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Joe Dispenza

DESARROLLA TU CEREBRO

La ciencia de cambiar tu mente

Traducción
Concepción Rodríguez González
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ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS 11

PREFACIO DEL EDITOR 15

PRÓLOGO DE AMIT GOSWAMI 17

CAPÍTULO 1. Comienzos 21
CAPÍTULO 2. A lomos de un gigante 59
CAPÍTULO 3. Las neuronas y el sistema nervioso central: un viaje
a través de la superautopista de la información original 113
CAPÍTULO 4. Nuestros tres cerebros y más 147
CAPÍTULO 5. Estructurados por la herencia, alterados
por el medio 197
CAPÍTULO 6. Neuroplasticidad: cómo el conocimiento
y la experiencia cambian y desarrollan el cerebro 239
CAPÍTULO 7. Cómo llevar el conocimiento
y la experiencia a la práctica 293
CAPÍTULO 8. La química de la supervivencia 327
CAPÍTULO 9. La química de la adicción emocional 383
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8 DESARROLLA TU CEREBRO

CAPÍTULO 10. Tomando el control: el lóbulo frontal


en pensamiento y obra 435
CAPÍTULO 11. El arte y la ciencia del repaso mental 489
CAPÍTULO 12. Desarrolla tu cerebro 535

EPÍLOGO. UN CAMBIO CUÁNTICO 599

NOTAS 611

ÍNDICE TEMÁTICO 621


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AGRADECIMIENTOS

La creación es un fenómeno de lo más interesante. El proceso está


plagado de valles y montañas con paisajes imprecisos. Hay momentos
en los que de verdad nos sentimos motivados y enaltecidos, porque
hemos conseguido realizar algún progreso a la hora de ascender a un
nuevo nivel desde el que se tienen mejores vistas. Al momento siguien-
te, cuando descubrimos que allí hay obstáculos aun mayores que supe-
rar, nos preguntamos si llegaremos siquiera a marcar alguna diferencia
y si nuestros esfuerzos merecerán la pena. Al igual que el proceso del
parto, la creación viene acompañada de dolores, complicaciones, náu-
seas, fatiga, noches de insomnio, e incluso angustiosos pensamientos
acerca del futuro. Nos atormentan las dudas sobre nuestra capacidad
personal, sobre lo que sabemos y lo que no, sobre quiénes son nuestros
críticos y sobre por qué y para quién hacemos lo que hacemos. Yo he
pasado por todo eso mientras escribía este libro.
No obstante, es natural que dichos obstáculos nos pongan nervio-
sos, ya que en algún lugar de nuestro interior sabemos que lo único
que debemos vencer es el escollo que supone la visión limitada de no-
sotros mismos. Es todo un proceso y, sin lugar a dudas, hay ciertos ato-
lladeros a lo largo del camino. Debo decir que este libro ha sido un
magnífico y maravilloso maestro para mí. Hoy en día soy diferente
porque continué hasta el final, a pesar de las muchas razones que tenía
para dejarlo. Ahora comprendo mejor por qué lo escribí. Mi único y
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esperanzado propósito era ayudar a la gente a cambiar su vida. Si este


libro consigue alguna mejora en la vida de una sola persona, entonces
todo ha merecido la pena. No escribí Desarrolla tu cerebro para los cien-
tíficos, los investigadores o los académicos de primera instancia, sino
para la gente normal que quiere comprender cómo la ciencia apoya
nuestra capacidad de cambiar y que, como seres humanos, dispone-
mos de un gran potencial.
Claro está que no sé todo lo que hay que saber acerca del cerebro.
Mis descubrimientos, experiencias, investigaciones y conclusiones per-
sonales son sólo puertas de acceso a mayores conocimientos. Algunos
podrían preguntarme por qué no he incluido ciertos temas en mi libro.
La razón es bien sencilla: he elegido no apartarme del campo que com-
prende la ciencia de cambiar nuestra mente y las implicaciones que
esto tiene en nuestra salud y bienestar. Podría haber tratado otros
muchos temas sobre la energía, la mente, la física cuántica y nuestras
capacidades superiores, pero eso habría convertido mi trabajo en un
libro demasiado extenso como para resultar útil.
Tengo mucho que agradecerle a la gente que me ha apoyado, ani-
mado y motivado para completar este libro. En primer lugar, quiero
darles las gracias a mis editores de HCI, Peter Vegso y Tom Sand, por
creer en mí. Y quiero hacerle un agradecimiento especial a Michele
Matrisciani, mi editora en radio y televisión. También desearía expre-
sarles mi aprecio a Carol Rosenberg, por ser una editora general tan
concienzuda, y a Dawn von Strolley Grove y a Lawna Patterson
Oldfield, por su experta producción.
También a Tere Stouffer, mi editora gráfica, que me ayudó con la pers-
pectiva, y a Sara Steinberg, mi editora de contenidos, quien me contó la
fábula de la tortuga y la liebre y me brindó todo su cariño y su afecto…
estoy muy agradecido. A Gary Brozek, cuya contribución a mi trabajo
tengo en alta estima. Y a Larissa Hise Henoch, mi diseñadora, que mos-
tró su verdadero talento con este libro.
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También quiero darle las gracias a mi plantilla, por mantenerse a mi


paso. Gracias a Bill Harell, Jackie Hobbs, Diane Baker, Patty Kerr,
Charlie Davidson y Brenda Surerus; vuestra sinceridad ha tenido un
valor incalculable para mí. Deseo dedicarle un agradecimiento especial
a Gabrielle Sagona por su ayuda, sus ánimos y su inagotable energía;
gracias por todo. A Jowanne Twining, doctora en Filosofía, que me ha
dejado anonadado con su capacidad, sus conocimientos y su paciencia.
A Hill Arntz, a James y a Rebecca Capezio, por su inestimable colabo-
ración con el manuscrito. A Marjorie Layden, Henry Schimberg, Linda
Evans, Anne Marie Bennstrom, Ken Weiss, Betsy Chasse y Gordon J.
Grobelny, por su aliento y su apoyo. Mil gracias también a Paul Burns,
que me ha ayudado de innumerables maneras.
Quiero darle mi agradecimiento, además, a J. Z. Knight, una mujer
que ha dedicado su vida a ayudar a la humanidad.
A Ramtha, que me inspiró a escribir este libro y de quien he apren-
dido lo suficiente para un centenar de vidas. A los estudiantes de RSE,
que viven sus vidas como una apasionante aventura dentro del amor
a Dios. Siempre me he sentido motivado por su dedicación al trabajo.
Vaya también mi gratitud para Amit Goswami, por su brillante inte-
ligencia, su compasión y su voluntad de ser un individuo único. ¡Eres
un auténtico inconformista! Gracias, una vez más, a Nick Pappas, doc-
tor en Medicina, a Margie Pappas, enfermera y licenciada en Ciencias,
y a John Kucharczyk, doctor en Filosofía, que han jugado un papel
muy importante a la hora de informarme sobre el cerebro, la mente y
el cuerpo.
Quiero darles las gracias a John y a Katina Dispenza, a mi madre,
Fran Dispenza, por proporcionarme unos hombros fuertes sobre los
que apoyarme. Y por fin, mi más profundo agradecimiento a mi ado-
rable lady Roberta Brittingham, por comportarse de manera natural y
vivir todo lo que he tratado de explicar en este libro; siempre me he
sentido inspirado por tu humildad y tu grandeza.
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PREFACIO DEL EDITOR

La verdad es que cuando Daniel Chumillas y yo comenzamos a


soñar lo que podía ser PALMYRA nunca pensé que llegaríamos tan lejos.
Porque lo que hoy ponemos en tus manos es uno de los secretos más
buscados por la Humanidad: la fórmula de la eterna juventud.
Una juventud que no es consecuencia de quedar congelado en un esta-
do atemporal, sino el fruto de un cerebro que mejora y cambia cada día.
Hasta hace muy poco se creía que a partir de una determinada
edad, las neuronas dejaban de renovarse y nuestro cerebro comenzaba
un inevitable declive. Pero la evolución de la neurociencia ha demos-
trado que eso sólo le sucede a los cerebros que se acomodan y se limi-
tan a reaccionar a un entorno estable.
Joe Dispenza nos invita a descubrir las trampas de la comodidad y lo
conocido y a salir de ellas creando un nuevo cerebro capaz de recrear la
realidad estableciendo nuevas y más potentes conexiones neuronales.
En un momento en el que la sociedad nos invita a mantener el cere-
bro joven con maquinitas de videojuegos, da que pensar, ¿verdad?
Por eso, quiero dedicar este libro a mis padres y a su generación e
invitarles a que no renuncien a la posibilidad de cambiar sus cerebros.

PEDRO ESPADAS,
EDITOR DEPALMYRA
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PRÓLOGO

Puesto que estás sujetando este libro en la mano, puede que ya te


hayas dado cuenta del cambio paradigmático que está sufriendo la
ciencia. En las viejas teorías, la conciencia de uno mismo se considera-
ba un epifenómeno del cerebro. Hoy en día, tu conciencia es la esencia
del ser y tu cerebro, el epifenómeno. ¿Te sientes mejor? En ese caso,
estás preparado para sacar provecho de este libro.
Si la conciencia es la base principal y el cerebro es secundario, es
natural preguntarse cuál es la manera óptima de utilizar el cerebro
para cumplir el propósito de la conciencia y de su evolución. Hace
tiempo que comenzó a investigarse este paradigma científico, pero éste
es el primer libro que nos orienta sobre la cuestión de forma adecuada
para lograr su comprensión. A decir verdad, el doctor Joe Dispenza ha
escrito un manual de uso del cerebro por excelencia, desde una pers-
pectiva nueva en la que la conciencia juega el papel principal.
El doctor Dispenza, pese a no ser un físico cuántico, sostiene de
manera implícita, que no explícita, el papel primordial de la concien-
cia hasta el final del libro. Puesto que es necesario conocer la física
cuántica para comprender la supremacía de la conciencia de manera
explícita, podría resultarte muy útil, mi querido lector, tener ciertos
conocimientos sobre esta ciencia, y de ahí este prólogo.
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18 DESARROLLA TU CEREBRO

Volviendo al comienzo de la revolución del nuevo paradigma, la físi-


ca cuántica tiene un problema de interpretación fundamental. Describe
los objetos no como «cosas» determinadas, sino como curvas de posibi-
lidad. ¿Cómo pueden convertirse estas posibilidades en «cosas» reales
en nuestra experiencia cuando las observamos o las «medimos»?
Si crees que el cerebro es el asiento de nuestro ser, o que la concien-
cia tiene la capacidad de convertir las posibilidades en realidades,
deberías replantearte tus ideas. De acuerdo con la física cuántica, el
propio cerebro no es más que una suma de posibilidades cuánticas
antes de que lo examinemos, antes de que lo observemos. Si nosotros,
nuestra conciencia, somos un producto del cerebro, también seremos
una suma de posibilidades, y nuestro «emparejamiento» con el objeto
no conseguiría que ni el objeto ni nosotros (nuestro cerebro) dejáramos
de ser una posibilidad para convertirnos en una realidad. ¡Afróntalo!
La posibilidad que se une a otra posibilidad sólo obtiene como resulta-
do un mayor número de posibilidades.
La paradoja no hace más que aumentar cuando uno se considera un
ser dual, una entidad doble, desligada de las leyes cuánticas y diferen-
ciada del cerebro. Sin embargo, si eres un ser inmaterial, ¿cómo es posi-
ble que interactúes con tu cerebro, con el que no tienes nada en común?
Esto es el dualismo, una filosofía insoluble como ciencia.
Existe una tercera línea de pensamiento, y es ésta la que conduce al
cambio paradigmático. La conciencia es la estructura primaria de la rea-
lidad, y la materia (que incluye al cerebro y al objeto que estás observan-
do) existen siempre dentro de esa estructura como posibilidades cuánti-
cas. La observación no es más que la elección de las posibilidades de una
faceta que se convierte en la realidad de tu experiencia. Los físicos deno-
minan a este proceso «el colapso de la curva de posibilidades cuánticas».
Una vez que comprendas que tu conciencia no es tu cerebro, sino
que va mucho más allá; una vez que reconozcas que tienes el poder de
elegir entre muchas posibilidades, estarás preparado para poner en
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práctica las ideas y las sugerencias de Joe Dispenza. Supondrá una


