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UNA CARTA ABURRIDA

BUZZATI

N i y o m i s m a s é , q u e r i d a E l e n a , c ó m o h e p o d i d o e s t a r t a n t o tiempo sin
escribirte, sin dar señales de vida. ¡Pero el tiempo pasa tandeprisa, y el invierno me
pone siempre tan apática! Al final le he matado. Bueno, ha hecho falta que
pasasen cinco meses largos desde nuestro último encuentro, y que llamase a la
puerta, finalmente, la bendita primavera, aquí en el campo tan radiante, tan
consoladora,para decidirme a coger la pluma y ponerme a charlar con mi
queridaElenuccia. Te juro que no podía más. Cómo me gustaría que ahora
estuvieses aquí a mi lado, tú que tienes una sensibilidad tan parecida a la mía, que
sabes escuchar las suaves voces de la naturaleza y de los viejos caserones, que
sabes disfrutar como yo con los minúsculos encantos de la vida doméstica, para
muchos otros monótona y mezquina. Créeme, desembarazarse de un marido
semejante ha sido un gran alivio.Es casi de noche, los árboles y los prados se disponen a
recogerseen el sueño. Ni yo misma sé cómo he podido aguantar tantos años. Una paz
maravillosa se extiende en torno a mi casa (por suerte la carretera queda
lejos) y un sentimiento de seguridad, de bondad, de satisfacción, no sé
cómo expresarlo, de intimidad profunda apacigua mi ánimo. Y además el
«profesor» ha dejado de atormentarme, ya no se queja, ya no da más clases.
En este momento no se ve, porque ya ha oscurecido, pero de día, aquí
sentada, en mi escritorio, puedo ver los nuevos brotes de la enredadera que
asoma por la ventana. Qué verde más tierno, amoroso, conmovedor. Es la vida
misma, es —y no vayas a decirme que estoy loca— la esperanza encarnada. Por
la noche, mientras dormía, soltaba siempre un silbido por la nariz, era
algo horrible. Y además me engañaba. Sistemáticamente.
¿Sabes que la primavera hace chirriar los travesaños de los muebles
antiguos, de los prehistóricos palafitos? Hasta con la hija del casero, me
engañaba, aquí abajo, a la salida del bosque, en la vía del tren. ¿Pero
sabes que la primavera hace estallar también dentro de mí, no sé muy bien
en qué parte de mí, desde luego en lo más profundo de los nervios y de los
sentidos, hace estallar una especie de muelles, que han permanecido, quién
sabe cómo, comprimidos durante largo tiempo? Zic, zic, tengo la sensación
de que infinitos saltamontes microscópicos escondidos en las partes más
recónditas de mi cuerpo salen disparados de pronto. Sensaciones mínimas,
apenas perceptibles, y no obstante tan provocativas y suaves. ¿También tú?
Dime: ¿también tú, Elena querida? Ha sido fácil, ¿sabes? Dormía con su
acostumbrado silbidito. Había encontrado un alfiler, quien sabe, tal vez de
mi abuela, de esos que servían para sujetar los sombreros en la cabeza. Un
bonito alfiler.
Éstos son para mí, quizás, los mejores días del año. Había calculado
bien el lugar. Él seguía con su silbidito. Lo empujé hacia dentro con todas
mis fuerzas. Como en la mantequilla. Esta mañana, al salir al jardín, he
tenido una deliciosa sorpresa: la guadina tropical, sabes, aquella que me
había traído de Zanzíbar el doctor Genck, y que creía que se había muerto,
en el espacio de una noche había echado una flor, ¿pero cómo una flor? Una
especie de llama, de antorcha, de erupción incandescente. Él todo lo que
hizo fue abrir los ojos. No se movió. Susurró: «Tendrás que ll...» tal vez
quería decir «Tendrás que llamar al médico». No se dio cuenta de que había
sido yo. Con aquella «Ll...» se desinfló como un globo con poco gas. Es una
planta diminuta, la guadina, ¿te acuerdas? Una cosita de nada, una
frivolidad, y sin embargo llevaba oculta en su seno, en sus fibras más
recónditas, tanta carga de vida. Es algo maravilloso, la naturaleza. Yo no
acabo de salir de mi asombro. Inagotable mina de belleza, de generosidad,
de sabiduría, de genio artístico.
¿Y sabes lo más extraordinario? Las mariposas valquirias, aquellas a
rayas azul pálido y lila, aquella obra maestra de la creación, las más
hermosas, las más delicadas, las más liberty, las más femeninas, que además
