cualquier signo–; es len-
guaje, figuración: poesía a partir de una libertad asumida como riesgo, propuesta
verbalmente como destino.
Esas imágenes delatan también una actitud vital que tiene forma en la poesía:
“No renunciaré jamás al lujo insolente al desenfreno suntuoso ... ”, había escrito
Moro, anunciando el conocimiento en “el estupor”, en “la sublime interpretación
delirante de la realidad”. Formas de la pasión, de una marginación que es rebeldía
central; y también, como ha escrito Coyné, una moral del riesgo, una opción radi-
cal. Había elegido, como él mismo advirtió, vivir solitario “en los sitios de peligro
donde no caben ni salvación ni regreso”.

El viento glacial dispersando la lluvia


El humo que tarda en disiparse
Me ayudan a encontrarte
Me ayudan a gemir
Me ayudan a poner de nuevo en pie la imagen

Estos versos de La tortuga ecuestre señalan la conjunción de los elementos


como signos de otra escritura: el mundo habla por el amor, y ambos –mundo,
amor– adquieren unidad espectral –presencia, ausencia– en la poesía. El poeta es
otro, la realidad es otra: pero esto no es una fuga del mundo sino, precisamente,
una conquista de la realidad, su imaginación rutilante y su ascesis profunda. Ma-
gia y lucidez, y también el destino fatal de este ejercicio sin salvación ni regreso:

César Moro el rostro sangriento


Recogiendo guijarros
En cada guijarro escribe un nombre y los devora

Los años de México serán de una madura actividad creadora. Además de La


tortuga ecuestre –que se publicará sólo después de su muerte– el poeta escribe, y
publica, Le château de grisou (1943), y también su poema central Lettre d’amour
(1944). Le château de grisou: también imagen del acto poético, y también textos
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sobre el amor-poesía y la poesía-realidad. Una gravedad dolorosa asoma en estos


poemas, una intensidad concentrada que es a la vez una cautela verbal; el lujo in-
solente parece ceder ante una mayor concentración poética, ante una meditación
verbal más cauta y también intensa.
Lettre d’amour es una de las más altas expresiones de la poética de Moro. El
poeta canta el amor desde su plenitud fatal: la conciencia, que recupera y pierde,
en la escritura, esa plenitud. “Pienso en tu cuerpo”, “pienso tu rostro”; la fijeza de
la conciencia demora el vértigo de la experiencia; no en la simple evocación: en
la magia total de su pérdida. La conciencia no separa o recuenta: fija la plenitud
como espectro; mira la conjunción de signos del amor, y esta operación es doble:
instante del pasado que invade como fuga el instante presente. Descubrimiento y
pérdida, plenitud y vacío. Por ello, aquí el amor está rodeado por un pánico tácito,
de un silencio corrosivo. El amor descubre en la conciencia su plenitud y en ella
misma su fatalidad. La conciencia es la escritura: lenguaje, que gira del pasado al
futuro despojando doblemente el instante, el presente de la palabra.

No olvidaré nunca
Pero quién habla de olvido
en la prisión en que tu ausencia me deja
en la soledad en que este poema me abandona
en el destierro en que cada hora me encuentra.

Ausencia como otra forma de la presencia. Forma herida y alucinante, pero


también más total. El amor para Moro es acaso el triunfo de la irrealidad; “la única
realidad” llama al amor: los amantes transformando el mundo hacen la realidad.
Y por eso aun el diálogo pleno del amor, su presencia-presente, impondrá en la
escritura la conversión de presencia en ausencia. La plenitud verbal del amor pre-
sente es también un espectro, más allá de la erótica que responde, en una erótica
de lo inaprensible, o en lo erótico como permanente reversión; esto es, en el amor
que interroga su plenitud para convocar otra apertura: amor-conocimiento, amor-
totalidad.
Así la ausencia es plena y fatal : diálogo y soledad. La conciencia de la escritura
impondrá por eso el teatro de estas conjunciones, su espacio mágico: “Un grito
repetido en cada teatro vacío a la hora del espectáculo / indescriptible”; “Decora-
ción amada...” Teatro de la escritura: palabras y ventanas. Palabras que conjugan la
alucinante belleza, que la manifiestan sobre el vacío; y ventanas sobre el mundo
en el presente despojado:

así de par en par abro la ventana sobre las nubes vacías


reclamando a las tinieblas que inunden mi rostro
que borren la tinta indeleble
el horror del sueño
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La memoria como escritura y el sueño como su soledad: las tinieblas deberían


aplacar memoria y soledad aplacando a la conciencia. Tinieblas: el mundo. Pala-
bras y ventanas sobre el mundo que es ahora un teatro vacío, imagen final del
pánico asumido.

En vano pido la sed al fuego


en vano hiero las murallas
a lo lejos caen los telones precarios del olvido
exhaustos
ante el paisaje que retuerce la tempestad

Así, la conciencia poética es presencia y ausencia, lo es la misma poesía: teatro


pleno y teatro vacío a un tiempo; y finalmente, desgarramiento ante la mudez del
mundo donde memoria y olvido son paisaje y tempestad. La extrañeza del mundo
es el horror de la soledad: quebrado el diálogo amoroso, la palabra descubre que el
mundo es murallas, olvido, tempestad; la conciencia reconoce su aguda soledad en
el mundo. Carta de amor contra el olvido: poesía contra el mundo. Poesía para reha-
cer la realidad en una noche total que el poeta recupera en el amor, porque el amor
brilla “con negrura más negra que la noche”; por eso mismo: plenitud y pérdida a
la vez, dolor de una magia lúcida. “Toda idea de lo negro es débil para expresar la
larga ululación de negro sobre el negro resplandeciendo ardientemente”; el amor
y la noche conjurada vencen así a la conciencia: plenitud. Pero al mismo tiempo el
poeta asumirá la ausencia, como un devastado teatro, y clamará por “las tinieblas”
que deberían aplacar, no el dolor de la ausencia, sino la plenitud alucinante de esa
ausencia en la aguda fijeza de la conciencia. Ausencia y plenitud son de ese modo
un mismo vértigo, una misma mirada.9

Los años de México son también de actividad pictórica. Moro pinta y escribe so-
bre pintura. Elogia el arte de Bonnard; rechaza el indigenismo americanizante de
entonces; no comparte la adhesión de Breton a Diego Rivera. En 1939 escribe: “El
arte empieza donde termina la tranquilidad. Por el arte quita sueño, contra el arte
adormidera”. La revista El Hijo Pródigo publica poemas de La tortuga ecuestre, sus
traducciones de Chirico y Péret, sus breves notas bibliográficas de ironía ligera. Y
escribe otro libro de poemas: Pierre des soleils, texto aún inédito.
“Empezó a morir cuando volvió a Lima, en 1948”, asegura Coyné. Sin em-
bargo, o por eso mismo, Moro escribe en Lima Amour à mort –donde explora en
el francés con audacia y rigor–, libro que publicaría Coyné en 1957. El lujo y el
estupor ceden en esta etapa ante un agudo sentimiento de absurdidad: agonía

9. Lettre d’amour apareció en una edición limitada a 50 ejemplares (México, Dyn, VIII, 1947).
Emilio Adolfo Westphalen tradujo el poema y lo publicó en Las Moradas (n° 5, julio de 1948); mis
citas corresponden a su excelente traducción.
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en el juego, juego en la agonía. La poesía se fragmenta, se hace más espejeante y


también más grave y reflexiva. Otra vez el amor: la poesía nuevamente manifes-
tando la nada, la ausencia, el sueño, ahora fijados como signos de un destino des-
pojado, desnudo. Estos himnos del desasimiento despojan también a una persona
que hace de la imaginación su modo de incidir en una realidad modificada por
el absurdo, por la soledad. Despojamiento que es lucidez en la aventura verbal:
conciencia y belleza que ligan la realidad en la tenacidad amorosa, en el deseo, y
en el fatal ejercicio de la escritura.
“Viaje hacia la noche”, publicado en Las Moradas en 1947, es el poema que
sugiere la poética de estos años. Este poema es una afirmación de la unidad de la
existencia, de la conjugación temporal, de la magia que rehace: desde el prisma
del cuerpo –que es madre, asombro, pasión– el poema conjuga la realidad en el
poder de la poesía:

El cuerpo en llamaradas oscila


Por el tiempo
Sin espacio cambiante
Pues el eterno es el inmóvil

El poder de la poesía reafirma la pasión de vivir. Poesía: constancia de vida.


Entre la angustia y las hienas, el cuerpo es el centro del tiempo, su eje y concilia-
ción; y por eso también es respuesta a la poesía, cuyo poder mide y confirma el
poder de vivir. “Lima, la horrible, 24 de julio o agosto de 1949”, anotó Moro en el
texto lúdico “Contador de un banco” , y el calificativo no es indiferente: la poesía
reafirma la vida desde el horror. Modifica una realidad horrible con su juego
pasional: belleza que es también angustia y soledad. Destino, por eso. Un destino
adivinado como lugar de peligro, sin salvación: morada de la que no se vuelve.
Belleza y fatalidad.
Vivió al margen de Lima, solitario. Exiliado interior, lo ha llamado Mario Var-
gas Llosa, quien ha recordado al Moro profesor de francés en el infierno de un
colegio militar, aberrante imagen de una sociedad alienada por la tradición y el
poder. Exiliado y central al mismo tiempo: un rebelde que contradecía con la
imaginación esa realidad alienada; que suscitaba otra realidad, central. Es una de
las paradojas actuales: la rebelión está en el deseo. El deseo de la plenitud es el
sueño de otra realidad. Acción y sueño se ligan como crítica y apertura.
Unos cuantos amigos rodean a Moro. André Coyné, quien llegó a Lima en
1948 por nueve meses y se quedó nueve años, y Margot More. En 1954 aparece
Trafalgar Square, el último texto que Moro publicó en vida; aparece gracias a que
Enrique Molina trabaja entonces en una imprenta. Proyectos editoriales para pu-
blicar La tortuga ecuestre en México o Buenos Aires, no se concretan... Moro muere
en enero de 1956. En un homenaje, Coyné lee su César Moro, elogio y testimonio
270 Crítica

de otro poeta;10 por su cuenta, en una mínima edición, edita La tortuga ecuestre
(Lima, 1957), y Amour à mort (París, 1957); y reúne también los artículos y notas
de Moro con el título Los anteojos de azufre (Lima, 1958). El admirable fervor
de Coyné no cesa: en 1960 organiza una exposición-homenaje con manuscritos,
libros y dibujos de Moro en la galería “Le Soleil dans la Tête”, París. Westpha-
len traduce textos de Amour à mort, libro casi totalmente desconocido.11 Algún
homenaje en México se hace ambiguo cuando da por liquidado al surrealismo.12
Algunas antologías consignan poemas de Moro... Son datos dispersos, ediciones
inhallables. Una gran obra poética ignorada, en parte todavía inédita. Los datos
destacan sobre todo el silencio de que esta poesía se rodea, su secreto o desafío.
Eguren, Vallejo, Moro. Son los más altos poetas peruanos. Y también son, qué
duda cabe, universales. Los tres, sin embargo, padecen todavía una mala fortuna,
de distinto signo, pero semejante. A Eguren se le deforma viéndolo como un
poeta evadido e “infantil” (cuando el contexto de la infancia agudiza el senti-
miento de una realidad dual –trágica y hermosa– que la fantasía verbal busca
conciliar); a Vallejo se le modifica con un patetismo grandilocuente y con una
biografía deformada como anecdotario (olvidando la complejidad de una persona
poética –que no es el yo individual– y la alta conciencia crítica de la palabra, en
conexión con una poética de la defectividad); a Moro se le pierde calificándolo
de irracionalista, sin ver la lucidez permanente de su escritura que amplía lo real.
No es extraño, por ello, que el más atendido por la literatura crítica sea también el
peor comprendido y deformado: Vallejo. Y estas incomprensiones son semejantes.
Se reducen a un grosero prejuicio: relegar la inteligencia de la poesía. Se olvida
que la creación poética es un ejercicio del rigor, una exploración también crítica:
otra forma de la lucidez. Pero no es la incomprensión de la crítica profesional lo
que en este caso importa. La poesía es un acto libre, radical. Importan, más bien,
los nuevos lectores: un diálogo más complejo entre el lector y el texto para una
incidencia más crítica de la poesía.
Insisto por eso en la marginalidad de la poesía de Moro. Marginación que es
profunda actualidad. Su gran poesía, precisamente, exige del lector un diálogo
abierto, un compromiso actuante, desde el encantamiento verbal que suscita su
hermosa lección de magia y lucidez.13

10. André Coyné, César Moro, Lima, Imprenta Torres Aguirre, 1956.
11. “De los últimos escritos de César Moro” y “Nota sobre César Moro”, Revista Peruana de Cultura,
n° 4, Lima, enero de 1965, pp. 36-41 y 42-46.
12. “Suplemento en homenaje a la memoria del poeta y pintor peruano César Moro”, Estaciones,
n° 1, 1956.
13. Sobre Moro cf. también: Xavier Villaurrutia, “Le château de grisou”, El Hijo Pródigo, n° 7, octubre
de 1943; Mario Vargas Llosa, “Nota sobre César Moro”, Literatura, n° 1, Lima, 1958; del mismo Var-
André Coyné 271

André Coyné:
César Moro entre Lima, París y México*
Una vez desaparecido Breton, y disperso el grupo que no podía darle la razón a
la muerte, a su muerte, pero que tampoco podía permanecer mucho tiempo sin
sacar las conclusiones de dicha muerte, tal vez pueda uno hablar de un después
del Surrealismo sin incurrir en la sospecha de estar llevando agua al molino, o
al gaznate –de todos modos seco– de los eternos sepultureros que, desde 1930,
se desgañitan abucheando un cadáver al que nunca nada correspondió en la rea-
lidad. Un después del Surrealismo en el sentido en que hubo un antes, y en que
Baudelaire, por ejemplo, fue según Breton “surrealista en la moral”, sin que las
“ideas preconcebidas” por las que también “sentía algo” nos parezcan (como le
parecían a Breton, que sólo consideraba incólumes a quienes la “voz surrealista”
le iba apuntando) falsear, cuando se interponen, el juego de ecos que su poesía
–su moral, por consiguiente– despierta en nosotros. Efectivamente, ¿quién puede
obligarme a pensar que Baudelaire supiera al respecto menos que Breton? Lo
supo de modo distinto, a su manera, tan sensible a la irrisión del destino que
nos toca como al poder que, sin embargo, tenemos, de oponerle en cada caso la
pureza de nuestros rechazos o de nuestros delirios.
Debería bastar el acuerdo sobre estos dos puntos, pues excluiría a quienes es
preciso excluir: a los realistas, aquellos que tratan de tú y voz al ídolo –bastante
gente en suma–, preservando al mismo tiempo la oscuridad que atañe al “punto
supremo” y a las “premisas fundamentales del Surrealismo” en sus relaciones
con las “tradiciones”; o a aquel “espíritu” que animó primero a Nerval (quien no
obstante se movía dentro de un universo de culpa y salvación, cuya imaginaria
verdad acogía cualquier ortodoxia al lado de cualquier herejía) y asimismo a
aquellos “signos en el Pensamiento” a los que un Artaud a un Daumal sacrificaron
la actividad colectiva y la apariencia misma de la actividad poética.
Sin duda, el problema no era aún aquél para el joven peruano que llegó a París
en 1925 ostentando el magnífico nombre que acababa de elegir: César Moro, y
que luego descubrió el más allá de los días surrealistas como el más allá de sus
propios días, la sede de un desenfreno espiritual al que estaba de antemano pre-
parado. No por ello dejaría de manifestar su insolencia, ya fuera escapándose de

gas Llosa, “Carta de Amor, de César Moro”, Literatura, n° 2, 1958; Américo Ferrari, “César Moro y la
libertad de la palabra”, El Nacional, Caracas, 2 de enero de 1969; la revista Amaru (n° 9, Lima, 1969)
está en parte dedicada a Moro.
* En: Julio Ortega, ed., Convergencias / Divergencias / Incidencias, Barcelona, Tusquets, 1973, pp.
215-227; reproducido en: César Moro, Obra poética I, edición de Ricardo Silva-Santisteban, Lima,
Instituto Nacional de Cultura, 1980, pp. 11-23.
272 Crítica

su cuarto de hotel para reunirse con sus amigos rusos blancos de Schérazade, ya
interrumpiendo una discusión política en el seno del grupo para señalar que, si
bien el ministro burgués ese día puesto en el banquillo era un señor horrible,
debió, no obstante, haber sido un hombre bello. Poesía, amor, rebelión: sí; en
el cielo del deseo, el incendio del corazón y de los sentidos, ¡pero que ningún
deseo vacile en darse a conocer! Moro nada abjurará cuando llegue a admirar el
Monsieur Godeau intime y, por sobre todo, En busca del tiempo perdido. Me permiti-
ré citar, a propósito, estas líneas escasamente leídas, que surgen directamente de
Proust y son de Crevel, a quien su fervor por Breton no le impidió frecuentar a
Jouhandeau:

Mientras las terceras personas crean en un vicio, mientras esperen espectáculos


bien montados o, en todo caso, una diseminación de gestos que se complacen
en considerar tan culpables y tan raros como las orquídeas de Oscar Wilde:
respetuoso interés. Pero que venga el sufrimiento al que ninguna extravagancia
revela, y al que no aumenta ninguna persecución social, ningún calabozo, ni el
boato del peor esteticismo, que venga el sufrimiento sin palabras, el sufrimiento
silenciosamente corrosivo, y aquellos que habían esperado decorados curiosos,
anécdotas picantes y crónicas escandalosas no perdonarán a la pasión su dolor
demasiado simple.

De los años de Moro en París dan testimonio su firma en Le Surréalisme au ser-


vice de la Révolution; luego, en el homenaje a Violette Nozières, así como también
la nota al pie del manifiesto La movilización contra la guerra no es la paz (1933),
donde se denuncia

la abominable sentencia que acaba de ser lanzada contra los marinos de los
cruceros peruanos Almirante Grau y Coronel Bolognesi, que se rebelaron el 8
de mayo pasado para protestar contra la mala alimentación y los excesos en la
disciplina.

Entretanto, el francés se ha convertido en el idioma natural de Moro, del mis-


mo modo que la poesía, esta flor venenosa cuyos pétalos habrán de marchitarse
casi todos en sus maletas y en sus cajones; a tal punto le interesaba más respirar
su olor que sacar partido de ellos para lucirse.
Cuando regresa a Lima, en 1934, comprueba el atractivo que el Surrealismo
ejerce a la larga distancia sobre los más jóvenes. Así por ejemplo, en Emilio Adolfo
Westphalen, poeta que enmudeció demasiado pronto, pero que sigue siendo hasta
el momento un crítico de excepcional lucidez. En 1935, Moro organiza una expo-
sición en que las tres cuartas partes de las obras –pinturas, dibujos, collages– son
suyas. Desde 1928 habían aparecido en Buenos Aires dos números de la revista
Que dirigida por Aldo Pellegrini, y ciertas tendencias surrealistas se habían abierto
paso no sólo en Argentina, sino también en Chile. Sin embargo, aún no se había
André Coyné 273

visto en el continente una explosión de imágenes plásticas tan expresamente lle-


gada al Surrealismo, y cuyo catálogo, henchido de fórmulas insólitas dentro del
propio grafismo –a partir del enunciado liminar de Picabia: “El arte es un produc-
to farmacéutico para imbéciles”– propendiese así a provocar a los defensores de
los academismos de todo tipo, comenzando –o terminando– por el academismo
supuestamente revolucionario del indigenismo, que Moro no tardaría en calificar
de última ola de la barbarie artística, recuperando de paso la palabra “arte” para
hacerla designar, desde entonces, aquello que “empieza donde acaba la tranquili-
dad”: “Por el arte quita sueño, contra el arte adormidera”.
Un apéndice del catálogo arremetía contra Vicente Huidobro, cuya poesía,
en la época de Nord-Sud, había reflejado la de Reverdy, y que por entonces, en
El árbol en cuarentena acababa de parodiar Una jirafa de Buñuel, publicada en
Le Surréalisme au service de la Révolution. El chileno, indignado, trató de llevar la
discusión al terreno de las costumbres. De Lima le respondieron en un libelo co-
lectivo: Vicente Huidobro o el obispo embotellado, en que el aporte de Moro –escrito
en francés– se titula “La pâtée des chiens” (La bazofia de los perros).
Moro y Westphalen habrían de colaborar pronto en un boletín clandestino a
favor de la República Española, antes de lanzar, en vísperas de la gran conflagra-
ción mundial, el primer y único número de El Uso de la Palabra.

Contra las aves negras del oscurantismo, los cuervos sombríos del imperialismo
fascista de seso descolgados en descomposición, de los imperialismos democrá-
ticos de lengua de hormiguero y cola de ratón, de la burocracia stalinista con
una colmena de moscas en cada ojo, oponemos nuestra confianza en el destino
del hombre y en su próxima liberación. En 1925 sitúan los surrealistas el fin
de la era cristiana. El Uso de la Palabra pretende recordar que estamos en 1939.

En 1938, Moro vuelve a salir de Lima y se establece en México, donde, con


motivo de la estancia de Breton, presenta en Letras de México y en Poesía algunos
poemas traducidos de los surrealistas franceses: “El Surrealismo es el cordón que
une la bomba de dinamita con el fuego para hacer volar la montaña”.
Mientras Breton regresa a Europa y se ve pronto envuelto en la guerra, Moro
y Wolfgang Paalen montan la exposición que habían preparado junto con él y que
abre sus puertas en febrero de 1940, en la Galería de Arte Mexicano. El propio
Moro escribió las palabras de presentación, publicadas en español y en inglés.
Por otro lado, un primer enfrentamiento había ya opuesto a Moro con Breton:
lo señalo porque sirve para explicar lo que sigue. Por razones de orden táctico, el
pintor Diego Rivera se encontró asociado al manifiesto Por un arte revolucionario
independiente, redactado por Breton y Trotsky; Moro conocía al personaje, con
su vanidad “megalo-mito-paranoica”, y desconfió de antemano de una causa que
sentía la necesidad de movilizarlo.
A la hora en que la más siniestra de las catástrofes se abatía sobre el mundo, él
274 Crítica

invocaba a los pueblos de Inglaterra, Francia, Alemania, Polonia, etc., “contra los
siniestros antropófagos: Chamberlain el Provocador, Hitler el Demente Paralítico,
Mussolini el Gran Comendador del excremento, Daladier el Inaugurador N° 2 del
monumento a los muertos”, repudiando al mismo tiempo los eslógans cacoquími-
cos de la “Tercera Cloaca Internacional”. ¿Qué crédito ya entonces otorgaba a la
Cuarta? Trotsky recibía del exilio un aura que habría de aumentar con su martirio.
Su adhesión a una forma de revolución que establecerla “desde el comienzo [...]
para la creación intelectual [...] un régimen anarquista de libertad individual”, ¿se-
ría de verdad mucho más que un deseo piadoso? El poder obliga, y Trostsky en el
poder había realizado la feroz represión de Cronstadt y el cobarde asesinato de
los Makhnovistas. Además, la lectura de Su moral y la nuestra conduciría pronto a
Breton a declarar su estupor ante el hecho de que hasta Trostsky apelara al viejo
concepto jesuítico: “El fin justifica los medios”, a pedir que “ciertos aspectos del
pensamiento de Lenin y hasta del de Marx, sean sometidos a una crítica atenta”.
En adelante el autor de Nadja insistiría cada vez más en Fourier y en “su interpre-
tación jeroglífica del mundo, fundada en la analogía entre las pasiones humanas
y los productos de los tres reinos de la naturaleza”.
No es mi tarea argüir de Breton contra Breton. Otros se encargarán de discer-
nir en sus escritos lo que sólo es producto de la fatalidad de la época, y contra lo
cual Artaud quiso prevenirlo. Regreso a Moro. Cuando yo hablaba de un después
del Surrealismo que correspondiese a su antes, tenía en mente más bien algún al
lado. En la Exposición Internacional de México, los pintores propiamente surrea-
listas –algunos a largo plazo, otros a uno más o menos corto– eran confrontados,
no sólo con objetos de arte mexicano antiguo y de “arte salvaje”, sino también
con las obras de pintores mexicanos vivos, que contribuían a crear la atmósfera
sin someterse totalmente a ella. Provenían en general de los Contemporáneos que,
alrededor de 1930, habían leído más a Cocteau y a Max Jacob (y a Supervielle,
Giraudoux y al Jouhandeau de Astaroth) que a Breton y a Péret. Dos de ellos,
Agustín Lazo, insigne conocedor de la cocina pictural, y Xavier Villaurrutia, poeta
de verbo sonámbulo y de una esplendente precisión, eran ya para Moro los ami-
gos admirables que compartía con Wolfgang y Alice Paalen, Leonora Carrington,
Remedios Varo, y aquellos surrealistas a quienes la tormenta fijaba o fijaría en las
alturas de Anahuac. Hubo allí apertura recíproca.
En México, tierra elegida, el Surrealismo, cuya verdad era defendida por Péret,
se convirtió más bien en el lugar predilecto de una múltiple amistad, en la que
respiraba un núcleo de seres que había reconocido, de una vez para siempre, su
entera libertad frente a la obsesión de los abandonos o de las adhesiones. Paalen,
en forma totalmente independiente, se preguntaba: “¿qué pintar?”, y proponía
como nuevo objeto del arte la “visualización directa de las fuerzas que nos mue-
ven y que nos conmueven”, una verdadera “cosmogonía plástica”. Él funda y diri-
ge Dyn, mientras que en Nueva York, Breton funda y dirige VVV; Moro colabora
André Coyné 275

en Dyn, pero no en VVV; y cuando aparece el número 4 de esta última revista,


se siente obligado a expresar su desacuerdo –voluntariamente sereno, moderado
y sin rencor– con un movimiento que había constituido su razón de ser, sin que
pudiera imaginar que algún día habría de alejarse de él. Cuando aparece Arcane
17, tendrá la oportunidad del reafirmar su decepción, ya que la atracción siempre
viva del lirismo de Breton no le parece suficiente para paliar los límites del análisis
o de la incertidumbre del juicio:

La afirmación de que todo ser humano busque un único ser de otro sexo nos
parece tan gratuita, tan oscurantista que sería necesario que el estudio de la
psicología sexual no hubiera hecho los progresos que ha hecho para poder
aceptarla o pasarla por alto siquiera. ¿Acaso no sabemos, por lo menos teórica-
mente, que el hombre persigue a través del amor la satisfacción de una fijación
infantil más o menos bien orientada, más o menos aceptada por el superyo, por
la sociedad? ¿Quita esto algo al amor, no lo enriquece más bien con una especie
de fatalidad dramática determinándolo ya desde la infancia?

Tendría que citar enteramente el largo reproche que Moro le hizo al Surrealis-
mo de los años de la guerra, en el sentido de que no exploraba suficientemente el
aporte de Freud tanto en el campo personal como en el colectivo, y, muy a menu-
do, se contentaba –en lo que al sueño se refiere– con ciertas banalidades que no
pasaban de ser agradables, descuidando por completo –pese a la evidencia de las
catástrofes– la toma de conciencia efectiva de los líderes de un mundo loco, líde-
res que, no habiendo resuelto sus propios problemas y no poseyendo por lo tanto
“sino una visión parcial y ferozmente individual, condicionada por su propia ca-
rencia frente a la realidad”, no pueden concluir ningún acuerdo válido ni, mucho
menos, lanzarse a la tarea de podar “las ramas inútiles del bosque frondoso de los
prejuicios”. El arte y a su vez la estructura social, la estructura social y a su vez el
arte, dependen del grado de lucidez psicológica: “¡Quién no ha experimentado el
terrible desierto estéril que a veces nos ofusca impidiendo toda manifestación a
pesar del oleaje tempestuoso que hierve interiormente!”.
Moro no se atribuía ningún papel de director, pero lo iban ganando las se-
cretas convicciones originarias por la pérdida de convicción en el siglo “en que
tenemos la fatigosa dicha de vivir y en donde cada cual se halla para siempre
privado del derecho natural de escoger a sus hermanos”. No cito a Baudelaire al
azar. ¿No era él acaso quien afirmaba: “Sólo los bandidos son gente convenci-
da”?
Escandalizado por los “acercamientos inauditos” que el conflicto mundial con-
llevaba, Moro reaccionó invocando “la guerra civil contra la guerra de fronteras,
[...] la fraternización de los ejércitos en lucha en contra de las propias burocra-
cias y de los líderes traidores a la causa de la liberación humana”. Pero al mismo
tiempo traducía las páginas de Baudelaire sobre la prensa: “todo periódico, de
276 Crítica

la primera línea hasta la última, no es sino un tejido de horrores...”, para concluir


diciendo:

Algunos hombres vivimos todavía, oscuros, hambrientos, llenos de rabia, de


la rabia insaciable del hombre por las condiciones infames que lo mutilan y lo
arrojan, muñeco sangriento, en las manos terribles del sueño que desconocen
las bestias intelectuales, los famosos bueyes que halan a la gran carroza en que
se pudre y aniquila dialécticamente el mundo occidental.

El llamado a Baudelaire es significativo, y a Nietzsche, tan maltratado en VVV


por cierto señor Duthuit “siniestramente oportunista”, y a Sade y al Cobineau
de las Pléyades, que tomó del Oriente su idea de los “calenders, hijos de Rey” y
también –mal que les pese a ciertos “incorruptibles guardianes de la llama revo-
lucionaria”– al D’Annunzio de la Hija de Iorio, esta obra maestra en la que tanto
se han nutrido, sin vergüenza alguna, los García Lorca y otros ídolos del “joven
teatro republicano de la vieja España”.
El artículo sobre VVV concluye con estas líneas:

Sabemos lo que debemos al surrealismo, sabemos aún que nuestra expresión


en el terreno poético le debe más que mucho al surrealismo. Raramente se re-
unieron en grupo alguno tales capacidades poéticas, tal sentido de humanidad
en lo que éste tiene de dinámico y rebelde. Pero las circunstancias actuales
son tan agudamente apremiantes que ya no es posible aceptar que antes pudo
parecer más que suficiente para las circunstancias de entonces. Ahora es im-
prescindible mayor cualidad. A una revista que no añade nada al prestigio del
surrealismo preferiremos siempre un libro de Breton o de Péret, una actividad
que corresponde menos al deseo de actualidad.

Ya he señalado que, en realidad, el siguiente libro de Breton –Arcane 17– había


de decepcionar a Moro, quien creyéndose con derecho a esperarlo todo, se creía
también con derecho a juzgar lo que respondía o no a su espera. Para reconstruir
“esta atmósfera apasionante de revelación” en la que se hallaban inmersos sus li-
bros anteriores, Breton tendrá que rectificar y enriquecer “su disponibilidad frente
a la vida, frente al amor”, origen de todo “conocimiento tangible”.
La actitud de Moro, que vivió las ricas horas de un surrealismo heroico, nada
tiene de abjuración. Por el contrario, pone de relieve todo lo que, en la aventura
de los años 25 o 30, había de compromiso total en un set enlazado en primer tér-
mino por las afinidades extralúcidas de sus miembros. Probablemente, el proble-
ma estuvo mal planteado. Si bien la guerra marca una ruptura desde todo punto
de vista, sanciona también en primer lugar aquello que nos vemos obligados a
denominar –por más repugnancia que nos cause dar importancia a la edad–, un
relevo generacional. Por más que hasta entonces, el set, primordial se abriera y
cerrara, expulsara a uno y admitiera al otro, las variaciones cronológicas no lo
André Coyné 277

habían afectado sustancialmente. En contra de las opiniones de los manuales,


Breton fue menos el papa que la conciencia de un movimiento en que todos los
que venían o se quedaban, marchaban al mismo paso, e inspiraban tanto como
ellos se inspiraban. Las cosas empezaron a cambiar poco antes de 1939. El con-
flicto mundial precipita un término y aísla en cierto modo a Breton –al margen
de lo que le dicte su modestia–, en un magisterio al que le es cada vez más difícil
renunciar.
Cuando Moro lamenta el hecho de no recibir ya de Breton la misma lumi-
nosidad que antes, si insiste en la necesidad de un análisis más riguroso de los
fantasmas de todos y de cada uno, es porque piensa en el excedente de poesía
que de ello derivaría para todos y cada uno en el seno del horror que los de-
vora. La exigencia que plantea respecto de la calidad sólo puede comprenderse
en función de ese horror y no de cualquier otra tentación estética. Moro nunca
dejó de ponerse a prueba –de probarse– por la escritura, sin preocuparse en lo
más mínimo de publicar y, por otro lado, a medida que el tiempo lo iba alejando
de París, seguía escribiendo más y más en francés, en un francés cada vez más
personal que, cuando en 1948 regresó a Lima –ciudad donde habría de morir en
1956– literalmente casi nadie comprendía en torno suyo.
“La Poesía no perdona”; hay quienes la adulan creyendo que ella los adulará:
pero es en vano. En Nueva York, Breton se dejó sorprender incluso dentro de
una estricta perspectiva surrealista. VVV recibió, por ejemplo, a dos miembros
peruanos, el primero de los cuales, Juan Ríos –mediocre rival del García Lorca
del Cancionero y del Neruda de la Oda a Stalin–, habría de convertirse en rewriter,
igualmente mediocre, de Medea, de Don Quijote, etcétera, y el segundo, Xavier
Abril, después de algunos “elogios de la locura” del tipo: “La locura es mi cons-
tante existencia. Vivo de mi locura. La locura es mi clima. Por todas panes yo
voy a la locura”, habría de voltearse contra el Surrealismo con el más vil de los
enconos. Moro, mientras tanto, no hizo sino sentirse más libre para saludar a la
poesía dondequiera que se le apareciese, arbitraria y alada, suntuosa, con esa
suntuosidad ardiente y glacial que conviene a las esfinges y a los aparecidos. El
humor iniciático y la búsqueda perdida de la maravilla bastan para calificar aquel
Surrealismo esencial al que se había entregado en cuerpo y alma desde su primera
juventud y del que hará, en su “juventud madura”, la doble condición del poeta a
su antojo, diurno y nocturno, que sueña y escribe: que ama, que vive.
En 1949, rendirá un ferviente homenaje a Reverdy, el “más grande de los poe-
tas vivos”. Entre quienes lo precedieron en el Perú, sólo reconocía a José María
Eguren, el poeta-hada de la Canción de las figuras, tan al abrigo en su castillo de
cristal que la crítica aún no ha valuado el fulgor que proyecta sobre el horizonte
simbolista americano. La mejor explicación dada por Moro de aquello que a par-
tir de los años cuarenta él consideró su verdad definitiva, se encuentra en estas
líneas acerca de Xavier Villaurrutia, quien lo precedió en la muerte:
278 Crítica

No sé si la Poesía deba situarse en el presente, en el futuro o en el pasado.


Sola, se sitúa en el tiempo barriendo con las pueriles antinomias que quieren
separarla de la vida como si precisamente en Ella no estuvieran contenidas y
resueltas de antemano todas las reivindicaciones humanas, desde las más ele-
mentales hasta las más elaboradas y complejas. Fuera de Ella –hilo de Ariadna–,
la desesperación, el fragor estéril de las simulaciones, la ceguera que inmoviliza
dentro del Laberinto.

Hoy, más que nunca, la ciencia se revela incapaz de ofrecer una solución al
problema humano. La mayoría de la gente sale de apuros, o trata de salir atur-
diéndose “con los viajes, la radio, el cine, la política y la prensa”; pero ocurre a
veces que un libro, silencioso, discreto “vuelve a colocar bajo la luz de la urgencia
vital los eternos enigmas que exaltan y torturan al hombre: el amor, la muerte, la
expresión poética”:

Que la vida –la admirable, la pavorosa vida– continúe desenvolviendo sus hilos
[...] ¿Cómo no seguir en los sitios de peligro donde no caben ni salvación ni
regreso?
Tanto peor si la realidad vence una y otra vez y convence a los eternos con-
vencidos trayendo entre los brazos verdaderos despojos: el hierro y el cemento
o la hoz y el martillo como argumentos definitivos para justificar la prodigiosa
bestialización de la vida humana.
Este mundo no es el nuestro.

No definitivo a la realidad de los realistas que –y es algo que puedo asegurar


en base a nuestro trato cotidiano a partir de diciembre de 1948– Moro mantuvo
indeclinablemente desde esa terraza sobre el mar, en Barranco, cerca de Lima,
desde la cual, más allá de los ficus y palmeras, contemplaba las islas del Callao que
dormían como grandes tortugas divinas. En efecto, su desacuerdo con el mundo
humano –cada día más inhumano– era el signo de un acuerdo de otro orden con
otro mundo dentro de éste, un mundo que la mirada pone al descubierto a través
del “muro de agua” del horror, señalándolo –como en un poema de Villaurrutia–
con las “cinco letras del DESEO”. Pues –según reza un aforismo de Reverdy que
Moro se apropiara– la “verdad no emerge del pozo, sino que arrastra a quien la
busca al fondo del mismo”; igualmente “en la calma del atardecer, los peces saltan
fuera del agua, se zambullen en el aire, se bañan”, o –dicho con otras palabras,
éstas del propio Moro– “Damos todo para no tener nada. Volver a comenzar siem-
pre. Es el precio de la vida maravillosa”.
El “llegará algún día” de la poesía se cumple así cada vez que el poeta contem-
pla “desde tiempo inmemorial a Dios ante su puerta, que no [es] una detrás de él
que no [es] tal”.
El alejarse del Surrealismo de Breton reflejaba la experiencia adquirida de la
soledad, a la usanza de Baudelaire. En sus últimos años Moro había trazado la
Guillermo Sucre 279

frontera más precisa entre aquellas horas que perdía para ganarse la vida dando
clases de francés en los cuatro rincones de una ciudad extraviada, y aquellas en
que, una vez que se quitaba la máscara, atravesaba “tempestades maravillosas”,
“muy ufano de sumergirse en la desesperación”, en cuanto algún sol recorría la
noche, le sonreía “triturando su corazón”.
No éramos muchos los que nos dábamos cuenta de que, lejos de la escena en
que los historiadores multiplican sus muecas, él seguía llevando una existencia
magnífica y escandalosa, de la que el riesgo nunca estuvo ausente. Westphalen
había salido del Perú en 1949. Enrique Molina, el amante antípoda de las bellas
furias, y no menos instruido en poesía, estaba siempre de paso, en la ruta de Bue-
nos Aires a Guayaquil. Dos o tres amigas guardaban una parte del secreto. Otros,
amigos y amigas, suponían que algún secreto había. Fueron ellos, y ellas, quienes
me ayudaron luego a editar la poesía y la prosa española: La tortuga ecuestre y Los
anteojos de azufre, así como los textos franceses de Amour à mort –que continúan a
Le château de grisou, a las plaquettes Lettre d’amour y Trafalgar Square, publicados
en vida del autor–, pero que distan mucho de conformar la totalidad de los poe-
mas y otros textos escritos por Moro en francés.
¿Qué más? En 1940, Moro señalaba especialmente, entre los imperialismos
que había que destruir, al imperialismo japonés. Diez años más tarde, interrumpía
a los imbéciles lanzando un “¡Viva nuestro padre el Mikado!”. Y a quienes no
entendían, les explicaba –con humor, pero también ¿quién sabe con qué segunda
y doble intención?–: “Soy un nacionalista japonés”. Tal fue sin duda su único na-
cionalismo. Bien podría ser también el nuestro.

