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CRISIS AMBIENTAL Y EDUCACIÓN UNIVERSITARIA

Jorge Mario Vera Rodríguez1


Adriana Paola Albarracín Calderón2
Érika Andrea Moreno Romero3

Como punto de partida y aspecto central de las siguientes reflexiones es necesario resaltar
que todo proceso educativo tiene necesariamente un carácter contextual, es decir, está
enmarcado y ubicado en una trama socio-histórica concreta, la cual debe ser interpretada y
entendida, de manera que este proceso de producción y reproducción social sea la base que
contribuya a asumir los retos que debe enfrentar el colectivo social; es decir, no se forma
simplemente para ser eficiente y pertinente en el mercado laboral, sino para ser un actor en
la trama social, que es por definición multidimensional.

En este sentido, la formación-investigación ambiental en el nivel universitario, debe asumir


como uno de sus retos principales la formación de eco-ciudadanía, es decir, una ciudadanía
consciente de los lazos indisolubles entre las dinámicas sociales y ecológicas (Sauvé,
2014), en el marco de la denominada crisis ambiental global, la cual es una de las
principales amenazas generadas por nuestra civilización y que, por su relación genealógica
directa con la episteme occidental, demanda inexorablemente un cambio de paradigma, de
manera que se supere la escisión entre lo humano y lo no humano.

Alrededor de este tema se han hecho una serie de planteamientos e instituciones como la
Organización de Naciones Unidas han trazado lineamientos tendientes a una Educación
para el Desarrollo Sostenible, las cuales han tenido un efecto limitado, entre otras cosas por
su persistencia en ligar desarrollo y crecimiento económico, por lo que se requiere explorar
otras perspectivas.

1
Doctorando en Planificación y Manejo Ambiental de Cuencas. Integrante del Grupo de Estudios
Interdisciplinarios sobre el Territorio “Yuma-IMA” de la Universidad del Tolima. jmverar@ut.edu.co
2
Magister en Planificación y Manejo Ambiental de Cuencas Hidrográficas. Integrante del Equipo de
Acreditación y Autoevaluación y Catedrática en pregrado y Posgrado de la Universidad del Tolima.
palbarra@ut.edu.co
3
Politóloga y Candidata a Magister en Desarrollo Rural de la Universidad del Tolima. Integrante del Grupo
de Estudios Interdisciplinarios sobre el Territorio “Yuma-IMA” de la Universidad del Tolima.
eandreamoreno@ut.edu.co
En esta vía, los planteamientos principales que se abordan en este trabajo se ubican en tres
momentos: en primer lugar, se trata de caracterizar lo que se denomina crisis ambiental
global; luego, se expone una interpretación de sus raíces centradas en una crisis del
pensamiento y la civilización occidental capitalista, ligada a lo que Marx denominó fractura
metabólica entre la humanidad y la naturaleza; finalmente, se enuncian de manera general
los principales retos a enfrentar y superar para no incurrir en una educación universitaria
anacrónica que mantenga la ruta en la que se acentúan la decadencia y el riesgo de colapso
civilizatorio.

¿Crisis ambiental global?

Al hablar de crisis ambiental global es necesario señalar que el adjetivo global no solo hace
referencia al alcance planetario de la crisis, sino al hecho palpable de que ésta no solo
afecta la resiliencia o capacidad de la biósfera de asimilar los efectos de fuerzas que
perturban sus equilibrios dinámicos, sino de daños que afectan el mismo tejido social y las
fibras más íntimas de lo humano, su bienestar, identidad y autoestima.

En este sentido, en las siguientes líneas se hará una descripción sumaria de algunos rasgos
de la crisis en estas tres dimensiones, iniciando por los efectos planetarios de la
industrialización y el consumismo en los ecosistemas y las condiciones de vida material de
la sociedad a nivel mundial.

