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tiene la palabra

Péret
tiene la palabra
Péret

s
Benjamin Péret
Traducción de mAPAvIOLETA para la edición
de Anagal, de quien la hemos tomado prestada,
y que hemos revisado y corregido

Se permite y alienta la reproducción y copia


parcial y total de este texto.

La Llama b
Madrid
2015

Impreso en Pasquines,
Ateneo Cooperativo Nosaltres, Lavapiés.
La importancia del texto que sigue —destinado en su traduc-
ción inglesa a la introducción de una recopilación de mitos,
leyendas y cuentos populares de América— ha parecido a los
amigos del autor lo suficientemente importante como para
justificar su publicación aislada y anticipada en su idioma ori-
ginal. Penetrados por su rigor y por su ardor, la combinación
de ambos la acerca a un pequeñísimo número de obras teóri-
cas, de las más activas, y le confieren una resonancia casi única
en los tiempos que atravesamos. Los abajo firmantes decla-
ran hacer suyas todas sus conclusiones. En homenaje, aquí,
a Benjamin Péret, pretenden juntar sus nombres a los de los
ausentes, cuya actitud previa implica la misma solidaridad ac-
tual que la suya respecto a un espíritu de libertad inalterable,
que no ha dejado de garantizar una vida singularmente pura
en concesiones.

Para:
J.B. Brunius, Valentine Penrose (Inglaterra);
René Magritte, Paul Nougé, Raoul Ubac (Bélgica);
Braulio Arenas, Jorge Cáceres (Chile);
Wilfredo Lam (Cuba);
Georges Henein (Egipto);
Victor Brauner, Oscar Domínguez, Herold (Francia);
Pierre Mabille (Haití);
Aimé Césaire, Suzanne Césaire, René Ménil (Martinica);
Leonora Carrington, Esteban Francès (México)

André Breton, Marcel Duchamp, Charles Duits, Max Ernst,


Matta,Yves Tanguy.
Nueva York, 28 de mayo de 1943.

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Hay quienes pretenden que la guerra les ha enseñado
algo; están, sin embargo, menos adelantados que yo,
que sé lo que me reserva el año 1939.
André Breton: «Carta a los videntes», Manifiesto
del surrealismo, 1925.

Esta antología no tiene en absoluto la ambición de representar, desde


los tiempos precolombinos hasta hoy, la totalidad de la producción litera-
ria primitiva y popular de los pueblos americanos. Sólo quiere ofrecer una
imagen, tan penetrante como sea posible, de la obra poética de estos pue-
blos, revelando los textos más característicos, dispersos en las crónicas de
los conquistadores, viajeros y misioneros, por una parte, y en los trabajos
de los etnólogos y folkloristas, por otra. Cualquier intención de invadir el
campo de la etnografía está fuera de lugar, pues sólo un criterio poético ha
mandado para escoger los textos que la componen, y dicha elección sólo
puede ser arbitraria desde el punto de vista de la etnología. Esta recopila-
ción, sin embargo, presenta otro tipo de interés. Enseñando los primeros
pasos del humano sobre el camino del conocimiento, esta antología indi-
ca claramente que el pensamiento poético aparece en el amanecer de la
humanidad, primero bajo la forma —no considerada aquí— del lenguaje,
y, más tarde, bajo el perfil de mito que prefigura la ciencia y la filosofía y
constituye a la vez el primer estado de la poesía y el eje alrededor del que
sigue girando a una velocidad indefinidamente acelerada.
El pájaro vuela, el pez nada, y el hombre inventa porque sólo él en la
naturaleza posee una imaginación al acecho constante, siempre estimulada
por una necesidad infinita de renovación. Sabe que su sueño pulula de sue-
ños que le aconsejan matar a su enemigo al día siguiente o, interpretados
según las reglas, le trazan su futuro. Pero ¿son sueños, manifestaciones de
su «espíritu», del espíritu de un antepasado que le desea algo bueno o que
persigue la venganza de alguna ofensa? Para el primitivo todavía no hay sue-
ños; esta misteriosa actividad del espíritu en un cuerpo inerte le revela que
su «doble» lo vigila, que un antepasado pesa sobre su destino o, más tarde,

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que un dios —Viracocha en los pueblos incas, Huitzilopochtli en los azte-
cas— quiere la felicidad del pueblo a cambio de un tributo de adoración.
No es tan presuntuoso —conociendo de sobra la exigüidad de sus capacida-
des físicas— como para creer que es el único en el universo que posee este
espíritu, que está en él y lo anima día y noche. El sol, la luna, las estrellas, el
trueno, el rayo, la lluvia y la naturaleza entera se le parecen, y si de materia
a materia su poder es débil, éste se compensa de espíritu a espíritu por una
potencia que postula sin límites. Le basta con encontrar el medio adecuado
para alcanzar el espíritu que hay que embaucar. Aunque la naturaleza pare-
ce hostil o por lo menos, ajena al destino de los humanos, no siempre ha
sido así. Los animales, las plantas, los fenómenos meteorológicos, los astros,
son antepasados dispuestos a socorrerlo o a castigarlo. Han sido buenos o
malos y se han visto transformados en signos de recompensa o de condena,
en algo útil o dañino para el humano, a menos que un accidente imagi-
nario determine que esta metamorfosis explica un fenómeno natural pero
sorprendente. Cuando el campesino bretón, en medio de una tormenta de
verano, dice «el diablo pega a su mujer», demuestra que su concepción del
mundo no le es del todo extraña y que todavía sabe ver la naturaleza con
un ojo poético. Digo ¡todavía!, porque la sociedad bárbara que hace vivir
(¿vivir?) a la inmensa mayoría de los humanos de latas de conserva y los
conserva en latas —viviendas del tamaño de un ataúd—, poniendo precio
al sol y al mar, busca también, intelectualmente, traerlos de nuevo a una
época inmemorial, anterior al reconocimiento de la poesía. Pienso en la
condición de condenados que esta sociedad impone a los obreros, como
nos la ha revelado, subrayada apenas por un humor chispeante, la película
de Charles Chaplin, Tiempos Modernos. Para estos hombres, la poesía pierde
fatalmente cualquier significado. Sólo les queda el lenguaje. Sus amos no
se lo han quitado, necesitan a toda costa que lo conserven. Lo han castrado
para privarlo de cualquier veleidad de evocación poética, reduciéndolo al
lenguaje degenerado del «deber» y del «tener».
Si es indiscutible que la invención del lenguaje tiende, como producto
automático de la necesidad de comunicación mutua de los humanos, a
satisfacer primero esa necesidad de relación humana, también es verdad

