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La construcción del espacio.

Una mirada histórica al territorio


cordillerano de la Araucanía.
El territorio andino de la Araucanía,
concepto y antecedentes1

Jaime Flores2

La cordillera de Los Andes constituye uno de los rasgos geográficos


más distintivos de nuestro continente. En Chile y la Araucanía, espacio
donde centraremos nuestro trabajo, su presencia es total: siempre esta,
siempre ha estado. Si miramos al oriente, allí están Los Andes, el macizo,
sus volcanes Tolhuaca, Lonquimay, Llaima, Sollipulli, Villarrica y Lanín,
por nombrar algunos. Desde allí provienen los piñones y el viento puelche;
es el lugar preferente donde nacen los ríos y se ubican lagos y lagunas;
donde, en la actualidad, se concentra el bosque nativo y se han creado
parques y reservas nacionales; lugar de invernadas, veranadas y de bo-
quetes por los que cruzamos para Neuquén. En la Araucanía, la cordillera
de Los Andes ha sido habitada por el hombre desde tiempos ancestrales,
siendo los pehuenches a quienes más asociamos a esos parajes. Desde los
últimos años del siglo XIX, nuevos pobladores hicieron de dicho ambiente

1
Este artículo es tributario de dos proyectos: FONDECYT 1130809, denominado
«La Araucanía, sujetos y territorio: 1849-1950»; y FONDEF D09R1004, deno-
minado «Generación de un modelo replicable para la identificación y desarrollo
de contenidos en un circuito estratégico de naturaleza, historia y cultura para
el turismo de intereses especiales. Experiencia piloto en el área de influencia del
municipio de Pucón».
2
Departamento de Ciencias Sociales, Universidad de La Frontera (Chile). E-mail:
jflores@ufro.cl

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su hogar, conformándose nuevas manifestaciones espaciales tales como


comunidades indígenas, fundos, aldeas y pueblos.
Es por ello que, más que un fenómeno de la «geografía física» que
divide a dos países en la lógica de un límite o línea, podemos asumir que
la cordillera de Los Andes constituye un territorio, es decir, un espacio
socialmente construido, por tanto, dinámico y mutable en el tiempo,
resultado de los procesos históricos que vive el espacio «geográfico».
Para Carmagnani (1988), en una construcción territorial donde partici-
pan elementos internos y externos que actúan como sus articuladores y
desarticuladores, los constantes fenómenos de conflicto y cooperación
que se desencadenan en él y la particular forma de solucionarlos van es-
tructurando la identidad que singulariza los territorios. El territorio, en
tanto construcción social, tiene como artífice al hombre, quien incorpora
elementos de lo sagrado, lo natural y lo humano en dicha construcción. Por
su parte, Milton Santos señala que, a pesar de la complejidad de definir el
territorio, se debe tener presente que «este es la morada de los hombres, es
su lugar de vida y trabajo. Pero, ¿Cuál es, entonces, el espacio del hombre?
Se podría responder que el espacio geográfico. Pero ¿cuál es el espacio
geográfico? Su definición es ardua porque tiende a cambiar con el proceso
histórico, ya que el espacio geográfico es el espacio social» (Santos, 1990:
136). Agrega este autor que resulta necesario diferenciar entre espacio
como categoría permanente, en la que se da cuenta de lo que «atraviesa
el tiempo», y «nuestro espacio», es decir, lo que le pertenece a un tiempo
dado, lo propiamente histórico. En este caso, la noción de sistema social
es la base de la definición. Entendido así, el espacio se constituye en un
verdadero campo de fuerzas cuya aceleración es desigual. Esta es la razón
de que la evolución espacial no se realice en forma idéntica en todos los
lugares, por tanto, «el espacio es un hecho social, un factor social y una
instancia social» (Santos, 1990: 146).
En el mundo indígena, sostiene Álvaro Bello, el territorio y la
territorialidad parecen ser elementos fundamentales a partir de los cuales
las comunidades y grupos humanos buscan autorepresentarse frente a
los otros. Se trata, por tanto, de una fuente básica para la producción de
identidad. El territorio es un soporte y un «emblema de identidad, el lugar
de la historia, la memoria, el presente y el pasado» (Bello, 2011: 34). Para
este autor, «no es el territorio el que otorga o produce las identidades, es la
identidad que, bajo determinadas condiciones y contextos, la que asigna al
territorio significados específicos de gran valor y que dicen relación con el
arraigo y la pertenencia socioterritorial» (Bello, 2011: 36). Así, podemos

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asumir que el territorio es un espacio con sentido, el cual es entregado


por el pueblo que ejerce soberanía (control) sobre él. De esta manera el
territorio no constituye un dato fijo, sino que la historia va dejando su
huella en el territorio, por ello este cambia en el tiempo.
Tomando en cuenta estos planteamientos, proponemos observar la
cordillera de Los Andes en tanto territorio, esto es, no como una categoría
estática y neutral sobre la que actúan sujetos históricos siguiendo roles
preestablecidos (Craib, 2004: 3), ya que es esta «hipotética neutralidad
la que provee a la nación de un sentido de imparcialidad incuestionable»
(Figueroa, 2011: 136), en una suerte de inmutabilidad que no contribuye
para comprender los procesos históricos que han «dado forma» a la
cordillera. Nuestra actual mirada constituye solo una de sus versiones,
fuertemente influenciada por el proceso de expansión territorial de los
Estados nacionales iniciado en el siglo XIX en el marco de la construcción
de un territorio que le proporcionará «un sentido de corporalidad a
la nación» (Figueroa, 2011: 134) materializada en la «Pacificación de
la Araucanía» y la «Conquista del Desierto», en los casos de Chile y
Argentina, respectivamente. Sostenemos que en el contexto histórico de la
formación de los Estados nacionales la cordillera de Los Andes se partió
y repartió en dos, pasando a «conformar» un «límite natural» entro los
países. Representado como un lugar inhóspito, deshabitado, agreste y
frío, este límite se ha constituido en un obstáculo natural prácticamente
infranqueable que solo actos heroicos, como el del Ejército Libertador,
han podido vencer. Esta «imagen» hegemonizadora se fue imponiendo
a construcciones territoriales que se expresaron con mucha nitidez en
los siglos XVIII y XIX, perdurando incluso hasta las primeras décadas
del siglo XX; el «país de las cuencas» del que nos habla Andrés Núñez
(2009, 2012), o el «país mapuche» que nos ha recreado Álvaro Bello
(2011), territorio en que destaca la «porosidad» de la cordillera, una
permeabilidad que la lógica de los Estados nacionales invisibiliza en
el esfuerzo por construir una frontera como línea que divide y separa,
antes que un espacio al que se concluye y/o transita. Así por ejemplo,
desde este prisma, las actividades económicas, la geografía del territorio
cordillerano y las vías de comunicación nos inducen a pensar que no era
el macizo andino el «límite natural» que separaba a Neuquén de Chile,
sino el amplio «Desierto» que distanciaba esta provincia de Argentina,
situación que buscó ser revertida en las primeras décadas del siglo XX con
la prolongación del ferrocarril desde Bahía Blanca hasta Zapala.

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Bajo este contexto, sobre Los Andes, entendido como «paisaje


fugitivo» (Craib, 2004), se desarrollará un intenso proceso de «fijación
del territorio» por medio de la cartografía. Así, los elementos constitutivos
de la sintaxis euclidiana de la superficie, el punto y la línea, han sido de
enorme eficacia para fijar el espacio en tanto que, «en una sociedad sin
cartografía, la representación del espacio tiene un soporte en el mito, en
la toponimia o en la redes de rutas, caminos e hitos» (Bello, 2011: 37).
De tal forma que la cartografía que se fue levantando sobre los Estados
nacionales y por ende en el territorio cordillerano, constituyó un artefacto
en la conformación de nuestra «comunidad imaginada» (Anderson, 1993),
contribuyendo a asentar esta imagen en la «conciencia nacional» (Craib,
2004; Núñez, 2009, 2012; Sagredo, 2010).
Centrado en el ngulumapu o la Antigua Araucanía, este trabajo
busca aportar antecedentes que nos permitan mirar la cordillera de Los
Andes como un territorio no solo poroso, sino habitable y habitado desde
hace varios milenios, un espacio estratégico para la articulación con el
puelmapu, como lo muestran los hallazgos arqueológicos de la región
lacustre andina de la Araucanía; el establecimiento de la ciudad hispana
de la Villa Rica en el siglo XVI; la consolidación de cacicazgos en zonas
ribereñas de lagos, ríos y boquetes andinos, proceso fundamental en la
expansión territorial mapuche conocido como «Araucanización de las
Pampas» iniciado a fines del siglo XVII y que se proyectó hasta las últimas
décadas del siglo XIX; y, finalmente, la etapa marcada por la presencia
del Estado y nuevos habitantes que intervendrán y ocuparán estos parajes
desde el siglo XIX hasta el presente, desarrollando una lucha por el control
territorial, el usufructo y la propiedad de los recursos allí existentes. No es
de extrañar entonces que sea en la cordillera donde se lleven a efecto las
últimas acciones militares de Chile y Argentina en contra de los mapuches
y las primeras escaramuzas entre estos ejércitos nacionales, en el marco
de establecer sus respectivas soberanías en estas latitudes. Luego vendrá
un intenso proceso de control territorial expresado en la lucha por la
tierra y los recursos allí existentes, que involucró a indígenas, el Estado,
terratenientes, ocupantes y colonos nacionales o extranjeros, en todas las
variadas combinaciones que pudiera imaginarse. Por ejemplo, en la zona
cordillerana del Alto Biobío pareciera ser que en un primer momento, hacia
1860, el conflicto se produjo entre indígenas y terratenientes, resolviéndose
a favor de estos últimos, apoyados por el proceso militar de ocupación
de la cordillera de 1880; más tarde la lucha será entre terratenientes y
colonos y/u ocupantes nacionales, que tuvo su expresión más visible

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en la «Revuelta de Ránquil» en 1934, en todo este tiempo la protesta


mapuche siempre estuvo presente, ya sea contra terratenientes, colonos
nacionales o empresas madereras y eléctricas, además del Estado, siendo
la construcción de la Central Hidroeléctrica de Ralco, hacia fines del siglo
XX, una de sus últimas expresiones (Flores 1993, 1998). Mirado desde
el mundo indígena, una mujer pehuenche de Callaqui trazó, en la larga
duración, la ruta de esta historia: «primero [los wingkas] vinieron por el
oro, luego por las araucarias y ahora [1998] por la tierra y el agua» (Flores,
1999: 102), sentencia aplicable a la generalidad del territorio andino de
la Araucanía (Figura N° 1).

