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POR QUÉ ME HICE SACERDOTE volver al menú

Queridos amigos:

Aunque muchos ya lo sabéis, algunos todavía lo ignoran: me operaron hace tres semanas de un
cáncer de páncreas. Me extirparon la vesícula biliar, pero el tumor es intocable. De acuerdo con el
especialista, no se me administrará quimioterapia que a lo sumo sólo prolongaría la evolución de la
enfermedad. Además, comportaría efectos secundarios que pondrían en peligro mi intento de trabajar
en la terminación del libro La construcción del hombre.

Ahora, a esperar. ¿¿Cuánto tiempo?? No deseo que se alargue, ni menos sufrir, evidentemente. El
sufrimiento es un fracaso, no es «redentor». Sólo el amor ofrecido da vida. Por una parte, encuentro
normal morir a la edad que tengo y, por otra, he tratado bastante de encontrar al Señor hasta el punto
de tener en lo hondo del corazón, incluso en la noche, deseos de verle.

Muchos os habéis interesado por escrito, por teléfono, pidiendo noticias. Perdón por esta carta
colectiva. Me habría gustado mucho escribiros a cada uno personalmente, pero es imposible.

Quiero deciros que, por diversos motivos, os quiero mucho. Decirlo, no es sensiblería. Ciertamente
muchos me habéis dado muestras de mucho cariño y os he correspondido, lo cual es bueno. Me dan
pena quienes son incapaces de decir o acoger la ternura cuando es auténtica. Jesús no tuvo ni miedo ni
vergüenza de su cariño. Para él fue un camino para revelarnos el Amor infinito de su Padre.

Pero ahora se trata de lo que se vive más allá, mucho más allá de la sensibilidad, en ese fondo
misterioso del corazón, donde habita en cada uno de nosotros el Señor. Siempre he tratado de acogeros
a ese nivel, a vosotros y a toda vuestra vida, con un lugar particular naturalmente para quienes venían a
hacerme compartir su camino. Para mí lo esencial estuvo en tratar de acoger a Dios en mí y tratar de
acogeros para conseguir el encuentro. Sólo he sido intermediario. Es necesario que lo comprendan
quienes me agradecen con tanta delicadeza lo «que he hecho por ellos». Sólo Jesús transforma los
corazones.

Sobre todo, no olvidéis que he dicho que «he tratado de». Como todo el mundo, soy muy imperfecto.
Os pido perdón por mis limitaciones, por mis pasos en falso. Que aunque reales no me han agobiado. Es
ridículo insistir en los lamentos y remordimientos. El pasado ya no está en nuestro poder y comprendí
hace tiempo que la verdadera fidelidad consiste en empezar cada día demostrando así al Señor la fe en
su Amor que quema toda escoria a su paso.

Voy a dejar la clínica para residir en las Hermanitas de los Pobres de Le Havre. Gracias por querer seguir
respetando mi ruego respecto de las visitas: sólo una persona por cada movimiento con el que estoy
directamente unido (Equipos de jóvenes, ACI, emisora, obispado, central diocesana...). Ellas me traerán
vuestras noticias y os transmitirán las mías. Muchos querrían verme, pero resulta fácil de comprender
que las visitas me cansan y que, para mí, silencio y soledad no significan «vacío».

Hasta la vista, queridos amigos. Rogad por mí al Señor para que sepa vivir cada día libre del pasado y
disponible para el futuro. Pienso mucho en todos vosotros.

Michel Quoist, 7.1.1997

¿Por qué me hice sacerdote?

A los cuarenta años de publicarse «Oraciones para rezar por la calle», Michel Quoist aceptó
responder a las preguntas de un periodista de «Le Figaro». Resultado: el apasionante libro «Dios sólo
tiene deseos», aparecido en noviembre de 1996.

Pocas semanas después, M. Quoist escribió la carta anterior.

Queremos acompañarle ahora repasando el testimonio de su vocación.

J.S.V.

Para responder bien a la pregunta ¿por qué me hice sacerdote? hace falta contestar antes a esta otra
pregunta: ¿cómo me hice sacerdote?