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que los humanos toman para expresarse una forma poética desde el mo-
mento que han logrado, de manera puramente inconsciente, organizar su
idioma, adaptarlo a sus necesidades más primarias y sentir todas las po-
sibilidades que contiene. En pocas palabras, el lenguaje se vuelve poesía1
tan pronto se satisfece la necesidad primordial que le corresponde.
El considerado primitivo, incluso el más atrasado, ha perdido de vista,
hoy en día, la época lejana de la invención del lenguaje. Por aquí y por allí,
apenas algún fragmento de leyenda recuerda poéticamente este descubri-
miento. Pero la riqueza y la variedad de las interpretaciones cósmicas que
los primitivos han inventado, son el testimonio del vigor y la frescura de la
imaginación de esos pueblos. Demuestran, sin duda, que «el lenguaje ha
sido otorgado al humano para que haga de él un uso surrealista»2, confor-
me a la satisfacción plena de sus deseos. De hecho, el humano de los tiem-
pos remotos, solamente sabe pensar de manera poética, y quizá, a pesar de
su ignorancia, penetra intuitivamente más lejos en lo profundo de su ser
y en la naturaleza, de la que apenas se diferencia. El pensador racionalista
sólo la disecciona, a partir de un conocimiento puramente teórico.
No se trata aquí de hacer apología de la poesía a costa del pensamien-
to racionalista, pero sí de protestar contra el menosprecio que los parti-
darios de la lógica y la razón hacen de la poesía, habiendo sido también
ellas descubiertas por medio del inconsciente. La invención del vino no
ha incitado a los humanos a dejar el agua para bañarse en vino tinto, y
nadie dirá lo contrario, porque, además, sin la lluvia el vino no existiría.
De la misma manera, sin la iluminación inconsciente, la lógica y la razón
se habrían quedado en el limbo y no estarían tentadas de denigrar la poe-

1  En la actualidad y en las sociedades más desarrolladas sería fácil ver reconstituirse un len-
guaje poético. No en las capas superiores, sino entre los parias y los forajidos; el argot revela, en
las masas populares que lo crean y lo utilizan, una necesidad inconsciente de poesía, ya no sa-
tisfecha por el lenguaje de las otras clases sociales y una hostilidad elemental y latente en contra
de estas mismas clases. Muestra una tendencia entre los trabajadores, que poseen todos un argot
profesional, hacia la constitución de un cuerpo social distinto que posee su propia lengua, sus
propias costumbres, hábitos y principios morales. Del argot de esas clases desheredadas, surgen,
de manera constante, palabras nuevas, y este argot, quizás, repite, a una escala superior, todo el
desarrollo del lenguaje una vez que ha satisfecho las primeras necesidades de los humanos.
2  André Breton: Manifiesto del surrealismo.

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sía que aún está por crear. Si la ciencia ha nacido de una interpretación
mágica del universo, al final se parece mucho a esos hijos de la horda
primitiva que asesinaron a su padre. Por lo menos, ellos hicieron de él un
prestigioso héroe celeste. Las generaciones futuras tendrán que encontrar
la síntesis entre la razón y la poesía; no se puede seguir oponiendo la una
a la otra, arrojando de manera deliberada un velo púdico sobre su origen
común. Se puede reprochar al pensamiento racionalista, tan seguro de sí
mismo, de no tener en cuenta sus asientos inconscientes, de separar de
manera arbitraria el conciente del inconsciente, el sueño de la realidad.
Y hasta que no hayamos reconocido sin reticencias el papel capital del
inconsciente en la vida psíquica, sus efectos sobre el consciente y las re-
laciones de éste sobre aquél, se seguirá pensando como un cura; es decir,
como salvaje dualista, pero con la diferencia de que el salvaje sigue siendo
poeta y, en cambio el racionalista que se niega a entender la unidad del
pensamiento sigue siendo un obstáculo al movimiento cultural. El que la
entiende se revela como revolucionario que tiende, quizás sin darse cuen-
ta, a encontrarse con la poesía. Se trata, en efecto, de suprimir, de una
vez por todas, la oposición artificial creada por unos espíritus sectarios
venidos de un lado y del otro de la barricada que han levantado juntos,
entre el pensamiento poético —calificado de prelógico— y el pensamiento
lógico, entre el pensamiento racional y el irracional.
Un siglo antes de Freud, Goethe confirma la intuición popular que ve
en los poetas a los precursores de los científicos e indica que «el humano
no puede quedarse mucho tiempo en estado consciente y tiene que resu-
mergirse en el inconsciente, porque ahí vive la raíz de su ser».
En el humano de los tiempos remotos el pensamiento consciente em-
pieza justo a emerger de las brumas de un inconsciente que aún no difiere
mucho del instinto animal. En el primitivo actual, la parte de pensamiento
consciente es también muy débil, se limita estrictamente a las necesidades
prácticas de la vida cotidiana y ya no se tiene que demostrar que la activi-
dad inconsciente y la vida onírica la dominan completamente. ¿Pero está el
hombre civilizado, desde este punto de vista, sea lo que diga y suponga, tan
lejos de su hermano «inferior»? En cualquier caso, podemos estar seguros

