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5 mm
COLECCIÓN SABERES CS
Inés Dussel
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Las imágenes que elige Masschelein dejan en claro que
el hacer de la educación pasa por la interacción entre seres
humanos, así como por objetos y espacios que dan forma y
contenido a los procesos educativos. En el ámbito de la histo-
riografía educativa puede decirse que se había prestado más
atención a la participación de los humanos, incluyendo la re-
visión y debate periódico sobre quiénes y cómo entran en
esa historia, que a los objetos y los espacios; sin embargo, en
los últimos años los estudios sobre la cultura material educa-
tiva se vienen expandiendo con gran fuerza.
A nivel teórico e historiográfico, este crecimiento está
apoyado en lo que se conoce como el giro material en la
historiografía, inspirado en la historia social de los objetos
(Appadurai, 1986), la perspectiva foucaultiana sobre la mi-
crofísica del poder (Foucault, 1976) y la teoría del actor en
red (Latour, 2005), así como en una nueva sensibilidad sobre
las texturas y detalles de la cultura que toma su impulso de
la obra de Walter Benjamin (2005) y de la historia multisen-
sorial (Grosvenor, 2012). Con esta base teórica conceptual,
desde hace unos años la investigación se ocupa cada vez más
de la materialidad de la educación, prestando atención a la
importancia de los edificios, las paredes, los pupitres, los pi-
zarrones, los cuadernos, los recursos visuales o los uniformes
y vestimentas en la escuela y fuera de ella. Esta materialidad
es considerada en primer lugar como objeto de estudio —
como en la historia del pizarrón que escribió, para el caso
brasileño, Valdeniza Barra (2016)—, o la del pupitre que hi-
cieron en España Pedro Moreno Martínez (2005), en Italia
Juri Meda (2016) y en Brasil Raquel Castro y Vera Gaspar da
Silvia (2012); pero también como fuente para la compren-
sión de procesos educativos más amplios y no solamente
escolares, como los estudios sobre la cultura escrita en la es-
cuela que analizan la producción y circulación de libros de
texto, cuadernos de clase, revistas ilustradas o la difusión de
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las bibliotecas,1 y las investigaciones sobre la historia educati-
va del cine o de la educación estética que toman en cuenta la
materialidad de los soportes y espacios en que se producen
estas prácticas (Serra, 2011 y Pineau, 2014).
Quisiera subrayar que lo nuevo en esta aproximación no
es tener en cuenta los objetos, que ya eran utilizados por los
historiadores como ilustraciones de sus argumentos o bien
como parte de evidencias arqueológicas, objetos de museo
o memorabilia cargada de nostalgia (lo que Nietszche lla-
maba la “historia anticuaria”). Más recientemente, en las dé-
cadas de 1960 y 1970, los objetos tomaron nuevo impulso
con la “historia desde abajo” que buscó darle voz a los sec-
tores populares a través de los rastros de sus experiencias
en artefactos o fotografías que habían sido marginados por
el predominio de los documentos escritos en los archivos
(Dussel, 2015).
Sin embargo, si considerar los objetos como fuente histó-
rica no es en sí un hecho novedoso, hay un cambio notorio
en los últimos años que tiene que ver con la forma de conce-
bir a los artefactos y de traerlos a la investigación, y que dife-
rencia a este nuevo momento historiográfico de la “historia
desde abajo” de los años sesenta.
La llamada “cultura material” participa decisivamente en
la producción y reproducción social. Sin embargo, de eso
tenemos consciencia superficial y discontinua. Los artefac-
tos, por ejemplo, no son simples productos sino vectores de
relaciones sociales. ¿Qué percepción tenemos de esos meca-
nismos? No se trata, apenas, de identificar cuadros o retra-
tos materiales de la vida, listando objetos móviles, pasando
por estructuras, espacios y configuraciones naturales, hasta
“obras de arte”. Se trata, en cambio, de entender el fenómeno
1 Véase, entre muchos, Cucuzza y Pineau (2002), Chartier (2004), Gvirtz (1999), Szir (2007) y Arata
(2016).
