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Miguel Dolz

SAN JOSEMARÍA
ESCRIVÁ DE BALAGUER
“Mi Madre la Iglesia”

Traducción:
José Ramón Pérez Arangüena

Madre de Dios, 35 bis. - 28016 MADRID


Tel.: 91 345 19 92 - Fax: 91 350 50 99
E-mail: edibesa@planalfa.es
www.edibesa.com

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Colección «SANTOS. AMIGOS DE DIOS», n.º 16 (21016)

© Edizioni Sa Paolo s.r.l. - Cinisello (Ml).


Título original: «Mía madre la Chiesa»
© Traducción española: Fundación Studium. Madrid
© EDIBESA
Madre de Dios, 35 bis. 28016 Madrid
Tel.: 91 345 19 92
Fax: 91 350 50 99
E-mail: edibesa@planalfa.es
www.edibesa.com

ISBN: 978-84-8407-966-8
Ref: 21016
Depósito legal: M. 31.586-2010

Impreso por: Impresos y Revistas, S. A. (Grupo IMPRESA)

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ÍNDICE

Prefacio
I. La mies y el segador
II. Los caminos divinos de la tierra
III. Brotes 81
IV. Una guerra fratricida
V. Hijas fieles
VI. Por amor a la liturgia
VII. Italia y Portugal
VIII. El fundador en Roma
IX. Mar adentro
X. Corazón de padre y de madre
XI. En torno al Concilio Vaticano II
XII. Busco tu rostro, Señor
XIII. Tras la muerte del fundador
Bibliografía

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PREFACIO

«¡Santa, Santa, Santa!, nos atrevemos a cantar a la Iglesia, evocando el himno en honor de la Trinidad
Beatísima. Tú eres Santa, Iglesia, Madre mía, porque te fundó el Hijo de Dios, Santo; eres Santa, porque así lo
dispuso el Padre, fuente de toda santidad; eres Santa, porque te asiste el Espíritu Santo, que mora en el alma de los
fieles, para ir reuniendo a los hijos del Padre, que habitarán en el Iglesia del Cielo, la Jerusalén eterna».

Las citas de san Josemaría Escrivá de Balaguer en que habla de «mi Madre la Iglesia»
podrían multiplicarse en abundancia y seleccionarse de todas las épocas de su larga vida
sacerdotal/documental. Baste ésta, tan rotunda y teologal, como botón de muestra. En
sus labios, «mi Madre la Iglesia» resultaba ser siempre una expresión cariñosa, familiar,
entrañable: la propia de un buen hijo, que ama a su madre por ser quien es, pase lo que
pase. De ahí que ese «mi Madre la Iglesia», más que el enfoque o el hilo conductor del
libro, quiera ser el decantado vital y ejemplar de esta breve biografía del fundador del
Opus Dei.

Una advertencia. Desde la muerte de san Josemaría, acaecida en Roma el 26 de junio


de 1975, muchas son las obras publicadas sobre su persona y sobre el Opus Dei, desde
semblanzas biográficas a ponderados estudios. No es intención de este libro añadir nada
a la investigación histórica, sino contribuir a un mejor conocimiento de un personaje
cuya importancia en la historia reciente de la Iglesia emerge cada día con mayor
claridad.

Las citas transcritas se han tomado de obras publicadas. Para no apesadumbrar la


lectura se ha preferido no mencionar una por una las fuentes correspondientes, sino
remitir a una bibliografía esencial al final del libro, en la que el lector también podrá
encontrar la mayor parte de los episodios aquí narrados.

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I
LA MIES Y EL SEGADOR

El Sotanillo era un singular establecimiento de la centralísima calle madrileña de


Alcalá, a contados metros de su célebre Puerta. Cafetería, cervecería y chocolatería, el
local ocupaba un semisótano en el que cabía sentarse tranquilamente, tal vez en torno a
un chocolate con churros, a conversar con los amigos. Los bares españoles cumplían
entonces la grata función de salón social, donde la gente se reunía en tertulias o discutía
amigablemente sobre grandes y pequeños asuntos. De ahí que no tuviera nada de extraño
ver allí también a un sacerdote.

Podemos situarnos en una tarde de primavera de 1929. Madrid se refrescaba todavía


con el aire de la Sierra, antes de la canícula estival. Resultaba agradable caminar por la
calle de Alcalá, tan sólo transitada por tranvías y por oscuros y ruidosos automóviles de
morro largo. Don Josemaría iba acompañado de un grupo de estudiantes, alumnos de la
Academia Cicuéndez, en la que el sacerdote, para mantenerse económicamente, impartía
clases de Derecho Romano y de Instituciones de Derecho Canónico.

Cuando asomaban por la puerta de El Sotanillo, Juan, el propietario, le decía en voz


alta a su hijo Ángel: «Ya ha llegado con sus discípulos».

No era una burla, sino que la escena resultaba simpática y amable. Entonces don
Josemaría sacaba sus apuntes y comenzaba a ilustrar a sus jóvenes amigos acerca del
entusiasmante apostolado que podrían llevar a cabo en el mundo entero. Ellos, y tantos
otros —les decía—, se convertirían en excelentes profesionales, muy bien preparados,
hombres de cultura que informarían con la fe cristiana sus ámbitos de trabajo y de influjo
social, y contagiarían su celo a muchos colegas, amigos, parientes, encendiendo en ellos
la luz de la fe, el fuego del amor de Dios. Y éstos, a su vez, a otros. Un puñado de
hombres de Dios en cada actividad humana llevaría la paz de Cristo, instauraría el reino
de Cristo. El cual, ciertamente, no es un reino de este mundo, pero reverbera en la vida

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de los hombres. La solución a los males del mundo la cifraba en la santidad de personas
que viven en el mundo. Santos con chaqueta y corbata, pero santos de veras. Como los
primeros cristianos, que no se vestían de modo diferente ni se distinguían en nada de los
demás, salvo en sus virtudes.

Los jóvenes le escuchaban conteniendo la respiración. Sentían encenderse sus


corazones en deseos de entrega a Dios, en afanes de comprometerse en esa nueva oleada
de evangelización. Valía la pena, les animaba don Josemaría, e ilustraba las maravillosas
iniciativas que emprenderían, como ciudadanos libres, por sí solos o asociados con otros
conciudadanos: centros educativos y universitarios, proyectos editoriales, promoción
profesional y cultural de los menos favorecidos, y tantos otros apostolados seculares, por
no mencionar el bien que cada cual haría en el ejercicio de su propia profesión, al poner
a Cristo en el centro de su trabajo. Hablaba como un hombre inspirado. A Pedro
Rocamora, uno de sus alumnos, le asombraba la convicción del profesor y más aún el
verle persuadido de que debía dedicar la vida a esa empresa. Un tanto incrédulo le dijo
un día: «Pero, ¿tú crees que eso es posible?».

«Mira, esto no es una invención mía, es una voz de Dios», respondió don Josemaría.

Otras veces las conversaciones se desarrollaban paseando o en algún otro lugar


tranquilo, donde podía leer a sus acompañantes las anotaciones de su cuaderno.

Don Josemaría tenía un aspecto juvenil, demasiado juvenil como para que un
proyecto tan inaudito resultara creíble. El 9 de enero de 1929 había cumplido veintisiete
años, si bien, por el rostro límpido, ligeramente orondo, representaba alguno menos.
Peinaba cabellos negros con una perfecta raya a izquierda, gastaba gafas redondas, y su
sonrisa franca y acogedora enmascaraba a la perfección un carácter impetuoso y una
voluntad férreamente determinada, conforme a lo que escribió su querida Teresa de
Ávila: para comprometerse con Dios se precisa una «determinada determinación».
Suplía la evidente juventud con un porte digno, vestía una sotana siempre limpia y a
menudo se envolvía en el amplio manteo típico de los sacerdotes españoles.

Los estudiantes de la Academia le querían mucho y le acompañaban gustosos en los


paseos al final de las clases vespertinas. Sentían la atracción de ese modo de ser
sacerdote, con verdadera unción sacerdotal y, al mismo tiempo, muy al alcance de la
mano, amigo sincero de las personas. Y además, elegante, culto, de trato afable. Y se
confíaban fácilmente a él.

«Padre, es imposible seguir creyendo mientras haya sacerdotes que burlan la religión
con su doble vida, negando con su conducta lo que predican en público».

Don Josemaría, consciente del difícil momento que atravesaba el país, lo miró con
afecto y encaró enseguida el núcleo de la cuestión:

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«Mira, el sacerdocio es como un licor valiosísimo, que lo mismo puede ir envasado
en una vasija de porcelana que en una de barro».

Un día, el profesor se presentó en clase con la sotana toda manchada de blanco. Los
alumnos se sorprendieron y, curiosos, le tiraron de la lengua, capitaneados por Mariano
Trueba, hasta que lograron que les contara lo sucedido. Había ocurrido que, en el tranvía,
un albañil, vestido con un mono perdido de cal, se le había ido aproximando con la
aviesa intención de rozarse y ensuciarle. Entonces, al percatarse de su propósito, el
sacerdote se volvió a él y lo abrazó estrechamente, al tiempo que le decía sin rencor:
«¡Ven aquí, hijo mío, rebózate conmigo! ¿Te has quedado a gusto?».

Acabada la clase, Mariano comentó a sus compañeros: «Este hombre es un santo».

Pero el verdadero estupor de los alumnos lo provocó otro profesor, cuando les
insinuó que el sacerdote de porte distinguido se dedicaba en realidad a visitar a pobres y
enfermos en las barriadas miserables de la ciudad. ¿Era eso posible? Discutieron entre sí
e incluso cruzaron apuestas sobre la veracidad de los hechos, que naturalmente requerían
comprobación, por lo que determinaron seguirlo a escondidas. ¡Todo era cierto! La
persecución les llevó un día al extremo norte de Madrid, al barrio de Tetuán de las
Victorias; y otro día, al arrabal de Vallecas, al sur.

El término actual de periferia no refleja la degradación de aquellos poblados de


chabolas, sin servicios ni organización de ningún tipo. Un aluvión de muchos miles de
personas se abalanzaba sobre la capital con la esperanza de un futuro mejor, y la mayoría
de las veces el espejismo se resolvía en la pobreza de un tugurio, en unas condiciones
higiénicas infrahumanas, en la promiscuidad, la ignorancia, el total abandono religioso.
Estas masas de gente pobre constituían un “subproletariado” apetecido por la
propaganda marxista y las sectas laicistas, que se volcaban diligentemente y, muy a
menudo, conseguían transformar la frustración y la ira de los pobres en odio a la Iglesia.

Por fortuna, también algunas instituciones católicas trataban de socorrer a esas


personas en el alma y en el cuerpo. Entre ellas, el Patronato de Enfermos era una
verdadera industria de la caridad. Fundado por Luz Rodríguez Casanova, tenía la sede en
un austero edificio de la calle Santa Engracia, construido al estilo de la época según los
criterios de la fundadora, y desarrollaba una increíble cantidad de tareas entre los más
necesitados, desde comedores de caridad a roperos, pasando por la ayuda a familias y,
sobre todo, por la instrucción religiosa. Todo lo dirigía un puñado de beneméritas
religiosas llamadas Damas Apostólicas.

Don Josemaría había llegado a Madrid en abril de 1927, desde Zaragoza, donde
estaba incardinado como sacerdote, para obtener el doctorado en Derecho, que sólo
confería la Universidad Central. Ahora bien, la capital era ciudad de aluvión también
para el clero, que recalaba allí por los más diversos motivos, con frecuencia insuficientes

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o veleidosos, y el obispado no concedía las licencias ministeriales a quien no tuviese un
encargo razonable en la diócesis: se llegó a expulsar a su lugar de procedencia a los
sacerdotes extradiocesanos. En estas circunstancias, a don Josemaría le resultó
providencial la oportunidad de convertirse en capellán del Patronato de Enfermos. De
por sí, el capellán debía encargarse del servicio litúrgico y poco más. Pero, ¿cómo dejar
solas a aquellas mujeres en su ingente lucha contra la ignorancia y la miseria? Tenían en
gran estima la asistencia a domicilio de enfermos, moribundos, familias necesitadas. Y la
disponibilidad de don Josemaría no hacía más que animarlas a encargarle cada vez más
tareas.

Para hacerse una idea de la magnitud de su apostolado, en el año 1928 el Patronato


atendió a 4.251 enfermos, se confesaron —en los sitios más increíbles de la ciudad—
3.168 personas, se administró la Extremaunción a 483 moribundos, se celebraron 1.251
matrimonios y se bautizó a 147 personas. El capellán fue poco a poco ocupándose,
voluntariamente, de estas obras de misericordia.

En 1928, las Damas disponían en Madrid de 58 escuelas, con un total de 14.000


niños. Para don Josemaría, eso significaba —y tampoco esto entraba en sus
competencias estrictas— preparar cada año a 4.000 niños para la primera Comunión, con
entrevistas personales, clases, confesiones. Muchos años después recordaba:
«Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres
miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir
almas agradables a Dios. ¡Qué indignación siente mi alma de sacerdote, cuando dicen ahora que los niños no
deben confesarse mientras son pequeños! ¡No es verdad! Tienen que hacer su confesión personal, auricular y
secreta, como los demás. ¡Y qué bien, qué alegría! Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no
hayan sido más».

Cuando iba a confesar a niños, procuraba que le acompañara algún sacerdote anciano,
consciente del bien que podía reportarle el contacto con aquellas almas sencillas. En una
ocasión se llevó consigo a un sacerdote de aspecto venerable, hombre estudioso que
había dedicado la vida a escribir libros y a predicar, y que tal vez por eso había echado
una buena barriga. Se pusieron ambos a confesar a los niños en la capilla y, al cabo de un
tiempo, don Josemaría oyó que su colega alzaba la voz un tanto desabrido. Docto como
era, se había puesto a hacer una serie de recomendaciones al niño que tenía delante, el
cual, por su parte, atraído por la gordura del confesor, recorría con el dedo la sotana.

«Pero, chico, ¡qué haces!», exclamó el versado presbítero, mientras el pequeño


proclamaba triunfante: « ¡Treinta y cinco! ¡Treinta y cinco botones!».

Recordando divertido el episodio, don Josemaría concluía que su pacífico y santo


amigo se había enfadado porque no había sabido hacerse niño.

Las Damas le dejaban unas papeletas con los nombres, direcciones y encargos. Y el
sacerdote las ordenaba según trayectos lo más racionales posible, que en cualquier caso

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le obligaban a ir de un extremo al otro de Madrid, a pie o como mucho en tranvía hasta
donde llegara. No tenía dinero. Ese ministerio le apasionaba, especialmente cuando se
trataba de reconciliar con Dios a personas largo tiempo alejadas.

Una vez, por ejemplo, una de las Damas Apostólicas le habló de un moribundo,
conocido por ser rabiosamente anticlerical. «Ya ha entrado en coma, pero quizás usted
pueda hacer algo», le dijo, con una confianza que casi rozaba el absurdo.

Y, en efecto, el capellán protestó: «Es tonto creer que voy a poder hacer nada. Si está
delirando, ¿va a dar la coincidencia de encontrarle en condiciones de confesar? En fin,
iré y le absolveré sub conditione», concluía resignado en el apunte que redactó.

Yendo de camino, rogó a la Virgen que le permitiera absolver al moribundo


consciente y no sub conditione. Al llegar a la casa, los vecinos le advirtieron: «Ahí,
Padre, no hay nada que hacer. Ya ha venido un sacerdote de la parroquia y nada, no
recobra el conocimiento».

Entró en silencio y, dirigiéndose al viejo comecuras, le llamó por su nombre:


«¡Pepe!».

Le respondió enseguida, lúcido y dueño de sí.

«¿Quiere confesarse?».

«Sí», dijo, como si no esperase otra cosa.

Don Josemaría mandó salir a todos y le ayudó a reconciliarse con Dios.

Parecía tener un carisma especial para estos casos extremos, y las Damas se
aprovechaban de ello pasándole cada vez más notas. Otro caso, recordado por el propio
confesor, fue el de un enfermo gravísimo del que las religiosas le hablaron con pena,
porque se negaba a recibir al sacerdote.

Llegado a la casa del enfermo, mandó salir a la mujer y se quedó a solas con él.

«Padre, esas señoras del Patronato son unas latosas, impertinentes. Sobre todo una de
ellas…». Se refería a Pilar, a la que el capellán consideraba en cambio una santa
canonizable.

«Tiene usted razón, le dije. Y callé, para que siguiera hablando el enfermo. […] Al
cuarto de hora escaso de hablar todo esto, lloraba confesándose».

Un día, durante una de sus correrías, se enteró por otros enfermos que un tuberculoso
aguardaba la muerte en un prostíbulo, donde “trabajaba” una hermana suya. El joven

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sacerdote se quedó muy tocado: ¡qué triste fin el de ese pobrecillo, entre la sordidez de la
enfermedad, del lugar y de la soledad, alejado de Dios! Se sintió impulsado a acudir
enseguida en su ayuda, para llevarle consuelo humano y gracia divina. Pero no era tan
sencillo, ya que la presencia de un sacerdote en un burdel se prestaba a toda clase de
interpretaciones desbarradas, que los enemigos de la fe, muy activos, no tardarían en
instrumentalizar, aparte de la ordinaria murmuración. Significaba poner en peligro la
propia reputación y con ella el ejercicio del ministerio, cuando ya de por sí se encontraba
en una precaria situación canónica en la diócesis. No obstante, decidió arriesgarse,
después de tomar algunas precauciones: obtuvo el permiso del Vicario General don
Francisco Morán; acordó con un conocido suyo de aspecto respetabilísimo, Alejandro
Guzmán, que le acompañaría; y el día anterior manifestó sus planes a la regente del
burdel, la cual, vista tan insólita solicitud, dio su consentimiento.

«Pero mañana, por el amor de Dios, que no se ofenda al Señor en esta casa», suplicó
el sacerdote.

«Se lo prometo».

Y fue así como al día siguiente la Eucaristía entró en aquella casa, el enfermo recibió
los últimos sacramentos, y la oración y la asistencia del sacerdote lo acompañaron hasta
su muerte. No sirvieron para nada en este caso las medicinas que don Josemaría se había
agenciado, sabiendo que el pobre no podía adquirirlas.

Al cabo de los años, varias veces recordó —de lo grabado que se le quedó— el caso
de un muchacho al que halló moribundo en un tugurio miserable. Le administró los
sacramentos y el joven no le dejó irse… hasta el final. A don Josemaría se le había
escapado decirle: «¡Te envidio!».

Y el otro le había entendido.

Desde su llegada a Madrid se estaba prodigando en este servicio a los últimos, a las
almas más abandonadas. También después de la luz fundacional del 2 de octubre de
1928 —de la que hablaremos a continuación—, aun comprendiendo que el proyecto de
Dios para él no se circunscribía a ese apostolado de caridad, lo buscaba de todo corazón.
Justo entre los pobres, entre los enfermos, entre los ignorantes, entre los desheredados,
entre los niños, encontraba la fuerza para poner en marcha el ingente proyecto que el
Señor había puesto ese día del otoño de 1928 sobre sus hombros, al igual que hallaba allí
la escuela del dolor donde templar su alma.

Había en esta actitud un modo de entender el sacerdocio, un modo que más tarde
enseñaría a sus hijos espirituales llamados al Orden sagrado: sacerdotes cien por cien,
sacerdotes-sacerdotes, sacerdotes para servir a las almas. «Servir es el gozo más grande
que puede tener un alma, y eso es lo que tenemos que hacer los sacerdotes: día y noche

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al servicio de todos; si no, no se es sacerdote. Debe amar a los jóvenes y a los viejos, a
los pobres y a los ricos, a los enfermos y a los niños; debe prepararse para celebrar la
Misa; debe acoger a las almas una a una, como un pastor que conoce su rebaño y llama
por su nombre a cada oveja. Los sacerdotes no tenemos derechos: a mí me gusta
sentirme servidor de todos, y me enorgullece ese título».

Al tiempo que se volcaba en el desempeño de un infatigable ministerio, su alma


clamaba por el cumplimiento de esa voluntad divina que, a largo plazo, debía constituir
la solución a tales problemas. E impelido por un celo imparable, gritaba o cantaba la
aspiración pronunciada por Jesús mismo: Ignem veni mittere in terram et quid volo nisi
ut accendatur – «Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que se
encienda?».

La misión que era consciente de tener resultaba desproporcionada para sus fuerzas,
para sus medios, para sus capacidades. ¿Cómo podría poner en marcha una movilización
de cristianos responsables que buscaran de veras la santidad en medio de las cosas de la
tierra, que se empeñasen en llevar la luz de la fe a las personas de su ambiente, que
permaneciesen laicos, pero con una formación tan sólida que no temieran los peligros del
mundo? En 1929 esto parecía absurdo: ¿cómo va a ser posible buscar la santidad en
medio de ese mundo enemigo de la santidad? Y aún peor: ¿cómo podía alguien
entregarse a Dios fuera del estado religioso o clerical?

Las incomprensiones estaban, pues, garantizadas, y no sólo por parte de eclesiásticos


con diferente mentalidad, sino también por parte de las personas a las que don Josemaría
formuló la propuesta vocacional, y que probable y simplemente no le entendieron. Y
además, ¿quién era él, jovencísimo sacerdote extradiocesano sin arte ni parte? ¿Tenía
una parroquia prestigiosa? ¿Un cargo de campanillas? ¿Una escuela, un convictorio, una
editorial, un periódico? Nada de eso, nada de nada, ni tampoco dinero. Durante toda la
vida recordó que entonces no tenía más que «juventud, gracia de Dios y buen humor»;
además de —cabe añadir— una ilimitada confianza en Dios.

Así, desde la inspiración fundacional del 2 de octubre de 1928, se puso a buscar


jóvenes a los que formar: los de El Sotanillo, con quienes en otras ocasiones charlaba
paseando por el parque del Retiro o en casa de su madre. Pidió a algunas mujeres que
colaboraban en el Patronato si conocían a chicos majos, y rastreó él mismo su memoria a
la búsqueda de alguien con quien contactar. Uno de estos fue Isidoro Zorzano, ex
compañero de colegio en Logroño que, en esa época, trabajaba de ingeniero en
Andalucía. Se habían visto alguna vez en 1927 y ahora mantenían una amistosa
correspondencia. Iba aumentando poco a poco el grupo de personas a las que había
esbozado la Obra, ¿pero cuántos habían comprendido el ideal? Muchos años después
recordaba:
«Había una representación de casi todo: había universitarios, obreros, pequeños empresarios, artistas… Yo
entonces no sabía que casi ninguno iba a perseverar; pero el Señor conocía que mi pobre corazón —flojo, cobarde

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— necesitaba esa compañía y esa fortaleza».

Se trataba de personas, jóvenes en su mayoría, que se acercaban al sacerdote en busca


de dirección espiritual.

Para el 13 de junio de 1930 había organizado el Patronato una misión para gente de
variadas profesiones, y el capellán debía predicarles y al día siguiente confesarles. Don
Josemaría se emocionó al entrar en la llamada Capilla del Obispo, contigua a la iglesia
de San Andrés, y verse ante semejante público. Sentía la responsabilidad de la primera
predicación oficial en Madrid, pero se agarró fuertemente a la barandilla del presbiterio
y, de cara a la concurrencia, se dirigió a los trabajadores con la palabra desnuda, como le
salía de dentro, libre de los adornos retóricos y gestos ampulosos de la oratoria
tradicional, con auténtico ardor. Obtuvo un éxito clamoroso y de ahí nacieron contactos
de formación con varios de los asistentes: iba a buscarlos a sus centros de reunión,
charlaba con ellos, les confesaba y muy pronto se hizo con un grupo de empleados que le
seguían. Ya soñaba con obreros y trabajadores manuales bien formados en las filas
apostólicas de la Obra, que llevasen a Cristo a las fábricas y tajos.

Habló también de la Obra a otros sacerdotes. Primero, a don Norberto Rodríguez


García, capellán segundo del Patronato que, próximo a los cincuenta años, pagaba aún
las consecuencias de una enfermedad nerviosa que le había imposibilitado desempeñar
cargos eclesiásticos. Pero la maltrecha salud no le impedía tener un enorme celo
apostólico y vida interior. Y si, al principio, don Josemaría le comprometió en algunas
tareas para ayudarle a salir de su postración, pronto se reveló un buen apoyo y un buen
amigo.

Sobre todo se confió a fondo con don José Pou de Foxá, que había sido profesor suyo
de Derecho Romano en Zaragoza. El 4 de marzo de 1929, éste escribió a don Josemaría
desde Ávila, rogándole que fuera a recogerlo a la estación y le reservara una habitación
en una residencia: quería hablarle con calma. Pou de Foxá era mucho más que un
profesor que recuerda con afecto a un buen estudiante. Mostraba hacia don Josemaría
una sentida amistad, trocada luego en fraternidad sacerdotal. Se quedó en Madrid varias
semanas: un auténtico consuelo y aliento para su joven amigo, y sus tardes acababan a
menudo… en El Sotanillo.

Y también fue desvelando sus planes apostólicos a sacerdotes que intuía que le
comprenderían, como aquel don Rafael Fernández Claros, joven presbítero de El
Salvador que estudiaba en París y con quien se topó casi por casualidad durante un viaje
a Madrid.

Don Josemaría sentía la necesidad de mucha oración. Y la pedía a cualquiera sin


reservas. «Desde el año 1928 —contaba—, procuré acercarme a almas santas, incluso a
personas desconocidas, que tenían —como yo solía decir— cara de buenos cristianos: y

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les pedía oraciones». Y en una anotación de 1931:
«Tengo una verdadera monomanía de pedir oraciones: a religiosas y sacerdotes, a seglares piadosos, a mis
enfermos, a todos ruego una limosna de oración, por mis intenciones, que son, naturalmente, la Obra de Dios y
vocaciones para ella».

Paraba incluso a gente por la calle si le daba la impresión de que iban a


comprenderle, como aquella vez en 1929 en que se cruzó a las seis de la mañana con un
sacerdote desconocido que se dirigía, como él, a celebrar Misa, y le pidió que rezase por
una intención suya. Era don Casimiro Morcillo, que muchos años después sería el primer
Arzobispo de Madrid.

Al cabo de medio siglo, una ayudante de las Damas Apostólicas todavía recordaba la
insistencia del capellán, cuando le decía: «Pide mucho por mí, pide mucho por mí».

Y la mujer pensaba: «¿Qué irá a hacer don Josemaría que pide tanta oración?».

Cuando una de las Damas estaba a punto de morir, el capellán la suplicó que hiciera
de embajadora ante el trono de Dios. Así lo rememoraba después en sus Apuntes íntimos
(anotaciones de vida interior y de experiencia pastoral que iba compilando en esos años):
«Recuerdo, a veces con cierto temor por si fue tentar a Dios u orgullo, que, estando moribunda Mercedes
Reyna […], sin haberlo pensado de antemano, me ocurrió pedirle, como lo hice, lo siguiente: Mercedes, pida al
Señor, desde el cielo, que si no he de ser un sacerdote, no bueno, ¡santo!, se me lleve joven, cuanto antes.
Después la misma petición he hecho a dos personas seglares —una señorita y un muchacho—, quienes todos los
días en la Comunión renuevan ante el buen Jesús esa aspiración».

Mercedes Reyna O’Farril murió con fama de santidad el 23 de enero de 1929, asistida
por don Josemaría, quien desde ese día comenzó a confiarse a su protección. Visitaba
con frecuencia su tumba, ante la cual inició una novena el 31 de julio de ese año. «Los
nueve días fui al cementerio —y volví— a pie, después de rezar en su sepultura, de
rodillas, el santo rosario». La petición, la Obra.

Regresaba a casa exhausto cada tarde, después de tantas amarguras, y allí abrazaba
otra cruz muy sutil y cortante que Dios le había asignado: una familia maravillosa que
ahora dependía por completo de él y que por su causa había tenido que pasar por muchos
padecimientos.

Cuando Josemaría nació en Barbastro, en el Somontano altoaragonés, el 9 de enero


de 1902, la familia Escrivá gozaba de una buena posición económica y ya había tenido la
primera hija, Carmen. Pero cuando el pequeño contaba con apenas dos años enfermó
gravemente de una infección que el médico juzgó mortal.

«Mira, Pepe, de esta noche no pasa», dijo al papá.

Pero José Escrivá y su mujer Dolores Albás eran fervientes cristianos y prometieron a

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la Virgen que, si el niño sanaba, lo llevarían en peregrinación a la venerada ermita de
Nuestra Señora de Torreciudad, junto al río Cinca.

A la mañana siguiente, el médico volvió a visitar a la familia.

«¿A qué hora ha muerto el niño?», preguntó con seguridad. Y el padre, con alegría
incontenible, replicó: «No sólo no ha muerto, sino que parece completamente curado».

Posteriormente llegaron otros hijos: Asunción (llamada Chon), Lolita, Rosario. Los
educaban cristianamente, la vida familiar era un oasis de paz. Pero la muerte, vencida
una vez, regresó para cosechar otras víctimas inocentes. En 1910 murió Rosario con solo
nueve meses. Dos años después murió Lolita, con cinco años. Y al año siguiente le tocó
el turno a Chon, que ya tenía ocho años. Nos quedamos anonadados, hoy, al asomarnos
al drama que hasta tiempos no muy lejanos representaba la mortalidad infantil, ante la
carencia de remedios eficaces contra enfermedades comunes y graves en el caso de los
niños. Sin embargo, pese a su frecuente reiteración, no por ello era menos doloroso
perder un hijo de tierna edad.

Turbado por estas desgracias, el pequeño Josema ría decía a su mamá, sin percatarse
de su dolor: «El año próximo me toca a mí…». Y ella, conteniéndose, lo consolaba: «Tú
no. A ti te he ofrecido a la Virgen y Ella cuidará de ti».

En esas mismas fechas, el negocio de José Escrivá sufrió una brusca crisis a causa de
la deslealtad de un socio suyo. La familia se arruinó.

¿Qué sentido tenía todo aquel sufrimiento? Muchos años después, a la luz de la
voluntad de Dios ya aclarada, Josemaría reflexionaba:
«Yo he hecho sufrir siempre mucho a los que tenía alrededor. No he provocado catástrofes, pero el Señor, para
darme a mí, que era el clavo —perdón, Señor—, daba una en el clavo y ciento en la herradura. Y vi a mi padre
como la personificación de Job. Perdieron tres hijas, una detrás de otra, en años consecutivos, y se quedaron sin
fortuna.
[…] Y fuimos adelante. Mi padre, de un modo heroico, después de haber enfermado del clásico mal —ahora
me doy cuenta— que según los médicos se produce cuando se pasa por grandes disgustos y preocupaciones. Le
habían quedado dos hijos y mi madre; y se hizo fuerte, y no se perdonó humillación para sacarnos adelante
decorosamente. Él, que habría podido quedar en una posición brillante para aquellos tiempos, si no hubiera sido
un cristiano y un caballero, como dicen en mi tierra […]. No le recuerdo jamás con un gesto severo; le recuerdo
siempre sereno, con el rostro alegre. Y murió agotado: con sólo cincuenta y siete años, murió agotado, pero estuvo
siempre sonriente».

Cuando en noviembre de 1924 murió José Escrivá, su hijo estaba a punto de ser
ordenado sacerdote, en Zaragoza. Allí se trasladó enseguida el resto de la familia: doña
Dolores, Carmen y el pequeño Santiago, que había nacido como para recompensarles
después de que Josemaría ingresara en el Seminario de Logroño. Había decidido hacerse
sacerdote cuando tenía dieciséis años y comenzó, como siempre dijo, «a barruntar el
Amor». No deseaba “hacer carrera” eclesiástica, en el sentido tradicional del término,

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sino que pensaba que como sacerdote se hallaría más disponible para cumplir una
voluntad de Dios que presentía, pero ignoraba. «Yo no sabía lo que Dios quería de mí,
pero era, evidentemente, una elección». También por este motivo frecuentó los cursos de
Derecho en la Universidad de Zaragoza en paralelo a los del seminario, y obtuvo la
licenciatura. Pasaba muchas horas en la capilla del seminario, incluso noches enteras, y
como un estribillo seguía repitiendo: Domine, ut videam! Domine, ut sit! – Señor, que
vea. Señor, que sea lo que Tú quieres. Y todavía de luto, el 28 de marzo de 1925 fue
ordenado sacerdote en la capilla del seminario. Celebró la primera Misa en la Basílica
del Pilar, a los pies de la amada e implorada Virgen, en presencia de su madre, sus
hermanos y unas cuantas personas íntimas, y la Misa, sin ninguna solemnidad, la ofreció
en sufragio por el alma del padre.

El primer encargo pastoral le llevó a cubrir una suplencia en Perdiguera, localidad de


apenas ochocientas almas, no lejos de Zaragoza. Llegó allí animado de un celo
incontenible, que en pocas semanas reavivó la práctica cristiana del pueblo. Y aprendió
mucho de aquella gente sencilla.

Hablaba un día con el hijo de la familia donde se alojaba, un chiquillo que se pasaba
todos el día pastoreando a las cabras y al que, por la noche, le impartía un poco el
catecismo para la primera Comunión.

«Si fueras rico, muy rico, ¿qué te gustaría hacer?», le preguntó.

«¿Qué es ser rico?», replicó el zagal.

El sacerdote le explicó, del modo más sencillo que supo, que ser rico consistía en
tener mucho dinero, mucha ropa, muchas tierras, y unas vacas muy gordas en vez de las
cabras. «¿Qué harías si fueras rico?», insistió finalmente don Josemaría.

El chico tuvo una repentina inspiración, se le iluminaron los ojos y exclamó: «¡Me
comería cada plato de sopas con vino…!».

Al joven clérigo la respuesta le llegó muy adentro. Casi al final de su vida,


recordando la anécdota, comentó a quienes tenía delante: «Todas las ambiciones son eso;
no vale la pena nada. Es curioso, no se me ha olvidado aquello. Me quedé muy serio y
pensé: Josemaría, está hablando el Espíritu Santo. Esto lo hizo la Sabiduría de Dios, para
enseñarme que todo lo de la tierra era eso: bien poca cosa».

Muy poca cosa le había dejado Dios en ese Madrid contradictorio, aparte de mucho
trabajo. En noviembre de 1927 se reunieron allí con él su madre y sus hermanos. Se
instalaron en un pequeño piso alquilado en la calle Fernando el Católico, cerca del
Patronato de Enfermos. Pocos muebles, poco dinero, escasas comodidades. El sacerdote
daba clases particulares, impartía clases en la Academia Cicuéndez, hacía lo que podía

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por mantener a la familia, pero todo era poco, y sufría viéndoles soportar la precariedad
con una virtud antes señorial que cristiana. Sin embargo, él debía dedicarse a su
ministerio y debía sobre todo sacar adelante la Obra, esa criatura neonata que Dios había
depositado con mimo en sus brazos.

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II
LOS CAMINOS DIVINOS
DE LA TIERRA

Don Josemaría caminaba por las calles de Madrid consciente de su ineptitud para la
empresa que se le había pedido. Y envuelto en su manteo recitaba partes del rosario
imaginando que lo rezaba con el Papa, unido a sus intenciones, con un deseo absoluto de
que la Obra estuviese al servicio de la Iglesia, un servicio nuevo e inesperado. Reinaba
entonces Pío XI, pero los papas eran figuras distantes, poco conocidas y poco prolíficas
en documentos. Ese apegamiento a la sede de Pedro y a la persona del Pontífice tenía
algo de desacostumbrado, pero era determinante de su modo de entender la propia
misión: «Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam» – «todos, con Pedro, a Jesús por
María», repetía como lema y como jaculatoria.

Ahora bien, ¿qué había sucedido el 2 de octubre de 1928? Conviene que demos un
paso atrás. Los primeros años de don Josemaría en la capital habían sido copiosos en
inspiraciones divinas, que se le concedían al ritmo de su entrega radical al ministerio
sacerdotal, hasta el límite de la resistencia física. Al final del día, las Damas veían al
sacerdote en la capilla, de rodillas, con las manos apoyadas en el altar, rezando durante
horas delante del sagrario. Pedía que se manifestase la voluntad de Dios sobre él, y el
pensamiento era tan fuerte que hasta en las hojas con direcciones escribía a veces: «Fac,
ut sit!» – «Haz que sea».

Las frecuentes inspiraciones interiores le iban preparando para el gran momento. Pero
él, durante toda la vida, mostró suma reticencia a contarlas: primero por pudor, pues eran
cosas íntimas de su alma; segundo por humildad, porque le repugnaba que la gente lo
considerase santo; y tercero porque el espíritu que Dios le había confiado era el espíritu
de la santificación en las cosas ordinarias y comunes —no una espiritualidad visionaria o
milagrosa—, y eso es lo que tenía que enseñar a sus hijos espirituales. De todos modos,
alguna vez comentó que en aquellos primeros años las inspiraciones divinas habían sido

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tan frecuentes que las consignaba rápidamente en hojas de papel por temor a olvidarlas,
y luego las llevaba a su meditación.

Acabado el período de exámenes de septiembre, en la universidad y en las academias


se disfrutaba de un par semanas de vacaciones antes de comenzar el nuevo curso. En
1928, don Josemaría aprovechó la pausa académica para asistir a un curso de ejercicios
espirituales para sacerdotes diocesanos —al que al final acudieron sólo seis— en la casa
central de los Paúles, desde el domingo 30 de septiembre al 6 de octubre. Se llevó
consigo un grueso mazo de papeles y de hojas de apuntes para revisarlos en la presencia
de Dios. Los ejercitantes se levantaban a las cinco de la mañana, y hasta las nueve de la
noche la jornada estaba plagada de exámenes de conciencia, Misa, meditaciones, oficio
divino, silencio.

El martes por la mañana, 2 de octubre, fiesta de los Ángeles Custodios, después de


celebrar Misa, don Josemaría se hallaba en su habitación leyendo las notas sobre los
favores que había recibido de Dios en los años precedentes y, de repente, le sobrevino
una gracia extraordinaria, con la cual comprendió que el Señor daba respuesta a sus
insistentes peticiones, a su «Domine, ut videam!», «Domine, ut sit!».
«Recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles. Conmovido me arrodillé —estaba
solo en mi cuarto, entre plática y plática—, di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas
de la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles», que volteaban en su fiesta.

“Vi”: esta es la palabra que siempre empleó para hablar de la luz fundacional. Fue un
potentísimo destello divino con el que vio el Opus Dei proyectado en los siglos: levas de
apóstoles de Cristo, hombres de su tiempo que, con una vida santa y sencilla, sin salirse
de su sitio en el mundo, contribuían a devolver a Dios lo creado. ¿No había escrito san
Pablo que la creación entera gime esperando la manifestación de los hijos de Dios? No
se trataba única ni principalmente de una estrategia apostólica: las cosas del mundo
tenían que encontrar sentido en Dios, su fin último, a través de la acción santa de los
hijos de Dios.

Con esa luz de Dios vio personas de toda raza y nación, de toda edad y cultura, que
buscan y descubren a Dios en medio de la vida ordinaria, en el trabajo, en la familia, en
la amistad, en las diversiones. Y que buscan a Jesús para amarle y vivir su vida divina,
hasta dejarse transformar por completo y hacerse santos. Santos en el mundo. Un santo
panadero o sastre o ingeniero o banquero. Un santo sencillo, un ciudadano como todos
los demás que viven a su lado, pero convertido en Cristo que pasa e ilumina. Un hombre
que endereza a Dios toda su actividad, que santifica el trabajo, se santifica en el trabajo y
santifica a los demás con el trabajo. Un hombre que cristianiza su ambiente, que con la
sencillez y el calor de la amistad lleva a Jesús al que tiene a su vera. Un hombre que
contagia la fe cristiana.

Era una visión deslumbrante. La vocación bautismal que se enciende. Los cristianos

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comunes, los laicos, que se vuelven apóstoles, que hablan de Dios con naturalidad y con
garbo, que alzan a Cristo en la cumbre de toda actividad humana. Personas normales que
asumen a fondo la participación en el sacerdocio de Cristo, ofreciendo cada día el
sacrificio santificador de su propia vida, como exhorta san Pedro.

La voluntad de Dios estaba muy clara: abrir a personas de todas las edades, estados
civiles y condiciones sociales un nuevo panorama vocacional en medio de la calle, para
su Iglesia. Una visión eclesial que prometía frutos abundantes de santidad y de
apostolado en toda la tierra, porque los cristianos, en el mundo, renovarían el mundo sin
separarse lo más mínimo de él.

En 1961 el fundador escribía:


«La Obra es una novedad, antigua como el Evangelio, que hace asequible a personas de toda clase y condición
—sin discriminaciones de raza, de nación, de lengua— el dulce encuentro con Jesucristo en los quehaceres de
cada día. Novedad bien sencilla, como son las nuevas del Señor».

Describiría siempre el espíritu del Opus Dei así: «Viejo como el Evangelio y, como el
Evangelio, nuevo». Pero entonces, en los primeros años y en lo no tan primeros, era
radical “novedad”, destinada a costarle mucha incomprensión.

Esa Obra era una acción de la Iglesia, porque miembros de la Iglesia eran los que
actuaban, y en el sentido más amplio e inmediato, porque el apostolado de esas personas
venía a coincidir tal cual con su propio obrar y no sólo con una acción apostólica en
algún ámbito concreto. Por esto, refiriéndose tiempo después al apostolado de los
miembros de la Obra, el fundador diría que es «un mar sin orillas», y también «una
organización desorganizada». La vida entera, desde las tareas más menudas y domésticas
a los grandes proyectos de apostolado, pasando por el trabajo profesional, era la que
venía a constituir la manifestación de los hijos de Dios. La Obra estaba destinada a
promover el plan divino de la llamada universal a la santidad.

El jovencísimo sacerdote en oración comprendió que aquella iluminación no sólo era


la respuesta a sus plegarias, sino también la invitación a aceptar un encargo divino. Tuvo
miedo, tal como parece que suele ser normal en quienes entran en contacto con
fenómenos sobrenaturales. Pero enseguida le llegó el bíblico «ne timeas» – «no temas».

«Son palabras divinas de aliento», escribía con carácter veladamente autobiográfico:


«En el Testamento Viejo y en el Nuevo, Dios y los seres celestes las pronuncian, para levantar la miseria del
hombre y disponerlo a un coloquio de iluminación y de amor, a la confianza en las cosas aparentemente
imposibles o difíciles, a las que no llega la fuerza de la criatura […]. Os puedo asegurar, hijos míos, que esas
almas no ambicionan ni desean las manifestaciones de esa ordinaria providencia extraordinaria de Dios, y que
tienen una profunda conciencia de no merecerlas: os vuelvo a repetir que sus sentimientos ante ellas son de temor,
de miedo. Aunque después, el aliento del Señor —ne timeas!— les comunica una seguridad inquebrantable, las
enciende en ímpetus de fidelidad y entrega; les da luces claras, para cumplir su Voluntad amabilísima; y las
enardece, para lanzarse a metas inaccesibles al alcance humano».

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Aquel sacerdote nunca se consideró ideador de su obra, sino instrumento
—«instrumento inepto y sordo», afirmaba— de algo que se le había confiado y que le
habría resultado más cómodo no recibir, aun haciéndose un sacerdote santo. «Ese día —
decía— el Señor fundó su Obra, suscitó el Opus Dei». Y, poniéndose en segundo plano,
evitó todo lo que pudo la palabra fundador.
«Una vez más se ha cumplido lo que dice la Escritura: lo que es necio, lo que no vale nada, lo que —se puede
decir— casi ni siquiera existe…, todo eso lo coge el Señor y lo pone a su servicio. Así tomó a aquella criatura,
como instrumento suyo».

Y en 1934 escribió:
«La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre […]. Hace muchos años que el Señor la inspiraba a un
instrumento inepto y sordo, que la vio por vez primera el día de los Santos Ángeles Custodios, dos de octubre de
mil novecientos veintiocho».

La fecha del 2 de octubre fue, pues, la piedra miliar, el faro al que hacer constante
referencia. Sin embargo, a aquella intervención sobrenatural le sucedieron varios meses
carentes de inspiraciones divinas hasta noviembre de 1929, cuando consignó en sus
Apuntes íntimos: «Empieza otra vez la ayuda especial, muy concreta, del Señor».

Esos Apuntes eran notas de vida interior y de experiencia pastoral que iba recopilando
y que han resultado muy valiosas, después de su muerte, para asomarnos a la vida íntima
del santo. Ciertamente, es una desgracia para nosotros —o tal vez providencia— que don
Josemaría destruyera no mucho tiempo después de redactarlo el cuaderno en el que
anotó las gracias extraordinarias de Dios en aquel periodo, incluida la luz fundacional:
las vivencias inmediatas de lo que vio el 2 de octubre. No quería, ya se ha dicho, que sus
hijos lo considerasen santo y menos aún que basasen la vida espiritual en fenómenos
místicos, lo que se hubiera opuesto a lo que había recibido en la famosa visión:
santificarse en las cosas más corrientes de cada día, haciéndolas con amor.
«Lo extraordinario nuestro es lo ordinario: lo ordinario hecho con perfección. Sonreír siempre, pasando por
alto —también con elegancia humana— las cosas que molestan, que fastidian: ser generosos sin tasa. En una
palabra, hacer de nuestra vida corriente una continua oración».

En los Apuntes íntimos escribió también: «Cristo nuestro Rey ha manifestado su


deseo». Y luego, en palabras escuetas y sumarias, la doctrina: «Estando nosotros siempre
en el mundo, en el trabajo ordinario, en los propios deberes de estado, y allí, a través de
todo, ¡santos!».

¿Qué hizo don Josemaría a continuación? Siguió trabajando. No podía abandonar el


ministerio entre la gente pobre y marginada. Es más, no quería fundar nada. Cierto es
también que no podía ni deseaba rebajar el alcance de la misión que Dios le había
encomendado. Pero, ¿y si en la Iglesia ya existieran instituciones similares? Buscó con
insistencia, largo tiempo, sin resultado. Una cosa estaba clara: más que nunca ansiaba ser
un sacerdote santo. Y a la santidad le impulsaba aquella pobre humanidad del hospital,

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que tan a menudo dejaba huellas profundas en su alma.

En una ocasión le llamaron para atender a un gitano cosido a puñaladas en una riña.
Su estado era lamentable, pues tenía las heridas abiertas y echaba inmundicias por la
boca. Don Josemaría le preparó a bien morir. El pobrecillo no quería soltar la mano del
sacerdote. A grandes voces juró que no robaría más y pidió un crucifijo. No teniendo
uno, el sacerdote sacó su rosario y se lo arrolló a la muñeca, pero se resistía a besar el
crucifijo gritando:

«¡Esta sucia boca mía no es digna de besar a Cristo!».

Gritaba para que sus hijas lo oyesen y entendieran que tenían un buen padre.

«¡Esa boca ya no es una boca indigna; es una boca limpia que puede y debe besar a
Cristo Señor nuestro!», replicó el sacerdote.

Y besando el crucifijo murió, contrito y contento. Don Josemaría repetiría después al


Señor las palabras del moribundo, que eran realmente un dramático acto de contrición.

Simultáneamente, buscaba gente que pudiera comprender la Obra y recibir la


llamada. Repasó a todos sus conocidos, preguntó a las Damas Apostólicas y a otras
personas que trataba. Entre los nombres que emergieron estaba Isidoro Zorzano, su viejo
compañero de colegio en Logroño.

Nacido en Buenos Aires en 1902, de padres españoles, Isidoro era en 1930 un


brillante ingeniero de los ferrocarriles andaluces, en Málaga. Gafas redondas sobre una
faz regular y sonriente, estatura media, hombre siempre elegantemente vestido y de
maneras afables pero decididas, era la viva imagen del buen amigo y del dirigente fiel.
La empresa le había encargado, entre otros cometidos, la formación de los empleados.
Querido por los operarios y en el punto de mira de muchas chicas bien, Isidoro era feliz
en su profesión, que no deseaba abandonar por nada del mundo. Salvo que en su alma se
incubaba la aspiración más alta de entregarse a Dios. Rezaba, evitaba comprometerse
sentimentalmente, pero permanecía confuso porque el único modo de entrega que
conocía era ingresar en algún instituto religioso, mientas que él quería ser ingeniero.

Don Josemaría pensó que el joven ingeniero entendería el ideal de la Obra. Lo


encomendó a la intercesión de Mercedes Reyna y le envió un tarjetón: «Querido Isidoro,
si vienes a Madrid no olvides venirme a buscar. Tengo cosas muy interesantes que
contarte. Un abrazo de tu amigo».

Nunca un mensaje fue más providencial. Naturalmente, el sacerdote no sabía nada de


las inquietudes del amigo, mientras que éste ni siquiera recordaba si Josemaría seguía
viviendo todavía en Madrid. En cuanto le fue posible, aprovechando un viaje, se fue en

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busca del amigo sacerdote. Era el 24 de agosto. Sólo tenía la dirección del Patronato de
Enfermos y allí se presentó sin avisar.

«Lo siento, don Josemaría ha salido y… vaya usted a saber cuándo volverá con todo
el trabajo que tiene, de una parte a otra».

¡Qué mala pata! No tenía tiempo para esperarle ni sabía dónde podría localizarle.
Racional como era, miró el reloj, calculó las distancias y decidió: tomar el tranvía en la
calle Santa Engracia, comer en la Puerta del Sol y subirse al primer tren para Logroño.
No obstante, sin un motivo preciso, en vez de tomar el tranvía se quedó paseando por la
calle Nicasio Gallego, junto a un solar.

¿Dónde estaba don Josemaría? Había ido a ver a un conocido, que se hallaba
enfermo. Repentinamente, recordaba después, «me sentí inquieto —sin motivo— y me
fui antes de la hora que hubiera sido natural».

«¿Pero por qué no se queda todavía un rato?», le comentó la madre del enfermo,
sorprendida. Y sin saber bien por qué, el sacerdote se apresuró hacia casa.

En la calle Nicasio Gallego se topó con el amigo.

«¡Isidoro!».

«¡Qué alegría encontrarte! Me han dicho que no estabas, pero…».

Ambos se percataron de que no se trataba de una casualidad, y el ingeniero abordó


rápidamente la cuestión:

«Quería verte porque tengo que pedirte tu parecer».

«¿Sobre qué?».

Zorzano le contó sus inquietudes vocacionales, que se habían trocado en una fuerte
desazón. La sorpresa del sacerdote se transformó en convicción de que en todo aquello
estaba realmente la mano de Dios.

No era cuestión que abordar deprisa y en medio de la calle, por lo que don Josemaría
invitó a Isidoro a hacer una visita al Santísimo en la iglesia del Patronato y volver
después para la Bendición eucarística. Por la tarde, en casa de don Josemaría, Isidoro le
habló de sus deseos de entregarse al Señor y de sus dificultades. ¿Debería abandonar la
profesión y, peor aún, la atención a su familia?

«Me hallo económicamente en deuda con los míos, por los reveses de fortuna…».

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El fundador —que no quería que lo llamaran con este título— le confió entonces que
desde el 2 de octubre de 1928 existe un camino nuevo para entregarse completamente al
Señor sin abandonar el mundo y las normales actividades o preocupaciones de los
hombres; es más, transformándolas en ocasión de servicio a las almas. El trabajo, en
particular, pero también la familia, la diversión, las relaciones sociales, y mucho más.
Dios quiere un potente fermento en el seno de la humanidad.

Es difícil calibrar cuánto comprendió Isidoro de esa primera explicación. Con todo,
una cosa le quedó clara: «¡El Padre vio la Obra desde el primer momento tal como será!
Desde el primer momento, el Padre vio todo. Yo puedo asegurarlo», comentó años más
tarde, ya experimentado. Y no tuvo necesidad de pensárselo demasiado: «Aquí está el
dedo de Dios. ¡Aquí estoy!».

Isidoro sería un gran apoyo para el fundador y para el Opus Dei, con frecuencia de
manera heroica, hasta su muerte en julio de 1943.

Padre: así llamaron muy pronto a don Josemaría las primeras personas que le trataron.
No sólo reflejaba el modo normal de dirigirse al sacerdote, sino que añadía una
connotación familiar y espiritual específica: esas personas se sentían realmente sus hijos
espirituales.

Aun en medio de una intensa actividad cotidiana, don Josemaría parecía no tener
prisa, pues todo lo hacía con sencillez y paz. Pero como el trabajo era tan abundante, y
sentía el deber de dedicarse más a la Obra recién nacida, necesitaba sólidos fundamentos.
Y así, en otoño de 1931 cesó como capellán del Patronato de Enfermos para ocuparse del
Patronato de Santa Isabel, del que dependía un monasterio de agustinas de clausura y un
colegio de asuncionistas. Continuó visitando a muchos enfermos, mendigándoles
oraciones por “su intención”. Y con frecuencia se hacía acompañar de jóvenes, para que
del dolor de los pobres aprendiesen la entrega.

Recalaba en varios hospitales de Madrid: el Hospital General, que se hallaba en la


calle Santa Isabel, junto al Patronato; el Hospital del Rey, y el de la Princesa, en la plaza
de San Bernardo. Resulta difícil imaginar hoy las penosas condiciones de aquellos
establecimientos, cargados de gente hasta lo inverosímil, a veces con crujías de
doscientas y trescientas camas, sin espacio vital, con una higiene imposible, causa de
contagios —hubo en esos años una epidemia de fiebre tifoidea—, y a cargo de un
personal manifiestamente insuficiente. Los sanatorios de tuberculosos constituían un
caso particular, ya que no existía aún un tratamiento antibiótico y los enfermos
terminaban sus días casi siempre allí dentro.

El joven fundador no se ahorraba esfuerzos. “Fatiga” es quizás la palabra que mejor


le describe en ese momento. Muchos años después recordaba:
«¿Sabéis lo que hacía yo durante una época —hace años, apenas cumplidos los treinta— en la que me

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encontraba tan fatigado que apenas conciliaba el sueño? Pues, al levantarme, me decía: antes de comer dormirás
un poco. Y cuando salía a la calle, añadía contemplando el panorama de trabajo que se me echaba encima aquel
día: Josemaría, te he engañado otra vez».

Los jóvenes que llevaba consigo a los hospitales se quedaban desconcertados y


conmovidos ante aquel espectáculo dantesco. Uno de ellos, José Ramón Herrero
Fontana, contaba que durante sus visitas a los enfermos,
«el Padre, además de confesarles, les prestaba pequeños servicios materiales. Eran tareas que ahora suelen estar
resueltas, pero de las que, en aquellos tiempos, en aquella situación de penuria y abandono, no se ocupaba nadie:
les lavaba, les cortaba las uñas, les aseaba el cabello, les afeitaba, limpiaba los vasos de noche… No les podía
llevar alimentos, porque estaba prohibido, pero siempre les dejaba una buena lectura. Les pedía a esos hombres y
mujeres enfermos, muchas veces desahuciados por los médicos, que ofrecieran sus dolores, su sufrimiento y su
soledad por la labor que hacía con la gente joven. Como yo era muy joven todavía, el día que le acompañé me
quedé algo atrás, observándole, mientras atendía a los enfermos. Guardo esa imagen grabada en el alma: el Padre,
arrodillado junto a un enfermo tendido en un pobre jergón sobre el suelo, animándole, diciéndole palabras de
esperanza y aliento».

Algunas veces le acompañaba Luis Gordon, un joven ingeniero que pediría pronto la
admisión en la Obra. Había superado los treinta años y, tras concluir unos brillantes
estudios en el extranjero, dirigía una fábrica de malta, propiedad de su padre. Hombre
alegre y sereno, muy cordial y reciamente piadoso, además de ocuparse de la empresa
llevaba a cabo una intensa actividad social y asistencial con los empleados, entre los que
era muy querido, así como con los marginados y enfermos de los hospitales. En una
ocasión, un obrero de su fábrica, de ideas político-sociales bastante extremas, que estaba
internado en un hospital, se quedó asombrado al ver que el hombre joven que le cuidaba
y le curaba las heridas era… ¡el propio ingeniero propietario de la maltería! En otra
ocasión, yendo con don Josemaría, a Luis le tocó limpiar un orinal usado como
escupidera.
«Vi que palidecía tremendamente —recordaba el fundador—, pero se dirigió a un pequeño cuarto del hospital,
donde había un grifo y unas brochas para lavar esas cosas. Lo seguí, pensando que podía caerse redondo al suelo,
y me lo encontré con la cara radiante de alegría. En vez de utilizar las escobillas, metía la mano para limpiar bien
el orinal. Me quedé muy contento y le dejé hacer. […] Después, me contaba que había pensado: “¡Jesús, que haga
buena cara!”».

Había una enferma, que había pertenecido a una de las familias españolas más
aristocráticas. Don Josemaría recordó un día:
«Yo me la encontré ya podrida; podrida de cuerpo y curándose en su alma, en un hospital de incurables. Había
estado de carne de cuartel, por ahí, la pobre. Tenía marido, tenía hijos; había abandonado todo, se había vuelto
loca por las pasiones, pero luego supo amar aquella criatura. Yo me acordaba de María Magdalena: sabía amar.
Un día hube de administrarle la Extremaunción […]. Y al ver la alegría de su alma, que consideraba que estaba
cerca de Dios, le hice decir: bendito sea el dolor, y ella lo repetía a voz en grito; amado sea el dolor; santificado
sea el dolor; ¡glorificado sea el dolor! Poco después moría, y en el Cielo está, y nos ha ayudado mucho».

Eran los fundamentos sólidos de una empresa sobrenatural que debía durar por los
siglos. Pero los ingredientes de ese cimiento fundacional no fueron ni única ni
principalmente externos a la Obra.

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El 14 de febrero de 1930, el fundador había recibido una nueva luz divina: la de
extender el apostolado del Opus Dei también a las mujeres. Aunque hoy pueda parecer
extraño, el Padre, conforme a las condiciones sociales de la época, aun habiendo visto
«el surco ancho y hondo» que la Obra abriría en el mundo, pensaba que eso se llevaría
cabo sólo con varones. De ahí que la luz de 1930, que completaba la visión fundacional,
era mucho más que una cuestión organizativa o canónica. Dios quería que el Opus Dei
desarrollase su apostolado también entre las mujeres, cuya contribución resultaba
indispensable. El fundador escribió en los años sesenta:
«La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio
y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de
ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad».

Llevar a Dios al mundo justamente a través de la feminidad y sin ninguna


discriminación.

La primera adhesión femenina llegaría exactamente dos años después, el 14 de


febrero de 1932, y de una manera bastante singular. Así lo contó muchos años después:
«Cuando yo iba a celebrar todas las mañanas al Patronato de Santa Isabel, encontraba una mendiga que estaba
siempre en el mismo sitio, en la calle, pidiendo limosna; me acerqué a ella y le dije:
—Hija mía, yo no puedo darte oro ni plata; yo, pobre sacerdote de Dios, te doy lo que tengo: la bendición de
Dios Padre Omnipotente. Y te pido que encomiendes mucho una intención mía, que será para mucha gloria de
Dios y bien de las almas. ¡Dale al Señor todo lo que puedas!
Al poco tiempo, uno de los días que pasé a celebrar la Santa Misa, no estaba, tampoco al otro… Como en esa
época íbamos a visitar los hospitales, en uno de ellos me encontré con esta mendiga en una de las salas.
—Hija mía, ¿qué haces tú aquí, qué te pasa?
Me miró y me sonrió. Estaba gravemente enferma. Le indiqué: mañana celebraré la Misa pidiéndole al Señor
que te ponga buena. La mendiga me contestó:
—Padre, ¿cómo se entiende? Usted me dijo que encomendase una cosa que era para mucha gloria de Dios y
que le diera todo lo que pudiera al Señor: le he ofrecido lo que tengo, mi vida.
Sólo le dije: “Haz lo que quieras, pero le pediré al Señor por ti, y si te vas, cumple muy bien este encargo”.
Yo os digo que, desde que aquella pobre mendiga se fue al Cielo, es cuando la Obra comenzó a caminar
deprisa».

En abril de 1931, el rey Alfonso XIII, interpretando los resultados de unas elecciones,
tomó el camino del exilio. La República se proclamó el mismo día. No es este el lugar
para un análisis, ni siquiera sucinto, de las complejas circunstancias históricas de aquel
momento; sin embargo, conviene recordar que algunos sectores, con el cambio de
régimen, propalaron velozmente una actitud antirreligiosa, no originada por la República
en cuanto tal, naturalmente, sino por las ideologías marxistas, anárquicas, laicistas. Se ha
hecho célebre el telegrama enviado desde el ayuntamiento de un pequeño pueblo al
ministro del Interior, Maura: «Proclamada la República. Díganos qué hemos de hacer
con el cura». Puede causar risa, pero el cortocircuito conceptual era auténtico en no
pocos casos. El 10 de mayo, tras unas escaramuzas entre grupos monárquicos y
republicanos, una caterva de exaltados prendió fuego a once edificios, entre ellos varios
conventos e iglesias.