Figura N° 1. El ngulumapu o la Antigua Araucanía

Fuente: Elaboración propia.

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Las primeras huellas del hombre en Los Andes y la


llegada de los españoles
La presencia del hombre en la zona lacustre andina de la Araucanía
es de larga data. Los trabajos efectuados en Marifilo-1 y Pucón VI (Adán,
Mera, Becerra y Godoy, 2004) dan cuenta de una antigua ocupación
poblacional del sector lacustre cordillerano. Los estudios de Marifilo-1
informan de «una ocupación probablemente reiterada desde el 7.500 d.C.
hasta el 3.600 d.C.» (Adán, Mera, Becerra y Godoy, 2004: 1.130). Los
arqueólogos sostienen que estas eran poblaciones adaptadas a los bosques
templados con una fuerte tradicionalidad en sus modos de vida o econo-
mía de subsistencia, con una movilidad estacional y de más largo aliento
hacia las zonas costeras y trasandinas. Por su parte, alguno de los restos
encontrados en Pucón VI (ubicado en la Península de Pucón), «avala la
idea de circuitos de movilidad más amplio desde el Arcaico, conectando
el litoral con la precordillera» (Adán et al., 2004: 1.132).
La existencia de estos hallazgos tiene su contraparte en las ocupa-
ciones arcaicas conocidas para el sector cordillerano del área trasandina,
como son el Alero Los Cipreses y la Cueva Haichol, actuales provincias
de Río Negro y Neuquén, respectivamente. En el primer caso, «se registró
una ocupación desde 3.490 a.p. hasta el período histórico reciente (siglo
XIX), evidenciando ‘contactos’ prehispánicos y poshispánicos con el área
araucana chilena» (Adán, Mera, Becerra y Godoy, 2004: 1.132). En el se-
gundo, la presencia de ocupación data de ca. 5.800 a.C. hasta momentos
históricos (siglo XVII) teniendo como uno de los rasgos distintivos «la
intensa actividad de recolección de productos vegetales que estos grupos
practican» (Adán et al., 2004: 1.132), donde el piñón de la araucaria
jugaba un papel central. Los hallazgos dan cuenta que algunos de estos
sitios eran un «campamento residencial», como es el caso del Alero los
Cipreses, y otros, «campamento estacional o de ‘veranada`», como el Alero
Lariviere, en el lago Traful. (Silveira et al., 2010).
Estos estudios nos permiten apreciar que los habitantes del espacio
lacustre-cordillerano desarrollaban una serie de contactos, ya fuere al
interior de este o con lugares más distantes. En este mismo sentido se
orientan los hallazgos de artefactos de obsidiana y las canteras proveedoras
en la vertiente argentina (López et al., 2010) y chilena (Stern, 2008) de
la cordillera de Los Andes. Un conocimiento superior de este territorio y
prácticas especializadas con los productos vegetales, por ejemplo, llevan a
pensar en que existiría una mayor complejidad de estos grupos cazadores-

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La construcción del espacio. Una mirada histórica...

recolectores que le permitieron estar presentes en estas latitudes desde


antiguo. Al respecto, para tiempos más recientes, Ernesto de Moesbach
(1992) sostiene que decir que «los indígenas de Chile siempre han vivido
en el más estrecho contacto con la naturaleza» no es una «frase trillada»,
ella permite explicar «muchos aspectos de sus vida, de sus costumbres
y su idiosincrasia» (Moesbach, 1992: 43). En sus estudio sobre la her-
bolaria mapuche, logró identificar sobre 700 especies, de las cuales, más
de 600 poseían una denominación en mapudungun, lo que, a su juicio,
daba cuenta del conocimiento exhaustivo que los mapuches tenían de las
plantas y sus atributos.
Otras expresiones de esta adaptabilidad y generación de tecnologías
asociadas al entorno podemos observarlas en el uso de embarcaciones
monóxilas para la navegación por parte de la población mapuche. Al
respecto, José Bengoa (2003) sostiene la idea que los grupos mapuches
y sus antepasados habrían establecido una «sociedad ribereña» en torno
a los cursos y cuerpos de agua en la zona centro-sur. A partir de ello es
posible pensar que «estos mecanismos forman parte integral de los sis-
temas de adaptación cultural de estas poblaciones en forma transversal
desde los ambientes lacustres costeros a los cordilleranos del centro-sur de
Chile y probablemente más allá de Los Andes, hacia el territorio lacustre
de Patagonia Septentrional en Argentina» (Carabias, Lira y Adán, 2010:
91). Su fabricación y uso constituían formas centrales de la ocupación de
estos paisajes «en la interfase de los lagos Araucanos y Los Andes», la que
temporalmente se puede extender hacia el periodo Alfarero Tardío (Lira
2007; Carabias et al., 2010). Las investigaciones efectuadas por Hajduk
en la Isla Victoria, ubicada en el lago Nahuel Huapi, permitieron fechar
su presencia a lo menos hace 2.000 A.P. Otros hallazgos materiales de
esta misma área, la documentación de viajeros y el testimonio oral permi-
ten dar cuenta de su utilización hasta las primeras décadas del siglo XX
(Braicovich y Caracotche, 2008; Fernández, s/f).
Con la llegada de los españoles a la zona lacustre-andina se abre una
nueva etapa en el proceso de ocupación cordillerana de la Araucanía. La
presencia wingka está marcada con el reconocimiento y fundación de la
ciudad de Villa Rica en 1552, que se prolongó hasta 1602, fecha en que
fue destruida como consecuencia del levantamiento general mapuche
iniciado en 1598 que tiene como hito el combate de Curalaba, ocasión
en que fue muerto el gobernador de Chile Martín Oñez de Loyola. La
tradición atribuye su nombre a las noticias de minas de oro y plata en sus
alrededores, en tanto que su emplazamiento obedece a la necesidad de

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erigir una población que sirviera de soporte a las ciudades de La Imperial y


Valdivia, pero que, a la vez, facilitara el acceso a las gobernaciones situadas
al otro lado de la cordillera de Los Andes a través del paso Mamuil-Malal
(González, 1986; Aguilar, 2006).
La construcción de asentamientos, la repartición de tierras, la con-
cesión de encomiendas y la búsqueda de oro y plata constituyeron las
primeras tareas. Un interesante hallazgo en este sentido lo efectuó Américo
Gordon en lo que se conoce como la «Casa-fuerte Santa Sylvia», sector San
Pedro, en el camino que une Pucón con las termas del Wife. Gordon sostuvo
que esta constituía un asentamiento español y habría sido la residencia de
un encomendero que tenía como propósito la extracción de oro (Gordon,
1991). Además, estimaba que, en base a otros vestigios encontrados en el
área, la casa-fuerte formaría parte de una red de emplazamientos españoles
vinculados a la explotación minera que él denominaba «el camino del oro»,
que, partiendo de este sector cordillerano, desembocaría en Villarrica y
luego tomaría rumbo a Valdivia3.
Pero sin duda la presencia española en esta parte del territorio generó
la reacción de la población local. Leonardo León sostiene que esta «guerra
del malal» tenía entre sus principales características su dimensión posi-
cional, concentrando población en fortificaciones emplazadas en las áreas
de los lagos Villarrica, Ranco y Riñihue, constituyendo los bastiones de
lucha de las etnias puelche-huilliche que, además, estarían asociadas a un
«sistema defensivo regional que operaba bajo los dictados de una estrategia
militar global» (León, 1989: 139). La materialización de esta estrategia
en el sector oriental de la Villa Rica fueron los «fuertes» y «fortines» que
estudios de arqueología histórica han definido como «estratégicos o de
carácter defensivo» (Mera et al., 2004). Este trabajo de campo identificó
diez sitios, a saber: Pucura, Pitrén, Puraquina, Winkapaliwe, Panki, Wi-
trako Bajo, Witrako Alto, Kimeyko, Rukako Alto y Los Chilcos. Salvo
uno, todos se ubicaban al oriente de la ciudad, en sectores cordilleranos
emplazados en cimas de pequeñas colinas. Los estudios hacen presumir
que estos «fortines» fueron desarrollados por los mapuches en el marco
de las acciones bélicas con los españoles durante el siglo XVI y constitui-
rían una de las formas de resistencia indígena de un abanico mayor de
manejo de relaciones de conflicto y estrategias militares para la defensa
del territorio. Así es posible apreciar que la cordillera de Los Andes se
constituyó en un espacio en el que se fue materializando la guerra de
3
Conversación que sostuvimos con Américo Gordon en 1990, fecha en que efectuaba
los estudios.

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La construcción del espacio. Una mirada histórica...

Arauco, una lucha por el control de espacios estratégicos para españoles


y mapuches reflejado en la creación de la Villa Rica y los «fortines» del
territorio andino. Destruida y abandonada Villa Rica en 1602, el área pasó
a estar vedada al wingka y restringida a los mismos mapuches, hasta que,
el primer día de 1883, las tropas del ejército chileno llegaron a sus ruinas,
como analizaremos más adelante.

