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* En: Amaru, n° 9, Lima, marzo de 1969, pp. 54 y 59; reimpreso en: Con los anteojos de azufre. César
Moro artista plástico, Catálogo de exposición de la obra plástica de César Moro, Lima, Centro Cultural
de España, 2000, pp. 9·10; también reproducido en: Escritos varios sobre arte y poesía, Lima, Fondo de
Cultura Económica, Col. Tierra Firme, 1977, pp. 296-298.
260 Crítica
Julio Ortega:
César Moro*
La actualidad de la poesía de César Moro es la actualidad de la imaginación; una
forma, por eso, de la rebeldía. Y de la rebeldía más aguda y creadora: la discon-
formidad y la marginación. Recuperarlo no es entregarlo a la ejemplaridad; eso
sería contradecir la pureza de su opción. Hay quizás otro modo de recuperar a
estos poetas ocultos: señalándolos con el signo de la marginación; siguiendo esa
elección que configura un destino. Actualidad central y marginación intacta: leer
a César Moro equivale a salir de la literatura para entrar en la poesía.1
Oculto por la falsa actualidad de los catálogos literarios. Pero la historia de
la literatura es acaso una falacia: la literatura no es una situación socio-cultural,
ni mucho menos la sucesión de las generaciones, o un panorama nacional. Más
fatalmente, es tal vez una invención de realidades: algunas personas en el lenguaje,
la aventura interrogante de algunos textos.
Y oculto también en una persona elegida: Alfredo Quíspez Asín optó ser César
Moro. Y otra vez oculto en el lenguaje: abandonó el español –lengua en la que
escribió sólo una parte de su obra– y prefirió el francés. Doble elección que es di-
sidencia e invención: marginal y rebelde, Moro se separó para encontrarse, negó la
realidad para hallarla. O para inventarla: por eso su poesía conjuga pasión e irreali-
dad, juego y crítica. Por mucho que se lo lea siempre será un poeta marginal: poesía
de la irrealidad, de la palabra como imaginación desnuda. Poesía sobre la poesía:
irrealidad real. También por esto, Moro revela la aguda conciencia de la poesía
moderna; conciencia de la escritura como fatal recuperación y pérdida de la propia
vida; del poema como espacio donde la realidad se transfigura y transparenta; de la
palabra como plenitud y como vacío del mundo indiferente.
Sólo que en Moro la lucidez de la conciencia poética es otra propiedad de la
magia verbal. Por ello su obra es el proceso de una aventura radical: se construye
destruyéndose porque deshace la realidad hasta mostrarla en un lenguaje corroí-
do por una agonía tácita, por un desgarramiento lúcido. Sobre todo en los últimos
textos, donde las imágenes crean un movimiento incesante, lúdico y trágico a la
vez. Es curioso cómo Moro coincide, en el tono tal vez, tal vez en el mecanismo
verbal dislocado, pero riguroso, con los poemas últimos de su compatriota y su
par: César Vallejo. Y es que esos poemas de Moro se levantan como un triunfo
del lenguaje en el vacío: la absurdidad que advierte la conciencia poética en el
mundo, parece dictar esta victoria verbal que es agonía existencial; o sea: delirio
y rigor, lucidez y vértigo.2
Esta aventura se inicia como juego. Juego de la imaginación, hedonismo ver-
bal. Los iniciales poemas de Moro no son distintos al brillante ejercicio surrealista
de la primera hora. La palabra se contempla a sí misma, se elige en el humor, en
la galante fantasía. Entre 1925 y 1933 interviene activamente en el movimiento
surrealista; había nacido en Lima, en 1903; a los 22 años estaba en París.3 Para él,
como para los mejores en esa hora, el surrealismo es más que una serie de meca-
nismos y nunca una escuela; es más bien una coincidencia que le revela su propio
camino: rebelión contra la realidad establecida, contra la literatura establecida.
Descubrimiento múltiple, y sobre todo su autodescubrimiento en el lenguaje:
retendrá la imagen como método abierto, la figuración como incidencia totaliza-
dora, la imaginación como rostro de lo real; pero al mismo tiempo, en la tradición
2. Coincidencia que es también disyunción: dos destinos en una coincidente y radical exploración
verbal. Coyné me escribe que Moro y Vallejo se conocieron en París por Alfonso de Silva. “No tuvieron
nada que decirse”, advierte. “Trilce no le interesaba para nada, menos aún Poemas Humanos; sólo salva-
ba algunos poemas de Heraldos”. Por cierto, como lo demuestra su “autopsia del surrealismo”, Vallejo
se había desinteresado –también hasta la incomprensión, que sólo indica la dirección opuesta de sus
búsquedas– del surrealismo y sus exploraciones. Cf. al respecto el estudio fundamental de André
Coyné, “Vallejo y el surrealismo”, Revista Iberoamericana, n° 71, Pittsburg, 1970.
3. En: Le Surréalisme au service de la Révolution aparece su poema “Renommée de l’Amour” (n° 5,
1993); Moro participa también en varias de las encuestas surrealistas que hace la revista.
Julio Ortega 263
4. Moro traduce a Breton, Péret, Éluard, Chirico, para distintas revistas. Su excelente panorama
“Los surrealistas franceses” fue publicado en Poesía (México, 1938) y reproducido en Estaciones (n° 1,
México, 1956). Sus traducciones de Reverdy las publicó Las Moradas (nos 7-8, Lima, 1949).
5. Texto incluido en Los anteojos de azufre (Lima, 1958) que deslinda tajantemente las dos etapas
de la obra de Éluard: “El odio tradicional a la poesía no ha perdido la oportunidad de precipitarse
sobre el «fait divers» de la muerte de Paul Éluard para lapidarlo con coronas fúnebres que, todo bien
considerado, no ha hecho sino tratar de borrar, en la obra y en la vida de Éluard aquellos dos períodos
antagonistas que el mismo Éluard precisó de una vez por todas” (pp. 111-112).
6. “La bazofia de los perros”, en Los anteojos de azufre, pp. 12-13, traducción de Mario Vargas Llosa:
“Nadie ha olvidado las monerías de todo género de este siniestro animal: ora se proclama comunista,
ora prohíbe al artista imitar la naturaleza, propiedad privada de su Buen Dios de mierda; cita profusa-
mente a MUSSOLINI y a LENIN; quisiera «ser el hijo de LAUREL y HARDY»; dice como para
que «se le muera» a uno: «El hombre es el hombre y yo soy su profeta”. ¡A la mierda con el hombre
y su profeta constipado!»”.
7. Sólo apareció un número de esta revista, en diciembre de 1939. La presentación da la medida
de una profesión de fe verbal: “Y contra las aves negras del oscurantismo, los cuervos sombríos del
imperialismo fascista de sesos descolgados en descomposición, de los imperialismos democráticos de
lengua de hormiguero y cola de ratón, de la burocracia stalinista con una colmena de moscas en cada
ojo, oponemos nuestra confianza en el destino del hombre y en su próxima liberación”. Esa liberación
alude, por cierto, a la sedición surrealista.
264 Crítica
“En el mes de mayo de 1938, Moro escribió, durante un viaje a San Luis de Poto-
sí, los primeros poemas de La tortuga ecuestre, libro que completaría al retornar a
la capital mexicana donde se había instalado en marzo de ese mismo año”, anota
Coyné. Éste será el único libro de Moro en su idioma original; los otros tres que
publicó, y los que dejó inéditos, fueron escritos en el idioma de la adopción. La
tortuga ecuestre es un libro breve y radical: poesía del amor y amor como poesía;
Moro crea aquí un mundo verbal absoluto: perfecto y autosuficiente como toda
gran poesía. La imaginación verbal, el amor interrogado, la poesía haciéndose:
signos de una poesía que nace de la pasión amorosa y que se dobla en la medita-
ción poética. La imaginación es el comienzo del juego: un juego que contempla
su nacimiento, que lo vigila con placer y con dúctil ironía; pero es también el es-
pacio de las conjunciones que el poema recoge: figura y sentido, a la vez, de una
persona en el amor, en el mundo, en la poesía. El primer texto (“Visión de pianos
apolillados cayendo en ruinas”) es el nacimiento de este juego, crítico e irónico
a un tiempo; por ello esta imagen inicial es también una imprecación a la poesía:
¿Explicaría mejor estos poemas recordar que el amor en Moro es, como en Cer-
nuda, uranista? ¿O Quíspez Asín es otro, también aquí, en César Moro? Una cosa
es segura: Moro no tuvo necesidad de evidenciar el signo de su experiencia amo-
rosa porque su poesía transforma esa experiencia, la transparenta y asimismo la
proyecta. El amor no es en sus textos el triunfo de los sentidos, no es una erótica
plena, sino una reversión figurante, una erótica de la analogía amorosa. Esto es:
el amor prevalece como deseo y como deseo del mundo en la irrealidad amorosa.
Tal vez por eso la imaginación verbal, que es captura y pérdida de la realidad, re-
vela el íntimo debate de un desasimiento de la presencia y de una aguda vivencia
de lo ausente: nieve y piedra, lluvia y bosque son los términos de este diálogo
espectral, de este ejercicio del deseo amoroso que quiere trocarse en la realidad
misma desde la intensa intuición de un vacío como signo, de un revés como ago-
bio. Cernuda, como ha explicado Octavio Paz, declara el signo de su experiencia
en un acto de valor que implica asumir su verdad; y esto funciona plenamente
dentro de la poesía biográfica de Cernuda.8 Pero Moro no es un poeta que comu-
nica su experiencia, no la muestra para verse, sino que más bien la transforma en
imagen, en lúcida y espectral figuración verbal, y esta operación canjea la expe-
riencia por la irrealidad poética, donde Moro descubre su verdadera persona, su
otra realidad: por eso el deseo de la posesión de la persona amada es el deseo de
su sombra, de la rabia de perderla: el deseo de capturarla inventando una realidad
conjugada, un bosque que contenga a los amantes. Estos desplazamientos están
al centro del ejercicio poético de Moro, la inversión y la transmutación suscitan el
espectáculo verbal de su poesía como acción acosada por la pérdida, animada por
la plenitud. Y esta operación no es una renuncia de la experiencia, sino su tensión
8. Octavio Paz, “La palabra edificante (Luis Cernuda)”, en: Cuadrivio, México, Joaquín Mortiz,
1965, pp. 167-203.
266 Crítica
No olvidaré nunca
Pero quién habla de olvido
en la prisión en que tu ausencia me deja
en la soledad en que este poema me abandona
en el destierro en que cada hora me encuentra.
Los años de México son también de actividad pictórica. Moro pinta y escribe so-
bre pintura. Elogia el arte de Bonnard; rechaza el indigenismo americanizante de
entonces; no comparte la adhesión de Breton a Diego Rivera. En 1939 escribe: “El
arte empieza donde termina la tranquilidad. Por el arte quita sueño, contra el arte
adormidera”. La revista El Hijo Pródigo publica poemas de La tortuga ecuestre, sus
traducciones de Chirico y Péret, sus breves notas bibliográficas de ironía ligera. Y
escribe otro libro de poemas: Pierre des soleils, texto aún inédito.
“Empezó a morir cuando volvió a Lima, en 1948”, asegura Coyné. Sin em-
bargo, o por eso mismo, Moro escribe en Lima Amour à mort –donde explora en
el francés con audacia y rigor–, libro que publicaría Coyné en 1957. El lujo y el
estupor ceden en esta etapa ante un agudo sentimiento de absurdidad: agonía
9. Lettre d’amour apareció en una edición limitada a 50 ejemplares (México, Dyn, VIII, 1947).
Emilio Adolfo Westphalen tradujo el poema y lo publicó en Las Moradas (n° 5, julio de 1948); mis
citas corresponden a su excelente traducción.
Julio Ortega 269
de otro poeta;10 por su cuenta, en una mínima edición, edita La tortuga ecuestre
(Lima, 1957), y Amour à mort (París, 1957); y reúne también los artículos y notas
de Moro con el título Los anteojos de azufre (Lima, 1958). El admirable fervor
de Coyné no cesa: en 1960 organiza una exposición-homenaje con manuscritos,
libros y dibujos de Moro en la galería “Le Soleil dans la Tête”, París. Westpha-
len traduce textos de Amour à mort, libro casi totalmente desconocido.11 Algún
homenaje en México se hace ambiguo cuando da por liquidado al surrealismo.12
Algunas antologías consignan poemas de Moro... Son datos dispersos, ediciones
inhallables. Una gran obra poética ignorada, en parte todavía inédita. Los datos
destacan sobre todo el silencio de que esta poesía se rodea, su secreto o desafío.
Eguren, Vallejo, Moro. Son los más altos poetas peruanos. Y también son, qué
duda cabe, universales. Los tres, sin embargo, padecen todavía una mala fortuna,
de distinto signo, pero semejante. A Eguren se le deforma viéndolo como un
poeta evadido e “infantil” (cuando el contexto de la infancia agudiza el senti-
miento de una realidad dual –trágica y hermosa– que la fantasía verbal busca
conciliar); a Vallejo se le modifica con un patetismo grandilocuente y con una
biografía deformada como anecdotario (olvidando la complejidad de una persona
poética –que no es el yo individual– y la alta conciencia crítica de la palabra, en
conexión con una poética de la defectividad); a Moro se le pierde calificándolo
de irracionalista, sin ver la lucidez permanente de su escritura que amplía lo real.
No es extraño, por ello, que el más atendido por la literatura crítica sea también el
peor comprendido y deformado: Vallejo. Y estas incomprensiones son semejantes.
Se reducen a un grosero prejuicio: relegar la inteligencia de la poesía. Se olvida
que la creación poética es un ejercicio del rigor, una exploración también crítica:
otra forma de la lucidez. Pero no es la incomprensión de la crítica profesional lo
que en este caso importa. La poesía es un acto libre, radical. Importan, más bien,
los nuevos lectores: un diálogo más complejo entre el lector y el texto para una
incidencia más crítica de la poesía.
Insisto por eso en la marginalidad de la poesía de Moro. Marginación que es
profunda actualidad. Su gran poesía, precisamente, exige del lector un diálogo
abierto, un compromiso actuante, desde el encantamiento verbal que suscita su
hermosa lección de magia y lucidez.13
10. André Coyné, César Moro, Lima, Imprenta Torres Aguirre, 1956.
11. “De los últimos escritos de César Moro” y “Nota sobre César Moro”, Revista Peruana de Cultura,
n° 4, Lima, enero de 1965, pp. 36-41 y 42-46.
12. “Suplemento en homenaje a la memoria del poeta y pintor peruano César Moro”, Estaciones,
n° 1, 1956.
13. Sobre Moro cf. también: Xavier Villaurrutia, “Le château de grisou”, El Hijo Pródigo, n° 7, octubre
de 1943; Mario Vargas Llosa, “Nota sobre César Moro”, Literatura, n° 1, Lima, 1958; del mismo Var-
André Coyné 271
André Coyné:
César Moro entre Lima, París y México*
Una vez desaparecido Breton, y disperso el grupo que no podía darle la razón a
la muerte, a su muerte, pero que tampoco podía permanecer mucho tiempo sin
sacar las conclusiones de dicha muerte, tal vez pueda uno hablar de un después
del Surrealismo sin incurrir en la sospecha de estar llevando agua al molino, o
al gaznate –de todos modos seco– de los eternos sepultureros que, desde 1930,
se desgañitan abucheando un cadáver al que nunca nada correspondió en la rea-
lidad. Un después del Surrealismo en el sentido en que hubo un antes, y en que
Baudelaire, por ejemplo, fue según Breton “surrealista en la moral”, sin que las
“ideas preconcebidas” por las que también “sentía algo” nos parezcan (como le
parecían a Breton, que sólo consideraba incólumes a quienes la “voz surrealista”
le iba apuntando) falsear, cuando se interponen, el juego de ecos que su poesía
–su moral, por consiguiente– despierta en nosotros. Efectivamente, ¿quién puede
obligarme a pensar que Baudelaire supiera al respecto menos que Breton? Lo
supo de modo distinto, a su manera, tan sensible a la irrisión del destino que
nos toca como al poder que, sin embargo, tenemos, de oponerle en cada caso la
pureza de nuestros rechazos o de nuestros delirios.
Debería bastar el acuerdo sobre estos dos puntos, pues excluiría a quienes es
preciso excluir: a los realistas, aquellos que tratan de tú y voz al ídolo –bastante
gente en suma–, preservando al mismo tiempo la oscuridad que atañe al “punto
supremo” y a las “premisas fundamentales del Surrealismo” en sus relaciones
con las “tradiciones”; o a aquel “espíritu” que animó primero a Nerval (quien no
obstante se movía dentro de un universo de culpa y salvación, cuya imaginaria
verdad acogía cualquier ortodoxia al lado de cualquier herejía) y asimismo a
aquellos “signos en el Pensamiento” a los que un Artaud a un Daumal sacrificaron
la actividad colectiva y la apariencia misma de la actividad poética.
Sin duda, el problema no era aún aquél para el joven peruano que llegó a París
en 1925 ostentando el magnífico nombre que acababa de elegir: César Moro, y
que luego descubrió el más allá de los días surrealistas como el más allá de sus
propios días, la sede de un desenfreno espiritual al que estaba de antemano pre-
parado. No por ello dejaría de manifestar su insolencia, ya fuera escapándose de
gas Llosa, “Carta de Amor, de César Moro”, Literatura, n° 2, 1958; Américo Ferrari, “César Moro y la
libertad de la palabra”, El Nacional, Caracas, 2 de enero de 1969; la revista Amaru (n° 9, Lima, 1969)
está en parte dedicada a Moro.
* En: Julio Ortega, ed., Convergencias / Divergencias / Incidencias, Barcelona, Tusquets, 1973, pp.
215-227; reproducido en: César Moro, Obra poética I, edición de Ricardo Silva-Santisteban, Lima,
Instituto Nacional de Cultura, 1980, pp. 11-23.
272 Crítica
su cuarto de hotel para reunirse con sus amigos rusos blancos de Schérazade, ya
interrumpiendo una discusión política en el seno del grupo para señalar que, si
bien el ministro burgués ese día puesto en el banquillo era un señor horrible,
debió, no obstante, haber sido un hombre bello. Poesía, amor, rebelión: sí; en
el cielo del deseo, el incendio del corazón y de los sentidos, ¡pero que ningún
deseo vacile en darse a conocer! Moro nada abjurará cuando llegue a admirar el
Monsieur Godeau intime y, por sobre todo, En busca del tiempo perdido. Me permiti-
ré citar, a propósito, estas líneas escasamente leídas, que surgen directamente de
Proust y son de Crevel, a quien su fervor por Breton no le impidió frecuentar a
Jouhandeau:
la abominable sentencia que acaba de ser lanzada contra los marinos de los
cruceros peruanos Almirante Grau y Coronel Bolognesi, que se rebelaron el 8
de mayo pasado para protestar contra la mala alimentación y los excesos en la
disciplina.
Contra las aves negras del oscurantismo, los cuervos sombríos del imperialismo
fascista de seso descolgados en descomposición, de los imperialismos democrá-
ticos de lengua de hormiguero y cola de ratón, de la burocracia stalinista con
una colmena de moscas en cada ojo, oponemos nuestra confianza en el destino
del hombre y en su próxima liberación. En 1925 sitúan los surrealistas el fin
de la era cristiana. El Uso de la Palabra pretende recordar que estamos en 1939.
invocaba a los pueblos de Inglaterra, Francia, Alemania, Polonia, etc., “contra los
siniestros antropófagos: Chamberlain el Provocador, Hitler el Demente Paralítico,
Mussolini el Gran Comendador del excremento, Daladier el Inaugurador N° 2 del
monumento a los muertos”, repudiando al mismo tiempo los eslógans cacoquími-
cos de la “Tercera Cloaca Internacional”. ¿Qué crédito ya entonces otorgaba a la
Cuarta? Trotsky recibía del exilio un aura que habría de aumentar con su martirio.