Guillermo Sucre:
La poesía de César Moro*
La poesía de César Moro está más cerca, que la de Huidobro, de la intensidad
de la pasión. Su erotismo no es sólo experiencia de la plenitud sino también de
la carencia. Por una parte, la comunión erótica en su obra no excluye la soledad,
aunque es igualmente cierto que ésta supone a aquélla: la soledad no mata al
deseo sino que lo hace más vivo. (¿No es la intermitencia, como lo recuerda
Barthes, siguiendo al psicoanálisis, lo que es realmente erótico?). Por otra parte,
su pasión es tan extrema que siempre está al borde de la transgresión. Pero ¿no
es éste un rasgo inherente a la condición humana y por ello las obras de Sade o

* En: La máscara, la transparencia, Caracas, Monte Ávila, 1975, pp. 398-404.


280 Crítica

de Bataille no pueden ser vistas como meras aberraciones o como exaltación de


la obscenidad? No me estoy refiriendo al hecho de que la erótica de Moro sea o
no homosexual. No hay en su obra ni una teoría ni una justificación de ese tipo
de relación; tampoco es muy explícita, aunque no falten indicios que la sugieran.
“Il faut porter ses vices comme un manteau royal, sans hâte. Comme une
auréole qu’on ignore, dont on fait semblant de ne pas s’apercevoir”, dice Moro
en un poema. La segunda frase es reveladora: el vicio no es ni un error ni una
desviación, pero exaltarlo sólo como una respuesta al orden social represivo sería
ya caer en otra forma de mediación y quizá de resentimiento. A Moro le gustaba
manejar la insolencia, pero no dejarse manejar por ella. En ese mismo poema se
puede percibir que se está refiriendo al vicio como una pasión extrema y hasta
como una energía imantada por lo absoluto. Así, el vicio es lo que confiere mayor
realidad a los seres en el mundo, una realidad que incluso lo aproxima al orgullo
de una elementalidad animal. “Il n’y a que les êtres à vices dont le contour ne
s’estompe dans la boue hialine de l’atmosphère”; “Ma pourpre est tachetée ; ainsi
des tigres, des botes à plumes”. Se trata igualmente de una perspectiva estética:
“La beauté est un vice, merveilleux, de la forme”. ¿No fueron los surrealistas –Ara-
gon– los que primero hablaron de la imagen como un nuevo vicio?
Podría decirse que toda la obra de Moro se desarrolla entre estas dos proposi-
ciones: “Tout le drame se passe dans l’œil et loin du cerveau”, de su primer libro
Le château de grisou (1943), y “La mort est le terme affreux du soleil”, de uno de
sus libros póstumos, Amour à mort (1957).
Por medio de la primera, Moro sitúa su experiencia en el plano de la mirada,
lo cual excluye o al menos desplaza tanto lo mental como lo puramente emotivo.
La segunda proposición viene a revelar que esa mirada está magnetizada por lo
solar: combustión de la vida, pero también su más alto grado de incandescencia.
Esta pasión solar es igualmente una ética: si la muerte es su fin y el fin, éste no
suscita la lamentación sino como una desesperada y última forma de rebelión.
Esta rebelión tiene un doble signo: contra la muerte y por la pasión misma. Al
Moro que escribe en un poema de su primer libro sobre el “instinto de muerte”
que “subleva” “a los mejores entre los hombres”, viene a corresponder el de uno
de sus últimos poemas. “Yo pertenezco a la sombra y envuelto en sombra yazgo /
sobre un lecho de lumbre”. Frase admirable por su doble alusión: al erotismo que
se burla de la culpa asumiéndola y a la muerte que no llega a intimidar los pode-
res de la pasión sino que más bien se ve absorbida por ésta. La pasión, en Moro,
no es sólo intensidad, o ésta se presenta ligada a la lucidez y a la ironía. Por ello
es también dramática.
La pasión erótica de Moro nada o muy poco, en verdad, tiene de común con
el registro sentimental y patético de la llamada poesía amorosa. (De eso también
nos liberó, por fortuna.) Pasión del cuerpo, busca sobre todo visualizarlo y ha-
cerlo también cuerpo verbal. Para Moro el cuerpo no es sólo materia sino formas;
Guillermo Sucre 281

aun las sensaciones son imágenes, en el estricto sentido visual del término. “El
olor y la mirada” se titula de manera significativa uno de sus poemas más lumi-
nosos: “Tu olor de cabellera bajo el agua azul con peces negros y estrellas de
mar y estrellas de cielo bajo la nieve incalculable de tu mirada”. Sus imágenes,
debería decirse con más precisión, son cristalizaciones del ver. Si el estupor es lo
que las desencadena, se trata, como él mismo lo dice, de un “estupor de cuentas
de cristal” y, como lo reitera en el mismo poema, “el estupor de vaho de cristal
de ramas de coral de bronquios y de plumas”. Otro rasgo no menos importante
y que complementa al anterior: esas imágenes tienen cierto hieratismo hipnótico
o cierta hipnosis hierática, que es lo mismo. No se trata de que nazcan o no de la
fascinación, sino que ellas mismas, por su naturaleza o su situación en la estruc-
tura del poema, son la fascinación: fijas y vertiginosas, translúcidas y espejeantes.
Si hay algún lenguaje que sea sobre todo escritura (en el sentido etimológico del
vocablo), ése es el de Moro. “El lenguaje afásico y sus perspectivas embriaga-
doras”: así lo definía él mismo. Lenguaje afásico: sin voz, sólo refleja o refracta;
sin habla, es sólo signos que destellan. Lenguaje-cuerpo: no tiene alma, ni neuma,
no respira; es una inscripción, un tatuaje. Ver equivale a desear; desear, a ver. La
imaginación es también una mirada.
Es significativo que en casi todos los poemas de Moro no sólo predominen los
nombres, sino que, además, sea muy notable la ausencia de verbos. No se trata,
creo, de sustantivar la escritura, ni de hacerla más densa; lo que busca Moro quizá
es provocar la fijación, interrumpiendo los elementos activos del discurso, pero a
un tiempo hacer de la fijeza un delirio que fluye. ¿O sería al revés? En el poema “A
vista perdida”, del cual ya hemos hecho algunas citas, este rasgo se vuelve domi-
nante. El poema es, aparentemente, una larga enumeración a partir de una inicial
frase verbal: “No renunciaré jamás...”; frase que luego desaparece por comple¬to
hasta el último verso del poema. Esta frase, sin embargo, es la que rige toda la
enumeración subsiguiente, pero ésta, a su vez, va independizándose cada vez más
del verbo inicial constituyendo frases que tienden a ser nominales:

No renunciaré jamás al lujo insolente al desenfreno suntuoso de pelos como


faces finísimas colgadas de cuerdas y sables

Los paisajes de la saliva inmensos y con pequeños cañones de plumas-fuentes

El tornasol violento de la saliva

La palabra designando el objeto propuesto por su contrario

El árbol como una lamparilla mínima

La pérdida de las facultades y la adquisición de la demencia


282 Crítica

El lenguaje afásico y sus perspectivas embriagadoras

La logoclonia el tic la rabia el bostezo interminable

La estereotipia el pensamiento prolijo

El estupor

Hay que detenerse: el poema es todavía más extenso, desmesurado, como mu-
chos de Moro, pero su estructura no cambia en lo fundamental. Mejor: si cambia
es para hacer más radical y compleja la autonomía de cada uno de los elementos
de la enumeración a partir del tema del “estupor”; si bien admiten nuevos ver-
bos, cada enumeración deja de ser lineal y aun adopta la estructura de una prosa
densa. Sólo al final, declamas, reaparece el verbo del comienzo. Ese final mismo
es aún más revelador: “No renunciaré jamás al lujo primordial de tus caídas ver-
tiginosas oh locura de diamante”. La cristalización de una y mil fases, que, en el
fondo, es la verdadera visión de Moro.
Pero habría que destacar uno de los versos del pasaje anteriormente citado:
“La estereotipia el pensamiento prolijo”. Creo que alude a una de las claves de la
técnica de Moro, como también de muchos otros surrealistas y de la cual Breton,
sin duda, fue el gran maestro. Consiste en esto: enumeraciones anafóricas que
repiten un patrón sintáctico muy simple y van cercando un mismo tema. Pero no
lo hemos dicho con toda precisión. Por una parte, esas enumeraciones obsesivas
no caen ni en la monotonía (como muchas veces en Huidobro) ni en la opacidad:
su poder de transparencia, por el contrario, es muy perceptible. Por la otra, no es
el caso de simples repeticiones sino de reiteraciones y, mejor aún, de intensifica-
ciones: las alimenta la avidez, que puede ser ciega, pero también la inteligencia de
las formas, que es ya un enriquecimiento. En uno y otro caso, son una fijeza (una
“estereotipia”) y una diversidad (un “pensamiento prolijo”). Este método aparece
desde el primer poema conocido de Moro, “Renommée de l’amour”, publicado en
un número de la revista Le Surréalisme au service de la Révolution (1933). Pero es
en sus poemas posteriores donde alcanza mayor precisión e intensidad: Moro no
sólo logra dar la imagen múltiple y estática (extática) del cuerpo, sino darle tam-
bién un espacio al deseo; lo aparentemente caótico de la enumeración se vuelve,
así, un ritual y un conjuro. Esto último está muy presente en el poema “La leve
pisada del demonio nocturno”: ganarle a los mecanismos disolventes de la me-
moria y de la realidad trivial una presencia destellante en medio de su ausencia.
El comienzo del poema revela ya ese intento: “En el gran contacto del olvido / A
ciencia cierta muerto / Tratando de robarte a la realidad / Al ensordecedor rumor
de lo real / Levanto una estatua de fango purísimo / De barro de mi sangre / De
sombra lúcida de hambre intacto / De jadear interminable / y te levantas como
un astro desconocido”. Todavía no es el conjuro y el ritual, pero todo el pasaje
Guillermo Sucre 283

ya lo sugiere (“robarte a la realidad”); además, el verso “Levanto una estatua de


fango purísimo” es central: excluye toda evocación laberíntica o fantasmal del
amante y, por el contrario, propone la visualización del cuerpo: su imagen, no su
presencia. El conjuro y el ritual vienen después, a través de una larga tirada de
enumeraciones que tienen esta particularidad: todas las analogías se desarrollan a
partir de un material luminoso y se fundan no en la equivalencia física sino en la
del deseo. Así la ausencia se vuelve “sombra lúcida”;

Con tu cabellera de centellas negras


Con tu cuerpo rabioso e indomable
Con tu aliento de piedra húmeda
Con tu cabeza de cristal
Con tus orejas de adormidera
Con tus labios de fanal
Con tu lengua de helecho
Con tu saliva de fluido magnético
Con tus narices de ritmo
Con tus pies de lengua de fuego
Con tus piernas de millares de lágrimas petrificadas
Con tus ojos de asalto nocturno
Con tus dientes de tigre
Con tus venas de arco de violín
Con tus dedos de orquesta
Con tus uñas para abrir las entrañas del mundo
Y vaticinar la pérdida del mundo.
[...]

La erótica de Moro no rehúye la ferocidad, pero nunca cae en lo “escabroso”.


Sus imágenes están elaboradas con frecuencia a través de elementos del mundo
animal: “Tus ojos de cernícalo en las manos del tiempo”. “Como una bestia des-
dentada que persigue su presa”, “Como el milano sobre el cielo evolucionando
con una precisión de relojería / Te veo en una selva fragorosa y yo cerniéndome
sobre ti”. Esa ferocidad implica dos cosas: la recuperación del instinto y el desplie-
gue de una pasión total. El amor como “Una puñalada”, como “un crimen”, o como
una “hecatombe”, o un “naufragio”: imágenes como éstas, que parecen transgredir
la moral y a la vez crear otra, aparecen en uno de sus mejores poemas. Pero es
significativo que al lado de ellas surjan otras que sugieren no ya lo abismal sino
la lucidez: el amor “bebe el agua clara / De la sangre más caliente del día”, “El
amor de anillos de lluvia / De rocas transparentes”. No se trata tan sólo de esas
cristalizaciones del ver, de que hemos hablado antes. O se trata de lo mismo pero
con esta connotación: la erótica de Moro no es tanto la sexualidad (cumplida o
no) como el deseo o la avidez del cuerpo. O mejor: entre una y otra experiencia se
establece un movimiento dialéctico. Lettre d’amour (1944), quizá el más logrado
284 Crítica

de sus textos, es justamente el poema del deseo solitario, aunque no del olvido:
“Je n’oublierai pas / Mais qui parle d’oubli / dans la prison où ton absence me
laisse / dans la solitude où ce poème m’abandonne / dans l’exil où chaque heure
me trouve”. Esa soledad y ese exilio –que son también el tiempo y la presunción
de la muerte–, ¿no encarnarán el drama de que habla Moro en la frase que hemos
citado casi al comienzo? ¿La mirada condenada a ver al cuerpo que se le escapa
y a fijarlo en imágenes que de alguna manera son también imagos, fantasmas? El
erotismo, pues, como la experiencia de la continua fugacidad de lo otro. Como el
título de uno de sus libros, se trata de un Amour à mort: la pasión total que no
tiene que morir para saber que también la alimenta la muerte. En uno de sus últi-
mos poemas, titulado “Viaje hacia la noche”, Moro parece dejar su inscripción –su
tatuaje– final:

El cuerpo en llamaradas oscila


Por el tiempo
Sin espacio cambiante
Pues el eterno es el inmóvil
[...]

La obra de Moro es mucho más intensa y personal de lo que hasta ahora se ha-
bía creído. Sólo algunos de sus mejores críticos nos lo han hecho ver –me refiero
a Emilio Westphalen, André Coyné y Julio Ortega–. Todavía, sin embargo, no se
la ha podido apreciar a cabalidad: en parte porque no hay un volumen accesible
que la reúna toda y todavía hay textos suyos inéditos; en parte también porque,
a excepción de La tortuga ecuestre (1957), fue escrita en francés, imponiendo así
como una distancia frente al lector hispanoamericano. Pero, aparte de todo ello,
¿no será siempre Moro un poeta marginal por el hecho mismo de no haberse
contentado nunca con “las adhesiones totales”?

Ricardo Silva-Santisteban:
La poesía como fatalidad *
La poesía sigue proyectando su luz mortal y lacrimógena;
luz vivificante del devenir humano dentro de sí mismo y no
orientado hacia la conquista de nuevos metales cuya fusión
dosificada estalle asolando tierras de cultura, tesoros aními-

* En: César Moro, Obra poética I, Lima, Instituto Nacional de Cultura, 1980, pp. 27-45; reimpreso
en: César Moro, Prestigio del amor, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2002, pp. 9-27.
Ricardo Silva-Santisteban 285

cos penosamente acumulados. segando el más preciado, el


más rutilante de los tesoros: la vida humana.
César Moro

Siendo la poesía algo inaprensible, todo acercamiento literario a la poesía de


César Moro (1903-1956) tenderá al fracaso porque ésta fue concebida desde un
principio por destellos. explosiones. carnalidad, pasión. Por otro lado, Moro nos
plantea el problema de su bilingüismo. La mayor parte de su obra fue escrita en
francés y, aunque ha merecido ser seleccionado en algunas antologías del supe-
rrealismo francés, ciertamente para nosotros no es un poeta francés sino un poeta
peruano cuya obra queremos rescatar e inscribir en nuestra tradición. Un poeta
peruano pero un poeta exiliado, no sólo de su idioma materno o por haber per-
manecido una larga temporada en Europa entre 1925 y 1933 (en que participó
en algunas de las jornadas iniciales del superrealismo) y luego en México por un
lapso de diez años entre 1938 y 1948, sino, sobre todo, por haberse sentido ais-
lado y disconforme en su propia tierra a la que siempre vio como hosca y salvaje.
Moro era, pues, un poeta rebelde y segregado dentro de la sociedad que le tocó
vivir y estos sentimientos los manifestó varias veces ampliados a la tragedia total
del hombre contemporáneo: “algunos hombres vivimos todavía, oscuros, ham-
brientos, llenos de la rabia insaciable del hombre por las condiciones infames que
lo mutilan y lo arrojan, muñeco sangriento, en las manos terribles del sueño que
desconocen las bestias intelectuales, los famosos bueyes que halan la gran carroza
en que se pudre y aniquila dialécticamente el mundo occidental”.
Si bien sus primeros poemas fueron escritos en español, apenas llegado a
Francia comenzó a escribir en francés. Esto último podría explicarse como un
ejercitamiento en dicho idioma motivado por la brillantez de la cultura francesa
y su deseo de difusión, o por una veladura de la fuerte carga sexual de algunos
textos de amor uranista. Por lo demás, durante la década del veinte hubo la ten-
dencia de utilizar el francés como lingua franca por una serie de poetas y escri-
tores ligados al movimiento superrealista. Así, optaron por el francés el rumano
Tristan Tzara, los pintores italiano y alemán Giorgio de Chirico y Max Ernst; el
español Juan Larrea abandonó el castellano para escribir su obra poética en fran-
cés y venía precedido por el chileno Vicente Huidobro, quien indistintamente
usaba el francés y el castellano. No está de más mencionar al uruguayo Isidore
Ducasse, uno de los padres del superrealismo, ni a sus paisanos Jules Laforgue
y Jules Supervielle. El idioma francés era también sinónimo de vanguardia y de
modernidad, y a ambas pertenecía la creación poética de Moro. Lo inexplicable
o, mejor dicho, difícil de explicar es que Moro continuara escribiendo su obra
poética casi exclusivamente en francés luego de terminada su obra maestra La
tortuga ecuestre, y que, en vida, se preocupa sólo por editar estos textos. Podría
explicarse su conducta por el aislamiento en su propia tierra, o en México, país
286 Crítica

este último también mágico y de raíces milenarias como el Perú, que fue para
Moro una extensión del suyo. Este aislamiento que, al comienzo, puede haber
sido menos trágico, con el tiempo no hizo sino agudizarse y se profundizó con-
forme crecía su angustiosa soledad y por el modo absurdo como se ganó la vida
durante sus últimos años.
Su preparación como poeta la tenemos en tres grupos de poemas de valor
desigual escritos en español y en francés entre 1924 y 1937. Sin embargo, debe-
mos tener presente que muchos de esos textos son sólo borradores faltos de una
corrección final. Sería el amor, en México, lo que haría estallar su propia poesía en
un poemario deslumbrante: La tortuga ecuestre. Digo estallar porque es el verbo
que más se acerca a esta poesía detonante. Inscrito en las filas del superrealismo,
Moro utiliza la técnica de la escritura automática que es la más característica del
movimiento. La escritura automática es un forzar la inspiración liberándola de lo
conceptual y de la razón para expresarse por imágenes; es la copia taquigráfica del
mecanismo del pensamiento, es decir, del caos psíquico expresado en imágenes
logradas por el vuelo imaginativo del poeta. El principio del automatismo está
sintetizado a maravilla en la famosa definición de André Breton en el Manifeste
du Surréalisme de 1924: “Superrealismo: sustantivo masculino. Automatismo psí-
quico puro por cuyo medio se intenta expresar ya sea verbalmente, por escrito o
de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado
del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda pre-
ocupación estética o moral”. Está de más decir que esta escritura, y la práctica
de esta forma de escribir, como la de cualquiera otra, será deleznable si no viene
ayudada por la inspiración de un poeta verdadero. Pienso, sin embargo, que no
nos interesa tanto en Moro su filiación superrealista sino, más bien, indagar cuál
fue su aporte a dicho movimiento. Moro abrazó el superrealismo no como un
simple discípulo, siguiendo consignas, sino tomando las lecciones y condicio-
nes de libertad que el grupo superrealista propalaba. No tuvo que adaptarse al
superrealismo, pues fue el superrealismo lo que mejor se avenía con su espíritu
rebelde, libre, sin trabas. Buena parte de la labor crítica de Moro, a través de
artículos y traducciones, estuvo dedicada a difundir las obras de los poetas y
pintores afiliados al superrealismo. En su obra creativa, el superrealismo no nace
de estímulos literarios sino de una honda y poderosa actitud vital que pugna por
lograr una expresión que tomó cauce en su poesía y en su pintura. Su obra aporta
al superrealismo un innegable calor humano del que muchas veces carecieron los
poetas del movimiento, al escribir textos mediante la técnica del automatismo, en
forma mecánica, o por estar faltos de una visión del mundo que diera forma y
vertebración a su poética. Por otro lado, en el debatido terreno de las influencias
sólo son válidas aquellas a partir de las cuales un poeta crea una obra propia a
partir de aquel impulso que desencadena vida y poesía. Es fácil suponer, por otra
parte, que si el poeta no está inspirado (inspiración que siempre se produce por
Ricardo Silva-Santisteban 287

una fuerte vivencia o una música aprehensible del fondo de la mente) la ascesis
no se producirá. Si el poeta se fuerza a sí mismo, puede producir un poema de es-
critura mecánica que sólo tendrá, tal vez, el valor de un ejercicio que le sirva algún
día para encontrar una voz verdadera. Creo que esto ocurre en la obra de Moro,
quien dejó inéditos buen número de sus poemas que se encuentran sueltos y en
espera de su publicación. Frente a los poemas reunidos en colecciones, tenemos
otros que no alcanzan una calidad sostenida por estar faltos de un hilo conductor
que los organice.
El aspecto del amor y del erotismo en la obra de Moro es fundamental, pues
su acceso está ligado a reminiscencias oníricas y a la creación de un mundo mara-
villoso y alucinatorio que sólo podría compararse a las visiones de ciertos pintores
surrealistas como Ernst, Magritte, Brauner. Debe entenderse que Moro escribía
como lo hacen los místicos, salvadas todas las distancias, lleno de pasión por la
vida, con rebeldía contra un medio inhóspito que lo ahogaba, contra una socie-
dad injusta y conservadora cuya escala de valores debía ser arrasada para inscribir
en ella la utópica libertad, que sólo lograba en el espacio de sus poemas a través
de la fuerza posesiva del amor.
La tortuga ecuestre (1938-1939) es un conjunto de trece poemas en los que la
imaginación violenta y esplendorosa de Moro desencadena un flujo de imágenes
vibrantes escritas al dictado de la atracción de los sentidos en un mundo en el que
sólo puede existir, liberándolo de su carga terrena, el amor, la posesión corporal,
la pasión. Moro es un poeta pasional a la vez que carnal, pero esta carnalidad, al
igual que en Baudelaire, está lograda por esa mezcla indisoluble de carne y espí-
ritu. El lenguaje, escrito en un español incandescente y explosivo, que sería único
en nuestro idioma si no existiera la obra ejemplar de Vicente Aleixandre, rompe
los ligamentos de la lógica para conmover la estructura del idioma al igual que la
figuración de la naturaleza e intentar, a la vez, violentar el orden cósmico por me-
dio de asociaciones que entre sí se rechazan. El caos aparente de estos poemas es
su orden. En base a la acumulación de imágenes, se liberan los ligamentos lógicos
del discurso y se obtiene un sacudimiento verbal y una vertebración a través del
conjunto, de sus partes aisladas. “La imagen es una creación pura del espíritu [...]
cuanto más lejanas y justas sean las concomitancias de dos realidades objeto de
aproximación, más fuerte será la imagen, más fuerza emotiva y más realidad poéti-
ca tendrá…”, afirmaba Pierre Reverdy, citado por Breton en el Manifiesto de 1924,
un poeta a quien Moro admiró y a quien tradujo admirablemente. Pero, por otro
lado, cada verso de los poemas de La tortuga ecuestre posee valor en sí mismo, en-
contramos en ellos a “la palabra designando el objeto propuesto por su contrario”.
Los versículos alternan con los versos cortos, existe un uso magistral del adjetivo,
un lenguaje que se triza o se alarga en imágenes de fuerte impacto sensorial, una
fauna con latencia sexual, rebeldía, concreción, vuelo incandescente de imágenes,
incontenible corriente verbal:
288 Crítica

Apareces
La vida es cierta
El olor de la lluvia es cierto
La lluvia te hace nacer
Y golpear a mi puerta
Oh árbol
Y la ciudad el mar que navegaste
Y la noche se abren a tu paso
Y el corazón vuelve de lejos a asomarse
Hasta llegar a tu frente
Y verte como la magia resplandeciente
Montaña de oro o de nieve
Con el humo fabuloso de tu cabellera
Con las bestias nocturnas en los ojos
Y tu cuerpo de rescoldo
Con la noche que riegas a pedazos
Con los bloques de noche que caen en tus manos
Con el silencio que prende a tu llegada
Con el trastorno y el oleaje
Con el vaivén de las casas
Y el oscilar de luces y la sombra más dura
Y tus palabras de avenida fluvial
Tan pronto llegas y te fuiste
Y quieres poner a flote mi vida
Y sólo preparas mi muerte
Y la muerte de esperar
Y el morir de verte lejos
Y los silencios y el esperar el tiempo
Para vivir cuando llegas
Y me rodeas de sombra
Y me haces luminoso
Y me sumerges en el mar fosforescente donde acaece tu estar
Y donde sólo dialogamos tú y mi noción oscura y pavorosa de tu ser
Estrella desprendiéndose en el apocalipsis
Entre bramidos de tigres y lágrimas
De gozo y gemir eterno y eterno
Solazarse en el aire rarificado
En que quiero aprisionarte
Y rodar por la pendiente de tu cuerpo
Hasta tus pies centelleantes
Hasta tus pies de constelaciones gemelas
En la noche terrestre
Que te sigue encadenada y muda
Enredadera de tu sangre
Sosteniendo la flor de tu cabeza de cristal moreno
Acuario encerrando planetas y caudas
(“Vienes en la noche con el humo fabuloso de tu cabellera”)
Ricardo Silva-Santisteban 289

Paralelamente, y dentro de ámbito de La tortuga ecuestre, se escribieron las


Cartas a Antonio (1938-1939), plenas de angustia y pasión avasalladora, que va-
cilan entre el documento y el poema. No exentas de un vocabulario de noble
retórica, las Cartas se caracterizan por un tono grandilocuente y abisal. A la vez
que un estremecedor documento sobre una pasión, las Cartas a Antonio son una
obra vigorosa y en ellas están desnudados los sentimientos que acuciaron a Moro
por un amor total y estremecedor en que el poeta revela los anhelos más íntimos a
los que puede llegar un amor homosexual. Por estar escritas en prosa, la escritura
es más racional que aquella de La tortuga ecuestre, pero sus vuelos son de vastas
resonancias cósmicas y humanas. Moro transporta el amor al plano analógico del
universo y el deseo de ser poseído por el ser amado constituye un temor a la vez
que un anhelo cósmico. La posesión de ese ideal es, por otro lado, una rebelión
contra el orden, la moral y el concepto del amor establecidos. Como documento,
estas cartas nos sirven para comprender mejor la obra de Moro, saber a quién
nombra, de qué clase es su amor y el motivo de por qué es torrencial y destructor.
Poéticamente, la etapa mexicana de Moro es la más accesible y feliz. Su si-
guiente colección, Le château de grisou (1939-1941), es un conjunto de poemas
con una estructura meditada y de escritura más diáfana y reposada. Si en algo
se resiente por momentos la brillante imaginería tanto verbal como visual, Moro
sabe dar siempre la nota lírica adecuada para su universo onírico irreal o, más
bien, suprarreal. La pasión brutal y explosiva de La tortuga ecuestre y de las Cartas
encuentra un remanso en esta nueva colección. La escritura automática, que le
servía a Moro para dislocar el orden cósmico, cede ante los dones líricos en la
estructuración del poema y la busca insistente de lo maravilloso. El universo de Le
château de grisou es encantado y fuertemente visual y allí el amor no lo enceguece
todo a consecuencia de que, en cada poema, se adivina la ausencia del ser amado.
Hay lugar para la naturaleza, bien que mágica, y para la meditación del fenómeno
del lenguaje y de la poesía:

Face à face le rêve et l’arc-en-ciel déchirent mot par mot la parole.

Una poética de la ausencia le permite al poeta acercarse a la gracia de las cosas


en un mundo poblado de una botánica y zoología fantásticas donde los seres evo-
cados por la magia del verbo obtienen un hechizo en su reino fabuloso. La angustia
que envuelve los poemas de Le château de grisou radica en la lejanía del ser amado.
Éste permanece inalcanzable e ideal y los poemas se bailan en un chorro imagina-
tivo carente de los excesos sexuales de La tortuga ecuestre. Es que los poemas de Le
château de grisou son de más breve extensión, más contenidos y de versificación más
regular. Por otro lado, poseen una plasticidad y colorido notables y se encuentran
inmersos en lo maravilloso. Pero, más que la pasión, se diría que es el amor lo que
resalta en este libro. El título es una metáfora, el grisú es un gas mortal que se es-
290 Crítica

capa en las minas de hulla, y señala tanto al amado como a la muerte que ha de so-
brevenir a su contacto. Le château de grisou se inscribe como el libro más hermoso
y sostenido de toda la obra de Moro, con lo cual no quiero decir que es el mejor. El
dibujo de los poemas es nítido. Aunque de fulgores moderados, los poemas tienen
una intensa vibración plástica diseminada como visión de un mundo suprasensible.
Pero quizá los poemas que más nos emocionen, sean aquellos en que el poeta se
despoja del lujo verbal para hablarnos de la sinceridad del corazón:

Toi comme moi avons l’œil terne, pierre


Comme moi tu rêves d’un cataclysme
Parmi l’humidité la sécheresse ou le temps indifférent
Une même soif nous accable
Pareil destin : la terre l’ennui

De trop t’avoir fixé ô pierre


Me voilà dans l’exil
Parlant un langage de pierre
Aux oreilles du vent

Dans le temps infini


Les larmes ont séché
Mais quelle plaie
Renferme notre monde

Seule la nuit nous aime


Dans sa fraîcheur tu te reposes
C’est le moment où je peux te rejoindre
Et abandonner ma vie et ce qui en reste
À toutes les damnations éternelles
(“Pierre mère”)

El habla está volcada hacia el centro de lo poético. La analogía del acto amo-
roso converge hacia aquella del acto poético:

Pour en finir
Limite lourde
D’abord j’ai pleuré
La grande ingénuité venue
Les fils tendus
Des ténuités physiques
À la dérive
Mon cœur à l’avenant

Pour en finir
Voulant briser le charme
Ricardo Silva-Santisteban 291

Un divin visage dur


Est fixé à hauteur invariable

Dans le tonnere ou dans la pluie


L’étoile arborescente
Les vêtements changeants du temps
Soumis à l’avenir de l’amour
(“Le palais blessé”)

Durante el fecundo período mexicano César Moro incursionó en otros géne-


ros, como la narración y el teatro, con textos que no llegó a desarrollar mayor-
mente. Así sólo se conservan algunos esbozos en estado muy fragmentario que
todavía esperan su publicación. Por suerte, en ambos géneros existen algunas
muestras acabadas. En L’ombre du paradisier (1939), que algunos consideran un
poema en prosa, Moro se solaza en presentar una fauna grotesca e intenta un
relato que podría muy bien inscribirse en lo que André Breton llamó el humor
negro. Por su lado, Œil de perdrix (1940), aunque posee todas las limitaciones e
imposibilidades que confronta el teatro superrealista en conjunto, es interesante
por su visión pasional del amor y por ser la única muestra escénica superrealista
peruana. Posteriormente, Moro parece haber abandonado el ejercicio de otros
géneros distintos de la poesía.
El amor es el sentimiento más constante en la obra del poeta. aparece reite-
rativo y es indudable que los mejores poemas de Moro son los poemas de amor.
Lettre d’amour (1942), su instancia poética siguiente, es, quizá, su poema más co-
nocido y una obra maestra de nuestra poesía contemporánea. El amante ideal de
Le château de grisou aparece definitivamente perdido. La felicidad, que se encuen-
tra donde está el amado, se encuentra aniquilada y aquél aparece oculto tras un
cúmulo de imágenes que ya no me atrevería a llamar superrealista pues, aunque
el universo sea un lugar donde habita lo maravilloso y el sueño, una vivencia más
fuerte y profunda guía la arquitectura del poema por caminos más seguros que
aquellos de la escritura automática:

Je pense à ton corps faisant du lit le ciel et les montagnes suprêmes


de la seule réalité
avec ses vallons et ses ombres
avec l’humidité et les marbres et l’eau noire reflétant toutes les étoiles dans
chaque œil

Ton sourire n’était-il pas le bois retentissant de mon enfance


n’étais-tu pas la source
la pierre pour des siècles choisie pour appuyer ma tête ?
Je pense ton visage
immobile braise d’ou partent la voie lactée
292 Crítica

et ce chagrin immense qui me rend plus fou qu’un lustre de toute beauté ba-
lancé dans la mer

Si en el comienzo de la Lettre d’amour se advierte un tono que quiere ser me-


surado, conforme avanzamos en la lectura de sus versos, éstos se van haciendo
más tensos y angustiados. Penetramos en un callejón sin salida sentimental y
nuevamente la pérdida del ser amado nos lleva al conflicto de Eros y Tánatos.
Las crueles imágenes de un amor que ya no existe concluyen el espacio del
poema en la angustia del amante que ha perdido la dicha y su verdad central: el
amor-pasión.

Vainement je demande au feu la soif


vainement je blesse les murailles
au loin tombent les rideaux précaires de l’oubli
à bout de forces
devam le paysage tordu dans la tempête

Todo está dedicado al recuerdo del amado perdido dentro de los versos de la
Lettre que perdura como un texto capital de la poesía de Moro.
El último libro escrito en México por Moro fue Pierre des soleils (1944-1946).
Luego de la sucesión deslumbrante de los textos de La tortuga ecuestre, Le château
de grisou y Lettre d’amour, Pierre des soleils constituye una colección lustral dentro
de la vida del poeta a la vez que es claro advertir un descenso en la fuerza de las
imágenes y de la inspiración con relación a la obra precedente. Parecería como
que, habiendo perdido el poeta el objeto de sus deseos, ello hubiera mellado la
frescura o la fuerza con que acostumbraba azotar rítmicamente con sus versos
anteriores. Pierre des soleils es una colección en cierto modo subsidiaria de Le
château de grisou y de Lettre d’amour, sus cuatro partes tienen una estructura me-
nos coherente y guardan menos unidad que el primero y sus versos no son tan
sentidos como los del segundo. Pierre des Soleils anticipa de alguna manera su
poesía posterior y puede considerarse como una obra de transición dentro de un
conjunto mayor. Se advierte, igualmente, cierto agotamiento poético como conse-
cuencia del desgaste existencial. Se inicia el rebuscamiento fónico del que Moro
abusará posteriormente y apenas se indicaba en la poesía anterior. La brevedad
de los poemas, sobre todo los de la primera parte, les da a los textos cierto sabor
de estado embrionario, y es que el vuelo es cortado y de breve despliegue.

