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Para una ética liberadora

La feliz muerte de Sócrates

Esas personas, que se ignoran, están salvando al mundo.

Jorge Luis Borges, “Los justos”, en La cifra

Mientras nuestras normas morales no se vean sometidas al escrutinio y la crítica de nuestra razón, resultarán ser
ellas mismas un peligro para el desarrollo moral de la humanidad y para la felicidad individual y colectiva –tal es, en
síntesis, la paradoja y la advertencia que recorren el intento de respuesta de Esperanza Guisán a la pregunta acerca de
por qué ser morales.1 Borges ha dicho de Nietzsche que no temió ejercer su lucidez en el corazón mismo de las
polémicas2; el mismo dictamen podría ser aplicado a Guisán. En un gesto radical que busca concernir de lleno a
nuestra existencia humana toda y que contrasta con las sofisticadas pero muchas veces insulsas disquisiciones de
algunos teóricos (preocupados seriamente por profundizar en el dilema moral que aflige a un Jonathan Dancy cuando
éste, presto a partir a una cena con amigos, es interpelado por su esposa acerca de si se encuentra adecuadamente
vestida para la ocasión, debiendo decidir el apurado marido entre: a) mentirle y partir enseguida; b) decirle la verdad
y llegar tarde a la velada; c) decirle la verdad pero impedirle que se vaya a cambiar el vestido, puesto que ya están
atrasados),3 esta autora defiende que, en sentido estricto, no se puede hablar de la conducta moral de un individuo
hasta tanto éste no haya puesto en cuestión la moral misma: “No sólo tiene pleno sentido la pregunta acerca de por
qué ser moral, sino que todo tipo de conducta que no sea fruto de un cuestionamiento personal de tal problema no
sería en modo alguno clasificable en el ámbito de la moral.” 4 Allí donde otros teóricos, como Prichard, han creído
ver un interrogante carente de sentido, Guisán ha hallado el imprescindible disparador de la vida moral. 5 En esta
línea, la autora retoma el postulado de Kohlberg, acorde al cual habría tres niveles y seis estadios en el desarrollo
moral de un individuo: están aquellos que no se cuestionan por qué ser moral, conducta ésta de quienes se encuentran
en el nivel preconvencional (estadios uno y dos de desarrollo moral) y en el convencional (estadios tres y cuatro), y
quienes, ya en el nivel posconvencional (estadios cinco y seis), “no actúan mecánicamente, por temor al castigo o por
la esperanza de la recompensa, ni por un deseo más o menos gregario de conformarse, dar buena imagen o ser
admitido entre los miembros de su grupo o comunidad y evitar el ostracismo”, sino que “indagan acerca de lo que
merece ser reputado de moral y que actúan consecuentemente movidos por un sentido de respeto a sí mismos y a las
leyes que se han dado”.6 Según Kohlberg, los individuos del nivel preconvencional actuarían moralmente movidos
por meras consideraciones prácticas (temor a recibir castigos); los del nivel convencional, por razones prudenciales
(evitar la desaprobación social); los del nivel posconvencional, por razones morales, para que existan las cuales no
basta el mero redundar de una norma en beneficios individuales o comunitarios. Guisán no acatará al pie de la letra
este último parecer de Prichard, que supone un quiebre entre razones prudenciales y morales; lo que sí le interesa es

1
Esperanza Guisán, Introducción a la ética, Cátedra, Madrid, 1995, pp.70-86.
2
Cfr. Jorge Luis Borges, “Algunos pareceres de Nietzsche”, en Textos recobrados 1931-1955, Emecé, Buenos Aires, 2001,
p.180.
3
Jonathan Dancy, “La ética de los deberes prima facie”, en Compendio de ética, editado por Peter Singer, Alianza, Madrid,
1995, pp.315.
4
Esperanza Guisán, op. cit., p.72.
5
Guisán se vale de la postura de Prichard frente a nuestro interrogante para cimentar, por oposición, su propia manera de encarar
el problema. Según Prichard, es sólo en aquellos momentos críticos en que choca severamente lo que nos apetece hacer con lo que
debemos hacer que nos preguntamos por qué ser morales; se trataría, sin embargo, una pregunta racionalmente ilegítima, puesto
que todos pensamos que debemos hacer lo que debemos hacer. Guisán parte de la misma consideración acerca de los
mencionados momentos críticos para llegar, apoyándose en Baier, a una conclusión opuesta: “la moralidad no comienza hasta
tanto el individuo no se cuestiona la racionalidad y conveniencia de las normas a adoptar”. Esperanza Guisán, op. cit., p.71. Para
ampliar la cuestión sobre el sentido o sinsentido de la pregunta “¿por qué (debemos) ser morales?”, resulta de interés el minucioso
tratamiento de limpieza conceptual que hace en torno a la misma Juan Carlos Bayón Mohino, en La normatividad del derecho,
Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1994, pp.128-149. Bayón también despacha la postura de Prichard, (aunque
atendiendo a otros aspectos de la argumentación de éste), que da por resuelto el problema demasiado deprisa.
6
Ibid., p.72.
preservar este esquema de desarrollo moral, particularmente la figura del individuo situado en el nivel
posconvencional, que será aquel capaz de poner en entredicho la moral recibida.