He vacilado al principio. Siempre repugna entregar lo más íntimo de uno mismo, ponerse a la luz. Lo
haré, sin embargo, sencillamente, porque mis mayores me han acostumbrado —en Acción Católica— a
no guardar con egoísmo para mí la gracia del Señor; porque mi camino puede iluminar a jóvenes,
sacerdotes y educadores; y porque debo tanto a la Acción Católica que me parece un deber decirlo, para
que los seglares, respondiendo a la llamada de la Iglesia, descubran cada vez más sus diferentes
movimientos y se inserten en ellos.
He sido educado cristianamente, pero creo poder decir que, de niño, mi cristianismo nunca penetró
mi vida; era para mí un conjunto de reglas morales y religiosas que había que respetar, bajo el mismo
título, por ejemplo, que las reglas humanas de cortesía. En mi adolescencia se ahondó todavía más el
foso entre mi vida y la religión. Sólo conservaba un mínimo de práctica religiosa por afecto a mi madre,
que sabía que se sentiría dolorosamente apenada por mi abandono. Los actos religiosos -comprendidos
los sacramentos- me parecían como restos de costumbres sociológicas, despojadas ahora de sentido y
de vida. Cuando por casualidad pensaba en la Iglesia en general, me rebelaba y me desanimaba.
Juzgando desde fuera, lo encontraba todo feo y, más aún, falso: las ceremonias religiosas,
profundamente aburridas, anticuadas y hasta ridículas; los sermones de los sacerdotes, en desacuerdo
con su vida; el comportamiento de los cristianos no parecía reflejar lo que sabía del evangelio, sobre
todo desde el punto de vista de la pobreza; hasta me parecían mal los cánticos, de los que conservo
todavía, en mi memoria tenaz, ciertas fórmulas ampulosas y ridículas, en absoluto inaceptables en boca
de niños indiferentes. En resumen, ante mí estaban, por un lado, la vida atrayente, aunque inquietante y
a veces decepcionadora; por el otro, Dios, en quien creía, pero un Dios muy lejano, allá arriba, en su
misterioso «cielo»; un Dios al que probablemente uno encontraría más tarde, al terminar la vida,
después de vivirla casi correctamente, sin grandes escándalos, «arreglándoselas» lo mejor posible. Entre
la vida presente en la que estaba sumergido y Dios, nada.

A los trece años, habiendo perdido a mi padre, me puse a trabajar, contento de adquirir una cierta
independencia y animado interiormente por los sentimientos que he expuesto más arriba. Así iba a
seguir hasta cinco años después, aunque por suerte un elemento nuevo vino a orientar mi
comportamiento exterior, preparando también, sin que me diera cuenta, mi renovación interior. Fue el
encuentro con la JOC, por mediación de un compañero que ya militaba en ella.

Me acuerdo muy bien de la primera reunión a la que me invitó después de ganar mi amistad. Me
aburrí soberanamente, y conforme se desarrollaba, me prometía interiormente no volver más. Al fin de
la reunión temía algún rezo; mi compañero, que dirigía, propuso un canto: «Sé orgulloso obrero» (los
jocistas siguen cantándolo). Las palabras, pero sobre todo el ritmo arrebatador, me impresionaron. Volví
otra vez por el canto.

Desde entonces, recorrí el itinerario común a muchos jóvenes de Acción Católica. Interesado por la
acción, acosado por las responsabilidades, apasionado por la lucha obrera, me entregué cada día más a
ella. Algunos militantes, sobre todo el que me había introducido, me ayudaban a dedicarme cada vez
más, ofreciéndome la ocasión de actuar, y cargándome de responsabilidades cada vez más pesadas.
Muchos muchachos se apoyaban en mí, y yo no podía retroceder, abandonar; al contrario, era preciso
avanzar. Notaba que la entrega de mí mismo me dominaba; ya no tenía tiempo de pensar en mí. Sin
embargo, seguía, sin gusto, sin convicción, cumpliendo el mínimo de práctica religiosa que había
conservado. La acción invadía toda mi vida, pero seguía sin enlazar con las costumbres religiosas
heredadas de mi educación. Recuerdo que me gustaba decir, en las reuniones y en los contactos, que
actuábamos por Cristo, pero lo decía maquinalmente, porque sabía que había que decirlo, que estaba
escrito en los boletines del movimiento, y que se cantaba o se rezaba en la oración jocista. Pero Cristo
para mí no era más que un nombre; de hecho, me entregaba a la JOC y a los demás, y eso es todo. No
sabía que «los demás» quiere decir Cristo; y la JOC, la Iglesia en marcha en la clase obrera.
Asistía a todas las jornadas de estudio, a las sesiones del movimiento; éstas me confirmaban en mi
vocación de entrega a los demás, pero dejaban intacta mi opinión sobre «la religión». Me hicieron
responsable de mi grupo, luego de varios, y luego, en la federación, de todo un sector.