Toujours l’eau dans sa rumeur idéale


Écho meurtri du mur transparent
Laisse aller vers ton visage ses ramures
Lire la musique
Lier en ramassant son souffle
L’histoire ancienne
Ricardo Silva-Santisteban 293

Les briques émaillées


Et ce penchant que les étoiles avouent
De haute lisse
Pour ton ombre chantante
(L’eau la nuit, III)

Sin embargo, aunque prefiramos otras obras de Moro, debemos decir en favor
del poeta que la opción de esta escritura implica aquella de la austeridad por la
que discurre un creador que toma conciencia del cambio que debe seguir su tra-
yectoria, hacia una expresión más desnuda, y sensible, cuando ha comenzado su
lucha con el tiempo.
Enmarcados en un paisaje marino, los poemas de Amour à mort (1940-1950),
escritos luego del regreso a su patria, convergen en la densidad y el hermetismo.
El dibujo de los poemas está realizado con cierta rigidez de líneas y contención
plástica en favor del sonido. Existe una cierta sequedad en el lenguaje, que es
más sombrío y sin resplandores. Aunque el título denuncia la persistencia del
amor y del acto amoroso, como una de las finalidades supremas de la vida, hasta
alcanzar ésta su extinción, un fuerte dejo de soledad embarga al poeta perdido
en su deambular por una ciudad marina, gris y monocorde. Sin embargo, los sím-
bolos contenidos en su espacio y su mito permanecen velados. Muchas alusiones
son crípticas y no llegan a comunicar plenamente al lector o a encantarlo con su
carga emotiva. A partir de estos poemas el universo poético de Moro se repliega
sobre sí mismo y la audacia con que fónicamente utiliza el francés no compensa
la pérdida del temblor poético. Pero, a la vez que en cierto modo es inabordable,
esta poesía se despliega en múltiples haces de significación. Es la característica
primordial de la escritura hermética, el texto es a la vez muchos textos. Penetrar
a fondo el sentido de estos poemas sería penetrar en la biografía diaria del poeta.
Y aquí podríamos formularnos la pregunta que continuamente se hace un lector:
¿hasta qué punto un poema debe necesitar del comentario o la explicación para
ser plenamente gozado? Dentro de una violencia erótica que se va desgastando,
estos poemas no resistirían la comparación con la obra del período mexicano. La
sequedad y opacidad de estos textos desemboca en una escritura más despojada
y rigurosa en base, sobre todo, a explotar escasos pero legítimos resortes poéti-
cos, pero el poema no tiende hacia el lenguaje hablado sino hacia una especie de
lengua artificial. Sin embargo, Amour à mort es la colección más importante de su
obra de madurez aunque signifique el comienzo de su decadencia.
Trafalgar Square (1953) es un brevísimo conjunto de tres poemas donde cam-
pean las más libres asociaciones. El lenguaje adquiere características inusitadas.
Las palabras y frases juegan entre sí, buscándose combinaciones sorprendentes e
intraducibles. Pero más son un juego paronomástico donde Moro logra exprimir
al francés ciertos matices de esta lengua que permiten ver su maestría, limitación
294 Crítica

y conocimiento de la misma. Sin embargo, su fuerza poética está un tanto agotada


y esta colección, como gran parte de sus últimos poemas, se resiente de la falta de
un drama central o como que la verdad central de su poética destroza y rompe
sus vínculos existenciales para concentrarse en una búsqueda lúdica del verbo. La
angustia que arrasaba el universo, en etapas anteriores de su poética, parece ha-
ber desgastado su drama vital y sólo se resuelve en un rebuscamiento sonoro, en
trastocamientos gramaticales y en escenarios de un superrealismo trillado. Éste,
sin lugar a dudas, no es el mejor Moro. Dentro de sus últimos poemas, su mejor
nota se da en los versos de hondo contenido humano en que el poeta habla en
primera persona. En estos textos se manifiesta su sentimiento de la vida, patenti-
zando la madurez de su sensibilidad, el desasosiego de quien nunca dejó de ser
joven y rebelde. Estos poemas ganan en expresión visceral, lo que otros pierden
en excesos o juegos verbales. Moro ya no habla con la suntuosidad de antaño sino
convocando la emoción humana al presentir su próximo fin:

Puisque les fleurs


Me donnent
Leur amande secrète leur parfum
Et j’ignore la vie et la mort
Et tout le premier mot de la vie
Et le prix de la vie
Et le mot de la vie
La nuit chaude m’aime dirais-je
La vie me choit l’amour
Berceur menteur existe
El tout ce noir bercail
N’est qu’un lit de roses
Un lis un tigre la lune

On dirait que le mensonge n’est plus


Malgré ce mur malgré ce non qui règne
À peine la rumeur de la mer
Le dos dodu de la vie de la mort
Pourvu que la mort soit calme grasse et grosse
Comme un œillet charnu et blanc
Comme une main qui plonge
De la nage ailée le gage

La vie quel festin


– les fleurs la nuit –
Auquel nous participons si peu
Le blanc se meurt
Le noir parfume et tout brûle
Néant dans le néant
(“Quand il fait tout à fait nuit”)
Ricardo Silva-Santisteban 295

Su abandono del superrealismo llevó a Moro hacia una escritura más libre (si
pudiera hablarse de escritura más libre que la propugnada por el superrealismo),
en la que el sentido plástico cede ante el significado del sonido. Moro consideraba
su poesía más como un testimonio vivido que como un arte literario (bien que
éste sea de la más alta calidad). Quizá faltó a sus últimos años la pasión cósmica y
deflagrante que envuelve los espacios desarrollados en la extraordinaria colección
La tortuga ecuestre y ahora se nos antoja verlo en la última etapa de su vida como
un volcán activo en espera de volver a erupcionar.
Moro fue un poeta brillante, de voz original, dueño de una viva imaginación.
Como todo gran poeta, fue un disconforme contra la injusta sociedad imperante;
supo mantenerse libre y sin compromisos, dentro de los oscuros trabajos que le
permitieron su diario sustento, al igual que de sus relaciones literarias, para la
fatalidad a la que estaba destinado: la poesía. Si ahora podríamos reprocharle no
haber tenido la valentía de un Cernuda para publicar en vida ciertos textos de
amor uranista, en su descargo le concederíamos haberla tenido para escribirlos
y para preservarlos, lo que es bastante. A partir de su muerte, y pese a la divul-
gación casi secreta de su obra, ésta ha sido adquiriendo la importancia que le
corresponde en nuestra tradición poética, y aquí, antes de terminar, me permitiré
una pequeña digresión. Es importante el uso de la lengua materna en un poeta,
lengua que fue también la de sus ancestros y de su tradición literaria. Es probable
que parte de la fama que ha ganado Moro se deba a haber estado envuelta en el
prestigio que le otorga su dificultad, por estar escrita en otro idioma y además
porque su textura sea difícil de penetrar. El vigor de La tortuga ecuestre es a todas
luces superior a su obra en francés, si bien Moro alcanzó brillantez y excelencia
en buen número de poemas escritos en esta lengua. Sin embargo, la obra en fran-
cés siempre me parecerá menos atrevida que la obra en español. Y ahí estaría para
probarlo el hermoso “Viaje hacia la noche”, el más intenso de sus últimos poemas:

Como una madre sostenida por ramas fluviales


De espanto y de luz de origen
Como un caballo esquelético
Radiante de luz crepuscular
Tras el ramaje denso de árboles y de árboles de angustia
Lleno de sol el sendero de estrellas marinas
El acopio fulgurante
De datos perdidos en la noche cabal del pasado
Como un jadear eterno si sales a la noche
Al viento calmar pasan los jabalíes
Las hienas hartas de rapiña
Hendido a lo largo el espectáculo muestra
Faces sangrientas de eclipse lunar
El cuerpo en llamaradas oscila
Por el tiempo
296 Crítica

Sin espacio cambiante


Pues el eterno es el inmóvil
y todas las piedras arrojadas
Al vendaval a los cuatro puntos cardinales
Vuelven como pájaros señeros
Devorando lagunas de años derruidos
Insondables telarañas de tiempo caído y leñoso
Oquedades herrumbrosas
En el silencio piramidal
Mortecino parpadeante esplendor
Para decirme que aún vivo
Respondiendo por cada poro de mi cuerpo
Al poderío de tu nombre oh Poesía.

La fidelidad de la vida y de la pasión implica siempre una más trágica, aquella


de la poesía. Se nace poeta; aquel fuego interior, aquella chispa que puede provo-
car el incendio de un bosque existe desde el momento en que se abren los ojos
o, tal vez, desde antes del nacimiento. Habría que recordar, sin embargo, que su
elección del idioma francés fue un acto libre y que un poeta, en buena cuenta,
siempre debe pensar en el aspecto modificatorio del lenguaje y en su renovación
así se trate, como en este caso, de otra lengua. Los poetas actuales deberán buscar
qué es lo que perdura de esta aventura individual y sin concesiones cuya figura
se ha ido perfilando como la de un auténtico creador dentro de la poesía hispa-
noamericana contemporánea. Ahora preferimos ver en él, quizá como hubiera
querido, más que a un escritor o a un poeta, a una explosión, a un cataclismo, a
un planeta de fuego ardiendo en la inacabable noche del universo. Así sea.

André Coyné:
No en vano nacido, César Moro...*
Él mismo lo apuntaba en sus últimas líneas públicas, en respuesta a la encuesta
sobre Arte Mágico que, en 1955, André Breton lanzó entre poetas, filósofos, ocul-
tistas, científicos del mundo entero y que, luego, reunió en un volumen del Club
Français du Livre, editado cuando Moro acababa de morir. Traduzco:

* En: Eco, n° 243, Bogotá, enero de 1982, pp. 287-306; reproducido en el catálogo de exposición
El Surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo: 4 diciembre-4 febrero 1990, Centro Atlántico de Arte Moderno,
Las Palmas de Cran Canaria, Centro de Atlántico de Ane Moderno, Cabildo Insular de Gran Canaria,
1989, pp. 118-127.
André Coyné 297

No en vano he nacido, cuando miles de peruanos están aún por nacer en el país
dedicado al Sol y tan cerca del valle de Pachacámac, en la costa fértil en culturas
altamente mágicas, bajo el vuelo majestuoso del divino pelícano tutelar.

Cada vez más se reconocerá a los poetas –en la medida en que todavía los haya y
se les permita vivir–1 por el hecho de que, en efecto, manifestarán haber nacido, solos
en medio de un mundo cada vez más formado de meros existentes que, debido a los
progresos de la cirugía y la dietética, podrán existir un número cada vez más crecido
de años, cada vez menos, en cambio, sospecharán lo que significa nacer –pidiéndole
al sol, a lo sumo, que beneficie su piel, dedicando a los restos de las altas culturas
mágicas la simple mirada apresurada del turista y persiguiendo los últimos pelícanos
y demás aves tutelares sin otro fin que el de captar una imagen en la película.
Ya que cité a Breton y, generalmente, se lo considera a Moro, ante todo, como
surrealista, insistiré. Poco antes de su muerte, a una periodista que lo interrogaba
sobre su vocación, el fundador y “padre y maestro” del surrealismo precisaba que
nunca se había tratado, en su caso, de una vocación literaria, sino de una vocación
poética, antes de agregar: “Sigo sin enterarme de lo que puede haber de común
entre la literatura y la poesía. La primera, cuando se vuelca hacia el mundo exte-
rior, o por el contrario, hace alarde de introspección, siempre, a mi ver, se limita
a contarnos pamplinas; mientras que la segunda es pura aventura interior, siendo
dicha aventura lo único que, de veras, me interesa”.2
En los tiempos áureos del movimiento, uno de los papillons –con alguna sen-
tencia, ora definitoria, ora provocativa– que los surrealistas solían lanzar a la calle,
decía así: “EL SURREALISMO / está al alcance / de todos los inconscientes”, y es
conocido el entusiasmo con que los integrantes del grupo, sin preocuparse mucho
por el sentido que su autor quiso darle, recogieron y propalaron la consigna de
Lautréamont, en la segunda entrega de sus Poésies: “La poesía debe ser hecha por
todos, no por uno”. Por aquellos días, se les veía asimismo declarar solemnemente:
“El surrealismo no es un medio de expresión nuevo o más fácil; / es un medio de
liberación total del espíritu / y de cuanto se le parece [sic]”.
Cuatro decenios más tarde, haciendo el balance de su vida,3 Breton podía
enorgullecerse de no haber transigido nunca, en el entretanto, “con las tres causas

1. Ya en tiempos de Nerval, a quien Moro tanto admiró, había “médicos,” que cuidaban de que
“no se extendiera el campo de la poesía a expensas de la vía pública”. Mucha agua ha corrido desde
entonces, y quien quiera, siquiera, sospechar cuál puede llegar a ser el martirio de un poeta bajo el
socialismo –la sociedad supuestamente más avanzada de nuestros días, destinada a liberar al hombre
de las cadenas y las sombras del pasado– no tiene más que leer los recuerdos, por lo demás admirables
de discreción, de Nadedja Mandelstam, la viuda del gran lírico ruso que acabó en el Gulag, sin que
nadie sepa dónde ni cuándo, después de largos años de persecución solapada, por parte de Lenin
como después de Stalin.
2. Madeleine Chapsal, Les écrivains en personne (1962).
3. En la entrevista ya citada, de 1962, con Madeleine Chapsal.
298 Crítica

que abrazara desde el comienzo: la poesía, el amor y la libertad” –sin que ninguna
de dichas causas haya llegado “a desilusionarlo, una vez que él siempre se había
esforzado por no desmerecer de ellas”. Sin embargo, a la pregunta: “¿y actualmente,
Ud. se siente satisfecho?”, no dudaba en contestar a renglón seguido: “¿Yo? Me
siento más bien profundamente insatisfecho. Ud. admitirá que, en 1962,4 es poco
decir que los motivos de insatisfacción, por lo común, no faltan”. Distinguía así su
propia fidelidad a los principios que en toda su vida lo movieron, y la infidelidad
paralela del mundo, tal como había ido evolucionando mientras tanto, algo objeti-
vo, contra lo cual nada podían las razones del deseo.
En los dos libros que le han dedicado, Gérard Legrand5 y Sarane Alexandrian,6
surrealistas de la última, o mejor dicho, de la penúltima generación –de los que
adhirieron a Breton después de la Segunda Guerra Mundial–, subrayan cómo, a
partir sobre todo de 1948 –del “golpe de Praga” y el “bloqueo de Berlín”–, “el
aire se enrareció en torno al surrealismo”, y simultáneamente, a medida que los
años corrían, “las intervenciones políticas de Breton [se hacían] menos frecuentes
y más discretas”, hasta ese genérico para la Exposición L’Écart Absolu (1965) que
constituyó su postrera manifestación.7
Por cierto, aun cuando, en 1924-1925, Breton y sus amigos suponían que su
actividad era susceptible de afectar a todos y a cualquiera, no pensaban que les
bastara divulgar los “secretos del arte mágico surrealista, del modo que lo hacía el
Primer Manifiesto, para que en el mundo cayeran las barreras que se oponían a la
poesía y que ésta pasara a ocupar, sin más, la vía pública”. No obstante jactarse, en
un principio, de que “lo propio del surrealismo era proclamar la total igualdad de
todos los seres humanos ante el mensaje subliminal”, el mismo Breton no había
esperado mucho para confesar que la historia del automatismo “en el surrealis-
mo” no era más que la de un “continuo infortunio”. Por su parte, antes de volverse
estalinista, en 1928, Aragon explicaba: “El fondo de un texto surrealista importa
al máximo; es lo que le da su precioso carácter de revelación. Si Ud. escribe según
un método surrealista tristes imbecilidades, no pasan de ser tristes imbecilidades
–sin disculpa alguna...”.
De cualquier manera, cabe afirmar que, hasta entrados los años treinta, a pe-
sar de las dificultades que enfrentaron desde que se pusieron “al servicio de la
revolución”, dominó entre los surrealistas una mentalidad optimista, ligada a la

4. Fecha –recuerdo– de esas declaraciones.


5. André Breton en son temps (1976).
6. André Breton par lui-même (1971).
7. Su último poemario, Constellations, “comentarios” a una serie de láminas de Miró con el mismo
título, era de 1958. Perspective Cavalière, que reúne sus prosas posteriores a 1952 hasta su muerte,
después de la entrevista con M. Chapsal, incluye tan sólo cinco textos, un total de 25 páginas, entre
ellos el referido genérico.
André Coyné 299

posibilidad, de la que no querían desistir, de llevar adelante juntamente “la libe-


ración del espíritu” como al nacer la concibieran y la “liberación del hombre” en
el sentido que le daban los marxistas, por más que de ellos fueron los primeros,
dentro del campo revolucionario, en denunciar la contrarrevolución llevada a cabo
en la URSS bajo el liderazgo de Stalin.
Tal optimismo quedó definitivamente quebrantado, por lo menos para Breton,
una vez disipadas las “esperanzas” que despertó la derrota del nazismo en 1944, y
la consecutiva “liberación” de media Europa. Frente a la “proliferación manifiesta
del mal” –“bancarrota fraudulenta de las palabras paz-libertad-democracia, etc.,
reinado de la policía, amenaza de un nuevo conflicto generalizado y de la destruc-
ción atómica u otra”– que observaba “en el plano social”, podía aún afirmar en
1948: “Quiero8 seguir considerando el porvenir del hombre en su claridad, y no
en la gigantesca sombra” que está extendiendo la “gorra del presidio” comunista,
no le quedaba más recurso que apoyar, como si se tratara de veras de algo promi-
sorio, la acción tan efímera como ilusoria que Gary Davis, el llamado “ciudadano
del mundo”, dedicaba entonces a “lograr” la “mundialización de diez departamen-
tos franceses, varias ciudades de Alemania y de la India”; y “la apertura de una
carretera mundial”, susceptible de “dilatarse hasta constituir un cordón sanitario
que diera la vuelta al globo”.9
En su libro al que me referí, G. Legrand, a la vez que se dice, en cuanto a
él, “desengañado de las esperanzas revolucionarias” que fueron las de Breton y
alcanzaron hasta su generación, sin que deje, por eso, de saludarlas a posteriori
“en nombre de la libertad”, recuerda cómo Breton –si bien seguiría apelando
patéticamente, aun en 1942:10 “Es necesario que el hombre pase con todos sus
trastos” –armas y equipaje– “del lado del hombre” –ya en 1932, en una página de
Les vases communicants, uno de sus libros capitales, empeñado en probar, contra
la evidencia que le oponían los políticos de la revolución, que la “apología del
sueño”, característica del surrealismo, en nada contradecía los imperativos de la
praxis socialista, espetara de pronto esa “sorprendente exclamación”, cuyas con-
secuencias en ese momento no midió, ante el espectáculo deprimente de unos
paseantes domingueros: “¡Y pensar que es para aquella gente que crecen fresas en
los bosques!”.
El semisilencio –silencio casi absoluto– en que Breton se encerró en sus últi-
mos años es elocuente testimonio de esa especie de contradicción que descubrie-
ra, y que su honestidad intelectual le impedía ocultarse, pero que hubiese preferi-
do no tener que comentar, entre esa confianza que, en 1925, compartía con todos

8. El subrayado es mío.
9. De dos entrevistas de 1948 y 1950.
10. En “Prolégomènes à un troisième manifeste du surréalisme ou non”.
300 Crítica

los suyos en “fuerzas nuevas, subterráneas, capaces de atropellar” –por fin– “la
Historia y acabar con el irrisorio encadenamiento de los hechos”, y la evolución
histórica desde la fecha, con las perspectivas menos que nunca alentadoras que le
ofrecía el futuro, no sólo inmediato.11
De una manera u otra, en el caso de Breton interesa la trayectoria que haya
sido llevado a seguir cualquier adherente, en un momento dado, del surrealismo,
hasta la ruptura, inclusive, como efectivamente aconteció con Moro.
Ése había sido el único latino-americano, si descartamos a algún antillano, en
figurar, desde finales de los años veinte, en las actividades del grupo de París, lle-
gando entonces a adoptar el francés como su lengua prima poética –una elección
sobre la cual nunca volvería, aun cuando, de regreso a América a principios de
1934, quedaría para siempre lejos del país de Baudelaire, sin que su apartamiento
posterior del movimiento de Breton en nada influyera.
Sea como fuere, el período mexicano del currículum de Moro tuvo un papel
determinante. Los textos existen y no dejan lugar a duda.12 Cuando desembarcó
en la capital azteca, en 1938, después de estar cuatro años en la ciudad de su
infancia, en la que ascendiera las primeras llamaradas surrealistas,13 su fervor pri-
mitivo permanecería intacto, manifestándose, tanto en su obra propiamente, como
en sus intervenciones, alguna de carácter político: “contra las aves negras del os-
curantismo, los cuervos sombríos del imperialismo fascista de sesos descolgados
en descomposición, de los imperialismos democráticos de lengua de hormiguero
y cola de ratón, de la burocracia estalinista con una colmena de moscas en cada
ojo”, fuerzas todas a las que oponía su confianza –de claro cuño bretoniano– “en el
destino del hombre y en su próxima liberación” (AA, p. 16).
Un año después, al estallar la Segunda Guerra Mundial, se declaraba luego “de
corazón con los pueblos de Inglaterra, Francia, Alemania, Polonia, etc., y contra los

11. No puedo dejar de mencionar aquí una curiosa página, que no ha despertado mucho eco,
pero tampoco, que yo sepa, merecido ningún desmentido, de las Mémoires d’un Surréaliste, de Maxime
Alexandre, 1968. Firmada por alguien que nunca renegó de sus años surrealistas y, al contrario, confía
que, desde que se apartó de él, siempre siguió escribiendo “bajo la mirada” de Breton, es difícil de
recusar, más aún cuando compromete la palabra de José Corti, el librero que, en el auge del surrea-
lismo, fue “depositario” de las publicaciones del grupo. Dice así: “28 de setiembre de 1966. Al volver
esta noche de París, mi mujer me anuncia que André Breton acaba de morir. Por una coincidencia
(nada rara)... ayer en París hablé dos veces de A. B. ...Por la mañana con... José Cortí... [Éste], a quien
no escondí mi invariable respeto por el rigor moral de A. B., me contó que un joven allegado a los
medios surrealistas actuales pretendía que el largo silencio de Breton se debía a que había sido tocado
por la gracia y no se atrevía a confesarlo. Dejo a Corti la responsabilidad de ese rumor y lo transcribo
con todas las reservas”.
12. Remito a Los anteojos de azufre, donde, después de su muerte, en 1957, reuní la totalidad de las
prosas castellanas de Moro –libro que abreviaré en AA cada vez que lo cite en las páginas que siguen.
13. Son éstas las fechas: Moro nació en Lima en 1903. Viajó a París en 1925, permaneciendo en
la capital francesa hasta fines de 1933, en que pasó a Londres, a espera de un buque que lo llevara de
regreso al Perú En 1938, se instaló en México por un período de diez años, hasta 1948, cuando volvió
definitivamente a Lima, donde había de morir en los primeros días de 1956.
André Coyné 301

siniestros antropófagos: Chamberlain el Provocador, Hitler el Demente Paralítico,


Mussolini el Gran Comendador del excremento, Daladier el Inaugurador número 2
del monumento a las muertos”, sin olvidarse de agregar, para uso de troyanos, “que
la consigna trasnochada: ¡Defensa de la URSS! ” no tenía, a la fecha, más “contenido
revolucionario” que “su probable equivalente a lanzar por la Tercera Cloaca Inter-
nacional: Defensa del Imperio Japonés”.
Fue en tales circunstancias cuando organizó, junto con Breton y Wolfgang
Paalen, la Exposición internacional del Surrealismo que auspició la Galería de Arte
Mexicano en enero y febrero de 1940, y para cuyo Catálogo escribió un Prólogo
que, de hecho, representa su última gran prosa vehementemente surrealista, por
más que siguió, después, dedicando comentarios a artistas amigos suyos (W.
Paalen, Alice Rahon Paalen., Gordon Onslow-Ford) que, al igual que él, adhirie-
ron un tiempo al movimiento.
Moro había tenido una primera diferencia con Breton cuando éste, en 1938,
suscribiera, jumo con Diego Rivera, el manifiesto Por un arte revolucionario in-
dependiente, en parte inspirado por Trotsky, pero que el antiguo compañero de
Lenin no podía firmar debido a su condición de “refugiado político”. Vale la pena
recordar el incidente, pues en su furor surrealista de entonces, Moro debía asumir
la mayoría de los conceptos vertidos en dicho manifiesto; lo que le chocaba, para
el caso, era que Breton estampara su rúbrica al lado de la de Rivera, personaje
por el cual sentía el más profundo desprecio:14 se trataba, antes que todo, de una
cuestión de ética.
Las mejores causas corren el riesgo de perder crédito cuando, en su defensa,
acuden a las figuras más sospechosas del who is who? internacional. En la Con-
fession dédaigneuse, cuyas páginas abren Les pas perdus, colección de sus prosas
iniciales, contemporánea del Manifeste du surréalisme, Breton había declarado: “La
cuestión moral me preocupa... Tiene para mí el prestigio de mantener a raya a la
razón... La moral es la gran conciliadora. Atacarse a ella es aún rendirle homenaje.
En ella he encontrado mis principales motivos de exaltación... Declaración que
Moro podría haber hecho suya, pero a condición de tomarla siempre al pie de la
letra, sin admitir debilidad alguna en relación con éste o con aquél.
Una baja general de tensión, principalmente en el campo de la moral, es lo que
movió a Moro, años más tarde, sin “animadversión alguna”, en el menor “espíritu
de singularización”, y a sabiendas de que “(su) expresión en el terreno poético
le (debía) más que mucho al surrealismo” a distanciarse del set capitaneado por

14. Véase, al respecto, AA, pp. 74-75: crítica a un “frondoso artículo” de Rivera –“el pintor de los
frescos, el fresco de los pintores–, en que Moro revela cómo anteriormente discordara de que el “co-
frade de la Tercera” y “tránsfuga de la Cuarta” fuese invitado a participar en la Exposición Surrealista
de 1940.
302 Crítica

Breton, en un momento en que el vate de Nadja, establecido en Nueva York por


motivo de la guerra, acababa de fundar VVV, revista en que acogía cualquier
“bébé Cadum” del Nuevo Mundo deseoso de iniciar una carrera de arribista bajo
su mando de Gran Pontífice, antes de volverse en contra de él, una vez lanzado,
en la forma ocasionalmente más ruin.15
El mayor reproche que Moro le hará al autor de Arcane 17: cuando, habién-
dolo pensado mucho, optó por hacer públicas sus divergencias, será que, con el
tiempo, haya ido perdiendo su rigor y su lucidez: “Triste espectáculo el del con-
ductor extraviado en la propia oscuridad, y más que triste, trágico, pues en él se
revela en su apogeo el error colectivo” (AA, pp. 40-42 y 57-59).
VVV fue fundada en 1942. Moro nunca llegó a colaborar. En cambio, estuvo
presente desde el primer número en Dyn, que ese mismo año lanzó en México
W. Paalen y, a partir de 1943, dio asimismo artículos a El Hijo Pródigo, cuyo direc-
tor era Xavier Villaurrutia. En la entrega inaugural de Dyn, él y Paalen firmaron
juntos un texto altamente sugestivo: Suggestion for an Objective Morality. Todavía
no se había pronunciado relativamente a las últimas actividades de Breton, pero
es de notar que, en esa misma entrega, en gran parte suscrita por el director de la
revista, éste, sí, ya decía su farewell al surrealismo. Por otra parte, cabría traer aquí
a colación la nota que, en 1947, Moro dedicaría a la pintura de C. Onslow-Ford
(AA, pp. 76-77), en la que apuntaría, “Con tales preocupaciones” (de “ascesis mís-
tica”, “inteligencia y emoción”), “la presencia de C. O.-F. dentro del Surrealismo
era, por lo menos, paradójica. Incorporado al movimiento surrealista en 1938, lo
abandona voluntariamente, desde México, en 1943”. Es de creer que su propio
“abandono”, también “voluntario”, en 1944, fue facilitado por esas defecciones
previas dentro del círculo en que vivía, sin que dejarse de costarle, aun así, “opo-
ner serias objeciones” y “manifestar severo desacuerdo” con un grupo que “du-
rante muchos años constituyera su razón de ser”, con la luminosa ceguera que da
el amor entrañable” (AA, p. 57).
Podemos igualmente pensar que no resultó extraña al hecho la honda amistad
que, desde que llegó a México, unió a Moro a algunos contemporáneos, en especial
a Agustín Lazo, al que conocía desde París y fue el primer responsable de que
viajara al Anáhuac, y al íntimo de éste, que se volvió asimismo su íntimo, a quien
acabo de citar en relación con El Hijo Pródigo, el gran Xavier Villaurrutia.
Los contemporáneos no poco contribuyeron a recibir debidamente a Breton
cuando su primera estancia en México, en 1938, y también a asegurar, poco des-
pués, el éxito de la Exposición Internacional de 1940 (en el cual integraron la sec-

15. Para no salir del Perú bastará evocar a colaboradores del “surrealismo neoyorquino”, tales
como Xavier Abril y Juan Ríos, “poetas” que no lardarían en patentizar la medida más que mediocre
de su poesía, y, a la vez, de su honradez intelectual, o simplemente humana.
André Coyné 303

ción: Pintores de México), pero su curiosidad, tanto literaria como artística, rebasaba
los límites impuestos, mientras tanto, por la ortodoxia surrealista, a la cual nunca
ninguno de ellos sintiera la tentación de adherir. Amigo de Lazo y de Villaurrutia,
Moro, en aquellos años, se había vuelto, entre otras cosas,16 el lector apasionado
que más tarde conocimos de las Mémoires de Saint-Simon, del Temps perdu de
Proust, asimismo de M. Godeau Intime o Astaroth de Jouhandeau, como del teatro
de Giraudoux y no menos de D’Annunzio –lo cual bastaba, efectivamente, para
que su presencia “dentro del surrealismo” se tornara también, como la de Onslow-
Ford, “por lo menos, paradójica”.17
Según ya lo señalé en mis notas a la edición original de Los anteojos de azufre,
la ruptura de 1944 fue, de ese modo, la conclusión lógica de un “lento proceso
de apartamiento” que se iniciara tiempo atrás y que explican las circunstancias –el
lugar y el momento– así como “la pérdida de toda fe en el porvenir” que, parale-
lamente, Moro experimentaba ante el crecimiento de la mentira y del horror en el
mundo que lo rodeaba.
Para que lo que me falta agregar no dé motivo a equívoco. precisaré dos
puntos.
Ya anticipé el primero. Si bien Moro, hasta el final, nunca intentó acercarse
nuevamente al surrealismo, en los distintos avatares que el movimiento aún co-
noció, nunca tampoco se olvidó de la deuda que con él contrajera en sus años
parisinos, conservándose fiel a las amistades que hasta México le granjeara. En
un proyecto de entrevista que no he podido comprobar si llegó a salir a luz, en
vísperas de dejar el país azteca, en 1948, declaraba así que, si el recuerdo del Aná-

16. Al lado de sus lecturas tan poco surrealistas, habría que destacar la devoción que, a partir de la
fecha, Moro reiteradamente demostró por un tipo de pintura que el surrealismo siempre tuvo en poco:
la pintura impresionista y post-impresionista, de Renoir a Bonnard –véase AA, pp. 78-79: “Homenaje a
Bonnard”, y pp. 104-108: “Reflexiones extemporáneas sobre una exposición de pintura”.
17. El nombre de D’Annunzio, que acabo de citar, requiere que me extienda. En 1966, trabajando
yo en Buenos Aires, surgió la posibilidad de una reedición de La tortuga ecuestre, que inmediatamente
acogí, ya que la edición prínceps de Lima muy poco había circulado por haberse extraviado, antes de
su distribución, un cajón con la mayor parte de los ejemplares. Iba a colaborar en ella Juan Andralis,
dueño de una pequeña tipografía y excelente diagramador, quien se había entusiasmado por el mila-
gro noctámbulo de los versos de Moro. Aproveché, entonces, un viaje a París para conseguir un graba-
do de Matta, lo cual me permitió lanzar una suscripción y llevar adelante el proyecto. Andralis ya había
tirado las primeras pruebas de los poemas, cuando todo abortó por motivo de la nota, de lo más breve
y de tipo informativo, con que pensaba acompañarlas. En ella, efectivamente, al trazar la trayectoria
de Moro, mencionaba su segunda época, después de su ruptura con Breton, y las admiraciones que la
caracterizaron. Andralis, quien, con todas sus virtudes, profesaba un surrealismo riguroso, grueso, de
exclusivas y anatemas, quiso imponerme que retirara algunas, a su juicio escandalosas, particularmente
de D’Annunzio, a pesar de que yo me cuidara de no invocar nombres que no escudase alguna página
de Moro –en el caso de D’Annunzio, v. gr. las pp. 42-44 de Los anteojos de azufre–. Pasó algún tiempo
y las cosas quedaron en nada. La segunda edición de La tortuga ecuestre sólo se daría en 1974, en
Barcelona, por obra de Julio Ortega, que la incluyó en el volumen Palabra de escándalo, donde recogió
también mi nota que tanto alboroto le causara a mi amigo argentino.
304 Crítica

huac iba a ser, sin duda alguna, “una experiencia tan adherida a [su] vida futura”
que la condicionan a toda, las razones eran el propio “cielo de México” y, justa-
mente, “los amigos indispensables”: A. y W. Paalen, E. Sulzer, J. Vázquez Amaral,
A. Lazo, X. Villaurrutia, Remedios Varo, B. Péret, Dorid, A. Acosta Martínez (el
“Antonio” de La tortuga ecuestre y otros poemas), E. Francés, J. y G. Onslow-Ford,
acrecentando, en forma específica “los surrealistas en el mundo, tan próximos de
México”, amén de esas “mil y una suscitaciones”, a las cuales siempre fue sensible,
de “los rostros entrevistos entre una y otra embriaguez bajo el sol y la cegadora
luz nocturna” de la capital mexicana (AA, pp. 90-91).
Años más tarde, en 1954, una de sus últimas prosas –entre la conferencia
sobre Proust y una carta a un redactor de El Comercio para denunciar la bestializa-
ción del “corazón humano”, manifiesta en el modo de tratar los árboles como los
animales– sería para protestar contra “la conspiración de origen puritano” que le
parecía envolver “la obra de los artistas surrealistas” del momento, esforzándose
por “presentárnosla como dejada atrás, desvalorizada o agonizante”.
Hacía tiempo que se habían interrumpido sus relaciones con Breton pero
cuando éste, en 1955, organizó esa Encuesta que mencioné al principio sobre Arte
Mágico se acordó de Moro y, a la vez que le mandaba con un “pensamiento muy
afectuoso” la reedición de los Manifestes du surréalisme realizada por Le Sagittaire,
le escribió para que se encargara de la parte limeña del cuestionario.18
Agregaré que, después de morir Moro, cuando yo publiqué en París Amour à
mort, con sus últimos versos franceses, Péret, a quien le llegó el libro no sé cómo,
inmediatamente me buscó para que lo autorizara a reproducir varios poemas en
la antología, bastante selectiva, que entonces preparaba para una editorial italiana
y que había de salir, en 1958, poco antes de que él mismo desapareciera, bajo el
título La poesía surrealista francesa.
El segundo punto que quiero destacar –ligado al primero, pero de más impor-
tancia, ya que toca a la obra y no solamente al hombre– es que, al abandonar el
surrealismo, Moro de ningún modo renunció a la persecución alucinada de la ma-
ravilla, ni tampoco al ejercicio cotidiano del humour, ambos rasgos característicos
del movimiento tal como él lo entendiera, sino que se dio cuenta, más bien, de
que su práctica no tenía que ver forzosamente con las sucesivas tomas de posición
política del surrealismo,19 tampoco con cualquier ideología que ésas supusieran, o
con la pertenencia a un grupo que había vivido sus “grandes días” entre las dos
guerras mundiales, cuando sus integrantes tenían todos más o menos la misma
edad, también las mismas esperanzas, pero que, cada vez más, con dificultad cre-

18. Las respuestas limeñas, en realidad, se limitaron a tres: la del propio Moro, la mía y la del
doctor Luis Guerra.
19. Título de un libro de Breton, de 1935.
André Coyné 305

ciente reunía gentes de varias generaciones y de preocupaciones varias, en una


sociedad a la que ya nada podía escandalizar, sin que eso significara una verdade-
ra liberación del hombre, por el contrario su caída en el peor de los conformismos,
el conformismo de la disconformidad.
En adelante, “solitario entre solitarios” –como lo definí en el primer trabajo
que le dediqué–,20 dejó de preocuparse por lo que se pensaba en torno a él, pre-
firiendo juzgar a quienes merecían su confianza únicamente por lo que sentían y
la forma como hasta, en lo más diario de sus días, podían manifestarlo.
Simultáneamente, su poesía adquirió una calidad todavía más personal, ya del
todo inconfundible: surrealista siempre, si se quiere, pero, a medida que multiplicó
el juego con el lenguaje, dotada de una libertad ajena a toda traba, que hizo que
dejara de parecerse a cualquier otra. Poesía difícil, despreocupada del público y asi-
mismo divorciada del medio, desde que, al volver de México al Perú, en 1948, Moro
abandonó totalmente el español como lengua poética –con un solo poema en ese
idioma (el que está fechado en “Lima la horrible”, “julio o agosto de 1949”) para un
período de casi siete años, que en francés vio nacer dos poemarios completos: Amour
à mort y Trafalgar Square y un buen número de sueltos, hasta el titulado “Le chapeau
sur Trafalgar Square”, sus últimos versos encontrados, del 13 de abril de 1955.
No están muy lejos los años, del decenio de los sesenta, en que los intereses
recíprocos de la “revolución castrista” y de los escritores del boom congregaban
en La Habana, en torno a la Casa de las Américas y a la revista del mismo nombre
las figuras más sonantes de la intelligentsia del subconsciente.21 Fue cuando, al

20. César Moro, Lima, 1956.


21. La cosa –es sabido– rebasó el ámbito americano, y en Europa también los espíritus se infla-
maron. 1967 fue el cúmulo en la materia. Mientras el cubano corriente veía sus raciones cotidianas
reducidas al mínimo, no pasaba día en que no cayera en La Habana uno u otro contingente de la
internacional de escritores y artistas progresistas: alojamiento en el ex Hilton; encuentro, si posible
nocturno, muestra de que nunca descansaba, con el Compañero Castro; gira por un campo de caña
con el corte de algunos tallos para la foto recordatoria; declaraciones públicas de solidaridad con la
revolución, y, finalmente, a la hora de reembarcar, la caja de habanos y el cajón de ron en el equipaje.
Le tocó el turno a la última ola de “surrealistas” parisinos. Estaba yo, una vez, conversando con Matta,
de paso por París, cuando llegó muy excitado Jean-Jacques Lebel, a la sazón gran maestre en happe-
ning. Viajaba al otro día a Cuba y lo que lo ponía frenético era que, si bien iba dispuesto a aprender
de los cubanos en cosas de política, no estaba menos convencido de que ellos esperaban mucho de
lo que les podría mostrar de sus propias experiencias y experimentos. Algún tiempo después, ya de
vuelta a París la delegación, uno de sus integrantes –latino-americano por cierto, y el único a la vez
que, aun siendo simpatizante, había viajado con los ojos abiertos– me contaba que, en la misma noche
en que regresara de la Gran Isla, el grupo se había reunido para encarar la fundación de un organismo
permanente de apoyo al régimen castrista: durante horas la discusión giró en torno al nombre que
se le daría y, el whisky mediante (que ni siquiera el ron de los trabajadores socialistas), todo acabó
en nada, cada cual olvidándose del asunto, cuando llegó el alba, para volver a su tema o su quimera.
Los más encendidos habían sido, según parece, Joyce Mansour, poetisa del eros loco, y André Pieyre
de Mandiargues, el narrador fantástico del museo negro y otros cuentos del que mi informador se
acordaba haberlo visto llorar a lágrima, años antes, cuando Nasser nacionalizó el canal de Suez, cuyas
306 Crítica

morir en Lima Sebastián Salazar Bondy, autor de un ensayo impresionista –Lima


la horrible– del que Moro hubiese abominado, más aún cuando le hacía respon-
sable de su título,22 Mario Vargas Llosa publicó, en el órgano oficial de la cultura
cubana, un artículo en que disertaba sobre la “condición del escritor” en América
Latina, con su consecuente “destierro”, sea en el exterior, sea en el interior de su
respectivo país.
En abono de su argumentación, el novelista de La ciudad y los perros no vacilaba
en juntar los nombres de Moro y de Salazar Bondy, a pesar de sus diferencias, como
dos ejemplos a su entender particularmente significativos. Habría venido al caso
recordarle la frase de Breton que invoqué en uno de mis primeros párrafos: “Sigo
sin enterarme de lo que puede haber de común entre la literatura y la poesía”.
Salazar Bondy tenía su lado de poeta y la obra en verso que ha dejado no es
nada despreciable; no impide que, asimismo, haya actuado ostensiblemente como
un literato, que quiso ser y fue, en forma luego natural, una personalidad de la
vida social limeña. Lejos de crearle un ambiente hostil, la publicación de Lima
la horrible había aumentado, más bien, su popularidad: el que denunciara dentro
de un ropaje seudocientífico, la persistencia, en la excapital del Virreinato, del
mito colonial como el origen de sus más presentes males, acababa de conferirle
un lugar destacado entre las primeras figuras de la misma. Bastaba para compro-
barlo la ola de homenajes, tanto en la prensa como en el Parlamento, que desató
incontinenti su muerte y, días después, el entierro multitudinario que la ciudad
le tributó –manifestaciones ante las cuales Vargas Llosa demostraba extrañeza,
cuando resultaban, por el contrario, perfectamente lógicas.

acciones habían constituido hasta la fecha lo mejor de sus rentas. Huelgan comentarios: un año más
y el entusiasmo de cierta intelligentsia por Cuba conocería su primera mengua, cuando la primavera
frustrada de Praga, frente a la forma estrepitosa como Castro aprobó la intervención de los tanques
rusos en Checoslovaquia. Paralelamente, en cuanto a él, mucho novelista del boom, a pesar de haberse
unido a las más solemnes condenas lanzadas en La Habana contra los siniestros designios semper et
ubique del “imperialismo yanqui”, no vacilaba en aceptar las ventajas personales que éste, de inmediato,
le ofrecía: cátedras universitarias, giras de conferencias, coloquios sobre sus libros, amén de las mu-
chas tesis a que pueden dar lugar. Sin que ello impida que lo haya que, no obstante, siga celebrando
cualquier avatar del castrismo y, especialmente, desde que la revolución portuguesa “de los claveles”
abrió grandes las puertas del África Meridional a las ambiciones de Moscú, se ponga a cantar las loas
de los mercenarios de estado que Castro inmediatamente mandó a Angola y otros lugares para servirlas.
22. Sacado del poema que hace poco mencioné: el único poema castellano de Moro del período
1948-1955. Aunque ya tuve oportunidad de señalarlo, recordaré que el epígrafe con que, en la prime-
ra página de su libro, Salazar Bondy legitimaba su título, era el resultado de una falsificación. “Para
decirme que aún vivo / respondiendo por cada poro de mi cuerpo / al poderío de tu nombre oh Poesía” / Lima
la horrible, 24 de julio o agosto de 1949 / CÉSAR MORO”, sin duda, pretendía subrayar el contraste
entre la invocación a la Poesía y el calificativo horripilante aplicado a Lima: sólo que, en realidad, los
tres versos citados correspondían al final de una composición de 1947, escrita en México, cuando la
indicación de lugar y de fecha constituía en el encabezamiento de esa otra composición, limeña, y dos
años posterior, a la que más arriba me referí.
André Coyné 307

En contraste, fuera del círculo de sus pocos, si bien fervorosos, amigos, los úl-
timos años de Moro habían corrido en un total anonimato, sin que Lima, cuando
murió, a principios de 1956, casi se enterara. No éramos más de veinte personas
para acompañarlo al cementerio y, descontando la página que organicé para el Su-
plemento Dominical de El Comercio (15-I-1956), su fin final sólo generó una nota
de Carlos Germán Belli, el gran poeta de la nueva generación, quien conociera a
Moro in extremis en el sanatorio donde acabó su existencia.
El puro poeta –poeta puro y algo más– poco tiene que ver con la “condición
del escritor” en esta o aquella sociedad. Efectivamente, ¿qué sociedad merece a
sus poetas? Y, por otro lado, ¿por qué la sociedad, aquí o allí, tendría que preocu-
parse por los poetas? Veremos que, para Moro, no había –no podía haber– poesía
verdadera sin riesgo: sin peligro, decía. En cuanto a sus relaciones con Lima, él
tenía horror, de veras, a cierta Lima, una Lima cada vez más absorbente; murió
adorando, en cambio, a otra Lima, que muy pocos conocían, que iba perdiéndose
a medida, pero que siempre escaparía a todo sociólogo, sea profesional, sea sim-
plemente ocasional.
Ya en 1934, cuando su primera vuelta al Perú, y en pleno furor surrealista,
apuntara: “La Poesía no existe, pues, en el Perú sino como fenómeno eminente-
mente individual, ignorado”, para, a renglón seguido, agregar: “o como existe en
todas partes a pesar de..., un poco más, un poco menos que en todas partes: en la
aparición furtiva de ciertos rostros, inconfundibles señales de fuego; en algunos
encuentros; en 1934, en la devastación patética de los jardines de la Exposición
[...]; al capricho, al azar de alguna embriaguez”.
Puedo personalmente atestiguar que, a partir de 1948 y hasta que cayó entre
las manos de los médicos, en la Lima a donde acababa de volver después de su es-
tancia mexicana, siguió sintiendo igual, con la única novedad de que las agresiones
de la vida moderna, en todos sus aspectos, sin llegar a desalentarlo, de día en día,
le consentían menos momentos de descanso, menos lugares para la consecución
del milagro.23
Sin ya nada –lo dije– de ideólogo, desde que rompió con el surrealismo, única-
mente atento, en lo aún posible, al “azar de cualquier embriaguez”, como nunca
–así– experimentó simultáneamente la “predestinación del deseo” y el que “por
doquier en el mundo” a cada instante esté naciendo “el deseo que ya no podrá
encontrarnos”.
Entienda quien pueda: “Siempre vemos a Dios –reza una prosa de Amour à
mort (p. 55). Pero no lo hemos visto más que una vez. Después hemos sido expul-
sados del paraíso”.
El deseo, Dios, la poesía...