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de que las explicaciones que el primitivo da del origen del mundo y de su
propio origen y naturaleza son productos de su pura imaginación, donde la
parte de reflexión consciente queda anulada o casi nula. Sin duda, es por
eso, que no limitadas, no criticadas, esas creaciones provienen casi siempre
del maravilloso poético.
Se espera obviamente que defina aquí lo maravilloso poético. No lo haré.
Es de naturaleza luminosa, no sufre la competencia del sol: disipa las tinie-
blas y el sol oscurece su resplandor. El diccionario, por supuesto, se limita
a dar de él una etimología seca, donde lo maravilloso se reconoce tan mal
como una orquídea conservada en un herbario. Sólo me propongo sugerir-
lo.
Pienso en las muñecas de los indígenas hopi de Nuevo México, cuya
cabeza representa a veces, de forma esquemática, un castillo medieval. Es
en este castillo en el que voy a intentar penetrar. No tiene puertas y sus
murallas tienen el espesor de mil siglos. No está en ruinas como uno se
vería tentado a creer. Desde el romanticismo sus ruinosas paredes se han
realzado, reconstituidas como el rubí. Tan duras como esta gema, tienen,
ahora que las choco con mi cabeza, toda su nitidez. Ahora se abren como
las altas hierbas al paso de una fiera prudente, he aquí que por un fenóme-
no de ósmosis estoy en el interior, que desprende resplandores de aurora
boreal. Armaduras chispeantes, montando en el vestíbulo una guardia
de picos eternamente nevados, me saludan con el puño erguido, donde
los dedos se mueven en un flujo continuo de pájaros —a menos que sean
estrellas fugaces acoplándose para obtener de la mezcla de sus colores pri-
marios los matices delicados del plumaje del colibrí y de las aves del paraí-
so—. Aunque en apariencia esté solo, una muchedumbre que me obedece
ciegamente me rodea. Son seres menos nítidos que una mota de polvo al
trazluz. Sobre su cabeza de raíz, sus ojos se desplazan con mala luz en todos
los sentidos, y sus doce alas, provistas de pezuñas, le permiten actuar con
la velocidad del rayo que deja su estela. Sobre mi mano, se comen los ojos
de las plumas del pavo real y si los aprieto entre el pulgar y el índice, mol-
deo un cigarrillo que, entre los pies de una armadura, toma rápidamente
la forma de la primera alcachofa.

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Sin embargo, lo maravilloso está por todas partes, disimulado a las mi-
radas de lo vulgar, pero a punto de estallar como una bomba de relojería.
Este cajón que abro me enseña, entre bobinas de hilo y compases, una
cuchara de absenta. Viene a mi encuentro, a través de los agujeros de esta
cuchara, un grupo de tulipanes que desfilan al paso de la oca. Sobre su
corola se yerguen profesores de filosofía que discuten sobre el imperativo
categórico. Cada una de sus palabras, mango monetarizado, estallan sobre
un suelo erizado de narices que las rechazan en el aire, donde describen
círculos de humo. Su lenta disolución engendra minúsculos fragmentos de
espejos en los que se refleja una brizna de musgo húmedo.
¿Pero qué digo? Para qué abrir un cajón si el escorpión que, del techo
acaba de caer sobre mi escritorio, me habla: «reconóceme, soy el antiguo
farolero. Vale, he abandonado mi pata de palo en un descampado en el
que desmigajan los restos de una fábrica hace tiempo incendiada, cuya
alta chimenea, todavía en pie, teje ahora jerséis deslumbrantes. Mi pata de
palo ha hecho su camino desde entonces. Mira esta barriga de ministro,
este “Sam Suffy” que lleva sobre la cabeza; estos oros, estos... has reconoci-
do fácilmente a un Papa escondiendo presto en su mano izquierda un mo-
nóculo que no podría ser más que una ostia envenenada, mientras, con la
derecha, dibuja en el aire una cruz al revés. Con este gesto, la chimenea se
abre de arriba abajo como un mejillón, dejando ver sus dieciséis plantas
interiores donde bailarinas desnudas, apenas más densas que un torbelli-
no de polen, repiten, en el ojo de un gato, pasos lascivos y complejos». Y
el escorpión, habiéndose picado con su propio aguijón, se hunde en el
espesor de mi escritorio, decorándolo con una mancha de tinta donde leo
con la ayuda de un espejo: «pelo verdugo».
Lo maravilloso, repito, está por todas partes, en todas las épocas, en
todos los instantes. Lo maravilloso es, tendría que ser, la vida misma. Con
la condición, sin embargo, de no ingeniarse en hacer esta vida delibera-
damente sórdida como lo hace esta sociedad con su escuela, su religión,
sus tribunales, sus guerras, sus ocupaciones y liberaciones, sus campos de
concentración y su horrible miseria material e intelectual. Sin embargo,
me acuerdo: era en la cárcel de Rennes donde ellos me habían encerrado