26
Al día siguiente, don Vicente Elvira, capellán del convento de las Hospitalarias, se
fue en bicicleta a visitar a unos tíos, que vivían en la calle de la Flor. Vestía de civil, tal
como aconsejaban las circunstancias. Al llegar a la calle —recuerda—,
«me extrañó ver a un grupo de gente arremolinada frente a la iglesia de los jesuitas. Me dirigí hacía allí, y
observé, asombrado, cómo varios hombres sacaban de entre la chusma un bidón de gasolina y rociaban la puerta
de la iglesia para incendiarla. Y todo esto, ¡frente a unos números de la Guardia Civil que contemplaban el
espectáculo sin hacer nada! No pude más. Me encaré con los guardias y les dije que mi padre era Guardia Civil, y
que yo, como hijo del Cuerpo, sabía lo que significaba el honor para ellos. ¿Cómo podían permitir aquello?
¡No comprendo —les grité— que se queden parados ahí, mientras queman la iglesia!
—Es que tenemos órdenes de no actuar —me respondieron.
—¿Órdenes? ¿Órdenes de quién?
—Del Ministerio de la Gobernación».

Durante tres días seguidos, miles de madrileños vieron elevarse al cielo de la capital
siniestras columnas de humo, junto a blasfemias, violencias, injurias a las imágenes de
culto, violación de sepulturas eclesiásticas, tumultos desenfrenados. Tras la iglesia de los
jesuitas quemaron la de las monjas benedictinas, en Vallecas; la de Santa Teresa; la de
los carmelitas descalzos en la plaza de España, de reciente construcción; el colegio de las
Maravillas; el de las Mercedarias de San Fernando; la iglesia de Bellas Vistas; el colegio
de María Auxiliadora; la iglesia del Sagrado Corazón; la de San Agustín; la de Santo
Domingo…

Desde su llegada a Madrid, don Josemaría había cultivado la amistad con algunos
sacerdotes, estableciendo unos lazos de fraternidad sacerdotal que miraban a ayudarse
recíprocamente en la búsqueda de la santidad. Alguno de ellos se adhirió a la Obra,
movido por el ideal de esforzarse junto al fundador en la promoción de la llamada
universal a la santidad. Como la Obra no poseía aún forma jurídica, estos sacerdotes, en
el ámbito de su libertad personal, sin vínculos canónicos, buscaban apoyo para su alma y
revigorización de su espíritu sacerdotal. Nunca el fundador se entrometió en sus
encargos diocesanos, en los que dependían exclusivamente del obispo, ni les proponía
actividades específicas de la Obra, que en la práctica no existían. Era ejercitando su
ministerio donde justamente podían recordar a todos la llamada a ser santos.

Don José María Somoano, joven sacerdote oriundo de Asturias, era capellán del
Hospital del Rey —Hospital Nacional de Enfermedades Infecciosas, según la nueva
denominación republicana—, que incluía una amplia sección para tuberculosos. Alma
refinada y ferviente del amor de Dios, había madurado esa particular vocación de asistir
a los enfermos, que desempeñaba con gran cariño y conmovedora dedicación. En los
días de los incendios tuvo que soportar, además del dolor que eso le producía, risotadas y
sarcasmos por parte de algunos enfermeros. Silencios tensos, miradas torvas,
inquietudes, agitación, temores, amenazas. Una parte del personal hospitalario impuso
entre los enfermos un clima de terror, que no consentía ni siquiera hablar de asuntos
religiosos. Sin embargo, aquí y allá, se cuchicheaban las noticias:

27
«Dicen que en Valencia ya han quemado más de veinte iglesias».

«Y en Málaga más de cuarenta…».

«Y cinco en Jerez».

Eso sí, en cuanto asomaba un determinado médico o enfermero, cambiaban de tema y


hablaban del tiempo, del aire de Madrid que bajaba de la Sierra de Guadarrama cortante
como un cuchillo, o de un nuevo remedio contra la tuberculosis que habían descubierto
en el extranjero. El capellán desempeñaba sin reservas su ministerio, pasaba con los
ingresados el mayor tiempo posible, pero en las salas unos pacientes lo miraban con
expresión de gratitud y otros con un silencio cargado de rencor y de injuria.

En los meses sucesivos, la situación política y social se deterioró aún más y se


prohibieron las manifestaciones litúrgicas de carácter público. Don José María Somoano
no ponía el pie fuera del hospital sin verse cubierto de insultos e amenazas. Y una tarde
entró en la capilla, se arrodilló ante el sagrario y dijo:

«Dios mío, te ofrezco mi vida por la salvación de mi patria. Dios mío, Dios mío,
¡salva este país!».

No reparó en que una de las religiosas que atendían el hospital rezaba en la penumbra
y le había oído.

Estaba ingresada en el Hospital del Rey, desde julio de 1930, una maestra andaluza
de treinta y cuatro años, enferma de tuberculosis. Se llamaba María Ignacia García
Escobar y era muy simpática y de honda vida espiritual. Sabiendo que difícilmente
saldría de allí sana, había ofrecido su vida en holocausto al Amor Misericordioso. Había
comprendido el valor del sacrificio ofrecido a Dios Padre en unión al sacrificio de
Cristo, por lo que rápidamente entró en sintonía con cuanto predicaba Somoano. Este, en
efecto, con una audacia que todavía hoy produce impresión, trataba a los enfermos como
aspirantes a la santidad. Lo cuenta María Ignacia, que anotaba sus impresiones:
«Recién venida a este hospital, me contaron mis compañeras que hacía muy poco que dos Padres de Madrid
[D. Lino Vea-Murguía y D. José María Somoano] habían dado una misión para todos los enfermos y enfermas.
Recuerdo que una enfermita que no salía casi nunca me refirió que en estos días no perdió uno de ir a escuchar a
dichos Padres».

Desde entonces deseaba conocer a esos sacerdotes, hasta que


«un día, por fin, vinieron a mi sala y, mientras D. Lino saludaba a las demás enfermas, D. José Mª se paró junto
a mi cama y, en unión de otra compañera que conmigo estaba, nos estuvo hablando del favor tan hermoso que
Nuestro Señor nos dispensaba, y cómo teníamos que serle agradecidas no entristeciéndonos nunca por habernos
enviado la enfermedad. Decía así: Mirad: dos niños están jugando en medio de la calle con un fango sucio y
asqueroso, y a la vez que sus manitas, se están poniendo los vestidos hechos una lástima. Pasa en esto el padre de
uno de ellos por allí; toma a su hijo, le azota, y le hace marchar al punto a su casa. Al otro, no le pone la mano
encima, y le deja continúe en el fango. ¡Claro! No es su hijo… Pues igual ocurre en esto. —Vosotras sois hijas

28
predilectas de Jesús y, si hoy les azota, es por lo mucho que les quiere (…) ¡Qué bueno es el Señor! ¡Qué altos
son siempre sus designios soberanos!, ¿verdad? Me dejó tan bien impresionada, que siempre le recordaba en
unión de la moraleja de los dos niños de la calle».

Don José María Somoano predicaba lo que practicaba. Si Dios no le había mandado
enfermedades, permitía las vejaciones anticlericales, pero sobre todo le estaba pidiendo
la cruz implícita en su ministerio entre los enfermos. Era un apasionado de la radio, que
escuchaba para mantenerse informado, pero en aquellos días las noticias le propinaban
duros golpes en el alma: el 24 de septiembre de 1931 hubo huelga general en Santander;
el 28, en Salamanca y Manresa, con tumultos comunistas en Sevilla. Poco después, en la
noche del 13 al 14 de octubre, se aprobaron los artículos 24 y 26 de la Constitución,
referidos a la expulsión de la Compañía de Jesús y a la reglamentación de las Órdenes
religiosas en general. El 9 de diciembre se aprobó la Constitución y el día 10 Alcalá
Zamora fue elegido Presidente de la República. El día 15, Azaña formó el primer
gobierno de la República Constitucional. Las connotaciones anticristianas que afloraban
hacían sufrir a muchos españoles que tal vez habían visto bien el cambio de régimen. El
propio Alcalá Zamora se mostró perplejo en el momento de poner su firma a algunas
leyes y años más tarde llegó a escribir que aquella Constitución predispuso a una guerra
civil.

El 29 de diciembre de 1931, una pequeña reunión de sacerdotes adquiriría una


importancia decisiva en la vida de don José María Somoano. Participaban don Lino Vea-
Murguía, don Norberto y don Josemaría Escrivá. Don Lino contó que había hablado con
Somoano del nuevo camino de santidad que se había abierto dentro de la Iglesia y que su
amigo había mostrado vivo interés. Al oírlo, don Josemaría decidió acudir el sábado
siguiente al Hospital del Rey para charlar con Somoano.

Comenzó el año 1932 con negros presagios. Un número extraordinario del diario
ABC destacaba en primera página la pastoral colectiva del episcopado español y titulaba:
«La Iglesia excluida de la vida pública. Una negación de libertades y derechos». La
sección de Nacional ofrecía un amplio reportaje sobre la matan za de cuatro guardias
civiles en Castilblanco. Las medidas de carácter anticatólico se sucedían: habían sido
disueltos los cuerpos eclesiásticos del Ejército y de la Armada; el ministro de
Gobernación anunció que trabajaba activamente en tres proyectos de «secularización de
la vida civil»: el divorcio, el matrimonio civil y la secularización de los cementerios…

El 2 de enero se produjeron nuevos disturbios y enfrentamientos entre obreros y la


Guardia Civil, esta vez en San Sebastián, Barcelona y Sevilla. Y justo esa tarde, don
Josemaría y don Lino se dirigieron al Hospital del Rey para visitar a Somoano. El
fundador había pedido a varias personas que rezaran y ofrecieran algún sacrificio por el
fruto de la conversación. El día anterior había conocido a don José María Vegas, otro de
los amigos de Somoano. Éste, que llevaba un diario, anotó aquel 2 de enero:
«Me visitó por vez primera José Mª Escrivá acompañado de Lino. Me entusiasmó. Le prometí enchufes —

29
enfermos orantes— para la O. de D. Yo entusiasmado. Dispuesto a todo».

Don Josemaría había encontrado en Somoano un «alma de apóstol» y, lleno de


agradecimiento a Dios, recitó un Te Deum. Su nuevo hijo espiritual no cabía en sí de
gozo y escribió: «Pedí por la Obra de Dios y rogué a hermanas y cabildo que pidieran.
Durante la mañana me sentí entusiasmadísimo y contento». Contó a María Ignacia que
aquella noche no había podido «reconciliar el sueño, de la alegría tan grande que sentía».

La vocación al Opus Dei refrendaba su vocación sacerdotal diocesana y le abría


nuevos horizontes de apostolado justo entre las personas a las que servía con su
ministerio. El fundador hablaba del Opus Dei en estos términos: la Obra sería un gran
instrumento al servicio de la Iglesia, de proyección universal, extendida por todo el
mundo. En aquellos tiempos de persecución, ese alcance universal y esa voluntad de
gastarse por la Iglesia no sólo consolaban, sino que enfervorizaban. «Me visitaron
Escrivá y cuatro más —escribe Somoano el día 26. Sigue el entusiasmo y parece que
tiende a la perfección». Desde ese momento, don José María Somoano comenzó a
participar todos los lunes en las reuniones de sacerdotes, que tenían lugar en la casa de
don Norberto. Allí saboreaba el clima de familia cristiana propio del Opus Dei y salía
renovado.

María Ignacia, atenta observadora, captó el nuevo fervor, la insólita alegría que se
adivinaba en el rostro del capellán. Y éste, secundando la indicación del fundador, se
acercó a su cama para decirle:
«María: hay que pedir mucho por una intención, que es para bien de todos. Esta petición, no es de días; es un
bien universal que necesita oraciones y sacrificios, ahora, mañana y siempre. Pida sin descanso le digo, es muy
hermosa».

María anota que el capellán atravesó la sala invitando a todas las enfermas a ofrecer
oraciones y todos sus sufrimientos por su intención. Por su parte, ofrecía al Señor todos
sus padecimientos por la intención de don José María y, obviamente, se preguntaba de
qué podía tratarse. ¡Debía de ser algo muy importante!

El 6 de febrero de 1932 se publicó el decreto de secularización de los cementerios:


sólo se sepultaría en tierra consagrada a quienes lo pidieran explícitamente en el
testamento, o lo consignasen por escrito en un documento firmado. La cuestión es que la
mayo ría de los españoles moría en esa época sin hacer testamento.

Y en el hospital comenzó la Cuaresma. El 10 de febrero, miércoles de Ceniza, María


anotó en su cuaderno:
«Hoy empezó tu retiro en el desierto, Jesús mío, donde ayunaste los cuarenta días que antecedieron a tu
Sagrada Pasión. Yo no puedo acompañarte, mi adorado Jesús, con ayunos ni penitencias, pues ya sabes que estoy
en esta cama, sin una hora seguida de descanso… Si con mis dolores puedo hacerte alguna compañía, dispón de
mí como mejor te plazca.
Desde luego al despertar esta mañana, he visto, mi Jesús, que ahora como siempre no me has olvidado. —

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Desde anoche, me encuentro peor…: no tengo nada en mi cuerpo que no me duela. —Como no se te ocultan las
vivas ansias de mi corazón de llegar a amarte hasta perderme dentro de la llaga de tu divino costado, mientras yo
dormía, cual Padre cariñosísimo, Tú me preparaste tan agradable sorpresa para hoy.
No sé hacer oración. —Rara vez me mortifico. Soy muy charlatana… ¿Cuándo así voy a purificarme de tantos
pecados como en mi vida he cometido, y poder llegarme a Ti?
Al enviarme los dolores me dices: Si los aceptas con alegría y en medio del sufrimiento me demuestras amor
aunque sea con una mirada al Crucifijo, yo te prometo suplir con ello, cuantos rezos y mortificaciones pudieras
hacer en mi honor.
¡Qué hermosas palabras, mi dulcísimo Jesús! ¡Qué alientos das a mi pobre alma con ellas! —¡Qué grande y
qué bueno eres, mi enamorado Esposo! […]. Tu amor es solamente lo que anhelo. ¡Sólo tu amor!».

Por contraste, crecía la animosidad hacia las personas consagradas. Poco después, un
grupo de hombres quemó con gasolina una escuela en la barriada de Los Pinos, cercana
al Hospital, dirigida por religiosas, mientras unas mujeronas proferían gritos de odio
señalando a las monjas: «¡Que no quede una viva, son ocho! ¡Matadlas a todas!».

Recuerda Herrero Fontana:


«Atravesar aquel barrio era muy arriesgado. Yo acompañé alguna vez a don Josemaría Escrivá y a don Lino
por aquellos lugares, y vi cómo los insultaban y los ridiculizaban, entre blasfemias y burlas. Recuerdo que una
vez, yendo con don Lino, un hombrachón de aquellos le gritó a otro: Oye, ¿no eras tú el que te comías a los curas
crudos? Cómete a ése».

Tampoco don José María Somoano salía mejor parado en cuanto a insultos y odio
sufridos, pero todo lo ofrecía a Dios por aquella intención convertida en objeto de su
vida: la Obra, al servicio de la Iglesia. En su infatigable servicio a los enfermos del
hospital, nunca dejaba de pedir que ofreciesen todos los sufrimientos por su intención, a
la que ya todos llamaban “la intención de don José María”.
«Como tanto le apreciábamos —relata María—, se dieron casos dignos de admirar». Cuenta que a una enferma
que estaba «muy avanzada en la enfermedad, intentaron los médicos como último recurso y mayormente para
servirles de estudio, una operación de garganta dolorosísima. […] Al sentir aquel dolor tan fuerte, dijo
interiormente: ¡Dios mío!, por la intención de D. José María. Cuando al día siguiente se enteró éste, se le veía
todo emocionado de alegría, y nos lo refirió a todas. Y esto, se repetía con mucha frecuencia. Una enferma que
tenía una tos muy fuerte, exclamaba en medio de ella: Jesús mío, por la intención de D. José María. Otras que no
tenían apetito y a otras que no les gustaba la comida, se les oía decir: Por la intención de D. José María, me lo
comeré».

En las grandes operaciones quirúrgicas siempre recordaban esta intención. Él no


podía menos que exteriorizar su satisfacción por todo esto, agradeciéndoselo a las
enfermas y exhortándolas a rezar cada vez más.

Entre tanto, aumentaban las violencias en todo el país. El 28 de febrero de 1932 se


produjeron algaradas, desórdenes y agresiones en Sevilla. El 5 de marzo se descubrió en
Jaca un complot anarco-sindicalista. El 10 estalló en Córdoba la huelga general. Y
seguían promulgándose medidas descristianizadoras, como la de retirar el crucifijo de las
escuelas, la disolución de la Compañía de Jesús, la ley del divorcio, la supresión de la
asignatura de Religión y otras más.

31
El fundador del Opus Dei rezaba y hacía rezar por esta situación, pero no se
pronunció jamás a favor de un partido, ni animó a ninguna acción política. Decía que su
misión como sacerdote era tener los brazos abiertos para acoger a todos, como Cristo, sin
rechazar a nadie, para ofrecer a todos el mensaje de Cristo. Don Somoano escribía: «¡Es
época de grandes carismas!».

María Ignacia era atormentada por los dolores, pero en un día de retiro espiritual hizo
propósitos de absoluto abandono en las manos de Dios y concluyó: «Es ya la hora de
darme a Ti del todo».
«En este tiempo fue cuando en mí dieron comienzo los seis meses que últimamente he estado en cama y tantas
fiebres altas, y continuos dolores en el vientre tenía, se me ocurrió decirle un día [a Somoano]: D. José María,
pienso que su intención tiene que valer mucho, porque desde que V. me indicó que pidiera y ofreciera, Jesús se
está portando muy espléndido conmigo. De noche, cuando los dolores no me dejan dormir, me entretengo en
recordarle su intención repetidas veces a Nuestro Señor. Y rápidamente me contestó: Siga, siga adelante y no
dude, que todo lo merece dicha intención».

Y un día don Lino planteó a María la posibilidad de entregarse a Dios en el Opus Dei,
a pesar de la gravedad de su estado. Había llegado el momento de poner en práctica ese
deseo suyo de entregarse del todo. Paradojas de la gracia de Dios. Postrada en una cama
del Hospital, desahuciada por los médicos, esperando la muerte, allí precisamente Dios
le había hecho ver su vocación. La enfermedad era algo más que una cruz que debía
soportar: era su trabajo, su instrumento de santificación, su camino concreto para llegar a
Dios, su medio específico de hacer el Opus Dei en esta tierra. Vendrían miles de mujeres
a la Obra de Dios. Y ella, impotente tuberculosa a las puertas de la muerte, estaba
destinada a ser cimiento de aquella novedad en la Iglesia. Dos días más tarde, exultante,
escribió:
«El 9 de abril del 1932 jamás podrá borrarse de mi memoria. De nuevo me eliges, buen Jesús, para que siga tus
divinas pisadas… ¿Qué viste en mí, mi enamorado Amante, para dispensarme tan señalado favor? Sé que no lo
merezco… Confundida y rebosando mi corazón de gratitud, te digo: ¡Gracias Jesús mío! Gracias, por tanta
bondad. Te prometo desde este momento, con tu ayuda, ser espléndida en el puesto en que me has colocado, ya
que toda la gloria ha de ser para Ti. Dame las gracias necesarias para ello, y no te separes de mí. Así una vez más
el mundo entero quedará convencido, que por muy grande pecadora que un alma sea, no debe temer el ir a Ti,
pues con sólo oír de sus labios un Te amo salido del corazón, te complaces en designarla como piedra fundamental
para tus obras. Te repito conmovida, por este nuevo y hermoso favor ¡¡Gracias, Jesús del alma mía, gracias!!».

«María está feliz», anotó Somoano el domingo 10 de abril. Y le planteó la posibilidad


de sugerir la entrega a Dios en el Opus Dei a otras enfermas como Antonia, Ángeles y
Tomasa. Finalmente conocía María en qué consistía la intención por la que llevaba tanto
tiempo rezando. «No tengo palabras —anotó, refiriéndose al amor de Somoano por la
Obra de Dios— con que expresar lo mucho que la amaba». En su celo apostólico, María
le hablaba constantemente de sus conocidas, la mayoría buenas cristianas, cuyos
sufrimientos «podían servir […] mucho para nuestra Obra, uniéndose a ella». Pero
Somoano le «contestaba siempre: No queremos número; eso… ¡nunca! Almas santas…,
almas de íntima unión con Jesús…, almas abrasadas en el fuego del amor Divino.
¡Almas grandes! ¿Me entiende?».

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Y añadía, soñando en el futuro desarrollo de la Obra de Dios:
«Nada, nada: Hay que cimentarla bien. Para ello, procuremos que estos cimientos sean de piedra de granito, no
nos ocurra lo que a aquel edificio de que habla el Evangelio, que fue edificado en la arena. Los cimientos, ante
todo; luego, vendrá lo demás».

Mientras pudo, María Ignacia salía del Hospital para asistir a las reuniones que dirigía
el Padre, en donde recibían formación doctrinal y les explicaba algunas facetas del
espíritu del Opus Dei.

El clima de odio que desde hacía tiempo rodeaba a Somoano en el hospital, tanto por
parte de algunos miembros del personal como de varios pacientes, se materializó un día
en una comunicación en la que los responsables le intimaban a irse cuanto antes. Se
agarraban a un motivo económico: no había presupuesto para pagar al capellán. Pero se
entendía que, a ojos de los gerentes, su figura aparecía innecesaria y hasta detestable.
Don José María Somoano apeló a los organismos superiores de Sanidad, inútilmente.

El lunes 11 de abril participó como de costumbre en la reunión con el fundador y los


demás sacerdotes. Esos encuentros semanales le rejuvenecían el celo apostólico y le
alentaban el deseo siempre vivo de servir a la Iglesia. El martes 12 habló con Antonia
Sierra, otra enferma del hospital, para plantearle la posibilidad de formar parte del Opus
Dei. También esta mujer tomó la decisión de una entrega pronta, plena y generosa.
«Queda muy contenta —escribió—, igual que María. —Dios no desprecia al corazón
humilde y que sufre».

El 12 de abril se sucedieron las huelgas en Granada, Valencia y otras ciudades de la


península. Al día siguiente le visitó don José María Vegas, que venía de “misionar” por
algunos pueblos de la provincia. Traía impresiones malísimas de algunos sacerdotes, que
le produjeron «indignación y lástima»: falta de celo, malos ejemplos, defecciones. Don
José María Somoano pasó toda la noche en oración pidiendo por ellos.

El 21 de abril anotó Somoano que una enferma había recibido admirablemente los
últimos sacramentos. Seguía apenado por las injurias a la Eucaristía. «Creo que el Señor
quiere que una vez al año le celebre una función sacerdotal solemnísima en reparación
por las misas sacrílegas celebradas durante el año».

El 20 de abril recibió una notificación escrita a máquina en papel barba, sin


membrete, en el que se le comunicaba que cesaba en su cargo de capellán: ya no habría
más sacerdotes. «Es necesario que yo me vaya», anotó el día 24, al conocer aquel «oficio
inicuo que contrista a hermanas y enfermos. No creo que esto tenga solución». Fue un
mazazo, un desgarrón en la que consideraba su vocación. Los enfermos protestaron, pero
no hubo nada que hacer. Con todo, el capellán continuó desempeñando de varios modos
su ministerio, a pesar de la hostilidad que se respiraba en el ambiente.

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El 1 de mayo de 1932 se registró un paro absoluto en Madrid. En Sevilla, Córdoba,
Valencia, Alicante y otras capitales hubo derramamiento de sangre. Aquella situación
social, cada vez más degradada, no parecía tener solución. Tampoco la permanencia de
Somoano en el Hospital. El lunes, cuando acudió a la reunión, don Josemaría le sugirió
que se abandonase por completo en las manos de Dios.

Pero en las salas del hospital, el clima adverso a la religión era cada vez más
virulento. «Corren vientos de fronda para las Hermanas», escribió el día 6 de mayo. Y
unos días después: «La situación se va ennegreciendo poco a poco. Parece que estos
quieren llegar, en lo que de ellos dependa, a descristianizar a todos. ¡Dios nos asista, y
nos sostenga! Los ánimos, regulares». El Vicario General le había aconsejado
repetidamente que abandonara el hospital, al menos como lugar de residencia, y se fuera
a Los Pinos. Y al fin aceptó. Intentó llevar la comunión a los enfermos viniendo de
fuera. María escribió:
«Sabiendo que la fuente inagotable del amor de Dios Nuestro Señor es la Divina Eucaristía, nos la traía a sus
enfermos siempre que podía; dos veces a la semana nunca nos faltaba y en las grandes festividades de Nuestra
Santa Madre la Iglesia, procuraba siempre traérnosla. Un día que estábamos en duda si se marcharía ya del
Hospital, le pregunté: Padre: ¿tendremos mañana Comunión? A lo que me contestó sonriendo, a la vez que con
firmeza: ¡Sí! ¡Sí! Antes ha de faltar agua al mar […] que aquí la Sagrada Comunión».

El capellán, que ya dedicaba la mayor parte de su tiempo a la instrucción de los


chicos de la barriada de Los Pinos, parecía sereno. «El ambiente presagia una pronta
revolución religioso-social», escribe el jueves 19 de mayo; y también: «La primera vez
que me alegro por contumeliam pro nomine Iesu pati», por haber padecido por el
nombre del Señor. Y no exageraba: persecuciones, insultos, desprecios y tormentos
continuos…, con la sonrisa en los labios. En el hospital le habían amenazado
explícitamente de muerte. No hablaba de ello. Una religiosa le interpeló, tratando de
ayudarlo:
«Usted no me quiere contar nada, pero yo he sabido que en La Ventilla, cuando cruzaba las calles, se han
metido con usted, insultándole cuanto han querido. Y me contestó: —¡Bah! No hay que darle importancia a eso.
Sólo fue motivo para hacerme entonar al punto un Te Deum».

El lunes siguiente, 23 de mayo, estuvo conversando de nuevo con el fundador: «La


Obra de Dios va bien.—El tiempo se aprovecha más y el espíritu más se sobrenaturaliza
— Hay dos nuevos. —¡Señor, que sean santos y que perseveren!». Y en cuanto a
noticias sobre su expulsión, «nada. Sigue el compás de espera».

Pero sus enemigos no paraban. El 15 de julio, en la habitación de alquiler donde ya


vivía, empezó a tener convulsiones, dolores, vómitos. Eran síntomas de envenenamiento.
Fue ingresado en un hospital. Y al día siguiente, fiesta de la Virgen del Carmen, entregó
el alma a Dios entre atroces tormentos. El rumor sobre su envenenamiento corrió de
boca en boca en su hospital.

Isidoro Zorzano escribió desde Málaga, donde trabajaba, a los miembros del Opus

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Dei que le habían comunicado la muerte de don José María Somoano:
«Es el primer hermano que perdemos en circunstancias tan extrañas y tan inesperadamente, que me ha
producido verdadera emoción. […] Tenéis razón, era un alma tan hermosa que Dios ha querido conservarla
íntegramente para Él; tal vez quisiera tenerla a su lado para que sea ella quien interprete cerca de Él nuestros
sentimientos y deseos; será por decirlo así, el Abogado de nuestra causa».

También el fundador envió a los miembros del Opus Dei una breve necrológica:
«El sábado 16 de julio de 1932, día de Nuestra Señora del Carmen —de quien era devotísimo—, a las once de
la noche, murió, víctima de la caridad y quizá del odio sectario, nuestro hermano José María […] ¡Con qué
entusiasmo oyó, en nuestra última reunión sacerdotal, el lunes anterior a su muerte, los proyectos del comienzo de
nuestra acción! —Yo sé que harán mucha fuerza sus instancias en el Corazón Misericordioso de Jesús, cuando
pida por nosotros, locos —locos como él, y…¡como Él!— y que obtendremos las gracias abundantes que hemos
de necesitar para cumplir la Voluntad de Dios».

El ambiente del hospital se había vuelto opresivo y presagiaba lo peor. Sin embargo,
María escribía: «¡Qué feliz me siento en medio de tanta obscuridad y tribulación!». Su
cuaderno termina el 9 de enero de 1933. Cuenta que el día anterior una mujer del Opus
Dei le había llevado
«unos escritos que hace tiempo esperaba con santa impaciencia, por tratarse de Ti. En varios de sus puntos,
habla de la niñez espiritual. Al terminar de leerlos, con gran convicción de lo que decía y esperanza ilimitada en
Tu poder y misericordia, he exclamado: […] ¡¡Jesús del alma mía, apiádate de mí!!».

Son las últimas palabras del cuaderno. Cuando comenzó a empeorar, el Padre iba
todos los días a verla y, en caso de no poder, la llamaba por teléfono y preguntaba cómo
seguía. Tenía dolores terribles; estaba llagada de pies a cabeza; la última vertebra la tenía
deformada y sobresalía tremendamente. Se había quedado consumida, incluso mucho
más pequeña de estatura. El fundador seguía apoyándose en aquellos dolores como en un
cimiento poderoso. Un día fue a visitarla acompañado por Juan Jiménez Vargas, uno de
los primeros miembros del Opus Dei.

«En cuanto la vio —relata Jiménez Vargas—, el Padre le dijo que ofreciera todos sus
sufrimientos por las labores apostólicas que tenía que encomendar cuando estuviera al
otro lado: la catequesis, la gente que trataba…». A ella se refiere, con toda probabilidad,
aquel punto que el fundador del Opus Dei escribió en Forja:
«¡Cómo amaba la Voluntad de Dios aquella enferma a la que atendí espiritualmente!: veía en la enfermedad,
larga, penosa y múltiple (no tenía nada sano), la bendición y las predilecciones de Jesús: y, aunque afirmaba en su
humildad que merecía castigo, el terrible dolor que en todo su organismo sentía no era un castigo, era una
misericordia.
—Hablamos de la muerte. Y del Cielo. Y de lo que había de decir a Jesús y a Nuestra Señora… Y de cómo
desde allí trabajaría más que aquí… Quería morir cuando Dios quisiera…, pero —exclamaba, llena de gozo—
¡ay, si fuera hoy mismo! Contemplaba la muerte con la alegría de quien sabe que, al morir, se va con su Padre».

El 5 de noviembre de 1932, de madrugada, se velaban los restos de Luis Gordon. Una


infección pulmonar le había provocado graves dificultades respiratorias. El mal se
agravó luego y murió por asfixia, entre grandes dolores ofrecidos al Señor. El Padre

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quiso celebrar la Misa en cuanto se hizo de día.

Primero se había ido Somoano, que le habría podido ayudar mucho. Y ahora Luis…
Y crecían el odio anticristiano, las dificultades e incomprensiones, y la carencia de
medios materiales. Pero su oración era de conformidad con la voluntad de Dios.

A primeros de septiembre de 1933 le tocó administrar la Extremaunción a María


Ignacia. Y no tardó en tener que celebrar el funeral.
«En vísperas de la Exaltación de la Santa Cruz, 13 de septiembre —escribió don Josemaría inmediatamente
después del fallecimiento de María—, se durmió en el Señor […]. ¡Qué paz la suya! ¡Cómo hablaba, con qué
naturalidad, de ir pronto con su Padre-Dios…, y cómo recibía los encargos que le dábamos para la Patria…, las
peticiones por la Obra! […] La oración y el sufrimiento han sido las ruedas del carro de triunfo de esta hermana
nuestra. —No la hemos perdido: la hemos ganado».

Don Lino Vea-Murguía murió mártir el 15 de agosto de 1936, fusilado después de


una atroz paliza. Don José María Vegas fue fusilado el 27 de noviembre de ese mismo
año, tras declararse valientemente sacerdote.

36
III
BROTES

A comienzos de 1933, el grupo de estudiantes que seguía a don Josemaría se hallaba


muy mermado. Alguno se había ido de Madrid, otros habían tenido problemas a causa
del tenso ambiente del país, y algún otro simplemente se había cansado o no entendía.
Por entonces, el fundador conoció a un estudiante de Medicina que se convertiría en uno
de sus hijos más fieles y eficaces: Juan Jiménez Vargas. El 4 de enero le planteó la
vocación a la Obra y Juan respondió que sí. Con él y con dos amigos suyos empezó don
Josemaría las clases específicas de formación, que desde entonces son características del
apostolado del Opus Dei con jóvenes de todo el mundo. La reunión tuvo lugar el sábado
21 de enero en el asilo de Porta Coeli, en una espartana salita que le cedieron las monjas.
El fundador anotó:
«El sábado pasado, con tres muchachos y en Porta Coeli di comienzo, gracias a Dios, a la obra patrocinada por
S. Rafael y S. Juan. Hice, después de la charla, exposición menor, y les di la bendición con el Señor. Nos
reuniremos los miércoles».

Mientras que a Juan le impresionó el modo como el Padre trataba a Jesús en la


Eucaristía, el fundador sintió una vez más otra moción divina, esas gracias especiales
que le impulsaban a ser audaz en nombre de Dios:
«Bendije a aquellos tres…, y yo veía trescientos, trescientos mil, treinta millones, tres mil millones…, blancos,
negros, amarillos, de todos los colores, de todas las combinaciones que el amor humano puede hacer. Y me he
quedado corto, porque es una realidad a la vuelta de casi medio siglo. Me he quedado corto, porque el Señor ha
sido mucho más generoso».

En un retiro espiritual hecho en Segovia, había escrito:


«Dios no me necesita. Es una misericordia amorosísima de su Corazón. Sin mí la Obra iría adelante, porque es
suya y suscitaría otro u otros, lo mismo que encontró sustitutos de Helí, de Saúl, de Judas…».

Sin embargo, de hecho, Dios le pedía hacer la Obra y él se proponía cumplir sólo y

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del todo la voluntad de Dios. Tendría ocasión de poner a prueba su determinación
inmediatamente después.

Ángel Herrera, director del diario católico El Debate, proyectaba la creación de un


centro de formación de sacerdotes, de donde saldrían los futuros consiliarios de la
Acción Católica Española, de la que él era Presidente. Se trataba de un laudable intento
de sacudir a los católicos en aquella situación de abusos y de persecución. Y al buscar
sacerdotes capaces de llevar a cabo esta misión, uno de los primeros nombres que le
propusieron fue el de don Josemaría Escrivá.
«Me ha ofrecido el Sr. Herrera la formación espiritual de los Srs. Sacerdotes seleccionados por los Ilmos.
Prelados españoles que se reunirán a vivir en comunidad en Madrid (en la parroquia de Vallecas), a fin de recibir
aquella formación y lo social, que les dará un Padre jesuita (me dijo el nombre: no me acuerdo). Le he dicho que
ese cargo no era para mí: porque eso no es ocultarse y desaparecer. ¡Qué misericordia la de Dios, al poner en mis
manos un cargo así! ¡En mis manos, que no han recibido —puedo decir— jamás ni el último nombramiento
eclesiástico!».

Herrera no se dio por vencido, pero don Josemaría declinó también otras propuestas
incompatibles con la completa dedicación al Opus Dei.
«Me pidió que diera ejercicios a un grupo de jóvenes (propagandistas), y me negué, alegando que no tengo
formación y que estoy con otras cosas que no me dejan aceptar eso […]. Insistió mucho en que hemos de charlar
más».

No podía, no debía quitar el hombro de los compromisos con la Obra —toda entera
aún por poner en marcha— para dedicarse a otras actividades, por santas y hasta
necesarias que fueran. Él seguía atendiendo a los necesitados en los hospitales y con las
catequesis, además de permanecer ampliamente disponible a quien solicitara su ayuda
sacerdotal, pero otros compromisos francamente no contaban.

El fundador sentía la urgencia, en ese momento, de un instrumento formativo, que


diese unidad y visibilidad a aquel apostolado. «Regnare Christum volumus!», repetía
como jaculatoria: ¡queremos que Cristo reine! El instrumento apostólico debía ser una
actividad civil impregnada de espíritu cristiano. Así nació la Academia DYA, en 1933.
Tenía su sede en un pequeño piso, donde se impartían clases de Derecho y Arquitectura.
De ahí las siglas DYA. Pero para ellos el acrónimo tenía un significado más hondo: Dios
y audacia. Y audacia se precisaba. Económicamente se mantenía de milagro.

De hecho, era más que un centro académico: era un lugar de formación cristiana para
universitarios, que podían también dirigirse espiritualmente con el sacerdote. Una
formación enteramente orientada a la identificación personal con Jesucristo. En la pared
de la salita donde don Josemaría charlaba con los estudiantes colgaba una cruz de
madera negra y sin crucificado, no infrecuente en el arte religioso español. Y si alguno le
preguntaba el significado, la respuesta era: «Está esperando el Crucifijo que le falta: y
ese Crucifijo has de ser tú».

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Le absorbían los esfuerzos por poner en marcha la Academia. Y además de eso,
pesaba en su ánimo la estructuración de la Obra en cuanto tal.
«Ayer tiré al velógrafo una cuartilla, pidiendo oración y expiación, a fin de obtener luces del Señor: para que
yo saque tiempo y ordene con breve-dad y acierto todo lo referente a la organización de la Obra, tal como Dios lo
quiere».

En casa de su amigo Pepe Romeo conoció un día a Ricardo Fernández Vallespín,


próximo a acabar Arquitectura. Le citó en la calle Martínez Campos, en casa de su
madre, y el joven se presentó en el momento establecido con el presentimiento de que la
visita tendría «un gran influencia» en su vida. «Me habló de las cosas del alma»,
recuerda. Al despedirse, el Padre le regaló un libro sobre la Pasión de Cristo, en cuya
primera página escribió a modo de dedicatoria:

+ «Madrid, 29-V-33
Que busques a Cristo
Que encuentres a Cristo
Que ames a Cristo».

El 19 de junio de 1933, don Josemaría se fue a hacer un retiro espiritual por su


cuenta, durante varios días, al convento de los Redentoristas de la calle Manuel Silvela,
porque sentía una fuerte necesidad de oración y de recogimiento. Todo discurría con
tranquilidad, hasta que el 23 de junio se armó en la calle uno de los tristes episodios de
violencia antirreligiosa, habituales en aquellos años. Un grupo de mozalbetes,
estacionados junto a la verja de entrada y provistos de una lata de gasolina, amenazaba
con incendiar el convento. El ejercitante se asomó a la ventana al oír el griterío y volvió
a recogerse en silencio, viendo que el hermano portero estaba alerta y armado con una
tranca respetable.

No obstante, la tempestad que Dios permitió en esos días de retiro fue muy distinta.
Jueves 22 de junio, vigilia del Sagrado Corazón: «sentí la prueba cruel que hace tiempo
me anunciara el P. Postius». Don Josemaría se confesaba durante esos años con el jesuita
padre Sánchez, pero cuando la persecución religiosa obligó a éste a esconderse, a lo
largo de varios meses lo hizo con el claretiano Postius. El buen religioso le había avisado
de una áspera aflicción: «Me dijo que llegará tiempo en que la prueba consista en no
sentir este sobrenatural impulso y amor por la Obra». La prueba dolorosa, permitida por
Dios, sería producto de un no «sentir la divinidad de su Obra».
«A solas, en una tribuna de esta iglesia del Perpetuo Socorro, trataba de hacer oración ante Jesús Sacramentado
expuesto en la Custodia, cuando, por un instante y sin llegar a concretarse razón alguna —no las hay—, vino a mi
consideración este pensamiento amarguísimo: “¿y si todo es mentira, ilusión tuya, y pierdes el tiempo…, y —lo
que es peor— lo haces perder a tantos?”».

Se encontró en el más amargo vacío espiritual, en una angustia demoledora. «Fue


cosa de segundos —dice—, pero ¡cómo se padece!». Entonces, con un tormento difícil

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de describir, hizo el más heroico acto de desprendimiento: ofreció al Señor
completamente su propia voluntad, abandonar la Obra de Dios. «Si no es tuya,
destrúyela; si es, confírmame».

«Inmediatamente —añade don Josemaría— me sentí confirmado en la verdad de su


Voluntad sobre su Obra». Y a continuación, más intenso que nunca, el propósito:
«Debo dejar toda actuación, aunque sea verdaderamente apostólica, que no vaya derechamente dirigida al
cumplimiento de la Voluntad de Dios, que es la Obra. […] He llegado a confesar semanalmente en siete sitios
distintos. Dejaré esas confesiones, excepto los dos grupitos de muchachas universitarias».

En efecto, ejercitaba el ministerio de la Penitencia en siete sitios diferentes: el asilo


de Porta Coeli, la escuela del Arroyo, los chicos de La Ventilla, la Institución Teresiana
de la calle Alameda, la Academia Veritas de la calle O’Donnell, las niñas de la escuela
de la Asunción y los fieles de la iglesia de Santa Isabel. Sin mencionar a los enfermos y
moribundos de los hospitales. Y, al mismo tiempo, iba creciendo el número de los
jóvenes que hablaban con el fundador. Para muchos era simplemente don Josemaría, al
no estar al corriente del gran proyecto apostólico que incubaba en su corazón, pero se
sentían atraídos por su espíritu sobrenatural: un sacerdote que, en medio de las difíciles
circunstancias impuestas por la persecución religiosa y en un clima de virulenta
animosidad entre ambos bandos, sólo hablaba de Dios.

Había una juventud católica muy aguerrida, dispuesta a defender a la Iglesia y la fe


incluso con la violencia. Algunos hacían guardia en los conventos y en las iglesias para
evitar más incendios y profanaciones. El 10 agosto 1932, unos cuantos participaron en
una intentona de golpe militar, fracasado en pocas horas. Y acabaron recluidos en la
Cárcel Modelo. Uno de ellos hablaba con don Josemaría, quien no se arredró ante el
peligro y fue a visitarle a la cárcel… ¡vistiendo de sotana! Allí le atendió en el locutorio
de prisioneros políticos y conoció a algunos compañeros de revuelta. Les habló en grupo
tras la gruesa reja y de varios escuchó también sus confidencias. Les exhortaba a
aprovechar aquel periodo de tiempo pasivo, a estudiar, a estar alegres y a recordar que
Dios sólo permite lo que nos trae bien: «Diligentibus Deum omnia cooperantur in
bonum», les decía citando a san Pablo: «Todo coopera al bien de los que aman a Dios»;
«omnia in bonum», en forma de jaculatoria abreviada.

En esa misma época, unos “anarcosindicalistas” andaluces mataron a varios


miembros de la Guardia Civil y proclamaron la “revolución libertaria”. Fueron detenidos
y trasladados a la misma Cárcel Modelo de Madrid. A los fogosos jóvenes católicos
encarcelados les resultaba difícil la convivencia con quienes pertenecían al bando de sus
enemigos y perseguidores y, en cuanto pudieron, se lo comentaron al Padre: «¿Cómo
vivir en paz con gente tan contraria a nuestros ideales y a nuestra fe?».

A don Josemaría le pareció, en cambio, una ocasión apostólica: harían bien en hablar
con ellos, en demostrarles afecto y respeto. Tenían que considerar que probablemente

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esas personas no habían recibido formación religiosa y que debían dar gratis lo que gratis
habían recibido, evangélicamente, porque ésta y no otra es la doctrina de Cristo.

Pronto, los insurrectos andaluces se sumaron a los partidos de fútbol en el patio de la


prisión y el milagro se cumplió: el portero católico tenía defensas anarquistas o
viceversa. El Padre les proporcionó catecismos para ayudarles en su cometido. Trabaron
amistad, hasta el punto de que continuaron viéndose una vez fuera de la cárcel y alguno
se acercó a la fe.

El 7 de julio de 1935 pidió la admisión en el Opus Dei Álvaro del Portillo, estudiante
de Ingeniería. Nadie podía imaginar en ese momento la importancia que tendría en la
vida de la Obra y en el servicio a la Iglesia. Años antes, una tía suya que colaboraba con
las Damas Apostólicas había hablado de su brillante sobrino a don Josemaría, quien
desde entonces rezó y ofreció sacrificios por él. Pero no lo buscó directamente, sino que
dejó que se lo presentasen otros estudiantes, participantes en las Conferencias de San
Vicente. Álvaro comenzó a acompañarles en sus servicios de caridad por los barrios más
degradados. Chabolas de chapa y cartón en medio del barro y de la porquería, pobladas
de marginados que mezclaban la pobreza con la ira. La Conferencia vicenciana ofrecía
limosnas en dinero, bonos de alimentación canjeables en tiendas, medicinas, asistencia
médica y otros servicios, entre ellos clases de catecismo. Iban siempre en parejas, entre
otros motivos porque a menudo su caridad era recompensada con odio práctico.

Un domingo de nevada fueron agredidos cuando llegaban a la parroquia de San


Ramón. Les esperaban unas quince personas ansiosas de darles una paliza. Las aceras y
los balcones estaban llenas de gente: el espectáculo se había anunciado. Álvaro recibió
un fuerte golpe en la cabeza con una llave inglesa, y a otro casi le arrancaron una oreja.
Consiguieron escapar y se tiraron por las escaleras del metro, donde tuvieron la suerte de
que el tren pasara enseguida. Álvaro llegó a su casa cubierto de sangre. A la empleada
doméstica, la única que estaba en casa en ese momento, le dijo, para no alarmarla, que se
había caído al resbalarse en la nieve. Pero la herida era profunda y la cura que requirió
complicada; de ahí que la verdad tuvo que salir a la superficie.

Un día se encontró con que sus amigos hablaban de don Josemaría y de su


apostolado.

«A mí también me gustaría conocerlo», dijo.

Quedaron en ir un día a la calle Ferraz, a donde se había trasladado la Academia


DYA, que ahora contaba también con residencia de estudiantes. Álvaro provenía de una
familia cristiana y era un buen cristiano, pero no sentía ninguna llamada especial. Sin
embargo, aquella primera conversación con el Padre le dejó hondamente impresionado.

«Me preguntó enseguida: ¿Cómo te llamas? ¿Tú eres sobrino de Carmen del Portillo?

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¿Entonces tú eres aquel al que le gustan mucho los palátanos?», y pronunció la palabra
con la deformación que Álvaro usaba de niño.

Evidentemente, mucho le debía de haber hablado la tía a don Josemaría de su sobrino


predilecto. Pero Álvaro se dio cuenta de que aquel sacerdote le trataba con sincera
atención y afecto. Luego el Padre fijó una cita para poder hablar con más calma, cuatro o
cinco días después.

«Me dio plantón. Se ve —relataba divertido años más tarde— que le habían llamado
para atender a algún moribundo, y no me pudo avisar, porque no le había dejado mi
teléfono».

El joven no se lo tomó a mal; es más, guardó tan buen recuerdo de aquel sacerdote
que al final del año académico, antes de irse de vacaciones, pasó a saludarlo.
«Me recibió y charlamos con calma de muchas cosas. Después me dijo: Mañana tenemos un día de retiro
espiritual —era sábado—, ¿por qué no te quedas a hacerlo, antes de ir de veraneo? No me atreví a negarme,
aunque mucha gracia no me hacía, porque no sabía de qué se trataba».

Fue en ese retiro en la Residencia de la calle Ferraz donde Álvaro sintió claramente
una llamada divina que no se esperaba, y decidió entregar su vida al Señor en el Opus
Dei. Y el Padre lo aceptó: tanto había rezado por él durante largo tiempo que debió de
sentirse seguro de su respuesta fiel.

En aquellos primeros momentos no era raro que las vocaciones nacieran un tanto
milagrosamente, como si Dios arrastrase a las almas. En broma, el fundador había
acuñado un término para este fenómeno: gracias tumbativas. Pero era natural que la
propuesta vocacional requiriese mayor estudio y discernimiento. Y ya en aquellos años
de Ferraz era así, como enseguida se verá. Sin embargo, el Padre animó a los suyos
durante toda su vida a ser audaces y magnánimos a la hora de plantear a la gente un
compromiso con Cristo, ya que la vocación a la Obra representa una determinación de la
misma vocación bautismal, sin más añadidos.

Álvaro retrasó su salida veraniega y el Padre pudo dedicarle el tiempo preciso a su


primera formación en el espíritu de la Obra. El nuevo recluta estaba en el séptimo cielo.
«Como suele hacer con los que comienzan, junto a una profunda alegría espiritual, el Señor me regaló al
principio un entusiasmo sensible por la vocación recibida. Al cabo de los meses, esta componente humana fue
apagándose, dejando paso a una ilusión sobrenatural que ha de estar siempre en la raíz de nuestra perseverancia.
Se lo comenté a nuestro Padre, que me entendió perfectamente y tomó ocasión de esta confidencia mía para
redactar unas consideraciones que pudieran servir a todos los hijos suyos».

Se refería al punto 994 de Camino, colección de pensamientos espirituales publicada


años después por don Josemaría, que con el tiempo se convertiría en un clásico de
espiritualidad en todo el mundo. A propósito de aquella conversación con Álvaro,
escribía: «‘‘Se me ha pasado el entusiasmo”, me has escrito. —Tú no has de trabajar por

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entusiasmo, sino por Amor: con conciencia del deber, que es abnegación».

Esta experiencia de Álvaro, por lo demás normal en las almas que emprenden una
vida de entrega, le llevó a lo largo de su vida a transmitir a los demás ideas muy claras.
Y así, al cabo de los años, siendo ya Prelado del Opus Dei, pudo escribir:
«La vocación no es un estado de ánimo, ni depende de la salud, ni de la situación profesional o familiar en que
uno se encuentre. Por encima del oleaje de la vida —con sus altos y bajos, con sus dolores y alegrías—, nuestra
vocación divina brilla siempre como un lucero en la noche, señalando inequívocamente el rumbo de nuestro
caminar hacia Dios. Esto es lo que cuenta, hijas e hijos míos. Esto es lo definitivo. Todo lo demás que pueda
acaecernos, es transitorio».

¿Cómo no entrever en estas palabras el secreto de la proverbial fidelidad de Álvaro al


fundador y a la Obra, y de su santidad?

Pedro Casciaro era un estudiante de Arquitectura llegado a Madrid desde la costa


levantina, donde vivía su familia, con cierta ascendencia inglesa y pensamiento laico, al
menos por parte paterna. El joven tenía fe y se consideraba católico, pero de mediocre
formación religiosa.
«Había heredado de mi padre —recuerda— algunas suspicacias anticlericales y experimentaba, por ejemplo,
una gran prevención —casi alergia— hacia los sacerdotes y religiosos. No sabría definir bien la causa de esta
prevención: pero el caso es que la tenía, y no sabía —ni quería saber— nada con “los curas”, como los
denominaba con deje despectivo».

Sucedió que cuando Agustín, un amigo de la infancia, le habló con admiración de


don Josemaría, al que había conocido poco antes, el joven Casciaro no mostró ningún
interés. Pero Agustín fue tenaz, con argumentos cada vez más convincentes, hasta que
Pedro aceptó la invitación a conocer al sacerdote, más por curiosidad que por deseo de
práctica religiosa.
«Quedé una tarde con Agustín, a finales de enero del 35. Me condujo al número 50 de la calle Ferraz, en el
barrio de Argüelles. Subimos al primer piso. Yo iba, como siempre, fijándome en todo. Allí, junto a la puerta, se
leía, en una placa reluciente: Academia DYA. Entramos. El recibidor me produjo una grata impresión inicial. No
era lo que yo me pensaba: me había imaginado un local destartalado y frío, y me encontré en el vestíbulo de una
casa de familia de clase media, más bien modesta, decorado con buen gusto y, sobre todo, muy limpio. El
ambiente era cordial y distendido. Buen comienzo. Me gustó.
Nos indicaron que pasáramos a una pequeña salita, donde esperamos unos momentos. Y de pronto entró un
sacerdote joven y sonriente, de unos treinta años, que se detuvo un instante mirándome afablemente por debajo de
los bordes superiores de sus gafas redondas de concha, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante.
—Padre —dijo Agustín—, este es mi amigo Pedro Casciaro…
Entonces aquel joven sacerdote, excusándose ante Agustín —¡como si yo fuera un personaje importante!—, le
rogó que nos dejara solos unos minutos. Nos sentamos a charlar y aquella conversación bastó para echar por tierra,
de golpe, todos mis prejuicios.
[…] Me esperaba un curita espiritualista y algo raro, conforme a la caricatura de mis prejuicios, y me encontré
con un sacerdote joven, de treinta y tres años, vigoroso, cordial, simpático, muy espontáneo y natural, que me
infundió desde el primer momento una gran confianza y al mismo tiempo un respeto muy superior al propio de su
edad. Me llamó poderosamente la atención su bondad, su alegría contagiosa, su buen humor… y le abrí mi alma
como nunca había hecho con ninguna otra persona a lo largo de toda mi vida».

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La conversación debió de durar alrededor de tres cuartos de hora, y al final el
arquitecto en ciernes dijo: «Padre, me gustaría que usted fuese mi director espiritual», a
pesar de no saber muy bien qué significaba “dirección espiritual”.

Puede extrañar hoy la severidad de las normas canónicas entonces vigentes para la
conservación de la Eucaristía en las iglesias, y más aún, en las capillas privadas. Las
profanaciones acaecidas en aquellos años, además, no llevaban a los obispos sino a
extremar la vigilancia. En tales circunstancias, don Josemaría pidió permiso para
reservar el Santísimo Sacramento en la capilla de la nueva Residencia. Y es notable que
el Vicario General, don Francisco Morán, y el Obispo, mons. Leopoldo Eijo y Garay,
confiaran en el joven y emprendedor sacerdote desde el primer instante. Ciertamente,
porque conocían su celo. Un párroco de las cercanías, al que el Vicario encargó llevar a
cabo la supervisión canónica, quedó edificado y así lo consignó en su informe.

Muy diferente resultó la cuestión económica. El fundador había logrado que unos
religiosas le prestaran lo indispensable, pero para lo restante no disponían de un céntimo.
Entonces se puso a rezar a san José para que proveyera, porque sentía la urgencia de
tener al Señor en casa. «Ite ad Joseph» – «id a José», recomendaron a los hijos de Jacob,
cuando la carestía les obligó a recurrir al poderoso administrador egipcio, del que al final
descubren que no era otro sino el hermano al que habían vendido como esclavo. Y la
liturgia lo repite refiriéndolo al otro José, el esposo de María: ¡dirigíos a él! Así rezaban
todos, cuando un día se presentó en la portería un señor con barba que dejó exactamente
lo que faltaba para completar la capilla, sin decir su nombre. Ciertamente, no pensaron
en una aparición del santo patriarca, sino que muy bien pudo ser un caballero que ya en
otras ocasiones había ayudado al Padre. Pero Dios obra por causas segundas. En
cualquier caso, nunca se supo a ciencia cierta su identidad.

Desde el principio, a la capilla don Josemaría prefirió llamarla oratorio, para indicar
que aquél era un lugar de oración, de encuentro personal con Jesús en la Eucaristía.
Ocupaba una pequeña habitación, recogida, cercana a la entrada, que se asomaba a un
patio amplio y silencioso. Todo allí era íntimo, sencillo, puesto con un cariño que se
palpaba. En la pared del altar colgaba un cuadro que representaba a los discípulos de
Emaús en conversación con el Señor. Tiempo después fue sustituido por una imagen de
la Virgen del Pilar, apoyada en una ménsula, sobre un fondo de damasco verde oliva.

«El Señor —comentó emocionado el Padre un día a Pedro Casciaro— jamás deberá
sentirse aquí solo y olvidado; si en algunas iglesias a veces lo está, en esta casa, donde
viven tantos estudiantes y que frecuenta tanta gente joven, se sentirá contento, rodeado
por la piedad de todos. Tú ayúdame a hacerle compañía».

El 31 de marzo de 1935, el Padre pudo celebrar la primera Misa en aquel oratorio y


dejar reservado al Santísimo en el primer sagrario de la Obra. Aquel sagrario era un
sencillo tabernáculo de madera. Junto a la alegría por la presencia del Señor,

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experimentaba la pena grande de no poder ofrecerle algo mejor.
«El altar y el tabernáculo —enseñaba— han de ser buenos, siempre que se pueda. Nosotros, al principio, no
pudimos hacerlo así. La primera custodia era de hierro pintado con purpurina; sólo la luneta para la Sagrada
Forma era de plata dorada. Y el primer Sagrario era de madera: me lo prestó una monja Reparadora, a la que yo
quería mucho. ¡Qué pena me daba ofrecer al Señor tan poca cosa!».

El resto de la casa estaba en sintonía con el oratorio. Casa, justamente, y no colegio,


aunque lo fuese. La citada descripción de Casciaro, con ojo de arquitecto, es acertada. Lo
que al principio se le escapó fue el enorme sacrificio que había comportado aquella
locura: abrir una residencia sin tener dinero. Pero al fundador le urgía disponer de un
instrumento apostólico que le permitiera llegar a muchos más estudiantes y diese
visibilidad a su apostolado. De allí en adelante, los Centros del Opus Dei serían casas de
familia. Ni conventos ni cuarteles, diría muchas veces don Josemaría, con gran respeto a
unos y otros. Y casa no sólo por el mobiliario o la decoración, sino porque allí vivía
realmente una familia.

En su habitación, el Padre acogía a todos y, sin demostrar nunca prisa, les encendía
en el deseo de acercar almas a Dios con su ejemplo y su palabra. También les anticipaba
con visión de fe iniciativas apostólicas con las que llegarían a muchas personas. Hablaba
con la naturalidad de quien ve las cosas ya hechas —cuando no había casi nada—, lo
cual dejaba asombrados a los jóvenes, que ya empezaban a comprobar por sí mismos las
dificultades diarias que traía consigo llevar a cabo el ardiente deseo de acercar almas a
Dios.

Las dificultades eran también, por llamarlas así, domésticas. El personal era escaso y
poco eficiente. Pedro Casciaro y su colega Paco Botella descubrieron un día que el Padre
en persona, mientras los estudiantes se hallaban en la universidad, hacía las camas y
arreglaba las habitaciones. No hay que decir que, desde ese día, se organizaron para
poder ayudarle. Pero ellos hablan asimismo de tardes en la cocina y de otras faenas por
el estilo. El Padre amaba muchísimo la limpieza. Le apenaba que en no pocos ambientes
eclesiásticos se confundiera la pobreza con la suciedad. De ahí que estableciera que los
estudiantes tuvieran un encargo en la casa; para varios de ellos, el de la limpieza diaria
de una habitación.

Los jóvenes residentes no eran huéspedes, sino amigos a los que se les implicaba en
la vida de familia y se les hacía participar de los horizontes apostólicos de la Obra, que
casi siempre compartían. Uno de estos estudiantes escribía muy a menudo a sus padres,
en Bilbao, contándoles detalles de la vida en Ferraz y de lo que el Padre hacía. Al caer
un día enfermo, aseguraba que se le había cuidado mejor que en su casa y se apresuraba
a añadir, algo temeroso: «Si es que eso es posible».

Sin embargo, el director de aquel colegio mayor no era el Padre, sino uno de sus hijos
más maduros, Ricardo Fernández Vallespín. Es este un detalle de estilo o, mejor, de un

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status que el fundador quiso para las obras apostólicas: que fueran profesionales,
llevadas por ciudadanos bajo su personal responsabilidad.

Volviendo a Pedro Casciaro, en un retiro espiritual posterior a aquel verano de 1935,


el Padre habló de la vocación. Invitó a los presentes a meditar acerca del joven rico, que
no respondió a la llamada del Señor y se marchó triste, y a ser generosos con Dios. Paco
Botella, uno de los asistentes, anotó que el amor de Dios, que las palabras del Padre
traslucían, «arrastraba con fuerza sobrenatural».

Para Paco, como para su inseparable amigo Pedro Casciaro, ese día de retiro fue
decisivo. Hacía tiempo que se sentían movidos a comprometerse en aquel apostolado en
medio del mundo. No acabó el día sin que Pedro pidiese al Padre que le permitiera ser
miembro del Opus Dei.
«El Padre me aconsejó calma de nuevo. Me dijo que era preferible que esperara y que intensificara mientras
tanto mi plan de vida espiritual. ¿Cuánto? Al principio me habló de un mes. ¡Un mes! Me pareció muchísimo. Le
pedí que acortara el plazo. ¿No podían ser semanas? Cuatro, tres, dos… Fue un verdadero forcejeo.
—Padre —le expliqué—, desde que me he planteado la vocación ya no tengo tranquilidad para nada. No me
puedo concentrar en el estudio… ¡Y tengo mucho que estudiar estos días!
Tanto insistí, que logré que me concediera un plazo más breve: nueve días. Me aconsejó que hiciera una
novena antes de tomar una determinación.
¿Nueve días? Nueve días me parecían, en aquellos momentos, una eternidad. ¿No se podría acortar…?
Haz un triduo —concedió entonces— encomendándote al Espíritu Santo, y obra en libertad, porque “donde
está el Espíritu del Señor, allí hay libertad”. Me habló mucho de libertad y me aconsejó que durante la Comunión
de esos tres días pidiera a Dios las gracias necesarias para tomar una determinación en libertad, porque in libertate
vocati estis —me dijo—, hemos sido llamados en libertad, como enseña la Escritura».