23. Sebastián Salazar Bondy y la vocación del escritor en el Perú.


308 Crítica

“El nombre de la poesía presta su manto ecléctico a demasiados intentos que


nada tienen que ver con ella. Al conjuro de la insobornable se cometen todo gé-
nero de charadas, de ditirambos, de laudes, de oraciones patrióticas, religiosas o
conmemorativas, de madrigales, de sonetos para abanico, etc.” (AA, p. 50). Tanto
peor para aquellos, autores o lectores de poemas, que caigan en la armadija. “La
Poesía” –realmente– “no perdona”: “A su alrededor, pese a sus enemigos, que son
legión, existe una zona de aire irrespirable que mata mortalmente a los audaces
buscadores de tesoros que en ella se aventuran” (AA, p. 54).
De los poetas peruanos anteriores a su generación, el único que Moro admiró
–con ese fervor sin el cual, para él, no había admiración– fue José María Eguren. A
los pocos meses de declarar su desacuerdo con Breton, en México, preparó, para
El Hijo Pródigo, una Antología del andarín de la noche que no llegó a publicarse,
pero de la que se ha salvado el prólogo. En éste, amén de evocar con emoción,
tanto la persona que de joven conoció, como la “casa de campo sencilla y cómoda”,
“típica residencia limeña de fin de siglo”, donde más de una vez lo visitara “en el
Barranco, apacible estación balnearia, a media hora de tranvía en la capital”24 in-
sistía en “la discreción”, “la aristocrática reserva” de Eguren, virtudes que el vulgo
“ha confundido siempre con la insensibilidad”.
“Eguren fue el poeta, en su acepción de ser perdido en las nubes, de no tener
nada que decir, ni hacer, ni ver fuera de la Poesía. Cosa insólita entonces y aho-
ra: jamás bregó en la política” –y, dos páginas más abajo, al recordar la edición
que de Simbólicas, La canción de las figuras y Sombras, hizo la revista Amauta, “de
confusa orientación indigenista y comunista”, una edición que no contribuyó en
nada a la gloria de Mariátegui, y menos aún de Eguren: “Cuando sus amigos” y
los amables críticos le sugerían –entonces– “lo que debía hacer, no hacían sino
crear un conflicto en Eguren y obligarlo a ver cosas que no veía. Ni uno solo de
sus críticos peruanos ha comprendido en absoluto a Eguren [...]. Le reprocharon
su desasimiento y su pudor ante la actualidad. Precisamente sus cualidades más
evidentes de poeta” (AA, pp. 62-65).
Moro, definitivamente, había dejado de creer en la historia y desistido de
intervenir en un presente del que sabía que sólo podía acarrear un futuro toda-
vía peor, sin que importaran los lugares, ni las políticas: uno se explica que el
hombre pretenda llenar su soledad con ruido: la radio, la televisión, la arquitec-
tura moderna son abyectas, abominables. El periodismo ya era suficiente como
mecanismo eficaz de cretinización” (AA, p. 65): “Las trampas que tiende esta
época son doblemente infames. No hasta que uno no brille: con nosotros o contra

24. Era también en “el Barranco” donde Moro pasará sus últimos años de vida, en uno de esos
rincones que, a pesar del progreso ambiente, conservaba, y aún conserva, el encanto que él le conoció
en su juventud, la llamada “Bajada de los Baños”.
André Coyné 309

nosotros. Habría que tener mil vidas por día e inmolarlas diariamente” (Amour à
mort, p. 48).
Seguía amando la vida, “(dándolo) todo para no tener nada”, siempre dispues-
to “a comenzar de nuevo”, a pagar –precisamente– “el precio de la vida maravillo-
sa” (ibid.). Poeta con mayúscula, amante siempre de la insobornable, la Poesía asi-
mismo con mayúscula: la que en México celebrara en Eguren y, de regreso a Lima,
volvió a celebrar en Reverdy, “el más grande poeta viviente, el solitario, el pájaro
de la melancolía” (AA, p. 94) –en nombre de la cual opuso “Objeción a todos los
homenajes a Paul Éluard”, cuando la muerte del exsurrealista y amigo suyo, cuya
“época fulgurante”, hasta 1938, no podía disculpar su posterior hundimiento “en
la gran cloaca de la reacción estaliniana” (AA, p. 111: “en 1939 termina la inter-
vención de Éluard en la Poesía”).
El texto donde con mayor vehemencia y los términos más ardorosos Moro
expresó aquello que, a partir del momento en que depuso toda “ambición de
actuar”, constituyó su íntima convicción es, sin lugar a duda, esa “Carta a Xavier
Villaurrutia” que publicó Las Moradas en 1949 (reproducida en AA, pp. 95-99), Y
de la cual resulta difícil extraer algún fragmento: “Mientras escribo, la noche dis-
pensadora de maravillas enciende sus fuegos por el mundo; brillan las lámparas
votivas de la Poesía como otras tantas estrellas dando su norma sideral, inútil qui-
zá, al debate de los hombres... Fuera de Ella –hilo de Ariadna–, la desesperación,
el fragor estéril de las simulaciones, la ceguera que inmoviliza dentro del Laberin-
to. Por diversos caminos el Poeta llega al mundo inconfundible de la Poesía…”.
Será mejor citar in extenso todo el final por lo que tiene de terminante:
“Que la vida –la admirable, la pavorosa vida– continúe desenvolviendo sus hi-
los; amar es, al fin, una indolencia. ¿Cómo no seguir en los sitios de peligro donde
no caben ni salvación ni regreso?”
Tanto peor si la realidad vence una vez y otra y convence a los eternos con-
vencidos trayendo entre los brazos verdaderos despojos: el hierro y el cemento
o la hoz y el martillo como argumentos definitivos para justificar la prodigiosa
bestialización de la vida humana.
“Ese mundo no es el nuestro.”
Al totalitarismo bajamente democrático de nuestros días, cualquiera que sea
la forma institucional que según los países lo revista, Moro, en esos años, oponía
la distancia aristocrática del que sabe cuán admirable y, a la vez, cuán pavorosa es,
efectivamente, aquí o allí, toda vida verdaderamente nacida –una distancia que no
había esperado salir del surrealismo para descubrirla, pero que, mientras militara
en el surrealismo, se había obligado a posponer en aras de una esperanza de la que
ahora estaba libre.
En su artículo sobre D’Annunzio, en 1945 (AA, p. 43) invocaba a los calenders
–fils de roi –que acababa de descubrirle la novela del conde de Gobineau, Les
Pléiades, en adelante uno de sus libros de cabecera. Así llamaría ya a los únicos
310 Crítica

seres –pobres o ricos, de cualquier condición social– que le importaría todavía


conocer.
De su conferencia sobre Proust, de 1953, la única vez que aceptó hablar en
público, dentro de un homenaje que yo organicé en la Universidad de San Marcos,
con motivo de los treinta años de la muerte del novelista:25 “En 1948, desde la
revista Las Moradas [...], avanzaba tímidamente el autor de estas líneas que vein-
ticinco años después de la muerte de Proust, los lectores de Huxley, de Stefan
Zweig o de Ludwig no habían podido penetrar en el mundo de Guermantes. Aho-
ra, cinco años más tarde, sigo creyendo que el clan Guermantes continúa cerrado,
desafiante, inaccesible”.
“Los Guermantes no reciben ya”: si, aun cuando nunca dejó de escribir, Moro
tan poco se preocupó en vida por publicar, fue porque, desde sus tiempos de
intervención, tuvo conciencia de que, en un mundo donde “la fatuidad, la inepcia,
cuando no la sangrienta bestialidad de los hombres de acción [...] son el pan duro
de cada día”, la lucidez amarga de las saturnales, la de la primera libación, la del vigi-
lante silencioso nocturno, la de los últimos parpadeos de la conciencia antes de naufragar
en el agua translúcida del sueño que hace la poesía auténtica –la que él leyó, a su
hora, en los versos de Villaurrutia como en los párrafos de Proust– era dominio
reservado y que era inútil querer prostituir.

Emilio Adolfo Westphalen:


Las Lenguas y la Poesía*
Una lengua es un mundo tan complicado, diverso, dilatado, en movimiento cons-
tante y sujeto a renovación y perecimiento que no es concebible que nadie preten-
da haberla captado y reconocido en su totalidad con sus ramificaciones bastardas
o legítimas, sus desdoblamientos, rupturas y cicatrices, ni haya explorado todas
sus eminencias, llanuras o abismos. La compararíamos a un animal camaleónico y
comestible del cual nos servimos parca o glotonamente con arreglo a necesidades,
caprichos u obsesiones, pero cuya historia y proveniencia no podremos recons-
truir sino fragmentariamente, cuyas posibilidades y carencias más bien se nos
escapan, cuyo poder sobre nuestras acciones, ideas, sentimientos no percibimos y

25. Proust, de hecho, murió en noviembre de 1922, pero el acto de San Marcos se atrasó por
coincidir la fecha propia con el final del año lectivo y la proximidad de las vacaciones.
* En: Debate, n° 28, Lima, septiembre de 1984, pp. 24-27.
Emilio Adolfo Westphalen 311

del cual es difícil prescindir salvo en contadas experiencias (el arrobo místico o el
fulmíneo reconocimiento amoroso).
Es sabido que las lenguas, según ocurre con todos los seres vivos, mueren a su
turno dejando a veces descendencia mostrenca o airosa pero con más frecuencia
nada más que restos difícilmente identificables o coherentes. Menos fácil es reco-
nocer las tendencias dominantes en un idioma actualmente, si acaso lleva rumbo
a un lejano esplendor de mar en verano o todo se desviará en riachuelos sucios y
fangosos hundiéndose en arenales sedientos. Se teme, en cuanto al español, que
las jeringonzas que pululan por doquier no sean anuncios de retoños sanos sino
síntomas de agostamiento. Aunque tales perspectivas no preocupen al parecer
más que a quienes hacen uso ritual de las palabras para elaborar objetos extraña-
mente armónicos a veces, cuando se acierta el gran premio, pero cacofónicos las
más, objetos denominados usualmente poemas.
Habría mucho que ahondar por los vericuetos y escondrijos metafísicos en
que aman extraviarse los expertos en usos y abusos de las lenguas o los que
especulan sobre sus orígenes divino, humano u otros. Mis capacidades no me lo
permiten y las perplejidades recién evocadas tendrán sólo el papel decorativo de
tela de fondo que dé profundidad real o ficticia a un recuento de experiencias
personales.
Me imagino que cada uno de nosotros se ha enfrentado de modo distinto,
como es natural al conocimiento y la práctica del idioma materno y de los que
posteriormente hemos ido bien o mal adquiriendo. En general se estima más bien
corto el paso del balbuceo infantil hasta el dominio competente de la lengua,
aunque surjan dudas acerca de los modos de determinar el nivel de competencia
alcanzado. Pero nadie guardó en la memoria las etapas del aprendizaje, cómo la
lengua nos vinculó al contorno, cómo por ella entramos en contacto con personas
y cosas, nos dimos cuenta también de nuestra propia existencia. Deficiencias y
equívocos de los comienzos arrastrarán sus secuelas a lo largo de toda la vida.
A mí me tocó criarme en un hogar donde se hablaba predominantemente
español. Sin embargo, desde que adquirí conciencia de lo que se decía a mi redor
no pude dejar de notar que seres cariñosos me trasmitían su afecto con los so-
nidos tiernos y ligeramente afligidos de otro idioma, pues siempre hubo en casa
una o dos personas de habla quechua. (Tal vez sea atingente recordar aquí una
observación de Eguren quien escribiendo de un poeta amigo suyo se pregunta,
y cito aunque es larga porque también es hermosa: “si en la tristeza permanente
de matices prestigiosos; si en esas sombras lunares; si en el cúmulo de acentos
siempre dulces, siempre doloridos; no hay una voz de quena, una voz prolonga-
da que en todos los lugares hemos oído desde la niñez y cuyas vibraciones nos
acompañan siempre en los remotos parajes de la tierra?” Sólo la sensibilidad sutil
del gran poeta podía dar un testimonio tan cierto de una realidad evidente y por
ello ofuscante.)
312 Crítica

Por otro lado era asidua en casa mi abuela, oriunda de Liguria, quien usaba
una pintoresca mezcla de vocablos genoveses, italianos y españoles. Ocasional-
mente oiría más tarde a mi padre hablar en alemán con algún conocido o cliente.
En el Colegio Alemán, al que asistí diez años, estuve sometido a la enseñanza de
ese idioma que, como no era compartido en el hogar, nunca llegué a dominar ni a
hacer mío. Era el idioma de las matemáticas y de las ciencias y el de las lecturas de
los clásicos de las literaturas germánicas. Más adelante recibí en el mismo colegio
clases de inglés; los maestros alemanes encargados de ellas me contagiaron un
dudoso acento que conservé, al parecer, aun en mis años de residencia en Nueva
York. En un principio no llegué a interesarme por la práctica del inglés hasta que
descubrí que daba acceso a los mundos fascinantes de Dickens o R. L. Stevenson.
Mi afición por los autores franceses que conocía en traducciones –sospecho– poco
fidedignas me impulsó a aprender solo su lengua, con auxilio del diccionario. En
tal empeño traduje como ejercicio, en su totalidad, Les Harmonies viennoises, nove-
la de Jean Cassou. Ha sido siempre una de mis mayores satisfacciones la lectura
de autores de habla francesa e inglesa. En cierta manera podría decir que mi
comprobación de las virtudes y deficiencias del español para la trasmisión de unas
experiencias especiales que llamaré poéticas, estuvo supeditada al descubrimiento
de las posibilidades distintas –acaso a veces adaptables– de riqueza expresiva que
poseen esos idiomas.
Se ha mencionado antes la existencia eventual de los objetos ambiguos lla-
mados poemas. No sabría explicar cómo nació mi afición por ellos ni el impulso
esporádico que me incita a escuchar las voces que los crean. No sé tampoco
cómo me guían a escoger entre tradiciones y usos establecidos o trastocados
de nuestro idioma, entre juegos semánticos y lingüísticos, de armonías y diso-
nancias fonéticas, entre ambigüedades y disonancias, el material apropiado para
constituir la base material de un poema viable. En todo caso no se ha creído
necesario recurrir, salvo en un par de ocasiones, a envoltura inglesa o francesa
para subsanar ciertas deficiencias del español que, hay que confesarlo, nunca me
turbaron demasiado.
Me sorprenden por ello los casos de poetas que utilizan más de un idioma y no
esporádicamente sino con constancia. Dentro del ámbito nuestro son notables los
ejemplos de Arguedas y de Moro. Arguedas no sólo poseía un conocimiento ex-
traordinario de los recursos expresivos del idioma español sino que supo inventar
un lenguaje que mediante discordancias gramaticales, equívocos fonéticos, defec-
tos regulares y otros artificios daba la impresión que quien así hablaba lo hacía
en “quechua” y no en un español perturbado pero reconocible. Vertió también al
español canciones y poemas quechuas que en su nueva vestidura parecían ha-
ber brotado espontáneamente y serles connatural. Arguedas, sin embargo, nunca
aceptó que sus versiones dieran la equivalencia de lo que él sentía en el original,
al cual atribuía otra dimensión, otra hondura afectiva, otra resonancia estética.
Emilio Adolfo Westphalen 313

Había según él una magia, un misterio en las palabras quechuas perdidos en el


traslado. Una vez afirmó que los que hablan ese idioma saben “que el keshua su-
pera al castellano en la expresión de algunos sentimientos, los más característicos
del corazón indígena: la ternura, el cariño, el amor a la naturaleza”. Esa convicción
le llevó en las postrimerías de su vida a escribir poemas originales en quechua. En
las notas a su recolección Katatay, insistió en “el impulso ineludible que le obligó
a escribirlos”, en su reconocimiento del quechua como un idioma “más poderoso
que el castellano para la expresión de muchos trances del espíritu y, sobre todo,
del ánimo”; sostenía “que las palabras del quechua contienen con una densidad y
vida incomparables la materia del hombre y de la naturaleza y el vínculo intenso
que por fortuna aún existe entre lo uno y lo otro”.
Esta relación mágica, mítica entre hombre y naturaleza que declara Arguedas
como sustrato y fundamento de sus poemas, es imposible de verificar a quien
ignora la lengua. Siempre lamentaré que en la escuela y en la universidad en
lugar de inglés no me enseñaran quechua, lo cual no sé si hubiera contribuido a
esa ambigua “integración nacional” que tanto se predica pero entendiéndola más
bien como una sumisión y desaparición consecuente de los remanentes de las
tradiciones indígenas; al menos hubiera permitido quizás un conocimiento mayor
de los factores culturales mutuos y, desde luego, la apreciación de las cualidades
poéticas y otras que Arguedas reivindicaba. El vigor y la riqueza lírica de la prosa
de Arguedas, que hacen de su obra una de las fundamentales y mayores de nues-
tro acervo cultural, me hacen extrañar aún más el verme perdido de la posibilidad
de disfrutar en el original sus poemas quechuas.
Estoy en la edad en que más bien se olvidan los idiomas aprendidos: no me
atrevería así a arriesgarme a un aprendizaje que no me llevaría seguramente muy
lejos en cuanto a conocimientos y práctica de una lengua tan disímil a las que
trabajosamente me enseñaron.
El bilingüismo de Arguedas adquirió aspectos trágicos cuando un arraigado
complejo de culpa por ser un “misti” que presumía de ser fiel intérprete no sólo
de las circunstancias sociales y culturales de los indígenas sino de sus estados de
ánimo e idiosincrasia artística, le llevó a desvirtuar y rebajar su indudable domi-
nio y maestría del idioma español, por él aprovechado como pocos narradores
peruanos.
De muy diversa índole es el carácter y posición del bilingüismo en César
Moro. Es siempre aventurado hacer conjeturas sobre motivaciones ajenas cuando
no las ha revelado la misma persona; podría sin embargo ser útil un análisis de las
modalidades lingüísticas predilectas de Moro para su escritura poética. La mayor
parte de los poemas publicados e inéditos de Moro fueron escritos en francés
pero la serie La tortuga ecuestre lo fue en español y por los mismos años en que
escribía Lettre d’amour. Esta soltura y libertad de expresión en dos idiomas me
colma de admiración y me hace pensar en un antecedente remoto, la facilidad con
314 Crítica

que en el Siglo de Oro de la poesía española, poetas gallegos o lusitanos emplea-


ban indiferentemente el español o sus lenguas maternas.
Así como Arguedas tradujo al español canciones, leyendas y poemas quechuas,
Moro se complació en trasladar a nuestro idioma ejemplos escogidos de poesía
francesa, principalmente de sus amigos surrealistas; una vez hasta emprendió la
versión de un extenso tratado del marqués de Sade, que quedó trunca. Curiosa-
mente ni el uno ni el otro intentaron nunca trasladar al quechua o al francés poe-
mas escritos en español. Moro empezó su colaboración con el grupo surrealista
vertiendo, o corrigiendo versiones ya hechas, de los primeros textos de Salvador
Dalí que aparecieron en Le Surréalisme au service de la Révolution, mas no creo
que pensara nunca en divulgar en Francia la poesía, por ejemplo, de su admirado
Eguren.
Estas divagaciones sobre bilingüismo poético me llevan a tratar la cuestión
de cuán factible o disculpable sea la tarea de traducir poesía. Hace poco George
Steiner recordaba que es premisa falsa sostener la posibilidad de extraer y tras-
plantar “algo que se denomina contenido” apartándolo de la fonética, el léxico,
la gramática y el contexto de la forma originaria. La imbricación de lo dicho con
la manera de decirlo es tan estrecha e indesligable que todo intento de trasvasar
el poema exigiría en el mejor de los casos la invención de un objeto nuevo cuya
semejanza con el original sería siempre dudosa. ¿Por qué entonces el tesón con
que muchos poetas, entre ellos algunos de los más grandes, han ensayado lo
inalcanzable por definición?
¿Es realmente imposible la traducción de poesía? Mi experiencia fue por lo
general más bien decepcionante. En mi juventud la aspiración no fue tanto la
búsqueda de equivalencias cuanto la de aquellos factores actuantes que por extra-
ña contraposición o simbiosis convertían algunas palabras, mañosa o torpemente
escogidas, en piezas deslumbrantes, espejismos insólitos de armonía recóndita
y nunca vista. El propósito sería cotejable, desde cierto ángulo, al del niño que
desmonta y destruye un juguete para dar con el mecanismo secreto que permite
el movimiento (en el poema, el embrujo o la encantación), por curiosidad el niño
desbarata la simple o complicada combinación que le irrita pues está cercana y es
inasible e irrepetible. Traté así de adentrarme en la oficina donde un alquimista
llamado Valéry o Rilke o Emily Dickinson habían transformado materia vulgar en
joya espléndida, esfuerzo vano pues nunca di con la fórmula válida.
Más tarde no me preocupé más de equivalencia; me bastaba con repetir le-
janamente en mi idioma el diapasón y ciertas modalidades que caracterizaban
el poema en otra lengua por el que estaba intrigado. No me avergüenzo de esas
tentativas, tan frustrantes como el empeño de algunos críticos de poner en prosa
el poema ajeno (o el propio según hicieron San Juan de la Cruz o Fray Luis de
León sin añadir con ello gran cosa al placer estético del poema y sin revelar los
misterios afectivos y los secretos subyacentes). Se juzgará siempre que el esfor-
Emilio Adolfo Westphalen 315

zarse en verter poesía es una manera de engañarse a sí mismo –y a los demás si


acaso se publica la felonía. Con consonancia habrá los que a pesar de todo inten-
tarán una y otra vez, a pesar de los fracasos, como perder a la lotería no exime al
esperanzado o ingenuo de adquirir otros números.
Me aventuraría a suponer que la traducción, acto de re-creación, seguirá igual
suerte que la que arriesga todo autor de poesía: los logros no están nunca ase-
gurados ni para el creador del poema ni para su recreador en la transcripción. Se
reconoce así unánimemente que el mejor poema de Quevedo (yo opinaría casi el
único digno del nombre) es una paráfrasis del soneto sobre las ruinas de Roma
de Joachim du Bellay. Algunas traducciones de Blake publicadas alguna vez por
Juan Ramón Jiménez me sonaron como poesía auténtica... en español, que es de
lo que se trata.
A pesar de mis renuencias, hace algún tiempo me vi de nuevo tentado por la
décima musa, la hermanastra fea y traidora, a pesar suyo, de la poesía. Al leer unos
poemas del griego Yannis Ritsos en versión francesa, no sé qué rasgos presentidos
me hicieron barruntar que había allí materia, aun en ausencia de las resonancias
fonéticas y otras del original, para levantar unas imágenes que semejaran algo
más que un mal remedo o una falsa glosa. Quizás las características tan saltantes
de serie de imágenes visuales nítidas y contrastadas como en una consecuencia
cinematográfica me incitaron a caer en la trampa.
Me disculpo ofreciendo la traslación como homenaje equívoco a un gran poeta
que al evocar el misterio de la poesía insinúa que ésta no estaría solamente en
las palabras inspiradas sino de vez en cuando, quizás al doblar una esquina, en
revelación súbita del trasfondo tenebroso o lumíneo que puede acompañar la
experiencia cotidiana más humilde.

Emilio Adolfo Westphalen:


En 1922: César Moro...*
En 1922 César Moro tenía diecinueve años. Hay un dibujo con esa fecha –re-
producido en una revista ilustrada de la época– encontrado entre los recortes
que guardaba Carlos Quízpez Asín. No he podido comprobar si la publicación
fue en el mismo año o posterior. Además de cuatro primeros dibujos –aparecidos

* En: Debate, n° 32, Lima., mayo de 1985, pp. 56-59; reimpreso en: Emilio Adolfo Westphalen,
Escritos varios sobre arte y poesía, Lima, Fondo de Cultura Económica, Col. Tierra Firme, 1997, pp.
170-176.
316 Crítica

en revistas– se conservan las pruebas de imprenta de un dibujo en gris rojo y


negro cuya utilización desconozco y de dos carátulas –una para el libro de José
Vasconcelos Ideario de acción (ediciones Actual)– la otra (no firmada) para Alma
errante, libro del Dr. Roberto Mac-Lean y Estenós, quien en un artículo –también
de 1922–1 a propósito de una visita a Eguren –se proclamaba “dadaísta”– y que
posteriormente será más bien conocido como profesor de sociología y politique-
ro. (Es divertido leer en el artículo citado que Eguren declaró “tener un cuadro
dadaísta” –se entiende hecho por él– “que muy pocos conocen”. ¿Existió realmen-
te tal cuadro o no sería más bien una de esas bromas sutiles en que se complacía
Eguren y que casi nadie acertaba a percibir?)
Como sólo uno de los siete dibujos está fechado no me es posible establecer
su ordenación en el tiempo, ya que la búsqueda de las publicaciones originales no
está a mi alcance. Otro detalle curioso es la falta de firma en tres de los dibujos
–en los otros figura dos veces César Moro– una el nombre gentilicio y otra Euxenio
de Miravel. Puede presumirse de esto que en 1925 –antes de su viaje a Francia– C.
M. ya era conocido como dibujante –al menos en el restringido círculo artístico
y literario de la capital– y que quizás su actividad como artista precedió a la de
poeta y escritor. Se recordará –conforme a los datos de André Coyné en la “Nota
sobre la edición” de La tortuga ecuestre y otros poemas (1924-1949)–2 que tres poe-
mas suyos habían salido en El Norte de Trujillo el 25 de enero de 1925. No se sabe
de otra publicación hasta la inclusión en el n° 14 de Amauta (abril de 1928) de
tres poemas fechados el primero en “Lima 1924” y los otros en “Cannes, setiem-
bre de 1927” y “París 1928” respectivamente.3 (La publicación reciente de dos
cartas de C. M. en la edición que de la correspondencia de Mariátegui ha hecho
Antonio Melis4 revela que no fue esa la primera tentativa de Moro para aparecer
en Amauta e igualmente la manera deplorable como se reprodujeron los poemas:
“llenos de errores, sin los espacios marcados y suprimiendo líneas enteras”. A.
C. no hace referencia alguna a esa publicación. El poema fechado en Lima lo ha
comprendido en la serie de los “Primeros poemas” pero sin el título (“Infancia”)
que se lee en Amauta. El segundo (“Oráculo”) lleva al frente una cita de Paul
Éluard en la que se ha invertido el orden de los versos segundo y tercero. Este
poema no ha sido recogido por A. C. El tercero en cambio figura con variantes
y con otro título –“Abajo el trabajo” en lugar del “Following you around (siempre
siguiéndote)” de la revista.

1. “Con nuestros grandes poetas: José María Eguren”, Mundial, 3-11-22. Reproducido en: José
María Eguren, Obras completas, Lima, 1974, pp. 415-420.
2. Lima, 1956.
3. Esta inclusión por C. M. del poema del 24 con dos bastantes posteriores invalida la clasificación
de A. C. de la poesía de Moro en español: Poemas 1927-1949 y Primeros poemas 1924-1926.
4. José Carlos Mariátegui, Correspondencia, 2 tomos, Lima, 1984.
Emilio Adolfo Westphalen 317

Es siempre arriesgado especular acerca de los orígenes de una vocación y los


impulsos primeros que llevaron a la creación de un poema o una obra de arte.
C. M. no fue nunca comunicativo respecto a esa época de su vida. Por una nota
que escribió para presentar una breve antología de poemas de Eguren al público
mexicano –nos enteramos que aun muy joven visitaba ya al gran poeta en su casa
de Barranco. “Vuelvo a vivir –dice– el ambiente pueblerino, desolado y pretencio-
so de mis dieciséis años al evocar la prístina figura de José M. Eguren, el poeta por
excelencia, perdido en las gasas de una neblina constelada que llevara consigo
de modo permanente y tan bien que jamás se lo perdonaron los críticos locales”
(juicio este último que no ha perdido actualidad –todavía no lo quiero admitir, se-
gún lo demuestra una Antología reciente donde Eguren es relegado a la cola del
modernismo– con taimadas motivaciones cronológicas desde luego –en lugar de
situársele como el iniciador en el Perú de lo que entendemos por Poesía– en lugar
de reconocerse que él nos trajo la Poesía y abrió a otros esa posibilidad). En la
misma nota cuenta Moro cómo Eguren “recibía cada domingo a los intelectuales
incipientes que iban a ensayar sus casi implumes alas junto al prestigio del poeta
antes de intentar, algunos, el vuelo que los llevaría lejos de la calma monótona del
charco natal”.
Podrá presumirse que el ambiente familiar (su hermano Carlos estudiaba en
la Academia de San Fernando en Madrid desde 1921) y el círculo de amigos que
lo rodeaba fueron propicios a una vocación temprana. Se conserva una serie de
dibujos y acuarelas anteriores a 1922 –la mayoría no fechados ni firmados– pero
uno de una maestría exquisita en el trazo y en la selección de los colores ya os-
tenta con todas sus letras César Moro y el año 1921. Tanto éste como De Profundis
y el dibujo reproducido en Amaru, n° 9, marzo 69, p. 55, dejan entrever que los
tempranos logros se acogieron al lenguaje gráfico y pictórico con que innovaron
las artes los cultores en Europa del Modern Style-Jugend Stil o Art Nouveau –como
se le llamó según los países– y que en diversos grados pueden relacionarse con
Blake los prerrafaelistas ingleses Bearsley Moreau Redon Klimt y que por diversas
vías condujeron a los Nabis y demás partidarios del simbolismo y la imaginación
en las artes y las letras.
Pero Moro desde un principio supo utilizar ese lenguaje para sus fines propios
y no creemos que sea exagerado el juicio que Carlos Raygada expresara sobre la
incipiente obra de Moro en un artículo publicado en El Comercio el día siguiente
de su partida para Europa: “César Moro es un caso excepcional de liberación;
jamás hace lo que se debe hacer”, él pinta siempre lo que él quiere, lo que él ima-
gina, lo que él siente. Por eso es personal, casi inimitablemente personal”. Antes C.

5. “Viaje de un artista”, 31 de agosto de 1925.