La araucanización de las pampas


La resistencia militar mapuche constituía una pesada carga para las
autoridades españolas. La cruenta y larga guerra de Arauco era difícil de
sostener por mucho tiempo más para una colonia con escasos recursos.
Era necesario despejar este problema, y el camino de la paz fue visto como
una ruta que se debía transitar. Diagnóstico que compartió el Marqués
de Baides. Desde su llegada, comenzó a establecer conversaciones con los
mapuches, un complejo proceso que culminó en las «Paces de Quillín» en
1641. El resultado más importante de este acuerdo fue, en el corto plazo,
el establecimiento del río Biobío como límite entre españoles y mapuches,
frontera que se continuó confirmando en los parlamentos futuros. En el
largo plazo, con el parlamento o koyagtun de Quillín se inauguró una
nueva etapa en las relaciones fronterizas, un «pacto colonial» que permi-
tió un relacionamiento interétnico distinto al establecido hasta entonces
y que se prolongó por más de dos siglos.
A partir de Quillín, los periodos de mayor tranquilidad se prolonga-
ron y los hechos de inestabilidad generalizada fueron menos frecuentes.
Las rebeliones mapuche de 1723 y 1766 fueron instantes donde la paz se
rompió, no obstante, «ellas no tuvieron la intensidad y los efectos de los
levantamientos indígenas precedentes y solo deben ser caracterizados como
sucesos parciales» (Casanova, 1989: 105). A pesar de estas rebeliones, el
intercambio comercial pasó a tomar un rol central en las relaciones inte-
rétnicas durante la Colonia y los koyagtun, en un espacio de negociación
y búsqueda de acuerdos. Poco a poco, ambas sociedades fueron conver-
giendo hacia la frontera del río Biobío, en el norte, y el área de Valdivia,
en el sur. De esta forma se fue conformando el espacio fronterizo donde
«la sociedad tribal no fue incompatible con la sociedad capitalista y ambas
podían aportar lo suyo al crecimiento económico y al sostenimiento de
una paz basada en intereses propios y comunes» (Pinto, 2000: 29). Los
años de guerra, la resistencia mapuche y las relaciones establecidas a partir
de Quillín fueron generando fuertes cambios. La sociedad mapuche del

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siglo XIX, como lo muestran una serie de investigaciones, tenía muy poco
que ver con aquella que habían conocido los españoles dos siglos antes
(Villalobos, 1982; Bengoa, 1985; León, 1991; Pinto, 2003).
En esta transformación iniciada tan pronto como se produjo el con-
tacto con los españoles, una de las primeras señales fue la «araucaniza-
ción del caballo» (Leiva, 1982), proceso a partir del cual los mapuches
desarrollaron una extraordinaria movilidad expresada, entre otros, en el
malón. Estos unían a la sorpresa la rapidez para el ataque y la retirada,
permitiendo, además, cubrir largas distancias. No solo los emplazamientos
militares fueron el destino de los malones, también las haciendas, donde
obtenían un cuantioso ganado que era conducido a la Araucanía. Así, al
promediar el siglo XVII, el objetivo militar de los malones fue diluyéndose
para adquirir un carácter más económico, en el que las haciendas consti-
tuyeron el destino predilecto para la obtención del botín, especialmente
en ganado. Con ello la «Araucanización de las Pampas» pasó a ser un
proceso central en la construcción de la economía, cultura y territoriali-
dad mapuches (Bengoa, 1985; León, 1991; Mandrini, 1992; Pinto, 2003;
Bandieri, 2006).
En este contexto la zona lacustre cordillerana adquirió nuevos senti-
dos. Los pasos que conectaban ambas bandas alcanzaron un rol estratégico
para el tráfico de ganado y los pastos cordilleranos, surgidos luego del
derretimiento de las nieves, tendrán una utilización más intensiva con el
pastar de los animales, así las veranadas se constituyeron en zonas de gran
valor en la constitución y desarrollo de la economía ganadera de la época
colonial y republicana. Una nueva etapa se vivía en la sociedad mapuche,
el de los viajes de los mapuches de la Araucanía a las pampas «argentinas»
es el tiempo de los nampülkafes, esto es, «aquellas personas que viajaban
de forma más o menos permanente al otro lado de la cordillera, ya fuese
a partir de malones y conchavos, o bien, a realizar visitas de cortesía a
los parientes y aliados» (Bello, 2011: 215). Para Bello, el viaje ocupó un
lugar relevante durante casi tres siglos en la sociedad mapuche, dando
cabida a la constitución de un conjunto de rituales «que formalizaban
una relación social y cultural con la experiencia personal o individual de
los viajeros, por ello, el puelmapu constituirá un elemento central de la
identidad étnica mapuche» (Bello, 2011: 214), marcando y organizando
los territorios «bajo la idea de un espacio o geografía ritual», un hecho
común a muchos pueblos indígenas que, en el caso de la Araucanía, estaría
«asociada, en parte, a los pasos y rutas que conducían a la cordillera y a
las pampas» (Bello, 2011: 216).

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Expresión de una «geografía ritual», y, por ende, de la ritualización


del viaje, son las ofrendas y rogativas en algunos hitos o lugares delimita-
dores de territorios, convirtiendo a estos en verdaderos «altares, oráculos
o espacios sagrados al aire libre, que muchas veces cumplían la función
de pasos o puertas rituales y mágicas» (Bello, 2011: 216). Los viajes des-
de la Araucanía hacia la Pampa implicaba una serie de incertidumbres
y riesgos; por ello, a la entrada de la cordillera los viajeros indígenas se
detenían a hacer sus oraciones en unas piedras rituales conocidas como
retrikura. Así, por ejemplo, podemos mencionar la piedra de Curalhue,
ubicada en el boquete de Callaqui que une esta zona con Laguna Agria.
Otra se encontraba en la zona cordillerana de Pucón, en la ruta que con-
duce por Mamuil Malal hacia la otra banda. Una de las más conocidas
es el retrikura en el camino internacional que cruza por Pino Hachado,
unos kilómetros al poniente de Malalcahuello (Stehberg, 1980). Gustave
Verniory, quien transitó este camino a fines del siglo XIX, señalaba que
«la famosa piedra de Retricura, objeto de veneración para los indios»,
poseía una reputación que se extendía muy lejos, tanto en Argentina como
en la Araucanía. Agregaba que, generación tras generación, los mapuches
efectúan allí la siguiente invocación: «Padre Retricura, estamos en camino
hacia la Argentina. Mantén nuestros caballos en buenas condiciones y haz
que no nos ocurra ningún accidente. ¡Oh, padre Retricura!, si nos espera
una desgracia, dile al chucao que nos prevenga. Vamos a darte nuestras
ofrendas y a decirte adiós, ¡oh, Padre Retricura!». Luego, en unas perfo-
raciones en la piedra, se depositaban las ofrendas que podían consistir en
monedas, tabaco, cigarrillos, piñones, trigo tostado o charqui (Verniory,
2005: 342). Los retricuras, cuyo traducción es «piedra labrada» (Lenz,
1895-1897: 424), nos aproximan a la significación que entre los mapu-
ches tenía la naturaleza, en particular este «respeto» con la cordillera
que los lleva a solicitar protección a las divinidades cuando se adentraba
por aquellos parajes y a dar las gracias al regreso de ellos. Una acción
que había adquirido una fórmula ritual hacia fines del siglo XIX, para
permanecer en el siglo XX, y a la cual se fueron adscribiendo los chilenos
en sus travesías por la cordillera (Verniory, 2005; Lenz, 1895-1897) e in-
cluso apropiando esta religiosidad a pautas católicas a través del cambio
de nombre a «Piedra Santa» y su horadación para instalar una imagen de
la Virgen, como ocurre con aquella que está a la vera del camino en las
proximidades de Malalcahuello.
Desde un punto de vista económico, estos viajes al puelmapu posibi-
litaron que lentamente las redes indígenas se fueran articulando con las

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redes capitalistas, proceso en el que se configuran varios fenómenos. Por


una parte, la acumulación de ganado obtenido a través de los malones fue
incrementada con el cimarrón existente en la Pampa, sirviendo como un
medio para el intercambio con la sociedad hispano-criolla. Por otro, las
haciendas del Chile Central comenzaron a ser presionadas para proveer
de charqui, cordobanes y sebo a centros urbanos en formación, la zona
minera del Norte Chico y el yacimiento minero de Potosí, en el Alto Perú.
De esta forma, como sostiene Jorge Pinto, fueron estructurándose, a lo
menos, tres ámbitos de intercambio: «En primer lugar, un intercambio a
nivel local que ocurrió alrededor de las comunidades indígenas y las ha-
ciendas fronterizas; otro que involucró a la Araucanía y las Pampas y un
tercero que conectó a toda la Frontera con el resto del imperio. No fueron
ámbitos aislados e independientes, los tres se complementaban e influen-
ciaban mutuamente» (Pinto, 2003: 36). De tal manera que la Araucanía,
lejos de constituirse en una región marginal, logró desarrollar importantes
procesos de integración interna y establecer lazos de articulación con el
resto de la economía colonial. En este proceso, los parlamentos fueron el
medio más utilizado para regular las relaciones de poder entre wingkas y
mapuche. La consolidación de las redes capitalistas con las indígenas dio
origen a una serie de intereses, altamente complementarios entre ambas
sociedades, que el paso de los años fue solidificando. Por ello no es de
extrañar que estas bases no fueran dañadas substancialmente por proceso
tan potentes como las reformas borbónicas o la independencia de Chile,
panorama que solo sería modificado por el nuevo contexto internacional y
nacional al alero del discurso liberal y la Revolución Industrial, que termina
por sentar las bases de la desintegración del «viejo espacio fronterizo».
Para mediados del siglo XIX un nuevo paisaje se estaba dibujando en
el plano internacional y nacional. En este cuadro, la Araucanía se encon-
traba en un estadio de ajuste, una transición entre relaciones interétnicas
organizadas al amparo del «pacto colonial» y la búsqueda de un ordena-
miento que respondiera a este nuevo contexto, contemplando las capaci-
dades y el rol que en este cabía a chilenos y mapuches. Por ello no era de
extrañar que volvieran a tomar forma viejos mecanismos coloniales como
los parlamentos, las misiones y el comercio, con el objeto de restablecer
las articulaciones entre ambas sociedades. Sin embargo, para la misma
época reaparecen algunos utilizados en tiempos de la conquista, como la
expedición de guerra y la fundación de ciudades; finalmente, surgieron
herramientas que terminaron de perfilar la nueva relación entre mapuches
y chilenos: la distribución (propiedad) de la tierra, las vías de transporte y

428
La construcción del espacio. Una mirada histórica...

comunicación, las reducciones y la llegada de nueva población, entre otras


(Flores, 2008). Así, la idea de ocupar el territorio mapuche cobró fuerza y
adeptos. Las crisis económicas de aquellos años se constituyeron en otro
factor que incidió en su materialización. Buscar un diseño apropiado fue
el desafío de políticos y militares. La creación de la provincia de Arauco
en 1852, la refundación de Angol en 1862 y la constitución de las líneas
fronterizas (Malleco, Costa y Toltén), fueron señales claras del nuevo
escenario que comenzaba a operar en la Araucanía. El «pacto colonial»
y la territorialidad que le acompañó habían quedado obsoletos para la
clase dirigente chilena, pero no eran de la misma opinión las parcialidades
mapuche; unos buscaron cambios, otros los resistieron y al final del siglo
un «nuevo trato» terminó por imponerse. Con él, la cordillera de Los
Andes quedó fragmentada en dos.

