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Nota del Autor:

En el siglo XI, la heráldica estaba en sus comienzos: los símbolos y emblemas


de varias casas nobles no empezaron a desarrollarse adecuadamente hasta el
segundo cuarto del siglo XII. Sin embargo, las banderas y pendones se pueden ver
en el Tapiz de Bayeux 1. Fueron utilizados en la Batalla de Hastings para transmitir
señales, así como para mostrar la identidad. El pendón carmesí del conde Richard
de Beaumont es similar a estos.

Nota del Traductor:


La novela se desarrolla en el contexto que sigue a la Batalla de Hastings
(octubre 1066) que enfrentó al ejército anglosajón del rey Harold Godwins con el
ejército franco-normando de Guillermo de Normandía (William), la victoria de éste
decreta la conquista normanda de Inglaterra y los años siguientes la resistencia de
los sajones ante los Normandos.

1
NT. El Tapiz De Bayeux, también conocido como el Tapiz de la reina Matilde, es una pieza de arte anglosajón, un lienzo
bordado del siglo XI de casi setenta metros de largo. Tiene entre otros elementos el registro cronológico en imágenes y
textos en latín de la preparación y desarrollo de La Batalla de Hastings (1066), la muerte del rey Harold traspasado por una
flecha en el ojo, el paso del cometa Halley en 1066, entre otros son elementos representados en la obra. En la actualidad está
expuesto al público en el antiguo palacio del obispo en Bayeux.
Capítulo 1

Winchester 1070.
Emma estaba a medio camino de la lavandería, justo fuera de las murallas de
la ciudad, cuando el aleteo de un banderín rojo llamó su atención. Allá arriba, en el
camino que conducía a los campos de pasto, un escuadrón de caballería
Normanda había coronado el ascenso. Con el ceño fruncido, Emma agarró la mano
del pequeño Henri. Llegaba tarde, pero tenía que ver esto. ¿Era él? Tenía que
serlo. Sir Richard de Asculf, comandante de la guarnición de Winchester,
regresaba finalmente de la campaña en el norte.
Emma miró fijamente más allá de la hilera de cabañas y algunos campos
desnudos en la colina, entrecerrando los ojos bajo el brillante sol primaveral
mientras el viento de marzo tiraba de su velo verde y sus faldas. Un caballero tenía
el mismo aspecto que otro con la armadura completa, de ahí la importancia de su
banderín. Y, por supuesto, más de un caballero tenía un banderín rojo. Desde que
William de Normandía había venido a arrebatarle la corona al Rey Harold, Emma
había visto varias. El banderín de Sir Richard tenía una línea de plata, pero el
conroi, o escuadrón, aún estaba demasiado lejos para que Emma pudiera poder
distinguir algún emblema.
—Mamá, me haces daño en la mano —dijo Henri, tratando de sacar sus
pequeños dedos de la suya.
—Lo siento, cariño —Emma aflojó el agarre, pero se quedó en el almacén,
esperando mientras la columna se acercaba. Sí, era Sir Richard, sus instintos le
decían que lo era, había estado fuera durante varios meses cerca de York. Los
rumores eran que había sido una campaña particularmente sangrienta; ya algunos
la llamaban el Desgarramiento del Norte 2. Muchos Sajones habían sido sometidos
a la espada, y no sólo los guerreros, sino también mujeres y niños. Asesinados era
quizás una palabra más precisa. Algunos dijeron que incluso los patos y los cerdos

2
NT. Desgarramiento del Norte. Conocido también como "Harryng of the North" o Masacre del Norte, un conjunto de
campañas realizadas en el Norte de Inglaterra por William el Conquistador, luego de su victoria en Hastings de 1066, durante
el invierno de 1069-1070. Las reseñas coinciden en la crueldad de tales campañas para eliminar la resistencia inglesa.
habían sido masacrados, y que el grano había sido quemado para asegurar que
cualquier persona que quedara en pie no tuviera ni la voluntad ni los medios para
contemplar la posibilidad de rebelarse contra el Rey William. En los alrededores de
York, los Sajones que habían quedado con vida lucharían por sobrevivir,
exactamente como ella.
Pero Sir Richard estaría bien; los de su clase siempre lo estaban. Un rostro
fuerte y hermoso iluminado por un par de ojos grises penetrantes flotaba al borde
de la conciencia de Emma. Sir Richard era Normando, y aunque podía ser amigo
de su hermana, Cecily, era tan despiadado como el peor de ellos. Esos ojos... tan
fríos.
La ira se agitó en el estómago de Emma mientras la línea de caballería
serpenteaba por encima de la colina, las cotas de malla relucían como plata, los
cascos brillantes apuntaban hacia el cielo. Sin duda estaban ansiosos por volver a
sus aposentos. Todo lo que había salido mal en su vida era culpa de ellos, pensó
ella, concentrándose en el gran corcel gris que montaba el caballero principal. Sir
Richard tenía un destrier 3 gris. Si los Normandos nunca hubieran cruzado el
Narrow Sea, su vida habría seguido su curso. Su madre y su padre seguirían vivos y
su hermano también. Lady Emma de Fulford estaría felizmente casada y Henri
sería legítimo...
Normandos. Aparte de su madre, que en paz descanse, Emma los odiaba.
Sí, era Sir Richard, ese caballo de guerra lo delató.
—Sir Richard —murmurando el nombre como si fuera una maldición, Emma
se volvió hacia el camino del río. Sir Richard, sin duda, volvería a un cómodo
colchón de plumas en el castillo, mientras que, gracias a gente de su calaña, ella
(Emma miraba a la lavandería que estaba apostada junto a la orilla del río, donde
el humo salía a borbotones a través de lado abierto que daba al río) debía lavar
ropa de lino desde el amanecer hasta el atardecer, simplemente para poner algo
de pan en su estómago.
Emma suspiró. Su trabajo de la mañana estaba por venir y si quería comer,
mejor que pusiera manos a la obra. Soltando a Henri, se puso a desvelar su velo y
a plegarse las faldas. Desde el amanecer, había estado temiendo este momento,

3
NT. Un destrier (destructor) es un tipo especial de caballo de guerra; el mejor y más poderoso, utilizado para batallas y torneos
medievales., apropiados para poder cargar con la armadura y enseres de sus jinetes.
pero no había escapatoria. Hoy era su turno en el río, en el lavadero de piedras.
No importaba que la luz del sol de primavera tuviera poco calor, no importaba que
el Itchen 4 fuera más frío que el agua derretida de un campo de hielo, era su turno
de lavar las piedras.
Aediva ya estaba en el río hasta las rodillas, golpeando enérgicamente una
torcedura de lino contra las piedras.
—Buenos días, Aediva —dijo Emma, tirando de sus botas y dejándolas caer
por un espino ramificado.
—Buenos días, Emma.
—¿Mamá, puedo jugar con mi bote? —Henri agitó bajo la nariz de Emma un
tosco trozo de madera.
—Sí, pero no hasta que baje al agua. Espera ahí —señaló al arbusto de espino,
este aún no había desplegado sus hojas. —Tengo que ver a Bertha primero.
—Oh, Henri estará bien —Aediva levantó la vista con una sonrisa. —Le echaré
un ojo mientras recoges la ropa.
Al ver asentir con la cabeza a Emma, Henri saltó hacia las piedras de lavar, con
el cabello rubio; como el de su padre, brillando bajo el sol. ¿Dónde estaba su
padre? Emma se preguntó, incapaz de reprimir un escalofrío de miedo. Poco
después de la llegada de los Normandos, Judhael le había dicho que se iba a
refugiar en el Norte. Judhael habría dicho cualquier cosa, antes de someterse a un
invasor extranjero. ¿Se habría ido al Norte? ¿Había estado involucrado en los
combates recientes? Emma se mordió el labio. ¿Lo Habían asesinado? El amor de
Emma por Judhael había desaparecido por completo; él lo había destruido en los
días posteriores a la Conquista y Emma esperaba; de hecho rezaba, por no
volverlo a ver. Pero tampoco lo quería muerto.
Sonrió al hijo que ella y Judhael habían concebido cuando un Rey Sajón se
sentó en el trono Inglés. Ilegítimo o no, Henri era la luz de su vida. Pronto
cumpliría tres años. Se obligó a sonar alegre.
—No te acerques al agua.
—Sí, mamá.

4
Itchen. Rió en el sur de Inglaterra. Conocido también como River Aire, ubicado en Hampshire, Winchester Soutampton.
El lavadero de Winchester era un granero de tres lados, abierto en la orilla del
río. Esa mañana, tres de los fuegos del interior habían sido encendidos, y el vapor
salía de varias teteras. Bertha, que dirigía la lavandería, supervisaba a una niña
que agitaba un caldero de espuma con una paleta de madera y a un niño que
levantaba leña de una pila para alimentar el fuego.
En el momento en que Emma vio a Bertha, su sangre se congeló. La cara de
Bertha, normalmente roja por el vapor y el calor de los fuegos, era blanca como la
nieve y la piel alrededor de su boca estaba apretada firmemente.
—Bertha, ¿estás bien? ¿Qué ha pasado?
Bertha recuperó el aliento. Sus ojos marrones y redondos eran pequeños y
preocupados, y cuando dio un paso hacia atrás, lejos de Emma, los dedos fríos
tocaron el cuello de Emma. Algo terrible debe haber pasado para que Bertha la
mirara así.
—¿Bertha?
Bertha tragó.
—Lo… Lo siento, Emma. Hoy no hay trabajo para ti.
—¿No hay trabajo? —varias canastas de sauce estaban apiladas alrededor del
lavadero, como todas las mañanas. Algunas de ellas estaban claramente
desbordadas de ropa sucia. —¿Qué es eso, entonces?
Bertha se movió detrás de uno de los calderos y, por ridículo que fuera, Emma
no podía quitarse de encima la idea de que Bertha le tenía miedo. Pero ¿por qué
diablos Bertha la miraría así?
Aparecieron profundos surcos en la frente de Bertha.
—Lo siento, lo siento. De verdad. Pero no tengo trabajo para ti.
Emma parpadeó, incapaz de creer lo que estaba escuchando. Bertha era una
buena amiga, una que siempre se aseguraba de darle mucho trabajo.
—No lo entiendo.
—Es muy sencillo. No tengo trabajo para ti, ya no más.
Emma miró directamente a las cestas de la ropa sucia.
—¿No?
—No —Bertha dio un pequeño paso hacia ella. Fue entonces cuando Emma
notó los moretones en la muñeca de Bertha. Dios, en ambas muñecas. —Lo
siento, Emma. Algunos viejos amigos han vuelto a Winchester. Yo... sólo tengo
mucho trabajo que ofrecer y están desesperados. Desesperados —Bertha casi
escupió la última palabra, pero por su vida, Emma no pudo entender lo que se le
estaba diciendo.
Emma frunció el ceño, sus ojos siguieron volviendo a esos moretones.
—¿Tus amigos han pedido trabajo?
—N…no, no exactamente —por un momento Bertha no la miró a los ojos,
pero luego la miró directamente a la cara. —Quiero decir, sí, sí, sí, necesitan
trabajo.
Bertha estaba escondiendo algo. Esos moretones no estaban allí ayer y
estaban de alguna manera conectados con el ominoso cambio de ánimo de
Bertha. ¿No hay trabajo? Debía mantener la calma.
—Bertha, necesito la ropa que me das. ¿De qué otra manera puedo ganar
comida para Henri y para mí? También tengo que pagarle a Gytha por nuestro
alojamiento en el molino.
Bertha abrió las manos.
—No hay nada que pueda hacer. Tendrás que encontrar trabajo en otra parte.
Emma parpadeó.
—Volveré mañana. Tal vez entonces…
—No hagas eso. No tiene sentido —el color se posó en las mejillas de Bertha.
—Tampoco tendré trabajo para ti mañana.
Un puño frío agarró las entrañas de Emma.
—No hay trabajo, Bertha, ¿estás diciendo... nunca?
Bertha asintió.
—Eso es todo, nunca. Tendrás que ir a otro lado.
Aturdida, Emma caminó ciegamente hacia la luz del sol de marzo y se detuvo
en seco justo afuera del lavadero. No hay trabajo. San Swithun 5 ayúdame, ¿qué
podía hacer?
Henri estaba saltando en la orilla del río, gritando y riendo mientras Aediva le
hacía muecas, pero su risa parecía muy lejana. En lo alto, algunos grajos graznaban
mientras volaban por encima de las murallas de la ciudad hacia el castillo y los
bosques que había más allá; ellos también parecían muy distantes. ¿Qué será de
nosotros?
Moviéndose como en un sueño, Emma forzó sus piernas a moverse. Llegó
hasta la orilla del río y se sentó junto al espino donde había dejado sus botas y su
velo. Levantando las piernas, inclinó la cabeza sobre sus rodillas.
Bertha no tenía trabajo para ella. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Hace unos minutos, temía su turno en el río. Movió los dedos de los pies; ya
estaban azules aunque no había estado en el agua y no era probable que entrara
en ella, no hoy. Ahora mismo mataría por estar en el Itchen junto a Aediva. ¿Qué
iba a hacer? ¿Cómo iba a pagarle a Gytha?
Levantando la cabeza, miró hacia atrás por encima de su hombro. A través de
un hueco entre dos casas de campo, eran visibles un par de labradores trabajando
duro en una de las franjas de la pradera. Uno estaba tirando del cabestro del buey,
mientras su compañero sostenía el arado. A su paso, las gaviotas se zambullían y
graznaban. Y allí, más allá de las franjas del campo, en el camino más allá estaba
Sir Richard de Asculf, el hombre más poderoso del distrito, cabalgando de regreso
a su guarnición a la cabeza de su escuadrón. Un par de perros lobos estaban a su
lado, al igual que un pequeño perro blanco que ella no pudo identificar.
El hombre más poderoso del distrito.

***

Estaban casi de vuelta en Winchester. El conroi de Richard había llegado a la


cresta de la colina con vistas a Eastgate cuando su hombro le dio otra punzada y
sus dedos se apretaron involuntariamente en las riendas de Roland. Fue un simple

5
NT. San Swithun, Swithin, o Svithun (800—8662 DC – Winchester) fue un religioso anglosajón, obispo de la ciudad de
Winchester, un santo para la Iglesia católica y la comunidad anglicana.
tic, pero a pesar de eso, Roland sacudió la cabeza. Richard suprimió una sonrisa. A
pesar de que Roland era un trozo de carne de caballo corpulento, estos años en
Inglaterra lo habían tornado muy sensible al más mínimo movimiento de Richard.
—¿Le duele el hombro, señor? —preguntó su escudero, Geoffrey. —Cabalgó
como un demonio allá atrás. Casi perdemos a los sabuesos.
—¿Qué, te preocupa que tengas que volver a coserme? —dijo Richard, con
una sonrisa. No había habido ningún cirujano a mano cuando le habían quitado la
flecha, y su escudero había demostrado ser un poco aprensivo a la hora de
coserlo.
—Parece bastante posible, debería tener más cuidado.
—Geoffrey, fue sólo un rasguño. Es mejor mantenerse en movimiento. No
quiero agarrotarme.
—No, señor.
Richard volvió la mirada hacia el camino. Entre su escuadrón y las murallas de
la ciudad, una hilera de cabañas seguía el curso del río. Algunos muchachos
estaban arando tarde, marcando la tierra con surcos oscuros. Los cultivos se
sembraron en otras explotaciones, se estaban podando manzanas.
—La ciudad se ve idílica desde aquí, ¿eh, Geoffrey, los cielos despejados, la luz
del sol brillante?
—Sí, igual que en casa.
Richard miró asombrado a su escudero.
—¿Eso crees? —Winchester nunca se sentiría como en casa para él. Anhelaba
regresar a Normandía, pero el Rey William le había ordenado permanecer en
Winchester y comandar la guarnición. Y, como un caballero leal, Richard
obedecería.
Al acercarse al puente del molino, el camino que tomaba el conroi pasaba por
la casa de lavandería. Una de las lavanderas estaba hasta las rodillas en el río,
hablando con su hijo mientras golpeaba la ropa blanca contra las rocas. Otra, una
joven con una gruesa trenza rubia se sentó a un lado, encorvada a la orilla del río
en actitud de cansancio. Sin embargo, debe haber oído los golpes de pezuñas de
sus caballos, porque al acercarse, la joven se levantó. Poniendo las manos sobre
sus caderas, lo miró fijamente mientras pasaban.
Había una cierta beligerancia en la postura de la joven, especialmente porque
todo lo que ella era eso, una joven delgada. Sus pies estaban azules por el frío.
Piernas formadas, lo que Richard podía ver de ellas. Geoffrey también la había
visto y asintió al pasar, pero la chica no respondió. Richard dudó de que ella viera
a Geoffrey, porque estaba, se dio cuenta con una especie de sacudida, mirándole
con esa mirada entrecerrada que había llegado a reconocer en muchos ojos
Sajones. Ojos azules, relucientes de hostilidad. Pero detrás de la hostilidad, si no
se equivocaba, también había miedo. Qué lástima. Pudiera ser guapa, si alguna vez
perdiese ese ceño fruncido.
En ese momento, el niño de la orilla del río gritó; la hostilidad desapareció de
la cara de la joven y su cabeza se dio la vuelta.
—¡Mi barca, mi barca! —se lamentó el niño.
El palo con el que había estado jugando estaba a la deriva fuera de su alcance.
La mujer que estaba en el agua intentó agarrarlo mientras pasaba flotando, pero
falló.
—¡Mamá! —el aullido distraído del niño hizo que la lavandera de piernas
desnudas se pusiera a su lado, absolutamente preocupada.
Sacudiendo la cabeza, Richard miró hacia Eastgate y se preguntó si después de
lo que había ocurrido en York, los Normandos y Sajones aprenderían a vivir en paz.

***

Una media hora más tarde, cuando Emma tranquilizó a Henri por la pérdida
de su barco y el impacto de perder su trabajo había comenzado a disminuir, sus
faldas verdes estaban en su sitio y su velo cubría su cabello con firmeza.
—Gytha nos ayudará, Henri —dijo, empujándolo a través de la multitud en el
puente del Molino.
Henri levantó la vista y asintió como si entendiera de lo que ella estaba
hablando. A veces, a Emma le parecía que Henri realmente entendía todo lo que le
decía, pero eso era ridículo. Su hijo aún no tenía tres años, ¿cómo podría? Se
detuvo para suavizar un mechón perdido de su pelo y colocarlo en su lugar.
Gracias a Dios, no había rastro de las lágrimas causadas por la pérdida de su barco.
Henri sonreía con su sonrisa normal y soleada.
La nariz de Emma estaba arrugada. ¡Humo! El olor a humo no era en sí mismo
inusual, pero se formaban nubes, grandes gotas acres de humo sobre el puente,
picando sus ojos, atrapándose en la parte posterior de su garganta. Henri empezó
a toser. El fuego para cocinar de alguien parecía haberse descontrolado.
—¡Mamá, mira!
Emma movió la mano frente a su cara para despejar el humo y se sorprendió.
¡El molino! Algún tonto había prendido fuego al patio del molino. Gytha corría
hacia el río con un cubo en cada mano y su esposo, Edwin, estaba arrojando agua
sobre un fuego humeante que se encontraba muy cerca de la pared de madera del
molino.
Alguien gritó: ¡Fuego!
Un balbuceo excitado estalló entre los que estaban en el puente, pero nadie
corría a ayudar. Levantándose las faldas, aferrándose a Henri, Emma entró a
codazos en el patio de adoquines.
—Aquí, Henri, espera junto a la pared —con los ojos redondos, Henri se metió
el pulgar en la boca y fue a pararse junto a un par de sacos de granos.
Emma corrió al lado de Gytha, agarró el mango de un cubo y se puso a
trabajar. El fuego no era grande y unos cuantos baldes más tarde se redujo a una
masa negra sibilante.
—Suerte que era pequeño —comentó Emma, mientras ella, Gytha y Edwin
fruncían el ceño ante los restos humeantes. —Pero ¿qué tonto encendería un
fuego tan cerca del molino?
Silencio. Gytha se mordió los labios. Edwin se negó a mirarla a los ojos. De
hecho, había algo en su postura que ponía le hizo recordar a Bertha. Oh, no,
¿ahora qué?
—¿Gytha?
La garganta de Gytha funcionó. Miró a los espectadores que bloqueaban el
Puente Mill y Emma siguió su mirada. Un hombre grande, como un oso, estaba
entre dos monjas del convento cercano. La capucha de su capa estaba levantada,
pero Emma pudo ver que llevaba el pelo castaño y la barba larga, a la manera
Sajona. Emma inhaló un respiro; debe estar soñando, pero pensó que lo conocía.
¿Azor? ¿En Winchester?
No puede ser. Pero por un momento fue como si Emma hubiera sido llevada
cuatro años atrás en el tiempo, hasta 1066. El hombre tenía una barba larga y
marrón, igual que la de Azor. Debía estar equivocada: muchos Sajones llevaban
barbas así. Mientras Emma miraba, se agachó de nuevo entre la multitud, dejando
a las monjas mirando ávidamente por encima de la barandilla a lo que pasaba en
City Mill.
Suavemente, Gytha tocó su brazo.
—Emma, será mejor que entres.
Edwin intercambió miradas con su esposa.
—Me aseguraré de que el fuego esté bien apagado —dijo, —y luego moveré
los sacos de grano para que estén listos para el carretero.
Por lo general, cuando estaba en el molino, Emma encontraba que el sonajero
y el estruendo familiar de la rueda del molino la calmaban, pero hoy parecían
demasiado fuertes. Quizás porque sus nervios estaban tintineando aun cuando la
avalancha del río bajo sus pies parecía ensordecedora.
—¿Era Azor el del puente, Gytha?
Gytha se dirigió a la tolva y recogió algo de grano. Henri la siguió, se instaló en
el suelo junto a las faldas de Gytha y comenzó a dibujar patrones en el polvo de
harina.
—¿Gytha?
Brevemente, Gytha cerró los ojos.
—Sí, era Azor.
Emma sintió como si el molino hubiera sido puesto patas arriba. Azor era el
más firme partidario de Judhael; también fue otro campeón de la causa Sajona
perdida. "Dulce madre". Con la boca seca, tragó con fuerza.
—¿Significa eso que Judhael ha regresado?
—Me temo que sí.
Las uñas de Emma se clavaron en las palmas de sus manos.
—¿Lo has visto?
—Sí.
—Oh, Señor. —Emma respiraba temblorosamente. —¿Hablaste con él?
—Sí.
—¿Y...?
Gytha sonrió con tristeza a Henri y agitó la cabeza.
—No importa lo que dijo. Creo que deberías olvidarlo.
—¿Todavía está amargado? ¿Sabe que vivo aquí?
—Sí, a ambas preguntas —dijo Gytha.
Emma sintió cómo se le drenaba la sangre de la cara.
—Pensé que podría escapar de él aquí, que estaría a salvo entre toda esta
gente. Si hubiera vuelto a Fulford, Judhael me habría encontrado en un momento.
¿Cómo me encontró?
Gytha levantó los hombros, sus ojos estaban muy abiertos y preocupados.
—No tengo ni idea, pero no hace falta mucho para descubrir tu paradero. Una
pregunta aquí, una pregunta allá.
—He rezado y rezado para que nunca volviera.
—Bueno, Judhael y Azor han regresado y de alguna manera Judhael se ha
enterado de que vives aquí.
—Gytha, dijo algo más, ¿no?
Gytha dejó caer la pala de grano de nuevo en el saco y se limpió las manos.
—¿Gytha?
Gytha frunció los labios y algo pasó en la mente de Emma. Cruzando el suelo
con dos pasos, tomó los brazos de Gytha y le miró las muñecas. Por suerte, no
estaban marcados.
—Te amenazó, ¿verdad? Y Bertha… Judhael debe haber ido a verla, también
—se frotó la frente. —¿Qué fue lo que dijo Bertha? ¿Algo sobre amigos
desesperados que habían regresado...?
—Emma, ¿de qué estás hablando?
—¡Judhael! Debe haber amenazado a Bertha, por eso ha dejado de darme
trabajo…
—¿Bertha no tenía trabajo para ti?
—Aparentemente no. Había varias canastas de ropa de cama alineadas para
ser lavadas, pero no se me permitió acercarme a ellas. Judhael debe haberle
hecho una visita, ¿no lo ves?
—Estoy empezando a hacerlo. Ciertamente quiere que vuelvas.
—¡El hombre está loco! Después de lo que hizo en Seven Wells Hill, la forma
en que venció a Lufu cuando supo que fue ella quien le dijo a Cecily la ubicación
del campamento rebelde. Lufu sólo intentaba ayudar a poner a salvo a mi
hermanito —el sudor frío caía por la espalda de Emma. Miró a su hijo, al hijo de
Judhael. Si Judhael se apoderaba de Henri… no soportaba pensar en ello. —¡Nunca
volveré con él, nunca!
—Por supuesto que no. No temas, no le haremos caso. Nos las arreglamos
para apagar el fuego y...
La sangre de Emma se convirtió en hielo.
—¿Judhael provocó el incendio?
—No estamos seguros, pero parece probable. Sucedió poco después de su
visita. Creo que se trata de una advertencia. Sugirió que te echáramos —Gytha
puso una mueca de dolor. —Dios, no quería decirte eso. Emma, no le haremos
caso.
—¿No le prestas atención? Gytha, el hombre intenta quemar el molino y tú
dices que no le haga caso. ¿Y si hubiera prendido el fuego por la noche y nadie lo
hubiera notado hasta que fuera demasiado tarde? ¡Podríamos haber estado fritos
en nuestras camas!
—Calla, Emma, estás alarmando a Henri. Y de todos modos, nadie resultó
herido.
—Henri y yo tendremos que irnos.
—¡Tonterías, eso es exactamente lo que él quiere!
—¿Qué quieres decir?
—Judhael quiere que vuelvas.
—Si cree que amenazar a mis amigos me va a hacer volver con él, entonces la
guerra con los Normandos lo había dañado más de lo que pensaba —ella aspiró un
poco de aliento. —¿Crees que sabe lo de Henri?
Gytha agitó la cabeza.
—Lo dudo, no lo mencionó.
—Eso al menos es un consuelo. No permitiré que te amenace. Que Dios nos
ayude. Me gusta estar aquí contigo y a Henri también. ¿No es así, Henri?
—Sí, mamá.
—Emma, no está bien que Judhael te amenace. Eres una dama...
—Ya no lo soy.
—Sí, lo eres. Tu padre era Thane 6 de Fulford. Judhael era sólo un vagabundo.
Emma suspiró.
—Sea como fuere, no traeré problemas a tu puerta. Henri y yo debemos irnos.
—Judhael dijo que volvería mañana.
—Ya me habré ido para entonces.
—No puedes ir a Fulford.
—No, no puedo, Judhael sin duda está esperando que yo haga precisamente
eso.
—¿Dónde entonces? ¿Adónde irás?

6
NT. La palabra Thane hace referencia a cierto título nobiliario de Escocia y el norte de Inglaterra. Refiere a un representante
del Rey con tierras y privilegios, pero no tiene un referente directo a los títulos conocidos (duque, conde, etc.). El de Conde
parece ser el más próximo
Capítulo 2

Sir Richard de Asculf estaba en los establos del castillo cuando llegaron los
mensajeros.
Richard estaba desnudo hasta la cintura y sus anchos hombros brillaban de
sudor, pues estaba acicalando personalmente su destrier, un corcel llamado
Roland, que tenía un momento caprichoso, y sólo él lo atendía en esos momentos.
Afuera podía oír claramente el clink, clink, clink, del resquicio del cincel de un
albañil. Se estaba trabajando en la puerta de entrada.
Como había vuelto a tomar las riendas del mando en Winchester, Richard no
esperaba hacer tanto ejercicio como un joven en sus mejores momentos. Le
gustaba acicalar a Roland. Le gustaba mucho la gran bestia; habían pasado por
mucho juntos. Afuera, sus dos perros lobo descansaban en una paja suelta que se
había caído al patio, con los ojos cerrados mientras dormían al sol. No tenía ni idea
de dónde estaba el perro mestizo blanco, tal vez escarbando un hueso de la
cocina. Ese perro siempre tenía hambre.
El cascabeleo de los cascos en los adoquines alertó a Richard sobre los recién
llegados. Mirando hacia arriba, empujó hacia atrás su brillante pelo castaño y casi
inmediatamente cuatro jinetes trotaron a la vista, enmarcados por la puerta. Sus
caballos estaban salpicados de espuma, casi reventados.
Un pliegue se formó en la frente de Richard.
—¡Geoffrey!
La cabeza de su escudero surgió del siguiente establo, donde él estaba
trabajando en su propio caballo.
—¿Señor?
—Mira lo que quieren esos hombres, ¿quieres?
—Sí, señor.
—Asegúrate de que se les ofrezcan refrescos y si tienen despachos, diles que
me reuniré con ellos en el solar en media hora cuando haya terminado aquí. Oh, y
escoge buenos caballerizos para esos caballos, han sido montados demasiado
hasta la extenuación.
—Sí, señor.
Geoffrey salió a la calle y Richard volvió a cepillar el abrigo que constituía la
piel natural de Roland. Roland resopló y se puso a bufar y empujó contra su mano.
—Tranquilo, muchacho. Te gusta eso, ¿verdad?
Una sombra cayó sobre él.
—¿Señor?
—¿Geoffrey?
—No... no son despachos, señor. Tienen un mensaje personal para usted, y
dicen que es importante.
—¿Del Rey?
—No, señor, pero creo que necesita oírlo.
—¿No en este momento, seguramente?
Los ojos de Geoffrey se iluminaron de emoción.
—Me temo que sí, señor.
Suspirando, Richard se enderezó y salió del establo de Roland.
—Si son enviados —dijo, haciendo una mueca ante su estado semidesnudo,
—no estoy vestido para recibirlos.
—Querrá recibirme, mi Lord —un hombre pasó a Geoffrey y extendió una
mano para saludar. —¿Eres Sir Richard de Asculf, comandante de la guarnición?
—¿Mi Lord? Sí, pero ¿quién diablos es usted? —tomando su camisa de lino
del tabique, Richard se limpió la cara. El hombre, un caballero a juzgar por su
costosa armadura, tenía una expresión sombría. A juzgar por el crecimiento de su
barbilla, no se había afeitado en varios días.
—Sir Jean Sibley, mi Lord, y a su servicio —la mirada del hombre parpadeó
brevemente hacia la herida en el hombro de Richard.
Richard hizo un gesto para que salieran. ¿Mi Lord? En el patio, los otros
caballeros que habían acompañado a Sir Jean ya habían desmontado. Richard
sintió que los ojos de Sir Jean descansaban curiosamente sobre él.
—Mi Lord —Sir Jean apretó un manojo de tela carmesí en sus manos.
—¿Un pendón de caballero? No...
Un resplandor traicionero de oro hacía que el hielo se deslizara por la
columna vertebral de Richard.
—Mi primo —dijo, —algo le ha pasado a mi primo.
—Sí, mi Lord.
Sorprendido, apenas capaz de reconocer lo que estaba sucediendo, Richard
vio cómo Sir Jean y los demás caballeros inclinaban la cabeza en señal de respeto.
—Mi señor, lamento informarle que su primo, el Conde Martin de Beaumont,
murió hace una semana y...
—¿Martin? ¿Qué demonios ha pasado? —Richard desplegó la tela carmesí. El
pendón de Martin. Era casi idéntico al suyo, con la única diferencia de que el pale,
la línea que atraviesa el centro del pendón de Beaumont, era de oro en lugar de
plata. Un conde está clasificado más alto que un caballero. Poniendo cara firme,
Richard abrió la tela y tragó. Esto sería difícil de aceptar. No había visto a su primo
en más de un año, pero de niños habían sido criados juntos. Habían sido tan
unidos como si fuesen hermanos. Martín es; era, demasiado joven para morir,
pensó Richard, aunque sabía muy bien que muchos más jóvenes que Martín
habían muerto desde que el Rey William llegó a Inglaterra. Ese pobre niño que
había visto caer herido en el Norte no era más que uno de muchos, incluso ahora
que el niño perseguía sus sueños...
Sacando al niño de su mente, Richard se concentró en el hombre que tenía
delante.
—Fue un accidente, mi Lord —decía Sir Jean. —El Conde estaba entrenando a
sus hombres y su caballo lo arrojó. Ya sabes cómo era él.
Richard asintió.
—Tenía que participar.
—Exactamente, mi Lord. El Conde se cayó y se dislocó el hombro. Al principio
pensamos que eso era de todo. Pero tristemente... —Sir Jean extendió sus manos.
—tristemente parece que había otras heridas ocultas.
—¿Internas?
—Debe haber habido. El Conde murió hace una semana. Y en ausencia de
herederos, usted, mi señor Conde, ha heredado el título.
Gesticulando para que Sir Jean y sus hombres lo siguieran, Richard cruzó a
toda velocidad el patio, con el pendón de Beaumont aplastado con fuerza en un
puño, su túnica y su camisa de lino en el otro. —¿Sin hijos? Creí que era posible
que él y Lady Aude…
—Mi señor, aún no se habían casado.
Richard parpadeó. Su primo y Aude de Crèvecoeur estaban prometidos desde
que ella era una niña y Martin la adoraba.
—¿Nunca se casó con Lady Aude?
—No, mi señor.
—¿Por qué el retraso? —Aude de Crèvecoeur no era del gusto de Richard, y si
hubiera sido él quien se había comprometido con la mujer, entonces habría
retrasado el matrimonio, hasta el día del Juicio Final. Pero, chacun à son gout, 7
Martin la había adorado... No tenía sentido.
—No lo sé, mi Lord. El Conde no me confió sus planes matrimoniales.
—¿Pasó en Beaumont?
—¿Mi Lord?
—¿El accidente ocurrió en Beaumont?
—Sí, mi Lord.
—¿Estás seguro de que no hubo juego sucio? —al entrar en el salón, Richard
bajó la voz. —Tanto mis señores de Alençon como de Argentan tienen los ojos
fijos en Beaumont desde hace mucho tiempo.
—El pensamiento cruzó nuestras mentes, también, mi Lord. Pero, no, el
Conde murió por las heridas de la caída, no había nada siniestro adicional.

