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CIENCIA

¡Vaya mediocridad!
La Tierra: un puntito insignificante en la inmensidad del
espacio. Sin embargo, su ambiente, tan variado y complejo,
habitado por más de 10 millones de especies diferentes, es
único. Sólo determinadas condiciones bien definidas lo hacen
posible
Marco Bersanelli – 2001/Junio

La generalización progresiva del principio copernicano ha enraizado y difundido la


convicción de que la Tierra no constituye en ningún sentido un punto destacado o
privilegiado dentro del universo. Sabemos desde hace algunos siglos que la Tierra no
es más que uno de los planetas de la estrella “Sol”: desde entonces nuestro planeta se
ha vuelto cada vez más pequeño y marginal en la creciente vastedad del universo
conocido. Además, desde hace algunos años existen evidencias directas de que
existen otros planetas en torno a otras estrellas (planetas “extra-solares”), cuyo
descubrimiento confirma que el fenómeno “planeta” no es una exclusiva de nuestro
sistema solar. “La Tierra es un planeta común y se encuentra en una región cualquiera
del espacio”: ésta es una definición típica del llamado “principio de mediocridad
terrestre”, moderna extrapolación del paradigma copernicano. Muchos sostienen,
basándose en este “principio de mediocridad”, que también la evolución de diversas
formas vivientes, hasta la existencia de seres con un alto grado de complejidad, es un
fenómeno “normal” y extendido por el universo. En todo caso está claro que nuestra
pequeña Tierra no tiene una posición llamativa en la inmensidad del cosmos. Así, el
énfasis con el que la tradición judeo-cristiana subraya la importancia de la Tierra en lo
creado puede parecer ingenuo y un poco molesto: no escapa al ojo moderno cierta
desproporción cuando se habla de la creación “del cielo y de la tierra”, que pone en el
mismo plano la vastedad inmensa del firmamento con un minúsculo puntito perdido en
una región cualquiera del cuadro.

Sólo sobre la Tierra

¿Pero es de verdad la Tierra un lugar cualquiera? Probemos a echar un vistazo a


nuestro alrededor. El sistema solar comprende nueve planetas (más un décimo que no
ha llegado a formarse) y unos cincuenta satélites, algunos de dimensiones
considerables, además de numerosos cometas y otros cuerpos menores. Ninguno de
estos cuerpos celestes tiene un ambiente con una riqueza lejanamente equiparable a
la de la Tierra, a pesar de que planetas como Marte o Venus tienen dimensiones
similares y se encuentran a distancias no muy dispares respecto al Sol. En concreto
Marte parecería ofrecer un hábitat prometedor para albergar alguna forma de vida,
posibilidad que aún sigue abierta a pesar de los numerosos fracasos coleccionados
hasta ahora. En un pasado lejano el agua en estado líquido corría por la superficie del
planeta rojo, y probablemente quedan aún vestigios de ello. No se excluye que se
puedan encontrar algunas formas de vida elementales en el subsuelo marciano,
parecidas a ciertos microbios descubiertos en las profundidades de la Tierra. Hay
esperanza de descubrir algún microorganismo también en algunos satélites como
Europa o Titano (respectivamente en la órbita de Júpiter y Saturno). Pero está claro ya
que en el sistema solar la vida es un fenómeno raro, y ciertamente la presencia de
organismos evolutivos, como plantas y animales es una característica única de la
Tierra (con una excepción: la superficie de la Luna ha conocido una forma de vida
evolucionada, ¡la intermitente presencia de un puñado de terrestres hace unos veinte
años!).
En cambio, sobre la Tierra nos encontramos ante una escena que nos deja sin
palabras. Por estos lugares existe un número y una variedad increíble de seres
vivientes, capaces de aprovechar cualquier pliegue del ambiente, desde las
minúsculas bacterias hasta los seres más grandes y complejos: en total ¡más de 10
millones de especies diversas! ¿Qué hace que la Tierra sea especial? Hace poco
tiempo que los científicos han empezado a tener suficientes elementos para afrontar
este problema con un mínimo de sistematización. Diversas misiones espaciales
previstas para el primer cuarto de este siglo tienen entre sus objetivos la búsqueda de
posibles planetas similares al nuestro, más allá del sistema solar. Pero ahora,
sorprendentemente, emerge un cuadro en el que nuestro planeta aparece como una
espléndida rareza natural.

