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La evolución del mundo de los espíritus

Para todas las variedades de seres espirituales que están presentes en las religiones modernas
podemos encontrar una analogía o un prototipo exacto en las religiones de las sociedades preestatales.
Los cambios que se han pro ducido en las creencias animistas desde el Neolítico atañen a cues tiones
de énfasis o de complejidad. Así, por ejemplo, entre los pue blos del nivel de las bandas y aldeas
estaba muy difundida la creen cia en dioses que habitaban en la cima de las montañas o en el mismo
cielo, y que fueron el modelo de nociones posteriores de seres supremos y de otras poderosas
divinidades celestiales. Para los aborígenes australianos el dios del cielo creó la tierra y su geo grafía
física, enseñó a los hombres a cazar y a hacer fuego, les dio leyes sociales y les mostró cómo hacer de
un niño un hombre adulto mediante la ejecución de ritos iniciáticos. Los nombres de sus seres casi
supremos (Baiame, Daramulum, Nurunderi) no podían ser pro nunciados por los no iniciados. Del
mismo modo, los selk'nam de Tierra del Fuego creían en «aquel que mora en las alturas», los yaruros
de Venezuela hablaban de la «gran madre» autora de la creación y los maidus de California creían en
un «gran matador celestial». Para los semang de Malasia todo fue creado por Kedah, incluso los dioses
que a su vez crearon la Tierra y la humanidad. Los habitantes de la isla de Andamán tenían a Puluga,
cuya morada era el cielo, y los winnebagos al «creador de la Tierra».

Si bien los pueblos preestatales ocasionalmente rezaban a estos grandes espíritus, o incluso
los visitaban en sus trances, el núcleo de las creencias animistas solía ser otro. En realidad, la mayoría
de los primitivos dioses creadores se abstenían de relacionarse con los seres humanos. Una vez creado
el universo, se retiraban de los asuntos del mundo y dejaban a otras deidades menores, espíritus
animistas y a los humanos plena libertad para labrar sus propios destinos. Desde el punto de vista del
ritual, la categoría principal de seres animistas eran los antepasados de la banda, la aldea, el clan o los
otros grupos de parentesco cuyos miembros creían descender de una estirpe común.

Ya he señalado con anterioridad que los pueblos del nivel de las bandas y aldeas no suelen
conservar por mucho tiempo en la memoria a cada muerto en particular. En vez de honrar a las
personas fallecidas recientemente o acudir a ellas en busca de favores, las culturas igualitarias suelen
prohibir la utilización del nombre del difunto e intentan desterrar su espíritu y huir de él. Para los
washos, pueblo de cazadores y recolectores indígenas de la frontera entre California y Nevada, las
almas de los difuntos estaban furiosas por haber perdido sus cuerpos, eran peligrosas y había que evitar
su presencia. Por esta razón, los washos quemaban la choza, las ropas y pertenencias del difunto y,
sigilosamente, trasladaban su campamento a otro lugar con la esperanza de que el alma del difunto no
pudiera encontrarlos. Los dusun del norte de Borneo maldicen el alma del difunto y le advierten que se
mantenga alejada de la aldea. De mala gana el alma recoge las pertenencias depositadas en su tumba y
parte para el país de los muertos.
Pero este recelo hacia los difuntos recientes no se hace extensivo a los que han muerto ya
tiempo atrás, ni tampoco a la generalidad de los espíritus de los antepasados. En consonancia con la
ideología de la filiación, los pueblos del nivel de las bandas y aldeas acostumbran a conmemorar y