En primer lugar es evidente la forma como el crecimiento poblacional y el ensanchamiento


de la brecha entre ricos y pobres hace que el metabolismo social 4, particularmente el de las
sociedades más opulentas, genere presiones que superan la capacidad de respuesta,
autodepuración y adaptación de los ecosistemas y la biósfera en general (Martínez Alier,
2008, 2010, 2011; Martínez Alier & Roca Jusmet, 2013).

4
Esta categoría propuesta por Marx asimila los procesos de flujos de entrada y salida de materia, energía e
información necesarios para el funcionamiento de cualquier colectivo social desde un hogar, una finca, un
municipio, una urbe, un país, etc., con los procesos metabólicos desarrollados por cualquier organismo vivo,
desde una célula hasta un organismo pluricelular. En estos procesos, la sociedad toma de la biósfera el agua,
alimentos, minerales, materias primas, fuentes energéticas y en general todos los elementos materiales que
requiere para su funcionamiento, luego los transforma y acondiciona para ser empleados en todo tipo de
actividades, a partir de las cuales genera residuos que son vertidos nuevamente a la atmósfera, el suelo, las
aguas superficiales o subterráneas, etc.
Así, el aumento vertiginoso de las emisiones de gases contaminantes (incluyendo los de
efecto invernadero), los vertimientos de aguas residuales, fármacos y sustancias químicas
de síntesis, la generación de residuos sólidos y la deforestación, entre otros procesos que
afectan la trama de relaciones de la biósfera, han desencadenado efectos nocivos como la
pérdida de suelos, bosques, biodiversidad y glaciares; escasez hídrica; aumento del nivel
del mar, de la acidez de los océanos, desertización, y el aumento de la recurrencia e
intensidad de eventos climáticos extremos (sequías, inundaciones, olas de calor o frío,
huracanes, tornados, tifones, tormentas eléctricas, etc.); entre otros.

Estos son algunos de los rasgos principales impactos de la industrialización y el


consumismo, los cuales han ganado tal dimensión, que se ha acuñado la categoría de
Antropoceno (Árias Madonado, 2018; Crutzen & Stoermer, 2000), para equiparar los
efectos transformadores de la acción humana sobre la faz de la tierra y la vida, con los
generados por los más dramáticos cambios geológicos que ha sufrido el planeta, los cuales,
valga decir, al igual que en nuestro tiempo, han venido acompañados de extinciones
masivas de especies…

No obstante, cabe señalar que esta categoría ha sido fuertemente cuestionada por la
homogenización que hace de la humanidad (Biermann et al., 2016; Moore, 2013; Vega
Cantor, 2019), puesto que, diluye las diferencias significativas entre los impactos
ambientales generados por el modelo civilizatorio occidental y otras cosmovisiones o
formas de significar y habitar el mundo; en este sentido, aunque “todos” somos causantes
de la crisis ambiental, no lo somos en la misma proporción, correspondiéndole a los países
económica y tecnológicamente más desarrollados (Estados Unidos, buena parte de los
países integrantes de la Unión Europea, Reino Unido, Japón, Canadá, Australia, China y
Rusia) la mayor parte de la responsabilidad, en tanto que, las consecuencias negativas
afectan principalmente a los más pobres (ONU Hábitat, 2011).

En este sentido, se ha acuñado la categoría Capitaloceno (Moore, 2013; Vega Cantor,


2019), la cual hace más específico el análisis, ubicando con claridad la responsabilidad en
estos países que poseen metabolismos sociales más demandantes de materiales, agua y
fuentes energéticas, y que a su vez vierten la mayor cantidad de contaminantes a la
biósfera. Sin embargo, haciendo esta salvedad, como categoría, el Antropoceno sirve para
evidenciar las dimensiones de lo que se caracteriza como crisis ambiental planetaria, en la
cual se pone en riesgo la continuidad del proyecto civilizatorio occidental, e incluso, en las
lecturas más agudas, amenaza la existencia de la especie humana en general.