Su adhesión a una forma de revolución que establecerla “desde el comienzo [...]
para la creación intelectual [...] un régimen anarquista de libertad individual”, ¿se-
ría de verdad mucho más que un deseo piadoso? El poder obliga, y Trostsky en el
poder había realizado la feroz represión de Cronstadt y el cobarde asesinato de
los Makhnovistas. Además, la lectura de Su moral y la nuestra conduciría pronto a
Breton a declarar su estupor ante el hecho de que hasta Trostsky apelara al viejo
concepto jesuítico: “El fin justifica los medios”, a pedir que “ciertos aspectos del
pensamiento de Lenin y hasta del de Marx, sean sometidos a una crítica atenta”.
En adelante el autor de Nadja insistiría cada vez más en Fourier y en “su interpre-
tación jeroglífica del mundo, fundada en la analogía entre las pasiones humanas
y los productos de los tres reinos de la naturaleza”.
No es mi tarea argüir de Breton contra Breton. Otros se encargarán de discer-
nir en sus escritos lo que sólo es producto de la fatalidad de la época, y contra lo
cual Artaud quiso prevenirlo. Regreso a Moro. Cuando yo hablaba de un después
del Surrealismo que correspondiese a su antes, tenía en mente más bien algún al
lado. En la Exposición Internacional de México, los pintores propiamente surrea-
listas –algunos a largo plazo, otros a uno más o menos corto– eran confrontados,
no sólo con objetos de arte mexicano antiguo y de “arte salvaje”, sino también
con las obras de pintores mexicanos vivos, que contribuían a crear la atmósfera
sin someterse totalmente a ella. Provenían en general de los Contemporáneos que,
alrededor de 1930, habían leído más a Cocteau y a Max Jacob (y a Supervielle,
Giraudoux y al Jouhandeau de Astaroth) que a Breton y a Péret. Dos de ellos,
Agustín Lazo, insigne conocedor de la cocina pictural, y Xavier Villaurrutia, poeta
de verbo sonámbulo y de una esplendente precisión, eran ya para Moro los ami-
gos admirables que compartía con Wolfgang y Alice Paalen, Leonora Carrington,
Remedios Varo, y aquellos surrealistas a quienes la tormenta fijaba o fijaría en las
alturas de Anahuac. Hubo allí apertura recíproca.
En México, tierra elegida, el Surrealismo, cuya verdad era defendida por Péret,
se convirtió más bien en el lugar predilecto de una múltiple amistad, en la que
respiraba un núcleo de seres que había reconocido, de una vez para siempre, su
entera libertad frente a la obsesión de los abandonos o de las adhesiones. Paalen,
en forma totalmente independiente, se preguntaba: “¿qué pintar?”, y proponía
como nuevo objeto del arte la “visualización directa de las fuerzas que nos mue-
ven y que nos conmueven”, una verdadera “cosmogonía plástica”. Él funda y diri-
ge Dyn, mientras que en Nueva York, Breton funda y dirige VVV; Moro colabora
André Coyné 275
La afirmación de que todo ser humano busque un único ser de otro sexo nos
parece tan gratuita, tan oscurantista que sería necesario que el estudio de la
psicología sexual no hubiera hecho los progresos que ha hecho para poder
aceptarla o pasarla por alto siquiera. ¿Acaso no sabemos, por lo menos teórica-
mente, que el hombre persigue a través del amor la satisfacción de una fijación
infantil más o menos bien orientada, más o menos aceptada por el superyo, por
la sociedad? ¿Quita esto algo al amor, no lo enriquece más bien con una especie
de fatalidad dramática determinándolo ya desde la infancia?
Tendría que citar enteramente el largo reproche que Moro le hizo al Surrealis-
mo de los años de la guerra, en el sentido de que no exploraba suficientemente el
aporte de Freud tanto en el campo personal como en el colectivo, y, muy a menu-
do, se contentaba –en lo que al sueño se refiere– con ciertas banalidades que no
pasaban de ser agradables, descuidando por completo –pese a la evidencia de las
catástrofes– la toma de conciencia efectiva de los líderes de un mundo loco, líde-
res que, no habiendo resuelto sus propios problemas y no poseyendo por lo tanto
“sino una visión parcial y ferozmente individual, condicionada por su propia ca-
rencia frente a la realidad”, no pueden concluir ningún acuerdo válido ni, mucho
menos, lanzarse a la tarea de podar “las ramas inútiles del bosque frondoso de los
prejuicios”. El arte y a su vez la estructura social, la estructura social y a su vez el
arte, dependen del grado de lucidez psicológica: “¡Quién no ha experimentado el
terrible desierto estéril que a veces nos ofusca impidiendo toda manifestación a
pesar del oleaje tempestuoso que hierve interiormente!”.
Moro no se atribuía ningún papel de director, pero lo iban ganando las se-
cretas convicciones originarias por la pérdida de convicción en el siglo “en que
tenemos la fatigosa dicha de vivir y en donde cada cual se halla para siempre
privado del derecho natural de escoger a sus hermanos”. No cito a Baudelaire al
azar. ¿No era él acaso quien afirmaba: “Sólo los bandidos son gente convenci-
da”?
Escandalizado por los “acercamientos inauditos” que el conflicto mundial con-
llevaba, Moro reaccionó invocando “la guerra civil contra la guerra de fronteras,
[...] la fraternización de los ejércitos en lucha en contra de las propias burocra-
cias y de los líderes traidores a la causa de la liberación humana”. Pero al mismo
tiempo traducía las páginas de Baudelaire sobre la prensa: “todo periódico, de
276 Crítica
Hoy, más que nunca, la ciencia se revela incapaz de ofrecer una solución al
problema humano. La mayoría de la gente sale de apuros, o trata de salir atur-
diéndose “con los viajes, la radio, el cine, la política y la prensa”; pero ocurre a
veces que un libro, silencioso, discreto “vuelve a colocar bajo la luz de la urgencia
vital los eternos enigmas que exaltan y torturan al hombre: el amor, la muerte, la
expresión poética”:
Que la vida –la admirable, la pavorosa vida– continúe desenvolviendo sus hilos
[...] ¿Cómo no seguir en los sitios de peligro donde no caben ni salvación ni
regreso?
Tanto peor si la realidad vence una y otra vez y convence a los eternos con-
vencidos trayendo entre los brazos verdaderos despojos: el hierro y el cemento
o la hoz y el martillo como argumentos definitivos para justificar la prodigiosa
bestialización de la vida humana.
Este mundo no es el nuestro.
frontera más precisa entre aquellas horas que perdía para ganarse la vida dando
clases de francés en los cuatro rincones de una ciudad extraviada, y aquellas en
que, una vez que se quitaba la máscara, atravesaba “tempestades maravillosas”,
“muy ufano de sumergirse en la desesperación”, en cuanto algún sol recorría la
noche, le sonreía “triturando su corazón”.
No éramos muchos los que nos dábamos cuenta de que, lejos de la escena en
que los historiadores multiplican sus muecas, él seguía llevando una existencia
magnífica y escandalosa, de la que el riesgo nunca estuvo ausente. Westphalen
había salido del Perú en 1949. Enrique Molina, el amante antípoda de las bellas
furias, y no menos instruido en poesía, estaba siempre de paso, en la ruta de Bue-
nos Aires a Guayaquil. Dos o tres amigas guardaban una parte del secreto. Otros,
amigos y amigas, suponían que algún secreto había. Fueron ellos, y ellas, quienes
me ayudaron luego a editar la poesía y la prosa española: La tortuga ecuestre y Los
anteojos de azufre, así como los textos franceses de Amour à mort –que continúan a
Le château de grisou, a las plaquettes Lettre d’amour y Trafalgar Square, publicados
en vida del autor–, pero que distan mucho de conformar la totalidad de los poe-
mas y otros textos escritos por Moro en francés.
¿Qué más? En 1940, Moro señalaba especialmente, entre los imperialismos
que había que destruir, al imperialismo japonés. Diez años más tarde, interrumpía
a los imbéciles lanzando un “¡Viva nuestro padre el Mikado!”. Y a quienes no
entendían, les explicaba –con humor, pero también ¿quién sabe con qué segunda
y doble intención?–: “Soy un nacionalista japonés”. Tal fue sin duda su único na-
cionalismo. Bien podría ser también el nuestro.
Guillermo Sucre:
La poesía de César Moro*
La poesía de César Moro está más cerca, que la de Huidobro, de la intensidad
de la pasión. Su erotismo no es sólo experiencia de la plenitud sino también de
la carencia. Por una parte, la comunión erótica en su obra no excluye la soledad,
aunque es igualmente cierto que ésta supone a aquélla: la soledad no mata al
deseo sino que lo hace más vivo. (¿No es la intermitencia, como lo recuerda
Barthes, siguiendo al psicoanálisis, lo que es realmente erótico?). Por otra parte,
su pasión es tan extrema que siempre está al borde de la transgresión. Pero ¿no
es éste un rasgo inherente a la condición humana y por ello las obras de Sade o
aun las sensaciones son imágenes, en el estricto sentido visual del término. “El
olor y la mirada” se titula de manera significativa uno de sus poemas más lumi-
nosos: “Tu olor de cabellera bajo el agua azul con peces negros y estrellas de
mar y estrellas de cielo bajo la nieve incalculable de tu mirada”. Sus imágenes,
debería decirse con más precisión, son cristalizaciones del ver. Si el estupor es lo
que las desencadena, se trata, como él mismo lo dice, de un “estupor de cuentas
de cristal” y, como lo reitera en el mismo poema, “el estupor de vaho de cristal
de ramas de coral de bronquios y de plumas”. Otro rasgo no menos importante
y que complementa al anterior: esas imágenes tienen cierto hieratismo hipnótico
o cierta hipnosis hierática, que es lo mismo. No se trata de que nazcan o no de la
fascinación, sino que ellas mismas, por su naturaleza o su situación en la estruc-
tura del poema, son la fascinación: fijas y vertiginosas, translúcidas y espejeantes.
Si hay algún lenguaje que sea sobre todo escritura (en el sentido etimológico del
vocablo), ése es el de Moro. “El lenguaje afásico y sus perspectivas embriaga-
doras”: así lo definía él mismo. Lenguaje afásico: sin voz, sólo refleja o refracta;
sin habla, es sólo signos que destellan. Lenguaje-cuerpo: no tiene alma, ni neuma,
no respira; es una inscripción, un tatuaje. Ver equivale a desear; desear, a ver. La
imaginación es también una mirada.
Es significativo que en casi todos los poemas de Moro no sólo predominen los
nombres, sino que, además, sea muy notable la ausencia de verbos. No se trata,
creo, de sustantivar la escritura, ni de hacerla más densa; lo que busca Moro quizá
es provocar la fijación, interrumpiendo los elementos activos del discurso, pero a
un tiempo hacer de la fijeza un delirio que fluye. ¿O sería al revés? En el poema “A
vista perdida”, del cual ya hemos hecho algunas citas, este rasgo se vuelve domi-
nante. El poema es, aparentemente, una larga enumeración a partir de una inicial
frase verbal: “No renunciaré jamás...”; frase que luego desaparece por comple¬to
hasta el último verso del poema. Esta frase, sin embargo, es la que rige toda la
enumeración subsiguiente, pero ésta, a su vez, va independizándose cada vez más
del verbo inicial constituyendo frases que tienden a ser nominales:
El estupor
Hay que detenerse: el poema es todavía más extenso, desmesurado, como mu-
chos de Moro, pero su estructura no cambia en lo fundamental. Mejor: si cambia
es para hacer más radical y compleja la autonomía de cada uno de los elementos
de la enumeración a partir del tema del “estupor”; si bien admiten nuevos ver-
bos, cada enumeración deja de ser lineal y aun adopta la estructura de una prosa
densa. Sólo al final, declamas, reaparece el verbo del comienzo. Ese final mismo
es aún más revelador: “No renunciaré jamás al lujo primordial de tus caídas ver-
tiginosas oh locura de diamante”. La cristalización de una y mil fases, que, en el
fondo, es la verdadera visión de Moro.
Pero habría que destacar uno de los versos del pasaje anteriormente citado:
“La estereotipia el pensamiento prolijo”. Creo que alude a una de las claves de la
técnica de Moro, como también de muchos otros surrealistas y de la cual Breton,
sin duda, fue el gran maestro. Consiste en esto: enumeraciones anafóricas que
repiten un patrón sintáctico muy simple y van cercando un mismo tema. Pero no
lo hemos dicho con toda precisión. Por una parte, esas enumeraciones obsesivas
no caen ni en la monotonía (como muchas veces en Huidobro) ni en la opacidad:
su poder de transparencia, por el contrario, es muy perceptible. Por la otra, no es
el caso de simples repeticiones sino de reiteraciones y, mejor aún, de intensifica-
ciones: las alimenta la avidez, que puede ser ciega, pero también la inteligencia de
las formas, que es ya un enriquecimiento. En uno y otro caso, son una fijeza (una
“estereotipia”) y una diversidad (un “pensamiento prolijo”). Este método aparece
desde el primer poema conocido de Moro, “Renommée de l’amour”, publicado en
un número de la revista Le Surréalisme au service de la Révolution (1933). Pero es
en sus poemas posteriores donde alcanza mayor precisión e intensidad: Moro no
sólo logra dar la imagen múltiple y estática (extática) del cuerpo, sino darle tam-
bién un espacio al deseo; lo aparentemente caótico de la enumeración se vuelve,
así, un ritual y un conjuro. Esto último está muy presente en el poema “La leve
pisada del demonio nocturno”: ganarle a los mecanismos disolventes de la me-
moria y de la realidad trivial una presencia destellante en medio de su ausencia.
El comienzo del poema revela ya ese intento: “En el gran contacto del olvido / A
ciencia cierta muerto / Tratando de robarte a la realidad / Al ensordecedor rumor
de lo real / Levanto una estatua de fango purísimo / De barro de mi sangre / De
sombra lúcida de hambre intacto / De jadear interminable / y te levantas como
un astro desconocido”. Todavía no es el conjuro y el ritual, pero todo el pasaje
Guillermo Sucre 283
de sus textos, es justamente el poema del deseo solitario, aunque no del olvido:
“Je n’oublierai pas / Mais qui parle d’oubli / dans la prison où ton absence me
laisse / dans la solitude où ce poème m’abandonne / dans l’exil où chaque heure
me trouve”. Esa soledad y ese exilio –que son también el tiempo y la presunción
de la muerte–, ¿no encarnarán el drama de que habla Moro en la frase que hemos
citado casi al comienzo? ¿La mirada condenada a ver al cuerpo que se le escapa
y a fijarlo en imágenes que de alguna manera son también imagos, fantasmas? El
erotismo, pues, como la experiencia de la continua fugacidad de lo otro. Como el
título de uno de sus libros, se trata de un Amour à mort: la pasión total que no
tiene que morir para saber que también la alimenta la muerte. En uno de sus últi-
mos poemas, titulado “Viaje hacia la noche”, Moro parece dejar su inscripción –su
tatuaje– final:
La obra de Moro es mucho más intensa y personal de lo que hasta ahora se ha-
bía creído. Sólo algunos de sus mejores críticos nos lo han hecho ver –me refiero
a Emilio Westphalen, André Coyné y Julio Ortega–. Todavía, sin embargo, no se
la ha podido apreciar a cabalidad: en parte porque no hay un volumen accesible
que la reúna toda y todavía hay textos suyos inéditos; en parte también porque,
a excepción de La tortuga ecuestre (1957), fue escrita en francés, imponiendo así
como una distancia frente al lector hispanoamericano. Pero, aparte de todo ello,
¿no será siempre Moro un poeta marginal por el hecho mismo de no haberse
contentado nunca con “las adhesiones totales”?
Ricardo Silva-Santisteban:
La poesía como fatalidad *
La poesía sigue proyectando su luz mortal y lacrimógena;
luz vivificante del devenir humano dentro de sí mismo y no
orientado hacia la conquista de nuevos metales cuya fusión
dosificada estalle asolando tierras de cultura, tesoros aními-
* En: César Moro, Obra poética I, Lima, Instituto Nacional de Cultura, 1980, pp. 27-45; reimpreso
en: César Moro, Prestigio del amor, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2002, pp. 9-27.
Ricardo Silva-Santisteban 285
este último también mágico y de raíces milenarias como el Perú, que fue para
Moro una extensión del suyo. Este aislamiento que, al comienzo, puede haber
sido menos trágico, con el tiempo no hizo sino agudizarse y se profundizó con-
forme crecía su angustiosa soledad y por el modo absurdo como se ganó la vida
durante sus últimos años.
Su preparación como poeta la tenemos en tres grupos de poemas de valor
desigual escritos en español y en francés entre 1924 y 1937. Sin embargo, debe-
mos tener presente que muchos de esos textos son sólo borradores faltos de una
corrección final. Sería el amor, en México, lo que haría estallar su propia poesía en
un poemario deslumbrante: La tortuga ecuestre. Digo estallar porque es el verbo
que más se acerca a esta poesía detonante. Inscrito en las filas del superrealismo,
Moro utiliza la técnica de la escritura automática que es la más característica del
movimiento. La escritura automática es un forzar la inspiración liberándola de lo
conceptual y de la razón para expresarse por imágenes; es la copia taquigráfica del
mecanismo del pensamiento, es decir, del caos psíquico expresado en imágenes
logradas por el vuelo imaginativo del poeta. El principio del automatismo está
sintetizado a maravilla en la famosa definición de André Breton en el Manifeste
du Surréalisme de 1924: “Superrealismo: sustantivo masculino. Automatismo psí-
quico puro por cuyo medio se intenta expresar ya sea verbalmente, por escrito o
de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado
del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda pre-
ocupación estética o moral”. Está de más decir que esta escritura, y la práctica
de esta forma de escribir, como la de cualquiera otra, será deleznable si no viene
ayudada por la inspiración de un poeta verdadero. Pienso, sin embargo, que no
nos interesa tanto en Moro su filiación superrealista sino, más bien, indagar cuál
fue su aporte a dicho movimiento. Moro abrazó el superrealismo no como un
simple discípulo, siguiendo consignas, sino tomando las lecciones y condicio-
nes de libertad que el grupo superrealista propalaba. No tuvo que adaptarse al
superrealismo, pues fue el superrealismo lo que mejor se avenía con su espíritu
rebelde, libre, sin trabas. Buena parte de la labor crítica de Moro, a través de
artículos y traducciones, estuvo dedicada a difundir las obras de los poetas y
pintores afiliados al superrealismo. En su obra creativa, el superrealismo no nace
de estímulos literarios sino de una honda y poderosa actitud vital que pugna por
lograr una expresión que tomó cauce en su poesía y en su pintura. Su obra aporta
al superrealismo un innegable calor humano del que muchas veces carecieron los
poetas del movimiento, al escribir textos mediante la técnica del automatismo, en
forma mecánica, o por estar faltos de una visión del mundo que diera forma y
vertebración a su poética. Por otro lado, en el debatido terreno de las influencias
sólo son válidas aquellas a partir de las cuales un poeta crea una obra propia a
partir de aquel impulso que desencadena vida y poesía. Es fácil suponer, por otra
parte, que si el poeta no está inspirado (inspiración que siempre se produce por
Ricardo Silva-Santisteban 287
una fuerte vivencia o una música aprehensible del fondo de la mente) la ascesis
no se producirá. Si el poeta se fuerza a sí mismo, puede producir un poema de es-
critura mecánica que sólo tendrá, tal vez, el valor de un ejercicio que le sirva algún
día para encontrar una voz verdadera. Creo que esto ocurre en la obra de Moro,
quien dejó inéditos buen número de sus poemas que se encuentran sueltos y en
espera de su publicación. Frente a los poemas reunidos en colecciones, tenemos
otros que no alcanzan una calidad sostenida por estar faltos de un hilo conductor
que los organice.
