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De la miseria humana al vivir en sociedad según Agustín de Hipona

La convivencia humana, desde que ha sido pensada en cuento tal, ha resultado ser una de
las problemáticas más complejas de abordar por su naturaleza conflictiva e impredecible.
Así, múltiples disciplinas se han dado a la tarea de analizar dicha situación tanto en su
carácter óntico como ontológico, para poder llegar a conclusiones que den respuesta a las
dinámicas que se gestan en medio de la vida en conjunto. Desde la antropología, la
psicología, la sociología, el derecho, la filosofía y hasta la estadística, han mostrado
distintas aristas de los escollos propios de tal realidad.

En este mismo orden de ideas, Agustín de Hipona, en su texto la Ciudad de Dios, se


aproxima a la comprensión de la vida social y política evaluando la complejidad y
dificultad de la naturaleza del grupo social. En este escrito abordaremos los argumentos
más importantes usados por Agustín, para soportar que, finalmente, la necesidad de la vida
en sociedad no corresponde más que a la miseria del hombre. De este modo, echaremos
mano de los capítulos V, VI y VII del citado libro, en su respectivo orden, para soportar
esta afirmación. Primero, expondremos la tendencia contingente de las relaciones humanas;
luego, en qué medida la justicia, en respuesta a esta irregularidad, es también de penosísima
condición; ulteriormente, en el misma línea propuesta por san Agustín, cómo la diversidad
de lenguajes agrava el embrolloso camino de la vida entre los hombres; y para terminar,
esbozaremos unas breves conclusiones acerca de la verdad como eje problematizador del
tema que nos compete analizar.

1. La contingencia de la vida en sociedad.

La condición gregaria del hombre, a pesar de prometer una suerte de estabilidad, ¿cuántos y
cuán grandes males encierra en sí […]? (p.452) Para Agustín, vivir en sociedad es,
inminente e irreprochablemente, vivir en la posibilidad de desventuras; la impredecibilidad
de los actos humanos, nos sume en probables “agravios, sospechas, enemistades, guerras,
como males ciertos […]” (p.452). Si tal realidad no es sólo cierta, sino que es constante
entre los grupos más íntimos, a saber, quienes viven unidos bajo la misma casa, que son
familia, hermanos, padres; ¿cómo podría no suceder entre personas que no son siquiera
conocidos? Esto es, se está expuesto a los daños, las traiciones, y las maquinaciones
calamitosas, cuando se vive junto a otros hombres y la paz, como bien deseado, es tan
incierta como el propio bienestar y salud en la vida terrena.

“Si la casa, pues, que es en los males de esta vida el común refugio y sagrado de los
hombres, no está segura ¿qué será de la ciudad, la cual, cuanto es mayor tanto más llena
está de pleitos y cuestiones, […] de las cuales en ocasiones están libres las ciudades, pero
de los peligros nunca?” (p.454)

Se concluye de esto que, la vida en sociedad es siempre un ir y venir de enfrentamientos y


guerras, de disputas y discordias de las cuales las que suceden entre los mismos amigos y
familiares son las más dolorosas, y que cuando se está libre de tales males, aun todavía se
sigue al borde del precipicio a punto de caer.

2. La justicia y los sabios.

Ante la irreductible situación de los hombres que viven en conjunto, debe hacerse entre
ellos el orden racional, que sin importar aquí el origen o la forma en qué se da, debe ser
siempre administrado; y a este mecanismo que estructura el orden social, se le llama
justicia. A quien lo imparte, se le llama juez. Surge aquí la pregunta sobre quiénes deben
ser los encargados de distribuir la justicia, para esta cuestión, el Doctor de la Iglesia es
vehementemente axiomático:

En semejantes densas tinieblas como estas de la vida política, pregunto: ¿se sentará en los
estrados por juez un hombre sabio, o no se sentará? Seguramente se sentará, porque le
obliga a ello y le trae compelido a este ministerio la política humana, y el desampararla lo
tiene por acción impía y detestable. (p.455)

Estaríamos forzados a decir, bajo este argumento, que el sabio, en tanto es quien estudia y
se acerca a la comprensión de los asuntos humanos, está llamado a dirimirlos. Y, de
cualquier modo, es “miserable y digno de compasión” éste, quien impedido de conocer las
conciencias de quienes juzga, se encuentra siempre ante la posibilidad de equivocarse, es
decir, a pesar de la sabiduría, mientras le sea imposible descifrar totalmente los engaños y
mentiras de quienes acusan o de quienes juzga –y así será siempre-; puede terminar
condenando a inocentes a su inmerecida y temprana muerte. Por tal, dice Agustín, “la
ignorancia del juez viene a ser la calamidad del inocente.” (p.454). De tal suerte que,
aunque el juez se apoye en cuanto mecanismo y herramienta de tortura o sagacidad, o
emplee sapientísimos métodos, su lejanía de la incognoscible verdad, le impide salvarse de
condenar a inocentes. En cualquier circunstancia, puesto que su voluntad no es la de hacer
daño, sino mantener el orden racional de la justicia, no comete pecado el juez al acudir al
gran mal de condenar a los inocentes; y aun así, debe encontrar en este oficio
aborrecimiento por sí mismo.