Construcción de los Estados nacionales y la apropia-


ción de la cordillera
Luego de la independencia, ambos Estados comienzan a estar fuerte-
mente influenciados por las nuevas y agresivas corrientes del liberalismo
que, en lo ideológico, significaron que la elites dirigentes de estos países
tomasen como bandera los conceptos de civilización y progreso que im-
pactaron en la mirada que se tenía sobre los indígenas, asociando a estos
a la barbarie y el atraso. Por otra parte, el capitalismo inglés del siglo XIX
comenzó a presionar a la periferia por nuevas y más materias primas.
Como consecuencia, los gobiernos locales se dieron a la tarea de expandir
sus territorios a espacios deshabitados, con escasa población u ocupados
por indígenas. De esta manera, a partir de la segunda mitad del siglo
XIX, ambos Estados nacionales comenzaron una política de ocupación
de los territorios ubicados al sur de donde se localizaban sus respectivos
centros de poder (Santiago y Buenos Aires). Para ello era fundamental
lograr reducir a las poblaciones indígenas ubicadas en estas tierras; como
consecuencia, la territorialidad mapuche será intervenida. En esta tarea,
junto a las fuerzas militares se encontrarán grandes terratenientes y cam-
pesinos que presionarán por la apropiación de tierras en desmedro de la
población indígena. La lucha por la tierra se instala en las antiguas tierras
indígenas y, por ende, en la zona cordillerana.
Un buen ejemplo de este proceso es la constitución de la hacienda San
Ignacio de Pemehue, en la zona cordillerana de la Araucanía. Esta gran
propiedad, ubicada en el Alto Biobío, tiene sus raíces en el siglo XIX (28

429
Jaime Flores

de marzo de 1863), cuando José María Rodríguez se adjudicó, en remate


público efectuado en Los Ángeles, las tierras que se habían «embargado»
al «cacique Naguel». El 23 de octubre de 1864 Rodríguez vendió a Cor-
nelio Saavedra, militar que lideró la «ocupación de la Araucanía», «parte
de los terrenos que fueron del cacique Naguel». El terreno sobrante fue
adquirido por Manuel Bulnes, hijo del presidente Manuel Bulnes Prieto,
el 15 de octubre de 1876. De esta forma Saavedra y Bulnes quedaron
dueños de la totalidad de los terrenos que José María Rodríguez había
rematado, formando los fundos «San Ignacio» y «Santa Elena». Para
1881 Francisco Puelma Castillo, importante político y minero del norte,
había comprado a Saavedra y Bulnes dichos terrenos constituyendo la
hacienda «San Ignacio de Pemehue», a las que habría que agregar aquellas
otras tierras que arrendó al Estado, lo que hacía un total de algo más de
240.000 hectáreas, esto es prácticamente la zona cordillerana entre Ralco
y Lonquimay (Flores, 1999). A la muerte de Francisco Puelma Castillo
en 1893, los herederos formaron una sociedad colectiva, con el objeto de
explotar los bienes de la sucesión, llamada Puelma, Tupper y Cía., la que
se encargó durante algunos años del fundo «San Ignacio de Pemehue» y
del pastoreo de sus animales en los terrenos arrendados. En 1896 muere
Elisa Tupper viuda de Puelma y la sociedad termina, nombrando como
liquidador a Eleodoro Yáñez. Para tales efectos se contrató a un ingeniero
que demarcara la hacienda, la hijuelara y valorizara. El ingeniero Alberto
Larenas formó veintiún hijuelas considerando, además, aproximadamente
130.000 cuadras de terrenos cordilleranos que formaban los lotes arren-
dados al Fisco. La legalización de esta situación se efectuó en 1901. De
esta forma, la hacienda San Ignacio de Pemehue quedó dividida en una
serie de «hijuelas» cuyos propietarios eran los hijos de Francisco Puelma
Castillo. La sucesión reclamó para sí estos terrenos en donde se habían
ido ubicando numerosos ocupantes nacionales, cultivando estas tierras
por años. En 1920 el fundo «Lolco» fue vendido por Manuel Puelma
Tupper a los señores Olhagaray y Charó, en tanto que los otros fundos
como Chilpaco y Ránquil fueron arrendados sucesivamente. En 1930 eran
arrendados por Miguel Rodríguez y Gastón Rambeaud, respectivamente.
Algunos de los fundos originados en la hacienda San Ignacio de Pemehue
constituyeron el escenario de la revuelta campesina de Ránquil en 1934,
fruto de la disputa por la tierra cordillerana entre hacendados y ocupantes
nacionales y donde la represión del Estado, a través de la fuerza de Cara-
bineros, dejó un saldo superior a ciento cincuenta muertos (Flores, 1993).
La evolución histórica de esta hacienda nos permite aproximarnos a la

430
La construcción del espacio. Una mirada histórica...

gestación de la ocupación y el desplazamiento de la población mapuche


de un sector del Alto Biobío, su posterior evolución y cómo se constató
el rompimiento de la continuidad territorial y cultural de la población
indígena. El espacio restante comenzó a sufrir procesos de atomización al
ser, los mapuches, confinados a reducciones, en donde se vuelven a recrear
nuevos procesos de territorialidad.

Estado-nación y la ocupación militar de la cordillera


de Lonquimay y Alto Biobío
Desde 1861 los avances militares al sur del Biobío se habían efectuado
por el litoral y el llano central, dejando sin explorar la zona cordillera-
na a la que huían los indígenas del territorio que, tanto en Chile como
Argentina, se iba ocupando. Allí la naturaleza era generosa, ya que su
geografía los aislaba de las tropas y sus recursos les permitían sobrevivir
en los tiempos de guerra. Martín Drouilly, teniente coronel a cargo de la
expedición a la cordillera de Los Andes, señalaba que la mayor ventaja
que tenía este territorio para el mapuche era «su interposición entre las
Pampas Arjentinas i la Araucanía, que permitía a sus moradores participar
a las correrias que hacían sus vecinos, tanto de la frontera arjentina como
sobre la chilena, manteniendo sobre estas apartadas tribus el espíritu
nómade i depredador, presentándoseles facilidades de comunicaciones
entre sí i perspectivas de refujio aparentemente inespugnable, cuando sus
propios territorios llegasen a ser sometidos a las respectivas autoridades»
(Drouilly, 1882: 242).
En efecto, producto de la «Conquista del Desierto» los indígenas se
habían refugiado en la vertiente occidental de Los Andes. Algunos de ellos
se sometieron a las autoridades chilenas, dedicándose al trabajo en los
fundos colindantes, «otros en gran número quedaron en los valles del Alto
Bío-Bío, manteniendo desde allí hostilidades constantes, no solamente con
el ejército arjentino, destruyendo sus convoyes i a veces sus fuertes, sino
que efectuaban unidos sus correrías en territorio chileno, ya en la ‹Vega
Larga› de la provincia de Ñuble, donde mataron bastante jente llevando
muchas mujeres cautivas, ya ayudando en número de 300 al ataque del
fuerte Temuco en la orilla del Cautín» (Drouilly, 1882: 242). Este estado
de cosas había puesto en alerta a las poblaciones de la zona, por ejemplo,
en Antuco, e interrumpido el tráfico de animales a las veranadas cordille-
ranas, así como el comercio trasandino.

431
Jaime Flores

Sabiendo que el gobierno ocuparía el Alto Biobío, los especuladores de


tierras comenzaron a efectuar transacciones de terrenos con los indígenas a
fin de alegar propiedad sobre ellas. Drouilly agregaba que algunos de estos
particulares fueron «poco delicados en sus procedimientos», afirmación
no solo válida para la zona cordillerana, sino para todo el territorio ma-
puche. La compra bajo engaño o la práctica de embriagar a los indígenas
para luego cerrar la venta fueron maniobras recurrentes en la Araucanía
(Flores, 1996). En caso necesario, la muerte no estuvo ausente. Aurelio
Astrosa, antiguo habitante de la zona cordillerana de Ránquil, recordaba
que su padre narraba una historia de un lugar llamado «la mortandá».
Allí habrían muerto «indios grandes y chicos. Los emborracharon primero
y luego los mataron», a manos de un grupo que obedecía las ordenes de
«Los Puelma»4, importante hacendado del área.
Por otro lado, el ejército argentino había efectuado varias incursiones
en territorio chileno en su afán de reducir a los indígenas del Neuquén,
originando serios problemas limítrofes. Con la ocupación de la línea
cordillerana se buscaba acabar con el estado de guerra en dicho territo-
rio, impidiendo que los indígenas continuasen las hostilidades contra los
argentinos; estableciendo a la brevedad el control de los pasos y valles
ubicados en la línea del Biobío y frenando las adquisiciones ilegales de
terrenos que «pertenecen de derecho al Fisco», evitando que los mapuches
fueran «perturbados en la posesión de lo que racionalmente les pertenece»,
señalaba Drouilly.
En diciembre de 1881, tres compañías avanzaban hacia la cordillera
por la ruta del río Renaico para, días más tarde, bajar por la falda de la
cordillera de Pichinitron. Los indígenas se habían retirado y comunicaban
con señales de humo la presencia de la expedición. Cruzando el Biobío a
la altura de Contraco, se tomó posesión de Nitrito el 3 de enero de 1882.
Se reconocieron los diversos pasos y un destacamento avanzó a la Vega
de Guayalí para controlar esos boquetes, mientras el resto de la división
seguía hacia el sur, quedando otros cincuenta hombres en Nitrito. Pen-
sando que los indígenas se habían refugiado en el valle de Lonquimay se
tomó ese rumbo, luego de sortear las dificultades que ofrecían el paso de
los ríos Biobío y Lonquimay. A orillas de este último se produjo el primer
encuentro armado, dejando un saldo de un soldado herido y un indígena
muerto. Se continuó hasta Galletúe, no pudiendo dar con los indígenas
que habían trasladado sus familias al otro lado del límite con Argentina.

