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elordenmundial.com/lo-que-nos-enseno-la-primera-guerra-mundial
Cien años después del final de la Primera Guerra Mundial, algunos errores y actitudes
que nos llevaron a o salieron de ella siguen repitiéndose en distintas situaciones y
conflictos del mundo. Otros, en cambio, se han corregido para evitar una nueva
tragedia de semejante magnitud.
Hay un momento de la Primera Guerra Mundial (IGM) que supone un reflejo bastante nítido
del nivel de estupidez y miopía que reinó en Europa antes, durante y después del conflicto.
La Gran Guerra terminó a las once de la mañana del día once del undécimo mes —
noviembre— de 1918, aunque el armisticio había sido firmado oficialmente unos minutos
después de las cinco de aquella misma mañana. En esas seis horas de diferencia desde que
se firma el alto el fuego hasta que se hace efectivo, se calcula que llegó a haber 10.000
bajas, las últimas de la guerra. Muchas de ellas se produjeron por acciones irresponsables,
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cuando no directamente suicidas, ordenadas por mandos ansiosos de lograr sus últimos
objetivos militares en vez de esperar en las trincheras y devolver a miles de personas sanas
y salvas a casa.
Aquella Gran Guerra —“la guerra que pondría fin a todas las guerras”, según los idealistas
de la época— apenas fue el aperitivo de otra todavía más destructiva y atroz, originada, en
buena medida, en los errores políticos que se cometieron en las negociaciones de paz de
ese primer conflicto. Por suerte o por desgracia, aquella apuesta con cerca de 15 millones
de muertos sobre la mesa nos dejó algunas lecciones. Algunas hicieron aprender y
recapacitar; otras simplemente fueron obviadas y confirmaron la tendencia humana a
tropezar con la misma piedra. Un siglo después de aquello, podemos ver la estela que
dejaron ambos caminos.
Las posiciones de máximos que mantenían todas las potencias hacían prácticamente
imposible que en una situación de crisis existiese una posibilidad real de desescalar; nadie
iba a ceder en sus pretensiones. En esa misma lógica, para hacer valer la posición propia se
hacía necesario amedrentar al oponente, a menudo con la amenaza de la guerra. En una
Europa en la que existían desigualdades en las capacidades militares de los principales
ejércitos, esto podía ser útil si el débil se amilanaba ; en el momento en el que todos se
vieron relativamente bien armados respecto al contrario, el camino se encontró con un
muro inescalable.
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En la Europa de 1914 únicamente seis países se habían declarado neutrales —verde—. El resto estaban
alineados con una u otra alianza. Fuente: Academia de West Point
Quizá recordaron aquella frase de Erasmo de Rotterdam de que “La paz más desventajosa
es mejor que la guerra más justa” y tomaron conciencia de que un conflicto de tal magnitud
no podía volver a ocurrir. La idea de los Catorce Puntos del presidente estadounidense
Wilson apuntaba claramente en esa línea: los engranajes del sistema internacional debían
cambiar para imponer mecanismos a los Estados y que estos resolviesen sus disputas por
cauces pacíficos. Esa era la lógica tras la creación de la Sociedad de Naciones en 1919, un
proyecto que nació bastante debilitado por la negativa de distintos países —entre ellos su
impulsor, Estados Unidos— a integrarse en ella y a aquellos que fueron saliendo por
ofensas o agravios diversos a lo largo de los años. Con todo, el recuerdo de la guerra fue
diluyéndose con el tiempo y, con él, la idea de que era preferible una diplomacia lenta y
costosa frente a una guerra que, al menos en apariencia, podía ser una solución mucho más
práctica.
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Con la guerra murieron también enormes imperios que llevaban tiempo carcomiéndose por
dentro, como el austrohúngaro o el otomano. Recortarles territorios mediante la creación
de nuevos países era asegurarse también que en un futuro no se alzarían de nuevo. La
cuestión aquí es que un buen número de estos Estados fueron creados bajo criterios
arbitrarios centrados en los intereses de las potencias o en concepciones etnicistas del
Estado nación —una visión más que naturalizada en aquella época—. Así, en Europa
aparecieron nuevos países, como Polonia, Checoslovaquia, Austria, Hungría o Yugoslavia —
cuyo nombre oficial hasta 1929 fue Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos —.
Esta teoría flojeaba en la parte en que otras minorías nacionales quedaban atrapadas en un
Estado que no era el que nacionalmente les correspondía, con la agravante de que la nueva
concepción nacional contemplaba la asimilación de cualquier minoría. Por ello, las
rediseñadas fronteras estatales nunca llegaron a encajar en su totalidad con las
comunidades nacionales que, se suponía, debían contener.