ayuda adicional saber que el «yo» que elige es un «yo» cósmico, un esta-
do de conciencia que sólo nos es accesible en situaciones extraordinarias.
Uno alcanza dicho estado cuando llega a un entendimiento intuitivo. En
esas ocasiones, uno está preparado para realizar cambios en los circuitos
de su cerebro. Y el doctor Dispenza nos enseña cómo hacerlo.
Hay otra razón por la que creo que el libro del doctor Joe Dispenza
es una bienvenida incorporación a la creciente literatura sobre el nuevo
paradigma de la ciencia, y es que enfatiza lo importante que es prestar
atención a las emociones. Ya habrás oído hablar de la «inteligencia
emocional». ¿Qué significa ese término? En primer lugar, significa que
una persona no tiene por qué caer presa de sus emociones. Lo hace
porque se siente apegado a ellas o, como diría Joe Dispenza, «Te sien-
tes apegado a los circuitos cerebrales conectados a las emociones».
Hay una anécdota que cuenta que cuando Albert Einstein abando-
nó la Alemania nazi para marcharse a América, a su esposa le preocu-
paba mucho tener que dejar atrás tantos muebles y enseres de su
hogar. «Me siento apegada a ellos», se quejaba a un amigo. Ante esto,
Einstein bromeó: «Pero, querida, ellos no sienten apego por ti».
Ésa es la cuestión. Las emociones no están ligadas a ti, porque tú no
eres tu cerebro y no necesitas identificarte con tus circuitos cerebrales.
En relación con el concepto de inteligencia emocional, algunos escrito-
res están un poco confundidos. Hablan sobre la inteligencia emocional y
sobre cómo puedes desarrollarla, pero también insisten en que no eres
otra cosa que tu cerebro. El problema de pensar de esa manera es que el
cerebro ya ha establecido una relación jerárquica con las emociones. La
inteligencia emocional sólo es posible si cambias la jerarquía establecida;
sólo es posible si no formas parte de esa jerarquía. Joe Dispenza recono-
ce la primacía de tu conciencia sobre tu cerebro, y al hacerlo te proporcio-
na algunos consejos muy útiles sobre la inteligencia emocional y sobre
cómo cambiar los circuitos y las jerarquías cerebrales preestablecidos.
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Un periodista le preguntó una vez a la esposa de Gandhi cómo su mari-


do podía llevar a cabo tantas cosas. «Muy sencillo», respondió ella, «Gan-
dhi es coherente con lo que dice, con lo que piensa y con lo que hace».
Todos nosotros queremos llegar a hacer cosas; queremos conocer el
significado y cumplir el propósito de nuestras vidas. El desafío funda-
mental es averiguar cómo conseguir sincronizar lo que decimos, lo que
pensamos y lo que hacemos. En otras palabras, el reto consiste en inte-
grar nuestros pensamientos y nuestras emociones. Creo que la evolu-
ción de la conciencia nos exige eso mismo en estos momentos y, al
admitirlo, Joe Dispenza nos ha proporcionado una lección indispensa-
ble sobre cómo se pueden integrar los pensamientos y las emociones.
Conocí al doctor Joe en la conferencia sobre la película ¿¡Y tú qué
sabes!? Tal vez conozcas esta película que trata sobre una mujer joven
que se esfuerza por cambiar su comportamiento emocional. En una
escena de catarsis (interpretada magníficamente por la actriz Marlee
Matlin), la mujer contempla su reflejo en el espejo y dice: «Te odio». En
ese instante se libera y adquiere la posibilidad de elegir entre la enor-
me cantidad de posibilidades cuánticas de cambio. Cambia sus circui-
tos cerebrales, creando así un nuevo estado del ser y una nueva vida.
Tú también puedes cambiar tus circuitos cerebrales. Tienes el poder de
la elección cuántica. Siempre disponemos de las herramientas para
cambiar, pero solo ahora somos conscientes de cómo utilizarlas. El
libro del doctor Joe Dispenza, Desarrolla tu cerebro, te ayudará a utilizar
el poder de elegir y a cambiar. Lee este libro, pon en práctica sus ideas
en tu vida y desarrolla todo tu potencial.

AMIT GOSWAMI,
DOCTOR EN FILOSOFÍA, PROFESOR DE FÍSICA EN LA UNIVERSIDAD DE OREGÓN
Y AUTOR DE LA VENTANA DEL VISIONARIO
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CAPÍTULO 1

COMIENZOS

Pero es extraño que nadie me dijera


que el cerebro puede albergar
en una diminuta célula de color marfil
el infierno o el paraíso de Dios.

OSCAR WILDE

Te invito a que pienses en una única cosa, en cualquier cosa. Tanto si


tu pensamiento está relacionado con un sentimiento de ira, de tristeza,
de motivación, de alegría o incluso de excitación sexual, lo cierto es que
ese pensamiento ha cambiado tu cuerpo. Tú puedes cambiarte. Todos
los pensamientos, incluso si son del tipo de los «no puedo», «puedo»,
«no soy lo bastante bueno» o «te amo», tienen efectos cuantificables
similares. Ten en cuenta que mientras estás ahí sentado tranquilamen-
te leyendo este libro, sin mover un solo dedo, tu cuerpo está sufriendo
un montón de cambios. ¿Sabías que el páncreas y las glándulas adrena-
les ya han comenzado a secretar nuevas hormonas en respuesta a tu
último pensamiento? Como azotadas por una súbita tormenta, distin-
tas zonas de tu cerebro acaban de sufrir una sobrecarga de corriente
eléctrica que les ha hecho liberar una multitud de neurotransmisores
químicos, demasiados para enumerarlos. Tu bazo y tu timo han envia-
do un enorme correo electrónico a tu sistema inmunológico para que
realice unas cuantas modificaciones. Han comenzado a secretarse dis-
tintos jugos gástricos. Tu hígado ha empezado a procesar enzimas que
no estaban presentes hace unos momentos. Tu ritmo cardíaco ha cam-
biado, tus pulmones han alterado su capacidad, y se ha modificado el
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flujo sanguíneo que llega a los capilares de tus manos y de tus pies.
Y todo debido a un único pensamiento. Así de poderoso eres.
Pero ¿cómo has llevado a cabo todas estas acciones? Podemos com-
prender de un modo racional que el cerebro se encargue de regular
muchas y diversas funciones en el resto del cuerpo, pero ¿en qué medi-
da somos responsables del trabajo que realiza nuestro cerebro como
director ejecutivo del cuerpo? Tanto si nos gusta como si no, una vez
que el cerebro idea un pensamiento, el resto es historia. Todas las reac-
ciones corporales que se producen a causa de nuestros pensamientos,
tanto conscientes como inconscientes, tienen lugar entre bastidores.
Cuando te pones a pensarlo, resulta sorprendente descubrir lo influ-
yentes y extensos que pueden llegar a ser un par de pensamientos
conscientes o inconscientes.
Por ejemplo, ¿es posible que los pensamientos en apariencia incons-
cientes que atraviesan nuestra mente a diario y de forma repetida
hayan creado una cascada de reacciones químicas que dé como resulta-
do no sólo lo que pensamos, sino también lo que sentimos? ¿Podemos
admitir que los efectos a largo plazo de nuestra línea de pensamiento
habitual pueda ser la causa del estado de desequilibrio corporal al que
llamamos enfermedad? ¿Es posible que, poco a poco, estemos entre-
nando a nuestro cuerpo para la enfermedad mediante reacciones y pen-
samientos reiterativos? ¿Qué ocurriría si el mero hecho de pensar alte-
rara la composición química de nuestro organismo tan a menudo que,
a la postre, el sistema de autorregulación de nuestro cuerpo considera-
ra el estado anormal como el normal y regular? Es un proceso de lo más
sutil, pero quizá jamás le hayamos prestado tanta atención como en
estos momentos. Mi deseo es que este libro te ofrezca algunas sugeren-
cias que te permitan controlar el universo de tu interior.
Ya que estamos con el tema de la atención, ahora quiero que prestes
atención, que tomes conciencia, y que escuches lo que te rodea. ¿Oyes el
zumbido de la nevera? ¿El ruido de un coche que pasa cerca de tu casa?
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¿El ladrido distante de un perro? ¿Escuchas el latido de tu corazón? El


mero hecho de prestar atención en estos momentos produce una subida
de voltaje en el flujo eléctrico de los millones de células que se encuentran
en el interior de tu cabeza. Mediante la elección de modificar tu estado de
conciencia, has cambiado tu cerebro. No sólo has conseguido que tu cere-
bro funcione de forma distinta a como lo estaba haciendo momentos
antes, sino que también has cambiado la forma en que funcionará instan-
tes después, y muy posiblemente durante el resto de tu vida.
El hecho de volver a concentrar tu atención en estas páginas ha alte-
rado el flujo sanguíneo que reciben las distintas partes de tu cerebro.
También has desencadenado una cascada de impulsos que reencauzan
y modifican las corrientes eléctricas que reciben las distintas zonas del
cerebro. A nivel microscópico, una multitud de distintas células ner-
viosas se han agrupado químicamente para «darse la mano» y comu-
nicarse, a fin de establecer relaciones más fuertes entre sí a largo plazo.
A causa de tu cambio de atención, la titilante red tridimensional del
intrincado tejido neurológico que compone tu cerebro ha creado una
nueva serie de combinaciones y secuencias. Y todo eso lo has hecho tú
por voluntad propia, cambiando tu foco de atención. Puede decirse
que has cambiado tu mente, literalmente.
Como seres humanos, tenemos la capacidad innata de concentrar
nuestra atención en cualquier cosa. Como pronto descubriremos, es el
cómo y el dónde concentramos nuestra atención lo que nos define a
un nivel neurológico. Si nuestra percepción es tan variable, ¿por qué
nos resulta tan difícil concentrar nuestra atención en pensamientos
que podrían llegar a servirnos de algo? Es posible que en este mismo
instante, mientras sigues concentrado en leer esta página, hayas olvi-
dado el dolor de espalda, el altercado que has tenido hoy con el jefe o
incluso de qué sexo eres. Es el dónde concentramos nuestra atención,
en qué la concentramos, lo que traza el verdadero rumbo de nuestro
estado.
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Por ejemplo, podemos acordarnos de repente de un suceso amargo


de nuestro pasado grabado a fuego en el rincón más recóndito de
nuestra materia gris y, como por arte de magia, hacer que cobre vida.
También podemos concentrarnos en preocupaciones y angustias futu-
ras, que en realidad no existen hasta que nuestra mente las conjura.
Pero para nosotros son reales. Nuestra atención le da vida a todo y
convierte en reales ciertas cosas que previamente nos habían pasado
desapercibidas o que ni siquiera existen.
Lo creas o no, de acuerdo con la neurología, el hecho de centrar
nuestra atención en un dolor corporal hace que ese dolor exista, ya que
los circuitos cerebrales que perciben el dolor se activan eléctricamente.
Si concentramos toda nuestra atención en otra cosa que no sea el dolor,
los circuitos que procesan el dolor y las sensaciones corporales pueden
interrumpirse de inmediato, y la molestia desaparece. Sin embargo,
cuando nos damos cuenta de que el dolor se ha desvanecido, los cir-
cuitos cerebrales correspondientes se activan de nuevo, lo que ocasio-
na que el malestar regrese. Si esos circuitos se activan de manera repe-
tida, las conexiones existentes entre ellos pueden llegar a hacerse más
fuertes. Por esta razón, el hecho de prestar atención al dolor de mane-
ra cotidiana nos hace más proclives a desarrollar una percepción neu-
rológica del dolor más aguda, ya que los circuitos cerebrales implica-
dos se hacen más robustos. Ése es el efecto que puede tener sobre ti tu
propia atención. Y ésa puede ser la explicación de por qué el dolor, e
incluso los recuerdos de nuestro pasado lejano, llegan a caracterizar-
nos. Aquello en lo que pensamos y en lo que concentramos nuestra
atención con más frecuencia es lo que nos define a nivel neurológico.
La neurociencia ha descubierto que podemos moldear y dar forma a
nuestro entramado neurológico con el mero hecho de concentrar nues-
tra atención de manera cotidiana en algo determinado.
Todo aquello que nos constituye, aquello que compone el «tú» y el
«yo» (nuestros pensamientos, nuestros sueños, nuestros recuerdos,
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nuestras esperanzas, nuestros sentimientos, nuestras fantasías secre-


