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Introducción
“antes de 1914, la Tierra era de todos. Todo el mundo iba donde quería y
permanecía allí el tiempo que quería. No existían permisos ni autorizaciones;
me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que antes de
1914 viajé a la India y a América sin pasaportes y que, en realidad, jamás en
mi vida había visto uno. La gente subía y bajaba de los trenes y de los barcos
sin preguntar ni ser preguntada, no tenía que rellenar ni uno del centenar de
papeles que se exigen hoy en día”.
El fenómeno de la migración
Lo cierto es que esta migración es la cara oculta de las políticas de libre
comercio que se aplican con tanto ahínco. Las personas no hipotecan su futuro
y se juegan la vida en el traslado a otras zonas o el paso de las fronteras sólo
porque ambicionan mejorar un poco. Lo hacen porque los cambios en su zona
o en su país los han dejado sin trabajo, sin tierras, sin oportunidades: tierras de
cultivo convertidas en fábricas dedicadas a la exportación o en plantaciones de
régimen industrial, o inundadas por presas gigantes (Díez Gutiérrez, 2005).
Pero nos han enseñado a construir una visión diferencial de las personas
“diferentes culturalmente”, como si fueran “otros” distintos a “nosotros”. El
discurso de los medios de comunicación y del poder político ha alentado una
dicotomía entre el grupo de los “nativos” y el grupo de los “foráneos”. Como si
se pudiera establecer una idiosincrasia propia dentro de cada uno de esos
grupos que los uniera y los identificara como un grupo homogéneo.
Por desgracia esta visión se ha ido construyendo, desde el ámbito del poder
político y económico, a lo largo de los siglos. Cuando Europa se relacionó con
ámbitos mayores que los de su vecindad geográfica, no lo hizo desde el
“contacto” o el “encuentro” (aunque así nos lo quieran presentar) sino desde la
lógica de la dominación y el saqueo; y quinientos años de relaciones
asimétricas y de desvalorización sistemática de lo diferente, han configurado
nuestra percepción del “otro” como inferior con el que cabe la asimilación o el
rechazo, pero no un verdadero diálogo. Así, nuestra cultura sólo se admira a sí
misma y transforma el diálogo milenario y enriquecedor en un monólogo
cultural en el que el “otro” sólo es visto como un “menor” a proteger o un peligro
a conjurar. Esta visión se reproduce en la escuela en la que, a menudo, ser
diferente representa un estigma que se procura solucionar tan pronto como
resulta posible.
La educación intercultural