7
NT. En francés en el original, chacun à son gout: cada uno a su gusto.
Llegando a un taburete, Richard dejó caer el pendón sobre la mesa y arrastró
su camisa de lino. Geoffrey se ocupaba de servir vino.
—Es un maldito desperdicio, —dijo Richard. —Martin era un buen hombre, un
buen Conde.
—Sí, Lord Richard. Pero estoy seguro de que usted, como heredero de las
propiedades de su primo, también hará un buen recuento y uso de las mismas. —
Sir Jean le miró directamente y habló con una nueva intensidad. —Si se me
permite hablar claramente, se le necesita en Beaumont. Como usted dice, Alençon
y Argentan están al acecho. ¿Cuánto tiempo necesitará para arreglar sus asuntos
en Inglaterra?
Richard tomó una taza de vino que le ofrecía Geoffrey.
—Eso dependerá del Rey William. Como Duque de Normandía tendrá que
aprobar mi herencia de las propiedades en Beaumont. Es su derecho.
—Por supuesto, mi Lord, ¿pero seguro que está de acuerdo? William necesita
buenos hombres en su Ducado, así como en su reino aquí.
—Puede que sea así, pero en el pasado se ha mostrado muy reacio a dejarme
salir de Inglaterra.
—Confidencialmente —Sir Jean se acercó más. —Eso debe cambiar, mi señor.
La posición de Beaumont tiene una importancia estratégica para él, ya que tanto
Alençon como Argentan quieren tenerla en sus manos. El Duque debe estar de
acuerdo con su adhesión y pronto. Un retraso podría ser desastroso para sus
intereses en Normandía. Hemos tratado de mantener lejos la noticia de la muerte
del Conde Martin tanto de Argentan como de Alençon, pero es sólo cuestión de
tiempo antes de que se enteren de la noticia. Y entonces... —su expresión se
oscureció.
—Entiendo. Sin embargo, necesito el permiso del Rey William antes de salir
de Inglaterra. Y hasta entonces, sigo siendo Sir Richard de Asculf —se llevó su copa
de vino a los labios.
—Por supuesto, mi Lo… señor. Y debo mencionar otro asunto urgente. Puedo
preguntar, ¿aceptarás a Lady Aude como tu esposa?
Richard casi se ahogó.
—¿Casarme con Aude de Crèvecoeur? Dios, hombre, ¿por qué diablos me
preguntas eso?
Sir Jean le aclaró la garganta.
—Su hermano, el hermano de Lady Aude de Crèvecoeur, el Conde Edouard,
podría estar esperando ese compromiso.
—¿Esperándolo?
—Lady Aude estaba prometida a tu primo desde hace algunos años. Ha sido
educada para ser Condesa de Beaumont. Ya que serás el Conde en lugar de tu
primo, su hermano puede esperar que cumplas el acuerdo.
—Puede tener esa esperanza —dijo con franqueza Richard. —Pero no deseo
casarme con ella.
—Puede haber problemas, Lo… Sir Richard. En casa hay presiones...
Levantando la mano para demandar silencio, Richard miró inexpresivamente
a su copa de vino. No necesitaba oír nada más. A decir verdad, necesitaba tiempo
para pensar. Martin estaba muerto, muerto. Y si el rey William aceptaba, él sería el
conde de Beaumont. Era difícil de creer.
—Hace tiempo que deseaba volver a casa —murmuró —pero no de esta
manera, no a costa de la vida de mi primo —y prefería ser condenado antes de
casarse con Aude de Crèvecoeur.
—No, señor, por supuesto que no.
Haciendo gala de ingenio, pues no estaría bien parecer indeciso ante estos
hombres, caballeros de Beaumont que habían sido leales a su primo y que pronto,
según esperaba, le jurarían lealtad, Richard hizo un gesto a Geoffrey para que se
acercara.
—Primero, el Rey debe ser informado de los acontecimientos en Normandía.
Geoffrey, sé bueno como para traer una pluma y tinta al solar.
—¡Sí, señor! —el joven estaba radiante de oreja a oreja. Había una gran
diferencia entre ser escudero de un caballero y ser escudero de un conde, y este
ascenso inesperado lo deleitó claramente.
Richard agitó la cabeza, pero no pudo encontrar en su corazón la forma de
culparlo. Geoffrey apenas conocía a su primo, ¿cómo se podía esperar que lo
llorara?
A mitad de camino de la puerta, Geoffrey se giró.
—¿Voy a buscar a un escriba también, mi Lord?
—No, esta es una carta que escribiré yo mismo —Sir Jean estaba en lo cierto;
hasta que llegaran a Normandía, cuanta menos gente supiera de la muerte de su
primo, mejor.
—Muy bien, señor.
Richard se sonrió y se volvió hacia Sir Jean y los caballeros que habían viajado
desde Beaumont para traerle esta noticia.
—Creo que ya es hora de hacer algunas presentaciones —dijo, señalando a un
tipo con un penacho de pelo rojo que se paró a la altura del codo de Sir Jean.

***

Al día siguiente, Richard estaba de vuelta en las caballerizas del castillo


cepillando a Roland después de un temprano galope a través de los humedales
cercanos y alrededor de las defensas de la ciudad.
Richard estaba incómodamente consciente de que atender a un destrier
vestido sólo con las chausses 8 y botas no era tal vez una tarea para un Conde. Sin
embargo, por el momento la compañía de los animales era preferible a la
compañía de las personas. Ni a Roland ni a los sabuesos les importaba cuánto
ejercicio hacía, ni pensaban menos de él si se tomaba tiempo para pensar y
planear. Además, Richard estaba condenado si iba a romper el hábito de su vida,
cuidando de sus animales él mismo, simplemente porque el pobre Martin había
muerto. Y en cualquier caso, sólo un puñado de hombres de confianza conocían
de su estatus recién adquirido.
Su carta al Rey William había sido enviada, pero no había respuesta. Todavía.
Estaba impaciente por volver a Normandía.
8
NT. Prenda de vestir; del tipo armadura, que cubre los pies y las piernas, usualmente hecha de pequeños aros de metal que
conformaban cadenas, utilizados en Europa principalmente del siglo XI al siglo XIV; aparecen ilustrado en el tapiz de Bayeux.
El regular, tock, tock, tock de cincel sobre piedra le dijo a Richard que el
trabajo de los albañiles en la puerta de casa aún no había terminado. Oyó el grito
ocasional del capataz y el crujido de su cabrestante.
En el huerto a las afueras de la ciudad, un cuco estaba llamando mientras
anidaba, su voz flotando claramente sobre las murallas del castillo. Primavera,
gracias a Dios. Había sido un invierno duro. Quizás este año esté celebrando la
Pascua en Beaumont...
Una sombra cayó sobre el suelo del establo.
—Hay dos mujeres que quieren verlo, señor.
Richard levantó la vista con una sonrisa. Esperaba a una mujer, Frida del
Staple.
—¿Dos? Geoffrey, me halagas.
A pesar del ejercicio que Richard había estado haciendo, el sueño seguía
siendo difícil de alcanzar. Por eso había decidido añadir otra forma, más
agradable, de ejercicio a su régimen. Había pasado demasiado tiempo desde que
había tenido a una mujer, quizás eso era lo que necesitaba; ciertamente no podía
hacerle daño. Y toda la guarnición sabía que las mejores mujeres disponibles
localmente se encontraban en el Staple, la posada que se encuentra más allá de
Market Street. Con las noticias de Normandía añadidas a las responsabilidades
diarias de Richard, no había tenido tiempo de visitar el Staple para elegir una.
Había enviado a Geoffrey en su lugar, con órdenes de buscar a una chica
adecuada.
¿Pero dos mujeres? Dios. Si eso no funcionaba, nada lo haría.
Últimamente, los sueños de Richard estaban llenos de imágenes
perturbadoras, imágenes sangrientas que se centraban en un niño Sajón cuya
muerte no había podido evitar. Richard esperaba que las chicas le dieran placer;
otra noche de vigilia lo volvería loco.
Geoffrey aclaró su garganta.
—No, señor, usted no entiende. Estas mujeres no son del Staple.
—¿Oh?
Richard oyó pasos. Más sombras oscurecieron la puerta cuando una mujer
joven y un niño pequeño se adelantaron, ambos con ese hermoso colorido Sajón.
Una mujer mayor se paró cerca de ella. Los ojos de Richard se entrecerraron; eran
familiares, pero al principio no pudo identificarlos. La mujer que se había
adelantado era atractiva, con grandes ojos azules y cabello rubio meloso que
había sido recogido bajo un velo desgastado. Sus ropas no eran llamativas, un
vestido verde descolorido, un cinturón de cuero delgado con un bolso desgastado
colgando de él.
El niño se aferró a sus faldas y miró con recelo a los grandes perros lobos. El
otro perro de Richard, el mestizo, no estaba por aquí. Lentamente, el niño se
metió el pulgar en la boca. Y entonces Richard lo tuvo: ésta era la lavandera de
piernas desnudas que había visto junto al río. Con su velo puesto y su ropa
arreglada, no la reconocía. Su cara estaba ensombrecida por el cansancio, pero
había perdido el ceño fruncido que llevaba puesto junto al río. Y, sí, como él lo
había predicho, le sentaba bien, estaba más guapa por eso.
Con su camisa de lino sobre su hombro, Richard se acercó a ellos. Se irritó al
no ver a Frida, sin duda alguna, la lavandera estaba a punto de perturbar su
mañana con una petición.
El miedo en los ojos del niño mientras miraba a los perros lobo hizo que
dejara de lado su irritación.
—No te harán daño —dijo en voz baja, en inglés. El dominio de la lengua
inglesa de Richard era débil, pero cuando se le presionaba, generalmente podía
hacerse entender. —Les gustan los niños, pero no los asustes. Han estado
durmiendo, ya ves.
La compañera de la lavandera se acercó y le tendió la mano al niño. Por
supuesto, era la madre del niño, la mujer que había estado en el río cuando
entraron.
—Henri, ven aquí —el chico se acercó lentamente a ella, los ojos puestos en
los sabuesos, y los dos retrocedieron hacia el patio.
La lavandera linda se quedó. Su sonrisa era nerviosa; sí, definitivamente
estaba a punto de pedirle un favor. Será mejor que terminemos con esto, y así
podrá ver si Frida le sienta bien. Por la descripción de Geoffrey, Frida tenía mucho
que ofrecer. Tendría que ser un enlace temporal, por supuesto, ya que esperaba
marcharse pronto a Normandía.
—¿Tu nombre?
—Emma... Emma de Fulford.
Merde, ¿esta era la hermana de Cecily? Lady Cecily de Fulford se había casado
con su camarada Sir Adam Wymark, y Richard le contaba entre sus amigos más
queridos. Le echó un vistazo más de cerca. Sí, el parecido estaba ahí si lo buscabas.
Así que esta era Lady Emma de Fulford… ¡una lavandera! Su padre había sido un
Thane Sajón, su madre una noble Normanda. Richard había conocido a Lady Emma
antes, aunque brevemente, pero la conocía por su reputación.
No se le escapó que ella no había usado su título, ni que había elegido
ignorarlo ayer junto al río. Como él recordaba, a pesar de su madre Normanda,
Emma de Fulford había sido singularmente inútil en los días inmediatamente
posteriores a la Conquista. Por esa sola razón, Richard no quería que le gustara, sin
importar que ella obviamente hubiera adivinado que él tenía una tarea en los
establos, y que en ese momento estuviera tratando de mirarlo por debajo de su
pequeña nariz. Le devolvió la risa. Como la mujer sólo llegaba a su hombro,
mirarlo desde la nariz era, por supuesto, imposible.
Pero, por Saint Denis 9, los años la habían cambiado. La ropa de Emma de
Fulford era sólo un poco mejor que la de un mendigo. Desaparecieron las galas
que una vez se había puesto para volar alrededor de la sala de aguamiel 10 de su
padre. Atrás quedaron los anillos de la muñeca que ella había llamado suyos.
Brevemente, Richard se preguntó qué había hecho con ellos. Habían estado
haciendo ruido en sus muñecas el día que la conoció, bárbaros brazaletes Sajones
con el suave resplandor del oro. ¿Cuándo fue eso? ¿Hace tres años, más? No podía
recordar. ¿Había perdido los brazaletes o los había vendido?
Siempre había sido una muchacha estúpida. Si no, ¿Por qué habría huido con
ese Sajón impulsivo? Todo Wessex sabía que habían sido amantes, y para ella, una
mujer noble, haber tomado a un hombre fuera del matrimonio, era algo casi
inaudito. Tuvo suerte de no haber tenido un hijo.
Mientras Richard la miraba, sus entrañas se tensaron y por un momento
pensó que veía la súplica en esos grandes y oscuros ojos encogidos. Pero, no, debe
haberse equivocado. Su nariz se levantó, sus labios se reafirmaron.

9
NT. Saint Denis (San Denis). Apóstol de las Galias. Primer obispo católico de Paris. Vivió en el siglo III.
10
NT. Sala de aguamiel. Salón principal de edificaciones desde el siglo V hasta principios del Medioevo. Característica de las
construcciones vikingas; donde residían los Señores, y su comitiva más cercana.
—Sir Richard —inclinó su cabeza, sus ojos parpadeando brevemente, altiva,
hacia su pecho desnudo. Casi podía ver sus pensamientos… ¿por qué un caballero
como él cepillaba a su caballo? ¿Qué diría ella, se preguntó Richard, si supiera que
pronto iba a ser el Conde de Beaumont?
Más recuerdos estaban volviendo a él. En el invierno de 1066, ¿no se había
persuadido a Emma de Fulford para que abandonara a su amante rebelde en
Beacon Hill? A Richard no le había gustado su arrogancia entonces y no le ha
gustado hoy. Pasando junto a ella, se dirigió al abrevadero, se agachó y arrastró la
camisa. Apretando los dientes, se recordó a sí mismo que se trataba de la
hermana de Cecily, y que había sido criada como hija de un Thane. ¡Una
lavandera! No le importaría apostar que su estatus de mujer caída, venida a
menos, significaba que era rechazada por medio pueblo. ¿Cuál era la palabra
Sajona para "nada", nithing? ¿La gente pensó en su nithing? Cualesquiera que
fueran sus errores pasados, esta mujer merecía algo mejor. Allí había crianza y
belleza, y, por supuesto, hablaba francés con fluidez.
—¿Necesitas mi ayuda? —preguntó, volviendo con alivio a ese idioma.
—Yo... sí, por favor. Mi hermana, Cecily, se casó con tu amigo Sir Adam.
—Sé quién es tu hermana —la mujer que tenía ante él era quizás una pulgada
más o menos más alta que Lady Cecily, pero no era alta. Richard parecía recordar
que su figura había estado más llena cuando la conoció, pero era difícil juzgarla
hoy, ya que estaba escondida bajo ese horrible vestido. Su cintura parecía
delgada. Se encontró recordando la delicadeza de sus pies y la hermosa curva de
sus pantorrillas, que había visto en el lavandero. Esperaba que Frida fuera la mitad
de atractiva.
—Sí, por supuesto. Bueno, recuerdo que Cecily mencionó que eras un buen
amigo...
Para horror de Richard, su voz se rompió. De repente giró la cabeza.
— Yo… este… Oh, Lord… —ella parpadeó rápidamente, pero no antes de que
Richard hubiera visto sus ojos brillar con el veloz brillo de las lágrimas. Cuando
levantó la vista un momento después se había recuperado —Me gustaría trabajar
aquí en el castillo. Pensé; ya que conoces a mi familia, que podrías ponerme en
contacto con el administrador del castillo, y tal vez... tal vez una recomendación...
—su voz se calló.
Richard podía ver por el conjunto de sus labios que ella odiaba pedirle este
favor. Emma de Fulford podría haber sido despojada de sus galas, podría haber
perdido su reputación, pero había conservado su orgullo.
—¿Trabajo? ¿Te refieres a lavar ropa de cama?
La nariz se incendió.
—Sí, tengo experiencia. He estado trabajando en el lavadero. Pero preferiría
trabajar en el castillo. Ropa, sábanas, sedas finas... lo que sea. Sé cómo manejar
las telas importadas más delicadas. No se dañará nada. También soy una costurera
competente.
Cómo habían caído los poderosos. Era difícil no sonreír, pero Richard lo logró.
Algo en su orgullosa postura lo conmovió. Que conservara la dignidad que le
quedaba.
—Hay costureras competentes en abundancia aquí —se frotó la barbilla
mientras pensaba. Lady Emma pudo haber sido una tonta en el pasado, pero era la
hermana de la esposa de Adam, y él quería ayudar.
—Ya veo —los hombros Emma de Fulford se desplomaron; empezó a dar la
espalda. —Le agradezco su tiempo, señor.
Richard le tomó el brazo suavemente.
—No te precipites, no te he dicho que no te ayudaré, sólo que no necesitamos
costureras.
El brazo bajo la tela era más ligero de lo que esperaba, de huesos finos. Se le
cruzó por la mente que ella podría no estar comiendo lo suficiente. Al soltarla,
Richard sintió confusión por un momento. Sir Adam Wymark se había casado con
la hermana de esta mujer. Adam era el mejor de los camaradas y estaba dispuesto
a cumplir todos los deseos de Cecily, así que, ¿por qué no se le había dado a Emma
una habitación en Fulford?
Abrió la boca para preguntar antes de que se le ocurriera que cuanto menos
involucrado estuviera con esta mujer, mejor. Se marcharía pronto. Y aunque él no
sabía mucho de ella, lo que sí sabía le decía que era una mujer complicada.
Richard ya tenía más complicaciones de las que podía soportar. Pero había algo en
su manera de ser y en su persona que captaba su admiración. Añade a eso la
lealtad que sentía por Adam y Cecily, que tenía que ayudarla.
—Geoffrey hará una cita para que conozcas a nuestro mayordomo.
¿Geoffrey?
—¿Señor?
—Ocúpate de ello.
—¿Trabajará aquí en la lavandería?
Richard agitó la cabeza.
—Creo que no. Lady Emma necesita algo más adecuado para su puesto, ¿me
entiendes?
—Sí, señor.
—Muy bien, llévala con el mayordomo, y si él no tiene nada para ella, que
haga averiguaciones en el solar de las damas. Mientras tanto, pásame mi túnica,
¿quieres?
—Gracias, señor —dijo Emma de Fulford, inclinando la cabeza. Geoffrey le dio
a Richard su túnica y éste la tomó. —Muchas gracias —dijo ella, haciendo una
reverencia con gracia.
Richard estaba abrochándose el cinturón cuando un movimiento a través del
patio le llamó la atención. Una mujer sonriente hizo un gesto con la mano y
comenzó a caminar lentamente hacia ellos, con las caderas balanceándose
mientras caminaba. Esta debe ser Frida, de Staple.
Frida llevaba un vestido amarillo de cordones apretados que enfatizaba sus
generosas curvas. La profunda raya en el frente revelaba más que el inicio de su
pecho, y las faldas llenas espumaban alrededor de sus tobillos. El amarillo le
quedaba bien y ese paseo ondulante estaba calculado para atraer la mirada de
todos los hombres del patio. La marcha de Frida tuvo el poder de detener el
golpeteo de los cinceles de los albañiles. Incluso llegó a la cocina, a través de la
puerta abierta se oyó un ruido cuando alguien dejó caer una olla.
Richard sonrió y deseó haberse afeitado. Esta era la clase de mujer para él. Su
relación con Frida no sería complicada, un breve asunto de negocios libre de culpa
o emoción desordenada.
Emma de Fulford había visto a Frida y con un ligero sonrojo en sus mejillas se
alejaba.
—Tu... Lady... está aquí, ya veo.
Con la cara sonrojada sin ninguna razón que Richard pudiera señalar, aclaró su
garganta. Frida era una ramera como todos sabían, pero se decía que era una
ramera fiel que se quedaba con un amante a la vez. Si se adaptaban, ella sería
suya y sólo de él, mientras él estuviera en Inglaterra, y mientras él siguiera
suministrándole las baratijas y monedas que sin duda ella necesitaba.
Sin embargo, mientras Richard observaba a Frida acercarse lentamente a él,
descubrió que la elegante y delgada figura de Lady Emma de Fulford tenía una
tendencia a quedarse en el fondo de su mente.
Capítulo 3

¿Más apropiado? Con Henri en brazos, Emma salió furiosa del patio. Aediva ya
no estaba con ella, habiendo regresado al lavadero inmediatamente después del
inicio de la entrevista de Emma con el conde Richard. Anteriormente, cuando
Aediva se enteró de adónde iba Emma esa mañana, insistió en venir con ella,
bendecirla, para darle apoyo moral. Emma tenía buenos amigos, y por eso estaba
agradecida, pero esta mañana le pareció que lo que necesitaba eran amigos
poderosos.
Al cruzar el puente levadizo, se topó con lo que quedaba de la calle Golde
después de que el Rey William; con la típica arrogancia Normanda, hubiera
derribado la mitad de la calle para construir su castillo.
Sus pasos eran rápidos y espasmódicos y no se dio cuenta de que aún
murmuraba para sí misma hasta que Henri le dio una palmadita en la mejilla y
trató de hacer que le mirara a los ojos.
—¿Mamá? ¿Mamá enojada?
—Sí, cariño. Mamá está muy enfadada.
La cara de Henri se desencajó, su mano cayó.
—Oh, no contigo, cariño, no contigo —Emma hizo su voz ligera. —Es ese
hombre con la que estoy enfadada, ese hombre estúpido y condescendiente.
—¿Sir Rich?
Emma dio una risa sin sentido del humor.
—No eres tonto, ¿verdad, mi muchacho? —cielos, ella debía cuidar su lengua
con Henri; puede que él no haya visto tres veranos, pero entendía demasiado de
lo que pasaba con él. —Sir "Rich" lo resume todo.
—¿Mamá? ¿Sonreír?
Sir Rich, en efecto. Pero en lo que a ella se refería, él era singularmente inútil.
Forzando una sonrisa, marchó por la calle. ¿Y ahora qué? ¿Ahora adónde? El
pánico se agitaba dentro de ella.
—Necesitamos trabajar —dijo. —Un lugar para vivir.
—Sí, mamá.
Sir Richard debía haber sabido que su mayordomo no tendría ningún trabajo
para ella, debía haber sabido que la rechazarían. La había humillado. Claramente,
Sir Richard desaprobaba que trabajara como lavandera. No es apropiado para una
dama, oh, nunca lo dijo claramente, pero lo pensó. Lo había leído con esos fríos
ojos grises. No es apropiado, de hecho. Y aquí estaba ella saliendo del castillo sin
nada, porque el escudero del conde, Geoffrey, la había dejado con el mayordomo,
que no se molestó en encontrar un trabajo "adecuado". ¿Qué era adecuado? Echó
humo, llegando a Westgate y girando hacia Market Street. ¿Qué esperaba el
hombre que ella hiciera?
—Henri, estás creciendo tan rápido, lo juro, eres más pesado que uno de los
sacos de grano de Gytha —poniendo a su hijo en pie, ella tomó su mano y siguió
adelante.
¿Trabajo adecuado? ¡Ha...! ¿Qué era adecuado para alguien de su posición?
Ni la señora, ni la campesina, eran trabajos apropiados para ella; miró la parte
superior de la cabeza de su hijo; un supuesto error. Un error, Emma apretó los
dientes, del que nunca se arrepentirá mientras viva.
En la esquina de la calle Staple, una mujer con huevos en una cesta llamó su
atención. Huevos. La boca se le hizo agua; no había comido un huevo en mucho
tiempo. Pero, por supuesto, los días eran cada vez más largos y con los días más
largos, las gallinas entraban en la puesta. En su otra vida, cuando era hija de un
Thane en Fulford, a Emma le encantaba cazar los primeros huevos de la
temporada. Una ola de anhelo la llevó y ella perdió ritmo de su andar.
—¿Huevos frescos, señora?
Se aclaró la garganta.
—Más tarde, tal vez.
El Staple yacía frente a ella, un edificio de madera, varas y bahareque,
pobremente pintado, que era casi tan grande como la sala de aguamiel de su
padre. Su paja era oscura con el paso del tiempo, y el humo salía de las rejillas en
la cresta del tejado. El Staple era la taberna más popular de la ciudad, y esta
mañana la puerta y las persianas se habían abierto de par en par para admitir el
aire, la luz del sol de primavera y, por supuesto, los clientes. Emma tenía amigos
dentro. No son poderosos, pero sí amigos. Quizá puedan ayudarla.
Emma cruzó el umbral, aferrándose a Henri.
Un grupo de mercaderes, alrededor del fuego central, regateaban sobre los
puntos más delicados de un acuerdo, una banda de soldados fuera de servicio
bebía en uno de los taburetes. Aparte de las taberneras, había pocas mujeres
presentes. Hélène y Marie estaban en las sombras al final de la habitación,
llenando jarras de arcilla con vino de un barril. Detrás de las mujeres estaba el
biombo de madera que ocultaba la puerta de la cocina adyacente. A un lado,
contra el otro muro, una escalera conducía a la alcoba comunal que; siguiendo un
diseño traído por los invasores Normandos, había sido construida bajo el alero.
Varias cabezas se volvieron cuando Emma se dirigió hacia Hélène y Marie.
Ciertamente había muchas plagas de la guarnición hoy aquí. Emma se encontró
sacudiendo y alejando sus faldas fuera del camino de más de una mano que la
agarraba. Al llegar al taburete debajo de la cámara del desván, se sentó en un
banco y suspiró aliviada.
—¿Cómo te va, Hélène?
Hélène puso un tapón en una de las jarras y sonrió.
—Bien.
—Tengo un par de favores que pedir —dijo Emma.
—Estaré contigo en un momento.
Henri tiró de su mano y saltó detrás del biombo de madera, atraído por un
delicioso olor a pan fresco.
—Hola, Henri —al escuchar la voz de Inga, la cocinera de la taberna, Emma se
relajó. Inga mantendría a Henri a salvo. —¿Tienes hambre?
—¡Sí!
Inclinando su cabeza contra una mancha blanqueada en la pared, Emma cerró
los ojos. Había sido humillada, ¡Sir Rich… ha! La había humillado. Diciéndole a su
escudero que se asegurara de que ella tuviera un trabajo "adecuado", cuando él
debía saber que el mayordomo le daría sólo una pequeña muestra de respeto. Los
labios del mayordomo se habían enroscado cuando le había dicho, no; él no creía
que hubiera trabajo en el Castillo de Winchester para una dama como ella. Y su
tono...
—¿Todo bien, amor? —el banco crujió cuando Hélène se sentó a su lado.
Emma abrió los ojos mientras Marie se adentraba en el cuerpo principal de la
taberna y comenzó a coquetear con un joven arquero.
—Lo confieso, he estado mejor.
—¿Alguien te llamó nithing de nuevo?
Ser llamado nithing era decir que no existías, que eras más bajo que los bajos.
Lo cual, Emma pensó amargamente, eso era ella. Una marginada. Había sido una
dama y había tenido un hijo fuera del matrimonio. ¿Sería capaz de mantener la
cabeza alta otra vez?
Otra vez suspiró.
—No esta vez, aunque eso se me lo han echado en cara en el pasado.
Hélène acarició la rodilla de Emma.
—No por nadie que yo dejaría pasar por estas puertas, querida, ten por
seguro. No eres más nithing que yo.
—Mi agradecimiento —Emma miró seriamente a Hélène. —Quiero que sepas
que tu amistad significa mucho para mí.
Un color oscuro bañaba las mejillas de Hélène.
—¿Valoras mi amistad? Sabes lo que es esta taberna... lo que las chicas... —
casi se atragantó. —¿Y aun así valoras mi amistad?
Henri emergió, sonriendo, de detrás de la pantalla con una rebanada de pan
goteando con miel la cual agarraba con fuerza en su puño. Emma puso una mano
encima de la de Hélène. —Debes saber que lo hago. Este es el único lugar, aparte
del molino, donde Henri y yo somos aceptados, totalmente aceptados. Tú y Gytha
son queridos para mí, me dejaste ser... yo misma. Tú no me juzgas.
Hélène resopló y su aliento acogió a Marie, ahora sentada en el regazo del
arquero, susurrándole al oído.
—¿Juzgarte? Dirigir este lugar no me da derecho a ponerme en la piel de un
predicador. No es que quisiera...
—No, por supuesto que no. Pero tú me entiendes —Emma extendió la mano
para limpiar un hilo de miel de la comisura de la boca de su hijo. —Ya sabes cómo
la vida no resulta como uno espera y, a diferencia de otros —una breve imagen de
ojos fríos y grises apareció en su mente: —Me aceptas por lo que soy.
—Por supuesto que sí. Dime, ¿qué es lo que querías preguntar?
—Necesito trabajar —dijo sin rodeos. —¿Tienes algo?
Hélène levantó una ceja.
—Lo siento, Emma, las chicas se turnan para lavar la ropa.
Los hombros de Emma se desplomaron.
—Tenía miedo de que dijeras eso. Dios Santo, ¿qué debo hacer?
—¿Seguramente hay más que suficiente para ti en el lavadero?
—¡No hay nada en el lavadero! Bertha… oh, Hélène, es bastante horrible —
vigilando a Henri, que estaba deambulando detrás de la pantalla de tela en busca
de más pan, Emma bajó la voz. —¡Judhael ha vuelto! Ha amenazado a Bertha.
—¿Seguramente no? ¿Estás segura?
—Sí, sí, lo ha hecho, había marcas en su muñeca. Hélène, Judhael no es un…
hombre gentil.
—¿Estás diciendo que Judhael lastimó a Bertha?
—¡Sí! No lo conoces como yo. Le pegó una vez al cocinero de Fulford por
hablar fuera de turno.
Una mano tibia se posó sobre las rodillas de Emma.
—Por eso es que nunca regresaste a Fulford. Tenías miedo de que te
encontrara.
Emma tragó.
—Sí, eso es todo. Pero todo ha sido en vano, él me ha encontrado de todos
modos. Ha estado intimidando a Bertha y... oh, Hélène, es peor que eso… él
también sabe dónde vivo. Ha estado en el molino...
—¿Judhael también ha hecho amenazas allí?
—Él inició un incendio —mientras Hélène la miraba fijamente, frunciendo el
ceño con incredulidad, Emma le explicó sobre el incendio y las amenazas que
Gytha había recibido. Finalmente, dejó al descubierto sus miedos más profundos.
—Judhael no sabe nada de Henri. Pero si se entera de que tiene un hijo... —ella
apretó los puños. —No debe ponerle las manos encima a Henri, ¡no se lo
permitiré!
—Así que esa es otra razón por la que te negaste a volver a Fulford.
—Sí, nunca le confiaría un hijo a Judhael y siempre supe que si volvía, era el
primer lugar al que iría. Debo alejar a Henri de él.
El ceño fruncido de Hélène se hizo más profundo.
—Emma, todavía no lo entiendo. ¿Cómo te encontró Judhael? Nadie en
Fulford habría traicionado tu paradero.
—No, por supuesto que no. No tengo la menor idea, a menos que...
—¿A menos que...?
—Tiene que ser el vestido —frotando su cabeza, Emma respiró
profundamente. —Hace un par de semanas me encontré a Cecily en el mercado.
Mencioné el matrimonio de Gytha y Cecily me escuchó mal, me interpretó mal.
Pensó que estaba hablando de mí, que estaba pensando en casarme —Emma miró
al suelo. —Ves, es lo que Cecily desea para mí. Está tan felizmente casada y quiere
que yo también sea feliz. Dirás que fue una tontería por mi parte, pero no la he
corregido. Si estuviera casada, ayudaría a borrar la vergüenza del nacimiento de
Henri.
—¿Y...?
—La última vez que el carretero de Fulford vino a Winchester por provisiones,
Cecily me había enviado un regalo de compromiso. Es un vestido, el más magnífico
vestido rosa que he visto en mi vida. Por supuesto que nunca lo usaré...
—¡Nunca lo usarás! ¿Por qué diablos no?
Emma puso una mueca de dolor.
—Es adecuado para una reina, ¿qué haría yo con un vestido así? Pero eso no
importa. Debe haber sido el vestido lo que trajo Judhael a mí.
—¿Siguió al carretero desde Fulford?
—Tiene que haberlo hecho. Con el resultado de que no tengo trabajo y tengo
que buscar un nuevo alojamiento. No dejaré que Gytha y Edwin se arriesguen por
mí.
—Puedes alojarte aquí con nosotros, Emma —dijo Hélène con firmeza. —
Puede que no tenga trabajo para ti, pero puedo ofrecerte alojamiento.
Las lágrimas se asomaban en los ojos de Emma.
—Eso es muy amable, pero no quiero causarle más problemas de los que le he
causado a Gytha. ¿Y si Judhael viene aquí?
Hélène hizo un gesto hacia la puerta donde un hombre estaba acostado en
uno de los bancos. Emma lo había visto cargando barriles alrededor de la posada;
estaba construido como una casa.
—Tostig nos verá a salvo.
—Sin embargo, ¿no te pondría en peligro?
—Serías más que bienvenida.
—Mi agradecimiento. Quizá me quede aquí mientras pienso qué hacer. Ojalá
tuviera alguna forma de pagarte, pero hasta que no encuentre trabajo... incluso lo
intenté en el castillo esta mañana, pero tampoco había nada allí.
Hélène la estudiaba atentamente.
—Puedo ver que hay algo que te molesta en ese lugar.
—Mmm. Fue una estupidez —Emma no podía pensar por qué seguía molesta,
no era como si este tipo de cosas nunca hubieran ocurrido antes. Pero ella le había
creído a Sir Richard, realmente pensó que quería ayudar.
—Dime.
Emma abrió la boca con la imagen de Sir Richard en su mente y las palabras
pomposo hipócrita formando en su lengua cuando Frida golpeó a través de la
puerta; estaba frunciendo el ceño y había manchas de color enojado en sus
mejillas. Emma parpadeó; era difícil de creer que estaba mirando a la misma chica
que había desfilado con tanta confianza por el patio del castillo hace menos de
media hora.
—¡Ese hombre! ¡Maldito Normando! —Frida escupió, volando hacia ellos,
ignorando descaradamente el hecho de que la mayoría de los clientes del Staple
eran Normandos de nacimiento. Sus faldas amarillas pasaban junto al fuego,
peligrosamente cerca de las llamas. Golpeó su banco con tanta fuerza, que éste se
balanceó.
—Eso fue rápido —dijo Emma, antes de que tuviera tiempo de comprobar sus
palabras. Sus mejillas se quemaron. —Perdóname, Frida, pero te vi en el patio,
hace menos de media hora.
Parte de la ira dejó la expresión de Frida cuando su boca se movió.
—Sí, estaba en el establo. Pero esperaba que Sir Richard pudiera... —echando
una mirada a Henri, Frida hizo un gesto sugestivo —Supongo que nuestro
comandante de guarnición podría hacerlo rápidamente si pusiera la mente en ello.
Sólo que no lo hizo.
Hélène se inclinó hacia adelante, una línea entre sus cejas.
—¿Qué pasó?
Frida se encogió de hombros. Desenrollando su velo, lo dobló y lo sostuvo
cuidadosamente en su regazo. Su vestido amarillo y su velo eran demasiado
buenos para el uso diario; se guardaban para esperar una ocasión especial, un
admirador especial.
—Sir Richard y yo —Frida habló con una lenta precisión que estaba bastante
fuera de lugar, —acordamos en que no nos adaptamos el uno al otro.
A Hélène se le abrió la boca.
—¡No nos adaptamos! ¿Qué tontería es esta? Eres mi mejor chica. Tienes
curvas naturales que hacen que los sacos de lona parezcan de seda. En pocas
palabras, Frida, tienes todas las virtudes que un hombre como Sir Richard podría
esperar de su maîtresse 11. Y lo que es más, ¡sólo tienes un amante a la vez! ¿Es un
eunuco? —enojada, Hélène se recostó contra la pared. —No lo entiendo. Debe
haber habido algo... ¿No hubo palabras de enojo entre ustedes?
—No, madame.
—No mencionaste a Raymond, ¿verdad?
Frida bajó la mirada.