Al acabar el triduo, Pedro estaba aún más convencido, y el Padre le franqueó la


entrada. Tampoco Paco tardó en “forzarla” con su insistencia sincera.

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IV
UNA GUERRA FRATRICIDA

30 de agosto de 1936. Desde hace poco más de un mes España se ha roto en dos
bandos, que se enfrentan en una guerra fratricida. Como muchos otros sacerdotes, don
Josemaría arriesga la vida, por lo que transita de un escondite a otro. Delante de la casa
de su madre, los milicianos han ahorcado a un hombre que se le parecía, pensando que
era él. Ahora se halla en casa de unos amigos, junto a Juan Jiménez Vargas y a un joven
encontrado dos días antes. Hacia las dos de la tarde, suena el timbre. Es un grupo de
milicianos que viene a hacer uno de sus registros vivienda por vivienda, a la busca de
enemigos que detener y matar, especialmente si son católicos y, con certeza, si son
sacerdotes o religiosos. La anciana criada, al abrir, dice en voz alta, de modo que se oiga
en toda la casa:

«Ah! Venís a registrar… Soy sorda. El señor no está, pero pasad».

Los tres refugiados suben velozmente por la escalera de servicio y se recluyen en una
buhardilla. El espacio es reducido, de techo bajo, empolvado de carbón, sin ventilación.
Se acuclillan tras unos muebles viejos. Las horas transcurren interminables, silenciosas y
tensas. El calor se hace cada vez más insoportable. Ahora se escucha a los milicianos
que se acercan. Perseverando en su búsqueda, han llegado hasta las buhardillas. Entran
en la de al lado. El Padre dice en voz baja a los dos jóvenes: «Estamos en momentos
difíciles. Si queréis, haced un acto de contrición y os doy la absolución».

Los absuelve. Y Juan le pregunta: «Padre, y si nos detienen, ¿qué ocurrirá?».

«Pues, hijo mío, que nos vamos derechos al Cielo».

Juan se queda tan tranquilo con la respuesta que se duerme. Pero se oye rebuscar
concienzudamente en el local contiguo. Ya salen. Ha llegado la hora…

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Sin embargo, no. Bajan por las escaleras y se van. Los tres encerrados suspiran de
alivio, pero se quedan quietos hasta las nueve de la noche, hora de cierre del portal del
edificio. Están sudorosos, sedientos, sucios, agotados. Uno de los jóvenes baja a uno de
los pisos: «Por favor, ¿podría darme un vaso de agua?».

La señora que ha abierto, asombrada, le hace entrar.

«Allá arriba hay otros dos».

«¡Pues diles enseguida que vengan!».

Pueden lavarse y cambiarse de ropa. El Padre sonríe, para alzar el ánimo. «¡Hasta hoy
no he sabido lo que vale un vaso de agua!».

El ama de casa les ofrece hospitalidad, que ciertamente no rechazan. Al día siguiente
prosiguen los registros en el inmueble. Entran en el piso de al lado y en el de abajo, pero
no llaman a la puerta del que los cobija. Y una y otra vez se tiembla de miedo. La señora
les propone rezar el rosario y el Padre se adelanta, sin ocultar su identidad:

«Lo llevaré yo, que soy sacerdote».

Sin embargo, a la mañana siguiente, tras agradecer el gesto, anuncia a la hospitalaria


familia que se va rápidamente para no volverse un peligro para ellos, ni comprometer
todavía más su situación.

De nuevo a la búsqueda de un refugio, que nunca resulta seguro.

Con el estallido de la guerra, los pocos miembros del Opus Dei tuvieron que
dispersarse. El Padre —tal como sus hijos espirituales llamaban cariñosamente al
fundador— vagó de un escondrijo a otro, siempre en situación de peligro. Rechazó con
heroica fortaleza un piso franco, porque no se adecuaba a su condición sacerdotal. A
veces el sitio más seguro era la calle, y caminaba de la mañana a la noche mezclándose
entre la gente.

En medio de tales riesgos siguió celebrando la Misa, cuando le fue posible, y atendió
sacerdotalmente a muchas personas, incluidos los pocos miembros de la Obra con los
que pudo contactar. Predicó hasta retiros espirituales, citando a los asistentes en lugares
insospechados. Y le llegaron noticias de sacerdote amigos suyos martirizados.

Durante varias semanas halló una precaria protección en una clínica psiquiátrica,
fingiéndose loco, con la complicidad del director, el doctor Suils. Finalmente, en abril de
1937 obtuvo albergue, para él y cinco de los suyos, en el Consulado de Honduras. Por
tener condición de sede diplomática, la casa proporcionaba cierta seguridad. Sitios como
ése estaban repletos de refugiados; la comida era escasa, y el ambiente tenso y

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deprimente. El Padre organizó un horario para sus jóvenes acompañantes: les hacía
estudiar, les predicaba meditaciones y conservaban incluso al Santísimo Sacramento en
un mueble cerrado con llave. Con todo, la mayor alegría era poder celebrar Misa casi a
diario. El ingeniero Isidoro Zorzano, que podía circular libremente por Madrid gracias a
su ciudadanía argentina, era el enlace entre ellos y los demás.

¿Hasta cuándo iba a durar la guerra? ¿Acabaría la persecución? ¿Cuánto tiempo


seguirían aún en aquella situación, sin poder dedicarse a expandir la Obra? Lo pensó, lo
consultó con Isidoro y con algún otro. Sí, era preciso pasarse a la otra zona de España,
donde cabía llevar una vida cristiana normal. Y la única salida posible, por arriesgada e
incierta que fuese, pasaba a través de los Pirineos y Francia. Con la precaria protección
de un salvoconducto diplomático que le proporcionó el cónsul de Honduras, el Padre
abandonó el refugio a principios de septiembre de 1937, a fin de preparar la marcha.

Resultaba demasiado fácil plantearse el porqué de todas aquellas dificultades que se


abatían sobre una empresa claramente divina. ¿Por qué permitía Dios que el joven
sacerdote se viese obstaculizado de ese modo? Pero él, que desde niño había probado la
amargura de grandes disgustos, ya era un experto en la ciencia de la Cruz. Que no
consiste ésta meramente en soportar, sino en comprender a fondo los tortuosos caminos,
a menudo incomprensibles, a través de los cuales Cristo triunfa y salva. Fue una
convicción suya durante toda la vida. Así escribió, hablando de sí mismo:
«Al celebrar la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, suplicaste al Señor, con todas las veras de tu alma, que
te concediera su gracia para “exaltar” la Cruz Santa en tus potencias y en tus sentidos… ¡Una vida nueva! Un
resello: para dar firmeza a la autenticidad de tu embajada…, ¡todo tu ser en la Cruz!».

Sin embargo, la decisión de escapar no le resultó fácil al fundador. La idea de


abandonar en un Madrid peligroso a buena parte de su gente y a la madre con sus dos
hermanos, le atormentaba. Por otro lado, sentía la urgencia de seguir haciendo, e
intensamente, el apostolado que sabía que era voluntad de Dios. Y bien o mal, en la otra
zona se podía hacer.

Con documentos falsificados llegaron a Barcelona el 10 de octubre. De allí partían


caravanas de fugitivos, guiados por montañeros y contrabandistas. Todo con gran
secreto, tal como requería el peligro mortal del intento. Tuvieron que aguardar muchos
días, sin dinero que gastar y con gran hambre, antes de que uno de los contactos diera
señales de vida. Sólo en la segunda mitad de noviembre se logró organizar el viaje.

Atravesar las montañas a pie, en una estación ya fría, caminando de noche y


ocultándose de día, sin la vestimenta adecuada, con el cansancio acumulado durante
tantos meses de privaciones, y con el peligro constante de ser descubiertos y fusilados…
no era empresa fácil para nadie, y menos aún para gente ya probada por una guerra
demasiado larga e inhumana. Las etapas fueron muchas y muy duras. A veces hubo que
aguardar varios días en un bosque: así lo ordenaban los guías. El Padre se presentó

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enseguida como sacerdote y celebró Misa siempre que pudo. La última, al resguardo de
una cueva, de rodillas y con una piedra como altar, conmovió a toda la comitiva, a la que
se habían ido sumando expedicionarios de distintas procedencias. «Nunca he oído Misa
como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el celebrante es un santo», escribió en
su diario uno de los presentes: un estudiante catalán que nunca antes había tenido
contacto con don Josemaría y cuyo testimonio no se conoció hasta años después.

El 2 de diciembre atravesaron afortunadamente la frontera de Andorra, con algún


disparo a sus espaldas. Estaban exhaustos, pero a salvo. Una copiosa tempestad de nieve
les bloqueó en el Principado durante varios días. Al fin pudieron reemprender la marcha
a través de Francia, con una parada en Lourdes para dar gracias a la Virgen. Cuando
llegaron a la frontera con España en Hendaya, el Padre rezó una Salve.

Un respingo de emoción sacudió a los fugitivos al ver la bandera rojigualda. Ahora


bien, era preciso que alguien les avalase, carentes como iban de cualquier documento
válido. El Padre telefoneó al Obispo de Vitoria, que lo estimaba muchísimo.

«Su Excelencia está en Roma».

Y de la frontera no lograban pasar. Unas señoras que se hallaban en la central


telefónica reconocieron a don Josemaría por los apellidos: resultaron ser amigas de la
familia materna.

«¡El hijo de Lola!».

«Padre, yo le garantizo a usted, ¡faltaría más!».

Pero el sacerdote, agradeciendo amablemente el gesto, no aceptó y se aprestó a


telefonear al Obispo de Pamplona.
«Calurosa acogida. ¡Qué rebueno es este santo señor Obispo! En seguida pide comunicación telefónica con la
Comandancia Militar de Fuenterrabía y nos avala. Me cita, en Zumaya, para mañana; y me dice, con verdadero
afecto, que vaya con él a su Palacio».

Tras pasar la noche en un hotel, el Padre celebró Misa para sus acompañantes antes
de dispersarse, unos hacia su familia y, los que estaban en edad militar, al cuartel de
Loyola de San Sebastián. Don Josema ría se fue al encuentro del obispo, mons.
Olaechea, en Zumaya, una localidad turística cercana a San Sebastián. Le dijeron que se
hallaba en Zarauz, un pueblo cercano, y allí se dirigió, todavía con sus ropas y botas de
tránsfuga. Pasó la tarde con el obispo. Visitaron el estudio del pintor Zuloaga y, de
regreso a San Sebastián, el prelado arrancó a don Josemaría la promesa de que iría a
descansar unos días al palacio episcopal de Pamplona.

Las Teresianas le buscaron una pensión, le compraron útiles de aseo y le regalaron


ropa y unos zapatos usados. Don Josemaría mostró especial cercanía a la Institución

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Teresiana en ese periodo difícil, recalando en varias de sus casas, celebrándoles la Misa
y predicándoles. Todo ello en agradecimiento a su fundador, don Pedro Poveda, amigo
del alma muerto mártir al comienzo de la guerra, pero a quien don Josemaría
consideraba santo incluso sin el martirio. Recordándole, escribió en esos días a Josefa
Segovia, una de las más fieles colaboradoras de don Pedro: «¡Qué alegría, después de la
pena de perderlo —muchas lágrimas—, saber que sigue queriéndonos desde el cielo!:
precisamente éste fue el tema de una de nuestras últimas conversaciones».

En torno a Fuenterrabía parecía que se hubiesen reunido todos sus conocidos,


escapados de Madrid. Habló con muchas personas, celebró Misa en sufragio por los
muertos de varias familias en luto. Pero su alma ansiaba días de silencio y de oración,
quería estar solo con su Señor. El 17 de diciembre llegó al palacio episcopal de
Pamplona y enseguida le pidió a don Marcelino Olaechea que le permitiera hacer a solas
ejercicios espirituales. El obispo le preparó un plan de lecturas y puntos de meditación.

Antes de nada indagó noticias de sus hijos. Luego escribió al Vicario General de
Madrid, que se encontraba temporalmente en Navalcarnero, pueblo cercano a la capital y
en zona nacional:
«Me he acogido al calor de mi gran amigo el Sr. Obispo de Pamplona, y en su Palacio estoy, donde comenzaré
mañana —solito— los santos ejercicios.
Si el Sr. Vicario no me dice otra cosa, entenderé que le parece bien que me dedique inmediatamente,
cumpliendo la Santa Voluntad de Dios, a trabajar según mi vocación particular en la dirección de las almas que V.
E. conoce, y que están repartidas por todo el territorio Nacional. Por cierto: ¡qué heroicos, todos, sin excepciones!
Ruego a mi Sr. Vicario que haga presente a nuestro amadísimo Prelado cómo, en medio de tantas tribulaciones,
a diario hemos pedido por S. E. Rvma».

Las notas de aquel retiro espiritual recogen el desahogo de un alma cansada, pero
llena de fe y de amor de Dios.
«Muy breve voy a ser, en estas notas de ejercicios. No me lleva a este retiro más que el deseo intensísimo de
ser mejor instrumento, en las manos de mi Señor, para hacer realidad su Obra y extenderla por todo el mundo,
según Él quiere. El fin inmediato y concreto es doble: 1/ íntimo, de purificación: renovar mi vida interior; y 2/
externo: ver las posibilidades actuales de apostolado de la Obra, y los medios, y los obstáculos ».

Al examinarse, reconoció que «entre tantas y tan abundantes miserias» encontraba


«flaqueza, pequeñez; pero nunca voluntad de ofender a Dios, fríamente». Hizo oración,
«oración de niño, con expansiones de niño», y lloró «de dolor: de dolor de Amor» ante
lo que le parecía falta de correspondencia a la gracia. Sin embargo, en medio de sus
faltas veía resplandecer infinitamente mayor la Misericordia divina, y lloraba con esas
lágrimas que son un don divino bien conocido por los místicos. «Quedo solo deshecho
en lágrimas: ¡tan cerca de Cristo, tantos años, y… tan pecador! La intimidad de Jesús
conmigo, su Sacerdote, me arranca sollozos». Se le escapaba así el hilo de las
consideraciones. «La oración de Cristo: Me salí del tema. Llorar, clamar; clamar y
llorar: esa ha sido mi meditación. ¡Señor, paz!».

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Don Marcelino Olaechea trataba de hacerle menos gravoso el retiro espiritual,
entreteniéndose en darle conversación a la hora de las comidas. El 20 de diciembre
apareció el Delegado Apostólico, mons. Ildebrando Antoniutti, y en la cena el obispo
hizo sentarse a don Josemaría, todavía vestido con un jersey y unos pantalones de pana,
a la derecha del ilustre huésped.

La víspera de Navidad llegó a Pamplona José María Albareda, un joven profesor que
hablaba con el Padre desde la época de la Residencia de la calle Ferraz y había cruzado
con él los Pirineos. Traía la buena noticia de que en Madrid estaban ya al corriente de su
paso a la zona nacional. Habían recibido las primeras tarjetas enviadas desde Andorra al
Cónsul y a Isidoro. En Nochebuena cenaron con el Padre todos los que estaban en
Pamplona: José María Albareda, Pedro y Paco, así como un compañero de cuartel de
estos últimos, José Luis Fernández del Amo, que acudía a los medios de formación en
Madrid antes de la guerra. La sobremesa fue larga y el Padre les explicó que tenían que
abrir un Centro en Burgos. Y allí mismo se pusieron ya a diseñar el oratorio.

Al fundador comenzaba a agobiarle el palacio del obispo y le parecía ya excesivo


aquel cómodo descanso, que en cualquier caso había condimentado con severas
penitencias. Ahora bien, mons. Olaechea no quería ni oírle hablar de su partida. Tras sus
vanas insistencias, don Josemaría escribe: «Se enfada: me dice que, si me voy, tengo que
volver pronto; y que no quiere que me vaya de aquí sin que me hagan los hábitos —
sotana y dulleta— que él me regala». Llegaron las vestimentas en tiempo record, pero
faltaba el sombrero. Entonces el obispo quitó las borlas prelaticias a uno de los suyos y
se lo dio.

«¡Pero no querrá irse antes del 9 de enero! Tenemos que hacerle una hermosa fiesta
por su cumpleaños», le decía, tratando de retenerlo.

Y don Josemaría le respondió: «El Sr. Obispo está cansado de trabajar; y yo estoy
cansado de descansar».

El gobierno nacional había elegido Burgos como sede mientras no se conquistara


Madrid. La ciudad castellana asistía a un trasiego de toda clase de personas, una corte de
los milagros que había doblado literalmente la población, situándola en 60.000
habitantes. Allí se había establecido también la Junta Central para el Culto y el Clero de
la diócesis de Madrid, si bien el Vicariato General se hallaba en Navalcarnero y el
Obispo, mons. Leopoldo Eijo y Garay, en Vigo. Burgos se encontraba en una posición
estratégica y bien comunicada. Desde allí sería más fácil dar el salto a Madrid llegado el
momento. Pero esta era la verdadera incógnita. A comienzos de 1938, muchos decían
que el final de la guerra era inminente.

El Padre, entre tanto, encontró alojamiento en la pensión Santa Clara, situada a las
afueras de la ciudad. Desde su vuelta a España no tenía nada. Al Vicario General, don

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Francisco Morán, le escribió en esos días: «He hecho propósito serio —¿locura? bueno:
pues, locura— de no recibir nunca estipendios para Misas, que eran la única entrada
económica que podía tener ahora». Era un gesto de confianza en Dios y de amor a la
pobreza. Entre la ayuda de sus hijos y de alguna otra persona lograba hacer frente a los
gastos.

Ese 9 de enero don Josemaría cumplió 36 años. Y ese día, agradecido por haberse
librado de los peligros y con el alma templada por el retiro y el descanso en Pamplona,
escribió a todos sus hijos una larga carta circular, que marcaba el recomienzo del
apostolado.
«Con esta Carta Circular, os doy luces y aliento, y medios, no sólo para perseverar en nuestro espíritu, sino
para santificaros con el ejercicio del discreto, eficaz y varonil apostolado que vivimos, a la manera del que hacían
los primeros cristianos: ¡bendita labor de selección y de confidencia!
Como fruto bien cuajado y sabroso de vuestra vida interior, con naturalidad, por la gloria de nuestro Dios
—Deo omnis gloria!—, renovad vuestra silenciosa y operativa misión.
No hay imposibles: omnia possum…
¿Olvidaréis nuestros diez años de consoladora experiencia?… ¡Vamos, pues! ¡Dios y audacia!».

Les recordaba los fundamentos prácticos de la vida interior y del apostolado, y añadía
consejos útiles para vencer los obstáculos que podían surgir en tiempo de guerra:
escribirle, estudiar un idioma, hacer un trabajo profesional cualquiera, pasarse por
Burgos al disfrutar de un permiso… «Si te hago falta, llámame. —Tienes el derecho y el
deber de llamarme. Y yo, el deber de acudir, por el medio de locomoción más rápido».

Escribió también al Obispo de Madrid informándole de su constante contacto con el


Vicario Morán. No quería hacer nada sino en unión plena con el obispo, aunque no fuera
él quien le confió la Obra, sino Dios mismo. Así también, antes de reemprender el
apostolado, se apresuró a pedir las licencias ministeriales al ordinario del lugar y aquello
resultó ser un encuentro trágico-cómico que don Josemaría, al narrarlo por escrito, tituló
Entrevista de un clérigo pecador con el Arzobispo de Burgos.

Varios sacerdotes le habían advertido del extraño humor del prelado, pero él se
encaminó sereno, bien recomendado como estaba por mons. Marcelino Olaechea y
anunciado previamente por teléfono por mons. Javier Lauzurica, Obispo Administrador
Apostólico de Vitoria y buen amigo suyo. De primera instancia, notó cierto abandono y
frialdad en el ambiente. Los pasillos estaban desiertos y nadie hacía antesala. El
arzobispo se asomó al pasillo y el Padre oyó que alguien decía:

«Ahí está Escrivá».

Pasó don Josemaría al salón de visitas y entregó al arzobispo la carta de don


Marcelino, el de Pamplona.

«Espere: voy por los lentes».

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Enseguida volvió con cara de pocos amigos. Se enfrascó en la lectura de la carta y, al
acabar, miró a don Josemaría por encima de los cristales y le espetó a bocajarro, con
sequedad lacónica: «Esa Obra no la conozco».

Trató entonces el sacerdote de explicar en un par de minutos lo que ya decía la carta


sobre los fines y labores de la Obra.

«Aquí no hay universitarios; me sobra clero; no le doy licencias», fue la respuesta,


seca y contundente.

«Si el señor Arzobispo me permite…», suplicó el sacerdote.

«Sí permito», replicó autoritario.

«Es cierto que no hay aquí universitarios, porque todos los jóvenes están en el frente,
pero, como en Burgos está el centro de todas las actividades, siempre hay jóvenes
universitarios por aquí».

«Los tengo muy bien atendidos, no le necesito a usted».

Y lo despidió.

Al sacerdote no le quedaba otra que consultar de nuevo con los obispos de Pamplona
y de Vitoria, porque las facultades le eran absolutamente necesarias. Antes de acabar el
mes, el Obispo de Vitoria, de paso por Burgos, arregló las cosas. Y cuando don
Josemaría fue de nuevo a visitar al Arzobispo, le oyó decir:

«A usted le conviene Burgos, no se mueva de Burgos. Desde luego, en las oficinas,


que le den licencias absolutas».

Enseguida buscó un confesor, don Saturnino Martínez, un sacerdote paralítico del que
escribió: «Me entiende perfectamente». Era, en efecto, un hombre santo, con profunda
devoción a los ángeles custodios, como su nuevo pupilo.

Tras diversas peripecias, Juan Jiménez Vargas, en el que el fundador depositaba una
gran confianza, se hallaba en el frente de Teruel. Pedro Casciaro y Paco Botella fueron
destinados a Burgos y, junto con Albareda, constituían el núcleo familiar en torno al
Padre. Numerosos jóvenes cercanos a la Obra, movilizados en el ejército, se desplazaban
a Burgos en los permisos. De la pensión Santa Clara se trasladaron al Hotel Sabadell,
siempre modesto, pero que proporcionaba al menos un poco de intimidad. Ocupaban una
habitación y una alcoba contigua.

La habitación del Hotel Sabadell medía apenas veintiocho metros cuadrados y allí se
alojaban el Padre, José María Albareda, Pedro y Paco. Según la descripción que Pedro

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Casciaro, como buen arquitecto, traza en sus memorias, la habitación propiamente dicha
estaba amueblada con tres camas, que ocupaban casi todo el espacio, y un pequeño
ropero. Frente a la puerta de entrada había un mirador acristalado, con un par de
silloncitos y una mesa de mimbre. Por su parte, la alcoba, situada al fondo y separada
por una cortinilla de tela, contenía la cama en que dormía el Padre, una mesilla de noche
y un lavabo de agua corriente. Para dar al conjunto un tono más familiar, el Padre sugirió
confeccionar unos banderines de tipo deportivo-universitario con trozos de fieltro de
distintos colores, que compraron en una tienda.

En el reducido mirador, el Padre recibió a muchísimas personas. Venían a verle,


sobre todo, estudiantes que habían frecuentado la Residencia DYA y que, a su vez, le
presentaban a nuevos amigos. Vinieron también muchos sacerdotes, como don Antonio
Rodilla, don Ángel Sagarmínaga, don Daniel Llorente —más tarde Obispo de Segovia—
o don Casimiro Morcillo, futuro Arzobispo de Madrid. Escribe Casciaro:
«Todos consideraban al Padre como un sacerdote excepcionalmente santo: así nos lo decían, en un aparte, a
Paco y a mí; y tengo que reconocer que mi reacción interior no era demasiado humilde, porque, como comprobaba
aquella afirmación noche y día con mis propios ojos, al oírla pensaba para mis adentros: ¡qué me va usted a decir a
mí!».

Los jóvenes inquilinos fueron, en efecto, testigos involuntarios de la virtud heroica


del Padre y de la abundante gracia que Dios le dispensaba. Les impresionaba en especial
su penitencia; por ejemplo, cuando se daban cuenta de que el Padre no había comido. Si
se lo preguntábamos directamente, recuerda Casciaro,
«contestaba con evasivas y me decía que había tomado “algo”. Pero ya estábamos sobre aviso, porque
habíamos descubierto que ese “algo” eran unos céntimos de cacahuetes. Tomaba un “algo” y así, cuando le
preguntábamos, podía decir que había comido.
—Padre —insistíamos día tras día—, ¿por qué no cena esta noche? Mire, podemos ir a…
—Gracias, gracias, contestaba. No tengo apetito.
Algunas noches lográbamos, después de una pesada insistencia, que se tomara una pequeña tortilla de patatas
que vendían, a una peseta, en la cantina de la Estación del Ferrocarril. Sin embargo, aunque el Padre procuraba
que no nos diéramos cuenta, intuíamos que muchos días su ayuno era total.
Su mortificación no acababa en el ayuno. A veces le tocaba el turno a la sed y había temporadas en que no
tomaba agua. […] Paco seguía dándome “el parte” cada noche: “Pues me parece que hoy tampoco ha bebido
agua”. Se le notaba claramente, porque al hablar tenía la boca y la garganta resecas. Así fueron pasando los días
hasta que una noche no me controlé y decidí “actuar” y cortar aquello por lo sano. Llené un vaso de agua y se lo
entregué, diciéndole:
—¡Bébaselo!
El Padre se negó, y me dijo que me estaba extra-limitando. Entonces, conteniendo a duras penas mi mal genio,
le contesté:
—¡O se lo bebe o lo tiro!
Al ver que no cedía, dejé caer el vaso, que se estrelló en el suelo, y se rompió en mil añicos. Entonces, el Padre,
divertido, imitando mi manera de hablar, me dijo pacientemente:
—¡Rabioso!
Todo acabó pidiéndole perdón y recogiendo Paco y yo el agua y los vidrios del suelo. Al rato —cuando ya
estaba yo a punto de acostarme y rezaba de rodillas tres Avemarías—, me dijo con cariño: Lleva cuidado y no
andes descalzo; no vaya a haber algún trozo de vidrio en el suelo».

Pero el Padre acabó por imponerse, insistiéndoles en que no se entrometieran en su

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vida interior.

A finales de julio de 1938 ocurrió un hecho estre-mecedor y sumamente doloroso. El


señor Jorge Bermúdez, conocido de la familia Casciaro en Albacete y en ese momento
alto funcionario del gobierno nacional, puso una denuncia contra Pedro y en unos
términos tan fuertes que, en aquel clima bélico, podían acarrearle la pena capital.
Bermúdez, que ya antes de la guerra era un conocido hombre de derechas, había sufrido
una debacle económica y en 1935 se había trasladado a Burgos, donde logró hacer
carrera en el aparato oficial. El padre de Pedro Casciaro, profesor en Albacete y
admirado por su rectitud, era republicano de izquierdas y seguía siéndolo. Bermúdez y
Casciaro nunca habían chocado por cuestiones personales. Las acusaciones eran
absolutamente infundadas y tenían sabor a venganza política, cosa nada infrecuente en el
ambiente enrarecido de la guerra. Pero podían llevar a una conclusión fatal, sin muchas
posibilidades de defensa.

El Padre fue el primero en enterarse de la denuncia, informado por mons. Lauzurica.


Perder a Pedro en ese momento, cuando apenas había recomenzado el apostolado, sería,
además de injusto, un durísimo golpe a la Obra. El Padre le explicó delicadamente a
Pedro la situación y le pidió que fuera a hablar con la señora Bermúdez —informadora
de su estancia en Burgos al marido, tras cruzarse casualmente con ella un día por la calle
—, mientras que él visitaría al acusador, todo ello para intentar inducirle a retirar la
denuncia.

Todo fue inútil. Obstinadamente, repetía éste:

«¡Tanto el padre como el hijo tienen que pagarla!».

El Padre salió silencioso y entristecido del despacho. Bajó las escaleras del edificio
muy recogido, casi con los ojos cerrados, y dijo, pensando en voz alta:

«Mañana o pasado, entierro».

Fue una premonición, un hecho sobrenatural. Duro, muy duro. Pero los hechos
ocurrieron literalmente así y el señor Bermúdez falleció repentinamente poco después de
entrevistarse con don Josemaría.
«La triste noticia [de la muerte de Bermúdez] —cuenta Pedro— me causó un impacto tremendo; me sentí mal
y tuve que acostarme en la cama […]. Mientras tanto, el Padre me fue serenando y me dijo, en voz baja, que
estuviera tranquilo por aquel señor, porque él estaba moralmente seguro de que Dios Nuestro Señor se había
apiadado de su alma y le había concedido el arrepentimiento final; y añadió que desde que salió de su despacho no
había dejado de rezar, tanto por él como por sus hijos. Me dijo también que agradeciera a Dios el cuidado que
había tenido de mí y de mi padre, aunque el hecho, en sí, fuera tan triste y doloroso».

Esta clase de premoniciones ya las había tenido otras veces el Padre, quien en una
anotación las describió como «ese soñar despierto que me hace conocer a veces cosas

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futuras o lejanas». Bien documentado, el historiador Vázquez de Prada señala:
«La intimidad con el Señor, los fenómenos sobrenaturales extraordinarios —iluminaciones, locuciones
interiores, don de lágrimas, discernimiento de espíritus, socorro de la Virgen o de los Ángeles Custodios— eran
cosa corriente en su vida. Tan hecho estaba don Josemaría a las intervenciones del Señor, que se mantuvo sereno,
sin prejuzgar, viéndose miserable, y no sacando de todo ello otra enseñanza que “una lección de caridad”».

Los meses en Burgos fueron también época de frecuentes y pesados viajes del Padre
por un país destruido. Quería visitar a sus hijos y a las demás personas que se habían
confiado a él, así como entrevistarse con los obispos para explicarles la Obra y su
servicio a la Iglesia en cada diócesis. Los obispos que hasta entonces habían conocido al
fundador estaban entusiasmados con el Opus Dei, felices de poder contar con su
apostolado en sus diócesis. Así, el Obispo de Madrid, el de Pamplona, de Vitoria, de
Ávila y otros más. Ahora el Padre, en previsión de la expansión apostólica, quería poner
al corriente a los demás prelados, ya que nunca actuaría sin la aprobación y el
beneplácito de los pastores. «En estos días —anunciaba a los Obispos de Pamplona y de
Vitoria— saldré para Palencia, Salamanca y Ávila. Después iré a Bilbao… ¡Estoy hecho
un… viajante de mi Señor Jesucristo».

El 15 de enero había recibido una afectuosa carta del Vicario General de Madrid:
«No puede V. figurarse —le decía el Vicario— la gratísima sorpresa que me ha dado… ¡Gracias a Dios, se
encuentra V. entre nosotros!… A trabajar en su Obra predilecta, que si siempre fue necesaria, mucho más lo ha de
ser en la post-guerra».

Esta respuesta, tan ansiada, le empujó a los trenes y autobuses del tiempo de guerra,
supuesto que esos medios de transporte fuesen aún dignos de tal nombre.
«Pasado mañana —¡viajante de mi Señor Jesucristo!— emprendo este viaje: Burgos-Palencia: Palencia-
Salamanca: Salamanca-Ávila: Ávila-Salamanca: Salamanca-Palencia: Palencia-León: León-Astorga: Astorga-
León: León-Bilbao: y… qué sé yo: a lo mejor, tengo que largarme a Sevilla. No hay como ser pobre de
Solemnidad, para recorrer el mundo».

Así se expresaba en sus cartas, pero en su alma la música sonaba muy diferente, tal
como anota en su Apuntes íntimos:
«Determino emprender un viaje algo pesado, pero necesario. Por mi gusto, me encerraría en un convento —
¡solo! ¡solo!— hasta que acabara la guerra. Mucha hambre de soledad. Pero, no mi voluntad, sino la del Señor: y
debo trabajar y fastidiarme, bien lejos del aislamiento. —Tengo también deseos grandes de marcharme de
Burgos».

A pesar de los evidentes favores de Dios, para él eran días de ardua purificación
interior. Escribió en los Apuntes:
«Me veo como un pobrecito, a quien su amo ha quitado la librea. ¡Sólo pecados! Entiendo la desnudez sentida
por los primeros padres. Y mucho he llorado: mucho he sufrido. Sin embargo soy muy feliz. No me cambiaría por
nadie. Mi gaudium cum pace, desde hace años, no lo pierdo. ¡Gracias, Dios mío! […] No puedo hacer oración
vocal. Me hace daño, casi físico, oír rezar en voz alta. Mi oración mental y toda mi vida interior es puro desorden.
De esto hablé con el Obispo de Vitoria, y me tranquilizó. Hoy le escribiré».

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Y a estos sufrimientos interiores se unió una singular enfermedad, que se asemejaba a
la tuberculosis y le preocupaba por el posible contagio a los suyos. No era tuberculosis y
nunca se supo qué fue: tal como vino se fue, pero tras dejar la huella del dolor.

¿Y las mujeres? Al igual que los hombres de la Obra, habían quedado divididas por la
guerra. En Burgos, el Padre dirigía a algunas chicas, como Carmen Munárriz, la hija del
general Martín Moreno, una hermana de Vicente Rodríguez Casado y otras amigas.
Mantenía con ellas círculos de estudios y las animaba a confeccionar ornamentos y ropa
de altar, pensando en el Centro que abrirían en Madrid. Pero aquellas jóvenes, pese a su
buena voluntad, o no llegarían a formar parte de la Obra, o no continuarían.

En la zona republicana habían quedado Hermógenes, Antonia, Lola… El Padre


mantenía con ellas un mínimo contacto a través de Isidoro, que seguía en Madrid:
«Hermógenes continúa haciéndole compañía a la abuela y, como disfrutamos de buen
tiempo, lo aprovecharán para pasear», escribía al Padre en términos metafóricos para
eludir el control de la censura postal. De Antonia Sierra, ingresada en el Hospital
Provincial de Castellón, se habían perdido las huellas tras un duro bombardeo.
«Encomendadla», escribió Isidoro a los de su zona. Pero poco después Antonia fue
localizada: «Sigue en Castellón y está muy contenta —informó al Padre—, porque
espera ver pronto al abuelo».

“El abuelo”: este curioso término, con el que se referían al Padre, formaba parte de
un ingenuo lenguaje cifrado que usaban muy espontáneamente en las cartas que
enviaban a la otra zona del país —a través de un intermediario, hermano de José María
Albareda, que residía en el sur de Francia—, para eludir la censura postal y no acarrear
represalias contra los destinatarios. El Padre aparecía como un abuelo medio americano
y algo sentimental que escribía a sus nietos. Fue un auténtico milagro que tales mensajes
extravagantes no levantasen sospechas en los incautos censores.

En medio de las preocupaciones de la guerra, el Padre se puso a trabajar en la tesis de


doctorado. Pedía a sus hijos que estudiaran y descollaran, si tenían capacidades para
hacerlo, y él predicaba con el ejemplo. La cuestión era que el material de la tesis en la
que estaba empeñado —una investigación sobre la ordenación sacerdotal de mestizos y
cuarterones en la América colonial española— se había quedado en Madrid y lo había
perdido. Y ya que tenía que recomenzar de cero, eligió un tema muy burgalés: el curioso
caso canónico de la abadesa de Las Huelgas Reales, priora durante varios siglos de doce
monasterios cistercienses, con señorío sobre unos cincuenta pueblos y aldeas, y con
jurisdicción autónoma, civil y penal; confería beneficios, aprobaba confesores, daba
licencias para predicar, era competente en causas matrimoniales y civiles, exigía tributos,
dictaba excomuniones y hasta incluso presidía actos en presencia de los reyes.

Don Josemaría localizó en Burgos a un conocido profesor de la Universidad


Pontificia, que le orientó. Y entre un viaje y otro, entre entrevistas con personalidades y

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paseos con los jóvenes —auténtica catequesis itinerante—, se desplazaba al cercano
monasterio de Las Huelgas. El resultado fue un fino trabajo de investigación canónica,
que publicó años después con el título de La Abadesa de Las Huelgas.

Con todo, el Padre vivía con una constante preocupación por los que seguían en la
otra zona de España. Las cartas de Isidoro, en parte a causa de la censura y en parte por
no apenar innecesariamente al Padre, eran parcas en información. En Madrid, Álvaro del
Portillo, Vicente Rodríguez Casado y Eduardo Alastrué, refugiados en el Consulado de
Honduras, confiaron al principio en lograr salir de la zona republicana por vía
diplomática, pero comprobaron que cuantos más meses pasaban, menos esperanzas
tenían. Pidieron permiso a Isidoro, que hacía de director, para escapar a través del frente,
tal como otros habían intentado. Pero Isidoro, tras considerar el asunto en su oración ante
un crucifijo, les dijo por dos veces que no. A la tercera petición, orando de nuevo ante el
mismo crucifijo, Isidoro supo que los tres fugitivos conseguirían pasar a la zona nacional
alrededor del 12 de octubre.

Que se trataba de una empresa más que arriesgada era algo patente también a ellos,
pero hay en esta aventura una impresionante concurrencia de intervenciones
sobrenaturales. Álvaro, Eduardo y Vicente se agenciaron carnets de identidad falsos,
abandonaron el Consulado de Honduras y se presentaron por separado en la Caja de
reclutamiento del ejército republicano, el cual, tras sus últimos desastres, estaba
movilizando a la gente en edad superior e inferior a la reglamentaria. Por eso, además de
alegar enfermedades varias como justificación de su retraso, tuvieron que mentir
impúdicamente respecto a la edad. Eduardo se presentó como un recluta de 1928,
simulando seis años más de los que tenía. Álvaro sólo poseía como documentación un
carnet de la C.N.T. —sindicato anarquista— de su hermano José. El 2 de julio apareció
en las oficinas militares y, contando con 24 años, aseguró tener 18. EI comandante de la
recluta, que no estaba para bromas, ordenó abrirle expediente y enviarlo a un batallón
disciplinario, pero una secuencia de hilarantes y providenciales despropósitos dejó la
medida en nada.

Los tres no sólo tuvieron que superar revisiones médicas, sino también que desertar e
inscribirse en otras Cajas de reclutamiento —el caos y la desorganización reinantes lo
permitían—, a fin de intentar que se les destinase juntos a una misma compañía y a una
zona del frente con menores dificultades para pasarse. El 24 de agosto, fiesta de san
Bartolomé, Vicente y Álvaro salieron en un convoy militar con destino desconocido,
pero con una confianza total en la Providencia: «Dondequiera que nos lleven, ése
precisamente será el mejor punto, a lo largo de todo el frente, para que nos pasemos»,
anotó Álvaro. Durante gran parte del mes de septiembre hicieron instrucción en
Fontanar, un pueblo cercano a Guadalajara. Y allí fue donde un día vieron aparecer a
Eduardo. A pesar de que el frente se alargaba centenares de kilómetros, los tres habían
acabado en el mismo lugar.

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El 2 de octubre de 1938, Álvaro obtuvo permiso para pasar unas horas en Madrid,
donde habló con Isidoro. Le contó que dentro de pocos días marcharían al frente, a lo
que Isidoro respondió con absoluta naturalidad:

«Sí. Ya le he escrito al Padre que hacia el día del Pilar estaréis en Burgos».

El día 9, de madrugada, salieron para el frente de Guadalajara. Entre las dos líneas de
fuego, la nacional y la republicana, se extendía una amplia zona montañosa, tierra de
nadie transitable más o menos en ocho horas de marcha. Tras dedicarse
concienzudamente a estudiar la posición geográfica de las líneas, decidieron cruzarlas al
día siguiente, 11 de octubre.

Entre tanto, don Josemaría anunció a las madres de Álvaro y de Vicente, que residían
en Burgos, que sus hijos llegarían a mediados de octubre, pero a José María, Pedro y
Paco les reveló la fecha exacta.

«Encomendad que lleguen el próximo día 12, fiesta de Nuestra Señora del Pilar».

Ese 12 de octubre, a Pedro y a Paco, al despedirse por la mañana para ir a las oficinas
militares en que trabajaban, el Padre les dijo con alegría:

«Os avisaré cuando lleguen».

Ese día no se presentaron. Sin embargo, el Padre permaneció sereno, alegre y


confiado.

«Estad alertas —les decía bromeando a Pedro y a Paco. Os avisaré al cuartel en


cuanto lleguen».

A última hora de la tarde del 14 de octubre, los tres fugitivos se presentaron en el


Hotel Sabadell.

«Ya han llegado, venid», telefoneó el Padre enseguida a Pedro y a Paco.

Con qué emoción escucharon la narración de la fuga. Se habían escapado el 11 de


madrugada, bajo una lluvia torrencial. Caminaron sin parar arriba y abajo por los
montes, durmieron en una cueva y reemprendieron la marcha a la mañana siguiente,
hasta que vieron un pueblo en la llanura y oyeron tañidos de campanas. Unos pastores
les informaron de que el pueblo era Cantalojas y estaba en manos de los nacionales. Los
soldados les confundieron por una avanzadilla de los republicanos, pero enseguida se
aclaró el equívoco. Asistieron a Misa, prestaron las debidas declaraciones y contactaron
por teléfono con el padre de Vicente, que era coronel del ejército. Gracias a su garantía
se libraron de pasar una temporada en un campo de concentración, mientras se hacían las
oportunas indagaciones.

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Concluyeron su fuga el día de la Virgen del Pilar, tal como el Padre e Isidoro habían
sabido con antelación, merced a una misteriosa intervención sobrenatural.

La vida en Burgos empezó a pesarles demasiado, tanto al Padre como a los demás.
Gastaban dinero que no tenían, no se podía hacer bien el apostolado en una habitación de
hotel. Don Josemaría estaba decidido a abrir una casa, en Burgos o en otra ciudad. Entre
tanto, allí mismo compuso Camino, su célebre y proverbial libro, reelaborando
Consideraciones espirituales, un escrito previo, y más que doblando sus puntos hasta
alcanzar los 999.

Y en esa situación, los acontecimientos se precipitaron y se coligió ya próxima la


rendición de Madrid. El Padre consiguió diferir la predicación de unos ejercicios
espirituales para seminaristas de Vitoria y escribió una carta circular a sus hijos: «Está
próximo el día de volver a nuestro hogar, y es menester que pensemos en la recuperación
de nuestras actividades de apostolado».

El lunes 27 de marzo salió hacia Madrid en un camión de aprovisionamiento militar,


sentado al lado del conductor. Pasó la noche en Cantalejo, un pueblo a más de cien
kilómetros de la capital. Al día siguiente se rindió el ejército republicano. En la mañana
del 28 de marzo comenzaron a entrar las tropas en Madrid; y, con ellas, don Josemaría,
vestido de sotana. La gente lo saludaba con lágrimas en los ojos, pues era el primer
sacerdote al que la gran mayoría veía desde el comienzo de la guerra, casi tres años
antes. Se abalanzaban a besarle la mano, y don Josemaría les tendía un crucifijo.

En el camión militar pasó por delante de la Residencia de la calle Ferraz y pudo ya


atisbar su estado lamentable. Nada más apearse se dirigió a la calle Caracas, para abrazar
a su madre y hermanos; y después localizó a Isidoro Zorzano y José María González
Barredo, que estaban en Madrid. Más tarde fueron apareciendo otros; los primeros
Ricardo Fernández Vallespín y Álvaro del Portillo, que llegaron ese mismo día con
permiso militar.

El 29 de marzo por la mañana se fueron a Ferraz, a echar un vistazo a la residencia.


Encontraron el piso saqueado, las paredes acribilladas a balazos, el suelo hundido en
buena parte. Sin embargo, entre las ruinas hallaron también el pergamino con un texto
evangélico que el Padre había encargado en su día dibujar y colgar en la sala de estudio:
Mandatum novum do vobis: ut diligatis invicem, sicut dilexi vos, ut et vos diligatis
invicem. In hoc cognoscent omnes quia discipuli mei estis, si dilectionem habueritis ad
invicem [«Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros; como yo os he
amado, amaos también entre vosotros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos,
si os tenéis amor unos a otros»] (Juan 13, 34-35). «Para vosotros no habrá obstáculos
insuperables —había escrito en una carta circular. […] Sobre todo, cuando de continuo
os sentís unidos, por una especial Comunión de los Santos, a todos los que forman
vuestra familia sobrenatural».

61
Enseguida se encaminó también a Santa Isabel, de cuyo Patronato seguía siendo
Rector. Descubrió que la iglesia estaba destrozada. Supo que el 20 de julio de 1936,
recién estallada la guerra, los milicianos la habían incendiado: quemaron el suelo de
madera, los bancos y los retablos, entre ellos el mayor, con la soberbia Inmaculada
Concepción de José de Ribera que lo presidía.

Con todo, la angustia había terminado y se podía recomenzar a trabajar por la Iglesia.
Tras aquella terrible guerra fratricida que todos habían perdido, quedaban muchos
corazones que consolar, muchas heridas que cicatrizar. Tanto de una parte como de la
otra, tal como practicó el Padre toda su vida: extendiendo los brazos, recordaba que era
sacerdote de Cristo y que, como Cristo, quería acoger a todos, porque Cristo es la única
y verdadera solución.

62
V
HIJAS FIELES

Entre las prioridades urgentes del Padre en la posguerra estaba el recomienzo del
apostolado con mujeres. De aquel puñado de hijas espirituales acogidas anteriormente,
algunas habían muerto y otras tuvieron que ser enderezadas por el propio Padre hacia
otros caminos eclesiales, por no haber comprendido el espíritu de la Obra. Las
calamidades de la guerra habían influido en ellas de manera especial.

Esta vez, el Padre fijó su atención en las hermanas de sus hijos, las cuales podían al
menos orientarse en el ejemplo de sus propios hermanos para captar el significado de la
santificación en medio del mundo. En cuanto pudo viajó a Daimiel, en Ciudad Real, para
hablar con Lola Fisac, hermana de Miguel. Éste, uno de los que habían cruzado los
Pirineos con don Josemaría, durante los primeros años de guerra, había tenido que
ocultarse en su casa del pueblo para escapar a una muerte segura. Y desde allí se
comunicaba con el Padre mediante cartas que, por motivos de seguridad, redactaba su
hermana. Fue así como Lola fue captando, de la pluma del fundador, además que de su
hermano, los rasgos esenciales del espíritu del Opus Dei, aun con las necesarias cautelas
que imponía la censura postal. En mayo de 1937, el Padre, en el curso de su
correspondencia, la había hecho una invitación singular: «Me gustaría mucho que
llegaras a ser nieta mía». A lo que ella había respondido: «Abuelo, a su pregunta, le
respondo que sí». Vinieron a continuación las peripecias de su hermano para fugarse y
las dificultades del carteo. Pero finalmente, el 18 de abril de 1939, el Padre llegó a
Daimiel, donde la familia lo aguardaba con incontenible emoción.

A la mañana siguiente celebró Misa. Sólo en Daimiel habían sido asesinados más de
veinte sacerdotes y muchos religiosos, y todas las iglesias estaban inutilizables. Un solo
sacerdote había sobrevivido, oculto, y en su casa fue donde celebró don Josemaría, con
una devoción que conmovió a todos los presentes. Vinieron a pedirle consejo las monjas
Mínimas de San Francisco de Paula, que dudaban entre regresar al convento o seguir

63
aún, por prudencia, dispersas y escondidas. El Padre fue a visitar el convento y las animó
a regresar cuanto antes.

El 20 de abril mantuvo una larga conversación con Lola, que le contó detenidamente
su vida. En respuesta, el Padre le pidió papel para escribir. Rebuscando en el escritorio,
la joven sólo encontró uno de esas cuartillas enmarcadas en negro que se usaban para las
cartas de luto, pero le sirvió y hasta fue divertido comprobar el contraste entre el borde
negro y la gozosa esperanza de lo que el Padre escribió.

«Sancta Maria, Spes nostra, Ancilla Domini, ora pro nobis» – «Santa María,
Esperanza nuestra, Esclava del Señor», encabezó. Y luego anotó el plan de vida
espiritual al que la muchacha debía atenerse: media hora de oración mental «a hora fija,
por la mañana». «Presencia de Dios», escribió a continuación, y le sugirió dedicar cada
día de la semana a una devoción. «¿Rezas el rosario?», preguntó, y Lola afirmó que lo
recitaban en familia y que durante la guerra habían rezado las tres partes. Luego, examen
de conciencia: ponerse en la presencia de Dios, pedirle luz, encomendarse a la Virgen, a
san José y al Ángel Custodio antes de interrogarse sobre los deberes con Dios, con el
prójimo y consigo misma. Además, la lectura espiritual con la Historia de un alma de
Santa Teresita. Y siempre, comuniones espirituales y actos de amor y de desagravio.
Concluyó las instrucciones escritas con una breve recomendación: «Vive la Comunión
de los Santos», y un consejo: escribirle a Madrid cada ocho o diez días. Para el retiro
espiritual, también importante, debería recogerse a meditar una vez al mes.

Durante 1939, Lola viajó a Madrid en varias ocasiones. Hablaba con el fundador,
pero también con su madre, doña Dolores, y con su hermana, Carmen. Y la pobre Lola
debía de sentirse una nulidad cuando el Padre hubo de consolarla por carta:
«Quédate tranquila: vas bien. ¡Sobre la nada edifica siempre el Señor! Todos los instrumentos le hacen falta:
desde el serrucho del carpintero a las pinzas del cirujano. ¡Qué más da! La gracia está en dejarse emplear».

En sus viajes a Madrid, Lola conoció a Amparo Rodríguez Casado, otra joven
perteneciente a la Obra. A las dos el fundador les expuso un día el panorama apostólico
del Opus Dei, lo que tenía en su cabeza. Describió los apostolados futuros con tal
realismo, como si hablase de cosas hechas, «que nos pareció sobrecogedor y precioso.
Me asustó un poco», recordaría Lola.

A primeros de agosto de 1940 don Josemaría estaba en León para impartir ejercicios
espirituales a los sacerdotes de la diócesis, invitado por el obispo, mons. Carmelo
Ballester. De San Juan de Renueva era párroco su gran amigo don Eliodoro Gil, el cual
gestionó que uno de esos días fuese a verle una chica que se confesaba con él, Narcisa
González Guzmán, Nisa.

Nisa había oído de don Eliodoro algo sobre la Obra y sobre su fundador, pero poco.
Sin embargo, joven emprendedora como era, se presentó en el austero palacio episcopal

64
donde el Padre se alojaba, dispuesta a hablar con él. Mientras era conducida a un
solemne salón, Nisa, de familia acomodada, dominadora de varios idiomas, campeona de
esquí, tenista competente, elegante y a la moda en el vestir, presentía que aquella
entrevista tendría importancia decisiva en su vida. Pocos minutos después llegó el Padre,
la saludó y le preguntó sin más preámbulos:

«Hija mía, ¿amas mucho a Nuestro Señor?»

«Sí… No sé», respondió Nisa desconcertada. Años después recordaba:


«Nunca me habían formulado esta pregunta con tal sencillez y claridad. Yo tenía grandes deseos de hacer la
Voluntad de Dios, consciente de que es la manera de demostrarle el amor; pero también me daba cuenta de lo que
esto exigía y, de momento, me parecía no tener fuerzas para tanto».

El Padre le explicó brevemente que las personas de la Obra son ciudadanos normales
que buscan santificarse sin abandonar su sitio. Nisa ya sabía algo de ese espíritu y por tal
motivo había cuidado con esmero la corrección de su vestido, teniendo presente la hora y
el lugar de la cita, así como la persona con la que iba a entrevistarse. Pero alguna duda
debió de pasar por su mente, ya que preguntó al Padre un criterio sobre el modo de
vestir. A lo que el Padre respondió con buen humor: «Como las demás, basta que no
vistas de mamarracho».

Y pasó a hablarle de la vida interior y del apostolado. «Se me quedó grabado su


cariño a la Virgen y su fidelidad a la Iglesia y al Romano Pontífice», anota Nisa. No fue
larga la conversación, pero cuando Nisa salió, algo en ella había cambiado. Aunque por
el momento no dijo nada al Padre, la llamada de Dios había prendido y se haría cada vez
más clara. En mayo de 1941 viajó a Madrid para hablar con el Padre: quería pertenecer a
la Obra. San Josemaría la escuchó atentamente y remitió la cuestión a agosto, cuando
junto a otras jóvenes podría hacer un curso de retiro espiritual en el Centro del Opus Dei
de la calle Lagasca.

En aquel retiro, el Padre predicó las meditaciones, vibrantes como siempre, con la
certeza proclamada de que los planes de Dios se llevarían a cabo. También ella estaba
más convencida que nunca de su llamada. E incluso el Padre, finalmente, se convenció
de lo mismo. Le dijo que siguiera haciendo deporte, hacien do apostolado saliendo en
bicicleta con las amigas y estudiando idiomas.

Del 30 de marzo al 5 de abril de 1941, don Josemaría predicó los ejercicios


espirituales para jóvenes de Acción Católica en Alacuás, cerca de Valencia, en el
convento de las Operarias Doctrineras. El renacido fervor religioso de la posguerra
convocó en aquel retiro a un numeroso grupo de jóvenes valencianas, hasta el punto de
que bastantes de ellas tenían que regresar a casa por la noche por no haber sitio para
todas. Muchas no conocían al predicador, otras habían leído Camino pero no sabían nada
del Opus Dei, y otras más habían acudido aposta para conocer mejor la Obra y a su

65
fundador.

Al segundo grupo pertenecía Encarnación Ortega, Encarnita para los amigos. La


lectura de Camino, publicado justamente en Valencia un año y medio antes, la había
abierto un panorama entusiasmador: la santidad era alcanzable también por muchachas
normales como ella y precisamente a través de la normalidad en el propio ambiente. No
sabía nada del autor, ni siquiera si era sacerdote. Pero cuando la informaron de que ese
Escrivá predicaría los ejercicios, no quiso faltar de ninguna manera. El día anterior al
comienzo, su hermano, que acudía al pequeño Centro de Valencia llamado El Cubil, le
dijo festivo: «He conocido al autor de Camino. Es un sacerdote muy santo y muy
simpático. Le he dicho que irás a los ejercicios y me ha comentado que podrías
saludarle…».

«Pero no sabré qué decirle…».

«Tú vete y no te preocupes», insistió el hermano.

Esa tensión, compartida por casi todas las chicas, se disolvió en cuanto el Padre
empezó a hablar y se trocó en recogimiento. El sacerdote se había acercado al sagrario,
hecho una genuflexión serena y devota, y recitado una oración introductoria muy
sincera: «Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me
oyes…». Encarnita se halló metida en el misterio de Dios.

Terminada esa meditación, enseguida se presentó al Padre y éste la invitó a entrar en


una salita rogándole que dejara la puerta abierta, como siempre hacía cuando tenía que
charlar a solas —contadas veces— con una mujer. Y sin más preámbulos le habló del
Opus Dei, de la entrega total a Dios de gente normal que quiere poner a Cristo en la
cumbre de todas las actividades humanas, desde dentro del mundo, sin aislarse ni
distinguirse de los demás; personas dispuestas a hacer un intenso apostolado y que, por
ganar un alma, las lleve hasta las puertas del infierno: más allá no, porque allí no se
puede amar a Dios.

¡Qué idea tan grandiosa!, iba pensando Encarnita. Pero el Padre la asombró del todo
cuando le dijo que eso lo quería el Señor y que a él le había confiado llevarlo a cabo,
apoyado en la gracia. Y para eso servía un puñado de mujeres valientes, muy unidas a la
Virgen, que le ayudasen a hacer esa Obra de Dios.

El asombro se trocó ahora en miedo. La chica había ido, por deferencia, a saludar al
sacerdote y se había encontrado frente al fundador del Opus Dei —del que ni siquiera
conocía su existencia hasta unos minutos antes—, que prácticamente la invitaba a
“enrolarse”. Perdió el apetito y el sueño, y se esforzó por pensar que el retiro acabaría
pronto y que aquel sacerdote no la vería más. Sin embargo, aquellos planes divinos la
golpeaban en el corazón y el sacerdote parecía realmente santo, por cómo celebraba la

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Misa o la exposición del Santísimo. El Padre predicó una meditación sobre la
Anunciación en la que puso de relieve —o al menos así lo entendió Encarnita— que
Dios nos hace comprender su voluntad a través de los sucesos o de los hombres, y que
las almas que saben recogerse en oración, como María, están en condiciones de captar
las llamadas divinas. En otra habló de la pureza como virtud positiva, que capacita para
amar al Señor sobre todas las cosas. La idea de una entrega total se abría camino por sí
sola en el corazón de la joven, pero ella trataba de acallarla. Cada meditación se sentaba
una fila más atrás.

En la meditación final ya se hallaba en el último banco de la capilla. El sacerdote


habló de la pasión del Señor como si todo estuviese ocurriendo en ese mismo momento.
Describió la escena del Huerto de los Olivos: Jesús, que reza oprimido por sentimientos
de soledad y de abandono, por la percepción de la vileza de los hombres y de la horrenda
maldad del pecado, angustiado por lo que va a suceder, hasta el punto de sudar sangre.
«Todo eso lo ha sufrido por ti. Tú, al menos, ya que no quieres hacer lo que te está
pidiendo, ten la valentía de mirar al Sagrario y decirle: eso que me estás pidiendo ¡no me
da la gana!», concluyó. Cuenta Encarnita:
«Seguidamente, nos explicó la flagelación, con tanta fuerza, que parecíamos testigos oculares. Y la coronación
de espinas. Y la cruz a cuestas. Y cada uno de los sufrimientos de la Pasión… Después de cada uno de ellos,
volvía a repetir: “Todo eso lo ha sufrido por ti. Sé valiente, al menos, y dile que eso que te está pidiendo ¡no te da
la gana!”».

El Padre sólo había echado la semilla, el Espíritu Santo hizo el resto para que el deseo
de entrega naciese en el corazón de la joven. Cuando, tras pensarlo a fondo, dijo al Padre
que estaba dispuesta a todo, él le habló de las exigencias de la entrega y de las
dificultades que encontraría: las mujeres aún no tenían un Centro, no todos
comprenderían su vocación, tenía que vivir una pobreza real, debía estar dispuesta a
dejar lo que poseía y lo que soñaba para el futuro; además, si fuese necesario, debía estar
disponible para ir adonde hiciera falta, a aprender nuevos idiomas y trabajar en Francia,
Inglaterra, Japón o donde fuera. El Espíritu Santo había hecho un buen trabajo, ya que
todo esto, en lo que hasta pocos días antes no había pensado, le pareció posible.

Ahora bien, la vocación no es un entusiasmo momentáneo: requiere tiempo,


formación y fidelidad para que arraigue. El Padre lo sabía bien. De ahí que se
sorprendiera cuando al día siguiente Encarnita le pidió hablar con él: ¿cómo podría
hacerse cargo de todo aquel compromiso, si ella «no sabía hacer nada»? Y el Padre tan
sólo le preguntó: «¿Sabes obedecer?».

A los ejercicios de Alacuás asistió también una hermana de Paco: Enrica Botella. Su
hermano había viajado poco antes a Valencia, por consejo del Padre, para hablarle de la
Obra. Enrica no mostró excesivo entusiasmo. Una cosa admirable, ciertamente, pero que
no contasen con ellas.

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Una vez en Alacuás, Enrica debió de pensar que, teniendo un hermano en la Obra y
conociendo Camino, era una muestra de cortesía saludar a don Josemaría.

«Padre, mi hermano me ha hablado de la Obra».

«Y yo estoy rezando por tu vocación», respondió el sacerdote.

Enrica jamás supo explicarse cómo, pero desde ese momento comenzó a sentirse
parte del Opus Dei. Pediría la admisión el 7 de abril de 1941.

Estos primeros desarrollos del apostolado con las mujeres tenían lugar en
concomitancia con las calumnias e insidias que estaban difundiéndose contra la Obra,
por parte de miembros de Falange (que comprendían mal la libertad de los ciudadanos
católicos) y de algunos religiosos (que no entendían la mentalidad secular y el ideal de
santificación en medio del mundo). Y si el multiplicarse de sus hijas espirituales
representó para el fundador un azucarillo en medio de la amargura, él tenía que
demostrar a la vez un paterno optimismo para sostener a aquellas jóvenes que
empezaban a trabajar con viento contrario. «Todo lo que vale, cuesta —les escribió en
octubre de aquel año. Y el Señor os está haciendo gustar, en esta última temporada,
pequeñas contradicciones. Pero, ya estamos tocando la meta».