No obstante, la crisis ambiental como crisis civilizatoria no solo se expresa en el deterioro


de la biósfera causado por la industrialización y el consumismo, sino que tiene
manifestaciones en el ámbito de las relaciones sociales y en el individuo. En este sentido,
debemos reconocer con Guattari (1996) y Bauman (2005, 2009a) la existencia de una crisis
en el ámbito de las relaciones sociales, que impone la necesidad de reconstruir, resignificar
y recrear las formas de ser en grupo, tanto a nivel de pareja, familia, vecindad y comunidad,
las cuales han sido trastocadas e incluso instrumentalizadas por el individualismo a
ultranza, movido por el sentido de competencia propio del liberalismo económico, más que
por la cooperación y el altruismo, que fueron fundamentales en el proceso evolutivo y de
supervivencia de la Humanidad desde sus orígenes.

El creciente consumo de alcohol y sustancias narcóticas y psicoactivas devienen cada vez


más en alcoholismo y farmacodependencias como problemas de salud pública y síntomas
de condiciones de soledad, frustración y ruptura del tejido social, que causan estrés y
depresión, las cuales tratan de sobrellevarse mediante el consumo de sustancias que causan
euforia y permiten una falsa empatía o tranquilidad, aunque debido al consumo excesivo
pueden degenerar en patologías mentales, 200 tipos de enfermedades y trastornos, así como
efectos adversos en el tejido social a nivel familiar, de pareja, laboral, etc.

Como elemento que liga este fenómeno al Capitaloceno cabe recordar que la producción de
alcohol, particularmente de cerveza, fue uno de los primeros productos industrializados en
los albores del capitalismo y una de las industrias que más invierte en marketing a través de
eventos deportivos y espectáculos de masas a nivel mundial. Como consecuencia se ha
producido un aumento súbito del consumo mundial de cerveza, al punto que para el año
2014 el consumo promedio anual por persona ya había alcanzado los 25,8 litros con un
aumento de 26% en los últimos 10 años (Petovel, 2015). De igual forma, según el Banco
Mundial (2019) el consumo promedio de alcohol como etanol puro equivalente en 2016 fue
de 6,38 litros por persona al año (0,2% mayor que en 2010).
Por su parte, la Organización Mundial de la Salud (2018) señala que en el mundo, el 26,5%
de los jóvenes de 15 a 19 años son bebedores (155 millones de adolescentes), y 3 millones
de muertes al año se deben al consumo excesivo de alcohol (5,3% de todas las
defunciones). En Colombia el consumo promedio de Alcohol en 2016 fue de 5.8 litros por
persona y su tasa de crecimiento desde 2010 fue de 16%.

Otro indicador significativo lo representa el consumo mundial de drogas, cuyo número de


consumidores en el año 2016 llegó a 318 millones de personas (Oficina de las Naciones
Unidas Contra la Droga y el Delito, 2018). Las principales sustancias por número de
consumidores son: marihuana (192 millones), opioides (34 millones), anfetaminas y
estimulantes sujetos a prescripción médica (34 millones), éxtasis (21 millones), opiáceos
(19 millones) y cocaína (18 millones).

El cuadro que presenta la población de Estados Unidos es muy diciente:

“El consumo de drogas ilícitas en los Estados Unidos ha venido


incrementándose. Se calcula que en el 2011, unos 22,5 millones de personas en los
Estados Unidos de 12 años de edad o mayores usaron alguna droga ilícita o
abusaron de medicamentos psicoterapéuticos (como analgésicos, estimulantes o
tranquilizantes) en el mes anterior a la encuesta. Esto equivale al 8,7 por ciento de
la población, mientras que en el 2002, el porcentaje fue del 8,3 por ciento”.
(National Institute on Drug Abuse (NIDA), 2013)

De igual forma, la crisis ambiental se expresa en el cisma entre mente y cuerpo, marcado
por el rechazo originado en la frustración que genera el marketing en las personas a quienes
embauca con el mensaje de que su condición y aspecto físico no encaja en los patrones
estéticos socialmente aceptados, pero esa situación es superable a través del consumo de
ciertos productos, intervenciones quirúrgicas y paquetes tecnológicos; es así como la
proliferación de diversos tipos de cirugías ofertadas como las grandes panaceas ante tal
frustración, mutilan y trastornan el cuerpos para llevarlo artificialmente a falsas condiciones
de forma, poniendo en riesgo la propia integridad o condición saludable (Bauman, 2009b).