El aspecto del amor y del erotismo en la obra de Moro es fundamental, pues
su acceso está ligado a reminiscencias oníricas y a la creación de un mundo mara-
villoso y alucinatorio que sólo podría compararse a las visiones de ciertos pintores
surrealistas como Ernst, Magritte, Brauner. Debe entenderse que Moro escribía
como lo hacen los místicos, salvadas todas las distancias, lleno de pasión por la
vida, con rebeldía contra un medio inhóspito que lo ahogaba, contra una socie-
dad injusta y conservadora cuya escala de valores debía ser arrasada para inscribir
en ella la utópica libertad, que sólo lograba en el espacio de sus poemas a través
de la fuerza posesiva del amor.
La tortuga ecuestre (1938-1939) es un conjunto de trece poemas en los que la
imaginación violenta y esplendorosa de Moro desencadena un flujo de imágenes
vibrantes escritas al dictado de la atracción de los sentidos en un mundo en el que
sólo puede existir, liberándolo de su carga terrena, el amor, la posesión corporal,
la pasión. Moro es un poeta pasional a la vez que carnal, pero esta carnalidad, al
igual que en Baudelaire, está lograda por esa mezcla indisoluble de carne y espí-
ritu. El lenguaje, escrito en un español incandescente y explosivo, que sería único
en nuestro idioma si no existiera la obra ejemplar de Vicente Aleixandre, rompe
los ligamentos de la lógica para conmover la estructura del idioma al igual que la
figuración de la naturaleza e intentar, a la vez, violentar el orden cósmico por me-
dio de asociaciones que entre sí se rechazan. El caos aparente de estos poemas es
su orden. En base a la acumulación de imágenes, se liberan los ligamentos lógicos
del discurso y se obtiene un sacudimiento verbal y una vertebración a través del
conjunto, de sus partes aisladas. “La imagen es una creación pura del espíritu [...]
cuanto más lejanas y justas sean las concomitancias de dos realidades objeto de
aproximación, más fuerte será la imagen, más fuerza emotiva y más realidad poéti-
ca tendrá…”, afirmaba Pierre Reverdy, citado por Breton en el Manifiesto de 1924,
un poeta a quien Moro admiró y a quien tradujo admirablemente. Pero, por otro
lado, cada verso de los poemas de La tortuga ecuestre posee valor en sí mismo, en-
contramos en ellos a “la palabra designando el objeto propuesto por su contrario”.
Los versículos alternan con los versos cortos, existe un uso magistral del adjetivo,
un lenguaje que se triza o se alarga en imágenes de fuerte impacto sensorial, una
fauna con latencia sexual, rebeldía, concreción, vuelo incandescente de imágenes,
incontenible corriente verbal:
288 Crítica
Apareces
La vida es cierta
El olor de la lluvia es cierto
La lluvia te hace nacer
Y golpear a mi puerta
Oh árbol
Y la ciudad el mar que navegaste
Y la noche se abren a tu paso
Y el corazón vuelve de lejos a asomarse
Hasta llegar a tu frente
Y verte como la magia resplandeciente
Montaña de oro o de nieve
Con el humo fabuloso de tu cabellera
Con las bestias nocturnas en los ojos
Y tu cuerpo de rescoldo
Con la noche que riegas a pedazos
Con los bloques de noche que caen en tus manos
Con el silencio que prende a tu llegada
Con el trastorno y el oleaje
Con el vaivén de las casas
Y el oscilar de luces y la sombra más dura
Y tus palabras de avenida fluvial
Tan pronto llegas y te fuiste
Y quieres poner a flote mi vida
Y sólo preparas mi muerte
Y la muerte de esperar
Y el morir de verte lejos
Y los silencios y el esperar el tiempo
Para vivir cuando llegas
Y me rodeas de sombra
Y me haces luminoso
Y me sumerges en el mar fosforescente donde acaece tu estar
Y donde sólo dialogamos tú y mi noción oscura y pavorosa de tu ser
Estrella desprendiéndose en el apocalipsis
Entre bramidos de tigres y lágrimas
De gozo y gemir eterno y eterno
Solazarse en el aire rarificado
En que quiero aprisionarte
Y rodar por la pendiente de tu cuerpo
Hasta tus pies centelleantes
Hasta tus pies de constelaciones gemelas
En la noche terrestre
Que te sigue encadenada y muda
Enredadera de tu sangre
Sosteniendo la flor de tu cabeza de cristal moreno
Acuario encerrando planetas y caudas
(“Vienes en la noche con el humo fabuloso de tu cabellera”)
Ricardo Silva-Santisteban 289
capa en las minas de hulla, y señala tanto al amado como a la muerte que ha de so-
brevenir a su contacto. Le château de grisou se inscribe como el libro más hermoso
y sostenido de toda la obra de Moro, con lo cual no quiero decir que es el mejor. El
dibujo de los poemas es nítido. Aunque de fulgores moderados, los poemas tienen
una intensa vibración plástica diseminada como visión de un mundo suprasensible.
Pero quizá los poemas que más nos emocionen, sean aquellos en que el poeta se
despoja del lujo verbal para hablarnos de la sinceridad del corazón:
El habla está volcada hacia el centro de lo poético. La analogía del acto amo-
roso converge hacia aquella del acto poético:
Pour en finir
Limite lourde
D’abord j’ai pleuré
La grande ingénuité venue
Les fils tendus
Des ténuités physiques
À la dérive
Mon cœur à l’avenant
Pour en finir
Voulant briser le charme
Ricardo Silva-Santisteban 291
et ce chagrin immense qui me rend plus fou qu’un lustre de toute beauté ba-
lancé dans la mer
Todo está dedicado al recuerdo del amado perdido dentro de los versos de la
Lettre que perdura como un texto capital de la poesía de Moro.
El último libro escrito en México por Moro fue Pierre des soleils (1944-1946).
Luego de la sucesión deslumbrante de los textos de La tortuga ecuestre, Le château
de grisou y Lettre d’amour, Pierre des soleils constituye una colección lustral dentro
de la vida del poeta a la vez que es claro advertir un descenso en la fuerza de las
imágenes y de la inspiración con relación a la obra precedente. Parecería como
que, habiendo perdido el poeta el objeto de sus deseos, ello hubiera mellado la
frescura o la fuerza con que acostumbraba azotar rítmicamente con sus versos
anteriores. Pierre des soleils es una colección en cierto modo subsidiaria de Le
château de grisou y de Lettre d’amour, sus cuatro partes tienen una estructura me-
nos coherente y guardan menos unidad que el primero y sus versos no son tan
sentidos como los del segundo. Pierre des Soleils anticipa de alguna manera su
poesía posterior y puede considerarse como una obra de transición dentro de un
conjunto mayor. Se advierte, igualmente, cierto agotamiento poético como conse-
cuencia del desgaste existencial. Se inicia el rebuscamiento fónico del que Moro
abusará posteriormente y apenas se indicaba en la poesía anterior. La brevedad
de los poemas, sobre todo los de la primera parte, les da a los textos cierto sabor
de estado embrionario, y es que el vuelo es cortado y de breve despliegue.
Sin embargo, aunque prefiramos otras obras de Moro, debemos decir en favor
del poeta que la opción de esta escritura implica aquella de la austeridad por la
que discurre un creador que toma conciencia del cambio que debe seguir su tra-
yectoria, hacia una expresión más desnuda, y sensible, cuando ha comenzado su
lucha con el tiempo.
Enmarcados en un paisaje marino, los poemas de Amour à mort (1940-1950),
escritos luego del regreso a su patria, convergen en la densidad y el hermetismo.
El dibujo de los poemas está realizado con cierta rigidez de líneas y contención
plástica en favor del sonido. Existe una cierta sequedad en el lenguaje, que es
más sombrío y sin resplandores. Aunque el título denuncia la persistencia del
amor y del acto amoroso, como una de las finalidades supremas de la vida, hasta
alcanzar ésta su extinción, un fuerte dejo de soledad embarga al poeta perdido
en su deambular por una ciudad marina, gris y monocorde. Sin embargo, los sím-
bolos contenidos en su espacio y su mito permanecen velados. Muchas alusiones
son crípticas y no llegan a comunicar plenamente al lector o a encantarlo con su
carga emotiva. A partir de estos poemas el universo poético de Moro se repliega
sobre sí mismo y la audacia con que fónicamente utiliza el francés no compensa
la pérdida del temblor poético. Pero, a la vez que en cierto modo es inabordable,
esta poesía se despliega en múltiples haces de significación. Es la característica
primordial de la escritura hermética, el texto es a la vez muchos textos. Penetrar
a fondo el sentido de estos poemas sería penetrar en la biografía diaria del poeta.
Y aquí podríamos formularnos la pregunta que continuamente se hace un lector:
¿hasta qué punto un poema debe necesitar del comentario o la explicación para
ser plenamente gozado? Dentro de una violencia erótica que se va desgastando,
estos poemas no resistirían la comparación con la obra del período mexicano. La
sequedad y opacidad de estos textos desemboca en una escritura más despojada
y rigurosa en base, sobre todo, a explotar escasos pero legítimos resortes poéti-
cos, pero el poema no tiende hacia el lenguaje hablado sino hacia una especie de
lengua artificial. Sin embargo, Amour à mort es la colección más importante de su
obra de madurez aunque signifique el comienzo de su decadencia.
Trafalgar Square (1953) es un brevísimo conjunto de tres poemas donde cam-
pean las más libres asociaciones. El lenguaje adquiere características inusitadas.
Las palabras y frases juegan entre sí, buscándose combinaciones sorprendentes e
intraducibles. Pero más son un juego paronomástico donde Moro logra exprimir
al francés ciertos matices de esta lengua que permiten ver su maestría, limitación
294 Crítica
Su abandono del superrealismo llevó a Moro hacia una escritura más libre (si
pudiera hablarse de escritura más libre que la propugnada por el superrealismo),
en la que el sentido plástico cede ante el significado del sonido. Moro consideraba
su poesía más como un testimonio vivido que como un arte literario (bien que
éste sea de la más alta calidad). Quizá faltó a sus últimos años la pasión cósmica y
deflagrante que envuelve los espacios desarrollados en la extraordinaria colección
La tortuga ecuestre y ahora se nos antoja verlo en la última etapa de su vida como
un volcán activo en espera de volver a erupcionar.
Moro fue un poeta brillante, de voz original, dueño de una viva imaginación.
Como todo gran poeta, fue un disconforme contra la injusta sociedad imperante;
supo mantenerse libre y sin compromisos, dentro de los oscuros trabajos que le
permitieron su diario sustento, al igual que de sus relaciones literarias, para la
fatalidad a la que estaba destinado: la poesía. Si ahora podríamos reprocharle no
haber tenido la valentía de un Cernuda para publicar en vida ciertos textos de
amor uranista, en su descargo le concederíamos haberla tenido para escribirlos
y para preservarlos, lo que es bastante. A partir de su muerte, y pese a la divul-
gación casi secreta de su obra, ésta ha sido adquiriendo la importancia que le
corresponde en nuestra tradición poética, y aquí, antes de terminar, me permitiré
una pequeña digresión. Es importante el uso de la lengua materna en un poeta,
lengua que fue también la de sus ancestros y de su tradición literaria. Es probable
que parte de la fama que ha ganado Moro se deba a haber estado envuelta en el
prestigio que le otorga su dificultad, por estar escrita en otro idioma y además
porque su textura sea difícil de penetrar. El vigor de La tortuga ecuestre es a todas
luces superior a su obra en francés, si bien Moro alcanzó brillantez y excelencia
en buen número de poemas escritos en esta lengua. Sin embargo, la obra en fran-
cés siempre me parecerá menos atrevida que la obra en español. Y ahí estaría para
probarlo el hermoso “Viaje hacia la noche”, el más intenso de sus últimos poemas:
André Coyné:
No en vano nacido, César Moro...*
Él mismo lo apuntaba en sus últimas líneas públicas, en respuesta a la encuesta
sobre Arte Mágico que, en 1955, André Breton lanzó entre poetas, filósofos, ocul-
tistas, científicos del mundo entero y que, luego, reunió en un volumen del Club
Français du Livre, editado cuando Moro acababa de morir. Traduzco:
* En: Eco, n° 243, Bogotá, enero de 1982, pp. 287-306; reproducido en el catálogo de exposición
El Surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo: 4 diciembre-4 febrero 1990, Centro Atlántico de Arte Moderno,
Las Palmas de Cran Canaria, Centro de Atlántico de Ane Moderno, Cabildo Insular de Gran Canaria,
1989, pp. 118-127.
André Coyné 297
No en vano he nacido, cuando miles de peruanos están aún por nacer en el país
dedicado al Sol y tan cerca del valle de Pachacámac, en la costa fértil en culturas
altamente mágicas, bajo el vuelo majestuoso del divino pelícano tutelar.
Cada vez más se reconocerá a los poetas –en la medida en que todavía los haya y
se les permita vivir–1 por el hecho de que, en efecto, manifestarán haber nacido, solos
en medio de un mundo cada vez más formado de meros existentes que, debido a los
progresos de la cirugía y la dietética, podrán existir un número cada vez más crecido
de años, cada vez menos, en cambio, sospecharán lo que significa nacer –pidiéndole
al sol, a lo sumo, que beneficie su piel, dedicando a los restos de las altas culturas
mágicas la simple mirada apresurada del turista y persiguiendo los últimos pelícanos
y demás aves tutelares sin otro fin que el de captar una imagen en la película.
Ya que cité a Breton y, generalmente, se lo considera a Moro, ante todo, como
surrealista, insistiré. Poco antes de su muerte, a una periodista que lo interrogaba
sobre su vocación, el fundador y “padre y maestro” del surrealismo precisaba que
nunca se había tratado, en su caso, de una vocación literaria, sino de una vocación
poética, antes de agregar: “Sigo sin enterarme de lo que puede haber de común
entre la literatura y la poesía. La primera, cuando se vuelca hacia el mundo exte-
rior, o por el contrario, hace alarde de introspección, siempre, a mi ver, se limita
a contarnos pamplinas; mientras que la segunda es pura aventura interior, siendo
dicha aventura lo único que, de veras, me interesa”.2
En los tiempos áureos del movimiento, uno de los papillons –con alguna sen-
tencia, ora definitoria, ora provocativa– que los surrealistas solían lanzar a la calle,
decía así: “EL SURREALISMO / está al alcance / de todos los inconscientes”, y es
conocido el entusiasmo con que los integrantes del grupo, sin preocuparse mucho
por el sentido que su autor quiso darle, recogieron y propalaron la consigna de
Lautréamont, en la segunda entrega de sus Poésies: “La poesía debe ser hecha por
todos, no por uno”. Por aquellos días, se les veía asimismo declarar solemnemente:
“El surrealismo no es un medio de expresión nuevo o más fácil; / es un medio de
liberación total del espíritu / y de cuanto se le parece [sic]”.
Cuatro decenios más tarde, haciendo el balance de su vida,3 Breton podía
enorgullecerse de no haber transigido nunca, en el entretanto, “con las tres causas
1. Ya en tiempos de Nerval, a quien Moro tanto admiró, había “médicos,” que cuidaban de que
“no se extendiera el campo de la poesía a expensas de la vía pública”. Mucha agua ha corrido desde
entonces, y quien quiera, siquiera, sospechar cuál puede llegar a ser el martirio de un poeta bajo el
socialismo –la sociedad supuestamente más avanzada de nuestros días, destinada a liberar al hombre
de las cadenas y las sombras del pasado– no tiene más que leer los recuerdos, por lo demás admirables
de discreción, de Nadedja Mandelstam, la viuda del gran lírico ruso que acabó en el Gulag, sin que
nadie sepa dónde ni cuándo, después de largos años de persecución solapada, por parte de Lenin
como después de Stalin.
2. Madeleine Chapsal, Les écrivains en personne (1962).
3. En la entrevista ya citada, de 1962, con Madeleine Chapsal.
298 Crítica
que abrazara desde el comienzo: la poesía, el amor y la libertad” –sin que ninguna
de dichas causas haya llegado “a desilusionarlo, una vez que él siempre se había
esforzado por no desmerecer de ellas”. Sin embargo, a la pregunta: “¿y actualmente,
Ud. se siente satisfecho?”, no dudaba en contestar a renglón seguido: “¿Yo? Me
siento más bien profundamente insatisfecho. Ud. admitirá que, en 1962,4 es poco
decir que los motivos de insatisfacción, por lo común, no faltan”. Distinguía así su
propia fidelidad a los principios que en toda su vida lo movieron, y la infidelidad
paralela del mundo, tal como había ido evolucionando mientras tanto, algo objeti-
vo, contra lo cual nada podían las razones del deseo.
En los dos libros que le han dedicado, Gérard Legrand5 y Sarane Alexandrian,6
surrealistas de la última, o mejor dicho, de la penúltima generación –de los que
adhirieron a Breton después de la Segunda Guerra Mundial–, subrayan cómo, a
partir sobre todo de 1948 –del “golpe de Praga” y el “bloqueo de Berlín”–, “el
aire se enrareció en torno al surrealismo”, y simultáneamente, a medida que los
años corrían, “las intervenciones políticas de Breton [se hacían] menos frecuentes
y más discretas”, hasta ese genérico para la Exposición L’Écart Absolu (1965) que
constituyó su postrera manifestación.7
Por cierto, aun cuando, en 1924-1925, Breton y sus amigos suponían que su
actividad era susceptible de afectar a todos y a cualquiera, no pensaban que les
bastara divulgar los “secretos del arte mágico surrealista, del modo que lo hacía el
Primer Manifiesto, para que en el mundo cayeran las barreras que se oponían a la
poesía y que ésta pasara a ocupar, sin más, la vía pública”. No obstante jactarse, en
un principio, de que “lo propio del surrealismo era proclamar la total igualdad de
todos los seres humanos ante el mensaje subliminal”, el mismo Breton no había
esperado mucho para confesar que la historia del automatismo “en el surrealis-
mo” no era más que la de un “continuo infortunio”. Por su parte, antes de volverse
estalinista, en 1928, Aragon explicaba: “El fondo de un texto surrealista importa
al máximo; es lo que le da su precioso carácter de revelación. Si Ud. escribe según
un método surrealista tristes imbecilidades, no pasan de ser tristes imbecilidades
–sin disculpa alguna...”.
De cualquier manera, cabe afirmar que, hasta entrados los años treinta, a pe-
sar de las dificultades que enfrentaron desde que se pusieron “al servicio de la
revolución”, dominó entre los surrealistas una mentalidad optimista, ligada a la
8. El subrayado es mío.
9. De dos entrevistas de 1948 y 1950.
10. En “Prolégomènes à un troisième manifeste du surréalisme ou non”.
300 Crítica
los suyos en “fuerzas nuevas, subterráneas, capaces de atropellar” –por fin– “la
Historia y acabar con el irrisorio encadenamiento de los hechos”, y la evolución
histórica desde la fecha, con las perspectivas menos que nunca alentadoras que le
ofrecía el futuro, no sólo inmediato.11
De una manera u otra, en el caso de Breton interesa la trayectoria que haya
sido llevado a seguir cualquier adherente, en un momento dado, del surrealismo,
hasta la ruptura, inclusive, como efectivamente aconteció con Moro.