318 Crítica

R. había anotado: “el joven artista no pertenece a ninguna escuela conocida ni es


tampoco dibujante académico que es de lo que más lejos está”.5
Sorprendería este reconocimiento si los que conocimos a C. R. no hubiéramos
sido testigos de su espíritu abierto y sensible y de la manera entusiasta y generosa
como entendía su papel de crítico –actitud tan alejada de la observable en los
últimos tiempos: críticos que se arrogan papel de árbiter y mágister y dictan lo
que se debe pintar o escribir–. La peculiaridad advertida por Raygada fue rasgo
persistente de la evolución artística de C. M. Si pasó de la adaptación de unos
módulos a otros –como la mayoría de los pintores contemporáneos– siempre lo
hizo tomando lo que le era afín y lo que requería para –rechazando toda ley– lan-
zarse a cuerpo perdido en la persecución de esta quimera, “las bodas químicas de
la realidad y el sueño” –conforme expresara en uno de sus escritos póstumos.6
Una información de Raygada es pertinente citarla aquí. Manifiesta que los po-
cos dibujos publicados en Lima por Moro “pertenecen a la época de su iniciación
y está muy lejos de la calidad y la intensidad de sus obras últimas”. Es verosímil
que entre éstas se encontraran las que formaron la serie Scènes péruviennes mos-
tradas en la exposición que hizo Moro con Jaime A. Colson en 1927,7 aunque
también es probable que algunas hayan sido pintadas en París. En todo caso la
acuarela intitulada Las vivanderas (que poseía C. Q. A.) lleva al dorso –escritas por
Moro– dos fechas: “Perú 1924” y “París 1926”.
Moro pasó muy rápidamente del Art Nouveau al Art Déco según puede verse
en los dibujos reproducidos por nosotros. En 1925 –cuando arribó a París– el
Surrealismo surgía, se expandía y ganaba adeptos entre los artistas plásticos. Es de
ese año la primera exposición surrealista en París,8 pero a Moro le atraen entonces
el rigor y la armonía de composiciones geométricas y cubistas. C. Q. A. amaba
mucho dos de esas obras en blanco y negro, las hizo enmarcar y las tuvo siempre
colgadas de una pared en su taller. No era de extrañar –dada la buena mano de
Moro– que la nitidez y elegancia de estas composiciones no desentonen al lado
de sus dibujos primeros conforme puede verse en la página de Amaru antes citada
donde aparece uno de éstos junto a una acuarela y un dibujo de 1926.
La multiplicidad y la riqueza de las tendencias de la pintura que podía verse
en París en los años veinte y las consiguientes controversias y polémicas –las de-
fensas abominaciones y abjuraciones del “Espíritu Nuevo”– serían perturbadoras
para cualquiera aunque tengo la impresión que Moro supo capear el temporal y
orientarse en el maremágnum –al menos en lo que concierne su actividad como
pintor–. Parece que no dejó de pintar pues hacerlo “le divertía”. Asumo así que su

6. Texto de 1954 recogido en Los anteojos de azufre, Lima, 1958, p. 131.


7. Societé Paris-Amérique Latine. Tableaux de Jaime A. Colson et César Moro. Du 10 au 16 mars 1927.
8. Galerie Pierre.
Emilio Adolfo Westphalen 319

disposición entonces era similar a la que años más tarde expresara en una carta
suya desde Ciudad de México: “...se trata de pintar para sí y nada más. Porque la
pintura es el bordado o el pirograbado de seres superiores, y nada más. Pintar
es tan divertido como puede ser, a veces, barrer. ¿O no?”.9 De esa actitud viene la
seguridad en la utilización de los medios –la fantasía de llevarlos a sus extremos–,
la adaptación e invención de nuevos procedimientos –el disfrute del color–, la
elegancia del trazo. Subyacente –empero– se oculta el propósito esencial –la per-
secución de la quimera antes mencionada–, propósito que le hizo mantenerse fiel
al movimiento surrealista –a pesar de las discrepancias varias veces expuestas–
“pues es el único –opinaba– que haya intentado llevar la existencia humana a su
punto máximo de incandescencia”. Es atingente recordar que en el mismo texto
decía: “las preocupaciones de «materia», de «relación de tonos», de «proporción»
no son los solos criterios desde los cuales se puede contemplar la pintura sino que
ésta –Gustave Moreau y Odilon Redon ya lo habían comprendido muy bien– no
pierde nada al proponerse ambiciones más altas”. La mención de tales nombres
hace que sea más que conjetura la indicación que de ellos hice entre los inspira-
dores de los modos iniciales del arte de Moro. El que Moro los recuerde en las
postrimerías de su vida es tal vez un índice de la persistencia de los elementos
fundamentales de su carácter y de su arte. Muy pronto –como vio Raygada– Moro
fue un caso singular y admirable de “hombre libre” que jamás hace “lo que se
debe hacer” sino lo que él desea –imagina– siente.
Se hizo referencia al comienzo a la actividad paralela de Moro como poeta. Al
respecto Raygada habla de “dos volúmenes de rarísimas y muy hermosas poesías
en su mayor parte inéditas”. Hubiera convenido acaso tratar acá de los inicios de
Moro como poeta –materia poco estudiada hasta ahora–. Mas el tema es complica-
do y exige espacio y una dedicación cabal. A la observación superficial se nota que
Moro hurga diversas vetas de inspiración. Lo más saltante es un desgarramiento y
una angustia llevados a veces al paroxismo (que encontraremos luego con relativa
frecuencia en su obra madura). También son visibles esos juegos con las pala-
bras basados en el azar o la fonética (la selección por ejemplo en un poema de
vocablos con la misma inicial: “volví a besar variadas veces / tu brazo batallante
y vencedor” son los versos finales de una poesía sin fecha pero que A. C. ubica
entre las correspondientes a París. Por otra parte, la secuencia de imágenes en
“Parque zoológico” (también sin fecha pero comprendido por A. C. entre los poe-
mas anteriores al viaje) muestra un Moro de observaciones irónicas o burlonas de
la realidad.
Habrá de todo modo que indicar un trastorno grande en su poesía al contacto

9. Vida de poeta. Algunas cartas de César Moro escritas en la Ciudad de México entre 1943 y 1948,
Lisboa, 1983. (Carta del 1° y 2 de octubre de 1946.)
320 Crítica

con el ambiente cultural parisiense: pronto deja de escribir en español (de acuer-
do con la edición de A. C. los últimos en ese idioma datan de 1928; no volvería a
usar el español sino a su vuelta a Lima). No se podrá decir cuándo empezó a es-
cribir en francés hasta que no exista una edición de los poemas de esa época aún
inéditos. No disertaré aquí sobre los motivos probables de ese cambio ni tampoco
sobre las circunstancias que han hecho que Moro tenga fama como poeta y casi
ninguna consideración como pintor.
No me gustaría –sin embargo– pasar por alto una práctica que no tiende a
disminuir con el tiempo y que últimamente ha alcanzado límites extremos de
arbitrariedad y pedantería. Todavía muy joven –seguramente porque le era in-
cómodo el nombre que había recibido al nacer– César Moro escogió esas dos
palabras (rotundas y definitivas) para que se le llamara con ellas en todas las cir-
cunstancias de su vida. No adoptó un seudónimo ni un nombre de pluma sino se
puso el nombre con que todos los que le conocimos le hemos llamado y aun he
oído que le llamaban en casa su madre y sus hermanos. Es por ello irritante que
se insista tanto en el supuesto nombre “verdadero” de Moro. (¿Qué entenderán
con ese calificativo? ¿El nombre “secreto”, el “escondido” que pocas personas
conocen salvo los iniciados? Por mi parte no me he reconocido sino en el nom-
bre que en tiempo lejano me dio –inventándolo– una persona querida –y que yo
mismo ahora ni siquiera recuerdo–.) Desde luego –aun para la Administración
Pública y en todos los lugares donde trabajó– Moro fue siempre César Moro con-
forme constaba en su libreta electoral y demás documentos. Es en consecuencia
bastante ridículo que en una Antología de poesía peruana no sólo se recuerde su
nombre de bautizo sino que en el índice donde figura César Moro se remita al otro
nombre. Es tan monstruoso como si en una antología de la poesía francesa donde
en el índice se pone Guillaume Apollinaire se añadiera: véase Wilhelm Apollinaris
de Kostrowitzky. ¿Quién habla del nombre “verdadero” del Sr. Neruda –que pa-
rece era Neftalí Reyes o algo por el estilo– y a quién le importa? Pero en Lima
todavía hay que ser “hijo” o “sobrino” de alguien para tener existencia. La vieja
manía virreinal no nos abandona –nadie puede cambiarse de nombre sin que se
aprovechen las más inverosímiles ocasiones para refregárselo a todo el mundo
por las narices–. Felizmente que Moro al menos se libró de ver repetirse hasta el
cansancio el ultraje contra el cual protestó cuando un director de la Biblioteca
Nacional no quiso “agradecer a C. M. los libros de C. M. que le había enviado C.
M.”. Los poemas y los cuadros los hizo y los firmó –o no los firmó– César Moro y
a él hay que nombrar cuando se quiere decir algo sobre el autor sin recurrir a la
apelación por él renegada.
Emilio Adolfo Westphalen 321

Emilio Adolfo Westphalen:


La primera Exposición Surrealista
en América Latina *
En una ocasión –hace ya algunos años –conversando con amigos en Las Palmas
de Gran Canaria, tratándose de nombrar los representantes “reconocibles” del
surrealismo en América Latina –coincidí con Enrique Molina para aceptar a César
Moro como el único que merecía el apelativo. Moro había vivido la experiencia
surrealista desde dentro, formando parte del grupo durante los años treinta –
mantenido luego contacto constante con Breton, organizado con él y con Paalen
la Exposición Internacional del Surrealismo llevada a cabo en Ciudad de México
en 1940. Aunque hubo durante cierto tiempo un distanciamiento por divergencia
de puntos de vista en cuanto a principios y comportamiento, las relaciones se
reanudaron cordiales y el último escrito de Moro fue uno destinado a la encuesta
que Breton incluyó en su libro sobre El arte mágico (1955).
Añadiría que se requiere una condición aun más exigente: nos recuerda Char-
les Duits –y fue su amarga experiencia– que no bastaba aceptar las premisas
morales y doctrinarias del surrealismo para adquirir conciencia de lo que se tra-
taba –tampoco era suficiente participar en el movimiento ya que muchos de sus
integrantes “no llegaban a percibir sino la superficie, la piel”. “Lo cierto es –com-
prueba– que sólo los que viven el surrealismo lo comprenden”.1 Creo que Moro
había identificado su quimera con la del surrealismo.
Se desconoce la fecha exacta y por intermedio de quienes llegó Moro a formar
parte del grupo. Es evidente que jugó en su caso la ley de las afinidades electivas.
Los rasgos de su temperamento –violencia soterrada –burla sutil –incluso sar-
casmo cuando le sublevaban situaciones y personas hostiles o nefandas –deben
haberse hecho patentes muy temprano. Acaso podría presentarse a Moro como
otro ejemplo para corroborar una aseveración de Antonin Artaud según la cual el
surrealismo –“nacido de desesperanza y aversión” –“rebelión moral” –“grito or-
gánico del hombre” –“las embestidas de nuestro ser contra todo lo que signifique
coerción y autoridad” –“se originó en los bancos de la escuela”.2
Entiendo muy bien que –en el joven en el niño –la sensibilidad herida –la
comprobación de la distancia entre su imaginación y un mundo enfermo (confor-
me se expresara Moro)3 lo inciten a sublevarse –a juzgar interesada impositiva

* En: Debate, n° 34, Lima, julio de 1985, pp. 68-72.


1. C. Duits, André Breton, a-t-il dit passe, París, 1969, p. 164.
2. A. Artaud. “Surréalisme & Révolution”, Les Tarahumaras, Décines (Isère), 1955, p. 169.
3. Los anteojos de azufre, Lima, 1958, p. 91 .
322 Crítica

intolerable toda enseñanza en el hogar y la escuela –a reaccionar con intransi-


gente oposición unas veces –o a apartarse otras –a concentrarse en su mundo
interior. Aunque también en esos años puede surgir un tímido esbozo de utopía
–el presentimiento de una comunidad de jóvenes como él –unidos por la amistad
y solidarios de los mismos ideales. Por mi parte ciertas imaginaciones de niño me
orientaron por este último rumbo y podrían explicar mi tendencia a rechazar toda
violencia –aun la considerada reacción justa a una violencia perpetrada o actuan-
te.
(Tal vez sea excesiva susceptibilidad mía pero quedé muy chocado al enterar-
me hace poco por un artículo viejo de Roger Caillois4 de una expedición punitiva
llevada a cabo por René Char –de la cual él fue testigo –y destinada a castigar a su
camarada Benjamin Péret por causa de una indiscreción cometida. El señor Char
era más joven y más fuerte y dejó maltrecho a quien considero uno de los más
admirables poetas franceses de este siglo. ¿Se arregló algo de tal modo? ¿El honor
(muy burgués) del revolucionario Char quedaría reparado y salvo? Ni cuando era
joven –ni ahora viejo puedo aceptar procedimientos que tienen más de faite o
maleante que de otra cosa. Es ésa una de las caras del surrealismo –las pequeñas
explosiones de brutalidad en que se complacieron con frecuencia –las manifesta-
ciones con alharaca bastones e insultos –que menos simpatías me han despertado
siempre.)
Como he tenido oportunidad de mencionar5 –cuando Moro viajó a Francia–
aunque ya escribía poemas –se proponía sobre todo exhibir sus dibujos y pin-
turas y continuar su actividad artística. Pero había en Moro marcada renuencia a
“hacerse valer” –a gestionar y rendir pleitesía. Nunca se le abrieron puertas y no
tuvo muchas ocasiones ni para exhibir sus cuadros ni para publicar sus poemas.
En sus cartas hay múltiples referencias a esta situación. Por ejemplo en la que se
reprodujo al frente de un libro de Carlos Tosi6 pueden leerse las siguientes frases
en que trasciende su amargura y su desamparo: “Aquí ya sabes lo que cuesta hacer
un paso. Si ya simplemente ser una persona ligeramente independiente es una
hazaña, publicar libros en un idioma extranjero, hacer una exposición, son em-
presas titánicas para quien como yo no tiene mucho tiempo y tiene muy reducidos
medios económicos y vive en el último rincón del mundo. A veces me extraño
infinito de poder todavía conversar de algunas cosas y de no estar totalmente
asimilado a la bestialidad de maceta que impera aquí”.
Durante sus años en Europa Moro consiguió exponer sólo dos veces. En Lima
se le ofreció la mejor oportunidad para mostrar sus obras conforme a su gusto y

4. “Divergences et complicités”, La Nouvelle Revue Française, París, abril de 1967, p. 687.


5. “En 1922: César Moro...”, Debate, n° 32, Lima, mayo de 1985, p. 56.
6. Judas, Lima, 1975.
Emilio Adolfo Westphalen 323

criterio. La pintora chilena María Valencia trajo en 1935 algunos cuadros suyos
más varias piezas de escultura y dibujos de cuatro compatriotas. Se pudo así orga-
nizar en la Academia Alcedo –en mayo– la que aparece como “Primera Exposición
Surrealista Latino-americana” en el mapa-repertorio sobre difusión mundial del
surrealismo inserto recientemente en el número especial del Magazine Littéraire
acerca de 60 años de ese movimiento.7 En realidad el título de acuerdo con el
catálogo de 16 páginas con ilustraciones era: “Exposición de las obras de Jaime
Dvor –César Moro –Waldo Parraguez –Gabriela Rivadeneira –Carlos Sotomayor
–María Valencia”. Más exacto sin embargo hubiera sido poner: “Exposición de
pinturas dibujos y collages de C. M. y de algunas obras de cinco artistas chilenos”.
De las 52 piezas mencionadas en el catálogo 38 eran de Moro.
Todavía once años más tarde se deleitaría Moro rememorando el estupor el
desconcierto la indignación de la gente: “Nunca habían visto nada semejante, ni
insolencia mayor que nuestra exposición del 35”.8
Si algunas o todas las obras expuestas eran “surrealistas” nadie del público o
de la crítica hubiera podido decir. Por lo demás el término “surrealismo” sólo se
encontraba en el catálogo al citar Moro la revista Le Surréalisme au service de la
Révolution en su nota denunciando un plagio de Huidobro –nota que suscitaría
tanto alboroto y acrimonia.
No había tampoco ni programa ni explicaciones. Los títulos de las obras de
Moro se daban en francés –algunos eran en realidad poemas como ése de uno de
sus collages que abarca quince líneas en el catálogo. Supongo que muchos de los
títulos se redactaron ex profeso. El de una de las acuarelas al menos –que está en
mi posesión desde hace años– figuraba en el catálogo bajo esta larga y poética
frase (que traduzco torpemente): “las manchas oceladas del tigre son producto de
la lluvia de tomates sobre la tigresa encinta”. Hace poco me di sin embargo con la
sorpresa –al descubrirse el reverso– que había allí anotado otro título: mangeuse
d’oiseaux (devoradora de pájaros).
La relación de las obras expuestas llena las dos páginas centrales del catálogo
y enmarca una serie de poemas cortos de Éluard a los cuales se confería así el

7. N° 213, París, diciembre de 1984. (Agradezco a Javier Sologuren que me haya proporcionado
este número y otros de la revista. En un magazine tan poco surrealista como éste no eran de esperarse
aportes nuevos. Salvo las notas de Hubert Juin y Bernard Noël el resto se resiente de la falta de afini-
dad con el movimiento. Alain Bosquet no oculta su aversión por Breton y su afán de promover –a estas
alturas –la pintura de Dalí –el incorregible simulador (del surrealismo –del genio –hasta de alguna
obra maestra suya o ajena) y entusiasta de Hitler y –hasta ahora –ufano de su devoción por Franco.
También es lamentable que los datos relativos al movimiento en América Latina repitan (o aumenten)
los errores equívocos y tergiversaciones de que están plagados el Dictionnaire général du Surréalisme et
de ses environs –París –1982 –y otras obras de divulgación del movimiento.)
8. Vida del poeta, Lisboa, 1983. (Reproducido en Vuelta, n° 95, México, octubre de 1984.)
324 Crítica

puesto de honor o preferencial. En aquellos tiempos Éluard era uno de los poe-
tas predilectos de Moro y únicamente abominaría de él cuando se convirtió al
estalinismo maculando y desvirtuando su actividad poética. Una de las pinturas
expuestas –que estuvo posteriormente en la Exposición Internacional de México
–ostentaba su nombre: Tableau sans titre portant l’inscription: Éluard (cuadro sin
título provisto de la inscripción: Éluard).
Hay humor en varios de los títulos de Moro (“mujer imbécil de mirada inteli-
gente cubierta con un chal” –“cuadro muy emocionante” –“magnífica situación”)
pero desde luego poesía –una especie de suplemento para completar o contrastar
lo mostrado en el cuadro. Como en su vida –como en su obra –Moro hizo que
arte y poesía compartieran con subversión y escándalo las páginas del catálogo.
Abundaban en especial los poemas. De Moro había una especie de letanía a los
pájaros traducida por él mismo del francés. Rafael Méndez Dorich y yo escribimos
poemas sobre Moro. Había uno de Eduardo Anguita sobre María Valencia –un
montaje de imágenes de Julio Sotomayor que Moro dispuso en forma de poema
–otras poesías breves mías.
Cuando arriba he manifestado que no se ofrecían ni programa ni explicaciones
debe entenderse en el sentido de la falta de propósitos de guiar e indicar al visi-
tante o al lector maneras de ver y comprender. Una sala utilizada más que ocasio-
nalmente para exhibir “obras de arte” se cubría de imágenes desmedidas e insóli-
tas pero que había que admitir –pues se guardaban las apariencias: las pinturas y
los trozos de papel pegados tenían marco y había objetos sobre pedestales –todo
ello dentro del local habitual. Pero al abrir el catálogo para informarse lo que se
encuentra primero como declaración liminar es una de las explosivas máximas o
antimáximas de Picabia: “El arte es un producto farmacéutico para imbéciles”. A
continuación Moro remacha el clavo negando la entrada en lugar de facilitar el
acceso: “Se abren, se cierran las exposiciones; se abren, se cierran las ventanas que
renuevan el aire. En el Perú, donde todo se cierra, donde todo adquiere, más y
más, un color de iglesia al crepúsculo, color particularmente horripilante, tenemos
nosotros la simple temeridad de querer cerrar definitivamente las posibilidades
de éxito a todo joven que desee pintar; esperamos desacreditar en tal forma la
pintura en América, que ni uno solo de esos bravos e intrépidos pintores pueda ya
enfrentarse a la tela, sin sentir la urgencia de mandar todo al Diablo y de hacerse
reemplazar por un aspirador mecánico”.
Ello no era sino el comienzo. Moro era maestro en denigrar y despotricar.
Quien quiera solazarse con el resto de su diatriba y con el “aviso” contra Huido-
bro los hallará en Los anteojos de azufre (recopilación de sus escritos en prosa y en
español)9 pues nos queda todavía hacer referencia a toda la panoplia iconoclasta

9. P. 11.
Emilio Adolfo Westphalen 325

de los prohombres del surrealismo presurrealismo y parasurrealismo algunos de


cuyos textos introdujo Moro en el catálogo formando una suerte de muestrario
de subversión espiritual.
No podían faltar los “dos puntos fijos” que desde el principio inspiraron y
orientaron las aventuras del surrealismo: Sus Elevadas Potencias el Conde Lau-
tréamont y el Marqués de Sade. De los antecesores románticos y prerrománticos
son citados Gérard de Nerval, Petrus Borel y Edward Young.
Entre los representantes del presurrealismo colocamos a Picabia –el que tra-
mara en Nueva York con Duchamp y Man Bay el trastorno total de valores y
supersticiones aceptadas. Lo que sería el preámbulo necesario a la instalación de
Dadá –interregno de anarquía completa (jocosa o trágica según los involucrados)
aun evocado con nostalgia por quienes oyeron la leyenda. De Dadá “el terremoto”
que en el diccionario Larousse se continúa considerando como el tronco del cual
se desprendió el surrealismo su descendencia “sistematizante” (calificativo mío
–no del diccionario) a pesar del empeño puesto por Breton en impedir la acepta-
ción de tal criterio. Moro tenía particular admiración por Picabia –a quien había
tratado. Las obras de Picabia –por lo demás –son actualmente joyas prestigiosas
en los grandes museos de Arte Moderno. A su lado figuran las de Giorgio de
Chirico –guru de todos nosotros en asuntos del misterio y la maravilla y de quien
se encuentran en el catálogo fragmentos de su incomparable Hebdomeros. Y aun
quedó lugar para la agresividad de los surrealistas mismos: Breton Crevel Aragon
Dalí se ocupan en la imaginación –el collage –la “paranoica crítica” –el realismo
–las “próximas mitologías morales”.
Del catálogo volvemos a los cuadros de Moro. Buena parte habían sido hechos
en París –se notaban distintos ensayos de procedimientos –artificios ya conoci-
dos y otros inventados por Moro para exaltar la inspiración el apunto de eficacia
plena. Las fulguraciones de su imaginación se aliaban bien con su sensibilidad al
color y la forma. En Moro se repetía la experiencia comprobaba en otras figuras
del Arte Moderno: negación de lo hecho anteriormente –renovación continua
–“no se debía imitar a nadie y menos aún al que uno había sido ayer” (según pa-
labras oídas a Breton sobre la exigencia primordial del surrealismo ).10 Por ello la
aspiración era ir más allá de la pintura –más allá de la literatura. De la contienda
con el ángel o el demonio se obtendría la ampliación de las fronteras del arte y la
poesía –es decir– de la vida.
Moro tenía ojos para ver. Y ¿qué es lo que veía? La eternidad. Curiosamente
éste es el término que viene a los labios del joven Duits cuando quiere compen-
diar la enseñanza que ha sacado viendo vivir a André Breton: le había hecho

10. C. Duits, op. cit., p. 138.


326 Crítica

comprobar que “el clamor imbécil del mundo es como un viejo muro lleno de
grietas a través de las cuales pasa el silencio fresco de la eternidad”.11 Moro con-
sideraba que “la gente sólo tiene ojos para leer los más tristes silabarios, los más
sórdidos acontecimientos de una actualidad efímera, inexistente ante la eternidad
del hombre”.12 En sus postrimerías llegó a jactarse de “hablar mejor de eternidad
que el Papal”. Veía a la eternidad “constituida por mínimas variaciones vegetativas
e imperceptibles alteraciones atmosféricas resplandecientes bajo un bosque de
naranjos o de cipreses”.13
Me imagino que tal vez esta conjunción de las órbitas de Breton y Moro al
término de este escrito hubiera complacido a ambos.

Roberto Paoli:
La lengua escandalosa de César Moro *
Hoy, todo visto y considerado, César Moro resulta haber sido un escritor bilingüe,
pues nos ha dejado una obra bilingüe, en francés y en castellano, al par de otros
poetas hispanoamericanos que como él protagonizaron los movimientos de van-
guardia: por ejemplo, Huidobro y Larrea. Pero, en su tiempo, fue más visible (o
menos invisible) como poeta en francés, ya que en francés están las tres plaquettes
que vieron la luz cuando él vivía (Le château de grisou; Lettre d’amour; Trafalgar
Square); y el único poemario castellano que se conoce de él (La tortuga ecuestre)
es una recopilación póstuma.
Moro, como se ha dicho y repetido, buscó el escándalo, y tal vez el mayor
escándalo de su vida escandalosa pueda considerarse, desde un punto de vista
nacional, el que un grande poeta como él haya elegido, para expresarse, un idio-
ma extranjero, idioma que lo ha ocultado más bien que revelado, pues dentro
de la minoría que lee poesía estrictamente contemporánea hay que recortar otra
minoría a la que sea accesible el idioma francés. Es verdad que a través del fran-
cés podía comunicarse con un público internacional, cosmopolita, más allá de los
confines del español. Pero no me parece ser ésta la razón de la terca fidelidad de
Moro a la lengua francesa, aun después de su regreso definitivo a América.
Al contrario, la elección del francés significa primero el rechazo de la regla

11. Ibid., pp. 73 y 74.


12. Los anteojos..., p. 72.
13. Ibid., p. 113.
* En: Estudios sobre literatura peruana contemporánea, Florencia, Università degli Studi di Firenze,
1985, pp. 131-138.
Roberto Paoli 327

que quiere que cada cual escriba en la lengua que su destino nacional le ha depa-
rado, aunque le guste menos que otra: el mismo Borges, bilingüe desde la niñez,
anglófilo desde la niñez, no especialmente prendado del idioma español en el
que reconoce un mamón de defectos, no tuvo dudas en el momento de elegir
su instrumento literario que no podía ser otro que el español. En segundo lugar
significa la opción por un exilio lingüístico, por una marginación voluntaria, por
una suerte de “extranjeridad” en patria, en la ciudad de Lima, “la horrible”, con la
cual estuvo divorciado hasta en el idioma, dificultando aún más esa comunicación
que hasta en español hubiera sido trabajosa.
Optó por un idioma extranjero y, como si no fuera suficiente, por un código
lingüístico extranjero, el surrealismo, que, además de ser extranjero, era rigu-
rosamente contemporáneo y, por tanto, otra vez ajeno a un medio apegado a
la tradición. Escribió en francés y “en surrealista”, duplicando la dificultad de
sus posibles aunque no solicitados lectores, manifestando su indisponibilidad a
condescender, a concederse, por medio de esta doble negativa de la lengua y del
estilo. Hay un tercer aspecto de esta negativa que podría muy bien considerarse
el primero: el que publicara poco y ese poco en plaquettes de escasísimo tiraje, no
comerciales, casi secretas. Esa actitud de rechazo tiene, sin embargo, su aspecto
afirmativo en una entrega total a una idea rigurosamente contemporánea de la
poesía, sin ningún compromiso con el público o, lo que viene a dar lo mismo, con
la tradición, ya que el público siempre es tradición y el artista, cuando es exclusi-
vamente contemporáneo, nunca tiene público.
Ha dicho Westphalen que Moro “en su tierra fue disconforme, exigente y
quejoso de una realidad que no concordaba en absoluto con el esplendor de su
imaginación o el rigor de sus principios morales y estéticos”.1 ¡La imaginación de
Moro! No cabe duda de que es la suya una poesía de gran poder imaginativo, de
gran provocación imaginativa. Es más: el de Moro es un mundo en que la realidad
ha sido suplantada sin residuos por la imaginación. La única nota realista de sus
textos, el único desahogo o grito del hombre empírico quizás sea ese lugar y fecha
que puso una vez al fin de su poema “Viaje hacia la noche”: “Lima, la horrible,
24 de julio o agosto de 1949”. Lima, la horrible: son sus palabras menos poéticas,
menos provistas de imaginación, y son las solas que se han vuelto célebres.
Es posible leer en ese adjetivo, “horrible”, una reacción, sobre todo, al medio
en que le tocó vivir: falto de imaginación, no por ser Lima, sino por ser una ciudad
y una sociedad humana, siempre horriblemente chata, a la que un hombre como
Moro opone su mundo de pura imaginación, de pura invención, en el cual reha-
ce verdaderamente la realidad. La poesía de Moro, buscando la belleza extraña,
poco comprensible, trata de escaparse al juicio del ambiente que todo lo reduce

1. “Notas sobre César Moro”, Revista Peruana de Cultura, n° 4, 1965, p. 46.


328 Crítica

dogmáticamente a su propia escala de valores, a su chatura mental y moral. Insiste


Westphalen en afirmar que para ellos “el surrealismo no ha sido una escuela lite-
raria más y sólo puede entenderse si se le acepta como desesperada tentativa por
convertir la poesía en sistema de vida”.2 Un sistema de vida, escandaloso y mara-
villoso, que se oponía a ese raquitismo de la imaginación y de la sensibilidad (así
lo define André Coyné), en que residía esencialmente lo horrible, lo vitando de la
sociedad. El paradigma de Lima la horrible ha actuado durante largo tiempo, aun
dejando de lado la acepción genérica que recibe la fórmula, a consecuencia de la
divulgación del afortunado ensayo de Salazar Bondy, que lo asumió como título.
Y es definidora de la actitud de otros poetas, de Martín Adán, por ejemplo, con su
casi legendaria automarginación, y también de Carlos Germán Belli que lamenta
no encontrarse en su salsa y vivir en un albergue arisco y en Bética no bella.
No hace falta que me difunda demasiado acerca de la actuación de César Moro
en el ámbito del surrealismo. Me limitaré a recordar pocas cosas, por otro lado
archisabidas. Moro fue el solo latinoamericano que podía preciarse de haber cola-
borado en las revistas de Breton de la fase heroica del movimiento (Le Surréalisme
au service de la Révolution, nos 5 y 6, mayo de 1933). De vuelta a Lima, organizó
en 1935 una exposición de obras suyas y de cinco pintores chilenos, y fue ésa tal
vez la primera exposición surrealista que se llevó a cabo en América Latina (si se
considera aparte la actividad desarrollada en la Argentina de los años veinte por
el grupo Qué fundado por Aldo Pellegrini). En México, año 1940, organizó, junto
con Wolfgang Paalen y el mismo Breton, otra histórica exposición del surrealismo,
con carácter internacional.
Colaboró activamente en la revista Dyn, dirigida por el amigo Paalen. En esta
publicación permanece la impronta surrealista y contemporánea, pero tanto en
Moro como en los demás colaboradores se verifica cierto alejamiento del su-
rrealismo operante, debido a los compromisos y a las servidumbres que Breton
contraía y que según ellos echaban a perder la pureza del movimiento, restrin-
giendo la libertad de conciencia. Es de notar que la revista Dyn abrió sus hojas
al arte precolombino e indígena americano: la revaloración de estas culturas está
ligada con la revaloración de lo fantástico, de la magia, del mito, que fue peculiar
del surrealismo. En efecto, casi todos los escritores y artistas hispanoamericanos,
influenciados por el surrealismo, tuvieron o tienen un gran interés por el arte y
la cultura prehispánicos: el mismo Moro, Westphalen, Eielson, Cardoza y Aragón,
Villaurrutia, etc.
De regreso a Lima, escribe en 1948 una carta a su buen amigo Xavier Villau-
rrutia, pocos años antes de la prematura muerte de este notable poeta mexicano,
carta recopilada por Coyné en Los anteojos de azufre y que debe considerarse el

2. Ibid., p. 44.
Roberto Paoli 329

documento fundamental en prosa que Moro nos ha dejado. Al final de ella, en-
contramos la exaltación de la pureza esencial de la vida y una renovada repulsa de
la realidad, en la que hoy puede observarse sólo a la progresiva bestialización de
la vida humana”: la misiva termina con el grito: “Ese mundo no es el nuestro”.3 En
1954 publica, gracias a la ayuda del poeta surrealista argentino Enrique Molina,
su tercera plaquette (y única limeña en vida del poeta), Trafalgar Square.
Después de muerto, Coyné, Belli, Salazar Bondy, Szyszlo, Vargas Llosa fueron
los primeros en recordarlo y en ocuparse de él. Benjamin Péret lo incluyó, en
1959, en su conocida antología de la poesía surrealista francesa.4 Vargas Llosa
vio en él uno de los casos de la “cuarentena” en que se ve obligado a vivir el es-
critor en el Perú.5 El renombre de Moro ha crecido con el tiempo y ha adquirido
dimensiones continentales. Luis Mario Schneider ha estudiado su etapa mexicana
en su libro sobre México y el surrealismo.6 La revista bogotana Eco le ha dedicado
un número especial.7 En años recientes el Instituto Peruano de Cultura ha editado
su obra poética, recopilada en sus originales y en sus traducciones por Ricardo
Silva-Santisteban.8 Más reciente aún es la publicación en Lisboa, como suplemen-
to al n° 9 de Altaforte, de una serie de ocho poemas inéditos, fechados 1933-1934,
titulada Couleur de bas –Rêves Tête de nègre, en una lindísima plaquette de 250 ejem-
plares.9 Hasta hace poco la poesía de Moro estaba dispersa, ignorada, sepultada,
latente. Hoy, lo que se conoce permite ya realizar un primer acercamiento crítico.
Los versos de Moro son cometas de cauda radiante. Nadie pone en duda que
su magia es esencialmente de estirpe surrealista. Pero es preciso también agregar
que se trata de un surrealismo con señas personales y que, dentro del marco
general de una gramática surrealista (que también la hubo), se reconocen en su
escritura distintos matices, un estilo y hasta más de un estilo. Lo primero que nos
asombra, al leer sus versos franceses, son las resonancias que nos traen y que

3. “Carta a Xavier Villaurrutia”, Los anteojos de azufre, prosas reunidas y presentadas por André
Coyné, Lima, 1958, p. 99.
4. La poesia surrealista francese, Milán, Schwarz Editore, 1959 [2a ed.: Milán, Feltrinelli, 1978]. De
Moro incluye, en el texto francés y en versión italiana, “Une étoile parle”, “Lettre d’amour”, “Le cheval
oriental”, “La neige est blanche”.
5. “Sebastián Salazar Bondy y la vocación del escritor en el Perú”, Revista Peruana de Cultura, nos
7-8, 1966, p. 36.
6. México y el surrealismo (1925-1950), México, Arte y Libros, 1978. Ver especialmente los capítu-
los “El rostro de la táctica” y “De la exposición al éxodo”.
7. N° 243, enero de 1982.
8. Obra poética I, prefacio de André Coyné, edición, prólogo y notas de Ricardo Silva-Santisteban,
Lima, Instituto Nacional de Cultura, 1980.
9. Tres poemas de Moro, escritos en México en el mes de mayo de 1938, han visto la luz en Alta-
forte (nos 3 y 4, invierno de 1981). Se titulan “Rencontre avec un squelette”, “Le cheval nocturne”, “Je
dors à tout vent”, y están presentados en el texto original con traducción española de Armando Rojas.
Las cartas de Moro a Westphalen han aparecido en una plaquette titulada Vida de poeta (Lisboa, 1983).
330 Crítica

patentizan las hondas raíces que su memoria poética tenía en la poesía simbolista
francesa, desde Baudelaire hasta Mallanné: “Les nudités pâles d’un midi étouffé /
Doux au tact comme le velours” (p. 154);10 “Torrentielles eaux funèbres / Dans
leur devenir vers l’ébène” (ibid.).
A veces casi tenemos la impresión de que el francés se adhiera mejor que
el castellano a la imaginación verbal de Moro, pero luego la excelsa calidad de
poemas como “Viernes en la noche con el humo fabuloso de tu cabellera” o “El
fuego y la poesía” u otros nos hacen parecer equivocada o atrevida esta sensa-
ción inmediata. Sin embargo, aunque eso dependa también de lo limitado de la
producción en español del poeta, ciertos versos franceses están dotados de una
memorabilidad más arrolladora que los castellanos, y, desde luego, no hay nada
parecido en La tortuga ecuestre a esas breves composiciones de otros poemarios
en las que Moro da la medida de su magia verbal, como por ejemplo en el juego
ligero, aéreo, elegante del poemita sobre el apellido Baudelaire:

Beau de l’air de la nuit


Beau de la glace de la lune
Beau de l’eau de l’air
Été et hiver beau
Bel oiseau de l’air (p. 144).11

Hay en Moro un retoricismo innato que es propio del poeta de calidad su-
perior y que en él tiende a traducirse casi en música pura. Ciertos resultados
impresionan por su brillo estético y por su clasicidad intemporal, que hace pensar
ahora en Góngora, ahora en Verlaine, ahora en Mallarmé. Piénsese en el verso
“L’éllébore élément d’or laboure le bord de la folie” (p. 122), donde se reconoce
todo el vigor de la imaginación verbal de este poeta que parece mentira que haya
aprendido francés ya en su edad adulta.
Bastaría el “Traité des étoiles” (en Le château de grisou) a patentizar la musica-
lidad verlainiana de que era capaz Moro: un poema como “Étoile libre” (p. 92),
rico en aliteraciones, rimas internas, anagramas, hipogramas, etc., es algo que evi-
dencia la ejecución lingüística, fónica, musical y poética del francés de Moro, que
no se reduce, como en otros surrealistas, a establecer analogías semánticas entre
calidades o realidades heterogéneas. Lo semántico se hunde en la corriente fónica
de este texto en que todo se hace música como en una partitura:

10. Al final de cada cita el número entre paréntesis remite a la citada edición de la Obra poética I,
salvo indicación contraria.
11. Para entender completamente el “juego” de Moro, repárese en que el sintagma “l’air de l’eau”
es título de un famoso poemario de André Breton (1934), traducido al castellano por Armando Rojas
(El aire del agua, Lima, Ediciones de la Clepsidra, 1975).
Roberto Paoli 331

L’étoile inutile paravent


Étiole la houle la fiole hurle
Agile nu fertile inaugure le vent
Qu’un paratonnerre file
Errant sur la lisse
Qui lie l’île au vent

Ouvrir la bouche à source


Fragile de rire d’iris
La distance entre langue et palais
Illuminée par le rideau liquide

Divine rencontre
Les émaux naufragent
Ténébreux présage que l’âge
Rieur et floconneux dissipe
Dans le ravin ombragé
Du dosage grandiose de l’amour

El poemario póstumo Amour à mort es otro texto, donde hallamos compo-


siciones ejecutadas fónicamente como una partitura. Esa ejecución musical es,
por lo general, el síntoma más probante del dominio poético de un idioma. Elijo
algunos versos; al azar: “Plus qu’une chaise moins qu’un siège” (p. 184); “Pâle
fenêtre arc-boutée sur dîmes d’abîme” (p. 182); “Ivoire annelé s’y voir la proie”
(p. 196); “Hélant hélas si diurnes” (p. 202); “[...] l’ombre portée du mur / Sur
mer” (p. 204); “Voyeur du ciel / Voyou plombé [...]” (p. 206); “Fou dans le rire
faux” (ibid); “Velléité vallée de Velléda” (ibid.).
Percibimos aquí un automatismo fónico que no es una actitud pasiva frente
al idioma, sino efecto de una imaginación sonora, concedida sólo a los que del
mismo idioma conocen todos los resortes. Si las asociaciones semánticas, en las
literaturas de vanguardia y, en particular, en el surrealismo, pretenden estable-
cer relaciones entre objetos o calidades distantes, las asociaciones acústicas si-
guen acercando sonidos similares: “[...] les siècles / Ô seigles [...]” (p. 108); “[...]
l’amertume [...] / Larme à larme [...]; (ibid.); “les langues et les langues” (p. 118);
“le canevas / Le Canada” (p. 116).
Pero no todo se reduce, por supuesto, al aspecto fonético. La imaginación se-
mántica no es inferior en Moro, y hay versos cuya espléndida ejecución verbal nos
trae resonancias que proceden de todo el arco de la poesía francesa postbaudelai-
riana: “L’extase délirante des mouvements écorche les murs de l’espace” (p. 126);
“du silence qui résulte du grand cri de la naissance / de cet instinct de mort qui
nous soulève” (p. 110); “Pas un doigt ne se lève sans que l’amertume ne découle /
Larme à larme dans un monde d’oubli” (p. 108); “D’orfèvre lin orphique des fas-
tes de naître” (p. 194).
332 Crítica

La lectura, no sólo la creación, es memoria poética. El autor y el lector se en-


cuentran en esa evocación callada de formas poemáticas que flotan en el aire de
la memoria común. Pero, si falta este terreno evocativo o connotativo compartido
por los dos, aunque el lector esté en condición de entender el significado rudi-
mentario del texto, la comunicación poética no se realiza. En efecto, composicio-
nes como “La bonne orientale” o “Le cheval oriental”, y podría decirse de todo
Trafalgar Square, son poemas que, publicados en Lima en 1953, podían parecer
verdaderamente violentos y de una enorme, infranqueable extrañeza. Trafalgar
Square, por otro lado, comparado con las dos plaquettes mexicanas, es distinto, tal
vez más difícil.
Según la indispensable información bibliográfica que nos proporciona Ricar-
do Silva al final de su edición de la Obra poética I, en el Perú, Moro publicó en vida
sólo un poema en lengua española, año 1939, en el único número que salió de la
revista de Westphalen y suya, El Uso de la Palabra. Dos publicó en México, dos más
en Buenos Aires. Los demás son póstumos. Seguramente pasó desapercibido en-
tonces otro rasgo importante de este poeta que en los textos castellanos resultaba
más chocante que en los franceses, o sea el aspecto pluriestilístico, violento, trans-
gresivo y blasfemo de su lenguaje: “Mesándome el cabello lentamente subo  /
Hasta tus labios de bestia” (p. 64); “Armodio Nerón Calígula Agripina Luis II de
Baviera I Antonia Cretina César” (p. 65); “una cabellera desnuda flameante en la
noche al mediodía en el sitio en que invariablemente escupo cuando se aproxima
el Angelus” (p. 69); “ANTONIO es Dios / ANTONIO es el Sol...” (p. 73). Pero no
sólo en esos pasajes, donde el nivel sublime sufre el violento injerto de términos
bajos, vitandos, cómicos, o una persona común o nombre trivial es elevado al ni-
vel de lo divino por medio de una serie de ecuaciones y predicados, sino también
en todos los demás aspectos de la lengua poética de Moro, como hemos tratado
de apuntar, domina lo transgresivo.
Lo mismo podría decirse (y es aún más visible) de la prosa: un trozo bastante
conocido, escrito en francés contra Huidobro y traducido al español por Vargas
Llosa, “La bazofia de los perros”,12 evidencia hasta qué punto de crudeza podía
llegar la palabra en la pluma de Moro. Pero en la poesía la violación de la norma
se realiza sobre todo como asunción de un idioma “otro”, de un sistema poético
“otro” y, a la vez, contemporáneo, en un milieu que percibía lo contemporáneo
como “otro”; se realiza como asunción de una belleza imaginativa “otra”, difícil
y extraña, no por estrafalaria, sino por tener su linaje en otra tradición literaria.
Es éste, me parece, el camino que toma el escándalo lingüístico de Moro.13 Otros

12. “La bazofia de los perros”, Los anteojos de azufre, pp. 12-13.
13. Sobre “La vida escandalosa de César Moro” y otros poemas de La tortuga ecuestre, véase ahora
el análisis de James Higgins, “Westphalen, Moro y la poética surrealista”, Cielo Abierto, n° 29, 1984,
pp. 16a-26b.
Carlos López Degregori 333

escritores lingüísticamente escandalosos (nosotros nos limitaremos a tratar de


Martín Adán, Carlos Germán Belli y Francisco Bendezú) optarán por rumbos
distintos.