Queda pendiente, por otro lado, la cuestión acerca de por qué se debe hacer aquello que nos dictan las razones
morales (sea cual sea la definición que adoptemos respecto a ellas), puesto que (como ha mostrado con contundencia
Peter Singer)7 puede haber otras razones que difieran de las morales.
En efecto, es capital plantear los siguientes interrogantes: ¿Cuál la fuente de la que la moral deriva su
obligatoriedad? ¿De dónde procede su fuerza vinculante con la práctica? Una teoría ética de intransigente corte
internalista podría despachar rápidamente este problema relativo al carácter práctico de la moral. La fuerza práctica
de la moral provendría del reconocimiento de una realidad objetiva moral, una realidad perteneciente a un ámbito
(digámoslo así) de “cosas en sí” (independiente de nosotros, los agentes morales) que, una vez reconocido, por sí
mismo nos movería a conducirnos moralmente, resultando así el carácter práctico de la moral interno a ella misma;
el hecho de llegar a una creencia determinada sobre un hecho moral bastaría para actuar en consecuencia. 8 Al repasar
la filosofía moral de Platón, Guisán se topa con un ejemplo de teoría internalista (dicho esto con las precauciones que
consideraré de inmediato), en el marco de la cual “quien conoce el bien se ve impelido a actuar moralmente (p.76).”
Sin embargo (he aquí las precauciones mencionadas), en Platón, este actuar por el sólo reconocimiento de lo que
prescribe la moral no conlleva, como en el caso de Kant y su imperativo categórico, una ruptura con toda
consideración acerca del interés y la felicidad del individuo (que para Kant echarían a perder el carácter
verdaderamente moral de una acción, su santidad); por el contrario, como apunta Guisán, de ese actuar se deriva
“toda fuente de satisfacciones (p.76)” y constituye, asimismo, “la dicha más honda (p.79)”. En contraposición, es
sabido que, de acuerdo a Kant, la conducta moral es un fin en sí misma y no un medio para la satisfacción de interés
humano alguno; no se espera de ella que nos conduzca a la felicidad: tan sólo nos hace dignos de ella.
Cabe preguntarnos (puesto que la respuesta que demos a esa pregunta echará luz sobre el pensamiento de Guisán)
si, en el caso de Platón tal como lo analiza nuestra autora, tiene sentido seguir hablando de una “teoría internalista”
del carácter práctico de la moral. Seguramente no, al menos en el sentido más puro que reclamaría un Kant y que
Guisán ni siquiera tiene en cuenta (de seguro, por considerarlo totalmente implausible). El punto es que si se
mantiene al mismo tiempo que nuestro conocimiento moral (conocimiento del Bien) nos “impele” a obrar
moralmente y que a dicho conocimiento le va unida cierta certeza de que tal obrar conduce a todo ser humano a
experimentar “la dicha más profunda” (o como quiera llamársele), pudiendo suponerse, en consonancia, la existencia
de ciertos deseos de alcanzar ese dichoso estado, parece superada la dicotomía, tocante al carácter práctico de la
moral, entre internalismo y externalismo (la tesis según la cual en ausencia de los deseos correspondientes ninguna
creencia moral bastaría como resorte para la acción); éstas se tornarían categorías desechables, al menos en su
puridad. En síntesis: el plano interno (a la moral) y el externo (los deseos, intereses, las expectativas humanas de
beneficios y satisfacciones) se fundirían en uno solo; las razones morales serían, también, razones prudenciales;
justificaciones (morales) de una conducta y explicaciones (motivacionales) de la misma, razones y motivos (según la
distinción de Baier retomada por Guisán) 9, llegarían a coincidir. Esta doble faz de las razones que funcionarían
como resortes de acciones morales puede ofrecer además una solución al problema del realismo o antirrealismo
moral, que es la variante ontológica del problema externalismo-internalismo (la posición realista, u ontológica
externalista, propugna la existencia de un mundo intrínsecamente moral, irreductible; la antirrealista, u ontológica
internalista, lo niega, reduciendo la moral a categorías no-morales) 10: conocidas a cierta altura del camino de
desarrollo moral, tales razones resultarían legítimas para todos aquellos que hubieran recorrido tal camino, radicando
en esa intersubjetividad conseguida (y no ya en un extraño ámbito intrínsecamente moral) la objetividad con la que la
reflexión filosófica moral podría conformarse 11; y encontrándose en la observancia de tales razones la posibilidad de
7
“`Deber´ no tiene por qué significar `deber moralmente´. Podría simplemente ser una forma de pedir razones para la acción,
sin ninguna especificación sobre el tipo de razones requeridas[...]Al enfrentarnos a una elección difícil, le pedimos consejo a un
amigo íntimo. Moralmente, éste nos dice que debemos hacer A, aunque B sería mejor para nuestros intereses, C sería lo correcto
según las normas sociales y D supondría un verdadero alarde de estilo. Puede que esta respuesta no nos satisfaga, y lo que
queremos es que nos aconsejen sobre cuál de estos puntos de vista adoptar. Si es posible hacer tal pregunta, debemos plantearla
desde una posición neutral entre todos los puntos de vista, y no de compromiso con ninguno de ellos.” Peter Singer, Ética
práctica, Cambridge University Press, New York, 1995, pp.395-396.
