1 Este -llamémosle- “concepto” es problemático al menos en tres aspectos: en primer lugar, asume que la ideología
es, única y necesariamente, una visión deformada de la realidad; en segundo lugar, atribuye este carácter ideológico
al cuestionamiento a ciertas ideas, pero exonera de tal cargo a las ideas que están siendo cuestionadas; por último,
se trata de un concepto que, al parecer, carece de sustancia teórica (no refiere a nada) en el ámbito académico de
quienes se dedican a estudiar estos asuntos.
derechos consagrados en la constitución no constituye, en sí mismo, un argumento que permita
profundizar el debate.
Asimismo, cuestionar la legitimidad de las leyes también implica lógicamente admitir que
las circunstanciales mayorías en los procedimientos democráticos pueden sostener posiciones
equivocadas. Esto no parece obstar para que se presente, a modo de evidencia a favor de la
propuesta, una encuesta realizada por la consultora Equipos. La encuesta parece indicar que existe
una cierta predisposición en la ciudadanía a mirar la educación sexual impartida en las escuelas con
un recelo similar a quienes impulsan este proyecto de ley, y al parecer este resultado pretende tener
un cierto valor argumental.
Existe una tercera contradicción que puede advertirse y en la que radica el carácter peligroso
que se le atribuyó al inicio a este proyecto de ley: en el afán de proteger a niñas y niños de una
educación sexual que se estima perniciosa, se sustrae a los mismos de la influencia ordenada de la
sociedad -representada, no sin distorsiones, en el Estado- y se deja en manos de los progenitores o
los tutores legales tal educación, incluso en los casos en que ésta pueda resultar objetivamente más
perniciosa que aquélla. Este punto, como puede verse, es especialmente delicado.
Todo el planteo está construido en base a una célebre premisa del liberalismo político que es
recogida a texto expreso en la fundamentación de motivos del proyecto. En cuestiones “valorativas
o de creencias”, entendiendo este conjunto como el que incluye a las consideraciones
“antropológicas, filosóficas o éticas”, la educación es potestad exclusiva de padres, madres o
tutores, y éstos pueden inculcar cualesquiera concepciones en sus hijas e hijos, siempre y cuando
estas ideas no impliquen “violación de un derecho fundamental de terceros, o afectación al orden
público”. Como casi todos los preceptos constitucionales que involucran derechos, el texto exhibe
una deliberada ambigüedad que posibilita la revisión constante de las interpretaciones vigentes.
Dicho en otros términos, es una tarea nada sencilla establecer con claridad si los niños son o no, a
estos efectos, un “tercero”, en qué consiste exactamente una “violación de un derecho
fundamental”, y a qué nos referimos con “orden público”.
Asumamos que todos los individuos somos objeto de educación sexual, tanto en la escuela
como en los hogares, y que el más absoluto silencio sobre la sexualidad es también un cierto tipo de
educación sexual. ¿Puede existir un tipo de educación sexual que -manteniendo todas las demás
variables constantes- contribuya a aumentar las probabilidades de que un varón se transforme en un
femicida, o que una mujer naturalice ser objeto de una violencia que no debería aceptar? Si así
fuera, ¿no estarían siendo sometidos a un daño (a sí mismos y a la sociedad toda) las niñas y niños
cuya sexualidad fuera formada en el marco de tal educación? ¿No constituye un interés legítimo de
la sociedad evitar que los individuos sean sometidos, desde tan temprana edad, a una influencia que
puede demostrarse objetivamente dañina? Desde luego, sería materialmente imposible la
fiscalización absoluta de todo acto de educación sexual que cada padre o madre realizara para con
sus hijas e hijos, máxime cuando la sexualidad constituye una dimensión tan omnipresente en la
vida humana. No obstante, puede entenderse que la educación sexual que se imparte en las
instituciones educativas constituye un mecanismo de salvaguarda que, en el peor de los casos,
puede servir para compensar estas influencias. Después de todo, niñas y niños no vivirán
eternamente en la reclusión de sus hogares, sino que compartirán con las demás personas la vida en
sociedad; de esta circunstancia (y de muchas otras) se desprende la legítima preocupación social por
la educación de las nuevas generaciones.
Luego de sobreponerse al estupor que generan los casos de abuso sexual contra menores y
sus retorcidos epílogos, podría uno preguntarse qué clase de educación sexual recibió un sujeto
capaz de cometer tales atrocidades. ¿Qué educación sexual brindó a sus hijos e hijas antes de ser
objeto de un procedimiento penal? ¿Sería sensato permitir que un individuo así se negara a que sus
hijas e hijos reciban educación sexual en su escuela, bajo el argumento de que él es quien detenta el
“derecho natural” a educar sexualmente a sus hijos? Nada podrá impedirlo si se aprueba el proyecto
de ley en cuestión.
Este debate, como inteligentemente han señalado algunas autoridades de la educación,
podría fácilmente derramar hacia otras áreas del conocimiento. ¿Tienen todas las familias las
herramientas como para juzgar crítica y racionalmente si la educación sexual que reciben sus hijas e
hijos se ajusta a los consensos científicos a los que han llegado quienes se dedican al análisis de
estos temas? ¿Sería sensato que lo hicieran en otros campos disciplinares, como la química, la
matemática o la biología? Se dirá que la educación sexual atañe a las convicciones morales,
religiosas o a los valores de las personas, pero este mismo argumento podría esgrimirse para
cualquier otro conocimiento, baste para ello que la familia entienda que sus convicciones coliden
con el contenido curricular. Algunas familias podrían emular el ejemplo estadounidense y exigir que
no se trate la teoría de la evolución en el aula, ya que su religión defiende el creacionismo; otras
podrán impugnar los programas de física argumentando que su religión acepta el desplazamiento
sobreacuático del mesías, o la multiplicación de panes y peces; el límite es el de la imaginación.
Quizás podríamos animarnos a dar un paso más en relación con esta línea de argumentación, y
preguntarnos si no constituye un daño irreparable el hacerle creer a una niña o a un niño pequeño
que hay un señor invisible en el cielo que observa atentamente cada uno de sus actos, muy estricto
en cuanto al cumplimiento de ciertas reglas, y muy proclive a aplicar castigos que duran por toda la
eternidad. Dudo que las autoridades que defienden la educación sexual en la escuela bajo las
premisas antes expuestas, se animen también a aceptar esta consecuencia lógica que de ellas se
desprende, mucho menos en el contexto de la coreografía electoral.
Sebastián Peralta