11
NT. Francés el original. maîtresse: amante
—¡Lo hiciste! Oh, niña tonta, tonta, te lo dije, ni una palabra sobre Raymond.
A la mayoría de los hombres no les importan esas cosas, pero algunos son más
exigentes. A algunos hombres les gusta fingir que su bella amiga sólo los conoce a
ellos. Un hombre así no querría oír que su amante está suspirando por otro,
aunque esté pagando por sus servicios.
Los ojos de Frida brillaban, una lágrima brillaba en una de sus pestañas.
—Sólo le pregunté si sabía cómo había muerto Raymond.
Hélène hizo un sonido de desaprobación, pero sus ojos eran amables.
—Supongo que tenías que hacerlo. ¿Lo sabía?
Con los hombros caídos, Frida agitó la cabeza.
—No creo que sea así. Sir Richard dijo que la lucha en el Norte fue dura y... y
sangrienta. No creo que haya visto a Raymond caer. Sé que fue una estupidez por
mi parte; ¿cómo puede esperarse que un comandante observe a cada uno de sus
hombres en todo momento? —su voz se calló y se limpió la nariz con el dorso de
la mano.
—Frida, te permitiste encariñarte demasiado con Raymond, te aconsejé que
no lo hicieras.
—Lo recuerdo. Sé que no debería haberlo mencionado a Sir Richard y lo
lamento —Frida levantó los ojos. —No fue fácil hacerme entender, y tampoco fue
fácil entenderlo a él. Por eso me rechazó.
—¿Por su pobre inglés?
—Porque no hablo francés. Esa, dijo, era la razón por la que no nos
"entendimos". Yo... no creo que fuera porque pregunté por Raymond.
Era el turno de Emma de dirigir una mirada de incredulidad hacia Frida.
—¿Sir Richard no te quiso porque no hablas francés Normando?
Frida comenzó a plegar el velo en su regazo.
—Apenas puede hablar una palabra de inglés, y mi francés es igual de malo.
Aparte de una o dos... —sus labios se elevaron y ella miró a Henri que había
regresado y estaba metiendo lo que quedaba de su pan en su boca. —… palabras
escogidas. Pero me las arreglé para deducir que el inglés de Sir Richard lo
abandona por completo a veces.
—¿Quiere conversar? —la expresión de Hélène era de confusión. —¿Con una
mujer? Señor, el hombre ha cambiado. Sé que recibió una flecha en el hombro
cerca de York, pero quizá otra parte de su anatomía se vio afectada.
Frida hizo un gesto negativo y un destello de humor levantó los bordes de su
boca.
—No vi esa parte de él, pero el resto parecía perfectamente sano. Oh, sí —
levantándose, se giró para subir las escaleras hacia la habitación del desván donde
las niñas guardaban sus pertenencias. Al pie de la escalera miró hacia atrás. —No
puedo decir que lo siento, sin embargo, me pareció muy distante, muy distante.
Me ha enfriado. A pesar de todos esos músculos, no estoy segura de quererlo
como mí... admirador —lentamente, continuó subiendo las escaleras.
El fuego crujió. Un perro apareció de la calle y se dejó caer en la tierra.
—Frida, rechazada por Sir Richard —Hélène agitó la cabeza. —Nunca lo
hubiera creído.
Emma sintió que había más ahí…
—¿Oh?
—El hombre tiene algo de reputación, lo cual es extraño cuando se considera
que él mismo nunca ha visitado el Staple.
—¿En serio?
Viendo la mirada de incredulidad de Emma, Hélène se rió.
—No, nunca. Este es el mejor lugar en millas a la redonda. Mis chicas están
limpias, están bien alimentadas y saben que no pueden robar; a un hombre le
gusta saber que su plata está segura mientras él…
Emma se aclaró la garganta y sacudió la cabeza hacia Henri, cuyos ojos azules
y redondos estaban absorbiendo cada palabra de Hélène.
—Como decía, querida, mis hijas son honestas. Y conociendo la reputación de
Sir Richard, me sorprendió que nunca nos tratara con condescendencia. Entonces
esta mañana apareció su hombre.
—¿Su escudero, Geoffrey?
—Creo que ese era el nombre. Pensarías que a Sir Richard le gustaría elegir a
su propia chica, ¿no? Lo haría si fuera un hombre. Él no —se detuvo, mientras
fruncía el ceño. —Tal vez eso es lo que Frida quiso decir cuando dijo que era frío.
No importa. Él la rechazó, mi mejor chica, no lo entiendo. ¿Qué puede querer?
El corazón de Emma comenzó a latir.
—Envíame.
—¿Eh?
—Envíame —ella sonrió y supo que era retorcido. —Puedo usar el vestido
rosa.
—¿Estás loca? No eres una de nosotras, no puedes...
—¿Crees que no sé qué hacer? —Emma acarició el cabello de su hijo. —Aquí
está la prueba.
—No seas ridícula! Tu reputación...
—¿Qué reputación? Yo soy nithing, Hélène, he caído en desgracia, y este niño,
este bas...
Jadeando, Hélène puso sus manos sobre las orejas de Henri.
—¡Emma, ten cuidado!
Levantándose abruptamente, Emma comenzó a caminar de arriba a abajo
frente al barril de vino.
—Déjalo escuchar, Hélène, déjalo escuchar, lo oirá pronto, así que ¿por qué
no de mí? Como la mayoría de las chicas de aquí, Yo…. soy consciente de los oídos
que escuchaban —Emma bajó la voz —una mujer deshonrada. Exactamente como
tú.
—Pero tu nacimiento! Tu padre era…
—Soy como tú, amiga mía.
Los labios de Hélène se curvaron, pero agitó la cabeza.
—No eres como nosotras, de hecho, Emma, no lo eres.
—¿Cómo es eso?
Hélène se inclinó hacia adelante.
—No estás realmente deshonrada, no de la forma en que mis chicas y yo lo
estamos —Emma hizo un movimiento impaciente, pero Hélène siguió adelante. —
Oh, podemos estar seguras de que tienes un hijo ilegítimo, cometiste el pecado de
la fornicación, pero lo hiciste por amor.
—No amo a Ju... él. ¡No lo sé!
—Hoy no lo amas, pero lo hiciste en ese momento. Mientras que nosotras,
aparte de la aberración ocasional como Frida con su Raymond, lo hacemos
puramente por dinero. Hay una diferencia. Tú, querida, no estás realmente caída.
Ni tampoco eres nithing.
Los ojos de Emma brillaban.
—Sólo tú, amiga mía, lo verías de esa manera.
Una de las cejas de Hélène se arqueó hacia arriba.
—No olvides a Gytha, ella también es tu amiga. También está Aediva, Frida, y
Marie...
Emma tuvo que reírse.
—Punto concedido. Tengo muchos buenos amigos. Pero la mayoría de la
gente del pueblo me ve como deshonrada.
—Leofwine 12 no lo hizo. Ni tampoco tú hermana, para el caso.
—No. Pero en serio, Hélène, necesito tu ayuda.
—Tiene que haber otras formas. No te enviaré con Sir Richard. ¿Tú, hija de un
Thane, te presentas como maîtresse? ¡Nunca!
Emma jugueteaba con su bolso.
—Dijo que su mayordomo encontraría trabajo para mí, pero el mayordomo
dijo que no tenía nada. Claramente, a pesar de la amistad que Richard de Asculf
tiene con Sir Adam, no tenía ninguna intención real de ayudarme. Así que me
presentaré para otro tipo de trabajo.
—¿Como su compañera de cama?
—¡Sí! Frida dejó que la rechazara, así que Frida está afligida y necesita tiempo
para reponerse.
—Lo sé.

12
NT. Leowwine. Leofwine Godwinson, (1035—1066) hermano menor del Rey Harold, conde de Kent, Essex, entre otras
regiones de Inglaterra. Su muerte, en la batalla de Hastings se refleja en el tapiz de Bayeux
—Además, puedo conversar con él, mi francés es tan fluido como el suyo.
—Tu madre —murmuró Hélène.
—Exactamente, ¿cuál de tus chicas puede hablar su idioma tan bien como yo?
—Ninguna, pero eso no significa…
Emma tomó la mano de Hélène.
—Mándame a mí. No me rechazará. No se lo permitiré.
Una luz de descubrimiento iluminó los ojos de Hélène.
—Te gusta…
Emma dejó caer la mano de Hélène como si se quemara.
—¿Sir Richard? —su imagen apareció ante ella, una vívida imagen de él
mientras estaba en el establo. Ese grueso cabello castaño, esos ojos grises que
seguramente eran más inteligentes que fríos, ese amplio pecho, tan
placenteramente… sí, en privado Emma lo admitiría… su pecho era más que
agradablemente musculoso —No. Es decir, estoy de acuerdo con Frida, Sir Richard
parece estar distante, como si su mente estuviera en otra parte.
—No mientas, Emma, no eres buena en eso. Te gusta Sir Richard.
—Apenas lo conozco.
Hélène hizo un movimiento despectivo.
—¿Qué tiene que ver eso con nada? Te sientes atraída por él, eso está claro.
Cuando entraste, supe que algo había pasado, y con eso quiero decir algo
significativo, no solo que el administrador del castillo no tenía trabajo para ti.
Encuentras atractivo a Sir Richard.
—¡No, no es así!
Hélène levantó expresivamente una ceja y sonrió con una sonrisa
exasperante.
—Te sientes atraída por él y, lo que es más, creo que también te gusta. Te
conozco, Emma de Fulford, y no me estarías pidiendo que te enviara con él si no lo
hicieras. Puede que tengas un bas… este niño aquí, pero no eres como nosotras. Y
si estás considerando, aunque sea por un momento, convertirte en la concubina
de ese hombre, es porque en algún rincón tranquilo de tu alma sientes algo más
que una simpatía pasajera por él.
—¡No seas ridícula!
—Hazlo a tu manera —levantándose, Hélène se sacudió las faldas. —Debes
disculparme, tengo que preguntarle a Inga si tiene suficientes provisiones para la
cena. Estamos más ocupadas ahora que la guarnición está llena de nuevo.
—Hélène, ¿me ayudas? —insistió Emma.
—¿Realmente crees que tienes la capacidad de hacer el papel de su ramera,
porque eso es lo que tú serías… su ramera?
—Sí. ¿Por qué no?
Sacudiendo la cabeza, Hélène apoyó ligeramente una mano sobre la cabeza
del hijo de Emma.
—Lleva a mamá de vuelta al molino, Henri, y ayúdala a empacar tus
pertenencias.
—¿Por qué?
—Vienes a vivir en el Staple por un tiempo.
La cara de Henri se iluminó, hizo una pequeña giga saltarina.
—¡Miel en el pan, miel en el pan!
Hélène se rió.
—Sí, cariño, todos los días.
Emma se mordió el labio.
—No puedo pagarte...
—Podemos discutir eso más tarde. No creo que esa sea una situación que
vaya a durar.
Capítulo 4

Más tarde esa misma noche, Emma esperó a que Hélène estuviera sola
sentada en su mesa habitual bajo el alero del desván. Desde allí, Hélène pudo
seguir de cerca los barriles de vino y las medidas que las chicas estaban
repartiendo. El humo se arremolinaba en el ennegrecido espacio del techo junto
con el zumbido de muchas voces. Los platos golpeaban los taburetes; los cuchillos
raspaban en placas de estaño; antorchas quemadas. Una sirvienta pasó con una
bandeja, y el olor a carne estofada en un rico vino tinto permaneció en el aire.
Emma y Henri ya se habían mudado al Staple. Se les había asignado un
espacio en una de las áreas de dormir con mosquiteros en el desván. Henri estaba
agotado de emoción y se había acostado, lo que dejaba a Emma libre para
plantear la cuestión del pago con Hélène.
—Sobre mi alquiler —dijo Emma. —He trabajado en ello y he averiguado
cómo puedo pagarte.
—No hay prisa, realmente puedo esperar. ¿Vino?
—Por favor —Emma ocupó su lugar en el banquillo. —Pero no quiero que
esperes. Y con Judhael tan ansioso de hablar en mi contra, Dios sabe cuándo
encontraré trabajo. ¿Te gustaría ver el vestido? Estaría dispuesta a venderlo, si te
gusta.
—¿El que tu hermana te envió?
—Sí. Está muy bonito.
—Estoy segura de que lo está, aunque… —los labios de Hélène se curvaron —
conociendo a tu hermana, será el vestido de una dama y no… digamos, el de una
tabernera.
—Tal vez.
—Conozco a tu hermana. Aun así, mis muchachas podrían usarlo cuando sus
admiradores más ricos quieran jugar a ser grandes señores. Ve a ponértelo, para
que pueda ver cómo se ve.
—¿Ahora?
—¿Por qué no?
Emma asintió con la cabeza y, levantando una vela de la mesa, se dirigió a las
escaleras.
La cámara del desván era espaciosa y tenía la mitad de la longitud del edificio.
Estaba dividida en dos por gruesas cortinas de lana. Una mitad se utilizaba como
dormitorio para los viajeros, mientras que la otra mitad, dividida en dormitorios
con más cortinas, pertenecía a Hélène y a las muchachas. A Emma y Henri les
habían dado uno de estos dormitorios.
A pesar del tamaño del desván, los espacios privados eran estrechos y
amueblados con sencillez. Al igual que las celdas de las monjas, pensó Emma
irónicamente, excepto que algunas de estas celdas fueron utilizadas para
"asuntos" que escandalizarían a cualquier monja. ¿Qué diría la Madre
Aethelflaeda, la Priora de Santa Ana, si la encontrara aquí? Sin duda un ayuno
penitencial sería la menor de las penitencias.
De hecho, hace unos años, la propia Emma se habría sentido escandalizada
por lo que ocurría en esta posada. Sin embargo, hoy... ella suspiró. Muchas cosas
han cambiado.
Henri estaba profundamente dormido. Poniendo la vela en un taburete,
Emma buscó debajo de su cama y silenciosamente sacó el bulto que contenía la
bata. Empezó a desvestirse.
Los sonidos de alegría llegaron amortiguados a través de las tablas del suelo.
No se creería que era Cuaresma. Pero, aún más para escandalizar a la madre
Aethelflaeda; la risa subía por las escaleras, se escurría a través de las grietas de
las tablas del suelo. Un hombre rebuznaba como un burro, otro respondía con un
grito que casi levantaba el techo.
Sonriendo, Emma agitó la cabeza. Pensar que el Staple estaba a un paso de la
Catedral y de Nunnaminster 13...
Dejando a un lado su vestido de trabajo, Emma metió la mano en el bulto y
sacó el regalo de Cecily. La suntuosa tela estaba fuertemente incrustada con hilos
de plata y oro. También había un velo de seda en un tono más pálido para usar
con el vestido. A Emma le dolía la garganta. Estas hermosas cosas eran adecuadas
para la reina Mathilda 14, y Cecily había recordado que el rosa era su color favorito.
Se sintió conmovida más allá de las palabras. Odiaba venderlos, pero debía
hacerlo. Y aunque eran más adecuadas para una noble que para una tabernera, si
a Hélène le gustaban, le daría un buen precio, mejor del que podría conseguir en
otra parte.
La luz de las velas parpadeó cuando Emma se puso la bata sobre su cabeza.
Tirando de las cuerdas, las ató y se miró a sí misma críticamente. El vestido fue
cortado bastante bajo en la parte delantera y se abrió un poco. Frunciendo el
ceño, reajustó las cuerdas y tiró del corpiño para ponerlo en su sitio. Debe haber
perdido peso desde que le tomaron la medida en Fulford. Mientras sacudía el
velo, una pequeña botella de vidrio tapada, era una rareza, rodó sobre la cama.
Este era otro de los regalos de su hermana; la había metido en la tela el día que el
carretero lo trajo.
Al quitar el tapón, Emma olfateó. Agua de rosas. Era su perfume favorito;
Cecily también lo había recordado. Debe haber sido importado. Parpadeando con
fuerza, se colocó un poco en las muñecas y el cuello, y cuidadosamente volvió a
colocar el tapón. Puede que tenga que vender el vestido y el velo, pero no estaría
de más quedarse con el agua de rosas. Deslizando la botella en su paquete de ropa
diaria, se puso a arreglar el velo de seda.
Las cortinas rozaban sus hombros mientras regresaba a la cabeza de las
escaleras. Un silbato penetrante cortó el estruendo. Junto al fuego en medio de la
posada, Ben Thatcher, un hombre con más mirada que sentido común, le estaba
echando el ojo.

13
NT. La Catedral de Winchester; de las mayores en toda Europa, junto a las Abadías de New Minster y Nunnaminster
constituyen un conjunto de edificaciones religiosas de Winchester de gran relevancia religiosa y educativa en la región de
Wessex, y datan en su conjunto desde el año 900 DC, aproximadamente.
14
NT. Mathilda, esposa de Guillermo II, de Normandía, el cual invadió el sur de Inglaterra en Octubre de 1066 (Batalla de
Hastings) y se convirtió en el primer rey normando de Inglaterra.
Con las mejillas más brillantes que las llamas de la hoguera, Emma bajó
apresuradamente las escaleras y se zambulló en la relativa seguridad de las
sombras en el extremo de la cocina de la habitación. Otro grito de agradecimiento
vino volando hacia los barriles de vino. En su mesa, Hélène frunció el ceño a Ben
Thatcher y saludó a Emma.
—¿Esa es la nueva chica, Hélène? —sin arrepentirse, Ben gritó por encima del
clamor general. —¿Cuánto? —su compañero hizo un gesto grosero y murmuró a
un lado. Ben balbuceó en su cerveza.
—Es el vestido lo que está a la venta aquí, Ben Thatcher, así que cuida tu
lengua —dijo Hélène, tirando de Emma hacia ella. —No te preocupes por ellos,
querida. Son buenos muchachos, pero… son de cerveza fuerte y mentes débiles...
—miró a Emma hacia arriba y hacia abajo. —Ooh, sí. Ya veo lo que quieres decir,
ese vestido es digno de una reina. Te ves bien con él, Emma, muy bien. De hecho,
no estoy segura de que debas venderlo. Estoy segura de que encontrarás otra
forma de pagarme.
—Si los tiempos fueran mejores, no lo vendería. Me encanta, pero... —Emma
se encogió de hombros, —… ya sabes cómo son las cosas.
—Me pregunto si podrás soportar separarte de él —Hélène tomó el tejido de
la falda entre el pulgar y el índice. —Esta tela, es enviada desde el este, ¿no crees?
—Creo que sí.
—¿Estás segura de venderlo? ¿Qué dirá tu hermana?
Emma puso una mueca de dolor.
—Espero que nunca se entere. Ciertamente no se lo diré —extendió las faldas
para demostrar su plenitud y dio una reverencia burlona. —¿Ves? Cada detalle es
perfecto. Las cintas de cordones son de seda, y este velo es ligero como una
telaraña.
—Tiene buena caída. Me gusta cómo se balancean las faldas. Sí, es perfecto.
Un poco grande en el pecho, tal vez.
Sonrojándose, Emma se puso una mano en el escote.
Hélène le retiró la mano con una sonrisa.
—No, déjalo así. Es bastante... seductor.
Emma se preocupó por el escote.
—Gudrun lo hizo. Ella y Rozenn, la costurera bretona, han estado trabajando
juntas y...
Un movimiento junto a la puerta llamó la atención de Emma. Ella frunció el
ceño.
—Emma, ¿qué pasa?
—Yo... yo... yo... no importa. Excepto que, ¿era ese el escudero de Sir Richard
al que vi salir?
—Posiblemente, de vez en cuando nos favorece con su costumbre cuando Sir
Richard está en residencia. Le gusta estar aquí, aunque su caballero no lo haga.
—¿Disculpe? —la voz de un hombre se interpuso detrás de ellas. —¿Lady
Emma?
Emma se dio la vuelta y su estómago se arremolinó.
—¡Azor!
La capucha de la cabeza de Azor estaba levantada y él estaba de pie en las
sombras más profundas, pero Emma lo reconoció de inmediato. El camarada de
Judhael, Azor, era un antiguo housecarl 15 de la casa de su padre. Él también se
había aliado con la resistencia Sajona. Así que sí había visto a Azor en el puente
Mill...
Azor miró a Hélène y sacudió la cabeza en dirección a la pantalla de tela.
Hélène retrocedió. Cogiendo a Emma por el brazo, Azor la llevó a la oscuridad
entre dos grandes barriles de vino.
—Lady Emma... —los ojos de Azor la miraron de la cabeza a los pies; su barba,
enhebrada de gris, se estremeció. —No es de extrañar que tardara tanto en
encontrarte. Cuando oí que estabas... en dificultades... me imaginé lo peor.
Emma tragó. Azor la cercó con su cuerpo. Sus manos comenzaron a temblar.
—¿Dónde está él? —su voz se elevó. —¿No está aquí?
Azor miró por encima de su hombro.
15
NT. Housecarls/huscarle, refiere a una tropa especial encargada de la defensa de los reyes escandinavos durante la Edad
Antigua. Fueron introducidos en la Inglaterra Sajona en 1016, en donde adquieren el carácter de consejeros y hombres de
confianza además de guerreros. Esta casta de hombres se diluye luego de la derrota Sajona en la Batalla de Hastings (1066),
donde la gran mayoría murió a manos de los invasores Normandos de Guillermo II.
—Silencio, sin nombres, ¿eh?
—No soy estúpida.
El labio de Azor se rizó al mirarla.
—Pensé que él podría haberte causado problemas cuando visitó a tus amigos,
pero ni en mis peores pesadillas me hubiera imaginado esto…. —su mirada se fijó
en la taberna, mientras que la mueca de rechazo en sus labios hablaba de un alto
desprecio por las taberneras. Se movió torpemente hacia las faldas de Emma. —
Acostarse con hombres por dinero, ¿no?
El corazón de Emma revoloteaba como un pájaro atrapado. ¿Estaba Judhael
en la posada? Ella esperaba tener al menos un par de días de gracia...
¡Henri! A Emma no le importaba lo que Judhael o Azor pensaban de ella, lo
importante, lo más importante, era que no se enteraran de que tenía un hijo.
Gracias a Dios que Henri estaba a salvo arriba.
—¿Y bien? —Azor la sacudió un poco, como nunca lo habría hecho cuando su
padre estaba vivo, no se habría atrevido.
Emma levantó la barbilla.
—No es asunto tuyo lo que soy o lo que hago —Azor aún la tenía atrapada por
una mano. Poniendo la otra mano sobre su pecho, ella le dio un empujón. —Por
favor, déjame pasar. Estaba teniendo una conversación privada con Hélène, y tú
nos interrumpiste.
Azor resopló, pero en el resplandor de las antorchas parecía que su expresión
se había suavizado.
—La Lady Emma que yo conocía habría muerto antes que confraternizar con
gente como Hélène.
Consciente de que Hélène revoloteaba como un ángel guardián detrás de
Azor, Emma se mordió el labio.
—Hélène es una amiga, una verdadera y leal amiga cuando muchos me han
abandonado.
—¡La mujer es una ramera! Demonios, mi Lady, Ju… él la matará cuando la
encuentre —una vez más, los rasgos ásperos parecieron suavizarse; su voz se
volvió suave. —Quiere que vuelva, mi Lady. Se ha convertido en una obsesión con
él.
—Déjame pasar —la boca de Emma estaba seca, porque temía que Azor
dijera la verdad. Judhael podría matarla. Fue una lucha para mantener una
expresión calmada, cuando todos los nervios le gritaban para que tomara sus
faldas y corriera hacia arriba para ver cómo estaba Henri. Ella debía saber que él
estaba a salvo. Azor podría haberme encontrado, pero por favor, Dios, que no se
entere de Henri.
—Mi Lady, no hay necesidad de mirarme así. No debes temerme, he venido a
advertirte…
—Disculpe, señor —dijo Hélène. Había encontrado una copa de madera y la
estaba llenando con vino de uno de los barriles. Mientras se acercaba, intentando;
Dios la bendiga, pensó Emma llamar la atención de Azor, Emma le pidió a su amiga
que no mencionara a Henri. —Es nuevo en el Staple, ¿no es así? Por favor, acepte
una copa de nuestro mejor tinto. Ha llegado en un reciente cargamento desde
Aquitania, en la tierra de los francos —y bajando la voz. —El propio Rey Harold
nunca bebió mejor vino.
Azor miró dudoso al vino y se acercó más a Hélène.
—¿Bebió vino franco?
Hélène sonrió.
—Por supuesto que lo hizo.
—Pero yo no lo pedí.
—Tómelo, señor, con mis saludos, como una bienvenida al Staple.
—Waes hael 16 —articulando el tradicional brindis Sajón, Azor asintió a
regañadientes con la cabeza, pero sus ojos nunca salieron de los de Emma y ella
sabía que no había terminado con ella.
Sin embargo, ella pasó por su lado, sin confiar en él ni una pulgada.
—Disculpe, por favor.
Alguien arrojó un tronco al fuego y saltó una lluvia de chispas al abrirse la
puerta para admitir a dos hombres. El fuego se encendió.
16
NT. Waes hael, en inglés antiguo: salud!
El silencio se apoderó de la habitación. Entrecerrando los ojos y observando
por encima del hombro de Azor, Emma trató de ver lo que todos estaban mirando,
pero Marie se movía entre las mesas, bloqueando su visión.
Emma no fue la única persona que notó el silencio; Azor también se volvió
para mirar.
—¡Swithun, sálvanos! —empujando la copa hacia ella, se metió más
profundamente en su capucha.
Sir Richard de Asculf, comandante de la guarnición, se detuvo en la entrada
cuando un trío de soldados se puso en pie y dieron tímidamente un saludo
marcial.
Richard había oído hablar de este lugar: ¿qué hombre de la guarnición no
había oído hablar de él? Las chicas más guapas de Wessex trabajaban aquí. No
estaba en contra de la idea de usar sus servicios; difícilmente habría enviado a
buscar a Frida si ese hubiera sido el caso, pero esta era la primera vez que entraba
en el Staple. Sus subordinados necesitaban un lugar donde pudieran estar a gusto,
donde no estuvieran bajo el ojo de su comandante. Por ley no escrita, este era su
territorio, no el suyo.
Si las mujeres de aquí odiaban a los soldados Normandos, lo ocultaban bien, o
eso le habían dicho. Muchachas de taberna Sajonas que habían aprendido a
sonreír a los soldados Normandos.
Después de una rápida mirada a su alrededor se encontró sorprendido.
Muchos de sus hombres estaban allí, por supuesto, tendidos en bancos, apoyados
en mesas, sentados con las chicas en sus regazos. Pero en general, el Staple era
más ordenado de lo que esperaba. Las mesas, aunque estaban ocupadas con tazas
y platos y cenas a medio comer, tenían un aspecto limpio y restregado; el fuego
estaba bien construido y los troncos y leña de repuesto estaban apilados a un
lado. Un delicioso olor a estofado de carne le recordó que no sólo tenía hambre,
sino que la reputación del Staple no dependía enteramente de la belleza de las
chicas en servicio. Aparentemente, la señora tenía una cocina digna de un rey.
Con aspecto irritado, Richard se dirigió a la sala en general.
—Descansen. ¡Mon Dieu, están todos fuera de servicio! —al reanudar la
conversación, se volvió hacia Geoffrey. —¿Estás seguro de que viste a Emma de
Fulford aquí? Creí haberte dicho que la ayudaras a encontrar trabajo en el castillo.
Geoffrey se mordió el labio.
—Sí, señor. La dejé con el mayordomo, como dijiste.
Richard frunció el ceño.
—¿La dejaste? ¿Está diciendo que no te aseguraste de que le dieran trabajo?
—No exactamente, señor —Geoffrey barajó el punto de pie a pie. —Le dije al
mayordomo lo que habías dicho y... y...
—Te fuiste.
Geoffrey miró al suelo.
—Yo... lo siento, señor.
—Eso estuvo mal hecho, Geoffrey, muy mal hecho. ¿Sabes siquiera si le
dieron trabajo?
—No, señor. Lo siento.
Suspirando, Richard se quitó los guantes y sostuvo las manos hacia el fuego.
Detrás de ellos, la puerta se cerró de golpe, las llamas de las velas se inclinaron
ante la corriente de aire.
Richard reconoció a uno de sus soldados con una sonrisa. Al darse cuenta
tardíamente de quién se había unido a ellos, un espigado sargento empujó
apresuradamente a una chica de su regazo.
—Tranquilo, soldado, te has ganado un poco de relajación —repitió Richard.
Frunció el ceño a su escudero. —Más vale que tengas razón.
—Lo estoy, señor. Mira, ahí al final.
Merde. El muchacho tenía razón, aunque Richard apenas podía creer lo que
veía. Estaba Lady Emma de Fulford, flanqueada, por un lado, por un enorme barril
de vino y, por el otro, por Hélène, la señora del Staple. Emma estaba hablando con
un hombre Sajón gigante. ¿Negociando un precio por sus favores? Dios.
Era comprensible de todas las mujeres menos de Lady Emma… esta era la
hermana de Cecily, su hermana y Cecily y Adam nunca le perdonaría si la dejaba
continuar en este camino… Richard marchó hacia ella. El gigante Sajón
desapareció detrás de un poste de roble. Richard no le prestó atención.
—Lady Emma.
Ella le hizo una reverencia apresurada.
—¡Sir Richard!
Tomando en cuenta sus galas, particularmente la forma en que el frente de su
vestido rosa se abrió para revelar mucho más de lo que debería, la mirada de
Richard se agudizó.
—¿Qué demonios estás haciendo? —Diable, era obvio lo que estaba
haciendo. Con ese vestido, un vestido que marcaba sus curvas de una manera
discreta pero, curiosamente, mucho más tentadora que el vulgar vestido amarillo
que había desencadenado los encantos de Frida, Emma de Fulford sólo podía
haber estado haciendo una cosa. La mujer se había estado vendiendo a sí misma.
Con dificultad, Richard levantó la mirada de la seductora caída en el escote, de la
suave curvatura de sus senos. Las manchas de fatiga bajo sus ojos no eran visibles
a la luz de la antorcha. Un velo translúcido no pudo ocultar su pelo, que brillaba
como oro oscuro bajo él.
Un tesoro escondido, se encontró pensando. Aquí en el Staple, en ese vestido,
Emma de Fulford tenía la belleza y el hauteur 17 de una princesa nórdica.
Sus cejas se juntaron.
—¿Qué le importa a usted, señor?
Richard agitó la cabeza.
—Sólo mírate. ¿Es la primera vez que haces esto, o es algo a lo que estás
acostumbrada?
Sus ojos azules estaban nublados, perplejos. Se dio cuenta de que ella no
estaba conectando adecuadamente con lo que él decía, que su mente estaba en
otra parte.
— Mi Lady, ¿estás borracha? —se acercó, intentando descubrir si olía a vino o
a aguamiel. En cambio, captó el dulce aroma de las rosas, la frescura y las rosas.
Apresuradamente, se echó para atrás.
—¿Ebria? ¡Por supuesto que no!
Sus ojos, oscuros ante la incierta luz de las antorchas, estaban barriendo la
taberna detrás de él. ¿Buscando a un cliente perdido? Richard apretó los puños.