8
Nótese que en el marco de una tal teoría las razones que el agente moral debería invocar para actuar son externas a él; esto es,
son, en sí mismas, independientes de sus deseos, sentimientos, intereses, etc., en suma, de sus motivos internos, aunque aquellas
razones externas bien pueden suscitar, en el plano interno, motivaciones a ellas coligadas (para alarma de Kant), como queda claro
en el ejemplo de Platón, analizado por Guisán –ejemplo que nos servirá para introducir ciertas reflexiones, como se verá
enseguida.
9
Ibid., p.73.
10
Cfr. Sergio H. Raponi, “El paradigma del amoral feliz”, Telos. Revista Iberoamericana de Estudios Utilitaristas, Vol. VII, N°
1, 1998, pp.120-121.
11
Guisán no da indicios de querer sentarse a discutir con un filósofo que persevere en obstinaciones celestiales.
una vida humana feliz, se convierten ellas mismas, de manera natural, en los motivos subjetivos de cualquier agente
debidamente desarrollado de cara a optar por una conducta moral. El primer aspecto nos permite hablar, en cierto
modo, de un mundo que ha podido ser establecido como objetivamente (léase “intersubjetivamente”) moral y que
puede considerarse, por ello, ontológicamente externo a los agentes morales considerados individualmente; 12
mientras que el segundo aspecto torna legítimo referirnos a ese mundo moral como si fuera traducible a términos de
estados psicológicos de los agentes morales (deseos de obrar de tal modo que se logre la felicidad), esto es, a
categorías no-morales (internalismo ontológico). Vale aclarar que Guisán no se explaya sobre el problema ontológico
acerca de la naturaleza de la moral; como veremos, lo importante para ella es que, independientemente de que se
parta de posturas que ella llama “esencialistas” (que implican un externalismo ontológico: hay una moral externa a
los agentes), o “convencionalistas” (que implican un internalismo ontológico: la moral que se ha instaurado puede
reducirse a categorías no intrínsecamente morales, a los intereses, deseos, etc. de quienes han instaurado y son
guiados por esa moral), la moral a la que hemos de aspirar tiene en sí misma su fuerza vinculante con la práctica y,
unida ineluctablemente a su ejercicio, se encuentran las satisfacciones y beneficios más profundos, la felicidad y el
bienestar más plenos. El enfoque de Guisán es eminentemente práctico.
De acuerdo a Guisán, cuando en el lenguaje cotidiano se formula el interrogante de por qué ser moral, se pregunta
acerca de la motivación y del beneficio de actuar moralmente; podemos agregar que la discusión filosófica, por su
parte, apunta a esclarecer las razones (objetivas, o al menos intersubjetivas) para actuar de un modo determinado.
Según el cuadro delineado arriba, y presuponiendo un estadio de desarrollo moral posconvencional, las expectativas
morales del filósofo y del hombre común (con perdón de la distinción) 13 podrían verse simultáneamente satisfechas.
12
Esta sugerencia nuestra acerca de un posible modo de interpretación ontológico-realista de la moral, que prima facie podría
sonar un tanto rebuscada, se ve respaldada por una propuesta realista que figura en la literatura académica; a saber, la de Michael
Smith. Smith encuentra que al juicio moral se le reclama dos cosas: 1) objetividad (o sea: que nos podemos formar creencias
acerca de hechos morales objetivos, en base a los cuales se puede medir la corrección o incorrección de nuestros juicios morales)
y 2) carácter práctico (tener una opinión moral es encontrarse con una motivcación correspodiente para actuar). Pero he aquí que,
de acuerdo a lo que este autor considera como la imagen estándar de nuestra psicología (derivada de Hume), el plano de nuestras
creencias (estados psicológicos que representan cómo es el mundo) y el de nuestros deseos (estados psicológicos que representan
cómo ha de ser el mundo) corresponden a dos tipos de existencias enteramente distintas entre sí e independientes la una de la otra
–tanto es así, que se pueden hacer descubrimientos sobre hechos del mundo sin que estos determinen racionalmente nuestros
deseos, los cuales corren por un carril aparte. Supuesta esta imagen, las respectivas implicaciones metafísicas y psicológicas de
aquellas dos características de la moral deben necesariamente colisionar: dado 1), hay hechos intrínsecamente morales, y al
realizar un juicio moral expresamos nuestras creencias sobre los mismos; con la implicación adicional de que tener una creencia
moral determinada es independiente del deseo de obrar en consecuencia; dado 2), realizar un juicio moral implica tener una
motivación acorde para obrar; pero si ninguna creencia sobre hecho alguno puede obligarnos racionalmente a tener un deseo
correspondiente, entonces nuestro juicio es tan sólo expresión de ese deseo; los hechos morales se transforman, así, en un
postulado ocioso.
Una doctrina irrealista de la naturaleza de la moral puede dar cuenta perfectamente de la dimensión práctica del juicio moral.