tas, nuestros miedos, nuestras habilidades, nuestras costumbres, nues-
tros dolores y nuestras alegrías) está grabado en los cien mil millones
de células que conforman nuestro cerebro. Con lo que has leído de este
libro hasta ahora, ya has cambiado tu cerebro de forma permanente.
Cuando aprendes nueva información, por insignificante que sea, las
pequeñas células cerebrales establecen nuevas conexiones entre ellas
que cambian lo que eres. Las imágenes que estas palabras han creado
en tu cerebro han dejado una huella en los vastos e interminables cam-
pos neurológicos que te identifican como «tú». Y esto se debe a que el
«yo», como un ser consciente, vive inmerso en la red de interconexio-
nes eléctricas que forman el tejido cerebral. La organización específica
de tus células nerviosas, el entramado neurológico de conexiones que
está basado en lo que aprendes, en lo que recuerdas, en lo que experi-
mentas y en la visión que tienes de ti mismo, de lo que haces y de lo
que piensas, es lo que te define como individuo.
No eres más que un proyecto en curso. La organización de las neu-
ronas cerebrales que te hace ser como eres sufre cambios constantes.
Olvida la idea de que el cerebro es un órgano estático, rígido e inmu-
table. Las células cerebrales se reajustan y se reorganizan constante-
mente en función de nuestros pensamientos y nuestras experiencias. A
nivel neurológico, cambiamos una y otra vez ante el más minúsculo de
los estímulos. En lugar de imaginarte las neuronas como células sóli-
das e inflexibles, como diminutas ramas que se unen en tu cerebro para
conformar tu materia gris, te invito a que las veas como patrones en
movimiento de delicadas fibras eléctricas que se agitan en una red ani-
mada, conectándose y desconectándose sin cesar. Eso se acerca mucho
más a lo que eres en realidad.
El hecho de que puedas leer y comprender las palabras escritas en
esta página se debe a las muchas interacciones que has sufrido a lo
largo de tu vida. A la gente que te ha enseñado, que te ha instruido, y
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que, en esencia, ha cambiado la distribución microscópica de tu cere-


bro. Si aceptas la idea de que tu cerebro sigue cambiando mientras lees
estas páginas, no tendrás problemas para comprender que tus padres,
profesores, vecinos, amigos, familiares y la cultura en la que vives han
contribuido en la formación de la persona que eres ahora. Son nuestros
sentidos, a través de nuestras diversas experiencias, los que escriben la
historia de quiénes somos en el pergamino de nuestra mente. Nuestra
responsabilidad consiste en ser un buen director de esta extraordinaria
orquesta cerebral; y, tal y como acabamos de ver, tenemos la capacidad
necesaria para dirigir los asuntos de nuestra actividad mental.
Ahora vamos a cambiar nuestro cerebro un poquito más. Quiero
enseñarte una nueva habilidad. Las instrucciones son las siguientes.
Mira tu mano derecha. Tócate el dedo meñique con el pulgar y des-
pués el dedo índice. A continuación, lleva el pulgar hasta el dedo anu-
lar y después hasta el dedo corazón. Repite el proceso hasta que pue-
das realizarlo de manera automática. Ahora, hazlo más deprisa y con-
sigue mover los dedos con rapidez sin equivocarte. Tras pasar unos
minutos concentrado en la tarea, deberías ser capaz de dominar los
movimientos sin problemas.
Para aprender bien los movimientos de los dedos, has tenido que
abandonar el estado de reposo que mantenías mientras leías para ascen-
der hasta un nivel superior de percepción consciente. De forma volunta-
ria, has activado un poco tu cerebro; has aumentado tu nivel de concien-
cia por propia voluntad. Para conseguir memorizar esta habilidad, tam-
bién has incrementado el nivel de energía de tu cerebro. Has girado el
botón de esa bombilla que siempre luce débilmente en tu cerebro y has
hecho que brille con más intensidad. Te has motivado, y el hecho de
haber elegido hacerlo ha logrado que tu cerebro se ponga en marcha.
Aprender y llevar a cabo esta actividad ha requerido que amplíes tu
nivel de conciencia. Al aumentar el flujo sanguíneo y la actividad eléc-
trica en distintas áreas de tu cerebro, eras más consciente de lo que
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estabas haciendo. Has evitado que tu cerebro se concentrara en ningún


otro pensamiento para poder aprender una nueva serie de movimien-
tos, y ese proceso requiere energía. Has cambiado la estructura de
millones de células cerebrales, que han adoptado nuevos y diversos
patrones. Ese acto deliberado precisaba voluntad, concentración y
atención. El resultado final es que has cambiado a nivel neurológico
una vez más, y no sólo por pensar en algo, sino también por realizar
un nuevo movimiento o aprender una nueva habilidad.
Quiero que dentro de un momento cierres los ojos. En esta ocasión,
en lugar de realizar físicamente el ejercicio de los dedos, quiero que lo
practiques en tu mente. Es decir, quiero que recuerdes lo que has
hecho hace unos momentos y que muevas mentalmente cada dedo tal
y como te lo pedí antes: pulgar hasta el meñique, pulgar hasta el índi-
ce, pulgar con anular y pulgar con corazón. Practica los movimientos
en tu cabeza sin realizarlos a nivel físico. Repítelos unas cuantas veces
y después abre los ojos.
¿Has notado que mientras practicabas los movimientos en tu mente,
tu cerebro parecía imaginar la secuencia completa como si los hicieras
de verdad? De hecho, si has concentrado toda tu atención en lo que
ensayabas en tu mente y has visualizado los movimientos de los
dedos, has logrado estimular la misma parte de tu cerebro que se acti-
vó cuando los realizaste en realidad. En otras palabras, tu cerebro no
reconoce diferencia alguna entre realizar el movimiento o recordar
cómo se realizan. El repaso mental es un poderoso medio para fortale-
cer y moldear nuevos circuitos en tu cerebro.
Estudios neurológicos recientes demuestran que podemos cambiar
nuestro cerebro con el mero hecho de pensar. Así que hazte la siguien-
te pregunta: ¿qué es lo que repasas, meditas y realizas con más frecuen-
cia? Todos los pensamientos y actividades, tanto conscientes como
inconscientes, afirman y reafirman tu «yo» neurológico. No debes olvi-
dar que aquello en lo que piensas con más frecuencia determina lo que
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28 DESARROLLA TU CEREBRO

eres y en lo que te convertirás. Mi esperanza es que este libro te ayude


a comprender por qué eres como eres, cómo has llegado a ser así y qué
necesitas para cambiar tu forma de ser a través de pensamientos y
actos conscientes.
Puede que a estas alturas te preguntes: ¿qué es lo que nos permite
modificar de manera voluntaria el funcionamiento del cerebro?
¿Dónde se localiza exactamente el «yo»? ¿Qué es lo que nos permite
activar o desactivar los distintos circuitos cerebrales encargados de
nuestro grado de atención? El «yo» al que me refiero reside en una
parte del cerebro denominada lóbulo frontal, y sin esta parte, tú ya no
seguirías siendo «tú». El lóbulo frontal es la región cerebral que más
tarde apareció en el desarrollo evolutivo y se encuentra justo detrás de
la frente, sobre los ojos. Retienes la imagen de ti mismo en el lóbulo
frontal, y lo que hay en ese lugar especial es lo que determina el modo
en que te relacionas con el mundo y la forma en que percibes la reali-
dad. Este lóbulo controla y regula otras partes más antiguas del cere-
bro. Dirige tu futuro, controla tu comportamiento, sueña nuevas posi-
bilidades y te conduce a través de la vida. Es el asiento de tu concien-
cia. El lóbulo frontal es el regalo que te ha hecho la evolución, la región
cerebral que más se adapta a los cambios y la que te permite desarro-
llar tus actos y pensamientos. Mi mayor deseo es que este libro te
ayude a utilizar esta nueva parte de la anatomía cerebral para dar una
nueva forma a tu cerebro y a tu destino.

Evolución, cambio y neuroplasticidad

Los humanos tenemos una extraordinaria capacidad para cambiar.


Gracias al lóbulo frontal, podemos ir más allá de los comportamientos
preprogramados genéticamente en el cerebro, es decir, a la historia del
pasado de nuestra especie. Puesto que nuestro lóbulo frontal está más
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desarrollado que el de cualquier otra especie sobre la tierra, poseemos


una tremenda adaptabilidad, que trae consigo la toma de decisiones, el
planteamiento de objetivos y la plena conciencia. Disponemos de una
pequeña pieza de biotecnología avanzada que nos permite aprender de
nuestros errores e imperfecciones, recordarlos y modificar nuestro com-
portamiento para lograr desenvolvernos en la vida con mayor facilidad.
Es cierto que gran parte del comportamiento humano viene deter-
minado genéticamente. Todas las formas de vida están predetermina-
das a ser lo que expresan sus genes, y debemos admitir que una buena
parte de nuestra esencia como seres humanos viene definida por la
genética. Sin embargo, no estamos condenados a vivir nuestra existen-
cia sin contribuir, de alguna manera, al desarrollo de las futuras gene-
raciones. Podemos contribuir a la evolución de nuestra especie, ya que,
a diferencia de otras, en teoría disponemos de los medios necesarios
para perfeccionar nuestros actos a lo largo de una sola generación. Los
nuevos comportamientos traerán consigo nuevas experiencias que
pueden ser codificadas en nuestros genes, tanto para el momento pre-
sente como para la posteridad. Esto nos lleva a considerar una cosa:
¿cuántas nuevas experiencias hemos tenido últimamente?
La biología molecular ya ha comenzado a investigar sobre el hecho
de que, con las señales apropiadas, nuestros genes pueden modificar-
se con tanta facilidad como nuestras células nerviosas. La cuestión es
la siguiente: ¿podemos proporcionarles el estímulo adecuado, ya sea
químico o neurológico, a las células de nuestro cuerpo para lograr
acceso a esa gigantesca biblioteca de información genética desaprove-
chada y latente? En otras palabras, ¿podemos, mediante el control de
nuestros actos y pensamientos, producir de manera voluntaria el néc-
tar químico adecuado para transformar el constante estado de estrés de
nuestro cuerpo y de nuestro cerebro en un estado de cambio y regene-
ración? ¿Podemos escapar de los límites de nuestra biología y convertir-
nos en seres humanos más evolucionados? Mi intención es demostrarte
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30 DESARROLLA TU CEREBRO