3. La ciudad; o de la torre de Babel.

El siguiente punto que trata el santo, es sobre la diversidad de idiomas que separa y aísla a
los hombres1; para Agustín, “cuando los hombres no pueden comunicar entre sí lo que
sienten, sólo por la diversidad de las lenguas, no aprovechan para que se junte la semejanza
que entre sí tienen tan grande de la naturaleza […]”. Esto nos dice que, el lenguaje, y no
sólo éste en cuanto tal, sino el lenguaje en común, es el que posibilita la comunicación, o
sea, mostrarnos a nosotros mismos a través de fonemas articulados al otro. Así pues, hablar
unos a otros en lengua común, es ponerse unos a otros en común como semejantes. No
lograr comunicarnos, por otro lado, significa encontrarnos como se encuentran los animales
salvajez y de una u otra forma, "con mayor complacencia estará un hombre asociado a su
perro, que con un hombre extranjero"(p.457)

Ya el autor cristiano nos está introduciendo, en esta breve evaluación circunstancial, al


papel crucial que juega el comprenderse unos a otros en la vida política, y desarrollos
conceptuales que se elaborarán siglos más tarde en la filosofía del lenguaje, tanto la
perspectiva hermenéutica de Gadamer, o la teoría del acto comunicativo de Habermas,
como muchas otras líneas argumentativas, tienen inmerso este elemento; desde lo que
significa una conversación cotidiana, hasta la construcción del interlocutor válido en la
esfera de lo público, parten del reconocimiento lingüístico que permite llevar a cabo la
comunicación en la que nos mostramos como semejantes y nos estructuramos socialmente.

4. La esquiva verdad: la miseria del hombre.

1
Esta expresión revive casi inmediatamente el relato bíblico de la torre de Babel, según el cual, en la
construcción de una torre que alcanzara a Dios, los hombres fracasan al no logran comprenderse unos a otros.
Esto es debido a que Dios los confunde haciéndolos hablar distintas lenguas. (Véase: Génesis 11: 1-9)
Hasta ahora, parece que sólo hubiésemos delineado aspectos que conciernen a la dramática
vida en sociedad y que cada punto que se ha tocado es simplemente marginal y aparte de
los demás. Es entonces nuestro deber a esta altura, captar qué hay en común respecto a
estos argumentos que permita aseverar que Agustín nos ha conducido a entender lo
fundamental de la miseria de la vida en comunidad. Las problemáticas aquí mencionadas, a
saber, la posibilidad de ser engañado y lastimado por los demás; la inclinación del juez a
condenar al inocente en su ignorancia; y la diferencia de lenguas que lleva al conflicto, son
recorridas como un hilo rojo, por la necesidad humana de no conocer la verdad. Aclaremos
pues.

La miseria humana, connatural y equioriginaria a la necesidad de vivir en sociedad, se ve


sostenida por la ausencia de la verdad; esto se refleja en: a) la imposibilidad subjetiva de
conocer totalmente la conciencia del otro, es decir, no poder saber las intenciones ajenas en
torno a las relaciones intersubjetivas, de donde se sigue que, aunque se ande siempre
precavido, resulta imposible librarse de la posibilidad de ser agraviado en cualquier
momento y por cualquier persona; b) la lejanía del jueza a la verdad de los hechos, así
busque la justicia por cualquier método, y se torture al acusado hasta que acepte los cargos,
nunca es innegablemente verídico que haya sido punido el culpable real, de esta forma,
aunque se cumpla la justicia, no deja de ser ésta penosa y desventurada. Y; c) la dificultad
de comunicarse en distintas lenguas, pues en tanto no se puede saber que se está
comunicando, su valor de verdad no puede siquiera ser considerado y el enfrentamiento es
inevitable pues el otro es potencialmente perjudicial. La vida en conjunto, es entonces,
según Agustín, en su constante “necesidad fatal de no saber la verdad” (p.455), una siempre
apremiante miseria, de la cual sólo nos libraremos una vez no estemos sujetos a vivir-con
otros.

BIBLIOGRAFÍA

Agustín, La ciudad de Dios, libro XIX, capítulos 5-7.

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