Carlos López Degregori:


Moro: la escritura imposible *
Acaba de aparecer el número 2 de la revista Umbral editada por Antares, que in-
cluye un breve volumen con varias prosas inéditas de César Moro traducidas por
Francia Linares. Escritas en México, entre 1939 y 1945, L’ombre du paradisier et
autres textes, permiten conocer un poco más al deslumbrante surrealista peruano.
La escritura surrealista se mueve siempre en dos direcciones: revelar el incons-
ciente, derrumbando todo lastre de intelectualidad para alcanzar así el espacio
de la imaginación y los deseos; y asumir la literatura como un instrumento de
liberación absoluta, no limitada sólo a las normas o convenciones retóricas, sino
al ser en su totalidad. Sólo así puede apreciarse y valorarse el texto surrealista,
reconociendo su validez no en el mero azar de un discurso supuestamente auto-
mático, sino en la posibilidad de hacer que suceda lo imposible en el plano de la
escritura mediante las imágenes.
Decir que las prosas que conforman La sombra del ave del paraíso y otros textos
son sueños, tal vez sea la mejor manera de abordarlos; pero debemos tener cui-
dado y no simplificar: son sueños que superan la historia personal subconsciente
y nos ofrecen claves para interpretar la realidad y las leyes de la escritura. La
primera prosa y razón, un “paraíso” de correspondencias y erotismo donde todos
los seres se confunden y aman: “y yo repetía entre sueños: cuán hermosa era.
Hermosa hasta confundir los árboles con las nubes, la lluvia con el ave del paraíso
y el árbol del ave del paraíso con una mano tendida para siempre sobre la tierra”.
Sin embargo, ese “paraíso” es desarticulado por el mismo hombre que irrumpe
blandiendo “una lira y un par de tijeras”, viniendo “a dictar la ley las chinches
abrumadas de ruinas y sonetos”.
Es preciso reparar en la naturaleza de las imágenes citadas referidas todas
ellas al acto de escribir, y no sería arriesgado afirmar que el texto que da título al
volumen opera como un arte poética.
Para Moro escritura y existencia se confunden, concibiendo la labor poética
como un acto de enfrentamiento, agresión y limpieza: de alguna manera Moro

* En: El Comercio, Lima, 27 de marzo de 1988.


334 Crítica

nos dice que la liberación es posible y el paraíso perdido puede recuperarse. Y


entramos aquí en la validez que aún tiene el surrealismo para nosotros: no como
una forma de poetizar y construir imágenes sino como una ética de la escritura en
pos de la liberación.
Creo que este breve libro es de lectura indispensable y no queda más que
agradecer a los responsables de la revista Umbral.

Armando Rojas:
Un civilizado entre los primitivos *
Cuando César Moro deja Lima –y se embarca hacia Europa– es un jovencito. Hay
una fotografía donde se le ve con ese aire soñador y sutil que corresponde a quien
tiene la esperanza de hallar un mundo mágico en los reinos de Europa. Sin más
compañía que esa ilusión y atraído por la realidad del viejo continente, a través de
la literatura, Moro inicia su camino, hace el viaje necesario, quiere vivir plenamen-
te el mito. Para ello es menester mucho coraje. Lâchez tout, había dicho Breton y
el peruano da cuenta de ello: deja su tribu, traspone la tradición hispánica, toca a
otro lenguaje. Se sabe muy poco de esta época y de los años que la precedieron,
aunque creemos que sus vínculos con la literatura peruana eran más bien raros
pero intensos, como también lo eran con la literatura francesa entrante.
En el espacio largo del mar donde borronea algunos poemas, parece renunciar
a su identidad, prescindir de su linaje, acatar lo magnífico de su nuevo nombre: la
mano que escribe es de Quíspez Asín, pero el espíritu es de César Moro. De hecho
el primer acto vital es también poético y sugiere una travesía por lo desconocido,
una aventura más allá de lo real. En los poemas de los años 37-38 se da fe de ello:
para comenzar hay que pasar todo a cuchillo, uno se levanta en medio de la noche
absoluta, el detonador es el yo que –sin embargo– quiere ser otro. Je est un autre
diría Rimbaud y en la misma línea Moro escribe sobre su vida para forjarse el do-
ble, para dejar la tierra simple y acceder a la mitología. En ese primer viaje, Moro
partirá para siempre del Perú y sobre todo del español, se autoexiliará, irá contra
el vicio de las costumbres, iniciará lo que más tarde ha de constituirse como una
poética de la negación: “La pudeur n’est pas plus nécessaire qu’un hibou”. Así
Moro lleva su complejidad a cuestas: es peruano y escribe ya en francés, usa la alta

* En: César Moro, Ces poèmes... / Estos poemas..., edición bilingüe de André Coyné, postfacios de
Armando Rojas, André Coyné y Julio Ortega, traducción de Armando Rojas, Madrid, Ediciones La
Misma, Col. Libros Maina, 1987, pp. 73-82.
Armando Rojas 335

técnica surrealista, pero llena el poema con la emblemática precolombina, vive en


una pobreza absoluta, pero se muestra en el escenario poético como un verdadero
príncipe; habita un hombre, pero vibra como una mujer.

Il serait préférable de se baigner la nuit


À la lumière d’une lampe de mercure
Avec une fleur de marbre à l’oreille
Avec une odeur de muraille
Et des mains de gavial

(“Pour qu’un temps indéfni s’écoule”)

Hay muy pocos ejemplos parecidos por su complicación, por su osadía y tam-
bién por su gran coherencia, como si hubiera detrás de todo un imperativo ab-
soluto, una férrea fe en la vida y en la palabra que es también la vida –acaso la
verdadera–: “Essai sur la conduite essaim / Fougue d’invulnérables arpèges de
plumes / Ophtalmie ou la nuit penche ivre de murailles aériennes / Cadres du
sommeil formés de lourdes chaises molles”. En este fragmento se resume lo que es
el hombre y el artista, un evasor, un travesti, un alucinado. Si pensamos cómo el
aislamiento del Perú no es bastante para justificar ese arte nuevo, tampoco resulta
suficiente el comportamiento homosexual para destacar –como se ha hecho– el
valor de su poesía. En realidad, si se amplifican los versos, uno halla cierta unidad
ya sea en el español inicial o en el francés posterior. Más allá de los temas y de
las referencias personales en esta poesía hay un principio formal, un punto donde
confluyen uno y otro idiomas: ese principio es la decisión de ruptura que se com-
plementa con la proyección de futuro de los textos:

Un geste d’adieu sans retour


Parmi les beaux mythomanes
Couronnés de fleurs
Sous leurs chapeaux de paille semblables au Quirinal à 6 heures du matin
Quand on vient dire aux gardes
Ou à la reine
Ou à une domestique de cette femme
Quel sale temps de merde de vache
Le soleil atroce veut se lever

Impresión que también nos ataca al leer los excelentes poemas de La tortuga
ecuestre. Se cree estar auscultando una música y un sentido subyacentes que son
como anticámaras del español, como sótanos de donde emerge una melodía en-
cerrada pero reciente; al igual en el registro francés se siente la extrañeza del acci-
dentado paisaje, la vibración de la mano que marca los señuelos prometedores de
una magna realidad. Los poemas y su sombra y su luz, el precipitarse incontenible
de un cuerpo y un lenguaje hacia el final, la errancia física, la turbación intelec-
336 Crítica

tual, el sacudimiento moral y las estrías del espíritu: un viaje –como el de Lima a
París– a través del océano de las formas, hacia una tierra incógnita, la libertad y lo
absoluto:

Premier jour au monde pour l’amour


(“Mugir est l’ouverture rude amère...”)

Real o figurada, en francés o en español, en verso o en prosa, la obra de César


Moro siempre debe considerarse como una, inclusive dentro de una continuidad
que en vez de fragmentarla la ensambla. A pesar de todas las variantes –y pienso
en los manuscritos inéditos– utilizadas, el texto nos ofrece a menudo una pertur-
badora coherencia y el paradigma del poema como un arma total de liberación.
El que vivía atormentado escribió “Portez-moi mon ombre au bout / Au bout du
fleuve d’octobre / [...] / Menez-moi au bout de mes forces / où la connaissance
dort au fil des balles”.
La unidad de la cual hemos hablado, compartida por la forma y el contenido,
sustituye las tonalidades serenas, borra la quietud, elimina el espacio muerto.
Este rasgo no es propio de la poesía y vale la pena insistir, lo es también de la
prosa, alcanza incluso a las cartas, desborda en los artículos, sostiene una gue-
rra en todos los frentes como una prolongación de ese cataclismo que fue su
vida. Más que hacer un comentario biográfico, porque algunas anécdotas nos
despistarían en la lectura del poema, hay que limitarse a la propia existencia de
la obra, ver allí cuál es lo real y cuál lo inventado, abrir esa pequeña puerta que
nos muestra cómo César Moro fue el autor de una metamorfosis, pero nunca
minimizó, sublimó, firmó una impostura.

Qui nie les branches de têtes d’écailles des cônes de fumée ?


Qui nie ?
Je signe le vertige des murailles
Voyageant par vagues dans une doublure tenace
(“Août malin tapi affaissé sur une anse...”)

Recuerdo entonces la lectura de La tortuga ecuestre cuando la experiencia nos


llega a través de un lenguaje abierto, casi sin control, y nos produce el efecto de
un ciclón, tal y como nos produciría la lectura profunda de la especie humana, de
su paisaje, de los miserables escondrijos por donde transita toda la grandeza y,
claro está, la bajeza. Grosero, ruin, mezquino, vil, granuja, son los nombres con
que se puede llamar a un poeta cuando nos habla de una precivilización huma-
na, de “l’espèce minérale qui commence”, cuando se halla en “la otra margen” y sus
gestos son provocadores, mal intencionados y a veces demoníacos. Por todo eso
nos desconcierta. En La tortuga ecuestre, hay una vocación de pureza demoníaca,
de un hurgar desesperado en el sereno suelo burgués, hay una atracción por el
Armando Rojas 337

caos, el lujo de las tinieblas y la destrucción. Moro abre su libro con una frase
de ese profeta maldito que fuera Baudelaire: “Les ténèbres vertes dans les soirs
humides de la belle saison”, frase que alía el infierno y el paraíso y que es clave
para comprenderlo. En un ambiente adversamente poético, plagado de miseria y
de mediocridad, Moro fija instantes luminosos. Pero no hay sólo Baudelaire, está
muy claro que debió leer los textos surrealistas que revolucionaron el ambiente de
la época, y no porque en sus poemas se siga el proceso automático y se adopte a
la imagen como el único central operacional, además por esa manera de identificar
la vida con la poesía, y aún más por el uso insólito de palabras o frases al interior
mismo del poema. Muchos de los pasajes de La tortuga ecuestre evocan los poemas
de André Breton, allí hay claros deslizamientos de tonalidades y de formas que
extrañan el verbo español. “A vista perdida” es el mejor ejemplo que ilustra la tra-
ducción inmediata de à perte de vue; de otro modo, “El olor y la mirada”; “Vienes en
la noche...” o “La leve pisada del demonio nocturno” recuerdan la mejor atmósfera
de los poemas de L’air de l’eau o de Le revolver à cheveux blancs. No obstante, ¿quién
habrá de considerar a Moro como un escritor menor o epigonal, pues sus poemas
datan casi del mismo momento en que se escribían los grandes libros del surrealis-
mo? Ni es éste el tema de nuestra nota ni el de deslindar si se trata de un escritor
peruano o francés. Nos interesa solamente insistir en el hecho por el cual después
de una brillante apertura, dejará el español para no regresar jamás, o al menos
en lo que a los libros se refiere. Ni siquiera en los momentos de mayor intimidad
como son las cartas o, si se da crédito a las anécdotas, en la misma conversación.
Después de La tortuga ecuestre escribirá Le château de grisou, Lettre d’amour, Trafal-
gar Square y Amour à mort, todos éditos, y Poèmes (París, Londres, Lima), Pierre des
soleils, Ces poèmes et leur ombre conséquente y algunos sueltos, inéditos,1 el conjunto
escrito íntegramente en francés. Se nos plantea entonces una gran interrogante:
¿por qué el autor en el momento más claro de su escritura tuvo necesidad de cam-
biar totalmente de idioma? No es simple el problema –imaginamos– para él como
tampoco es para nosotros la respuesta. No es, tampoco, para limitarnos al español,
la primera vez que un escritor toma esa decisión. Los que son bilingües saben que
hay un momento en que ambas lenguas juegan en el terreno de una frase, imponen
una palabra, destellan en una sílaba. Si escribir en la propia lengua supone una op-
ción de lenguaje, escoger una segunda es multiplicar el problema. Hay otros casos
en nuestra literatura: Darío, Huidobro, Larrea, García Calderón. Sin embargo, el
problema de Moro no es el mismo, pues no se decidió a adoptar el francés como
segunda, sino más bien como primerísima lengua. El producto es sorprendente y
también tiene ecos de la poesía de Éluard.

1. Pierre des soleils fue publicado en Obra poética I, Lima, 1980.


338 Crítica

Plus sombre que la nuit


Car à quoi je tiens plus qu’à toi
Amour amour aux lèvres de foudre

J’avoue cette pâleur d’avoir aperçu


L’amour blessé et les béquilles soutenant l’amour
Je tiens ce goût de l’impossible
D’avoir vu remuer tes lèvres
(“Plus sombre que la nuit...”)

¿No era este gusto de lo imposible que llevaba a Moro a traspasar los linderos
del español? La cita no es específica del traspaso, pero nos sugiere esa voluntad
creadora de hacer del poema un artefacto original y de mayor alcance. Si con
Rubén Darío se da el mismo caso, el de escritores pertenecientes a ambas vertien-
tes, o con Huidobro, ambos autores ya habían definido su obra en español. Los
poemas de Moro, publicados siempre al azar, la mayoría después de su muerte,
inéditos todavía, perdidos entre otros por el mismo Éluard, marcan su preferencia
desde el inicio por el francés. ¿La llegada de Moro a la poesía era acaso la de un
civilizado entre los primitivos, entre los poetas alucinados por la primitividad,
convencidos por la fuerza del amor, orientados hacia una libertad total? Los poe-
mas de César Moro, si creemos las fechas, son coetáneos y como se dijo antes no
nos muestran una línea divisoria real, a pesar de las diferencias obvias de las dos
lenguas. Quien quiso hacer danza, buscó la pintura, derivó en la magia de la poe-
sía. Tal vez la lengua se impuso a él como un instrumento poético moderno, más
poderoso y vivencial en el francés. De hecho, si comprobamos la serie de textos
de Poèmes…, en oposición a La tortuga ecuestre, sacamos en claro cómo el conteni-
do visceral en aquéllos no aparece tan explícitamente en éstos. Contrariamente a
lo que uno puede creer, el francés de Moro es cortado, tenso, las imágenes están
orquestadas por una violencia cuando no por la amargura. Una sincopada, bárba-
ra y hasta primitiva articulación lo acerca a este clan de primitivos y el jovencito
peruano formaliza sus alucinantes visiones.

Voici silence isolé l’isthme


Remue la parole ne bouge
Parmi la houle du coït des félins
Avec des cris de palmiers enchaînés
Couchés sur des braises
Une ligne tracée au hasard sur un visage
Un nez trop long pour une bouche petite
Des yeux de coléoptère
Dans leur habitude d’ouvrir de fermer
Les paupières aux mille rides de l’air
Criminel aux gants de houille
(“Voici silence isolé l’isthme...”)
Armando Rojas 339

Moro nos indica entonces cómo empezar el juego del lenguaje, cuál es el ri-
tual para entrar en el mundo; no exageramos al decir que se escribe a partir de
un vacío real, captando la temperatura no el artificio puro, pulsando el terremoto
humano, las palabras que a veces se orientan en el camino de una línea que puede
ser el de una cabeza o de un brazo. Vivir es escribir y la lengua, como la vida,
estalla. Provocación, destrucción, devastaciones del mundo, creación, instalación,
modificaciones del ojo, del gusto, del oído, en el écran de la página: tú te despla-
zas en la ciudad; y tus signos, que son ardientes en el vacío helado. Si quisiéramos
caracterizar los dos momentos de este poeta, diríamos que todo lo que es anterior
a Amour à mort guarda a pesar de todo una unidad compartida por el no sentido,
la atonalidad, la antimetáfora y lo que es posterior y es considerado como los Úl-
timos poemas, como una aventura más controlada, postsurrealista, menos gloriosa.
Si en los primeros poemas se contaba con la imagen como vértice y torbellino, al
final uno debe contar con otro soporte, con el sentido bruto del verbo que con-
figura un objeto. Sin duda no sería errado definir los primeros poemas como la
obtención de un producto mientras que la segunda aparece como la recreación de
un objeto; producto porque se va enriqueciendo a medida que avanza la escritura
y con ella la exploración; objeto porque hay un estatismo, algo concluso, cerrado.
Breton y Reverdy en los extremos, París y Lima, vivir y morir. Moro al final, des-
pués de la gran experiencia que fue para él el surrealismo, se queda con la célula
sonora, auscultando el puro pulso humano. Así, los poemas son fragmentarios,
luchan entre dos polos, tensan el paisaje, derivan en un objeto preciso y cerrado.

À ta jambe éclatait la vie éternelle


À ta santé jambe éclatante de mon éternité
À ton éclat jambe salutaire de mon éternité
À ton éternité jambe éclatante de mon salut
À ta jambe éternel éclat de mon salut
(“À ta jambe éclatait...”)

La única manera de no perder de vista la fantasía consiste en la reproducción


de la palabra, el verdadero juego de las asociaciones, el original balbuceo que
nos acerca a la infancia: lazos, entrelazas de palabras, sílabas que concentran en
su desnudez la emoción poética. Es muy breve el tiempo para explicar el proceso
creador de César Moro, pero es menester tenerlo en cuenta, máxime si registra la
dirección –una de las direcciones– que seguirá la poesía francesa que le tocó vivir
y también la posterior. El resumen es un tanto claro, Moro vive un fragmento de
la lengua poética francesa correspondiente al surrealismo, de los años 35 al 55,
fragmento que va desde la exploración y el juego de la imagen hasta la experi-
mentación de la palabra. Por tanto, su obra refleja el esplendor y la fase final del
movimiento. De vuelta a nuestra reflexión nos sentimos tentados a pesar que el
traspaso, en vez de empobrecerlo, enriqueció sus posibilidades expresivas. Yendo
340 Crítica

más lejos todavía, echamos una mirada a la creación española de los años treinta,
fecha en que el joven Moro empezaba sus ejercicios literarios. Por lo que se refiere
a su país hay dos islas: José María Eguren y César Vallejo. A esas alturas, tanto uno
como el otro tenían una obra ya importante, el primero, con Simbólicas y Canción
de las figuras; el segundo, sobre todo con Trilce. Había además en esa Lima de
los años treinta que evoca Emilio A. Westphalen, Amauta, la revista de José Car-
los Mariátegui, que acogía a los poetas de vanguardia. Eguren y Vallejo eran dos
poetas de vanguardia; pero si bien interesaba a Moro, el segundo no se hallaba
dentro de la misma perspectiva. Nada sabemos por ejemplo del rápido encuentro
en París, años después. No sabemos tampoco cuándo ni cómo tuvo acceso Moro a
los poetas vanguardistas que en ese momento abrían en París las puertas del futu-
ro. Lo cierto es que, en la dinastía de Eguren y asumiendo la estética surrealista,
Moro dio sus primeros y grandes pasos.

No renunciaré jamás al lujo insolente al desenfreno de pelos como fasces finísimas


colgadas de cuerdas y de sables

Los paisajes de la saliva inmensos y con pequeños cañones de plumas-fuentes

El tornasol violento de la saliva

La palabra designando el objeto propuesto por su contrario


(“A vista perdida”)

Y de allí se enrumbará al francés. ¿Nos intriga además el abandono del es-


pañol que por esos años recobraba su antigua y noble brillantez, no sólo con la
experimentación formal, sino también con la renovación de sus motivos? Eguren
había seguido la conseja de Manuel González Prada al abrir el español a otras
experiencias y sonoridades. Creemos que Moro tenía plena conciencia de que no
sólo el lenguaje del poema surrealista debía ser el francés, incluso que la única
salida de su poesía y de la poesía en esa coyuntura histórica era la lengua de
Baudelaire y de Breton. Como el español había sido la lengua de toda la cultura
hispanoamericana a través de tres siglos, era necesario ahora romper el diálogo
único establecido entre América y España y acceder al mundo como lo hacía o lo
había hecho Tzara. Escribir para el peruano en francés no era un snobismo más,
era un acto de fe y la sola llave que abre las puertas de un espacio real, distinto
y futuro. Moro escribía para el futuro, era un poeta futuro, jugó con el fuego y
se quemó: en ningún momento en su obra abdicó en favor de la facilidad, dio
marcha atrás y, a pesar de que no siempre mantuvo el mismo nivel, su poesía fue
una sucesión perfecta de técnica, una absoluta mutación del yo, los ademanes de
un civilizado en tierra de los primitivos:
Francisco Abril de Vivero 341

Je parle aux trois règnes


Au tigre surtout
Plus susceptible de m’entendre
Au mâchefer à l’escarbille
Au vent qui ne se situe dans aucun des trois règnes
Pour la terre il faudrait parler un langage de boue
Pour l’eau un langage de ventouse
Pour le feu serrer la poésie dans un étau et fracasser le crâne atroce des églises
(“Adresse aux trois règnes”)

Francisco Abril de Vivero:


César Moro, Inconformista Integral *
La publicación por la Editorial del Instituto Nacional de Cultura de la Obra Poé-
tica de César Moro contribuirá sin duda a hacer más y mejor conocida la poesía
de este extraordinario personaje que fue a la vez poeta incomparable y terrible
removedor de conciencias.
Se ha celebrado, con razón, que esta reciente edición venga, después de mu-
cho tiempo, a “llenar un vacío”, para emplear una de estas consabidas fórmulas
banales que, por lo demás, el propio César Moro solía manipular mágicamente en
su conversación. Porque seguía siendo un escritor desconocido. Desconocido has-
ta cierto punto y en cierta forma. Más allá de la escasa difusión de sus escritos, su
obra, su vida, su personalidad han ejercido sobre nuestra poesía contemporánea,
e incluso sobre nuestra evolución intelectual, una influencia mucho mayor, más
profunda, que las producciones de más de un autor generosamente publicado.
Esta desproporción sólo se explica por la calidad propiamente mítica de la ful-
gurante existencia de César Moro. Después de muerto, la fascinación que ejercía
sobre los pocos elegidos que le rodearon en vida, se ha expandido en ondas
misteriosas hasta ahora movientes.
Y es que su obra formaba intrínsecamente parte de su vida personal, de su ex-
periencia más íntima. Fue un hombre disconforme con el mundo en que vivimos.
En la misma medida fue “un poeta rebelde y segregado dentro de la sociedad
que le tocó vivir, y estos sentimientos los manifestó varias veces, ampliados a la
tragedia total del hombre contemporáneo”, como dice Ricardo Silva-Santisteban
en el prólogo de la edición que motiva estas líneas.

* En: La Prensa, Lima, 29 de septiembre de 1980.


342 Crítica

César Moro fue no sólo un iconoclasta e innovador literario sino un inconfor-


mista radical. De ahí que su protesta contra la decrepitud cultural y la injusticia
social negara a rechazar, una tras una, todas las fórmulas propuestas por los re-
formadores e incluso los revolucionarios oficiales de la época. Era, por lo tanto,
en política como en poesía o en pintura, un heterodoxo. Su oposición a la cultura
burguesa, es más, a la cultura occidental, no lo llevó a dejarse seducir por los
comunistas. Guardo al respecto, ciertos recuerdos personales.
En plena Segunda Guerra Mundial, el pintor mexicano Siqueiros fue invitado
a pronunciar una conferencia sobre el compromiso del artista, en nuestra Escuela
Nacional de Bellas Artes. Dicho sea de paso, el comunista mexicano planteó como
una de las tareas de la pintura revolucionaria, entre otros ejemplos, hacer retratos
de los “Cuatro Grandes”: Churchill, Roosevelt, Stalin y Chiang Kai-Shek... A las
pocas semanas, Rafael Méndez Dorich y yo recibimos de México una carta en la
que Moro nos expresaba, como él sabía hacerlo, su furibunda indignación porque
los intelectuales peruanos hubieran tolerado siquiera la presencia del propagan-
dista Siqueiros, cuya participación en un atentado terrorista contra Trotsky era
todavía recordada. Éramos a la sazón discípulos del gran desterrado, no así Moro.
Ni siquiera le había merecido confianza el manifiesto. “Por un arte revolucionario
independiente”, redactado por André Breton y Trotsky, en el que se prometía, sin
embargo, “un régimen anarquista de libertad individual” para los artistas en un
futuro y purificado comunismo. Pocos años después, Moro me volvió a escribir,
dentro de la misma inspiración para instarme a echar al marxismo por la borda.
No me fue fácil seguir su consejo.

Mirko Lauer:
Razón y pasión en Moro *
César Moro nació César Alfredo Quíspez Asín en 1903 y murió también en Lima,
en 1956. Reúnen su obra poética un libro en castellano1 y cuatro en francés.2
Varios otros textos han ido apareciendo desde entonces, pero la poesía de Moro
no ha circulado mucho más allá de las antologías generales del siglo XX peruano,
que invariablemente lo incluyen. La edición de mil ejemplares de su obra poética

* En: Hueso Húmero, n° 27, Lima, diciembre de 1990, pp. 135-143.


1. La tortuga ecuestre, Lima, 1958.
2. Lettre d’amour, México, Dyn, 1944; Le château de grisou, París, Tigrondine, 1945; Amour à mort;
Trafalgar Square, Lima, Tigrondine, 1954; L’ombre du paradisier, Lima, Antares, 1987, prosas poéticas
en edición bilingüe.
Mirko Lauer 343

publicada por el INC hace diez años se agotó rápido;3 la útil antología que publicó
Julio Ortega en Caracas4 casi no ha circulado en el país; un lector que quisiera
avanzar hacia la lectura de una cantidad importante de poemas de Moro hoy no
encontraría un libro con qué hacerlo. Estamos hablando de un poeta célebre,
por cierto, pero también casi desconocido. No creo que esta última idea hubiera
molestado a Moro, que siempre tuvo relaciones encontradas con la difusión de su
poesía en libros.

El surrealismo

Moro tomó partido por el surrealismo al llegar a París en 1925 y se separó del
movimiento, de su institucionalidad, no de su ética poética, en 1944. Entre 1938
y 1948 vivió en México,5 donde colaboró en la organización de una muestra
surrealista con André Breton, quien pasaba en América la Segunda Guerra Mun-
dial y ubicaba a México en un lugar central en su mapamundi del surrealismo,
donde también entró el Perú, por cierto.
Nos hemos acostumbrado a decir que Moro es nuestro mayor poeta surrea-
lista, pero nunca tenemos una idea clara de lo que eso significa en su caso espe-
cífico. André Coyné, su explicador más versado y asiduo,6 advierte en la etiqueta
formal un deseo de adocenarlo, y esto es parcialmente cierto, aunque quizás este
deseo haya sido pura ignorancia y desidia críticas frente a una vida y una obra
descontextuadas (desconcertantes) para el Perú: las explicaciones más obvias en
este caso no son las más convincentes. Decir, por ejemplo, que su surrealismo
fue un destilado de francofilia y persecución viciosa de la novedad, dos cosas
que saben venir juntas es sumarlo a un grupo muy grande de poetas peruanos
tocados por esas proclividades. Mejor le cae a Moro la explicación de Coyné,
que lo llama surrealista natural, por contraposición a formal, o a libresco. Moro
se hizo surrealista porque esa forma de vivir la vida era la que mejor articulaba
su circunstancia y su experiencia; era un marginal que nunca aspiró a tomar el
centro de la atención social sino sólo a quienes a seducir se aproximaran a su
margen; era un radical que precisaba un lenguaje que no fuera rescatable por el
sistema, y de hecho el surrealista no lo parecía en esos años; era un joven iracun-
do que valoraba su furia y entendía que ella era su mejor arma de defensa. Las

3. Obra poética I, Lima, Instituto Nacional de Cultura, 1980.


4. La tortuga ecuestre y otros textos, Caracas, Monte Ávila, 1976, 198 p.; la selección incluye prosas.
5. Emilio Adolfo Westphalen, Vida de poeta. Algunas cartas de César Moro escritas en la Ciudad de
México entre 1943 y 1948, Lisboa, 1983.
6. André Coyné, César Moro, Lima, Imprenta Torres Aguirre, 1956; Moro entre otros y en su poesía,
inédito.
344 Crítica

tres cosas se desprenden de la lectura de su poesía, y acaso lo ubican entre los


“especialistas de la rebeldía” con que lo compara Coyné. Pero es el último rasgo
el que distingue su obra de la de los demás surrealistas del país.
La estética de base de la poesía de Moro no aparece como una novedad en el
Perú; desde mediados de los años diez el vanguardismo había venido introdu-
ciendo el cosmopolitismo, la desagregación de la realidad poética en series inde-
terminadas, la presentación de lo infantil como imagen de lo inconsciente, cierto
prestigio de la locura, y la sintaxis del discurso de denuncia radical como plano
superior de la conciencia poética. El vanguardismo peruano, con la sola excepción
de Alberto Hidalgo, autoexiliado en Buenos Aires, nunca pasó realmente por la
furia dada, como que venía de la belle époque y no de la Primera Guerra Mundial, y
quedó confinado a los límites existenciales de la experiencia hispana y de la ironía
limeña, y en todos los casos terminó diluyéndose en otras voces una vez que la
crisis del año 1929 empezó a liquidar la belle époque limeña.7
Frente a lo anterior Moro aporta la fuerza de una nueva ética de la poesía; su
surrealismo es una vivencia que insume todos los aspectos de su vida, y eso se
advierte con claridad en el tono de los poemas. No es un estilo ni una retórica sino
una militancia, una indiscreción, un camino poético al borde de la fragilidad esen-
cial de una persona marginal; como dice el título de uno de sus poemas, se trata
de “la vida escandalosa de César Moro” y no tan sólo de una obra escandalosa.
Esta idea de la intimidad conmovida del poeta como centro de la persona poética
es una tradición que en Europa viene desde la observación de la vida y la obra
de Arthur Rimbaud, y aquí empieza con la obra de Moro. Para ello el surrealismo
no era indispensable, como lo demostraron Martín Adán unos 20 años después,
a partir de la primera mitad de los años sesenta, con Escrito a ciegas y La mano
desasida, y Luis Hernández con Vox horrísona en los años setenta.

La pasión salvaje

El mundo de Emilio Adolfo Westphalen, el otro importante poeta surrealista pe-


ruano, se apoya en la transparencia mística de lo amoroso; el de Moro trata de
la violencia inapelable de lo pasional, sobre la vertiente del amor arrebatado y la
sensibilidad rabiosa de muchos otros surrealistas. “Con tus uñas para abrir las en-
trañas del mundo”, o “Con tus labios elásticos de planta carnívora”, o “Para adop-
tar esas sencillas armas del amor / donde el crimen pernocta”, o “un puñal como
almohada”. En todos los temas de su obra Moro parece al filo del crimen pasional,
borde de abismo al que extrañamente llega por caminos reflexivos. Cuando digo

7. Mirko Lauer, “Máquinas y palabras: la sonrisa internacional en 1927”, inédito, 1990.


Mirko Lauer 345

pasional digo pasional, no sólo amoroso o sexual, pues la misma furia infunde sus
desenmascaramientos poéticos de la entraña del patrioterismo. Uno de los cami-
nos reflexivos a que aludo es la constante apelación a los usos del reino animal, a
la ley de la selva, codificada en una heráldica de leones, tortugas o cernícalos. En
un momento de su prosa se burla con ironía de que en el zoológico de Barranco
convivieran la serpiente y el pajarito, que es una defensa de la ley natural contra
el pietismo. Sin embargo, más de una vez censura “la bestialización de la vida
humana” en sus textos no poéticos. El relato de Coyné acerca de su encuentro
con Moro en un paseo Bajada Balta abajo también da muestra de esta ética de las
leyes naturales; “Lo escuchaba entre despierto y sonámbulo cuando de pronto
oí un fragor terrible, como de algo que se desprende de una altura infinita; por
un instante tuve la sensación de que el sol se me caía encima; el universo iba a
estallar en mi cabeza; luego no vi nada, no sentí nada hasta sentir un gran dolor;
mis anteojos habían volado, tenía la frente chorreada de sangre; la causa de todo:
una piedra, supongo que una piedrecita, venida de lo alto de los acantilados que
bordean el camino, pero yo estaba seguro de que la naturaleza entera me había
tomado como blanco para matarme o probarme; salía vivo de la prueba, con los
ojos turbados, la cara ensangrentada. Aquel día selló mi amistad con César, nos
tuteamos, y supe también que el Perú antiguo, inmemorial, me había aceptado,
creo que para siempre; era natural que hubiese tenido que pagar a precio de
sangre ambas cosas”. Moro había producido rulos antes un verso que dice: “César
Moro, el rostro sangriento”.
Una vez aparecida la poesía de Moro entre nosotros, su presencia nos resulta
natural, como interesadamente nos lo parece toda buena poesía. Pero la verdad
es que salvo los pálidos clarines de la forma vanguardista, nada la anunciaba. El
gusto de José María Eguren por la fantasmagoría medieval europea o la insistente
repetición de la palabra locura en los títulos y los versos de Xavier Abril tienen
poco que ver con la desestructuración que postula la poesía de Moro, quien no
construye un mundo de fantasía, sino que disuelve un mundo de convenciones
sociales. Por eso su poesía no parece realmente producto de un mecanismo auto-
mático, y en esa medida puro, sino de una complicada lucha interna; en Moro el
orden nunca está muy lejos de la locura, y ésta es una de las fuentes de la rabia
–típicamente surrealista u homosexual o ambas cosas– advertida por los críticos
en Moro. Lo que Moro introduce en el torrente sanguíneo de nuestra poesía es
esta relación particular con la rebeldía como manifestación radical de la libertad
en lucha con el orden establecido. El único estatuto del discurso de la rebeldía
en la poesía peruana, desde Manuel González Prada, nunca contempló el peso del
orden establecido en el interior del poeta rebelde mismo. Moro cambia esa figura
esencialmente simple, no siempre inocente, y la reemplaza con aquella percepción
que describe tan bien la frase de William Shakespeare: “There is a man within me
that is angry with me” (hay dentro de mí un hombre que está molesto conmigo).
346 Crítica

Pienso que éste es un aspecto en que puede considerársele, como dijo Coyné hace
unos años, “un adelanto de la más radical poesía de hoy y de mañana”. Radical
en el sentido transparente: Walter Benjamin señala que desde el comienzo Bre-
ton buscó “romper con una praxis que le presenta al público las manifestaciones
literarias de una determinada forma de existencia pero sin revelar esa forma de
existencia”.8
Las leyes de su relación con el erotismo son similares a las de su relación con
el orden establecido. José Miguel Oviedo ha visto que esta exploración poética
solar, tropical, de mediodía, está sustentada por una imaginería de humedad, frío
y oscuridad.9 Del mismo modo este mundo de la destrucción de los límites con-
vencionales, esta poesía que quiere presentar al sexo como la petrificante cabeza
de Medusa, resulta también el mundo de una reflexión acerca del sustento natural
de la moral. El trasgresor marginal no es culpable, sino una suerte de superhom-
bre nietzscheano que coloca el principio dionisíaco que organiza a la naturaleza
por encima de las convenciones del bien y del mal que organizan a la sociedad.
No me parece que estemos, como dice Oviedo, ante “una insolencia blasfema”,
sino sólo ante las enfáticas plegarias de una religión distinta. Aunque más exacto
sería quizás decir que Moro fue un pensador de la poesía, y a través de la poesía.
La relación que sus versos construyen entre mundo natural y mundo social, y la
capacidad que atribuye al amor para redimir la ley de la selva del primero de estos
mundos, es un tipo de reflexión que se encuentra en el centro del debate contem-
poráneo acerca de las relaciones entra razón y modernidad. La capacidad de su
poesía para plantear a la rebeldía como una dialéctica que pasa en primer lugar a
través del ser que la practica está vinculada a los mejores debates del marxismo
acerca de la naturaleza del conocimiento objetivo.

