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RICARDO ALCÁNTARA

EL HIJO DEL VIENTO


Tan pronto como amaneció.
Martín despertó de su profundo sueño sin saber dónde se encontraba.
“¿Estoy en la selva, o a bordo de una nave espacial, o acaso en un castillo embrujado?”, se
preguntó.
 ¡Qué va! ¡Estoy en una misteriosa isla que no aparece en ningún mapa! decidió al fin.
Como no podía ser de otra manera, la isla estaba plagada de peligros.
Tan peligrosa era, que allí no se podía ni respirar tranquilo.
Sin mover aún in un dedo, Martín miró hacia uno y otro lado.
Necesitaba estar seguro de que nadie le vigilaba.
Poco después, se levantó sin hacer ruido y echó a andar con pasitos de hormiga.
Todo en aquella apartada isla era extraño y asustaba un montón.
Había flores con una boca tan enorme que podía tragarse un oso entero. Los leones eran más
altos que caballos. Escondidos entre las plantas en el suelo, había agujeros sin fin.
Sin preocuparse por ello, Martín dijo a viva voz:
 ¡Yo lo encontraré!
Pero, de pronto, un enorme gorila se le plantó delante.
Martín lo miró de arriba abajo, sin mostrarse ni un poquitín asustado.
¡Y eso que el animal era francamente impresionante!
Medía más de dos metros, sus manazas eran del tamaño de una tele y sus patas, más gruesas que
el tronco de un árbol muy grueso.
El animal que no soportaba las visitas, al ver a Martín se puso hecho una furia.
Se golpeó el pecho con las zarpas, enseñó los dientes y chilló casi tan fuerte como la sirena de un
coche de policía.
Todo ello, claro está, para espantar al intruso.
Otro, en su lugar, se hubiera puesto pálido como un fantasma. Pero a Martín, acostumbrado a
peligros aún mayores, no se le movió ni un pelo.
El gorila puso entonces cara de malo y, mirándolo fijamente, le dijo:
 Si te pillo, te haré pupa.
Martín se encogió de hombros. Las amenazas del gorila parecían no importarle.
Viéndole tan desobediente, el animal se enfadó aún más.
Dispuesto a darle un buen escarmiento, fue a por él.
Martín ni siquiera se movió del sitio. Aguardó sin pestañear a que la fiera se le pusiera a tiro.
El gorila se acercó pisando fuerte, mientras chillaba por todo lo alto.
De pronto, con increíble rapidez, Martín lo pilló de una mano y le hizo una llave de judo.
El poderoso animal acabó tendido en el suelo, asustado y dolorido.
Martín le advirtió muy serio:
 No te metas más conmigo y siguió su camino.
Pero el gorila, a quien no le gustaba perder, se puso a berrear desconsolado:
 ¡Ay, ay, ay! ¡Auxilio! ¡Que alguien me ayude!
Al oír su llamada, aparecieron gorilas por todas partes.
Cada uno era más alto y fortachón que el anterior.
En un abrir y cerrar de ojos, se reunieron cientos, cientos y cientos, “muchicientos”…
Eran tantos que Martín tuvo que reconocer:
 Me parece que yo solo no podré contra todos ellos.
Lo más aconsejable era marcharse de allí, antes de que fuera demasiado tarde.
Si las fieras le veían, se le echarían encima sin dudarlo ni un momento.
Astuto como pocos, a Martín pronto se le ocurrió la manera de ponerle remedio a tan grave
problema.
¡Crac, crac, crac!, cortó unas ramas y se las sujetó entre las ropas.
En medio de tantas hojas, era casi imposible verle.
Pero también los héroes más valientes tienen sus despistes.
Y eso le sucedió a Martín, pues no tuvo en cuenta que lo gorilas tienen un poderoso olfato.
Uno de ellos notó un raro olor en el aire, siguió el rastro y… ¡vio a Martín alejarse!
 ¡Allá va! dio la voz de alarma.
Todos los simios corrieron tras él, deseosos de pillarle.
Unos corrieron por aquí, los otros por allá, de tal manera que le rodearon para no pudiera
escapar.
 Ya verás lo que te pasa por ser malo lo amenazaban.
Aunque él no era de los que se asustaban, pensó que estaba en un buen aprieto.