Una meta fue efectivamente la apertura del primer Centro femenino, en julio de 1942.
Era un hotelito en la calle Jorge Manrique de Madrid: dos pisos, semisótano y jardín. El
Padre comenzó un nuevo capítulo de su formación, en la que demostró singular sabiduría
y conocimiento del alma humana. Enseñaba a sus primeras hijas que tenían que cumplir
fielmente y con mucho amor las normas de piedad y los deberes familiares y
profesionales, enmarcar con visión sobrenatural todas las cosas y ser absolutamente
sinceras. Ser siempre leales con la directora del Centro, evitando sopesar sus cualidades,
edad o temperamento. No les debía ocurrir lo que le pasó a aquel campesino que
rehusaba venerar la estatua de un santo de la iglesia del pueblo, porque la había visto
tallar de un tronco de cerezo. «¡Lo he conocido cerezo!», decía para justificarse.

La sinceridad es una virtud en la que el fundador hizo hincapié toda la vida: hablar,
porque en esta tierra todo tiene remedio, menos la muerte, y para nosotros la muerte es
vida, decía. Aquellas jóvenes inexpertas tuvieron enseguida ocasión de poner en práctica
el consejo al llegar los primeros muebles, fruto de no pocos sacrificios económicos.
Sobre una mesa recién estrenada se derramó un tintero y quedó marcada con un
indeleble reguero de tinta. ¡Menudo disgusto para el Padre! Pero decidieron contarle
enseguida el desaguisado con sencillez.

«Ni se nota», las consoló, rebajando la fealdad de la mancha. «No me importa que
estropeéis mesas: ya las arreglaremos. Lo que me importa es que siempre seáis muy
sinceras».

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En aquel hotelito, el Padre vislumbraba grandes apostolados en servicio de la Iglesia
con espíritu laical, que sus hijas tenían de veras. En el verano de 1942 les escribió desde
Pamplona: «Muchas veces al día os encomiendo. El Señor tiene puestos sus ojos en esa
casita, de donde han de salir cosas tan grandes para su gloria».

Una tarde de noviembre de 1942 apareció en Jorge Manrique y reunió en la biblioteca


de la casa a las tres que en ese momento se encontraban allí. Encarnita Ortega refiere el
suceso:
«Sobre la mesa extendió un cuadro que exponía las distintas labores que la Sección femenina del Opus Dei iba
a realizar en el mundo. Sólo el hecho de seguir al Padre, que nos las explicaba con viveza, casi producía sensación
de vértigo: granjas para campesinas; distintas casas de capacitación profesional para la mujer; residencias de
universitarias; actividades de la moda; casas de maternidad en distintas ciudades del mundo; bibliotecas
circulantes que harían llegar lectura sana y formativa hasta los pueblos más remotos; librerías… Y doblando
despacio aquel cuadro, dijo: “Ante esto se pueden tener dos reacciones: Una, la de pensar que es algo muy bonito,
pero quimérico, irrealizable; y otra, de confianza en el Señor, que, si nos ha pedido todo esto, nos ayudará a
sacarlo adelante. Espero que tengáis la segunda”».

Así fue y de qué manera. El Padre pudo contar con esas fidelísimas hijas para sacar
adelante los planes de Dios. Tuvo que explicarles que un día no muy lejano sus hijas
desempeñarían todas las profesiones, tal como empezaba a verse entre las mujeres.
Serían médicos, abogadas, artistas, profesoras, empresarias, periodistas y demás. Pero a
ellas, a aquel grupo inicial, debía pedirles que se dedicaran a la gestión de los Centros
que se instalaban, en todo lo referente a las faenas domésticas: limpieza de la casa,
cocina, lavandería, etc.

Ya entonces el Padre llamaba a esa serie de trabajos «administración», y «la


Administración» señalaba al conjunto de personas que se encargaban de ellos en cada
centro. Los Centros masculinos se habían multiplicado y era preciso atenderlos.
Naturalmente, se observó desde el primer momento la más estricta separación entre
Administración y Residencia, tal como pide el espíritu de la Obra y la misma prudencia.
Pero se necesitaba el ojo de la mujer, de la hermana, para que el Centro fuese una
auténtica casa de familia, limpia, agradable, acogedora.

Era esto algo irrenunciable, tanto que, a falta de sus hijas espirituales, hacía tiempo
que el Padre había pedido a su madre y a su hermana Carmen que sacrificaran su
independencia para encargarse de la administración de los primeros Centros de Madrid.

Ahora Carmen se metió en faena con Lola, Nisa, Encarnita y alguna más. Les
transmitía de modo concreto las experiencias, arrastraba con el ejemplo. El Padre les
enseñaba a realizar con la mayor perfección posible y por amor de Dios cualquier
trabajo, por insignificante que pudiera parecer. Y esto siempre en el tono familiar,
positivo y animante que le era propio. Encarnita recuerda aquellas lecciones prácticas:
«Aprendimos el tono humano que debían tener nuestras casas; limpias, puestas con buen gusto y con detalle;
evitando la tacañería, pero sin lujos y cuidando las cosas para que duren. Nos dejó muy claro que para el oratorio

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todo debía, siempre, parecernos poco. Aprendimos que los cuadros debían estar bien colocados; que los muebles
no debían rozar las paredes; a cerrar bien las puertas; a poner armonía y gracia, tanto en la colocación de unas
flores, como en un adorno que estuviera sobre una mesa o en una vitrina. Nos explicaba cómo, al entrar en una
habitación, teníamos que ser observadoras y darnos cuenta enseguida de lo que estuviera torcido, estropeado o
roto. Todo esto era preciso extremarlo en el cuidado de lo relacionado con el oratorio: colocación de candeleros o
del mantel para que fuera igual de largo por cada uno de los lados del altar, que estuviera la persiana baja cuando
hubiera luz eléctrica… También nos insistía en que no debía haber más luces encendidas que las necesarias en
cada momento.
Nos habló de las flores que se ponían sobre el altar: estarían colocadas directamente allí, entre los candeleros,
fuera del mantel, pero siempre sin recipiente con agua que las conserve: así se consumirían plenamente —sin nada
que les alargase la vida— para el Señor».

Todo ese aprendizaje no estuvo exento de sufrimientos. Hacia mediados de


septiembre de 1943 se hicieron cargo de la administración del Colegio Mayor Moncloa,
primera gran residencia, que acogía a cerca de un centenar de estudiantes, a dos pasos de
la universidad. El Padre hacía mucho hincapié en el buen funcionamiento, porque ojos
poco benévolos estaban muy pendientes de aquel experimento, dispuestos a ensañarse
con algún aspecto criticable. Ahora bien, la residencia ocupaba dos edificios separados
por una calle y, como sucede a menudo, los obreros aún no habían terminado las obras a
comienzos del año académico. Las mujeres tomaron con entusiasmo su nuevo cometido,
contrataron a varias empleadas y, sobre todo, pudieron contar con las visitas frecuentes
del Padre.

No es muy difícil captar que el trabajo era mucho más comprometido de lo pudiera
parecer: las dificultades logísticas de las dos casas separadas, los problemas para
encontrar provisiones alimenticias en los años de posguerra y con el resto de Europa en
guerra. El Padre quiso apoyarlas especialmente en aquel periodo difícil. Insistía en que
no pedía cosas imposibles y las ayudaba a organizarse mejor y, sobre todo, a cuidar la
vida interior. El 24 de diciembre les predicó un retiro espiritual, rebosante de fe y de
optimismo.

También sus hijas tendrían pronto un colegio mayor universitario, que sirviese
además de trampolín para llegar a muchas jóvenes. El Padre, quién sabe con qué
sacrificios económicos, hizo buscar un inmueble adecuado. Se encontró en la calle
Zurbarán y, tras el verano de 1945, ayudó a las que residían en el hotelito de Jorge
Manrique a organizar el traslado a la nueva sede. Se entretuvo en enseñarles cómo
disponer muebles y objetos, para que no se estropearan, y les dio las instrucciones
oportunas para la nueva empresa. Cuando llegaron las primeras estudiantes, él se
encargó personalmente de su formación y asistencia sacerdotal. Y en el nuevo y recogido
oratorio impartió cursos de retiro espiritual. Y vio multiplicarse el apostolado entre las
jóvenes.

70
VI
POR AMOR A LA LITURGIA

En septiembre de 1941, la intensa actividad apostólica ataba a don Josemaría. Recaía


sobre él la entera responsabilidad de la formación de sus hijos y de sus hijas. A esto se
añadían las tandas de ejercicios espirituales que predicaba sin parar a sacerdotes del clero
diocesano. Al cansancio se sumaba el dolor por las crecientes calumnias y habladurías,
como más arriba se ha apuntado.

Una mañana, en el desayuno, preguntó pensativo a Álvaro del Portillo:

«¿Desde dónde nos insultarán hoy?».

De manera rápida e inesperada, esas peligrosas insidias habían llegado hasta Roma,
con la consiguiente preocupación por el futuro del Opus Dei.

Álvaro del Portillo, ya en esos momentos el principal y más fiel colaborador del
fundador, consideró necesario que el Padre pasara un período de descanso lejos de las
fatigas y tensiones de Madrid. El Padre trató de resistir la insistencia filial de Álvaro,
pero al final se rindió. Eligió La Granja de San Ildefonso, un lugar tranquilo y con un
clima fresco y relajante respecto al septiembre madrileño, cerca de Segovia.

Acompañado por Ricardo Fernández Vallespín, se alojó en el modesto hotel Europeo,


y allí permaneció una semana, del 21 al 27 de septiembre. En esos días de estudio y
quietud visitó el Santuario de Nuestra Señora de la Fuencisla y el Monasterio de El
Parral en Segovia, Riofrío, y Santa María de las Nieves, en Coca. Celebraba Misa en la
colegiata de La Granja. Y, justo en la colegiata, el fundador vivió por segunda vez un
durísimo momento de prueba o tentación. Era como si el demonio le sugiriera con
insistencia: «Todo lo que estás haciendo no es de Dios. Todo eso, incitar a las almas,
hacer que muchos abandonen a sus familias y te sigan, sólo es un proyecto tuyo. No es

71
de Dios. ¡Estás engañando a todos!». La respuesta del Padre fue inmediata y rotunda,
como en 1933.

«Señor, si tú lo quisieras, acepto la injusticia —dijo—, y así se lo escribió a


continuación a Álvaro. La injusticia ya imaginas cuál es: la destrucción de toda la labor
de Dios».

Su alma se colmó inmediatamente de paz sobrenatural, unida a una gran alegría.


Desde ese día, la duda nunca más volvió a llamar a su puerta.

La Residencia o Colegio Mayor Moncloa representaba para el Padre un nuevo intento


de abrir un Centro que, además de permitir el contacto con estudiantes y profesores
universitarios a los que tratar apostólicamente, fuese como un escaparate que facilitase el
conocimiento del espíritu de la Obra. La Residencia de la calle Ferraz, alquilada
mediante la venta de un terreno propiedad de su familia, había quedado destruida en la
guerra. De su continuadora, en la calle Jenner, se encargó de echarlos la boda de un hijo
del dueño. También los dos hoteles de Moncloa, alquilados, necesitaban notables
reparaciones por daños de guerra, pero el propietario se puso fácilmente de acuerdo con
el Padre para llevar a cabo las adaptaciones precisas a su nueva función.

Tras un verano de obras, Moncloa abrió sus puertas el 1 de octubre de 1943. En una
anotación de entonces se lee: «El Padre sigue viviendo todos los días con Álvaro, por la
mañana, para impulsar la marcha de las obras en la Residencia. Tiene una constante
preocupación por animar, corregir, ordenar… Pero siempre nos deja nuevo optimismo y
nuevo estímulo. No se le escapa ningún detalle, ni por casualidad».

Fue el Padre quien explicó a los estudiantes “las reglas de juego”: con la Residencia
tenía una especie de contrato, ellos se comprometían a observar un horario y algún otro
detalle de la vida en familia, mientras que la Residencia se comprometía a
proporcionarles un ambiente sereno donde poder estudiar bien y formarse
cristianamente. Si eran cristianos —agregaba siempre—, porque los no cristianos serían
respetados con gran afecto. Y si a alguno todo eso no le iba bien, ningún problema:
bastaba que lo dijera con claridad y se buscara otro alojamiento, sin rebaja alguna de la
estima.

No eran teorías. Con este espíritu se han abierto en el mundo desde entonces
numerosas residencias universitarias, en las que reina el amor a la libertad y al trabajo, y
donde los no católicos o no cristianos son acogidos y queridos con lealtad. Dejando al
margen los errores que cualquier persona puede cometer y que no justifican un juicio
negativo sobre su obrar o sobre la empresa apostólica.

El Padre cuidó especialmente la instalación del oratorio y, viendo que las obras se
retrasaban, indicó que se adaptara provisionalmente una sala para poder celebrar la Misa

72
y reservar el Santísimo Sacramento. El 7 de diciembre vino a consagrar el altar el ya
Obispo Auxiliar de Madrid, mons. Casimiro Morcillo, viejo amigo del Padre. Asistieron
todos los residentes, muchos otros estudiantes que frecuentaban la residencia y el
propietario del inmueble con su familia.

En esa época, el Padre residía en una casa adquirida, con gran sacrificio, en la calle
Diego de León esquina Lagasca. Con tanto gusto supo instalarla, junto con sus hijos, que
todavía hoy sigue prácticamente igual, aunque en los años sesenta se levantaran,
respetando la antigua edificación, seis pisos más por encima. Vivían con él su hermana
Carmen y su hermano Santiago, algunos miembros más antiguos de la Obra y una
veintena más, que empezaban los que más tarde se denominarían Centros de Estudio,
destinados a la formación inicial. Aquel periodo inmediato a la guerra había presenciado,
en efecto, un rápido desarrollo del Opus Dei, tanto entre las mujeres como entre los
varones.

El Padre pasaba con gusto muchos ratos con aquellos jóvenes: afirmaba bromeando
que eran su «tentación próxima», pues, aunque podía ocuparse de tantas otras cosas, era
“impenitente” y recaía una y otra vez. Era un modo de enmascarar el cariño sincero,
paterno, que tenía a sus hijos y, a la par, la necesidad de seguir de cerca su formación. En
esos encuentros les enseñaba a gastarse con sencillez por sus hermanos, les mostraba los
vasos sagrados que se iban confeccionando de modo que asumiesen un estilo
magnánimo en los objetos destinados al culto, o les hablaba de la expansión de la Obra
en el mundo como de cosa hecha. Aquellas tertulias, tan formativas, siempre eran
divertidas. En algunas ocasiones llegaba con un paquete de caramelos y los distribuía. Y
si ocurría que había uno especialmente grande, lo sorteaba: cada cual tenía que escribir
un número en un papel y el que adivinase el que el Padre había pensado, se lo llevaría.
No tardaron en darse cuenta de que el número acertado era casi siempre el 9 o un
múltiplo de 3. Y no es que el Padre fuese rebuscado en estas cosas, como no lo era en
ninguna otra, sino que el 3 y sus múltiplos, especialmente el 9, le despertaban el amor a
la Trinidad, tal como a lo largo de los siglos les ha sucedido a muchos santos.

Fue en el oratorio de Diego de León donde el Padre convocó un día a sus hijos para
darles una noticia importante. Era el 18 de octubre de 1943 y vivía ya la costumbre que
mantuvo hasta el final de comunicar a sus hijos las noticias de relieve sobre la Obra,
buenas o malas, junto al sagrario y en la presencia de Jesús en la Eucaristía. Al Padre se
le veía radiante: desde Roma había llegado el nihil obstat de la Santa Sede a la Obra.
Aparte del bien que representaba, una aprobación pontificia podría acallar a los
denigradores, que perseveraban en su indigna tarea.

El 14 de febrero precedente, celebrando Misa en el Centro de sus hijas en la calle


Jorge Manrique, había recibido luces divinas sobre el modo de ordenar sacerdotes
provenientes de los miembros laicos del Opus Dei y que pudieran dedicarse a los
apostolados de la Obra. Había nacido así la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, una

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sociedad de clérigos intrínsecamente unida al Opus Dei y en la que podía incardinarse el
clero de la Obra. Años después, a ella podría asociarse también el clero diocesano, por lo
que atañe a la formación personal y manteniendo, como es lógico, la propia
incardinación y obediencia a su obispo. Pero esto último vendría más tarde, en 1950.
Entonces, en 1943, con aquella novedad y el aval incondicional del Obispo de Madrid,
mons. Eijo y Garay, envió a Álvaro a Roma.

El 4 de junio, Álvaro, vestido con el uniforme de ingeniero, fue recibido en audiencia


privada por Pío XII, que se mostró afectuosísimo respecto a la Obra. En los días
siguientes, Álvaro visitó al cardenal La Puma, Prefecto de la Sagrada Congregación de
Religiosos, de la que dependían, aun sin ser institutos religiosos, las sociedades de vida
común sin votos. Se entrevistó también con el cardenal Maglione, Secretario de Estado
de Pío XII; con mons. Ottaviani, asesor del Santo Oficio, y con otras personalidades.
Pudo comprobar que el proyecto encontraba buena acogida entre los canonistas y el
favor de la Congregación de Religiosos, la autoridad competente. Cierto es que no podía
tratarse de una solución definitiva, para una realidad de vocación laical y universal. Sin
embargo, la situación internacional y las comunicaciones en Europa se hacían cada vez
más difíciles, y se preveía que el desembarco aliado complicaría aún más las
comunicaciones con la Santa Sede. De ahí que aquella aprobación, aunque imprecisa,
pudiera considerarse suficiente. El procedimiento siguió los cauces prescritos y el 11 de
octubre de 1943 la Sagrada Congregación de Religiosos concedió el nihil obstat para la
erección diocesana de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Se celebraba la fiesta de
la Maternidad divina de María.

La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz fue erigida canónicamente mediante el


decreto Quindecim abhinc annos, al que mons. Eijo y Garay quiso poner fecha de 8 de
diciembre de 1943. El texto está lleno de alabanzas y de afecto a la Obra.
«Ya desde sus comienzos —se leía— fue constante el favor divino para con esta pía Institución. Se hacía
patente, de un modo especial, por el número y calidad de los jóvenes —con integridad de virtudes y brillante
inteligencia— que a ella acudían. También por los excelentes frutos obtenidos por todas partes. En fin, por el
signo de la contradicción, que siempre ha sido como el sello manifiesto de las obras divinas».

El 12 de diciembre, el Obispo de Madrid confirmó oficialmente en el cargo al


Presidente de la Sociedad, el Padre. Esa misma semana don Josemaría y el obispo
estuvieron hablando en la biblioteca hasta las 11 de la noche. Se les notaba muy felices.

El Padre sentía la necesidad de proveer a la confección de ornamentos, vasos


sagrados y objetos litúrgicos que demostrasen amor sincero a la Eucaristía. Le repugnaba
el difundido mal gusto de la época, que a menudo iba unido al descuido. Ya el primer
oratorio de la Obra, pobre y sencillo por falta de medios, tuvo el rigor que ennoblece a la
liturgia y ayuda a rezar. Queda huella de ello en el punto 543 de Camino:
«Me viste celebrar la Santa Misa sobre un altar desnudo —mesa y ara—, sin retablo. El Crucifijo, grande. Los
candeleros recios, con hachones de cera, que se escalonan: más altos, junto a la cruz. Frontal del color del día.

74
Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y rico el cáliz. Ausente la luz eléctrica, que no echamos en falta.
—Y te costó trabajo salir del oratorio: se estaba bien allí. ¿Ves cómo lleva a Dios, cómo acerca a Dios el rigor de
la liturgia?».

Esto era una novedad en los años treinta, pero estaba en línea con las exigencias
subrayadas por el Movimiento litúrgico, corriente teológico-pastoral de la Iglesia
católica, surgida a principios del siglo XX, deseosa de restituir a la liturgia la dignidad
teológica y un papel importante en la vida de la Iglesia y de los fieles. Aquellos
sacerdotes y teólogos anhelaban superar la concepción formalista que tan a menudo
reducía la liturgia a un rito sin alma y sin amor.

En sus libros de meditación, además de en las cartas sobre el espíritu de la Obra, san
Josemaría delineó en breves trazos un pensamiento preciso respecto a los objetos
destinados al culto o, más ampliamente, al arte litúrgico. En primer lugar, la
magnificencia hacia Dios, porque se corre el riesgo de olvidar que el culto se dirige a
Dios y no a la comunidad que celebra. Escribió:
«Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos
recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios.
—Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco.
—Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús:
“Opus enim bonum operatum est in me” —una buena obra ha hecho conmigo».

Por el mismo motivo, los objetos empleados en el culto divino deben ser artísticos,
pero teniendo presente que el culto no es para el arte, sino el arte para el culto. La
cuestión es que el arte necesitaba un proceso de renovación: «No me pongáis al culto
imágenes “de serie”: prefiero un Santo Cristo de hierro tosco a esos Crucifijos de pasta
repintada que parecen hechos de azúcar».

Distintos artistas y talleres de arte se han inspirado en el pensamiento de san


Josemaría a la hora de afrontar el tema sacro. Esto no quiere decir que él haya creado un
estilo. A decir verdad, hacia el final de su vida le gustaron muchas imágenes de
inspiración barroca, muy diferentes de las “esenciales” que apreciaba en los primeros
tiempos. Además, el hecho de que un artista se inspire en el pensamiento de san
Josemaría no implica que ejecute obras maestras: depende de la “chispa” de cada artista.

Pidió a sus hijas de Los Rosales que confeccionaran ornamentos y lienzos para los
primeros Centros de la Obra. Los Rosales era una casona de Villaviciosa de Odón, a
corta distancia de Madrid, que el Padre mismo había señalado como centro de formación
para las mujeres de la Obra. No eran todavía muchas las vocaciones femeninas que
llegaban. Y, sin embargo, el Padre, cuando en abril de 1945 vio en Los Rosales la
pequeña mesa de comedor que tenían, indicó que la sustituyeran por otra mucho más
grande, porque en ese mismo año sería insuficiente. Así ocurrió, en efecto, en julio de
1945, cuando allí comenzó un curso de formación. El Padre les predicaba la meditación
por la mañana y celebraba la Misa. Luego impartía clases o charlas sobre puntos

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fundamentales del espíritu del Opus Dei.

Seguía abierto, pese a la buena voluntad de las mujeres interesadas, el problema del
servicio doméstico, que el Padre consideraba fundamental para que los Centros fuesen
casas de familia y no cuarteles ni conventos. Carmen, además de ocuparse
personalmente de la administración de Diego de León, hallaba tiempo y energías para
sostener e instruir a aquellas inexpertas. Pero con frecuencia las empleadas —quizás
comprensiblemente, al no sentir el Centro del Opus Dei como su propia casa— no
estaban dispuestas a asumir los sacrificios que reclamaban esos nuevos Centros, grandes
y aún no bien distribuidos.

Teniendo que buscar personal, el Padre se dirigió a las Religiosas del Servicio
Doméstico, que preparaban a chicas para ese oficio. La Madre Carmen Barrasa
comprendió que las que fueran a trabajar a los Centros del Opus Dei recibirían también
una buena formación espiritual y serían atendidas como en una familia.

Dora del Hoyo, empleada en la casa de los duques de Nájera, era una mujer
excepcional, que daba muy bien el perfil expuesto por don Josemaría. Tras una cerrada
insistencia, la religiosa logró que Dora fuese por un breve período a la Residencia
Moncloa.

Allí se presentó un día elegantemente vestida y dispuesta a recitarle a Encarnita su


currículo: 29 años, nacida en Boca de Huérgano, provincia de León, había trabajado en
distintas casas y últimamente en la de los duques de Nájera. Nada dijo de que sólo había
venido para complacer a Madre Barrasa y de que no pensaba quedarse mucho tiempo.

Con todo, le bastó poco para comprender que había allí una gran necesidad. Mujeres
que habrían podido aspirar a cosas mejores, se afanaban, inexpertas, entre las mil
dificultades de aquella casa, donde todo era enorme —comidas, ropa que lavar, limpieza
de habitaciones— y donde no reinaba el ambiente comedido y aristocrático de sus
anteriores trabajos. Tal vez esto y su profesionalidad la hicieron quedarse, al menos
provisionalmente. Encarnita recordaba:
«Su comportamiento era respetuoso, natural, y sabía enseñar a las otras chicas con autoridad, pero unida a una
gran delicadeza. Es verdad que tenía un carácter fuerte, pero también luchaba por dominarse. La primera semana
que decidimos hacernos cargo de la ropa, Dora propuso almidonar las pecheras de todas las camisas blancas, que
era la última moda. Aun sin planchero, organizó el trabajo aprovechando minutos libres: un rato por la tarde y otro
por la noche, y utilizando las mesas del comedor y la placa de la cocina. Fue enseñando a las demás chicas que no
sabían hacerlo y la idea tuvo éxito ruidoso entre los residentes. Se había ido encariñando tanto con la casa, que
decidió no marcharse hasta que el curso terminara».

Estaba claro que necesitaban ese tipo de mujeres, y encontraron efectivamente varias.
Sin embargo, más allá de la cualificación profesional del personal y de su participación
en el espíritu de la Obra, no cesaba la vorágine en el ámbito organizativo. Al Padre, que
iba a verlas a menudo, le contaban sus problemas con filial confianza: «Antes, con pocas

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empleadas, nos resultaba difícil sacar adelante el trabajo; ahora, con más personas, no
sabemos cómo organizarlo».

Y aquí se toparon con la ordenadísima mente del Padre, al que no le costó gran
esfuerzo tomar papel y pluma y, con todo cariño, establecer algunos principios sobre el
reparto de tareas, turnos y demás. Los pusieron rápidamente en práctica y enseguida se
notó la mejora del trabajo, la alegría de las jóvenes empleadas, la serenidad. En el
planchero recitaban el rosario.

Cuando vio que las cosas funcionaban, el Padre les abrió un nuevo horizonte: había
llegado el momento de acoger en la Obra a mujeres cuya profesión sería la de santificar
el trabajo doméstico en los Centros del Opus Dei, aparte de los mil apostolados y tareas
varias que podrían emprender al ritmo del desarrollo de la Obra. Años más tarde se las
denominaría numerarias auxiliares. Sin su trabajo, aclaraba el Padre, la Obra no lograría
ser ese hogar luminoso y alegre que Dios quería. Llegarían en gran número y se
expandirían por el mundo entero. Y los Centros, atendidos de ese modo, no sólo serían
lugar pacífico donde hallar descanso, sino también trampolín indispensable para las
muchas personas que los frecuentarían y que, gracias en parte a ese clima de familia, se
convertirían ellas mismas en apóstoles.

Aunque hablara con la normalidad de una conversación familiar, el Padre, cuando se


refería a la Obra, tenía un tono profético: describía como realidades consolidadas cosas
que, entonces, no se veían o ni siquiera estaban en germen. Sus primeras hijas lo sabían
y le creían. Aquel día, cuando don Josemaría se fue, ellas se dirigieron al oratorio para
digerir ante el Santísimo esa nueva apertura de horizontes. «Desde aquel momento —
cuenta Encarnita— la vocación de Dora ocupó muchas horas de nuestra oración y del
trabajo; nuestro Padre la llevaba encomendando más tiempo».

En 1945, cuando se abrió en Bilbao la Residencia Abando, Dora del Hoyo y Concha
Andrés se fueron allí voluntarias. Y, en la víspera de san José de 1946, ambas pidieron la
admisión en el Opus Dei. El Padre comentaría que esas dos cartas habían sido el mejor
regalo de todos los días de su santo.

Tal como había previsto el fundador, muy pronto llegaron a la Obra otras mujeres, en
Madrid y en Bilbao. En la capital vasca pidió la admisión Julia Bustillo, que trabajaba en
el primer Centro masculino. Respetando siempre las normas de separación establecidas
por el Padre, la trataban con sincera deferencia y gratitud, como era normal en las
familias de entonces, que en cierto modo englobaban también como un miembro más a
las empleadas domésticas. Escribe:
«Llegaba por la mañana de casa de mi familia, en el tranvía de las 6.30, y regresaba por la tarde. Desde el
primer momento me conquistaron las atenciones que tenían conmigo: cuando oían el tranvía de Santurce, que
hacía un ruido especial, estaban atentos a abrir la puerta para no hacerme esperar. A veces, por la tarde, me
avisaban de la hora para que me diese tiempo a cogerlo. Me admiraba encontrar por la mañana los platos

77
recogidos y todo ordenado. Yo pensaba que aquellos señores eran hermanos, y así me explicaba que viviesen
juntos. Además, los veía rezar e ir a Misa, y me conmovía el cariño con que intentaban que estuviera a gusto.
Un día me llamó a mediodía el director y me dijo: “Hoy llegarán dos sacerdotes, hacia las seis o las siete”.
Entendí que se trataba de dos sacerdotes importantes. Arreglé las habitaciones como me habían indicado y
pensé en preparar un menú especial. Pero cuando se lo pregunté al director, oí que me respondía: “Haga lo que
mejor crea”.
Entonces pedí prestado a una señora que nos ayudaba mucho dos pucheros de loza, para hacer una buena
menestra. Luego preparé una cola de merluza rellena y, como postre, fruta.
Hacia las siete de la tarde sonó el timbre. Eran el Padre y don Álvaro, que me saludaron con gran cariño.
Tiempo después don Álvaro bromeaba conmigo diciendo que estaba muy seria y parecía algo enfadada. Al acabar
la cena, el Padre me felicitó y me preguntó dónde había aprendido a cocinar así. El Padre iba todos los días a ver
las obras de la Residencia masculina, que tenía que abrirse en septiembre de aquel año 1945. Me gustaría poder
contar todo detalle de aquellos días, pero sólo consigo recordar cuánto trabajaba el Padre y el cariño que transmitía
a cada persona. Al irse dejó dicho que me dieran una propina de 25 pesetas, que entonces era mucho. Pero al día
siguiente las gasté comprando lo necesario para otros huéspedes que llegaban.
Ya no vi más al Padre en Bilbao. Iba descubriendo el espíritu de la Obra, pero nadie me decía nada. Cuando
estaba a punto de abrirse Abando, el director me explicó que habían venido chicas de Madrid y que podía
trasladarme a vivir con ellas en la administración. Me resistí, porque suponía que los estudiantes serían muchos y
eso me atemorizaba. Pero al fin decidí ir y doy gracias a Dios siempre por eso.
La convivencia y lo que me iban enseñando sobre la Obra me llevó a comprender la vocación y el sentido de
mi trabajo. Cuando pidieron la admisión las primeras numerarias auxiliares y a continuación se fueron a vivir a
Los Rosales, yo me di cuenta de lo que había sucedido, pero me parecía que era demasiado vieja para seguir sus
pasos. […] Cuando al cabo de una semana regresé de casa de mis padres, una de las señoritas me dijo que había
pedido la admisión en la Obra otra empleada. Entonces le confesé que me sentía demasiado mayor para eso, pero
ella me dijo que en la Obra había sitio para todos si el Señor les llamaba. Y dije que sí».

El Padre veía nacer y desarrollarse los diversos elementos de la Obra como quien
asiste a algo que no es suyo, aunque le haya costado sangre, sudor y lágrimas. Por las
numerarias auxiliares sintió siempre una debilidad que no ocultaba. Y decía a las otras
numerarias:
«No tengáis envidia, si digo que tengo especial predilección por esas hijas. Más: quiero, pido a Dios que
vosotras sintáis la misma afectuosa predilección por esas hermanicas vuestras pequeñas; y que este espíritu se
haga tradición y realidad siempre en nuestra Obra».

Con el tiempo, las condiciones sociales y culturales cambiaron y el apostolado de las


mujeres de la Obra alcanzó horizontes impensables en los comienzos. Nacieron escuelas
de formación hotelera y hasta cursos de licenciatura en Ciencias domésticas. En muchos
países, el nivel de instrucción se ha elevado y muchas mujeres diplomadas, licenciadas e
incluso con experiencia profesional abrazan la vocación de numeraria auxiliar.

Junto a varias más, Dora se trasladó a Roma en diciembre de 1946 para trabajar en la
administración del primer Centro de la Obra en Italia. Más tarde, fue un valioso apoyo
de san Josemaría en otros países —Inglaterra, Francia, Irlanda—, así como formando en
Roma, con su actividad profesional, a mujeres más jóvenes procedentes de todo el
mundo. A su muerte en enero de 2004, el actual Prelado del Opus Dei, mons. Javier
Echevarría, quiso que sus restos reposaran en la Cripta de la Iglesia prelaticia de Santa
María de la Paz, muy cerca de los de san Josemaría y de mons. Álvaro del Portillo. La
extensión de la fama de santidad de Dora del Hoyo ha llevado a editar una estampa con
una oración para la devoción privada, así como a iniciar los trámites para la apertura de

78
su causa de beatificación.

79
VII
ITALIA Y PORTUGAL

El final de la guerra civil española no significó el final de las enemistades y rencores


entre la gente de ambos bandos. Y en aquel clima resentido, don Josemaría predicaba
ardientemente el perdón y la reconciliación, sin perder ocasión. En un tren, por ejemplo,
coincidió con un oficial de ánimo rencoroso. Así anotó el episodio en sus Apuntes
íntimos:
«Ha sufrido extraordinariamente en su familia y en su hacienda, por las persecuciones de los rojos, profetiza
sus próximas venganzas. Le digo que he sufrido como él, en los míos y en mi hacienda, pero que deseo que los
rojos vivan y se conviertan. Las palabras cristianas chocan, en su alma noble, con aquellos sentimientos de
violencia, y se le ve reaccionar. Me recojo como puedo y, según mi costumbre, invoco a todos los Custodios».

De nuevo en un tren, el Padre se topó otra vez con una familia a la que conocía de
antes de la guerra y tuvo que aclararles que el régimen nazi, con el que muchos
simpatizaban en aquellos primeros años, era fuertemente anticristiano e inhumano. Pero
también estaban los del otro bando. Un día tuvo que tomar un taxi y, como siempre, se
puso a charlar con el conductor, hablándole de Dios, y la conversación derivó hacia la
pacífica convivencia y del deber de olvidar las desgracias por las que España había
pasado. El taxista lo escuchaba callado, pero al llegar al punto de destino preguntó al
sacerdote:

«Oiga, ¿dónde estaba usted durante el tiempo de la guerra?».

«En Madrid».

«¡Lástima que no le hayan matado!», replicó el taxista.

Don Josemaría no hizo el más leve gesto de indignación. Al contrario, con mucha paz
preguntó al taxista:

80
«¿Tiene usted hijos?». Y como el otro hiciese un gesto afirmativo, añadió: «Tome,
para que compre unos dulces a su mujer y a sus hijos», al tiempo que depositaba en su
mano una buena propina. Él, pobre de solemnidad.

No se harán aquí análisis históricos que requerirían interminables explicaciones.


Bastará recordar que, en aquellas circunstancias, don Josemaría se mantuvo al margen de
todo esquema partidista. Era sacerdote hasta el fondo, sacerdote para todas las almas.
Años antes, en 1934, había escrito: «La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre
para resolver la situación lamentable de la Iglesia en España desde 1931». El Opus Dei,
por voluntad de Dios, era universal en el espacio y en el tiempo, como la Iglesia. El
Padre se concentró en su propio objetivo y se entregó a un amplísimo apostolado. La
perseverante decisión de no adoptar signos que ni remotamente lo asimilasen a un credo
político, fue realmente heroica y suscitó rechazo en las mentes más ideologizadas u
obtusas. Por ejemplo, nunca hizo el saludo romano a lo fascista, muy difundido en la
España de entonces como reacción al puño cerrado comunista.

La Obra debía mantenerse universal, ser defendida de todo intento de


instrumentalización y, sobre todo, tenía que acoger las plurales y legítimas ideas y
opiniones de sus miembros y de cuantos se acercasen a sus apostolados. Durante la
época franquista, el Padre tuvo hijos tanto en el aparato del régimen como en el exilio.
Hoy sería injusto acusar de iniquidad a quienes colaboraron con la dictadura: a
diferencia de lo que sucedió con el nazismo y el fascismo, la Iglesia nunca la condenó.
En tales circunstancias, a las personas hay que juzgarlas por la rectitud de su obrar.

El Padre se atuvo también a un sano pragmatismo. Lo muestra bien el caso de Joan


Baptista Torelló, uno de los primeros fieles del Opus Dei en Barcelona. Corría 1941, en
plena exaltación nacionalista de los exponentes de Falange. Barcelona fue inundada de
lemas “patrióticos”: «¡Si eres español, habla español!»; «¡Español, habla la lengua del
Imperio!». Las manifestaciones de cultura local se consideraban peligrosas,
potencialmente contrarias a la unidad nacional. Joan Baptista reveló al Padre que
pertenecía a una organización de defensa de la cultura catalana, sospechosa ante la
policía de tramar actividades clandestinas y antifranquistas. El Padre le reafirmó que
gozaba de plena libertad en sus posturas culturales y políticas, con los solos límites
impuestos por la misma fe. Y agregó: «Pero, ya que me lo has dicho, te quiero dar un
consejo. Procura que no te detengan, porque, siendo pocos, no nos podemos permitir el
lujo de que uno de nosotros esté en la cárcel».

El peligro de verse instrumentalizado o manipulado era para el fundador y para la


Obra un riesgo efectivo en aquel período de exaltación. Por eso se mantuvo sumamente
prudente en sus relaciones con las autoridades civiles. Constatar que esa cautela era
insuficiente causó en parte su traslado a Roma. «Éste ha sido —confesó— uno de los
motivos que me obligaron, desde 1946, a no vivir en España, a la que no he vuelto desde
entonces, salvo en muy raras ocasiones y por muy pocos días».

81
En junio de 1939, el Padre predicó un curso de retiro espiritual para estudiantes cerca
de Valencia, que dio un fuerte impulso a la labor de la Obra en esa ciudad. Y en
Valencia, tres meses más tarde, se imprimió Camino. Llegaban numerosas personas que
deseaban entrar en el Opus Dei para entregarse por completo: con vocación cristiana
tanto en el ámbito familiar como en el celibato apostólico.

No sólo predicó a laicos. Fueron muchos los obispos españoles que en los primeros
años cuarenta pidieron a don Josemaría que diera ejercicios espirituales a su clero. Tras
las devastaciones de la guerra civil era necesario alimentar la vida espiritual de los
sacerdotes y de todos. Y el Padre había adquirido fama no sólo de excelente predicador,
sino de sacerdote santo.

Años después, hablando a un grupo de sacerdotes diocesanos, comentó:


«Comencé a llamarles cursos de retiro espiritual, y los obispos de España me llamaban. Yo iba de una parte a
otra dando cursos de retiro, algún año a más de mil hermanos nuestros. En algunas diócesis, hasta siete u ocho
tandas seguidas. […] Los seguía uno a uno, como se sigue a cada una de las ovejas de un rebaño. Yo iba detrás de
los que no venían a verme; con una excusa cualquiera, con una sonrisa: ¿le va bien?, ¿come bastante?, ¿le
cuidan?».

Su predicación era oración personal en voz alta. Transmitía a los asistentes su amor al
Señor, su vida interior. El tema era siempre Jesús y el Evangelio, meditación en contacto
directo con la vida pujante de Cristo, el Hijo de Dios que con su sacrificio en la cruz nos
obtuvo el don inmenso de ser hijos de Dios. Fuera el que fuese el asunto que abordase,
desde el pecado y la gracia hasta los novísimos, el punto de llegada siempre era la unión
personal con ese Jesús que vive y nos ama.

Un doloroso suceso trasluce con evidencia su ardiente amor al sacerdocio y a los


sacerdotes. En 1941, cuando se disponía a salir hacia Lérida para impartir uno de
aquellos cursos de retiro a sacerdotes, su madre cayó enferma. Decidió ir de todas
formas, pues los médicos le aseguraron que no parecía grave.

«Ofrece las molestias por la labor que voy a hacer», le pidió al despedirse.

Y al salir de la habitación oyó que la madre bisbiseaba: «¡Este hijo…!».

Al llegar al seminario de Lérida, se arrodilló ante el sagrario: «Señor, cuida de mi


madre, puesto que estoy ocupándome de tus sacerdotes».

Dos días después, con el pensamiento de don Dolores en el corazón, se detuvo a


predicar sobre la figura de la madre del sacerdote. Afirmaba que su papel es tan
importante que convenía pedir al Señor que se la lleve al Cielo sólo después de la muerte
del hijo sacerdote.

Terminada la meditación, se recogió en oración ante el Santísimo. Se le acercó

82
entonces, con el rostro demudado, el administrador apostólico de la diócesis, que
participaba en los ejercicios, y le dijo en voz baja:

«Álvaro del Portillo le llama por teléfono desde Madrid».

Doña Dolores había muerto.

Años después comentó don Josemaría:


«Desde entonces, siempre he pensado que el Señor quiso de mí ese sacrificio, como muestra externa de mi
cariño a los sacerdotes diocesanos, y que mi madre especialmente continúa intercediendo por esta labor».

Más allá del amor filial, don Josemaría estaba agradecido a su madre por la ayuda
insustituible que había prestado a la Obra. Recordaba el día en que le regaló un libro
sobre la vida de san Juan Bosco, con una intención que ella captó de inmediato:

«¿Es que quieres que yo haga como la madre de don Bosco? Te aseguro que no tengo
la más mínima intención».

«Pero mamá, ¡si ya lo estás haciendo!».

Y ella se echó a reír, mientras aseguraba: «Y continuaré haciéndolo con mucho


gusto».

Doña Dolores se había convertido, y así se la llamaba cariñosamente, en la Abuela.


Por lo demás, desde la fundación de la Obra no había hecho otra cosa que ayudar a su
hijo. Durante la guerra arriesgó incluso su vida custodiando las anotaciones y los
primeros documentos del Opus Dei. Fue verdadera madre, o abuela, para aquel puñado
de nietos.

Volviendo a la época de los compromisos de predicación en tantas diócesis, hay que


decir que, si bien todos los obispos lo estimaban y parecían entender la Obra que don
Josemaría llevaba a cabo, quien realmente le profesaba un afecto paterno y sin límites
era el Obispo de Madrid, mons. Leopoldo Eijo y Garay. Había comprendido
perfectamente la naturaleza y la misión del Opus Dei, y se sentía honrado de facilitar su
desarrollo. Mantenía con don Josemaría una relación de gran confianza y cordialidad.

No obstante, la Obra y la propia persona del fundador encontraron en esos años la


incomprensión de algunos hombres de Iglesia. No se necesita mucho esfuerzo para
difundir una campaña de habladurías y auténticas calumnias. El Padre sufría, aun
sabiendo que —con palabras de santa Teresa— Dios trata así a sus amigos y que la
mayor parte de los fundadores en la historia de la Iglesia han padecido persecuciones de
ese género.

El obispo, seriamente preocupado, quiso otorgar una aprobación diocesana, en marzo

83
de 1941, con la esperanza de que esa medida pusiera fin a las maledicencias. El Padre
narró lo que sucedió una noche, cuando ya estaba acostado y empezaba a conciliar el
sueño:
«Sonó el teléfono. Me puse y oí: Josemaría… Era don Leopoldo, entonces obispo de Madrid. Tenía una voz
muy cálida […]. Me dijo: Ecce Satanas expetivit vos ut cribaret sicut triticum. El demonio os removerá, os
zarandeará como se zarandea el trigo para cribarlo. Luego añadió: yo rezo tanto por vosotros… Et tu…confirma
filios tuos! Tú, confirma a tus hijos. Y colgó. Bonito, ¿verdad?».

Era todo cierto. La aprobación concedida a la Obra no frenó las críticas calumniosas
contra el fundador, sino que hizo recrudecer los ataques. Estaba sucediendo lo anunciado
en una de las locuciones interiores que el Padre recibía: para que todo se arregle, es
preciso que antes todo se descabale. La bomba explotó en Barcelona.

Había en esta ciudad un grupo incipiente de jóvenes estudiantes universitarios, que


hacían apostolado con sus colegas y se reunían en un pequeño piso bautizado en catalán
con el pomposo nombre de El Palau, el palacio. Varios de ellos provenían de las
congregaciones marianas, llevadas por los jesuitas. En alguno de estos religiosos se
despertó un doble sentimiento: por una parte, la incomprensión respecto al espíritu de la
Obra de santificación en medio del mundo y, por otra, la reacción a una presunta
invasión de terreno, por lo que el hecho de frecuentar ese nuevo ambiente formativo
equivalía a traicionar a la congregación.

La oposición comenzó con una serie de visitas a las familias de los estudiantes que
habían pedido la admisión en la Obra. Así lo contaba Rafael Escolá:
«Enseguida visitaron a mi familia para contarles que la Obra era “una herejía muy peligrosa”, a nosotros “nos
iban embaucando poco a poco”, el Padre “era diabólico”, se nos prohibía la confesión; por hacer oración nos
calificaban de “iluministas”, también practicábamos “ritos inventados” […]. Mis hermanos intentaron disuadirme
de lo que llamaban una “ofuscación” mía, y todos pasaron años muy malos hasta que, poco a poco, la verdad se
fue abriendo paso».

Queda todo sustancialmente dicho en estas pocas líneas. El resto es contorno, pero un
contorno que, si hoy parece novelesco, entonces hizo sufrir mucho: miembros de las
congregaciones apostados como espías, homilías furibundas contra la Obra, su fundador
y Camino; denuncias penales, acusaciones que volaban a Roma. No vale la pena
detenerse más, pues los historiadores ya han aclarado suficientemente la cuestión.

El Padre perdonó desde el primer momento. Una noche de 1942, desvelado por las
malas lenguas, se levantó de la cama, se fue al sagrario y dijo: «Jesús, si Tú no necesitas
mi honra, yo ¿para qué la quiero?».

Volvió a acostarse, se durmió tranquilo y desde ese día desaparecieron las


preocupaciones. Años después, varios de los detractores fueron a pedirle perdón, y él les
respondió: «No me habéis ofendido; me dio mucha pena la ofensa a Dios que pudieron
cometer los que os habían informado mal, y también a ellos los quiero de veras».

84
Era cierto. La Obra representaba tal novedad que no asombra que personas incluso
buenas no la entendiesen. Y crecía con tal ímpetu que resultan comprensibles los
temores de algunos. Ahora bien, entre tanto, las maledicencias las lleva el viento hasta
donde no se sabe, el más insospechado las escucha y se reinventa otra historia, otras
palabras, otro vendaval.

La confusión había sobrepasado el restringido ámbito de las congregaciones marianas


y se difundía entre los fieles. Muchas personas acudieron en busca de consejo al
monasterio benedictino de Montserrat, faro de la vida cultural y religiosa catalana. Dom
Aurelio María Escarré, abad coadjutor, fue muy prudente y honesto al pedir información
al Obispo de Madrid:
«De actualidad palpitante en extremo, el asunto “Opus Dei”, fundación del Dr. Escrivá, sacerdote de esa su
Diócesis, y siendo muchos los que con diferentes y opuestos fines nos han consultado sobre este asunto —muy
particularmente en el confesonario— y para que sepamos a qué atenernos en nuestro particular gobierno,
desearíamos normas claras y seguras. Como sea que V.E., según nos comunicó el Sr. Obispo de Pamplona cuando
estuvo con nosotros, trata este asunto personalmente por radicar en su Diócesis; por esto me atrevo, movido por la
necesidad, a recurrir a V.E. en demanda de ellas confiando de su benevolencia atenderá mi súplica».

El Obispo de Madrid respondió con una larga carta de fecha 21 de junio de 1941, en
la que explicaba pormenorizadamente la historia y el espíritu de la Obra, su
convencimiento de que se trataba de una obra divina y su certeza de que los
calumniadores, mal informados, habían obrado de buena fe.

Que el Padre se mantuviese sereno no quiere decir que no sufriera: «Me duele en el
alma la situación durísima —que ya se va alargando excesivamente— de aquellos hijos
míos de Cataluña». También en Madrid se habían formulado denuncias anónimas ante
las autoridades civiles. El Vicario General, don Casimiro Morcillo, no bromeaba cuando
un día le dijo: «Josemaría, mira que un día u otro te meten en la cárcel».

Esto no llegó a ocurrir. Tanto mons. Eijo y Garay como el Nuncio, mons. Cicognani,
se erigieron en infatigables defensores. El Padre intentó aclarar las cosas directamente
con los religiosos calumniadores, pero fue en vano. Más aún, corría de boca en boca o
impreso en panfletos anónimos el rumor de que el Obispo de Madrid había sido
engañado, que Roma le corregiría por proteger a herejes… Pero don Leopoldo no era
hombre que se dejase intimidar.

Un día, mientras el fundador conversaba con el obispo, le vino a la mente que éste
seguramente figuraría en la lista de candidatos a la sede primada de Toledo y que, a la
vista de las críticas que recibía, era probable que su candidatura decayese. Entonces le
dijo: «Señor obispo: ¡déjeme en la calle, abandóneme! Por lo menos, haga como que me
abandona, para recogerme después: porque, si no, se juega la mitra de Toledo».

Pero don Leopoldo, muy serio, le contestó: «No le abandono, don Josemaría, porque
no me juego la mitra de Toledo: ¡me juego el alma!».

85
Los primeros miembros de la Obra que residieron en Roma fueron José Orlandis y
Salvador Canals, desde octubre de 1942. Los dos eran juristas y habían conseguido becas
de estudio para investigar en Roma. La Ciudad Eterna era un hormigueo de tropas
alemanas. La Marina de Guerra ocupaba las ciudades costeras y se temían ataques
aliados en breve. Tomaron contacto con diversos eclesiásticos residentes o de paso por
Roma: el Cardenal Tedeschini, mons. Ruffini —futuro Cardenal de Palermo—, mons.
Montini —futuro Pablo VI— y varios más. A todos hablaron de la Obra, del servicio que
prestaba ya a la Iglesia y de sus perspectivas apostólicas.

A mediados de enero de 1943, Pío XII los recibió en audiencia. El Papa dominaba el
español y… lo prefirió al exiguo italiano de los jóvenes. José y Salvador le hablaron de
la Obra, del amor al Papa aprendido del fundador, de las características de su vocación.
El Papa les interrumpió varias veces para mostrar admiración.

El 21 de mayo, Francisco Botella, que pasó varios meses en Italia, tuvo también una
audiencia privada con Pío XII, en la que le preguntó por el Padre, por la Obra y por “la
contradicción de los buenos”. Y el 4 de junio, como vimos en el capítulo anterior, el
Papa recibió a Álvaro. Se presentó en el Portón de Bronce con el uniforme de gala de los
ingenieros españoles, azul con botonadura dorada, galones y bicornio. Alguien, al verlo
pasar, comentó: «¡Increíble, tan joven y ya almirante!».

No fue muy diferente la reacción de la guardia suiza, a la que el comandante ordenó


formar ante tan llamativo uniforme. Álvaro demostró una vez más su sangre fría: pasó
revista a la tropa, hizo el saludo militar al comandante y subió solemnemente la escalera
hacia la sala de audiencias. Anécdotas aparte, el Papa siguió con gran interés los asuntos
sobre la Obra que le expuso el elegante ingeniero. Él mismo, profesional laico, era una
muestra elocuente de lo que pedía.

Pero todo se paralizó cuando, el 19 de julio, más de quinientas fortalezas volantes y


sus bombas oscurecieron el cielo de Roma. Para la historia ha quedado la imagen de Pío
XII con los brazos abiertos suplicando la paz. La guerra no acabaría hasta la primavera
de 1945.

Los fieles de la Obra se multiplicaban. Se agudizó el problema de la asistencia


sacerdotal. Como ya se ha recordado, el Padre sabía que los sacerdotes tenían que
proceder de los laicos del Opus Dei, para garantizar la unidad de espíritu. Y, como
también se ha visto, en la mañana del 14 de febrero de 1943, mientras celebraba Misa en
un Centro del Opus Dei, recibió la inspiración acerca de la Sociedad Sacerdotal de la
Santa Cruz, que solucionaba la incardinación de los futuros sacerdotes: formarían parte
integrante e inseparable de la Obra, y ésta permanecería esencialmente laical.

Hacía tiempo que tres de los primeros miembros del Opus Dei, Álvaro del Portillo,
José María Hernández Garnica y José Luis Múzquiz, los tres ingenieros, se preparaban

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para la ordenación sacerdotal, estudiando con los mejores profesores que el Padre pudo
encontrar. Y el 25 de junio de 1944 recibieron el Orden sagrado de manos del Obispo de
Madrid. El Padre no quiso estar presente en lo que podía parecer un éxito o un triunfo.
Se quedó en casa, recogido en oración, de acuerdo con su lema de siempre: «Ocultarme
y desaparecer».

Con todo, la preocupación por los sacerdotes diocesanos, con mayor motivo en
aquellos años en que tanto se dedicaba a atenderlos, no abandonaba la mente del Padre.
¿No podrían formar parte de la Obra ellos también? Su adecuado encaje planteaba no
pequeños problemas canónicos. Fue tan fuerte ese anhelo que, hacia 1950, pensó en
comenzar otra fundación, que proporcionase una solícita asistencia espiritual al clero
diocesano. Y eso que tal planteamiento le supondría el tremendo sacrificio personal de
abandonar el Opus Dei, para dedicarse a sacar adelante la nueva institución. Gracias a
Dios, no llegó a ser necesario, ya que el Señor le inspiró una vez más: también los
sacerdotes diocesanos cabían en el Opus Dei, en la Sociedad Sacerdotal de la Santa
Cruz, sin trastocar lo más mínimo su exclusiva dependencia del obispo de su diócesis de
incardinación.

Un día del año académico 1944-45, el Padre pidió a sus hijos más jóvenes que
rezaran por una intención suya. Requerimientos de este tipo eran frecuentes, pero esta
vez la intención, que el Padre explicitó, era singular: quería luces de Dios sobre dónde
convenía comenzar primero, si en Portugal o en Italia. Unos días después les dijo que el
dilema estaba resuelto: se iría a los dos países.

En Roma estaban ya José Orlandis y Salvador Canals por motivos de estudio, y don
Álvaro había viajado para la primera aprobación de la Obra. Pero en Portugal pensó en ir
el propio Padre para hacer la «prehistoria», tal como solía denominar a la labor de
primeros contactos y preparación del apostolado.

Emprendió el viaje a Portugal en febrero de 1945. A decir verdad, se dirigió a Tuy,


ciudad fronteriza de cuya diócesis era Obispo su gran amigo fray José López Ortiz,
quien le acogió, como siempre, con entusiasmo y logró que se entrevistara con sor Lucía,
la vidente de Fátima, entonces Religiosa Dorotea en Tuy. Ella fue quien insistió al Padre
para que acelerase el comienzo de la Obra en Portugal, yendo a conocerlo. Aquello no
estaba en sus previsiones en ese momento y ni siquiera tenía pasaporte.

«Eso lo resuelvo yo enseguida», dijo sor Lucía, quien con un telefonazo a Lisboa
obtuvo un permiso de entrada en Portugal para el Padre y sus acompañantes.

El Padre y don Álvaro, con Miguel Chorniqué, que conducía el coche, venían ya de
un largo periplo, con breves estancias en Ávila, Salamanca, Valladolid, Palencia, León,
Astorga, Orense… y Tuy. Pero no se echó para atrás ante la imprevista prolongación del
viaje por tierras portuguesas. ¿No había dicho que la Obra salía adelante al paso de

87
Dios? A la comitiva inicial se sumaron el Obispo López Ortiz y su secretario, don
Eliodoro Gil, aquel amigo entusiasta del Padre que, como hemos visto, encaminó hacia
la Obra a Nisa González Guzmán. En la última conversación, el Padre preguntó a sor
Lucía si quería algo para su familia, a la que probablemente verían. No deseaba nada,
pero el Padre mandó comprar para ellos un buen pan, que entonces era caro. Durante
toda la vida afirmó que la vidente de Fátima fue la causa del comienzo de la Obra en
Portugal. También comentó que la consideraba una santa, pero que cuando la veía nunca
habló ni intentó hablar de las apariciones.

El 5 de febrero llegaron a Oporto. El Obispo, mons. Agostinho de Jesús Souza,


estuvo muy afectuoso. Al día siguiente fueron invitados a comer por mons. José Alves
Correia da Silva, Obispo de Leiría, que les mostró los cuadernos originales de sor Lucia.
En el Santuario de Fátima, ya casi terminado, les acompañó el canónigo Galamba de
Oliveira, uno de los primeros historiadores de las apariciones. En Fátima, el fundador
confió a la Virgen el futuro apostolado del Opus Dei en Portugal y fechó el prólogo a la
cuarta edición de Santo Rosario, un comentario suyo a esa oración mariana. En Aljustrel
conoció a varias familias que habían tomado parte en los históricos acontecimientos y
quiso hacerse una foto con la madre de Jacinta, una de las pequeñas videntes, ya
fallecida.

El día 7 se entrevistó en Lisboa con el Cardenal Cerejeira, que estuvo muy solícito,
pero que —en palabras del Obispo de Tuy— «no comprendió mucho la novedad de la
Obra». El Padre quedó con él en hablar con más calma del Opus Dei en otra ocasión.

En Coimbra quiso recibirles, pese a encontrarse enfermo, mons. António Antunes.


López Ortiz refiere que el Obispo de Coimbra «estuvo muy abierto y afectuoso, y se
manifestó dispuesto a ayudar. El Padre decidió que se comenzaría allí la labor».

El Padre volvió a Coimbra en junio del mismo año, y esta vez conoció a Guilherme
Braga da Cruz, joven profesor de la universidad, que le llevó a visitar una “república de
estudiantes”, típico alojamiento universitario de aquellos años, para que se hiciese una
idea con vistas al comienzo de la Obra. Y en febrero de 1946 llegaban a Coimbra los
primeros miembros del Opus Dei, siempre con la ayuda del Obispo López Ortiz. La
primera visita fue al Obispo de Coimbra, mons. António Antunes.

Era el primer trasplante apostólico. Le seguirían muchos más. El Padre hablaba de los
granos de trigo lanzados a voleo por el divino sembrador, que debían estar dispuestos a
morir para dar fruto. Dispuestos a identificarse con el nuevo país, con su gente, sus
costumbres, sin encapsularse como un cuerpo extraño. A Paco, a Xavier y a Laureano les
insistió en olvidar las pasadas rivalidades entre España y Portugal, y en no caer en la
trampa de discutir si alguien en su nuevo país sacaba a relucir esos viejos fantasmas.

El 25 de febrero de 1946, don Álvaro se embarcaba de nuevo para Roma, esta vez ya

88
como sacerdote. A pesar de las dificultades causadas por el conflicto, el procedimiento
había seguido adelante en los dicasterios. En aquel momento había una gran
concentración de obispos, ya que el Papa había creado treinta y dos nuevos cardenales,
casi todos no italianos. Y para la aprobación pontificia del Opus Dei venían muy bien las
cartas comendaticias de pastores que avalasen su espíritu y su apostolado al servicio de
la Iglesia. Ya se tenían las de más treinta obispos españoles, que contaban en sus
diócesis con personas de la Obra o deseaban tenerlas. Y don Álvaro no tuvo dificultad en
obtener en Roma otras más, hasta el punto de que pudo compilarlas en un libro de cien
páginas para presentárselas al Papa. Las redactaron los tres nuevos cardenales españoles:
de Tarragona, de Granada y el Primado de Toledo; el Cardenal Cerejeira de Lisboa,
quien, pese a lo dicho sobre su entrevista con el Padre, quiso escribir la carta antes de
que se le pidiese; y otros.

Don Álvaro se presentó al Cardenal Ruffini diciéndole: «Probablemente no me


reconoce, porque la última vez que nos vimos llevaba bigote y vestía de civil». El
cardenal le acogió con gran alegría e hizo en público grandes elogios de la Obra y de los
miembros que había conocido. «Bien sabéis que donde yo estoy debe estar también la
Obra: tenéis que venir a Palermo».

Consiguió once cartas de cardenales, muchas más de las necesarias, sobre todo si se
considera que el número total de los purpurados era de sesenta y nueve. Se entiende así
la exclamación que, medio en serio y medio en broma, profirió el Cardenal de Colonia,
Joseph Frings, en latín: «Sed insatiabiles estis! – ¡Sois insaciables!».

A don Álvaro en Roma y al Padre en Madrid les urgía obtener la aprobación


pontificia para salir al paso de las conocidas dificultades. Sin embargo, era igualmente
preciso que el ropaje jurídico respetase fielmente el espíritu y la vida de los miembros
del Opus Dei, laicos en el mundo. Escribía el fundador en esa tesitura: «No podemos
aceptar en conciencia lo conseguido hasta ahora, como cosa intangible y definitiva. Hay
que avanzar y mejorar, hasta lograr un cauce, en el que se asegure con genuinidad lo que
Dios quiere de nosotros».