Pero se vuelve poco atractiva al excluir la racionalidad del debate y la práctica moral. Para Smith, “la empresa toda de la
discusión moral y de la refleción moral sólo tiene sentido sobre la base de que los juicios morales son evaluables por referencia a
un contenido veritativo” (p.544). Según el pensamiento de Smith, esto equivale a decir que necesitamos concebir alguna forma de
realismo: debe haber hechos morales y nuestros juicios deben poder expresar nuestras creencias sobre ellos. Ahora bien: ¿cómo
resolver el problema relativo a la dimesión práctica del juicio moral, si no podemos desechar la imagen estándar de nuestra
psicología, que tan efectivamente explica lo que motiva una acción? La estrategia de Smith toma como punto de partida el
sigueinte ejemplo: al hallarnos en presencia de un bebé que llora incesantemente podría surgir en nosotros el deseo de ahogarlo
para acabar con esa intolerable situación; según la imágen estándar, ninguna creencia sobre la inconveniencia o la incorrección de
tal acción podría contrarrestar el deseo que ya poseo; ergo, ahogaríamos al bebé. Lo que menos se puede decir de tal escena es que
es implausible; y esto se debe a que la imagen estándar que se invoca adolece del siguiente defecto: fusiona tácitamente razones
con motivos y no considera lo que haríamos si fuésemos “fríos, tranquilos y contenidos”. En una tal disposición, no tendríamos
razones para ahogar al bebé (aunque nos sintamos súbitamente motivados a ello); ella constituye, así, un ideal racional
independiente. De esto se sigue que “los hechos sobre aquello que tenemos razón para hacer no son hechos sobre lo que
deseamos, como querría la imagen estándar, sino más bien hechos sobre lo que desearíamos si [...] estuviésemos bien informados,
fríos, tranquilos y contenidos.”(p.549). Estos hechos, que constituirían las razones de nuestro actuar, pueden ser objeto de
creencias. Se puede esperar que, en caso de que consideráramos lo que haríamos si estuviésemos con ánimo calmo, frío y
contenido, tenderíamos a converger en nuestros deseos, aunque “siempre cabe la posibilidad de una diferencia no explicable
racionalmente en nuestros deseos incluso en condiciones de reflexión tan ideales” (p.550). Es en esa esperable convergencia que
Smith hace radicar el realismo de su propuesta; los hechos morales serían objetivos “en tanto y en cuanto son hechos sobre lo que
nosotros y no sólo usted o yo desearíamos en semejantes condiciones” (p.552). Cfr. Michael Smith, “El realismo”, en Compendio
de ética, editado por Peter Singer, Alianza, Madrid, 1995, pp.540-553.
13
Una versión peculiar de dicha distinción: “Somos, cuando filosofamos, como salvajes, como hombres primitivos, que oyen
los modos de expresión de hombres civilizados, los malinterpretan y extraen las más extrañas conclusiones de su interpretación.”
Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Crítica, Barcelona, 2004, p.81, §195. Ni esta manera inusual de representar la
Ciertamente, para Guisán, estamos ante un problema moral que es y debe ser también un urgente problema de la vida
misma; el filósofo, que continuaría reclamando razones (morales), sería también el hombre que busca “la dicha más
profunda” en el obrar de acuerdo a aquellas; inversamente, cualquier hombre preparado para aspirar a esa dicha
podría considerarse, en ese aspecto, igual al filósofo, alguien capaz de fundamentar su conducta moral mediante
razones morales por otros (o muchos, o todos, en buena hora) compartidas. Paulatinamente, esto se irá haciendo
visible con más claridad.
Guisán nota la mencionada cruza entre moral y prudencia también en Hobbes. Como aquel Protágoras atacado
por Platón (bástenos recordar el diálogo que lleva su nombre y también el aporético Teeteto), el filósofo inglés no
creía que la moral fuera algo más que una convención; con todo, esa convención hace posible que los seres humanos
convivan armoniosamente. Así, existen buenas razones pragmáticas para ser moral, para “buscar la paz y evitar la
guerra”, para “tratar a los demás como quisiéramos que nos tratasen a nosotros”. De aquí deriva Guisán que, como
ya hemos apuntado, “con independiencia de que partamos de concepciones esencialistas o convencionalistas[...]los
autores de signo diverso han encontrado casi siempre razones prudenciales, justificaciones pragmáticas,
explicaciones adecuadas y convincentes acerca de la necesidad de ser morales, dado el beneficio que de ello se sigue
para todos y cada uno de los miembros de una comunidad.” 14 El mismo Kant acabó introduciendo la idea de un bien
supremo que aguardaría al individuo virtuoso.