Sin perder la calma, miró para arriba, miró hacia abajo y…
¡Zas!, con prodigiosa rapidez cogió una liana, y con ella enlazo las patas de un águila que en
aquel momento pasaba por allí.
Visiblemente espantada, el águila agitó con más bríos sus enormes alas.
Martín, que por nada del mundo soltaba el otro extremo de la liana, salió volando también. Y
dejó a los furiosos gorilas con un palmo de narices.
¡Uf…!, de buena se había librado.
Pero pronto comprendió que estaba metido en un nuevo lío.
El águila volaba cada vez más alto y él no sabía cómo bajar.
Por fortuna, ingenio no le faltaba, y en un periquete se le ocurrió un plan.
Era arriesgado, claro está, pero Martín lo puso en práctica sin titubear.
Dándose prisa, se quitó la camisa y con cuatro nudos construyó un paracaídas.
Después, sonriendo como un valiente, se soltó de la liana.
Al principio, todo funcionó de maravillas.
Pero, a causa del peso, el improvisado paracaídas comenzó a rasgarse.
Martín bajaba a gran velocidad.
¡Si no lo remediaba a tiempo se estrellaría contra el suelo!
En lugar de cerrar los ojos, paralizado por el miedo, los abrió aún más.
Y así pudo ver, allá abajo, un bonito lago.
Como si se hubiera lanzado desde un trampolín, Martín trazó en el aire unas cuantas piruetas.
Las suficientes para zambullirse, sin problemas en las aguas del lago.
Aunque parezca increíble, no se hizo ni un corte, ni una fractura, ni tan sólo un cardenal.
Sin duda, parecía hecho de goma y ni el más grave de los peligros lograba rozarle. ¡Era fantástico!
Nadó un buen rato debajo del agua con los ojos muy abiertos.
La vista era fantástica, aunque lo que más llamó su atención fueron los peces.
Los había de todo tipo y tamaño: peces sombrero, peces linterna, peces botella…
Más aun, ¡hasta había un par de sirenas!
Martín se acercó a ellas tan rápido como fue capaz.
 Buenos días les dijo, con una sonrisa de oreja a oreja.
Y ellas, con cara de espanto, exclamaron:
 ¡Cuidado!
En esas, él notó que algo le sujetaba por el tobillo.
“Debe de ser una planta”, pensó, sin darle mayor importancia.
Pero no, quien le impedía nadar era un gigantesco pulpo que le tenía bien cogido de la pierna.
Aquel pulpo era el terror del lago.
Todos le temían a causa de su fuerza y su mal carácter.
Y, como nadie se atrevía a plantarle cara, él hacía lo que se le antojaba.
Viendo que la había tomado con Martín, las sirenas le pidieron a coro:
 ¡Déjale en paz!
 No le soltaré hasta que no acabe con él respondió el pulpo con su vozarrón.
“Anda, no sabe con quién se ha metido”, dijo Martín para sus adentros.
Puesto que el animal tenía tan malas intenciones, no dudó en darle su merecido.
Lo cogió por sorpresa y con los brazos del pulpo lió dos trenas bien gruesas.
El bicharraco, que no podía ni moverse, lloraba desconsolado mientras llamaba a su mamá.
 Así aprenderás a no meterte con los demás le regañó Martín.
 ¡Oh, qué valiente eres! le felicitaron las sirenas.
 Normal respondió él, que aparte de todo era muy modesto.
Tal era la alegría en el lago, que decidieron celebrar una fiesta.
Comieron, cantaron, bailaron…, hasta que Martín dijo:
 ¡He de marcharme! ¡Tengo que encontrar un tesoro y aún no sé dónde está escondido!
 Nosotras sí comentaron las sirenas, y se ofrecieron a guiarle.
“¿Cómo podrán ir hasta allí si no tienen pies?”, se preguntó él, en verdad extrañado.
Muy fácil, caminaban apoyándose en las manos.
Martín lo encontró tan divertido que pronto las imitó.
Y así, andando sobre las manos, llegaron a la playa.
 Está aquí indicaron las sirenas, y luego se sentaron a la sombra, debajo de una palmera.
Gracias a su extraordinaria fuerza, Martín cavó un gran hoyo con las manos.
Y del agujero sacó un cofre casi tan grande como un armario.
El cofre estaba cerrado con siete llaves y dos candados.
Pese a ello, Martín lo abrió con una sola mano.
Al levantar la tapa, se encontró con un impresionante tesoro.