que, tanto en la teoría como en la práctica, existe una auténtica biolo-


gía del cambio que consiste en alterar tu mente.
¿Podemos desterrar la antigua hipótesis que establece que son nues-
tros genes los que generan la enfermedad? ¿Podemos especular más
allá de la teoría más reciente, que mantiene que es el entorno lo que acti-
va los genes que provocan la enfermedad? ¿Es posible que controlando
nuestro medio interno, sea cual sea el externo, podamos conservar o
alterar nuestros genes? En el caso de dos empleados de una fábrica que
han trabajado codo con codo durante veinte años, expuestos a los mis-
mos agentes químicos carcinógenos, ¿por qué uno padece cáncer y el
otro no? Está claro que debe existir un elemento interno que influye en
esta situación, uno que anula la continua exposición ambiental a esas
sustancias químicas perjudiciales que alteran genéticamente los tejidos.
El número de investigaciones centradas en los efectos del estrés en
nuestro cuerpo es cada vez mayor. Vivir en un estrés continuo es vivir
en un primitivo estado de supervivencia común a la mayoría de las espe-
cies. Cuando vivimos de esa manera limitamos nuestra evolución, ya que
las sustancias químicas del estrés obligan a nuestro enorme cerebro a
ponerse a la altura de sus sustratos químicos. De hecho, perdemos gran
parte de lo que nos diferencia de los animales. Las sustancias químicas
liberadas en el estrés son las responsables de la alteración química del
medio interno y del deterioro celular. En este libro, examinaremos esos
efectos corporales. No es el exceso de estrés agudo, sino el estrés crónico
lo que debilita nuestro cuerpo. Mi objetivo es que conozcas los efectos del
estrés en el cuerpo y crear un nuevo nivel de autoconciencia que te lleve
a preguntarte si hay algo o alguien que de verdad merezca algo así.
Muchas veces tenemos la sensación de que es imposible librarse de
ese estado interno de alteración emocional. Nuestra dependencia de esos
estados nos lleva a experimentar confusión, infelicidad, agresividad e
incluso depresión, por nombrar unos cuantos. ¿Por qué nos aferramos
a relaciones y a trabajos que no nos benefician? ¿Por qué nos resulta
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JOE DISPENZA 31

tan difícil cambiar nuestra manera de ser y nuestras condiciones de


vida? Hay algo en nuestro interior que nos lleva a actuar de esta mane-
ra. ¿Cómo logramos soportarlo día tras día? Si son las condiciones de
nuestro trabajo lo que nos desagrada tanto, ¿por qué no buscamos
otro? Si es algo de nuestra vida personal lo que nos causa sufrimiento,
¿por qué no la cambiamos?
Para nosotros existe una respuesta evidente. Decidimos permanecer
en la misma situación porque nos hemos vuelto adictos al estado emo-
cional que generan y a las sustancias químicas que provocan dicho esta-
do. Por supuesto, sé por experiencia propia que a la mayoría de las per-
sonas les resulta difícil llevar a cabo cambios de este tipo. Muchos de
nosotros permanecemos en situaciones que nos hacen infelices creyen-
do que no nos queda más remedio que sufrir. También sé que muchos
elegimos permanecer en situaciones que producen esa clase de proble-
mas mentales que luego nos acosan durante toda la vida. Una cosa es
cómo elegimos vivir y otra muy distinta por qué lo elegimos.
Decidimos mantenernos apegados a una mentalidad y a una actitud
determinadas, en parte, a causa de nuestra genética, y en parte porque
una región de nuestro cerebro (una región estructurada por pensamien-
tos y actos repetidos) limita nuestra percepción de lo que es posible y lo
que no lo es. Al igual que un rehén a bordo de un vuelo secuestrado,
nos sentimos atrapados en el asiento y conducidos a un destino que no
hemos elegido; y no logramos ver el resto de posibilidades disponibles.
Recuerdo que cuando era niño, mi madre solía decir que una de sus
amigas era de ese tipo de personas que no es feliz a menos que sea infeliz.
No ha sido hasta estos últimos años, después de estudiar de manera inten-
siva el cerebro y el comportamiento, cuando he llegado a comprender de
verdad, a un nivel bioquímico, neurológico y fundamental, lo que ella
quería decir. Y ésa es una de las razones por la que he escrito este libro.
Puede que el título Desarrolla tu cerebro haya apelado a tu creencia
en el potencial humano, y es probable que estés interesado en mejorar
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32 DESARROLLA TU CEREBRO

tus posibilidades. Otra razón por la que puedes haber elegido este
libro es que, en mayor o menor grado, no estás contento con las cir-
cunstancias de tu vida y quieras cambiar. «Cambiar» es una palabra
poderosa y perfectamente viable, si eso es lo que eliges.
En lo que respecta a la evolución, el cambio es el único elemento
universal o constante en todas las especies de la tierra. En esencia,
evolucionar es cambiar para adaptarse al entorno. Como seres huma-
nos, nuestro entorno es todo aquello que conforma nuestras vidas. Es
el conjunto de circunstancias complejas que atañen a nuestros seres
queridos, a nuestro estatus social, al lugar donde vivimos, al trabajo,
a la relación con nuestros padres e hijos e incluso a la época en la
que vivimos. Pero, como pronto descubriremos, cambiar es superar al
entorno.
Cuando cambiamos algo en nuestra vida, tenemos que lograr que ésta
sea diferente de cómo lo habría sido de haber seguido con lo mismo.
Cambiar es convertirse en alguien diferente, y eso significa que dejamos
de ser la persona que solíamos ser. Hemos modificado nuestra forma de
pensar, lo que hacemos, lo que decimos, cómo actuamos y lo que somos.
Un cambio a nivel personal precisa de un acto voluntario y, por lo gene-
ral, eso significa que algo nos hacía sentirnos lo bastante incómodos como
para querer hacer las cosas de manera distinta. Evolucionar es superar las
condiciones de nuestra vida cambiando algo de nosotros mismos.
Podemos cambiar (y por tanto, evolucionar) nuestro cerebro a fin de
no volver caer en esas reacciones repetitivas, habituales y poco saluda-
bles que se producen como resultado de nuestra herencia genética y
nuestras experiencias pasadas. Es probable que hayas cogido este libro
porque te atrae la posibilidad de romper con la rutina. Tal vez quieras
aprender a utilizar la neuroplasticidad natural del cerebro (la habili-
dad de reestructurarse y crear nuevos circuitos neurales a cualquier
edad) para realizar cambios sustanciales en tu calidad de vida. Este
libro pretende ayudarte a desarrollar tu cerebro.
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La neuroplasticidad es la capacidad de cambiar nuestra mente, a


nosotros mismos o la percepción del mundo que nos rodea… es decir,
la capacidad de cambiar nuestra realidad. A fin de llevar a cabo esta
tarea, debemos alterar el automatismo que gobierna nuestro cerebro.
Pon a prueba este sencillo ejemplo de la neuroplasticidad cerebral.
Observa la Figura 1.1. ¿Qué ves?

Figura 1.1.

Lo primero que se le viene a la cabeza a la mayoría de la gente es un


pato o un ganso. Es bastante sencillo, ¿verdad?
En este ejemplo, la forma familiar del dibujo que tienes delante
causa que tu cerebro relacione el diseño de los trazos con algún tipo de
ave. Justo por encima de tus orejas, los lóbulos temporales (el centro
cerebral que interpreta y reconoce los objetos) rastrean los recuerdos.
El dibujo activa unos cuantos centenares de millones de circuitos cere-
brales, los cuales desencadenan una secuencia única y activan partes
específicas de tu cerebro que te «recuerdan» a un pato o a un ganso. El
recuerdo grabado en tus neuronas sobre el aspecto de un pato o un
ganso encaja con la figura que tienes delante, de manera que eres capaz
de recordar la palabra «ganso» o «pato». Así es como interpretamos
siempre la realidad. Es un modelo sensorial de reconocimiento.
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34 DESARROLLA TU CEREBRO

Ahora utilicemos nuestra neuroplasticidad por un momento. ¿Qué


ocurriría si te pido que dejes de ver un pájaro y que veas un conejo? Para
realizar esta tarea, tu lóbulo frontal debe obligar a tu cerebro a «desacti-
var» los circuitos relacionados con las aves y a reorganizar el sistema para
imaginar a un conejo y dejar de ver a una criatura alada con un extraor-
dinario afecto por el agua. La neuroplasticidad nos permite cambiar otor-
gándonos la capacidad de conseguir que el cerebro renuncie a su estruc-
turación interna habitual y diseñe nuevos patrones y combinaciones.
Al igual que en el ejemplo de la Figura 1.1, el hecho de romper los
hábitos de pensamiento, actuación, sentimientos, percepción o compor-
tamiento, es lo que nos permite ver el mundo (y a nosotros mismos) de
una manera diferente. Y la mejor parte de este experimento de plastici-
dad es que tu cerebro cambia de forma permanente; activa un nuevo
patrón de circuitos a nivel neurológico y eso hace que funcione de
manera distinta. Has cambiado tu mente alterando el patrón típico cere-
bral y fortaleciendo las nuevas secuencias de conexiones celulares, y de
esta manera tú has cambiado también. Para nuestros propósitos, las
palabras «cambio», «neuroplasticidad» y «evolución» tienen significa-
dos similares. El propósito de este libro es que veas que tanto el cambio
como la evolución están relacionados con romper el hábito de ser «tú».
Los descubrimientos que he realizado en más de veinte años de estu-
dio sobre el cerebro y sus efectos sobre el comportamiento han consegui-
do que albergue una enorme esperanza sobre los seres humanos y nues-
tra capacidad para cambiar. Esto va en contra de la corriente imperante
desde hace mucho tiempo. Hasta hace poco, la literatura científica nos
inducía a creer que estamos condenados por la genética, que estamos
trabados por el condicionamiento, y que debemos aceptar que el viejo
dicho sobre perros viejos y trucos nuevos tiene validez científica.
Eso es a lo que me refiero. En el proceso evolutivo, la mayoría de las
especies que se ven sometidas a duras condiciones medioambientales
(depredadores, clima y temperatura, disponibilidad de alimentos, la
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JOE DISPENZA 35

ley social del más fuerte, oportunidad de procrear, etcétera) consiguen


adaptarse a lo largo de millones de años superando los cambios y los
desafíos del medio externo en el que se desenvuelven. Tanto si desa-
rrollan un sistema de camuflaje como patas más rápidas para dejar
atrás a los depredadores carnívoros, los cambios en el comportamien-
to se reflejan en la biología genética y física a lo largo de la evolución.
Nuestra historia evolutiva está codificada en nuestro interior desde el
momento del nacimiento.
Así pues, la exposición a condiciones diversas y cambiantes origina
sin lugar a dudas criaturas más adaptables, capaces de aclimatarse al
entorno; el hecho de sufrir un cambio a nivel congénito les asegura la
continuidad como especie. A lo largo de muchas generaciones de prue-
bas y fracasos, la exposición reiterada a condiciones difíciles ocasiona
que estos organismos biológicos que no se han extinguido se adapten
lentamente y, a la postre, cambien su código genético. Éste es el lento
proceso de evolución lineal inherente a todas las especies. El entorno
cambia; el comportamiento se adapta a las nuevas circunstancias; los
cambios efectuados se codifican en los genes y la evolución conserva
esos genes por el bien del futuro de la especie. La descendencia de esos
organismos estará más preparada para soportar los cambios en su
mundo. Como resultado de miles de años de evolución, la expresión
física de un organismo es equivalente o superior a las condiciones del
medio. La evolución almacena los recuerdos permanentes de inconta-
bles generaciones. Los genes codifican la sabiduría de una especie
manteniendo un registro de sus cambios.
La recompensa de dichos esfuerzos consistirá en la creación de patro-
nes de comportamiento congénitos tales como los instintos, las habilida-
des naturales, las costumbres, los impulsos innatos, las conductas ritua-
les, el temperamento y un sentido de la percepción muy agudizado.
Tendemos a creer que la herencia genética que recibimos activa un pro-
grama automático que nos obliga a vivir de una cierta manera. Una vez
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36 DESARROLLA TU CEREBRO