Retornemos ahora a la cuestión que dejamos pendiente más arriba: ¿por qué ser morales? ¿Por qué alguien podría
estar interesado en actuar, en conducirse moralmente? Tal como el lector ya habrá adivinado, el intento de respuesta
de Guisán es algo intricado, pero ¿acaso deberíamos esperar otra cosa en estos asuntos? El ejemplo paradigmático
del “anillo de Giges”, que la literatura sobre ética ha reelaborado abundantemente a través de las épocas, pone en
entredicho el carácter ventajoso de obrar moralmente y en aprietos a la teoría moral, sacando a relucir los que serían
los límites de nuestra capacidad humana de ser morales. El ejemplo nos retrotrae hasta el primer libro de la
República de Platón; allí trabamos conocimiento, por boca de Glaucón, de aquel Giges, pastor al servicio del rey de
Lidia, que en un abismo halló un hueco caballo de bronce y dentro del caballo el cuerpo de un hombre de tamaño
inusual y en su mano un anillo de oro que Giges tomó para sí y que lo tornaba invisible a piacere –maravilla que le
permitió seducir a la reina, eliminar al rey y hacerse con el trono. Según Glaucón, no habría hombre justo alguno
que, con ese medio a su disposición, “perseverara firmemente en la justicia [...] cuando podría [...] apoderarse
impunemente de lo que quisiera [...] se diría que esto es una importante prueba de que nadie es justo
voluntariamente, sino forzado, por no considerarse a la justicia como un bien individual, ya que allí donde cada uno
se cree capaz de cometer injusticias, las comete.” 15 Que nadie es justo voluntariamente: Glaucón, al defender el más
crudo externalismo moral práctico,16 delata de este modo qué tipo de individuo es: uno que, como la mayoría de los
seres humanos, no tendría escrúpulo alguno en obrar mal, si ello redundase en algún beneficio o satisfacción
personal. Antítesis de Glaucón es Sócrates; auténtico perdedor según los parámetros morales de la mayoría de los
seres humanos (Sócrates elige cumplir su injusta condena a muerte antes que huir y con ello transgredir las leyes de
la ciudad en la que se educó y decidió vivir y para bienestar de la cual él ejerció su actividad filosófica), representa el
caso paradigmático del individuo responsable de sí mismo que “se encuentra situado en el estadio más desarrollado
moralmente hablando, y cuya moral de principios no puede ser errónea.” 17 “Como cuestión fáctica”, aclara Guisán,

distinción entre el filósofo y el no-filósofo, que rebaja al primero frente al hombre común, ni la más habitual, que ensalza la
condición del filósofo en detrimento de la del resto de los mortales, serían legítimas en el hipotético caso de una comunidad que
hubiese arribado en su conjunto a un estadio superior, posconvencional, de desarrollo moral.
14
Ibid., p.77.
15
Platón, República, Gredos, Barcelona, 1992, p.60, 360 b-d.
16
El más crudo, o descarado: la fuerza práctica de la moral, con independencia de que se postule un ámbito intrínsecamente moral
o de que se parta de una postura convencionalista, estribaría en el sólo hecho de que un individuo tuviera motivos para creer que
obtendrá beneficios personales por su actuación moral, sin que para él tenga real importancia la consideración de que esa conducta
podría armonizar también con los intereses de los demás individuos, si éste fuera el caso (en una sociedad regida por la que
Guisán llamará “normas compulsivas”, éste no sería el caso; ser moral no implicaría contribuir a la armonización de los intereses
del conjunto; esto se explicará más adelante); de lo contrario, no tendría reparos en obrar inmoralmente, a menos que existieran
sanciones sociales externas que vigilaran eficazmente su conducta. Ni siquiera hay atisbos aquí de sentimiento alguno de
“benevolencia” o “simpatía” por la humanidad (como en el caso de Hume), que, aunque externo en sí a la Moral o a la moral,
surgiera naturalmente de la interioridad del individuo. El carácter práctico radicaría, sí, en ciertos deseos de las personas; pero
tales deseos serían absolutamente negativos (deseos de no ser sancionado), o descaramente egoístas (deseos de ser aprobado, por
la sola expectativa de los beneficios personales que ello pudiera producir). Al hablar de este externalismo “crudo” pretendemos
que no se confunda (aunque tenga ciertamente puntos de contacto, es otra cosa lo que queremos subrayar) con lo que en la
literatura se conoce como externalismo pleno, tal como lo ha expuesto Sergio H. Raponi (véase referencia en nota 10).
17
Esperanza Guisán, op. cit., p.76. ¿Es feliz Sócrates? ¿ Es feliz Glaucón? Cada cual tiene la felicidad que se merece. La
conducta moral es propiamente hablando la que tiene lugar en el nivel posconvencional, como ha enfatizado Guisán en la primera
página de este trabajo; visto desde allí, Glaucón es un mero amoral, que puede ser feliz en su convencional esfera, aunque
“no todas, ni siquiera la mayoría de las personas, alcanzan el llamado por Kohlberg nivel posconvencional, en el que
importa la satisfacción íntima y personal derivada de la conformidad con los principios que uno se ha dado a sí
mismo.”18 La perspicacia de Platón pasa por haber distinguido entre lo fácticamente constatable y lo éticamente
deseable: “Por supuesto que los seres humanos no obran por motivos o razones éticas, pero debieran hacerlo.” 19
Adviértase como Guisán, en la pasada cita, escribe indistintamente “motivos o razones éticas”, en consonancia con
nuestra interpretación esbozada más arriba acerca de la “fusión” entre razones y motivos que tiene lugar en el nivel
posconvencional. Y esto está, a su vez, en perfecta consonancia con el hecho de que precisamente en aquel peculiar
“debieran” estriba la vigencia del aporte de Platón y la principal enseñanza que Guisán extrae para su propio
pensamiento: ese imperativo “no es puramente arbitrario o gratuito, sino que depende de razones también de tipo
prudencial”.20 A esta altura, está de más acotar qué tipo doctrinas tiene en mente nuestra autora al referirse a un
deber que no es “puramente arbitrario o gratuito”, (léase: absolutamente desencarnado del interés humano); también,
que las mencionadas razones prudenciales se relacionan con un modo de entender el beneficio (el provecho, el
bienestar, etc.) que no debe identificarse con las burdas satisfacciones de los seres humanos poco desarrollados
moralmente,21 sino con nuestra dicha más honda.