Tal como le habían informado, había monedas de oro, joyas fantásticas, tabletas de chocolate…
 ¡Soy rico gritó a todo pulmón.
 ¡Es rico! gritaron las sirenas.
 ¡Es rico! gritaron los papagayos desde las ramas de los árboles.
El grito se extendió por toda la isla.
Y llegó a oídos del brujo Pereza, de la tribu de los Barrigas Pintadas.
Al enterarse de la noticia, el brujo corrió a contársela al gran jefe:
 Hay otro rico en la playa.
Y el gran jefe respondió:
 Si tan rico está, haremos con él una sopa. ¡Mmm!
¡Tam, tam, tam!, tocó el brujo los tambores.
Al oírlos, todos los guerreros regresaron corriendo a la aldea.
Por orden del jefe, se pintaron con las pinturas de guerra, cogieron las armas y enfilaron hacia la
playa.
 Cerrad las cremalleras les ordenó el jefe, para que a nadie se le ocurriera abrir la boca.
Mientras tanto, Martín se llenaba los bolsillos de joyas y monedas.
Con tanto ejercicio, se le abrió un apetito mayor que el del lobo feroz.
Le echó mano a una tableta de chocolate y, al abrirla, descubrió que llevaba escrito:
“Cómeme en caso de apuro”.
Martín se rascó la cabeza, sin comprender a qué venía tanta palabrería.
Aún continuaba pensando, cuando los Barrigas Pintadas aparecieron en la playa.
Al verles la cara, Martín comprendió que no venían a invitarle a jugar.
Los indios, poco a poco, se acercaban peligrosamente.
En las manos tenía la tableta de chocolate.
Fue entonces cuando recordó la inscripción: “Cómeme en caso de apuro”.
Antes de que los otros se lo quitaran, decidió probarlo.
Al darle el primer mordisco ya se sintió algo raro.
Poco después, los dedos de los pies se le movían como si tocaran el piano.
Los pelos se le pusieron de punta y pinchaban más que púas.
En el pecho sintió tanto calor que aspiró hondo para ver si así se aliviaba.
Y, al soltar el aire, éste salió con la fuerza de un poderoso chorro de agua.
“¡Anda, el chocolate me ha dado el poder del super-aliento!”, reconoció Martín, entusiasmado.
Ni corto ni perezoso, se dedicó a soplar a sus enemigos.
Con la ayuda de su soplo, derribó uno a uno a todos los Barrigas Pintadas.
Quedaron tendidos en el suelo, mirando a Martín con ojos del tamaño de una naranja.
Hasta que uno de la tribu dijo emocionado:
 ¡Es el Hijo del Viento!
Martín no se molestó en decir que sí ni que no.
Eso les bastó a los otros para convencerse de que, en efecto, era el Hijo del Viento.
El brujo les había dicho que, si se portaban bien, algún día vendría. ¡Y por fin había llegado!
Los Barrigas Pintadas eran felices.
Unos encendieron una hoguera y se pusieron a bailar alrededor del fuego.
Otros trajeron refrescos y helados.
Algunos, sentados junto a las palmeras, cantaban y batían palmas.
De repente, todos callaron.
Un grupo se acercó a Martín, y el más viejo de todos le dijo:
 Hijo del Viento, eres el más valiente de todos los guerreros.
Martín hizo un gesto, pero no dijo ni media palabra.
 ¡No puedes negarte! ¡Tienes que ser nuestro jefe!
 ¡Sí! exclamaron todos.
 Bueno, pero sólo un rato, luego tendré que marcharme aceptó él.
Los Barrigas Pintadas estaban encantados.
Como prueba de ello, le colmaron de regalos. Le pusieron collares de flores y hasta el penacho de
plumas del gran jefe.
Todos estaban felices y contentos, hasta que una voz muy conocida estropeó la fiesta:
 ¡Martín, date prisa o llegarás tarde a la escuela!
Martín quedó paralizado frente al espejo del lavabo.
“Justo ahora que me tocaba mandar”, se dolió.
 Si no vienes enseguida, iré yo a espabilarte lo amenazó su madre.
Como sabía que lo haría, Martín se lavó la cara, se puso la bata y corrió a la cocina con la velocidad del
rayo.
Tan veloz que muchos hubieran jurado que era el propio Hijo del Viento disfrazado de colegial.

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