Condiciones particulares

Ante todo, la Tierra goza de condiciones astronómicas muy particulares. Sol y Luna,
los dos astros divinizados por todas las civilizaciones antiguas, que han acompañado
los primeros pasos de la conciencia y de la imaginación humana, también han
modelado el ambiente terrestre y han ayudado de forma decisiva a la aparición y el
mantenimiento de la vida sobre la Tierra. Nos encontramos en una bella órbita casi
circular a una distancia óptima del sol: una variación del 5% sería letal. El Sol es una
estrella “normal”, pero ello no significa que cualquier estrella nos iría bien: sus
dimensiones no son ni demasiado grandes (en cuyo caso habría vida demasiado
breve para acompañar la evolución biológica), ni demasiado pequeña (la Tierra dejaría
de sincronizar el movimiento diario con el de rotación, destruyendo el clima templado y
la sucesión de las estaciones). Sólo el 2% de las estrellas tiene estas proporciones
ideales. El Sol se encuentra, además, a una buena “distancia de seguridad” del centro
del Galaxia, donde se agolpan la mayor parte de las estrellas, y donde se producen
grandes dosis de radiaciones ionizantes (rayos X, rayos gamma) capaces de destruir o
inhibir la delicada cadena de la vida.

Menos llamativa, pero no menos decisiva y aún más sorprendente, es la participación


de la Luna en la habitabilidad de la Tierra. Se ha demostrado que, gracias a su campo
de gravedad, la inclinación del eje terrestre se ha mantenido casi constante durante
más de tres mil millones de años, asegurando así la necesaria estabilidad climática en
el enorme periodo necesario para el florecimiento de la vida. Ello no sucede en otros
planetas: el sistema Tierra-Luna es un caso anómalo, en el que las dimensiones del
satélite son comparables a las del planeta que acompaña. El astrofísico francés
Jacques Laskar, que ha realizado los cálculos fundamentales que han llevado a esta
conclusión, comentaba: «Estos resultados muestran que la situación de la Tierra es
muy peculiar (...) Debemos la estabilidad de nuestro clima terrestre a un evento
excepcional: la presencia de la Luna». Muchos indicios sugieren que la Luna se originó
hace 45.000 millones de años a causa de una descomunal y fortuita colisión de la
Tierra, a la sazón en fase de formación, con un astro de las dimensiones de Marte.

El astrobiólogo James Kasting de la Penn University, señalaba al respecto: «La


estabilidad del clima terrestre depende en buena medida de la existencia de la Luna.
(...) Si colisiones capaces de generar objetos como el sistema Tierra-Luna son raras,
entonces otros planetas habitables podrían resultar igualmente raros».
Pero debemos mucho también a otros personajes del sistema solar. Júpiter, el gigante
bueno: su intenso campo gravitacional, colocado a la distancia justa del Sol, nos hace
de guardián contra los peligrosos asteroides que, en su ausencia, devastarían la Tierra
con frecuencia e intensidad mucho mayores, provocando extinciones de materia hasta
la erradicación total de toda forma de vida. Y qué decir de los cometas: no sólo
requieren que de tanto en tanto elevemos al cielo nuestros ojos con admiración, sino
que probablemente en un lejano pasado transportaron a la tierra ingentes cantidades
de agua, indispensable para el mantenimiento y la evolución de la vida. Cuando en
verano nos zambullamos en el mar podemos recordar que gran parte de ese agua ha
sido llevada hasta allí por una antigua lluvia de cometas.

Cataclismos “evolutivos”

La historia de la Tierra no es lineal y monótona, y mucho menos la del mundo viviente


que ha encontrado en ella una casa. En nuestro planeta ha habido unos 15 episodios
de extinción de masa en los últimos 500 millones de años, 5 de los cuales eliminaron
más de la mitad de las especies vivientes. Recientemente, los geólogos han puesto en
evidencia que dos veces en el pasado (hace entre 2500 millones y 700 millones de
años) la Tierra atravesó periodos de glaciaciones globales (Snowball Earth): por
razones aún sin descifrar, toda la Tierra, desde los polos al ecuador, se vio cubierta
por el hielo. Debió ser un desafío dramático la mayor parte de las especies se
extinguieron y probablemente la vida estuvo a punto de desaparecer por completo.
Pero diversos estudiosos, entre los que se encuentra Joseph Kirschvink del Cal Tech y
Paul Hoffman de Harvard, están convencidos de que precisamente estos dos eventos
fueron decisivos para sendos saltos de calidad evolutivos de importancia capital: en el
primer caso, la aparición de células eucariontes, en el segundo, la rápida
diversificación de los tipos biológicos conocida como “explosión cambriana”. Como ha
señalado Hoffman, “probablemente sin los sucesos de Snowball Earth hoy no habría ni
animales ni plantas superiores». Otros episodios de extinción de masa se debieron al
impacto de grandes meteoritos o cometas. En concreto, los dinosaurios fueron
exterminados de repente hace 65 millones de años: sin este terrible suceso
difícilmente hubiera habido una oportunidad para los mamíferos, que hasta ese
momento permanecían en un ángulo de la escena.