Un retiro me dio la primera luz. El sacerdote habló mucho del amor y comprendí que el cristianismo
era ante todo amar a los demás y entregarse a ellos. Me dije entonces que en la JOC yo vivía el
cristianismo, y que tenía que vivirlo todavía más, pero no siempre veía de qué podía servir «lo otro».

En 1937, al volver del congreso del décimo aniversario de la JOC francesa, vivido en París en el
entusiasmo indescriptible de 85.000 jóvenes, caí gravemente enfermo. Transportado urgentemente a
una clínica, unas horas después, los médicos perdían toda esperanza de salvarme: estaba desahuciado.
La religiosa superiora del establecimiento prometió enviarme a Lourdes si curaba. Con estupefacción
general, así fue y, varios meses después, participé como camillero en la peregrinación diocesana. Allí
encontré un sacerdote con el cual discutí largamente. No estaba de acuerdo con él sobre los métodos de
apostolado, pero como era hombre muy sencillo y cercano a los jóvenes, supo ganar mi confianza.
Prometí volver a verle.

Una noche, volviendo de visitar uno de los grupos de la JOC del que estaba yo encargado, decidí, a pesar
de la hora tardía, pasar a decir «buenas noches» al sacerdote. Un momento después charlábamos. A
quemarropa me dijo:

—¿Por qué no te haces sacerdote?

La pregunta me pareció tan inesperada que me quedé un momento sin contestar.

Luego tranquilo, casi sonriente, como una evidencia:

—Porque no tengo vocación.

—¿Por qué no?

—Porque...

No sabía qué contestar. Él siguió: «La vocación no es algo extraordinario» (sin haberme planteado la
cuestión, no obstante, había oído hablar de «la llamada y tendía a imaginarme que consistía en una
intervención divina, bastante precisa); «es un conjunto de aptitudes físicas, intelectuales y morales, más
el deseo de darse enteramente a los demás y a Dios y, por último, la llamada de la Iglesia por intermedio
del obispo». Siguió explicándolo durante unos instantes:: luego me dijo, casi negligentemente, que en su
opinión yo tenía todo lo necesario para ser sacerdote.

—Piénsalo un poco —concluyó—, reza a Dios; no te volveré a hablar de ello si tú no me hablas antes.

Unos momentos después estaba fuera. Era muy tarde; las calles estaban desiertas; en mi bicicleta
pedaleaba como un loco, me parecía tener alas. Sin saber por qué, estaba tranquilo y feliz.
Interiormente me repetía: «,¿por qué no?.. ¿por qué no?» Apenas llegué a casa, me arrodillé al pie de la
cama: «Señor, de acuerdo, si quieres, yo también quiero». Por primera vez recé de veras; por primera
vez, Cristo no era para mí un nombre, era alguien, yo le hablaba... y estábamos de acuerdo.

Ni un momento, hasta hoy, he dudado luego de su llamada.

En unas horas descubrí por dentro lo que ninguna palabra había podido hacerme entrever: la oración,
la eucaristía, la misa y la presencia del Señor en mí. Pensaba en ello continuamente: en la calle, en el
trabajo, en mis contactos con los compañeros. De golpe descubrí también que mi acción jocista era para
Él, y el sacerdocio se me mostró inmediatamente como el único final. Ser sacerdote era entregarse a los
demás totalmente, todo el tiempo: era ser jocista hasta lo último. Aunque ciertas formas exteriores de la
religión me estorbaban todavía y me seguirían estorbando mucho tiempo, ya no había cortes entre ella
y el apostolado, no había más que un solo movimiento hacia los demás y hacia Cristo.