Trastornos alimenticios como la bulimia y la anorexia, los billonarios mercados de


productos “milagrosos” y cirugías estéticas para adelgazar o rejuvenecer, son muestras
palpables de un creciente descontento con nuestros cuerpos, y una expresión de la quimera
tecnológica de la modernidad, que en este caso promete ciencia y tecnología para hacernos
bellos. Según Adeslas (2012) los trastornos de la conducta alimentaria, dentro de los que se
encuentran la anorexia y la bulimia, afectan al 3.1% de la población femenina entre los 12 y
los 21 en Estados Unidos y gran parte de estos casos tienen desenlaces fatales ya sea por las
complicaciones médicas o por suicidio de los afectados.

En este contexto, el mercado de los gimnasios y centros de entrenamiento en 2018 alcanzó


ventas por más de 94.000 millones de dólares, superando los 183 millones de clientes a
nivel mundial (IHRSA Success By Association, 2019). De igual forma, el mercado de
productos quema grasa, adelgazantes, esteroides anabolizantes, hormonas de crecimiento,
suplementos y dietas fitness reporta ganancias billonarias a nivel mundial.

Por su parte, según la American Society of Platic Surgeons (2018) durante 2017 se
efectuaron 17,7 millones de cirugías cosméticas y el mercado representó más de 27.3
billones de dólares; entre los procedimientos más comunes se encuentra el aumento de
senos, remodelación de la nariz, liposucción, abdominoplastia, cirugía de párpado,
inyección de toxina botulínica, relleno de tejidos blandos, exfoliación química, depilación
láser y microdermoabrasión. Es importante resaltar que estas estadísticas tienen importantes
desfaces debido a la proliferación, en países como Colombia, de sitios informales en los
que se realizan múltiples procedimientos en condiciones precarias con efectos adversos en
la salud e integridad de los pacientes.

En conjunto, estas estadísticas revelan una obsesión con la figura y la forma como el capital
se ha territorializado en nuestros cuerpos, imponiendo patrones estéticos que moldean
nuestras formas de vida, reduciéndolas al consumismo y una creciente obsesión por la
imagen y el rechazo de otras estéticas, así como a la búsqueda de “éxito” económico por la
vía que sea necesaria.

En este punto encontramos una paradoja con respecto a la propuesta de Noguera (2004) de
constituir nuestros cuerpos en la sutura que revierta la ruptura entre natura y cultura, la cual
se hizo norma en el marco de la modernidad occidental que adoptó como estrategia
cognitiva la fragmentación del mundo, colocando al Hombre blanco en la cúspide como
sujeto que observa de manera aséptica (objetiva) un mundo de objetos (incluyendo tales
cuerpos), los cuales puede controlar y manipular a su antojo, empleando la ciencia y la
tecnología.

La paradoja consiste en que dicho cuerpo que es expresión de natura y a la vez sujeto,
producto, agente y mediador de la cultura, se encuentra lacerado y mutilado, como
consecuencia de la tecnología que interviene en nuestra naturaleza orgánica para hacerla
más acorde a los patrones estéticos del mercado y la cultura de consumo de masas que
agencia (Mérida Pérez y López Hartmann, 2013).

En síntesis, encontramos seres humanos cuyo proyecto de vida carece de sentido o en


quienes la carga de frustración por no encajar en los modelos de belleza o éxito imperantes
es muy fuerte, a tal punto en que optan por el suicidio como forma de escape ante el
aparente sin salida en que se encuentran. En este sentido, según la Organización Mundial de
la Salud (2015), el suicidio causa el doble de muertes que la guerra y los homicidios a nivel
mundial, con más de 800000 víctimas al año y el 75% de los suicidios ocurren en países
con ingresos bajos y medios (Ídem).