La sofisticada y peculiar estructura geológica de la Tierra, a su vez, tiene


consecuencias decisivas para la capacidad del planeta de acoger y sostener la vida.
Como Ward y Brownlee han subrayado, la tectónica de placas que actúa en nuestro
planeta (único caso en el sistema solar) pone en funcionamiento un auténtico
termostato basado en la capacidad de regular indirectamente la cantidad de anhídrido
carbónico presente en la atmósfera: ésta es la principal causa, junto a la acción
gravitacional de la Luna, del mantenimiento de la temperatura terrestre en un intervalo
en el que el agua pudo existir en estado líquido casi ininterrumpidamente durante más
de 3.000 años. Además, la tectónica de placas es responsable de la emersión de los
continentes, sin los cuales la vida animal habría quedado confinada en los océanos
impidiéndose los pasos más avanzados de su evolución. Además, la Tierra está
dotada de una ingeniosa arma protectora crucial para nuestra supervivencia: su campo
magnético. Los rayos cósmicos, partículas cargadas procedentes del espacio exterior
a velocidades cercanas a la de la luz, tendrían un efecto destructivo si no fueran
desviadas por el fuerte campo magnético terrestre. Se trata de una anomalía del
planeta Tierra, debida a la peculiar estructura de su núcleo ferroso, parcialmente
líquido: en Marte, por ejemplo, el campo magnético es casi inexistente.
Del microbio al antílope

Si la Tierra a primera vista es un puntito insignificante, una observación más atenta


nos la muestra como un ambiente de inaudita riqueza y complejidad, forjado a través
de una sucesión dramática de acontecimientos y mantenido gracias al concurso de
unas circunstancias astronómicas y geofísicas singulares. La Tierra acoge una
variedad infinita de seres vivos. Entre ellos hay organismos elementales, como ciertos
microbios (llamados Extremophiles) capaces de resistir en ambientes extremos, a
altísimas presiones y temperaturas, o en el fondo de los océanos. Admitiendo que se
pudieran formar (¡hecho que en absoluto se puede dar por descontado!), unos
microorganismos análogos a éstos podrían mantenerse también en ambientes mucho
más “crudos” que el terrestre, y en el futuro se podría descubrir su presencia en algún
planeta o satélite del sistema solar. Pero la Tierra está habitada también por una
infinidad de animales increíblemente más complejos y evolucionados, como el águila o
el oso, el tiburón y el antílope, los cuales requieren toda la especialización y la
delicadeza de un ambiente como el terrestre para existir. Estos han recorrido una
larguísima historia evolutiva para llegar a ser lo que son, una historia que ha durado
más de un cuarto de la edad del universo, inseparable de las propiedades particulares
del ambiente físico terrestre y de su lento cambio en el tiempo. Han necesitado de la
discreta asistencia de la Luna y de la guardia de Júpiter, del movimiento de los
continentes y de tremendos cataclismos, del anómalo campo magnético terrestre y de
imponentes glaciaciones.

A despecho del “principio de mediocridad”, en muchos de sus especialísimos rasgos,


nuestro planeta es ciertamente un lugar único en el sistema solar, tal vez único en el
universo: por eso, hoy aparece ante nuestros ojos más que nunca como una auténtica
joya de la creación. «¿Dónde estabas tú cuando yo ponía los fundamentos de la
Tierra?», escuchaba Job. «¿Quién ha fijado sus dimensiones, quién le ha dado su
medida?» (Job 38). El antiguo énfasis bíblico en la grandeza de la Tierra parece
menos ingenuo de lo previsto. Y, si bien sigue abierta y fascinante la posibilidad de
que exista la vida en algún otro lugar, el dato seguro - y todavía más fascinante - es
que la vita c’è (la vida existe). Ciertamente, la vida existe en un punto, con el concurso
providencial de una infinidad de circunstancias diversas e independientes. Los
primeros robustos fundamentos para la posibilidad de que emerja la vida se retraen al
origen del universo mismo y a su estructura a gran escala (cfr. Huellas n. 11 - 1997,
“Un ambiente acogedor donde morar”), pero es a través de las sutilezas de un
pequeño planeta cómo el desarrollo de la vida se ha visto conducido a sus cotas más
altas. “Cielo y Tierra”: el cosmos en su poderosa grandeza y las delicadísimas
propiedades terrestres unidas colaboran para albergar la vida, unidas forman la “tierra”
de la que hemos salido nosotros, los hombres. Nosotros, seres totalmente
excepcionales, nosotros, que no sólo nos alimentamos, crecemos, morimos como
todos los demás seres vivos, sino que podemos asombrarnos y admirarnos
conscientemente ante la morada que se nos ha preparado y ante nuestro mismo
prodigioso existir.

Recientemente, el geólogo Peter Ward y el astrónomo Donald Brownlee, de la


Washington University, han presentado el brillante libro Rare Earth (Copernicus,
Springer – Verlag, 2000), que versa sobre este argumento. Al mismo será dedicada la
exposición que la Asociación Científica “Euresis” presentará en el próximo Meeting de
Rímini, con el título “Una Tierra para el hombre. Los rasgos excepcionales de nuestro
pequeño planeta”.

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