Ahora bien, la petición formulada en 1946 vino a confluir con una línea de estudios
jurídicos y pastorales que, bajo el título de «Formas nuevas», estaba llevando a cabo la
Santa Sede. Ya el propio título indica la vaguedad reinante en esos momentos. Un molde
para las nuevas formas apostólicas, que no encajaban exactamente en los módulos de
órdenes y congregaciones, ni tampoco en los diocesanos. De ahí nacerían los institutos
seculares, los cuales, pese al nombre, fueron pronto asimilados a los modelos religiosos.

Fue éste el gran tormento del fundador hasta el último día de su vida: obtener un
cauce canónico adecuado a la naturaleza secular del Opus Dei. Sin embargo, tal cauce
había que crearlo, sencillamente porque no existía; además de que, por otra parte, la
Curia romana trabajaba con prudencia, por no mencionar la dificultad de algunos

89
eclesiásticos para comprender el fenómeno espiritual y pastoral de la Obra. La
insistencia y la “prisa” del fundador a propósito de cosas tan diferentes de las habituales
—a la par que tan sencillas y presentadas siempre con ejemplar espíritu de obediencia—,
parecían destinadas a ganarse incomprensiones y cierta hostilidad. Pero sobre estos
detalles es mejor remitir a estudios ya abundantes, para evitar también el equívoco de
pensar que san Josemaría consumió su vida en la búsqueda de estas aprobaciones de la
Obra. Su amor a la Iglesia iba mucho más allá. Su impulso apostólico no se detenía ante
estos problemas jurídicos que, en cualquier caso, gracias también a su mentalidad
jurídica, consideraba fundamentales. Su visión llegaba muy lejos en la historia futura, y
la fe y la esperanza se anudaban con la certeza de que la voluntad de Dios no podía ser
vana.

En cualquier caso, en 1946 parecía factible e incluso cercana la solución. Al menos


hasta el 25 de marzo, día en que don Álvaro envió al Padre un telegrama con el
“veredicto” de la Curia: «es urgente esperar», justamente a causa de las formas nuevas.

El 3 de abril, don Álvaro fue recibido en audiencia por el Papa. Al no dominar aún el
italiano, pidió permiso al Papa para hablar en castellano.

Don Álvaro le recordó que ya había tenido la alegría de ser recibido por Su Santidad
en 1943. Ahora el fundador del Opus Dei le había enviado a Roma para pedir el
Decretum laudis, y a la solicitud se unían cuarenta cartas comendaticias. Habló también
de la difusión del apostolado y de la situación de la Obra. El Santo Padre se mostró
sorprendido al oír que los miembros del Opus Dei hacían apostolado con los
intelectuales, y en especial con profesores universitarios, como ciudadanos comunes que
viven en el mundo y buscan ahí la santidad de vida.

«¡Qué alegría!», dijo el Papa, y en ese instante se le iluminó la cara. «Ahora le


recuerdo perfectamente, como si le estuviese viendo, de uniforme, con condecoraciones
y todo. Sí, sí, me acuerdo muy bien».

Don Álvaro le expuso las dificultades que habían surgido en la Sagrada Congregación
de Religiosos. En nombre del fundador, entregó al Papa un ejemplar de Santo Rosario,
de La Abadesa de Las Huelgas y de Camino, todos magníficamente encuadernados. El
Papa quiso hojear enseguida Camino y leer algunos puntos.

«Parece muy bueno para hacer la meditación: son puntos de meditación», comentó.

Antes de despedirse, don Álvaro pudo todavía decir al Santo Padre que él y todos los
miembros del Opus Dei habían aprendido del fundador a ser buenos hijos del Papa.

La audiencia tuvo rápido reflejo en el trabajo de la Curia. Pocos días después, Pío XII
recibió al Cardenal Lavitrano, Prefecto de la Congregación de los Religiosos, y le pidió

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concluir enseguida la cuestión de las «Formas nuevas». El P. Larraona, Subsecretario del
dicasterio, comentó al poco a Salvador Canals: «Están ustedes de enhorabuena. Será la
primera obra que se apruebe».

No obstante, era demasiado optimista. El espíritu del Opus Dei no acababa de encajar
en los módulos canónicos en vigor. Una de las dificultades, por ejemplo, era que
englobase a hombres y mujeres, cosa en cambio lógica si se piensa en el Opus Dei como
una porción del Pueblo de Dios, que comprende hombres y mujeres. Con frase muy
significativa, alguien dijo a don Álvaro: «Han llegado ustedes con un siglo de
anticipación».

91
VIII
EL FUNDADOR EN ROMA

A la vista del estancamiento de los trabajos, don Álvaro juzgó indispensable la


presencia del fundador. Ahora bien, el Padre estaba gravemente enfermo. Al menos
desde 1944 sufría una forma aguda de diabetes mellitus. «Los médicos sostienen —
escribió entonces—, que puedo morir de un momento a otro. Cuando me voy a la cama,
no sé si me levantaré. Y cuando por la mañana me levanto, no sé si llegaré a la noche».
El médico que le atendía, un conocido especialista, le dijo a propósito de aquel viaje:
«Yo no respondo de su vida». Pero era preciso ir a Roma, y lo hizo.

Se desplazó a Barcelona para embarcarse allí rumbo a Génova. En la capital catalana


se reunió con sus hijos y les predicó una meditación. No era la salud lo que le
preocupaba, sino el camino jurídico de la Obra.
«¿¡Señor, Tú has podido permitir que yo de buena fe engañe a tantas almas!? ¡Si todo lo he hecho por tu gloria
y sabiendo que es tu Voluntad! ¿Es posible que la Santa Sede diga que llegamos con un siglo de anticipación…?
Ecce nos reliquimus omnia et secuti sumus te…! [Mira que hemos dejado todas las cosas y te hemos seguido]
Nunca he tenido más voluntad que la de servirte. ¿¡Resultará entonces que soy un trapacero!?».

Lo escuchaban emocionados los de Barcelona, que a golpe de violentas calumnias,


habían aprendido del Padre a confiar plenamente en la Providencia divina.

Embarcó en el vapor J.J. Sister el 21 de junio de 1946, junto con José Orlandis, joven
historiador del Derecho, que regresaba a Roma. Al llegar al golfo de León se
desencadenó una insólita —por la fecha— y furiosa tempestad que azotó a la nave
durante diez o doce horas. Todos, desde el capitán al último pasajero, zarandeados por
las olas, sufrieron fuertes mareos, además del peligro real de naufragio. Y el Padre estaba
gravemente enfermo. Bromeando, pero no demasiado, comentó a su acompañante: «Por
lo que parece, al diablo no le gusta nada que lleguemos a Roma».

Pero llegaron. En Génova les esperaba don Álvaro.

92
«Te has salido con la tuya», le dijo el Padre abrazándolo.

Viajaron a Roma en coche, afrontando todas las incomodidades de atravesar un país


recién salido de la guerra mundial, con carreteras machacadas. Y en Roma descubrió que
era vecino de la casa del Papa… Asomándose a la terraza de aquel ático en la plaza de la
Città Leonina, donde vivían realquilados sus hijos, el Padre se percató de lo cerca que se
hallaba, en línea recta, de los apartamentos pontificios. Sólo les separaba una calle y el
bajo cuartel de la guardia suiza. Era ya de noche y a través de las ventanas iluminadas
del Palacio Apostólico casi podía entrever la silueta de Pío XII. Se conmovió
profundamente y acabó pasando la noche en la terraza, velando en oración el descanso
del Santo Padre. ¡Cuántos recuerdos! Cuando, en época de Pío XI, daba largas caminatas
de una parte a otra de Madrid envuelto en su manteo, recitando el rosario, al final
imaginaba que recibía la Comunión de manos del Papa. El Papa era uno de sus tres
amores, junto a Cristo y a María. Y ahora estaba allí. Era la noche del 23 al 24 de junio
de 1946. El alba fresca de Roma le pilló todavía en la terraza, con el cuerpo exhausto,
pero con una inefable alegría espiritual.

Poco después le habló a un eclesiástico de aquella noche suya en oración, y no tardó


en descubrir que éste se lo contó a otros y que algunos se burlaban de él.
«En un primer momento, esa murmuración me hizo sufrir; después ha hecho surgir en mi corazón un amor al
Romano Pontífice, menos español —que es un amor que brota del entusiasmo—, pero mucho más firme, porque
nace de la reflexión: más teológico y —por tanto— más profundo. Desde entonces suelo decir que en Roma he
perdido la inocencia, y esta anécdota ha sido de gran provecho para mi alma».

Tenía razón don Álvaro: la presencia del fundador aceleró el complicado proceso de
aprobación. Las primeras palabras de afecto y de aliento las recibió de monseñor
Giovanni Battista Montini, el futuro Pablo VI, que siempre mostró amistad y
benevolencia hacia don Josemaría.

No habían pasado muchos días cuando Pío XII, a modo de bienvenida a la ciudad de
Pedro, le envió una fotografía con un autógrafo para «el Fundador de la Sociedad
Sacerdotal de la Santa Cruz y del Opus Dei», fechado el 28 de junio. Al Padre le
embargó un irrefrenable impulso apostólico y, lleno de gratitud al Señor y al Papa,
escribió exultante: «¡Qué alegrón! Lo besé mil veces». Y añadía: «No puedo salir de
Roma sin haber sido recibido por Su Santidad. Rezad por el éxito de esa visita que tanto
me ilusiona». La audiencia tuvo lugar el 16 de julio, en un período en que don Josemaría
trabajaba en Fiuggi, junto con don Álvaro y el P. Larraona, en la definición jurídica de
los Institutos Seculares, entre los cuales, provisionalmente y a falta de otras figuras
canónicas, se incluiría al Opus Dei. El Papa quedó muy impresionado por la figura del
fundador, pues a continuación comentó al Cardenal Gilroy: «Es un verdadero santo, un
hombre enviado por Dios para nuestros tiempos».

El Padre regresó a España en el mes de agosto para volver de nuevo a Roma el 8 de

93
noviembre. La segunda audiencia del Papa Pío XII al fundador la concertó mons.
Montini para el 8 de diciembre. En esta ocasión, el Padre informó ampliamente al Papa
del espíritu del Opus Dei y de sus apostolados. Después, nada más llegar a casa, escribió
a Su Santidad para presentarle
«el testimonio de la filial e inconmovible adhesión de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y del Opus Dei.
En Vos vemos al Vicario de Cristo y por conducto Vuestro oímos la voz del Pastor de los Pastores; por eso
anhelamos que quede hoy ante Vuestra Santidad la suprema aspiración de nuestro Instituto: ir con fidelidad y
dedicación absolutas a cualquier lugar y empresa donde podamos servir a la Iglesia o donde nos mande su Pastor
Supremo».

En diciembre 1946, escribía el Padre a sus hijas:


«Cerrando mis pobres ojos de carne, me pongo a soñar junto a San Pedro, y veo ¡hecho! todo lo que está por
hacer, que es tanto y tan hermoso: extendida la labor por el mundo, para servicio de nuestra Madre la Santa
Iglesia… Si queréis, si sois fieles, alegres, sinceras, mortificadas, almas de oración, todo será y pronto».

Entre tanto, en aquel pequeño apartamento de la plaza de la Città Leonina se vivía en


extrema pobreza. A la escasez de la posguerra se unía una absoluta falta de recursos para
el exiguo grupo de recién llegados a la sombra de Pedro. La mejor habitación había sido
transformada en oratorio. Servía de altar una sobria mesa de madera; de sagrario, un
armarito de madera primorosamente pintado de verde con adornos dorados; y de retablo,
una imagen de la Virgen que parecía antigua: todo se había comprado a bajo precio en
tiendas de anticuarios. Mucha gente vendía por necesidad, efecto sarcástico de la guerra,
y se encontraban extraordinarias oportunidades. El Padre, que era aún más pobre, pudo
adquirir así algo de mobiliario.

En aquella casa, pobres lo eran de veras, comenzando por el espacio disponible: el


mismo cuarto hacía de sala de estar, comedor, estudio, dormitorio; camas plegables se
abrían por la noche en los sitios más inverosímiles; la única verdadera habitación se
había reservado para el Padre, el cual la cedía enseguida al que caía enfermo o veía
agotado; disponían de un único baño para todos. Y el Padre quiso ceder aún una parte
del piso a sus hijas, separando netamente las zonas mediante puertas: a ellas les quedaría
la cocina, un baño, un dormitorio y un minúsculo vestíbulo. Para el uso del oratorio se
organizarían turnos y horarios diferenciados.

Las esperadísimas hijas aterrizaron en Ciampino el 27 de diciembre de 1946.


Encarnita Ortega, Dorita Calvo, Julia Bustillo, Dora del Hoyo y Rosalía López. Llegaron
cargadas de cosas, con maletas y bolsas llenas de lo que sabían que faltaba en la Italia
salida de la guerra. Y traían turrones y dulces navideños, para hacer más gozosas al
Padre y a sus hermanos las fiestas que, tal como imaginaban, hasta entonces habían sido
más bien escuetas. En cuanto le vieron en el aeropuerto, exclamaron: «¡Padre!».

A la vez que se acercaba a saludarlas, les hizo seña de que callaran. Hizo montar en el
coche a sus hijas, mientras don Álvaro y Salvador se encargaban de las maletas. El
Padre, desde el asiento delantero, iba mostrándolas los monumentos romanos y

94
preguntándolas por el viaje y por las que habían dejado en España. Al llegar a la vía de
la Conciliazione pidió al conductor que aminorara la marcha, para que las recién llegadas
pudieran observar despacio la Basílica de San Pedro y el Palacio Apostólico donde vivía
el Papa.

«¿Habéis comido, hijas mías?», les preguntó nada más llegar a casa, tras saludar al
Santísimo. Y ante la respuesta negativa les indicó que tiraran de lo que habían traído.

Al no haber sitio para todas, las numerarias se alojaron en casa de una señora
conocida. Pero había muchas otras limitaciones; por ejemplo, el único remedio contra el
frío invernal era el brasero, uno para los hombres y otro para las mujeres, que se
empleaba también para cocinar ante la insuficiencia de la cocina de gas. El domingo
siguiente, el Padre y don Álvaro las acompañaron a visitar la Basílica de San Pedro,
siguiendo el recorrido que ya se había hecho habitual: visita al Santísimo, rezo del Credo
ante el altar de la Confesión y otras paradas de oración. Al llegar bajo el monumento a
Alejandro VII, don Álvaro hizo una seña al Padre y éste dijo: «Mirad arriba».

Y se les escapó un grito de espanto al ver cernirse sobre sus cabezas el famoso
esqueleto de bronce, mientras el Padre, don Álvaro y ellas mismas trataban de contener
la risa. Luego les dijo que por la tarde podrían disponer de la sala de estar para
entretenerse y escuchar un poco de música en el tocadiscos, otro elemento recuperado.

Pasaron por la casa muchos cardenales, obispos y otros eclesiásticos, para trabajar las
cuestiones jurídicas junto al fundador o simplemente para conocer el Opus Dei. La
administración era una parte importante, no sólo para atender bien a los huéspedes, sino
para ilustrar el espíritu de la Obra a través de muchos detalles de tono humano, familiar,
secular. Tenían ellas que industriárselas para servir la mesa con señorío, a pesar de la
falta de medios en la cocina, y procurar una “apetitosa presentación” de los pobres
alimentos que podían conseguir en medio de la penuria general y con las poquísimas
liras disponibles. Poquísimas de verdad: un día, el Padre debía afrontar un pago y, al
estar sin dinero, llamó a la puerta de la administración para pedírselo a ellas —cabe
imaginar con qué humillación— y oyó que le decían que tampoco les quedaba nada. El
Padre, que tenía y siempre tuvo tratos con la pobreza, enseñaba que la pobreza que se
vive en la Obra es real, pero no ostentosa; «no tiene voz para gritar: soy pobre», no se ve
por fuera, es desasimiento interior y voluntario. Los huéspedes de la casa de Città
Leonina ni se enteraban.

Los procedimientos curiales iban adelante a la par que las visitas. Y el 24 de febrero
de 1947, entonces fiesta de san Matías, la Santa Sede concedió al Opus Dei el ansiado
Decretum laudis, pocos días después de la promulgación de la Constitución apostólica
Provida Mater Ecclesia, la ley marco de las «Formas nuevas», desde entonces llamadas
Institutos Seculares. Con aquel acto pontificio se reconocía el espíritu y el derecho
particular de la Obra y se sancionaba la universalidad de su apostolado. Cuenta una de

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las mujeres:
«Encontré al Padre sentado en el banco de la cocina. Estaba muy contento, contentísimo y, al mismo tiempo —
¿cómo decirlo?—, parecía sentirse indigno de las bendiciones que Dios le enviaba».

Había olvidado todos los sudores de aquel doloroso parto. Por todo festejo sus hijas
sólo lograron preparar un brazo de gitano. No había para más.

Al día siguiente, Radio Vaticana dedicó un espacio al Opus Dei y a su fundador. El


Padre quiso escucharlo junto a sus hijas, pero permaneció todo el tiempo con los brazos
cruzados y la cabeza agachada, recogido en oración. Al terminar les dijo simplemente:
«Dios os bendiga, hijas mías».

Creía seriamente que la Obra la sacaba adelante el Señor.

Pío XII tuvo siempre los brazos abiertos a ese servicio fiel que la Providencia le había
procurado. Seguía el desarrollo de la Obra a través de sus colaboradores más cercanos.
En una tercera audiencia, el 28 de enero de 1949, don Josemaría regaló al Papa una
selección de publicaciones científicas de miembros de la Obra, como un modo de hacer
visible el ideal fundacional de «poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades
humanas».

Pío XII concedió al Opus Dei la aprobación definitiva el 16 de junio de 1950, sólo
cuatro años después de la llegada del fundador a Roma.

En las tardes de verano del Año Santo de 1950, el Padre y varios hijos suyos
aguardaban el paso del Papa en automóvil a las puertas de Villa delle Rose, la residencia
que utilizaban desde poco antes para actividades formativas en Castelgandolfo. Él era el
primero en aplaudir y el Santo Padre, al darse cuenta, se volvía hacia ellos para
impartirles la bendición.

1951 es el año grabado en una lápida que preside la terraza más alta de Villa Tevere,
la sede central del Opus Dei en Roma. Desde allí se goza de una bellísima panorámica
de la Ciudad Eterna, pero la lápida recita casi como una admonición:

O QVAM LUCES
ROMA
QVAM AMOENO HINC RIDES PROSPECTV
QVANTIS EXCELLIS ANTIQVITATIS MONVMENTIS
SED NOBILIOR TVA GEMMA ATQVE PVRIOR
CHRISTI VICARIVS
DE QVO
VNA CIVE GLORIARIS

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«¡Cómo resplandeces, Roma! ¡Cuánto brillas desde aquí en amena contemplación,
con tantos excelentes monumentos de la antigüedad! Pero tu joya más noble y más pura
es el Vicario de Cristo, del que eres la única ciudad que te glorías».

Fue Pío XII, en 1952, quien desbarató una compleja trama, urdida por algunos
eclesiásticos, cuyo objetivo era expulsar al fundador y, en definitiva, destruir el Opus
Dei. He aquí un resumen de aquella singular historia.

En el verano de 1951, aun sin saber a ciencia cierta de qué se trataba, el Padre intuyó
una nueva persecución contra su persona y toda la Obra. Era un presentimiento, una
sensación que la experiencia de fundador y la gracia de Dios le permitían percibir. «Me
siento como un ciego que se tiene que defender —decía el Padre a unos hijos suyos—,
pero que no puede sino dar bastonazos al aire; porque no sé qué pasa, pero algo pasa…».
No sabía qué hacer, en efecto, porque la situación no era clara y la amenaza invisible.
Tenía la impresión de que caminaba sobre arenas movedizas. Don Álvaro, para
tranquilizarle, le decía: «Padre, si va todo bien, si hay muchas vocaciones y, gracias a
Dios, hay muy buen espíritu por parte de todos».

El Padre, sin embargo, como arrastrado por una fuerza divina, insistía en la necesidad
de hacer algo. ¿El qué? «Como no encuentro en la tierra quien de verdad y
decididamente nos ayude, me he dirigido a Nuestra Madre Santa María». Acudió al
santuario de la Virgen de Loreto, Patrona de Italia, el día de la Asunción, para consagrar
el Opus Dei al Inmaculado Corazón de María.

La mañana del 14 de agosto de 1951, bajo un sol ardiente, el Padre, acompañado de


don Álvaro y otros dos miembros de la Obra, salió de Roma en coche. A la mañana
siguiente ofició Misa en la Santa Casa de Loreto, que se encuentra dentro de la gran
basílica. El Padre trató de celebrar la Misa con recogimiento, pero las espontáneas
manifestaciones de piedad de la gente, que ese día circulaba en gran número por la
pequeña capilla, no le dejaron concentrarse:
«Mientras besaba yo el altar cuando lo prescriben las rúbricas de la Misa, tres o cuatro campesinas lo besaban a
la vez. Estuve distraído, pero me emocionaba. Atraía también mi atención el pensamiento de que en aquella Santa
Casa —que la tradición asegura que es el lugar donde vivieron Jesús, María y José—, encima de la mesa del altar,
han puesto estas palabras: Hic Verbum caro factum est. Aquí, en una casa construida por la mano de los hombres,
en un pedazo de la tierra en que vivimos, habitó Dios».

Al acabar de celebrar logró situarse en el minúsculo corredor que hay detrás del altar
de la Santa Casa. Allí hizo la consagración al Corazón dulcísimo de María. La Virgen no
dejaría de proteger al Opus Dei.

Al regreso estaba seguro de que todo se arreglaría. Y en los meses siguientes hizo
otras peregrinaciones para renovar la consagración.

En septiembre de 1951, los contados miembros de la Obra que residían en Milán

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desde el año anterior fueron a saludar al arzobispo, el Cardenal Schuster —benedictino,
hoy beatificado—, que mostraba un afecto tangible tanto a ellos como al fundador.

«¿Dónde habéis estado todo este tiempo?», les preguntó con cierta aprensión. En
efecto, durante el verano habían asistido a un curso de formación en Roma.

Les contó que circulaban por Milán burdas calumnias sobre la Obra, pero que podían
quedarse tranquilos, porque él estaba muy contento de tenerlos en su diócesis. No
obstante, agregó como si tratase de recordar: «¿Quién me lo ha dicho? ¿Quién me lo ha
dicho?… ¡Alguien in alto loco!…», y con estas palabras latinas dejó en suspenso la
frase.

Unos días después, por indicación del Padre, contaron al cardenal los tristes sucesos
de los años cuarenta en España. Él les escuchó con atención y confirmó que estaba muy
contento de la labor de la Obra en Milán. Y siguió apoyándoles de muchas maneras. Una
carta del 15 de enero de 1952, dirigida por don Juan Udaondo al Padre, se ha hecho
histórica:
«Esta mañana he ido con Juan Masiá a visitar al Cardenal Schuster. Nos ha preguntado que cómo andaban
nuestras cosas: le hemos dicho que bien e inmediatamente después nos ha preguntado si nuestro Presidente —
refiriéndose al Padre— tenía alguna Cruz. Le he contestado que al Padre nunca le faltaban, pero que para nosotros
la cruz era señal de alegría y de predilección divina y que el Padre nos dice muchas veces que “un día sin cruz es
día perdido y que Jesucristo, Sacerdote Eterno, bendice siempre con la Cruz”. Entonces el Cardenal nos ha dicho
que tenemos que estar preparados, que seguramente continuarán las persecuciones y que él, leyendo la historia de
las obras de Dios y las vidas de sus fundadores, se había dado cuenta de cómo siempre el Señor había permitido
contradicciones y persecuciones, y cómo incluso habían sido sometidas a visitas apostólicas y el Fundador había
sido depuesto de su cargo de Superior. Nos hablaba con cariño; se le veía preocupado por la Obra y por el Padre, y
nos decía que no nos desanimemos si nos ocurre alguna de estas cosas, que debemos seguir trabajando con mucho
empeño y ha repetido varias veces: seguid trabajando, adelante, ánimo, etc.
Tanto Juan como yo le hemos escuchado muy tranquilos y le hemos dicho que no se preocupase, que la Obra
era de Dios y que el Señor había acostumbrado al Padre y a todos nosotros a la persecución; que en todas estas
cosas el Padre nos había hecho ver siempre la mano de Dios y que la Obra saldrá adelante de todas las
persecuciones, que para nosotros son un motivo de alegría y nos ayudan y nos empujan a hacernos santos y a
trabajar sólo por el Señor».

Con esto quedaba avisado el fundador acerca del origen de la contradicción, pero
carecía de datos concretos y suficientes como para acusar a nadie u organizar una
defensa apropiada. Pero mientras estaba atento al desarrollo de los acontecimientos, le
llegó de Milán una nueva y urgente advertencia del Cardenal Schuster. Había
preguntado: «¿No tiene en estos momentos vuestro fundador una gran cruz encima?».

«Si es así, estará muy contento, porque siempre nos ha enseñado que, si estamos
junto a la Cruz, estaremos muy cerca de Jesús», le contestaron.

«No, no es eso —les interrumpió. Conozco la cruz de vuestro fundador. Decidle de


mi parte que se acuerde de su paisano San José de Calasanz, y que se mueva».

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Don Josemaría captó perfectamente el mensaje del cardenal y en qué consistía la
tenebrosa trama: se estaba intentando descabezarlo del Opus Dei, de modo similar a lo
que le ocurrió en su día a San José de Calasanz con la Orden religiosa que fundó. Pero,
más allá —y esto no podía saberlo aún—, lo que se tramaba era dividir la Obra en dos
instituciones separadas y ajenas entre sí, una para los varones y otra para las mujeres. Y
para ello bastaba con decapitarla. Se dirigió inmediatamente a entrevistarse con el
Secretario de la Congregación de los Religiosos y le dijo:
«Sepan que si me quitan del cargo de Presidente General sin explicarme los motivos, mi dolor durará tan solo
cuatro segundos; más bien me hacen un favor, porque pediré la admisión y seré el último en el Opus Dei, como lo
he deseado siempre. Pero si me alejan de la Obra, sepan que cometen un crimen, porque me asesinan».

Obviamente, no se le dijeron los nombres de los ocultos promotores, ni él trató de


descubrirlos. El 24 de febrero de 1952 habló con el Cardenal Tedeschini, recién
nombrado Cardenal Protector del Opus Dei, una figura jurídica que ya no existe. Y el 18
de marzo, víspera de san José, Tedeschini fue recibido en audiencia por Pío XII, al que
leyó una carta en la que mons. Escrivá, con estilo noble, sincero y familiar exponía todo
el asunto. El Papa seguía atentamente la lectura. De vez en cuando alzaba las manos,
como para subrayar las palabras con un gesto. Y según acabó de leer Tedeschini, el
Santo Padre, impaciente y sorprendido, exclamó: «¿Pero quién ha pensado nunca en
emprender alguna providencia?».

El cardenal respondió con el silencio. El fundador había llegado a tiempo para


desbaratar la maniobra.

Estaba claro que no se podía permanecer mucho más tiempo en aquel cubil de Città
Leonina. Varios eclesiásticos habían animado al Padre a buscar una casa grande y
definitiva. Como si no hubiera problemas de costes… De todas formas, el Padre y todos
los demás eran perfectamente conscientes de la necesidad y, por lo que respecta al
enorme gasto, se disponían a vivir una página de confianza en Dios digna de pasar a la
historia. ¿Para qué necesitaban la casa? En parte por representatividad y credibilidad,
como sucedía con todas las instituciones eclesiásticas sin excepción. Pero, sobre todo,
para poder albergar, en períodos especiales de formación, a los miembros de la Obra que
llegarían en su momento. De hecho, en 1948 el fundador instituyó el Colegio Romano de
la Santa Cruz con esa finalidad.

Dirigidos por don Álvaro, ya en 1946 se comenzó a buscar por todos lados, hasta que
localizaron una villa en el barrio del Parioli que había sido la Embajada de Hungría. El
propietario, conde Gori Mazzoleni, deseaba tratar directamente con el comprador, lo cual
rebajaba notablemente los precios, ante la ausencia de intermediarios. El fundador
recorrió la villa de arriba abajo, enseguida se dio cuenta de que se adecuaba a las
necesidades e informó al amigo mons. Montini, que le comentó:
«No dejen escapar esa casa, porque al Santo Padre le dará mucha alegría que estén ustedes ahí. El Santo Padre
la conoce, porque, cuando era Cardenal Secretario de Estado, fue allí a visitar al Almirante Horthy, entonces

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regente de Hungría».

Don Álvaro llevó las negociaciones con los abogados del propietario y logró reducir
bastante la cifra pedida, pero cualquier cifra era demasiado elevada por el simple hecho
de que no tenían dinero. Todos y todas rezaban, alentados por el Padre. Y relata don
Álvaro:
«El Padre me indicó que fuera a ver al propietario, y tratara de convencerle de que se conformara con un
adelanto de unas monedas de oro, y que el resto se lo pagaríamos en el plazo de uno o dos meses. En efecto,
disponíamos entonces de algunas monedas de oro, que el Fundador del Opus Dei guardaba para hacer un vaso
sagrado. Fui a ver a ese señor con esta propuesta, mientras el Padre se quedaba en casa rezando intensamente».

Don Álvaro regresó feliz a contar al Padre que la entrevista había sido un éxito.

«Pero hay un problema», añadió.

«¿Cuál?», preguntó el Padre.

«Quiere que el pago se haga en francos suizos».

Ambos rieron cuando el Padre comentó: «¡Qué más nos da! Nosotros no tenemos ni
liras, ni francos; y al Señor le da igual una divisa que otra».

La villa había acogido la Legación de Hungría ante la Santa Sede y en el momento de


adquirirla todavía estaba ocupada, contra todo derecho, por los antiguos inquilinos. No la
desalojaron hasta febrero de 1949. Sin embargo, en cuanto fue posible, a mediados de
1947, el Padre y los suyos se trasladaron a la casa del portero de la villa, un inmueble
todavía exiguo e incómodo, pero al menos en propiedad. De nuevo camas en cualquier
sitio, habitaciones multifuncionales, división de la casa entre residencia y
administración, frío, que provocó al Padre una parálisis facial y a don Álvaro más de un
achaque fastidioso. Llegaron al Colegio Romano otros miembros de la Obra y pidieron
la admisión los primeros italianos. La portería, denominada con excesivas pretensiones
“Pensionato”, era un continuo bullir de gente, con el jardín como único desahogo. Pero
la Obra podía empezar a echar raíces en Roma y, desde Roma, en el mundo entero.

Las obras en Villa Tevere —así llamaron a la nueva casa— no acabaron hasta 1960.
Además de arreglar la vieja villa —Villa Vecchia—, se construyeron los edificios
destinados a la Asesoría Central (el consejo formado por mujeres que, junto al Consejo
General compuesto por hombres, ayuda al Padre en el gobierno del Opus Dei), a la
administración y, de forma provisional, al Colegio Romano de la Santa Cruz y a una
casa de retiros, asignación que estos dos últimos inmuebles cambiaron con los años, a
resultas de la vitalidad de la Obra en crecimiento.

Sería ingenuo pensar que todo esto no costó muchísimo, y no sólo en términos
económicos. Fue, como ya se ha dicho, una página antológica de confianza en Dios: el

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viejo Dios y audacia aplicado de nuevo. Ya hacia 1948 el Padre había indicado colgar un
repostero, un tapiz hecho en casa con retales de tela encolados y cosidos, que en medio
de tres carabelas llevaba escrito en italiano PRIMA – PIÙ – MEGLIO, cuyo significado
era evidente para todos: Dios hace las cosas antes, más y mejor que nosotros. Y así fue.

Ciertamente, el Padre no era el tipo de hombre que dirige una enorme empresa desde
un despacho. El espíritu sacerdotal, el amor de Dios y también su propio carácter lo
impulsaban a pisar el terreno por sí mismo; más aún, a preceder a sus hijos en los
distintos países y localidades donde eso era posible o a seguir muy de cerca la labor de
sus hijos allí donde no cabía desplazarse. Un ejemplo temprano fueron los dos viajes a
Sicilia, en 1948 y 1949. Había movido a los primeros italianos a viajar a las principales
ciudades universitarias para establecer contactos y comenzar el apostolado. Sin embargo,
fue él mismo a preparar el terreno en las dos ciudades donde se comenzó en primer
lugar: Palermo y Milán.

El 18 de junio de 1948 partieron de Roma hacia Sicilia, a las 5 de la mañana. En el


pequeño automóvil viajaban cinco personas, aparte de las maletas: el Padre, don Álvaro,
mons. Umberto Dionisi —un sacerdote amigo que quería perentoriamente presentarle a
gente de allí abajo— y dos laicos. Iban tan apretujados, el calor era tan fuerte y las
carreteras estaban tan machacadas tras la guerra que, poco después de comer, al llegar a
Vallo Lucania, tuvieron que pararse a descansar un rato en una venta. Algunos de los
puentes que atravesaron eran de barcazas. Entre nubes de polvo y las sacudidas del coche
por los baches, el Padre cantaba y cantaba. Hasta el punto de que mons. Dionisi guardó
como recuerdo de ese viaje la impresionante alegría del fundador.

Sólo al día siguiente, tras detenerse en Paula para celebrar Misa en el santuario de
San Francisco, llegaron ya tarde a Reggio Calabria y cenaron con el arzobispo, a quien
don Josemaría habló con todo entusiasmo de la Obra. Mons. Lanza conservó siempre un
gran afecto a la Obra, si bien no se pudo iniciar el apostolado en su diócesis hasta mucho
después. En 2007, su sucesor en la sede, mons. Vittorio Luigi Mondello, quiso colocar
en el palacio arzobispal una lápida que recuerda el paso de san Josemaría, quien, el 19 de
junio de 1948
«se detuvo en este palacio y se entrevistó con el Arzobispo mons. Antonio Lanza. El 20 de junio celebró el
Santo Sacrificio en la catedral y rezó intensamente por la ciudad y sus habitantes. Recordar tal evento es para los
reggianos motivo para dar gracias al Señor y pedir la ayuda de san Josemaría en el camino de fe de la Comunidad
eclesial».

El domingo 20 atravesaron en barco el estrecho de Mesina y llegaron a Catania a la


hora de cenar. Allí se toparon con don Ricceri, un sacerdote muy bueno, párroco de
Nuestra Señora de la Merced, que al día siguiente se empeñó en llevarles al Etna, sin
caer en la cuenta de que el Padre estaba deshecho tras dos días de interminable y
traqueteante viaje. Se pararon en el lugar preciso donde se detuvo, en 1886, el torrente de
lava ardiente que amenazaba Catania, cuando su arzobispo, el Cardenal Dusmet,

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desplegó allí el velo de santa Águeda, patrona de la ciudad. Gesto de fe profunda que el
Padre, recordando este viaje, comentó alguna vez.

Don Ricceri se entusiasmó durante la comida oyendo al Padre hablar de la Obra y le


insistió en que abriera una residencia en Catania, que él le ayudaría.
«El Padre me respondía con evasivas para no decir que sí, hasta que, ante mis insistencias, me dijo:
—Si usted se quedara en Catania, su ayuda me animaría a instalar una residencia. Pero usted se marchará de
aquí. ¿Cómo podrá entonces ayudarme?
Yo le repliqué que no tenía ninguna intención de alejarme de Catania; y él, mirándome fijamente, con mirada
intuitiva, añadió:
—Tenga por cierto que dentro de unos años le harán obispo y tendrá que dejar Catania».

El sacerdote se quedó estupefacto ante tal afirmación. Años después comentaba:


«Tomé esas palabras como dichas de broma, pero los hechos confirmaron en 1957 que
aquellas palabras habían sido proféticas». Durante el resto de su vida proclamó a los
cuatro vientos, con razón, que había recibido una profecía de un santo.

Afuera llovía a mares. El Padre no estaba en condiciones de seguir a Palermo y visitar


al Cardenal Ruffini. El miércoles 23 de junio estaban de vuelta en Roma. El fundador
regresó del viaje muy cansado, pero entusiasmado con aquellas tierras y sus gentes. Allí
—contaba exagerando— todo es grande: los geranios crecen inmensos, las retamas son
árboles, cuando llueve se viene abajo el cielo —hablaba según propia experiencia— y la
gente tiene un corazón enorme, capaz de entregarse; nos entenderán bien. Nada dijo,
para evitar preocupaciones, de que durante el viaje una rueda del coche sobrecargado
reventó y salió expulsada lejos, si bien a ellos no les pasó nada.

El Cardenal Ruffini de Palermo centró la atención del segundo viaje a Sicilia. Era un
auténtico forofo de la Obra y facilitó de muchos modos el inicio del apostolado en la
diócesis, aunque su patente efusión y algún aspecto mal entendido propiciaron más de un
momento embarazoso: por ejemplo, deseando proporcionar alojamiento a los primeros
del Opus Dei que llegaron a Palermo, no les dio una casa, sino… ¡una iglesia!

El 13 de enero de 1948, el Padre y don Álvaro, acompañados por Ignacio Sallent que
conducía el coche, habían llegado a Milán en un día lluvioso y habían hecho su primera
visita al Cardenal Schuster. En el viaje de regreso a Roma, el Padre, hasta ese momento
recogido, exclamó: «¡Caben!».

Don Álvaro comprendió. Desde hacía tiempo el Padre daba vueltas a la solución para
incorporar al Opus Dei, con plena entrega, a hombres y mujeres que oían la llamada a la
santidad dentro del matrimonio. Las diversas aprobaciones de la Obra no había obtenido
este resultado, demasiado nuevo para la mentalidad corriente, que identificaba la
vocación con el sacerdocio o el estado religioso; los demás simplemente no tenían
vocación. Ahora bien, mal se conciliaba esta visión con la llamada universal a la
santidad: si todos están llamados —vocati—, entonces también los casados tenían una

102
vocación: al matrimonio, precisamente. La cuestión de la presencia de casados en la
Obra —con igualdad de vocación, de la única vocación a hacer el Opus Dei, aunque en
situaciones diferentes—, no era secundaria y se identificaba con la sustancia misma del
plan divino. Pero el fundador supo ir despacio, comprendiendo que no lo entendiesen.
Aquel día, en el coche, había descubierto cómo dar entrada a los casados en la ley marco
de los institutos seculares Provida Mater Ecclesia.

Esto por lo que atañe a la forma jurídica y, con ella, a la posibilidad del nuevo
fenómeno pastoral. No obstante, la vida va antes que la norma y el fundador era
depositario de una doctrina que no se sacaba del bolsillo, sino del bolsillo de Dios. En
Madrid y hasta su traslado a Roma había llevado la dirección espiritual de muchas
personas, a quienes hablaba de «vocación matrimonial» y a quienes aseguró que tendrían
un sitio en la Obra… «más adelante».

Tomás Alvira fue uno de ellos. Se había unido a la expedición del cruce de los
Pirineos con el Padre y los demás. La personalidad del Padre y su espíritu sobrenatural
fueron abriendo brecha en su ánimo. Él mismo relata algunos momentos. Por ejemplo,
cuando la comitiva de fugitivos se vio obligada a detenerse durante varios días,
emboscada, a la espera del guía.
«El Padre programó la vida en aquel lugar para los días que deberíamos permanecer allí. Me asombró entonces,
y sigue sorprendiéndome, el peso que el Padre daba al orden y al buen uso del tiempo. En aquellas circunstancias,
en medio del bosque, mientras nos ocultábamos, con peligro para nuestras vidas, el Padre se preocupó
minuciosamente de que todo se hiciese con orden. Indicó horarios, actividades que llevar a cabo, dio encargos
concretos a cada uno de los siete que le acompañábamos, y naturalmente se incluyó también a sí mismo en el
orden establecido […]. Celebraba la santa Misa todos los días a primera hora del alba: vestía pantalones de tela
marrón y un jersey de lana color azul marino de cuello alto vuelto. Usaba un vaso de cristal y celebraba la Misa de
la Virgen: la había copiado a mano en unas hojas, que le servían de misal. La Misa era dialogada. No olvidaré
nunca aquellos Santos Sacrificios: por templo el bosque; el celebrante con el máximo recogimiento, muy
despacio; se le veía poner su alma entera y todo su amor en aquello que hacía y sobre todo en el momento de la
Consagración. Cientos de pájaros, al despertar con los primeros rayos del sol, cantaban sin cesar y ayudaban a dar
encanto a las Misas del Padre en el bosque de Rialp. Siempre dejaba una Forma consagrada, que era guardada con
gran recogimiento. Había meditación, santo Rosario. Cada día uno del grupo escribía el diario, que se leía en la
tertulia del día siguiente».

Pero no todo fue admiración por la virtud: Tomás debía literalmente la vida al Padre,
que le salvó en aquella travesía. Tomás, que no debía de estar muy entrenado ni muy
fuerte en aquel tiempo de malnutrición, en una de las ascensiones comenzó a desfallecer,
hasta que no pudo dar un paso más y se tumbó en el suelo. Entonces el guía, un duro
contrabandista llamado Cirera, ordenó fríamente seguir. Había que abandonar a aquel
hombre a su suerte si es que querían alcanzar la cima a tiempo. Con un poco de suerte,
podría descender y volverse atrás. Nadie daba crédito a una decisión tan brutal y
despiadada ni, naturalmente, estaban dispuestos a acatarla. En ese momento el Padre
tomó del brazo a Cirera, se alejó con él unos pasos y trató de convencerlo.
«Piense que se trata de un hombre de gran valor […], que ha hecho mucho bien a su patria y que aún le queda
mucho por hacer. Usted es un hombre con corazón; tenga paciencia, y deje que le ayudemos a escalar la cima del

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monte. Le aseguro que se recuperará, aprovechando el primer descanso que hagamos, y podrá seguir caminando
normalmente. Usted tendrá la satisfacción, el día de mañana, de haber salvado la vida de un hombre excepcional».

El guía cedió, y el Padre aseveró a Tomás: «No hagas caso. Tú seguirás con nosotros
como los demás, hasta el final».

Tomás se puso fatigosamente en pie y pudo continuar la marcha. Años después,


recordando el episodio, el viejo Cirera comentaba, refiriéndose al sacerdote: «¡Era un
hombre muy enérgico!».

Durante todo aquel período Tomás, aun no formando parte de la Obra, rezaba y se
esforzaba como los demás, como si fuese uno de ellos y, de corazón, siéndolo. De ahí
que los inquietos Pedro Casciaro y Paco Botella plantearan al Padre si podían proponer
la vocación a Tomás, la entrega completa en el celibato, como ellos. Y el Padre les
respondió: «Para él hay otra cosa».

Y “por otra cosa” entendía la vocación a la Obra en el matrimonio. A muchas


personas había mostrado la belleza de aspirar a la santidad sin tener que abandonar su
condición social, la familia o la profesión. Varios de los estudiantes que habían vivido en
las residencias de la calle Ferraz o de la calle Jenner, se habían sorprendido mucho al oír
a don Josemaría hablarles con seguridad de aquella vocación insólita, tal como escribió
en Camino: «¿Te ríes porque te digo que tienes “vocación matrimonial”? —Pues la
tienes: así, vocación».

Se lo oyó decir también Víctor García Hoz cuando, a finales de 1939, casado pocos
meses antes y al comienzo de una carrera universitaria que le llevaría a ser un célebre
teórico de la pedagogía, buscaba un director espiritual para sí mismo y para su mujer.
Formaba parte de la directiva de Acción Católica y, como conocía bien al Vicario
General de Madrid, don Casimiro Morcillo, le pidió que le aconsejase un sacerdote.

«Busca a don Josemaría Escrivá», le respondió el vicario sin titubear. Y le dio dos
direcciones en donde podía encontrarlo: el Patronato de Santa Isabel y la residencia de la
calle Jenner.

Víctor se encaminó a ambos sitios, pero no halló al sacerdote, que estaba ocupado en
otros frentes de su amplia actividad. Lo reintentó varias veces, pero aquel don Josemaría
parecía realmente ilocalizable. ¿Cómo podía llevar una dirección espiritual con un
sacerdote tan ocupado? Volvió a don Casimiro a pedirle otro nombre, pero la respuesta
fue igualmente decidida: «Sigue buscando a don Josemaría».

La perseverancia dio su fruto y al fin Víctor consiguió una cita. Él mismo cuenta el
deslumbramiento que sintió en ese primer encuentro: «Me impresionó su extraordinaria
personalidad y también la simpatía y el cariño con que aceptó mi doble petición». A
continuación, aquel sacerdote tan difícil de encontrar se volvió para la pareja de esposos

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la disponibilidad en persona. Una vez, a Víctor le urgía un problema familiar y buscó al
Padre en la residencia, pero le dijeron que estaba predicando los ejercicios espirituales al
seminario de Madrid. Se presentó allí sin avisar y el Padre, nada más acabar una
meditación, le recibió, le escuchó largo tiempo y le ayudó a discernir; todo ello sin prisa,
como si no tuviera otra cosa que hacer. Y la disponibilidad se alargaba hasta las
peticiones de actividad pastoral, si le resultaban compatibles con los compromisos de la
Obra. Así, en 1943, don Jo semaría predicó unos ejercicios espirituales para profesores
universitarios, organizados por Acción Católica en el Oratorio del Caballero de Gracia.
Víctor, naturalmente, fue su más ferviente promotor. Y el Padre se volcó durante toda la
semana, a pesar de que una infección en la garganta le hacía ardua la predicación.

En sus periódicas conversaciones iba formando el alma del joven intelectual, que
siempre recordó el asombro que le produjo el principal leitmotiv del Padre: «Dios te
llama por caminos de contemplación».

Al partir para Italia, el Padre dejó a varias personas de las que era director espiritual
bajo la tutela de don Amadeo de Fuenmayor, para que éste continuara dándoles clases de
formación; en particular, le dejó a tres jóvenes profesionales —Tomás Alvira, Víctor
García Hoz y Mariano Navarro Rubio—, ya admitidos de hecho en el Opus Dei y a la
espera de poder incorporarse de derecho. Don Amadeo preparó un plan de formación y
se lo remitió al Padre, a quien le pareció un tanto débil y deficiente en sus exigencias,
muy por debajo del objetivo de santidad radical que debían proponerse. «No podemos
perder de vista que no se trata de la inscripción de unos señores en determinada
asociación […]. ¡Es mucha gracia de Dios ser Supernumerario!». El fundador enseñaba:
«En la Obra, es claro, no hay más que una sola vocación para todos y, por lo tanto, una sola clase. Las diversas
denominaciones que se aplican a los miembros de nuestra Familia sobrenatural sirven para explicar, con una sola
palabra, hasta qué punto se pueden empeñar en el servicio de las almas como hijos de Dios en el Opus Dei,
dedicándose a determinados encargos apostólicos o de formación, atendidas las circunstancias personales, aunque
la vocación de todos sea una sola y la misma».

En Año Nuevo de 1948, felicitó el Padre a quienes serían los tres primeros miembros
supernumerarios del Opus Dei, con el vivo presentimiento de que estaba a punto de
abrirse en flor la obra de San Gabriel, es decir, el apostolado con gente casada, tal como
lo vio en 1928: «Mis queridos tres: […] Sois el germen de miles y miles de hermanos
vuestros, que vendrán más pronto de lo que esperamos».

Y en otra carta a sus hijos de Madrid: «Se abre, para la Obra, un panorama apostólico
inmenso, tal como lo vi en 1928. ¡Qué alegría poder hacerlo todo en servicio de la Iglesia
y de las almas!».

La exultación que reina en sus cartas es producto del hallazgo que le movió a lanzar
el mencionado «¡Caben!» en enero de 1948.

Dados los pasos oportunos ante la Santa Sede, el Padre retomó el hilo de la

105
Instrucción para la obra de San Gabriel, que había comenzado a redactar en mayo de
1935 en la Residencia de la calle Ferraz. A san Gabriel le había confiado esa parte de la
Obra y sus miembros se llaman desde entonces supernumerarios, según terminología
tomada del lenguaje académico. Así, escribía:
«Queridísimos: si el Opus Dei ha abierto todos los caminos divinos de la tierra a todos los hombres —porque
ha hecho ver que todas las tareas nobles pueden ser ocasión de un encuentro con Dios, convirtiendo así los
humanos quehaceres en trabajos divinos—, bien os puedo también asegurar que el Señor, por la labor de san
Gabriel, llama con llamada vocacional a multitud de hombres y de mujeres, para que sirvan a la Iglesia y a las
almas en todos los rincones del mundo.
Alguno podría pensar que nuestra Familia sobrenatural —y especialmente la obra de San Gabriel— es como un
novum brachium saeculare Ecclesiae, un nuevo brazo secular, fuerte y ágil, para servir a la Iglesia. Quien así
pensara se equivocaría, porque somos mucho más: somos una parte de la misma Iglesia, del Pueblo de Dios, que,
consciente de la divina vocación a la santidad con la que el Señor ha querido enriquecer a todos sus hijos, procura
ser fiel a esa llamada, cada uno dentro de su propio estado y de sus circunstancias personales. […] Es la obra de
San Gabriel, parte integrante del Opus Dei, un gran apostolado de penetración, que abraza toda la actividad
humana —doctrina, vida interior, trabajo— e influye en la vida individual y en la colectiva, desde todos los
aspectos: familiar, profesional, social, económico, político, etc.
Yo veo esta gran selección actuante: hombres y mujeres de empresa y obreros; mentes claras de la universidad,
inteligencias cumbres de la investigación, mineros y campesinos; aristocracia —de la sangre, del ejército, de la
banca, de las letras— y pueblo, con su mentalidad más rudimentaria: todos, cada uno sabiéndose escogido por
Dios para lograr su santidad personal en medio del mundo, precisamente en el lugar que en el mundo ocupa, con
una piedad sólida e ilustrada, de cara al cumplimiento gustoso —aunque cueste— del deber de cada momento».

Ya en otra Instrucción, de 1941, había escrito:


«No os olvidéis de que, al Opus Dei, pueden venir lo mismo los doctos y los sabios que los ignorantes […]. Por
eso, como una exigencia de nuestro amor a la Santa Iglesia y a la Obra, hemos de fomentar la vida interior con las
características de nuestro espíritu, también en los niños y en los adolescentes; en los estudiantes y en los
profesores, en los obreros y en los empleados y en los dirigentes de empresas, en los viejos y en los jóvenes, en los
ricos y en los pobres: hombres y mujeres, porque de hecho todos caben. La solución jurídica ya vendrá».

Y cuando ésta vino, el fundador invitó a un buen grupo de profesionales a un retiro


espiritual, que predicó en Molinoviejo, cerca de Segovia, del 25 al 30 de septiembre de
1948. De los quince participantes provino, además de los tres citados, el núcleo inicial de
fieles supernumerarios, que pudieron incorporarse a la Obra el 21 de octubre de 1948.

106
IX
MAR ADENTRO

«Hemos de procurar que, en todas las actividades intelectuales, haya personas rectas, de auténtica conciencia
cristiana, de vida coherente, que empleen las armas de la ciencia en servicio de la humanidad y de la Iglesia.
Porque nunca faltarán en el mundo, como ocurrió cuando Jesús vino a la tierra, nuevos Herodes que intenten
aprovechar los conocimientos científicos, incluso falseándolos, para perseguir a Cristo y a los que son de Cristo.
¡Qué gran labor tenemos por delante!».

Era este un gran ideal de san Josemaría: el apostolado de la inteligencia, llevar a


Cristo a los hombres de ciencias, de letras o del arte, los intelectuales.

Ciertamente, en la visión fundacional había personas de toda clase. Y los primeros


que lo siguieron eran muy variados: estudiantes, obreros, artistas… Siempre dijo: «De
cien almas, nos interesan las cien». La realidad del Opus Dei, cuyos fieles pertenecen a
las más diversas culturas, razas, profesionesy categorías sociales, constituye una prueba
elocuente de ese criterio del fundador.
«Donde una persona honrada puede vivir, ahí encontraremos aire para respirar. Ahí debemos estar con nuestra
alegría, con nuestra paz interior, con nuestro afán de llevar las almas a Cristo. ¿En qué sitios? ¿Donde están los
intelectuales? Donde están los intelectuales. ¿Donde están los que trabajan en cosas manuales? Donde están los
que trabajan en cosas manuales. ¿Y de estas tareas cuál es la mejor? Os diré como otras veces: tiene más categoría
aquel trabajo que se hace con más amor de Dios. Vosotros, cuando trabajáis y ayudáis a vuestro amigo, a vuestro
colega, a vuestro vecino de modo que no lo note, lo estáis curando; sois Cristo que sana, sois Cristo que convive».

No se le escapaba, sin embargo, la especial influencia que ejercen en una sociedad los
intelectuales, aquellos que hacen la cultura. Tal vez no son las personas más mediáticas o
famosas, pero sí las más incisivas. Las comparaba con las nieves de las montañas: quizás
están lejos y no se ven, pero de allá arriba bajan las aguas que hacen fructificar los
valles. Inmejorables instrumentos, pues, para la cristianización de las realidades
temporales y de la entera sociedad.

Desde sus primeros estudios de Derecho en Zaragoza, san Josemaría nunca dejó de

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estar en contacto con la universidad. Animó a muchos jóvenes a emprender la carrera
universitaria. Exigió a todos un estudio serio y profundo en el campo de su especialidad
e igual seriedad en el estudio de la religión. Como se ha visto, en 1948, cuando el
espacio vital en el Pensionato era menor del mínimo necesario y los medios de
subsistencia rondaban el nivel cero, creó el Colegio Romano de la Santa Cruz para la
formación de los numerarios, en particular de los que se orienten hacia la ordenación
sacerdotal. Y el 12 de diciembre de 1953 erigió el Colegio Romano de Santa María, un
instrumento análogo para las numerarias, sobre todo para las dedicadas a la educación y
a la formación, que allí asistirían a cursos de pedagogía, psicología, filosofía y teología.
Fue la primera vez en la Iglesia que las mujeres laicas estudiaban teología con una
hondura semejante a la de los seminarios o facultades pontificias. Y esto no hizo más
que crecer a lo largo de los años, con las sucesivas revisiones del plan de estudios.

En 1952, después de adobar la iniciativa con mucha oración, fundó la Universidad de


Navarra, en Pamplona. La concibió como un centro de irradiación del empeño por
fecundar la ciencia y la cultura con la luz de la fe.
«Con periódica monotonía, algunos tratan de resucitar una supuesta incompatibilidad entre la fe y la ciencia,
entre la inteligencia humana y la Revelación divina. Esa incompatibilidad sólo puede aparecer, y aparentemente,
cuando no se entienden los términos reales del problema. Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si Él ha
creado al hombre a su imagen y semejanza, y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la inteligencia debe —
aunque sea con un duro trabajo— desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con
la luz de la fe, percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de nuestra elevación al orden de la
gracia. No podemos admitir el miedo a la ciencia, porque cualquier labor, si es verdaderamente científica, tiende a
la verdad».

La Universidad de Navarra se erigió formalmente en 1960. Logró un creciente


prestigio y comenzó a participar activamente en la investigación, además de formar
cuidadosamente a sus alumnos. En 1967, monseñor Escrivá celebró una Misa en el
campus para toda la universidad. Se ha hecho justamente célebre la homilía, en la que
trazó el panorama de la santificación en las realidades temporales. En la misma ocasión
explicó también la naturaleza y el significado de ese tipo de iniciativas puestas en
marcha por la Obra:
«Las obras, que —en cuanto asociación— promueve el Opus Dei, tienen esas características eminentemente
seculares: no son obras eclesiásticas. No gozan de ninguna representación oficial de la Sagrada Jerarquía de la
Iglesia. Son obras de promoción humana, cultural, social, realizadas por ciudadanos, que procuran iluminarlas con
las luces del Evangelio y caldearlas con el amor de Cristo».

Con su aliento se fundó también en 1969 la Universidad de Piura, en Perú. Más tarde
surgirían otras instituciones universitarias en diferentes países del mundo, para promover
una siembra duradera de cultura iluminada por la luz del Evangelio.

Simultáneamente, san Josemaría impulsó la creación de colegios, en los que se


armonizara la formación intelectual con la espiritual, conforme a un sistema
personalizado que mira al desarrollo de las virtudes del alumno. En esos colegios, los

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padres desempeñan un papel importantísimo, pues ejercen en concreto su misión de
primeros educadores. El modelo representó en su día una novedad pedagógica y se
extendió rápidamente por los cinco continentes.

El pionero fue el Colegio Gaztelueta, a pocos kilómetros de Bilbao, en 1951. Cuando


un grupo de familias pidieron al Padre la creación de un colegio dirigido por personas
del Opus Dei, la respuesta fue: «Es cosa vuestra: si vosotros ponéis el colegio, nosotros
nos haremos cargo de él».

La idea de la responsabilidad de los padres en la promoción de centros educativos


evolucionaba así hacia una mayor autonomía: los padres —verdaderos propietarios— los
harían nacer, construir, los sostendrían y gestionarían con la fórmula jurídica más
oportuna (asociación, cooperativa, etc., según los países), mientras que la Obra proveería
a cuidar los aspectos de formación espiritual; por ejemplo, facilitando los capellanes. Un
sistema elástico que ha permitido el nacimiento de centros educativos en todo el mundo:
de Washington a Nagasaki, de Dublín a Nairobi.

El Padre no tenía métodos educativos que sugerir —también en esto, ¡viva la libertad!
—, pero proporcionaba criterios generales del estilo cristiano en la educación, que
constituían una aplicación del espíritu de la Obra.
«Hacedlos leales, sinceros, que no tengan miedo de deciros las cosas. Para eso, sé tú leal con ellos, trátalos
como si fueran personas mayores, acomodándote a sus necesidades y a sus circunstancias de edad y de carácter.
Sé amigo suyo, sé bueno y noble con ellos, sé sincero y sencillo».

He aquí el estilo del profesor, del educador, que san Josemaría soñaba. Y, como
siempre, miraba lejos: «El error no sólo oscurece la inteligencia, sino que divide las
voluntades. […] Cuando los hombres se acostumbren a proclamar y a oír la verdad,
habrá más comprensión en esta tierra nuestra». Con el mismo espíritu nacieron en
diversas partes del mundo escuelas agrarias para la formación de campesinos, centros de
formación profesional, escuelas para el desarrollo de la mujer, dispensarios médicos,
clínicas…

Don José Luis Múzquiz ya ha salido mencionado más arriba. Un estudiante de


Ingeniería que participaba en los encuentros con don Josemaría ya en los años 1933-
1935, que luego fue uno de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei y un formidable
adalid de la expansión de la Obra en el mundo al servicio de la Iglesia. Él recordaba que
en 1935 el Padre le transmitió el ideal de un apostolado universal, que contrastaba
netamente con las reducidas dimensiones de la Obra en esos momentos y, más aún, con
sus limitadas posibilidades de acción, debido tanto a la carencia de medios y de personas
como al agresivo clima anticristiano. Don Josemaría le explicó que los muchachos que
veía en la Academia DYA estudiaban idiomas para poder trasladarse a otros países
llevando su ideal. José Luis se convenció al ver la fe del fundador y le preguntó
directamente:

109
«Padre, ¿qué idioma quiere que aprenda?».

«Mira, hay algunos que estudian alemán, japonés… Pero no hay nadie que estudie el
ruso. Si quieres, podrías estudiar ruso…».

La insólita audacia de aquel hombre llevó a José Luis a una librería, en la que
efectivamente compró una gramática rusa.

No era un sueño quimérico que, en la primavera de 1936, el Padre anunciara a los


suyos la inminente apertura de un Centro de la Obra en Valencia y otro en París. La
guerra civil estalló exactamente el día en que iba a firmarse el contrato de alquiler de una
casa en Valencia. Y, naturalmente, frenó también el proyecto parisino.

Sin embargo, una vez terminada la guerra, la ansiada expansión se produjo a toda
velocidad. En España, eso sí, porque el resto de Europa estaba metido de lleno en una
guerra aún más dramática. Varios focos de ignición del ideal apostólico se encendieron
en las principales ciudades universitarias: Valladolid, Valencia, Zaragoza, Barcelona.

Al acabar la guerra civil componían la Obra, además del fundador, una docena de
hombres, todos jóvenes y casi todos aún estudiantes, y una mujer. El Padre enviaba a sus
hijos de dos en dos a los nuevos “puntos de ignición”. Viajaban de noche, para estar allí
el domingo y volver a su trabajo en Madrid el lunes por la mañana. Teodoro Ruiz, que
en 1940 estudiaba en Valladolid, ha dejado escritos sus recuerdos de aquellos viajes. Un
colega suyo de universidad le habló de unas reuniones con personas que venían de
Madrid y en especial de don Josemaría, de quien hizo grandes elogios, y le propuso
asistir.