Ése había sido el único latino-americano, si descartamos a algún antillano, en
figurar, desde finales de los años veinte, en las actividades del grupo de París, lle-
gando entonces a adoptar el francés como su lengua prima poética –una elección
sobre la cual nunca volvería, aun cuando, de regreso a América a principios de
1934, quedaría para siempre lejos del país de Baudelaire, sin que su apartamiento
posterior del movimiento de Breton en nada influyera.
Sea como fuere, el período mexicano del currículum de Moro tuvo un papel
determinante. Los textos existen y no dejan lugar a duda.12 Cuando desembarcó
en la capital azteca, en 1938, después de estar cuatro años en la ciudad de su
infancia, en la que ascendiera las primeras llamaradas surrealistas,13 su fervor pri-
mitivo permanecería intacto, manifestándose, tanto en su obra propiamente, como
en sus intervenciones, alguna de carácter político: “contra las aves negras del os-
curantismo, los cuervos sombríos del imperialismo fascista de sesos descolgados
en descomposición, de los imperialismos democráticos de lengua de hormiguero
y cola de ratón, de la burocracia estalinista con una colmena de moscas en cada
ojo”, fuerzas todas a las que oponía su confianza –de claro cuño bretoniano– “en el
destino del hombre y en su próxima liberación” (AA, p. 16).
Un año después, al estallar la Segunda Guerra Mundial, se declaraba luego “de
corazón con los pueblos de Inglaterra, Francia, Alemania, Polonia, etc., y contra los
11. No puedo dejar de mencionar aquí una curiosa página, que no ha despertado mucho eco,
pero tampoco, que yo sepa, merecido ningún desmentido, de las Mémoires d’un Surréaliste, de Maxime
Alexandre, 1968. Firmada por alguien que nunca renegó de sus años surrealistas y, al contrario, confía
que, desde que se apartó de él, siempre siguió escribiendo “bajo la mirada” de Breton, es difícil de
recusar, más aún cuando compromete la palabra de José Corti, el librero que, en el auge del surrea-
lismo, fue “depositario” de las publicaciones del grupo. Dice así: “28 de setiembre de 1966. Al volver
esta noche de París, mi mujer me anuncia que André Breton acaba de morir. Por una coincidencia
(nada rara)... ayer en París hablé dos veces de A. B. ...Por la mañana con... José Cortí... [Éste], a quien
no escondí mi invariable respeto por el rigor moral de A. B., me contó que un joven allegado a los
medios surrealistas actuales pretendía que el largo silencio de Breton se debía a que había sido tocado
por la gracia y no se atrevía a confesarlo. Dejo a Corti la responsabilidad de ese rumor y lo transcribo
con todas las reservas”.
12. Remito a Los anteojos de azufre, donde, después de su muerte, en 1957, reuní la totalidad de las
prosas castellanas de Moro –libro que abreviaré en AA cada vez que lo cite en las páginas que siguen.
13. Son éstas las fechas: Moro nació en Lima en 1903. Viajó a París en 1925, permaneciendo en
la capital francesa hasta fines de 1933, en que pasó a Londres, a espera de un buque que lo llevara de
regreso al Perú En 1938, se instaló en México por un período de diez años, hasta 1948, cuando volvió
definitivamente a Lima, donde había de morir en los primeros días de 1956.
André Coyné 301
14. Véase, al respecto, AA, pp. 74-75: crítica a un “frondoso artículo” de Rivera –“el pintor de los
frescos, el fresco de los pintores–, en que Moro revela cómo anteriormente discordara de que el “co-
frade de la Tercera” y “tránsfuga de la Cuarta” fuese invitado a participar en la Exposición Surrealista
de 1940.
302 Crítica
15. Para no salir del Perú bastará evocar a colaboradores del “surrealismo neoyorquino”, tales
como Xavier Abril y Juan Ríos, “poetas” que no lardarían en patentizar la medida más que mediocre
de su poesía, y, a la vez, de su honradez intelectual, o simplemente humana.
André Coyné 303
ción: Pintores de México), pero su curiosidad, tanto literaria como artística, rebasaba
los límites impuestos, mientras tanto, por la ortodoxia surrealista, a la cual nunca
ninguno de ellos sintiera la tentación de adherir. Amigo de Lazo y de Villaurrutia,
Moro, en aquellos años, se había vuelto, entre otras cosas,16 el lector apasionado
que más tarde conocimos de las Mémoires de Saint-Simon, del Temps perdu de
Proust, asimismo de M. Godeau Intime o Astaroth de Jouhandeau, como del teatro
de Giraudoux y no menos de D’Annunzio –lo cual bastaba, efectivamente, para
que su presencia “dentro del surrealismo” se tornara también, como la de Onslow-
Ford, “por lo menos, paradójica”.17
Según ya lo señalé en mis notas a la edición original de Los anteojos de azufre,
la ruptura de 1944 fue, de ese modo, la conclusión lógica de un “lento proceso
de apartamiento” que se iniciara tiempo atrás y que explican las circunstancias –el
lugar y el momento– así como “la pérdida de toda fe en el porvenir” que, parale-
lamente, Moro experimentaba ante el crecimiento de la mentira y del horror en el
mundo que lo rodeaba.
Para que lo que me falta agregar no dé motivo a equívoco. precisaré dos
puntos.
Ya anticipé el primero. Si bien Moro, hasta el final, nunca intentó acercarse
nuevamente al surrealismo, en los distintos avatares que el movimiento aún co-
noció, nunca tampoco se olvidó de la deuda que con él contrajera en sus años
parisinos, conservándose fiel a las amistades que hasta México le granjeara. En
un proyecto de entrevista que no he podido comprobar si llegó a salir a luz, en
vísperas de dejar el país azteca, en 1948, declaraba así que, si el recuerdo del Aná-
16. Al lado de sus lecturas tan poco surrealistas, habría que destacar la devoción que, a partir de la
fecha, Moro reiteradamente demostró por un tipo de pintura que el surrealismo siempre tuvo en poco:
la pintura impresionista y post-impresionista, de Renoir a Bonnard –véase AA, pp. 78-79: “Homenaje a
Bonnard”, y pp. 104-108: “Reflexiones extemporáneas sobre una exposición de pintura”.
17. El nombre de D’Annunzio, que acabo de citar, requiere que me extienda. En 1966, trabajando
yo en Buenos Aires, surgió la posibilidad de una reedición de La tortuga ecuestre, que inmediatamente
acogí, ya que la edición prínceps de Lima muy poco había circulado por haberse extraviado, antes de
su distribución, un cajón con la mayor parte de los ejemplares. Iba a colaborar en ella Juan Andralis,
dueño de una pequeña tipografía y excelente diagramador, quien se había entusiasmado por el mila-
gro noctámbulo de los versos de Moro. Aproveché, entonces, un viaje a París para conseguir un graba-
do de Matta, lo cual me permitió lanzar una suscripción y llevar adelante el proyecto. Andralis ya había
tirado las primeras pruebas de los poemas, cuando todo abortó por motivo de la nota, de lo más breve
y de tipo informativo, con que pensaba acompañarlas. En ella, efectivamente, al trazar la trayectoria
de Moro, mencionaba su segunda época, después de su ruptura con Breton, y las admiraciones que la
caracterizaron. Andralis, quien, con todas sus virtudes, profesaba un surrealismo riguroso, grueso, de
exclusivas y anatemas, quiso imponerme que retirara algunas, a su juicio escandalosas, particularmente
de D’Annunzio, a pesar de que yo me cuidara de no invocar nombres que no escudase alguna página
de Moro –en el caso de D’Annunzio, v. gr. las pp. 42-44 de Los anteojos de azufre–. Pasó algún tiempo
y las cosas quedaron en nada. La segunda edición de La tortuga ecuestre sólo se daría en 1974, en
Barcelona, por obra de Julio Ortega, que la incluyó en el volumen Palabra de escándalo, donde recogió
también mi nota que tanto alboroto le causara a mi amigo argentino.
304 Crítica
huac iba a ser, sin duda alguna, “una experiencia tan adherida a [su] vida futura”
que la condicionan a toda, las razones eran el propio “cielo de México” y, justa-
mente, “los amigos indispensables”: A. y W. Paalen, E. Sulzer, J. Vázquez Amaral,
A. Lazo, X. Villaurrutia, Remedios Varo, B. Péret, Dorid, A. Acosta Martínez (el
“Antonio” de La tortuga ecuestre y otros poemas), E. Francés, J. y G. Onslow-Ford,
acrecentando, en forma específica “los surrealistas en el mundo, tan próximos de
México”, amén de esas “mil y una suscitaciones”, a las cuales siempre fue sensible,
de “los rostros entrevistos entre una y otra embriaguez bajo el sol y la cegadora
luz nocturna” de la capital mexicana (AA, pp. 90-91).
Años más tarde, en 1954, una de sus últimas prosas –entre la conferencia
sobre Proust y una carta a un redactor de El Comercio para denunciar la bestializa-
ción del “corazón humano”, manifiesta en el modo de tratar los árboles como los
animales– sería para protestar contra “la conspiración de origen puritano” que le
parecía envolver “la obra de los artistas surrealistas” del momento, esforzándose
por “presentárnosla como dejada atrás, desvalorizada o agonizante”.
Hacía tiempo que se habían interrumpido sus relaciones con Breton pero
cuando éste, en 1955, organizó esa Encuesta que mencioné al principio sobre Arte
Mágico se acordó de Moro y, a la vez que le mandaba con un “pensamiento muy
afectuoso” la reedición de los Manifestes du surréalisme realizada por Le Sagittaire,
le escribió para que se encargara de la parte limeña del cuestionario.18
Agregaré que, después de morir Moro, cuando yo publiqué en París Amour à
mort, con sus últimos versos franceses, Péret, a quien le llegó el libro no sé cómo,
inmediatamente me buscó para que lo autorizara a reproducir varios poemas en
la antología, bastante selectiva, que entonces preparaba para una editorial italiana
y que había de salir, en 1958, poco antes de que él mismo desapareciera, bajo el
título La poesía surrealista francesa.
El segundo punto que quiero destacar –ligado al primero, pero de más impor-
tancia, ya que toca a la obra y no solamente al hombre– es que, al abandonar el
surrealismo, Moro de ningún modo renunció a la persecución alucinada de la ma-
ravilla, ni tampoco al ejercicio cotidiano del humour, ambos rasgos característicos
del movimiento tal como él lo entendiera, sino que se dio cuenta, más bien, de
que su práctica no tenía que ver forzosamente con las sucesivas tomas de posición
política del surrealismo,19 tampoco con cualquier ideología que ésas supusieran, o
con la pertenencia a un grupo que había vivido sus “grandes días” entre las dos
guerras mundiales, cuando sus integrantes tenían todos más o menos la misma
edad, también las mismas esperanzas, pero que, cada vez más, con dificultad cre-
18. Las respuestas limeñas, en realidad, se limitaron a tres: la del propio Moro, la mía y la del
doctor Luis Guerra.
19. Título de un libro de Breton, de 1935.
André Coyné 305
acciones habían constituido hasta la fecha lo mejor de sus rentas. Huelgan comentarios: un año más
y el entusiasmo de cierta intelligentsia por Cuba conocería su primera mengua, cuando la primavera
frustrada de Praga, frente a la forma estrepitosa como Castro aprobó la intervención de los tanques
rusos en Checoslovaquia. Paralelamente, en cuanto a él, mucho novelista del boom, a pesar de haberse
unido a las más solemnes condenas lanzadas en La Habana contra los siniestros designios semper et
ubique del “imperialismo yanqui”, no vacilaba en aceptar las ventajas personales que éste, de inmediato,
le ofrecía: cátedras universitarias, giras de conferencias, coloquios sobre sus libros, amén de las mu-
chas tesis a que pueden dar lugar. Sin que ello impida que lo haya que, no obstante, siga celebrando
cualquier avatar del castrismo y, especialmente, desde que la revolución portuguesa “de los claveles”
abrió grandes las puertas del África Meridional a las ambiciones de Moscú, se ponga a cantar las loas
de los mercenarios de estado que Castro inmediatamente mandó a Angola y otros lugares para servirlas.
22. Sacado del poema que hace poco mencioné: el único poema castellano de Moro del período
1948-1955. Aunque ya tuve oportunidad de señalarlo, recordaré que el epígrafe con que, en la prime-
ra página de su libro, Salazar Bondy legitimaba su título, era el resultado de una falsificación. “Para
decirme que aún vivo / respondiendo por cada poro de mi cuerpo / al poderío de tu nombre oh Poesía” / Lima
la horrible, 24 de julio o agosto de 1949 / CÉSAR MORO”, sin duda, pretendía subrayar el contraste
entre la invocación a la Poesía y el calificativo horripilante aplicado a Lima: sólo que, en realidad, los
tres versos citados correspondían al final de una composición de 1947, escrita en México, cuando la
indicación de lugar y de fecha constituía en el encabezamiento de esa otra composición, limeña, y dos
años posterior, a la que más arriba me referí.
André Coyné 307
En contraste, fuera del círculo de sus pocos, si bien fervorosos, amigos, los úl-
timos años de Moro habían corrido en un total anonimato, sin que Lima, cuando
murió, a principios de 1956, casi se enterara. No éramos más de veinte personas
para acompañarlo al cementerio y, descontando la página que organicé para el Su-
plemento Dominical de El Comercio (15-I-1956), su fin final sólo generó una nota
de Carlos Germán Belli, el gran poeta de la nueva generación, quien conociera a
Moro in extremis en el sanatorio donde acabó su existencia.
El puro poeta –poeta puro y algo más– poco tiene que ver con la “condición
del escritor” en esta o aquella sociedad. Efectivamente, ¿qué sociedad merece a
sus poetas? Y, por otro lado, ¿por qué la sociedad, aquí o allí, tendría que preocu-
parse por los poetas? Veremos que, para Moro, no había –no podía haber– poesía
verdadera sin riesgo: sin peligro, decía. En cuanto a sus relaciones con Lima, él
tenía horror, de veras, a cierta Lima, una Lima cada vez más absorbente; murió
adorando, en cambio, a otra Lima, que muy pocos conocían, que iba perdiéndose
a medida, pero que siempre escaparía a todo sociólogo, sea profesional, sea sim-
plemente ocasional.
Ya en 1934, cuando su primera vuelta al Perú, y en pleno furor surrealista,
apuntara: “La Poesía no existe, pues, en el Perú sino como fenómeno eminente-
mente individual, ignorado”, para, a renglón seguido, agregar: “o como existe en
todas partes a pesar de..., un poco más, un poco menos que en todas partes: en la
aparición furtiva de ciertos rostros, inconfundibles señales de fuego; en algunos
encuentros; en 1934, en la devastación patética de los jardines de la Exposición
[...]; al capricho, al azar de alguna embriaguez”.
Puedo personalmente atestiguar que, a partir de 1948 y hasta que cayó entre
las manos de los médicos, en la Lima a donde acababa de volver después de su es-
tancia mexicana, siguió sintiendo igual, con la única novedad de que las agresiones
de la vida moderna, en todos sus aspectos, sin llegar a desalentarlo, de día en día,
le consentían menos momentos de descanso, menos lugares para la consecución
del milagro.23
Sin ya nada –lo dije– de ideólogo, desde que rompió con el surrealismo, única-
mente atento, en lo aún posible, al “azar de cualquier embriaguez”, como nunca
–así– experimentó simultáneamente la “predestinación del deseo” y el que “por
doquier en el mundo” a cada instante esté naciendo “el deseo que ya no podrá
encontrarnos”.
Entienda quien pueda: “Siempre vemos a Dios –reza una prosa de Amour à
mort (p. 55). Pero no lo hemos visto más que una vez. Después hemos sido expul-
sados del paraíso”.
El deseo, Dios, la poesía...
24. Era también en “el Barranco” donde Moro pasará sus últimos años de vida, en uno de esos
rincones que, a pesar del progreso ambiente, conservaba, y aún conserva, el encanto que él le conoció
en su juventud, la llamada “Bajada de los Baños”.
André Coyné 309
nosotros. Habría que tener mil vidas por día e inmolarlas diariamente” (Amour à
mort, p. 48).
Seguía amando la vida, “(dándolo) todo para no tener nada”, siempre dispues-
to “a comenzar de nuevo”, a pagar –precisamente– “el precio de la vida maravillo-
sa” (ibid.). Poeta con mayúscula, amante siempre de la insobornable, la Poesía asi-
mismo con mayúscula: la que en México celebrara en Eguren y, de regreso a Lima,
volvió a celebrar en Reverdy, “el más grande poeta viviente, el solitario, el pájaro
de la melancolía” (AA, p. 94) –en nombre de la cual opuso “Objeción a todos los
homenajes a Paul Éluard”, cuando la muerte del exsurrealista y amigo suyo, cuya
“época fulgurante”, hasta 1938, no podía disculpar su posterior hundimiento “en
la gran cloaca de la reacción estaliniana” (AA, p. 111: “en 1939 termina la inter-
vención de Éluard en la Poesía”).
El texto donde con mayor vehemencia y los términos más ardorosos Moro
expresó aquello que, a partir del momento en que depuso toda “ambición de
actuar”, constituyó su íntima convicción es, sin lugar a duda, esa “Carta a Xavier
Villaurrutia” que publicó Las Moradas en 1949 (reproducida en AA, pp. 95-99), Y
de la cual resulta difícil extraer algún fragmento: “Mientras escribo, la noche dis-
pensadora de maravillas enciende sus fuegos por el mundo; brillan las lámparas
votivas de la Poesía como otras tantas estrellas dando su norma sideral, inútil qui-
zá, al debate de los hombres... Fuera de Ella –hilo de Ariadna–, la desesperación,
el fragor estéril de las simulaciones, la ceguera que inmoviliza dentro del Laberin-
to. Por diversos caminos el Poeta llega al mundo inconfundible de la Poesía…”.
Será mejor citar in extenso todo el final por lo que tiene de terminante:
“Que la vida –la admirable, la pavorosa vida– continúe desenvolviendo sus hi-
los; amar es, al fin, una indolencia. ¿Cómo no seguir en los sitios de peligro donde
no caben ni salvación ni regreso?”
Tanto peor si la realidad vence una vez y otra y convence a los eternos con-
vencidos trayendo entre los brazos verdaderos despojos: el hierro y el cemento
o la hoz y el martillo como argumentos definitivos para justificar la prodigiosa
bestialización de la vida humana.
“Ese mundo no es el nuestro.”
Al totalitarismo bajamente democrático de nuestros días, cualquiera que sea
la forma institucional que según los países lo revista, Moro, en esos años, oponía
la distancia aristocrática del que sabe cuán admirable y, a la vez, cuán pavorosa es,
efectivamente, aquí o allí, toda vida verdaderamente nacida –una distancia que no
había esperado salir del surrealismo para descubrirla, pero que, mientras militara
en el surrealismo, se había obligado a posponer en aras de una esperanza de la que
ahora estaba libre.
En su artículo sobre D’Annunzio, en 1945 (AA, p. 43) invocaba a los calenders
–fils de roi –que acababa de descubrirle la novela del conde de Gobineau, Les
Pléiades, en adelante uno de sus libros de cabecera. Así llamaría ya a los únicos
310 Crítica
25. Proust, de hecho, murió en noviembre de 1922, pero el acto de San Marcos se atrasó por
coincidir la fecha propia con el final del año lectivo y la proximidad de las vacaciones.
* En: Debate, n° 28, Lima, septiembre de 1984, pp. 24-27.
Emilio Adolfo Westphalen 311
del cual es difícil prescindir salvo en contadas experiencias (el arrobo místico o el
fulmíneo reconocimiento amoroso).