17
NT. Hauteur. Francés en el original. Altura, clase.
—Tú eres la hija de un Thane —dijo con los dientes apretados. —¿Qué diría tu
hermana? Dios, ¿no tienes vergüenza?
—Se ha ido —esos ojos oscuros estaban llenos de sombras. Ella se puso una
mano en la cabeza. —San Swithun, ayúdame.
¿Cuál era el problema con la mujer? ¿Cómo puede significar tanto para ella la
pérdida de un cliente? ¿Estaba tan desesperada?
Evidentemente, era necesario actuar con firmeza.
Las faldas rosas crujieron cuando ella quiso pasar junto a él.
—Señor, debe disculparme, tengo que ir arriba.
Richard la tenía del brazo antes de que tuviera tiempo de pensar.
—Un momento.
—Señor —la madame, Hélène, intervino. Ella chasqueó sus dedos y otro
Sajón, todo músculo, apareció a su lado. No era una amenaza exactamente, pero
cerca. La mano de Geoffrey se deslizó hasta la empuñadura de su daga.
Richard le dio a la mujer una mirada directa.
—Madame Hélène, supongo.
—¿Señor?
—Lady Emma y yo tenemos asuntos que discutir, asuntos privados. Ella me
acompañará de vuelta al castillo —por Saint Denis, eso sonaba como si quisiera
comprar los favores de Emma de Fulford, cosa que ciertamente no era así. Al
final… Richard estaba abriendo la boca para aclarar lo dicho, pero Madame Hélène
habló primero.
—Emma, ¿estás bien?
—Sí, sí, estoy bien —Emma sonrió, pero su sonrisa era una mentira: era vaga y
abstracta. —Sir Richard, por favor, debo subir al desván —le puso una mano en el
brazo, con los dientes blancos mordiendo su labio inferior.
—No, tú vienes conmigo.
—¿Ir con usted? —Emma le echó una de esas miradas distraídas y asintió con
la cabeza antes de devolverle la atención a la otra mujer. —Estoy bien, de verdad,
Hélène. Creo que Sir Richard puede incluso ayudarme.
Al oír las palabras de Emma, el Sajón musculoso retrocedió unos pasos.
Geoffrey dejó escapar un respiro y su mano se alejó de su empuñadura.
Cielos, claro que voy a ayudarte, pensó Richard. Pero tal vez no de la manera
que tú esperas. Agarrándola de la mano, la llevó más allá de las mesas, más allá de
las piernas extendidas, más allá de los perros que holgazanean en la chimenea y
hacia fuera en la noche. No podía dejar que siguiera por este camino; su amigo
Adam nunca le perdonaría.
—Sin capa —murmuró mientras la puerta de la posada se cerraba tras
Geoffrey y el aire frío de marzo recorría a sus pulmones. —Nos hemos dejado su
capa.
—¿Mi capa? —ella dio una risa salvaje y dio una sacudida contra su mano.
Estaba tratando de liberarse y sin duda habría tenido éxito si Richard no hubiera
mantenido firme su agarre. La luna había salido, las estrellas eran visibles detrás
de los techos de las casas, y su velo rosa brillaba pálido a través de la oscuridad.
Algo, ¿un perro callejero? Pasó por la cerca de la pierna de Richard.
—Por favor, mi Lord.
Trató de deshacerse de él, pero él no lo permitió.
—Vas a volver conmigo —rápidamente, se quitó su capa y la envolvió
alrededor de los hombros de Emma. Mientras se dirigían al castillo a un ritmo
rápido, ella empezó a luchar en serio.
—¡No, no! —los dedos delgados se retorcieron y se retorcieron dentro de los
suyos. —Por favor... —su voz se quebró. —Tengo que volver. No lo entiendes.
—No llores, no voy a hacerte daño. Sólo quiero alejarte de... ese lugar —se
detuvo drásticamente en el cruce donde dejaba la calle Golde para encontrarse
con la calle Market. El aliento de Emma estaba agitado; su velo se levantó
mientras miraba por encima de su hombro hacia la oscuridad que rodeaba la cruz
del mercado.
—¿Qué o a quién estaba buscando? —Richard podía ver poco. Aquí, unas
pocas grietas de luz se deslizaban alrededor del borde del obturador de una
lámpara; allí, una barra amarilla escapó por una rendija en algún entarimado, pero
en cuanto al resto… la noche negra.
—Por favor, oh, por favor.
Al tirar de él, la luz de la luna cayó directamente sobre su mejilla, donde una
sola lágrima brillaba como una perla. Diablos.
—Lo encontrará, sé que lo encontrará. Lo encontrará y….
Richard perdió la paciencia. O la cuñada de Adam era una loca o estaba en
serios problemas. En su entrevista de esa mañana, ella no lo había golpeado como
loca. La levantó en sus brazos, era una mujer fuerte que luchaba y olía
encantadoramente a rosas. Sacando de su mente a la punzada en su hombro, a la
puñalada de la conciencia de que ella era una mujer deseable, se dirigió hacia el
puente levadizo del castillo.
—Cálmese, mi Lady. Emma, cálmate. Sé que no eres inocente, pero en
realidad, no se te puede permitir que continúes en este camino. Tuviste suerte
con ese rebelde Sajón.
—¿Suerte? ¿Qué quieres decir?
—Tuviste suerte de no haber tenido un hijo. ¿Cómo sería si tuvieras que sufrir
la vergüenza de tener a un mocoso rebelde aferrado a tus faldas?
Silencio. Tal vez él intentaba abrirle los ojos.
—Puede que no tengas tanta suerte la próxima vez. Vamos a un lugar cálido
donde podamos hablar, y me vas a explicar lo que crees que estás haciendo.
Mientras esperaban a que el guardia bajara el puente levadizo, mantuvo su
cara apartada. Sus puños estaban cerrados bajo su barbilla. Quieta en sus brazos,
pero resistiéndole con todas las fibras de su ser.
Mientras las cadenas temblaban y el puente levadizo bajaba, Richard
intercambió miradas con su escudero.
—¿Su hombro, señor? —dijo Geoffrey.
—Está bien.
Estaba temblando, Richard esperaba que no por miedo.
—¿Geoffrey?
—¿Señor?
—Ayuda a arreglar mi capa sobre ella apropiadamente. Lady Emma está fría.
La mente de Emma parecía haberse congelado y apenas veía adónde la
llevaba. Judhael, Henri, Azor, Sir Richard... era demasiado. También estaba
digiriendo el hecho de que Sir Richard no se había dado cuenta de que ya tenía un
hijo, un hijo bastardo. Si tan sólo pudiera estar segura de que Judhael tampoco lo
sabía.
Débilmente, se dio cuenta de que estaba siendo llevada a través de la calle
iluminada con antorchas. Los ladridos excitados rodaban por el aire, y varios
perros salieron corriendo de los establos: entre ellos el perro lobo de Sir Richard,
el mestizo blanco.
Sir Richard se metió en una puerta en la base de una de las torres y comenzó a
subir por una escalera curvada.
Emma no se rebajaría luchando. El hombre medía más de dos metros de alto y
su complexión, bueno… ya que ella estaba presionada cerca de ese pecho
musculoso, no pudo evitar notar que Sir Richard era un hombre de complexión
poderosa. Como cabría esperar de uno de los oficiales del Rey William, un
caballero y un comandante.
Podía ser perturbador estar tan cerca, de hecho más cerca de lo que había
estado de cualquier hombre desde Judhael, pero la mente de Emma estaba
obsesionada con su hijo.
¿Azor sabía lo de Henri? ¿Sabía que Henri estaba durmiendo arriba en la
posada? ¿Azor quizás los había seguido cuando trajeron sus cosas del molino al
Staple? ¿Azor estaría secuestrando a Henri de su cama?
Emma no se resistió. Si ella se involucraba en una pelea física con Sir Richard,
sólo podría ser la perdedora. Subió las escaleras a pasos rápidos, un pequeño
séquito trotando a sus talones: su escudero, los tres perros. No, una lucha física
con este hombre solo podía resultar en una derrota ignominiosa; tenía la
constitución de un campeón.
Ella tampoco habló. Porque este hombre, este amigo del marido de su
hermana, Sir Adam, no conocía la magnitud de su caída en desgracia. No había
oído hablar de su hijo ilegítimo. ¿Cómo sería si tuvieras que sufrir la vergüenza de
tener a un mocoso rebelde aferrado a tus faldas?
Tal vez… Emma lo miró rápidamente a través de sus pestañas… quizás otras
tácticas podrían funcionar aquí….
Cielos, pero este Normando era guapo, de mandíbula fuerte y masculino. Su
pelo era grueso y castaño. Una antorcha en una pared proyecta una sombra de su
nariz recta sobre una mejilla delgada. Una mejilla que Emma podía ver tan de
cerca estaba oscura con rastrojos. Sus labios, ella mordió el interior de su mejilla,
no quiso mirar sus labios, ¿no estaban demasiado bien formados para un hombre?
Se detuvo para respirar en un rellano, o eso pensaba Emma, hasta que su
escudero le empujó para abrir la puerta.
—Eso es todo, Geoffrey —Sir Richard dio una brusca sacudida de cabeza
cuando el joven hizo que los siguieran a la habitación. —Te llamaré si te necesito
—el mestizo blanco casi le hace tropezar. —Y llévate a los malditos perros contigo.
Capítulo 5

—Sí, Sir Richard.


Emma se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración mientras el
escudero llamaba a los perros y la puerta se cerraba tras él. El manto de Sir
Richard desapareció y ella se puso de pie, no muy suavemente. Su respiración era
desigual. También lo era la de ella.
¿Qué quería con ella? No podía tardar mucho, no con Azor y Judhael sueltos y
Henri atrapado en la posada. Sir Richard no sabe nada de Henri; ya es bastante
malo que piense que soy una mujer deshonrada, pero si se entera de Henri…"el
mocoso rebelde aferrado a mis faldas"
Levantando la barbilla.
—¿Señor?
Tiró su capa sobre un cofre que estaba al pie de una cama. Una cama grande,
notó Emma, una cama indecentemente grande. También se dio cuenta de que
estaba extrañamente tranquilo aquí arriba. Si gritaba para ser liberada, ¿la oiría
alguien? ¿Adónde había ido ese escudero? ¿Vendría si lo llamaba?
Dispuesta a no ceder a la histeria, Emma lo estudió; resplandeciente en una
túnica verde bordeada por una trenza de plata. Era muy alto, y esa hermosa cara
tenía una expresión en la que la diversión parecía mezclarse con la irritación en
igual medida. Y sus ojos, qué raro... en esta luz, en esta habitación, ella no
encontraba frialdad en ellos.
La fuerza física del hombre era impresionante, los hombros anchos, los
muslos musculosos, que ella había sentido por sí misma al subir las escaleras.
Pero, había algo más que mera fuerza aquí. Sintió una enorme vitalidad, reservas
ilimitadas, una voluntad indomable. Sí, era muy extraño, estaba allí en sus ojos...
Esta noche Emma juraría que podía poner su vida en sus manos y descansar
tranquila.
¡Pero es un Normando!
Sir Richard podría tener la fuerza del diablo, podría ser Normando, pero
Emma nunca había oído que fuera violento o cruel con las mujeres. No habría ido
a pedirle ayuda esa mañana si lo hubiera sabido.
Acuciosamente, condujo su mirada alrededor de su dormitorio. Estaba
amueblado con extravagancia real. Las velas en los prismáticos de la pared eran,
por su olor, cera de abeja. Su luz caía suavemente sobre las paredes con motivos
de remolinos y distintivos y galones en ocres, azules y rojos. Los tapices brillaban
con hilos de oro. Había una sola abertura en la ventana con contraventanas. Uno
de los muros era curvo; debía seguir el muro exterior de la torre. La puerta estaba
casi a su alcance, casualmente, se acercó un poco más.
Había dos braseros que generaban reconfortantes destellos de calor.
Añadiendo más carbón a uno de ellos, Sir Richard la hizo un gesto con la mano.
—Caliéntese, mi Lady.
Mi Lady. Aparecieron lágrimas punzantes en sus ojos. ¿Cuánto tiempo había
pasado desde que alguien le hizo la cortesía de dirigirse a ella por su título? Este
hombre lo había hecho, en los establos del castillo esa mañana. Pero pronto
dejaría de hacerlo, una vez que se enterara de la existencia de Henri...
Emma agarró el pestillo de la puerta, pero él llegó antes que ella. Ella captó el
brillo de los dientes blancos cuando la llave entró en la cerradura.
—No hay escapatoria por ahí, mi Lady.
Se mordió el labio y lo miró fijamente. El comandante de la guarnición la había
encerrado en la habitación de su torre y no sintió miedo… ¡qué extraño era! Sí,
quería pasar por encima de él para ir a ver cómo estaba su hijo, pero no tenía
miedo. Y, sí, lo había leído bien; esos ojos grises, en efecto, relucían de diversión.
Richard de Asculf se reía de ella.
—Estoy muy contenta de entretenerle, señor. ¿Pero por qué intervienes?
Habría sido mejor, mucho mejor, si me hubieras dejado en paz.
Arrojando la llave a la cabecera de la cama, se apoyó en la pared y cruzó los
brazos.
—¿Te he enfurecido?
—¡Sí!
—¿Cómo es eso?
—No sólo me avergonzaste ante medio pueblo, arrastrándome fuera del
Staple ante toda tu guarnición, sino que me arrojaste sobre tu hombro como un
saco de...
Sus labios se curvaron.
—No te arrojé sobre mi hombro, te cargué. Con mucho cuidado, de hecho —
empujando la pared, hizo rodar esos anchos hombros y puso una mueca de dolor.
—Para mi propio detrimento, debo añadir.
¡Su hombro, por supuesto! Emma apartó a un lado el recuerdo de la herida
que había notado en el establo y resopló.
—Espero que duela. Tal vez te haga pensar dos veces antes de secuestrar
mujeres.
—¿Secuestrar? Pensé que te estaba salvando —cruzando hacia la pared
exterior curvada, levantó una jarra vidriada de una bandeja. —¿Vino?
—No, gracias. Me gustaría que abrieras esta puerta, quiero irme a casa.
—¿Casa? —sin hacer caso de su negativa, vertió un poco de vino en una copa
de cristal… ¿más cristal? Sir Rich… en efecto, y se lo ofreció. Sonrió. —Adelante, no
voy a envenenarte, al menos todavía no.
Cuando Emma tomó el vaso, no pudo evitar mirarlo. Debía pensar que era una
campesina, pero nunca había bebido vino de una copa así. Era suave al tacto, y
tenía un matiz amarillo nublado. Pequeñas burbujas quedaron atrapadas en el
cristal, pequeñas imperfecciones reveladas por la luz de las velas que brillaba a
través de él.
—Vino de Francia —dijo, observando su reacción.
—Es más ligero de lo que imaginé.
—Y frágil —levantó una ceja. —¿No vas a probar el vino?
Asintiendo, Emma tomó un sorbo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que
sólo había un vaso en la bandeja y que él estaba esperando a que ella terminara
antes de que él pudiera tomar un poco. Tomó otro sorbo apresurado y,
ruborizada, pasó el vaso de regreso. Era vergonzoso, extrañamente íntimo,
compartir una copa de vino con él. Otra sorpresa. Ella habría pensado, dada su
reputación, que Sir Richard tendría dos vasos en su alcoba.
Se llevó el vaso y se hundió en la cama.
—¿Más caliente ahora?
—Sí, gracias.
—Entonces, ¿dónde está el hogar? Supongo que no vives en Fulford con Cecily
y Adam.
—¡Cielos, no!
Apoyó un codo en su rodilla, con los ojos vigilantes. Tenía largas pestañas
negras como el hollín. Y su nariz, muy recta.
—Tu hermana nunca me pareció una persona que no ofreciera buena
hospitalidad.
—No, por supuesto que no, pero... —Emma se detuvo. No podía entender por
qué Sir Richard la había traído aquí. Esta era su alcoba. Una habitación poco
común que no compartía con su escudero, una habitación privada como nunca
había visto en su vida. Ella había pensado que sólo el Rey William tendría una
cámara para sí mismo.
—Emma, ¿dónde vives?
Emma no estaba segura de si debía decirle algo. Este hombre dijo que quería
ayudarla, pero en vista de que él la envió con ese mayordomo singularmente inútil
esta mañana, no estaba segura. Sin embargo, no podía sentir ninguna
malevolencia en él. Tal vez estaba tratando de ayudarla. ¿Era seguro decirle dónde
vivía? Voy a tener que contarle lo de Henri. Oh, Dios.
La lealtad de Sir Richard al Rey William era incuestionable. No importaba lo
que ella le dijera, no debía hacer mención alguna de Judhael y Azor por sus
nombres. Sajones proscritos que habían dedicado todos sus alientos en los últimos
años a derrocar el régimen al que él servía. No, ella no podía hablarle de ellos.
Puede que no quiera renovar sus conexiones con Judhael y Azor, pero ellos habían
sido los housecarls de la casa de su padre y no tenía el "alma" para traicionarlos.
—¿Dónde vives? —preguntó. —¿Es tan difícil de responder?
Emma tragó.
—Yo... he tomado recientemente alojamiento en el Staple.
Hizo un sonido exasperado.
—Eso pensaba yo. ¡Idiota! ¿Y qué tiene que decir tu hermana al respecto?
Emma se retorció. Ella no había hecho nada malo, pero el tono de Richard
hizo que quisiera esconder su cara de vergüenza. A Sir Richard no le iba a gustar
cuando supiera de Henri.
—Cecily no lo sabe.
—Yo diría que no debe saberlo. Le rompería el corazón —las fosas nasales de
Richard se dilataron. —¿Cuánto tiempo llevas allí? ¿No creo que Adam sepa de
esto, tampoco?
—Sólo me mudé hoy —elevando su barbilla. —No tenía trabajo, ni medios
para pagar nuestro... mi alojamiento —oh, Señor. Esperando que no se hubiera
dado cuenta de su desliz, consciente de un deseo irracional de retrasar el
momento en que el desprecio entraría en su expresión, se apresuró a seguir
adelante. —Tu mayordomo me rechazó.
Pero su mirada se había agudizado; no se lo había perdido.
—¿Nuestros alojamientos?
—Sí —poniendo la mandíbula firme en muestra de determinación, Emma se
encontró con su mirada fija. ¿Y por qué no debería hacerlo? No era su culpa que
ella hubiera estado enamorada y se hubiera acostado con su hombre, los tiempos
habían estado en contra de ellos. Y ahora, con Judhael tan cambiado...
No menciones a Judhael, lo que sea que digas, no menciones a Judhael.
—Sí —su garganta se agarrotó y tuvo que tragar dos veces antes de poder
continuar. —Yo... tengo un hijo.
—¿Tienes un hijo?
—Sí —su expresión era bien educada, apenas había cambiado. No había ni
rastro del desprecio que Emma había esperado, a menos que lo mantuviera bien
escondido. La esperanza se encendió en su pecho, y asintió a la llave en el pecho
de la cabecera de la cama. —Y necesito volver a la posada, ahora, para ver si Henri
está bien.
—Me imagino que tu hijo estará dormido —pensativo, golpeó el borde de su
copa de vino. —¿Es ese niño rubio? ¿El que jugaba junto al Itchen, el que te
acompañó a los establos?
—Sí.
—Yo había asumido que él pertenecía a esa otra mujer.
—No, Henri es mi hijo, y me gustaría que me soltaras para que pueda verlo.
—A su debido tiempo, a su debido tiempo —las cejas oscuras se juntaron. —
Siento que hay más cosas que no me estás contando. Puede confiar en mí, mi
Lady. Tu hermana está casada con un amigo de confianza. Debes saber que
honraré tu confianza.
Mi Lady. Allí estaba otra vez, y de nuevo el uso de su título, tenía lágrimas que
le picaban en la parte de atrás de los ojos. Richard de Asculf era un hombre
extraordinario. Lejos de darle la espalda al saber acerca de Henri, parecía
dispuesto a ayudarla.
Bien, pensó Emma, con Judhael y Azor de vuelta en Winchester, estoy
desesperada.
¿Incluso si es un Normando el que ofrece ayuda?
Sí, incluso entonces.
Emma se acercó tanto que notó detalles de él que eran nuevos para ella. Sus
ojos tenían pequeñas manchas negras. Sus pupilas eran grandes mientras la
miraba, y sus pestañas muy largas. Sus ojos, se dio cuenta con algo de asombro,
eran casi demasiado hermosos para un hombre. Podía ver el oscuro rastrojo en su
barbilla y oler el vino en su copa y más, un olor almizclado masculino que debía
pertenecer al hombre mismo.
—No puedo explicarlo. Necesito ir a casa. Por favor, mi Lord, suélteme.
La mirada de Richard escudriñó su cara, descansando durante el más breve de
los momentos en su boca.
—Hay más, lo juraría, pero no confías en mí, no me lo vas a contar.
Tímidamente, Emma alcanzó su hombro antes de recordar su herida,
tímidamente retiró la mano.
—Por favor, señor.
—No me siento bien con mi conciencia al dejarte ir.
—¿Cómo es eso?
Se inclinó hacia atrás, los ojos encapuchados, y le dio una lenta sonrisa, una
sonrisa que la hizo recobrar el aliento.
—Digamos que te acompaño de vuelta a la posada. ¿Cuánto falta para que
vuelvas a tus trucos?
—¿Trucos? ¿Trucos?
En un rápido movimiento ya estaba de pie y colocó el vaso sobre el cofre de
madera. San Swithun, el hombre era alto. Con una especie de sacudida, Emma vio
un destello de ira en sus ojos. Sólo fue por un momento y luego él la miró con toda
apariencia de simpatía. Él sonrió, y contra de la razón se encontró respondiendo.
Estaba empezando a ver por qué a Cecily y a Adam les gustaba este hombre.
Su boca tenía una forma muy fina, especialmente cuando sonreía. Atrajo su
mirada, atrajo toda su atención, hasta el punto de que cuando un dedo grande
corrió por su mejilla Emma casi saltó fuera su piel. Sintió serpentinas en el
estómago.
Su sonrisa se hizo más profunda.
—Emma, Emma de Fulford, ¿qué voy a hacer contigo?
—Todo lo que tienes que hacer es liberarme —su corazón latía como un
tambor frenético. Se paró demasiado cerca. Este hombre desordenaba sus
pensamientos y pensó que no le gustaba. Nadie, ni siquiera Judhael en los
primeros días, en los días en que ella lo había amado, había tenido un efecto tan…
tan físico en ella. Dándose cuenta de que su atención había sido atraída de nuevo
a su boca, a ese labio inferior lleno, a esa atractiva hendidura en su parte
superior... ¡Cielos! Deliberadamente se concentró en un galón en la pared.
Los dedos fuertes encontraron su mejilla y él le giró la cabeza, así que no tuvo
más remedio que mirar; mirarse, en esos ojos grises. Sus entrañas se tensaron.
¿Por qué tenía la sensación de que él estaba disfrutando esto? Su confusión lo
divertía, ella lo divertía. Fue como si una ola de ira se la llevara, ¿estaba Sir Richard
jugando con ella? ¿Se había convertido en un juego para él?
—Necesitas que te salven de ti misma, pequeña. Cecily nunca me perdonaría
si te permitiera continuar tus arreglos con el Staple.
Por fin comprendió. Si Emma no se hubiera quedado atónita por la aparición
de Azor y preocupada por Henri, habría entendido mucho antes de ahora.
—No soy una de las chicas de Hélène.
Cuando Emma era hija de un Thane, no habría dudado en hablar de manera
despectiva sobre las rameras. Mujeres que ganan dinero vendiendo sus cuerpos.
Pero esos comentarios despectivos los habría hecho por ignorancia… es decir, por
una estupidez testaruda.
La vida no había tardado en corregirla; le había mostrado algunas de las cosas
que podrían llevar a una mujer a ganarse la vida de esa manera. Hambre y frío,
desesperación y miedo, desesperanza. Por supuesto, Hélène y Frida y las otras
chicas no eran santas ¿quién lo era? pero estaban entre las pocas, las muy pocas,
a las que Emma podía llamar amigas.
La ira y la confusión hicieron nudos en su vientre. Buscó la calma.
—Esperaba pagarle a Hélène mi nuevo alojamiento lavándole la ropa de
cama.
Su sonrisa creció enloquecidamente. Sus dedos se movieron lentamente
sobre el pómulo de ella y se posaron sobre su boca.
—Por supuesto que sí.
Maldito sea, estaba jugando con ella. Ella se retorció.
—Es verdad.
Lentamente agitó la cabeza y un mechón de pelo castaño cayó sobre sus ojos,
pelo castaño que brillaba como el castaño donde la luz de la vela lo atrapó. Su
túnica verde estaba bordada intrincadamente en el cuello y las corbatas estaban
desatadas. Bajo una camisa de color crema, podía ver el latido de su pulso, un
chorro de pelos oscuros.
Su cara se calentó.
—Es verdad.
Levantó el borde de su velo, delicadamente doblado. Su mano se deslizó
suavemente por su brazo, pasando por su cadera hasta llegar a la plenitud de las
faldas rosadas.
—Esto no es un atuendo que yo asociaría con una lavandera en busca de
trabajo.
Podía sentir el calor de su mano a través de la tela de su vestido.
—Este vestido... —se aclaró la garganta y la mirada de Emma se posó en su
cara. —Este vestido parece hecho más para la seducción. Te juro que podrías
tentar a un ermitaño a romper sus votos con esto.
Arrancándole las faldas de las manos, Emma frunció el ceño.
—Hélène no necesitaba mis servicios como lavandera, así que estaba tratando
de venderlo, es decir, el vestido.
Los ojos grises brillaban, dio un ladrido de risa.
—¿Vendiendo el vestido?
—Sí, Hélène necesita vestidos así, bien vestidas sus chicas... —la voz de Emma
se calló. Sir Richard nunca le creería; estaba claro que estaba decidido.
Con la boca en un gesto divertido, cogió el vino. El amigo de Adam no la
lastimaría; de hecho, Emma estaba comenzando a ver que él había venido al
Staple esa noche con un deseo particular de salvarla; pero su proximidad era
desconcertante, había una agitación inquietante en sus entrañas que ella no podía
identificar. Se alejó, ya que era más fácil respirar con unos pocos metros entre
ellos.
—¿Señor?
Los ojos seguían bailando de un lado a otro, llenó el vaso.
—¿Hmm?
—Yo estaba vendiendo el vestido. O lo intentaba —dijo Emma.
—Como tú digas —él le dio una de sus sonrisas incrédulas.
—Sir Richard, ¿cómo supo que estaba en el Staple esta noche?
—Geoffrey.
Su escudero, por supuesto.
—Sí, pensé que lo había visto —inclinó la cabeza hacia un lado. —¿Entonces,
has venido a salvarme?
—Quería que tuvieras un trabajo honesto, por eso te envié al administrador
del castillo. No me había dado cuenta de que te había rechazado, y quiero que
sepas que lo lamento profundamente.
—Al mayordomo le caigo mal, porque… porque... no estoy casada y tengo un
hijo.
—Geoffrey debería haberse quedado para asegurarse de que te encontraran
un trabajo adecuado. Trabajo… —cerrando la distancia que ella había puesto tan
cuidadosamente entre ellos, él tomó su mano y puso una mueca al ver lo ásperas
que estaban. —Trabajo que sea apropiado para una dama de su estatus.
Emma hizo un descubrimiento sorprendente. Le gustaba estar de pie con una
de sus manos en la de él. Librándose, ella le miró fijamente.
—Estaba vendiendo el vestido.
Esos labios expresivos se movieron.
—Como tú digas.
La mente de Emma se aceleró. Era exasperante que no le creyeran, pero no
había tiempo para convencerlo. ¡Henri! ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que Azor
descubriera que tenía un hijo, asumiendo que no lo sabía ya? Y después de eso,
¿cuánto tiempo le tomaría a Azor hacer la conexión entre Henri y Judhael?
¿Cuánto tiempo le quedaba?
Ella miró fijamente a Richard de Asculf. Podría ser el comandante de la
guarnición normanda de Winchester, pero era amigo de Adam y realmente
parecía dispuesto a ayudar. ¿Estaría dispuesto Sir Richard a dejar que se queden
en el castillo por un tiempo? Ella debe averiguarlo. El último lugar donde Judhael
pensaría en buscarla sería en el Castillo de Winchester. Hasta él se lo pensaría dos
veces antes de cruzar ese puente levadizo….
Diferentes tácticas, se dijo a sí misma, diferentes tácticas...
—Señor, le agradezco su preocupación. Pero debo rogarle... —para horror de
Emma, su voz se rompió. —Déjame ir con mi hijo.
Su expresión se calmó. Él cogió su mano, un simple toque, un suave toque que
tenía algunas de las lágrimas derramadas que corrían por sus mejillas. Ella se secó
el llanto… pero en realidad no le importaba si este hombre veía sus lágrimas; el
bienestar de Henri era mucho más importante.
—Mi hijo, señor, por favor.
Con el ceño fruncido al apartar el vaso.
—Dime, cuéntamelo todo.
Ella agitó la cabeza.
—Suéltame, déjame ir.
—Muy bien, no me burlaré más de ti —formalmente, Richard le ofreció su
brazo. —Mi Lady, permítame acompañarla de vuelta a la posada.
Richard miró, fascinado a pesar de sí mismo, mientras una sonrisa
transformaba su rostro. Sol tras lluvia, pensó. Arco iris.
—¡Gracias, señor!
Se giró, el velo de seda a la deriva tras ella mientras se zambullía en busca de
la llave. La llave resonó en la cerradura, luego ella tiró la puerta hacia atrás e hizo
un gesto imperioso.
—Deprisa, señor, por favor, deprisa.
Su sonrisa, su ansiedad, su placer desvergonzado por su acuerdo tocaron a
Richard como nadie lo había tocado en años. Aquí había un oscuro misterio. Mon
Dieu, pero Emma de Fulford se estaba desviando, tenía temas ocultos.
Richard no tenía ni idea de lo que le preocupaba, pero se dio cuenta, para su
sorpresa, de que su deseo de ayudarla era genuino y no sólo porque Emma de
Fulford era la cuñada de Adam Wymark. Ella estaba preocupada por su hijo, y le
pareció que su preocupación era algo más que la preocupación usual que una
madre sentiría por su hijo. El padre rebelde del chico estaba involucrado en este
asunto, ¿pero cómo?
Por alguna razón insondable, Richard sintió una conexión con ella. Ella lo
atraía, pero era más que lujuria animal lo que podía estallar entre casi cualquier
hombre y mujer, a veces incluso cuando no les gustaba el uno al otro. La lujuria
estaba allí, ciertamente, pues había sentido su atracción cuando la había visto en
la taberna, y otra vez más tarde cuando la había llevado al otro lado del patio.
Pero, dejando de lado la atracción animal, Emma de Fulford le quitó los malos
recuerdos de su mente.
Esta era la primera vez, en muchas noches en que sus pesadillas sólo eran
pensamientos. Esta mujer puede que no lo sepa, pero lo estaba haciendo tan bien
para distraerlo que no le temía a la noche que se acercaba. Y desde York, eso era
motivo de celebración. Desde que fue incapaz de evitar la cruel muerte de ese
pobre niño Sajón, las noches de Richard habían sido turbulentas.
Con un susurro de faldas, empezó a bajar las escaleras. Richard la siguió, pero
ella no había dado más de dos vueltas cuando se detuvo abruptamente.
—¿Y ahora qué?
Sus ojos eran enormes en la llamarada de las antorchas, y estaban llenos de
preocupación.
—Yo... no puedo ir —se empezó a morder un dedo.
Suavemente, le quitó la mano de la boca. De manera bastante alarmante,
tuvo que recordarse a sí mismo que debía liberarla.
—Az... hay alguien... es decir... acabo de darme cuenta, que podría ser vista.
Su pecho se levantó y bajó. De pie, un paso por encima de ella, el escote
acuchillado del vestido rosa captó su mirada. Richard logró; apenas, apartar sus
ojos de la fascinante sombra entre sus pechos y concentrarse en su rostro, en lo
que estaba diciendo.
—¿Podría... podría ayudarme, señor?
—Sí, ¿No se lo he dicho?
—No puedo explicarlo todo, pero mi hijo y yo necesitamos desesperadamente
un refugio —ella tocó su manga. —¿Enviarías a alguien al Staple para que lo
trajera de vuelta aquí?
Richard la miró fijamente.
—¿Quieres que traiga a tu hijo al castillo?
—Si puede. Sé que no debería estar pidiéndole esto, pero no puedo ir yo
misma porque...
—Podrías ser vista.
—Exactamente.
Esto se estaba volviendo cada vez más misterioso. Richard miró hacia abajo a
la mano que tenía en su brazo mientras luchaba en vano para recordar el nombre
de su antiguo amante. Era una mano pequeña, con dedos delgados y una muñeca
delgada. Si no fuera por las uñas rotas y la piel con capas de lejía, podría ser la
mano de una dama. Ayudaría si supiera contra quién o contra qué luchaba Emma
de Fulford. Incluso podría, dada la lealtad con su antiguo amante, estar
involucrada en un complot contra el Rey, ese pensamiento le generaba intriga y
temor.
Irritado consigo mismo, Richard frunció el ceño. Eso se le debería haber
ocurrido antes.
Mientras la miraba, tuvo que quitarle los ojos de los pechos otra vez. El tenue
olor a rosas se arremolinó en su conciencia. La mujer lo estaba embrujando. Aun
así, ella ciertamente llevó sus otros problemas lejos de su mente: la muerte de
Martín y todo lo que eso implicaba, sus pesadillas...
—Por favor, ¿puedes lograr que traigan a Henri aquí?
—Sí. Yo mismo iré por él. Me reconocerá por nuestra conversación de esta
mañana —si el antiguo amante de Lady Emma la había arrastrado a algún plan, se
le ocurrió a Richard que sería mejor mantenerla donde él pudiera vigilarla.
—¿No lo asustarás? Sólo tiene dos años.
Richard juntó las cejas y luchó para mantener a raya la imagen de ese pobre
niño cerca de York.
—Yo nunca asustaría deliberadamente a un niño.
De vuelta en la alcoba, Emma flotaba junto a la puerta mientras Sir Richard
iba a despertar a su escudero. Ella no debería haberle pedido este favor, de hecho
se preguntaba si se había excedido.
Era un caballero Normando, de confianza del Rey William, y ella le había
pedido que fuera a buscar a su hijo y les diera refugio. Qué cosas nos lleva a hacer
la desesperación, pensó ella. Gracias a Dios, no se había ofendido.
El bajo murmullo de las voces flotaba desde el suelo. Un perro se quejó. Los
pasos se retiraron por las escaleras. Oyó el sonido hueco de una puerta distante.
Entonces nada, ni un solo ladrido, ni un susurro.
Al cerrar la puerta, Emma se envolvió los brazos en la cintura y comenzó a
caminar de arriba a abajo. Sus botas rozaban la estera, era el único sonido. Un par
de pasos la llevaron a la pared y al cálido resplandor de un brasero. Se dio la
vuelta. Arriba y abajo, arriba y abajo.
La tranquilidad en esta alcoba era muy desconcertante. Fulford Hall nunca
había estado tan callado. Y City Mill, incluso en plena noche, nunca fue tan
silencioso. La madera crujía, la paja crujía, el agua se silenciaba bajo el molino. Y a
su lado, durante los últimos dos años, siempre había habido el suave suspiro de la
respiración de Henri. Pero aquí, en lo alto de la elevada torre de piedra de Richard
de Asculf, con sólo una habitación vacía debajo, el silencio era total. La piedra no
crujía. No podías oír los murmullos de los demás mientras dormían. Se sentía
antinatural.
Emma se detuvo junto a la cama. Nunca había estado en una cámara como
ésta. La cama, tan amplia, y ese colchón gordo, la cobija ricamente bordada...
Esto era un refinamiento de un tipo que nunca había visto, ni siquiera en
Fulford. Incluso en los días antes de que el Rey William tomara la corona del Rey
Harold, incluso cuando ella había sido hija de un Thane, nunca había conocido tal
esplendor. La estera cruda, que no dejaba pasar el frío del suelo, era una estera
tejida, no era de simples juncos esparcidos. Los tapices eran tan finos como los
que habían colgado en el antiguo palacio Sajón, delicadamente forjados, con hilos
partidos para los detalles. Los costosos hilos de oro y seda se entremezclaron
artísticamente con los de lana. Y las paredes pintadas eran simplemente
extraordinarias, con remolinos y galones cubriendo cada superficie. Era casi como
estar en la catedral.
Aparte de la cama.
Emma y Judhael, debido a la naturaleza ilícita de su relación, nunca habían
compartido una cama. ¿Cómo sería, se preguntó, despertarse en una cama como
ésta, junto al hombre que amabas?
Tímidamente, extendió la mano para probar la suavidad de una almohada. Sí,
como ella sospechaba, él dormía sobre almohadas rellenas con plumas de ganso. Y
ahí, pieles y un cobertor de seda... ¿Se desparramaría por el medio, a lo largo de
toda la cama? ¿De espaldas o de frente? Una inquietante imagen de Sir Richard
dormido surgió en su mente. Ese cuerpo grande y bien musculado se relajaría, con
el pelo oscuro despeinado...
Al levantarse abruptamente de la cama, su mirada cayó sobre un escudo
apoyado contra la pared, y un objeto que sólo podía ser una espada, envuelta en
un saco.
Emma frunció el ceño. Un cofre de viaje estaba junto a ellos, junto con una
cota de malla. Algo en el lugar le dijo que el escudero de Sir Richard estaba
empacando. ¿Sir Richard iba a dejar Wessex? ¿Iba a Normandía a ver las tierras
que había heredado?
Dios, eso no le sentaría nada bien. Con Judhael amenazando a todos sus
conocidos, necesitaba la ayuda de Sir Richard. Cogió el borde de su velo y lo
retorció entre sus dedos, pensando furiosamente.
¿Se estaba yendo? ¡Santos!, ¡unos días de su protección no iban a ser
suficientes, ni mucho menos suficientes! Si él se iba, ¿qué podía ella hacer?
Capítulo 6