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el mes de mayo de 1940 porque había cometido el crimen de considerar
que dicha sociedad era mi enemiga aunque sólo fuera por haberme obliga-
do, como a tantos otros, a defenderla dos veces en mi vida, cuando nunca
había reconocido algo en común con ella.
Conocemos el mobiliario de estos lugares: una mala imitación de cama
que el reglamento obliga a replegar contra la pared durante el día, así uno
está obligado a echarse en el suelo; una mesa fijada a la pared opuesta a la
cama y, cerca de ella, un taburete sellado a la misma pared, con el fin de
que el prisionero no caiga en la obsesiva tentación de usarlo para dar un
porrazo a su carcelero (¿cómo un humano puede hacerse carcelero? Insisto
en no entenderlo. Aparte del abismo de ignominia que dicha «profesión»
supone, el carcelero también vive en la cárcel).
Una mañana habían pintado de azul los vidrios de la ventana que no
estaban al alcance de la mano. Pasaba una buena parte del día estirado
sobre mi espalda en el suelo, la cabeza girada hacia la ventana por la que el
sol ya no entraba. Y he visto en estos vidrios, algunos instantes después de
que hayan sido pintados, la cara de François I, tal y como la recuerdo de
los manuales de historia de primaria; en el vidrio de al lado, un caballo se
encabritaba. Al lado, había un paisaje tropical bastante parecido a los del
Aduanero Rousseau donde, sobre el rincón inferior derecho, aparecía un
hada. ¡Tan encantadora, con la mano erguida encima de la cabeza, lanza
mariposas con un gesto ligero y gracioso! En el último vidrio leí el número
22 y enseguida supe que el 22 estaría liberado. ¿Pero el 22 de qué mes, de
qué año? Estábamos en la primera semana de junio de 1940. La acusación
que pesaba sobre mí me condenaba a una sanción fuerte y mis estimacio-
nes, las más optimistas, preveían por lo menos tres años de cárcel. A pesar
de todo, enseguida me convencí, en contra de cualquier verosimilitud, de
que mi liberación estaba cerca.
Casi cada día, sin embargo, las imágenes se renovaban, sin que hubiera
jamás más de cuatro a la vez sobre las ocho ventanas: François I se volvía
un buque que se hundía en las olas, el paisaje con el hada una máquina
complicada, el caballo una cafetería, etc. Sólo el número 22 continuaba
obstinadamente visible hasta el día en el que una bomba, cayendo en los

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alrededores, hizo desaparecer para todo el día a los carceleros espantados
y, a la vez, la mayoría de los vidrios. Sólo quedaba entero, aunque rajado,
el vidrio en el que se seguía leyendo el número 22, en la zona intacta en la
que estaba acostumbrado a verlo.
Y, se quiera o no, he salido de la cárcel de Rennes el 22 de julio de
1940 pagando una fianza de mil francos a los nazis.
No sirve añadir que, liberado y encantado por mi «descubrimiento»,
pinte vidrios en azul, verde, rojo, etc., sin ver en ellos, ¡lástima!, otra cosa
más que una mancha de color más o menos uniforme.
El error era flagrante: ninguna receta farmacológica permite fabricar lo
maravilloso. Os salta a la garganta. Se necesita un cierto estado «vacacio-
nal» para que lo maravilloso se digne a visitaros.
Oigo: «ya veis. ¡Ostia! Me lo imaginaba. No era más que una ilusión de
su parte». El detenido, que había pintarrajeado los vidrios a brochazos, no
había, evidentemente, podido pintar las imágenes que había visto después.
Tenían, sin embargo, tal grado de realidad, que no pude dudar un instan-
te de haberlas visto. ¿De dónde venía entonces que mi propia pintura no
reflejara ninguna?
En la cárcel, estaba en el estado vacacional del que hablaba, era de
«Aquellos cuyos deseos tienen la forma de las nubes».3
Todas las imágenes que había percibido el primer día (solamente habla-
ré de esas, habiendo conservado de las otras, y de su sucesión, un recuerdo
insuficiente; además, las esperaba cada día, mientras que las primeras me
habían sorprendido). Todas esas imágenes se movían alrededor de un vio-
lento apetito de libertad muy natural en mi situación: François I sugiere
enseguida la escuela donde había conocido a este rey que los manuales de
historia presentan como un soberano amable y liberal, protector de los
artistas y de los poetas del renacimiento, y muestra una situación ambiva-
lente con relación a la propia escuela. Sabemos que, para el niño, la escuela
es una pesada atadura, una especie de cárcel de la que se libera cada noche,

3  Charles Baudelaire: «El viaje», Las flores del mal.

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pero una cárcel mucho más preferible, retrospectivamente, a la que me
encontraba. Por fin, el maestro prefigura un carcelero, pero mucho más
benigno en comparación a los que me enfrentaba día y noche.
El caballo encabritándose simbolizaba mi protesta impotente contra la
situación en la que me encontraba, y me recordaba también que, durante
la última guerra, tuve contacto con el ejército en el primer regimiento de
coraceros. Un verdadero presidio donde los suboficiales de cualquier rango
tenían en la boca los insultos más groseros hacia los soldados, acompaña-
dos de continuas amenazas de sanción. Exactamente igual que en la cárcel,
con la ligera diferencia de que el soldado disfrutaba de algunas horas de
libertad cotidiana, lo cual hacía de la condición militar, aunque execrable,
algo preferible a la del prisionero.
La selva tropical, pareciéndose a las de Rousseau con el hada de las ma-
riposas: el Aduanero Rousseau perteneció al cuerpo expedicionario francés
enviado a México por Napoleón III y el recuerdo que había guardado de ese
país inspiró sus vegetaciones tropicales. Antes de esta guerra, persuadido de
su inminencia y de los riesgos de arresto que suponía para mí por el hecho
de que implicaría una dictadura militar en Francia, había intentado en vano
venir a México, país que, desde hace tiempo, deseaba conocer y donde estoy
actualmente refugiado. El hada llama inmediatamente a la imagen de mi
compañera, de la que entonces no tenía noticia y cuya suerte me angustiaba
incluso más que la mía. La sabía amenazada a la vez de internamiento en
un campo francés, y en riesgo de una expulsión que la hubiera enviado a
un campo de concentración franquista. No podía olvidar la expresión de
angustia terrorífica que le había visto ocho o diez días antes, en París, en
el andén de la estación de Montparnasse, mientras encadenado y cercado
por una imponente escolta de gendarmes, subía al tren hacia Rennes. Todas
estas ideas negras, esas «mariposas negras», el hada las lanzaba a lo lejos, las
rechazaba. Aparecían sobre el vidrio como mariposas claras, y ella siempre ha
tenido un terror nervioso a los insectos y hasta a las mariposas. A menudo
me había burlado de ella al respecto de este tema diciéndole: «si algún día
vamos a México, ¿qué te pasará? En los países tropicales hay en el campo a
veces verdaderas nubes de mariposas». Su presencia en este paisaje exótico,