Es sabido que las lenguas, según ocurre con todos los seres vivos, mueren a su
turno dejando a veces descendencia mostrenca o airosa pero con más frecuencia
nada más que restos difícilmente identificables o coherentes. Menos fácil es reco-
nocer las tendencias dominantes en un idioma actualmente, si acaso lleva rumbo
a un lejano esplendor de mar en verano o todo se desviará en riachuelos sucios y
fangosos hundiéndose en arenales sedientos. Se teme, en cuanto al español, que
las jeringonzas que pululan por doquier no sean anuncios de retoños sanos sino
síntomas de agostamiento. Aunque tales perspectivas no preocupen al parecer
más que a quienes hacen uso ritual de las palabras para elaborar objetos extraña-
mente armónicos a veces, cuando se acierta el gran premio, pero cacofónicos las
más, objetos denominados usualmente poemas.
Habría mucho que ahondar por los vericuetos y escondrijos metafísicos en
que aman extraviarse los expertos en usos y abusos de las lenguas o los que
especulan sobre sus orígenes divino, humano u otros. Mis capacidades no me lo
permiten y las perplejidades recién evocadas tendrán sólo el papel decorativo de
tela de fondo que dé profundidad real o ficticia a un recuento de experiencias
personales.
Me imagino que cada uno de nosotros se ha enfrentado de modo distinto,
como es natural al conocimiento y la práctica del idioma materno y de los que
posteriormente hemos ido bien o mal adquiriendo. En general se estima más bien
corto el paso del balbuceo infantil hasta el dominio competente de la lengua,
aunque surjan dudas acerca de los modos de determinar el nivel de competencia
alcanzado. Pero nadie guardó en la memoria las etapas del aprendizaje, cómo la
lengua nos vinculó al contorno, cómo por ella entramos en contacto con personas
y cosas, nos dimos cuenta también de nuestra propia existencia. Deficiencias y
equívocos de los comienzos arrastrarán sus secuelas a lo largo de toda la vida.
A mí me tocó criarme en un hogar donde se hablaba predominantemente
español. Sin embargo, desde que adquirí conciencia de lo que se decía a mi redor
no pude dejar de notar que seres cariñosos me trasmitían su afecto con los so-
nidos tiernos y ligeramente afligidos de otro idioma, pues siempre hubo en casa
una o dos personas de habla quechua. (Tal vez sea atingente recordar aquí una
observación de Eguren quien escribiendo de un poeta amigo suyo se pregunta,
y cito aunque es larga porque también es hermosa: “si en la tristeza permanente
de matices prestigiosos; si en esas sombras lunares; si en el cúmulo de acentos
siempre dulces, siempre doloridos; no hay una voz de quena, una voz prolonga-
da que en todos los lugares hemos oído desde la niñez y cuyas vibraciones nos
acompañan siempre en los remotos parajes de la tierra?” Sólo la sensibilidad sutil
del gran poeta podía dar un testimonio tan cierto de una realidad evidente y por
ello ofuscante.)
312 Crítica
Por otro lado era asidua en casa mi abuela, oriunda de Liguria, quien usaba
una pintoresca mezcla de vocablos genoveses, italianos y españoles. Ocasional-
mente oiría más tarde a mi padre hablar en alemán con algún conocido o cliente.
En el Colegio Alemán, al que asistí diez años, estuve sometido a la enseñanza de
ese idioma que, como no era compartido en el hogar, nunca llegué a dominar ni a
hacer mío. Era el idioma de las matemáticas y de las ciencias y el de las lecturas de
los clásicos de las literaturas germánicas. Más adelante recibí en el mismo colegio
clases de inglés; los maestros alemanes encargados de ellas me contagiaron un
dudoso acento que conservé, al parecer, aun en mis años de residencia en Nueva
York. En un principio no llegué a interesarme por la práctica del inglés hasta que
descubrí que daba acceso a los mundos fascinantes de Dickens o R. L. Stevenson.
Mi afición por los autores franceses que conocía en traducciones –sospecho– poco
fidedignas me impulsó a aprender solo su lengua, con auxilio del diccionario. En
tal empeño traduje como ejercicio, en su totalidad, Les Harmonies viennoises, nove-
la de Jean Cassou. Ha sido siempre una de mis mayores satisfacciones la lectura
de autores de habla francesa e inglesa. En cierta manera podría decir que mi
comprobación de las virtudes y deficiencias del español para la trasmisión de unas
experiencias especiales que llamaré poéticas, estuvo supeditada al descubrimiento
de las posibilidades distintas –acaso a veces adaptables– de riqueza expresiva que
poseen esos idiomas.
Se ha mencionado antes la existencia eventual de los objetos ambiguos lla-
mados poemas. No sabría explicar cómo nació mi afición por ellos ni el impulso
esporádico que me incita a escuchar las voces que los crean. No sé tampoco
cómo me guían a escoger entre tradiciones y usos establecidos o trastocados
de nuestro idioma, entre juegos semánticos y lingüísticos, de armonías y diso-
nancias fonéticas, entre ambigüedades y disonancias, el material apropiado para
constituir la base material de un poema viable. En todo caso no se ha creído
necesario recurrir, salvo en un par de ocasiones, a envoltura inglesa o francesa
para subsanar ciertas deficiencias del español que, hay que confesarlo, nunca me
turbaron demasiado.
Me sorprenden por ello los casos de poetas que utilizan más de un idioma y no
esporádicamente sino con constancia. Dentro del ámbito nuestro son notables los
ejemplos de Arguedas y de Moro. Arguedas no sólo poseía un conocimiento ex-
traordinario de los recursos expresivos del idioma español sino que supo inventar
un lenguaje que mediante discordancias gramaticales, equívocos fonéticos, defec-
tos regulares y otros artificios daba la impresión que quien así hablaba lo hacía
en “quechua” y no en un español perturbado pero reconocible. Vertió también al
español canciones y poemas quechuas que en su nueva vestidura parecían ha-
ber brotado espontáneamente y serles connatural. Arguedas, sin embargo, nunca
aceptó que sus versiones dieran la equivalencia de lo que él sentía en el original,
al cual atribuía otra dimensión, otra hondura afectiva, otra resonancia estética.
Emilio Adolfo Westphalen 313
* En: Debate, n° 32, Lima., mayo de 1985, pp. 56-59; reimpreso en: Emilio Adolfo Westphalen,
Escritos varios sobre arte y poesía, Lima, Fondo de Cultura Económica, Col. Tierra Firme, 1997, pp.
170-176.
316 Crítica
1. “Con nuestros grandes poetas: José María Eguren”, Mundial, 3-11-22. Reproducido en: José
María Eguren, Obras completas, Lima, 1974, pp. 415-420.
2. Lima, 1956.
3. Esta inclusión por C. M. del poema del 24 con dos bastantes posteriores invalida la clasificación
de A. C. de la poesía de Moro en español: Poemas 1927-1949 y Primeros poemas 1924-1926.
4. José Carlos Mariátegui, Correspondencia, 2 tomos, Lima, 1984.
Emilio Adolfo Westphalen 317
disposición entonces era similar a la que años más tarde expresara en una carta
suya desde Ciudad de México: “...se trata de pintar para sí y nada más. Porque la
pintura es el bordado o el pirograbado de seres superiores, y nada más. Pintar
es tan divertido como puede ser, a veces, barrer. ¿O no?”.9 De esa actitud viene la
seguridad en la utilización de los medios –la fantasía de llevarlos a sus extremos–,
la adaptación e invención de nuevos procedimientos –el disfrute del color–, la
elegancia del trazo. Subyacente –empero– se oculta el propósito esencial –la per-
secución de la quimera antes mencionada–, propósito que le hizo mantenerse fiel
al movimiento surrealista –a pesar de las discrepancias varias veces expuestas–
“pues es el único –opinaba– que haya intentado llevar la existencia humana a su
punto máximo de incandescencia”. Es atingente recordar que en el mismo texto
decía: “las preocupaciones de «materia», de «relación de tonos», de «proporción»
no son los solos criterios desde los cuales se puede contemplar la pintura sino que
ésta –Gustave Moreau y Odilon Redon ya lo habían comprendido muy bien– no
pierde nada al proponerse ambiciones más altas”. La mención de tales nombres
hace que sea más que conjetura la indicación que de ellos hice entre los inspira-
dores de los modos iniciales del arte de Moro. El que Moro los recuerde en las
postrimerías de su vida es tal vez un índice de la persistencia de los elementos
fundamentales de su carácter y de su arte. Muy pronto –como vio Raygada– Moro
fue un caso singular y admirable de “hombre libre” que jamás hace “lo que se
debe hacer” sino lo que él desea –imagina– siente.
Se hizo referencia al comienzo a la actividad paralela de Moro como poeta. Al
respecto Raygada habla de “dos volúmenes de rarísimas y muy hermosas poesías
en su mayor parte inéditas”. Hubiera convenido acaso tratar acá de los inicios de
Moro como poeta –materia poco estudiada hasta ahora–. Mas el tema es complica-
do y exige espacio y una dedicación cabal. A la observación superficial se nota que
Moro hurga diversas vetas de inspiración. Lo más saltante es un desgarramiento y
una angustia llevados a veces al paroxismo (que encontraremos luego con relativa
frecuencia en su obra madura). También son visibles esos juegos con las pala-
bras basados en el azar o la fonética (la selección por ejemplo en un poema de
vocablos con la misma inicial: “volví a besar variadas veces / tu brazo batallante
y vencedor” son los versos finales de una poesía sin fecha pero que A. C. ubica
entre las correspondientes a París. Por otra parte, la secuencia de imágenes en
“Parque zoológico” (también sin fecha pero comprendido por A. C. entre los poe-
mas anteriores al viaje) muestra un Moro de observaciones irónicas o burlonas de
la realidad.
Habrá de todo modo que indicar un trastorno grande en su poesía al contacto
9. Vida de poeta. Algunas cartas de César Moro escritas en la Ciudad de México entre 1943 y 1948,
Lisboa, 1983. (Carta del 1° y 2 de octubre de 1946.)
320 Crítica
con el ambiente cultural parisiense: pronto deja de escribir en español (de acuer-
do con la edición de A. C. los últimos en ese idioma datan de 1928; no volvería a
usar el español sino a su vuelta a Lima). No se podrá decir cuándo empezó a es-
cribir en francés hasta que no exista una edición de los poemas de esa época aún
inéditos. No disertaré aquí sobre los motivos probables de ese cambio ni tampoco
sobre las circunstancias que han hecho que Moro tenga fama como poeta y casi
ninguna consideración como pintor.
No me gustaría –sin embargo– pasar por alto una práctica que no tiende a
disminuir con el tiempo y que últimamente ha alcanzado límites extremos de
arbitrariedad y pedantería. Todavía muy joven –seguramente porque le era in-
cómodo el nombre que había recibido al nacer– César Moro escogió esas dos
palabras (rotundas y definitivas) para que se le llamara con ellas en todas las cir-
cunstancias de su vida. No adoptó un seudónimo ni un nombre de pluma sino se
puso el nombre con que todos los que le conocimos le hemos llamado y aun he
oído que le llamaban en casa su madre y sus hermanos. Es por ello irritante que
se insista tanto en el supuesto nombre “verdadero” de Moro. (¿Qué entenderán
con ese calificativo? ¿El nombre “secreto”, el “escondido” que pocas personas
conocen salvo los iniciados? Por mi parte no me he reconocido sino en el nom-
bre que en tiempo lejano me dio –inventándolo– una persona querida –y que yo
mismo ahora ni siquiera recuerdo–.) Desde luego –aun para la Administración
Pública y en todos los lugares donde trabajó– Moro fue siempre César Moro con-
forme constaba en su libreta electoral y demás documentos. Es en consecuencia
bastante ridículo que en una Antología de poesía peruana no sólo se recuerde su
nombre de bautizo sino que en el índice donde figura César Moro se remita al otro
nombre. Es tan monstruoso como si en una antología de la poesía francesa donde
en el índice se pone Guillaume Apollinaire se añadiera: véase Wilhelm Apollinaris
de Kostrowitzky. ¿Quién habla del nombre “verdadero” del Sr. Neruda –que pa-
rece era Neftalí Reyes o algo por el estilo– y a quién le importa? Pero en Lima
todavía hay que ser “hijo” o “sobrino” de alguien para tener existencia. La vieja
manía virreinal no nos abandona –nadie puede cambiarse de nombre sin que se
aprovechen las más inverosímiles ocasiones para refregárselo a todo el mundo
por las narices–. Felizmente que Moro al menos se libró de ver repetirse hasta el
cansancio el ultraje contra el cual protestó cuando un director de la Biblioteca
Nacional no quiso “agradecer a C. M. los libros de C. M. que le había enviado C.
M.”. Los poemas y los cuadros los hizo y los firmó –o no los firmó– César Moro y
a él hay que nombrar cuando se quiere decir algo sobre el autor sin recurrir a la
apelación por él renegada.
Emilio Adolfo Westphalen 321
criterio. La pintora chilena María Valencia trajo en 1935 algunos cuadros suyos
más varias piezas de escultura y dibujos de cuatro compatriotas. Se pudo así orga-
nizar en la Academia Alcedo –en mayo– la que aparece como “Primera Exposición
Surrealista Latino-americana” en el mapa-repertorio sobre difusión mundial del
surrealismo inserto recientemente en el número especial del Magazine Littéraire
acerca de 60 años de ese movimiento.7 En realidad el título de acuerdo con el
catálogo de 16 páginas con ilustraciones era: “Exposición de las obras de Jaime
Dvor –César Moro –Waldo Parraguez –Gabriela Rivadeneira –Carlos Sotomayor
–María Valencia”. Más exacto sin embargo hubiera sido poner: “Exposición de
pinturas dibujos y collages de C. M. y de algunas obras de cinco artistas chilenos”.
De las 52 piezas mencionadas en el catálogo 38 eran de Moro.
Todavía once años más tarde se deleitaría Moro rememorando el estupor el
desconcierto la indignación de la gente: “Nunca habían visto nada semejante, ni
insolencia mayor que nuestra exposición del 35”.8
Si algunas o todas las obras expuestas eran “surrealistas” nadie del público o
de la crítica hubiera podido decir. Por lo demás el término “surrealismo” sólo se
encontraba en el catálogo al citar Moro la revista Le Surréalisme au service de la
Révolution en su nota denunciando un plagio de Huidobro –nota que suscitaría
tanto alboroto y acrimonia.
No había tampoco ni programa ni explicaciones. Los títulos de las obras de
Moro se daban en francés –algunos eran en realidad poemas como ése de uno de
sus collages que abarca quince líneas en el catálogo. Supongo que muchos de los
títulos se redactaron ex profeso. El de una de las acuarelas al menos –que está en
mi posesión desde hace años– figuraba en el catálogo bajo esta larga y poética
frase (que traduzco torpemente): “las manchas oceladas del tigre son producto de
la lluvia de tomates sobre la tigresa encinta”. Hace poco me di sin embargo con la
sorpresa –al descubrirse el reverso– que había allí anotado otro título: mangeuse
d’oiseaux (devoradora de pájaros).
La relación de las obras expuestas llena las dos páginas centrales del catálogo
y enmarca una serie de poemas cortos de Éluard a los cuales se confería así el
7. N° 213, París, diciembre de 1984. (Agradezco a Javier Sologuren que me haya proporcionado
este número y otros de la revista. En un magazine tan poco surrealista como éste no eran de esperarse
aportes nuevos. Salvo las notas de Hubert Juin y Bernard Noël el resto se resiente de la falta de afini-
dad con el movimiento. Alain Bosquet no oculta su aversión por Breton y su afán de promover –a estas
alturas –la pintura de Dalí –el incorregible simulador (del surrealismo –del genio –hasta de alguna
obra maestra suya o ajena) y entusiasta de Hitler y –hasta ahora –ufano de su devoción por Franco.
También es lamentable que los datos relativos al movimiento en América Latina repitan (o aumenten)
los errores equívocos y tergiversaciones de que están plagados el Dictionnaire général du Surréalisme et
de ses environs –París –1982 –y otras obras de divulgación del movimiento.)
8. Vida del poeta, Lisboa, 1983. (Reproducido en Vuelta, n° 95, México, octubre de 1984.)
324 Crítica
puesto de honor o preferencial. En aquellos tiempos Éluard era uno de los poe-
tas predilectos de Moro y únicamente abominaría de él cuando se convirtió al
estalinismo maculando y desvirtuando su actividad poética. Una de las pinturas
expuestas –que estuvo posteriormente en la Exposición Internacional de México
–ostentaba su nombre: Tableau sans titre portant l’inscription: Éluard (cuadro sin
título provisto de la inscripción: Éluard).
Hay humor en varios de los títulos de Moro (“mujer imbécil de mirada inteli-
gente cubierta con un chal” –“cuadro muy emocionante” –“magnífica situación”)
pero desde luego poesía –una especie de suplemento para completar o contrastar
lo mostrado en el cuadro. Como en su vida –como en su obra –Moro hizo que
arte y poesía compartieran con subversión y escándalo las páginas del catálogo.
Abundaban en especial los poemas. De Moro había una especie de letanía a los
pájaros traducida por él mismo del francés. Rafael Méndez Dorich y yo escribimos
poemas sobre Moro. Había uno de Eduardo Anguita sobre María Valencia –un
montaje de imágenes de Julio Sotomayor que Moro dispuso en forma de poema
–otras poesías breves mías.
Cuando arriba he manifestado que no se ofrecían ni programa ni explicaciones
debe entenderse en el sentido de la falta de propósitos de guiar e indicar al visi-
tante o al lector maneras de ver y comprender. Una sala utilizada más que ocasio-
nalmente para exhibir “obras de arte” se cubría de imágenes desmedidas e insóli-
tas pero que había que admitir –pues se guardaban las apariencias: las pinturas y
los trozos de papel pegados tenían marco y había objetos sobre pedestales –todo
ello dentro del local habitual. Pero al abrir el catálogo para informarse lo que se
encuentra primero como declaración liminar es una de las explosivas máximas o
antimáximas de Picabia: “El arte es un producto farmacéutico para imbéciles”. A
continuación Moro remacha el clavo negando la entrada en lugar de facilitar el
acceso: “Se abren, se cierran las exposiciones; se abren, se cierran las ventanas que
renuevan el aire. En el Perú, donde todo se cierra, donde todo adquiere, más y
más, un color de iglesia al crepúsculo, color particularmente horripilante, tenemos
nosotros la simple temeridad de querer cerrar definitivamente las posibilidades
de éxito a todo joven que desee pintar; esperamos desacreditar en tal forma la
pintura en América, que ni uno solo de esos bravos e intrépidos pintores pueda ya
enfrentarse a la tela, sin sentir la urgencia de mandar todo al Diablo y de hacerse
reemplazar por un aspirador mecánico”.
Ello no era sino el comienzo. Moro era maestro en denigrar y despotricar.
Quien quiera solazarse con el resto de su diatriba y con el “aviso” contra Huido-
bro los hallará en Los anteojos de azufre (recopilación de sus escritos en prosa y en
español)9 pues nos queda todavía hacer referencia a toda la panoplia iconoclasta
9. P. 11.
Emilio Adolfo Westphalen 325
comprobar que “el clamor imbécil del mundo es como un viejo muro lleno de
grietas a través de las cuales pasa el silencio fresco de la eternidad”.11 Moro con-
sideraba que “la gente sólo tiene ojos para leer los más tristes silabarios, los más
sórdidos acontecimientos de una actualidad efímera, inexistente ante la eternidad
del hombre”.12 En sus postrimerías llegó a jactarse de “hablar mejor de eternidad
que el Papal”. Veía a la eternidad “constituida por mínimas variaciones vegetativas
e imperceptibles alteraciones atmosféricas resplandecientes bajo un bosque de
naranjos o de cipreses”.13
Me imagino que tal vez esta conjunción de las órbitas de Breton y Moro al
término de este escrito hubiera complacido a ambos.