4
Entrevista efectuada a Aurelio Astrosa, Ránquil, 12 de febrero de 1992.

432
La construcción del espacio. Una mirada histórica...

Las tropas se retiraron a Nitrito, registrándose algunas pequeñas escara-


muzas en su trayecto.
Allí se convocó a los caciques para someterse. Entre estos se encon-
traban Zúñiga y Colicheo. Como otros, ubicados en lugares más distantes,
estaban indecisos, se organizó una fuerza de cien «indios amigos» que fue
hasta las proximidades del río Limay, en territorio argentino. La misión
era convencerlos de la conveniencia del sometimiento a las autoridades
chilenas o argentinas; con ello evitarían nuevas incursiones en ambos lados
que les ocasionaría, por lo menos, la pérdida total de sus animales. Resul-
tado de esta gestión los caciques Queupo, Morales y otros respondieron
que en primavera vendrían a «asilarse» en territorio chileno, en tanto que
Renquecura y otros caciques lo hicieron en el fuerte Roca. Como prueba
de sumisión mandaron cautivas tomadas en el malón de la cordillera de
Chillán. Otros como Huaiquimir, Paineo y Chenquel mandaron recados
de no hostilizar la frontera argentina. El sometimiento de los indígenas a
ambos lados de la cordillera permitió a las tropas argentinas avanzar sus
fuertes más al sur del río Agrio y cesaron los actos de guerra en territo-
rio chileno. De esta forma el antiguo tráfico por Antuco se reanudó, los
hacendados limítrofes volvieron a mandar sus animales a la cordillera y
comerciantes argentinos llegaron a Los Ángeles a desarrollar sus activi-
dades (Drouilly, 1882)5.
Una segunda expedición se registró en 1883. En ella se debía conso-
lidar las posiciones logradas en la campaña anterior. En esta oportunidad
las fuerzas estuvieron compuestas por guardias nacionales de los depar-
tamentos vecinos, junto a quince artilleros. Las tropas llegaron hasta las
faldas del volcán Llaima. En su trayecto se encontraron con gran cantidad
de indígenas que venían escapando de las tropas argentinas que avanzaban
por el Neuquén, persiguiéndolos hasta los valles cordilleranos en Chile.
En el valle de Llaima estaban los caciques Namuncura y Renque. Nueva-
mente se efectuaron juntas para lograr someter a los indígenas, compro-
metiéndose la gran mayoría de ellos. Drouilly señala que esta expedición
«puso fin a la última expectativa que tenían los araucanos i pehuenches
de conservar su independencia» (Drouilly, 1883: 355).
Con la llegada de las fuerzas militares, grandes hacendados y «cam-
pesinos» sin tierras comienzan un proceso de arrinconamiento de los
ancestrales habitantes de este territorio hacia espacios más inaccesibles.
Junto con la resistencia militar, surgen los numerosos reclamos que los
5
Drouilly señala que uno de los vecinos que más apoyo les prestó fue Francisco
Puelma Castillo.

433
Jaime Flores

indígenas efectuaron ante el gobierno chileno. Para el ingeniero Francisco


Munizaga, encargado de efectuar las mediciones para la instalación de la
Colonia de Lonquimay, los pehuenches eran unos verdaderos nómades
que vivían en el verano en las partes altas de la cordillera y en invierno
en los sectores bajos, alimentándose de piñones y animales de los colonos
constituyendo, a su juicio, un problema para el desarrollo de la región
(Munizaga, 1898). Para él existían dos vías de solución: la primera era
echarlos de allí, como lo hicieron los antiguos arrendatarios de esos luga-
res; la segunda, radicarlos a todos en un solo valle, para cuyo efecto dejó
una extensa zona que se extendía entre la confluencia del río Liucura con
el Biobío y la laguna de Galletué, a ambos lados del río Biobío. La zona
era abundante en pastos para aquellos que tenían animales y en piñones
para su manutención.
Reducir y reasentar a los mapuches de la cordillera se constituyó en
una fórmula desarrollada por el Estado para hacer efectivo el control de
estos espacios limítrofes. Un caso ilustrativo de reasentamiento se regis-
tró en el valle de Lonquimay. Desde allí fueron trasladados un grupo de
pehuenches a Llallicura, cerda de Lautaro en el valle central; con ello se
buscaba evitar desórdenes y robos, a la vez que acercarlos a los centros
de poblaciones y «habituarlos al trabajo», concentrándolos en quinientas
hectáreas. Posteriormente, el cacique Agustín Cheuquel solicitó una reserva
en el valle de Lonquimay, señalando que era uno de los indígenas que ha-
bitaba las regiones de Lonquimay y Alto Biobío. La petición fue denegada
por tener reserva designada y porque los terrenos solicitados habían «sido
destinados a instalar a los chilenos que colonizaban territorios argentinos»
(Flores, 1999: 90), de acuerdo a la Ley de Repatriación de 1896. En junio
de 1898 se constata que junto a la colonia de Lonquimay se habían ido
estableciendo un «sin número» de indígenas para vivir a merced de los
colonos, «manteniéndose con los animales que día a día les roban. Es-
parcidos en estos campos se encuentran no menos de doscientas familias
indígenas que a razón de seis personas por familia, término medio, da una
población de 1.200 indios». Estos «allegados» no eran otros que aquellos
que habían sido reasentados y radicados entre los pueblos de Victoria y
Lautaro, y que volvían a su territorio ancestral. Por esos mismos años, los
principales caciques del Alto Biobío y Lonquimay elevaron una carta de
reclamo a las autoridades capitalinas, por los abusos y malos tratos de los
gendarmes. La nómina de caciques que adherían estaba compuesta por
Leonardo Naneo, Juan Llanquitrin, Puablino (sic.) Guaiquillen, Gregorio
Nehuen, Manuel A. Quempo, Agustín Cheuquel, Pedro Cafuqueo, Juan

434
La construcción del espacio. Una mirada histórica...

Quiroga, Pitrol e Ignacio Caniuñir (Flores, 1999: 91). El director de la


Colonia de Lonquimay, Melitón Reyes, negaba los cargos, señalando que
en realidad el culpable de que los indígenas estén «agresivos y desconfor-
mes» era Roque Fernández, quien hacía años vivía entre los indígenas de
Lonquimay. Reyes sostiene que el objetivo de Fernández era la entrega a
los indígenas de todos aquellos valles e incluso los ubicados al norte de
Lonquimay, los de Rahue y Ránquil. A la fecha Fernández mantenía un
pleito con los «señores Puelmas» para recuperar los valles que estaban
en sus posesiones. En su argumentación Reyes plantea que Fernández
introduce indígenas a aquellos valles —unos mil a la fecha— y aconseja a
estos que no obedezcan a las autoridades y hostilicen a los colonos hasta
que se cansen y se retiren; por esto los indígenas «están ensoberbecidos»,
concluyendo el director de la Colonia que Fernández debía salir cuanto
antes de allí (Flores, 1999: 91).

La ocupación de Villarrica y de la línea de la cordillera


La rebelión de 1881, que conllevó la derrota militar de abajinos y
lafkenches; el rompimiento de lealtades internas en estas agrupaciones y,
de estas con los arribanos; la miseria generalizada de todas las parciali-
dades mapuches de la Araucanía; la postración anímica de los guerreros
mapuches; y la superioridad militar y de recursos, por parte del ejército
chileno, generaron un ambiente propicio para resolver, definitivamente, el
«problema mapuche». El hito que marcó el punto final fue la ocupación,
en el verano de 1883, del sitio que hasta 1602 había sido asiento de la
antigua ciudad de Villa Rica, la «última cautiva» por liberar. Este avance
se había iniciado el 20 de noviembre, cuando salía de Temuco, en direc-
ción del río Toltén, el coronel Gregorio Urrutia con ochocientos soldados.
Desde el Cautín al río Quepe la marcha fue fácil, pero luego de cruzar
este río comenzaba «la selva secular». Con hacha se abrió una senda de
dos metros de ancho hasta un lugar más despejado que denominó Freire,
dejando una guarnición en aquel punto. La tropa continuó hacia el sur y
luego al este con las mismas dificultades, a las que se agregaron el cruce de
los ríos Allipen y Toltén. El 31 de diciembre, la vanguardia de la expedición
entraba a las ruinas de la ciudad, que no había vuelto a ser habitada por
españoles en los últimos 281 años. Los soldados, asombrados, recorrie-
ron lo que quedaba de ella, las que habían sido sus calles, solares y plaza,
todo estaba cubierto de un espeso bosque. Además de estas guarniciones,
Urrutia estableció otras en Meuquen y Pucón. Este último punto era la

435
Jaime Flores

llave del famoso paso de Villa Rica que permitía la comunicación con la
pampa argentina (Memorias del Ministerio de Guerra, 1883).
Desde Villarrica, Urrutia inició una serie de exploraciones hacia el
sector cordillerano. El 7 de marzo, bajo una torrencial lluvia, doscientos
soldados, al mando del coronel, avanzaban por la ribera del río Allipén en
dirección de Cunco. Allí esperaba fundar un nuevo fuerte. En su trayecto
cruzó las tierras del cacique Maile Painemilla, quien manifestó su disgusto
pues lo habían hecho sin su permiso. La expedición continuó hacia las
tierras del cacique Queupul, el que, extrañándose de la presencia de los
soldados, se presentó ante el militar diciendo «que se habían preguntado
la razón de su llegada a estos campos donde no había puesto el pie ningún
español (extranjero), agregando que, los árboles seculares han perdido
sus hojas, los esteros i los ríos han cambiado de lecho, a los bueyes se le
han caído los cuernos de viejo, pero hoy después de tantos años llegan
los huincas a arrebatarnos nuestros suelos i a levantar pueblos sobre
ellos; para quitarnos nuestras costumbres i turbar la soledad de nuestro
modo de vivir». El coronel le contestó, con un tono sarcástico, que, como
habían participado en el último levantamiento (1881), se habían hecho
«merecedores de un fuerte» (Subercaseaux, 1883: 114-120).
La fundación del fuerte Cunco era clave para controlar la región cordi-
llerana. Este se conectaba con el de Llaima, cuya tropa debía refugiarse en
Cunco durante la estación de invierno para evitar que la nieve los aislara.
A su vez, ambos sitios eran apoyados por el recién creado fuerte de Freire,
más central y con mayor guarnición preparada para cualquier evento.
Así, una red de nuevos fuertes se unía a los establecidos en la línea del
Cautín. Paralelamente, como ya hemos explicado, en la zona cordillerana
más al norte, por donde se desplazaba Urrutia, una expedición al mando
del teniente coronel de la Guardia Cívica, Martín Droully, avanzaba por
el Alto Biobío y los valles de la cordillera de Los Andes. El esfuerzo por
flanquear el este de la Araucanía con el establecimiento de una línea militar
llevaba un par de años y estaba llegando al momento de su consolidación.
En 1883, la dotación de soldados en la Araucanía alcanzaba una fuerza
efectiva de 2.700. Luego de la Campaña de Villarrica y la instauración
de la línea de la cordillera en aquel año, las acciones bélicas fueron dis-
minuyendo significativamente. En adelante, la tarea del ejército consistió
en permanecer alerta ante posibles alzamientos mapuches, en establecer y
mantener el orden alterado por partidas de bandoleros que comenzaban
a actuar con mucha frecuencia en La Frontera y la consolidación de la
soberanía en la zona cordillerana. Pero, en general, se reorientó a la conso-