vuelan de aquella forma especial, ¿te acuerdas?, casi contoneándose, bueno,
tú a lo mejor no te lo creerás, pero todas, fíjate bien todas, estaban
encima de la impetuosa flor, la cual parecía complacida. Menudo golpe
cuando lo bajé de la cama. Ni pensar en levantarlo, gordo y pesado como
era. Y luego más golpes mientras le llevaba a rastras por las escaleras.
Cada escalón un golpe. Un buen trabajo. Él en cambio cada vez más feo, con
aquellos bigotes que le colgaban.
Ah, otra buena noticia. Mirandola, mi gata siamesa, ha dado a luz seis
gatitos que son una preciosidad. El encuentro con el semental de los
Soffiati ha dado sus frutos. Perfectos, puedes creerme. El veterinario que
asistió al parto, aquel Scorlesi tan simpático, ¿tú también le conociste,
no?, no salía de su asombro. Recién nacidos, decía, y ya con esas orejas.
¡Podrían ganar concursos ahora mismo!, decía. Le llevé hasta el escotillón
que va a parar a las cloacas. «Chac», oí, cuando llegó al fondo.
En el tedio del invierno, que aquí en el campo es más perceptible que
ahí en la ciudad donde tenéis tantas luces, tanto movimiento, tantas buenas
ocasiones, tantas (¡ay!) llamadas telefónicas, ¿sabes que he leído un
montón de libros? Te vas a reír. Y pensarás que me he vuelto chocha,
gazmoña y santurrona. Ríete, ríete. Me he enamorado de los viejos
Evangelios. Me había explicado muchas veces que nuestra cloaca comunica con
una corriente subterránea que se pierde quien sabe dónde, la casa se
levanta sobre un terreno calcáreo, socavado por galerías y cavernas.
Naturalmente, cuando era niña me habían hecho leer los Evangelios como
libro de texto, por eso los odiaba. Ahora, en cambio: todas las noches,
pero todas, antes de cerrar los ojos, abro al azar el pequeño librito. ¡Qué
páginas tan divinas! A la mañana siguiente denuncié su desaparición a la
policía. Dije que le había visto por última vez la tarde precedente. Cada
vez es una inyección de fe, de serenidad, de beatitud. Hasta el punto de
que tengo intenciones de restaurar la iglesita de al lado, perteneciente a
la casa, más bien delabrée. ¡Y quien me dice que no se me tendrá en cuenta
algún día, cuando los ángeles (¿o los demonios?) me conduzcan a la
presencia de Dios!
Pero, a propósito, antes de despedirme —quizás he estado un poco
aburrida, ¿verdad?— quiero explicarte aquel poncho peruano que tanto te
gustaba. Volvió a eso de la una de la madrugada, juraría que había estado
con la hija del casero. La policía lo está buscando por aquellos parajes,
yo misma he dado a entender algo. Pues bien, escucha: se necesitan unos
doscientos gramos de lana shetland gris (o beige), más noventa gramos de la
misma lana negra (o tabaco), más cincuenta gramos de la misma lana blanca
(o crema) y agujas del 3. Se trabaja en dos partes menguando un punto por
cada lado en cada pasada del derecho. En cualquier caso, aquí debajo no le
encontrarán nunca. Me había explicado muy bien, el difunto profesor, las
características de los terrenos calcáreos. Para la primera parte: con la
lana gris montar 262 puntos y hacer diez pasadas de canalé, luego sin dejar
la lana gris 16 pasadas de punto liso. En las novelas se habla del
remordimiento, si vieses en cambio qué paz, qué tranquilidad, qué silencio.
Pasada veintisiete: un punto con lana blanca, tres puntos con lana gris;
repetir desde * a * hasta el final de la aguja terminando con un punto en
lana blanca. Pasada veintiocho: tres puntos con lana blanca, un punto con
lana gris, repetir desde * a * hasta el final de la aguja, terminando con
tres puntos en lana blanca. Es imposible que le encuentren, absolutamente
imposible. Pasadas veintinueve y treinta, en lana blanca. De la treinta y
una a la treinta y cuatro, en lana gris. De la treinta y cinco a la treinta
y ocho, en lana negra. Treinta y nueve y cuarenta, en lana gris. Cuarenta y
una y cuarenta y dos, en lana blanca. Y espero que no se te ocurra
contárselo a nadie, aunque seas la hija de un juez. De esta forma nos
quedan 226 puntos en la aguja. Cuarenta y tres y cuarenta y cuatro, en lana
negra. Cuarenta y cinco…

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