El Imperio austriaco —luego austrohúngaro— era una mezcla poco ordenada de nacionalidades, lenguas
y grupos étnicos. Diseñar unas fronteras que contentasen a todo el mundo era imposible.
En Oriente Próximo pasó justo lo opuesto. Con la intención de abrirle un segundo frente al
Imperio otomano y debilitarlo, los británicos propusieron al jerife Huseín, que entonces
gobernaba La Meca, rebelarse contra los otomanos a cambio de la creación de una nación
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árabe tras la guerra. Sin embargo, estas promesas fueron traicionadas por británicos y
franceses mediante el acuerdo Sykes-Picot en 1916, en el que se repartieron de forma
arbitraria los territorios árabes del Imperio otomano. En este reparto también murió la
promesa de un Kurdistán independiente, algo que no ocurrió con las promesas británicas al
movimiento sionista de facilitar la creación de un Estado judío en el mandato británico de
Palestina, lo que décadas después redundaría en la creación de Israel.
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La versión definitiva de Sykes-Picot repartió las zonas de influencia franco-británica en Oriente Próximo..
Fuente: Wikimedia
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Los acuerdos de paz tras el conflicto buscaron resarcir económicamente a los vencedores y
penalizar a los derrotados. Estas imposiciones nacionales y económicas contra las potencias
centrales, especialmente Alemania, también estaban orientadas a un sometimiento por la
vía económica. Potencias como Reino Unido o Francia eran plenamente conscientes de que
el poder militar alemán se basaba en un importante músculo económico; sin él, los
germanos nunca buscarían revancha.
La posición de los vencedores fue, como antes de la guerra, de máximos: Francia estaba
herida en su orgullo nacional tras la derrota en la guerra franco-prusiana de 1870 y quería
resarcimiento. No le interesaba especialmente el aspecto económico de cobrar las deudas
que se le debían por Alemania, sino que esta viese el pago como un acto de sumisión a
París. No pagar —o pagar menos— no se percibía como una imposibilidad objetiva, sino
como un acto intolerable de rebeldía germana. Con la crisis económica de los años veinte,
Alemania incumplió sus compromisos y Francia y Bélgica decidieron invadir la rica e
industrial cuenca del Ruhr para extraer sus recursos y así cobrarse lo que consideraban se
les debía.
Aunque la ocupación terminó unos años después y se llevaron a cabo una serie de planes
para flexibilizar los pagos, el sentimiento de humillación alemán fue notable y abonó de
forma inmejorable el terreno para que, tras el crack del 29, el nacionalsocialismo se hiciese
con el poder. Tras la Segunda Guerra Mundial, nuevamente se planteó la idea de dejar una
Alemania económicamente raquítica —el Plan Morgenthau—, pero en su lugar se concluyó
que, al contrario que 20 años antes, lo ideal era compartir los recursos de forma acordada y
evitar disputas por ellos. Esa fue, en resumen, la base de la Comunidad Europea del Carbón
y el Acero, germen de la actual Unión Europea.
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Existe consenso al afirmar que la Unión Europea y sus organizaciones antecesoras han sido el método
más eficiente para evitar una nueva guerra en Europa. Aunque en el periodo de entreguerras hubo voces
que reclamaron algo similar, no se llevó a cabo.
Paradójicamente, aquellos que sufrieron con mayor rigor esta lógica también la han
acabado aplicando en otros lugares. La experiencia más reciente son las políticas de
austeridad que desde la propia Unión Europea y alentadas por Alemania se implantaron en
países como Grecia, Portugal, España o Italia durante la última gran crisis económica. Estas
tesis, que primaba recortes en el gasto público para hacer frente a los pagos de deuda —
con la acusación añadida por su “irresponsabilidad fiscal”—, han sido en muchos aspectos
perjudiciales para dichas economías y solo han generado una enorme desafección en estos
países para con la Unión Europea y el norte de Europa. Esto, a su vez, se ha traducido en un
auge considerable de partidos euroescépticos y de discurso populista al sentirse buena
parte de la ciudadanía humillada y al servicio de los intereses de otros países. Un siglo de
diferencia, pero los mismos sentimientos.
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torpedos desde submarinos. La prohibición más relevante fue no usar diversos venenos y
gases en una guerra, uno de los primeros episodios en la erradicación de las armas
químicas.
La IGM respetó poco o nada aquellos compromisos y Alemania fue declarada culpable de la
guerra. Pero, antes que países enteros, las guerras suelen tener responsables concretos e
identificables y deben ser esas personas quienes se hagan responsables y, por tanto, las
que deben ser juzgadas. La Segunda Guerra Mundial ya introdujo este cambio mediante
distintos juicios y tribunales —los más conocidos son los de Núremberg— impulsados por
Estados Unidos, la URSS y Reino Unido, aunque todavía con cierta pátina revanchista y
arbitraria. En tiempos más recientes, se crearon tribunales especiales para juzgar los
crímenes en Yugoslavia y Ruanda, que a su vez dieron pie en 1998 a la Corte Penal
Internacional.