Henri tenía que mantenerse a salvo de Judhael, esa era la primera


preocupación de Emma.
A primera hora de la mañana, cuando Emma había le había pedido ayuda a Sir
Richard y su mayordomo la había desestimado, había tomado la decisión de
prescindir del amigo de Adam como fuente de ayuda. Pero, evidentemente, esa
evaluación había sido muy precipitada. Si había de creer a Sir Richard, él sabía
cómo la había tratado el mayordomo. Además, había venido al Staple, sólo para
ayudarla, o eso parecía. ¡Sir Richard quería ayudarla! Uno de los hombres más
poderosos de Wessex, y quería ayudarla.
Esta era su oportunidad de escapar de Judhael de una vez por todas. Puede
que no consiga otra oportunidad como esta.
El cofre personal de viaje de Sir Richard estaba cubierto de hierro y
tachonado. Incluso tenía un candado. Pero si, como ella sospechaba, ¿él volvía a
Normandía? Eso lo cambiaba todo. Ella podría necesitar su protección, pero si él
se iba de Inglaterra... Puso una mueca de dolor.
Tácticas diferentes, pensó ella, necesitaré tácticas muy diferentes….
Allí yacía su casco y su espada. A pesar de todos los adornos de la habitación,
la había convertido en una cámara de guerreros. Otro casco yacía contra la pared,
el metal opaco con la edad. Ahí estaba su escudo. Incongruentemente, un laúd
yacía a su lado. El laúd estaba polvoriento y faltaban dos de sus cuerdas, pero dio
crédito a las historias de un caballero Normando que le daba una serenata a la hija
del molinero en Fulford.
Un pendón de caballero había sido arrojado junto a una de las cotas de malla.
Emma lo recogió; era rojo y plateado. Ayer, junto al río, había visto este pendón,
los colores de Sir Richard de Asculf. El laúd era la rareza en medio de esta armería
dorada, y le recordaba a Emma lo que su hermana le había dicho poco después de
Hastings 18.
—Ten cuidado con Sir Richard, es un sensual buscador de placeres —había
dicho Cecily. —Toca el laúd y da serenatas a mi criada, y la anima a que le haga
ojitos. Adam dice que Sir Richard es un hombre de honor, pero creo que las
mujeres pueden ser su debilidad.
Un buscador de placer pensó Emma, cuidadosamente doblando el pendón y
dejándolo a un lado. Si el amigo de Adam había sido sensualista en 1066, era
probable que en el fondo siguiera siéndolo. Otro recuerdo le vino a la mente. En el
lavadero, antes de que Judhael pusiera a Bertha en su contra, Bertha había
mencionado un rumor que circulaba por todas partes. Según este chisme, hace
algunos años el comandante de la guarnición le había dado una cruz de oro a la
hermana adoptiva de Adam, Rozenn. Peor aún, Rozenn, una costurera, había
venido desde Bretaña con la esperanza de casarse con él, pero fue rechazada
cuando llegó.
¿Sería cierto? ¿Podría un caballero haber planeado casarse con una
costurera? Y si le había prometido matrimonio a Rozenn, ¿por qué esperar a que
la pobre mujer llegara a Inglaterra antes de rechazarla?
Cualquiera que sea la verdad de las historias, parecían probar que Sir Richard
era en realidad un sensualista que disfrutaba de los placeres cuando podía, un
tomador en lugar de un dador. También parecía que tenía debilidad por las
mujeres. Por lo tanto, era muy extraño que no tuviera la costumbre de visitar el
Staple. Quizás, como Frida había sido convocada al castillo, sus relaciones se
realizaban normalmente en privado; aquí en esta cámara.
Sí, debe ser eso. Emma miró la copa de vino medio vacía que estaba en el
baúl. ¿Una copa de vino, sólo una? No importa, quizás había habido dos vasos, el
otro debía estar roto; él le había advertido que eran frágiles. Su frente se aclaró.
Sir Richard de Asculf era un sensualista. Pero ¿volvía apresuradamente a
Normandía? Emma necesitaba saberlo porque, si era así, entonces su mejor
opción sería trabajar en su debilidad por las mujeres y usarla en su beneficio.

18
NT. Hastings. Batalla de Hastings (1066) Batalla, en Hastings, al sur de Inglaterra, mediante la cual se inicia el dominio
Normando, liderado por Guillermo II, en Inglaterra.
Desconcertada, se hundió en la cama. No tardará mucho en ir a buscar a Henri
a la posada. Sería un alivio tener a su hijo aquí, fuera del alcance de Azor y Judhael
que, con los precios por sus cabezas; al ser Sajones proscritos, no se atreverían a
entrar en el castillo Normando de Winchester. El Castillo era seguramente el
último lugar en el que Judhael pensaría buscarla. Podría ser un refugio seguro,
siempre y cuando, por supuesto, que Sir Richard hubiera hablado en serio cuando
dijo que la ayudaría.
Emma asfixió un bostezo. Saint Swithun, estaba cansada. Miró la almohada,
que era gorda y suave. Otro bostezo. Había estado cansada durante meses;
machacando la ropa de cama día tras día era un trabajo agotador y, desde que
dejó Fulford, había tenido el sueño ligero. Sir Richard tardaría al menos media
hora; podría usar ese tiempo para descansar.
Por lo general, Emma tenía que estar atenta a Henri, en caso de que
deambulara por los alrededores. Un molino era un lugar peligroso. Además, había
vivido durante años con sus temores respecto a Judhael. Sus temores la habían
mantenido al margen del sueño durante mucho tiempo. Pero aquí, en esta
solitaria habitación en lo alto de la ciudad...
Levantando la mano, Emma se quitó el velo y lo puso al pie de la cama. Se
aflojó las trenzas y se quitó las botas, unas robustas botas de trabajo que
necesitaban suelas nuevas, y que estaban fuera de lugar con su vestido rosa.
Suspirando, se hundió en las generosas almohadas. El lino olía a él, a Sir
Richard, comandante de todos en este castillo, a menos que el Rey William
estuviera en residencia. Emma estaba en el centro del poder Normando en
Wessex y, en toda su vida, nunca se había sentido tan segura.
Fue despertada en la madrugada por el sordo y potente batido de la puerta.
¿A qué hora fue? Ella estaba en la cama de Sir Richard con su hijo y el largo de una
vela en un prisma de la pared le dijo que había pasado una hora como mucho
desde que él le había traído a Henri. Ella y Henri tenían la alcoba y la cama para
ellos. Después de haberle pasado a Henri, Sir Richard le había informado
animadamente que pasaría la noche con su escudero.
Fiel a su palabra, un latido más tarde se había ido.
Voces, voces masculinas, se escuchaban en el salón de abajo. ¿Qué podría ser
tan importante como para despertar al comandante de la guarnición en mitad de
la noche?
¿Rebelión? ¿Fuego? ¿Inundación? ¿O una orden del Rey? Emma está de pie,
con el corazón palpitando. Sí, ¡podría ser un mensaje del Rey!
Se detuvo sólo para alisar el pelo de la cara de Henri porque, a diferencia de
ella, él dormía como un tronco, se levantó de la cama y arrastró una piel sobre sus
hombros. No estaría bien que la vieran deambulando por los pasillos del Castillo
de Winchester en ropa interior, pero algo estaba sucediendo abajo y no había
tiempo para vestirse. Además, no esperaba que alguien la descubriera...
Pelo fluyendo por su espalda, caminaba a través del acolchado de la estera.
En el rellano de entrepiso, el pequeño perro mestizo blanco estaba tendido al
otro lado de la puerta, su pelaje de alambre brillando a la luz de la antorcha. Era
un animal feo, y ella rezaba para que no tuviera mal genio.
Afortunadamente, cuando la vio, su cola rechoncha golpeó el suelo.
Sonriendo, Emma extendió su mano y permitió que el perro tomara su olor antes
de ponerse en cuclillas a su lado. Bien. Era un perro al que le gustaba que le
acariciaran. No la traicionaría mientras ella lo mantuviera feliz. Acariciándolo, ella
puso su oreja en la puerta.
—¿Y el despacho del Rey? —los tonos profundos de la voz de Sir Richard,
aunque apagados por una pulgada de roble, eran inconfundibles.
—Aquí, mi Lord —una voz que no conocía. El mensajero.
—Mi agradecimiento —mientras Emma se esforzaba por escuchar, imaginó
que esa cabeza oscura se inclinaba sobre un pergamino, rompiendo el sello,
desenrollándolo. Se hizo una pausa; ella se lo imaginó leyendo. —Gracias a Dios —
era de nuevo la voz de Sir Richard. —Ha llegado. Geoffrey, nos iremos por la
mañana.
El corazón de Emma se hundió. ¿Por la mañana? ¡Se irían por la mañana!
¿Cómo demonios iba a conseguir su ayuda en tan poco tiempo?
—¿Mañana por la mañana, mi Lord?
Era el escudero otra vez.
—Pero... ¿mi Lord?
—Ciertamente, ¿por qué esperar? El Rey ha ascendido a Sir Guy, él
comandará la guarnición de Winchester, y por lo que a mí respecta, puede tomar
el mando de inmediato.
—Gracias, my Lord.
—¿My Lord?
—Mi deber en Inglaterra ha terminado —incluso a través de la puerta, Emma
podía oír la ligereza en el tono de Sir Richard. —Debo confesar mi deseo de volver
a ver el Ducado.
—Sí, mi Lord. Beaumont es hermoso en primavera.
¿Beaumont? ¿Qué estaba pasando? Presionó la oreja contra el roble.
—Es cierto, y hace demasiado tiempo que no veo los huertos del valle,
rosados y blancos con flores de manzano —Sir Richard aclaró su garganta. —Le
felicito, Sir Guy, por su nombramiento. Pido disculpas por no quedarme para verle
instalado, pero comprenderá que, dado que los asuntos en Normandía son tan…
inciertos, mi presencia allí es urgentemente necesaria. Puede llamar a Sir Adam
Wymark para ayudarle si tiene usted alguna dificultad con respecto a los hombres
y Nigel Steward sabe todo lo que vale la pena saber sobre la gestión del castillo. Se
puede confiar en ambos. Antes de irme, me aseguraré de que sepan que deben
informarle plenamente.
—Gracias, Lord Richard.
El mestizo se retorció sobre su espalda, presentando su barriguita para que
Emma le prestara atención. Distraídamente, Emma le complació.
—Como usted sabe, Sir Guy, el comandante ocupa los aposentos aquí en la
torre, ésta, así como otra en el piso superior. También habrá habitaciones
reservadas para usted en el vestíbulo de la guarnición. Me iré poco después del
amanecer de mañana y hasta entonces necesitaré estas habitaciones de la torre.
¿Si no le importa acostarse en el pasillo hasta entonces?
—Por supuesto, y de nuevo, gracias, no esperaba que hubiera cámaras
privadas.
—Es el deseo del Rey. Sin duda eres consciente de que el cargo de
comandante de guarnición no recaería normalmente sobre uno de sus nobles,
pero Winchester es importante para el Rey William. Él ofrece el uso de cámaras
privadas a modo de recompensa.
Al escuchar unos pasos Emma se puso de pie. Cuando el pestillo se sacudió, se
abalanzó sobre las escaleras. Mientras corría hacia arriba, con el mestizo pisándole
los talones, oyó a Geoffrey preguntarle si debía terminar de empacar
inmediatamente.
—¿Qué hay que empacar? Ya has arreglado la mayor parte. Tengo... ¿algunas
armas, algo de ropa? No debería llevar mucho tiempo. En cualquier caso, la
hermana de Cecily y su hijo están ahí arriba. Duerme, Geoffrey, puedes terminar
por la mañana...
La voz de Sir Richard se desvaneció. El perro mestizo se quejó.
—¡Silencio! —Emma acarició el pelaje blanco del perro mestizo como si su
vida dependiera de ello. —Silencio.
—Príncipe, ¿eres tú? ¿Dónde estás, muchacho?
¿Príncipe? ¿le había puesto a este feo animal el nombre de príncipe? Emma
intentó empujar al perro por las escaleras, pero la desgraciada criatura se quedó
quieta, con una oreja arriba y otra abajo, los ojos brillantes como cuentas negras a
la luz de la antorcha. Movió la cabeza hacia un lado y dejo salir otro lloriqueo.
—Silencio, por el amor de Dios —siseó ella.
Otro lloriqueo.
La luz se fortaleció.
—¿Príncipe? —una mano cálida cayó sobre su brazo. —¡Mon Dieu, Lady
Emma! ¿Necesitabas algo?
—Yo... yo, sí… eso es... no.
Una expresión de reconocimiento apareció en la cara del Conde Richard. Sus
labios temblaron, casi con una sonrisa. Se volvió brevemente con un:
—Duerme un poco, Geoffrey. Terminaremos nuestros arreglos por la mañana
—los ojos grises la escudriñaron de la cabeza a los pies, deteniéndose en la piel de
lobo, su falda, sus pies descalzos y su cabello sin atar. Las mejillas de Emma se
incendiaron. —Ven, mi Lady —dijo, tomándola con firmeza del codo. —Parece que
has perdido tu camino.
La llevó de vuelta a la habitación superior y la empujó sin ceremonias a través
de la puerta. Al igual que ella, el amigo de Adam estaba a medio vestir, con unas
casullas marrones poco llamativas y una camisa de lino. Seguía siendo una figura
imponente. Se alegró de ver que Henri seguía durmiendo como un bebé.
Sir Richard cerró la puerta y miró hacia la cama, con los labios relajados
mientras el mestizo saltaba sobre ella, y se acurrucó junto a Henri. La cola
rechoncha del perro ondeó.
—¿Le gustan los perros? —preguntó.
—¿Perdón?
—¿Su hijo, supongo que le gustan los perros?
Emma asintió con la cabeza, y tiró de la piel del lobo con más fuerza sobre sus
hombros.
—Creo que le gustará ese, aunque desconfía de los perros grandes.
—Con razón. Mis sabuesos son un poco mejores que los lobos, pero Príncipe...
—sonriendo, agitó la cabeza. —Todo lo que pesca son bocados de la mesa —su
expresión se calmó. —Dígame, mi señora, ¿qué estaba haciendo en las escaleras?
—Nada, señor. Escuché voces y…
—Estabas escuchando.
—Duermo mal, y cuando oí voces, me preocupé.
—¿Tuviste miedo?
Emma no vio razón para mentir.
—Sí —se acercó un poco más. Gracias a Dios que Henri duerme
profundamente, pensó, los latidos de su corazón se aceleran mientras se
preparaba para saltar de una manera audaz y totalmente poco femenina a la
oscuridad.
Si Sir Richard se iba a Normandía mañana al amanecer, Emma sólo tenía esta
noche para doblegarlo a su voluntad. A la luz de lo que acababa de escuchar, tenía
preguntas… ¿Mi Lord? ¿Beaumont? Pero sus preguntas debían esperar. Debía
actuar ahora, o perdería la oportunidad para siempre….
Un segundo; y más largo, paso la llevó hasta él, lo suficientemente cerca como
para sentir su calor corporal. Fue un paso que ninguna dama hubiera dado. La
sorpresa apareció en sus ojos grises. ¿Ojos fríos? Nunca. Ojos brillantes, más bien,
inteligentes, ojos interesados. Estaban totalmente concentrados en ella; era algo
desconcertante.
Respirando hondo, Emma colocó la palma de su mano sobre su pecho. Más
calor, viniendo hacia ella a través de la camisa de lino crema. Músculo: este
caballero era un músculo sólido y su cuerpo era más caliente que el brasero que
tenía detrás. Tenía miedo de que su toque pudiera arder.
—¿Señor? —ella estaba consciente de que su cabello fluía sobre sus hombros,
haciéndola parecer la persona que él creía que era. Estaba consciente de su
delgado camisón, de sus pies descalzos.
—¿Hmm?
Su mirada se había fijado en su boca. Bien. Se acercó aún más mientras un
pensamiento desconcertante pasaba por su mente. No sintió repulsión por esta
proximidad indecorosa, sólo, sorprendentemente, un deseo de acercarse aún más.
Bueno, ella había elegido a Sir Richard para ser su protector, y su necesidad era
poderosa. Tenía que pensar en su hijo, y eso era suficiente para superar cualquier
reticencia natural. Al tragar, Emma dejó que la necesidad la llevara y se inclinó un
poco más cerca.
Esto no debería ser muy vergonzoso. Sir Richard ya la había confundido con
una mujer que estaba dispuesta a venderse, y una cierta… expectativa sobre su
postura, una tensión casi imperceptible, le dijo que él era consciente de ella, muy
consciente en un sentido puramente carnal. ¿Cómo lo sabía? eso era un misterio,
porque su experiencia con los hombres se había limitado a Judhael. Sea como
fuere, Richard de Asculf apenas movía un músculo, pero estaba segura de que él la
encontraba atractiva.
—Señor, me preguntaba… eso es… usted tuvo tratos con Frida esta mañana….
Su mirada se encontró con la de ella.
—¿Y qué?
Emma puso su otra mano en ese pecho ancho. Sólo tembló un poco.
—¿Oí que la rechazaste porque no habla francés Normando?
Su boca se levantó en uno de sus extremos.
—Esa fue una de las razones. Las noticias corren rápido en el Staple, ¿eh?
—Sí, sí, sí, así es —una corriente de aire golpeó una vela, y sus sombras
bailaron a través de las paredes pintadas. Con la boca seca, Emma se lamió los
labios. Los ojos de Richard siguieron el gesto antes de encontrarse con los de ella.
Ella trastabilló —Y aunque me gustaría subrayar que no soy una de las chicas de
Hélène, se me ha ocurrido que usted… —sus mejillas se quemaron, su lengua se
pegó al paladar. Las palabras se atascaron, también.
—¿Sí? —sus manos ahuecaron los codos de ella; él le dio el más pequeño de
los tirones y luego ella se apoyó completamente contra él, de pecho a muslo. Sus
pechos se tensaron. —Por favor, continúe. Es decir…. —con otra mirada rápida a
su boca, esta vez más divertida. Alargó la mano para meter un mechón de pelo
detrás de las orejas de ella, con los dedos entrelazados en una suave caricia
mientras probaba la textura.
—Hablo francés Normando, mi Lord.
—Parece que con total fluidez —su voz era seca. Sus dedos estaban
explorando su oreja.
Su tacto ardía, pero extrañamente, la hacía temblar.
—Mi madre era normanda.
—Recuerdo. ¿Y...?
¡Desgraciado! Él sabía lo que ella estaba buscando a tientas, ella estaba
segura. Estaba disfrutando de sus disgustos, riéndose de su vergüenza mientras
ella se dirigía a tientas hacia la proposición más descortés de su vida. La ira estaba
a sólo un respiro de distancia. Apretándole las manos en los puños, ella le empujó,
pero él reaccionó rápidamente.
—Vamos, Lady Emma —su voz era a la vez sensual y burlona. —Sabiendo que
es un error el preguntar, pero me encuentro curioso. ¿Qué estás tratando de
decir?
Entonces cerró brevemente los ojos, agradeciendo a Dios que Henri estaba
dormido y no podía oír las palabras groseras de su mamá, dijo:
—Señor, escuché que usted quiere una mujer, una que hable con fluidez en su
lengua… le pido que me considere.
Se aclaró la garganta, sus ojos parpadeando sobre su hijo antes de volver a
ella.
—¿Quieres ser mi… belle amie?
Sus ojos se abrieron de par en par ante su cuidadosa frase, Emma asintió.
—¿La hija de un Thane, ofreciéndose a sí misma como una… maîtresse? —su
mirada volvió a la cama y se quedó en silencio.
Gracias a Dios el hombre tuvo la delicadeza de no decir una palabra peor
delante de su hijo… putain, ramera.
Él se movió y acarició su mejilla antes de deslizar sus dedos a través de su
pelo, peinando su longitud. Su mano se enrolló alrededor de la nuca de ella y su
pulgar se movió hacia arriba y hacia abajo en su nuca, formando pequeños rizos
sueltos de que se perdían bajando espalda. Su olor, el olor que Emma reconoció
de las almohadas, llenó sus fosas nasales.
Su cabeza bajó y sus labios tomaron los de ella. Suave. Sus dedos se rizaron
más firmemente alrededor de su cuello. Seguro. Emma estaba rodeada de calor. El
calor del cuerpo fuerte presionaba tan cerca del suyo; el calor del pulgar que se
movía hacia arriba y hacia abajo sobre su nuca; pero la mayor parte del calor fluía
de su beso, de sus labios a los de ella.
Bueno, Dios, necesitaba un protector. Y con los labios de Richard de Asculf en
los suyos, Emma no tenía ninguna duda de que lo había encontrado. Si pudiera
persuadirlo para que la llevara con él a Normandía, ella y Henri estarían a salvo.
Cuando sus extremidades comenzaron a doblarse, las endureció. ¿Era este
deleite que corría como el fuego por sus venas? No era posible. Debía recordar
por qué estaba haciendo esto. Ella estaba haciendo esto por Henri; estaba
haciendo esto para que ambos pudieran estar a salvo. No era por… deleite, se
sintió como deleite, pero debía ser alivio.
El beso se extendió. Su lengua encontró la de ella, la acarició arriba y abajo, a
lo largo de su longitud. Emma respondió con más confianza de la que sentía, e
instantáneamente pequeños rizos; causados por la lujuria, se movían
profundamente en su vientre. Ella estaba; su mente estaba seriamente
desordenada, besando a Richard de Asculf porque, porque...
¿Delicia? ¿Alivio? Emma suspiró. Sus motivos se estaban confundiendo; ella
estaba confundida. No era que no pudiera liberarse, sino que no quería liberarse.
El beso de Richard quemaba. Pero seguramente era el calor inusual de los
braseros el que derritió sus extremidades, convirtiéndolas en agua. No era él, no
podía ser él. Ella sólo había elegido a Sir Richard porque era poderoso y podía
protegerla. Era la primera vez que besaba a un hombre desde que llegaron los
Normandos en invierno y había olvidado lo devastador que podía ser.
Emma quería aferrarse, agarrar esos hombros anchos y apretarse contra él, y
nunca alejarse. Pero no podía aferrarse. Esto iba a ser sólo una seducción, y las
mujeres que se dedicaban a seducir a los hombres… Cielos, ¿por qué era tan difícil
pensar? No sabía mucho sobre la seducción, pero no creía que las mujeres que se
inclinaban por la seducción se aferraran a ella. Incluso cuando se trata de atraer a
un protector.
Debía ser audaz, debía seducir, no ser seducida.
Forzando la fuerza en sus piernas, Emma deslizó una mano bajo la fina ropa
de cama de su camisa, y descaradamente la movió hacia arriba y hacia abajo por
su espalda. Él se movió inmediatamente para permitirle el acceso. Piel cálida. Su
cuerpo era suave y duro, la piel lisa y sedosa sobre los músculos. Podía sentir las
hendiduras de su columna vertebral. Su cuerpo estaba tonificado, era el cuerpo de
un guerrero. Su mano siguió explorando. Sintió las costillas y la ligera abrasión del
vello del pecho. Su aliento se agitaba desigual en su oído. Caliente. Los dedos de
sus pies se enroscaron en la estera. A Emma le gustaba acariciar el cuerpo de Sir
Richard y a él, si la respiración desigual era algo para tener en cuenta, le gustaba
en igual medida. Bueno, esto tenía que ser una seducción, tenía que gustarle.
Soltó un gruñido, sonrojante, bochornoso, alterando sutilmente el ángulo del
beso, antes de retroceder y cubrir su mejilla con besos. Otro gemido, él
definitivamente no le tenía aversión. Bien. Sin vergüenza, apretó sus pechos
contra él.
Ligeramente, Richard le mordisqueó la oreja. Su agarre se volvió más firme, y
sus labios retornaron a los de ella.
Emma abrió la boca. Se estaba desvaneciendo, y con cada segundo que
pasaba podía sentir más y más de esos rizos de despertar en su vientre. Debía ser
lujuria; ciertamente era deseo. Nadie podía negar que Sir Richard de Asculf era
guapo. Y descansando contra su vientre, recobró el aliento, pudo sentirlo… a él,
duro y caliente contra ella. Listo. La deseaba. Urgentemente.
Seducir, seducir, se recordó a sí misma. Esta es probablemente tu única
oportunidad para seducirlo. Pero en realidad esta seducción, si eso era lo que era,
era demasiado fácil. Parecía inevitable, era como si estuviera ocurriendo sin
pensar ni querer. Sus dedos subían y bajaban por la columna de Richard, tiraban
de los lazos de sus medias. Se deslizaban por la parte de atrás, persistiendo en la
fascinante curva de sus nalgas, lo sujetaban hacia ella. Y ciertamente no lo estaba
intentando. Este negocio de la seducción no requería ningún esfuerzo, pensó
Emma, cuando era Sir Richard al que estabas seduciendo.
Inhalando, sintió el olor de él profundamente en sus fosas nasales, un olor que
hablaba de seguridad, de volver a casa, aunque sabía que esto último era falso. ¿A
casa? ¿Con Sir Richard de Asculf? ¿No era ya suficientemente malo que ella
estuviera haciendo el ridículo, también tenía que ser ridícula?
De nuevo se dijo a sí misma que lo estaba seduciendo.
Pero eso era difícil de recordar con ese olor almizclado masculino que la
confundía. La mareó, cuando no podía permitirse el lujo de marearse. Mientras su
lengua jugaba con la de ella, escuchó otro gemido. Descubrió; vergonzosamente,
que era de ella.
Si Richard de Asculf tomaba su cuerpo esta noche, ¿la querría con él en la
mañana? ¿Se la llevaría cuando se fuera a Normandía? Sólo podía rezar. Esto
debía ser bueno, esta seducción debe ser perfecta, ya que Emma no podía
quedarse atrás. La llegada de Judhael a Wessex había sacado a Winchester de los
límites de su seguridad. Ya no era bueno para ella estar aquí.
Dios querido, por favor, no dejes que Henri despierte.
Enganchando sus dedos en sus chausses, ella comenzó a liberarlo de ellos.
Una mano sujetaba la de ella, su cabeza se movía.
—Es suficiente.
Frío, hay una corriente de aire frío, pensó Emma, parpadeando.
—¿Mmm?
—Es suficiente —Richard retrocedió.
Su pelo… bueno, parecía como si hubiera estado peleando con uno de los
otros caballeros. La abertura de su camisa estaba bastante desabrochada… ¿ella
había hecho eso?... y su respiración, Emma notó con satisfacción; que era tan
irregular como la de ella. La miró con una extraña expresión que ella no podía leer.
Por un momento sus ojos se vieron casi negros, luego él parpadeó y ella se dio
cuenta de que debía haberlo imaginado. Una vez más, fueron fríos y vigilantes…
los ojos de uno de los hombres más confiables del Rey William.
—Tenga cuidado, mi Lady... —se aclaró la garganta. —Usted no sabe nada de
mí —se inclinó para tomar la piel de lobo que se había caído al suelo sin que se le
prestara atención. Con una leve sonrisa se la devolvió. —Y creo que ya basta de
besos por esta noche.
—¿Señor? —ahora o nunca. Emma sabía que sus mejillas debían estar tan
rojas como su pendón. Respiró profundamente. —¿No me tomarás como… como
tu maîtresse?
Capítulo 7