En su momento, el Padre llegó a Valladolid a bordo de un viejo Citroën, junto con


Álvaro del Portillo, Paco Botella y Vicente Rodríguez Casado. Como siempre, se
instalaron en un hotel y a las cuatro de la tarde se presentaron los estudiantes. El Padre
les habló del inmenso panorama de apostolado que tenían por delante y de que la semilla
divina estaba en condiciones de transformar la sociedad. Les decía que tenían que ser
hombres de oración y, al mismo tiempo, hombres de virtudes humanas, capaces de
amistad, de nobleza, de lealtad, sembradores de alegría. Insistía en el trato personal con
Jesucristo y no sólo en las prácticas exteriores de piedad, como era habitual. Enseñaba
que el estudio era una obligación seria y un medio de ser santos, y que a través del
estudio y del trabajo prestarían un auténtico servicio a la sociedad. Y que debían incidir
en quienes trataban, con verdadera amistad, animándoles a acercarse al Señor.

El corazón de los muchachos entró en vibración ante aquellos horizontes y, terminada


la explicación, se les invitó a pensar concretamente en algún amigo o colega con el que
contactar. Salieron varios nombres, que Paco anotó rápidamente, y se les animó a ir a
buscarles. Al cabo de un rato, los muchachos volvieron al hotel junto con algunos

110
amigos. Se repitieron las explicaciones, se le invitó a presentar a otros y así se llegó a la
tercera oleada. En la habitación ya no cabía materialmente más gente. Eran las diez de la
noche. Durante todo ese tiempo, el Padre trataba de hablar personalmente con cada uno,
unos pocos minutos. Resultaba lógico que en ese ambiente surgiesen vocaciones,
jóvenes que comprendían de modo práctico qué significa hacer apostolado personal de
amistad y confidencia, y que esto, en la Obra, podía convertirse en una misión para toda
la vida. Y así le ocurrió a Teodoro, que años después se ordenó sacerdote y marchó a
iniciar la labor de la Obra en Colombia.

Don José Luis Múzquiz, ya sacerdote, acompañó al fundador en un viaje por varias
ciudades andaluzas en la Semana Santa de 1945. De la gira nació la idea de proceder a la
apertura de dos nuevos colegios universitarios en Granada y Sevilla. El Padre pudo ver
por vez primera la costa africana desde la Punta de Tarifa, en el extremo meridional de la
península. Le dio pena pensar en lo poco que aún se conocía a Cristo en el continente
africano y habló de cuánto había que trabajar por aquella parte de la viña del Señor.

A finales del verano de 1946, el Padre pidió a don José Luis que emprendiera viajes
periódicos y frecuentes a Portugal, para atender espiritualmente a los miembros de la
Obra que hacía poco se habían trasladado allí. Y dos años más tarde, el propio don
Josemaría se presentó en Portugal acompañado de su viajero hijo. En Coimbra ya estaba
en marcha el Centro Montesclaros y acababa de abrirse un colegio universitario en
Oporto. En la casa no había más que las paredes, además de un gran reloj, y el Padre se
sentó tranquilamente en el suelo junto a sus hijos, a los que supo colmar de entusiasmo
por el apostolado que realizarían.

Durante aquel viaje a Portugal, el Padre tenía ya en mente proyectos concretos para
América. Don Pedro Casciaro, ordenado sacerdote, iría a México y don José Luis a
Estados Unidos, ambos junto con otros miembros de la Obra más jóvenes. Al fundador
le costaba ver partir a sus hijos, a los que tenía gran cariño, pero a la par era feliz al ver
la siembra evangélica. A los que se iban, con verdadero disgusto suyo, no podía darles
más que su bendición y una imagen de la Virgen. No disponía de otros medios, y era
muy consciente de que esos hijos suyos conocerían de cerca al principio la pobreza más
absoluta. Pero ellos partían felices, llenos de confianza en Dios y sin intención alguna de
ser gravosos a la Obra y menos aún al Padre.

La indigencia de los primeros tiempos en Estados Unidos fue total, pero vivida con
tanta sencillez que desde Roma no lograban tener una idea precisa. Con todo, apenas se
estabilizaron, el Padre les pidió expandirse en Canadá. El Arzobispo de Quebec, mons.
Roy, más tarde cardenal, insistía en que la Obra fuera a su diócesis. Allí viajó una vez
más don José Luis, a principios de 1957, y se alojó en el palacio arzobispal, donde al
prelado le hizo feliz presentarle a otros obispos y sacerdotes. Y justo allí le telefoneó el
Padre, para comunicarle que el Cardenal Léger, de Montreal, se empeñaba en que su
diócesis debía ser la primera en acoger el Opus Dei en Canadá. Y lo logró, porque les

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proporcionó una casa junto al campus universitario.

En octubre de 1957, don José Luis viajó a Roma para informar al Padre de esos
múltiples comienzos. Y el fundador, sabedor de que podía apoyarse con fuerza en aquel
hijo suyo, le pidió que fuera a Japón, donde el Obispo de Osaka, mons. Paul Taguchi,
también más tarde cardenal, deseaba que los miembros de la Obra empezaran el
apostolado con los universitarios de su diócesis. Taguchi estaba en Roma en esos días,
de modo que don Múzquiz pudo hablar directamente con él. El obispo le invitó a
hospedarse en su casa, pero precisando: «Me gustaría que usted viniese a mediados de
abril, cuando los cerezos están en flor: obtendrá una impresión más grata del país e
informará más favorablemente al fundador, que entonces se dignará enviar un grupo de
personas a Japón».

Cuando José Luis se lo contó, el Padre, conociendo su mentalidad de ingeniero, le


comentó bromeando: «Me parece que a ti eso de los cerezos no te importa mucho, pero
haz el viaje cuando quiera el obispo». Y le rogó que besara en su nombre aquella tierra
en la que tantos mártires habían vertido su sangre.

Mons. Taguchi se encargó de aclarar que los mártires fueron, y muchos, no en Osaka,
sino en Nagasaki. Y el Padre organizó el viaje a esta ciudad y entregó a don José Luis
una carta en la que pedía al obispo que le acogiera en su casa. Tras recalar en Osaka y
otras ciudades, llegó a Nagasaki el 1 de mayo de 1958, cumplió inmediatamente el
encargo del Padre y se dirigió a la catedral: una iglesia de madera que se salvó de la
bomba atómica de 1945. Don Josemaría le había insistido en que encomendara su viaje a
Japón a Santa María Stella Maris [Estrella del Mar] y a la imagen de la Virgen de la
catedral confió las esperanzas apostólicas en aquel lejano país. El Padre tuvo una alegría
poco común cuando recibió carta de don José Luis desde Tokio, en cuyo sobre escribió
con su robusta caligrafía: «Primera carta de Japón. Sancta Maria, Stella Maris!».

En otro paso por Roma, el Padre contó a don José Luis que el Arzobispo Yu-Pin —
igualmente creado después cardenal— le había visitado junto con otros sacerdotes
chinos para manifestarle el deseo de que la Obra fuese a Taiwán, donde él residía y
donde había fundado una universidad. Le sugirió que, aprovechando uno de sus viajes a
Japón, se detuviese en Formosa para estudiar sobre el terreno las posibilidades de
comenzar: una vez puesto en marcha el apostolado en Taiwán, cuando las circunstancias
lo permitieran, podría darse el salto a la inmensa China continental. Corría 1961 y en
esos momentos no fue posible llevar a buen puerto el proyecto del arzobispo. No
obstante, el Padre dio un fuerte impulso al apostolado con chinos en Filipinas y desde
Filipinas; en este último caso, especialmente con los residentes en Hong Kong.

Al bueno de don José Luis sólo le faltaba Australia. Y, en efecto, durante el Concilio
Vaticano II, en 1962, se entrevistó en Roma con varios obispos australianos para
presentarles el Opus Dei. El Cardenal Gilroy, de Sidney, se interesó vivamente y

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propuso abrir un colegio universitario en su ciudad. Pocos meses después comenzaba la
labor de la Obra en Australia.

El 11 de octubre de 1948, durante un viaje a Madrid, el Padre preguntó a los jóvenes


del Centro de Estudios quién querría trasladarse con don José Luis Múzquiz a Estados
Unidos. Salvador Martínez Ferigle se postuló enseguida. Acariciaba desde hacía tiempo
el sueño americano. El Padre, contento de su disponibilidad, le indicó que hablara con
don José Luis para evaluar bien las cosas. Pero al día siguiente invitó a Salvador a
desayunar: deseaba aclarar que de ninguna manera debía sentirse forzado a aquella
aventura, ni siquiera por la autoridad del Padre.

«Piénsatelo bien unos días», le dijo.

«Todo lo contrario, Padre. Me ha gustado mucho que haya pensado en mí; además,
ya he hablado con don José Luis y, ¡en fin!…».

De nada le valió insistir: el Padre no quería decisiones precipitadas. Y, de hecho,


tuvieron que esperar cuatro meses antes de obtener los documentos necesarios. El Padre
siguió paso a paso los trámites burocráticos. Aun deseando hacer las cosas bien, no
ocultaba la urgencia de proporcionar la calidez de la vida en familia a José María
González Barredo, uno de los primeros miembros de la Obra, científico, que llevaba ya
bastante tiempo trabajando en el campo de la investigación en Estados Unidos.

Antes de Navidad, el Padre quiso predicar un curso de retiro a los dos que partían, a
fin de que se preparasen espiritualmente para la nueva situación. Don José Luis —desde
entonces father Joseph— y Salvador —llamado Sal y, años después, father Sal, tras su
ordenación sacerdotal— siempre recordaron aquellas meditaciones del Padre: les insistió
en la necesidad de ser humildes y en los peligros que causa la soberbia; debían ser
conscientes de que sería el Señor quien obrara, sirviéndose de ellos como instrumentos.
Sólo pudo darles una imagen de la Virgen y su bendición. Esa imagen ha presidido desde
entonces el desarrollo del Opus Dei en Estados Unidos y ha consolado miles de veces a
sus hijos.

Los viajeros aguardaron la hora del vuelo nocturno junto a Carmen y Santiago, los
hermanos de don Josemaría. Tía Carmen se mostró muy conmovida porque ya no
volvería a ver a esos dos “sobrinos” en varios años.

«Piensa, en cambio, que dentro de no mucho tendrás sobrinos americanos», la


consolaba Sal.

Y, en efecto, cuando Dick, el primer americano, llegó a Roma unos años más tarde,
Tía Carmen se emocionó muchísimo y le trató más como un hijo que como un sobrino.

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El jueves 17 de febrero de 1949 aterrizaron en Nueva York, donde les esperaba José
María. En una escala en las Azores, father Joseph envió una postal al fundador: «Nos
vamos muy contentos, pensando en este país en que dentro de pocas horas será el
nuestro. He hecho la oración meditando en lo que usted nos dijo ayer tarde: hay que
hacerse muy americanos, con buen humor, alegría y visión sobrenatural». Casi cincuenta
años después, mons. Álvaro del Portillo, Prelado ya del Opus Dei, admirado durante un
viaje a Estados Unidos del buen espíritu de los fieles de la Prelatura, comentó a father
Joseph: «Mira, ¡tan de la Obra y tan americanos!».

Father Joseph celebró la primera Misa en la catedral de San Patricio. Y el primer


paseo por la ciudad no hizo más que ensanchar aún más sus corazones. Desde arriba del
Empire State Building —entonces el rascacielos más alto— rezaron por los millones de
habitantes de aquella inmensa ciudad y de todo el país. Habían venido para despertar en
ellos la conciencia de que podían y debían ser santos en la vida ordinaria. Ese era su
servicio específico a la Iglesia. Como instrumentos humildes y… pobres: en los primeros
días tuvieron que dormir en un garaje. Se desplazaron pronto a Washington a visitar al
Delegado Apostólico. Y luego se establecieron en Chicago, al principio en una modesta
pensión estudiantil, hasta que se pudo disponer de un edificio de mediano tamaño, que
transformaron en residencia de estudiantes: Woodlawn. Se hicieron americanos:
hablaban sólo inglés incluso entre ellos, realizaron con sus manos y las de sus recientes
amigos todas las obras de arreglo de la casa, pintaron una habitación de… rojo y
amarillo, y se lo contaron orgullosos por carta al Padre, que les respondió con buen
humor: «¡Parecerá una plaza de toros!». Nada dijeron de la pobreza, la incomodidad y el
sacrificio.

No resultaba nada fácil en esos años salir de España, a causa del aislamiento
internacional y la ruptura de relaciones diplomáticas con muchas naciones. Pero el Padre
no se paraba ante los obstáculos y así enseñaba a actuar a los suyos. El sueño de
comenzar en París, capital de la cultura en esa época y cabeza de puente para muchos
otros países europeos, lo cultivaba desde los primeros años treinta. La guerra civil
española y la guerra mundial, debacles dolorosísimas, habían impedido el proyecto. Pero
ahora había que intentarlo.

La única forma de trasladarse a Francia en aquel tiempo era como estudiante. Y como
tal llegó Fernando Maycas, huésped del Colegio de España —en ese momento ocupado
casi por entero por refugiados—, a fin de trabajar con un profesor de Derecho
Internacional. Un mes más tarde se le unieron Álvaro Calleja y Julián Urbistondo, que se
habían inscrito en cursos de Historia y de Filosofía. Poco después recibieron la primera
carta del Padre, en la que les animaba a estudiar, a conocer a gente, al optimismo y buen
humor y, sobre todo, a cumplir muy bien el plan de vida espiritual. Sabía el Padre que no
era fácil el apostolado de aquellos pioneros. Por eso, en las cartas comparaba su labor al
trabajo de arar: es duro, pero sin él no es posible ni la siembra ni la cosecha. Con todo, al
cabo de un tiempo tuvieron que repatriarse.

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Bien sabemos que el Padre no era hombre que se descorazonara. De ahí que, en
diciembre de 1952, Fernando estuviera ya de nuevo en París, robustecido por la
formación adquirida en el Colegio Romano, para “el segundo comienzo”. Acompañado
enseguida por otros dos, se pusieron a buscar un piso que sirviese de base apostólica. El
Padre les dio los ornamentos que había usado en la casa de Città Leonina y un ara para el
altar. Era un modo de ayudarles, pero también de recordar que el centro de su vida y de
su apostolado debía ser el sacrificio del altar: la Misa. Encontraron una casa adecuada,
en el número 11 de la rue de Bourgogne.

A allí fue a verles el Padre el 24 de octubre de 1953, junto con don Álvaro, Giorgio
de Filippi y Armando Serrano. El Padre abrazó a todos lleno de alegría y se sentaron a
charlar en las pocas sillas de que disponían. Contentísimo, el Padre se quedó con ellos a
comer. Y, aunque escaseaban las provisiones, pronto lo arreglaron yendo a comprar
algunas cosas a una tienda cercana que vendía alimentos cocinados, e incluso el Padre
propuso tomar un pequeño aperitivo para celebrar la fiesta de San Rafael, que entonces
recaía en esa fecha. Les pidió noticias del trabajo, del apostolado en la douce France,
como la llamaba. Les anunció que encontrarían resistencias, pero que éstas no harían
más que reforzar la labor. Tenían que sentirse apoyados por la larga «prehistoria» de la
Obra en Francia, desde 1936, es decir, por la mucha oración hecha por ellos.

El Padre llevó a cabo personalmente en distintos países lo que llamaba la


«prehistoria» de la labor de la Obra, viajando él en primer lugar, valorando las
posibilidades y entablando contactos. Decía que había sembrado las carreteras de Europa
de canciones y de avemarías. Hacia finales de 1949 emprendió un viaje a Alemania, con
don Álvaro. Ignacio Sallent conducía un Lancia Aprilia que habían comprado de
segunda mano.

Verdadero padre como era, quiso detenerse en Milán para estar con sus primeros
hijos milaneses, todos recentísimos en la Obra. Con Giancarlo Foligno, que había
llegado de Roma para inscribirse en el Politécnico, se citó en la pensión donde se alojaba
—muy modesta, pero en la centralísima Piazza Cordusio— el 24 de noviembre. A Pin
Poles, también ingeniero, no podrían verle hasta la tarde, así que se fueron a comer en un
restaurante. Estaban familiar-mente sentados a la mesa, a su gusto, cuando Giancarlo
dijo: «Padre, ¿me dibuja una pata?».

En efecto, el Padre dibujaba a veces esta ave a modo de caricatura, con pocos trazos,
en parte en broma y en parte en serio. Decía que las patas echan rápidamente al agua a
los patitos para que aprendan a nadar, y lo logran: nunca muere ninguno ahogado. Así
hacía él con sus hijos e hijas: les otorgaba plena confianza y los enviaba al frente
apostólico, invitándoles a fiarse de Dios y a perder los respetos humanos. Dios y audacia
también aquí.

El Padre se mostró contento o por lo menos comprensivo con esa original petición.

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Pero, como ninguno tenía a mano un trozo de papel, el Padre sacó una tarjeta suya de
visita y dibujó la pata por detrás.

En cierto momento de la conversación se habló de la obediencia al Romano Pontífice,


y Ginca, diminutivo cariñoso de Giancarlo, joven impetuoso, comentó: «¡Pero el Papa
sólo es infalible en materia de fe!».

Entonces don Josemaría, como haciéndole una confidencia o transmitiéndole una


experiencia, le dijo por lo bajo: «Yo prefiero obedecerle también en todo lo demás. Así
estoy más seguro».

Al terminar la comida, el Padre propuso: «¿Os gustaría dar una vuelta, mientras llega
la hora de la cita que tenemos esta tarde?».

«Vayamos a Arona, Padre. Hay una estatua muy alta de san Carlos Borromeo», se
lanzó una vez más Ginca.

Al Padre le gustó la idea y montaron en el coche. Pero el tiempo empeoraba cada vez
más, de modo que cuando ya estaban cerca de Arona dieron la vuelta y regresaron a
Milán. Se pararon delante de un pequeño bar y don Álvaro pidió a Ginca que fuera a
comprar un refresco. Un tanto perplejo, el joven volvió con la botella en la mano.

«Deberías haber pedido un vaso…», apuntó don Álvaro, mientras el Padre bebía.
Ignoraba entonces el estudiante que el Padre padecía una grave forma de diabetes que,
entre otros síntomas, le provocaba mucha sed. El Padre se mortificaba en este aspecto
con tal elegancia que los demás no notaban su desazón, que debía de ser muy fuerte en
aquel momento si don Álvaro decidió intervenir.

En Milán les aguardaba Pin Poles. El Padre se lo presentó a don Álvaro diciéndole:
«Él también es ingeniero».

«¡Estimado colega!», exclamó don Álvaro abrazándole.

Tuvieron una breve tertulia, de la que conservaron grabada la imagen del Padre que,
indicando con los dedos de las manos, les decía: «De vosotros tres, dos tenéis que ser
santos que elevar a los altares. Y si es posible, los tres».

El viaje les llevó a continuación a Turín y luego de nuevo hacia el este, hasta
Bolzano. El día 29, después de celebrar la Misa en el Duomo de Bolzano, enfilaron la
carretera del Brennero hacia Innsbruck, en Austria. El Padre se quedó impresionado del
orden y la limpieza de la ciudad, y en especial de la iglesia donde celebró la Misa.
Aquellas eran personas devotas, pensó. Siguiendo hacia Munich, el Padre quiso pararse
ante un bello y gran crucifijo a la vera de la carretera y hacerse unas fotos. Le alegró
mucho ver esas manifestaciones de piedad popular. En el Tirol abundan estas imágenes;

116
se afirma que hay más de diez mil.

En Munich celebraron Misa en la catedral y luego visitaron al Cardenal Faulhaber.


¿Idioma? El latín. El cardenal, además de mostrarse muy interesado en la Obra, les
confió su preocupación por la asistencia espiritual a los católicos refugiados de la
Alemania del Este. Y a continuación propuso que el Padre y don Álvaro que lo
acompañaran a ver una película… ¡en alemán! Pero les invitó con tal cariño que les
movió a olvidarse del inconveniente de que no entenderían una sola palabra…

Tornaron a Roma pasando por Venecia. Recorrieron 3.490 kilómetros en cuatro días.
Era el primer viaje a Europa Central.

París fue meta de su peregrinaje en diversas ocasiones. Llegó allí por segunda vez el
20 de noviembre de 1955, tras pasar por Milán y Ars. Esta vez pudo ver a sus hijos
residiendo en un discreto piso del boulevard Saint-Germain; todavía estaban
instalándolo, sobre todo el oratorio. El Padre hizo varios comentarios sobre la casa. Le
contrarió que no tuvieran al Señor en el sagrario. El mobiliario en general tenía un tono
de diseño de vanguardia: lo habían comprado barato en un gran almacén de muebles. El
Padre bromeó a propósito de la forma ovoide de los sillones, como si los ocupantes
debieran sentarse haciéndose un ovillo, decía. ¡Era tan feliz viendo a aquellos hijos! Les
habló del apostolado en Italia, del viaje a Milán y hasta contó detalles —cosa rara— del
paso de los Pirineos durante la guerra civil española. Les preguntó por su encaje en la
ciudad, por el apostolado. Al día siguiente fue a la Nunciatura con don Álvaro y, antes
de partir, sugirió que encargaran un gran cuadro para el oratorio: así se verían forzados a
cambiar el feo altar que tenían. En el viaje de regreso pasó por Chartres, para
encomendar a la Virgen la labor en Francia, y por Lisieux, para venerar a santa Teresita.

El 27 de junio de 1956, el Padre llegaba de nuevo al Centro del boulevard Saint-


Germain. Sabía que el comienzo del apostolado de la Obra en Francia no estaba
resultando nada fácil, por diversas razones, y quería consolar y alentar a sus hijos. En
apariencia, éstos vivían dignamente en aquel piso, pero la penuria económica les impedía
tener ningún tipo de servicio doméstico: ellos mismos debían encargarse de limpiar,
cocinar, lavar… y trabajar. El Padre lo sabía, pero no por ello les dispensaba de
esmerarse en cuestiones de estilo y de espíritu.

Al celebrar Misa se revistió con los ornamentos de Città Leonina que él mismo había
regalado. Sin embargo, notó sucia la estola. Entonces, con gesto impulsivo, arrancó la
tirilla de tela lavable, al tiempo que decía que la falta de servicio podía justificar ciertas
deficiencias, pero no en las cosas referentes a la Misa y la Eucaristía. El Padre solía
hacer estas observaciones de forma decidida y clara, pero sin que pareciera un juicio
peyorativo del implicado, al que seguía queriendo igual que antes.

No acabó ahí todo. Pasaron al comedor a desayunar. De nuevo la penuria era

117
culpable: cada una de las tazas tenía un desperfecto. Quien había puesto la mesa colocó
servilletas sobre las tazas para disimular el desaguisado al menos a primera vista. Y
relegó la taza peor —sin asa y con el borde desportillado— al sitio menos accesible de la
mesa, para reducir las probabilidades de que el Padre se la tropezara. Pero él eligió justo
ese sitio, levantó la servilleta y, al ver aquella reliquia, durante un instante se quedó sin
palabras. Y enseguida se sentó muy conmovido y les habló de la pobreza como el mejor
y más preciado patrimonio del Opus Dei.

Quiso llevarse a Roma la taza e ingresó en una vitrina de objetos entrañables. Contó
muchas veces este episodio de pobreza, que pasa oculta a los ojos de la gente. Aclaraba,
no obstante, que ese menaje tan descascarillado iba bien en aquel momento, pero no
sería adecuado tiempo después, cuando se las apañasen mejor con el trabajo y mejorara
su situación económica: porque pobreza no quiere decir mezquindad. Un día, el Padre
tenía invitado en Villa Tevere a un cardenal, que se puso a curiosear la vitrina y, al ver la
taza, exclamó: «¡Es de ónix! ¡Qué pieza tan hermosa!».

A lo que el Padre respondió: «¡Que Santa Lucía le mejore la vista! Usted cree que es
de ónix, y es de cielo, porque es una manifestación maravillosa de la pobreza que
vivimos en el Opus Dei, con mucha alegría, con mucho amor».

Se podría seguir contando otros viajes, todos llenos de solicitud paterna. En 1946,
varios miembros de la Obra habían comenzado en Gran Bretaña. En 1947, además de
Francia, le tocó la vez a Irlanda. En 1949, a México y, como se ha visto, a Estados
Unidos; en 1950, a Chile y Argentina; en 1951, a Colombia y Venezuela; en 1952, a
Alemania… Ya en el verano de 1948 pudo el fundador reunir en un curso de formación a
los primeros miembros de distintos países.

La Obra arraigaba bien en lugares tan diferentes, como demostración de que era cosa
de Dios. Y llegaba gente de todos los sitios. El Padre enviaba a sus hijos e hijas a las
diversas naciones con la misma confianza en la Providencia con la que él había iniciado
toda actividad. Sin nada, como Jesús envió a sus discípulos. Pero luego les seguía con
cuidados paternos. Emprendía largos e incómodos desplazamientos para ir a verlos, o
para preparar el terreno —con oración y entrevistándose con las autoridades eclesiásticas
— antes de que aterrizaran. Ya se han mencionado el viaje a Alemania en 1949 y sus
estancias en París algún año más tarde. Con todo, la lista es amplia y engloba ciudades
como Zurich, Basilea, Amsterdam, Lovaina, y muchas más. Recaló también en Viena en
1955, aún con los soldados soviéticos por las calles. En la capital austriaca comenzó a
rezar la jaculatoria «Sancta Maria, Stella Orientis, filios tuos adiuva! – ¡Santa María,
Estrella de Oriente, ayuda a tus hijos!», encomendando ya a la Virgen la labor de la Obra
en los países que, tras la guerra mundial, habían quedado bajo el poder comunista.
Viajaba en un automóvil no muy cómodo y por carreteras a menudo machacadas por el
conflicto, pero alegraba el trayecto a sus acompañantes entonando canciones y recitando
el rosario. Con frecuencia predicaba la meditación en el coche, comentando las palabras

118
del Señor: «Yo os elegí y os he puesto para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure».
Nunca faltaban las visitas a los santuarios marianos.

A caballo entre los años cincuenta y sesenta viajó varias veces a Inglaterra para pasar
algunas semanas de verano. Albergaba especiales esperanzas en esa nación, tanto por su
tradición universitaria como por la ascendencia que tenía en el mundo. «Esta Inglaterra,
bandido —escribió a uno de sus hijos—, è una grande bella cosa! Si nos ayudáis,
especialmente tú, vamos a trabajar de firme en esta encrucijada del mundo: rezad y
ofreced, con alegría, pequeñas mortificaciones».

En agosto de 1958 caminaba un día por la City de Londres, contemplando los grandes
edificios de poderosas y consolidadas instituciones. ¿Cómo llevar allí la luz de
Jesucristo, el espíritu de la Obra? Aquel pulular de gentes de todas las razas, ¿acaso
hablaba de un mundo cristiano? Le pareció que todo estaba por hacer y sintió el peso de
su debilidad. Tal como más tarde explicó, en ese momento,
«al considerar ese panorama, me desconcerté y me sentí incapaz, impotente: Josemaría, aquí no puedes hacer
nada. […] De pronto, en medio de una calle por la que iban y venían gentes de todas las partes del mundo, dentro
de mí, en el fondo de mi corazón, sentí la eficacia del brazo de Dios: tú no puedes nada, pero Yo lo puedo todo; tú
eres la ineptitud, pero Yo soy la Omnipotencia. Yo estaré contigo, y ¡habrá eficacia!, ¡llevaremos las almas a la
felicidad, a la unidad, al camino del Señor, a la salvación! ¡También aquí sembraremos paz y alegría
abundantes!».

Esas estancias eran siempre de duración más bien corta. No quería alejarse
excesivamente de la dirección del Opus Dei desde Roma. Sus jornadas transcurrían con
el tiempo repartido entre la oración, el análisis de las distintas situaciones y planes
apostólicos, y la formación de sus hijos e hijas.

119
X
CORAZÓN DE PADRE
Y DE MADRE

Se ha mencionado ya varias veces la diabetes que padecía el fundador. Una forma


grave que asustó a todos los especialistas que lo trataron, primero en España y después
en Roma. El doctor Faelli, que lo cuidó desde su llegada a Roma, escribió este
testimonio:
«Cuando vino a mi consulta en 1946, hacía años que sufría de diabetes mellitus bastante grave. Más adelante,
durante el tratamiento, le vinieron serias complicaciones de la enfermedad: trastornos visuales y circulatorios,
ulceraciones, cefaleas, fuertes hemorragias, la pérdida de todos los dientes. En cuanto al trastorno de la vista, se
trató de un ataque de diplopía que tuvo lugar entre 1950 y 1951, que le obstaculizó la visión hasta el punto de
impedirle el leer, por una temporada. En el tratamiento practiqué todas las oportunas terapias modernas».

Sentía un hambre y una sed incontrolables, las pequeñas heridas se le infectaban con
facilidad, durante un tiempo se vio obligado a usar un misal de grandes caracteres por
padecer diplopía. Una mañana, al levantarse, advirtió un fuerte dolor de muelas. La
extracción parecía peligrosa y se necesitó toda la ciencia y la paciencia del doctor Kurt
Hruska, con un tratamiento que duró varios meses, con visitas periódicas y después
controles anuales. De la relación meramente profesional, paciente y dentista pasaron
pronto a temas más personales, concernientes a Dios y a la religión.
«Yo soy protestante —testimonia el doctor Hruska—, pero me hablaba con tanta claridad y convicción que me
sentía inclinado a aceptar todo cuanto afirmaba […]. Al mismo tiempo, sin embargo, era muy respetuoso con las
creencias ajenas».

En cada intervención, Hruska le advertía:

«Si le hago daño, dígalo».

Al cabo de un rato interrumpía su trabajo, seguro de que le estaba haciendo daño.

120
«¡Dígame cuando le hago daño!», insistía.

Y el Padre invariablemente respondía:

«Trabaje, trabaje…».

«Pero, ¿cómo puede resistir?», acababa por preguntar el médico, más a sí mismo que
al paciente.

El Padre lo asumía como una penitencia, a la par de otras mortificaciones corporales


que seguía practicando con heroica generosidad en ese período de enfermedad. Había
muchas cosas por las que reparar al Señor.

La enfermedad proseguía un curso imprevisible. El Padre decía que, en ese sentido,


era divertida. El paciente se atenía puntualmente a las indicaciones médicas, obediente.
En la fase de mayor intensidad de la diabetes, reducido casi a la ceguera y con el cuerpo
muy llagado, se dirigió en peregrinación a Lourdes, donde pidió a la Virgen muchísimas
gracias. Sin embargo, en lo que se refiere a su propia salud, se limitó a pedirle no caer en
una enfermedad que le impidiese «poder seguir trabajando con las almas». Tantas
inyecciones le pusieron durante diez años que las agujas de las jeringuillas traspasaban
con gran dificultad la piel, de lo endurecida que la tenía, y a veces se doblaban.

«Este burrito tiene la piel dura», comentaba con buen humor el Padre. O bien: «Las
agujas de hoy día no son tan buenas como las de antes».

Se sentía a menudo agotado, sin energías. En 1951 seguía una dieta muy severa y
poco diversificada. Sus hijas le preparaban con gran cariño las pocas cosas que podía
comer, tratando de variar el gusto y la presentación de los alimentos, tanto que alguna
vez el Padre bromeaba: «¡Te conozco, bacalao, aunque vengas disfrazao!».

En definitiva, la grave enfermedad no logró que decayera su proverbial buen humor;


más aún, parecía activarlo: «¡Me tendrán que llamar Pater Dulcissimus!».

Con todo, el asunto era serio y lo sabía. Junto a la cabecera de la cama quiso poner un
timbre, para poder pedir los sacramentos en caso de apuro. Se acostaba diciendo: «Señor,
no sé si me levantaré mañana; te doy gracias por la vida que me des y estoy contento de
morir en tus brazos. Espero en tu misericordia».

Dios, en cambio, tenía otros planes para él. Era el 27 de abril de 1954, fiesta de la
Virgen de Montserrat. Ese día, como todos, don Álvaro le inyectó poco antes de la
comida una dosis de insulina, esta vez algo inferior, por tratarse de un nuevo tipo de
insulina de absorción retardada. Se encontraban en el comedor, cuando repentinamente
dijo el Padre:

121
«¡Álvaro, la absolución!».

«¿Pero qué dice, Padre?».

«La absolución. Ego te absolvo…», y perdió el sentido.

Don Álvaro recuerda que primero se puso rojo fuego y luego amarillo terroso. Quedó
como empequeñecido. Le impartió inmediatamente la absolución y, tras llamar al
médico, le metió azúcar en la boca con un poco de agua. No reaccionaba, el pulso era
imperceptible.

El médico, Miguel Ángel Madurga, residente en Villa Tevere, llegó cuando el Padre
había recobrado la consciencia. El shock había durado diez minutos. Le auscultó con
atención, vio que ya estaba fuera de peligro y no había complicaciones. Aparentemente
el Padre se encontraba mejor, tanto que enseguida comenzó a preocuparse por aquel hijo
suyo y, al saber que estaba todavía en ayunas, le indicó que comiera y le entretuvo,
hablando del mar y los peces. Miguel Ángel no se dio ni cuenta de que, en ese momento,
el enfermo no veía.

«Hijo mío —dijo a don Álvaro cuando el médico se fue—, me he quedado ciego, no
veo nada».

«Padre, ¿por qué no se lo ha dicho al médico?».

«Para no darle un disgusto innecesario. A lo mejor esto se pasa».

Permaneció ciego durante horas. Y cuando recuperó la vista, mirándose al espejo,


comentó: «Álvaro, hijo mío, ya sé cómo quedaré cuando esté muerto».

«Padre, ahora está usted más fresco que una rosa», respondió don Álvaro, recordando
el aspecto cadavérico que había tenido antes.

Algunas veces comentó el Padre que en los momentos del shock el Señor le había
permitido ver rápidamente su vida, como en una película.

En el periodo inmediatamente posterior los valores se normalizaron. El doctor Faelli


tiene su explicación del hecho. «Se curó de la diabetes después de un ataque alérgico,
bajo forma de urticaria y lipotimia». Pero añade: «Se halló curado de la diabetes y de sus
complicaciones, sin tener ninguna otra recaída ni estar condicionado por limitaciones
dietéticas. Se ha tratado de una curación científicamente inexplicable». Y con la curación
desaparecieron los trastornos y el dolor de cabeza, y disminuyó notablemente de peso.
«Me parece como si hubiera salido de un túnel», afirmaba. Permanecieron algunos
efectos secundarios que, años después, le causarían otras molestias.

122
Si el Padre siempre fue paterno con sus hijos e hijas, los años de Roma, con los dos
Colegios Romanos tan cerca, constituyen tal mina de detalles de atención y de cariño
que por sí solos se bastan para llenar libros enteros. Van aquí sólo algunas instantáneas.

Al Padre le gustaba ir —durante las obras en Villa Tevere y también después— al


estudio de sus hijos arquitectos, una zona de la casa adecuada a esa finalidad. Estaba
lleno de ideas para los nuevos Centros y poseía un talento natural para la arquitectura.
Durante un tiempo trabajó en el estudio un joven, venido de Bogotá, que tuvo el encargo
de llevar el archivo fotográfico. A falta de las modernas bases de datos, era sólo una
colección de fotografías, muchas de ellas recortadas de revistas, que servían de
inspiración a los arquitectos. El Padre llevó aquel día a ese hijo suyo colombiano la
noticia de un terrible incendio en Bogotá, en el que había muerto mucha gente: quería de
algún modo consolarlo. Y luego, observando el cuidado con que encolaba las fotos en
unos folios, le dijo: «Así te debes pegar tú a Jesús».

El 20 de enero de 1959, el Padre permaneció en el estudio bastante tiempo. No había


dormido aquella noche, preocupado por don Álvaro, que había sufrido una seria
operación. Y con los muchachos del estudio a su alrededor, el fundador se dejó llevar
por los recuerdos de aquel hijo suyo predilecto: cuánto había rezado por él antes aún de
conocerlo, el ponche que le preparó la Abuela una vez que cayó enfermo… Entre un
recuerdo y otro, el Padre señaló una jaculatoria, sugiriendo que se pusiera junto a un
crucifijo de tamaño natural que se colocaría en un pequeño oratorio dedicado a san
Miguel: «Domine, Tu omnia nosti, Tu scis quia amo te!» – «Señor, Tú lo sabes todo, Tú
sabes que te amo»: las palabras de san Pedro en Tiberiades.

Cuando el 12 de febrero, los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz


terminaron el curso de retiro que habían tenido, se encontraron con la sorpresa de ver al
Padre junto con don Álvaro, aún muy abrigado.

«A lo mejor el domingo damos una vuelta por las obras», anunció el Padre. Y ésta
resultaba ser de lo más agradable, porque el Padre veía lo que acabaría siendo como si ya
estuviese hecho y explicaba el porqué. Cada detalle de aquellas casas de Villa Tevere
condensa algo del espíritu y la historia de la Obra.

En esos recorridos por las obras a veces el Padre bajaba a la cripta del oratorio de
Santa María de la Paz, lugar destinado al enterramiento de algunos miembros de la Obra.
Entonces se subía a los tablones de madera que cubrían la que sería su tumba y saltaba o
danzaba con energía. Siempre había enseñado que en la Obra se vive sin miedo a la vida
y sin miedo a la muerte.

En otra ocasión notó que uno de los arquitectos diseñaba durante varios días el
proyecto de un detalle, haciéndolo y rehaciéndolo porque no hallaba la solución. El
Padre, sin decir nada, rebuscó en la biblioteca del estudio hasta que dio con un libro que

123
mostrar a ese hijo suyo poco inspirado: allí había un ejemplo de solución. Pero después
se dirigió a los demás, con cariño a la par que con firmeza: no habían echado una mano a
su hermano; ¿qué sucedería si dejasen solo a quien pasa por dificultades en la vida
interior?

Llegó a Roma otro joven arquitecto para ayudar en la dirección de las obras. El Padre
y don Álvaro, como si no tuviesen otra cosa que hacer, se lo llevaron a dar una vuelta
por Roma, «para que se familiarizase con los edificios», dijo el Padre, porque las casas
que iba a construir debían poseer el aire romano. Y como ya lo conocía de Madrid y
sabía de su habilidad con el violín, le preguntó:

«¿Has traído el violín?».

«No, Padre».

«Entonces haz que te lo envíen».

Y, en efecto, pronto le llegaron instrumento y partituras.

Durante algún tiempo, el estudio de arquitectos ocupó provisionalmente una


habitación pegada a la del Padre, también provisional. El recién llegado, músico como
era, con frecuencia cantaba mientras trabajaba. Cuando un día vino el Padre de la
habitación contigua, se calló inmediatamente.

«No, no. Sigue cantando», le dijo. Quería que se convenciese de que estaba en su
propia casa; sin molestar, naturalmente.

Tiempo después, un alumno del Colegio Romano que también tocaba el violín,
entregó el instrumento al arquitecto, comentándole que ya no quería seguir practicando.
Cuando el Padre, al entrar en el estudio, vio las dos cajas, preguntó enseguida: «¿Cómo
es que tienes dos violines?».

Le contó la historia del músico arrepentido, pero el Padre le cortó en seco:


«Devuélveselo inmediatamente».

Había quedado clara la pobreza práctica: un violín, bien; el otro es superfluo, al


menos para alguien que no es violinista profesional.

Más de una vez se propagó alguna epidemia de gripe entre el grupo de personas que
se hallaban un tanto arracimadas en aquellas casas: primero en el Pensionato y luego en
los nuevos edificios, a medida que se volvían habitables. El Padre hizo numerosas veces
de enfermero, yendo de habitación en habitación con algún remedio. O bien poniendo
una pomada o enviando a alguno a Castelgandolfo, en las colinas romanas, a
recuperarse.

124
Afirmaba que por los enfermos robaría un pedazo de cielo y que el Señor le
perdonaría. Un alumno del Colegio Romano se vio obligado a acostarse por un ataque de
asma. El Padre dijo que iría a verle, pero el día se le complicó tanto que no le fue
posible. A la mañana siguiente le llamó por el teléfono interno para pedirle perdón.
Meses después, a causa de otra enfermedad, el mismo protagonista perdió
completamente el apetito y no lograba comer, hasta que un día vio llegar un plato típico
de su tierra que le gustaba mucho y desbloqueó la situación. Sólo años más tarde supo
que fue el Padre quien urdió la sorpresa.

Una vez el Padre vio a uno de los alumnos que caminaba con la cabeza doblada.

«¿Tienes tortícolis?».

«Sí, Padre».

«Habla con el médico, se te pasará con Irgapirina. En efecto, tu habitación es muy


húmeda».

¿Cómo lograba el Padre recordar los dormitorios de los muchachos, y más aún aquél,
al que el interesado acababa de trasladarse?

Con frecuencia cantaban durante la tertulia. Al Padre le gustaban las canciones de


amor humano, que sabía transformar en cantos de amor divino. Permanecía callado
mientras las entonaban. Pero una vez notó que las palabras de una canción decían:
«Donde hay pasión, hay pecado», y reaccionó inmediatamente: no, no era cierto, para
servir a Dios se necesita un corazón apasionado; la pasión es buena si se pone al servicio
de Dios.

Aquellos hijos y aquellas hijas eran, metafóricamente, su «tentación próxima», tal


como él mismo decía. Deseaba estar con ellos, iba a verlos a menudo, en cuanto podía, y
les tiraba de la lengua para que le contaran las cosas más corrientes, que escuchaba con
sincero interés. Las numerarias auxiliares, en particular, le robaban el corazón.

«Padre, tengo una cuñada que es una mujer buenísima, pero tiene un nombre curioso.
Se llama Gaudiosa». Y el Padre explicó que era un nombre bellísimo porque significa
alegre, gozosa.

Hacía que una de ellas recontara una historieta suya de cuando tenía cinco años y, con
ocasión de una rabieta, dijo que se iría «a servir a la tía»; lo malo fue que la tía entró al
juego y le dio efectivamente trabajo. «Desde entonces, Padre, he sabido cuánto cuesta
trabajar».

Y el Padre reía con gusto.

125
O aquella otra que quería hacer al Padre una menestra de ajo, magnificando las
virtudes de este vegetal.

Sabía animar, con delicadeza. A veces tomaba por el brazo a uno de sus hijos y le
preguntaba: «¿Cuántos actos de amor al Señor has hecho hoy?».

Y sin darle tiempo a responder¸ le invitaba a hacer alguno juntos.

Cuando tenía que corregir enérgicamente no se echaba atrás, pero después hacía de
todo para dulcificar la corrección. De todo. En una ocasión se llevó consigo a varios
alumnos del Colegio Romano a comer en un bar-restaurante. Cosa insólita, que a ellos
les pareció fenomenal y no hicieron preguntas. Fue el Padre quien les dijo al salir:
«¿Sabéis por qué vamos?». Y, mirando a uno de ellos, concluyó: «Porque esta mañana te
he regañado».

Un día, desde el teléfono interior del estudio de arquitectos, hizo una fuerte
corrección a un director del Colegio Romano. Luego se dirigió al hijo suyo que,
trabajando en el estudio, había escuchado la reprimenda para decirle que no estaba
enfadado. En efecto, no lo estaba, y ciertas correcciones le costaban mucho esfuerzo.

Manolo Caballero, pintor y escultor profesional, sevillano saleroso, llegó a Roma en


1951 a fin de ocuparse de las imágenes y demás quehaceres artísticos necesarios para
decorar Villa Tevere. Tuvo ocasión de aprender del Padre el criterio principal de una
imagen sagrada: que inspire una oración a quien la mira.

En cierto momento le encargó una Virgen protectora de la Obra. No sería la “Virgen


del Opus Dei”, porque el Padre no quería títulos o devociones particulares del Opus Dei,
cuyos miembros son, también en esto, tan libres como los demás fieles de sus diócesis.
La idea que transmitió al artista se asemejaba al tipo iconográfico conocido como Virgen
de la Misericordia, que cubre dentro de un amplio manto a una familia, a los miembros
de una cofradía o a los habitantes de una ciudad… Sin embargo, a la par, al Padre no le
gustaban los hombrecillos apretujados bajo el manto. Correspondía a Manolo ingeniar la
solución. Y lo hizo, con la obediencia inteligente que el fundador enseñaba. La Virgen
lleva en su brazo derecho al Niño, mientras con la otra mano alarga el manto sobre un
hito de piedra maciza que representa a la Obra. El hito aparece levemente mellado aquí y
allá por el impacto de algunas piedras, esparcidas por el suelo, pero se mantiene firme y
seguro bajo la protección de María.

«El Opus Dei nació y se ha desarrollado bajo el manto de Nuestra Señora», aseguraba
el Padre. De ahí que la imagen le gustara muchísimo y que sus hijos, en recuerdo suyo,
decidieran reproducirla en la medalla conmemorativa de su beatificación en 1992.

A Manolo también le encargó el Padre un Cristo vivo crucificado, de tamaño natural,

126
para colocarlo en un claustrillo. «No me resultó demasiado difícil —recordaba el artista
— hacer un Cristo que gustase al Padre. Le había escuchado decenas de veces, mientras
contemplaba en voz alta la pasión y la humanidad santísima de Jesús, y su oración
alimentaba la nuestra. Representé al Señor lleno de paz; pese a que tiene los ojos ya
cerrados, se mantiene firme sobre el madero y la cabeza, casi derecha, muestra un rostro
sereno, en el que el sufrimiento no ha dejado huella alguna de desesperación».

De todas formas, la obra maestra de Manolo es un Niño Jesús. Y no tanto por su


indudable mérito artístico, sino por la importancia que la talla adquirió en la vida del
Padre y de la Obra. Para comprenderlo hay que retrotraerse muchos años, a la época en
que don Josemaría era rector del Patronato de Santa Isabel, en Madrid.

El 15 de octubre de 1931, día de santa Teresa de Jesús, las agustinas recoletas


quisieron darle una sorpresa:
«Al salir de la clausura, en la portería, me han enseñado un Niño, que era un Sol. ¡No he visto Jesús más
guapo! Encantador: lo desnudaron: está con los bracitos cruzados sobre el pecho y los ojos entreabiertos.
Hermoso: me lo he comido a besos y… de buena gana lo hubiera robado».

Desde entonces se acercaba todas las semanas al torno del convento y la monja
encargada le dejaba al “chiquitín”.
«El Niño Jesús: ¡cómo me ha entrado esta devoción, desde que vi al grandísimo Ladrón, que mis monjas
guardan en la portería de su clausura! Jesús-niño, Jesús-adolescente: me gusta verte así, Señor, porque… me
atrevo a más. Me gusta verte chiquitín, como desamparado, para hacerme la ilusión de que me necesitas».

A la par que la devoción, crecía en él la infancia espiritual, un abandono filial y


completo en Dios Padre. El 30 de diciembre consiguió que las monjas le dejaran el Niño
hasta el día siguiente y el sacerdote se lo llevó consigo bajo el manteo en sus recorridos
madrileños, para mostrárselo a diversas personas. En una de las paradas tuvo la pillería
de hacerle unas fotografías, tal vez pensando que en su momento servirían para hacer
una copia.

El momento llegó con la presencia de Manolo en Roma. El Padre le entregó las


fotografías para que modelara una figura similar, pero de tamaño natural, cuando tuviera
tiempo. Tiempo era justamente lo que faltaba, en medio de las urgencias y prioridades de
unas obras grandes y complejas, a las que el propio Padre imprimía fuerte ritmo. Con
todo, cuando en 1957 Manolo tuvo que viajar a Madrid, el Padre le animó a pasarse por
Talleres de Arte Granda y realizar un modelo en barro, del que los artesanos podrían
tallar allí una copia en madera. Así lo hizo puntualmente Caballero y el Niño llegó a
Roma al cabo de pocos meses, perfectamente acabado, pero en madera natural.
Enseguida se vio que al Padre no le gustaba y que lo hubiera preferido policromado,
como el de las monjas. La imagen pasó así a segundo plano y Caballero se quedó con el
encargo de policromarla… más adelante.

127
Se llegó así a los preparativos de la Navidad de 1959, una Navidad de vacas flacas
porque no había un céntimo que gastar en Villa Tevere. A los artistas de la casa se les
ocurrió entonces que se podía rematar el Niño y… ¿qué mejor regalo para todos?
Manolo llevó a cabo un trabajo egregio, consiguiendo un Niño hermosísimo, algo
agitanado y hasta un poco a la antigua, como les gustaba tanto al Padre como a él
mismo. No quedaba más que esperar a Navidad, manteniendo la imagen bien guardada
para dar la sorpresa al Padre.

Sin embargo, el 21 de diciembre, el Padre apareció en el estudio de arquitectos


visiblemente preocupado y cansado. Se sentó en el silloncito habitual y permaneció
callado, recogido, exhausto. No era frecuente verlo así, pero los presentes sabían que en
tales situaciones el mejor modo de consolarle era quedarse cerca y en silencio. Así lo
hicieron, mientras seguramente repetían en su corazón la oración preferida de don
Álvaro: «Señor, yo te pido lo que te pida el Padre».

En cierto momento se oyó llegar a Manolo, feliz, canturreando por el pasillo. Abrió la
puerta con decisión e inmediatamente enmudeció al ver la escena. Se sentó junto al
Padre. Entonces Jesús Gazapo, que dirigía el estudio, tuvo una idea genial: ¿por qué
esperar a Navidad? ¡Ese era el momento de enseñar el Niño al Padre! Bastó una seña a
Manolo para que éste saliera presuroso y regresara al poco con un grueso paquete. Lo
depositó en la mesa y comenzó a desenvolverlo sonora y parsimoniosamente. El Padre le
espiaba con el rabillo del ojo, tal vez preguntándose qué se le habría ocurrido a aquel
imaginativo y simpático hijo suyo. Cuando Manolo destapó la imagen, el Padre cambió
repentinamente, se le iluminó la cara, tomó al Niño, lo apretó contra su pecho y salió
deprisa y radiante del estudio sin decir nada.

Enseguida pidió que se le hiciera una cuna, que un carpintero conocido ejecutó
magistralmente, pese a la urgencia, para que estuviese lista la noche de Navidad. El
Padre fue feliz durante años con aquel Niño —tuvo cierta importancia en su vida interior
—, cuando en las Navidades se colocaba en un oratorio de Villa Tevere al que acudía
con frecuencia a hacer oración. Sin embargo, generoso y desprendido como era el Padre,
ya el mismo 1959 lo regaló al Colegio Romano de la Santa Cruz como primera “piedra”
de su futura nueva sede, fuera de Villa Tevere, entonces todavía un sueño o, más bien,
una quimera. Y allí indicó perentoriamente que se llevara en la primera ocasión posible,
nada más verlo, recordando y reafirmando que ese Niño no era suyo. Corría la
Nochebuena de 1974.

128
XI
EN TORNO AL CONCILIO
VATICANO II

El 9 de octubre de 1958 moría Pío XII. El Padre participó con visible dolor en el luto
por aquel Pontífice que le había acogido con un espíritu tan sobrenatural y paterno.

En la tarde del 28 de octubre, la fumata blanca anunció la elección del nuevo Papa.
Antes aún de conocer su nombre, mons. Escrivá se arrodilló lleno de alegría y se puso a
rezar por él: «Oremus pro Beatissimo Papa nostro: Dominus conservet eum et vivificet
eum…». Mucho había rezado y hecho rezar por el nuevo Pontífice durante el período de
sede vacante; invitó a ofrecer por él todo, «¡hasta la respiración!». Delante del televisor
recibió muy emocionado la primera bendición de Juan XXIII.

En los años precedentes, mons. Angelo Giuseppe Roncalli había conocido bien el
espíritu y la realidad de la Obra, había visto de cerca la actividad de varias obras
apostólicas. Ahora, como Papa, quiso manifestar de diversas maneras su estima al
fundador. Le nombró consultor de la Comisión para la interpretación auténtica del
Código de Derecho Canónico, cedió a la Obra en propiedad los terrenos de
Castelgandolfo donde se levantaba la ya mencionada Villa delle Rose, erigió en
Universidad el Estudio General de Navarra y confió al Opus Dei una obra de promoción
social y cristiana en el barrio Tiburtino de Roma.

Don Josemaría deseaba abrir su corazón al nuevo Papa, y pudo hacerlo en la


audiencia del 5 marzo de 1960. Juan XXIII, con su carácter afable y bondadoso, invitaba
a superar toda formalidad, y esto, unido a la disposición filial de mons. Escrivá, hizo
íntima y emotiva la entrevista.
«La primera vez que oí hablar del Opus Dei —le contaba el Papa—, me dijeron que era una institución
imponente y que hacía mucho bien. La segunda vez, que era una institución imponentísima y que hacía muchísimo
bien. Estas palabras me entraron en los oídos… El afecto por el Opus Dei se me ha quedado en el corazón».

129
Muy emocionado y con la voz temblorosa, el fundador describió el apostolado que el
Opus Dei desarrollaba en el mundo, y al Papa le impresionó la respetuosa espontaneidad
con que se expresaba aquel hijo suyo. «Padre Santo —le dijo entre otras cosas—, en
nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar
amable: no he aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad». Y el Santo Padre reía
entre divertido y conmovido. Mons. Escrivá aludió también a la inadecuación del ropaje
jurídico con que la Obra había tenido que revestirse diez años antes, a lo que el Papa
prometió abordar el problema en la Curia… después del Concilio Vaticano II, ya
anunciado.

Una segunda audiencia tuvo lugar el 27 de junio de 1962, antes del inicio del
concilio. De nuevo Juan XXIII dejó hablar a su entusiasmo: «Monseñor, el Opus Dei
pone ante mis ojos horizontes infinitos que aún no había descubierto».

El fundador escribía poco después: «Este último encuentro con el Vicario de Cristo
ha tenido particular significado para nuestra Obra». Y atestiguaba a sus hijos el afecto
demostrado por el Papa:
«Su mirada atenta y llena de paternal benevolencia, el gesto suave de la mano, el calor afectuoso de su voz, la
grave y serena alegría reflejada en Su rostro… Querría de verdad, queridísimos hijos, que todos vosotros
estuvieseis felices e inmensamente agradecidos al Papa Juan XXIII por su bondad y benevolencia».

El 11 de octubre de 1962, fiesta de la Maternidad divina de María, una larguísima


procesión de obispos, en fila de a seis, subía las escalinatas de la Basílica de San Pedro
bajo un sol esplendoroso. Daba comienzo el XXI Concilio ecuménico de la Iglesia
católica, convocado por Juan XXIII. El concilio más numeroso y universal de la historia.
Los ojos del mundo entero estaban puestos en él. Mons. Josemaría Escrivá siguió la
ceremonia por televisión. Siempre se había mantenido al margen en los grandes eventos
y esta vez ni siquiera se contaba entre los miembros de la asamblea, muy generosamente
reclutados. Quizás trataba de descubrir los rostros de los hijos suyos, pocos, que se
hallaban entre los padres conciliares: mons. Ignacio de Orbegozo, Prelado de Yauyos, y
mons. Luis Sánchez-Moreno, Obispo Auxiliar de Chiclayo, ambos de Perú; y el Obispo
Auxiliar de Oporto, mons. Alberto Cosme do Amaral, miembro agregado de la Sociedad
Sacerdotal de la Santa Cruz. Había además otros hijos suyos —don Álvaro en primer
lugar— que participaban en razón de otros títulos. Sin duda, rezaba. Pocas personas en el
mundo tenían una visión tan amplia de la Iglesia.

Un capítulo importante —y poco conocido— de la vida de san Josemaría es el


referente a su trabajo y su actitud durante el Concilio Vaticano II. Y no sólo por la
decisiva importancia que esa asamblea ha tenido en la vida de la Iglesia, sino porque
confirmó con el máximo grado de autoridad los principios del espíritu del Opus Dei. Los
mismos principios que veinte años antes eran considerados heréticos por algunos
religiosos, como se ha visto: la llamada universal a la santidad, la posibilidad de
santificarse en medio del mundo y a través de las actividades seculares, la llamada

130
bautismal al apostolado, etc. Sería presuntuoso afirmar que tales perspectivas se
recogieron en los documentes conciliares sólo gracias a san Josemaría, pero sería aún
más injusto rebajar o minusvalorar su influencia en el concilio. Además, la tempestad del
postconcilio intentó tergiversar las cosas, pretendiendo colar como conclusiones
conciliares lo que solamente eran opiniones —descartadas— de ciertos peritos o grupos
denominados “progresistas”, con el resultado de que, quien al inicio de la asamblea era
considerado avanzado o moderno, se encontró al final con que se le miraba como
tradicionalista o nostálgico en la nueva etapa. Y algo de esto le pasó a mons. Escrivá.
Pero todo esto no tiene nada que ver con el Concilio Vaticano II.

Sigo aquí los testimonios de mons. Álvaro del Portillo y del Cardenal Julián Herranz,
que gozaron de un privilegiado puesto de observación, ya que trabajaron en las
comisiones conciliares y vivían junto al Padre. Al comienzo de los trabajos, don Álvaro
fue nombrado perito conciliar, como Secretario de la Comisión para la disciplina del
clero y el pueblo cristiano, dentro de la cual tuvo que intervenir muy activamente.
Además, fue designado consultor de otras tres comisiones conciliares: para los obispos y
el régimen de las diócesis, para los religiosos, y para la doctrina de la fe; así como
consultor de la comisión mixta para las asociaciones de fieles y de la comisión para la
revisión del Código de Derecho Canónico. Concluidas las actividades de la asamblea
ecuménica, recibió el nombramiento de consultor de la Comisión postconciliar para los
obispos y el gobierno de las diócesis. También don Julián trabajó en varias comisiones
durante el Concilio y, tras la clausura, en la Comisión para los textos legislativos, de la
que años más tarde llegó a ser Presidente.

Premisa necesaria es que san Josemaría nunca quiso seguir de ningún modo la
llamada carrera eclesiástica. Ya en Madrid, siendo un joven sacerdote, rechazó el
honroso título de capellán de la Casa Real; y si, al llegar a Roma, aceptó ser nombrado
monseñor fue exclusivamente porque, en aquellos momentos de estudios y gestiones
para la definición jurídica del Opus Dei, ese nombramiento corroboraba la secularidad de
la Obra y de sus sacerdotes: como se sabe, los religiosos no pueden recibir tales
reconocimientos honoríficos. Rarísima vez vistió las ropas específicas del título: sólo
cuando el protocolo o alguna circunstancia extraordinaria lo requerían. Era muy
consciente de que se hallaba en la tierra con la estricta finalidad de hacer el Opus Dei y
de hacerlo como Dios quería. Todo lo demás únicamente le interesaba en la medida en
que contribuía a ese fin.

Poco antes del Concilio, en los ambientes eclesiásticos romanos se esparció un


rumor: «Van a hacer cardenal a Escrivá».

El Padre sonreía y dejaba pasar. Pero el rumor volvía a correr cada cierto tiempo. En
el verano de 1960 su nombre circuló entre los posibles candidatos. Como trabajaba en el
Vaticano, don Julián estaba al corriente, pero el Padre nunca le preguntó por “cosas del
trabajo”, frecuentemente vinculadas al secreto pontificio o, en cualquier caso, delicadas.

131
Quizás por esto un día le llamó a su habitación, se desabrochó varios botones de la
sotana a la altura del tórax y le mostró la piel. Don Julián, que había estudiado Medicina
antes de la ordenación sacerdotal, se quedó estupefacto al ver un herpes zoster
tremendamente inflamado y la piel amoratada, llena de llagas. Sabía que era una
enfermedad dolorosísima. Por todo comentario el Padre le dijo: «Mira, hijo mío: ésta es
la púrpura que el Señor quiere para mí».

Esto ayuda a comprender mejor la postura del Padre durante el Concilio.

Antes de nada, vio como una gran oportunidad para la Iglesia la convocatoria de la
asamblea ecuménica, e incitó continuamente a sus hijos a rezar por su buen éxito. En una
carta al secretario del Papa escribía:
«Le ruego, una vez más, que tenga a bien manifestar al Santo Padre mi mucha alegría y optimismo por el
Concilio Ecuménico, y lo mucho que se reza y los muchos sacrificios que ofrecen en todo el mundo los miembros
del Opus Dei por esta gran Asamblea de la Iglesia».

Esperaba que el Concilio sirviera para fortalecer a la Iglesia en el sentido más hondo,
esto es, la santificación de sus miembros y la eficacia de la evangelización.
«Nadie duda, hijos míos, porque es una evidente realidad, cuántos problemas pastorales pone el mundo
moderno. La vertiginosa transformación de la sociedad actual […] plantea multitud de cuestiones, que no sólo
requieren una adecuada respuesta cristiana, sino que ocasionan, en el seno de la vida cristiana, como la conciencia
y la urgencia de habilitar medios pastorales, actitudes y lenguaje que permitan a la acción evangélica penetrar en
este mundo de hoy».