Crisis ambiental, fractura metabólica, crisis del pensamiento, crisis civilizatoria…

Existen múltiples antecedentes de culturas extintas en contexto de crisis ambiental, las


cuales develaron sus profundas debilidades a pesar de significativos alcances tecnológicos
y de conocimiento (Brasero, 2017; Broswimmer, 2005; Diamond, 2006); tales son los casos
de los Anasazi en Norteamérica, los Mayas en Centroamérica, los Vikingos que habitaron
Groenlandia y los Rapa Nui en la Isla de Pascua, entre otros.

Aunque cada caso tiene sus particularidades, estos antecedentes permiten dar cabida a un
segundo aspecto, en que se reconoce que la crisis ambiental es una crisis civilizatoria, que
requiere para su superación un cambio de paradigma; en este sentido, autores como Leff
(2004, 2006 y 2010), Boff (1996 y 2001), Noguera (2004), Ángel Maya (2003) y Carrizosa
(2000), entre otros, la ubican como una crisis del conocimiento, una crisis de la forma como
se entiende, habita y transforma el mundo; formas basadas en relaciones de dominación y
explotación, que llevan a un mundo insustentable.

Para el caso de la civilización occidental, la crisis civilizatoria posee dos componentes


interrelacionados; por una parte, es una crisis del pensamiento moderno que fragmentó el
mundo y compartimentó el conocimiento en parcelas denominadas disciplinas, además de
autoproclamarse universal, con lo que se dio lo que se denomina como colonialidad del ser,
del saber y del poder, consistente en la supuesta superioridad de la racionalidad del hombre
blanco, europeo, que ningunea y subordina otros saberes, cosmovisiones y formas de ser y
habitar no occidentales (Castro-Gómez & Grosfoguel, 2007; Escobar, 2014; Garzón López,
2013; Quijano, 2000; Santos, 2010).

De igual forma, se hizo hegemónica la estrategia dual de Descartes (2012) consistente en la


separación sujeto/objeto de investigación, razón/pasión, y el clásico dualismo
hombre/naturaleza, entre otras; a pesar de las múltiples advertencias y llamados del autor a
tomar con prudencia e incluso con escepticismo su aporte, si bien eficaz en su experiencia,
no por ello universalizable. Así, la humanidad desprovista de sus “sesgos” pasionales,
puesto fuera y arriba de la naturaleza (incluyendo a la humanidad) se dispone a
diseccionarla como en una sala de autopsia, o de tortura, para revelar sus más profundos
misterios y secretos, los cuales posteriormente servirán de base para su sometimiento y
manipulación, a través de la tecnología, con lo que la humanidad será prácticamente
“todopoderosa”.

El segundo componente tiene que ver con lo que Marx denominó fractura metabólica, o
alienación de la humanidad frente a la naturaleza (Bellamy Foster, 2004) y que se aceleró
en los albores del capitalismo, cuando a través de la denominada acumulación originaria
(Marx, 2010) o acumulación por despojo (Harvey, 2007), grandes capas de la población
fueron desprovistos de su contacto directo con el suelo, y otros medios de subsistencia en el
campo y obligados a concentrarse en grandes centros urbanos, en los que se constituirían en
la fuerza de trabajo de la industria, que ahora pasaba a ser el gran motor de la
transformación social.

Esta fractura, consistente en un desequilibrio de los flujos de materia y energía en las


relaciones campo-ciudad, basados en la sobreexplotación del suelo, agua y en general de la
biósfera a ritmos superiores a su capacidad de producción y recuperación. De esta manera,
la vida en contextos urbanos artificializados genera la percepción de que hay una naturaleza
salvaje, inútil, prescindible o que puede ser reemplazada por una naturaleza antropizada o
hecha acorde a las necesidades de los humanos. De esta forma se produce una separación
material o ruptura metabólica entre humanidad y biósfera, que tiene como correlato la
escisión Hombre/naturaleza, propia del Capitaloceno.

