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III
LA DEMOCRACIA DE LA MULTITUD
Paso ahora a la forma de gobierno tercera y completamente
absoluta, que llamamos democracia.
BARUCH SPINOZA
Los movimientos que expresan sus denuncias contra las injusticias de nuestro
sistema global vigente y las propuestas prácticas de reforma que h e mos
enumerado en la sección anterior son poderosas fuerzas de transformación
democrática, pero además debemos repensar el concepto de
democracia a la luz de los nuevos desafíos y posibilidades que presenta
nuestro mundo. Esta reconsideración conceptual es la finalidad p r i n c i pal
de este libro. No pretendemos postular un programa concreto de
acción para la multitud, sino tratar de desarrollar las bases conceptuales
sobre las cuales podría erigirse un nuevo proyecto de democracia.
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MULTITUD
Soberanía y democracia
En la tradición de la teoría política parece haber unanimidad en un
p r i n c i p i o básico: solo «uno» puede gobernar, sea ese u n o el monarca, el
Estado, la nación, el pueblo o el partido. Desde esa perspectiva, las tres
formas tradicionales de gobierno que forman la base del pensamiento
político clásico y moderno —monarquía, aristocracia y democracia— se
reducen a una. La aristocracia será el gobierno de unos pocos, pero solo
funcionará en tanto que esos pocos se hallen unidos en una sola entidad
o hablen con una sola voz. De manera similar, la democracia se puede
concebir como el gobierno de la mayoría, o de todos, pero solo mientras
se presenten unidos como «el pueblo» o en un sujeto único parecido.
Quede claro, sin embargo, que este precepto del pensamiento político, de
que solo una entidad pueda gobernar, vacía de sentido y niega el concepto
de democracia. La democracia, al igual que la aristocracia en ese aspecto,
son meras fachadas, porque de hecho el poder es monárquico.
El concepto de soberanía domina la tradición de la filosofía p o l í t i ca
y sirve de fundamento a t o d o lo político precisamente porque requiere
que solo u n o sea quien gobierne y decida. Solo u n o puede ser soberano,
dice la tradición, y no hay práctica política sin soberanía. Las
teorías de la dictadura y del jacobinismo, así como todas las versiones del
liberalismo, lo asumen como una especie de extorsión inevitable. No hay
otra elección: ¡o la soberanía, o la anarquía! El liberalismo, subrayémoslo
una vez más, por mucho que insista en la pluralidad y en la división de
poderes, en última instancia siempre cede ante las necesidades de la
soberanía. Alguien tiene que gobernar, alguien tiene que decidir. Esto
es algo que se nos repite constantemente, c o m o un axioma que c o r r o bora
el refranero: «Demasiados cocineros estropean el caldo». Para g o bernar,
para decidir, para asumir la responsabilidad y el control, solo debe
haber uno. Lo contrario lleva al desastre.
En el pensamiento europeo, esta insistencia acerca del gobierno de
uno suele caracterizarse como legado permanente de Platón. Ese uno
es el fundamento ontológico inmutable, origen y lelos al mismo tiempo,
sustancia y orden. La falsa alternativa entre el dominio de u n o y el
caos, en efecto, aparece bajo diversas variantes a lo largo de la historia
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de la filosofía política y jurídica europea. En la edad de plata de la filosofía
europea, en el paso al siglo x x , la filosofía del derecho r e c u r r i ó a
esa alternativa como fundamento de una noción de «ley natural», c o n cebida
como «teoría pura del derecho». R u d o l f Stammler, por citar un
ejemplo representativo, plantea el orden j u r í d i c o como representación
material de esa unidad ideal y formal. Sin embargo, esta insistencia en
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refiere a una acción defensiva. La defensa del pueblo hebreo contra los
ejércitos del faraón no necesita una justificación de ese tipo. En cambio,
la n o c i ó n de guerra j u s t a se utiliza para justificar una agresión, aduciendo
razones morales. Si queremos concebir c o m o defensa esa g u e r
r a justa, habrá que postular que se trata de defender unos valores
morales amenazados, y por ahí la teoría contemporánea de la guerra justa
enlaza con la antigua concepción premoderna que se reveló tan eficaz
para las largas guerras de religión en Europa. U n a «guerra justa» es una
agresión militar que se considera justificada p o r un fundamento moral;
por lo tanto, no tiene nada que ver con la postura defensiva de la v i o lencia
democrática. Para que sea inteligible el principio del uso defensivo
de la violencia, hay que separarlo de todas esas tergiversaciones que
presentan a lobos disfrazados con pieles de cordero.
El tercer principio del uso democrático de la violencia guarda r e lación
con la propia organización democrática. Si según el primer p r i n cipio
el uso de la violencia se subordina siempre al proceso político y
a la decisión política, y si ese proceso político es democrático, y está o r ganizado
en la formación horizontal y c o m ú n de la multitud, entonces
el uso de la violencia también debe organizarse democráticamente. Las
guerras libradas por las potencias soberanas siempre exigieron la suspensión
de la libertad y de la democracia. La violencia organizada de sus m i litares
exigía una autoridad estricta e indiscutida. El uso democrático de
l a violencia debe ser totalmente diferente. No puede existir la separación
entre los medios y los fines.