que nuestros genes se activan, ya sea porque le ha llegado la hora a algún


programa genético o a causa del condicionamiento del medio (herencia
versus medio), no nos queda otro remedio que comportarnos de una ma-
nera determinada. Es cierto que nuestra herencia genética tiene una
poderosa influencia sobre quiénes somos, y que actúa como una mano
invisible que nos conduce hacia hábitos predecibles y predisposiciones
innatas. Por lo tanto, para superar los desafíos del medio no sólo debemos
demostrar una voluntad más fuerte que nuestras circunstancias; también
debemos romper con las viejas costumbres y eliminar la información codi-
ficada de experiencias pasadas que podría estar anticuada y que ya no se
puede aplicar a nuestras condiciones actuales. Evolucionar, pues, es rom-
per con los hábitos genéticos y utilizar lo que hemos aprendido como
especie como un punto de partida desde el que seguir avanzando.
Cambiar y evolucionar no son procesos agradables para ninguna
especie. Vencer nuestras inclinaciones innatas, alterar nuestros programas
genéticos y adaptarnos a las nuevas condiciones ambientales requiere
voluntad y determinación. Afrontémoslo, el cambio es un inconvenien-
te para cualquier criatura, a menos que se considere una necesidad.
Renunciar a lo antiguo y aceptar lo nuevo conlleva un gran riesgo.
El cerebro está estructurado, tanto macroscópica como microscópi-
camente, para captar y ensamblar la nueva información antes de alma-
cenarla como algo conocido. Cuando dejamos de aprender cosas nuevas
o de cambiar antiguas costumbres, nos quedamos tan sólo con una
vida de rutina. Sin embargo, el cerebro no está diseñado para dejar de
aprender sin más. Cuando cesamos de actualizar el cerebro con nueva
información, éste comienza a estructurarse de un modo predetermina-
do e inamovible, a llenarse de programas automáticos de comporta-
miento que ya no conducen a la evolución.
La adaptabilidad es la capacidad de cambiar. Somos muy inteligen-
tes y capaces. En cualquier momento de nuestra vida podemos apren-
der nuevas cosas, romper viejos hábitos, cambiar nuestras creencias y
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percepciones, superar circunstancias difíciles, perfeccionar destrezas y,


de manera misteriosa, convertirnos en seres diferentes. Y es nuestro
enorme cerebro lo que nos permite avanzar a ese ritmo agigantado.
Como seres humanos, nos parece que el cambio no es más que una
cuestión de elección. Si la evolución es nuestra contribución al futuro,
entonces el libre albedrío es la forma en la que iniciamos el proceso.
La evolución, no obstante, debe comenzar con el cambio del propio
individuo. Para considerar la idea de comenzar contigo mismo, piensa
en la primera criatura (por ejemplo, un miembro de una comunidad
con una conciencia de grupo estructurada) que decidió no seguir el
comportamiento habitual de su grupo. De alguna manera, esa criatura
debió de intuir que actuar de forma diferente y romper con el compor-
tamiento normal de la especie podría asegurar su propia superviven-
cia y, posiblemente, el futuro de su raza. ¿Quién sabe?, tal vez especies
nuevas aparecieran de este modo. Dejar atrás lo que las convenciones
sociales consideran normal y crear una mente nueva requiere compor-
tarse como un individuo, en cualquier especie. Aferrarse con firmeza a
lo que uno cree mejor y abandonar la antigua manera de ser también
podría servirle de algo a las futuras generaciones; la historia recuerda
a los individuos que se comportan con semejante valentía. La verdade-
ra evolución, pues, consiste en utilizar los conocimientos genéticos de
pasadas experiencias como materia prima para nuevos desafíos.
Lo que ofrece este libro es una alternativa de base científica a esa
idea que nos dice que nuestro cerebro es un órgano inmutable… que
poseemos o, mejor dicho, que estamos poseídos por una especie de
neurorigidez que se refleja en la clase de conductas habituales e infle-
xibles que tan a menudo podemos contemplar. Lo cierto es que somos
un portento de flexibilidad, de adaptabilidad y de neuroplasticidad, lo
que nos permite reformular y rediseñar nuestras conexiones neurales
y generar el tipo de comportamiento que deseemos. Por increíble que
parezca, poseemos el poder necesario para cambiar nuestro cerebro,
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38 DESARROLLA TU CEREBRO

nuestro comportamiento, nuestra personalidad y, a fin de cuentas, nues-


tra realidad. Sé que esto es cierto porque lo he visto con mis propios
ojos y he leído acerca de individuos que se han alzado por encima de
sus circunstancias, le han plantado cara a los ataques de la realidad tal
y como la concebían y han realizado cambios muy importantes.
Por ejemplo, el movimiento a favor de los Derechos del Ciudadano no
habría conseguido unos efectos tan duraderos si un individuo como el
doctor Martin Luther King Jr. no hubiera creído en la posibilidad de otra
realidad, a pesar de todas las evidencias que lo rodeaban (la ley de Jim
Crow, alojamientos separados pero semejantes, el ataque de perros agre-
sivos y poderosas mangueras contra incendios). Aunque el doctor King lo
calificó en su famoso discurso como un «sueño», lo que en realidad esta-
ba auspiciando (y viviendo) era un mundo mejor en el que todas las per-
sonas disfrutaban de las mismas oportunidades. ¿Cómo logró hacer eso?
Decidió albergar una nueva idea en su mente sobre su propia libertad y la
de la nación, y esa idea era más importante para él que las condiciones del
entorno en el que vivía. Se aferró a esa visión de manera inquebrantable.
El doctor King no estaba dispuesto a cambiar sus ideas, sus actos, su com-
portamiento, su discurso ni el mensaje que quería transmitir por nada del
mundo. Nunca cambió su imagen interior de ese nuevo entorno, ni siquie-
ra si eso significaba un ultraje para su propio cuerpo. Fue el poder de su
visión lo que convenció a millones de personas de la justicia de su causa.
El mundo cambió gracias a él. Y no es el único.
Muchos otros han cambiado la historia con proezas similares. Y millo-
nes más han alterado sus destinos personales de una forma semejante.
Todos podemos crearnos una nueva vida y compartirla con los demás.
Tal y como hemos aprendido, tenemos esa clase de equipo en nuestro
cerebro que nos permite unos privilegios únicos. Podemos mantener un
ideal o un sueño en nuestra mente durante extensos períodos de tiem-
po, a pesar de las circunstancias del medio externo. También tenemos la
capacidad de reestructurar nuestro cerebro, ya que somos capaces de
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convertir una idea en algo más real para nosotros que cualquier otra
cosa del universo. Éste es el objetivo del libro, al fin y al cabo.

Una historia de transformación personal

Quiero hablaros un poco sobre una experiencia que tuve hace vein-
te años y que me inspiró para investigar el poder del cerebro para cam-
biarnos la vida. En 1986, cuando tenía veintitrés años y no hacía aún ni
seis meses que había abierto mi propia consulta quiropráctica en el sur
de California, ya tenía un montón de pacientes cada semana. Mi con-
sulta estaba en La Jolla, un hervidero de luchadores aficionados y de
atletas de primera categoría que se entrenaban denodadamente y cui-
daban sus cuerpos con el mismo fervor. Me especialicé en su trata-
miento. Cuando todavía asistía a la facultad de quiropráctica, ya había
estudiado medicina deportiva de forma extensa en seminarios de edu-
cación continua. Una vez que me gradué, encontré un hueco y lo llené.
Tuve éxito porque tenía mucho en común con esos pacientes.
También yo tenía un objetivo, y estaba concentrado en él. Al igual que
ellos, sentía que podía enfrentarme a cualquier desafío y salir victorio-
so. Había conseguido graduarme con notas excelentes un año y medio
antes del calendario previsto. En esos momentos vivía bien, con una
oficina junto a la playa del boulevard de La Jolla y un BMW. Ya sabes,
la típica imagen californiana.
Mi vida consistía en trabajar, correr, nadar, salir con la bicicleta,
comer y dormir. Las actividades físicas formaban parte del entrena-
miento de triatlón; comer y dormir eran actividades necesarias, pero a
menudo desatendidas. Veía el futuro extendido ante mí como una
mesa de banquete en la que se servía un delicioso plato tras otro.
Durante los tres primeros meses de ese año estuve concentrado en
un solo objetivo: el triatlón de Palm Springs del 12 de abril.
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40 DESARROLLA TU CEREBRO

La carrera no empezó muy bien. Puesto que había más del doble de
participantes de los que se esperaban, los organizadores no pudieron
permitir que todos empezáramos al mismo tiempo y dividieron el
campo en dos grupos. Para el momento en que llegué a la zona de ins-
cripción, ya había un grupo que estaba en el lago con el agua hasta los
tobillos, poniéndose las gafas y los gorros para prepararse para la salida.
Cuando uno de los voluntarios utilizó un rotulador para dibujarme
un número en la pierna, le pregunté a uno de los árbitros de la carrera
cuándo estaba previsto que saliera mi grupo. «Tal vez dentro de veinte
minutos», me respondió. Antes de que tuviera oportunidad de darle las
gracias, el pistoletazo de salida resonó a lo largo y ancho del lago. Él me
miró y se encogió de hombros: «Supongo que empezaréis ahora».
Yo no podía creerlo, pero me recobré al instante, me coloqué el equipo
en la zona de transición y corrí descalzo unos ochocientos metros alrede-
dor del extremo del lago para dirigirme hacia la salida. Aunque iba unos
minutos por detrás del resto de mi grupo, pronto me encontré entre el
grupo principal y la confusa maraña de miembros que se agitaban.
Mientras avanzaba, tuve que recordarme que la carrera era contra el reloj
y que todavía teníamos un largo camino por delante. Alrededor de un
kilómetro y medio después, chapoteaba cerca de la orilla con todos los
músculos tensos y cargados a causa del ejercicio. Mentalmente me sentía
bien y la parte de la carrera que se realizaba en bici (en este caso, unos
cuarenta y dos kilómetros) siempre había sido mi especialidad.
Corrí hacia el área de transición y me puse a toda prisa los pantalones
de ciclista. Segundos después, corría con mi bicicleta hacia la carretera.
En pocos metros, me encontraba sorteando a una multitud de corredores.
Me acomodé sobre el sillín a fin de adoptar una posición lo más aerodi-
námica posible y seguí moviendo las piernas. Mi progreso durante los
primeros dieciséis kilómetros fue rápido y estimulante. Había visto el
mapa del curso de la carrera y sabía que una de las curvas que estaban
por llegar era bastante complicada, ya que tendríamos que mezclarnos
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JOE DISPENZA 41

con el tráfico de vehículos. Divisé al observador de la carrera, apreté los


frenos con pequeños golpes para reducir un poco la velocidad y, después
de ver a uno de los voluntarios que me hacía señales, cambié de veloci-
dad con la esperanza de poder aprovechar el impulso para avanzar.
Me había adentrado poco más de cinco metros en la curva cuando vi
algo relampaguear por el rabillo del ojo. Al momento siguiente, me encon-
traba volando, separado de mi bicicleta por un todoterreno rojo que viaja-
ba a noventa kilómetros por hora. El Bronco se tragó la bicicleta y después
trató de tragarme a mí. Aterricé de culo, reboté y comencé a rodar de
forma descontrolada. Por suerte, la conductora del vehículo se dio cuenta
de que algo andaba mal. Cuando pisó a fondo los frenos y se paró en seco,
yo continué rodando al menos unos siete metros sobre el asfalto. Por sor-
prendente que parezca, todo esto tuvo lugar en unos dos segundos.
Mientras yacía de espaldas escuchando los gritos de la gente y el
zumbido atronador de las bicicletas que pasaban al lado, pude sentir la
sangre cálida que se acumulaba en el interior de mi caja torácica. Sabía
que el dolor agudo que sentía no podía provenir de una lesión de los
tejidos blandos, como una torcedura o una distensión. Tenía algo real-
mente grave. También sabía que algo de mi piel se había quedado
sobre la superficie de la carretera y viceversa. La inteligencia instintiva
de mi cuerpo comenzaba a hacerse cargo de la situación mientras yo
me rendía al dolor. Me quedé tendido sobre los adoquines del suelo,
tratando de respirar de manera regular y de no perder la calma.
Examiné todo mi cuerpo con la mente para asegurarme de que mis
piernas y mis brazos seguían estando presentes y móviles, y así era.
Después de veinte minutos que parecieron cuatro horas, una ambulancia
me llevó al Hospital John F. Kennedy para que me hicieran una evalua-
ción. Lo que más recuerdo del viaje en ambulancia son los vanos intentos
de los tres técnicos por encontrarme las venas para colocarme un gotero
intravenoso. De todas formas, me encontraba en estado de shock. Duran-
te el proceso, la inteligencia corporal trasladaba enormes cantidades de
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42 DESARROLLA TU CEREBRO