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fuera del alcance de todos los perros de policía, mostraba otra vez mi deseo
de verla libre, rechazando claras mariposas materiales; esto sería preferible
para ella que cazar las mariposas negras que tienen que estar asaltándole día y
noche. Por fin: si hubiéramos logrado ir a México, estaríamos libres y enton-
ces, ¡qué importa una nube de mariposas! Añadiré además que he estado en
Brasil, país tropical, donde he estado encarcelado por motivos similares a los
que me han valido esta encarcelación, pero el régimen de la cárcel de Río de
Janeiro, si a lo mejor era más sórdido que el de la cárcel de Rennes, se hacía,
de una manera general, mucho menos brutal y mucho más tolerable.
El número 22: durante mi infancia este número era muy popular, al
menos entre los niños y, gritándolo, servía para advertir de la llegada de un
peligro. En las condiciones en las que estaba, era un recuerdo del peligro
constante que me rodeaba, y su insistencia en imponérseme subrayaba la
realidad de las amenazas de todo tipo que me asechaban.
Pero en cuanto lo leí, entendí que marcaba la fecha de mi liberación
próxima; lo supe en ese mismo instante. Fue una iluminación. ¿Cómo? No
podría decirlo, pero el hecho es que lo supe claramente y sin la menor duda.
A raíz de ello obtuve un alivio moral inmediato, lo que era absurdo pues
podía ser el 22 de cualquier mes, de cualquier año; pero esa convicción
que se me imponía me ayudo, reavivada cada día por la aparición de este
número, a soportar la incertidumbre que rodeaba mi suerte, incertidum-
bre que se agravó de manera considerable cuando, estupefacto, me enteré
de que los alemanes ocupaban Rennes (es cierto que ignoraba la situación
militar). Esta certeza que me daba el número 22, simbolizaba entonces, de
manera compensatoria, la obsesión de libertad que me abrazaba y una acti-
tud ambivalente respecto a los peligros que me rodeaban: conciencia de su
intensidad y esperanza de escaparme de ellos.
En resumen, la sucesión de las cuatro imágenes se desarrolla como
una película elíptica extremadamente acelerada de toda mi vida. Mi in-
fancia: François I; mi juventud: la guerra de 1914 representada por el ca-
ballo encabritado; mi estancia en Brasil y mi presente en México: la selva
tropical con el hada; por fin, el futuro: el enigmático y absurdamente
optimista número 22.

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En El amor loco, André Breton examina un caso de revelación profética:
lleva a cabo materialmente el itinerario trazado, apenas velado, por uno de
sus poemas4 escrito once años antes. Las líneas del mismo autor que van en
el epígrafe de este prologo, subrayan otra iluminación de la misma natura-
leza que probablemente aún no ha notado5.
No podríamos asegurar de forma tajante que escribiendo el poema o
la frase en cuestión André Breton se proponía augurar el futuro. Por su-
puesto, conscientemente no sabía nada en absoluto. En cambio, viendo el
número 22, sabía que indicaba, en contra de las apariencias, mi próxima
liberación. Pero esta creencia era combatida por mí y veía claramente toda
la absurdez. El 22 de junio pasó sin que mi creencia se debilitara, aun-
que mi oposición interior estaba momentáneamente reforzada. No sé si
he conseguido hacer sensible el debate que me perseguía. Realmente era
como una discusión entre dos individuos que sostuviesen puntos de vista
opuestos. Lo cierto es que quien afirmaba que sería liberado el 22 no tenía
ningún argumento para oponerse al otro, quien lo agobiaba de razones
tendiendo a demostrar la imposibilidad de una liberación próxima. Y, sin
embargo, era el primero el que veía bien, porque sin duda «veía», mientras
que el otro entendía y criticaba.
Se quiera o no, el número 22 constituye entonces, en el relato que pre-
cede, una manifestación poética de videncia de la que, además, estoy lejos
de ser el primero en atestiguar. Sin hablar de André Breton, ya citado, los
poetas lo han notado o presentido en cualquier tiempo: «es oráculo lo que
digo» afirmaba Arthur Rimbaud. «El humano absolutamente reflexivo, es
el vidente», había dicho Novalis antes que él, para quien ese mismo huma-
no es el poeta.
Paralelamente, Rimbaud confirmó que el poeta es un vidente. Los ro-
mánticos de todos los países hablan, aunque sea a veces de manera inco-
rrecta, de sus «visiones»; y los poetas, repito, siempre han intuido, más o

4  «Girasol», en Claro de Tierra, París, 1923


5  Estas páginas ya habían sido escritas cuando me enteré de que en el número II-III de la revista
VVV se había dado cuenta de esta misma iluminación y la comentaba en un artículo: «Situación
del surrealismo entre las dos guerras».