Cualquier uso democrático de la violencia debe agregar a estos tres
principios una crítica de las armas, es decir, una reflexión acerca de qué
armas son hoy eficaces y adecuadas. Todas las armas y todos los m é t o dos
antiguos, desde la resistencia pasiva hasta el sabotaje, siguen estando
disponibles y pueden ser eficaces en determinados contextos. Pero
no son suficientes ni m u c h o menos. León Trotski aprendió esta lección
durante la Revolución rusa de 1917: «Una revolución te enseña el valor
de un fusil», e s c r i b i ó . Pero hoy día los fusiles no valen lo mismo
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que en 1917. U n o de los elementos que han cambiado es la aparición
de las armas de destrucción masiva, en especial las nucleares. C o n ellas, el
uso de la violencia pasa a depender de una lógica maximalista: o destrucción
absoluta, o inacción tensa y temerosa. El fusil no sirve de mucho
frente a la bomba atómica. En general, las armas atómicas han representado,
después de la espectacular demostración de su eficacia destructiva
en Hiroshima y Nagasaki, una amenaza para intimidar al enemigo. P r e cisamente
porque las bombas nucleares y otras armas de destrucción
masiva plantean unas consecuencias tan generalizadas, en la mayoría de
los casos no pueden utilizarse y los ejércitos de las potencias soberanas
tienen que recurrir a otra clase de armas. Un segundo elemento que ha
cambiado es la creciente asimetría técnica entre el armamento de dest
r u c c i ó n limitada, digamos, y el armamento de destrucción masiva. En
las series de conflagraciones recientes, y en especial en las que han sido
retransmitidas por televisión, las fuerzas armadas estadounidenses han
demostrado la inmensa superioridad de sus armas de fuego y sus b o m bas
guiadas por redes de comunicación y de inteligencia. No tiene sent
i do entrar en el mismo terreno de violencia ante semejante asimetría.
Lo que realmente necesitamos son armas sin pretensión de simetría
frente al poder militar dominante, pero capaces de cambiar la trágica
asimetría de las numerosas formas contemporáneas de violencia que no
amenazan el orden actual, sino que meramente le dan la réplica en una
extraña y novedosa simetría: el militar de carrera se indigna ante la táctica
deshonesta del ataque suicida, y el suicida se indigna ante la p r e p o tencia
del tirano. Las fuerzas del mando imperial condenan la idea del
terrorismo, y afirman que los débiles reaccionarán frente a la asimetría
del poder utilizando las nuevas armas fácilmente transportables contra
las poblaciones inocentes. Lo cual probablemente sucederá, pero no hará
un m u n d o mejor, ni cambiará a mejor la relación de poder. Al contrario,
los que mandan consolidarán su poder, apelando a la necesidad de
que t o d o el m u n d o se someta a su control en nombre de la h u m a n i dad
y de la vida. El hecho es que un arma adecuada al proyecto de la
m u l t i t u d no ha de tener una relación simétrica ni asimétrica con las
armas del poder. Eso sería tan contraproducente como suicida.
Esta reflexión sobre las nuevas armas nos ayuda a dilucidar el c o n -
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c e p t o de martirio, que según varias tradiciones religiosas abarca dos
formas principales. La primera, la ejemplificada por el ataque suicida,
plantea el m a r t i r i o c o m o una respuesta de destrucción, incluida la
autodestrucción, frente a un acto de injusticia. La otra forma de m a r t i rio,
en cambio, es completamente distinta. En ella, el mártir no busca la
destrucción, sino que es abatido p o r l a violencia del poderoso. El mart
i r io en esta forma es realmente un testimonio. Un testimonio no tanto
de las injusticias del poder, c o m o de la posibilidad de un m u n d o n u e vo,
una alternativa no solo a ese poder concreto, sino a todas las m a n i festaciones
del poder. En esta segunda forma de martirio se basa la tradición
republicana desde los héroes de Plutarco hasta Martín Lutero. Tal
m a r t i r i o es un acto de amor; en realidad, un acto constituyente que
apunta al futuro y se rebela contra la soberanía del presente. Pero no se
entienda nuestro análisis de este segundo martirio, el m a r t i r i o republicano
que atestigua l a posibilidad de un m u n d o nuevo, como una llamada
o una invitación a la acción. Sería absurdo buscar esa clase de martirio.
Este, cuando sobreviene, no es más que un efecto secundario de la acción
política y de las reacciones de la soberanía contra ella. E v i d e n t e mente,
la lógica del activismo político hay que buscarla en otro lugar.
Necesitamos inventar nuevas armas para l a democracia de hoy. De
hecho, hoy se dan muchos intentos creativos de hallar nuevas a r m a s . 131
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si el m o m e n t o de la decisión política revolucionaria es inminente. No
tenemos una bola de cristal ni pretendemos leer las semillas del tiempo
c o m o las brujas de Macbeth. Aquí no hay necesidad de escatologías
ni de utopismos. Un libro c o m o este tampoco es lugar para contestar a
l a pregunta: «¿Qué hacer?». Eso debe decidirse concretamente en discusiones
políticas colectivas. Sí p o d e m o s reconocer, sin embargo, el
abismo infranqueable que existe entre el anhelo de democracia, l a p r o ducción
de lo común y las conductas rebeldes que les dan expresión a
ambos, p o r una parte, y el sistema global de soberanía, p o r otra. Después
de este largo período de violencia y contradicciones, de guerra civil global,
de corrupción del biopoder imperial y de infinitos afanes de las multitudes
biopolíticas, la extraordinaria acumulación de reivindicaciones y
propuestas de reforma debe ser transformada en algún m o m e n t o por un
poderoso acontecimiento, p o r una necesidad insurreccional radical. Ya
se puede reconocer que hoy el tiempo está escindido entre un presente
ya m u e r t o y un futuro viviente, y que el profundo abismo que los
separa se está haciendo enorme. A su debido tiempo, un evento nos
lanzará como una flecha hacia ese futuro viviente. Ese será el verdadero
acto político de amor.
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