En este contexto, la apuesta debe ser por un cambio societal basado en la superación de la
alienación material de la humanidad con respecto a la naturaleza, la cual requiere una
transformación radical de la propiedad sobre el suelo y los bienes comunes que han sido
cercados y saqueados, así como la recomposición de los equilibrios dinámicos del
metabolismo entre sociedad y naturaleza, reduciendo los ritmos de extracción y consumo a
niveles soportables por los ecosistemas, los sistemas culturales y territoriales locales; sin
embargo, ello implica una apuesta política que desborda los alcances de las reflexiones que
nos ocupan.

De igual forma, se requiere un cambio de paradigma o ruptura epistemológica, porque los


nuevos problemas no pueden superarse si se continúa pensando dentro de la misma matriz
que los generó (Escobar, 2014); este nuevo paradigma implicaría, entre otras cosas, algo en
la línea de lo que Morin (2000) denomina pensamiento “ecologizado”, la adquisición de
una conciencia global, la adopción de una ética planetaria (Boff, 2001; “Manifiesto por la
vida: por una ética para la sustentabilidad”, 2002), la superación de la postura de
excepcionalidad humana y la adopción de una actitud más humilde en la que reconozcamos
que en la trama de la vida, la especie humana no es más que un hilo (Capra, 1998).

Al hablar de ecologización del pensamiento se hace referencia a superar la fragmentación, a


construir diálogo inter y transdiciplinario, de manera que se pueda abordar el mundo en su
complejidad; hacer énfasis en las relaciones y no solo en los fenómenos puntuales; todos
estos aspectos son clave para un habitar mejor, para un ser con otros, humanos y no
humanos.
La formación universitaria y la apuesta de la Cátedra Ambiental “Gonzalo Palomino
Ortiz”

Alrededor del papel de la universidad como institución social ha habido un gran debate a
nivel mundial y Latinoamérica no ha sido ajena a este asunto, como lo evidencia el
manifiesto de los estudiantes de la Universidad de Córdoba de 1918 y la ola de
manifestaciones de finales de la década del 60 y la década del 70, por mencionar solo
algunos hitos.

En este sentido, se disputan dos ideas centrales, una que aboga por una universidad
comprometida con la justicia y la transformación social, conciencia crítica de la sociedad y
escenario para la construcción de alternativas que permitan superar las profundas crisis de
orden económico, político, cultural e incluso ambiental por las que atraviesa la sociedad.
Para ello, la autonomía universitaria, el pensamiento crítico, la generación de
conocimientos, el diálogo de saberes y la producción de tecnologías apropiadas son algunas
de la estrategias clave.

Otra corriente, aboga por una universidad menos política y más centrada en la formación de
profesionales con capacidades técnico-científicas acordes a las demandas del mercado
laboral, que produzca conocimientos y tecnologías que resuelvan los principales problemas
del mundo de la producción, en perspectiva de aumentar la competitividad de la economía
nacional. En este sentido, se proponen priorizar las carreras que son más demandadas por el
sector empresarial, haciendo a un lado las ciencias sociales, que desde esta perspectiva sólo
contribuyen a la polarización social.

Este debate ha tenido efectos diferenciales en las universidades pública y privadas,


correspondiendo a estas últimas una mayor inclinación hacia la segunda corriente, más
acorde con el modelo económico neoliberal, aunque, es necesario reconocer que, en gran
parte del país muchos de los programas universitarios de las universidades públicas han
sido reformados para reducir a su mínima expresión lo componentes de fundamentación en
ciencias sociales y humanas y en los casos en los que se mantienen, han sido adaptados
para la difusión de discursos hegemónicos que legitiman el orden social existente y
diseminan la concepción según la cual no existe alternativa ante la globalización neoliberal,
de manera que “o nos insertamos o nos engullen”.