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menos, esta facultad que tiene que ver con su naturaleza de poetas.
No me opondré al hecho de que ese estado de «videncia» haya sido, en
lo que me concierne, favorecido por condiciones materiales particulares.
Los místicos de todo el mundo cuyas visiones y éxtasis alcanzan la poesía,
cuando no son estúpidos, practicaban un ayuno riguroso. Quizá el régimen
de subalimentación que me estaba impuesto en la cárcel me ha ayudado a
ver las imágenes que contenían los vidrios. La tensión nerviosa de todo mi
ser, orientado hacia la reconquista de la libertad, junto a la costumbre de
la poesía, habían dado entonces a este violento deseo de libertad la forma
que después se ha visto.
Se sabe que la condición de poeta pone automáticamente al que la
reivindica al margen de la sociedad y eso en la medida exacta en la que es
realmente poeta. El reconocimiento de los poetas «malditos» lo demues-
tra claramente. Son malditos por haberse situado fuera de la sociedad
que, antaño por parte de su iglesia y por las mismas razones, maldecía
los brujos. Estos, desde sus instituciones, minaban entonces la religión
dominante de la sociedad medieval, mientras que hoy, los poetas comba-
ten con sus propias «visiones» los postulados intelectuales y morales a los
que la sociedad actual quiere dar a escondidas un carácter religioso. Esta
naturaleza visionaria les vale también el ser considerados por la gente de
orden como locos. Y los locos, en las sociedades primitivas, son unos en-
viados del cielo o mensajeros de potencias infernales; de todas maneras
su poder sobrenatural no ha sido negado. Hay que admitir entonces que
un denominador común une al brujo, al poeta y al loco. Pero este último,
habiendo roto toda relación con el mundo exterior, vaga a la deriva por el
océano desencadenado de su imaginación, y casi no vemos nada de lo que
contemplan sus ojos. El común denominador que une al brujo, al poeta y
al loco, sólo puede ser la magia. Es la carne y la sangre de la poesía. Hasta
el punto que en la época en la que la magia resumía toda la ciencia huma-
na, la poesía aún no se distinguía de ella; podemos pensar entonces, sin
riesgo a equivocarnos, que los mitos primitivos están, en su mayoría, com-
puestos y llenos de residuos de iluminaciones, de intuiciones, de presagios
confirmados antiguamente, de una manera tan resplandeciente, que han

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penetrado directamente hasta las mayores profundidades de la conciencia
de esas poblaciones.
El origen de la poesía se pierde en el insondable abismo de los tiempos;
por qué el humano nace poeta, los niños lo testifican. Sin embargo, es la
gran revolución —la primera históricamente o más bien prehistóricamen-
te—, en la que el tabú del incesto juega el papel capital, la que dará a la
poesía el impulso inicial. Dirigiendo una parte sublimida de la libido hacia
una nueva salida, le permite rescucitar en el mito y proyectar sobre el infi-
nito de los cielos, la imagen finita del padre asesinado. «El cadáver de un
enemigo muerto siempre huele bien». A este padre, que odiaba su vida, sus
asesinos lo adornan de una aureola legendaria que las generaciones venide-
ras dotarán cada una de un reflejo nuevo. Aquí están los primeros mitos,
los primeros poemas de esas lejanas épocas donde todos los humanos son
más o menos brujos, es decir, poetas y artistas. Es cierto, lo que nos llega hoy
de sus creaciones está muy lejos de lo que han imaginado. Innumerables
generaciones les han añadido los diamantes que han descubierto y, a veces
el metal apagado que han confundido con el oro. La transformación en un
nuevo régimen de férula paternal de la sociedad matriarcal que, encantada,
los ha visto nacer, las migraciones, guerras e invasiones los han enriquecido
o empobrecido, en todo caso metamorfoseado. En los mitos y leyendas ani-
mistas de los primeros tiempos fermentan los dioses que van a poner a la
poesía la camisa de fuerza de los dogmas religiosos, porque si la poesía crece
sobre el rico terreno de la magia, los miasmas pestilentes de la religión que
se alzan desde este mismo terreno la marchitan y ella tendrá que alzarse muy
por encima de la capa deletérea para reencontrar su vigor.
La tribu de poetas ha perdido, poco a poco, contacto con los espíritus
de los famosos ancestros totémicos —rechazados tan alto en los cielos que
han dominado en adelante la tierra de sus primeros balbuceos— y ha con-
cedido a sus miembros más hábiles, brujos y magos, el privilegio de mante-
ner con ellos relaciones políticas. Volviéndose de dominio exclusivo de los
brujos, la poesía mítica se empobrece sin parar hasta osificarse en el dogma
religioso, con lo cual se ve a las tribus más primitivas —aquellas que tienen
menos contacto con la civilización occidental y su religión, y poseen a la

k 20
vez el porcentaje más grande de brujos— tener mitos de una extrema exube-
rancia poética pero pobres en preceptos morales, mientras los pueblos más
evolucionados ven sus mitos perder su resplandor poético para multiplicar
las restricciones morales. ¡Como si la moral fuera la enemiga de la poesía!;
de hecho, salta a la vista que la absurda, por no decir repugnante, moral de
la hipocresía, de la bajeza y de la cobardía que tiene curso en la sociedad
actual, no sólo es la enemiga mortal de la poesía sino también de la vida
misma —cualquier moral conservadora sólo puede ser moral de prisión y
de muerte— y solamente ha conseguido mantenerse hasta hoy gracias a la
ayuda de un inmenso aparato de coerción material e intelectual: el clero y
la escuela apoyando a la policía y el tribunal.
La religión es «la ilusión de un mundo que necesita ilusión»6. Es obvio
que si existe un mundo que necesita ilusión, es en el que vivimos. ¿Pero
es concebible un mundo que no sienta esa necesidad, es decir un mundo
perfectamente armonioso? Es evidente que dicho mundo no es más que
otra ilusión: el horizonte retrocediendo frente a nuestros pasos. El Do-
rado mismo se vuelve indefinidamente perfectible a partir del momento
en que se vive ahí, mientras el mañana está adornado de las gracias que
el presente, por chispeante que sea, le envidiará siempre. Esto no implica
necesariamente que esta ilusión guarde carácter de engaño religioso, que
compense con felicidades celestiales la miseria horrible de una vida de
esclavos. No, este tipo de ilusión se nutre de un mundo de violencia y
de horror, cuyo fin inevitable se acerca. El nuevo mundo que se anuncia
tendrá como cometido destruir el infierno terrestre para hacer bajar so-
bre la tierra el paraíso absoluto del cielo religioso, metamorfoseándolo en
paraíso humano relativo. De la misma forma que una vida infernal pide
una consolación paradisíaca, un mundo más armonioso que el nuestro su-
pone una ilusión exaltante que viva de la vida misma de las generaciones
futuras, que lo perfeccionarán. Esta ilusión colectiva permanentemente
insatisfecha, móvil y renovada, o más bien ese deseo multiplicado por
su satisfacción misma, será el collar de perlas de la mujer que, sin haber
conocido jamás la obsesión de la falta de comida y vivienda, no tendrá la

