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Era el año del Señor de 1650 en la ciudad española de San Francisco de Quito.

Cuentan
que, en la actual calle Flores, ubicada en el centro de la ciudad, en una de las tantas
solariegas casonas que componen el paisaje hispano de la urbe, se había asentado un ilustre
hidalgo, proveniente de Castilla, la vieja. Su nombre era don Lorenzo de Moncada, natural
de Madrid. Había contraído nupcias con una dama igual linajuda que él: doña María de
Peñaflor y Velasco. Dicho matrimonio, siendo la crema y nata de la sociedad quiteña en
aquel entonces, concibió a una hermosa muchacha trigueña, impactante como ninguna,
capaz de quitar el aliento y el sueño a más de uno: la vivaz Magdalena.
Por su parte, don Lorenzo tenía como administrador y mayordomo de sus cuantiosos bienes
a un hijodalgo compatriota de nombre Jerónimo de Esparza y García, casado con doña
Josefina Piñera y padre del aciago Pedro de Esparza, de veintitrés años de edad. Tras
haberse metido en negocios infructuosos, el buen don Jerónimo, había quedado tan pelado
que no le quedaba nada más que sus manos para rascarse la desazón de haber perdido su
hacienda. El caballeroso don Lorenzo había recogido a su paisano de la más absoluta
miseria que estos negocios le habían traído.
Al encontrarse siempre el administrador junto a su familia en la casa de don Lorenzo se dio
lo que resultaba evidente en dichos casos: Se enamoraron la ferviente y hermosa
Magdalena y el joven conquistador Pedro, de quince y veintitrés años respectivamente. Se
vieron, se hablaron, se entendieron, y, en fin, se amaron vehementemente como es propio
de un amor de loca juventud. Y no supieron ocultarlo.
Esto sería su perdición. Con aquel sexto sentido que toda madre posee, doña María de
Peñaflor empezó a sospechar de aquellos amoríos. Con el tiempo, doña María le contó a su
marido sin titubear en qué se hallaban su hija. El hombre no pudo sino indignarse al saber
que el hijo de su favorecido pretendiese a Magdalena. Obligó, entonces, a su hija a
comparecer ante él y su madre por tan terrible “crimen”. En aquella época, cabe recordad,
la autoridad de un padre para su hijo era similar a la autoridad de Dios, y sus palabras eran
sinónimo de sentencia sin apelación. Sabiendo esto, podemos comprender el panorama tan
terrorífico al que se enfrentaba Magdalena.
Don Lorenzo reprendió a su hija por tener “sentimientos tan bajos”, y declaró ante ella que
echaría de su casa a don Jerónimo y toda su familia pues su hijo había osado posar en ella
sus ojos. A pesar de las múltiples súplicas de Magdalena, su padre expulsó a la familia de
su favorecido a la calle. La pobre niña no tuvo más remedio que refugiarse en su habitación
y llorar por el trágico destino de su amado. Magdalena, a medida que pasaban los días, no
hacía más que llorar y no salía sino a misa en compañía de su madre, a la iglesia de los
frailes agustinos.
Imposibilitados de verse como antes, a todas horas, Magdalena y Pedro se veían a
hurtadillas en la iglesia. Cuando ella asistía sin su madre, él la esperaba en la puerta y le
ofrecía agua bendita a la salida. Sin embargo, esta relación no podía continuar así. Pedro se
devanaba los sesos buscando un medio de adquirir riquezas para llegar a la meta de su
aspiración.
Coincidente fue la expedición de don Martín de la Riva y Agüero a las provincias del
Oriente. Pedro, viendo en esta una oportunidad de ganar renombre y fortuna, se alistó, sin
dudarlo, bajo las banderas del capitán de la Riva y, tras una misiva de despedida a su tan
amada Magdalena, emprendió el viaje a las desconocidas tierras que bañan el Marañón, no
de forma muy alegre. Sin embargo, el destino les tenía reservado algo infausto a los dos
amantes. La expedición tuvo un fin desastroso, y temprano que tarde llegaron las funestas
noticias de su total destrucción. Corrió la voz de la muerte de varios de sus participantes,
incluyendo, sí, al enamorado Pedro de Esparza.
Afligida enormemente por la muerte de su único amor, Magdalena no hizo sino llorar
desconsoladamente. Pero al igual que todo cuanto surge a la edad tan tierna de quince años,
su luto no duró mucho tiempo. De España llegó un joven hijodalgo, de solar desconocido,
caballero gallardo y que, a falta de hacienda, traía muchas esperanzas de adquirirla. Su
nombre era don Mateo de León y Moncada. Guapo como era, rumboso y elegante,
recientemente salido de la Villa y Corte, agradó en demasía a don Lorenzo para yerno, de
modo que su propuesta de matrimonio con Magdalena fue aceptada por sus padres con
sumo agrado.