Roberto Paoli:
La lengua escandalosa de César Moro *
Hoy, todo visto y considerado, César Moro resulta haber sido un escritor bilingüe,
pues nos ha dejado una obra bilingüe, en francés y en castellano, al par de otros
poetas hispanoamericanos que como él protagonizaron los movimientos de van-
guardia: por ejemplo, Huidobro y Larrea. Pero, en su tiempo, fue más visible (o
menos invisible) como poeta en francés, ya que en francés están las tres plaquettes
que vieron la luz cuando él vivía (Le château de grisou; Lettre d’amour; Trafalgar
Square); y el único poemario castellano que se conoce de él (La tortuga ecuestre)
es una recopilación póstuma.
Moro, como se ha dicho y repetido, buscó el escándalo, y tal vez el mayor
escándalo de su vida escandalosa pueda considerarse, desde un punto de vista
nacional, el que un grande poeta como él haya elegido, para expresarse, un idio-
ma extranjero, idioma que lo ha ocultado más bien que revelado, pues dentro
de la minoría que lee poesía estrictamente contemporánea hay que recortar otra
minoría a la que sea accesible el idioma francés. Es verdad que a través del fran-
cés podía comunicarse con un público internacional, cosmopolita, más allá de los
confines del español. Pero no me parece ser ésta la razón de la terca fidelidad de
Moro a la lengua francesa, aun después de su regreso definitivo a América.
Al contrario, la elección del francés significa primero el rechazo de la regla
que quiere que cada cual escriba en la lengua que su destino nacional le ha depa-
rado, aunque le guste menos que otra: el mismo Borges, bilingüe desde la niñez,
anglófilo desde la niñez, no especialmente prendado del idioma español en el
que reconoce un mamón de defectos, no tuvo dudas en el momento de elegir
su instrumento literario que no podía ser otro que el español. En segundo lugar
significa la opción por un exilio lingüístico, por una marginación voluntaria, por
una suerte de “extranjeridad” en patria, en la ciudad de Lima, “la horrible”, con la
cual estuvo divorciado hasta en el idioma, dificultando aún más esa comunicación
que hasta en español hubiera sido trabajosa.
Optó por un idioma extranjero y, como si no fuera suficiente, por un código
lingüístico extranjero, el surrealismo, que, además de ser extranjero, era rigu-
rosamente contemporáneo y, por tanto, otra vez ajeno a un medio apegado a
la tradición. Escribió en francés y “en surrealista”, duplicando la dificultad de
sus posibles aunque no solicitados lectores, manifestando su indisponibilidad a
condescender, a concederse, por medio de esta doble negativa de la lengua y del
estilo. Hay un tercer aspecto de esta negativa que podría muy bien considerarse
el primero: el que publicara poco y ese poco en plaquettes de escasísimo tiraje, no
comerciales, casi secretas. Esa actitud de rechazo tiene, sin embargo, su aspecto
afirmativo en una entrega total a una idea rigurosamente contemporánea de la
poesía, sin ningún compromiso con el público o, lo que viene a dar lo mismo, con
la tradición, ya que el público siempre es tradición y el artista, cuando es exclusi-
vamente contemporáneo, nunca tiene público.
Ha dicho Westphalen que Moro “en su tierra fue disconforme, exigente y
quejoso de una realidad que no concordaba en absoluto con el esplendor de su
imaginación o el rigor de sus principios morales y estéticos”.1 ¡La imaginación de
Moro! No cabe duda de que es la suya una poesía de gran poder imaginativo, de
gran provocación imaginativa. Es más: el de Moro es un mundo en que la realidad
ha sido suplantada sin residuos por la imaginación. La única nota realista de sus
textos, el único desahogo o grito del hombre empírico quizás sea ese lugar y fecha
que puso una vez al fin de su poema “Viaje hacia la noche”: “Lima, la horrible,
24 de julio o agosto de 1949”. Lima, la horrible: son sus palabras menos poéticas,
menos provistas de imaginación, y son las solas que se han vuelto célebres.
Es posible leer en ese adjetivo, “horrible”, una reacción, sobre todo, al medio
en que le tocó vivir: falto de imaginación, no por ser Lima, sino por ser una ciudad
y una sociedad humana, siempre horriblemente chata, a la que un hombre como
Moro opone su mundo de pura imaginación, de pura invención, en el cual reha-
ce verdaderamente la realidad. La poesía de Moro, buscando la belleza extraña,
poco comprensible, trata de escaparse al juicio del ambiente que todo lo reduce
2. Ibid., p. 44.
Roberto Paoli 329
documento fundamental en prosa que Moro nos ha dejado. Al final de ella, en-
contramos la exaltación de la pureza esencial de la vida y una renovada repulsa de
la realidad, en la que hoy puede observarse sólo a la progresiva bestialización de
la vida humana”: la misiva termina con el grito: “Ese mundo no es el nuestro”.3 En
1954 publica, gracias a la ayuda del poeta surrealista argentino Enrique Molina,
su tercera plaquette (y única limeña en vida del poeta), Trafalgar Square.
Después de muerto, Coyné, Belli, Salazar Bondy, Szyszlo, Vargas Llosa fueron
los primeros en recordarlo y en ocuparse de él. Benjamin Péret lo incluyó, en
1959, en su conocida antología de la poesía surrealista francesa.4 Vargas Llosa
vio en él uno de los casos de la “cuarentena” en que se ve obligado a vivir el es-
critor en el Perú.5 El renombre de Moro ha crecido con el tiempo y ha adquirido
dimensiones continentales. Luis Mario Schneider ha estudiado su etapa mexicana
en su libro sobre México y el surrealismo.6 La revista bogotana Eco le ha dedicado
un número especial.7 En años recientes el Instituto Peruano de Cultura ha editado
su obra poética, recopilada en sus originales y en sus traducciones por Ricardo
Silva-Santisteban.8 Más reciente aún es la publicación en Lisboa, como suplemen-
to al n° 9 de Altaforte, de una serie de ocho poemas inéditos, fechados 1933-1934,
titulada Couleur de bas –Rêves Tête de nègre, en una lindísima plaquette de 250 ejem-
plares.9 Hasta hace poco la poesía de Moro estaba dispersa, ignorada, sepultada,
latente. Hoy, lo que se conoce permite ya realizar un primer acercamiento crítico.
Los versos de Moro son cometas de cauda radiante. Nadie pone en duda que
su magia es esencialmente de estirpe surrealista. Pero es preciso también agregar
que se trata de un surrealismo con señas personales y que, dentro del marco
general de una gramática surrealista (que también la hubo), se reconocen en su
escritura distintos matices, un estilo y hasta más de un estilo. Lo primero que nos
asombra, al leer sus versos franceses, son las resonancias que nos traen y que
3. “Carta a Xavier Villaurrutia”, Los anteojos de azufre, prosas reunidas y presentadas por André
Coyné, Lima, 1958, p. 99.
4. La poesia surrealista francese, Milán, Schwarz Editore, 1959 [2a ed.: Milán, Feltrinelli, 1978]. De
Moro incluye, en el texto francés y en versión italiana, “Une étoile parle”, “Lettre d’amour”, “Le cheval
oriental”, “La neige est blanche”.
5. “Sebastián Salazar Bondy y la vocación del escritor en el Perú”, Revista Peruana de Cultura, nos
7-8, 1966, p. 36.
6. México y el surrealismo (1925-1950), México, Arte y Libros, 1978. Ver especialmente los capítu-
los “El rostro de la táctica” y “De la exposición al éxodo”.
7. N° 243, enero de 1982.
8. Obra poética I, prefacio de André Coyné, edición, prólogo y notas de Ricardo Silva-Santisteban,
Lima, Instituto Nacional de Cultura, 1980.
9. Tres poemas de Moro, escritos en México en el mes de mayo de 1938, han visto la luz en Alta-
forte (nos 3 y 4, invierno de 1981). Se titulan “Rencontre avec un squelette”, “Le cheval nocturne”, “Je
dors à tout vent”, y están presentados en el texto original con traducción española de Armando Rojas.
Las cartas de Moro a Westphalen han aparecido en una plaquette titulada Vida de poeta (Lisboa, 1983).
330 Crítica
patentizan las hondas raíces que su memoria poética tenía en la poesía simbolista
francesa, desde Baudelaire hasta Mallanné: “Les nudités pâles d’un midi étouffé /
Doux au tact comme le velours” (p. 154);10 “Torrentielles eaux funèbres / Dans
leur devenir vers l’ébène” (ibid.).
A veces casi tenemos la impresión de que el francés se adhiera mejor que
el castellano a la imaginación verbal de Moro, pero luego la excelsa calidad de
poemas como “Viernes en la noche con el humo fabuloso de tu cabellera” o “El
fuego y la poesía” u otros nos hacen parecer equivocada o atrevida esta sensa-
ción inmediata. Sin embargo, aunque eso dependa también de lo limitado de la
producción en español del poeta, ciertos versos franceses están dotados de una
memorabilidad más arrolladora que los castellanos, y, desde luego, no hay nada
parecido en La tortuga ecuestre a esas breves composiciones de otros poemarios
en las que Moro da la medida de su magia verbal, como por ejemplo en el juego
ligero, aéreo, elegante del poemita sobre el apellido Baudelaire:
Hay en Moro un retoricismo innato que es propio del poeta de calidad su-
perior y que en él tiende a traducirse casi en música pura. Ciertos resultados
impresionan por su brillo estético y por su clasicidad intemporal, que hace pensar
ahora en Góngora, ahora en Verlaine, ahora en Mallarmé. Piénsese en el verso
“L’éllébore élément d’or laboure le bord de la folie” (p. 122), donde se reconoce
todo el vigor de la imaginación verbal de este poeta que parece mentira que haya
aprendido francés ya en su edad adulta.
Bastaría el “Traité des étoiles” (en Le château de grisou) a patentizar la musica-
lidad verlainiana de que era capaz Moro: un poema como “Étoile libre” (p. 92),
rico en aliteraciones, rimas internas, anagramas, hipogramas, etc., es algo que evi-
dencia la ejecución lingüística, fónica, musical y poética del francés de Moro, que
no se reduce, como en otros surrealistas, a establecer analogías semánticas entre
calidades o realidades heterogéneas. Lo semántico se hunde en la corriente fónica
de este texto en que todo se hace música como en una partitura:
10. Al final de cada cita el número entre paréntesis remite a la citada edición de la Obra poética I,
salvo indicación contraria.
11. Para entender completamente el “juego” de Moro, repárese en que el sintagma “l’air de l’eau”
es título de un famoso poemario de André Breton (1934), traducido al castellano por Armando Rojas
(El aire del agua, Lima, Ediciones de la Clepsidra, 1975).
Roberto Paoli 331
Divine rencontre
Les émaux naufragent
Ténébreux présage que l’âge
Rieur et floconneux dissipe
Dans le ravin ombragé
Du dosage grandiose de l’amour
12. “La bazofia de los perros”, Los anteojos de azufre, pp. 12-13.
13. Sobre “La vida escandalosa de César Moro” y otros poemas de La tortuga ecuestre, véase ahora
el análisis de James Higgins, “Westphalen, Moro y la poética surrealista”, Cielo Abierto, n° 29, 1984,
pp. 16a-26b.
Carlos López Degregori 333
Armando Rojas:
Un civilizado entre los primitivos *
Cuando César Moro deja Lima –y se embarca hacia Europa– es un jovencito. Hay
una fotografía donde se le ve con ese aire soñador y sutil que corresponde a quien
tiene la esperanza de hallar un mundo mágico en los reinos de Europa. Sin más
compañía que esa ilusión y atraído por la realidad del viejo continente, a través de
la literatura, Moro inicia su camino, hace el viaje necesario, quiere vivir plenamen-
te el mito. Para ello es menester mucho coraje. Lâchez tout, había dicho Breton y
el peruano da cuenta de ello: deja su tribu, traspone la tradición hispánica, toca a
otro lenguaje. Se sabe muy poco de esta época y de los años que la precedieron,
aunque creemos que sus vínculos con la literatura peruana eran más bien raros
pero intensos, como también lo eran con la literatura francesa entrante.
En el espacio largo del mar donde borronea algunos poemas, parece renunciar
a su identidad, prescindir de su linaje, acatar lo magnífico de su nuevo nombre: la
mano que escribe es de Quíspez Asín, pero el espíritu es de César Moro. De hecho
el primer acto vital es también poético y sugiere una travesía por lo desconocido,
una aventura más allá de lo real. En los poemas de los años 37-38 se da fe de ello:
para comenzar hay que pasar todo a cuchillo, uno se levanta en medio de la noche
absoluta, el detonador es el yo que –sin embargo– quiere ser otro. Je est un autre
diría Rimbaud y en la misma línea Moro escribe sobre su vida para forjarse el do-
ble, para dejar la tierra simple y acceder a la mitología. En ese primer viaje, Moro
partirá para siempre del Perú y sobre todo del español, se autoexiliará, irá contra
el vicio de las costumbres, iniciará lo que más tarde ha de constituirse como una
poética de la negación: “La pudeur n’est pas plus nécessaire qu’un hibou”. Así
Moro lleva su complejidad a cuestas: es peruano y escribe ya en francés, usa la alta
* En: César Moro, Ces poèmes... / Estos poemas..., edición bilingüe de André Coyné, postfacios de
Armando Rojas, André Coyné y Julio Ortega, traducción de Armando Rojas, Madrid, Ediciones La
Misma, Col. Libros Maina, 1987, pp. 73-82.
Armando Rojas 335
Hay muy pocos ejemplos parecidos por su complicación, por su osadía y tam-
bién por su gran coherencia, como si hubiera detrás de todo un imperativo ab-
soluto, una férrea fe en la vida y en la palabra que es también la vida –acaso la
verdadera–: “Essai sur la conduite essaim / Fougue d’invulnérables arpèges de
plumes / Ophtalmie ou la nuit penche ivre de murailles aériennes / Cadres du
sommeil formés de lourdes chaises molles”. En este fragmento se resume lo que es
el hombre y el artista, un evasor, un travesti, un alucinado. Si pensamos cómo el
aislamiento del Perú no es bastante para justificar ese arte nuevo, tampoco resulta
suficiente el comportamiento homosexual para destacar –como se ha hecho– el
valor de su poesía. En realidad, si se amplifican los versos, uno halla cierta unidad
ya sea en el español inicial o en el francés posterior. Más allá de los temas y de
las referencias personales en esta poesía hay un principio formal, un punto donde
confluyen uno y otro idiomas: ese principio es la decisión de ruptura que se com-
plementa con la proyección de futuro de los textos:
Impresión que también nos ataca al leer los excelentes poemas de La tortuga
ecuestre. Se cree estar auscultando una música y un sentido subyacentes que son
como anticámaras del español, como sótanos de donde emerge una melodía en-
cerrada pero reciente; al igual en el registro francés se siente la extrañeza del acci-
dentado paisaje, la vibración de la mano que marca los señuelos prometedores de
una magna realidad. Los poemas y su sombra y su luz, el precipitarse incontenible
de un cuerpo y un lenguaje hacia el final, la errancia física, la turbación intelec-
336 Crítica
tual, el sacudimiento moral y las estrías del espíritu: un viaje –como el de Lima a
París– a través del océano de las formas, hacia una tierra incógnita, la libertad y lo
absoluto:
caos, el lujo de las tinieblas y la destrucción. Moro abre su libro con una frase
de ese profeta maldito que fuera Baudelaire: “Les ténèbres vertes dans les soirs
humides de la belle saison”, frase que alía el infierno y el paraíso y que es clave
para comprenderlo. En un ambiente adversamente poético, plagado de miseria y
de mediocridad, Moro fija instantes luminosos. Pero no hay sólo Baudelaire, está
muy claro que debió leer los textos surrealistas que revolucionaron el ambiente de
la época, y no porque en sus poemas se siga el proceso automático y se adopte a
la imagen como el único central operacional, además por esa manera de identificar
la vida con la poesía, y aún más por el uso insólito de palabras o frases al interior
mismo del poema. Muchos de los pasajes de La tortuga ecuestre evocan los poemas
de André Breton, allí hay claros deslizamientos de tonalidades y de formas que
extrañan el verbo español. “A vista perdida” es el mejor ejemplo que ilustra la tra-
ducción inmediata de à perte de vue; de otro modo, “El olor y la mirada”; “Vienes en
la noche...” o “La leve pisada del demonio nocturno” recuerdan la mejor atmósfera
de los poemas de L’air de l’eau o de Le revolver à cheveux blancs. No obstante, ¿quién
habrá de considerar a Moro como un escritor menor o epigonal, pues sus poemas
datan casi del mismo momento en que se escribían los grandes libros del surrealis-
mo? Ni es éste el tema de nuestra nota ni el de deslindar si se trata de un escritor
peruano o francés. Nos interesa solamente insistir en el hecho por el cual después
de una brillante apertura, dejará el español para no regresar jamás, o al menos
en lo que a los libros se refiere. Ni siquiera en los momentos de mayor intimidad
como son las cartas o, si se da crédito a las anécdotas, en la misma conversación.
Después de La tortuga ecuestre escribirá Le château de grisou, Lettre d’amour, Trafal-
gar Square y Amour à mort, todos éditos, y Poèmes (París, Londres, Lima), Pierre des
soleils, Ces poèmes et leur ombre conséquente y algunos sueltos, inéditos,1 el conjunto
escrito íntegramente en francés. Se nos plantea entonces una gran interrogante:
¿por qué el autor en el momento más claro de su escritura tuvo necesidad de cam-
biar totalmente de idioma? No es simple el problema –imaginamos– para él como
tampoco es para nosotros la respuesta. No es, tampoco, para limitarnos al español,
la primera vez que un escritor toma esa decisión. Los que son bilingües saben que
hay un momento en que ambas lenguas juegan en el terreno de una frase, imponen
una palabra, destellan en una sílaba. Si escribir en la propia lengua supone una op-
ción de lenguaje, escoger una segunda es multiplicar el problema. Hay otros casos
en nuestra literatura: Darío, Huidobro, Larrea, García Calderón. Sin embargo, el
problema de Moro no es el mismo, pues no se decidió a adoptar el francés como
segunda, sino más bien como primerísima lengua. El producto es sorprendente y
también tiene ecos de la poesía de Éluard.
¿No era este gusto de lo imposible que llevaba a Moro a traspasar los linderos
del español? La cita no es específica del traspaso, pero nos sugiere esa voluntad
creadora de hacer del poema un artefacto original y de mayor alcance. Si con
Rubén Darío se da el mismo caso, el de escritores pertenecientes a ambas vertien-
tes, o con Huidobro, ambos autores ya habían definido su obra en español. Los
poemas de Moro, publicados siempre al azar, la mayoría después de su muerte,
inéditos todavía, perdidos entre otros por el mismo Éluard, marcan su preferencia
desde el inicio por el francés. ¿La llegada de Moro a la poesía era acaso la de un
civilizado entre los primitivos, entre los poetas alucinados por la primitividad,
convencidos por la fuerza del amor, orientados hacia una libertad total? Los poe-
mas de César Moro, si creemos las fechas, son coetáneos y como se dijo antes no
nos muestran una línea divisoria real, a pesar de las diferencias obvias de las dos
lenguas. Quien quiso hacer danza, buscó la pintura, derivó en la magia de la poe-
sía. Tal vez la lengua se impuso a él como un instrumento poético moderno, más
poderoso y vivencial en el francés. De hecho, si comprobamos la serie de textos
de Poèmes…, en oposición a La tortuga ecuestre, sacamos en claro cómo el conteni-
do visceral en aquéllos no aparece tan explícitamente en éstos. Contrariamente a
lo que uno puede creer, el francés de Moro es cortado, tenso, las imágenes están
orquestadas por una violencia cuando no por la amargura. Una sincopada, bárba-
ra y hasta primitiva articulación lo acerca a este clan de primitivos y el jovencito
peruano formaliza sus alucinantes visiones.