El francés

A París llegó en 1926, y unos tres años más tarde empezó a escribir en francés,
idioma que no dominaba al salir de Lima, aunque lo había estudiado en el colegio.
La relación de Moro con el francés ha pasado por varias etapas en la opinión
pública de los medios literarios. Comenzó siendo vista como una excentricidad
snob, luego fue vista como una suerte de traición lingüística, y creo que ahora
es vista –entre otras cosas gracias a las estupendas traducciones–10 como un dato

8. Walter Benjamin, “Der Surrealismus. Die letzte Momentaufnahme der europaischen lnteligent-
sia”, en: Gesammelte Schriften, II, Frankfurt, Suhrkampf Verlag, 1974, pp. 295-310.
9. Cita Oviedo.
10. Entre los más destacados traductores de Moro al castellano están Emilio Adolfo Westphalen,
Enrique Molina, Guillermo Sucre, Carlos Germán Belli y Georgette de Vallejo. Las traducciones del
Mirko Lauer 347

simpático sin demasiada trascendencia. Sin embargo, el dato no es neutro: Ricar-


do Silva-Santisteban opina que es notoria la mayor calidad de la porción de los
poemas de Moro escrita en castellano, y lo atribuye a la fuerza poética de una len-
gua materna.11 Coyné rechaza esta idea, aunque sus argumentos valen lo mismo
que el de Silva-Santisteban, sólo que él prefiere los poemas escritos en francés.12
Para Roberto Paoli la elección de un idioma ajeno es parte de una búsqueda del
escándalo, de un rechazo a la convención, de una búsqueda de distancia frente a
una Lima que encontraba horrible (nunca se dice que esa Lima de 1949 era la del
dictador Odría).13 Se lo confirma una frase de “Pour une enfance meilleure”, prosa
poética fechada en México 1939, donde Moro dice que “los juguetes quedarán
reservados a los adultos capaces de ignorar su patria, su sombra, su idioma”. Al
igual que a Silva-Santisteban, le preocupa cuál es el idioma mejor para la lira de
Moro, pero al final suspende el juicio. Aunque cabe preguntarse qué es lo francés
en esos poemas, además del idioma mismo, claro. Quizás el dato más evidente
sea el gusto por el juego de palabras humorístico, eufónico y aliterativo, que los
surrealistas en general tienen, pero que en Moro por momentos llega a niveles
casi cabrerainfantinos. Esto no sólo en francés, sino además entre los dos idiomas,
como en su juego bilingüe amour/amor al que subyace además un rumor de la pa-
labra Moro. También en castellano, en versos como “la oftalmología de los oficios
fidedignos ofende la psicología de los oficinistas indignos”, y en francés, como en
el célebre verso “L’hellébore élément d’or laboure le bord de la folie”.
Cabe hacer notar que a pesar de su opción por el idioma francés, la poesía de
Moro no comparte el gusto de nuestra poesía por usar a París de telón de fondo,
que ha convertido a esa ciudad, en competencia con Lima, en una capital de la
poesía peruana del siglo XX. Desde el París funerario de César Vallejo hasta ahora,
algunos de los poemas peruanos más notables ocurren en la ciudad. Mencionaré
solamente una de las “Dos soledades”, de Antonio Cisneros, la “Imitación de Pro-
percio”, de Rodolfo Hinostroza, y todos los homenajes a París de los poetas más
jóvenes que hicieron allá un servicio europeo obligatorio. De la poesía de Moro
no se desprende una imagen de Francia o de París. Más es lo que nos informamos
sobre Londres, efímera escala de su trasatlántico. A pesar suyo, a través de sus
encrespados cortinajes de anhelo y de rechazo, la poesía de Moro habla de la vida
en relación al Perú, de la necesidad de luchar contra el peso de las generacio-

propio Moro, todas de textos surrealistas, han sido reunidas y publicadas por Julio Ortega bajo el
título Versiones del surrealismo.
11. Prólogo de RSS a la Obra poética (INC, 1980).
12. André Coyné, “Moro: una edición y varias discrepancias”, Hueso Húmero, n° 10, Lima, 1981,
pp. 148-170.
13. Roberto Paoli, “La lengua escandalosa de César Moro”, en: Estudios sobre literatura peruana,
Florencia, Stampa Editoriale Parenti, 1985, pp. 131-138.
348 Crítica

nes muertas que oprime el cerebro de los vivos, del imperativo de enfrentarse a
nuestras pequeñeces de país pequeño, de la conveniencia de descifrar los códigos
en la relación entre los interiores y el paisaje en una ciudad tan costera y poco
densa como Lima. Pienso que a pesar de la amistad con el idioma francés y de
los amigos mexicanos, en ninguna parte fuera del Perú pudo, puede, César Moro
ser César Moro, es decir no ser César Alfredo Quíspez Asín y poder realizar el
surrealismo tal como lo describe Theodor W. Adorno: una dialéctica de la libertad
subjetiva en una situación de no-libertad objetiva.

La razón

El surrealismo es para la cultura peruana un aditivo, como se dice en el mundo de


los lubricantes mecánicos, muy importante por dos razones: 1. Porque establece
el tipo de suspensión del juicio racionalista occidental útil para entender los mun-
dos particulares de las culturas marginalizadas, o si se prefiere, de los aspectos
marginalizados de nuestra cultura; 2. Porque a la vez funciona como disolvente y
renovador de una cultura dominante tradicional apoyada en la solemnidad de la
expresión, en el ocultamiento de todo lo que es interior en la persona, en el deli-
berado pasmo de la contradicción. Aun con media vida en el extranjero y media
obra en un idioma distinto del natal, y sin haber escrito una obra de exploración
del surrealismo no occidental como Los tarahumaras de Antonin Artaud, Moro
se encuentra al centro de estas dos razones subversivas de la cultura peruana. La
llegada de sus ideas a la cultura peruana puede compararse –y la comparación le
hubiera gustado, creo– a ese viaje transatlántico de la guillotina que para Alejo
Carpentier es el símbolo contradictorio de la llegada de las ideas del Siglo de las
Luces a América, del tránsito final de la navaja racional de Guillermo de Occam.
Sin embargo, el surrealismo no prosperó en la poesía peruana, más allá de ejer-
cer el tipo de influencia finalmente indirecta que he mencionado antes, paradó-
jicamente por su carácter excesivamente racional. Después de todo, el milagro
surrealista en la creación no puede prescindir de la mente, como suele hacerlo la
perspectiva romántica (“pre-surrealista”) que orienta a buena parte de la tradición
poética peruana de este siglo. Además el castellano en el Perú nunca tuvo, como el
francés en Francia, una tradición cartesiana contra la cual rebelarse. De todo esto
se desprende una evidencia central en la poesía de Moro: su opción por el francés
no es un mero cambio de idioma, sino un cambio en el eje central que articula el
pensamiento literario.
Dentro de esta limitación general para aspirar a la popularidad, la poesía de
Moro contiene la valla adicional de un sesgo barroco, que Coyné ha definido
como una forma de gongorismo. A estas alturas la peligrosa tentación de detectar
en Moro a un ángel de luz y otro de tinieblas, el clásico lugar común sobre Luis
Emilio Adolfo Westphalen 349

de Góngora, es irresistible, entre otras cosas porque él mismo quiso organizar


su mundo en mitades irreconciliables: la naturaleza y la sociedad, el francés y el
castellano, la santidad y el pecado, estos últimos dos grandes ausentes que no lo
abandonan un solo momento en su poesía.

Emilio Adolfo Westphalen:


Sobre surrealismo y César Moro
entre los surrealistas *
Estoy persuadido que si –al iniciarse esta reunión –se hubiera propuesto un en-
tendimiento previo acerca del sentido –las implicaciones y los alcances del térmi-
no “surrealismo” –aún estaríamos tratando de esclarecer el asunto. Las dificulta-
des no se deberían exclusivamente a las diferencias subjetivas usuales cuando se
intentan análisis y exégesis. Habría que atribuirlas de preferencia a las ambigüe-
dades –propuestas contradictorias –divergencias visibles desde el comienzo en el
seno del grupo mismo y que condujeron a las conocidas oposiciones enconadas
–conflictos latentes o desembozados y a las consecuentes exclusiones –escisiones
y denigraciones.
Para mí es evidente que no se trató (en especial y principalmente) de enfren-
tamientos entre personalidades dominantes y excluyentes. Más bien fueron deter-
minantes (me aventuro a aseverar) las diferencias de opinión y de doctrina –los
criterios de interpretación convertidos (a menudo) en dogma y en fanatismo.
Una situación como la expuesta no será sorpresa sino para quienes todavía
persisten en reducir el surrealismo a escuela o tendencia literaria limitada a la
aplicación eficiente de recursos y métodos aureolados de novedad y contrapo-
nibles (por tanto) a preceptos y reglas vueltos inveterados. Con arreglo a este
criterio el surrealismo no sería más que manera (insólita) de cultivar, mantener
y difundir un sistema de expedientes retóricos. No podrá negarse (desde luego)
que –en cierta forma– el surrealismo tuvo igualmente ese carácter. Mas lo que im-
portó ante todo a sus componentes era una puesta en juego muy diversa y audaz,
una ambición que habrá que calificar de desmesurada –intentar nada menos que
la más grande y pavorosa aventura.

* En: Joseph Alonso, Daniel Lefort et al., Coloquio Internacional Avatares del surrealismo en el Perú y
en América Latina, Lima, Travaux de l’IFEA, n° 71, Institut Français d’Études Andines, Pontificia Uni-
versidad Católica del Perú, 1991, pp. 205-217; reproducido en Culturas, suplemento cultural de Diario
16, Madrid, 27 de abril de 1991, pp. IV-V; también en: Emilio Adolfo Westphalen, Escritos varios sobre
arte y poesía, Lima, Fondo de Cultura Económica, Col. Tierra Firme, 1997, pp. 205-207.
350 Crítica

Aunque se estimen excesivos los términos –no encuentro otros más idóneos
para describir un proyecto destinado a cambiar por entero la vida humana –
recurriendo para ello a armas insospechadas (y evidentemente frágiles) cuya
índole había descubierto o intuido un joven poeta iluminado del siglo prece-
dente. Su propuesta era valerse de los efectos mágicos de la palabra y de la ac-
ción poéticas (identificadas indisolublemente) –que lograrían ambas su fuerza
e inspiración en las corrientes más tumultuosas y soterradas del ser.
Sí, era cuestión de trastornar –de abajo a arriba y en lo más profundo –todas
las costumbres hábitos ritos creencias supersticiones arraigadas durante milenios
–a fin de establecer sobre la tierra –no una Arcadia rescatada –sino aquel Edén
vagamente adivinado por videntes profetas soñadores mitólogos cuyo adveni-
miento habían tenido que transferir (por necesidad) a otra esfera o a otro mundo.
Será pertinente –para la discusión ulterior –no olvidar esta situación primor-
dial –la cual –análoga a un substrato invariable y firme –marca las fronteras del
campo en que el surrealismo procurará instalarse y desenvolverse. Podremos así
explicarnos mejor los extravíos pasajeros –los callejones sin salida que les obliga-
ron a dar marcha atrás –la comprobación de la esperanza inalcanzable –la angus-
tia persistente ante la insuficiencia personal –el temor de haber traicionado –de
ser incapaces de situarse a la altura del ideal –de verse por ello denegada la gracia
de la inspiración o la bienaventuranza –el tener que reconocer que ese “poco de
realidad” (conforme la apelaba Breton despectivamente) conseguía no obstante
obstruir con eficacia la satisfacción del deseo.
Las circunstancias de la realidad podían dar la falsa impresión de reducirse
u ocultarse –indócil y terca se entrometía en cada momento y en todos los mo-
mentos de la existencia. Se creaba así esa tensión entre lo ansiado y lo obtenido
que caracterizó la evolución fluctuante indecisa dramática (a ratos gozosa –más
a menudo atormentada) del movimiento –en conjunto –y de sus adherentes –en
particular. Por ello eran también de preverse las decepciones de las postrimerías
y los casos clamorosos de refugio en la demencia o el suicidio.
Se sabe que la fe no es alcanzada como dádiva gratuita –más exacto sería
designarla como producto de un esfuerzo deliberadamente tenaz y (reconozcá-
moslo) ciego. Los surrealistas se afanaron –a pesar de todo –por ser lúcidos –pre-
tendieron ser “videntes” –ver adónde iban y lo que les esperaba.
¿Recordaremos aquí a Marcel Duchamp –un tiempo largo iconoclasta incom-
parable, que amaba proclamarse contrartista o antiartista por excelencia –quien
más tarde declararía (hacia 1966) que “en el fondo no había sido sino un «artis-
ta», lo mismo precisamente que nos había asegurado aborrecía más que nada?”1

1. Citado en Marcel Duchamp –catalogue raisonné– rédigé par Jean Clair, Musée National d’Art
Moderne, Centre Nacional d’Art et de Culture Georges Pompidou, París, 1977, p. 164.
Emilio Adolfo Westphalen 351

Pondremos la declaración de Duchamp al lado de otra de André Breton –en


el exilio en Nueva York durante la Segunda Guerra Mundial según testimonio de
Charles Duits en sus remembranzas –le habría dicho:

Debo confesar, amigo, que no estoy tan seguro de haber tenido razón. El su-
rrealismo... En 1923 se podía todavía creer en un cambio próximo y radical
de la sociedad. Nada, debo reconocerlo, ha venido a justificar esas esperanzas.
Quizás pusimos una confianza excesiva en lo porvenir. Nos parecía que la re-
belión pura no conducía a ninguna parte. Es posible, empero, que esa actitud
sea la única válida y que el hombre no pueda hacer nada para transformar las
condiciones de su existencia. A menudo me he dicho que después de Dadá...,
en el fondo no hemos hecho nada. Libros, cuadros, exposiciones... Si supiera
cuánto desprecio todo aquello. Quizás quisimos actuar con el fin principal-
mente de disimularnos nuestra debilidad, nuestros miedos miserables, nuestra
desesperación...2

André Masson cuenta haber oído a Breton palabras semejantes. En su comen-


tario Masson explica los orígenes de Dadá –más tarde del surrealismo.

No tuvieron motivos estéticos, ni filosóficos, ni religiosos, conforme sucedió con


el romanticismo europeo, el simbolismo franco-belga o el expresionismo ale-
mán. Nuestra madre fue la ira. Y nuestra guía, en las profundidades, la Poesía.
Es bien sabido que de allí procede el amor por la insensatez y por lo insólito.3

Como juicios adicionales sobre el Movimiento surrealista en 1925 –año en


que Moro llega a Francia –voy a entresacar algunas opiniones de Henri Lefebvre –
miembro en aquella época de un grupo de filósofos jóvenes e inconformistas que
entró en contacto con los surrealistas con miras al establecimiento de acciones
comunes.
Nos interesan las impresiones que ofrece Tristan Tzara y Paul Éluard –pues
esclarecen no sólo el papel que les cupo dentro del movimiento (y/o alejamiento
posterior) sino quizá las maneras como pudieron influir sobre la persona y la obra
de Moro.
Lefebvre había encontrado a Tzara antes de conocer a Breton –a Éluard y a
Aragon. El efecto –memorable –es descrito así:

Declaro que es Tzara quien me ha dejado un recuerdo imborrable, era el ge-


nio de un período que siento aún cercano. Tzara encarnaba con tranquilidad
soberana lo negativo; en su sonrisa, en su mirada, en su voz se expresaba la

2. Charles Duits, André Breton a-t-il dit passe, París, 1969, pp. 130-131.
3. “Le surréalisme quand même”, La Nouvelle Revue Française, 1 de abril de 1967, p. 903.
352 Crítica

negatividad. Al presentarse Tzara se creaba, al centro del universo, un punto


negro absoluto, un hueco por el cual se escapaba instantáneamente toda falsa
plenitud. Su presencia contravertía tanto lo super-real como la vida cotidiana.
Evocaba al Otro sin fin, a la realidad otra, al otro horizonte, a la otra verdad.
Posteriormente no pude ver en Breton, en Éluard (dejo de lado a Aragon) sino
versiones descoloridas de Tzara; no eran más que conciliadores. Ellos atenua-
ban el radicalismo poético de Tzara, ellos lo jalaban consigo por su pendiente;
restablecían (también ellos), ¿qué? pues la literatura, el arte, la escritura, buena
parte de los mecanismos de la opresión. En lugar del estilo de vida, ellos volvían
al estilo artístico.4

En los recuerdos de Lefebvre se destaca Éluard –igualmente viviente:

Para Éluard no había absoluto. Éluard ignoraba hasta el sentido metafísico del
término. Quería ignorarlo. Éluard se movía en lo relativo, en lo ambiguo. Pre-
tendía ser demasiado normando para comportarse en otra forma. Demasiado
amoroso, vivamente amoroso, para no enamorarse de lo efímero, de lo que no
se verá jamás dos veces.5

Sería temerario basarse en las apreciaciones de Lefebvre para asociar los ras-
gos observados (muy disímiles por lo demás) con la adhesión posterior de ambos
poetas al estalinismo. Pero no sería incorrecto apuntar que existía en ese entonces
entre los jóvenes –dentro y fuera del surrealismo –cierta proclividad al “Terror”
(aplicable en la política y el comportamiento social) y que esa inclinación des-
embocó a menudo en la aquiescencia de regímenes totalitarios. Es significativo
al respecto que Aragon –exponiendo el ambiente dominante en 1921 entre sus
amigos dadaístas– haya escrito:

Es a la luz de una imagen poética que todo se volvía de nuevo posible y que de-
cidimos pasar a la acción: siguiendo una costumbre (en que nos complacíamos
algunos de nosotros) de comparar nuestro estado intelectual con el de la Revo-
lución francesa. Se trataba de preparar y de decretar de inmediato el Terror... 6

La observación de Aragon está corroborada por el mismo Breton. En la confe-


rencia que leyó en Barcelona en noviembre de 1922 proclamaba –“No sería malo
que se restablecieran para el espíritu las leyes del Terror”.7 Extraño es comprobar
que la decisión de actuar –de desencadenar el terror no llevara principalmente
sino a organizar el “proceso a Barrès” –un “proceso” muy poco conforme con

4. “1925”, La Nouvelle Revue Française, París, 1 de abril de 1967, pp. 712-713.


5. Op. cit., p. 715.
6. “La grande saison Dada 1921”. Cita de Michel Sanouillet, Dada à Paris, París, 1965, p. 239.
7. “Caractères de l’évolution moderne et ce qui en participa”, Les pas perdus, París, 1924, p. 207.
Emilio Adolfo Westphalen 353

Dadá –imitación fiel (y en serio) de todo el aparato judicial con tribunal comple-
to e imputación de “crimen contra la seguridad del espíritu”. Para el acusado se
pedía nada menos que la condena a muerte. Vale la pena recordar el primer (y
contundente) considerando del acta de acusación (redactado por Breton):

Estimando Dadá oportuno contar con un poder ejecutivo al servicio de su es-


píritu negador; decidido ante todo a ejercerlo contra quienes amanecen poner
en peligro su dictadura, toma desde hoy medidas para destruir su resistencia.8

Parece que el concepto de dictadura atraía a Breton –tanto que en su “Con-


fession dédaigneuse” con que se abre su libro Les pas perdus– no tiene reparo en
atribuir a Dadá la consigna “dictature de l’esprit”9 –aunque todos sepan que nada
fue más ajeno a Dadá que proponer sistema alguno –principios estables –reglas
–deberes –obligaciones –dogmas –propósitos deliberados y constantes.
Sobrepasa mis facultades imaginar la manera de ejercer una “dictadura del es-
píritu”. No es éste tampoco el lugar para rastrear las derivaciones –en la teoría y la
práctica de los surrealistas– de tal “estado de ánimo” originado por una “imagen
poética” –al decir de Aragon. Se me permitirá al menos dejar constancia de mi
rechazo de toda dictadura –la del proletariado (todavía posibilidad teórica) –de
un partido –una oligarquía –una multitud o un mandamás cualquiera. En especial
–de esa ambigua (y por ello más temible) “dictadura del espíritu”.

El preámbulo ha sido extenso pero (a mi juicio) necesario. Las figuras o perso-


najes de la comedia (o de la historia) no toman relieve y significación sino pro-
yectados contra el ambiente y el entorno que las circunstancias y la fatalidad les
asignaron. Reconozco también que –a pesar de lo dilatado– la disertación resultó
(con todo) somera, insuficiente, parcial y arbitraria. Menos aceptable –sin embar-
go– hubiera sido la presentación sobre un escenario desnudo o inexistente. Estos
fragmentos servirán –quizá– como abreviaciones recordatorias que cada quien
descifrará y completará de acuerdo con sus conocimientos y su fantasía.

No quisiera pasar a mi otro tema sin apuntar de pasada un hecho –tenido poco
en cuenta– y que no sólo dio cariz especial al comportamiento de grupos e indi-
viduos sino tuvo influencia determinante en el desarrollo de los acontecimientos
sociales –políticos (y literarios) de los decenios subsiguientes.
En 1925 –anota el antes citado Lefebvre– cesa el impulso de la ola revolucio-
naria que tuvo su manifestación cimera cuando los soviets se apoderaron del po-
der en el antiguo imperio de los zares. La resaca –es decir– la reacción ha tomado

8. M. Sanouillet, op. cit., p. 259.


9. Op. cit., p. 15.
354 Crítica

su lugar –tanto en Rusia como en los demás países. Lo trágico es que nadie tomó
conciencia de esta situación. “En ese momento –escribe Lefebvre– los poetas y los
filósofos que rehúsan el estado de cosas, comulgan y difunden la misma ilusión:
creen que entran en lo posible. En 1925 el horizonte parecía dilatarse lumino-
samente cuando en realidad se cerraba.”10 Aclaro –se engañan adrede y esperan
“creyentes y aturdidos– que no tardarán en abrírseles de par en par las puertas
del paraíso.
La falta de videncia en quienes pretendían arrogársela es tragicómica –por no
decir grotesca. Los apóstoles de lo irracional –los teóricos de la irracionalidad
son arrollados por los practicantes insolentes de la irracionalidad más destacada
sangrienta y nefanda. El señor Dalí –que había predicado (paradójicamente) “la
conquista de lo irracional”– cambió prestamente de posta –llevado por su olfato
sutil de mercante catalán que husmeaba desde lejos las pestilenciales emanacio-
nes. Tiene entonces el cuajo de proclamarlo con desfachatez dentro del mismo
grupo surrealista.11 Le tocó ser uno de los primeros artistas “de vanguardia” en
aceptar y ensalzar a los nuevos amos difusores de una irracionalidad manida –
peligrosa –mortífera. Los monstruos de lo irracional se apoderarán de casi toda
Europa –esparcirán sus miasmas por el mundo y desenfrenarán guerras civiles e
internacionales con su secuela de las más grandes hecatombes y genocidios que
registren los anales históricos.

Al desembarcar Moro en Francia en setiembre de 1925 –no tenía mucha con-


ciencia de lo que le aguardaba en la ciudad “emporio de las artes y las letras” y
menos barrunto alguno de las experiencias de todo tipo a que se vería sometido
durante sus ocho años de permanencia en el país. Deseaba exponer las pinturas
y dibujos que llevaba en sus maletas y anhelaba especialmente tener la oportu-
nidad de aprender y practicar la danza –el arte que más le atraía y para el cual se
reconocía dotado.
No repetiré aquí la parca información que poseemos acerca de los quehaceres
–las amistades –las aventuras y desventuras de Moro en sus primeros contactos
con el nuevo ambiente. De entrada no se sintió cómodo –fue penosa la aclima-
tación –según alguna vez me comunicara él mismo. La vaguedad e incerteza de
los datos se acrecienta cuando se trata de reconstruir su aproximación al grupo
surrealista.
No es inútil comprobar en este punto que se adjudica actualmente al surrealis-
mo buena cantidad de obras y sugerencias que modificaron radicalmente el pano-

10. Véase nota 4.


11. Véase una descripción de la escena bufa representada por Dalí cuando se le pidieron cuentas
por sus alabanzas de Hitler, en: The History of Surrealist Painting, de Marcel Jean con la colaboración
de Arpad Mezei, Nueva York, 1967, p. 220.
Emilio Adolfo Westphalen 355

rama poético y artístico de este siglo (esa misma actividad que ellos no juzgaban
válida en relación con las pretensiones y aspiraciones a las que conferían vigencia
exclusiva) –sin embargo en 1925 no constituían sino un grupo reducido –con
pocos miembros estables –y que a pesar de sus provocaciones y hábil manejo de
los medios de publicidad –no tenían acceso sino a un público escaso. (Prueba
de ello es el número limitado de ejemplares a que fueron tirados tanto sus libros
como sus revistas.)
El ambiente cultural parisino era en esos años (como todos sabemos) el más
rico avanzado y variado que pudiera ofrecer ciudad alguna en la tierra. Orientarse
entre la multitud de prestigios consagrados y las nuevas tendencias escuelas y
grupos –equivalía a penetrar en el gran laberinto que encerraba todas las atrac-
ciones y maravillas imaginables.
Había un contraste descomunal con la mediocridad pueblerina del “último
rincón del mundo” –de acuerdo a la calificación de Moro– aunque hay otra (soez)
de Ernesto Sábato que tal vez convendría mejor pero que no me atrevo a repetir
ante ustedes. En todo caso –esa insistencia en el menosprecio con un intervalo
de más de treinta años (o de cuarenta o cincuenta –ya no sé calcular) probaría
que el aumento demográfico y la dispersión caótica de la ciudad no la eximen de
una fama poco halagüeña y anulan sus hipotéticas pretensiones culturales y su
aspiración a ser todavía una de las “perlas del Pacífico”.
La curiosidad alerta de Moro por la poesía y la pintura tuvo alimento abun-
dante para saciar su apetito. Preferencias nacidas entonces no fueron pasajeras.
Siempre que podía Moro insistía en su deuda con Gustave Moreau y Odilon
Redon. A propósito de este último –cabe indicar que nada menos que el Gran
Gurú de varias generaciones de artistas contestatarios –el siempre enigmático
Duchamp– lo admitió como predecesor. Habiéndosele pedido que confirmara el
antecedente de Cézanne en su obra –Duchamp respondió:

Estoy seguro que la mayor parte de mis amigos dirían eso y yo sé que se trata
de un gran hombre. Sin embargo, si tuviera que indicar mi punto de partida, yo
diría que fue el arte de Odilon Redon.12

Por lo que respecta a la producción poética de Moro –Mme Noulet enumeró


–al comentar Le château de grisou–13 las influencias principales perceptibles –juicio
en gran parte extensible a la obra posterior –aunque con matices y sin olvidar
que las influencias (como remarcó la misma crítica) no excluían ni lo peculiar ni
lo genuino.

12. Véase nota 1.


13. La Prensa, Lima, 23 de abril de 1944, p. 8.
356 Crítica

Aquí voy a ocuparme de ciertas características de la poesía de Moro entre 1930


y 1940 –lo que permitirá tal vez perspectivas diversas de aproximación. Conside-
raré La tortuga ecuestre –pero sobre todo Ces poèmes... –recientemente aparecido
en Madrid al cuidado de André Coyné–14 y otros poemas del mismo período
dispersos en revistas.
Las fechas antes mencionadas coinciden más o menos con las de la asociación
de Moro con el grupo y con la colaboración y correspondencia posterior –ya sea
en Lima o en México.
Moro debió haber sido lector temprano de libros de los surrealistas. Dos de
los poemas en español anteriores a 1930 llevaban como epígrafe sendas citas de
Aragon y Éluard. Empero –el gran impulso y una inspiración nueva datan de su
inserción en el movimiento. Se puede presumir que los primeros contactos per-
sonales no fueron anteriores a 1932. Al menos –en el verano europeo de ese año
está fechada la carta de Éluard que Coyné ha reproducido en su nota informativa
de la edición madrileña de Ces poèmes... –la serie ordenada por Moro pero carente
de título y que reúne poemas escritos en París y Lima entre 1930 y 1936.
Lo que de inmediato sorprende al hojear las páginas del libro es la insistencia
de Moro en rendir homenaje a Breton y Éluard –colocados en un mismo elevado
nivel de admiración y afecto. No sólo todo el libro lleva una dedicatoria liminar
que brinda la obra entera a los dos poetas amigos –cuyo texto es conmovedor.

Estos poemas y su sombra consecuente


y su luz consecuente están dedicados
a André Breton
a Paul Éluard
con la admiración sin fin de
César Moro

sino que hay dos homenajes –dos largos poemas, uno para Breton y otro para
Éluard. Como si no fuera suficiente –un poema más (en prosa éste) lleva un en-
cabezamiento sorprendente:

A André Breton y Paul Éluard –desde


siempre y para siempre.

Aún no está completa la lista –el largo y hermosísimo poema en prosa cuya tra-
ducción española apareció en Escandalar,15 titulado “Renombre del amor” y fechado

14. Edición bilingüe, traducción de Armando Rojas, Madrid, Ediciones La Misma, Col. Libros
Maina, 1987.
15. Vol. 3, n° 3, Nueva York, julio-septiembre de 1980, p. 60.
Emilio Adolfo Westphalen 357

el 20 de agosto de 1933 –igualmente está dedicado a André Breton, a Paul Éluard.16


Me pregunto el porqué del fervor la exageración la vehemencia la insistencia.
Moro era desmedido en la expresión de sus pasiones. ¿Aplicaba también la des-
mesura para hacer patente el grado de su afecto –de su entrega total a la amistad?
Me intriga el minucioso cuidado puesto en repartir equitativamente alabanza y
respeto entre los dos poetas. Si se hace un homenaje a Breton –otro de iguales o
parecidas proporciones ha de ser ofertado a Éluard. Aquí se barrunta un mensaje.
Se diría que Moro reconoce que han ocurrido dos encuentros decisivos en su
vida de aquellos años –que ha sido iniciado y el neófito doblemente aceptado por
la poesía y por la amistad. Quizá para Moro cuenta más que su introducción en el
grupo –lo que debe a las revelaciones poéticas del uno y el otro y –por otra parte
(conjuntamente) –al trato amistoso que recibió de ambos.
Yo sé que Breton era fascinante y tenía conciencia de sus dotes de seducción
–siempre atento a renovar y ampliar los vínculos establecidos con sus amigos. Era
fiel con sus fieles (se dice). Era la sorpresa y la continuidad. La dedicación y la
exigencia. De Éluard no sé más que lo que a veces me dijeron sus poemas (los
de la primera época –se entiende). Lo conozco entonces por su otra voz –mejor
expresado –por la voz que se había encamado en el poema (no necesariamente
identificable con la suya propia). Mi amigo el poeta Sherry Mangan (no creo ha-
berlo referido antes) desconfiaba de él. Yo no tengo elementos de juicio (del que
renegó de la poesía no es cuestión aquí). Ahora recapacito –empero– y me viene a
la memoria que Moro había sentido predilección especial por Éluard. Una de sus
pinturas de los años 30 tema por nombre –“Cuadro sin título con la inscripción
Éluard”. Moro había igualmente hecho enmarcar una carta que le había dirigido
Éluard (por desgracia no recuerdo su contenido). Tal muestra de deferencia era
rara en él.
Sí, debía ser subyugante y reconfortante tener como amigos a dos de los
poetas más dignos de devoción –disfrutar alguna vez –quizá– del privilegio de
oír a ellos mismos leer sus poemas –para lo cual (conforme es sabido) estaban
generosamente dotados. Según la leyenda –la lectura en alta voz de Breton era
equiparable a las proclamaciones del oráculo. No importa lo que leyera –relata
Duits. Podía ser el elenco telefónico –el efecto era siempre extraordinario y turba-
dor.17

Siento que me he desviado del punto principal que quería exponer –seguramente
más importante que el tema de unas dedicatorias multiplicadas.

16. El sentido implícito de tal actitud no escapó a Breton –al menos es lo que deduzco de su ob-
servación en una carta a Tristán Tzara (19 de julio de 1932) –Éluard y yo hemos recibido sendos poemas
de Moro, alguien que sabe agradecer. En: M. Sanouillet, op. cit., p. 458.
17. Véase nota 2.
358 Crítica

El conocimiento reciente de los poemas franceses de Moro de los años treinta


me ha revelado la continuidad entre ellos y la breve serie española de La tortuga
ecuestre. En unos y otros campea la misma virulencia de tono y de imágenes. Sus
poemas son la mayoría de amor –han sido escritos para celebrar el “Renombre
del amor”. Estimo que este título es aplicable a toda la obra de Moro de esa épo-
ca. Renommée de l’amour figuraba sobre el poema que apareció en Le Surréalisme
au service de la Révolution –el mismo título fue conferido al poema en prosa antes
mencionado (entiendo que hay otra versión intitulada igual). Pero la representa-
ción del amor en los poemas de Moro es a menudo espantable –se desencadenan
cataclismos –reinan el asesinato –el incesto –las hecatombes. Se sospecha que
para Moro lo ideal sería que los amantes se devoraran mutuamente.
No creo que exista en la poesía surrealista en cualquier idioma ni en otras
poesías de diversa índole –un tono tan violento e igualmente tan impositivo. Uno
queda después de la lectura triturado y pisoteado por las fieras salvajes del amor
desconsolado por el hálito infernal que despiden el poema el amor y la belleza.
Son los extremos demenciales requeridos para que estalle el relámpago que unirá
destruirá y regenerará a los amantes.
Los paroxismos de ira de que es capaz la poesía de Moro tampoco creo que
tengan equivalente en las literaturas conocidas. Me atrevo a citar (aunque no sa-
bré transmitirlo adecuadamente) uno de esos trozos alucinantes:

Habría que destruir el amor abominable que todavía nos arrastra, habría que
destruir todo hasta las cenizas, hasta la sombra, para nunca volver a comenzar,
para hacer desaparecer esta vergüenza que significa existir aunque sea un ins-
tante. Vivo lejos de lo que amo, uno tiene el valor, eso se llama valor de vivir
a pesar de todo, encuentro gente en la calle, hay personas que me estiman o
no, digo buenos días, soy todavía libre, es decir, no estoy ni en galeras ni en
un manicomio. vivo aún entre seres normales, presumo que tengo amigos, en
la calle me comporto como todos. Soy lo bastante ruin para conservar algunos
sentimientos humanos. Mi vergüenza no me ha reventado las venas, el mal que
me matará lo llevo conmigo, duermo, hago como tú, vecino o amigo.

Éste fue un fragmento de “Con motivo del año nuevo” del libro Estos poemas...
–traducido por Armando Rojas. El poema termina en esta forma:

Que los que aman la vida salgan de sus cuevas y tomen partido. Ah!, os aseguro
que no me engancharéis a vuestros placeres imbéciles pues no me gusta comer
ni beber ni hacer el amor. He aquí lo que me hace distinto de vosotros, no me
gusta divertirme, no me gusta nada.

El poema está fechado en París –marzo de 1930. En los libros posteriores –Le
château de grisou – Lettre d’amour – Trafalgar Square – Amour à mort – la vena
poética –al profundizarse, parecería apaciguada. Mas es un efecto engañoso –la
Iván Ruiz Ayala 359

angustia y la desesperanza han retenido el curso que brama sordamente por esta-
llar y romper las riendas que lo sujetan.

Es desconcertante pensar que una poesía tan desgarradora fuera la obra de un
ser que nos acogía con aparente buen ánimo y que no permitía (por lo general)
con nosotros sino bromas de un humor sutil –aunque a veces (es verdad) terri-
blemente hilarante.
Sin quererlo he soltado la liebre –Moro se divertía (cuando pintaba) –nos di-
vertía a su antojo –pero era temible en la ira y en el rencor. Tuve la suerte de ser
su amigo y de disfrutar con frecuencia de su amistad y de su fantasía –siempre de
su afecto.
No creo que vuelva a conocer a otra persona como él.

Iván Ruiz Ayala:


La tortuga *
Dice Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de los símbolos tradicionales:

En el oriente tiene un significado cósmico. En relación con ello dice Chochod:


“La tortuga primordial tiene la concha por encima para simbolizar el cielo, y
cuadrada, para representar la tierra”. Para los negros de Nigeria es similar al
sexo femenino y efectivamente se le atribuye sentido emblemático de lujuria.
En alquimia simboliza la “masa confusa”. Estas divergencias tienen, sin em-
bargo, algo en común. En todos los casos la tortuga es símbolo de la realidad
existencial, no presenta un aspecto trascendente, pues aun como conjugación
de círculo y cuadrado concierne a las formas del “mundo manifestado”, no a las
fuerzas formantes ni a los orígenes, menos al centro radiante. Por su lentitud
pudiera simbolizar la evolución natural, contrapuesta a la evolución espiritual
rápida o discontinua en mayor grado. También es emblemática de la longevi-
dad. En un grabado de la Hipterotomachia Poliphili se representa a una mujer
que sostiene en una mano dos alas abiertas y en la otra, una tortuga. Según esta
contraposición, la tortuga sería la inversión de las dos alas, es decir, pesantez,
involución, oscuridad, estancamiento, materialismo extremadamente concentra-
do (puesto que las alas simbolizan vuelo, como espiritualidad y elevación). Ello
explica tal vez la presencia de tortugas en el cuadro de Moreau, “Orfeo”, donde
surgen como negación inquietante.1

* En: César Moro y “La tortuga ecuestre” (dos lecturas), prólogo de André Coyné, Lima, Fondo Edi-
torial del Banco Central de Reserva del Perú, 1998.
1. Barcelona, Luis Miracle editor, 1958, p. 411.
360 Crítica

El simbolismo de la tortuga como ente que remite al mundo de lo manifesta-


do concuerda con la poética de Moro y los surrealistas. Esta poética remite a lo
terreno, a la realidad circundante, no a mundos idealizados. En rigor, dice Carlos
Germán Belli, el arte surrealista “abarca el punto supremo (o superrealidad) en
que lo imaginario y lo real dejan de ser percibidos contradictoriamente. Éste es el
corazón de la filosofía surrealista”.2 Esta suprarrealidad será alcanzada cuando el
hombre se despoje del pensamiento racional y dé paso a lo instintivo, a la realidad
del subconsciente.
El cuadro aludido por Cirlot, “Orfeo” (o, también, “Muchacha tracia con ca-
beza de Orfeo”), pertenece al pintor simbolista francés Gustave Moreau, aquel
que desconfiaba de la razón y de la observación directa sosteniendo que “sólo
mis sensaciones interiores me parecen eternas e indudablemente ciertas”.3 Orfeo
es el símbolo de la música, de la elevación del espíritu. Con su lira amansaba las
fieras y el mismo dios de los infiernos fue conmovido por ella. Al perder defini-
tivamente a su esposa se retiró a Tracia, donde fue muerto por las muchachas de
aquella región al convencerse de que no se casaría con ninguna de ellas. El cuadro
de Moreau describe este instante: una muchacha ricamente ataviada sostiene una
lira sobre la cual se halla la cabeza del músico; una tonalidad amarilla rodea el
ambiente; en el ángulo inferior izquierdo dos pequeñas tortugas rompen con este
instante supremo proporcionando una sensación inquietante, negativa en relación
con el momento supremo que se vive.
La tortuga tiene, en definitiva, una simbología contraria a lo trascendente. Re-
mite a lo terreno, a lo material, a lo caduco, en contraposición a lo que simboliza
Orfeo: el mundo de lo trascendente, de lo absoluto. Ahora bien, en el verso que
comentamos la tortuga tiene tres calificaciones: musical, divina y cretina. Existe
mucha ironía en cada una de ellas. Las dos primeras calificaciones se han emplea-
do normalmente para designar a la poesía clásica, pero el yo lírico las utiliza para
aludir una realidad absolutamente diferente.
Si la tortuga es musical, no lo será ciertamente en el sentido dado a los versos
modernistas: una poesía sonora con aliteraciones y diversos tropos. Se puede recor-
dar, a este respecto una alusión ya citada respecto a la poesía de principios de siglo:

Por entonces, en Perú el poeta era el cantor oficial de efemérides patrióticas o


el bohemio que prostituía su inspiración, llamémosla así, enteramente banal
o de almanaque, al alcance de los pilares de cantina, en una cualquiera de las
numerosas y sórdidas trastiendas de pulpería.3

2. “Los presagios”, Dominical, suplemento de El Comercio, Lima, 13 de octubre de 1985.