¿Cuál es, entonces, la moral que podría conducirnos a ese estado de dicha? ¿Cuál es la moral que “vale la pena”,
la moral que proporcionaría la respuesta positiva más rotunda al interrogante acerca de por qué ser morales? Guisán
se apodera de la idea del profesor Perry, para quién la moral debe ser concebida como un “culto a la libertad” y como
armonizadora de intereses. Se explaya Guisán: “[...] en primer lugar [...] la moral digna de tal nombre cumple su
papel liberador al ordenar nuestros fines e intereses diversos, proporcionándonos un instrumento de búsqueda
equilibrada de la satisfacción de nuestros objetivos, fines y metas. En segundo lugar [...] la moral concebida según el
modelo de Perry se convierte asimismo en liberadora y posibilitadora de relaciones felices entre los seres
humanos.”22 Desafortunadamente, la mayor parte de las morales que se han concebido no cumplen esta función
liberadora y armonizadora, ya que no han contemplado los intereses de todos por igual: morales de clase, nacionales,
protectoras de una etnia frente a otras, de los más fuertes frente a los más débiles... El interrogante relativo a por qué
ser moral se transforma de este modo en el interrogante relativo a qué tipos de moral merecen nuestra adhesión. Y
ciertamente, no serán aquellas que “sólo sirvan a unos pocos o sean únicamente consecuencia de tradiciones o
prejuicios, tengan origen religioso o profano.” 23 El signo distintivo de este tipo de morales es que se encuentran
constituídas por las que Guisán denomina normas compulsivas; mientras que las normas liberadoras priman en las
morales que vale la pena seguir. Ellas son “la fuente de los placeres humanos más hondos y duraderos.” 24 Arribamos,
así, al centro del pensamiento de Guisán.
La díada heteronomía-autonomía es fundamental a la hora de distinguir entre normas compulsivas y normas
liberadoras. La autonomía moral es un triunfo de la modernidad ilustrada 25; la heteronomía es del todo notoria como

felicidades más altas le estén vedadas. Sócrates, al dejarse morir, no sacrifica su felicidad actual en pos de la que le espera en el
más allá (felicidad postrera que está ciertamente presente en la escatología platónica); Sócrates es también ahora, en el momento
de su muerte, feliz, al ser fiel a los principios que ha asumido y en la observancia de los cuales realiza el hombre su dicha más
alta, según Platón. Esto no implica que Guisán admita la metafísica platónica del Bien, fuente de la moral elevada de Sócrates;
no: en su lugar introducirá el logro siempre renovado de una simbiosis de los intereses individuales y colectivos en constante
perfeccionamiento, respecto de la cual el individuo debe adquirir conciencia de su importancia.
18
Esperanza Guisán, op. cit., p.78. Como se verá enseguida, esta idea de Guisán no debe malinterpretarse en el sentido de que
resultaría válido cualquier principio o norma que un individuo se dé a sí mismo, sin que se tengan en consideración los intereses
de los demás.
19
Íbid., p.79.
20
Íbid.
21
Esto recuerda a aquella observación de John Stuart Mill, quien, respondiendo a ciertas flojas objeciones a su uilitarismo moral
(que propugnaba el goce, la búsqueda del bienestar, la consecución de más placer y menos dolor, tanto a nivel indivual como
colectivo), según las cuales sería “despreciable y rastrero” e indicio de una doctrina “digna de puercos” que la vida no posea
felicidad más elevada que el placer, las revoca al señalar que es evidente que “los placeres de una bestia no satisfacen la
concepción de felicidad de un ser humano. Los seres humanos tienen facultades más elevadas que los apetitos animales, y una vez
que son conscientes de su existencia no consideran como felicidad nada que no incluya la gratificación de aquellas facultades.”
Hay una gradación en el orden de los placeres, responde Mill a esos toscos puritanos. Cfr. John Stuart Mill, El utilitarismo,
Altaya, Barcelona, 1991, pp. 50-51.
22
Íbid., p.81.
23
Íbid.
24
Íbid., p.82.