436
La construcción del espacio. Una mirada histórica...

lidación de algunos fuertes, la mejora de sus dependencias, la reparación y


habilitación de vías de comunicación entre ellos, pueblos y colonias de la
Araucanía. El estado de sendas y caminos abiertos, los puentes construidos,
la habilitación de lanchas para navegar por ríos y lagos, la instalación
del telégrafo, el devenir del correo, la labor en la construcción de la línea
del ferrocarril y la mejora de la infraestructura de los pueblos fronterizos
fueron los temas relatados, en adelante, en las memorias del Ejército del
Sur. (Memorias del Ministerio de Guerra, 1883).
La visualización del territorio fue un trabajo permanente de hecho.
Además del fin bélico que motivaba las diversas expediciones militares que
se internaban en la Araucanía, existía un componente exploratorio y des-
cubridor importante. En este contexto se inserta la expedición exploradora
que acompañó al ejército que avanzaba hacia la ocupación de Villarrica,
creada por Decreto Supremo del 29 de noviembre de 1882. No obstante
los diversos inconvenientes que debió sortear, la comisión llevó a cabo va-
rios trabajos de exploración y levantamiento de planos que «contribuirán
al mejor conocimiento de aquella interesante comarca de Chile i que no
dudo serán de bastante utilidad para las futuras exploraciones» (Memorias
del Ministerio de Guerra, 1883: 338). Los científicos determinaron una
serie de coordenadas geográficas, posiciones astronómicas «exactas» de
varias ciudades, fuertes, pasos de ríos y cumbres de cordillera desde Angol
hasta Villarrica y Valdivia, así se iban «fijando» estos «espacios difusos»,
constituyendo un territorio nacional para Chile.

La nueva construcción del territorio cordillerano,


veranadas y límites
Para quienes conocían la zona cordillerana, esta tenía un potencial
ignorado si se le miraba a la distancia. Viajeros, exploradores, autori-
dades civiles y militares, entre otros que observaban desde cerca, dan
cuenta de la importancia de esta zona para la actividad ganadera y las
relaciones socioculturales y ecológicas que ella implicaba, en donde las
veranadas e invernadas constituían dos caras de una misma moneda, a la
vez que entregan elementos que ayudan a dimensionar la gravitación de
la alta cordillera dentro de un marco territorial mayor. Por ello resultaba
complejo el control del ir y venir de ganado y personas hacia y desde
las veranadas, ya fuere hacia Chile o Argentina. Arriba en la cordillera
la frontera como límite no existía y era justamente eso lo que buscaron
establecer, desde un primer momento, las autoridades políticas chilenas

437
Jaime Flores

y argentinas, en el marco de un puzzle mayor que era el resto de las


provincias que daban forma a ambos países.
En esta dinámica de construcción de los territorios nacionales
surgieron problemas de límites entre ambos Estados a partir de fines del
siglo XIX. En el horizonte, la guerra emergió como una posibilidad cierta.
Para 1894 las relaciones estaban fuertemente deterioradas repercutiendo en
la situación de los chilenos en Neuquén, manifestándose, entre otras, en las
requisiciones de sus caballos y los enganches forzados para incrementar las
filas del ejército argentino. El temor de un conflicto hizo que los ganaderos
chilenos depositaran parte de sus recursos en bancos de los pueblos del
sur de Chile. En este contexto era lógico que se deterioraran las relaciones
entre el cónsul chileno y las autoridades argentinas de Neuquén, las que
se distendieron en la medida que la situación de tensión bélica fue siendo
reemplazada por la diplomacia hacia principios del siglo XX.
Este contexto de una posible guerra y la complicada situación de los
chilenos en Argentina, particularmente en Neuquén, llevó a que el gobierno
de Chile promulgara la Ley de Repatriación de Chilenos de Argentina en
1896. En esta se establecía que se autorizaba al presidente de la República
para que «pueda conceder en las provincias de Cautín, Malleco y Valdivia,
todas colindantes con el territorio de Neuquén, hijuelas hasta de ochenta
hectáreas por cada padre de familia y hasta cuarenta por cada hijo varón
mayor de dieciséis años, a los chilenos que hallándose establecidos como
colonos en el territorio de la República Argentina, hubieran regresado
o regresaren al país» (Flores, 2000). En oficio dirigido a la Inspección
General de Colonización, el ministro de Relaciones Exteriores aclaraba que
los colonos nacionales repatriados de la argentina debían «agruparse en
colonias», ubicadas distantes de las actuales poblaciones, con el objeto de
crear nuevos centros de población y dar impulso a estas regiones apartadas
e «incultas». Pero sin duda que existía otro motivo poderoso para la
repatriación de chilenos: la guerra estaba próxima y surgía la necesidad
de poblar la zona fronteriza con Argentina, sobre todo aquellos lugares
estratégicos como Lonquimay. Era imperativo sentar soberanía sobre
espacios que, hacia 1896, eran continuamente «visitados» por tropas del
ejército argentino, a la vez que se hacía necesario vincularlos a la dinámica
productiva del país (Flores, 2012).
La presencia del Estado chileno y argentino se fue materializando
en los territorios australes. En la medida que estos países comenzaron
a articular los espacios conquistados en una lógica territorial funcional
a sus intereses, se dieron a la tarea de controlar en forma efectiva sus

438
La construcción del espacio. Una mirada histórica...

fronteras políticas, buscando vincular los espacios fronterizos al concierto


del territorio y la economía nacional. En esta dirección se inscribió la
instalación de aduanas por parte de Argentina en los principales pasos
cordilleranos por donde fluía el tráfico de población y comercio entre la
zona sur de Chile y Neuquén.
El 27 de octubre de 1895 el periódico Neuquén informaba que partían
hacia la cordillera los «guarda-boquetes», para hacerse cargo de las
aduanas que por primera vez se establecían en el territorio. Vistas desde
Chile como un acto de hostigamiento, en tanto afectaba el tráfico comercial,
desde la banda oriental estas constituían un acto de «afianzamiento de
nuestra soberanía», terminando con el ir y venir sin control durante el
verano de los chilenos que no reconocían ninguna autoridad que «hiciera
sentir la influencia de su ejercicio», señalaba este mismo periódico el 29 de
diciembre. Desde esta perspectiva el establecimiento de aduanas, sostenía
este medio escrito el 5 de enero de 1896, contribuía a la «argentinización
de una extensa región del país y a su vinculación al comercio con el Río
de La Plata llamado a imperar y a derramar en ella los beneficios de su
acción transformadora y progresista». Agregando que el establecimiento
de líneas comerciales con San Rafael y General Roca, para abastecer el
comercio neuquino, constituía un primer paso, en tanto no existieran
vías directas con Buenos Aires para la emancipación de «este comercio
embrionario de la tutela chilena». Así, el cobro de impuestos para la
internación de mercaderías chilenas hizo que los artículos sufrieran un alza
en el comercio neuquino, constituyendo un acto de soberanía a la vez que
una buena entrada para la gobernación, por lo menos así lo demuestra la
actitud seguida por Rawson quien, en 1896, seguía cobrando derechos
aduaneros a pesar que, mediante un decreto el gobierno argentino había
decidido suspender dicho cobro.
Por su parte, el Estado chileno comenzó a gravar el ganado proveniente
de Argentina que ingresaba al territorio, ocasionando el aumento del valor
de la carne llegándose, más tarde, a situaciones de protestas sociales en
oposición a esta medida como fue la llamada Semana Roja, protesta
popular desarrollada en Santiago en 1905, que buscaba del gobierno la
reducción del precio de la carne (Izquierdo, 1976; Pinto, 1996). El cobro
de impuesto no era permanente, así, por ejemplo, cuando Chile estableció
estas franquicias a principios del siglo XX, las autoridades argentinas
reanudaron el cobro de impuestos suspendido tiempo antes. Esta medida
gravaba, exclusivamente, al ganado proveniente de aquellos países que
habían establecido impuestos para el ganado argentino. Los perjuicios

