Qué difícil resulta en esta sociedad nuestra de hondas
raíces cristianas convencer a una persona de que, en el fondo, no sabe nada de Dios... ni de la Iglesia, ni de la fe. O de que lo que sabe está más caducado que el huevo de Colón, aunque uno sea de misa y de rosario diarios.
Sucede que como la mayor parte de nosotros nos hemos criado
entre bocadillos de nocilla y sesiones semanales de catequesis, pues eso, que nos vemos tan expertos en las bondades del cremoso postre que glorificó nuestras meriendas como eruditos en los entresijos de la experiencia cristiana. Y así, en temas de fe, hablamos, hablamos... y dominamos todas las lenguas del mundo menos la nuestra propia.
Esta herencia de ser cristianos de toda la vida es el mayor
quebradero de cabeza que tiene la Iglesia en nuestros días. Así lo veo yo, al menos. No porque haya que renegar de tiempos pretéritos, que al fin y al cabo fueron lo que fueron y punto. Sino porque la costumbre es un cáncer que mata la experiencia de Dios. Y un tanto de inercia sí que veo yo en nuestra amada madre Iglesia: en los fieles, y en los consagrados, y en quienes deciden verdaderamente los destinos del día a día de la comunidad...
Contra este sabérselo todo nuestro, hoy resplandece la
actitud de Juan el Bautista: “Yo no lo conocía, pero éste es el que me ha enviado”, proclama sobre Jesús. “No lo conocía, pero ahora lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios”.
Impresionante, insisto, si aprendemos a leer entre líneas.
Apabullante su sensatez y su sinceridad: “Yo no lo conocía”, es su confidencia, que tanto contrasta con nuestra capacidad para sentar cátedra sobre Dios, sobre la Iglesia, sobre la conducta de los demás...
Y cautivadora es también su confesión: “Pero ahora lo he
visto y por eso doy testimonio”. Éste es el grito más sincero de un hombre impresionado por lo que ha experimentado, un desahogo imposible de contener por más tiempo. El Bautista no puede ya más que rendirse ante la evidencia después de tener contacto con Jesús, de mirarle a los ojos, de verse en sus ojos, de oírle, de conocerle por dentro, de compartir su sueño... Es la experiencia de Dios la que le hace capaz de hablar de él, y no la tradición, ni la costumbre, ni el qué dirán, ni la inercia... siempre la inercia que tanto daño nos hace a los cristianos.
“Yo me quedo boba”, ha popularizado la entrañable Chona en
televisión. No digo yo que sea la más cuidada expresión que se haya escrito nunca, pero sirve para ilustrar que necesitamos, antes de hablar de Dios y de actuar como si fuéramos maestros en la fe, dejarnos sorprender por Él, recuperar la capacidad de sobrecogernos ante el misterio que Dios es, siempre tan cercano y tan absoluto. Sería duro llegar a la conclusión de que Dios no es el acontecimiento definitivo de mi vida.