Los besos de Richard la habían conmovido. Sabía que él deseaba su cuerpo.


Por eso, cuando ella lo observó y vio la forma en que él la miraba, su corazón se
conmovió. Esos ojos oscuros eran grises como el cielo de enero e igual de fríos.
Cielo misericordioso, ¿qué iba a hacer?
—Estoy tentado, pero…. —él, despejando con su mano el pelo de su frente, —
… no importa dónde te encontré, eres la cuñada de mi amigo y estoy dispuesto a
tratarte con respeto. No deseo deshonrarte.
—¿Señor? —parpadeando, se abrazó a la piel de lobo.
—Mon Dieu, mujer, ¿lo has pensado bien? ¿Qué hay de tu reputación?
Emma se sorprendió absolutamente.
—¿Mi reputación? Desde que nació mi hijo —apresuradamente, bajó la voz.
—He sido una mujer desprestigiada.
Agitó la cabeza, frunciendo el ceño.
—Eres la hija de un Thane, Lady Emma de Fulford. Como la mayor, por
derecho eres tú quien debería haberse casado con Adam.
—¡Pero no me casé con Adam! ¿Cómo podría cuando estaba embarazada
de... el hijo de otro hombre?
—Habría ahorrado muchos problemas si lo hubiéramos sabido en ese
momento.
Emma puso su mandíbula firme.
—¿Habría hecho alguna diferencia? De todos modos, no recuerdo que me
hayan dado una opción. Tu Rey me ordenó que me casara con Adam y no podía
obedecer, por lo que me escapé.
La estaba observando atentamente.
—Adam nunca te habría forzado. No está en su naturaleza.
—¿Cómo iba a saber eso cuando llegaron como conquistadores?
—Éramos conquistadores, no monstruos. En cualquier caso, su Sajón Harold
había roto su juramento a mi señor 19. El mismo Papa apoyó el reclamo de William
sobre Inglaterra 20.
—Vosotros los francos creen eso que porque les conviene, porque quieren
nuestra tierra. A eso se reduce, a una batalla por la tierra.
—Esos son argumentos gastados. ¿No es hora de dejar atrás el pasado?
Ella miró significativamente a su hijo.
—No puedo, el pasado está conmigo todos los días. Y en mi mente
pensamientos de cómo las cosas podrían haber sido se forman para reprocharme.
—Emma, si te hubieras quedado en Fulford un poco más, habrías descubierto
la naturaleza de Adam por ti misma. Lo conozco desde hace años y nunca he
sabido que fuera cruel. Te habría ayudado.
Emma levantó la barbilla. Si él estuviera buscando una disculpa, tendría que
esperar mucho. Esto era una seducción, pensó ella. Hace un minuto parecía que
todo iba muy bien, pero de alguna manera había salido mal. Con un suspiro, se
resignó al fracaso. Sólo tendría que encontrar otra forma de garantizar la
seguridad de su hijo.
Mordiéndose el labio, se preparó para el rechazo. ¡Qué tonta había sido al
pensar que podía influenciar a este hombre! Era un caballero; había comandado la
guarnición de Winchester durante años. Algún sentido del honor fuera de lugar,
debido únicamente a su amistad con Adam, debía ser la razón por la cual la había
sacado antes del Staple. La había traído a su habitación, pero eso no significaba
que la quisiera o que ella pudiera influir en él. Claramente, a Sir Richard de Asculf
le gustaba elegir a sus propias mujeres.

19
NT. Algunas fuentes afirman que poco antes de morir el Rey de Inglaterra Eduardo, conocido como Eduardo el Confesor,
decidió nombrar a William de Normandía (Guillermo II) como su sucesor. El rey encargó a Harold Godwinson, uno de los
nobles más importantes de Inglaterra, viajar a Normandía para informar a Guillermo de la noticia, éste cumplió su misión, he
hizo el juramento de honrar el deseo de su Rey, después de su muerte. Sin embargo, a su regreso a Inglaterra, y la muerte del
Rey, Harold, faltó a su juramento y se convierte en Rey de Inglaterra. Guillermo, inmediatamente arma una flota y un ejército
e invade Inglaterra. La Batalla de Hastings (1066) es el escenario bélico en el que ambos luchan por el trono de Inglaterra.
20
NT. Se afirma que el papa Alejandro II, envió un pendón como muestra de su apoyo a la causa de William (Guillermo II)
¿Había cometido un error? Al tratar de influir en él, ¿había ofendido su
sentido de orgullo? ¿O fue por sus conexiones con rebeldes conocidos, como
Judhael y Azor?
Le hablaba a ella, moviendo la cabeza.
—Tú eres la hija de un Thane; la posición de… belle amie no es la que yo
hubiera escogido para ti. ¿Realmente es lo quieres para ti?
Con una sonrisa en los labios, quizás no todo estaba perdido, Emma se acercó
a él.
—La vida de la hija de un Thane ha quedado atrás —murmuró. —Mi futuro
está en otra dirección.
—¿Cómo mi amante?
—Sí —la confianza huía de ella como el agua de un colador, pero mantuvo esa
sonrisa en su sitio, llegando incluso a enroscar sus dedos en la parte delantera de
su camisa. —Tu idioma es también el mío, aunque por qué debería importarte eso
es un misterio. Le he oído hablar en inglés y es bastante aceptable.
Él se frotó la frente y Emma se dio cuenta de que Sir Richard estaba cansado.
La campaña en el Norte debe haber consumido mucha de su energía, pero debido
a alguna crisis estaba regresando a Normandía para resolver aún más conflictos.
¿Alguna vez el Rey le concedió un descanso?
—Mi dominio del inglés no es del todo fiable, hay veces en que me abandona
por completo. Pero su facilidad con el francés no es el problema —puso sus manos
sobre sus brazos y los deslizó hasta los dedos de ella. —Escuché bien. Tus
relaciones pasadas...
—¿Quieres decir, relaciones con hombres?
—Sí. No puedo cambiarlas, pero yo no te habría convertido en una ramera.
Richard sintió que ella retrocedía y oyó su rápida respiración. Ella pensó que él
la estaba rechazando. Sus ojos estaban oscuros a la luz de las velas, confundidos y
heridos. Ella había sentido su lujuria por ella mientras se estaban besando, sabía
que él la quería. Ella le tiró de las manos, pero él se mantuvo firme.
—Escucha. El Rey me ha liberado del mando aquí, vuelvo a Francia.
—Sí, eso he oído.
—¡Así que estabas escuchando!
Sus mejillas se oscurecieron de rubor mientras agachaba la cabeza para mirar
los dedos de sus pies. Con los pies desnudos. Estaba en la cama con su hijo cuando
la llegada de Sir Guy la despertó. Tenía los dedos de los pies bonitos,
especialmente cuando no estaban azules por el frío como lo habían estado en el
lavadero. Y sus piernas… Richard recordaba la seductora forma de sus pantorrillas
cuando las implicaciones de lo que había dicho se hicieron presentes.
—Sabías que me iba mañana.
—Sí.
—¿Y aun así estabas dispuesta a acostarte conmigo?
—Sir Richard, yo… tenemos que dejar Winchester —ella inclinó la cabeza
hacia atrás y lo miró desde debajo de las pestañas. Era una expresión encantadora
que debía haber aprendido de las otras chicas del Staple. —Es un asunto de cierta
urgencia. Confieso que espero que aprendas a quererme lo suficiente como para
llevarme… llevarnos… contigo.
Ella sonrió. Había, pensó Richard, un toque de tristesse en su sonrisa. Y,
extraordinariamente, tal inocencia en la mujer, que la llevaba a pensar que un
hombre podría acostarse con ella por una noche, y llevársela con él al día
siguiente. Algo la impulsaba a hacer esta proposición, y sin duda se refería a su
antiguo amante. Si sólo el nombre del hombre… ¡Judhael!... ese era su nombre,
Judhael. Claramente la aterrorizaba. Esta mujer estaba desesperada y Richard iba
a dejar Wessex por la mañana. Dios, qué dilema.
Podría irse, por supuesto. Sí, podría enviarle un mensaje a Adam,
informándole de lo que Emma estaba haciendo. Podría dejar que Adam
desenredara este desastre. Después de todo, Adam se había casado con la familia
de Emma.
¿Pero por qué no había regresado ya a Fulford? Tenía miedo, miedo de volver
a Fulford. Lo que sea que la amenazaba en Winchester, debía ser también una
amenaza en Fulford...
¿Qué podría hacer ella si él simplemente se marchaba?
Mientras la mente de Richard trabajaba, su pulgar corría distraídamente sobre
sus dedos.
—¿Quieres ir a Normandía, mi Lady?
—Tenemos que dejar Winchester. Y recuerda que mi madre era Normanda.
Si... si no decides retenerme mucho tiempo, podríamos encontrar a nuestros
parientes Normandos y empezar una nueva vida con ellos.
Había más cosas que ella podría decirle, sintió Richard, esperando. ¿Qué era
tan urgente que de repente debía dejar Winchester? En un momento ella le
estaba pidiendo trabajo en el castillo, y al siguiente estaba a punto de irse. El
proscrito Judhael tenía que estar en el fondo de todo esto.
Dejó que el silencio se extendiera. A menudo había servido como negociador,
por lo que conocía el valor del silencio. Molestaba a algunas personas y se
apresuraron a llenarlo de palabras; tal vez Emma le revelaría sus otros temores.
Mientras esperaba, la miró. No era difícil. Su pelo brillaba como una cortina
de oro en la suave luz de las velas. Esos enormes ojos azules lo miraron más allá de
las largas pestañas oscuras. Incluso le gustaba su nariz. Tenía una boca rosada con
un ligero gesto de puchero, y cuando sonreía, era contagiosa. Era bonita, era
Emma de Fulford. Con la mirada de ella fija en él, Richard encontró tiempo para
desear que le gustara por sí mismo, no por lo que él podía hacer por ella.
Después de unos momentos, Richard se dio cuenta de que estaba mirando a
una mujer que no revelaría fácilmente sus secretos. También estaba empezando a
darse cuenta de que no podía, en conciencia, dejarla atrás cuando dejase Wessex.
En su estado de ánimo actual, se lanzaría al primer hombre que llegara. Y ese
pensamiento... no le agradaba, no le agradaba en lo más mínimo. Además, Adam
lo castraría si permitiera que eso ocurriera.
Sin embargo, el siguiente paso sería difícil. A pesar de todo lo que le había
pasado, tenía su orgullo. Tendría que andar con cuidado, para no ofenderla.
—Mi Lady, aún podría tomarla como mi mujer...
Sus dedos se apretaron sobre los de él; su cara se transfiguró.
—¿Me llevarás contigo a Francia?
Sintió que sus vísceras se arremolinaron. Mon Dieu, era más que bonita. Con
una cara así, Emma de Fulford era hermosa.
—Como decía, podría tomarte como mi mujer —sonrió. —Hemos demostrado
que hay una fuerte... atracción entre nosotros, pero primero debemos llegar a un
acuerdo, unos términos.
La expresión de Emma perdió algo de su brillo.
—¿A… Acuerdo?
Dios, a veces la mujer parecía completamente inocente.
—Debemos entender qué esperar el uno del otro.
Richard le seguiría el juego a su petición, la llevaría a ella y a su hijo a
Normandía, donde ella podría ser su "amante". Sólo de nombre, naturalmente,
para que su orgullo no sufriera. Pero él no se lo dijo, aún no, porque ella podría
negarse a acompañarlo. Y ella debía acompañarlo, porque si alguna vez alguien
necesitaba salvarse de sí misma, esa era Lady Emma de Fulford.
Además, se arriesgaría con ella y le confiaría la noticia de su cambio de
estatus. Ella no sería capaz de difundirlo mientras la mantuviera cerca; es poco
probable que sus viejos amigos visitaran el castillo. Sí, si la mantuviera cerca hasta
el amanecer, tendría poco tiempo para hacer uso de la información y después, si
Dios quiere, estarían en Normandía cuando ya la noticia no tendría importancia.
Unos ojos azules y límpidos lo miraban fijamente.
—Sí... sí, por supuesto.
—El nuestro será un simple... un acuerdo monetario —llevándola a la cama,
con cuidado de no molestar a su hijo, Richard se sentó en el borde y la recostó,
empujándola suavemente hacia abajo, a su lado. Jugando con sus dedos, captó el
débil olor de las rosas. —Si está de acuerdo, debe estar preparada para salir por la
mañana.
—Sí, señor, lo estoy —se mordió el labio, con la mirada seria. —Pero tendré
que enviar una carta a Cecily. Tendré que decir algo que la tranquilice. Si Henri y
yo desaparecemos ella se preocuparía y….
—Sí, sí, sí, por supuesto que debes enviarle un mensaje a tu hermana, yo
mismo enviaré uno. Pero escucha lo que tengo que decir. Hay cosas que debes
entender antes de aceptar.
—Sí, señor.
—El Condado de Beaumont estaba, hasta hace una semana, bajo la custodia
de mi primo Martin. Martin tuvo un accidente, su caballo lo arrojó y se dislocó el
hombro, o eso se creía.
—Creo que es una herida común entre los hombres de la clase caballeresca —
ella, tirando de su mano, se giró para ajustar las sábanas sobre su hijo.
Los labios de Richard se retorcieron.
—De los más comunes. Me disloqué el mío una vez cuando Roland… pero eso
no tiene importancia. Basta decir que Martin murió.
—¿Murió? —una ligera mano tocó la suya. —Lo siento.
—Eso no es todo —levantó una ceja. —¿Cuánto pudiste oír del otro lado de la
puerta?
Al sonrojarse, bajó la mirada.
—No mucho. Sólo que te estabas yendo. Capté el nombre Beaumont y oí a tu
escudero y al mensajero llamarte "mi Lord".
—Hay una buena razón para eso, he heredado el condado de mi primo.
Su tez se tornó blanca.
—¿Eres un Conde?
—Sí.
Ella aspiró un poco de aliento.
—¿Te hacen Conde y me dejas que te proponga algo así? Mi Lord... —puso
mucho énfasis en su título —Veo que te divierte burlarte de mí...
Ella hizo que se levantaba, pero, cogiendo su brazo, él la retuvo.
—No hago tal cosa, se lo aseguro.
Vacilando, sus ojos buscaron los de él.
—De verdad, Emma, no me burlo de ti —levantando la mano de ella a sus
labios, la besó.
Poco a poco, se desplomó.
—¿Es usted el Conde de Beaumont?
—Sí.
Cuando ella cruzó las manos sobre su regazo y frunció el ceño, él suspiró
aliviado.
—¿Dijiste que tu primo murió de una dislocación de hombro? Eso no parece
probable.
—Sospechamos que Martin tenía otras heridas ocultas.
—¿Internas?
—No hay otra explicación. En cualquier caso, el pobre Martin está muerto y el
Rey… ¿te das cuenta de que es nuestro Duque en Normandía?
—Por supuesto.
—El Rey ha respaldado esta noche mi herencia. Esa es la noticia que trajo Sir
Guy. El Rey William me ha liberado de mis obligaciones aquí y me voy a
Normandía por la mañana. Te lo digo porque quiero que lo sepas todo cuando
tomes tu decisión —volvió a coger su mano. —Me sentiría honrado si me
acompañaras a Beaumont. Te deseo como mi amante, Emma, pero necesito que
tengas claro exactamente lo que te ofrezco.
—Quieres que sea tu amante.
Su sonrisa iluminó toda su cara y calentó el corazón de Richard. Saint Denis,
pensó, esa sonrisa es letal, penetra hasta la médula.
—Ten en cuenta que nunca podré ofrecerte matrimonio. El nuestro será un
enlace temporal, y si tuvieras un hijo como resultado, yo, por supuesto, le daré a
ese niño mi protección —esa fue una promesa fácil de hacer, ya que Richard no
tenía la intención de acostarse con ella. Sólo de nombre, se recordó a sí mismo,
sólo de nombre.
Se mordió el labio.
—Voy a ser tu Herleva.
—¿Perdón?
—La madre del Rey William se llamaba Herleva. Era la amante del Duque
Robert y nunca se casaron. Como yo, era una lavandera y….
—Ah, sí, lo recuerdo. Sus piernas deben haberle atraído —dijo Richard,
manteniendo la cara seria. —Como las tuyas me atrajeron a mí.
—¿Mi Lord?
—Cuando volví del Norte, te vi junto al río. Habías estado descansando a la
orilla del río y tus piernas estaban desnudas.
Los dedos de sus pies se enroscaron en la estera y hasta ese momento Richard
no se había dado cuenta de lo expresivos que podían ser los dedos de sus pies;
eran adorables.
Sus mejillas se pusieron rosas.
—Esperaba que no te hubieras dado cuenta.
—Me he dado cuenta —se encogió de hombros. —Sea como fuere, el Duque
Robert se preocupó por Herleva cuando su relación terminó, y usted no necesita
tener temores al respecto. Yo también me ocuparé de ustedes.
—El Duque Robert le encontró a Herleva un noble esposo cuando él... cuando
ya no eran amantes —Emma tragó. —¿Encontrarás uno para mí?
—Si ese es su deseo, aunque no puedo prometerle un vizconde.
Ella asintió con la cabeza.
—Vuestras condiciones son aceptables, mi señor. Te acompañaré a Francia.
—Te lo agradezco, pero es una decisión importante y ahora que lo sabes todo,
deberías consultarlo con la almohada —le besó la mano. —Debo advertirte, sin
embargo, que tendremos que ser discretos.
—¿Oh?
—Martin tenía una prometida, Aude de Crèvecoeur. Se prometieron hace
algunos años, y su boda iba a tener lugar este verano. Era... es... una cuestión de
política.
Ella asintió con la cabeza.
—Una alianza dinástica.
—Exactamente. Lady Aude se instaló en el Castillo Beaumont hace algún
tiempo, y me encuentro en una situación incómoda. Hay quienes creen
firmemente que yo mismo debería cumplir las obligaciones de mi primo con
respecto a Lady Aude.
Inclinó la cabeza hacia un lado mientras lo miraba y un largo mechón de pelo
cayó hacia delante, dorado por la luz de las velas. Una pequeña línea se formó
entre sus cejas.
—Lady Aude esperará casarse contigo, ¿es eso lo que estás diciendo?
—En pocas palabras, sí. Por supuesto, una vez que haya terminado un período
adecuado de luto. Los motivos de un matrimonio entre el Conde de Beaumont
lady Aude de Crèvecoeur no han cambiado, aunque habrá un recuento diferente.
Lady Aude es una mujer muy respetada y su hermano, Lord Edouard, tiene fama
de ser un poco estricto con el protocolo. Por mi parte, no tengo el más mínimo
deseo de casarme con ella.
—Suponiendo que usted quiera herederos, tendrá que casarse en algún
momento —dijo. —¿Por qué no casarse con Lady Aude si es políticamente
conveniente?
A Richard le costó mucho no mostrar una mueca.
—Lady Aude era hermosa a los ojos de Martin, no a los míos. No la encuentro
atractiva.
Sus ojos se abrieron de par en par.
—¿No te gusta por su aspecto?
—En mi juventud solía burlarme de Martin por ella. La fea Aude, la llamé. Lo
volvió loco como nadie más.
—Puedo imaginarlo.
Le dio un beso en el dorso de la mano. Dejó que sus labios se detuvieran,
tomando el calor de su mano, dejando que el aroma de las rosas llenara su mente.
Era consciente de que, al esforzarse por tranquilizarla, podría haber llegado a ser
un tanto desapasionado. Una pequeña muestra de ardor corregiría eso. Hasta que
la tenga a salvo lejos de aquí, ella no debía sospechar que no tenía intención de
acostarse con ella. Girando la mano, le dio varios besos en la palma de la mano,
que se ensuciada por el trabajo. Sus dedos temblaban en los de él.
—Emma, no te encuentro fea en lo más mínimo y ciertamente te deseo como
mi amante. Acompáñame a Beaumont. Mientras entiendas la necesidad de
discreción, todo irá bien.
—¿Debemos ser discretos por culpa de la fea Aude?
Mostrando un respingo.
—Olvídate de ese nombre, por favor, no debí haberlo mencionado. Piensa en
mi propuesta, Emma. Tienes mi palabra de que te trataré con todo el honor que
pueda.
—Iré con vosotros, mi Lord.
—Piénsalo, no quiero que digas que te obligué.
Ella se sonrojó.
—No me estáis obligando, mi Lord.
—Y otra cosa: cuando estamos en privado, ¿crees que podrías llamarme
Richard?
—Richard, sí, creo que puedo hacerlo.
—Como dije, no deseo casarme con Lady Aude, pero puede ser conveniente
que lo haga. Estaré encantado de tenerte conmigo. Para el viaje a Beaumont, en
todo caso.
—Dado que no te gusta la fea Aude —dijo, mientras lo miraba con grandes
ojos. —Yo seré tu compensación.
—Sí, pero sólo por el tiempo que desees. Después podrás encontrar a tus
parientes.
—O casarme con el marido que dices que me darás.
Richard frunció el ceño.
—Sí, sí, si ese es tu deseo. Me encontrarás generoso. Puedes tener dinero,
ropa, joyas, lo que desees dentro de lo razonable. Y... —se acercó por detrás para
tocar el pequeño bulto debajo de las sábanas. —Cuando llegue el momento de
terminar nuestra relación, me aseguraré de que tu hijo sea acogido en una casa
noble si así lo deseas. Si desarrollara un anhelo de ser caballero, yo mismo lo
adoptaría.
—¿Henri podría convertirse en caballero? ¿Un Sajón ilegítimo?
—Es parte Normando, ¿no es así?
—Sí, oh, mi Lord... —sus ojos se volvieron vidriosos con las lágrimas.
Al extender la mano, Richard metió un mechón de pelo dorado detrás de su
oreja y se puso de pie.
—Piensa en ello. No puede ser peor que la vida que vives, pero piensa rápido,
mi Lady. Necesitaré su decisión con la primera luz de la mañana.
Emma se puso en pie de un salto y con su pequeña mano tomó la suya.
—Mi Lord...
—Richard, ¿recuerdas?
—Richard... —se aclaró la garganta. —Te he dado mi respuesta, no necesito
más tiempo. Siempre y cuando jures velar por el bienestar de cualquier niño que
podamos tener...
—Lo juro, aunque si hay un niño, puedo reconsiderar tu futuro. Las
complicaciones… tu reputación en Normandía... —sacudió la cabeza. —Emma,
estos son asuntos de peso. Tómate esta noche para considerarlos.
Los dedos pequeños extendieron la mano, y se apoyaron en su camisa. A
Richard le gustaba la forma en que ella lo tocaba con esas manos desgastadas
pero capaces. Audaz y sin miedo. Como si fuera su derecho. Sus miradas se
cruzaron y él vio en sus ojos que ella realmente estaba de acuerdo. Su estado de
ánimo se elevó como si la idea de que ella pasara esas manos por encima de más
de su cuerpo fuera algo a lo que aspirar. De hecho, su pulso ya se estaba
acelerando….
Sólo de nombre, se recordó a sí mismo. Viene conmigo para que la proteja, de
sí misma y de todo el terror que la impulsa. No se convertirá en mi amante. No la
tocaré.
La mano de Emma se deslizó hacia arriba, se enganchó alrededor de su cuello
y bajó su cabeza acercándola a la de ella. Su beso fue breve y sorprendentemente
genial, pero disparó su sangre. Sus entrañas palpitaban. Sólo de nombre. Richard
sostuvo un gemido, y antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, la había
tomado por las caderas y la había acercado. Su cuerpo parecía tener dificultades
para recordar sus buenas intenciones.
—Confío en ti —murmuró. —Confío en que tú, amigo de Adam, cumplirás tu
palabra. Gracias por honrarme con tu confianza, y gracias por darme la
oportunidad de dejar Winchester. Y para Henri, también… un caballero... —sus
fosas nasales se ensancharon y tragó. —Te doy las gracias y acepto. Te
acompañaré como tu maîtresse, todo el tiempo que necesites.
Richard sonrió y buscó su cabello. Mientras lo acariciaba, tan largo y sedoso,
el aroma de las rosas llenaba la habitación.
—Entonces tenemos un acuerdo.
Lindos labios angulados se movían hacia los suyos.
—¿Cuándo quieres que empiece nuestro contrato, mi lo... Richard?
Richard bajó los labios. Sólo un beso, sólo un besito.
—¿Mamá? ¿Mamá?
Ella se soltó de sus brazos.
—¡Henri! Lo siento, ¿te despertamos, cariño?
—Mamá... —la voz del niño estaba borrosa de sueño. —Mamá, besito, besito.
¡El niño los había visto!
Richard esperó su rápida negación, pero Emma le sorprendió. Alisando el
cobertor, se hundió en la cama y acarició la cabeza de su hijo. —Sí, cariño… —bajó
la voz, pero él captó las palabras —Yo estaba besando a Sir Rich.
El chico murmuró. Luego, al ver a Principe acurrucado a su lado en la cama,
sonrió y se enrolló los brazos contra el cuello del perro. Sus ojos se cerraron.
Sonriendo, Richard se volvió hacia la puerta. El niño estaba a salvo con ese
perro feo, se veían bien juntos. Su corazón se sentía más ligero de lo que había
estado durante semanas. Richard siempre se arrepentiría de no haber podido
salvar a ese niño Sajón cerca de York. Al ayudar a Emma y a su Henri, quizás estaba
haciendo algo para poner las cosas en su sitio.
—¿Richard? —dijo, ella; andando detrás de él sin hacer ruido.
—¿Hmm?
Sus grandes ojos lo miraban fijamente, ojos ansiosos. Sus mejillas estaban
carmesí.
—No aquí, no esta noche. Habrá tiempo suficiente más tarde. Confío en que
cumplirá nuestro contrato cuando lleguemos a Normandía.
—Como yo confío en ti, mi Lord.
Levantando su mano a sus labios, Richard salió. Su sonrisa se desvaneció
mientras se dirigía a la cámara de abajo. Mantenerla a distancia no iba a ser tan
fácil como él había pensado en un principio.
La atracción estaba en ambos lados, ciertamente. Pero esa no era la razón por
la que se había propuesto seducirlo, Richard se dio cuenta de que eso era lo que
ella había hecho, tratar de seducirlo. A menos que estuviera muy equivocado,
Lady Emma estaba huyendo de Judhael de Fulford; estaba protegiendo a su hijo.
Pero ¿qué padre llevaría a la madre de su hijo a vivir la vida de una lavandera en
lugar de regresar a casa con aquellos que la amaban en Fulford?
Cuando Richard se descubrió a sí mismo deseando que pronto Emma
demostrara que ella confiaba en él desahogándose, descartó la idea por ridícula.
Capítulo 8