439
Jaime Flores

no se hicieron esperar para los estancieros chilenos, debido a que estos


llevaban su ganado a engordar a las veranadas allende Los Andes. Pero,
además, el alza de los productos chilenos en el mercado de Neuquén
repercutió negativamente en Chile. Como consecuencia, las ciudades del
Atlántico comenzaron a presentar una mayor atracción. Para 1902 así lo
entendía el cónsul general de Chile en la Argentina cuando, a propósito
de una visita a Neuquén, señalaba que en adelante el comercio tomaría la
dirección del Atlántico, ya sea a Bahía Blanca o Buenos Aires. Sin embargo,
de acuerdo a la opinión de los comerciantes, algunos productos podrían
resistir, como por ejemplo, el azúcar, el vino, la parafina, los fósforos,
frijoles, arvejas, artículos de construcción, y en general «todos los artículos
de bulto o mucho peso» generado por el alto flete que debían pagar. Esta
era una clara señal de los nuevos tiempos, la necesidad de «nacionalizar»
un territorio que respondía más a antiguas lógicas coloniales pero que,
hacia fines del siglo XIX, pasaba a ser disfuncional con la idea de un
territorio y mercado nacional. La desarticulación de un espacio en sentido
este-oeste se intensificó en beneficio de una orientación norte-sur, en el
caso de Chile, y el volcamiento de la región cordillerana de Neuquén
hacia el Atlántico, en el caso de Argentina, que se irá materializando a
medida que transcurre el siglo XX, particularmente con la llegada del
ferrocarril a Neuquén y Zapala, que posibilitó la conexión con el puerto
de Bahía Blanca. No obstante se estimaba que la exportación de ganado
neuquino con destino a Chile continuaría, debido a que este era el principal
mercado de los ganaderos argentinos de la zona de Neuquén. Además,
estos aprovechaban el viaje para llevar mercaderías, ya fuera porque les
resultaba más conveniente que billetes depreciados o giros sobre Buenos
Aires difíciles de cobrar.
Hacia 1904 se suprimieron las aduanas y los impuestos internos, lo
que hizo cambiar la situación. Pocos eran los que seguían surtiéndose en
Bahía Blanca, puerto que había reemplazado, en lo comercial, a Chile. El
comercio desde Chile tomaba un nuevo impulso, no obstante el cónsul
chileno en Neuquén afirmaba que ello se debía a la presencia de chilenos,
pero cuando estos fueran «reemplazados por boers o italianos» el comercio
se reorientaría al Atlántico, a pesar de las dificultades. Así, las diferentes
medidas aduaneras a las que hemos hecho referencia estimularon el
aumento o disminución de la población chilena residente en Neuquén.
Se incrementaba en la medida que el costo de vida se acomodaba a sus
expectativas y el tráfico ganadero era fluido. En el caso de la existencia de
impuestos al ganado que ingresaba y/o salía de Neuquén, este traía como

440
La construcción del espacio. Una mirada histórica...

consecuencia una menor actividad ganadera, por ende, menor contingente


humano se trasladaba con los piños a las invernadas de la Pampa. La
misma situación ocurría con el resto de la actividad comercial.
La frontera como límite y línea se iba haciendo una realidad, partien-
do en dos a la cordillera: al occidente Chile y al oriente Argentina, una
situación que aprovecharon los mapuches que arrancaban de las fuerzas
militares argentinas de la «Conquista del Desierto» (Bello, 2011) y que
registra Pascual Coña en su viaje al puelmapu en 1882, cuando señala:
«salimos finalmente a la región llamada Elcuifa. Allí empieza la sobera-
nía argentina. Las aguas tienen allí corriente hacia el oriente. Después de
salir (de la cordillera) abrazamos de una ojeada el país argentino: no hay
montañas, puras llanuras inmensas, planas como el mar, se ofrece hasta
donde alcanza la vista» (Coña, 1984: 293); y a su regreso: «En un solo
día salvamos el camino por la cordillera; Trancura ya pertenece a Chile»
(Coña, 1984: 326). Para fines del siglo XIX se sostenía que el departa-
mento de Mariluan (Victoria y Curacautín) poseía los más altos índices
de criminalidad en La Frontera, hecho atribuido a que era el trayecto
natural hacia Argentina por el paso de Lonquimay y esta proximidad al
vecino país permitiría, a quienes infringían la ley chilena, escapar hacia
el otro lado de Los Andes, lo que motivaba el aumento de la delincuencia
(Estadísticas de las Cárceles, 1896).
Por ello el control de la cordillera con fines geopolíticos y explotación
económica llevó al Estado chileno a dictar algunas normativas legales e
implementar políticas de poblamiento y fomento productivo. Entre otras
estaba la Ley de Reserva de Bosques Fiscales promulgada en 1879, an-
tecedente de las reservas fiscales de bosques establecidas veintisiete años
más tarde, donde se estipulaba que en la venta de terrenos pertenecientes
al Estado en «las provincias de Arauco, Valdivia y Llanquihue y en el
Departamento de Angol, se reservara una faja de montaña de no menos
de 10 km de espesor que partiendo de la parte oriental del primer cordón
de Los Andes hacia el poniente o valle central, recorrería todas estas pro-
vincias en sentido norte-sur, formando una barrera verde de contención
de las aguas y de protección de las tierras agrícolas del valle longitudinal»
(Camus, 2006: 150-151). Este será el precedente jurídico mediante el cual
se estableció la Reserva Forestal Malleco en 1907. Desde esa fecha y hasta
1913 el fisco constituyó las reservas forestales de Malleco, Tirúa, Alto del
Biobío, Villarrica, Llanquihue, Petrohué, Puyehue y Chiloé con un total
de 600.000 ha. (Camus, 2006: 151). En esta misma línea, en octubre de
1925 se promulgó el Decreto Ley Nº 656 que intentaba reglamentar la

441
Jaime Flores

conservación de los bosques, en él se incorporó el concepto de «terrenos


forestales», distinguiendo entre suelos de propiedad fiscal y de los parti-
culares. Entre los «terrenos forestales» se consideraban «los que permitan
la defensa de la zona fronteriza» (Camus, 2006: 170). Contraviniendo la
legislación vigente, se continuó practicando el sistema de roce, situación
que se agravaba en la zona cordillerana. En 1936 el embajador de la
República Argentina dirigió una nota a la Cancillería chilena, haciendo
ver el peligro que significaban los incendios de los bosques cordilleranos,
pues podían llegar a la Argentina provocando «un desastre de propor-
ciones incalculables». Nueva legislación chilena estableció la prohibición
de realizar rozas a fuego en los terrenos situados a 300 m de las vías de
comunicaciones, a menos de un kilómetro de los centros poblados, a menos
de dos kilómetros de la frontera con la República Argentina, y a menos de
dos kilómetros de las márgenes de lagos y lagunas (Camus, 2006: 182).

La cordillera, el ganado, los bosques y el turismo


Para la primera mitad del siglo XX existía una presión notable sobre
los recursos existentes en el territorio andino. La actividad ganadera era
intensa, ya fuere debido al tráfico que se desarrollaba por los boques o a la
utilización de las veranadas como un nicho ecológico estratégico por parte
de grandes, medianos y pequeños crianceros. Por otro lado, la actividad
maderera se fue intensificando producto de la quema y sobreexplotación
de los bosques del Valle Central, unido al desarrollo del ferrocarril con sus
ramales que avanzaron hacia la cordillera en dirección de las estaciones de
Curacautín, Cherquenco, Cunco y Villarrica. Las maderas de araucarias
y raulí se encontraban entre las más apreciadas. En el caso de la primera,
un punto neurálgico de su explotación estuvo ubicado en Curacautín
con la instalación de la fábrica Mosso hacia fines de la década de 1930,
alcanzando en las décadas de 1940 y 1950 momentos de gran esplendor,
con el consiguiente impacto sobre los bosques de araucarias y las tensiones
que ello generó con las comunidades mapuches cordilleranas.
Sin duda que la explotación forestal constituyó una de las bases en
que se sostuvo la economía lacustre cordillerana de la Araucanía durante
el siglo XX. En el caso de la zona de Pucón, si nos remontamos a la dé-
cada del 30 del siglo pasado, es posible identificar una ruta de la madera
que nacía en las profundidades de la cordillera de Los Andes, más allá
de Curarrehue. Por esos parajes era posible encontrar raulí rojo y arau-
caria de extraordinaria calidad. Desde la montaña se trasladaba hasta

442
La construcción del espacio. Una mirada histórica...

el sector de Carén a orillas del río Trancura donde se acopiaba, luego,


convertidas en balsas manejadas por hábiles operarios, eran conducidas
unos 30 km hasta Llafenco, debido a que los Saltos de Marimán hacían
imposible continuar por esta vía hasta el lago Villarrica. En este punto
se acopiabas y numerosos trabajadores con sus carretas se encargaban
de trasladarlas con dirección al muelle ubicado en La Poza de Pucón, en
la ribera del lago Villarrica. Más tarde los primeros camiones llegados a
la zona se harán cargo de este transporte. En La Poza la madera era em-
barcada en lanchones que, remolcados por vapores, cruzaban el lago en
dirección del pueblo de Villarrica hasta un sector próximo al nacimiento
del río Toltén. Por este río las balsas de madera bajaban hasta Pitrufquén,
punto que, desde 1898, contaba con estación de ferrocarril. La llegada
del tren a Villarrica en 1934 y la mejora de los caminos intensificaron la
explotación maderera y un mayor dinamismo se fue observando cordillera
adentro y en poblados como Villarrica, Pucón y Curarrehue, otorgándole
una impronta maderera a estos espacios6. Distintas fases son posibles
de identificar en la explotación de los bosques cordilleranos del área de
Villarrica: la primera iniciada hacia fines del siglo XIX y que concluye en
1934 con la llegada del ferrocarril a Villarrica; desde esta fecha se inicia-
ría una segunda etapa que culminaría en 1960, un periodo de expansión
en que se instalan grandes explotaciones madereras; a partir de los 60 se
desarrollaría una fase de contracción debido al inicio del agotamiento de
los bosques nativos, la que para la década del 70 es evidente, momento
en que se establecería la última fase de la explotación maderera (Rosales,
2009; Zúñiga, 2011).
Otra de las valorizaciones que se otorgó al territorio cordillerano fue
la turística, «entendida como proceso de activación patrimonial en el plano
de lo simbólico, y también como turistificación», idea que abarca tanto las
prácticas simbólicas y materiales. Las primeras asociadas, por ejemplo, a
la identificación de atractivos entendidos como objetos o imágenes para-
digmáticas de los destinos turísticos, y la publicidad, los que contribuyen
a la «invención» del lugar o de representaciones respecto de este; en las
segundas, asociadas a la creación de infraestructura y accesibilidad que
contribuyen a la producción concreta del lugar e incluso a su «territoria-
lización», en tanto inclusión en un determinado espacio de dominación
(Navarro, 2008: 2). Elementos conceptuales orientan el análisis que efectúa
Navarro respecto de cómo la «Suiza argentina» tuvo diversas formas de
6
Agradecemos a Jorge Paredes, administrador del Parque Nacional Villarrica, el
relato de esta ruta de la madera.