25
En este preciso sentido, Guisán sí podría declararse deudora del pensamiento de Kant, en tanto éste resumió con claridad la
nueva actitud que marcó al pensamiento moral moderno e ilustrado. En su respuesta a la cuestión “¿Qué es ilustración?”, Kant
dejó escrito que “la ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad
estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro.” Kant verifica que la mayoría de los
rasgo común de las morales ancladas en prejuicios religiosos milenarios. Éstos resultan “humillantes” para el ser
humano y suprimen su independencia: “ [...] aun suponiendo que las religiones tradicionales no recomendasen sino
lo que la razón común recomienda, a saber, procurar beneficiarse beneficiando, y beneficiar beneficiándose,
evitando el sacrificio y el dolor inútil propio y de los demás, habría una especie de pecado de origen que invalidaría,
desde el punto de vista de la ética, sus recomendaciones morales.” 26 La autonomía moral, la capacidad de
autodeterminación moral, es un bien fundamental e irrecusable; es, también, un bien raro y difícil de procurar. La
heteronomía no emana sólo de fuentes religiosas tradicionales, sino también de todas nuestras costumbres y normas
no sometidas a la crítica de nuestra razón. En la base de esto yace la siguiente lúcida reflexión de Guisán: “Ocurre
que generalmente costumbres, normas, usos sociales y normas legales constituyen la red en la que somos apresados
desde nuestra infancia, dado que somos inevitablemente animales sociales. Esta red se convierte en una segunda piel,
de tal modo que solemos llegar a considerarla como algo incuestionablemente propio.” 27 Esta transformación de las
normas y costumbres heredadas en una segunda piel de los individuos por ellas orientados requiere que nos
detengamos a reflexionar un momento sobre el vínculo entre la necesidad de cuestionar aquellas fuentes de
heteronomía moral y la importancia del interrogante acerca de por qué ser morales. La última cita de Guisán tiene
implicaciones muy serias, que han sido expuestas por Cornelius Castoriadis. 28 Según este autor, la heteronomía
moral y el odio al otro tienen un origen común: por un lado, la casi imperiosa necesidad de clausura de sentido de la
institución social, a fin de reforzar la posición de sus propias normas, valores, principios, etc., como únicas en su
excelencia y superiores, por tanto, a las normas y principios de los otros (que pasan a ser falsas, malas, repugnantes,
diabólicas, etc.); por otro lado, aunque en estrecha conexión con lo anterior, las necesidades de organización
identificatoria del individuo. Retomando un análisis de cuño freudiano (cuyas complejidades no es necesario repasar
aquí), Castoriadis muestra cómo el sentido, para esa especie de “mónada psíquica originaria” que es el infante, es
idéntico a la no división de su “totalidad inicial”. La ruptura de esa totalidad nace parejamente con el proceso de
socialización, y es posible sólo si se le proporcionan ininterrumpidamente al individuo sustituciones de sentido; en
eso consiste el proceso de identificación con las entidades que animan el imaginario social, teniendo por resultado
que “[...] todo lo que se encuentra más allá del círculo de significaciones (normas, valores, leyes, principios, usos,
etc.) que tan difícilmente invistió [el individuo] a lo largo del camino de socialización es falso, malo, desprovisto de
sentido. Y estas significaciones son [...] coextensivas a la colectividad a la cual pertenece: el clan, la tribu, el pueblo,
la nación, la religión.”29 De la sutil conjugación entre el modo de presentación de la institución social, que reclama
superioridad frente a todo lo que es extraño a ella, y las necesidades identificatorias de los individuos, que los llevan
a hacer de un cuerpo de creencias incuestionables compartidas por la colectividad una segunda piel para ellos,
emerge con fuerza el odio y el desprecio del otro, del extraño. “La autonomía, o sea, la plena democracia, y la
aceptación del otro no forman parte de la pendiente natural de la humanidad”, concluye Castoriadis. 30 La pregunta
acerca de por qué ser morales se tiñe, así, de dramatismo y de urgencia siempre renovada. Ella no se torna
importante sólo por la respuesta que le demos, la cual, si Guisán tiene razón, será siempre un auténtico work in
progress; su mismo planteamiento, su misma existencia en tanto pregunta es una exigencia y una promesa de
humano bienestar. Es cierto que un individuo puede plantearse tal pregunta y responderla diciendo que la conducta
moral vale la pena porque es un modo de no granjearse enemistades o de no ser sancionado por el grupo o marginado
de él; pero si la pregunta persiste puede llegar, alguna vez, a poner en entredicho la moral recibida y preguntar por la
moral que merece nuestros esfuerzos, la moral que merece ser dada por nosotros a nosotros mismos, en ejercicio de
nuestra autonomía. Una moral así estaría constituída por normas liberadoras, normas que son vistas como
necesarias en tanto son “caminos por los que transitar, a fin de lograr una convivencia pacífica e incluso gozosa” 31
(Guisán llega a especular con la idea, “controvertida y polémica”, de que algún día las normas en general podrían
llegar a ser más o menos prescindibles). 32 Es claro, entonces, que vale la pena ser moral cuando lo que se entiende

hombres permanecen en esa condición de minoría de edad, “debido a la pereza y la cobardía”, y que, “convertida casi en
naturaleza suya”, les resulta en extremo díficil abandonarla. Cfr. Immanuel Kant, “¿Qué es ilustración?”, en Filosofía de la
historia, Nova, Buenos Aires, 1964, p.58.
26
Íbid., p.83.
27
Íbid.
28
Cfr. Cornelius Castoriadis, “Las raíces psíquicas y sociales del odio”, en Figuras de lo pensable, Cátedra, Valencia, 1999, pp.
189-196.
29
Cornelius Castoriadis, op. cit., p.192.
30
Íbid., p.196.
31
Esperanza Guisán, op. cit., p.84.