2 Meneses (2005), citado en Vidal y Gaspar Silva (2011: 19), traducción propia.
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más interesantes para estudiar la presencia y acción de las
cosas —por ejemplo Miller (2005) e Ingold (2012)—, los
objetos no son primero materiales y luego adquieren un
sentido; más bien, “la materia constriñe el significado y vi-
ceversa” (Daston, 2006: 17). Debatiendo con quienes ven a
los objetos o las cosas como entidades totalmente defini-
das y estáticas, estas teorías los consideran devenires nun-
ca realizados por completo. Este proceso de devenir no es
secuencial, como cuando se cree que primero estamos no-
sotros, y luego, como el reflejo en un espejo, los objetos. Al
contrario: los objetos, tanto como los humanos, también
están en movimiento, tienen una historia que no es previa
a los sentidos que se construyen sobre ellos ni a las redes
en que se inscriben. Esto lleva también a repensar el vín-
culo entre forma y materia, ya no en términos de conti-
nente y contenido o de envoltorio e interior, sino como un
continuo de la vida que se entrelaza y define mutuamente.
Por ejemplo, Tim Ingold, uno de los antropólogos más im-
portantes de la actualidad y un referente de estos estudios,
señala que puede encontrarse movimiento o devenires en
los vestigios arqueológicos: la cerámica “respira” y sigue
modificándose en contacto con la arena o el barro donde se
encuentra enterrada; no solamente cambia la forma (como
en el tránsito de ser una vasija en uso, a un fragmento en-
terrado, a un objeto dispuesto en un museo) sino que tam-
bién cambia la materia (Ingold, 2013). Plantea que la teoría
y la investigación tienen que materializar la vida humana,
“ecologizar” la cultura: ésta no es una trama de significados
que está en un espacio que tiene como fondo estático la
naturaleza, sino que “la producción de sentido se da por
el compromiso y la inmersión de los sujetos en el mun-
do inmediato y material de la experiencia” (Steil y Moura
Carvalho, 2015: 50). Esa inmersión nos modifica profun-
damente, tanto como se modifica el mundo material en su
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(2013). En esa dirección, la historia de la educación asume
una sensibilidad etnográfica, una voluntad de cartografiar o
documentar las experiencias que involucraron a personas y
objetos a través de sus huellas materiales, tomadas ellas tam-
bién como materia que sigue transformándose en su contac-
to con nosotros, los investigadores, metidos igualmente en el
barro de la historia.
3 Un tema trabajado por Vidal y Gaspar (2011) y por Juri Meda (2016).
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hecho, para evitar el polvo o las manchas, la mejor manera
era no moverse mucho, o mejor aún, quedarse quieta. En lí-
nea con lo que Phil Corrigan escribió sobre lo que la escuela
hizo con, hacia y para su cuerpo (Corrigan, 1988), mi punto de
partida fue la violencia que los uniformes supusieron en mi
experiencia escolar, buena parte de la cual ocurrió durante la
última dictadura cívico-militar argentina (1976-1983).
En mi escolaridad, hubo castigos simbólicos, aunque bien
reales, cuando se detectaban manchas en el guardapolvo,
que incluían mandar de nuevo a la casa, no ser autorizada a
izar o arriar la bandera, e incluso soportar formas de humi-
llación pública ante el grupo por parte de algunos maestros
o directores autoritarios. En el habla escolar, la “suciedad” se
asociaba al otro impropio, inadecuado, aunque estaba tam-
bién la ambivalencia del otro (in)apropiado (Trinh-Minh-Ha,
1991), la familia rebelde y distinta que denotaba (denunciaba
en aquella época) el guardapolvo no del todo limpio (en mi
caso, evidencia de una madre joven y trabajadora que no te-
nía tiempo para almidonar el guardapolvo pero que además
quería para sus hijas la libertad y la combatividad de Joan
Báez o Mercedes Sosa). Que esas decisiones pasaran por el
cuidadoso descuido del guardapolvo es una gran pista res-
pecto a lo que se juega en los objetos.
En ese rastreo de las equivalencias discursivas y proximi-
dades materiales del blanco de los guardapolvos, pude ver
que esta asociación entre blancura, limpieza y virtud o pro-
bidad moral para clasificar a los niños venía de lejos (Vigare-
llo, 1988). En los archivos encontré un poema publicado en
El Monitor de la Educación Común, la revista oficial del Ministe-
rio de Educación, en 1902, que decía:
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Una segunda equivalencia emerge en este período de las
revoluciones burguesas: los uniformes y códigos de vesti-
menta tienen que ser de políticas científicas y saludables.