6  Karl Marx: Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel.

21 k
tentación de implorar el socorro celestial: un lujo tan lejano del subsidio
del paro como de este collar de perlas, tan lejos del consuelo religioso
como de la búsqueda exaltada de lo maravilloso.
Notaremos que el mito primitivo, desprovisto de consuelo y teniendo
únicamente tabúes elementales, es todo exaltación poética. La razón es
simple: la división del trabajo aún no ha logrado provocar en la tribu dife-
rencias notables entre sus miembros, que forman entonces un cuerpo más
o menos homogéneo cuyas necesidades básicas —todavía no tienen otras—
están medianamente satisfechas. Por lo menos unos no mueren de hambre
mientras otros revientan de abundancia.
Se sabe que las restricciones morales, y el derecho que más tarde las
sanciona, tienen por motivo adornar y justificar las desigualdades de con-
dición que la sociedad engendra en el transcurso de su desarrollo. El mun-
do futuro se propone destruirlas con la aplicación del principio: «de cada
uno según sus capacidades a cada uno según sus necesidades»; desaparece
entonces la necesidad de una divinidad que compense ilusoriamente la
desigualdad social. La religión se desvanece, pero el mito poético sigue
siendo necesario, depurado de su contenido religioso. Finalmente, si la
religión logra subsistir es porque sigue como puede satisfaciendo, con pre-
cios de baratillo, la necesidad de lo maravilloso que las masas conservan
en los pliegues más profundos de su ser. Asistimos también, desde ahora,
a tentativas de creación de mitos ateos privados de cualquier poesía, y des-
tinados a alimentar y canalizar un fanatismo religioso latente en las masas,
que han perdido contacto con la divinidad pero conservan la necesidad de
un consuelo religioso. El jefe sobrehumano, casi divinizado en vida, habría
sido, treinta o cuarenta siglos antes, alzado a cualquier Olimpo si hubiera
fallecido en pleno éxito. ¿No se llama Hitler a sí mismo «el enviado de la
providencia», una especie de Mesías germánico? ¿y no se hace llamar Stalin
el «sol de los pueblos» —más que el Inca, que sólo se reconoce como hijo
del sol? ¿No están dotados el uno y el otro de la infalibilidad divina? Estas
tentativas de atribuir cualidades divinas a personas físicas, limbados de
glorias y virtudes sobrenaturales, muestran que las condiciones materiales
que engendran la necesidad de un consuelo religioso persisten junto a la

k 22
angustia religiosa perdiad que hay que orientar hacia el jefe.
«La poesía debe ser hecha por todos, no por uno». Está fuera de duda
que esta exhortación de Lautréamont será escuchada algún un día, ya que
la poesía ha sido el fruto de la colaboración activa y pasiva de pueblos ente-
ros. Los mitos, leyendas y cuentos populares que nos ocupan lo atestiguan
de manera resplandeciente.
Si las sociedades primitivas constituyen, como se suele pensar, la infan-
cia de la humanidad, el mundo actual es entonces su reformatorio, su pre-
sidio. Las puertas de las cárceles se van a abrir y la humanidad va a recono-
cer su eterna juventud con mirada de libertad. Los mitos y leyendas de los
primitivos nos muestran la libertad de espíritu de los pueblos que los han
inventado, tan grande es esa libertad que muy pocos humanos lo pueden
admitir y la califican de delirio. Pero estas obras pueden aparecer detrás de
nosotros, al fondo del oscuro subterráneo en que vivimos. En cualquier
caso, en el otro extremo, la salida a la que nos acercamos tiene luz, una luz
tan deslumbrante que nuestros ojos aún no son capaces de distinguir los
objetos que ella baña y el humano tiene dificultad para concebirse en esta
claridad.
Sin perdernos en hipótesis azarosas que nos harían correr el riesgo de
caer en un vagabundeo en los dominios de la utopía, podemos suponer
sin embargo que el humano, liberado de las coacciones materiales y mo-
rales actuales, conocerá una era de libertad —no hablo solamente de una
libertad material, sino de una libertad de espíritu tal como difícilmente
podemos imaginarla.
El humano primitivo todavía no se conoce, se busca. El humano actual
se ha perdido; el de mañana tendrá primero que reencontrarse, reconocer-
se, tomar contradictoriamente conciencia de sí mismo. Tendrá la capaci-
dad de hacerlo. Quizá ya la tenga y no puede hacer uso de ella porque no
es libre de pensar bajo el polvo que lo asfixia. Si el humano de ayer, que no
conocía otros limites a sus pensamientos que los de su deseo, ha podido, en
su lucha contra la naturaleza, producir esas maravillosas leyendas, ¿qué es
lo que no podrá crear el humano de mañana consciente de su naturaleza,