sangre hacia los órganos internos y lejos de las extremidades. Con todo,
me daba cuenta de que tenía una importante hemorragia interna, ya que
podía sentir cómo se acumulaba la sangre a lo largo de mi columna. Tenía
muy poca sangre en las extremidades en ese momento, de modo que, en
esencia, me convertí en un alfiletero para los técnicos sanitarios.
En el hospital me hicieron análisis de sangre, de orina, radiografías,
tomografías y toda una variedad de pruebas cuyos resultados tardaron
casi doce horas en aparecer. Después de tres intentos infructuosos de
retirar la grava de mi cuerpo, el personal del hospital se dio por venci-
do. Frustrado, confuso y dolorido, pensé que todo aquello no era más
que una pesadilla.
Al final, el cirujano ortopédico, que era también el director médico
del hospital, me realizó un examen ortopédico y neurológico. No pudo
encontrar daños neurológicos. A continuación, colocó las radiografías
en el visor. Hubo una en particular que me llamó la atención: una vista
lateral torácica en la que se apreciaba una imagen de la columna verte-
bral. Vi las vértebras D8, D9, D10, D11, D12 y L1 comprimidas, fractu-
radas y deformadas. El médico me dio su diagnóstico: «Múltiples frac-
turas por compresión de la columna dorsal con un aplastamiento de la
vértebra D8 de más del 70 por ciento».
Podría haber sido peor, me dije para mis adentros. Podría haberme
seccionado la médula y estar muerto o paralizado. Acto seguido, el
cirujano sacó las láminas de las tomografías, que mostraban muchos
fragmentos óseos en la columna alrededor de la vértebra D8 fracturada.
Yo sabía lo que diría a continuación. De hecho, podríamos haberlo
dicho juntos: «El procedimiento normal en estos casos es una laminec-
tomía torácica completa mediante la cirugía con barras de Harrington».
Yo había visto muchos vídeos de laminectomías en los quirófanos.
Sabía que se trataba de una cirugía radical en la que se retiraba la
parte posterior de las vértebras de sus correspondientes segmentos
vertebrales. El cirujano emplea una gama de hojas de carpintero y
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JOE DISPENZA 43

minisierras circulares para cortar el hueso y dejar una superficie lisa


sobre la que trabajar. A continuación, inserta las barras de Harrington,
unos dispositivos ortopédicos de acero inoxidable. Estas barras se
fijan mediante tornillos y abrazaderas a ambas partes de la columna
vertebral para estabilizar las fracturas graves o curvaturas anormales
resultantes de algún traumatismo. Finalmente, se recogen nuevos
fragmentos óseos mediante el raspado de los huesos de la cadera y se
colocan sobre las barras.
Sin pensar, le pregunté al doctor qué longitud tendrían las barras.
«De veinte a treinta centímetros, desde la base del cuello hasta la base
de la columna», me dijo. Después me explicó que él consideraba que el
procedimiento era bastante seguro. Al despedirse, me dijo que eligiera
un día de los tres siguientes para realizar la intervención. Hice un gesto
con la mano para despedirme y le di las gracias.
No obstante, no me había quedado del todo satisfecho, de modo
que solicité una cita con el mejor neurólogo de la zona. Después de su
evaluación y el estudio de las radiografías, me dijo que había más de
un 50 por ciento de posibilidades de que jamás volviera a caminar si
decidía no operarme. Me explicó que la vértebra D8 estaba aplastada
en forma de cuña, más fina en la parte frontal de la columna y más
ancha en la parte posterior. Si me ponía en pie, me advirtió, la colum-
na no podría soportar el peso de mi torso y se colapsaría. En aparien-
cia, el ángulo anormal de la vértebra D8 podría alterar la capacidad de
resistencia de los segmentos vertebrales. De acuerdo con este especia-
lista, la deformidad generaba un desequilibrio estructural que podría
causar que los fragmentos óseos de la columna se deslizaran hacia la
médula espinal y causaran una parálisis instantánea; una parálisis que
se manifestaría por debajo de la fractura de D8.
Quedaría paralizado de pecho para abajo. El doctor añadió que ja-
más había tenido noticia de un paciente en Estados Unidos que hubie-
ra rechazado dicha intervención. Mencionó algunas alternativas que
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los médicos europeos tenían a su disposición, pero no las conocía bien


y no podía recomendármelas.
La mañana siguiente, a través de la niebla que provoca los anal-
gésicos y los somníferos, me di cuenta de que todavía estaba en el
hospital. Cuando abrí los ojos, vi al doctor Paul Burns, mi antiguo
compañero de habitación en la facultad de quiropráctica, sentado
frente a mí. Paul, que ejercía en Honolulú, se había enterado de lo que
me había ocurrido y había abandonado la consulta para tomar un vuelo
hasta San Diego, había conducido hasta Palm Springs y estaba allí con-
migo antes de que me despertara esa mañana.
Paul y yo decidimos que sería mejor trasladarme en una ambulan-
cia desde Palm Springs hasta el La Jolla’s Scripps Memorial Hospital a
fin de estar más cerca de mi hogar en San Diego. El viaje fue largo y
doloroso. Yacía atado a la camilla mientras los neumáticos de la ambu-
lancia convertían cualquier imperfección de la carretera en un ramala-
zo de dolor localizado en cualquier parte de mi cuerpo. Me sentía
impotente. ¿Cómo iba a poder soportar aquello?
Cuando llegué a mi habitación del hospital, me presentaron de
inmediato al jefe de cirugía ortopédica del sur de California en aque-
llos momentos. Era un hombre de mediana edad y bien parecido, un
hombre de éxito, digno de crédito y sincero. Me dio un apretón de
manos y me dijo que no había tiempo que perder. Me miró a los ojos y
me dijo: «Tiene veinticuatro grados de cifosis, una curvatura anormal
hacia delante. La tomografía demuestra que la médula se ha visto
lesionada y que está en contacto con los fragmentos óseos que se des-
prendieron de los segmentos vertebrales. La masa ósea de cada vérte-
bra tuvo que cambiar de lugar cuando se comprimió, y la forma nor-
mal de cada una de las vértebras se ha transformado en algo parecido
a una piedra derrumbada. Podría quedarse paralizado en cualquier
momento. Mi recomendación es que realicemos de inmediato una inter-
vención quirúrgica para colocar las barras de Harrington. Si esperamos
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JOE DISPENZA 45

más de cuatro días, sería necesaria una intervención radical en la que


abriríamos el cuerpo por delante y abriríamos el pecho y el dorso para
colocar las barras a ambos lados. La tasa de éxito para esta opción se
encuentra alrededor del 50 por ciento».
Entendí por qué debía tomar la decisión en menos de cuatro días. La
inteligencia instintiva de mi cuerpo llevaba corrientes de calcio hacia el
hueso para comenzar el proceso de curación lo antes posible. Si esperá-
bamos más, los cirujanos tendrían que vérselas con la calcificación pro-
pia del proceso de curación natural. El doctor me aseguró que si elegía
realizar la intervención en menos de cuatro días, podría estar caminan-
do en menos de dos meses y de vuelta en la consulta con mis pacientes.
Por alguna razón, no pude apresurarme a firmar para dar mi con-
sentimiento y confiarle irreflexivamente mi futuro.
En aquel momento, me sentí atrapado y muy abrumado. Parecía un
hombre muy seguro de sí mismo, como si no existieran más opciones.
No obstante, le pregunté: «¿Qué ocurriría si decidiera no operarme?».
Él me respondió con mucha calma: «Yo no se lo recomiendo. Pasarán
de tres a seis meses antes de que el cuerpo se recupere lo bastante como
para que pueda caminar. El procedimiento normal sería reposo abso-
luto en decúbito supino durante todo el proceso de recuperación.
Después tendríamos que ponerle un aparato corrector de cuerpo ente-
ro que tendría que llevar de seis meses a un año. Mi opinión profesio-
nal es que, sin la cirugía, en el momento en que trate de levantarse se
quedará paralizado. La inestabilidad de la D8 causará un incremento
de la curvatura hacia delante y seccionará la médula espinal. Si usted
fuera mi hijo, estaría en la mesa de operaciones en estos mismos
momentos».
Me quedé allí tendido en compañía de ocho quiroprácticos, todos
muy amigos míos, y de mi padre, que había volado hasta allí desde la
Costa Este. Nadie dijo una palabra durante un buen rato. Todos espe-
raban a que yo dijera algo. Jamás lo hice.
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46 DESARROLLA TU CEREBRO

Al final, mis amigos sonrieron, me estrecharon el brazo o me dieron


una palmadita en el hombro y salieron respetuosamente de la habita-
ción. Cuando todo el mundo se hubo marchado salvo mi padre, fui
consciente del alivio unánime que sentían mis amigos al saber que no
se encontraban en mi posición. Su silencio había sido demasiado atro-
nador como para que yo lo pasara por alto.
Durante los tres días siguientes me vi atormentado por el peor de
los sufrimientos humanos: la indecisión. Contemplé sin cesar las pla-
cas diagnósticas, volví a hablar con todo el mundo y al final decidí que
una opinión más no me vendría mal.
Al día siguiente, esperé con anticipación hasta que llegó el último
cirujano. De inmediato, el hombre se vio asediado por mis colegas, que
tenían veinticinco preguntas que hacerle cada uno. Desaparecieron
durante cuarenta y cinco minutos para consultar al doctor y regresa-
ron con las radiografías. Este último médico me dijo básicamente lo
mismo que los anteriores, pero me ofreció un procedimiento quirúrgico
diferente: colocarme unas barras de quince centímetros en la columna
que retiraría después de un año para colocar otras permanentes de
diez centímetros.
En esos momentos tenía la posibilidad de dos opciones quirúrgicas
en lugar de una. Permanecí allí tendido como en trance, contemplan-
do sus labios mientras hablaban, pero tenía la atención puesta en otro
lugar. En realidad no quería simular que me interesaban sus pronósti-
cos asintiendo de manera inconsciente para aliviar su incomodidad.
De hecho, no tenía percepción del tiempo en esos momentos. Estaba
como hipnotizado, y mi mente estaba muy lejos de esa habitación de
hospital. Pensaba en lo que sería vivir con una discapacidad perma-
nente y, muy posiblemente, con un dolor constante. Las imágenes de
los pacientes que había atendido durante mis años de residencia y
de práctica que habían optado por la cirugía de Harrington a una edad
temprana no dejaban de rondar mi cabeza. Esos pacientes vivían cada
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JOE DISPENZA 47

día de su existencia adictos a la medicación, siempre tratando de esca-


par de ese tormento brutal que jamás los abandonaba.
No obstante, comencé a hacerme algunas preguntas. ¿Qué habría
ocurrido si yo tuviera un paciente en mi consulta con radiografías y
hallazgos similares a los que yo tenía? Era muy probable que hubiera
aprobado la cirugía, ya que era la opción más segura si el paciente que-
ría caminar de nuevo. Pero en ese caso se trataba de mí, y no podía
imaginarme lo que sería la vida con una discapacidad semejante y
teniendo que depender en parte de otros. Esa idea hizo que me sintie-
ra enfermo en lo más hondo de mi ser. La inmortalidad natural que
viene dada con la juventud, la fuente inagotable de salud y ese perío-
do particular de la vida comenzaban a alejarse de mí como una rápida
ráfaga de viento que recorre un pasillo. Me sentía vacío y vulnerable.
Me concentré de nuevo en la situación que me traía entre manos. El
doctor se irguió frente a mí con su metro ochenta y cinco de estatura y
sus ciento treinta y cinco kilos de peso. Le pregunté: «¿No cree que
colocar las barras de Harrington en la columna torácica y gran parte de
la lumbar limitaría los movimientos normales de mi espalda?». Sin
pensárselo un instante me respondió que «no me preocupara» porque,
según él, por regla general no había movimientos en la columna torá-
cica y por tanto mi movilidad no se vería afectada por las barras.
Todo cambió para mí en ese momento. Había estudiado y enseñado
artes marciales durante muchos años. Mi columna era muy flexible y
móvil. Durante parte de la carrera y durante la mayor parte del tiempo
que había pasado en la facultad de quiropráctica, había practicado dos
o tres horas de yoga al día. Me levantaba cada mañana a las 3.55 de la
madrugada, antes de que saliera el sol, y participaba en clases de yoga
intensivas antes de que comenzaran las clases. Tengo que admitir que
durante esas sesiones de yoga aprendí más sobre la columna y el cuerpo
que durante todas las horas de clases de anatomía y fisiología. Tenía inclu-
so un estudio en el que enseñaba yoga en San Diego. En el momento en
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48 DESARROLLA TU CEREBRO