443
Jaime Flores

valoración hacia fines del siglo XIX y primeras décadas del XX, que fueron
desde la estética, lugar de recreación y contemplación; ética, en tanto lugar
de realización de un proyecto pedagógico acerca del patrimonio natural e
histórico de la nación, de conservación de la naturaleza y de proposición
de una moral social pionera; valorización económica, en tanto lugar de
explotación racional de sus recursos naturales y simbólicos (por ejemplo
el paisaje por el turismo); valorización política, en tanto territorio neutral
argentino-chileno o bien de frontera defensiva.
Sin duda que estas claves nos ayudan a pensar el desarrollo del turismo
en Chile, en particular el que se desplegó al sur del río Biobío en el marco
del proceso de construcción nacional, ya fuese en su dimensión económica,
territorial o simbólica, siendo necesario explorarlo a partir de un marco
nacional y local, a la vez de lo que en paralelo ocurría en Argentina. Así,
por ejemplo, en la creación de parques nacionales, a ambos lados de la
cordillera de Los Andes influyó la ideología de parques nacionales ema-
nada desde Estados Unidos (la creación, en 1872 del Parque Yellowstone
constituyó un hito para quienes pregonaban la necesidad de preservar
algunos espacios prístinos para las generaciones futuras). Pero también
estuvieron presentes los problemas limítrofes no resueltos entre Chile y
Argentina y, por lo mismo, la necesidad de dar un reimpulso al proceso
de «nacionalización» de estos territorios periféricos por medio de vías de
comunicaciones, la educación de sus habitantes y el estímulo a la economía.
En Argentina, la política de creación de parques nacionales «estaba
orientada a la afirmación de la soberanía territorial, al desarrollo regional
de áreas de frontera y periféricas, por medio del impulso de la actividad
turística. Por tal motivo, se realizaron fuertes inversiones en estructura
vial, de transporte y hotelera en dichas regiones que solo cincuenta años
antes habían sido dominio indígena. Se crearon villas turísticas como Llao
Llao, Catedral, La Angostura, y Traful»7. En este contexto se explica la
llegada del ferrocarril a Bariloche en 1934, mismo año de la creación del
Parque Nacional Nahuel Huapi. El año 1938, la Dirección de Parques
inicia la construcción del Hotel Llao Llao. Por esa misma época se crean
los Parques Nacionales de Iguazú (1934), en Misiones; Lanín (1937),
en Neuquén; Los Glaciares (1937), en Santa Cruz; Los Alerces (1937) y
Lago Puelo (1937), en Chubut. A juicio de Bessera, con la creación de la
Dirección de Parques Nacionales en 1934, el Estado Nacional argentino

7
Dirección de Parques Nacionales: http://www.parquesnacionales.gov.ar/02_inst/05_
historia. htm. Ezequiel Bustillos estuvo al frente de la Dirección entre 1934 y 1944,
constituyéndose en el gran impulso de este proceso.

444
La construcción del espacio. Una mirada histórica...

se hacía de una herramienta para ejercer soberanía en forma efectiva en


los territorios fronterizos, a la vez que integraba estas regiones al mercado
nacional a través del turismo (Bessera, 2010).
No sería del todo aventurado pensar que esta política tuvo un co-
rrelato en Chile si observamos la creación de los Parques Nacionales
Vicente Pérez Rosales en 1926, Conguillío y Villarrica en 1940, y Puye-
hue en 1941. Como en Argentina, en Chile la vía férrea se expandió y en
1934 un ramal se prolongó desde la vía central de Loncoche hasta las
orillas del lago Villarrica. Un año antes, la Empresa de Ferrocarriles del
Estado había iniciado la construcción del Gran Hotel Pucón en el pue-
blo andino homónimo, el que se inauguró en 1935. Estos elementos nos
llevan a pensar que la creación del Parque Nacional Villarrica tuvo entre
sus motivaciones el fortalecimiento del turismo en la zona lacustre de la
Araucanía, fomentando un turismo de naturaleza y pesca deportiva, en
un primer momento, al que se agregó el sky, las termas y más adelanta un
mayor énfasis de la playa. Así se puede observar a través de la revista En
viaje, editada por los mismos Ferrocarriles del Estado para los pasajeros
de sus trenes pero que, por su calidad, traspasó los vagones para llegar un
público más amplio, influyendo significativamente en la construcción del
imaginario del sur. Pero también debió influir la necesidad de una mayor
presencia del Estado en estos espacios, una suerte de «chilenización» de los
territorios fronterizos, a la luz de la creación del Parque Nacional Lanín
(1937) por el lado argentino y con el que limitaba en las altas cumbres.
En verdad, es posible observar un esfuerzo sistemático de parte del
Estado por desarrollar el turismo vinculado a espacios cordilleranos en
la zona sur de Chile, a través de la Empresa de Ferrocarriles del Estado.
Estaba la idea de modernizar un sector económico que en otras latitudes
generaba importantes recursos, ello implicaba poner en valor los recursos
naturales, la accesibilidad por medio de vías férreas que conectaran el
centro del país con esas lejanas comarcas, y estimular el mejoramiento
de una infraestructura hotelera que llevó a que, por ejemplo, el Estado
emprendiera la construcción de hoteles en Pucón y Puerto Varas. Al
amparo de estos esfuerzos estatales, en ambos lados de Los Andes se fue
incrementando el flujo de visitantes hacia la zona patagónica y la región
sur de Chile, favoreciendo el establecimiento de servicios turísticos, como
por ejemplo, alojamiento y alimentación en manos privadas.

445
Jaime Flores

A modo de conclusiones
Al concluir creemos necesario reiterar algunos aspectos que, a nuestro
juicio, merecen ser considerados a la hora de analizar la cordillera de Los
Andes y desde los cuales hemos intentado desarrollar este trabajo, esto
es, avanzar sobre una lectura más amplia en sentido espacial y temporal.
En el primer caso ello implica contextualizar a Los Andes como parte de
un territorio mayor; el segundo, una mirada de larga duración que nos
permita constatar las diversas concepciones que sobre la cordillera se ha
tenido, una de cuyas últimas versiones es la de límite y/o línea, pero no la
única. Más aún, esta postura hegemónica implementada por el Estado-
nación a partir de fines del siglo XIX no ha extinguido la concepción
que la sociedad mapuche construyó sobre este territorio. Su persistencia
podemos observarla al profundizar nuestro análisis en el sector andino de
la Araucanía, expresada en una «geografía ritual» que significa, contiene
y rememora una lógica territorial antigua, donde la cordillera no solo es
un espacio poroso con distintas puertas que unen el ngulumapu con el
puelmapu, sino también un espacio acogedor, generoso y habitable, como
lo prueba la población indígena que en él vive. En contraste, los Estados
nacionales fueron edificando una cordillera como obstáculo, estéril, de-
sierta, inhabitable, un «límite natural» entre dos países, una frontera, en
tanto línea, que la fractura en dos y que la cartografía nacional contribuye
a fijar en nuestra imagen de Chile y Argentina.
Pero la historia ha ido dejando su huella en el espacio y, contrario a
lo que se piensa comúnmente, la cordillera de Los Andes ha sido un te-
rritorio habitado desde hace varios milenios, así lo muestran los estudios
arqueológicos, los trabajos históricos y las fuentes a que hemos pasado
revista en este trabajo. Es un continuo de habitabilidad iniciado por
aquellos que fueron conociendo y adaptándose al bosque templado de los
espacios lacustre cordilleranos, poblaciones arcaicas capaces de adaptarse
a las condiciones ecológicas en una relación profunda con estos elementos
para construir un territorio en que uno de sus signos más distintivos es
la combinación de invernadas y veranadas, que han marcado la forma de
ocupación y utilización de los recursos allí existentes.
En indudable que con la llegada de los españoles se abre una nueva
etapa en la construcción territorial. Los esfuerzos por establecer centros
urbanos y explotar lavaderos de oro fueron resistidos por la población
indígena del territorio andino de la zona de Villa Rica, pero, finalmente,
estos terminaron con su expulsión en 1602. La presencia hispana aportó

446
La construcción del espacio. Una mirada histórica...

otros elementos, como el ganado caballar, bovino y ovino, que modifica-


ron la dinámica cultural, económica, social y espacial existente hasta ese
momento. Por ejemplo, la adopción y apropiación del caballo por parte
de la sociedad mapuche le ofreció mayor movilidad, potenciando la posi-
bilidad de recorrer largas distancias; por su parte, la existencia del vacuno
orientó a la población indígena hacia la ganadería, así como las ovejas a
un mayor desarrollo textil, de tal forma que el proceso de «araucaniza-
ción de las pampas» da buena cuenta de las transformaciones territoriales
que experimentó la sociedad mapuche a partir del siglo XVII y que en la
segunda mitad del siglo XIX fue intervenida a partir de la construcción
de los territorios nacionales de Chile y Argentina.
En adelante asistimos a un proceso de fijar estos «territorios fugitivos»
por parte del Estado nacional, ya fuere chileno o argentino. Demarcar
y sentar la soberanía sobre el territorio cordillerano pasó a ser un ob-
jetivo central de los Estados. El despliegue de fuerzas militares sobre el
espacio fronterizo constituyó uno de sus primeras señales, luego vino la
constitución y distribución de la tierra para un poblamiento «ordenado»
y «controlado», la reducción de la población indígena, la creación de
fundos, el establecimiento de colonias, la entrega de concesiones, entre
otras, dando cuenta de la nueva territorialidad que se buscaba imponer.
Sin embargo, las malas condiciones sociales del país y el potencial de
recursos existentes en Los Andes estimuló el desplazamiento hacia esos
parajes de numerosa población que fue ocupando «ilegalmente» tierras,
lo que generó tensiones, entre las cuales, una de las más visibles fue la
revuelta de Ránquil. Pero esta misma presión sobre los recursos, unida
a consideraciones geopolíticas, llevaron al Estado, chileno y argentino, a
realizar un nuevo esfuerzo por «nacionalizar» la cordillera, esta vez bajo
la figura de los parques nacionales de control estatal y buscando despoblar
grandes extensiones de terreno limítrofes, concentrando sus poblaciones
en villas ubicadas en las márgenes de estos. Una medida que también
buscaba potenciar el desarrollo turístico que se experimentaba en dichas
zonas hacia la década de 1930. Sin embargo, esto trajo nuevas tensiones
para quienes usufructuaban de los recursos existentes en la cordillera,
como los ganaderos y la explotación de las veranadas; los madereros y
su presión sobre los bosques nativos; y quienes piñoneaban en las altas
cumbres, tensiones que se proyectan hasta la actualidad.

447
Jaime Flores

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