23 k
y dominando cada vez más el mundo de su espíritu liberado de toda traba?
De la misma manera que estos mitos y leyendas son el producto poéti-
co colectivo de sociedades donde las desigualdades de condición, todavía
poco marcadas, no habían logrado suscitar una opresión sensible, la táctica
de la poesía es concebible colectivamente solamente en un mundo libre
de cualquier opresión, donde el pensamiento poético se habrá vuelto tan
natural al humano como la mirada o el sueño. Eso será la «poesía universal
progresiva» tal como la veía Frédéric Schlegel, hace más o menos ciento
cincuenta años. Este pensamiento poético desarrollándose, sin trabas de
ningún tipo, creará mitos exaltantes, de esencia puramente maravillosa,
pues lo maravilloso ya no lo espantará como hoy. Estos mitos estarán des-
provistos de cualquier consuelo religioso, que quedará sin motivo en un
mundo orientado hacia la persecución de la siempre provocadora y tenta-
dora quimera de la perfección, siempre inaccesible.
No hay que concluir que el pueblo entero participará directamente de
la creación poética, pero esta misma creación será en lugar de la obra de
algunos individuos, la vida y pensamiento de bastos grupos de humanos
animados por la población entera, pues los poetas habrán reanudado con
estas creaciones el vínculo roto desde hace tantos siglos. La existencia mise-
rable a la que la sociedad reduce hoy a la población la aparta —como ya se
ha dicho— de todo pensamiento poético, aunque la aspiración a la poesía
queda en ella latente. El aprecio del que goza la literatura, la más estúpida-
mente sentimental, las novelas de aventura, etc., revelan esa necesidad de
poesía. Pero el mundo que lanza sobre el mercado las joyas de veinte duros
solamente puede dar a la masa poesía del mismo precio, acompañada del
pan seco del prisionero, mientras que los amos devoran los manjares sucu-
lentos y, a veces, se encienden con la poesía auténtica. Digo a veces, pues la
vida que llevan no les predispone mucho más que sus esclavos a los arreba-
tos poéticos. De hecho, en nuestros días, la poesía se ha vuelto el atributo
casi exclusivo de un pequeño número de individuos, los únicos en sentir
más o menos claramente su necesidad.
Esta poesía, adulterada para el uso de las masas, apunta no sólo a sa-
tisfacer su necesidad de poesía, sino también a crear una válvula de escape

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regulando su presión espiritual, ofreciendoles un tipo de evasión consola-
dora destinada a suplantar en parte su fe religiosa extinguida y canalizando
en una dirección inofensiva su sed de irracionalidad. De la misma manera
que los amos estiman que la religión es necesaria para el pueblo, juzgan que
la poesía auténtica, haciendo correr el riesgo de ayudar a su emancipación,
es dañina no solamente para el pueblo sino para la sociedad entera, pues
sospechan su valor subversivo. Se las ingenian entonces, no sin éxito, para
ahogarla, creando alrededor de ella una verdadera zona de silencio en la
cual se rarifica.
Por fin, el número sin fin decreciente de poetas (¡menos mal que aún
quedan!) subraya esta ruptura entre los poetas y la masa y muestra aún
más la agonía de la sociedad presente. La analogía se impone entre nues-
tra época y el fin de la sociedad feudal francesa que, si fue marcada por
un desarrollo del pensamiento filosófico creando las bases intelectuales
del régimen en gestación, no ha conocido un sólo poeta durante todo el
siglo XVIII. Todo lo que en aquel momento ha llevado indebidamente
este nombre, el Romanticismo, algunos años más tarde, lo ha repartido
en finas capas de polvo sobre las sillas de mano y las pelucas olvidadas en
el fondo de los altillos.
Tenía el romanticismo que reencontrar lo maravilloso y dotar a la poe-
sía de un significado revolucionario que todavía guarda hoy, y que permite
al poeta vivir una existencia proscrita, pero al menos vivir. Sin embargo,
el poeta —no hablo de los bufones, de cualquier tipo— solamente puede
ser reconocido como tal en tanto se opone con un inconformismo total
al mundo en el que vive. Se subleva contra todos, incluidos los revolucio-
narios, quienes, situándose en el terreno de la política, arbitrariamente
aislada del conjunto del movimiento cultural, preconizan la sumisión de
la cultura al cumplimiento de la revolución social. No hay ni un poeta, ni
un artista consciente de su lugar en la sociedad, que no estime que esta
devolución indispensable y urgente es la llave del futuro. Sin embargo,
querer someter dictatorialmente la poesía y toda la cultura al movimiento
político me parece tan reaccionario como querer apartarla de él. La «torre
de marfil» no es más que la cara de la moneda oscurantista, cuya cruz es el

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denominado arte proletario, o al revés, da igual. Si en el campo reacciona-
rio se busca hacer de la poesía un equivalente laico del rezo religioso, del
lado revolucionario se tiende demasiado a confundirlo con la publicidad.
El poeta actual no tiene otro recurso que el ser revolucionario, o el de no
ser poeta, pues debe sin parar lanzarse hacia lo desconocido; el paso que
dio ayer no le dispensa de ninguna manera el paso de mañana, pues todo
ha de comenzar de nuevo cada día y lo que ha adquirido a la hora del sue-
ño se desvanece al despertar. Para él no hay ninguna inversión de padre de
familia sin el riesgo y la aventura infinitamente renovados. Es solamente a
este precio que se puede llamar poeta y pretender tener una plaza legítima
en el extremo del movimiento cultural, ahí donde no hay opción de recibir
ni elogios ni laureles, pero si de golpear con todas sus fuerzas para abatir las
barreras que sin fin renacen de la costumbre y la rutina.
Hoy sólo puede ser el maldito. Esta maldición que la sociedad actual
le lanza, señala su condición revolucionaria; pero saldrá de su reserva obli-
gada para ponerse a la cabeza de la sociedad cuando, cambiada ésta com-
pletamente, reconozca el origen común humano de la poesía y la ciencia,
y el poeta, con la colaboración activa y pasiva de todos, creará los mitos
exaltantes y maravillosos que enviarán al mundo entero al asalto de lo des-
conocido.

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Benjamin Péret que tiene atada una ballena,
o tal vez un gorrión.
tiene
la palabra

Péret

Lo maravilloso, repito, está por todas par-


tes, en todas las épocas, en todos los instan-
tes. Lo maravilloso es, tendría que ser, la
vida misma. Con la condición, sin embargo,
de no ingeniarse en hacer esta vida delibera-
damente sórdida como lo hace esta sociedad
con su escuela, su religión, sus tribunales,
sus guerras, sus ocupaciones y liberaciones,
sus campos de concentración y su horrible
miseria material e intelectual.

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