Así, es muy común la proliferación de dogmas ideológicos según el cual para que haya
bienestar debe haber inexorablemente crecimiento económico, o que la existencia de una
crisis ambiental obedece a fallos del mercado y deficiencias tecnológicas que se resuelven
privatizando los bienes comunes, fijando precios a la contaminación, produciendo
tecnología más ecoeficiente y trasladando la responsabilidad al individuo, a través del
ecologismo individualizado, para que sea un consumidor más racional…

Sin embargo, en la realidad estas fórmulas ideológicas lejos de contribuir al cambio de


rumbo necesario para la superación de la crisis ambiental global en todas sus dimensiones,
legitima el “orden” existente y posterga los cambios fundamentales que se requieren; ello
se evidencia en la forma como a pesar de casi tres décadas de desarrollo sostenible o de
retórica verde (Eschenhagen, 2010), más que una utopía, éste se ha revelado como una
distopía, como consecuencia de la obsesión metafísica con el crecimiento económico y la
acumulación incesante de riqueza en un planeta finito.

Es indudable que la visión hegemónica que ha originado estos sismas ha tomado cuerpo en
los planes de estudio y dinámicas de la mayor parte de las universidades, la cuales se
orientan al cumplimiento de indicadores y estándares de calidad y cobertura, que dejan a un
lado la reflexión sobre la crisis por la que transita la civilización occidental y su papel en la
reproducción o la transformación de los supuestos epistemológicos que la soportan.

En este sentido, la crisis ambiental debe ser asunto transversal en todo el proceso de
formación universitaria y no solo en el campo de las ciencias ambientales; en este sentido,
contrario o complementario, si se quiere, a la hiperespecialización en líneas específicas
dentro de las disciplinas, la formación de pregrado y postgrado debe ampliar la mirada
hacia una visión cosmopolita, abierta al diálogo intercultural y a cuestionar el “orden”
existente, en el sentido de indagar si ¿este es el mejor de los mundos posibles?

En otros términos, se requiere que la educación ambiental complemente el proceso de


especialización, de manera que el especialista no pierda de vista la fuerte interdependencia
entre su campo de conocimiento y la dinámica social y ambiental; es decir, que su rol de
especialista no lo ciegue de su responsabilidad social y ética con los otros e incluso con sí
mismo.

Ello implica, como uno de los aspectos centrales, la descolonización de la economía que
como disciplina y práctica ha sido hegemonizada y reducida a elemental crematística,
orientada a la maximización de la eficiencia del lucro individual y la acumulación aberrante
de la riqueza; así, resignificar la dimensión oikonómica del ambiente está orientado a la
superación de la reducción de este a simple recurso objeto de explotación y transformación
en bienes orientados al cubrimiento de una demanda insaciable de deseos superfluos y
banales, estimulados desde una visión consumista de la felicidad, ligada a la posesión de
objetos, diseñados para una duración fugaz (Leonard, 2010).

Implica a su vez, la visualización como horizonte de posibilidad deseable, la eliminación de


relaciones de producción basadas en la sobreexplotación de lo humano y lo no humano, la
acotación de la extracción de materiales a niveles y ritmos sustentables, cercano a lo
propuesto por el denominado extractivismo mínimo (Cante Maldonado, 2015) y el
decrecimiento económico (Acosta, Brand, Radhuber y Wagner, 2008; Latouche, 2008;
Leff, 2008), así como la liberación de los bienes comunes de los lazos de la propiedad
privada y la mercantilización.

En este sentido, la educación ambiental en todos los niveles educativos, pero


particularmente en el nivel universitario, debe ser una formación fundamentalmente
política, entendida, como el arte de lo común (Bauman, 2009b), una formación que ayude a
recrear el arte de estar juntos en una sociedad en crisis permanente, llena de tensiones y
contradicciones, pero también con una diversidad cultural que abre un espectro de
posibilidades para ser y transformar.

La formación e investigación universitaria en lo ambiental debe trascender el ámbito de las


disciplinas y formar políticamente, es decir, en el arte de construir, gestionar o transformar
lo común. Ello implica la capacidad crítica y autocrítica frente a la sociedad, sus desafíos y
amenazas. En el contexto actual, ello se traduce en la formación para la construcción de la
paz y la búsqueda de salidas a la crisis ambiental, más allá del extractivismo como fuerza
que apalanca el “desarrollo” y de la quimera tecnológica del ecoeficientismo o el
ensalzamiento de los mecanismos del mercado y la estrategia de mercantilización de la
vida, propia de la economía ortodoxa en todas sus variantes: verde, naranja, circular,
ambiental, ecoeficiente, etc.