El Opus Dei, no haría falta decirlo, era un instrumento querido por Dios para hablar
de Cristo al mundo desde dentro. Y el Concilio podía, además, abrir el camino hacia la
solución jurídica definitiva de la Obra, como hizo. De ahí que incluso el famoso
“aggiornamento” —término con el que se entendía una no bien definida modernización
de todos los componentes de la Iglesia— presentaba particularidades no desdeñables en
su aplicación a la Obra: era una realidad nueva, aún no bien definida a nivel canónico, y
con el fundador —depositario del carisma divino— todavía en vida. En una célebre
entrevista, el Padre aseguraba:
«En cuanto al Opus Dei considerado en conjunto, bien puede afirmarse sin ninguna clase de arrogancia, con
agradecimiento a la bondad de Dios, que no tendrá nunca problemas de adaptación al mundo: nunca se encontrará
en la necesidad de ponerse al día. Dios Nuestro Señor ha puesto al día la Obra de una vez para siempre, dándole
esas características peculiares, laicales; y no tendrá jamás necesidad de adaptarse al mundo porque todos sus
socios son del mundo; no tendrá que ir detrás del progreso humano, porque son todos los miembros de la Obra,
junto con los demás hombres que viven en el mundo, quienes hacen ese progreso con su trabajo ordinario».

Volviendo al inicio del Concilio, inmediatamente después de su convocación san


Josemaría envió a Juan XXIII una carta para manifestarle su pleno agradecimiento.
Deseaba que el Concilio colmase la laguna teológica sobre el papel de los laicos en la
Iglesia, como así sucedió. Recordaba mons. Álvaro del Portillo que el Padre
«pensó que podían convocarle en calidad de presidente general de un Instituto Secular, pues ésa era entonces la

132
configuración jurídica del Opus Dei. En ese caso debería participar como Padre Conciliar junto a otros superiores
de Instituciones incluidas en el estado de perfección. Aunque deseaba muchísimo intervenir personalmente en las
reuniones conciliares, no le pareció conveniente tomar parte a título de presidente de un Instituto Secular. De
hecho podría significar, si no la aceptación de un estatus jurídico inadecuado a la naturaleza de la Obra, al menos
un dato que constituiría un precedente poco favorable para la futura revisión del encuadramiento canónico del
Opus Dei. Expuso a la Curia los motivos por los que no consideraba prudente participar en el Concilio, y su
decisión fue bien comprendida.
Entonces mons. Loris Capovilla le invitó a intervenir como perito del Concilio, trasladando el deseo del Santo
Padre Juan XXIII. Nuestro Fundador reiteró una vez más su disponibilidad total e incondicionada, pero, después
de haber agradecido la invitación, explicó las razones por las que preferiría no aceptar, sometiéndose, en todo
caso, a la decisión del Papa. En resumen eran éstas: por un lado, no podría dedicar a esta misión todo el tiempo
necesario; por otro, varios hijos suyos obispos eran Padres Conciliares, y resultaría chocante que interviniese
como un simple perito: no se trataba ciertamente de una actitud de vanidad, sino del deseo de evitar malentendidos
a la Santa Sede. Si el fundador del Opus Dei hubiese aceptado el nombramiento de perito, tras haber rehusado el
de Padre Conciliar, alguno podría pensar que lo que buscaba era moverse entre bastidores. En cambio, los que no
estaban al corriente de la situación podrían pensar que al Opus Dei no se le concedía ninguna importancia eclesial.
Al mismo tiempo, nuestro Fundador ofreció a la autoridad eclesiástica competente la colaboración de toda la
Obra y de sus miembros, muchos de los cuales, efectivamente, participaron en la preparación y desarrollo del
Concilio».

A cambio, a lo largo de todo el Concilio desarrolló una infatigable labor de acogida


de los Padres y peritos conciliares, que iban a verle para conocerle mejor y conocer
mejor la Obra o para pedirle manifiestamente consejo. Esas entrevistas fueron realmente
muchísimas. Recuerda de nuevo don Álvaro del Portillo:
«Hubo días en que recibió más de media docena de visitas, y no le resultaba nada fácil sacar, de sus
ocupaciones de gobierno en la Obra, el tiempo necesario para acoger debidamente a esos cardenales, arzobispos,
obispos, nuncios, teólogos, etc. Yo estuve presente en muchas de estas entrevistas, y pude observar con qué
sencillez y afabilidad trataba el Padre a quienes venían a verle».

¿Qué impulsaba a tantas personalidades eclesiásticas a entrevistarse con mons.


Escrivá? El Cardenal Herranz, presente en la mayoría de esos encuentros, asegura que no
venían a plantear al Padre cuestiones teológicas, aunque fuese inevitable que la
conversación tocara temas debatidos en el Concilio. Muchos venían a ver a un santo. Su
fama de santidad se había difundido. Lo compendia bien la exclamación del teólogo
Carlo Colombo al salir de su entrevista con el Padre: «¡Qué diferencia hay entre un
teólogo y un santo!».

Resulta muy interesante el diálogo que mantuvieron en esa ocasión los dos
personajes. Colombo era una de las mentes más preclaras del Concilio, muy cercano a
Pablo VI, hasta el punto de que era conocido como “el teólogo del Papa”. Y, por
supuesto, todo teólogo a la última se ocupaba entonces del papel de los laicos. El Padre
le invitó a comer a Villa Tevere y mons. Colombo, tras agradecerle sinceramente la
invitación, se sintió movido a hablar de los institutos seculares, en un tono… un tanto
académico. Estos institutos, decía, constituían una nueva forma del “estado de
perfección”, a fin de actuar en el mundo; más aún, algunos de ellos habían impuesto a
sus miembros la obligación de silenciar su pertenencia a ellos, porque de esa manera se
facilitaba la “penetración” en las realidades temporales, que de otro modo rechazaría a

133
esos “laicos consagrados”.

El Padre escuchó atentamente la exposición —bien sabía él cómo habían nacido y


evolucionado los institutos seculares— y, a continuación, le comentó con afecto:
«Monseñor, todo eso que usted dice es magnífico. Sin embargo, no tiene nada que ver con el Opus Dei, que es
una realidad espiritual muy distinta. Yo tengo grandísimo respeto a los religiosos y a los institutos seculares, que
buscan el estado de perfección en medio de las realidades temporales. Ahora bien, los hombres y las mujeres del
Opus Dei no buscan el estado de perfección, sino la perfección de cada uno en su propio estado, que no es lo
mismo».

Los miembros del Opus Dei, continuaba el fundador, se esfuerzan por santificarse allí
donde Dios les llama, en y a través de su propia profesión u oficio. Sin secretos de
ningún tipo, que no necesitan. Y tampoco tienen que penetrar en el mundo, porque no
han salido de él: están ya en el mundo, donde se mueven, sin ser mundanos, con la
misma naturalidad y empeño ascético y evangelizador que los primeros cristianos.

El Cardenal Herranz recuerda cómo iba cambiando la cara del teólogo, desde la
sorpresa inicial hasta la honda admiración. He aquí el sentido de su comentario final
sobre la diferencia entre un santo y un teólogo: un santo llega por intuición —o mejor,
por inspiración divina— allá donde el teólogo llega con el esfuerzo de estudiar y
razonar. Lo cual no resta nada al hecho de que san Josemaría también poseía una
excelente preparación teológica, y la había querido igualmente para sus hijos desde la
primera ordenación sacerdotal en 1944, así como al elaborar para todos los miembros
numerarios de la Obra —laicos casi todos—, en los años cincuenta, un plan de estudios
filosóficos y teológicos que mereció un documento de alabanza de la Santa Sede.

Mons. Carlo Colombo se volvió un gran admirador de san Josemaría y tuvo ocasión
de manifestarlo numerosas veces. A la muerte de mons. Escrivá escribió una conmovida
carta a su sucesor al frente del Opus Dei, don Álvaro del Portillo, y el 29 de abril de
1978, siendo Obispo Auxiliar de Milán, dirigió una larga y razonada carta postulatoria a
Pablo VI, pidiendo la apertura de su proceso de beatificación.

Otro visitante de san Josemaría fue mons. François Marty, entonces arzobispo de
Reims y después Cardenal Arzobispo de París. Así lo contó él mismo:
«En la época del Concilio Vaticano II tuve ocasión de encontrarme varias veces con mons. Escrivá de
Balaguer, fundador del Opus Dei. De aquellas conversaciones tengo el recuerdo de un hombre que sólo hablaba de
Dios. Un rato de charla con él era como un rato de oración. Esto era compatible con su buen humor, con su sentido
sobrenatural, con su caridad llena de cariño».

Herranz rememora el encuentro con el Cardenal Julius Döpfner, Arzobispo de


Munich, uno de los cuatro moderadores del Concilio, al que el Padre explicó que la
vocación al Opus Dei, vocación a santificarse en la vida ordinaria y a hacer apostolado
en el mundo, no es algo añadido a la vocación cristiana, sino que tiene su origen en la
misma llamada bautismal, que implica a toda la persona: todas las acciones del cristiano

134
tienen que ver con la santidad y a ella han de enderezarse, al igual que todas las
relaciones personales del cristiano deben congeniar con el mandamiento nuevo de la
caridad y, por tanto, con el apostolado que le es intrínseco.

Döpfner, que formuló muchas preguntas al Padre, estaba feliz escuchando respuestas
tan netas. «Aún recuerdo al vigoroso cardenal bávaro despidiéndose del Padre con un
calurosísimo abrazo, sosteniendo en la mano derecha su humeante partagás», escribe
Herranz.

De su libro de memorias cabe extraer una larga lista de huéspedes de Villa Tevere:
los cardenales Antoniutti, Cento, Marella, Larraona, Ciriaci, presidentes de comisiones
del Vaticano II; padres conciliares defensores de opiniones bastante diferentes, como los
cardenales Siri, Arzobispo de Génova; König, de Viena; Bueno Monreal, de Sevilla;
Miranda, de México, y muchos otros. Pero tampoco la saga de teólogos anduvo a la
zaga, comenzando por dos entusiastas, Charles Moeller y el canonista Willy Onclin,
ambos de la Universidad de Lovaina. El elenco es realmente amplio. Y a cada uno sabía
el Padre sugerir y puntualizar, de forma respetuosa y delicada, pero clara. Una vez, por
ejemplo, fueron a verle un grupo de prelados de lengua francesa. Hablando sobre el
apostolado de los laicos, uno de ellos repitió el conocido concepto conciliar: compete a
los laicos animar cristianamente las estructuras temporales para transformarlas. A lo que
el fundador precisó con una amable sonrisa:
«Si tienen alma contemplativa, Excelencia. Porque si no, no cristianizarán nada. Peor aún, serán ellos los que
se dejarán transformar; y, en lugar de cristianizar el mundo, se mundanizarán los cristianos».

Mons. Abilio del Campo, Obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño, ha dejado este


testimonio:
«Creo con sinceridad que Josemaría contribuyó decisivamente a clarificar doctrinalmente muchos puntos en los
que las luces que había recibido de Dios y su extraordinaria experiencia pastoral en el mundo del trabajo eran casi
insustituibles. Fueron muchos los Padres conciliares que, apoyándose de su amistad, pudieron recoger sus atinados
consejos».

Y mons. Juan Hervás, Obispo de Ciudad Real:


«Aunque yo no le vi por los lugares de las sesiones, su presencia espiritual, respetuosa con el quehacer de los
Padres conciliares, sin pretender imponer ningún punto de vista, fue clarísima y de gran trascendencia para los que
participamos en aquella gran Asamblea».

Naturalmente, no es un misterio para nadie que dentro del Concilio actuaban diversos
fermentos, y no sólo acerca de cuestiones legítimamente opinables, sino también sobre el
depósito de la fe. Las primeras son, también en la Iglesia, la mayor parte, y así le
agradaba recordarlo a san Josemaría, que en modo alguno quiso que el Opus Dei tuviese
una escuela u opinión teológica particular. Ahora bien, el depositum fidei es asunto
diferente¸ porque Dios mismo es quien lo ha entregado a su Iglesia, justamente en
depósito, y a los hombres no les queda más que profundizar en él mediante el estudio

135
guiado por la fe, y en ningún caso modificarlo.

Mons. Giacomo Barabino, entonces secretario del Cardenal Siri, recuerda cómo se
planteaba el Padre la doctrina:
«Su defensa de la ortodoxia no procedía de un espíritu conservador, de cerrazón mental o rigidez de carácter.
Tenía una evidente preocupación por asegurar la ortodoxia y las estructuras vitales, divinas de la Iglesia; pero no
era menos evidente su espíritu de apertura e innovación: me entusiasmaba oírle hablar de cómo era necesario
secundar, cada uno desde su sitio, con fidelidad al propio carisma dentro de la Iglesia, la corriente santificadora
que el Espíritu Santo derrama en el pueblo de Dios, en cada uno de los fieles, llamados a la plenitud de la vida
cristiana. Dentro de su audaz apertura subrayaba la condición misionera de la Iglesia en todos los ambientes,
incluso en los más difíciles. Se trataba de una realidad que vivía a diario: la coherencia con la idea fundamental de
la que había partido, la vocación universal a la santidad, idea vigorosa que aplicaba continuamente con una
elasticidad verdaderamente admirable a las exigencias de los tiempos y al desarrollo de la Iglesia entre los
hombres».

Pablo VI quiso manifestar públicamente su estima al Opus Dei y a su fundador,


inaugurando personalmente el Centro Elis, el 21 de noviembre de 1965. El Elis había
surgido por iniciativa de Juan XXIII, que destinó a una obra social en la periferia romana
los fondos recogidos con ocasión del ochenta cumpleaños de Pío XII y encargó al Opus
Dei su realización.

Ese día, Pablo VI inauguró una iglesia parroquial confiada a sacerdotes del Opus Dei,
así como los edificios destinados a la formación técnico-profesional de jóvenes. Mons.
Escrivá leyó su discurso con una emoción tan palpable que incluso impresionó al Santo
Padre. En su alocución, el Papa dio las gracias con expresiones vibrantes a cuantos
habían colaborado en el proyecto, al que calificó de «otra prueba del amor a la Iglesia».
Pablo VI había deseado aquella inauguración antes del final del Concilio, para facilitar
así la participación de muchos padres conciliares y mejorar su conocimiento de la Obra.
Al abrazar al fundador antes de regresar al Vaticano, exclamó ante todos los presentes:
«¡Aquí todo es Opus Dei!».

La relación y la estima de Pablo VI hacia san Josemaría y su Obra tenían una larga
historia. Nunca olvidó el fundador que «la primera mano amiga» que se le tendió en
Roma, a su llegada en 1946, fue la de mons. Montini. Tras la elección de éste al sumo
pontificado, el 21 de junio de 1963, las manifestaciones de afecto hacia san Josemaría
fueron numerosas y constantes. La primera audiencia tuvo lugar el 24 de enero de 1964,
después de la segunda sesión del Concilio y del viaje del Papa a Tierra Santa. Fue una
larga conservación, en la que salieron a relucir recuerdos comunes, alegrías y tristezas,
los continuos contactos con la Curia con vistas a la aprobación de la Obra. Ambos se
conmovieron y el Papa abrazó repetidas veces al fundador. Éste le pidió de nuevo el
estudio de la solución jurídica del Opus Dei y le entregó una carta, en la que se leía:
«Haciendo memoria de la mucha benevolencia manifestada a la Obra y a su humilde Fundador, y de los
consejos, cortesía y aliento de Vuestra Santidad, tan generosos desde el lejano 1946, en que desempeñaba el cargo
de Sustituto de la Secretaría de Estado, el que esto firma pone a los pies de V. Santidad lo que considera ser el
espíritu y la pastoral del Opus Dei: el deseo de servir a la Iglesia como Ella desea ser servida. Tal es el programa

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que ha guiado siempre la actividad sacerdotal del que suscribe, en los treinta y seis años de vida del Opus Dei».

En la fotografía con Pablo VI al final de aquella audiencia quedó inmortalizada la


emoción de san Josemaría. Pero todavía queda más patente en la instantánea de la
siguiente audiencia, el 10 de octubre del mismo año. El Padre estaba muy feliz de tantas
manifestaciones de afecto. «¡Qué bien pagado me he sentido de tanta cosa ofrecida in
laetitia al Señor en estos treinta y siete años!», escribió.

A la delicada cuestión del encuadramiento jurídico del Opus Dei vino a unirse un
nuevo y grave motivo de preocupación, porque antes incluso del final del Concilio se
difundieron interpretaciones espurias de sus decretos, se suscitaron profundas divisiones,
se propagó un espíritu de rebelión que no respetaba ni siquiera la obediencia al Santo
Padre. Su autoridad fue agresivamente puesta en discusión en muchos ambientes
eclesiásticos. El fundador escribió entonces a sus hijos, en una carta de octubre de 1965,
anterior a la clausura del Vaticano II:
«Los años que siguen a un Concilio son siempre años importantes, que exigen docilidad para aplicar las
decisiones adoptadas, que exigen también firmeza en la fe, espíritu sobrenatural, amor a Dios y a la Iglesia de
Dios, fidelidad al Romano Pontífice. […] Estad muy cerca del Pontífice Romano, il dolce Cristo in terra: seguid
al día sus enseñanzas, meditadlas en vuestra oración, defendedlas con vuestra palabra y vuestra pluma».

En una densa correspondencia en los años posteriores al Concilio, san Josemaría


informó a Pablo VI de lo que consideraba provechoso para el bien de la Iglesia y le puso
al corriente de las nuevas y tristes campañas calumniosas que se suscitaron contra el
Opus Dei.

Que se trataba de un momento dramático para la Iglesia, es cosa sabida. Las


estadísticas publicadas por la Congregación para el Clero en 2003 muestran el alcance de
la hemorragia de sacerdotes diocesanos y religiosos que la Iglesia padeció en aquellos
años, con un tremendo período que va de 1965 a 1980 en que se superaron las cuatro mil
defecciones anuales. Se vaciaron los seminarios, inmensos edificios —a veces
construidos con el optimismo de los años precedentes— reducidos a pequeños núcleos o
simplemente cerrados. Bastaba mirar la biblioteca de muchos sacerdotes para descubrir
allí textos ambiguos o erróneos en los que se negaba la realidad de los sacramentos, se
ponían en duda capciosamente los fundamentos de la fe y se tergiversaba la naturaleza
de la Iglesia, del culto, de la jerarquía, o se proponía el marxismo como nuevo horizonte
del compromiso cristiano.

«Sufro muchísimo, hijos míos», confió el Padre a los miembros del Consejo General
del Opus Dei el 27 de noviembre de 1970. Y prosiguió:
«Estamos viviendo en la Iglesia un momento de locura. Las almas, a millones, se sienten confundidas. Hay
peligro grande de que se vacíen de contenido los sacramentos —todos, hasta el Bautismo—, y los mismos
mandamientos de la ley de Dios pierden su sentido en las conciencias. Amo con toda mi alma a la Iglesia, mi
Madre, esta Iglesia donde hay millones de almas que son mi padre y mi madre: ¡que amo como a mi padre y a mi
madre!».

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El Padre sufría realmente y se apenaba de manera visible, con lágrimas que le
quemaban y eran don de Dios. Lo han testimoniado todos los que estuvieron cerca de él
en esos años, los últimos de su vida. Y precisamente porque era un dolor sobrenatural, en
ningún momento disminuyeron su trato cariñoso con todos, el optimismo y, sobre todo,
la esperanza. «Dios, hijos míos, permite estas pruebas, por nuestros pecados: los vuestros
y los míos. Pero no abandona a su Iglesia». Las películas de sus encuentros
multitudinarios con personas de medio mundo, todas ellas filmadas en los primeros años
setenta, pueden inducir a error si se desconoce la naturaleza del sufrimiento del Padre.

Obviamente, no era el único en padecer. El 8 de diciembre de 1970, Pablo VI hizo un


balance de la situación con los obispos congregados en Roma con motivo del quinto
aniversario del Concilio. Con acentos angustiosos, el Papa lamentó que, junto al colosal
desarrollo teológico, litúrgico, bíblico y catequético que había supuesto el Vaticano II,
numerosos fieles se sintieran
«turbados en su fe por un cúmulo de ambigüedades, de incertidumbres y de dudas en cosas que son esenciales,
como los dogmas trinitario y cristológico, el misterio de la Eucaristía y de la presencia real, la Iglesia como
institución de salvación, el ministerio sacerdotal en el seno del Pueblo de Dios, el valor de la oración y de los
sacramentos, las exigencias morales concernientes, por ejemplo, a la indisolubilidad del matrimonio y al respeto a
la vida humana. Es más, se llega al extremo de poner en tela de juicio hasta la autoridad divina de la Escritura, en
nombre de una desmitificación radical».

Pablo VI asistía casi impotente a la locura general, a la difusión del «humo de Satanás
que por algún resquicio ha penetrado en el templo de Dios», como llegó a afirmar en una
alocución pública el 29 de junio de 1972, provocando un escándalo no pequeño. Era el
tormento de un Papa que tanto había advertido a su grey y alzado su voz magisterial
sobre temas candentes con documentos de gran importancia: la encíclica Ecclesiam
suam (1964), en la que mostró los caminos del auténtico ecumenismo y del diálogo
interreligioso; Mysterium fidei (1965), con la que salió al paso de los intentos por vaciar
de sentido la Eucaristía y, en concreto, el dogma de la Transustanciación; Sacerdotalis
coelibatus (1967), en la que recordó la conveniencia pastoral y teológica del celibato
sacerdotal; y Humanae vitae (1968), sobre la transmisión de la vida y la moral conyugal.
Además del magnífico Credo del Pueblo de Dios (1968), una profesión de fe en la que
corroboraba los puntos firmes e intangibles.

Fue ciertamente la encíclica Humanae vitae la que más protestas suscitó, porque ya
desde comienzos de los años sesenta se había empezado a considerar lícitos, sin
demasiados razonamientos ni contemplaciones, determinados métodos anticonceptivos.
El Papa sancionó el principio moral con el parecer contrario de no pocos consultores.

Por lo que respecta a la Obra, se había difundido entre algunos miembros de la Curia
romana un clima de desconfianza y sospecha. En este sentido, suele mencionarse
fácilmente el nombre de mons. Benelli, entonces Sustituto de la Secretaría de Estado,
como una especie de antagonista. Sobre la compleja relación entre Benelli y san
Josemaría parece oportuno escuchar las precisiones que lleva a cabo el Cardenal

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Herranz, testigo de los hechos y copartícipe de los sufrimientos del Padre.
«Benelli admiraba la personalidad sobrenatural de mons. Escrivá y pienso que estaba convencido de su
santidad: así lo puso de manifiesto en su carta postulatoria para la beatificación y, antes, así me lo dio a entender
en la entrañable conversación que tuvimos al día siguiente de la muerte del Padre. Sin embargo, durante el período
en que fue consejero de la nunciatura de España y, después, Sustituto de la Secretaría de Estado, demostró no
entender algunos aspectos del espíritu del Opus Dei —sobre todo, la libertad política de sus miembros— y del
modo de pensar de mons. Escrivá. Por su diferente formación, eso generó en él desconfianza; y, en ocasiones, una
notoria frialdad en su trato con el Padre, como en los encuentros de 1969 ya referidos.
Hubo escasa comprensión, pero no polémica, entendida ésta como contraposición rencorosa y violenta de
pareceres. Para una polémica se necesitan, al menos, dos antagonistas con intereses dispares. Y tanto el Padre
como Benelli eran dos hombres de Iglesia, que sostenían puntos de vista diferentes sobre un mismo problema: la
participación de los laicos en la vida pública de las naciones».

Benelli había concebido un plan de preparación de una clase política española para el
momento en que Franco desapareciera. Un plan muy al estilo de la democracia cristiana
italiana, con la que congeniaba plenamente, y que preveía que la jerarquía española
tomase distancias del régimen, así como que los católicos saliesen del aparato político y
se mantuviesen atentos para regresar a él, con la adecuada preparación, tras la salida de
escena del dictador. Y para este proyecto quería contar con los laicos del Opus Dei.

Conviene considerar que los miembros del Opus Dei implicados en gobiernos
franquistas fueron relativamente pocos: de ciento dieciséis ministros nombrados en los
once gobiernos de la dictadura, sólo ocho fueron del Opus Dei, uno de los cuales murió
escasos meses después de su designación y casi todos los demás se mantuvieron una sola
legislatura. Y, en cualquier caso, actuaron siempre a título personal, como todos los
miembros del Opus Dei, en el ejercicio de su propia libertad. Tampoco cabe silenciar
que muchos otros católicos, pertenecientes a diferentes realidades eclesiales, ocuparon
cargos gubernativos y estatales con el beneplácito de los obispos. Por otro lado, había
también fieles de la Obra muy activos en la oposición al franquismo e incluso
perseguidos por el régimen. Pero, sobre todo, el Padre sentía la estricta obligación de
conciencia de preservar la libertad en materias opinables que Dios había querido para la
Obra. Jamás un director del Opus Dei, y mucho menos el fundador, se atreverá a
imponer o simplemente a encauzar las legítimas opciones temporales de los miembros.
Al igual que tampoco lo hace la Iglesia, salvo en los casos excepcionales en que, por
circunstancias de especial peligro para la fe o la comunidad cristiana, los obispos dan
una indicación de voto o algo semejante. Y esta circunstancia no se había dado ni se
daba en España, por muy laudable que fuera prepararse adecuadamente para el cambio
de régimen.

No fue ésta la única vez en que san Josemaría se atrajo la incomprensión de algún
eclesiástico por no querer comprometer al Opus Dei como tal en un proyecto, incluso
muy bueno en sí mismo, pero perteneciente a la esfera de la libertad personal que tanto
amaba y respetaba. Afirmaba sentirse «el último romántico» respecto a ese amor a la
libertad de cada uno. Decía que la había buscado como Diógenes con la linterna y no era
fácil encontrarla.

139
«Estamos obligados a defender la libertad personal de todos, sabiendo que Jesucristo es el que nos ha
adquirido esa libertad; si no actuamos así, ¿con qué derecho reclamaremos la nuestra? Debemos difundir también
la verdad, porque veritas liberabit vos, la verdad nos libera, mientras que la ignorancia esclaviza».

El Cardenal Herranz se remite a una observación de san Josemaría para enmarcar la


incomprensión entre Benelli y Escrivá. Decía él que siempre debe considerarse el punto
de vista del otro, porque lo que que desde nuestro lado parece cóncavo, del suyo parece
convexo, y ambos tienen razón. Cierto es también que no se trató de un leal intercambio
de pareceres: san Josemaría fue tratado desde ese momento como uno que se negaba a
colaborar con la causa de la Iglesia y, por tanto, fue aislado. Con todo, a la muerte del
Padre, mons. Benelli se dirigió rápidamente a rezar ante sus restos mortales y, años
después, escribió sentidas cartas postulando su canonización.

Si por rigor histórico se han señalado las incomprensiones curiales, otro tanto
conviene hacer con los muchos gestos de amistad hacia la Obra y su fundador por parte
de personalidades de la Iglesia, a quienes el Padre recibía en aquel periodo al igual que
en otros momentos de su vida. Un caso singular —y valiente— es el del Cardenal John
Joseph Wright, Obispo de Pittsburgh (USA), que en mayo de 1969 fue nombrado
Prefecto de la Congregación para el Clero. Wright conocía y estimaba el Opus Dei desde
hacía tiempo y, llegado al Vaticano, quiso poner fin a algunos malentendidos curiales: en
la reunión plenaria de la Congregación del 20 de abril de 1970 hizo una explícita
alabanza de la labor que el Opus Dei realiza con los sacerdotes diocesanos. Más o menos
dijo así: «He oído en los ambientes vaticanos algunos juicios sobre el Opus Dei que
considero totalmente injustos y quiero, por eso, alabar públicamente al Opus Dei».

Estaban presentes quince cardenales, de Curia y no de Curia, y varios arzobispos y


obispos. El Cardenal Arzobispo de Santiago de Compostela y el Arzobispo de Burgos,
que asistían a la reunión, manifestaron abiertamente su satisfacción, y también los demás
aplaudieron sus palabras.

Otro ejemplo es el del Cardenal Angelo dell’Acqua, amigo fraterno del Padre. El 12
de abril de 1970, en plena borrasca vaticana y en cuanto Vicario de Roma, se presentó
por sorpresa en la parroquia de San Juan Bautista, confiada a la Obra, situada junto al
mencionado Centro Elis e inaugurada por Pablo VI, como se ha dicho. El cardenal se
sentó en medio de los fieles que asistían a Misa y, al acabar, subió al presbiterio para
dirigir unas palabras de alabanza, sencillas y llenas de cariño, a la tarea que llevaban a
cabo los sacerdotes y los laicos del Opus Dei allí y en todo el mundo, en servicio
desinteresado y generoso a la Iglesia. Dijo que deseaba que todas esas afirmaciones
sobre el Opus Dei y la labor que desarrolla se publicaran en L’Osservatore Romano —
periódico oficioso de la Santa Sede—, y que él mismo se encargaría desde el Vicariato
de enviar esa crónica. «He venido justamente para testimoniar en público, de modo que
todos los sepan, mi afecto y mi admiración por el Padre y por el Opus Dei».

El Padre nunca desdijo con sus hechos su afirmación de que no le interesaba la gloria

140
humana, las alabanzas o las críticas. Pero los gestos citados eran humanos y, en aquellos
momentos, necesarios.

Con todo, si las injustas peripecias hacían sufrir inmensamente a san Josemaría,
mucho más le dolía la penosa situación de la Iglesia, que a decir verdad se entrelazaba
con aquellas. «Yo amo a la Iglesia —confiaba— con toda mi alma; y he quemado mi
juventud, mi madurez y mi vejez por servirla. No lo digo con pena, ya que lo volvería a
hacer si viviera mil veces». Al dolor moral se unieron, especialmente desde 1970, graves
trastornos físicos: insuficiencia renal, derrames sinoviales, fuerte pérdida de la visión,
dolores severos de variada naturaleza. Todo lo ofrecía por la Iglesia y por el Papa. Llegó
a ofrecer su vida al Señor para que se acortase el tiempo de prueba que atravesaba su
Iglesia.

En vano había tratado el Padre de perforar el muro de hostilidad que le cercaba,


pidiendo audiencia con el Santo Padre: la solicitud nunca llegaba al Papa. Con todo, por
providencia de Dios, a fuerza de insistir y gracias a los buenos oficios de alguien que se
lo confió oralmente a Pablo VI, obtuvo esa audiencia, al cabo de seis años, el 5 de junio
de 1973. En cuanto vio al Santo Padre, san Josemaría cayó de rodillas, sin importarle los
dolores sinoviales. Pablo VI se enterneció ante aquel gesto de fe y devoción que le
llegaba en medio de tantas amarguras. Lo levantó con los brazos y le invitó a sentarse. Y
lleno de afecto e ignorante de las hostilidades contra su huésped, le comentó: «¿Por qué
no viene a verme más a menudo?».

Siguió a tales palabras un embarazoso silencio, que san Josemaría rompió cambiando
completamente de tema, sin caer en lamentaciones, sino tratando de elevar el ánimo del
Papa, que tantas veces había manifestado su dolor por la situación de la Iglesia.
Comenzó a hablarle de temas muy sobrenaturales, y le puso al día del desarrollo de la
Obra en los cinco continentes, con el intento evidente de llevar buenas noticias al Palacio
Apostólico: apostolados florecientes, conversiones, ordenaciones sacerdotales
numerosas… Pablo VI le escuchaba admirado y formulaba algún elogio, hasta que le
interrumpió exclamando:

«¡Usted es un santo!».

«¡No, no! Vuestra Santidad no me conoce. Yo soy un pobre pecador».

«No, ¡usted es un santo!».

«En la tierra no hay más que un santo: el Santo Padre», protestó san Josemaría,
turbado.

Fue la última audiencia. En los dos años siguientes, san Josemaría se dedicó a una
incansable predicación en Europa y América, reuniéndose con decenas de miles de

141
personas, a las que transmitía su pasión por la Iglesia. Y el 26 de junio de 1975 el Señor
aceptó el ofrecimiento de su vida, llamándole a sí.

Había escrito:
«Querría —ayúdame con tu oración— que, en la Iglesia Santa, todos nos sintiéramos miembros de un solo
cuerpo, como nos pide el Apóstol; y que viviéramos a fondo, sin indiferencias, las alegrías, las tribulaciones, la
expansión de nuestra Madre, una, santa, católica, apostólica, romana. Querría que viviésemos la identidad de unos
con otros, y de todos con Cristo».
«Pide a Dios que en la Iglesia Santa, nuestra Madre, los corazones de todos, como en la primitiva cristiandad,
sean un mismo corazón, para que hasta el final de los siglos se cumplan de verdad las palabras de la Escritura:
«Multitudinis autem credentium erat cor unum et anima una» —la multitud de los fieles tenía un solo corazón y
una sola alma.
—Te hablo muy seriamente: que por ti no se lesione esta unidad santa. ¡Llévalo a tu oración!».

***

El 5 de marzo de 1976, Pablo VI concedió una larga audiencia a mons. Álvaro del
Portillo, elegido meses antes cabeza del Opus Dei. Con el permiso del Santo Padre, más
aún, con su aliento, don Álvaro relató después algunos momentos de ese cordialísimo
encuentro. Al verle, todavía de pie, el Papa le felicitó por la elección.
«Yo enseguida le dije: “Santidad, agradezco mucho esta felicitación, pero yo pido al Santo Padre que tenga
conmigo la caridad de concederme su bendición y sus oraciones. Porque soy el sucesor de un santo, y eso no es
nada fácil”. Pablo VI me dijo entonces una cosa muy bonita: “Pero ahora el santo está en el Cielo y él se encarga”.
Me dijo que consideraba que nuestro fundador es uno de los hombres que han recibido más carismas, más gracias
de Dios, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, y que siempre respondió con generosidad, fiel a esos dones
divinos. En otras palabras, que lo consideraba como uno de los santos más grandes. Esto lo subrayó varias veces».

El Papa corroboró también el carácter genuino del servicio a la Iglesia que comporta
la vocación al Opus Dei:
«Me dijo con insistencia que si queremos ser fieles a la Iglesia, y servirla como lo ha hecho nuestro Padre,
hemos de ser muy fieles al espíritu de nuestro fundador. A mí, concretamente, me decía: “Usted, siempre que deba
resolver algún asunto, póngase en presencia de Dios y pregúntese: en esta situación, ¿qué haría mi fundador?; y
obre en consecuencia. Diga a todos sus hijos y a todas sus hijas que, siendo fieles al espíritu del fundador, servirán
a la Iglesia como la han servido hasta ahora: con eficacia, con profundidad, con extensión”».

Al Papa se le veía feliz escuchando las noticias que don Álvaro le relataba y, al final
de la entrevista, le dijo:
«Ahora no me puedo mover de aquí más que en contadísimas ocasiones, y me es imposible ir a la Cripta a
rezar, como sería mi deseo. Pero usted, cuando regrese a su casa, imagine que es el Papa y, en mi nombre,
arrodíllese delante de la tumba del santo, y pida por mí y por la Iglesia».

142
XII
BUSCO TU ROSTRO, SEÑOR

El 22 de diciembre de 1971 llegó a Villa Tevere una antigua y bellísima imagen de la


Virgen. Era una escultura de madera de tamaño casi natural, necesitada de restauración:
un regalo al Padre de sus hijos italianos. Al verla, San Josemaría le dirigió palabras
llenas de cariño, al tiempo que se preguntaba de qué iglesia la habrían echado. Encargó
proceder a su restauración cuanto antes y, entre tanto, que se la ubicara en un lugar
adecuado y tuviese siempre flores frescas a sus pies. Quería así reparar un poco por todas
las imágenes “depuestas”, los confesonarios suprimidos, el Santísimo ignorado, los
dogmas atacados, la obediencia ridiculizada, la piedad postergada.

Tiempo de rezar. Así lo definió el Padre. Esos años eran más que nunca tiempo de
oración. Y de sufrimiento. En 1970 distribuía rosarios a todos los que venían a verle,
pidiéndoles que lo rezaran por la Iglesia. Tiempo de acudir a la Madre de la Iglesia para
que pusiese fin al «tiempo de la prueba», tal como decía. Y comenzó una serie de
peregrinaciones marianas, con melancolía en el corazón, sólo mitigada por una robusta
esperanza sobrenatural y un instintivo buen humor.

«Iré a visitar dos santuarios de la Virgen —escribió a sus hijos antes de un viaje a la
península ibérica—. Iré como un creyente del siglo XII: con el mismo amor, con aquella
sencillez y con aquel gozo. Voy a pedirle por el mundo, por la Iglesia, por el Papa, por la
Obra. […] Uníos a mis oraciones y a mi Misa». En abril de 1970 se dirigió a Fátima y a
Torreciudad, la ermita altoaragonesa a la que le habían llevado tras su curación en 1904
y donde en esos momentos, por iniciativa suya, se estaba edificando un gran santuario.

Y un mes más tarde se plantó en México para hacer una novena a la Virgen de
Guadalupe, rezando por la Iglesia y por la Obra. Arrodillado a lo largo de nueve días en
una pequeña y discreta tribuna de la basílica de entonces, recitaba despacio el Rosario
completo e intercalaba momentos de silencio o en los que se dirigía en voz alta a María

143
con conmovedora confianza filial.
«Señora nuestra, ahora te traigo —no tengo otra cosa— espinas, las que llevo en mi corazón, pero estoy seguro
de que por Ti se convertirán en rosas … Haz que en nosotros, en nuestros corazones, cuajen a lo largo de todo el
año rosas pequeñas, las de la vida ordinaria, corrientes, pero llenas perfume del sacrificio y del amor. He dicho de
intento rosas pequeñas, porque es lo que me va mejor, ya que en toda mi vida sólo he sabido ocuparme de cosas
normales, corrientes, y, con frecuencia, ni siquiera las he sabido acabar; pero tengo la certeza de que en esa
conducta habitual, en lo de cada día, es donde tu Hijo y Tú me esperáis».

Y en otro momento continuaba:


«Aquí estoy, porque ¡Tú puedes!, porque ¡Tú amas! Madre mía, Madre nuestra, […] evítanos todo lo que nos
impida ser tus hijos, todo lo que intente borrar nuestro camino o adulterar nuestra vocación […]. Dios te salve,
María, Hija de Dios Padre; Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo; Dios te salve, María, Esposa de Dios
Espíritu Santo; Dios te salve, María, templo de la Trinidad Beatísima, ¡más que Tú, sólo Dios!: ¡que se vea que
eres nuestra Madre!, ¡lúcete!».

Quizás como respuesta, recomenzó a sentir locuciones interiores, un fenómeno


místico extraordinario. El 6 de agosto del mismo año, mientras pasaba unos días de
descanso en Premeno, al Norte de Italia, escuchó: «Clama, ne cesses!» – «Reza, no te
canses de rezar». Y con este espíritu, el 30 de mayo de 1971, Pentecostés, hizo la
consagración del Opus Dei al Espíritu Santo. Así lo explicó:
«Sabéis que el Padre no es amigo de proponer devociones particulares a sus hijas e hijos. Me gusta que cada
uno tenga sus propias devociones, pocas, sencillas y sólidamente arraigadas. Y que de vez en cuando las dejéis,
para volver luego a recogerlas con mayor piedad. Pero siempre las vuestras, las devociones de cada uno. Sin
embargo, a lo largo de la historia de la Obra hemos sentido la necesidad de hacer todos juntos —cor unum et
anima una— la Consagración a la Sagrada Familia de Nazaret, la Consagración de la Obra al Dulcísimo Corazón
de María y al Corazón Sacratísimo de Jesús. Y ahora, cuando por bondad divina contemplamos este florecer del
Opus Dei en almas de toda raza, lengua y nación, haré por vez primera la Consagración de la Obra al Espíritu
Santo, el próximo día de Pentecostés. En estos momentos es muy necesaria. Será un acto de entrega y de oración
personal, de cada uno, y también corporativo».

Preparó el texto de la consagración con sumo cuidado, y quiso que lo leyese por
primera vez don Álvaro. El Padre se mantuvo profundamente recogido en oración.
Desde unos quince años antes, las grandes vidrieras que conforman el retablo de ese
oratorio reproducían luminosas la venida del Espíritu Santo sobre María y los apóstoles
en Pentecostés. Pero ese día se diría que lucían más.
«Te rogamos que asistas siempre a tu Iglesia, y en particular al Romano Pontífice para que nos guíe con su
palabra y con su ejemplo, y para que alcance la vida eterna junto con el rebaño que le ha sido confiado; que nunca
falten los buenos pastores y que, sirviéndote todos los fieles con santidad de vida y entereza de fe, lleguemos a la
gloria del Cielo».

Y después:
«Concede la paz a la Iglesia, para que todos los católicos, llenos del Espíritu Santo, den siempre a los hombres
testimonio firme y verdadero de la fe, muestra efectiva de su amor y razón de su esperanza».

Y una auténtica esperanza sostenía al Padre cuando, el 4 de abril de 1971, comentó a


los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz: «Vais a ver, vosotros que sois

144
jóvenes, cómo el Espíritu Santo hará que las aguas vuelvan a su cauce». Y añadió:
«Cuando sea necesario abrir verdaderos nuevos cauces, será también el Espíritu Santo
quien los abra».

El 23 de agosto de aquel año, el Padre se encontraba en Caglio, cerca del Lago de


Como y de Suiza. Mientras leía el periódico por la mañana, después de celebrar la Misa,
recibió otro impulso místico: «Adeamus cum fiducia ad thronum gloriae ut
misericordiam consequamur» – «Acudamos con confianza al trono de la gloria para
conseguir misericordia». Notó la diferencia con la frase de la Carta a los Hebreos —
trono de gracia/trono de gloria—, y entendió que Dios le indicaba que se dirigiera
todavía más a la Virgen.

Hasta las jaculatorias que en aquella época enseñó a los suyos recogen el clima de
oración confiada: «Cor Iesu sacratissimum et misericors, dona nobis pacem!» –
«Corazón sacratísimo y misericordioso de Jesús, danos la paz». Y también: «Señor, Dios
mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande,
lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno».

Desde 1970, el fundador del Opus Dei quiso emprender largas catequesis itinerantes
por varios países. Si entre los fieles se difundían la duda y la incertidumbre, había
llegado el tiempo de «bajar a la arena», como le gustaba decir, para fortificar en la fe y
proclamar la buena doctrina a tanta gente. El método empleado fue el que más
congeniaba con su modo de ser y de obrar: el contacto personal, que seguía siendo
personal con cada uno de los presentes a pesar de las multitudes que venían a escucharle.
Preguntas y respuestas, bromas y oración, anécdotas y verdades proclamadas en voz alta.

El tema de fondo era uno solo: la Iglesia. Lo decía poco tiempo antes de emprender
un viaje de dos meses, en octubre y noviembre de1972, por España y Portugal.
«Preocupaciones no suelo tener. Ocupaciones, muchas: una detrás de otra. No llevo reloj, porque no lo
necesito; cuando termino una cosa, comienzo otra, y en paz. Pero, la gran ocupación de mi vida y de mi alma es
amar a la Iglesia, porque es una Madre con tantos hijos desleales, que demuestran con obras que no la quieren. Tú
y yo hemos de amar mucho a la Iglesia y al Romano Pontífice».

En Pamplona, que fue la primera etapa, ante muchísimas personas de toda condición
social, enseñaba:
«¿No es cierto que, cuando un fiel se acerca a un sacerdote, es para buscar fortaleza, luz y consejo? Muchas
veces van con hambre, con buena voluntad, con deseos de que les ayuden a andar hacia adelante, y no encuentran
el consejo, ni la fortaleza, ni la fe: hallan sólo la duda y las tinieblas. Y no quiero pensar que sea así. ¡No quiero!
Vamos a pedir todos juntos que no suceda esto».

Bien sabía lo que, por el contrario, estaba ocurriendo. Precisamente Pamplona había
visto vaciarse en un visto y no visto su enorme y prolífico seminario.

Le encandilaban sobre todo las tertulias con sacerdotes, pues con ellos podía

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permitirse un discurso más directo. Les decía en Bilbao:
«Siempre nos han dicho que un sacerdote no se salva ni se condena solo […]. Pues vamos a salvar sacerdotes,
que es un deber de justicia. Y no los salvaremos si nos hacemos como erizos: hay que tratarlos con cariño, hay que
vencerse. No hemos de formar un grupito, sino abrirnos, así, con los brazos en cruz. ¡Que vean que los queremos
con obras!».

Las «correrías apostólicas», como las llamaba, comenzaron en mayo de 1970 en


México, en concomitancia con la ya mencionada peregrinación a Guadalupe. Con todo,
el orden de prioridades lo dejó bien claro a sus hijos nada más aterrizar: «He venido a
ver a la Virgen y, de paso, a veros a vosotros». Recibió a muchos grupos de gente muy
diversa. En el Estado de Morelos, los miembros del Opus Dei habían abierto escuelas
agrícolas para campesinos. A estos les dijo:
«Todos, vosotros y nosotros, estamos preocupados en que mejoréis, en que salgáis de esta situación, de manera
que no tengáis agobios económicos… Vamos a procurar también que vuestros hijos adquieran cultura: veréis
cómo entre todos lo lograremos y que —los que tengan talento y deseo de estudiar— lleguen muy alto. Al
principio serán pocos, pero con los años… Y ¿cómo lo haremos? ¿Como quien hace un favor?… No, mis hijos,
¡eso no! ¿No os he dicho que todos somos iguales?».

Del recorrido de dos meses por diversas ciudades de España y Portugal, con
apretados programas de encuentros de todo tipo, nos quedan abundantes testimonios
cinematográficos. Fue un viaje agotador, que contrasta con la fortaleza de ánimo que el
Padre emana en esas películas. Se sometía a las más variadas preguntas, respondía con
garbo, con simpatía, con la sencillez de un catequista, pero también con la doctrina de un
teólogo y la fe de un santo. La gente le interrogaba por los sacramentos, la devoción a la
Virgen, la oración, la familia…; en definitiva, por las cuestiones que se debatían en la
opinión pública, no sin suscitar perplejidad en las almas.
«En las tertulias que tenían con Nuestro Señor, los apóstoles trataban de todo: in multis argumentis, dice la
Sagrada Escritura. Nuestras tertulias tienen ese sabor evangélico: son un modo encantador de hablar de la doctrina
y de la práctica de la doctrina de Jesucristo, en familia. Ya veis que no exagero cuando digo que la Obra es una
gran catequesis».

Animaba a la gente a hacerle preguntas «impertinentes» y a muchos no hacía falta


que se lo repitiese.

«Padre, ¿cómo hace usted, en la Misa, la acción de gracias?».

«¡Estos quieren que me confiese en público!».

Pero respondía, hablando de su lucha por prolongar la acción de gracias por la Misa y
la Comunión hasta mediodía y, desde ese momento en adelante, prepararse para la Misa
del día siguiente. Quien preguntaba obtenía una sugerencia estimulante.

«Padre, ¿qué virtudes considera más importantes en un profesor?».

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«Necesitáis todas, pero sobre todo manifestar a los chicos una lealtad muy grande».

«Padre, ¿cómo ayudar a recuperar la fe a los amigos que dicen haberla perdido?».

«Si han tenido la fe, quizá no la han perdido. Puede ser que encima de la fe haya
ahora una cáscara, y otra, y otras: una serie de capas de indiferencia, de lecturas mal
digeridas, quizá de ambientes y de costumbres torcidas. Yo te aconsejo, primero, que
reces…».

«Padre, algunos dicen que habría que enseñar todas las religiones a los niños para que
elijan de mayores…».

Y como éstas hubo varios miles —literalmente— de preguntas y respuestas de


sorprendente espontaneidad. Su predicación en aquellas semanas llegó a más de ciento
cincuenta mil personas de toda condición y edad. Y en cada ciudad quiso visitar algunos
monasterios de clausura, para testimoniar su amor a la vida contemplativa y pedir
oraciones a las monjas.

Y es que, en efecto, aquel viaje se apoyaba también en la oración de tantas monjas de


clausura, lo que constituyó una manifestación visible del amor que el fundador tenía al
estado religioso y, en especial, a las vocaciones contemplativas. A él, Dios le había
pedido aportar al mundo un espíritu distinto. Pero los carismas en la Iglesia son
complementarios, no opuestos.

Las religiosas también querían escucharle, porque muchas comunidades cooperaban


con sus oraciones a la actividad apostólica del Opus Dei en todo el mundo. Así se lo
recordó al Padre, al invitarle a visitarlas, la abadesa del monasterio de San José de Alloz,
en Navarra. A las carmelitas de Cádiz les dijo: «Son muchos los conventos y
monasterios, en todo el mundo, que tienen con nosotros esta unión espiritual. Nos hacen
participar de sus bienes espirituales, que son tantos, y nosotros les hacemos partícipes de
nuestro trabajo apostólico. Por eso, me siento entre vosotras como un hermano entre sus
hermanas». Y a las cistercienses de Alloz: «No digo que os envidio, porque mi vocación
es de contemplativo en medio de la calle». Las puso en guardia contra los peligros de
relajar la disciplina religiosa, insistiendo con energía: «Madre abadesa, ¡fortaleza!,
¡fortaleza!, ¡fortaleza!». Las monjas escuchaban entusiasmadas, entre lágrimas y
sonrisas.

En Madrid no quiso eximirse de saludar a las agustinas recoletas del Real Patronato
de Santa Isabel, del que había sido Rector. Su iglesia, en días ya lejanos, había sido
quemada, pero el presbiterio, el altar y la reja por la que las monjas se comunicaban
suscitaron en él recuerdos muy vivos. En Portugal visitó el Carmelo de Coimbra y habló
de nuevo con sor Lucía. En Valencia estuvo con las carmelitas de Puzol, un monasterio
inmerso en un naranjal, y les dijo:

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«La Iglesia se quedaría árida sin vosotras, y no podríamos decir: sacad con alegría las aguas de las fuentes del
Salvador. Es aquí donde sacáis las aguas de Dios, para que nosotros podamos convertir la tierra seca en un huerto
lleno de naranjos. Sin vuestra ayuda no haríamos nada; por eso vengo a daros las gracias […]. ¡Mil veces benditas
seáis!».

Su última catequesis en una clausura tuvo lugar en el monasterio de las clarisas de


Pedralbes, en Barcelona. Cuando el Padre entró en la iglesia, le acogió el sonido jubiloso
del órgano. En el locutorio, junto a la capilla del Santísimo, las confortó: «No os faltarán
vocaciones si no hay aburguesamiento, si estáis encendidas en Amor, porque el Amor
hace los grandes milagros».

También ésas eran tertulias familiares, sencillas, donde la broma caminaba


cómodamente de la mano del discurso serio y hasta místico. Y a todas las religiosas,
antes de despedirse, les pedía la limosna de la oración.

Entre mayo y agosto de 1974 realizó un viaje a América del Sur: Brasil, Argentina,
Chile, Perú, Ecuador y Venezuela. De nuevo quería confirmar a las almas en la fe, en el
amor a la Iglesia y al Papa, y en la fidelidad al Magisterio. Las reuniones fueron en todos
los sitios numerosas y muy concurridas, como atestiguan de nuevo las imágenes
filmadas. Le gustaba acudir en peregrinación al santuario mariano más representativo de
cada ciudad.

En Perú, un grave trastorno bronquial le forzó a permanecer en la cama, con


indisimulada preocupación de los médicos. Y aún no recuperado del todo quiso
reemprender la predicación. Cuando el 1 de agosto llegó a Ecuador, el soroche o mal de
altura le golpeó con inusitada violencia y los médicos le prescribieron suspender la
actividad. Pero se esforzó, tanto allí como más tarde en Venezuela, por acudir a varias
tertulias aun con fiebre alta.

En febrero de 1975 volvió a América. Esta vez visitó Venezuela y Guatemala. Y en el


país centroamericano cayó enfermo de nuevo: se quedó tan sin fuerzas que se vio
obligado a poner fin al viaje antes de lo previsto.

En todas las tertulias americanas insistió en la necesidad de la conversión personal,


poniendo el acento en el recurso frecuente a la confesión sacramental. Afirmaba que, si a
resultas de su predicación, lograba que una sola persona se confesara, daría por bien
empleado el viaje.

Quedó muy impresionado de los distintos países, del desarrollo de la Obra y de las
enormes posibilidades que ofrecían para el apostolado. Brasil le cautivó. En una reunión
con un grupo de mujeres de la Obra, por ejemplo, notó —como otras veces— que
representaban a muchas razas y países, en virtud de la gran mezcolanza. Algunas tenían
rasgos japoneses (eran nissei: hijas de inmigrantes japoneses), otras africanos, otras
nórdicos, orientales o latinos. Todas pendientes de sus labios.

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«El Señor está contento de las hijas mías del Brasil. Pero quiere más. Se ha enamorado de vosotras y no se
conforma con que le deis una partecita. ¡Quiere todo vuestro ser! Y de esta manera, Él prenderá el fuego del amor,
y no sólo en el Brasil, sino lejos: desde el Brasil… En el Brasil y desde el Brasil. ¿Se entiende? […]. Desde este
continente habéis de ir a los otros. ¡Toda Asia! ¡Toda África! Que han venido aquí, contra su voluntad, tantos
africanos. Yo le pido al Señor que nos traiga muchas africanas».

Y en otra tertulia:
«¡El Brasil! Lo primero que he visto es una madre grande, hermosa, fecunda, tierna, que abre los brazos a todos
sin distinción de lenguas, de razas, de naciones, y a todos los llama hijos. ¡Gran cosa el Brasil! Después he visto
que os tratáis de una manera fraterna, y me he emocionado».

No les bendijo con la fórmula usual, sino como un antiguo profeta y patriarca: antes
de trazar la señal de la Cruz, con las manos extendidas sobre ellos, pronunció
pausadamente estas palabras:
«Que os multipliquéis:
como las arenas de vuestras playas,
como los árboles de vuestras montañas,
como las flores de vuestros campos,
como los granos aromáticos de vuestro café.
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo».

Argentina no fue a la zaga. Las películas de las reuniones no sólo muestran las
muchedumbres, sino también el grado de conmoción de aquellas personas, convencidas
de que estaban delante de un santo. Las preguntas abordaron los diferentes temas del
momento, pero hubo algunas especialmente emocionantes y dramáticas. Como ésta:

«Padre, le estoy pidiendo a Jesús que repita el milagro de Naim».

Al oírla sollozar, el Padre acudió en su ayuda, mientras en el gentío se hacía un gran


silencio.

«Dime, dime, y con calma».

Quien estaba sentada junto a la mujer tomó el papel con la pregunta y leyó:

«Le estoy pidiendo a Jesús que repita el milagro de Naim. Soy viuda, y tengo un hijo
único que me ha dado la alegría más grande de mi vida cuando se ordenó sacerdote, y la
pena más grande también, porque le veo ir muy mal ahora. Quisiera pedirle que usted
encomiende la fidelidad para él y la fortaleza para que yo pueda ayudarle».
«Hija, sí; quiérelo más. Quiere mucho a tu hijo. Quizá es que no rezamos bastante… Tú sí rezas mucho; yo
rezaré más. Los que rezamos somos pocos, y rezamos poco; y hemos de rogar mucho por los sacerdotes, ¡por
todos los sacerdotes! Tu hijo saldrá adelante; será un gran apóstol. Reza, pide. Ya eres escuchada; pero el Señor
quiere que reces más. Mi oración se une a la tuya; y estoy seguro de que los corazones de éstos, de todos éstos,
desde allá arriba hasta el último, están removidos con el mismo deseo de pedir al Señor que tu hijo sea un santo; y
lo será.
Es que hay como una especie de enfermedad. Tú has puesto en tu hijo, con la gracia del Señor, el germen de la
vocación en el alma. Sigue pidiendo que esa semilla no sea infructífera. Lo verás echar ramas, flores y frutos de

149
nuevo. Quédate tranquila, hija mía. ¡Todos contigo, y con tu hijo, que merece cariño y comprensión! Es una
enfermedad que hay por ahí. Vamos a pedir al Señor por los sacerdotes, por la santidad de los sacerdotes. Eres una
mamá valiente. ¡Que Dios te bendiga! ¡El Señor te escucha! ¡Tranquila!».

Al acabar la tertulia, en el viaje de vuelta a su residencia, el Padre iba muy callado, se


veía que rezaba y de vez en cuando insistía a don Emilio —entonces al frente de la Obra
en Argentina— que había que ayudar a aquel sacerdote. Estaba muy dolido.

El Padre llegó a Santiago de Chile el 28 de junio de 1974. El país había atravesado


opuestas vicisitudes políticas, de las que todavía no se había liberado del todo. Por eso el
Padre, a la vista de sus encuentros con variadas personas, quiso dejar claro: «Hablo sólo
de Dios y del alma. De manera que no me refiero a cosas políticas». Y a continuación
estableció el principio básico: «Que os comprendáis los chilenos, que os disculpéis, que
conviváis, que os queráis». De seguro le vendrían a la mente las dolorosas vicisitudes de
la guerra civil española, una atrocidad de tal calibre como para desear que no se repita
jamás.

Las carmelitas descalzas le rogaron que fuera a visitarlas, prometiendo igualmente su


oración si no le era posible. Y acudió con gusto.
«Yo tengo un amor muy grande a la vocación de almas contemplativas, porque en el Opus Dei somos
contemplativos en medio de la calle. Os entendemos muy bien, y las Madres Carmelitas del mundo entero nos
entienden muy bien y nos ayudan con su oración. Vengo a pedir una limosna de oración: rezad. Ya veis que la
Iglesia está muy mal. La Iglesia, no; la Iglesia es Santa, es la Esposa de Jesucristo: siempre bella, siempre joven,
siempre sin mancha, siempre dulce y buena… Somos los eclesiásticos; rezad».

Las ponía en guardia contra quien intentase imponerles cambios:


«No aflojéis en nada, no seáis tontas, que el diablo está buscando a quien devorar y sois un bocado muy
apetecible […]. Si estropean un palomar de éstos, se ha destruido una gran fuerza de la Iglesia. Sed santas. Si lo
sois, nos ayudaréis a ser santos. Pedid para que los sacerdotes lo seamos. Y por el Opus Dei, por estos hombres y
estas mujeres que están en todos los caminos del mundo haciéndolos divinos».

Durante esos días se entrevistó con el Cardenal Arzobispo de Santiago, mantuvo


veinticinco reuniones públicas y otras tantas privadas, sin dar señales de cansancio.
Insistía en el sacramento de la Penitencia, necesidad indispensable de las almas.
«¡A confesar, a confesar, a confesar! Que Cristo ha derrochado misericordia con las criaturas. Las cosas no
marchan, porque no acudimos a Él, a limpiarnos, a purificarnos, a encendernos. […]. ¡El Señor está esperando a
muchos para que se den un buen baño en el sacramento de la Penitencia! Y les tiene preparado un gran banquete,
el de las bodas, el de la Eucaristía; el anillo de la alianza y de la fidelidad y de la amistad para siempre. ¡Que
vayan a confesar! Vosotros, hijas e hijos, acercad las almas a la Confesión. ¡No hagáis que sea inútil mi venida a
Chile! ¡Que sea mucha la gente que se acerque al perdón de Dios!».

De todas formas, el Padre iba cansándose. Y en Perú y Ecuador, al cansancio se


añadió el mal de altura, de modo que tuvo que reducir las reuniones. El 12 de agosto, en
Lima, durante un encuentro con más de cincuenta sacerdotes —muchos eran diocesanos
españoles llegados a Perú voluntariamente y con licencia de sus obispos para atender la

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Prelatura de Yauyos, encomendada en 1958 por la Santa Sede al Opus Dei—, quiso que
todos le dieran la bendición. Y a continuación, de rodillas, besó uno a uno las manos de
aquellos sacerdotes. «No es una comedia. Estoy orgulloso de vosotros y me da mucha
alegría besaros las manos», aseguró, consciente de los enormes sacrificios y penalidades
que habían afrontado en servicio a la Iglesia.

También abordó un punto delicado en aquellas zonas, con claridad y cariño, sin
polemizar:
«El dolor, llevado por Amor, es algo muy sabroso, estupendo. De modo que querer librarse del dolor, de la
pobreza, de la miseria, es estupendo; pero eso no es liberación. Liberación es lo otro. Liberación es… ¡llevar con
alegría la pobreza!, ¡llevar con alegría el dolor!, ¡llevar con alegría la enfermedad!, ¡llevar con una sonrisa el
ahogo de la tos!».

Y, evidentemente, algo aludía a sí mismo, enfermo de forma visible en esos días.