32
En la misma línea de esa alta conjetura se encuentra aquella aspiración de Borges a que alguna vez podamos prescindir de la
política. Borges modeló artísticamente esa aspiración en su cuento “Utopía de un hombre que está cansado”. El narrador nos
informa allí de un viaje en el espacio que terminó siendo un viaje en el tiempo. Nos habla de su paso por una vasta llanura,
refiere una tormenta y el hallazgo de una casa baja y rectangular en la que fue recibido por un hombre vestigo de gris y de
por moral haya sido sometido al escrutinio de nuestra razón y juzgado como aceptable en consonancia con las
necesidades, los deseos y sueños de los seres humanos. Para ello, la heteronomía moral debe dar paso a la
autonomía; de esta manera, en diálogo con los demás, podremos “alcanzar principios libremente asumidos, desde el
conocimiento y la libertad, frente a prejuicios y dogmas”, principios que tengan como finalidad “mejorar la calidad
de vida de los seres humanos, atender a las demandas de la humanidad, armonizar los deseos.” 33 Acaso alguna vez
pueda hacerse realidad, así, el casi utópico deseo de Guisán de que la pregunta acerca de por qué ser morales,
“cuando entendemos por moral una serie de normas contrastadas y reguladas por las razones y los sentimientos
humanos”, resulte “ tan ociosa como preguntar por qué disfrutar del día.” Pero del mismo modo como Castoriadis
realiza la triste constatación de que “la autonomía no forma parte de la pendiente natural de la humanidad” (y Kant,
dos siglos antes: “Todavía falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean capaces o
estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento, sin acudir a extraña conducción”) 34,
nuestra autora avisa que “si una parte importante de la humanidad todavía se muestra reticente respecto a la
deseabilidad de la vida moral, ello es [...] posiblemente a causa de que la ética que libera y emancipa aún no se ha
instalado en nuestras vidas cotidianas.” 35 Es como dijo Kafka, voluntad buena si las hubo: Die wartende Arbeit ist
ungeheuer. La tarea que resta es enorme.

inusitada estatura. “Por la ropa, veo que llegas de otro siglo”, dice al narrador, en latín, el hombre de gris. Habló luego de la
abolición de la imprenta, que “multiplicó hasta el vértigo textos innecesarios”; informó que “ya no hay quien adolezca de pobreza,
que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad”. Tampoco hay ciudades, ni
museos, ni bibliotecas; “cuando el hombre madura, a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad”; a
esa edad, “el individuo puede prescindir del amor y de la amistad [...] ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o
juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.” En esa época
futura, en la que “no hay conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos”, tampoco hay gobiernos: “según la
tradición, fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban
fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura; nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de multiplicar sus
colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos
curanderos [...]”. Cfr. Jorge Luis Borges, Obras completas, Vol. III, Emecé, Barcelona, 1996, pp. 52-56.
33
Esperanza Guisán, op. cit. p.85.
34
Immanuel Kant, op. cit., p.60.
35
Íbid., p.86. Es venturoso pensar que el tránsito hacia la realización de la esperanza de Guisán haya empezado a tomar forma, al
menos, en el pensamiento moral contemporáneo. Dos tendencias a primera vista antagónicas en ética son el realismo y el
subjetivismo (en tanto suponga, este último, la tesis ontológica de que no hay hechos morales -no nos referimos aquí al
subjetivismo normativo, que indica, dicho groseramente, que es bueno hacer lo que cada uno piense que debe hacer, ni a aquella
doctrina subjetivista-emotivista relativa al significado de los términos y proposiciones morales, según la cual los juicios morales
indican o expresan los sentimientos o actitudes del que habla. Cfr. John Mackie, Ética. La invención de lo bueno y lo malo, Ed.
Gedisa, Barcelona, 2000, p.20-). Sin embargo, ciertos modos recientes de concebir estas doctrinas son asombrosamente
coincidentes, y no están lejos de la posición que toma Guisán. Ya hemos visto como Michael Smith esboza una moral
contrastada, recuperando las palabras de Guisán, “por las razones y los sentimientos humanos”; una moral a la que a ciertas
razones (de agentes fríos, tranquilos, contenidos, bien informados) les corresponden ciertos deseos acordes a ellas; de aquellas
razones se aspira a que sean válidas para todos (o al menos la gran mayoría de) los individuos en idéntica disposición, viendo
Smith la posibilidad de que el realismo moral eche raíces allí. James Rachels, defensor del subjetivismo moral, ha llegado a
conclusiones parecidas, retomando ideas de John Dewey y W. D. Falk; la moral es, sí, cuestión de sentimiento; pero no valen
cualesquiera sentimientos, sino aquellos moldeados al amparo de la razón. Al igual que en el realismo de Smith, la aspiración de
este modo de entender el subjetivismo es que los agentes morales, habiendo meditado sobre una determinada cuestión con el
mayor detenimiento e imparcialidad posibles (modelando sus sentimientos en este proceso), puedan llegar a poner sus
sentimientos “en sintonía con la razón”. ¿Por que no esperar, así, una eventual convergencia de los deseos de tales agentes
morales imparciales y reflexivos? Cfr. James Rachels, “El subjetivismo”, en Compendio de ética, editado por Peter Singer,
Alianza, Madrid, 1995, pp.581-592. Es notorio cómo en ambos casos (el de Smith y el de Rachels), de la misma forma que
sucede con Guisán, se está tratando de pensar una ética de agentes morales autónomos y, valga la palabra, ilustrados.

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