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aplacar los espíritus ancestrales de la comunidad. Gran parte de lo que se conoce como totemismo no
es sino una forma de culto difuso a los antepasados. La gente, de conformidad con las normas de
filiación imperantes, expresa el reconocimiento de la comunidad a los fundadores de su grupo de
parentesco tomando el nombre de animales (el canguro, el castor) o de fenómenos de la naturaleza (las
nubes, la lluvia). Este reconocimiento incluye a menudo rituales destinados a alimentar, proteger o
asegurar la multiplicación de los totems animales o naturales y, por ende, de proteger la salud y el
bienestar de los hombres. Los aborígenes australianos, por ejemplo, creían descender de animales que
en el inicio de los tiempos, en la «época del sueño» o edad dorada, habían viajado por el país, dejando
diseminados a su paso recuerdos de su viaje antes de convertirse en seres humanos. Cada año los
descendientes de un determinado antepasado totémico volvían sobre los pasos del viaje de la «época
del sueño». En su recorrido cantaban, bailaban y escrutaban las piedras sagradas ocultas en escondrijos
situados a lo largo del sendero que había pisado el primer canguro o la primera oruga witchetty. Al
volver al campamento se adornaban para adoptar la apariencia de su totem e imitaban su
comportamiento. Así, los arunta del clan de la oruga witchetty se engalanaban con collares, narigueras,
colas de animales y plumas, se pintaban en el cuerpo la figura sagrada de la oruga y fabricaban con
arbustos una choza en forma de crisálida, en la cual entraban a cantar de su viaje. Los cabecillas salían
después al exterior, seguidos del resto, arrastrando los pies y deslizándose, imitando así los
movimientos que efectúa la oruga para salir de la crisálida.

En la mayoría de las sociedades del nivel de aldea existe una comunidad indiferenciada de
espíritus de antepasados que vigilan de cerca a sus descendientes, prontos a castigarlos si cometen
incesto o rompen los tabúes que prohíben comer determinados alimentos. Para asegurar el éxito de las
actividades importantes como la caza, la horticultura, la maternidad y la guerra, éstas necesitan ir
precedidas de la bendición de los antepasados, y esta bendición acostumbra a obtenerse mediante la
celebración de festines en su honor según el principio de que un antepasado bien alimentado es un
antepasado benéfico. En las montañas de Nueva Guinea, por ejemplo, la gente cree que los espíritus de
los antepasados disfrutan comiendo cerdo tanto como los vivos. Para agradarles, se sacrifican piaras
enteras de cerdos antes de partir para la guerra o con ocasión de acontecimientos importantes de la vida
de una persona, como el matrimonio o la muerte. Pero en consonancia con una organización política
redistributiva basada en los grandes hombres, nadie pretende que sus antepasados merezcan un trato
especial.
Al aumentar la población, la riqueza heredable y la competencia intrasocial entre los diversos
grupos de parentesco, la gente tiende a prestar una mayor atención a los parientes muertos concretos y
recientes con el fin de legitimar su derecho a la herencia de tierras y otros bienes. Los dobuanos,
pueblo de las islas del Almirantazgo, en el Pacífico Sur, que se dedica al cultivo del ñame y a la pesca,
tienen lo que parece ser una forma incipiente de culto al antepasado concreto. Cuando moría el jefe de
una familia dobuana, los hijos limpiaban su cráneo, lo colgaban de los maderos del techo de su casa y
le ofrecían alimento y bebida. Se dirigían a él como «Señor Espíritu», le pedían protección contra la
enfermedad y el infortunio y, a través de los oráculos, recababan su consejo. Si el Señor Espíritu no
colaboraba, sus herederos le amenazaban con deshacerse de él. En realidad el Señor Espíritu no tenía
ninguna posibilidad de éxito. La muerte de sus hijos constituía la prueba definitiva de su ineficacia.
Por lo tanto, cuando la casa pasaba a sus nietos, éstos arrojaban al Señor Espíritu a la laguna y ponían
en su lugar la calavera de su padre como símbolo del nuevo patrón espiritual del hogar.

Al ir evolucionando las jefaturas, las clases dirigentes contrataban a especialistas cuyo


cometido consistía en memorizar los nombres de los antepasados de los jefes. Para asegurarse de que

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los restos mortales de estos dignatarios no fueran a desaparecer como la calavera del Señor Espíritu,
los jefes supremos mandaban construir tumbas primorosas que mantenían de forma tangible los
vínculos entre las diversas generaciones. Por último, con la aparición de Estados e imperios, las almas
de los dirigentes fueron subiendo al firmamento a reunirse con los altos dioses, y sus restos mortales,
momificados y rodeados de muebles exquisitos, joyas raras y carros incrustados en oro, y otros objetos
de lujo, eran enterrados en criptas y pirámides gigantescas que sólo podría haber construido un
verdadero dios. Pero ya me he referido a ello en otra ocasión.

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