que me lesioné, el yoga formaba parte de un programa de rehabilitación


física para mis pacientes. Yo sabía que tenía mucha más flexibilidad en
esa parte de la columna de la que creía ese último doctor.
También sabía por haber experimentado con mi propio cuerpo que
tenía bastante movilidad en la columna dorsal. Mientras el médico
hablaba, miré al doctor Burns, que había estudiado yoga y artes mar-
ciales conmigo mientras estábamos en la facultad. Mi colega movió su
columna en seis serpenteantes planos diferentes mientras permanecía
de pie a espaldas del cirujano. Al ver su demostración, me di cuenta de
que ya sabía las respuestas a lo que estaba preguntando, ya que era un
experto en la columna, tanto por mi aprendizaje académico como por
el ejercitamiento personal.

El doctor interior en marcha

Había una parte de mí que también sabía que yo confiaba en la


capacidad del cuerpo para curarse a sí mismo. Ésta es la filosofía de
la quiropráctica, que nuestra sabiduría innata le da vida a nuestro
cuerpo. Sencillamente tenemos que sacar a nuestra sabia mente de su
camino y darle a la inteligencia superior una oportunidad de hacer lo
que mejor se le da.
Los practicantes de la medicina holística saben que esta inteligencia
instintiva o innata recorre el sistema nervioso central desde el mesen-
céfalo o cerebro medio y otros centros inferiores subcorticales hacia el
cuerpo. Esto ocurre durante todo el día, todos los días, y ese proceso
ya había comenzado a sanarme. De hecho, era eso lo que le daba vida
a todo lo que hacía y lo que mantenía cada proceso en marcha, desde
la digestión de la comida hasta el bombeo de la sangre. No siempre era
consciente de estos procesos. La mayor parte de ellos tenían lugar en
un segundo plano, en un reino subconsciente separado de la percepción
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consciente. Aunque poseía un neocórtex educado y pensante que creía


que estaba tomando las decisiones por mi cuerpo, en realidad los lla-
mados centros inferiores del cerebro ya habían puesto en marcha el
proceso de curación. Lo único que debía hacer era rendirme a esa inte-
ligencia que trabajaba siempre en mi interior, dejar que trabajara para
mí. No obstante, tuve que recordarme que el cuerpo llevaba a cabo
esas tareas a un nivel rudimentario: el reino subconsciente trabaja en la
curación, pero sólo hasta el punto en que se lo permite nuestra progra-
mación genética. Yo tenía que intentar conseguir algo más que eso.
En ese momento me vi obligado a admitir que estaba considerando
un plan de actuación muy diferente al de los cuatro cirujanos; vivía en
un reino completamente desconocido para ellos. Comencé a sentir que
tenía el control de nuevo, que recuperaba mis principios.
Al día siguiente, me fui del hospital. Uno de los cirujanos, enojadí-
simo, le dijo a mi padre que el traumatismo me había dejado mental-
mente inestable y lo instó a que me hicieran una evaluación psicológi-
ca. Sin embargo, algo en mi interior sabía que había tomado la decisión
correcta. Cuando dejé el hospital, sólo pensaba en una cosa: ese poder
de mi interior que le proporcionaba vida a mi cuerpo me sanaría si era
capaz de ponerme en contacto con él y dirigirlo. Tal y como la mayo-
ría de terapeutas quiroprácticos dirían: «El poder que crea el cuerpo,
sana el cuerpo».
La ambulancia me llevó hasta la casa de dos amigos míos. Durante
los tres meses siguientes mi hogar fue una bonita habitación abuhardi-
llada con numerosas ventanas que dejaban entrar la luz del sol; una
estancia luminosa y amplia, muy distinta a las oscuras y viciadas habi-
taciones de hospital. Comencé a relajarme y dejé que mi mente se
expandiera sin echar la vista atrás hacia mi elección. Debía concentrar-
me tan sólo en mi curación, sin dejar que otros pensamientos y emo-
ciones basados en el miedo y las dudas me distrajeran de la recupera-
ción. Mi decisión era terminante.
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50 DESARROLLA TU CEREBRO

Decidí que necesitaba un plan de acción si quería curarme de esa


lesión completamente. Comería sólo una dieta de alimentos crudos, y
sólo en pequeñas cantidades. De esa forma, la energía requerida para
la digestión de grandes cantidades de alimentos cocinados sería desti-
nada a la curación. Después del sexo, la digestión es el proceso corpo-
ral que más energía consume. Además, el hecho de que las enzimas
necesarias ya estuvieran presentes en la mezcla nutricional de alimen-
tos crudos aceleraría la digestión y consumiría menos energía para
procesarlos y eliminarlos.
A continuación, pasé tres horas al día (mañana, tarde y noche) prac-
ticando autohipnosis y meditación. Visualicé, con la alegría que conlle-
va estar completamente curado, que mi columna estaba reparada por
completo. Reconstruí mentalmente mi columna, reconstruyendo cada
segmento. Estudié centenares de imágenes de columnas a fin de ayu-
dar a perfeccionar mis imágenes mentales. El hecho de concentrar mis
pensamientos me ayudaría a dirigir esa sabiduría interna que ya traba-
jaba en mi curación.
Antes y después de estudiar en la facultad de quiropráctica, me sen-
tía fascinado por el estudio de la hipnosis. Este interés fue desencade-
nado por el hecho de tener dos compañeros de habitación que a menu-
do hablaban y se levantaban mientras dormían. Presencié un montón
de estos incidentes. Ellos despertaron mi curiosidad sobre los poderes
del subconsciente y, a la postre, sobre la hipnosis. Leí todo libro sobre
hipnosis que cayó en mis manos. Mis intereses también eran auto-
motivados: deseaba ir a clase y recordarlo todo sin tener que tomar
apuntes. Durante dos años, asistí a una academia llamada Hipnosis
Motivation Institute (Instituto para la motivación mediante la hipno-
sis) en Norcross, Georgia, los fines de semana y muchas noches. Para
el momento en que me gradué en la facultad de quiropráctica, ya
había estudiado unas quinientas horas de hipnosis clínica impartidas
por el «padre de la hipnosis moderna», el doctor John Kappas.
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Mientras estaba en la facultad, conseguí la licencia y el título de hip-


noterapeuta clínico y trabajé a tiempo parcial en una consulta privada
de hipnoterapia situada en un centro de medicina holística a las afue-
ras de Atlanta, Georgia. Aunque por aquel entonces no comprendía
cómo funcionaba la mente igual que ahora, presencié con mis propios
ojos el poder que tiene el subconsciente a la hora de trabajar con dis-
tintos procesos de curación. Por ejemplo, después de inducir un esta-
do de conciencia alterado en mis pacientes, vi cómo una mujer anor-
gásmica experimentaba un orgasmo clínico sin contacto físico, cómo
un fumador desde hacía veinte años dejaba de fumar en una sola
sesión y cómo un cliente con dermatitis crónica y sarpullido sanaba
completamente su piel en menos de una hora.
Así pues, comencé mi régimen de recuperación con la sencilla idea
de que sanar mis lesiones era algo posible, ya que había presenciado de
primera mano hasta dónde llega la capacidad del subconsciente. Me
había llegado el turno de ponerlo a prueba.
También hice un horario para que la gente me visitara dos veces al
día durante períodos de una hora, una vez por la mañana antes de
comer y otra antes de la cena. Les pedí que colocaran las manos sobre
la parte dañada de mi columna. Amigos, pacientes, médicos, familia-
res e incluso gente que no conocía contribuyeron de manera intencio-
nada colocando las manos sobre mi espalda y compartiendo los efec-
tos curativos de su energía.
Al final, me di cuenta de que si quería conseguir la cantidad de calcio
necesaria para reparar los huesos rotos, necesitaba aplicar un poco de
presión gravitacional sobre los segmentos dañados. Durante el proceso
de desarrollo o de curación de un hueso, la fuerza natural de la grave-
dad actúa como estímulo para cambiar la carga eléctrica del exterior del
hueso, de manera que gracias a la polaridad, la carga positiva de la
molécula de calcio se vea atraída por la carga negativa de la superficie
del hueso. Este concepto tenía muchísimo sentido para mí. Sin embargo,
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52 DESARROLLA TU CEREBRO

no pude encontrar en ningún sitio algún texto que aplicara ese razona-
miento al tratamiento y manejo de las fracturas por aplastamiento.
No obstante, esa ausencia de investigaciones previas publicadas no
me detuvo.
Le pedí a un amigo que me construyera un tablero inclinado con
una base para apoyar los pies que me proporcionara cierto apoyo.
Cada día, rodaba lenta y cuidadosamente desde mi cama hasta el
tablero para que me llevaran al exterior. Me colocaban en un ángulo de
dos grados sobre la horizontal del suelo para comenzar a cargar un
peso mínimo sobre la columna. Cada día incrementábamos el ángulo.
A las seis semanas, ya podía estar a sesenta grados sin sufrir dolores.
Un hecho de lo más sorprendente, teniendo en cuenta que se suponía
que no saldría de la cama durante tres o seis meses.
Habían pasado seis semanas y me sentía fuerte, confiado y feliz.
Contratamos a un doctor para que se encargara de mi consulta y con-
seguí hacerlo por teléfono.
Después de un tiempo, llegué a la conclusión de que la moviliza-
ción, y no la inmovilidad que prescribe la profesión médica, sería un
elemento clave en mi recuperación. Pensé que el agua reduciría el peso
de la gravedad sobre mi columna y me permitiría moverme con liber-
tad. La casa donde vivía tenía una piscina cubierta en parte que resul-
taba ideal para ese propósito. Me colocaron un traje de baño muy ceñi-
do y me llevaron en una silla hacia la piscina de agua tibia. Mi corazón
latía a mil por hora, a la misma velocidad que giraban mis pensamien-
tos. Llevaba mucho tiempo sin colocarme en posición vertical. En un
primer momento, me limité a flotar en horizontal sobre la silla, pero fui
moviéndome hacia la vertical de manera gradual, agarrándome a un
asidero construido para darme apoyo. Floté rígido como un palo,
dejándome llevar por el movimiento de ascenso y descenso de las olas
que mis movimientos creaban. El hecho de flotar verticalmente en el
agua en lugar de ponerme de pie en el suelo hizo que el peso que debía
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JOE DISPENZA 53

soportar mi columna fuera menor, ya que la gravedad también lo era.