Moro nos indica entonces cómo empezar el juego del lenguaje, cuál es el ri-
tual para entrar en el mundo; no exageramos al decir que se escribe a partir de
un vacío real, captando la temperatura no el artificio puro, pulsando el terremoto
humano, las palabras que a veces se orientan en el camino de una línea que puede
ser el de una cabeza o de un brazo. Vivir es escribir y la lengua, como la vida,
estalla. Provocación, destrucción, devastaciones del mundo, creación, instalación,
modificaciones del ojo, del gusto, del oído, en el écran de la página: tú te despla-
zas en la ciudad; y tus signos, que son ardientes en el vacío helado. Si quisiéramos
caracterizar los dos momentos de este poeta, diríamos que todo lo que es anterior
a Amour à mort guarda a pesar de todo una unidad compartida por el no sentido,
la atonalidad, la antimetáfora y lo que es posterior y es considerado como los Úl-
timos poemas, como una aventura más controlada, postsurrealista, menos gloriosa.
Si en los primeros poemas se contaba con la imagen como vértice y torbellino, al
final uno debe contar con otro soporte, con el sentido bruto del verbo que con-
figura un objeto. Sin duda no sería errado definir los primeros poemas como la
obtención de un producto mientras que la segunda aparece como la recreación de
un objeto; producto porque se va enriqueciendo a medida que avanza la escritura
y con ella la exploración; objeto porque hay un estatismo, algo concluso, cerrado.
Breton y Reverdy en los extremos, París y Lima, vivir y morir. Moro al final, des-
pués de la gran experiencia que fue para él el surrealismo, se queda con la célula
sonora, auscultando el puro pulso humano. Así, los poemas son fragmentarios,
luchan entre dos polos, tensan el paisaje, derivan en un objeto preciso y cerrado.
más lejos todavía, echamos una mirada a la creación española de los años treinta,
fecha en que el joven Moro empezaba sus ejercicios literarios. Por lo que se refiere
a su país hay dos islas: José María Eguren y César Vallejo. A esas alturas, tanto uno
como el otro tenían una obra ya importante, el primero, con Simbólicas y Canción
de las figuras; el segundo, sobre todo con Trilce. Había además en esa Lima de
los años treinta que evoca Emilio A. Westphalen, Amauta, la revista de José Car-
los Mariátegui, que acogía a los poetas de vanguardia. Eguren y Vallejo eran dos
poetas de vanguardia; pero si bien interesaba a Moro, el segundo no se hallaba
dentro de la misma perspectiva. Nada sabemos por ejemplo del rápido encuentro
en París, años después. No sabemos tampoco cuándo ni cómo tuvo acceso Moro a
los poetas vanguardistas que en ese momento abrían en París las puertas del futu-
ro. Lo cierto es que, en la dinastía de Eguren y asumiendo la estética surrealista,
Moro dio sus primeros y grandes pasos.
Mirko Lauer:
Razón y pasión en Moro *
César Moro nació César Alfredo Quíspez Asín en 1903 y murió también en Lima,
en 1956. Reúnen su obra poética un libro en castellano1 y cuatro en francés.2
Varios otros textos han ido apareciendo desde entonces, pero la poesía de Moro
no ha circulado mucho más allá de las antologías generales del siglo XX peruano,
que invariablemente lo incluyen. La edición de mil ejemplares de su obra poética
publicada por el INC hace diez años se agotó rápido;3 la útil antología que publicó
Julio Ortega en Caracas4 casi no ha circulado en el país; un lector que quisiera
avanzar hacia la lectura de una cantidad importante de poemas de Moro hoy no
encontraría un libro con qué hacerlo. Estamos hablando de un poeta célebre,
por cierto, pero también casi desconocido. No creo que esta última idea hubiera
molestado a Moro, que siempre tuvo relaciones encontradas con la difusión de su
poesía en libros.
El surrealismo
Moro tomó partido por el surrealismo al llegar a París en 1925 y se separó del
movimiento, de su institucionalidad, no de su ética poética, en 1944. Entre 1938
y 1948 vivió en México,5 donde colaboró en la organización de una muestra
surrealista con André Breton, quien pasaba en América la Segunda Guerra Mun-
dial y ubicaba a México en un lugar central en su mapamundi del surrealismo,
donde también entró el Perú, por cierto.
Nos hemos acostumbrado a decir que Moro es nuestro mayor poeta surrea-
lista, pero nunca tenemos una idea clara de lo que eso significa en su caso espe-
cífico. André Coyné, su explicador más versado y asiduo,6 advierte en la etiqueta
formal un deseo de adocenarlo, y esto es parcialmente cierto, aunque quizás este
deseo haya sido pura ignorancia y desidia críticas frente a una vida y una obra
descontextuadas (desconcertantes) para el Perú: las explicaciones más obvias en
este caso no son las más convincentes. Decir, por ejemplo, que su surrealismo
fue un destilado de francofilia y persecución viciosa de la novedad, dos cosas
que saben venir juntas es sumarlo a un grupo muy grande de poetas peruanos
tocados por esas proclividades. Mejor le cae a Moro la explicación de Coyné,
que lo llama surrealista natural, por contraposición a formal, o a libresco. Moro
se hizo surrealista porque esa forma de vivir la vida era la que mejor articulaba
su circunstancia y su experiencia; era un marginal que nunca aspiró a tomar el
centro de la atención social sino sólo a quienes a seducir se aproximaran a su
margen; era un radical que precisaba un lenguaje que no fuera rescatable por el
sistema, y de hecho el surrealista no lo parecía en esos años; era un joven iracun-
do que valoraba su furia y entendía que ella era su mejor arma de defensa. Las
La pasión salvaje
pasional digo pasional, no sólo amoroso o sexual, pues la misma furia infunde sus
desenmascaramientos poéticos de la entraña del patrioterismo. Uno de los cami-
nos reflexivos a que aludo es la constante apelación a los usos del reino animal, a
la ley de la selva, codificada en una heráldica de leones, tortugas o cernícalos. En
un momento de su prosa se burla con ironía de que en el zoológico de Barranco
convivieran la serpiente y el pajarito, que es una defensa de la ley natural contra
el pietismo. Sin embargo, más de una vez censura “la bestialización de la vida
humana” en sus textos no poéticos. El relato de Coyné acerca de su encuentro
con Moro en un paseo Bajada Balta abajo también da muestra de esta ética de las
leyes naturales; “Lo escuchaba entre despierto y sonámbulo cuando de pronto
oí un fragor terrible, como de algo que se desprende de una altura infinita; por
un instante tuve la sensación de que el sol se me caía encima; el universo iba a
estallar en mi cabeza; luego no vi nada, no sentí nada hasta sentir un gran dolor;
mis anteojos habían volado, tenía la frente chorreada de sangre; la causa de todo:
una piedra, supongo que una piedrecita, venida de lo alto de los acantilados que
bordean el camino, pero yo estaba seguro de que la naturaleza entera me había
tomado como blanco para matarme o probarme; salía vivo de la prueba, con los
ojos turbados, la cara ensangrentada. Aquel día selló mi amistad con César, nos
tuteamos, y supe también que el Perú antiguo, inmemorial, me había aceptado,
creo que para siempre; era natural que hubiese tenido que pagar a precio de
sangre ambas cosas”. Moro había producido rulos antes un verso que dice: “César
Moro, el rostro sangriento”.
Una vez aparecida la poesía de Moro entre nosotros, su presencia nos resulta
natural, como interesadamente nos lo parece toda buena poesía. Pero la verdad
es que salvo los pálidos clarines de la forma vanguardista, nada la anunciaba. El
gusto de José María Eguren por la fantasmagoría medieval europea o la insistente
repetición de la palabra locura en los títulos y los versos de Xavier Abril tienen
poco que ver con la desestructuración que postula la poesía de Moro, quien no
construye un mundo de fantasía, sino que disuelve un mundo de convenciones
sociales. Por eso su poesía no parece realmente producto de un mecanismo auto-
mático, y en esa medida puro, sino de una complicada lucha interna; en Moro el
orden nunca está muy lejos de la locura, y ésta es una de las fuentes de la rabia
–típicamente surrealista u homosexual o ambas cosas– advertida por los críticos
en Moro. Lo que Moro introduce en el torrente sanguíneo de nuestra poesía es
esta relación particular con la rebeldía como manifestación radical de la libertad
en lucha con el orden establecido. El único estatuto del discurso de la rebeldía
en la poesía peruana, desde Manuel González Prada, nunca contempló el peso del
orden establecido en el interior del poeta rebelde mismo. Moro cambia esa figura
esencialmente simple, no siempre inocente, y la reemplaza con aquella percepción
que describe tan bien la frase de William Shakespeare: “There is a man within me
that is angry with me” (hay dentro de mí un hombre que está molesto conmigo).
346 Crítica
Pienso que éste es un aspecto en que puede considerársele, como dijo Coyné hace
unos años, “un adelanto de la más radical poesía de hoy y de mañana”. Radical
en el sentido transparente: Walter Benjamin señala que desde el comienzo Bre-
ton buscó “romper con una praxis que le presenta al público las manifestaciones
literarias de una determinada forma de existencia pero sin revelar esa forma de
existencia”.8
Las leyes de su relación con el erotismo son similares a las de su relación con
el orden establecido. José Miguel Oviedo ha visto que esta exploración poética
solar, tropical, de mediodía, está sustentada por una imaginería de humedad, frío
y oscuridad.9 Del mismo modo este mundo de la destrucción de los límites con-
vencionales, esta poesía que quiere presentar al sexo como la petrificante cabeza
de Medusa, resulta también el mundo de una reflexión acerca del sustento natural
de la moral. El trasgresor marginal no es culpable, sino una suerte de superhom-
bre nietzscheano que coloca el principio dionisíaco que organiza a la naturaleza
por encima de las convenciones del bien y del mal que organizan a la sociedad.
No me parece que estemos, como dice Oviedo, ante “una insolencia blasfema”,
sino sólo ante las enfáticas plegarias de una religión distinta. Aunque más exacto
sería quizás decir que Moro fue un pensador de la poesía, y a través de la poesía.
La relación que sus versos construyen entre mundo natural y mundo social, y la
capacidad que atribuye al amor para redimir la ley de la selva del primero de estos
mundos, es un tipo de reflexión que se encuentra en el centro del debate contem-
poráneo acerca de las relaciones entra razón y modernidad. La capacidad de su
poesía para plantear a la rebeldía como una dialéctica que pasa en primer lugar a
través del ser que la practica está vinculada a los mejores debates del marxismo
acerca de la naturaleza del conocimiento objetivo.
El francés
A París llegó en 1926, y unos tres años más tarde empezó a escribir en francés,
idioma que no dominaba al salir de Lima, aunque lo había estudiado en el colegio.
La relación de Moro con el francés ha pasado por varias etapas en la opinión
pública de los medios literarios. Comenzó siendo vista como una excentricidad
snob, luego fue vista como una suerte de traición lingüística, y creo que ahora
es vista –entre otras cosas gracias a las estupendas traducciones–10 como un dato
8. Walter Benjamin, “Der Surrealismus. Die letzte Momentaufnahme der europaischen lnteligent-
sia”, en: Gesammelte Schriften, II, Frankfurt, Suhrkampf Verlag, 1974, pp. 295-310.
9. Cita Oviedo.
10. Entre los más destacados traductores de Moro al castellano están Emilio Adolfo Westphalen,
Enrique Molina, Guillermo Sucre, Carlos Germán Belli y Georgette de Vallejo. Las traducciones del
Mirko Lauer 347
propio Moro, todas de textos surrealistas, han sido reunidas y publicadas por Julio Ortega bajo el
título Versiones del surrealismo.
11. Prólogo de RSS a la Obra poética (INC, 1980).
12. André Coyné, “Moro: una edición y varias discrepancias”, Hueso Húmero, n° 10, Lima, 1981,
pp. 148-170.
13. Roberto Paoli, “La lengua escandalosa de César Moro”, en: Estudios sobre literatura peruana,
Florencia, Stampa Editoriale Parenti, 1985, pp. 131-138.
348 Crítica
nes muertas que oprime el cerebro de los vivos, del imperativo de enfrentarse a
nuestras pequeñeces de país pequeño, de la conveniencia de descifrar los códigos
en la relación entre los interiores y el paisaje en una ciudad tan costera y poco
densa como Lima. Pienso que a pesar de la amistad con el idioma francés y de
los amigos mexicanos, en ninguna parte fuera del Perú pudo, puede, César Moro
ser César Moro, es decir no ser César Alfredo Quíspez Asín y poder realizar el
surrealismo tal como lo describe Theodor W. Adorno: una dialéctica de la libertad
subjetiva en una situación de no-libertad objetiva.
La razón
* En: Joseph Alonso, Daniel Lefort et al., Coloquio Internacional Avatares del surrealismo en el Perú y
en América Latina, Lima, Travaux de l’IFEA, n° 71, Institut Français d’Études Andines, Pontificia Uni-
versidad Católica del Perú, 1991, pp. 205-217; reproducido en Culturas, suplemento cultural de Diario
16, Madrid, 27 de abril de 1991, pp. IV-V; también en: Emilio Adolfo Westphalen, Escritos varios sobre
arte y poesía, Lima, Fondo de Cultura Económica, Col. Tierra Firme, 1997, pp. 205-207.
350 Crítica
Aunque se estimen excesivos los términos –no encuentro otros más idóneos
para describir un proyecto destinado a cambiar por entero la vida humana –
recurriendo para ello a armas insospechadas (y evidentemente frágiles) cuya
índole había descubierto o intuido un joven poeta iluminado del siglo prece-
dente. Su propuesta era valerse de los efectos mágicos de la palabra y de la ac-
ción poéticas (identificadas indisolublemente) –que lograrían ambas su fuerza
e inspiración en las corrientes más tumultuosas y soterradas del ser.
Sí, era cuestión de trastornar –de abajo a arriba y en lo más profundo –todas
las costumbres hábitos ritos creencias supersticiones arraigadas durante milenios
–a fin de establecer sobre la tierra –no una Arcadia rescatada –sino aquel Edén
vagamente adivinado por videntes profetas soñadores mitólogos cuyo adveni-
miento habían tenido que transferir (por necesidad) a otra esfera o a otro mundo.
Será pertinente –para la discusión ulterior –no olvidar esta situación primor-
dial –la cual –análoga a un substrato invariable y firme –marca las fronteras del
campo en que el surrealismo procurará instalarse y desenvolverse. Podremos así
explicarnos mejor los extravíos pasajeros –los callejones sin salida que les obliga-
ron a dar marcha atrás –la comprobación de la esperanza inalcanzable –la angus-
tia persistente ante la insuficiencia personal –el temor de haber traicionado –de
ser incapaces de situarse a la altura del ideal –de verse por ello denegada la gracia
de la inspiración o la bienaventuranza –el tener que reconocer que ese “poco de
realidad” (conforme la apelaba Breton despectivamente) conseguía no obstante
obstruir con eficacia la satisfacción del deseo.
Las circunstancias de la realidad podían dar la falsa impresión de reducirse
u ocultarse –indócil y terca se entrometía en cada momento y en todos los mo-
mentos de la existencia. Se creaba así esa tensión entre lo ansiado y lo obtenido
que caracterizó la evolución fluctuante indecisa dramática (a ratos gozosa –más
a menudo atormentada) del movimiento –en conjunto –y de sus adherentes –en
particular. Por ello eran también de preverse las decepciones de las postrimerías
y los casos clamorosos de refugio en la demencia o el suicidio.
Se sabe que la fe no es alcanzada como dádiva gratuita –más exacto sería
designarla como producto de un esfuerzo deliberadamente tenaz y (reconozcá-
moslo) ciego. Los surrealistas se afanaron –a pesar de todo –por ser lúcidos –pre-
tendieron ser “videntes” –ver adónde iban y lo que les esperaba.
¿Recordaremos aquí a Marcel Duchamp –un tiempo largo iconoclasta incom-
parable, que amaba proclamarse contrartista o antiartista por excelencia –quien
más tarde declararía (hacia 1966) que “en el fondo no había sido sino un «artis-
ta», lo mismo precisamente que nos había asegurado aborrecía más que nada?”1
1. Citado en Marcel Duchamp –catalogue raisonné– rédigé par Jean Clair, Musée National d’Art
Moderne, Centre Nacional d’Art et de Culture Georges Pompidou, París, 1977, p. 164.
Emilio Adolfo Westphalen 351
Debo confesar, amigo, que no estoy tan seguro de haber tenido razón. El su-
rrealismo... En 1923 se podía todavía creer en un cambio próximo y radical
de la sociedad. Nada, debo reconocerlo, ha venido a justificar esas esperanzas.
Quizás pusimos una confianza excesiva en lo porvenir. Nos parecía que la re-
belión pura no conducía a ninguna parte. Es posible, empero, que esa actitud
sea la única válida y que el hombre no pueda hacer nada para transformar las
condiciones de su existencia. A menudo me he dicho que después de Dadá...,
en el fondo no hemos hecho nada. Libros, cuadros, exposiciones... Si supiera
cuánto desprecio todo aquello. Quizás quisimos actuar con el fin principal-
mente de disimularnos nuestra debilidad, nuestros miedos miserables, nuestra
desesperación...2
2. Charles Duits, André Breton a-t-il dit passe, París, 1969, pp. 130-131.
3. “Le surréalisme quand même”, La Nouvelle Revue Française, 1 de abril de 1967, p. 903.
352 Crítica
Para Éluard no había absoluto. Éluard ignoraba hasta el sentido metafísico del
término. Quería ignorarlo. Éluard se movía en lo relativo, en lo ambiguo. Pre-
tendía ser demasiado normando para comportarse en otra forma. Demasiado
amoroso, vivamente amoroso, para no enamorarse de lo efímero, de lo que no
se verá jamás dos veces.5
Sería temerario basarse en las apreciaciones de Lefebvre para asociar los ras-
gos observados (muy disímiles por lo demás) con la adhesión posterior de ambos
poetas al estalinismo. Pero no sería incorrecto apuntar que existía en ese entonces
entre los jóvenes –dentro y fuera del surrealismo –cierta proclividad al “Terror”
(aplicable en la política y el comportamiento social) y que esa inclinación des-
embocó a menudo en la aquiescencia de regímenes totalitarios. Es significativo
al respecto que Aragon –exponiendo el ambiente dominante en 1921 entre sus
amigos dadaístas– haya escrito:
Es a la luz de una imagen poética que todo se volvía de nuevo posible y que de-
cidimos pasar a la acción: siguiendo una costumbre (en que nos complacíamos
algunos de nosotros) de comparar nuestro estado intelectual con el de la Revo-
lución francesa. Se trataba de preparar y de decretar de inmediato el Terror... 6
Dadá –imitación fiel (y en serio) de todo el aparato judicial con tribunal comple-
to e imputación de “crimen contra la seguridad del espíritu”. Para el acusado se
pedía nada menos que la condena a muerte. Vale la pena recordar el primer (y
contundente) considerando del acta de acusación (redactado por Breton):
No quisiera pasar a mi otro tema sin apuntar de pasada un hecho –tenido poco
en cuenta– y que no sólo dio cariz especial al comportamiento de grupos e indi-
viduos sino tuvo influencia determinante en el desarrollo de los acontecimientos
sociales –políticos (y literarios) de los decenios subsiguientes.