3. Citado en Enciclopedia Las Bellas Artes, op. cit., p. 73.
Iván Ruiz Ayala 361

Y contraponiendo Moro la poesía de Eguren a la de Chocano, escribe:

Su ambición era más alta que las pueriles tentaciones realizables, más real que
la corona de histrión en laureles de oro que ofrecieran públicamente a José
Santos Chocano enfundado en impecable jaquette: en realidad flamante de ridí-
culo bajo su chaqué, como se dice en nuestros predios. Frente al oropel y a los
tambores el ónix impecable.4

La armonía de la tortuga, de la nueva poética, tiene que ver con la musicalidad


de los propios versos de “Visión de pianos...”. Ésta es la musicalidad de la tortuga,
es decir, ninguna y todas. Los versos fluyen en forma imprevista, ajenos a toda
preocupación sonora, alejados de todo tipo de métrica y versificación.
El segundo adjetivo que califica a la tortuga es “divina”, pero evidentemente,
tal como se leyó en la cita de Cirlot, ésta no remite a la divinidad y lo sobrenatu-
ral. Por el contrario, en el intertexto pueden encontrarse citas donde el yo lírico
profana lo sagrado:

[...] una mujer violenta se remanga las faldas y enseña la imagen de la Virgen
acompañada de cerdos coronados con triple corona y moños bicolores
(“A vista perdida”)

una cabellera desnuda llameante en la noche al mediodía en el sitio en que


invariablemente escupo cuando se aproxima el Angelus
(“Varios leones...”)

Esta irreligiosidad debe entenderse como un desacuerdo con la organización


del mundo occidental. En la base de ella, como uno de sus pilares fundamenta-
les, dándole un fundamento legal (“la autoridad viene de Dios”) se encuentra la
religión, y, más exactamente, la religión cristiana. El poeta está contra todo lo que
coarta o reprime los impulsos interiores; en ese sentido, la moral es dejada de
lado. Pero lo dicho no es óbice para que Moro reconozca la línea de vida de una
persona, su pureza, por más religiosa que sea. Así lo vemos en el extratexto en la
carta que Moro le dirige a su amigo Emilio Adolfo Westphalen desde México el 4
de octubre de 1946. Allí se puede leer:

Estoy en contra cuando hablas de San Juan de la Cruz y lo llamas Juan de la


Cruz. Nada de eso; él era santo y no un señor cualquiera. No es nada fácil ser
santo en un mundo de cerdos y, sobre todo y contra todo, fue santo. Yo mismo

4. César Moro, op. cit., p. 62.


5. César Moro, Vida de poeta. Algunas cartas de César Moro escritas en la Ciudad de México entre 1943
y 1948, prólogo, edición y notas de E. A. Westphalen, Lisboa, 1983. [Sin numeración de páginas.]
362 Crítica

he tenido la tendencia a subestimar la importancia de la santidad en Santa Te-


resa y San Juan de la Cruz. Pues bien, estaba errado. No querer reconocer que
fueron santos supone un espíritu oscurantista indigno de nosotros.5

La divinidad de la tortuga no remite a un mundo del “más allá”, sino precisa-


mente a un mundo de la tierra, a la tierra que pisamos todos los días. André Coy-
né, en la nota que a la edición príncipe de La tortuga ecuestre, define al surrealismo
como “realismo mágico” (p. 85). El arte y la poesía pertenecen a una realidad
misteriosa y enigmática que se encuentra en la tierra. En 1954, hablando del arte
surrealista, Moro escribía:

Mientras que otros se empeñan, sea en la reproducción más o menos fiel de


una realidad inmutable, sea en la creación de formas plásticas que brotan de
un sistema racional, ellos, los surrealistas, rechazando toda la ley se lanzan a
cuerpo perdido en la persecución de esta quimera: las “bodas químicas” de la
realidad y el sueño.6

Muchos elementos románticos portó consigo el surrealismo. Ese afán por la


búsqueda de lo desconocido (cf. Baudelaire, “El viaje”) de los simbolistas, se
acentúa de una manera dramática con el surrealismo. Se busca hurgar en lo miste-
rioso, en lo profundo, en lo ignoto partiendo de nuevas fuentes como la escritura
automática, los juegos colectivos y otros.
El adjetivo “divina” es, pues, una calificación irónica ya que no se refiere a la
Divinidad, sino a lo material, a la materialidad, al realismo mágico.
Finalmente, la tortuga es calificada de “cretina”. Este adjetivo es el más sor-
prendente. ¿Podría decirse, acaso, que una tortuga es tonta, estúpida o imbécil?
No, ciertamente. Pero en el intertexto se encontrarán referencias vinculadas a la
presente calificación. Así, por ejemplo, en “La vida escandalosa de César Moro”:

La obscuridad envolvente puede interpretarse como una ausencia de pensa-


miento provocada por la proximidad invisible de un estanque subterráneo ha-
bitado por tortugas de primera magnitud.

donde una vez más, puede encontrarse la confluencia tortugas/elemento acuático.


Los quelonios son calificados como “de primera magnitud”, aludiendo al hecho de
que no sólo son primordiales en esta poética, sino también a sus dimensiones cor-
porales. El “estanque subterráneo” sugiere un lugar profundo y oscuro, y, dentro de
la simbología de Moro, no puede ser más que una imagen del subconsciente. Las
tortugas son un símbolo de esta realidad. Ellas neutralizan la acción de la razón y

6. César Moro, Los anteojos de azufre, p. 131.


Iván Ruiz Ayala 363

van a provocar la ausencia del pensamiento racional. En esto consiste la necedad de


la tortuga que, mutatis mutandis, coincide con la definición bretoniana del surrealis-
mo: el dictado del subconsciente sin la intervención mediadora de la razón.
Lo cretino se halla estrechamente ligado a la locura, estado reivindicado por
los surrealistas. La locura es un medio para conocer el real funcionamiento de
la mente. El límite entre locura y cordura es eminentemente convencional y no
depende más que de los valores particulares de la sociedad. Despreciar la locura
equivale a despreciar lo mental, a mutilarlo. Lo que pretende el surrealismo es
operar una síntesis que, más allá de la oposición normal/patológico, asegure los
poderes de la mente.
En La tortuga ecuestre, el poema “A vista perdida” es un elogio del estado es-
quizofrénico. El yo lírico exclama en los versos finales:

El grandioso crepúsculo boreal del pensamiento esquizofrénico

La sublime interpretación delirante de la realidad

No renunciaré jamás al lujo primordial de tus caídas vertiginosas oh locura de


diamante

Por otro lado, la historia de la literatura presenta varios ejemplos de que la


locura quizá sea el punto definitivo del pensamiento cuando se halla en ruptura
total con lo que le rodea. Se encerró a Sade, Baudelaire7 y, entre los surrealistas,
a Artaud, ¿no se podría entenderla como la última consecuencia de una sociedad
racional que imposibilita el pensamiento verdadero?
La caracterización de la tortuga como “cretina” tiene que ver, pues, con la
vida irracional del subconsciente, la oposición al pensamiento racionalista, lógico
de todos los días, y creemos que tal vez sea éste el momento de citar unas líneas
de uno de los profetas máximos del surrealismo, Isidoro Ducasse, el conde de
Lautréamont, para quien era bello “el encuentro fortuito de un paraguas y una
máquina de coser sobre una mesa de disección”, es decir, la asociación disímil
imprevista, ilógica, “cretina”.
La caracterización de la tortuga como “musical divina y cretina” es, pues, iró-
nica y agresiva. En oposición a la belleza del “pájaro” y de la “rosa” hace su apa-
rición este quelonio pesado y sin gracia alguna, que tiene los mismos calificativos

7. Después de sufrir en Bélgica el ataque que le dejó paralizado, Baudelaire fue trasladado el 4
de julio de 1866 a Chaillot “a la clínica hidroterápica dirigida por el doctor Émile Duval”. Permaneció
allí en un estado de enajenación mental pronunciando sólo las palabras “Non, cré nom, non” hasta el
31 de agosto de 1867, que fue cuando falleció (ver François Porché, Charles Baudelaire, Buenos Aires,
Losada, 1949, pp. 499 y ss.).
364 Crítica

que los otorgados por los críticos de una poética anterior a su poesía (divina y
musical), pero la acepción, evidentemente, no es la misma. En ese sentido, el
término “cretina” cumple un doble papel: ironizar lo que la sociedad occidental
desprecia –al tildar de sin sentido, sin valor alguno lo reivindicado por los surrea-
listas– y, por otro lado, reconocer la verdadera necedad de la nueva poética: su
imprevisibilidad, ilogicidad, agresividad, pues allí reside su propia divinidad, su
propia armonía, y, añadiríamos nosotros, su propia belleza.
Creemos que existen algunos cabos que quedan sin atar en nuestra decodifi-
cación. El lenguaje simbólico de Moro es sumamente intrincado y críptico. Pensa-
mos, sin embargo, que como decía Barthes, la tarea de la crítica “no es en modo
alguno descubrir verdades, sino sólo valideces. En sí un lenguaje no es verdadero
o falso, es válido o no válido, es decir, que constituye un sistema coherente de
signos”.8 En esta dirección es que creemos que se han esbozado los lineamientos
interpretativos principales del verso séptimo que podrían resumirse así: cuando
haya finalizado la poética de una tradición literaria anterior, surgirá un nuevo
movimiento que reivindicará –dentro de su concepción del arte– al sueño, la
mentalidad mágica de los pueblos primitivos y la actividad del subconsciente. En
ese sentido, la tortuga es símbolo de las fuerzas materialistas de lo irracional y es,
al mismo tiempo, un signo de esperanza para el hombre.
Los versos siguientes seguirán caracterizando la poética del nuevo movimien-
to y sus reivindicaciones.

América Ferrari:
Traducción y bilingüismo:
el caso de César Moro *
Se suele definir o reconocer al verdadero bilingüe por poseer una competencia
igual en dos lenguas habladas, leídas y escritas con el mismo grado de perfección.
Los profesores de traducción (sobre todo en una ciudad tan internacional como
es Ginebra) tenemos conciencia de que los bilingües en el sentido que hemos
definido no abundan: muchas veces incluso personas que se presentan como
bilingües se caracterizan por manejar las dos lenguas de manera igualmente im-
perfecta. En casos extremos se los podría llamar simplemente bilingües. Claro está

8. Roland Barthes., “¿Qué es la critica?”, Ensayos críticos, Barcelona, Seix Barral, 1988, pp. 301-307.
* En: Colloquium-Helveticum, n° 28, Berna, 1998, pp. 193-208; incluido en su libro: La soledad
sonora, Lima Universidad Católica del Perú, 2003, pp. 251-259.
Américo Ferrari 365

que este bilingüismo no es literario: no es lo mismo cuando se trata de escritores


que se expresan en dos lenguas, y a veces sobretodo en la lengua extranjera. Se
podría citar entre ellos a autores como Joseph Conrad, Tristan Tzara, Vladimir
Nabokov, Witold Gombrovicz, Samuel Beckett, Julien Green y tantos otros que
en algún caso han traducido sus propias obras a la otra lengua, por ejemplo Ju-
lien Green en Le langage et son double. Lo mismo han hecho algunos escritores
catalanes, como Lorenzo Villalonga, o italianos como Alessandro Manzoni, quien
redactó la primera versión de I promessi sposi en milanés y después la rehízo en
italiano. Pero hay que notar que en estos últimos casos se trata de personas que
desde su niñez han hablado las dos lenguas, lo que es también el caso de Green,
estadounidense nacido y educado en París. En cuanto al francés de los escritores y
poetas hispanohablantes más o menos contemporáneos de Moro, como el chileno
Vicente Huidobro y el español Juan Larrea, fue esporádico y marginal, aunque
Larrea escribió toda su parca obra poética en esta lengua, con algunos tropiezos
en la sintaxis y el léxico, como los hay también en Moro. Tras este paréntesis vol-
vieron a su lengua nativa.
El bilingüismo de César Moro es del todo diferente y en esta diferencia ven-
dría a situarse en parte lo que pueda haber de problemático para el traductor en
la obra de este autor. En efecto, el peruano Alfredo Quíspez Asín en su partida
de nacimiento, después César Moro para la poesía y la vida, uno de los más
notables poetas surrealistas de América y excelente pintor, nació en Lima en
1903 hablando el castellano como única lengua. Aprendió más bien tardíamente
el francés en el colegio de la Inmaculada, plantel jesuita de Lima, y empezó a
escribir poesía en español, en Lima y en Francia donde vivió desde 1925 hasta
1933. Se integró en 1928 al grupo surrealista de París donde colaboró en Le Su-
rréalisme au service de la Révolulion. Por aquella época hubo de adoptar el francés
como lengua poética.1 Aunque no se conocen poemas suyos en francés antes de
1930 (un solo texto poético en prosa data de este año: en realidad no tenemos
poesía suya en su nueva lengua antes de 1932-1933), en francés escribió la
mayor parte de su obra después de haber dejado París para siempre. En 1933
Moro vuelve al Perú donde despliega una viva actividad surrealista. En 1938
se radica en México donde alterna con Wolfgang Paalen, Remedios Varó, Leo-
nora Carrington, Benjamin Péret y otros surrealistas, y donde rompe también
finalmente con el surrealismo del grupo de París “con lugar y fecha”. En Méxi-
co, Moro escribe en castellano los poemas de La tortuga ecuestre (1938-1939),
bellísima poesía erótica inspirada por un amante mexicano llamado Antonio y
una tortuga peruana llamada Cretina. En 1948 deja México y vuelve a la ciudad

1. André Coyné, “Ahora, al medio siglo”, en: César Moro, Ces poèmes..., Madrid, Ediciones La Mis-
ma, Col. Libros Maina, 1987, pp. 78-79.
366 Crítica

de su nacimiento donde muere en enero de 1956 a los 52 años y cinco meses


de su edad. De 1924 a 1949 se conocen de él, en castellano, unos 60 poemas,
entre ellos las 18 composiciones de La tortuga ecuestre; y aproximadamente otros
tantos textos en prosa española sobre diversos temas, algunos de ellos con una
fuerte carga poética. Uno de sus últimos textos en español, “Viaje hacia la no-
che”, está fechado en “Lima la horrible, 25 de julio o agosto de 1949”. El resto
de su obra, como acabamos de decir la escribió toda en francés, hasta su muerte
y hasta el extremo de escribir a sus amigos de lengua española, o dedicarles sus
libros en francés.
Ahora bien, uno de los factores que, nos parece, pueden ocasionarle dificul-
tades al traductor de Moro es precisamente esta elección de la lengua extranjera
de manera deliberada y permanente por un poeta que de los casi 53 años de su
vida no vivió sino ocho en un país de lengua francesa y cerca de 45 en países
de su lengua nativa, incluido el suyo. Es así como André Coyné, su amigo íntimo
francés, albacea y fiel conservador y editor de su obra, atestigua la distancia que
se había creado en el poeta peruano entre el francés de los francohablantes y su
francés “personal”: “a medida que el tiempo lo iba alejando de París, seguía escri-
biendo más y más en francés, en un francés cada vez más personal que, cuando en
1948 regresó a Lima –ciudad donde habría de morir en 1956– literalmente casi
nadie comprendía en torno suyo”,2 mientras precisa que poeta ya en 1928, cuando
se dispuso a entrar en el grupo surrealista, “inmediatamente dejó de escribir en
español y adoptó el francés como lingua prima de su poesía”;3 y que ya en 1933
“el francés se había convertido en la lengua natural de Moro”; lo que no quita que
el mismo Coyné subraye extrañas faltas de sintaxis y de léxico en dos poemas de
1934 escritos en esa su lengua natural “Ne plus ouvrant” por “N’ouvrant plus” y
dos hispanismos léxicos incomprensibles para cualquier persona de lengua fran-
cesa que no conozca bien el español, “inaverti” por “inaperçu” y “abonnent” por
“répandent du fumier”: “L’aspect inaverti familier tenace / Des habitudes à bestia-
lité fixe / Abonnent les terres désertes / Surveillées éternellement par la foudre”
(Ces poèmes…”, pp. 31, 37).
Hay que decir, sin embargo, que estos hispanismos crudos son infrecuentes
en la obra en francés de Moro y quizá no haya otros fuera de los detectados por
Coyné; en cambio cunden más los galicismos léxicos y sintácticos en los poemas
en español, ya desde 1927-1928: “voltigea” por “revolotea”, “arborar” por quién
sabe qué: “esperamos / no arbora en la farmacia” (en “Oráculo” y “Following
you around”, dos poemas escritos en Cannes y en París y publicados en la revista

2. André Coyné, “César Moro entre Lima, París y México”, en: César Moro, Obra poética, Lima,
Instituto Nacional de Cultura, 1980, p. 20.
3. André Coyné, “Ahora, al medio siglo”, op. cit., p. 78.
Américo Ferrari 367

Amauta, n° 14, abril de 1928), “pasantes” por “transeúntes”, “foresta interdicta”


por “selva perdida” (ibid.), y “resbalando perlas”, probablemente en el sentido de
“glisser des perles” (hacerlas deslizarse), etc. (La tortuga ecuestre). Más impresio-
nantes son sin duda los galicismos sintácticos: “Por tanto nada ganaría a venderse
ni a trabajar” = Partant il ne gagnerait rien à se vendre et à travailler (“Following
you around”): “claros deslizamientos de tonalidades y de formas que extrañan el
verbo español” dice al respecto el poeta peruano Armando Rojas,4 ¿qué exilian
la palabra española, la condenan a un extrañamiento en buena cuenta saludable
para el verbo hispánico? Quién sabe. A lo mejor en efecto estos calcos del léxico
y la sintaxis francesas son intencionados, y al respecto se puede cotejar una carta
a su amigo Emilio Adolfo Westphalen con dos párrafos de ortografía deliberada-
mente deformada, una falta de ortografía suelta (“conecciones”) y algunas expre-
siones calcadas del francés.5 En todo caso a este nivel no influyen en el proceso
de traducción: no perturban ni traban nada en un traductor que conozca bien las
dos lenguas. El traductor de lengua española traducirá tranquilamente “inaverti”
por “inadvertido”, “abonner” por “abonar”, el de lengua francesa pondrá “voltige”
en el lugar de “voltigea” y “arbore” por “arbora”; “glissant des perles” (u otra
fórmula francesa) por “resbalando perlas”: estos escarceos con las dos lenguas,
en lo que a la traducción respecta, son inocuos en la medida en que el código
lingüístico (sintáctico-semántico) amagado en francés o en español por el autor es
fácilmente restituible por el traductor; se entiende, claro, el traductor del francés
al español o viceversa; pero naturalmente el traductor alemán, italiano o ruso se
encontrará de pronto sin entender nada y, frente a estas violaciones del código de
la lengua extranjera que conoce, pensará seguramente en juegos gratuitos con el
sentido de los vocablos o desconcertantes acrobacias con la sintaxis.
A otros niveles, sin embargo, el asunto puede resultar más espinoso. Digamos,
a un nivel sintáctico-semántico más profundo y a nivel fónico en una poesía que
a menudo encara de una manera lúdica la expresión poética. Acudamos una vez
más al testimonio de André Coyné: “Desde fines de 1948 [...] él solía enseñarme,
a medida que los escribía, sus nuevos versos, sea que me los remitiera directa-
mente cuando nos encontrábamos, sea que se las arreglara para deslizarlos bajo
mi puerta en momentos en que yo no estaba. No solicitaba mi opinión, sino que
esperaba que le señalara sus posibles fallos lingüísticos, pues, si bien dominaba el
francés y hacía tiempo que, en su poesía, jugaba con el idioma de Baudelaire, de
Mallarmé y de Lautréamont, los tres astros de su devoción, quería estar seguro de

4. Armando Rojas, “Un civilizado entre los primitivos”, en: César Moro, Estos poemas..., Madrid,
Ediciones La Misma, Col. Libros Maina, p. 77.
5. Emilio Adolfo Westphalen, Vida de poeta. Algunas cartas de César Moro escritas en la Ciudad de
México entre 1943 y 1948, Lisboa, 1983; carta del 10 de octubre de 1946, sin número de página.
368 Crítica

que, al practicar el equívoco, la distorsión o la ruptura, no infringía el código de la


lengua, confundiendo acentos, sonidos sordos y sonoros, letras simples y dobles,
aquellos elementos, entre fónicos y gráficos, que precisamente le proporcionaban
la sustancia de sus juegos”.6 De ahí dos corolarios: el primero, que el poeta no tenía
el menor escrúpulo en infringir el código de su propia lengua (“extrañar el verbo
español”, como dice Rojas): en una traducción al castellano que él mismo hizo de
un texto suyo francés sobre el Perú, “Biografía peruana”, se cuentan más de media
docena de solecismos y distorsiones del léxico, voluntarios o involuntarios, quién
puede saberlo. Sobre las relaciones de Moro con el español y el francés y el mal
trato que da a veces a su lengua materna vale la pena leer los certeros comentarios
de Martha Canfield;7 en cambio sí se cuidaba mucho de infringir el código de la
lengua extranjera: precisamente porque no era la suya natural y necesitaba, para
estar seguro, consultar a una persona de la lengua. Si con el castellano no tiene
los mismos miramientos es probablemente porque esa lengua sí era la suya.
De las incertidumbres y deslizamientos fónicos a los que se refiere André
Coyné doy dos ejemplos: “Vous êtes dans le 3 / Un 20 grandissant sans cesse”
(“Oráculo”, p. 216). César Moro implícitamente pide al lector de lengua fran-
cesa que lea: “Vous êtes dans l’étroit / Un vent grandissant sans cesse”; pero
el lector francés va a leer: “Vous êtes dans θtRwpa / Ü vë gRädisä sä sεs”,y no,
como parece imaginar el poeta, “vous êtes dans letrRwa / Ü vä gRädisä sä sεs”.8
Del mismo modo, en el poema “Lettres”, p. 61: ton agamemnon de passe ta clytem-
nestre de case, la homofonía buscada queda bloqueada por la diferencia fonética
en francés pa s y ca z . Más aún: lo que va a leer el lector del texto traducido al
español será: “Estáis en lo estrecho / Un viento creciendo sin cesar” y, en una
traducción igualmente “semántica”, “agamenón de pase clitemnestra de choza o
de escaque o de casilla”, pero ¿de cuál de los tres en definitiva?: da lo mismo, la
intención lúdico-sonora del poema, ya fragilizada en francés, queda totalmente
anulada en ésta y en cualquier otra traducción, que no dejará sino un residuo o
desecho donde desaparece hasta la intención misma que gobernaba las palabras
del poema.
Veamos ahora para la traducción francés-español, en el plano fundamental
de la semántica, ciertos problemas con los que se va a encontrar el traductor de
Moro. Mejor dicho, con los que se ha encontrado, pues me serviré para exponer-
los de mi propia experiencia de traductor. A finales de los años setenta y a pedido
de Ricardo Silva-Santisteban que preparaba la edición de la obra poética de Moro

6. André Coyné, “Ahora, al medio siglo”, en: César Moro, op. cit., p. 73.
7. Martha L. Canfield, “El francés como lengua de salvación en César Moro”, Parallèles, n° 18,
pp. 78-82.
8. Para la pronunciación reproducimos los signos fonéticos del Robert Électronique.
Américo Ferrari 369

en edición bilingüe,9 abordé la traducción del último libro de poemas compilado


y titulado por el autor, Amour à mort (1949-1950). Es la última etapa de la obra
del poeta que, recordémoslo, se apartó del grupo surrealista de Breton y escribió
desde entonces una poesía cada vez más libre y personal. Tenemos sobre estos
años limeños del poeta nuevamente el testimonio de su compañero André Coyné:
“Significativement en ces années consécutives à son second retour à Lima, Moro
délaisse encore davantage l’espagnol pour mieux élaborer une ultime phase de sa
poésie française, à mon sens la plus originale, car la plus gratuite, la moins sujette
à quelque espèce de contexte, Ne lui suffit-il pas de savoir qu’il a le fil –«le fil
d’Ariane»– et, ceci acquis, de jouer ?” Le basta con jugar...: “Persuadé, en effet, qu’il
est trop tard –qu’il y aura donc de moins en moins d’hommes à naître désormais–
au Pérou comme n’importe où [...] pourquoi se soucierait-il d’etre lisible? [...]. Les
“mots en liberté du Surréalisme libéraient d’abord des images; ce qu’ils libèrent
à présent c’est essentiellement eux-mêmes”.10
Retengamos tres cosas en los datos y las reflexiones de Coyné: 1) que esta
poesía ya casi no se sujeta a ningún tipo de contexto; 2) que el poeta ya no tiene
por qué ocuparse de la legibilidad de sus poemas: le basta jugar con las palabras;
y 3) toda vez que las palabras del poema no tienen ya por función liberar imáge-
nes su única razón de ser es su propia liberación: los signos deciden andar sueltos
por el texto. El contexto en una obra escrita; la legibilidad, para el lector, de lo
escrito; la codificación semántica de las imágenes que liberaban las palabras: en
esos tres pilares se asentaba el sentido de la obra para su lector. Ahora ya no: el
lector se transforma él mismo en un jugador que, en vez de leer y comprender
significaciones, se limita a colaborar a como quepa con la zarabanda lúdica de los
vocablos en la página ya no forzosamente legible. Pero al lector traductor ¿qué le
cabe? Se entiende que la legibilidad es la base misma de la traducibilidad y si el
texto no es inteligible porque su legibilidad es mínima, más que traducir lo que
tendrá que hacer es transliterar las palabras “liberadas” del original en palabras
españolas que más o menos conserven el mismo significado aunque no se perciba
el sentido del conjunto ni muchas veces el de las partes. Un ejemplo:

ÉLÈVE ÂGE DE L’AIR

Plus qu’une chaise moins qu’un siège


Plus qu’un homme alité moins qu’un homme brisé
Le cœur aimé dessert l’arbre à licorne
Dans la journée rurale le fruit

10. Lima, Instituto Nacional de Cultura, 1980.


11. André Coyné, “Poésie... fil d’Ariane”, en: César Moro, Amour à mort et autres poèmes, París,
Orphée/La Différence, 1990, p. 20.
370 Crítica

Pour que l’eau versatile


Traverse la nuit
Si l’on dort attablé vénérable
Un œil grimé un œil ouvert

Bon à tout faire


L’aube rayant le ciel
L’entourage gavait d’incomparables oiseaux
De rire en rédigeant les lois
De notre dynastie

Ô poules d’eau : perles !


L’automne débridé recourt à l’amorphe anthropomorfisme
Du cachot

Va tu calfeutres tu calcines !
Il naît
Des câlineries de septembre

Las dificultades e incertidumbres que me presentaba este poema eran de dos


tipos. La primera, de naturaleza gráfica, venía del título que en la edición limeña
de la obra poética estaba en mayúsculas sin acentos, como lo he reproducido más
arriba. Sin tener el manuscrito ni una fotocopia de él, había dos lecturas posibles:
“Élève âge de l’air”: Alumno edad del aire, o bien “Élève âgé de l’air”: “alumno de
edad, mayor, etc., del aire”. Sabiendo la afición de Moro, cada vez más fuerte en
aquella época, a los juegos de palabras me sentí tentado por la fusión de los dos
primeros vocablos en una unidad fónico-semántica: éleve-age = élevage de l’air;
y opté así por adaptar libremente mi imaginario juego de palabras a alguna forma
de expresión que sonara moresca en castellano; así que se me ocurrió “Criado en
sol-edad del aire” (“soledad del aire”). Y me equivoqué: años después pude leer
el título del poema en mayúsculas acentuadas en una edición parisiense de Amour
à mort et autres poèmes al cuidado de André Coyné, quien poseía el manuscrito
del libro; o sea, ÉLÈVE ÂGÉ DE L’AIR. Y así efectivamente, habían traducido En-
rique Molina y André Coyné en la edición que hizo Julio Ortega de La tortuga
ecuestre y otros textos: “Viejo discípulo del aire”. Por lo demás y aparte del título y
de los acentos de las palabras, en este poema como en muchos otros de Moro en
este libro y esa época, es vano buscar un sentido referencial más o menos claro
a menos que se tengan claves precisas para la interpretación. Así en la expresión
que no se sabe muy bien a quién referir en el texto sin contexto: “Bon à tout
faire”, visiblemente calcado del sustantivo “une bonne à tout faire”, “muchacha
para todo servicio”. Había pensado a falta de un contexto claro y con bien poca
convicción en “factótum”: André me disuadió, explicándome que el ambiente
subyacente en muchos de estos poemas es el de la playa popular de Agua Dulce
Américo Ferrari 371

en Lima, que los dos amigos frecuentaban y donde alternaban con muchachos,
productos “de los mil mestizajes del Perú”11 que a Moro le gustaban: son los
“Dioscuros” que aparecen con tanta frecuencia en la segunda parte del libro. La
expresión tiene, pues, un sentido netamente erótico: muchacho bueno para todo
servicio: bueno para todo.
Más oscuro es el “dessert” de “Le cœur aimé dessert l’arbre à licorne”, que pue-
de connotar cualquier cosa, pero no denota nada que resulte representable para
el lector-traductor: “desservir” fuera de contexto puede significar “quitar la mesa”,
“causar un perjuicio a algo o a alguien”, “parar un tren o un autobús en un lugar,
una estación, un pueblo, comunicar un lugar con otro”. No se ve en absoluto qué
viene a hacer entre el corazón y el árbol de unicornio; por poner algo yo puse que
el corazón “para en el árbol”; Molina/Coyné: “sirve el árbol”. Lo mismo da, sólo
que entre los varios sentidos de “desservir” no hay precisamente el de “servir”.
Otro título problemático: “Coiffer le plat”. Opté por la máxima literalidad: “Peinar
lo plano”. Molina/Coyné tuvieron lo que se podría llamar una peregrina idea: “El
plato de sombrero”. Todo puede valer pero, en última instancia, “plat” no es “pla-
to” sino “fuente”. Y hay muchos otros obstáculos como la preposición a, buena
para todo servicio: “Maître à tous”: “amo de todos”, pero en el sentido de “amo
que pertenece a todos”: la ambigüedad es fuerte en español; y después: “Naître à
mourir...”, “Rire à feuilleter les êtres...”, “Nègre menteur à voir un pou boire”, “fuite...
à crier gare...”, “Dorure sacré aux crépues sources”, “Bon à refaire” (como “Bon à
tout faire”), “équarrisseurs / à la nuit chevaline”, “Voltigeurs bicéphales / Au jeu
doux, au tigre”, etc. El uso indiscriminado y la relativa frecuencia de este cliché
francés de construcción puede resultar una rémora estilística para la traducción al
castellano en textos donde, dada la vaguedad semántica del contexto, el traductor
dificilmente puede apartarse de la huella lingüística trazada por el autor.
Finalmente topamos con un curioso hispanismo en el poema “Vie de l’air”:
“Fortuné / Venu à plus dans la fortune”: Venu à plus (venido a más) es el reverso
puesto en francés de la expresión idiomática española “venido a menos” (una
familia venida a menos: une famille déchue). Seguramente sólo los lectores que
practiquen el español captarán el origen de la expresión y el juego de palabras en
este poema en francés, como en los poemas ya citados de los años treinta. Lo que
no es una de las menores paradojas de la poesía de Moro.
Como muestra bastaría un botón. Para dar sin embargo una idea más cabal de
esta poesía donde el sentido está apenas en las travesuras de las palabras desata-
das de toda intención que no sea meramente lúdica, he aquí otro botón, el último.
Para este intento no de traducción sino de adaptación o calco mental de la inten-
ción lúdica que gobierna el texto, solicité la colaboración de mi amigo Norberto

11. André Coyné, dixit.


372 Crítica

Gimelfarb, gran baquiano en ludicidad verbal. Los renglones de la “traducción”


son unos suyos y otros míos, ya me he olvidado de quién es cuál.

La royauté stérile avale la liberté hilare.

L’ovale élevé était semé dans la lave.

La velléité n’est pas bel été passé. Belle hâtée la veillée à thé. Velleité n’est
pas belle et thé. La belle était belle à terre halée. Belle à terre. La belle l’été.
Lavé l’été. Était lavée la belle ? L’été la baie. La belle baie l’été. La baie belle
lavait bêlait. L’été lavée.

La lave la baie l’avait lavée. L’été l’eau l’avale ovale. La belle avait l’été lavé.
La baie lavait l’été. L’été l’avait belle. Belle avait l’été. Elle avait l’abbé. L’abbé
l’avait. La baie l’avait l’été. La baie était belle l’été. Belle l’était lavait. Belle l’avait
l’été.

La roue ôtée stérile la vallée reine hilare.

Là ! Roi ôté stérile avale la lie verte hilare.

Las ! Roi.

L’abbé lavait ? Belle l’avait lavé. Belle l’avait l’abbé. La belle et l’abbé. La
belle et la baie. La belle et l’abbé était. La belle et l’abbé en étaient. L’abbé elle
et l’abbé bête. Morale-été : La belle et l’abbé bête.

La realeza estéril se traga la libertad hilarante.

El óvalo elevado estaba sentado en la lava.

La veleidad no es bella edad pasada. Bella adicta a la veladita de té. Veleidad


no es bella edad. La beldad de verdad era verdadera hada. La beldad era. La
verdadera. La verdad era. ¿Beldad de verdad? La verdadera verdad de la verde
edad. La verde edad era beldad de verdad. La veleidad ve la edad. Ver verde la
edad.

La lava, la bala la había lavado. La bella lava a la abadesa. La bala abate el


vate. El abad lava la lava: la bala lo avala. La bahía lavaba el estío. La bahía veía
bello el estío: el estío lo desteñía a ella, bella bahía.

La rueda ruega estéril. Va a la rueca reina reidora.

Red rogado estéril hace la hez verde y reidora.



¡Rueda, rey!
Américo Ferrari 373

¿Lavaba el abad? La bella al abad lavaba. La bella lo había lavado. La bella


y la bestia. Las ves tiesa bella a la bestia del abad. El abad la besa a ella y ella
abate a la bestia del abad. Moraleja: la bella y la bestialidad.

Como vemos el llamado sentido aquí falta totalmente o sobra. El texto es una
retahíla de falsos sentidos que juegan al juego del sonido sin sentido. El traductor
de buena voluntad tiene que deponer su misión de mensajero del sentido para
hacerse imitador de los sinsentidos del sonido. Pero debemos recordar aquí lo
que decíamos sobre la inseguridad del poeta para las homofonías del francés que
en este texto de la bella, la bahía y el abad son por los general espúreas (l’abbé/
la baie/l’avait; velléité/belle et thé, bel été; été/était; belle hâté/veillée à thé, etc.):
mientras que la identidad fonética entre b y v y el vocalismo más uniforme en
castellano facilita considerablemente el juego de las homofonías.
Para terminar me referiré brevemente a mi segunda experiencia en la tra-
ducción de Moro en dirección contraria: la versión, en colaboración con André
Coyné, de La tortuga ecuestre del castellano al francés, en la que mi amigo llevaba
naturalmente la batuta. El propio Coyné ha presentado en la revista Parallèles, de
la escuela de Traducción e Interpretación de la Universidad de Ginebra, un his-
torial de esa traducción y, esquemáticamente, de esos poemas.12 Nos costó trabajo
aquel trabajo: el español de Moro en ese libro presenta otros problemas que sus
textos en francés. El ritmo y el caudal verbal son en general más amplios y soste-
nidos que en sus poemas franceses más bien breves de Le château de grisou, Pierre
des soleils y Trafalgar Square; la construcción y la sintaxis quizá más compleja y
trabada; no abundan tampoco los galicismos en esta poesía de amor que, se puede
suponer, le vino espontáneamente al poeta en su lengua materna que era también
la lengua de su amado. Ricardo Silva-Santisteban considera que “la fuerza de La
tortuga ecuestre es a todas luces superior a su obra en francés, si bien Moro alcanzó
brillantez y excelencia en buen número de poemas escritos en esta lengua”. La
obra en francés le parece “menos atrevida que la obra en español” y cita, como
ejemplo, “Viaje hacia la noche”, “el más intenso de sus últimos poemas”.13 Es en
gran parte verdad: acaso la fuerte tensión, el apego íntimo inseparable de la resis-
tencia a la lengua materna deben haber influido en esa “fuerza” de su poesía en
castellano. Se siente en efecto muchas veces en su obra en español una voz, una
inspiración más personal y más libre que en muchos poemas franceses a veces
tributarios de una escritura de escuela. Notemos sin embargo que Moro, años
después, dedicó al amado de La tortuga otro poema, también bellísimo, pero esta

12. André Coyné, “Traduction et poésie. Un exemple: César Moro”, Parallèles, n° 18, 1996,
pp. 94-97.
13. Ricardo Silva-Santisteban, “La poesía como fatalidad”, en: César Moro, Obra poética, Lima,
Instituto Nacional de Cultura, pp. 43-44.
374 Crítica

vez en francés: Lettre d’amour; magistralmente traducido al español por Emilio


Adolfo Westphalen.
Para volver a las consideraciones técnicas –y terminar por fin con ellas– lo
que más me sorprendió quizás, al abocarme a la traducción de los poemas de La
tortuga ecuestre, fue, desde el punto de vista de la sintaxis, la cantidad de “falsos
gerundios”, o sea gerundios a menudo empleados en la función del participio de
presente francés, lo que en español requería el empleo de construcciones verbales
con pronombres relativos, salvo cuando el movimiento y la acción están inmovili-
zados, por ejemplo en un cuadro o en una foto: “La libertad conduciendo al pue-
blo”, “Julio César cruzando el Rubicón”, “Emigrados ilegales llegando a las costas
de Almena”, etc. Pero resulta que más de una vez, en esta obra en parte narrativa,
en parte acendradamente lírica, estos gerundios pueden tener la función de inmo-
vilizar el movimiento de la acción narrada en la eternidad del instante. El hecho
es que, releyendo ahora la traducción, aunque todas o casi todas estas formas
verbales hubieran podido ser vertidas al francés de manera totalmente correcta
mediante el clásico participio de presente, compruebo que elegimos (pienso por
iniciativa de André) traducir muchos de esos gerundios por relativas con verbo
conjugado. Una opción que subraya el movimiento del texto que resultaría ate-
nuado por los participios.
Traducir a Moro es una aventura apasionante pero a menudo decepcionante
y a veces imposible. Más de una traducción debería rehacerse, y quizá sólo para
volverse a rehacer. La edición crítica de la obra del poeta en la colección Archivos
que actualmente prepara André Coyné será unilingüe para cada lengua: francés
y español. Creo que la decisión del poeta y crítico francés, franco-peruano mejor
dicho, es acertada.

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