Poco tiempo después entré en el seminario.

Después he dado gracias muchas veces al Señor por haber encontrado la Acción Católica, y en ella
verdaderos militantes educadores y consiliarios. hombres de fe, discretos, que no atropellaron nada
queriéndome imponer desde el exterior una enseñanza ajena a la vida, ni aun siquiera prácticas
religiosas que no había comprendido y vivido. Unos y otros tuvieron que confiar en Dios y esperar, pero
con un cuidado continuo me guiaron por la acción de la JOC hacia una entrega total. Así me
encaminaban al encuentro de Dios, con mucha mayor seguridad que por sabias demostraciones
intelectuales o por la penosa repetición de actos religiosos vacíos de sentido. Gracias a ellos, me parece
que siempre he guardado el respeto a la vida, donde el Señor está misteriosamente trabajando antes de
que lleguemos nosotros. ¿Por qué creernos, los sacerdotes y cristianos, los únicos poseedores de Dios,
los únicos ricos frente a los pobres, privados de Él? ¿Por qué no ayudar a los hombres, haciéndoles mirar
su propia vida, la vida de sus hermanos y su ambiente, a descubrir día tras día -a la luz del evangelio- lo
que no corresponde al deseo del Padre, insertándoles en seguida en la acción, para que se rellene la
distancia entre el plano de Dios y su realización humana? (es el «ver-juzgar-actuar- de la Acción Católica
verdadera). Por qué no permitirles así cambiar progresivamente su voluntad limitada por la voluntad
misma del Padre: unirles por su acción a Cristo y al Espíritu Santo, que trabajan silenciosamente, en cada
pequeña parcela de vida como en el mundo entero, para que llegue el reino del Padre? Que actúen en
su vida, que se entreguen a sus hermanos, aunque al principio no hayan descubierto todavía qué reino
edifican y con qué todopoderoso Amigo actúan. Llegará un día, si tenemos paciencia y humildad y
vivimos de la fe, en que podremos —sacerdotes o militantes— alumbrar su camino. Entonces
reconocerán a Cristo. No seremos nosotros los que les demos un Dios fabricado con nuestras manos de
hombres, a la medida de nuestra suficiencia, ayudándoles a salir de ellos para ir a trabajar en el taller del
Padre, les habremos permitido encontrar por el camino al Hijo del Dios vivo.

Creo que al final de esta trayectoria y por esa revelación es como el Señor permitió que un día le
reconociera e intentara darle mi vida.
Ya he dicho bastante, me parece, para hacer comprender las grandes preocupaciones de mi vida
sacerdotal. ¿Por qué me hice sacerdote?

Mi sacerdocio querría ser una respuesta a las cuestiones planteadas por Cristo, dar el uno al otro,
siendo el sacerdote, consagrado en Cristo. el engarce vivo entre tierra y cielo, tiempo y eternidad, lo
natural y lo sobrenatural, el hombre y Dios. He sufrido demasiado este corte entre la vida y Dios para no
hacer todo lo posible por reunirlos en el corazón del hombre y en el mundo. Tal es esencialmente, me
parece, el papel del sacerdote.

En efecto, ¿qué es la historia de la humanidad, sino esta prodigiosa aventura del hombre y de su Dios
yendo al encuentro uno de otro para unirse en el Amor y vivir eternamente el gozo trinitario? Solo
Cristo, sacerdote único, realiza perfectamente en Él esta alianza. Es totalmente Dios, porque es el Hijo
eterno del Padre. Y es, por la encarnación., totalmente hombre, porque ha tomado en su corazón a la
humanidad entera para asumirla y rescatarla. Desde ahora, los hombres son por Él hijos del Padre: ya no
les queda, al hilo del tiempo, nada más que responder libremente a esta inefable invitación del Amor. Al
sacerdote, en la Iglesia., le toca la tarea de ayudarles.

Cristo por naturaleza era totalmente Dios: el sacerdote debe llegar a serlo por participación: lenta
transformación del hombre consagrado que intenta borrarse y morir para si mismo, para que nazca
Cristo.