En 1925 –anota el antes citado Lefebvre– cesa el impulso de la ola revolucio-
naria que tuvo su manifestación cimera cuando los soviets se apoderaron del po-
der en el antiguo imperio de los zares. La resaca –es decir– la reacción ha tomado
su lugar –tanto en Rusia como en los demás países. Lo trágico es que nadie tomó
conciencia de esta situación. “En ese momento –escribe Lefebvre– los poetas y los
filósofos que rehúsan el estado de cosas, comulgan y difunden la misma ilusión:
creen que entran en lo posible. En 1925 el horizonte parecía dilatarse lumino-
samente cuando en realidad se cerraba.”10 Aclaro –se engañan adrede y esperan
“creyentes y aturdidos– que no tardarán en abrírseles de par en par las puertas
del paraíso.
La falta de videncia en quienes pretendían arrogársela es tragicómica –por no
decir grotesca. Los apóstoles de lo irracional –los teóricos de la irracionalidad
son arrollados por los practicantes insolentes de la irracionalidad más destacada
sangrienta y nefanda. El señor Dalí –que había predicado (paradójicamente) “la
conquista de lo irracional”– cambió prestamente de posta –llevado por su olfato
sutil de mercante catalán que husmeaba desde lejos las pestilenciales emanacio-
nes. Tiene entonces el cuajo de proclamarlo con desfachatez dentro del mismo
grupo surrealista.11 Le tocó ser uno de los primeros artistas “de vanguardia” en
aceptar y ensalzar a los nuevos amos difusores de una irracionalidad manida –
peligrosa –mortífera. Los monstruos de lo irracional se apoderarán de casi toda
Europa –esparcirán sus miasmas por el mundo y desenfrenarán guerras civiles e
internacionales con su secuela de las más grandes hecatombes y genocidios que
registren los anales históricos.
rama poético y artístico de este siglo (esa misma actividad que ellos no juzgaban
válida en relación con las pretensiones y aspiraciones a las que conferían vigencia
exclusiva) –sin embargo en 1925 no constituían sino un grupo reducido –con
pocos miembros estables –y que a pesar de sus provocaciones y hábil manejo de
los medios de publicidad –no tenían acceso sino a un público escaso. (Prueba
de ello es el número limitado de ejemplares a que fueron tirados tanto sus libros
como sus revistas.)
El ambiente cultural parisino era en esos años (como todos sabemos) el más
rico avanzado y variado que pudiera ofrecer ciudad alguna en la tierra. Orientarse
entre la multitud de prestigios consagrados y las nuevas tendencias escuelas y
grupos –equivalía a penetrar en el gran laberinto que encerraba todas las atrac-
ciones y maravillas imaginables.
Había un contraste descomunal con la mediocridad pueblerina del “último
rincón del mundo” –de acuerdo a la calificación de Moro– aunque hay otra (soez)
de Ernesto Sábato que tal vez convendría mejor pero que no me atrevo a repetir
ante ustedes. En todo caso –esa insistencia en el menosprecio con un intervalo
de más de treinta años (o de cuarenta o cincuenta –ya no sé calcular) probaría
que el aumento demográfico y la dispersión caótica de la ciudad no la eximen de
una fama poco halagüeña y anulan sus hipotéticas pretensiones culturales y su
aspiración a ser todavía una de las “perlas del Pacífico”.
La curiosidad alerta de Moro por la poesía y la pintura tuvo alimento abun-
dante para saciar su apetito. Preferencias nacidas entonces no fueron pasajeras.
Siempre que podía Moro insistía en su deuda con Gustave Moreau y Odilon
Redon. A propósito de este último –cabe indicar que nada menos que el Gran
Gurú de varias generaciones de artistas contestatarios –el siempre enigmático
Duchamp– lo admitió como predecesor. Habiéndosele pedido que confirmara el
antecedente de Cézanne en su obra –Duchamp respondió:
Estoy seguro que la mayor parte de mis amigos dirían eso y yo sé que se trata
de un gran hombre. Sin embargo, si tuviera que indicar mi punto de partida, yo
diría que fue el arte de Odilon Redon.12
sino que hay dos homenajes –dos largos poemas, uno para Breton y otro para
Éluard. Como si no fuera suficiente –un poema más (en prosa éste) lleva un en-
cabezamiento sorprendente:
Aún no está completa la lista –el largo y hermosísimo poema en prosa cuya tra-
ducción española apareció en Escandalar,15 titulado “Renombre del amor” y fechado
14. Edición bilingüe, traducción de Armando Rojas, Madrid, Ediciones La Misma, Col. Libros
Maina, 1987.
15. Vol. 3, n° 3, Nueva York, julio-septiembre de 1980, p. 60.
Emilio Adolfo Westphalen 357
Siento que me he desviado del punto principal que quería exponer –seguramente
más importante que el tema de unas dedicatorias multiplicadas.
16. El sentido implícito de tal actitud no escapó a Breton –al menos es lo que deduzco de su ob-
servación en una carta a Tristán Tzara (19 de julio de 1932) –Éluard y yo hemos recibido sendos poemas
de Moro, alguien que sabe agradecer. En: M. Sanouillet, op. cit., p. 458.
17. Véase nota 2.
358 Crítica
Habría que destruir el amor abominable que todavía nos arrastra, habría que
destruir todo hasta las cenizas, hasta la sombra, para nunca volver a comenzar,
para hacer desaparecer esta vergüenza que significa existir aunque sea un ins-
tante. Vivo lejos de lo que amo, uno tiene el valor, eso se llama valor de vivir
a pesar de todo, encuentro gente en la calle, hay personas que me estiman o
no, digo buenos días, soy todavía libre, es decir, no estoy ni en galeras ni en
un manicomio. vivo aún entre seres normales, presumo que tengo amigos, en
la calle me comporto como todos. Soy lo bastante ruin para conservar algunos
sentimientos humanos. Mi vergüenza no me ha reventado las venas, el mal que
me matará lo llevo conmigo, duermo, hago como tú, vecino o amigo.
Éste fue un fragmento de “Con motivo del año nuevo” del libro Estos poemas...
–traducido por Armando Rojas. El poema termina en esta forma:
Que los que aman la vida salgan de sus cuevas y tomen partido. Ah!, os aseguro
que no me engancharéis a vuestros placeres imbéciles pues no me gusta comer
ni beber ni hacer el amor. He aquí lo que me hace distinto de vosotros, no me
gusta divertirme, no me gusta nada.
El poema está fechado en París –marzo de 1930. En los libros posteriores –Le
château de grisou – Lettre d’amour – Trafalgar Square – Amour à mort – la vena
poética –al profundizarse, parecería apaciguada. Mas es un efecto engañoso –la
Iván Ruiz Ayala 359
angustia y la desesperanza han retenido el curso que brama sordamente por esta-
llar y romper las riendas que lo sujetan.
Es desconcertante pensar que una poesía tan desgarradora fuera la obra de un
ser que nos acogía con aparente buen ánimo y que no permitía (por lo general)
con nosotros sino bromas de un humor sutil –aunque a veces (es verdad) terri-
blemente hilarante.
Sin quererlo he soltado la liebre –Moro se divertía (cuando pintaba) –nos di-
vertía a su antojo –pero era temible en la ira y en el rencor. Tuve la suerte de ser
su amigo y de disfrutar con frecuencia de su amistad y de su fantasía –siempre de
su afecto.
No creo que vuelva a conocer a otra persona como él.
* En: César Moro y “La tortuga ecuestre” (dos lecturas), prólogo de André Coyné, Lima, Fondo Edi-
torial del Banco Central de Reserva del Perú, 1998.
1. Barcelona, Luis Miracle editor, 1958, p. 411.
360 Crítica
Su ambición era más alta que las pueriles tentaciones realizables, más real que
la corona de histrión en laureles de oro que ofrecieran públicamente a José
Santos Chocano enfundado en impecable jaquette: en realidad flamante de ridí-
culo bajo su chaqué, como se dice en nuestros predios. Frente al oropel y a los
tambores el ónix impecable.4
[...] una mujer violenta se remanga las faldas y enseña la imagen de la Virgen
acompañada de cerdos coronados con triple corona y moños bicolores
(“A vista perdida”)
7. Después de sufrir en Bélgica el ataque que le dejó paralizado, Baudelaire fue trasladado el 4
de julio de 1866 a Chaillot “a la clínica hidroterápica dirigida por el doctor Émile Duval”. Permaneció
allí en un estado de enajenación mental pronunciando sólo las palabras “Non, cré nom, non” hasta el
31 de agosto de 1867, que fue cuando falleció (ver François Porché, Charles Baudelaire, Buenos Aires,
Losada, 1949, pp. 499 y ss.).
364 Crítica
que los otorgados por los críticos de una poética anterior a su poesía (divina y
musical), pero la acepción, evidentemente, no es la misma. En ese sentido, el
término “cretina” cumple un doble papel: ironizar lo que la sociedad occidental
desprecia –al tildar de sin sentido, sin valor alguno lo reivindicado por los surrea-
listas– y, por otro lado, reconocer la verdadera necedad de la nueva poética: su
imprevisibilidad, ilogicidad, agresividad, pues allí reside su propia divinidad, su
propia armonía, y, añadiríamos nosotros, su propia belleza.
Creemos que existen algunos cabos que quedan sin atar en nuestra decodifi-
cación. El lenguaje simbólico de Moro es sumamente intrincado y críptico. Pensa-
mos, sin embargo, que como decía Barthes, la tarea de la crítica “no es en modo
alguno descubrir verdades, sino sólo valideces. En sí un lenguaje no es verdadero
o falso, es válido o no válido, es decir, que constituye un sistema coherente de
signos”.8 En esta dirección es que creemos que se han esbozado los lineamientos
interpretativos principales del verso séptimo que podrían resumirse así: cuando
haya finalizado la poética de una tradición literaria anterior, surgirá un nuevo
movimiento que reivindicará –dentro de su concepción del arte– al sueño, la
mentalidad mágica de los pueblos primitivos y la actividad del subconsciente. En
ese sentido, la tortuga es símbolo de las fuerzas materialistas de lo irracional y es,
al mismo tiempo, un signo de esperanza para el hombre.
Los versos siguientes seguirán caracterizando la poética del nuevo movimien-
to y sus reivindicaciones.
América Ferrari:
Traducción y bilingüismo:
el caso de César Moro *
Se suele definir o reconocer al verdadero bilingüe por poseer una competencia
igual en dos lenguas habladas, leídas y escritas con el mismo grado de perfección.
Los profesores de traducción (sobre todo en una ciudad tan internacional como
es Ginebra) tenemos conciencia de que los bilingües en el sentido que hemos
definido no abundan: muchas veces incluso personas que se presentan como
bilingües se caracterizan por manejar las dos lenguas de manera igualmente im-
perfecta. En casos extremos se los podría llamar simplemente bilingües. Claro está
8. Roland Barthes., “¿Qué es la critica?”, Ensayos críticos, Barcelona, Seix Barral, 1988, pp. 301-307.
* En: Colloquium-Helveticum, n° 28, Berna, 1998, pp. 193-208; incluido en su libro: La soledad
sonora, Lima Universidad Católica del Perú, 2003, pp. 251-259.
Américo Ferrari 365
1. André Coyné, “Ahora, al medio siglo”, en: César Moro, Ces poèmes..., Madrid, Ediciones La Mis-
ma, Col. Libros Maina, 1987, pp. 78-79.
366 Crítica
2. André Coyné, “César Moro entre Lima, París y México”, en: César Moro, Obra poética, Lima,
Instituto Nacional de Cultura, 1980, p. 20.
3. André Coyné, “Ahora, al medio siglo”, op. cit., p. 78.
Américo Ferrari 367
4. Armando Rojas, “Un civilizado entre los primitivos”, en: César Moro, Estos poemas..., Madrid,
Ediciones La Misma, Col. Libros Maina, p. 77.
5. Emilio Adolfo Westphalen, Vida de poeta. Algunas cartas de César Moro escritas en la Ciudad de
México entre 1943 y 1948, Lisboa, 1983; carta del 10 de octubre de 1946, sin número de página.
368 Crítica
6. André Coyné, “Ahora, al medio siglo”, en: César Moro, op. cit., p. 73.
7. Martha L. Canfield, “El francés como lengua de salvación en César Moro”, Parallèles, n° 18,
pp. 78-82.
8. Para la pronunciación reproducimos los signos fonéticos del Robert Électronique.
Américo Ferrari 369
Va tu calfeutres tu calcines !
Il naît
Des câlineries de septembre
en Lima, que los dos amigos frecuentaban y donde alternaban con muchachos,
productos “de los mil mestizajes del Perú”11 que a Moro le gustaban: son los
“Dioscuros” que aparecen con tanta frecuencia en la segunda parte del libro. La
expresión tiene, pues, un sentido netamente erótico: muchacho bueno para todo
servicio: bueno para todo.
Más oscuro es el “dessert” de “Le cœur aimé dessert l’arbre à licorne”, que pue-
de connotar cualquier cosa, pero no denota nada que resulte representable para
el lector-traductor: “desservir” fuera de contexto puede significar “quitar la mesa”,
“causar un perjuicio a algo o a alguien”, “parar un tren o un autobús en un lugar,
una estación, un pueblo, comunicar un lugar con otro”. No se ve en absoluto qué
viene a hacer entre el corazón y el árbol de unicornio; por poner algo yo puse que
el corazón “para en el árbol”; Molina/Coyné: “sirve el árbol”. Lo mismo da, sólo
que entre los varios sentidos de “desservir” no hay precisamente el de “servir”.
Otro título problemático: “Coiffer le plat”. Opté por la máxima literalidad: “Peinar
lo plano”. Molina/Coyné tuvieron lo que se podría llamar una peregrina idea: “El
plato de sombrero”. Todo puede valer pero, en última instancia, “plat” no es “pla-
to” sino “fuente”. Y hay muchos otros obstáculos como la preposición a, buena
para todo servicio: “Maître à tous”: “amo de todos”, pero en el sentido de “amo
que pertenece a todos”: la ambigüedad es fuerte en español; y después: “Naître à
mourir...”, “Rire à feuilleter les êtres...”, “Nègre menteur à voir un pou boire”, “fuite...
à crier gare...”, “Dorure sacré aux crépues sources”, “Bon à refaire” (como “Bon à
tout faire”), “équarrisseurs / à la nuit chevaline”, “Voltigeurs bicéphales / Au jeu
doux, au tigre”, etc. El uso indiscriminado y la relativa frecuencia de este cliché
francés de construcción puede resultar una rémora estilística para la traducción al
castellano en textos donde, dada la vaguedad semántica del contexto, el traductor
dificilmente puede apartarse de la huella lingüística trazada por el autor.
Finalmente topamos con un curioso hispanismo en el poema “Vie de l’air”:
“Fortuné / Venu à plus dans la fortune”: Venu à plus (venido a más) es el reverso
puesto en francés de la expresión idiomática española “venido a menos” (una
familia venida a menos: une famille déchue). Seguramente sólo los lectores que
practiquen el español captarán el origen de la expresión y el juego de palabras en
este poema en francés, como en los poemas ya citados de los años treinta. Lo que
no es una de las menores paradojas de la poesía de Moro.
Como muestra bastaría un botón. Para dar sin embargo una idea más cabal de
esta poesía donde el sentido está apenas en las travesuras de las palabras desata-
das de toda intención que no sea meramente lúdica, he aquí otro botón, el último.
Para este intento no de traducción sino de adaptación o calco mental de la inten-
ción lúdica que gobierna el texto, solicité la colaboración de mi amigo Norberto
La velléité n’est pas bel été passé. Belle hâtée la veillée à thé. Velleité n’est
pas belle et thé. La belle était belle à terre halée. Belle à terre. La belle l’été.
Lavé l’été. Était lavée la belle ? L’été la baie. La belle baie l’été. La baie belle
lavait bêlait. L’été lavée.
La lave la baie l’avait lavée. L’été l’eau l’avale ovale. La belle avait l’été lavé.
La baie lavait l’été. L’été l’avait belle. Belle avait l’été. Elle avait l’abbé. L’abbé
l’avait. La baie l’avait l’été. La baie était belle l’été. Belle l’était lavait. Belle l’avait
l’été.
Las ! Roi.
L’abbé lavait ? Belle l’avait lavé. Belle l’avait l’abbé. La belle et l’abbé. La
belle et la baie. La belle et l’abbé était. La belle et l’abbé en étaient. L’abbé elle
et l’abbé bête. Morale-été : La belle et l’abbé bête.
Como vemos el llamado sentido aquí falta totalmente o sobra. El texto es una
retahíla de falsos sentidos que juegan al juego del sonido sin sentido. El traductor
de buena voluntad tiene que deponer su misión de mensajero del sentido para
hacerse imitador de los sinsentidos del sonido. Pero debemos recordar aquí lo
que decíamos sobre la inseguridad del poeta para las homofonías del francés que
en este texto de la bella, la bahía y el abad son por los general espúreas (l’abbé/
la baie/l’avait; velléité/belle et thé, bel été; été/était; belle hâté/veillée à thé, etc.):
mientras que la identidad fonética entre b y v y el vocalismo más uniforme en
castellano facilita considerablemente el juego de las homofonías.
Para terminar me referiré brevemente a mi segunda experiencia en la tra-
ducción de Moro en dirección contraria: la versión, en colaboración con André
Coyné, de La tortuga ecuestre del castellano al francés, en la que mi amigo llevaba
naturalmente la batuta. El propio Coyné ha presentado en la revista Parallèles, de
la escuela de Traducción e Interpretación de la Universidad de Ginebra, un his-
torial de esa traducción y, esquemáticamente, de esos poemas.12 Nos costó trabajo
aquel trabajo: el español de Moro en ese libro presenta otros problemas que sus
textos en francés. El ritmo y el caudal verbal son en general más amplios y soste-
nidos que en sus poemas franceses más bien breves de Le château de grisou, Pierre
des soleils y Trafalgar Square; la construcción y la sintaxis quizá más compleja y
trabada; no abundan tampoco los galicismos en esta poesía de amor que, se puede
suponer, le vino espontáneamente al poeta en su lengua materna que era también
la lengua de su amado. Ricardo Silva-Santisteban considera que “la fuerza de La
tortuga ecuestre es a todas luces superior a su obra en francés, si bien Moro alcanzó
brillantez y excelencia en buen número de poemas escritos en esta lengua”. La
obra en francés le parece “menos atrevida que la obra en español” y cita, como
ejemplo, “Viaje hacia la noche”, “el más intenso de sus últimos poemas”.13 Es en
gran parte verdad: acaso la fuerte tensión, el apego íntimo inseparable de la resis-
tencia a la lengua materna deben haber influido en esa “fuerza” de su poesía en
castellano. Se siente en efecto muchas veces en su obra en español una voz, una
inspiración más personal y más libre que en muchos poemas franceses a veces
tributarios de una escritura de escuela. Notemos sin embargo que Moro, años
después, dedicó al amado de La tortuga otro poema, también bellísimo, pero esta
12. André Coyné, “Traduction et poésie. Un exemple: César Moro”, Parallèles, n° 18, 1996,
pp. 94-97.
13. Ricardo Silva-Santisteban, “La poesía como fatalidad”, en: César Moro, Obra poética, Lima,
Instituto Nacional de Cultura, pp. 43-44.
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