Esto me permitió adoptar la verticalidad con una presión mínima en la
columna, que aún no estaba curada.
A partir de ese momento, nadé todos los días, aunque al principio
sólo movía los pies. Poco tiempo después, nadaba como un pez y ejer-
citaba todos los músculos. Me encantaba la nueva sensación de libertad
que me proporcionaba el hecho de nadar, de flotar verticalmente en la
piscina e incluso el hecho de jugar un poco. ¡Ojalá los cirujanos hubie-
ran podido verlo! Mi cuerpo respondía de una forma sorprendente.
A las ochos semanas, comencé a gatear en tierra firme. Sentí que si
imitaba los movimientos de un niño, podría progresar de manera simi-
lar y, a la postre, ponerme en pie. Con el fin de recuperar y mantener
la movilidad, practicaba yoga todos los días con el objetivo de realizar
estiramientos continuos del tejido conjuntivo. En la mayoría de las
posturas estaba tumbado.
A las nueve semanas, ya estaba sentado durante el baño y por fin
pude utilizar el retrete. ¡Ay, sí, las cosas sencillas!
Eso explica lo que hice con mi cuerpo. Pero sufrí otra experiencia
crucial que influyó en mi mente y en el resultado positivo final de mi
elección. A la sexta semana comencé a sentirme un poco nervioso.
Tumbarse al sol o en la cama durante todo el día suena genial, pero
sólo cuando lo haces porque te da la gana y puedes levantarte siempre
que lo desees. Como es obvio, ése no era mi caso, de modo que busca-
ba cualquier tipo de estímulo mental que pudiese encontrar.
Concentrarse durante todo el día en la columna y en sus componentes
individuales no era posible… ni deseable. Mi cerebro necesitaba
tomarse un respiro de vez en cuando.
Un día, durante esas primeras seis semanas, vi un solitario libro
sobre una estantería. Me intrigaba la misteriosa cubierta en blanco, así
que le pedí a un amigo que andaba por allí en aquel momento que me
lo acercara. Giré la cubierta unas cuantas veces en busca del título, pero
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54 DESARROLLA TU CEREBRO

no pude encontrarlo. Su autor era Ramtha, y estaba publicado por un


grupo afiliado a la Ramtha School of Enlightenment o RSE (Escuela
Ramtha de Iluminación Espiritual). Abrí Ramtha: El libro blanco1 y
comencé a leerlo sin saber lo mucho que influiría ese libro en mi vida.
Me habían educado como católico, pero nadie habría podido consi-
derarme una persona particularmente religiosa ni espiritual. Creía en
la sabiduría innata del cuerpo. Sabía que existía una fuerza animadora
en todos y cada uno de nosotros, y sabía que esa fuerza/inteligencia
era mucho mayor que la de ningún humano. Creía en la existencia de
un elemento espiritual dentro de todos nosotros, pero no me sentía
atraído por ninguno de los rígidos y jerárquicos tipos eclesiásticos ni
por ningún dogma. Creo que los humanos somos mucho más compe-
tentes de lo que pensamos. No podría decir que fuera un creyente for-
mal de ningún tipo de práctica espiritual. No pertenecía a ninguna
iglesia con ningún tipo de denominación, pero sí que creía que algo
tangible, real, y activo trabajaba en mi vida diaria.
Así pues, en cierto modo estaba más predispuesto que la mayoría a
mostrar una mente abierta ante lo que pronto leería en Ramtha: El libro
blanco. Comencé a leerlo por curiosidad, pero después de las primeras
páginas, mi mente subconsciente estrujó mi intelecto para decirme que
prestara atención a lo que estaba leyendo. Las palabras tenían sentido
a muchos niveles diferentes. Para el momento en que llegué a la parte
del libro en la que se explica cómo los pensamientos y las emociones
crean nuestra realidad, la idea de la superconsciencia, ya me tenía com-
pletamente enganchado. Lo terminé treinta y seis horas después. Yo
era un hombre en medio de un cambio y el libro aceleró mucho la velo-
cidad de ese cambio.
Ramtha: El libro blanco fue el catalizador perfecto, un libro que plas-
maba gran parte de lo que yo había pensado y experimentado duran-
te casi toda mi vida adulta. Respondió muchas preguntas que me hacía
sobre el potencial humano, la vida y la muerte, y la divinidad de los
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JOE DISPENZA 55

seres humanos, por nombrar unas cuantas. El libro refrendó muchas


de las decisiones que había tomado, en particular la arriesgada disyun-
tiva de renunciar a la cirugía. El texto desafiaba los límites de lo que yo
consideraba racionalmente cierto y me elevó hasta el siguiente nivel de
conciencia y comprensión de la naturaleza de la realidad. Comprendí
mejor que nunca que nuestros pensamientos no sólo afectan a nuestro
cuerpo, sino también a toda nuestra vida. El concepto de supercons-
ciencia no era únicamente la ciencia de la mente sobre la materia, sino
también la idea de una mente que influye sobre la naturaleza de toda
la realidad. ¡No está mal para un libro que estaba en una estantería
vacía cogiendo polvo!
El inconsciente me interesaba desde hacía mucho tiempo, y mis
experiencias con la hipnoterapia eran la muestra más evidente de ese
interés. Sin embargo, a través de las enseñanzas de Ramtha, la idea de
la superconsciencia me ayudó a comprender que yo era responsable
de todo lo que ocurría en mi vida, incluso de la lesión. Mi cuerpo había
pasado de un carril rápido en el que se circula a ciento sesenta kilóme-
tros por hora a detenerse en seco. Eso me provocó algunas consecuen-
cias, pero lo más importante es que comencé a ver la perfección de toda
mi creación. Me afectó mucho más profundamente este paro repentino
de lo que podría haber llegado a imaginar: tuve que volver a meditar de
nuevo todo lo que sabía. Y como resultado, me enriquecí intelectual-
mente.
Hice un trato conmigo mismo. Si mi cuerpo era capaz de recuperar-
se y lograba caminar de nuevo sin quedarse paralizado o con dolores
insoportables, pasaría la mayor parte de mi vida estudiando los fenó-
menos en los que la mente actúa sobre la materia y cómo la conciencia
crea la realidad. Comenzó a interesarme más cómo controlar conscien-
te y racionalmente mi futuro. Fue entonces cuando tomé la decisión
de matricularme en la Escuela Ramtha de Iluminación Espiritual a fin de
involucrarme más con sus enseñanzas.
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56 DESARROLLA TU CEREBRO

A las nueve semanas y media me puse en pie y caminé de vuelta


hacia mi vida. A las diez semanas comencé a trabajar de nuevo, a ver a
mis pacientes y a disfrutar de la libertad.
Nada de escayolas, nada de deformidades ni de parálisis. A las doce
semanas, levantaba pesas y continuaba la rehabilitación. Me hicieron
un aparato corrector seis semanas después del accidente, pero sólo me
lo puse en una ocasión, cuando caminé por primera vez, y sólo duran-
te una hora. En este punto de mi recuperación, ya no lo necesitaba.
Ya han pasado más de veinte años desde que sufrí la lesión. Me
resulta de lo más interesante que aunque el 80 por ciento de la pobla-
ción estadounidense se queje de algún tipo de dolor en la espalda, yo
apenas he notado ningún dolor en la columna desde que me recuperé.
A menudo me pregunto dónde estaría hoy si no hubiera optado por
la curación natural. Algunos de vosotros os preguntaréis si mereció la
pena correr semejante riesgo. Cuando miro atrás e imagino las conse-
cuencias de haber tomado una decisión diferente en el pasado, doy
gracias por mi libertad actual. Durante ese breve período de mi vida,
creo que llegué a estar más inspirado por el proceso de curación de la
mente y el cuerpo de lo que jamás me habría llegado a imaginar si
hubiera optado por la cirugía convencional.
Para ser sincero, en realidad no sé si lo que me pasó fue un milagro.
Pero he cumplido mi promesa de explorar cuanto me fuera posible el
fenómeno de la curación espontánea. El concepto de «curación espon-
tánea» hace referencia a las ocasiones en las que el cuerpo se regenera
por sí solo o se deshace de una enfermedad sin la ayuda de una inter-
vención médica convencional, como la cirugía o los fármacos.
A lo largo de los diecisiete años como estudiante y los siete que pasé
como profesor en la Escuela Ramtha de Iluminación Espiritual, he ido
mucho más allá de los límites de esa investigación. Me he sentido ins-
pirado y enriquecido por esas experiencias. No me habría sido posible
escribir este libro sin los conocimientos y las experiencias que tuve en la
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JOE DISPENZA 57

RSE. Para mí, la escuela ofrece el conocimiento más completo del cuerpo
al que jamás he tenido acceso. Desarrolla tu cerebro es, así pues, un inten-
to por exponer un relato detallado de mis experiencias, algunas deriva-
das de las enseñanzas de Ramtha y otras de mi propia investigación.
En los últimos siete años, Ramtha me ha indicado con sutileza que
compartiera esta información, mis experiencias y mi investigación per-
sonal; en otras ocasiones, me persuadió, me convenció y me empujó a
tomar esta dirección. Este libro representa mi asimilación de todas las
influencias que he tenido en la vida, una mayor comprensión de los con-
ceptos científicos de hace siete años y mi compromiso de devolver en la
medida que me sea posible la bendición que recibí. A decir verdad, no
podría haber escrito Desarrolla tu cerebro hace siete años… sencillamente,
la investigación fundamental para la esfera de acción de este libro no
estaba acabada. No estaba preparado entonces, pero lo estoy ahora.
También sé que la decisión de renunciar a la cirugía hace tantos años
fue lo que me condujo hasta donde estoy ahora. Mi investigación, mis
intereses científicos y mi medio de vida están centrados en la curación en
todas sus formas. He pasado los últimos siete años reflexionando sobre
cómo el hecho de creer en un solo pensamiento, independientemente de
las circunstancias, apela a una mente más sabia y conduce a la gente hacia
un futuro inmenso y maravilloso. Cuando doy una conferencia sobre los
ingredientes necesarios para que una persona cambie sus condiciones de
vida, me siento realmente bendecido por poder contribuir a que las per-
sonas normales y corrientes lleguen a comprender mejor el cerebro y el
poder que tienen los pensamientos a la hora de dar forma a nuestra vida.
Aparte de las referencias a las dolencias físicas, este libro también
pretende hacer hincapié en otro tipo de aflicción: la adicción emocio-
nal. En los últimos años, he viajado mucho, he dado muchas conferen-
cias y he dirigido investigaciones independientes sobre los más recien-
tes descubrimientos en neuropsicología, y he llegado a comprender
que lo que una vez no fue más que una teoría tiene ahora aplicaciones
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58 DESARROLLA TU CEREBRO

prácticas que nos permiten curarnos las heridas emocionales que nos
hemos infligido nosotros mismos. Los métodos que sugiero no son cas-
tillos en el aire, cosa de magia o milagros de la autoayuda. Te aseguro
que este libro está basado en la más pura vanguardia científica.
Todos hemos experimentado algún tipo de adicción emocional en
algún momento de nuestra vida. Entre sus síntomas se cuentan la apa-
tía, la incapacidad para concentrarse, un intenso deseo de continuar
con la rutina de nuestra vida diaria, la imposibilidad de completar cier-
tas acciones, la falta de nuevas experiencias y respuestas emocionales
y una constante sensación de que un día es igual a otro.
¿Cómo se puede acabar con este ciclo de negatividad? La respuesta,
por supuesto, reside en tu interior. Y en este caso, en una parte muy
específica. A través de la comprensión de los temas que exploraremos en
este libro y la voluntad de aplicar algunos principios específicos, puedes
resolver tus problemas emocionales mediante la alteración de las redes
neurales de tu cerebro. Durante mucho tiempo, los científicos han creí-
do que el cerebro tiene una estructura inmutable, lo que significa que es
imposible cambiarlo y que el sistema de reacciones e inclinaciones que
has heredado de tu familia configuran ahora tu destino. Pero en realidad
el cerebro posee una elasticidad, una capacidad de desconectar anti-
guas rutas de pensamiento y de crear rutas nuevas, a cualquier edad y
en cualquier momento. Más aún, puede hacerlo con relativa rapidez, en
especial si se compara con los modelos evolutivos en los que el tiempo
se mide en generaciones y en eones, y no en semanas. Tal y como yo he
empezado a comprender y como la neurociencia comienza a reconocer:

• Nuestros pensamientos importan.

• Nuestros pensamientos se convierten, literalmente, en materia.

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