Encontré conexiones entre los discursos médicos, milita-
res y políticos de la época, que planteaban que la ropa debía
seguir el paradigma de la salud, permitiendo la circulación
de la sangre y la buena respiración. Casi un siglo más tarde,
el pasteurianismo sumará a estos objetivos la guerra contra
los microbios (Latour, 1988) como leitmotiv de la uniformi-
zación de los cuerpos infantiles siguiendo el modelo de los
delantales médicos. Hacia finales del siglo XIX, este modelo
médico-higienista predominó en Francia, Italia, España y
Argentina, aunque los colores y materiales que adoptaron
los uniformes fueron diferentes (oscuros en la mayor parte
de los casos). En el caso argentino, los guardapolvos blan-
cos fueron parte de una “estética de la lavabilidad” (Liernur,
2000) que marcó a la arquitectura pública (sobre todo en
hospitales y escuelas), con una fuerte impronta higienista
(Salessi, 1995); no es casual que se parecieran a los delanta-
les médicos, que habían abandonado el negro al menos una
década antes de que se adoptaran los guardapolvos blancos
en las escuelas.
A nivel mundial, hacia finales del siglo XIX los uniformes
se volvieron una parte importante de las “tecnologías viaje-
ras” que sostuvieron la expansión de la escuela occidental.
Gran Bretaña y Australia prescribieron el uso de sombreros
y de blazers, imitando el código de las escuelas privadas. En
Francia, Nueva Zelanda y en muchos países sudamericanos
se adoptaron delantales blancos, azules o grises que se usa-
ban sobre la ropa de calles. Los uniformes consiguieron dis-
tinguir a la población escolar y ayudaron a consolidar una
identidad escolar dentro de cada comunidad.
Un elemento interesante de esta historia es que, al menos
en el caso argentino, no fue posible encontrar un “creador”
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objetos móviles y no estáticos? ¿Cómo mirar también su ca-
rácter liminal o de frontera entre el espacio doméstico y el es-
pacio público? ¿Cómo estudiar su historia, analizando cómo
se fueron transformando los guardapolvos en su interacción
con las escuelas, los cuerpos infantiles y los docentes?
Esas son preguntas que todavía sigo indagando, atenta a
cada nuevo registro del archivo que aparece, a cada nueva
historia que se abre con una fuente que encuentro o que re-
visito. Pero además, tengo muy presente que la historia de
este artefacto sigue estando abierta y está siendo reescrita en
las interacciones actuales, en su circulación como símbolo de
la escuela pública ante las amenazas neoliberales, en su apa-
rición como del rito de iniciación en cada chico que empieza
el primer grado en una escuela pública, en cada guardapolvo
firmado y garabateado del que termina el séptimo grado, y
también en cada mano que lo limpia y lo prepara para que
sea llevado a la escuela, más o menos limpio, más o menos
prolijo o arreglado. En otras palabras, tengo presente que se-
guimos en el mismo barro los guardapolvos y yo, pese a todos
los intentos de mis maestros de la escuela primaria de que el
guardapolvo estuviera limpio y almidonado, quieto, protegi-
do de las manchas de los juegos y de la historia.
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bum de sellos, además de otros tres que comprendían
la colección de postales. (…) Más de una vez, cuando
volvía del colegio, lo primero que hacía era celebrar el
reencuentro con mi pupitre convirtiéndolo en campo
de acción de cualquiera de mis más caras ocupacio-
nes, como las calcomanías… (Benjamin, 1987: 95-96)
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medible, controlable y predecible, sin patas y sin cuerpo,
alojado en la nube; y aunque la metáfora de la navegación
es una de las más pregnantes en el espacio virtual, nuestras
exploraciones son día a día menos libres, orientadas como
están por algoritmos que buscan anticipar nuestros deseos
y organizar los pasos de manera económica, eficiente, sin
pérdida de tiempo. En la era del total surveillance y de Citiz-
enfour, nada más real que el dicho de que el espionaje susti-
tuye a la aventura.
Sin embargo, habría que evitar la tentación apocalípti-
ca, y también la nostálgica. Siguiendo la metáfora del bar-
co, habría que ver, con sensibilidad benjaminiana, si las
naves espaciales de Star Wars y los joysticks de los videojue-
gos pueden operar como nuevos espacios otros, indagando
en qué medida habilitan recovecos y escondites para abrir
otras aventuras. Quizás esa mirada nos ayude a encontrar,
en esas superficies en principio planas y sometidas al control
de grandes corporaciones, algo de barro, es decir, materiali-
dades y espacios otros donde se produzcan encuentros con
otros mundos, y donde puedan acumularse y transmitirse
nuevos registros de la experiencia humana. Y si no es ahí, en
las naves galácticas de la imaginación, donde aparezcan los
espacios otros, estoy segura de que esa sensibilidad contri-
buirá a seguir buscándolos y también a crearlos en el cruce
entre la historia y el presente y en la investigación abierta y
atenta al devenir de los objetos y de los humanos.
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