Cristo ha tomado a su cargo toda la humanidad, y el sacerdote debe igualmente unirse a ella -y
especialmente a ese rebaño que le ha sido confiado- para salvarla.

«Conozco a mis ovejas», decía Jesús. Si el sacerdote de hoy quiere conocer las suyas, debe salir a su
encuentro, pues muchas veces, las ovejas ya no están en el redil. Se ha dicho demasiado que el
sacerdote era un hombre separado: no se ha dicho bastante que debía estar presente entre los
hombres, todos los hombres, toda su vida. ¡Durante treinta años Cristo eligió este «método» para salvar
al mundo! ¿Por qué algunos han deformado el sentido de su actitud viendo en ella no sé qué voluntad
eremítica que le aísla de la vida de sus hermanos, en el silencio y la soledad de una oración
desencarnada? De hecho, Jesús estaba muy cercano a los hombres de su tiempo, de su raza, de su clase
social, de su profesión, y de tal modo vivió como uno de ellos, que nadie,, durante treinta años,
sospechó su filiación divina y su misión redentora. Esta presencia sencilla de amor, en la vida corriente.
es su vida «oculta». Así es cómo el sacerdote, me parece, debe estar presente a sus hermanos los
hombres, tan atento al menor gesto del más pequeño de ellos, como a la rápida evolución de la
humanidad entera. Nada de lo que es humano puede serle indiferente, pues tiene el deber de
«casarse»con todo para sumirlo y rescatarlo.

Para enseñar la doctrina hacen falta hombres presentes y que escuchen. Para distribuir los
sacramentos hacen falta cristianos disponibles y que abran su corazón. Para celebrar los santos
misterios hacen falta cristianos vivos que participen en el culto. Antes de ser el catequista, antes de ser
el ministro de la vida, antes de ser el ordenador de la liturgia, el sacerdote de nuestra época debe ser el
miionero anunciador de Cristo, viviente en el evangelio y en la vida. Sólo lo será si es un creyente, casi
diría un «vidente», pues no podrá revelar al Señor si no le ha contemplado en la Escritura y le ha
descubierto presente tras el movimiento y el ruido de nuestro mundo moderno. Este mundo está ante
nosotros, hermoso y grande, pero impresionante e inquietante. Se construye rápidamente, al ruido
estrepitoso de las máquinas y en el misterioso silencio de los laboratorios y las oficinas técnicas. Ante
nuestros ojos agrandados, aparece el universo. La humanidad progresa e invade la tierra. El sabio
arranca a la materia el secreto de su energía; pretende alcanzar a la vida misma, mandarla; explora el
alma humana y quiere actuar sobre ella. El trabajador aferra la naturaleza, la domestica, quiere plegarla
a su voluntad. En el centro de este mundo en efervescencia, en ese taller fantástico, el hombre débil y
fuerte, herido y de pie, ingeniero impresionante, ordena la gigantesca construcción. ¿Es una torre de
Babel lo que edifica la humanidad de hoy? ¿Los hombres., otra vez, serán «dispersados por la superficie
de la tierra» en un caos indescriptible, o bien iluminaremos con suficiente fuerza sus ojos y su corazón
para que descubran en el interior mismo de sus esfuerzos laboriosos de sabios, de artistas, de técnicos,
de trabajadores manuales., y en el corazón de su amor humano, de su hogar, de su familia, de su ciudad,
de todas sus comunidades naturales, al Padre que les invita a trabajar con su Hijo para completar el gran
misterio de la creación? ¿Comprenderán entonces que no pueden construir nada sin Él, porque «si el
Señor no construye la casa, en vano trabajan los que la construyen», puesto que «todas las cosas han
sido hechas por Él y sin Él nada se ha hecho»?