¡Honfleur! 21 Su barco, con su gruesa proa curvada y sus velas a rayas, entraba
en el puerto y a medida que el oleaje comenzaba a aflojar, Richard apenas podía
dominar su impaciencia. ¡Normandía! Por fin en casa. A su izquierda, la
desembocadura del Sena caía detrás de ellos, una amplia extensión de agua que
se estrechaba rápidamente mientras se adentraba en el interior, Jumièges, Rouen,
París...
El diseño del barco reflejaba las lanchas de los Nórdicos y la criatura tallada en
la proa era un demonio, un demonio de ojos rojos y brillantes. Muchos Nórdicos
se habían establecido en Normandía; era parte de la herencia de Richard.
Norsemen, Northmen, Norman. La sangre Vikinga corría por sus venas.
Se agarró a la barandilla del barco y miró a la orilla del puerto que se
acercaba. Las nubes se deslizaban por el cielo y el olor de la espuma del mar
llenaba sus fosas nasales. A su espalda, un marinero gritó, una cuerda crujió, las
aves marinas graznaban. Las casas de madera y los graneros de almacenamiento
que abrazaban el borde del puerto estaban a la vista: edificios de una sola planta
techados en su mayor parte con tejas y cañas. Más allá de las casas y los graneros,
una colina densamente arbolada se inclinaba hacia arriba. Los árboles ya
empezaban a ponerse verdes. Robles, fresnos, hayas.
Sonrió e inhaló profundamente. El hogar.
—¡Conde Rich! ¡Conde Rich!
Richard no era el único en su elemento. El hijo de Emma saltaba a través de la
cubierta hacia él, sin tener en cuenta los peligros de las cuerdas serpenteantes y
los marineros corriendo para bajar las velas. Era un niño de ingenio rápido; fue
testigo de la velocidad con la que había cambiado el nombre de Richard al
escuchar la forma en que los hombres se dirigían a él. Una vez más se le ocurrió

21
NT. Honfleur. Ciudad en la parte sur del estuario del rió Sena, Francia, en el departamento Normando de Calvados.
Poseedora de un pintoresco puerto, además de la Iglesia de Santa Catalina, la más grande; en Francia, construida en madera
que Henri tenía una extraña semejanza con el niño Sajón que había visto
masacrado cerca de York. El mestizo blanco trotaba tras él, tan cerca como una
sombra. Los perros lobos, menos manejables, habían sido atados con correas y
estaban sujetos cerca de los caballos.
—¡Despejen la cubierta! —gritó el timonel.
Adelantándose un paso al frente, Richard agarró al muchacho, obvió la
torcedura de su hombro y lo levantó limpiamente sin esfuerzo. Chasqueó sus
dedos.
—¡Príncipe, siéntate! —el perro obedeció, guardando silencio.
Richard miró hacia el toldo cubierto bajo la plataforma de proa. Como refugio
era tosco, pero Emma y la sirvienta que Geoffrey había conseguido para ella se
refugiaron rápidamente en su interior. La solapa estaba baja y no había señales de
movimiento, no es que Richard lo esperara. El barco apenas había salido de
Bosham 22 antes de que ambas mujeres se enfermaran. Mal de mer23. No es algo
que Richard hubiera sufrido nunca.
Como Geoffrey estaba en medio del barco con los caballos y los perros lobos,
Richard suspiró y colocó a Henri en su cadera. No sabía nada de cuidar a los niños
pequeños y no estaba en lo más mínimo inclinado a aprender, pero por el
momento, estaba atrapado con Henri. A diferencia de su madre, Henri era el
mejor de los marineros. Richard volvió a mirar hacia el toldo. Tal vez Mal de Mer
no era la única razón por la que Emma se mantenía fuera de su vista. ¿Su "arreglo"
con ella la habría hecho sentir incómoda? ¿Quizás le resultaba difícil enfrentarse al
resto de su séquito?
¿Qué demonios iba a hacer con ella? Dios. En realidad, la oferta de Richard de
llevar a Emma con él la había hecho por impulso, para evitar que se lanzara con el
primer hombre que apareciera. Había tenido que actuar con rapidez. A pesar de su
hijo y del hecho de que Richard la había encontrado en el Staple, todavía tenía un
intrigante aire de inocencia en ella.
Una cosa era segura, Adam y Cecily lo matarían si no hacía lo mejor que podía
por ella. Puso una mueca de preocupación mientras reflexionaba sobre sus

22
NT. Localidad ubicada el condado de Sussex, al sur de Inglaterra, en la costa próxima al Canal de la Mancha
23
NT. Mal de mer: en francés, mal del mar; mareo.
reacciones a los mensajes que él y Emma habían enviado a Fulford antes de su
partida.
Y en cuanto a la propia Emma, ella le había pedido que le buscara un marido
cuando terminara su "relación". Suspirando, Richard le sonrió a su hijo. Podría
tomarse su tiempo en elegir para Emma un marido adecuado. Lo pensaría más
tarde, después de haber lidiado con los disturbios en Beaumont y de haber
aprendido más sobre Emma.
—Tu mamá es un misterio, Henri —dijo.
—¿Conde Rich?
—¿Mmm? —el niño había heredado los ojos de su madre, grandes, azules...
—Tenía un barco.
—¿Lo hiciste, muchacho?
—Lo perdí.
—¿Fue así? ¿Qué pasó?
—El río se lo comió. Pero mira... —todo sonrisas, Henri agitó el puño hacia los
erizados muelles. —Más barcos. Muchos...
—Sí, muchacho, más barcos. Y esa... —Richard saludó a los bosques, a la tierra
más allá de ellos, —…esa es Normandía.
—Normandía.
Henri lo absorbía todo con impaciencia. Parecía tan emocionado como
Richard, pero a diferencia de Richard, Henri pudo mostrar su emoción. Un conde
no podía hacer un desfile de sus sentimientos. Aunque habían pasado más de tres
años desde que vio su patria por última vez, el Conde Richard de Beaumont debía
ocultar sus emociones. Las lágrimas podían estar arremolinadas en sus ojos, pero
nunca caerían.
Richard despeinó el cabello de Henri. No estaba acostumbrado a los niños,
pero quizás le gustaba éste. Fue una suerte que Emma se asegurara de que su hijo
entendiera el francés y el inglés. De hecho, Richard pensó con pesar que el inglés
del niño era mejor que el suyo. Había sido testigo de cómo Henri ya había logrado
poner a los dos mercenarios Sajones a su servicio. Sin mencionar a la nueva criada,
Asa.
—¿Mi Lord? —Emma se abría camino a través de la cubierta, manteniendo
sus faldas libres de cuerdas y aparejos. Estaba pálida después de su ataque de
mareo, pero su velo había vuelto a su sitio, su dobladillo se levantaba suavemente
con la brisa. —Lo siento, lo siento. Déjenmelo a mí.
—Él está bien —dijo Richard. Gracias a Dios, su manera de tratarle parecía
bastante natural; se las arreglaba para ocultar cualquier malestar que pudiera
estar sintiendo por su supuesta relación. La única señal que Richard podía ver era
una ligera tensión en sus ojos. —Le estaba mostrando la tierra de sus
antepasados.
Ella asintió, y miró al puerto y a la ladera de la colina que se acercaba.
—Se parece mucho a Inglaterra.
—Lo es en muchos aspectos. Podría decirse que es más bello, especialmente
con los árboles que están adquiriendo forraje. Espera a ver los huertos de
Beaumont, los árboles cargados de flores, las palomas que se posan en ellos... —
se detuvo abruptamente y esperaba no haber revelado demasiado. —¿Estás
recuperada?
Poniendo su mejor cara, se puso una mano en el estómago.
—No del todo, pero lo peor ya ha pasado. Estoy segura de que una vez que
estemos en tierra firme esta sensación de mareo pasará.
—El oleaje ya se está calmando.
—Gracias al cielo. Ahora, mi Lord, debe mostrarle un poco de consideración a
su hombro —haciendo a un lado sus protestas, Emma le quitó a Henri y lo colocó
en su propia cadera. —Por favor, dígame qué está pasando en su condado.
Debería saber algo al respecto. Habría preguntado antes, pero no hubo tiempo de
hacerlo antes de abordar y luego me enfermé y no tenía corazón para las
preguntas.
—Muy bien —tenían unos minutos antes de que el barco atracara. Richard se
movió un par de pies. —Aquí, mi lady —indicó un lugar donde pudieran sentarse y
apoyarse en el costado del barco y no estar en el medio de la ajetreada
tripulación.
—Su primo, el conde Martin, ¿dijo que su caballo lo arrojó?
—Sí, murió hace más de una semana por una lesión interna desconocida.
—¿Ustedes eran cercanos?
—¿Cercanos? —Richard encontró la pregunta perturbadora: él y Martin
habían estado muy unidos, pero ¿qué le importaba a ella? —No veo la relevancia
de esa pregunta.
—Crees que soy impertinente.
Una gaviota soltó un alarido a su paso, un destello de blanco. Emma de
Fulford tenía algo en ella, algo que hizo pensar a Richard que quizás podría
compartir sus confidencias más privadas con ella. Antes de esto, sólo había tenido
a Geoffrey y simplemente no estaba hecho para que un hombre le mostrara su
alma a su escudero.
—Nos conocimos de niños —dijo finalmente. —Fuimos acogidos en la misma
casa por un tiempo, pero más tarde nuestros caminos se separaron —se encogió
de hombros. —Martin estaba destinado a ser Conde, mientras que yo, como
primo suyo, hijo de un hijo menor...
—Sin embargo, ¿tenías tus propias mansiones antes de que tu primo muriera?
—Sí, no están lejos de Falaise24, pero no son nada comparables a Beaumont.
En su regazo, el chico se movió. Se metió el pulgar en la boca y apoyó la
cabeza contra el pecho de ella. Se había agotado con su andar por la cubierta.
Envidiando al niño el confort de los brazos de su madre, Richard miró hacia otro
lado, concentrándose en los puestos de lona montados en la popa del barco. La
cabeza de Roland era visible en la parte superior de una de ellas, su crin blanca
saliendo como un estandarte. Las colinas detrás de Honfleur se acercaban a la
deriva y la boca del Sena se perdió de vista detrás de un banco de arena.
—Tu voz me dice que amas Beaumont, Mi Lord. Descríbemelo.
—Beaumont es, en mi opinión, simplemente el lugar más hermoso del
Ducado. El castillo está situado en una meseta con vistas a una curva del río.
—¿Qué río es ese?
—El Orne.
—¿Así que tu castillo está estratégicamente situado?

24
NT. Falaise. Localidad en la región de Baja Normandía, departamento de Calvados. Francia. Lugar de nacimiento (1027) de
Guillermo II (el Conquistador), futuro rey de Inglaterra.
—Sí, Beaumont es un condado barrera.
Richard se detuvo, sin saber cuánto debía decirle. Sólo se le había concedido
permiso para regresar a Normandía porque al Rey William le interesaba tener a
Beaumont en manos de un hombre en cuya lealtad se podía confiar
absolutamente. Si bien Martin había sido un gran hombre; él también, era un gran
hombre. El Rey William de Inglaterra, también Duque de Normandía, no daba su
confianza a la ligera.
—Es complicado —dijo. Dos poderosos Condes, Argentan y Alençon, tenían
propiedades en las cercanías. Ambos habían amenazado de vez en cuando al
Duque y gran parte del papel de Richard como Conde de Beaumont sería el de
seguir vigilando en nombre de su señor feudal.
Richard se sentía incómodo, no estaba acostumbrado a las discusiones
políticas en las que participaban las mujeres. Su madre nunca se había interesado
mucho en los asuntos de su padre; de hecho, su madre nunca se había interesado
mucho en nada aparte de la iglesia. Richard miró a Emma, impresionado y un poco
sorprendido de sí mismo por haber considerado incluso otras confidencias. No
debía olvidar que el amante de Emma había sido un rebelde Sajón.
Y entonces un recuerdo lejano se apresuró a regresar. Lucie, la maîtresse de
su padre.
Lucie había sido pequeña, regordeta y oscura, y su padre la había valorado por
el consuelo que ella le había dado cuando la madre de Richard, habiendo
cumplido con su deber y habiéndole dado tres hijos, se alejó de él directamente a
los brazos de la iglesia. Richard recordó que a Lucie también le había gustado
sentarse a hablar con su padre hasta altas horas de la noche. ¿Su padre había
estado discutiendo asuntos de política con ella? Él suspiró. Nunca sabría la
respuesta, porque su padre y Lucie hace tiempo que murieron.
—Lucie —murmuró. No tenía la intención de convertir a Emma de Fulford en
su amante, pero si lo hiciera en realidad...
—¿Lucie, mi Lord?
Richard la miró, al niño dormido en sus brazos. Debía mantener sus
conversaciones con Emma de Fulford lo más breves posible y no decirle nada que
ella no pueda resolver por sí misma. Su amante había sido un conocido rebelde y
mientras sus instintos le decían que podía confiar en ella, ella era poco más que
una extraña.
—Beaumont tiene muchos rostros —dijo, temporizando. —Es una tierra rica y
fértil y eso solo la hace codiciable, pero su principal atractivo es la posición del
propio Castillo de Beaumont, en lo alto de la colina que domina el río.
El velo de Emma sopló sobre la cara de Henri; ella se lo quitó del rostro. Los
ojos sinceros se encontraron con los de Richard, ojos directos, ojos en los que
quería confiar. Era consciente del impulso de confesar que no tenía intención de
hacerla su amante. Quería ver esas líneas de tensión relajarse. Espera a que
lleguemos a Beaumont, se dijo a sí mismo. Cuando la tenga a salvo allí, se lo diré.
—Tu castillo es una torre de vigilancia —dijo.
—Exactamente. Duque William… aquí en Normandía él es Duque. El Duque
William, ha respaldado mi reclamo al condado porque sabe que yo soy su hombre.
—¿Cuáles son los nombres de los condes vecinos que tanto preocupan al
Duque William?
Richard la miró con atención. Había supuesto que Emma de Fulford era
inteligente a pesar de sus errores pasados, pero este era un asunto demasiado
importante para ser discutido ante la presencia de un grupo de marineros, algunos
caballeros cuya lealtad aún no había sido probada, y un par de mercenarios
Sajones que sólo se habían unido a su compañía en York.
—Más tarde —murmuró.
Asintiendo con la cabeza, acarició la cabeza de su hijo, arrullándolo, supuso
Richard.
Richard inclinó su cuerpo en el costado del barco, mientras Emma volvía la
cara al sol y cerraba los ojos. A pesar de su belleza, se dio cuenta, sorprendido,
que era una mujer con la que era fácil sentarse, era una buena compañía.
Sociable. Ella no hacía que un hombre sintiera que tenía que hablar a menos que
quisiera hacerlo. Estudió su perfil, la frente alta, la nariz respingona que era tan
parecida a la de su hermana, los labios llenos. Llevaba puesto el lacio vestido
verde que llevaba cuando llegó al castillo, rogando por trabajo.
Pero estaba el otro… Ese suntuoso vestido rosa era mucho más agradable,
vergonzosamente agradable. Richard no podía decir por qué era eso, porque el
vestido rosa no era en sí mismo indecente, pero algo le hizo querer burlarse de
ella para intentar descubrir si lo que había debajo del vestido era tan prometedor
como se lo imaginaba.
¿Tenía otros vestidos como éste? Él lo dudaba. Emma necesitaría más ropa
mientras él decidía qué hacer con ella. Richard frunció el ceño. Pero debían ser
sensatos; no debían servirle para distraer a sus caballeros de sus deberes.
Oh, Señor. El ceño fruncido de Richard se hizo más profundo. En Beaumont,
Emma seguramente conocería a Lady Aude. Sí, Emma debía conseguir buena ropa.
Y tan pronto como llegasen al Castillo, él le explicaría que iba a encontrarle un
marido.
Pero definitivamente necesitaba más vestidos. Quizás debería haberlo
pensado antes, pero había estado tan ansioso por llegar a Normandía que los
había sacado de Wessex sin apenas tiempo para pensar.
—¿Qué ocurre, mi Lord? —ella lo había pillado mirándola fijamente.
—Nada.
Los ojos azules se entrecerraron.
—Veo que algo anda mal...
—Estaba pensando en la prometida de mi primo.
—¿La fea Aude? —sus labios temblaron.
Diable, se había acordado.
—Desearía que olvidaras que dije eso, tengo la sensación de que me lo van a
reprochar. Pero, sí, estaba pensando en Lady Aude. Estará esperando mi llegada al
castillo de Beaumont.
—¿Cómo reaccionará cuando me vea?
La mandíbula de Richard se tensó.
—Ella te aceptará.
—Puede que no sea tan complaciente, mi Lord.
—Lo hará si se lo ordeno.
Emma levantó una ceja y no dijo nada.
—Pero tu atuendo deja algo que desear.
—Tengo el vestido rosa...
—Ese —dijo Richard con firmeza, —es un vestido demasiado rico para todos
los días. No quisiera que te pusieras ese vestido en el castillo.
Sus ojos se abrieron de par en par.
—Es un vestido perfectamente decente, ¡Cecily lo eligió!
—Sin embargo, ese es mi deseo.
Inclinó la cabeza, dando todas las indicaciones de obediencia.
—Muy bien, mi Lord —su velo se agitó.
Richard tuvo la sensación de que, lejos de indicar su acuerdo, ella estaba de
hecho escondiendo sus ojos de él. Con un sonido de exasperación, él golpeó su
falda.
—Emma, esto simplemente no va a funcionar.
Ella le envió una mirada irónica.
—Me visto como una lavandera, querrás decir.
—Yo no he dicho eso.
Su nariz se levantó.
—Bueno, hasta hace un par de días, eso era yo, una lavandera.
—¿Es eso realmente todo lo que eras, una lavandera?
—¿Qué quieres decir?
—Emma, te encontré en el Staple…
Henri murmuró una somnolienta protesta y bajó la voz.
—¿Por qué no me crees? Eres el más terco de los hombres.
—Sea como fuere, hemos llegado a un acuerdo y si el tiempo no hubiera sido
tan apremiante, se me habría ocurrido antes —él sonrió. —Necesitarás ropa
respetable, más batas y velos y... y fajas de seda y cosas por el estilo. Y zapatos
que parezcan hechos para una mujer noble en vez de para un arador.
Se mordió el labio y tiró de las faldas sobre unas botas que hasta los
admiradores más parciales no llamarían elegantes.
—Al menos puedo montar con estas. Pero yo... espero que tengas razón —
inesperadamente, sonrió. —No podemos permitir que Lady Aude piense que has
elegido a una mendiga como tu concubina.
Impulsivamente, Richard tomó su mano y besó sus dedos delgados y
enrojecidos por el trabajo. Era consciente de sus dos mercenarios Sajones,
observándolos, ¿pero qué daño le hacía? Eran hombres de mundo; los había
contratado después de una escaramuza particularmente brutal cerca de York.
—Siempre te ves encantadora, incluso cuando llevas un vestido del color del
barro del estanque.
—¿Barro de estanque? Tened cuidado, mi Lord, mi cabeza se torcerá por
tanta adulación.
El barco se estremeció y un marinero arrojó un taburete al muelle.
Richard sonreía mientras se ponía de pie. Quitándole el niño, la ayudó a
levantarse. Al otro lado de la cubierta, Geoffrey y los caballeros estaban
estabilizando a los caballos, listos para guiarlos en cuanto bajaran la pasarela. Por
lo general, los animales se descargaban antes de la carga.
Ella le tocó el brazo.
—¿Vamos a Beaumont esta noche, mi Lord?
Para el mismo, Richard sacaría a Roland del barco personalmente y estaría en
la silla montándolo en poco tiempo. Él todavía podría atender a Roland un rato, el
corcel necesitaría hacer ejercicio después del estrés de cruzar el mar, los caballos
nunca lo toman bien. Los sabuesos también podrían venir. Miró al niño, a la madre
del niño.
—No, mi Lady, esta noche no. Henri está cansado.
—Sí, lo está. Yo... le agradezco, mi Lord.
—Esta noche nos alojaremos en una posada. Partiremos para Beaumont por
la mañana. Tal vez puedas usar lo que queda del día para cuidar tu guardarropa.
La mirada de Emma estaba fija.
—Sí, no debo decepcionarte. Tampoco debo molestar a Lady Aude —su boca
se levantó en un extremo. —Es una delgada línea la que queréis que pise, mi Lord.
Richard asintió. El viento le movía un largo mechón de pelo de debajo del
velo. Tuvo que doblar sus dedos en sus puños para evitar acercarse y poder
volverlo a colocar en su lugar. Sólo de nombre, se recordó a sí mismo. Esta
pretensión no será por mucho tiempo.

***

Demasiado consciente del muslo de Emma que presionaba contra el suyo,


Richard partió un trozo de pan y lo sumergió en su sopa, un apetitoso caldo, rico
en mejillones y pescado aromatizado con vino. Geoffrey había elegido bien la
posada. Consiguieron una buena mesa en la Sirena, y Richard estaba hambriento,
después de haber pasado la noche ejercitando a sus animales. También había
contratado una yegua para que Emma la utilizara al día siguiente, ya que el caballo
que había montado desde Winchester hasta el puerto de Bosham había sido
devuelto a los establos de la guarnición. Asa, sin embargo, no podía montar. Sir
Jean se había ofrecido voluntario para tenerla detrás de él, de pasajera, como
habían hecho en el viaje a Bosham.
Richard se volvió hacia Geoffrey, sentado al otro lado.
—Si Dios quiere, las camas aquí son tan buenas como la sopa. Después de las
interrupciones de anoche, me vendría bien dormir toda la noche.
—He probado los colchones, mi Lord. No son de plumas, pero no parecían tan
malos.
—¿Sin demasiados nudos?
—No, mi Lord —dijo Geoffrey. —Tampoco huelen a moho. Pero dormiremos
en espacios compartidos.
—Eso es de esperar. Es raro, en efecto, la taberna que puede ofrecer a sus
clientes alojamiento privado. Podemos considerarnos afortunados de que haya
una cortina que nos proteja de la sala de estar.
—Sí, mi Lord, lo sé, pero estaba pensando en sus aposentos en el castillo de
Winchester y...
Richard captó el destello de preocupación, aunque velozmente enmascarado,
en los ojos de su escudero y se volvió rápidamente hacia Emma. Geoffrey sabía
que tenía problemas para dormir. Diablos. Richard nunca había tenido problemas
para dormir, no hasta York.
El muslo de Emma estaba caliente donde descansaba contra el suyo. Después
de desembarcar del barco, él había puesto un monedero en la mano de Emma y la
había enviado en busca de un nuevo atuendo con la criada y Sir Jean como su
escolta. Sus faldas eran de color brezo esta noche en lugar del verde fangoso;
claramente había tenido algún éxito en el mercado de Honfleur. Este vestido tenía
un tejido mucho más fino; era un buen paño, práctico pero atractivo. Los tonos
violáceos hacían que sus ojos parecieran más azules que nunca.
—Me gusta esta sopa —Emma le envió una de esas sonrisas irresistibles. Le
hizo olvidar su resolución de no hacer de ella su amante. A su lado, Henri comía
con tanto gusto como su madre. Entre bocados, estaba deslizando trozos de pan
bajo la mesa para Prince. Richard fingió no darse cuenta.
—Veo que ya no te sientes mal.
—No, gracias a Dios. En esos momentos nunca pensé que volvería a comer.
—Me alegro de que te hayas recuperado —miró su bata. —Veo que
encontraste el mercado.
—Sí, mi Lord —ella buscó su vino.
Manos delicadamente formadas, notó Richard, no por primera vez. Manos
que seguramente no habían sido hechas para golpear la ropa desde el amanecer
hasta el anochecer. Manos que Richard quería volver a sentir en su piel lo antes
posible. Sólo de nombre. Apresuradamente, llamó a sus pensamientos al orden.
Pero la boca de Emma estaba húmeda por la bebida. Quería besarla, llevar el
sabor de Emma mezclado con vino a su lengua. En sus sueños tal vez, si ganaba un
poco de sueño. Richard se sacudió y trató de escuchar lo que ella decía.
—Tuvimos suerte, mi señor, encontramos dos vestidos que habían sido
confeccionados para alguien que no los había recogido, y el largo era perfecto.
—¿Dos? Necesitarás más de dos.
—También compramos tela. Suficiente para hacer dos vestidos más y... una
capa. ¿Seguro que eso será suficiente?
—¿Zapatos?
—No, mi señor. Yo... yo... —ella miró hacia otro lado, y sus mejillas se
colorearon.
Le tocó el brazo.
—¿Qué?
Ella agachó la cabeza, susurrando en voz baja:
—Me sentí incómoda gastando tu dinero. Quería devolverte algo.
—Emma, escúchame. Tenemos un acuerdo —hasta Beaumont, claro. Y todo
es una farsa. Pero cuando esos ojos azules se alzaron para encontrarse con los
suyos, Richard se dio cuenta de que le resultaba cada vez más difícil recordarlo.
Quería a Emma de Fulford, y cada vez que la miraba sus buenas intenciones
parecían salir de su cabeza.
Era una pena que no hubiera encontrado a Frida atractiva; evidentemente
había pasado demasiado tiempo desde que tuvo una mujer. Cada vez que miraba
a Emma la quería. Y ella, ella era la hermana de Cecily... Dios.
—Debes tener ropa adecuada. Dos vestidos no son suficientes.
—También tengo el rosa, no lo olvides.
Una imagen de Emma con el vestido rosa en la habitación de la torre de
Winchester saltó a su mente. Ella se había ruborizado entonces, con sus besos.
¿Cómo podría olvidarlo?
—¿Mi Lord?
Richard apartó su mirada de los labios de Emma.
—Nos conformaremos con lo que tienes por el momento. Pasaremos por
Falaise de camino a Beaumont. Quizás puedas encontrar más allí. Y zapatos. El
mercado de Falaise tiene más que ofrecer que el de aquí.
Dejó su taza en el suelo y se tocó las faldas con los dedos.
—¿No te gusta esto?
—Está bien, para viajar. El color te queda mejor que...
—¿Lodo de estanque? —levantó una ceja. Sus ojos brillaban en la luz de la
antorcha, y Richard se encontró en el extremo receptor de otra de esas sonrisas
letales. Saint Denis, sálvalo.
La charla se extendió a otros asuntos, desde la duración del viaje de Honfleur
a Falaise hasta una discusión sobre los méritos de la yegua que Richard había
contratado para ella. Finalmente, se dio cuenta de que Henri se había caído sobre
su cuenco.
—Mi Lord, ¿si nos disculpa?
—Por supuesto.
Se habían colocado los camastros al otro lado del fuego. Richard permaneció
en la mesa mientras Emma y Asa guiaban a Henri más allá de la cortina. Emma
retorció su velo mientras se inclinaba sobre su hijo, y Richard permitió que su
mirada se detuviera en sus formas. Era una forma fina, con una cintura estrecha y
un suave resplandor hacia afuera en las caderas, toda una mujer. Lady Emma de
Fulford podría tentar a un santo con lo que llevara puesto. Incómodo, se movió en
el banco.
—¿Geoffrey?
—¿Mi Lord?
—Sé que dijiste que estábamos durmiendo en espacios compartidos, pero
¿hay algún biombo detrás de esa cortina?
Geoffrey frunció el ceño.
—No, mi señor. Está configurado como una sola cámara de dormir.
—¿Ni siquiera hay algún tipo de división entre hombres y mujeres?
—Me temo que no, mi Lord. Lo siento si no lo apruebas, pero me dijeron que
la Sirena proporcionaba las mejores cenas en Honfleur. Y a pesar de que la alcoba
está abierta al resto de la posada, no se sabe que los ladrones sean una amenaza
aquí.
—Está bien, Geoffrey. Mejor, quizás —al final, las mujeres habían encontrado
mantas. Emma estaba tirando de los zapatos de Henri y desabrochándose el
cinturón. —Es reconfortante saber que estarán al alcance de la voz, para el caso
de cualquier eventualidad.
Tener que estar despierto para cuidar de Emma y Henri fue de hecho la última
cosa que Richard necesitaba, en cualquier caso, probablemente no iba a dormir
mucho. Merde. Con su pesadilla recurrente, esta nueva lujuria por Emma de
Fulford sería difícil de soportar si no pudiera satisfacerla.
—¿Geoffrey?
—¿Mi Lord?
—Vigílalos por mí.
Geoffrey se sorprendió.
—¿Eso debe tener prioridad sobre mis deberes hacia ti?
—No, por supuesto que no, sólo vigílalos siempre que puedas. Sobre todo si
no estoy cerca.
—Sí, mi Lord.
—Si tengo que salir esta noche y me necesitas, es probable que me
encuentres en los establos.
—Sí, mi Lord, lo sé.
Capítulo 9