La altitud de Quito le doblegó. Se llevó un buen disgusto por sus hijos, que le habían
aguardado con tantos deseos. «Es culpa de la altura, Padre, estamos demasiado altos»,
comentó alguien. Y él, entre bromas y veras, remató:
«Es que no soy hombre de altura. De manera que Quito no me ha gastado ninguna broma. Ha sido Nuestro
Señor, que sabe cuando las hace, y juega con nosotros. Mira, lo dice el Espíritu Santo: Ludens coram eo omni
tempore, ludens in orbe terrarum, en toda la tierra está jugando con nosotros, los hombres, como un padre con su
niño pequeño. Ha dicho: éste, que está tan enamorado de la vida de infancia, de una vida de infancia especial,
ahora se la voy a hacer sentir yo. Y me ha convertido en un infante. ¡No deja de tener gracia!».

En Venezuela se encontró mejor, pero siempre con algo de fiebre. Pero sólo
permaneció un período breve, pues los médicos no se fiaban. Al despedirse, dijo el
Padre: «Me voy como don Quijote de la Mancha: desmantelado el caballo». Y prometió
regresar.

Así fue. El 4 de febrero de 1975 estaba de nuevo en Caracas y allí, reuniéndose con
muchas personas en tertulias numerosas, permaneció hasta el día 15, cuando partió hacia
Guatemala. La estancia en este país centroamericano tuvo la singular característica del
entusiasmo del arzobispo, Cardenal Casariego, que le recibió diciéndole: «La Iglesia en
Guatemala se siente muy contenta de tenerlo aquí, Padre».

De las tertulias, la del 19 de febrero, onomástica de don Álvaro, ha pasado a la


historia. El sol picaba de lo lindo y el día era caluroso. Alguien preguntó: «¿Cómo hacer
para ser fieles como don Álvaro?».

Estalló un fuerte aplauso, al que se unió el Padre. La fotografía de aquel momento


puede verse hoy en todos los Centros de la Obra: el Padre ríe abiertamente, gozoso. Sin
embargo, no se encontraba bien: sufría con el calor y tenía la garganta seca. Por la noche
tuvo síntomas de bronquitis, con afonía, fiebre y gran fatiga. Se anularon las reuniones
previstas. Se hallaba al límite de sus fuerzas.

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«Hijos míos, estoy contento de la labor en estas tierras. Hay que seguir trabajando por el mismo camino. Me ha
dolido mucho no poder estar con vosotros. ¡Paciencia! Al principio estaba triste; ahora, alegre. Lo he ofrecido
todo al Señor por la labor en América Central. En el país vecino estaba muy bien, y vine aquí con la ilusión de
hablar con mucha gente. Pero Dios no lo ha permitido. Se lo ofrecemos con alegría».

El Cardenal Casariego le había cubierto de toda clase de atenciones. Le pidió y


obtuvo —con no poca resistencia por parte del Padre, pues no en vano era un Cardenal
de la Iglesia— su bendición. Y el día de la partida le acompañó al aeropuerto. Allí se
habían congregado miles de miembros de la Obra y personas venidas de toda
Centroamérica, muchas de las cuales no habían podido verle, que le saludaban entre
alborozos y lágrimas. En la misma pista de despegue, el cardenal le pidió: «Padre,
bendiga a la gente».

Pero si quien está aquí es su pastor. ¡Cómo podría…! La mirada de Casariego era la
de un hijo o de un devoto. Y el Padre, superando un natural retraimiento, alzó la mano y
bendijo en silencio a su familia centroamericana. Los muy oscuros cristales de las gafas
de sol ocultaban su intensa emoción.

El 28 de marzo de 1975, Josemaría Escrivá cumplió cincuenta años de sacerdocio. No


quiso ningún festejo especial, escribió a sus hijos, pues deseaba pasar ese día —que
recayó exactamente en Viernes santo— en recogimiento y oración, practicando el lema
de toda su vida: «Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca». La
víspera hizo la oración en voz alta, abriendo el corazón al Señor y a los hijos suyos que
se hallaban con él en el oratorio.
«¡Auméntanos la fe!, estaba diciendo yo al Señor. Quiere que le pida esto: que nos aumente la fe. Mañana no
os diré nada; y ahora no sé lo que os voy a decir… Que me ayudéis a dar gracias a Nuestro Señor por ese cúmulo
inmenso, enorme, de favores, de providencias, de cariño…, ¡de palos!, que también son cariño y providencia.
A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea. Estoy comenzando, recomenzando, en cada
jornada. Y así hasta el final de los días que me queden: siempre recomenzando. El Señor lo quiere así, para que no
haya motivos de soberbia en ninguno de nosotros, ni de necia vanidad. Hemos de estar pendientes de Él, de sus
labios: con el oído atento, con la voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones.
Una mirada atrás… Un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora todo alegrías, todo
alegrías… Porque tenemos la experiencia de que el dolor es el martilleo del artista que quiere hacer de cada uno,
de esa masa informe que somos, un crucifijo, un Cristo, el alter Christus que hemos de ser.
Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te las he dado; habitualmente te las he dado. […] Y ahora son
muchas bocas, muchos pechos, los que te repiten al unísono lo mismo: gratias tibi, Deus, gratias tibi!, pues no
tenemos motivos más que para dar gracias.
[…] Un cántico de acción de gracias tiene que ser la vida de cada uno, porque ¿cómo se ha hecho el Opus Dei?
Lo has hecho Tú, Señor, con cuatro chisgarabís… Stulta mundi, infirma mundi, et ea quae non sunt… Toda la
doctrina de san Pablo se ha cumplido: has buscado medios completamente ilógicos, nada aptos, y has extendido la
labor por el mundo entero. Te dan gracias en toda Europa, y en puntos de Asia y África, y en toda América, y en
Oceanía. En todos los sitios te dan gracias. […]
Adoro al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, Dios único. Yo no comprendo esa maravilla de la Trinidad; pero Tú
has puesto en mi alma ansias, hambres de creer. ¡Creo!: quiero creer como el que más. ¡Espero!: quiero esperar
como el que más. ¡Amo!: quiero amar como el que más.
Tú eres quien eres: la Suma bondad. Yo soy quien soy: el último trapo sucio de este mundo podrido. Y, sin
embargo, me miras…, y me buscas…, y me amas. Señor: que mis hijos te miren, y te busquen, y te amen. Señor:
que yo te busque, que te mire, que te ame.
[…] Cuando veo que entiendo tan poco de tus grandezas, de tu bondad, de tu sabiduría, de tu poder, de tu

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hermosura…, cuando veo que entiendo tan poco, no me entristezco: me alegro de que seas tan grande que no
quepas en mi pobre corazón, en mi miserable cabeza. ¡Dios mío! ¡Dios mío!… Si no sé decirte otra cosa, ya basta:
¡Dios mío! Toda esa grandeza, todo ese poder, toda esa hermosura…, ¡mía! Y yo…, ¡suyo!
Trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Están como más
accesibles. Jesús, que es perfectus Deus y perfectus Homo. María, que es una mujer, la más pura criatura, la más
grande: más que Ella, sólo Dios. Y José, que está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero. ¡Oh, Dios
mío! ¡Qué modelos! Sólo con mirar, entran ganas de morirse de pena: porque, Señor, me he portado tan mal… No
he sabido acomodarme a las circunstancias, divinizarme. Y Tú me dabas los medios: y me los das, y me los
seguirás dando…, porque a lo divino hemos de vivir humanamente en la tierra. […]
Hemos de estar —y tengo conciencia de habéroslo dicho muchas veces— en el Cielo y en la tierra, siempre.
No entre el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería la fórmula
para expresar cómo hemos de componer nuestra vida, mientras permanezcamos in hoc seculo. En el Cielo y en la
tierra, endiosados; pero sabiendo que somos del mundo y que somos tierra, con la fragilidad propia de lo que es
tierra: un cacharro de barro que el Señor se ha dignado aprovechar para su servicio. Y cuando se ha roto, hemos
acudido a las lañas…
Ha querido el Señor depositar en nosotros un tesoro riquísimo. ¿Que exagero? He dicho poco. He dicho poco
ahora, porque antes he dicho más. He recordado que en nosotros habita Dios, Señor Nuestro, con toda su
grandeza. En nuestros corazones hay habitualmente un Cielo…».

En el mes de mayo, el fundador del Opus Dei realizó su último viaje: al santuario de
Torreciudad, entonces ya casi terminado. Se quedó largo tiempo absorto mirando el
retablo, un vasto políptico esculpido en alabastro con escenas de la vida de María y, en la
calle central, desde arriba hacia abajo, la coronación de la Virgen, el sagrario, la
crucifixión y la venerada imagen de Nuestra Señora de Torreciudad.

A lo largo del último año repetía muy a menudo como jaculatoria las palabras
bíblicas: «Vultum tuum, Domine, requiram!» – «¡Tu rostro buscaré, Señor!». Y en
bastantes ocasiones lo comentó a sus hijos, tal como ésta en Venezuela, en febrero de
1975: «¡Señor, busco tu rostro! ¡Señor, tengo ganas de verte! Sí, ¡tengo ganas de ver
cómo es el Señor, pero no ya por la fe, sino cara a cara…!».

El 26 de junio de 1975 se levantó temprano, como de costumbre, hizo la habitual


media hora de oración ante el sagrario y celebró la Misa hacia las ocho de la mañana.
Tras un rápido desayuno, encargó a dos de sus hijos que hicieran una visita a un amigo
de Pablo VI, para que le transmitiese una vez más al Papa su testimonio de fidelidad y de
unión. Debía hacer llegar al Santo Padre este mensaje: «Desde hace años, ofrezco la
Santa Misa por la Iglesia y por el Papa. Podéis asegurarle —porque me lo habéis oído
decir muchas veces— que he ofrecido al Señor mi vida por el Papa, cualquiera que sea.
Hoy mismo he renovado este ofrecimiento mío al Señor por el Papa».

A las nueve y media partió hacia Castelgandolfo. Era un día caluroso. Durante el
trayecto rezaron el rosario y conversaron plácidamente. Iba a mantener una reunión
familiar y formativa con sus hijas del Colegio Romano de Santa María.
«Vosotras tenéis alma sacerdotal, os diré como siempre que vengo por aquí. Vuestros hermanos seglares
también tienen alma sacerdotal. Podéis y debéis ayudar con esa alma sacerdotal; y con la gracia del Señor y el
sacerdocio ministerial en nosotros, los sacerdotes de la Obra, haremos una labor eficaz. […] Imagino que de todo
sacáis motivo para tratar a Dios y a su Madre bendita, nuestra Madre, y a San José, nuestro Padre y Señor, y a
nuestros Ángeles Custodios, para ayudar a esta Iglesia Santa, nuestra Madre, que está tan necesitada, que lo está

153
pasando tan mal en el mundo, en estos momentos. Hemos de amar mucho a la Iglesia y al Papa, cualquiera que
sea. Pedid al Señor que sea eficaz nuestro servicio para su Iglesia y para el Santo Padre».

Pasados unos veinte minutos se sintió mal. Regresaron rápidamente a Roma. Le


acompañaban don Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría. Al llegar a Villa Tevere,
saludó al Señor en el sagrario y se encaminó a su despacho de trabajo. Nada más
traspasar la puerta y después de dirigir una mirada amorosa al pequeño cuadro de la
Virgen que colgaba en la habitación —era costumbre acendrada suya—, dijo a don
Javier: «¡Javi!… ¡Javi!… No me encuentro bien».

Y se desplomó al suelo.

Durante su estancia en México en 1970, un día contempló un cuadro que representaba


a la Virgen de Guadalupe entregando una rosa al indio Juan Diego. Comentó entonces:
«Así querría morir: mirando a la Santísima Virgen, y que Ella me dé una flor». La
imagen de la Virgen de Guadalupe, que presidía su cuarto de trabajo, fue la que recogió
su última mirada en la tierra. Y la flor que recibió fue la eterna contemplación cara a cara
de la Trinidad Beatísima y del rostro de Jesús, que tanto había anhelado.

Su cuerpo, revestido de los ornamentos sacerdotales, quedó expuesto a los pies del
altar de Santa María de la Paz, hoy Iglesia prelaticia del Opus Dei. Alrededor de sus
restos se sucedieron sus hijos e hijas en vela ininterrumpida. En medio del dolor,
recordaban lo que les había repetido con frecuencia en los últimos años: «Ya sabéis que
yo no soy necesario. No lo he sido nunca. […] Yo aquí no hago más que estorbar, y
desde el Cielo os podré ayudar mejor».

La noticia de la muerte recorrió inmediatamente Roma y se propagó por el mundo


entero. Una riada continua de gente se volcó sobre Villa Tevere. Cardenales y obispos
residentes en Roma acudieron en buen número. Del rostro de san Josemaría emanaba
una paz inefable.

Los funerales en Roma y las misas en sufragio por su alma en todo el mundo
constituyeron un momento singular de dolor, de gozo y de conversión. Había muerto un
padre y un santo.

Pero la fama de santidad ya lo había rodeado en vida, desde sus primeros años de
ministerio sacerdotal. Toda su persona hablaba de Dios. Quienes le trataban se sentían
atraídos hacia el Señor. Incluso en sus innumerables reuniones multitudinarias conseguía
no ser el centro de atención, aun siéndolo, para dirigir los corazones hacia Jesucristo.
Cuantos asistían a su Misa se quedaban conmovidos: «¡He aquí un sacerdote enamorado
de Dios!».

Los sacerdotes y los seminaristas que participaron en los cursos de retiro que predicó
por toda España entre 1938 y 1945, conservaron durante su vida entera el recuerdo del

154
fuego ardiente de amor de Dios que les transmitió «aquel santo sacerdote». Ya mons.
Eijo y Garay, el Obispo de Madrid que en los comienzos del Opus Dei había
comprendido su espíritu y protegido a san Josemaría, afirmó el 10 de marzo de 1942 a
un interlocutor con cargo político: «Don Josemaría Escrivá, no le quepa a usted duda, es
un santo al que veremos canonizado en los altares». Y años después, a propósito de su
apoyo generoso y decidido al desarrollo de la Obra, se le oyó comentar repetidas veces:
«Espero que estas sean mis credenciales, la más valiosa y segura recomendación, cuando
tenga que presentarme al juicio de Dios».

155
XIII
TRAS LA MUERTE DEL FUNDADOR

Las personas que conocieron a don Josemaría, ya desde los comienzos, hablaban con
convicción a los demás de su singular santidad de vida. Desde que se estableció en Roma
en 1946, gente de todo el mundo iba a verlo para escuchar sus palabras, con la certeza de
que el Señor se servía de él. Impresiona la confianza que todos depositaban en su
oración, confiándole intenciones de todo tipo y sintiéndose seguros cuando les prometía
tenerles presentes en su Misa. En las ocasiones en que era posible, la gente se arracimaba
a su alrededor, para escucharlo, para besarle la mano o para que les bendijera objetos
religiosos que después guardaban como reliquias.

Esta fama no hizo más que acrecentarse con el paso de los años, como demuestran los
últimos viajes de catequesis. No obstante, aun hablando siempre de Dios, san Josemaría
creaba rápidamente un clima familiar, lleno de sencillez y confianza. Y el testimonio de
devoción corrió con la velocidad del rayo por todo el mundo después de su muerte. Lo
prueban las multitudes que se aglomeraban cada año en las Misas en sufragio por su
alma que se celebraban en las principales ciudades del mundo, así como la incesante
peregrinación a su tumba, en la cripta del oratorio de Santa María de la Paz, en Villa
Tevere.

De los cinco continentes llegaron ininterrumpidamente noticias y testimonios de


favores y gracias recibidas por su intercesión, desde 1975. Se trata tanto de verdaderos
milagros como de pequeñas ayudas. Muchos millares. Curaciones inexplicables,
solución de problemas familiares, gracias relativas al trabajo… Son especialmente
numerosos los favores espirituales: conversiones, acercamiento al Señor. No en vano
eran éstas las gracias que más quería, ya en vida. Así, por ejemplo, con motivo de la
construcción el santuario de Torreciudad, aseguraba:
«Un derroche de gracias espirituales espero, que el Señor querrá hacer a quienes acudan a Su Madre Bendita
ante esa pequeña imagen, tan venerada desde hace siglos. Por eso me interesa que haya muchos confesonarios,

156
para que las gentes se purifiquen en el santo sacramento de la penitencia y —renovadas las almas— confirmen o
renueven su vida cristiana, aprendan a santificar y a amar el trabajo, llevando a sus hogares la paz y la alegría de
Jesucristo».

69 cardenales, alrededor de 1.300 obispos de todo el mundo, 41 superiores de órdenes


y congregaciones religiosas, sacerdotes, religiosos, dirigentes de asociaciones laicales,
personalidades de la vida civil y otros varios miles de personas se dirigieron al Santo
Padre pidiéndole el inicio de la causa de beatificación y canonización de mons. Escrivá,
manifestando su convicción de que redundaría en un gran bien para la Iglesia.

El 19 de febrero de 1981, el Cardenal Vicario de Roma, Ugo Poletti; promulgó el


decreto de introducción de la causa. El 8 de noviembre de 1986 se clausuraba en Roma
el proceso cognicional sobre la vida y las virtudes del siervo de Dios. Un proceso
análogo se había desarrollado en la curia arzobispal de Madrid, para los testigos
residentes en España o de habla castellana, que concluyó el 26 de junio de 1984. El 9 de
abril de 1990, el Santo Padre Juan Pablo II declaró la heroicidad de las virtudes del
venerable siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer. El 6 de julio de 1991, en
presencia del Papa, se dio lectura al decreto que refrendaba el carácter milagroso de una
curación obrada por la intercesión del fundador del Opus Dei, cerrándose así los trámites
previos a la beatificación.

El 17 de mayo de 1992, una gran muchedumbre abarrotó la plaza de San Pedro, la


plaza Pío XII y gran parte de la vía de la Conciliazione. De sendos balcones de la
fachada de la basílica de San Pedro colgaban los retratos de Josemaría Escrivá y de sor
Josefina Bakhita, los dos nuevos beatos proclamados por Juan Pablo II.

Nueve años después, un decreto pontificio del 20 de diciembre de 2001 reconoció el


carácter milagroso de una segunda curación atribuida a la intercesión del beato
Josemaría. Se abrían así las puertas para la canonización, sucesivamente anunciada por
Juan Pablo II para el 6 de octubre de 2002.

Cuatrocientas mil personas de todo el mundo colmaron ese día la plaza de San Pedro,
la plaza Pío XII y la entera vía de la Conciliazione hasta el Castel Sant’Angelo. En torno
al altar, innumerables cardenales y obispos. No hubo ninguna exaltación, nada de
algaradas, gritos o gestos desentonados, sino más bien mucho recogimiento y silencio.
Todos lo notaron. Las palabras de Juan Pablo II ponían el último sello en la vida santa
del fundador:
«San Josemaría fue elegido por el Señor para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la
vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Podría decirse que fue el santo de lo
ordinario. En efecto, estaba convencido de que, para quien vive en una perspectiva de fe, todo ofrece ocasión de
un encuentro con Dios, todo se convierte en estímulo para la oración. Vista así, la vida diaria revela una grandeza
insospechada».

La beatificación y la canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer fueron

157
ocasiones para que muchos cobraran conciencia de su misión eclesial y del origen divino
de su enseñanza. El 14 de marzo de 2002, en el ámbito del centenario de su nacimiento,
el entonces Cardenal Ratzinger recordaba que san Josemaría «no quería fundar nada,
pero ha sido el instrumento de una intervención divina en la historia: ha indicado que la
santidad es accesible a todos». Y el Papa Juan Pablo II, el 14 de octubre de 1993, pocos
meses después de la beatificación, ahondaba en el sentido de la vocación eclesial del
espíritu del Opus Dei:
«La historia de la Iglesia y del mundo se desarrolla bajo la acción del Espíritu Santo, que, con la colaboración
libre de los hombres, dirige todos los acontecimientos hacia la realización del plan salvífico de Dios Padre.
Manifestación evidente de esta Providencia divina es la presencia constante a lo largo de los siglos de hombres y
mujeres, fieles a Cristo, que iluminan con su vida y su mensaje las diversas épocas de la historia. Entre estas
figuras insignes ocupa un lugar destacado el beato Josemaría Escrivá, que, como subrayé el día solemne de su
beatificación, recordó al mundo contemporáneo la llamada universal a la santidad y el valor cristiano que puede
adquirir el trabajo profesional, en las circunstancias ordinarias de cada uno […].
La profunda conciencia que la Iglesia actual tiene de estar al servicio de una redención que atañe a todas las
dimensiones de la existencia humana, fue preparada, bajo la guía del Espíritu Santo, por un progreso intelectual y
espiritual gradual. El mensaje del beato Josemaría, al que habéis dedicado las jornadas de vuestro congreso,
constituye uno de los impulsos carismáticos más significativos en esa dirección, partiendo precisamente de una
singular toma de conciencia de la fuerza universal de irradiación que posee la gracia del Redentor. En una de sus
homilías, el fundador del Opus Dei afirmaba: “No hay nada que pueda ser ajeno al afán de Cristo. Hablando con
profundidad teológica, […] no se puede decir que haya realidades —buenas, nobles, y aun indiferentes— que sean
exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha
tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el
dolor y la muerte” (Es Cristo que pasa, n. 112).
Sobre la base de esta honda convicción, el beato Josemaría invitó a los hombres y a las mujeres de las más
diversas condiciones sociales a santificarse y a cooperar en la santificación de los demás, santificando la vida
ordinaria. En su actividad sacerdotal percibía a fondo el valor de toda alma y el poder que tiene el Evangelio de
iluminar las conciencias y suscitar un serio compromiso cristiano en la defensa de la persona y de su dignidad. En
Camino, el beato escribía: “Estas crisis mundiales son crisis de santos. Dios quiere un puñado de hombres «suyos»
en cada actividad humana. —Después… ‘pax Christi in regno Christi’ —la paz de Cristo en el reino de Cristo”
(Camino, n. 301).
¡Cuánta fuerza tiene esta doctrina ante la labor ardua y, al mismo tiempo, atractiva de la nueva evangelización,
a la que toda la Iglesia está llamada! En vuestro congreso habéis tenido la oportunidad de reflexionar en los
diversos aspectos de esta enseñanza espiritual. Os invito a continuar en esta obra, porque Josemaría Escrivá de
Balaguer, como otras grandes figuras de la historia contemporánea de la Iglesia, también puede ser fuente de
inspiración para el pensamiento teológico. En efecto, la investigación teológica, que lleva a cabo una mediación
imprescindible en las relaciones entre la fe y la cultura, progresa y se enriquece acudiendo a la fuente del
Evangelio, bajo el impulso y la experiencia de los grandes testigos del cristianismo. Y el beato Josemaría es, sin
duda, uno de éstos.
Por otra parte, no podemos olvidar que la importancia de la figura del beato Josemaría Escrivá no sólo deriva
de su mensaje, sino también de la realidad apostólica que inició. En los sesenta y cinco años transcurridos desde su
fundación, la Prelatura del Opus Dei, unidad indisoluble de sacerdotes y laicos, ha contribuido a hacer resonar en
muchos ambientes el anuncio salvador de Cristo. Como Pastor de la Iglesia universal me llegan los ecos de ese
apostolado, en el que animo a perseverar a todos los miembros de la Prelatura del Opus Dei, en fiel continuidad
con el espíritu de servicio a la Iglesia que siempre inspiró la vida de su fundador».

El cuerpo de san Josemaría reposa en una urna ubicada bajo el altar de la Iglesia
prelaticia de Santa María de la Paz, en Villa Tevere, la sede central del Opus Dei en
Roma. Se trata de un oratorio de medianas dimensiones, por debajo del nivel de la calle,
querido por san Josemaría como templo para celebraciones litúrgicas que recordase en su
decoración los motivos clásicos de las basílicas romanas. Él mismo celebró allí la

158
primera Misa el 31 de diciembre de 1959, sobre un altar cara al pueblo —justamente
como en las basílicas—, que entonces resultaba un tanto novedoso.

La iglesia se prolonga en una cripta inferior, pensada por el fundador para que allí
fuesen sepultados algunos fieles de la Obra, varones y mujeres de todo el mundo, no por
méritos especiales, sino para significar la universalidad y la cohesión del Opus Dei, cor
unum et anima una. En la cripta fue sepultada su hermana Carmen en 1957 y el Padre de
1975 a 1992. Desde 1994 reposan allí también los restos de mons. Álvaro del Portillo y,
desde 2004, como ya se dijo, los de Dora del Hoyo, una de las primeras numerarias
auxiliares.

En 1992, con la erección del Opus Dei en Prelatura personal, el oratorio de Santa
María de la Paz se convirtió en Iglesia prelaticia. No sin una profunda meditación, el
fundador quiso dedicar el oratorio a Nuestra Señora de la Paz, una decisión que vista
desde hoy se carga de fuerza profética. Decía:
«Santa María es —así la invoca la Iglesia— la Reina de la paz. Por eso, cuando se alborota tu alma, el
ambiente familiar o el profesional, la convivencia en la sociedad o entre los pueblos, no ceses de aclamarla con ese
título: “Regina pacis, ora pro nobis!” —Reina de la paz, ¡ruega por nosotros! ¿Has probado, al menos, cuando
pierdes la tranquilidad?… —Te sorprenderás de su inmediata eficacia».

En la cripta, y justamente en la tumba que ocupó el cuerpo del fundador hasta 1992,
está sepultado ahora mons. Álvaro del Portillo (1914–1994), obispo y primer sucesor de
san Josemaría, elegido para regir el Opus Dei el 15 de septiembre de 1975. Don Álvaro
había trabajado casi cuarenta años muy cerca de san Josemaría y, a la muerte de éste, era
Secretario General del Opus Dei. Era Ingeniero de Caminos, Doctor en Filosofía y en
Derecho Canónico. Fue uno de los tres primeros miembros laicos de la Obra que
recibieron la ordenación sacerdotal, el 25 de junio de 1944. Desde 1946, en que
estableció su residencia en Roma junto a san Josemaría, tuvo ocasión de servir también a
la Iglesia a través de los numerosos encargos que le confiaron los sucesivos pontífices;
en particular, mediante la activa participación en los trabajos del Concilio Vaticano II, en
donde fue Secretario de una de las diez Comisiones conciliares, en concreto la de
Disciplina del clero y del pueblo cristiano, como se ha visto.

El 28 de noviembre de 1982, cuando Juan Pablo II erigió el Opus Dei en Prelatura


personal, lo nombró Prelado y, el 6 de enero de 1991, le confirió la ordenación
episcopal. En 1985, cumpliendo un deseo de san Josemaría, fundó en Roma el Centro
Académico Romano de la Santa Cruz, elevado más tarde a Universidad Pontificia de la
Santa Cruz. Durante sus diecinueve años al frente de la Obra, la actividad apostólica de
la Prelatura se extendió a veinte nuevos países. La tarea de mons. Álvaro del Portillo en
el gobierno del Opus Dei cabe resumirla en estos términos: fidelidad al fundador y a su
mensaje, y celo en el servicio a la Iglesia.

Solía afirmar que con la muerte del Padre había concluido la etapa fundacional, pero

159
había comenzado «la etapa de la continuidad». En este sentido, promovió y alentó
personalmente numerosas iniciativas apostólicas entre gente de todos los ambientes,
sobre todo en favor de los más necesitados, tanto en el terreno educativo y asistencial
como en el familiar.

También don Álvaro irradiaba santidad. Aunque siempre se presentase, ante los fieles
de la Obra y ante los demás, de modo humilde y sencillo, en seguida se detectaba en él
un hondo sentido de la filiación divina, un tierno amor a Jesús y a la Virgen, la fe en el
sacrificio de la Misa, la inquebrantable confianza en Dios. Si un rasgo de su personalidad
—y de su santidad— ha sido subrayado por cuantos le conocieron, este es sin duda la
caridad, el sentido de la amistad, el afecto sincero. Cardenales y obispos, en Roma y en
todo el mundo, veían en él a un amigo, un confidente y un leal consejero. También Juan
Pablo II le trató de este modo, y quiso y logró acudir personalmente a rezar ante sus
restos el día de su muerte. Ésta sorprendió a don Álvaro al alba del 23 de marzo de 1994,
a las pocas horas de regresar de una peregrinación a Tierra Santa, donde había seguido
con intensa piedad el camino terreno de Jesús, desde Nazaret al Santo Sepulcro. La
mañana anterior había celebrado la que sería su última Misa en la iglesia del Cenáculo,
en Jerusalén.

Sus restos son ahora continuamente acompañados por la oración y el cariño de los
fieles de la Obra y de millares de personas que recurren a su intercesión. Y el proceso de
beatificación avanza expeditamente.

Se ha hecho referencia varias veces en este libro al trabajo del fundador por dar al
Opus Dei un marco jurídico que reflejase adecuadamente su espíritu, y también se ha
aludido a la Prelatura personal como cumplimiento de este proceso. Ahora bien, ¿qué es
una Prelatura personal?

Las prelaturas personales son figuras jurídicas previstas por el Concilio Vaticano II,
constituidas para peculiares tareas apostólicas: en el caso del Opus Dei, para difundir en
todos los ambiente de la sociedad una honda conciencia de la llamada universal a la
santidad y al apostolado, en particular del valor santificador del trabajo ordinario y a
través de él. El Concilio quiso delinear una nueva figura jurídica, de gran flexibilidad,
con el fin de contribuir a la efectiva difusión del Evangelio y de la vida cristiana: la
organización de la Iglesia responde así a las exigencias de su misión, que se inscribe en
la historia de los hombres. El Derecho Canónico prevé que toda prelatura personal se rija
por el derecho general de la Iglesia y por unos estatutos propios.

Las prelaturas personales son instituciones dirigidas por un Pastor —un prelado, que
puede ser obispo, nombrado por el Papa—, que gobierna la prelatura con potestad de
régimen o jurisdicción. El prelado ha de contar con la ayuda de un presbiterio de
sacerdotes seculares. Puede también incluir a laicos —como es el caso del Opus Dei—,
tanto varones como mujeres, que cooperen orgánicamente en la misión específica de la

160
prelatura. Por tanto, las prelaturas personales, que dependen de la Congregación para los
Obispos, son instituciones que pertenecen a la estructura jerárquica de la Iglesia, es
decir, constituyen una de las formas de auto-organización que la Iglesia se da a sí misma
para alcanzar las finalidades que Cristo la asignó, y presentan la peculiaridad de que, si
incorpora laicos, éstos siguen formando parte de las iglesias locales o diócesis donde
tengan el domicilio. Cabe asimismo que sean de ámbito regional, nacional o
internacional.

Por tales características, las prelaturas personales se diferencian netamente, por un


lado, de los institutos religiosos y de vida consagrada en general, y por otro, de los
movimientos y las asociaciones de fieles.

El Opus Dei era ya en su sustancia, antes de convertirse en prelatura, una realidad


unitaria y orgánica, compuesta por laicos y sacerdotes que cooperaban en un misión
pastoral y apostólica de ámbito internacional: difundir el ideal de la santidad en medio
del mundo, en el trabajo profesional y en las circunstancias ordinarias de cada cual.
Pablo VI y los siguientes Pontífices establecieron que se estudiase la posibilidad de dotar
al Opus Dei de una configuración jurídica definitiva y adecuada a su naturaleza. Tal
configuración, a la luz de los documentos conciliares, era justamente la de Prelatura
personal.

El proceso de estudio concluyó en 1981. Inmediatamente después, la Santa Sede


envió una nota informativa a los más de dos mil obispos de las diócesis en las que estaba
presente el Opus Dei, a fin de que comunicasen sus posibles observaciones. Cumplido
este paso, el Opus Dei fue erigido por Juan Pablo II en Prelatura personal de ámbito
internacional, mediante la Constitución apostólica Ut sit, de 28 de noviembre de 1982,
que se hizo ejecutiva el 19 de marzo de 1983. Con este documento, el Romano Pontífice
nombraba Prelado de la Prelatura a mons. Álvaro del Portillo y promulgaba los
Estatutos, que constituyen la ley particular pontificia de la Prelatura del Opus Dei. Se
trata de los Estatutos redactados previamente por el fundador, con las modificaciones
imprescindibles para adaptarlos a la nueva legislación.

Vale la pena reproducir enteramente la Constitución, porque aclara por sí sola las
lógicas dudas que presenta una figura canónica nueva.

JUAN PABLO OBISPO


SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS
PARA PERPETUA MEMORIA
Con grandísima esperanza, la Iglesia dirige sus cuidados maternales y su atención al Opus Dei, que —por
inspiración divina— el Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer fundó en Madrid el 2 de octubre de 1928,
con el fin de que siempre sea un instrumento apto y eficaz de la misión salvífica que la Iglesia lleva a cabo para la
vida del mundo.
Desde sus comienzos, en efecto, esta Institución se ha esforzado, no sólo en iluminar con luces nuevas la
misión de los laicos en la iglesia y en la sociedad humana, sino también en ponerla por obra; se ha esforzado

161
igualmente en llevar a la práctica la doctrina de la llamada universal a la santidad, y en promover entre todas las
clases sociales la santificación del trabajo profesional y por medio del trabajo profesional. Además, mediante la
Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, ha procurado ayudar a los sacerdotes diocesanos a vivir la misma doctrina,
en el ejercicio de su sagrado ministerio.
Habiendo crecido el Opus Dei, con la ayuda de la gracia divina, hasta el punto de que se ha difundido y trabaja
en gran número de diócesis de todo el mundo, como un organismo apostólico compuesto de sacerdotes y de laicos,
tanto hombres como mujeres, que es al mismo tiempo orgánico e indiviso —es decir, como una institución dotada
de una unidad de espíritu, de fin, de régimen y de formación—, se ha hecho necesario conferirle una configuración
jurídica adecuada a sus características peculiares. Fue el mismo fundador del Opus Dei, en el año 1962, quien
pidió a la Santa Sede, con humilde y confiada súplica, que teniendo presente la naturaleza teológica y genuina de
la Institución, y con vistas a su mayor eficacia apostólica, le fuese concedida una configuración eclesial apropiada.
Desde que el Concilio Ecuménico Vaticano II introdujo en el ordenamiento de la Iglesia, por medio del
Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 10 —hecho ejecutivo mediante el Motu proprio Ecclesiae Sanctae, 1, n. 4—,
la figura de las Prelaturas personales para la realización de peculiares tareas pastorales, se vio con claridad que tal
figura jurídica se adaptaba perfectamente al Opus Dei. Por eso, en el año 1969, Nuestro Predecesor Pablo VI, de
gratísima memoria, acogiendo benignamente la petición del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, le
autorizó para convocar un Congreso General especial que, bajo su dirección, se ocupase de iniciar el estudio para
una transformación del Opus Dei, de acuerdo con su naturaleza y con las normas del Concilio Vaticano Il.
Nos mismo ordenamos expresamente que se prosiguiera tal estudio, y en el año 1979 dimos mandato a la
Sagrada Congregación para los Obispos, a la que por su naturaleza competía el asunto, para que, después de haber
considerado atentamente todos los datos, tanto de derecho como de hecho, sometiera a examen la petición formal
que había sido presentada por el Opus Dei.
Cumpliendo el encargo recibido, la Sagrada Congregación examinó cuidadosamente la cuestión que le había
sido encomendada, y lo hizo tomando en consideración tanto el aspecto histórico, como el jurídico y el pastoral.
De tal modo, quedando plenamente excluida cualquier duda acerca del fundamento, la posibilidad y el modo
concreto de acceder a la petición, se puso plenamente de manifiesto la oportunidad y la utilidad de la deseada
transformación del Opus Dei en Prelatura personal.
Por tanto, Nos, con la plenitud de Nuestra potestad apostólica, después de aceptar el parecer que Nos había
dado Nuestro Venerable Hermano el Eminentísimo y Reverendísimo Cardenal Prefecto de la Sagrada
Congregación para los Obispos, y supliendo, en la medida en que sea necesario, el consentimiento de quienes
tengan o consideren tener algún interés propio en esta materia, mandamos y queremos que se lleve a la práctica
cuanto sigue.
I. Queda erigido el Opus Dei como Prelatura personal de ámbito internacional, con el nombre de la Santa Cruz
y Opus Dei o, en forma abreviada, Opus Dei. Queda erigida a la vez la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz,
como Asociación de clérigos intrínsecamente unida a la Prelatura.
II. La Prelatura se rige por las normas del derecho general y de esta Constitución, así como por sus propios
Estatutos, que reciben el nombre de “Código de derecho particular del Opus Dei”.
III. La jurisdicción de la Prelatura personal se extiende a los clérigos en ella incardinados, así como también —
sólo en lo referente al cumplimiento de las obligaciones peculiares asumidas por el vínculo jurídico, mediante
convención con la Prelatura— a los laicos que se dedican a las tareas apostólicas de la Prelatura: unos y otros,
clérigos y laicos, dependen de la autoridad del Prelado para la realización de la tarea pastoral de la Prelatura, a
tenor de lo establecido en el artículo precedente.
IV. El Ordinario propio de la Prelatura del Opus Dei es su Prelado, cuya elección, que ha de hacerse de acuerdo
con lo que establece el derecho general y particular, ha de ser confirmada por el Romano Pontífice.
V. La Prelatura depende de la Sagrada Congregación para los Obispos y, según la materia de que se trate,
gestionará los asuntos correspondientes ante los demás dicasterios de la Curia Romana.
VI. Cada cinco años, el Prelado presentará al Romano Pontífice, a través de la Sagrada Congregación para los
Obispos, un informe acerca de la situación de la Prelatura y del desarrollo de su trabajo apostólico.
VII. El Gobierno central de la Prelatura tiene su sede en Roma. Queda erigido, como Iglesia Prelaticia, el
Oratorio de Santa María de la Paz, que se encuentra en la sede central de la Prelatura.
Asimismo, el Reverendísimo Monseñor Álvaro del Portillo, canónicamente elegido Presidente General del
Opus Dei el 15 de septiembre de 1975, queda confirmado y es nombrado Prelado de la Prelatura personal de la
Santa Cruz y Opus Dei, que se ha erigido.
Finalmente, para la oportuna ejecución de todo lo que antecede, Nos designamos al Venerable Hermano
Romolo Carboni, Arzobispo titular de Sidone y Nuncio Apostólico en Italia, a quien conferimos las necesarias y
oportunas facultades, también la de subdelegar —en la materia de que se trata— en cualquier dignatario

162
eclesiástico, con la obligación de enviar cuanto antes a la Sagrada Congregación para los Obispos un ejemplar
auténtico del acta en la que se dé fe de la ejecución del mandato.
Sin que obste cualquier cosa en contrario.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 28 del mes de noviembre del año 1982, quinto de Nuestro
Pontificado.

AUGUSTINUS Card. CASAROLI, Secretario de Estado


SEBASTIANUS Card. BAGGIO, Prefecto de la Sagrada
Congregación para los Obispos
IOSEPHUS DEL TON, Protonotario Apostólico
MARCELLUS ROSSETTI, Protonotario Apostólico

El Opus Dei es, por ahora, la única Prelatura personal, pero constituirá un bien para la
Iglesia que haya otras, numerosas y diversas, como intencionalmente prevé la ley
eclesiástica: tanto el Motu propio Ecclesia sancta como el Código de Derecho Canónico.
Pero, por lo que atañe al Opus Dei, hay que subrayar que la formación espiritual que
ofrece es complementaria al trabajo desarrollado por las iglesias particulares, y que
quienes entran a formar parte de la Obra siguen perteneciendo a sus diócesis. La
actividad de la Obra se resume en formar a los fieles de la Prelatura para que cada uno
lleve a cabo, en el lugar que ocupa en la Iglesia y en el mundo, una multiforme actividad
apostólica, apoyando la obra evangelizadora de los obispos y difundiendo a su alrededor
el ideal de la llamada universal a la santidad.

El compromiso apostólico de los miembros de la Prelatura, al igual que el de tantos


otros fieles católicos, produce un florecimiento cristiano que, con la gracia de Dios,
redunda en beneficio de las parroquias y de las iglesias locales: conversiones, mayor
participación en la Eucaristía, práctica más asidua de los otros sacramentos, difusión del
Evangelio en ambientes a veces alejados de la fe, iniciativas de solidaridad con los más
necesitados, colaboración en las catequesis y demás actividades parroquiales,
cooperación con los organismos diocesanos.

Las autoridades del Opus Dei se comprometen a procurar la unión de todos los fieles
de la Prelatura con los pastores de las diócesis, alentando en particular a conocer y
ahondar las disposiciones y orientaciones de los obispos diocesanos y de la respectiva
conferencia episcopal, a fin de que cada uno los ponga en práctica, según sus
circunstancias personales, familiares y profesionales. En virtud del carácter
exclusivamente espiritual de su misión, la Prelatura no interviene en las cuestiones
temporales, que sus fieles deben afrontar con completa libertad y responsabilidad
personales. Los Estatutos afirman que, por lo que respecta a la actividad profesional y a
las doctrinas sociales, políticas, etc., cada fiel de la Prelatura, dentro de los márgenes de
la doctrina católica sobre la fe y las costumbres, goza de la misma y plena libertad que
los demás ciudadanos. Acerca de estas materias, las autoridades de la Prelatura deben
abstenerse del modo más absoluto incluso de dar consejos.

Intrínsecamente unida a la Prelatura está la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, una

163
asociación de clérigos de la que forman parte actualmente unos 4.000 socios. La
componen los sacerdotes de la Prelatura y otros presbíteros y diáconos diocesanos. El
Prelado del Opus Dei es el Presidente de la Sociedad. Los clérigos diocesanos se
inscriben en dicha Sociedad con vistas a recibir ayuda espiritual, a fin de alcanzar la
santidad en el ejercicio de su ministerio, según el espíritu de la Obra. Su adscripción a la
Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz no comporta la incorporación al presbiterio de la
Prelatura: cada uno continúa incardinado en su propia diócesis y depende
exclusivamente de su propio obispo, también para cuanto atañe a su labor pastoral, y
sólo a su obispo da cuenta del encargo pastoral que desempeña.

Los obispos hallan así en su propia grey almas bien formadas, con deseo apostólico y
tensión hacia la santidad; almas que no tienen la más mínima intención de formar un
grupo cerrado en sí mismo, sino que quieren ser levadura y fermento cada cual en el
propio ambiente.

El Opus Dei, por vocación y misión, nunca se presenta en grupo y detesta todo
encerramiento, sin que ello obste a que los fieles que de él forman parte estén unidos por
fuertes vínculos de caridad fraterna.

De los 85.000 miembros de la Obra, el 98% son laicos, varones y mujeres, todos con
el mismo compromiso vocacional, y la mayoría están casados. El restante 2% son
sacerdotes. Por consiguiente, el Opus Dei lo componen un prelado, un presbiterio o clero
propio, y laicos, varones y mujeres: todos con idéntico compromiso vocacional. No
existen diferentes categorías de miembros. Existen simplemente modos distintos de vivir
la misma vocación cristiana conforme a las circunstancias personales, es decir, conforme
a los dones y carismas recibidos: célibes o casados, sanos o enfermos, etc.

Los miembros denominados supernumerarios/as representan la mayoría —en la


actualidad, en torno al 70%— de los fieles de la Obra: se trata generalmente de personas
casadas, mujeres o varones, para quienes la santificación de los deberes familiares
constituye parte capital de su vida cristiana. El otro 30% son varones y mujeres que se
comprometen a vivir el celibato, por motivos apostólicos. Entre éstos, los agregados/as
viven con sus familias, o bien allí donde trabajan o piensan que es más adecuado a su
situación profesional. Los numerarios/as pueden vivir en Centros del Opus Dei, tanto
porque desempeñan tareas de formación de los demás fieles que participan en las
actividades de la Prelatura o llevan la dirección de alguna obra de apostolado, como
porque pasan períodos de formación más intensa. Las numerarias auxiliares se dedican
sobre todo al desempeño de las tareas domésticas en las sedes de los Centros de la
Prelatura, trabajo que constituye su actividad profesional ordinaria.

Los sacerdotes de la Prelatura provienen de los fieles laicos de la Obra: son


numerarios y agregados que, voluntariamente dispuestos a ser ordenados sacerdotes, al
cabo de varios años de formar parte de la Prelatura y tras completar los estudios

164
necesarios, son invitados por el prelado a recibir las sagradas órdenes, invitación a la que
responden libremente y pueden pacíficamente declinar si no se sienten inclinados.
Desarrollan su labor sacerdotal principalmente al servicio de los fieles de la Prelatura y
de las actividades apostólicas que estos promueven.

Un aspecto característico de la fisonomía del Opus Dei es el ambiente de familia


cristiana, el tono familiar que preside toda actividad que la Prelatura organiza. Se
manifiesta también en el calor familiar que se respira en sus centros, en la sencillez y
confianza de las relaciones interpersonales, así como en la actitud de servicio, de
comprensión y de delicadeza que se intenta continuamente mantener en la vida
cotidiana.

Sobre el total de fieles, el porcentaje de miembros masculinos y femeninos es


aproximadamente similar, con ligera ventaja de las mujeres. La distribución por
continentes es más o menos la siguiente:

—África: 1.800
—Asia y Oceanía: 4.800
—América: 29.400
—Europa: 49.000

En la actualidad, el Opus Dei está presente institucionalmente en 65 naciones.


España, donde nació el Opus Dei y donde, por tanto, lleva más años desarrollando su
actividad apostólica, es el país con mayor número de miembros, siempre varones y
mujeres de toda condición social, que desempeñan los trabajos más variados,
intelectuales o manuales. Le siguen países como México, Argentina, Chile, Perú, Brasil,
Estados Unidos, Portugal, Polonia, Nigeria o Filipinas. Y también Italia, donde los fieles
de la Prelatura son unos cuatro mil.

El actual Prelado del Opus Dei, mons. Javier Echevarría, nació en Madrid el 14 de
junio de 1932. Desde muy joven se sumó al camino de santidad trazado por san
Josemaría. Tras licenciarse en Derecho Civil y en Derecho Canónico, fue ordenado
sacerdote el 7 de agosto de 1955. El Padre le quiso muy pronto a su lado en Roma, de tal
modo que, desde 1953 hasta la muerte del fundador, fue su secretario. En 1975, cuando
mons. Álvaro del Portillo sucedió a san Josemaría al frente de la Obra, don Javier
Echevarría fue nombrado Secretario General y, en 1982, con la erección del Opus Dei en
Prelatura personal, se convirtió en Vicario General de la Prelatura.

A la muerte de mons. Álvaro del Portillo fue elegido y nombrado Prelado del Opus
Dei, el 20 de abril de 1994, por parte del Papa Juan Pablo II, de quien también recibió la
ordenación episcopal el 6 de enero de 1995, en la Basílica de San Pedro. Es miembro de
la Congregación de las Causas de los Santos, del Supremo Tribunal de la Signatura
Apostólica y de la Con gre ga ción para el Clero. Convocado por los dos últimos Papas,

165
ha participado como padre sinodal en cuatro Asambleas del Sínodo de los Obispos.

Gran experto en los problemas de la actualidad y del cristianismo, ha realizado


numerosos viajes a los cinco continentes, para alentar las actividades apostólicas de la
Prelatura, para instaurar un diálogo ecuménico con personas de diversas confesiones y
culturas, y para promover el florecimiento de una nueva evangelización, en la línea de
los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI. Es autor de libros de
espiritualidad, como Memoria del beato Josemaría, Itinerarios de vida cristiana, Para
servir a la Iglesia, Getsemaní, Eucaristía y vida cristiana, Vivir la Santa Misa.

¿Y la santidad? La gloria del Opus Dei es vivir sin gloria humana. Así lo enseñó a
vivir el fundador y así se sigue viviendo. Decía también san Josemaría: si Juan y José
son personalmente humildes o se esfuerzan por serlo, no se comprende por qué cuando
se presentan juntos han de olvidar la humildad. La Obra, en definitiva, no se exhibe.

Esto ayuda a entender que, aunque en la Obra haya muchas personas de vida santa,
no se las pregone a los cuatro vientos. Simplemente, eso no se estila. A lo que cabe
añadir que en esta tierra no hay santos, sino sólo personas que quieren serlo. O bien,
todos los santos han tenido defectos, y todos los santos han tenido a alguien que ha
querido poner de relieve sus defectos. Ahora bien, primaban en ellos las virtudes y, sobre
todo, la gracia y el amor de Dios.

Supuesto esto, se ha promovido el proceso de beatificación de algunos miembros de


la Obra, para que sirvan de estímulo y aliento a todos. Implícitamente constituyen
también la confirmación de que el espíritu del Opus Dei es realmente un camino de
santidad en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios. Van
aquí varios ejemplos, que no agotan la lista de fieles de la Prelatura ya incursos en
causas de beatificación.

Isidoro Zorzano, que ya ha comparecido en estas páginas, fue el primer miembro de


la Obra del que se abrió proceso de beatificación. Pidió la admisión en el Opus Dei en
1930 y ayudó de modo heroico a san Josemaría y a los demás fieles de la Obra durante la
guerra civil española. Como ingeniero en una compañía ferroviaria y como profesor,
supo poner sus capacidades profesionales al servicio de quienes tenían a su lado. En los
difíciles años de los comienzos, ayudó al fundador a sentar las bases de la Obra,
sacrificándose con abnegación y transmitiendo a los demás la paz y la serenidad, fruto de
su cercanía al Señor. Muriótras una dolorosa y larga enfermedad, que afrontó
heroicamente por amor de Dios.

También el proceso de Montserrat Grases se inició pocos años después de su muerte


prematura. Con 16 años, Montse sintió la llamada al Opus Dei: ofrecer su corazón a Dios
sin abandonar la vida ordinaria de una chica de su edad, con el estudio, la vida de
familia, las diversiones. Desde entonces difundió a su alrededor la alegría cristiana de

166
quien lucha por crecer en intimidad con Jesús. Un cáncer óseo la debilitó físicamente,
pero no le impidió seguir contagiando a las amigas su vitalidad y el amor de Dios. La
fortaleza y la visión sobrenatural que demostró hasta su encuentro definitivo con Dios
han ayudado a muchos jóvenes, que han visto en Montse un modelo de gozoso
ofrecimiento de sí en la vida ordinaria.

Guadalupe Ortiz de Landázuri fue una de las primeras mujeres que formaron parte
del Opus Dei y durante toda la vida fue un apoyo importante para el fundador. Cuando
conoció a san Josemaría en 1944, se sintió atraída por su honda alegría. Desde ese
momento puso su carácter optimista y comunicativo al servicio de una única meta:
cumplir la voluntad de Dios. Licenciada en Químicas, en 1950 viajó a México, para
iniciar la actividad apostólica del Opus Dei, y allí, a través de múltiples iniciativas
profesionales en el ámbito universitario y en la promoción social de las mujeres
campesinas, esparció fe, esperanza y celo apostólico. En 1958 se trasladó a Roma para
colaborar con san Josemaría en las tareas del gobierno central del Opus Dei. Más tarde,
en España, entre 1960 y 1974, se dedicó a la enseñanza en diversas instituciones, tanto
estatales como privadas.

Su hermano, Eduardo Ortiz de Landázuri, médico y catedrático de Medicina, puso


toda su ciencia al servicio de Dios y de los enfermos que atendía. La incansable
dedicación a sus pacientes y a su familia era consecuencia de su amor a Dios y a la
Virgen. Cuando era joven, el fusilamiento de su padre le originó una profunda crisis
espiritual, que superó perdonando a los responsables. Desde entonces puso su vida al
servicio de los enfermos y, en especial, de los más necesitados. Su trabajo y su familia
—su mujer y sus siete hijos— fueron los dos elementos básicos con los que, viviendo
con fidelidad el espíritu del Opus Dei, construyó su camino hacia el Cielo. Su mujer,
Laurita Busca, igualmente miembro supernumerario de la Obra, licenciada en Farmacia,
luchó a su lado con gran alegría para santificar sus deberes de esposa y de madre, así
como de amiga de sus amigas, y se halla también en proceso de beatificación.

Algo semejante, pero con matices diferentes, sucede con el matrimonio compuesto
por el ya mencionado Tomás Alvira y Paquita Domínguez, ya que en su caso el proceso
de beatificación es conjunto, de los dos a la vez, como matrimonio en cuanto tal. Tomás,
catedrático de Instituto en Ciencias naturales, fue uno de los tres primeros
supernumerarios de la Obra. Su mujer, que era maestra, pidió la admisión pocos años
después. Se santificaron en el ejercicio heroico y perseverante de las virtudes cristianas.
El cariño matrimonial constituyó un ejemplo luminoso y decisivo de entrega a Dios para
sus ocho hijos. Ambos padecieron dolorosas enfermedades, que llevaron con gran
sentido sobrenatural hasta su muerte, en 1992 y 1994, a los 86 y 84 años,
respectivamente.

Ernesto Cofiño, pediatra y padre de cinco hijos, buscó un intenso diálogo con Dios,
que le dio fuerzas para servir abnegadamente a los demás, empeñándose en mejorar la

167
salud física y espiritual. Colaboró en el nacimiento y el desarrollo de numerosas
iniciativas asistenciales, aceptando el reto de encontrar solución a graves problemas
sociales de su país, Guatemala, tales como el abandono infantil, la desnutrición y la
carencia de educación escolar y sanitaria. Convenció a mucha gente para que colaborase
económicamente y con la oración al desarrollo de múltiples iniciativas sociales de
promoción humana y cristiana. Defendió el derecho y el amor a la vida, mediante
proyectos en favor de la maternidad, de los niños de la calle y de los huérfanos. Creó
también orfanatos y centros asistenciales. Murió de cáncer a los 92 años, tras una larga y
dolorosa enfermedad que sobrellevó cristianamente.

Toni Zweifel, ingeniero suizo, era hombre de una extraordinaria cordialidad y


simpatía. En el Opus Dei descubrió la dimensión sobrenatural del trabajo como servicio,
y se dedicó a una fundación que financia proyectos de desarrollo en cuatro continentes,
con especial atención a la promoción de la familia y de la mujer. Aceptó la voluntad de
Dios cuando, todavía joven, se le diagnosticó una enfermedad mortal.

168
BIBLIOGRAFÍA

Obras de san Josemaría Escrivá de Balaguer

Camino
Rialp, 83ª ed., Madrid.
Un clásico, que ha vendido cuatro millones y medio de ejemplares, en cuarenta y un
idiomas. Breves puntos de meditación que se extienden a todos los aspectos de la vida
cristiana de quien quiere ser y comportarse como hijo de Dios en medio del mundo.
Tanto en castellano como en inglés y en francés se han publicado numerosas ediciones
en diferentes países del habla correspondiente.

Surco
Rialp, 23ª ed., Madrid.
Se desenvuelve asimismo en breves pensamientos para la meditación y, como
Camino, es fruto de la vida interior de san Josemaría. Se centra en una temática
particular: «Déjame, lector amigo, que tome tu alma y le haga contemplar virtudes de
hombre: la gracia obra sobre la naturaleza». Es obra póstuma, al igual que Forja, aunque
el autor anunció la publicación de ambos ya en los años cuarenta. Editado en 1985, ha
vendido medio millón de ejemplares en veintiún idiomas.

Forja
Rialp, 15ª ed., Madrid.
Completa la trilogía de libros para facilitar la oración personal. En éste, los pasajes se
distribuyen en trece capítulos preferentemente centrados en el progresivo itinerario de la
vida interior hacia la identificación con Cristo. Publicado en 1987 y traducido a
dieciocho idiomas, supera los quinientos mil ejemplares.

Santo Rosario
Rialp, 50ª ed., Madrid.
San Josemaría lo escribió «de un tirón» —así lo aseveró— una mañana de diciembre

169
de 1931, después de celebrar Misa. Una meditación entrañable de los misterios de la vida
de Jesús y de María, sólidamente anclada en la Escritura. Impresiona la calidad literaria
de este texto, con pasajes de delicada poesía. Publicado por vez primera en 1934, se han
editado 1.255.000 ejemplares en veintinueve idiomas.
• También está grabado en 2 CD’s, con los 20 Misterios (Ed. EDIBESA)

Via Crucis
Rialp, 34ª ed., Madrid.
Un libro para la contemplación, que recorre las catorce estaciones tradicionales
mirando los sufrimientos de Cristo no sólo con asombro y contrición, sino a la vez con
un hondo sentido de la filiación divina y, por tanto, con sólida esperanza. A cada
estación se le agregan cinco puntos de meditación. Publicado en 1981, ha vendido unos
cuatrocientos cincuenta mil ejemplares en veinticinco idiomas.

Es Cristo que pasa


Rialp, 42ª ed., Madrid.
Dieciocho homilías que recorren e iluminan las principales festividades del año
litúrgico y penetran con hondura en la verdad salvífica, sacándola brillos certeros y
mostrándola accesible a todos. Su primera edición es de 1973. El libro alcanza el medio
millón de ejemplares en diecinueve idiomas.
• También está grabado en 9 CD’s (Ed. EDIBESA)

Amigos de Dios
Rialp, 31ª ed., Madrid.
Otras dieciocho homilías que abordan los grandes temas de la espiritualidad cristiana
según la luz fundacional de san Josemaría: un canto a la vida ordinaria. Ideas de alta
contemplación propuestas con la convicción de que todos pueden y deben tender a la
santidad sin reduccionismos. Publicado póstumamente en 1977, lleva cuatrocientos
setenta mil ejemplares en diecisiete idiomas.
• También está grabado en 9 CD’s (Ed. EDIBESA)

Amar a la Iglesia
Palabra, 5ª ed., Madrid.
Recoge tres homilías sobre temas eclesiológicos, predicadas en 1972-1973 y
publicadas sueltas poco después: Sacerdotes para la eternidad, El fin sobrenatural de la
Iglesia y Lealtad a la Iglesia. Un acto de valentía, de amor y de fidelidad a la Iglesia, en
unos años de grandes dificultades. Se han editado cincuenta mil ejemplares en once
idiomas.

Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer


Rialp, 21ª ed., Madrid.
Siete amplias entrevistas que prestigiosos diarios y revistas del mundo realizaron en
1966-1967 a san Josemaría, acerca del Opus Dei y de temas doctrinales y morales de

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actualidad. Ofrece una visión tan realista, honda y teologal de la Iglesia y de su misión
en el mundo que el paso de los años no le ha quitado vigor y actualidad. Contiene
también su famosa homilía de 1967: Amar al mundo apasionadamente. Trescientos
cincuenta mil ejemplares en diez idiomas.

«AUDIOLIBROS»: obras de San Josemaría, grabadas


en CD
Cada título de «Audiolibro» contiene el libro, editado por Rialp, y los 2 CD’s en los
que está grabado, para facilitar la «lectura», rezo o meditación a quienes no pueden leer:
por la edad, por estar enfermos, mientras se conduce el coche, etc.

Santo Rosario’20
EDIBESA, 4ª ed., Madrid.
Contiene los 20 Misterios del Rosario, conforme a la innovación de Juan Pablo II: los
15 Misterios tradicionales, según el libro original de San Josemaría, más los Misterios
Luminosos que Rialp ha añadido, con textos de San Josemaría alusivos a cada Misterio.
Ideal para rezar el Rosario en el coche, durante el trabajo manual en casa, los
enfermos en casa o en el hospital, etc.

Es Cristo que pasa


EDIBESA, 6ª ed., Madrid
El primer libro de homilías de San Josemaría, para iluminar el año litúrgico —
tiempos y festividades– grabado en 9 CD’s.

Amigos de Dios
EDIBESA, 5ª ed., Madrid.
Libro póstumo de homilías de San Josemaría, sobre los grandes temas de la
espiritualidad cristiana, grabado en 9 CD’s.

Biografías de san Josemaría Escrivá de Balaguer

Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (I, II y III), Rialp, Madrid.
Salvador Bernal, Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid.
François Gondrand, Al paso de Dios, Rialp, Madrid.
Peter Berglar, Opus Dei. Vida y obra del Fundador, Rialp, Madrid.
Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, Plaza & Janés, Barcelona.
Pilu y Pedro de la Herrán, Josemaría Escrivá. La santidad en la vida corriente (Cómic).
Ediciones en la lengua española y en catalán. EDIBESA.

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Algunos testimonios

Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid.
Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid.
Julián Herranz, En las afueras de Jericó, Rialp, Madrid.
Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos, Rialp, Madrid.

Para saber más: www.opusdei.es

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Index
Título Página 2
Copyright Página 3
Índice 4
Prefacio 5
I. La mies y el segador 6
II. Los caminos divinos de la tierra 18
III. Brotes 37
IV. Una guerra fratricida 47
V. Hijas fieles 63
VI. Por amor a la liturgia 71
VII. Italia y Portugal 80
VIII. El fundador en Roma 92
IX. Mar adentro 107
X. Corazón de padre y de madre 120
XI. En torno al Concilio Vaticano II 129
XII. Busco tu rostro, Señor 143
XIII. Tras la muerte del fundador 156
Bibliografía 169

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