Para ampliar: “La utopía de una Corte Penal Internacional”, Blas Moreno en El Orden
Mundial, 2018
Por otro lado, la guerra de 1914 generó cierto mito sobre la letalidad de las armas químicas
que ha perdurado hasta hoy. Apenas el 1% de las muertes de aquel conflicto vino por su uso
—al contrario que la artillería, que ocasionó cerca de dos tercios de las bajas —, pero fue
suficiente para entender que había que poner freno a aquellas armas que mataban de
forma totalmente indiscriminada. Así, un año antes de fundarse la Corte Penal
Internacional, se creó la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas, puesta a
prueba recientemente en la guerra civil siria, donde se han producido numerosos ataques
con armas químicas.
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De los 195 Estados reconocidos por Naciones Unidas, 192 han firmado la Convención sobre Armas
Químicas —aunque Israel no lo ha ratificado—. Solamente Egipto, Sudán del Sur y Corea del Norte no son
signatarios. Fuente: Statista
A esto se le sumaba otra tendencia que empujaba con fuerza: las mujeres y los
excombatientes. Las primeras se habían encargado en muchos casos de ocupar los puestos
en las fábricas que las distintas levas habían ido vaciando; los segundos, tras haber sufrido
lo indecible durante años, tampoco tenían intención de reincorporarse a una vida civil con
escasos derechos políticos y condiciones laborales irrisorias. Por todo ello y por evitar una
revuelta como la ocurrida en Rusia —la bolchevique— o en Alemania — la espartaquista—,
las distintas élites nacionales tuvieron que transigir en otorgar ciertos derechos y permitir la
movilidad social.
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A pesar de que la Gran Guerra no fue el punto de quiebre para el éxito del movimiento
sufragista o descolonizador —los soldados coloniales que lucharon por su metrópoli
querían derechos a cambio—, sí que los impulsó y demostró que en momentos de crisis y
penalidades se suele tomar mayor conciencia de las injusticias, desigualdades y opresiones
que existen en los distintos sistemas políticos. Aunque sería tras la Segunda Guerra
Mundial cuando todos estos procesos se consolidasen legalmente, la Gran Guerra supuso
un punto de no retorno.
En varios países de Europa se legalizó, total o parcialmente, el voto femenino tras la IGM. Sin embargo, no
sería hasta el final de la Segunda Guerra Mundial cuando el continente legalizase totalmente este sufragio
—con la excepción de Suiza—. Fuente: Cuba Holidays
No sería la última vez que una ruptura importante del sistema político abriese la puerta a un
avance sustancial de los derechos de determinados colectivos. El Movimiento por los
Derechos Civiles en Estados Unidos se alimentó de la guerra de Vietnam —¿por qué debían
luchar los soldados negros si no podían ejercer libremente sus derechos?— y algo similar,
sin guerra de por medio, ha ocurrido con el movimiento feminista, que ha logrado
aprovechar las fisuras en el sistema social, económico y político que ha dejado la crisis de
2008.
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Unidos y traída a Europa por los soldados estadounidenses que vinieron a las trincheras,
dejó un balance de entre 50 y 100 millones de muertes en todo el mundo. No se había visto
nada así en el planeta desde la epidemia de peste negra en el siglo XIV.
La pandemia, con 500 millones de personas contagiadas , fue uno de los ejemplos más
evidentes de la incidencia que podían tener amenazas no militares y la necesidad de estar
convenientemente preparados para afrontarlas. Por otra parte, las guerras, en términos
generales —siempre hay excepciones—, han ido decreciendo en número, intensidad y
letalidad y ya no son la causa principal de muerte —al menos de forma directa— en
prácticamente ninguna zona del mundo. Los grandes picos de mortalidad que antes
causaban los conflictos armados han sido sustituidos por distintas enfermedades, el
hambre, los desastres naturales y un largo etcétera. Aunque fuese de forma prematura,
aquella epidemia paralela a la guerra avanzó un concepto que años más tarde cobraría
importancia: la seguridad humana.
Fue otra de tantas lecciones que nos dejó la Gran Guerra. La experiencia, traumática para
muchos desde múltiples perspectivas, sirvió para apuntar algunas cuestiones que, vista la
magnitud de la tragedia, el mundo no debía revivir. Pero no se consiguió. Hizo falta una
catástrofe todavía mayor entre 1939 y 1945 para ponerle un tope definitivo a muchos
caminos que se habían reabierto en el periodo de entreguerras. Cien años después de
terminar el primer capítulo, parece que algo hemos aprendido.
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