¿Comprenderán que ese dinamismo grandioso y amenazador del mundo moderno sólo puede ser
coronamiento del misterio creador si paralelamente a la encarnación redentora de Jesucristo se
concreta en el tiempo y el espacio por el si del hombre libre: sí a la gracia del bautismo, si a la eucaristía
y a todos los sacramentos, pero también sí a la fidelidad de la presencia allí donde el Padre, en su Amor,
les ha enviado providencial mente? Sí a su familia, a su barrio, a su trabajo, a su profesión, sus ocios, su
nación, al mundo de hoy; otras tantas respuestas de amor a las «anunciaciones» diarias sin las cuales
toda vida espiritual sería dramática ilusión u horrible fariseísmo,

Pero el mundo moderno es ambiguo, lleva consigo el pecado:: tentación permanente de atarse a la
tierra que se modela, de adorar la ciencia y la técnica por si mismas y por el bien que aportan, tentación
de hacerse dios en el lugar del único Todopoderoso, egoísmo y orgullo del hombre que engendran la
des-unión y la muerte, donde el amor debía sellar la nueva re-unión y hacer nacer la vida. Por lo mismo
que el hombre ha traído el pecado al corazón del mundo, debe también traer la redención. El Salvador,
antes de él, lo ha tomado todo para rescatarlo todo. De los sufrimientos de la humanidad, unidos al
suyo, ha hecho la materia prima de la redención. A los hombres toca ahora recoger sus sufrimientos y
los de sus hermanos y luego insertar su libre aceptación en la ofrenda total de Cristo. Sólo con esa
condición nuestro pecado será perdonado y el mundo salvado, pues Dios no quiere salvarlo sin
nosotros.

¿A quien corresponderá entonces esta tarea apasionante de alumbrar a cada uno de los hombres de
hoy y al mundo en su conjunto, para darles el verdadero y único sentido de su existencia? Demasiados
contemporáneos nuestros han pensado que les era imposible vivir de Cristo, porque eran pobres,
porque eran trabajadores, porque tenían una familia que cuidar, porque tenían una tarea absorbente,
un horario sobrecargado, responsabilidades sindicales, políticas u otras; porque estaban abrumados de
desgracias, perjudicados por una salud vacilante: porque hacían deporte, porque iban al cine; porque
eran de su época y vivían la vida de los hombres de su tiempo... Los sacerdotes les dirán que en todos
los instantes de su existencia, en cada parcela de su vida, pueden volver a encontrar a Cristo y unirse a Él
en su misterio de creación, de encarnación y de redención. Los sacerdotes lo dirán a cada hombre en
particular, pero lo proclamarán también al mundo. Creo en efecto que es en nuestra época cuando
pueblos enteros nos pedirán un sentido para su esfuerzo de edificadores, una luz para iluminar la mirada
inquieta que ponen o pondrán en su vida, un amor infinito para sellar su precaria fraternidad humana.

Ya he expuesto ampliamente cuál debe ser, en mi opinión, la visión apostólica del sacerdote de hoy.
No puedo detallar su comportamiento práctico -por lo demás, el lugar de cada cual, en la construcción
del reino, es diferente-, pero puedo decir por última vez que el mundo no saldrá adelante si no hay
sacerdotes para ordenar su marcha. Cuanto más crece el «cuerpo» de la humanidad, más alma- le hace
falta, pero el alma debe estar en el cuerpo.

El mundo moderno no sufre solamente del divorcio entre una clase social y la Iglesia, sino del divorcio
entre la vida y Dios.

¿Por qué me hice sacerdote? Para ayudar a colmar ese trágico abismo. Hoy como ayer, es la misma
visión; mi mirada solamente ha superado la experiencia de mi infancia para abrazar al mundo, sufrir con
él y amarle.

Decir lo que es necesario hacer es expresar lo que trato de hacer. Que los que me lean recen para que
sea fiel.

Michel Quoist

341-342 E. MARÉCHAL: ¿Piensa llegar al cielo con sus libros bajo el brazo? M. QUOIST: ¡Qué
imaginación la suya! De lo que sí estoy seguro es de que si llegara con ellos bajo el brazo, los dejaría
caer, no teniendo más que ojos para Quien se me presentará por fin a plena luz. Con Él entonces podré
realizar mi sueño: amar a mis hermanos como Él los ama, y descubrir el sentido de la prodigiosa y
misteriosa historia humana que es una larga palpitación de amor hacia el Amor eterno.

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