Por ello, se hace necesario convocar a la indisciplina y la impertinencia de la formación


universitaria, la primera para dar cabida al diálogo con otros conocimientos, saberes y
narrativas; la segunda, para pensar otros futuros posibles por fuera de los discursos
hegemónicos.

Un ejemplo ilustrativo lo constituye la agroecología como indisciplina necesariamente


impertinente, la cual se sale del marco de las disciplinas y entra al diálogo con saberes y
prácticas ancestrales invisibilizadas y menospreciadas en pro de un productivismo ficticio,
basado en el uso intensivo de capital, en que la modernización del agro trajo aparejado la
degradación de suelos y aguas, la pérdida de diversidad biológica, la asfixia de otras formas
de habitar y construir lo rural desde la tradición campesina y la diversidad étnica, así como
la simplificación y homogenización de los variopintos paisajes rurales, reemplazados por
las estéticas de geometrías regulares y el monocultivo, propias de la revolución verde, que
además de sus impactos ambientales nocivos, se nos revela llena de promesas incumplidas,
porque es evidente que el hambre más que un problema técnico, es un problema político…

Aquí la investigación recupera otros sentidos relegados en aras de la objetividad e incluso


de la operatividad de supuestos como la posibilidad y la obsesión con el crecimiento
económico permanente, ya que se enfoca en la búsqueda de otros saberes y conocimientos
que viabilicen el cambio de paradigma.

En este contexto y como síntesis, desde la perspectiva expuesta, la apuesta por la formación
ambiental en el marco de la Cátedra Ambiental “Gonzalo Palomino Ortiz” tras seis años de
su inicio como proceso y casi cinco de su adopción como Cátedra Institucional de la
Universidad del Tolima, ha identificado como retos:

 Revertir los efectos del paradigma disciplinar basado en el dualismo, la escisión y


fragmentación del mundo.
 Contribuir al despertar de una conciencia global sobre la crisis ambiental y sus
impactos más allá de los ecosistemas.
 Promover la adopción de una ética planetaria, basada en el respeto por lo humano y
lo no humano.
 Apoyar la formación de una percepción social favorable a la gestión de los riesgos
de desastre.
 Romper con la colonialidad del saber, del poder y del ser, que, racializan,
menosprecian o subordinan saberes y cosmovisiones otras.
 Fomentar una actitud crítica frente a la viabilidad y pertinencia de la quimera
tecnológica que apuesta por mantener el rumbo actual bajo el supuesto de un futuro
en que la ecoeficiencia optimizará el uso de los “recursos naturales” y revertirá los
daños e impactos ambientales negativos actuales.
 Promover el diálogo y la investigación inter y transdisciplinaria.
 Sensibilizar hacia nuevas formas de ser y estar en sociedad.
 Contribuir a la reconciliación con nuestro cuerpo como territorio, desarraigando las
territorialidades del capital que lo hacen extraño e indigno ante los paradigmas de
belleza del mercado.
 Formar para la consolidación de una cultura de paz, en un país que reclama salidas a
la guerra y la violencia que se ha ensañado contra los grupos étnicos, las mujeres,
las comunidades, sus territorios y la vida en general.

Agradecimientos

Los autores expresan su gratitud a los estudiantes de la tercera y cuarta cohorte de la


Maestría en Educación Ambiental y estudiantes de la Cátedra Ambiental “Gonzalo
Palomino Ortiz” de la Universidad del Tolima, con quienes se discutieron diversas
versiones de este texto.

Referencias
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capitalista: Decrecimiento y postextractivismo. Barcelona: Icaria. Recuperado de
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Árias Madonado, M. (2018). Antropoceno: la política en la era humana. Bogotá D.C.:


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