A la pobre Magdalena no le quedó más que aceptar, a pesar de seguir con la amargura
presente del amor pasado. Se fijó el casamiento para el sábado 27 de marzo de 1655 por la
noche. Estaba, pues, en las vísperas de sus nupcias, Magdalena ocupada en arreglar su
menaje cuando una esclava suya le entregó una esquela con el siguiente mensaje: “Señora y
mi dueña: Sé que mañana os casáis con un guapo mozo que os vale. Me creías muerto y
aún vivo para adoraros. ¿Consentiréis en que os vea esta noche en vuestra reja? Os besa los
pies. Don Pedro de Esparza”.
Cuando la niña leyó la esquela no pudo sino sorprenderse de sobremanera y se quedó sin
saber qué hacer. No hay para qué loar lo que sentiría Magdalena tras ello. Vivía su amado
Pedro, ¡y al día siguiente iba a ser de otro! Cruentas dudas surgieron en ella, cada una igual
de válida que la anterior. Pensó en romper el compromiso, en las consecuencias que esto
traería; pensó en su honor, en el de su padre, en el escándalo que esto conllevaría. Muy a su
pesar, no era posible. La fe que debía guardar a su futuro esposo le prohibía ver a Pedro en
la reja. Con el alma destrozada, tomo la pluma y plasmó: “Mañana, como sabéis, me caso:
no me pertenezco ya, don Pedro. Vos mismo lo habéis querido así, ya que me habéis dejado
creeros muerto. Mi honor me prohíbe hablaros. Olvidadme. Adiós.” Magdalena.
Esta carta, en cuyas palabras ella buscaba plasmar absoluta indiferencia, llegó a las manos
de Pedro, empapada en lágrimas de la niña. El fatídico día por fin llegó, aquel aciago día de
la boda. Tristemente para Magdalena, su amor se había revivido, por lo que su melancolía
no encontró reposo. Era costumbre en aquellos días que la prometida repartiera por mano
propia limosnas a los pobres que se presentasen en su casa con el objeto de implorar al
Cielo abundancia y felicidad en el nuevo hogar. A casa tan rica, lujosa y dispendiosa no
hubo pobre que no acudiera: se hicieron presentes los mendigos, mancos, ciegos y tullidos
de la ciudad. No faltó uno solo. Del mismo modo, los vergonzantes acudieron en tropel;
aquellos que tanto ahora como entonces era conocidos como cucuruchos, por su vestido
talar y amplia capucha que cubría su rostro.
La novia entregó a todos cuantos se presentaron un patacón pidiendo a Dios que le
permitiera olvidar a Pedro, que tan apesadumbrada le tenía el alma. Ya entrada la tarde, se
presentó un último cucurucho, al tiempo que Magdalena presentaba su tocado. La niña,
buena como era, no quiso dejar al último desprovisto sin su caridad y, abandonando su
espejo, bajó a otorgar la última limosna. Para su sorpresa, el cucurucho tenía la misma
estatura que su amor pasado, Pedro de Esparza, también su mismo cuerpo… pero debía ser
una ilusión. Magdalena, sacando de su escarcela una moneda, se acercó al mendicante,
alargó su mano y el cucurucho, avanzando febrilmente, sacó un puñal de entre los pliegues
de su hábito, clavándolo de lleno en el pecho de la novia. La pobre Magdalena solo tuvo
tiempo de gritar y caer desvaneciéndose, para morir en el frío abyecto del piso.
El impávido asesino hecha a correr por la calle, haciendo que los criados se precipiten en
persecución, mientras otros tantos acuden en auxilio de su ama, quien yace tendida. Los
perseguidores no tienen que ir muy lejos para completar su cometido: casi al frente de las
puertas de la casa, apoyado en el muro del convento de San Agustín, ven a Pedro de
Esparza con el hábito de cucurucho, la capucha echada atrás sin la más mínima vergüenza,
y el puñal empapado con la sangre de la que fuese la dueña de su corazón, en su mano
firme. Lanzó una última mirada de desafío a sus perseguidores antes de ser atrapado por la
guardia de la ciudad. Pedro es conducido a la cárcel de la corte y finalmente fue condenado.
Tal es la leyenda que los quiteños hemos conservado acerca del crimen, que, como el
propio amor, drenó la vida de su victima y victimario, haciéndolos caer en un espiral sin fin
de dolor y amargura. Fue así que la cuarta cuadra de la calle Flores fue bautizada como la
Calle del Cucurucho, y esta leyenda fue conocida como “El cucurucho de San Agustín”.
Aquel acto atroz, fatídico y doliente, aún pervive en la memoria de los trovadores que con
tanto afán contamos aquellas historias, envueltas en susurros silenciosos.

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