Había pasado algún tiempo desde que el séquito del Conde Richard se había
ido a los camastros detrás de la cortina de dormir, pero Emma yacía inquieta y con
los ojos muy abiertos. Las mantas de la posada eran ásperas y realmente no
estaba cómoda en una habitación llena de extraños.
El colchón crujía con el más leve movimiento. Por supuesto, no era la primera
vez que Emma dormía en espacios compartidos, pero la Sirena estaba a un mundo
de distancia de la sala de aguamiel de su padre. Emma había crecido en Fulford
Hall y conocía a todo el mundo. Más recientemente, había dormido en el molino
con Gytha y su marido, Edwin, pero ciertamente no eran extraños.
Incluso la otra noche, en la alcoba del Conde Richard, Emma se las arregló
para dormir después de haberse acostumbrado al desconcertante silencio. Había
habido tanta paz en esa elevada torre. Además, sabía sin lugar a duda que, aunque
Judhael descubriese dónde se escondía, no habría forma de que la siguiese hasta
el patio del castillo de Winchester, por no hablar de las habitaciones privadas del
comandante de la guarnición. Estaba a salvo.
Como la pasada noche, el Conde Richard ocupó el camastro a su lado. Estaba
dormido. Ella le había visto poner su espada cerca de la mano antes de cubrirla
con su manta.
Emma suspiró. Ayer por la noche había estado en Winchester, en Inglaterra.
Hoy había viajado más allá de lo que la mayoría de la gente ha viajado en toda su
vida; había cruzado el Narrow Sea. Esto era tierra extranjera, esto era Normandía.
Por supuesto, su madre había nacido aquí. Emma se había imaginado que sentiría
placer de ver el Ducado, pero un pensamiento dominaba.
Judhael. La partida del Conde Richard de Winchester; su conroi, los caballos,
los perros, difícilmente podría llamarse encubierta. La mitad del pueblo debe
haberla visto cabalgando en su compañía. ¿Alguien se lo había dicho a Judhael? Y
el destino del Conde Richard ya no era un secreto. ¿Podría Judhael meterse en la
cabeza seguirla hasta Beaumont? Cielos. Los nervios y la ansiedad la acosaban.
¿Judhael la perseguiría por el resto de sus días?
Sintió lágrimas punzantes en sus ojos. Parpadeó impacientemente. Uno podía
sentirse muy solo en una habitación llena de gente… qué extraño.
Henri estaba cómodo en la tarima a su derecha; su hijo, a quien adoraba. Este
viaje era por él, se recordó Emma, para mantenerlo a salvo. Tenía amigos en
Winchester; tal vez nadie le diría a Judhael a dónde había ido. E incluso si la siguió,
la persecución debía llevarle algún tiempo. Sí, seguramente, podría sacarlo de su
mente, por un tiempo...
Una linterna de trompeta 25 colgaba de un gancho en la pared sobre su cama.
Otros estaban salpicados de luz por toda el área de dormir, cálidos resplandores
en la oscuridad. En la tenue luz príncipe, el mestizo era apenas visible, acurrucado
a los pies de Henri. Y más allá de Henri, un bulto en un camastro, Asa.
Asa era Sajona. A Emma ya había empezado a gustarle, y si se le creía al
Conde Richard, Asa iba a ser su sirvienta personal, al menos durante el tiempo que
Emma estuviera en el acuerdo con él.
Ni Henri, ni Asa tenían dificultades para dormir. Por supuesto Emma no tenía
razones para preocuparse, desde que Richard había ordenado que su grupo
ocupara toda una esquina del salón. Sin duda los había agrupado a todos juntos
por cuestiones de seguridad. Y, juzgando por los pesados y sonoros ronquidos que
provenía de los mercenarios Sajones y de los otros caballeros, sus escoltas no se
sentían amenazados aquí.
Por lo pronto, todos estaban perfectamente felices excepto ella. En ese
momento, la persona ubicada a su izquierda tiró de su manta y murmuró en su
sueño.
Bueno, quizás no todos…
Emma no quería ver hacia él, para que nadie la viera. Sí, se sentía segura con
Richard a su lado, pero también se sentía avergonzada. Se convertiría en su
amante y no sabía cómo comportarse, este acuerdo, no le había dicho nada a
ninguna de sus compañeras sobre su condición, nada que pudiese avergonzarla;
sin embargo parecía que llevaría tiempo acostumbrarse al papel de amante. Y
25
NT. Linterna de Trompeta. Tipo de lámpara antigua fabricada con cuernos de animales, (bovinos, cabras, etc.), a los cuales se
les trataba los cuernos hasta hacerlos traslúcidos como cristales y permitir l transparencia de velas.
aunque, no había recibido comentarios despectivos se preparaba continuamente
para recibirlos.
El Conde Richard había sido el último de su grupo en irse a la cama. Emma
había fingido dormir cuando él apareció, aunque tuvo que admitir que estaba
contenta de que fuera él quien durmiera a su lado y no uno de los caballeros.
Escuchando otro murmullo borroso… ¿estaba teniendo una pesadilla? Emma
contuvo la respiración y escuchó.
Movimiento. Parecía como si estuviera peleando con sus mantas. Él gimió y
entonces claramente, llegaron a ella algunas palabras.
—¡Alto! ¡Alto, he dicho!
Más murmullos, una respiración aguda, un gemido apagado. Silencio.
—Merde.
Las cuerdas de la cama gimieron; debía haberse sentado. Girando la cabeza
un poco, Emma se asomó. Sí, Richard estaba despierto, se ponía las botas, la capa.
Se estaba alejando; primero vinieron unos pasos suaves, luego un sonajero suave
de anillos de cortina y una ráfaga de aire frío.
Emma se puso rígida ¿Qué hora era? Ya debía haber pasado la medianoche.
Anteriormente, se había sentido avergonzada y un poco apenada al encontrar que
el hombre que la había comprado para que fuese su amante estaba instalado
públicamente a su lado; pero con la ausencia de Richard, toda esperanza de
dormir parecía haber huido. Tuvo que admitir que se sentía más segura cuando él
estaba cerca.
¿Qué estaba haciendo?
Empujando hacia atrás la manta que pica, Emma agarró sus botas y su capa y
se deslizó a través de la cortina a tiempo para ver la cola de la capa de Richard
pasar a través de la puerta. El cerrojo se cerró tras él.
Las brasas brillaban en la tierra. Un par de marineros estaban desplomados
sobre una jarra de vino volteada, y otro lanzó una mirada triste en su dirección.
Tomando uno de los faroles de cuerno de su gancho, Emma caminó
enérgicamente hacia la puerta.
Los establos… Richard estaría atendiendo a su amado caballo de guerra.
Siguiendo su figura de hombros anchos a través del patio, ella lo vio apoyarse
pesadamente en el poste de la puerta del establo al entrar. Probablemente
todavía estaba medio dormido.
Levantándose las faldas para mantenerlas alejadas de la paja, lo siguió.
Oscuro. Silencio. El suave resplandor de un caballo.
—¿Lord Richard? —ella levantó la linterna.
Estaba de espaldas a ella, con los brazos apoyados contra un pesebre vacío.
Tenía la cabeza inclinada, el pelo oscuro despeinado y no dio señales de haberla
oído. Debe haber estado mirando el puesto de Roland; ella podía ver el pálido
resplandor del pelo del gran corcel al pasar de un pie al otro.
—¿Richard?
Levantó la cabeza, pero no pareció verla. Tenía la mano apretada, los nudillos
blancos como el hueso. La sangre de Emma se congeló. Sus ojos eran plateados en
la luz de la lámpara, sobrenaturales, y no había reconocimiento en ellos, ninguno
en absoluto, vacíos. Los dos perros lobos estaban sentados inmóviles a sus pies,
como centinelas de piedra.
Se acercó, las faldas atrapadas en el heno.
—Mi Lord, es Emma.
—¿Emma? —también había un vacío en su voz, como si nunca la hubiera
conocido, y mucho menos la hubiese elegido para ser su amante.
Los pelos de su nuca se enervaron. La frente de Richard estaba reluciente de
sudor. Qué raro. Por supuesto, los animales calentaban el establo, pero no estaba
ni mucho menos tan caliente como la posada. Algo andaba mal aquí, muy mal.
Tímidamente extendió la mano, tocó ese puño apretado.
—¿Tampoco puedes dormir? Richard, ¿qué pasa? —recordando la forma en
que había gritado, ella añadió —¿Tuviste una pesadilla?
Parpadeó, agitó la cabeza y miró un momento a la mano de ella, antes de
desenrollar lentamente sus dedos y unirlos con los de ella. Su agarre era como el
hierro, moliendo sus huesos, y ella tuvo que prepararse para no retirar su mano.
Sintió, en vez de ver, el momento en que él regresó a sí mismo.
—Sí, desde York... No importa, fue sólo un sueño —la mirada aturdida había
desaparecido, estaba completamente despierto. —Sólo una pesadilla.
Recordando esa habitación aislada en la torre del Castillo de Winchester,
Emma lo miró y deseó poder ver dentro de su mente. Ella movió sus dedos y su
agarre se relajó. No podía ser fácil asumir sus pesadas responsabilidades. Como
comandante, muchos lo buscaban para tomar decisiones desde el amanecer hasta
el anochecer. Merecía un poco de paz. Y, sí, se dio cuenta, que hacía tiempo que
tenía el hábito de venir a los establos a por momentos de paz. No le gustaba que
la gente supiera de sus pesadillas y a los animales no les importaba que gritara
mientras dormía.
¿No lo había encontrado en los establos con sus animales cuando vino en
busca de trabajo en el castillo? Los animales no te molestan con preguntas o,
como ella había hecho ese día, con peticiones de ayuda. Te aceptan como eres,
como un hombre más. El hombre poderoso que había elegido como su protector
no era, al parecer, completamente invulnerable. Pero tenía su orgullo; no quería
discutirlo.
Hizo para alejarse.
—Mi señor, estáis cansado. Te dejaré en paz.
Se rió y, soltándola, flexionó su hombro.
—¿Cansado? Podrías decir eso, pero dudo que vaya a dormir.
—Tu hombro también perturba tu descanso, creo.
Su cabeza se inclinó hacia un lado mientras se extendía y le quitaba la
linterna.
—Emma, ¿por qué me seguiste?
—Yo tampoco podía dormir. Pensé que tal vez podríamos hablar, pero veo
que necesitas descansar.
—¿Hablar? Estaría más que feliz de poder hablar —Richard encontró un
gancho para la linterna y se volvió con una sonrisa. El extraño estado de ánimo
provocado por su sueño se había disipado, ayudado por la aparición de Emma en
el establo. La miró fijamente. Se veía preciosa. Bajo la capucha de su capa, su pelo
brillaba como el oro. Se había quitado el velo y se había aflojado la trenza cuando
se había ido a la cama, pero aún llevaba puesto el vestido de color brezo.
—No soy el único al que le resulta difícil dormir. Estás nerviosa de dormir
entre extraños —dijo.
—Sí.
La sonrisa de Emma era tímida y muy seductora. Y era una sonrisa
asombrosamente poderosa, le llegaba hasta lo más profundo de su ser. Emma de
Fulford se veía hermosa esta noche. Pero siempre lo era, ya sea de pie junto al
Itchen con ropa de trabajo áspera o de pie en su dormitorio de Winchester con
ese vestido rosa.
—No importa lo que lleves puesto —murmuró.
—¿Mi Lord?
—Richard, ¿recuerdas?
Ella le dio otra de esas sonrisas exquisitas, tímida pero coqueta; la
combinación era letal, y Richard sintió que sus pensamientos comenzaban a
revolverse. ¿Sabía ella lo que estaba haciendo?
La había sacado del Staple, preocupado porque Emma de Fulford ya se había
convertido en una de las chicas de Hélène. Pero todo el día había estado
estudiándola y había llegado a la conclusión de que podría haberla juzgado mal.
Era obvio que había necesitado dinero; quizás era cierto había estado vendiendo
el vestido. Sólo el vestido.
Sería bueno saberlo con seguridad. Quizás, si la probara, podría saber la
verdad. No iría demasiado lejos, Adam nunca le perdonaría que se aprovechara de
ella; sino una prueba, una pequeña prueba… Y ella estaba dispuesta, había pedido
convertirse en su amante...
El broche de su capa guiñó el ojo a la luz. Bajo el manto, su pecho se levantó y
cayó. Sí, pensó Richard, una pequeña prueba...
Suavemente, le tocó la mejilla.
—Tal vez, como yo lo hago, pienses que ya es hora.
—¿Ya es la hora? —el corazón de Emma comenzó a acelerarse, su estómago
se apretó. Las pupilas de Richard se habían oscurecido, parecían casi negras,
excepto por un borde de plata. ¿Se refería a lo que ella creía que se refería?
—Nuestro acuerdo. Es hora de que cumplas tus... obligaciones.
Emma se mordió el labio. Estaba de pie con la linterna a su lado y mientras
ella lo miraba fijamente, él se movió para que sus anchos hombros bloquearan la
luz. Ella ya no podía ver sus ojos. Sus dedos habían encontrado la oreja de ella;
estaban ocupados trazando la forma de la oreja, suave pero decidida.
—¿Yo... yo... tan pronto?
—¿Pronto? No me parece demasiado pronto, ma petite. El día de hoy se ha
prolongado como si fuera una eternidad —un fuerte brazo la alcanzó y Emma se
encontró ceñida contra ese ancho pecho. —No puedo esperar más. Tuviste un
indulto anoche por culpa de Henri, pero te necesito esta noche, y como me has
buscado tan fortuitamente...
El corazón empezó a latir con fuerza, levantó una ceja y trató de conseguir un
tono elevado.
—¿Aquí en el heno, mi Lord?
—Sí, Emma, aquí en el heno.
—¿Con los animales?
—Te prometo que son muy discretos.
—Pero, Richard, yo…
Su boca vino abajo sobre la de ella y sus objeciones se dejaron de pronunciar.
No le dio la oportunidad de protestar. En efecto, sus piernas se desmayaron en un
instante; él dispersó sus protestas a los cuatro vientos. Apartando su manto, sus
manos estaban sobre sus caderas, tirando de ella con seguridad contra él. Pero las
objeciones se mantuvieron, arremolinándose en el fondo de su mente. Era
inesperado, era demasiado pronto, ella apenas conocía la mente de los hombres,
había conocido a Judhael toda su vida, había amado a Judhael, y ¿qué bien le
había hecho?
A Emma le gustaba la sensación de Richard de Beaumont; su certeza la
mareaba. Era tan alto, tan fuerte y… ella podía sentirlo, duro contra su vientre…
que no le dejaba ninguna duda de que la deseaba.
Gracias a Dios, este era su momento seguro.
La amistad de Emma con Hélène la había hecho conocedora de los secretos de
muchas mujeres, y la principal de ellas era saber que ciertos momentos del mes
eran más seguros para satisfacer los apetitos carnales. Había sido tristemente
ignorante cuando ella y Judhael se habían convertido en amantes, pero desde
entonces se había tomado la molestia de aprender. Por eso sabía que era su
momento seguro. Henri fue una gran bendición en su vida, pero ¿un segundo hijo
fuera del matrimonio? ¡No! Por supuesto, la noche en el Castillo de Winchester
Richard había prometido cuidar de cualquier niño que pudieran tener, y ella creía
que podía confiar en él en ese sentido, sin embargo...
—Ámame, Emma —su voz era oscura de deseo.
—Alguien podría entrar, y los... los perros —protestó débilmente.
Suspirando, miró a los sabuesos y chasqueó los dedos. Inmediatamente
salieron del establo, pasando fuera de su campo de visión.
—Se sentarán junto a la puerta y actuarán como nuestra guardia. ¿Mejor?
—Sí... no... eso es...
—Bésame, Emma. Esta vez debes besarme, quiero que me cortejes.
—¿Quieres que te corteje?
Su sonrisa estaba torcida. Tenía la extraña sensación de que él la observaba
con más atención.
—Sí, eso es lo que haces, ¿no es así? Sedúceme, muéstrame lo que aprendiste
en el Staple.
Tragó, paralizada por la timidez.
—¿Ahora?
—Sí, Emma, ahora. Quiero que me pongas las manos encima.
No tenía sentido repetir que ella no estaba acostumbrada a esto; él no parecía
creerle. Además, era demasiado tarde, ella había aceptado su protección, el paso
a Normandía, su moneda. Estaba atada a él.
Alargando la mano, Emma le metió las manos en el pelo. Era más fácil de lo
que esperaba, aunque sus manos habían empezado a temblar. Su pelo era grueso
y sedoso y mientras ella pasaba sus dedos por él, él se apoyó en su caricia, sus ojos
grises atentos. Esa leve sonrisa se quedó en sus labios, y cuando ella le acarició la
nuca, sus ojos medio cerrados, como los de un gato. No había ni rastro de la
vulnerabilidad que había vislumbrado cuando le había seguido hasta los establos.
—Te gusta tocarme, Emma, no finjas lo contrario.
Murmurando su acuerdo, Emma descubrió rápidamente que le gustaba
tocarlo; sus manos acariciaban sus orejas, sus pómulos. Tímidamente encontró su
boca, trazando la forma de sus labios, una forma que la había atraído desde el
principio. Girando la cabeza, metió el dedo de ella dentro y se burló de él con la
lengua. Comenzó a sentir un hormigueo en el estómago, su respiración se estaba
volviendo desigual. Y siempre la miraba a través de esos ojos semi cerrados,
observando su reacción.
Su petición de que ella le cortejase no era sorprendente, dado el acuerdo que
habían hecho. Pero Emma no se sentía preparada para esto. Seguramente uno
debería conocer a un hombre antes… antes...
Sin embargo, Richard de Beaumont no era un hombre fácil de contradecir. Él
había empujado su capucha hacia atrás y sus manos jugaban en su pelo,
perdiéndolo, extendiéndolo sobre sus hombros como una segunda capa. Y, a
pesar de ser un hombre tan poderoso, más alto y fuerte que Judhael, sus
movimientos eran suaves y sin prisa. La forma en que sus ojos, oscuros y casi
negros en ese momento, la miraban... la palabra reverente le vino a la mente.
Pero debajo de la dulzura, vislumbró una determinación despiadada. No se
enfadaría por eso. Ellos habían hecho su acuerdo, él la había comprado, y quería
tenerla.
Al ponerse de puntillas, Emma apretó los labios contra la mejilla de él. Podía
sentir la barba en su barbilla, podía olerlo, ese olor puramente masculino que era
propio de Richard. Lo reconoció por su almohada y por los besos que habían
compartido en la habitación de la torre.
—Eres una duende amable —él le susurró al oído mientras le mordisqueaba el
lóbulo de la oreja, el cuello. —Cabello como un rayo de luna…
Era difícil respirar aquí en los establos. Y, cuando Emma se hundió con Richard
en la dulce y limpia paja, se preguntó si él esperaba que ella protestara. Debería
darle vergüenza, pero no iba a hacerlo. Aparentemente, no era simplemente su
cuerpo el que conspiraba con él en esta seducción, su mente también. La
vergüenza de ello….
Le ardían las mejillas. Él Las cubría de besos incluso cuando la acostaba en la
paja espinosa. Estaba murmurando incoherentemente en francés. Ella captó las
palabras, ma belle, chérie, mientras él le acariciaba los pechos a través del vestido
de color brezo. Sus pechos se hincharon. Ella deseaba que él tocara su piel
desnuda, ella deseaba tocar su piel desnuda. Más vergüenza. Richard la hacía
sentir mal; con él ella era maliciosa. Lujuria, esto era lujuria. Qué espantoso.
Emma no amaba a este hombre, pero su toque estaba disparando su sangre.
Cielos.
—Rosas —murmuró Richard.
—¿Hmm?
Sonriendo, Richard se echó hacia atrás para mirarla mientras su mano barría
su cuerpo de pecho a muslo y ella se estremecía de placer. La paja se movió.
—Hueles a rosas, rosas exóticas.
—Cecily me dio un poco de perfume —¿Por qué era tan difícil hablar? — Yo...
no creo que se haya sido hecho en Inglaterra.
—Mmm.
Había perdido el interés por el aroma de las rosas, le tiraba de los dobladillos
de las faldas, le deslizaba los dedos por las pantorrillas, por encima de los muslos...
Richard estaba desesperado, desesperado por tenerla. Cada vez era más difícil
recordar que él sólo la estaba probando, que no debía acostarse con ella de
verdad. Sus pensamientos nunca habían estado tan enredados. Amante sólo de
nombre. Adam. No debes aprovecharte. Mientras le subía las faldas, apretó su cara
contra el calor fragante del cuello de Emma, besando cada centímetro de piel que
podía alcanzar. Que no era mucho. El escote de su vestido era ridículamente alto.
Retrocediendo un momento, frunció el ceño. Había elegido un vestido muy
modesto. ¿Lo había elegido deliberadamente para mantenerlo a raya?
Curiosamente, estaba teniendo el efecto contrario. Él ardía por ella, se quemaba
por ella.
Richard sumergió su cabeza de nuevo, ahuecando un pecho a través de la tela
de color brezo mientras tanteaba con creciente impaciencia por los cordones
laterales. No quería avergonzarla llevándola desnuda a un establo, no cuando un
mozo de cuadra podía entrar, pero le dolía por tocar más de su piel. No debía
aprovecharse...
—Maldita sea.
—¿Qué pasa?
—Sin cordones.
Se mordió el labio y el rubor de sus mejillas se oscureció un par de tonos.
—Están en la parte de atrás, mi Lo… Richard.
—Seguro, fuera de alcance, ¿eh?
—S… sí.
Su timidez era adorable, lo tenía totalmente desarmado. ¿Era calculado? Él no
lo creía así. De alguna manera Emma de Fulford había mantenido su inocencia, lo
que era extraordinario en una mujer que había tenido un hijo fuera del
matrimonio. Aun así tenía que estar seguro, no quería que la prueba terminara
todavía…
—Es un buen truco, la inocencia —dijo.
—¿Inocencia?
—No importa.
Richard encontró su tímida seducción completamente fascinante. Cuando se
había puesto así de puntillas y lo había besado tan tímidamente, había cambiado
su estado de ánimo bruscamente de un hombre que necesitaba a una mujer pero
que podía controlar sus necesidades, a un hombre que necesitaba a una mujer en
particular: ella. En cuanto al control… su mente se nubló, todo era necesidad.
Peor aún, ella le hacía sentir que podría haber una conexión real entre ellos,
que el acto físico con Emma de Fulford podría ser algo más que el mero
derramamiento de su semilla. Richard no podía recordar a nadie más haciéndole
sentir así.
Su mente ya no estaba bajo su mando. Solo la estaba probando, y era
consciente de que debía detenerse, pero incluso su mano había desarrollado una
mente propia, moviéndose sin que él lo quisiera.
—Debe ser un don —murmuró, observando como su mano sentía el
fascinante calor de la cara interna de su muslo.
—¿Hmm?
Confundido, Richard la miró a los ojos y se intensificó la sensación de que no
se trataba simplemente de un revolcón en el heno. Esos ojos azules estaban
totalmente enfocados en él, sus pupilas se habían dilatado en la luz de la lámpara
y, por un segundo o dos, él supo; sabía, que si él fuera el único hombre en su
mundo, su vida sería mucho más rica.
—Locura.
—¿Hmm?
—Eres una mujer inteligente, Emma de Fulford.
Los dedos de Emma se habían deslizado hacia los lazos de las medias de
Richard y se arrastraban tímidamente sobre su estómago, él se estremeció.
—¡Lord!
Ella retiró los dedos.
—¿No?
Tomando la mano de ella en la suya, la devolvió a su cuerpo, a esa parte de él
que se esforzaba por tocarla.
—Sí —él insistió. Los impulsos de su conciencia eran ya meros susurros en el
fondo de su mente, apenas podía oírlos. —Con más firmeza, cariño, con más
firmeza.
Caliente, estaba demasiado caliente. Al quitarse la capa, Richard la arrojó
detrás de él y sólo entonces se dio cuenta de que Emma todavía llevaba la suya.
Quizás si se desabrochaba, parecería como si pudiese conseguir más de ella. Le
quitó el broche y apartó la capa.
—Richard —ella le acarició la mejilla y un dedo pequeño y desgastado le tocó
el labio superior. Pero mientras tanto su otra mano, su otra mano…
—¡Mon Dieu!
Le subió las faldas hasta las caderas y ella se mordió el labio. Esto hizo que él
quisiera besarla y siguió sus instintos, perdiendo su lengua en la boca de ella,
jugando con la de ella, presionando su cuerpo contra ella. Su hermoso cabello
estaba extendido sobre la paja; sus ojos lo mantenían esclavizado. Él jadeaba, ella
jadeaba.
Era muy insatisfactorio. Richard no podía llegar a ella correctamente, y quería
llegar a ella. Ella no podía alcanzarlo, él reprimió otro jadeo, a excepción de una
cierta parte de su anatomía. Continuó explorando las tentadoras sombras entre
sus piernas. La paja se movió. Suspiros calientes. Ella gimió, y sus entrañas se
apretaron. Su cuerpo le dijo que quería el suyo, y él empujó hacia ella.
Y sin embargo, no estaba del todo contento. Anhelaba liberar su cuerpo de su
ropa, pero no pudo. Estaban en un establo; debido a que cualquiera podría entrar
en ellos, este acoplamiento tendría que ser uno de los más rápidos y básicos de su
vida. Ese maldito vestido, pensó Richard, mientras se movía sobre ella, besando la
pequeña parte de su garganta que era accesible, simplemente era demasiado; el
hábito de una monja no sería más casto.
Pero esos dedos suyos, eran inteligentes, sabían lo que hacían, Emma lo
ayudaba, lo ponía en posición, como si ella sintiera lo impaciente que estaba por
estar con ella.
Levantó la cabeza, su conciencia olvidada. A ella le gustaba su toque. Tenía los
ojos cerrados, las mejillas oscuras de color y la cabeza se movía de un lado a otro
con cada respiración jadeante. Cada vez más y más cortas, sus respiraciones se
hacían cada vez más cortas...
Abriendo esos ojos, ella levantó la otra mano y le bajó la cabeza para darle un
beso ardiente. Lo besó mucho una vez que olvidó ser tímida. A Richard le gustó
bastante. Separando sus piernas, le permitió que lo pusiera donde más quería
estar.
Dio un rápido empujón. Ella jadeó como si él la hubiera sorprendido.
Sorprendido por ese jadeo, no totalmente perdido en la razón, Richard se detuvo,
pero uno de sus brazos le rodeó la cintura y se olvidó de todo excepto de que él
estaba dentro de ella.
—Richard —en su tono había aceptación, incluso satisfacción.
Richard todavía anhelaba estar fuera de su túnica y que ella se quitara ese
maldito vestido, pero eso ya no parecía tan importante. Ellos eran uno. Su cuerpo
estaba completamente vestido, pero era firme y le había dado la bienvenida. Se
alejó y retrocedió. Su otra mano se metió en el pelo de él, manteniendo su cabeza
junto a la de ella, sin que él tuviera la intención de alejarse. Ella estaba besando su
mejilla, su cuello. Pequeños gemidos de aliento calentaban sus oídos, gemidos que
iban y venían con el tiempo con sus movimientos.
Gemidos que, si no tenía cuidado, acabarían con esto en un momento. Piensa,
hombre, piensa. Haz que esto dure.
Richard se las arregló para rescatar un pensamiento perdido, moviéndose más
rápido a pesar de sí mismo. Su aparente inocencia... su timidez... debía ser
genuina. Luego, la confusión nubló su mente y se echó hacia atrás, sonriendo ante
el gemido de protesta de ella.
Su cabello estaba bellamente desordenado, con madejas plateadas a su
alrededor. Trozos de paja por todas partes. Él encontró el ritmo de nuevo mientras
los dedos de Emma lo agarraban, urgiendo, ayudando. No, no inocente. Estaba
Henri, por supuesto, pero...
Sus ojos azules le sonrieron y Richard sintió que su control se le escapaba. Ahí
estaba otra vez, ese peculiar sentido de conexión. Estaba en su mente; tales cosas
sólo existían en las viejas baladas.
—Richard —murmuró.
A Richard le resultaba cada vez más difícil pensar, no importaba hablar. Tenía
un dolor en el pecho y la tensión estaba aumentando hasta alcanzar un pico
irreversible. Le enmarcó la cabeza con las manos y la besó en silencio.
No más palabras, no más pensamientos, sólo este ciego movimiento animal,
de un lado a otro, de un lado a otro, sí, sí. Y ella... no, no es inocente, ni en lo más
mínimo tímida. No cuando sus gemidos y sus respiraciones coincidían con los
suyos con tanta precisión. No cuando su cuerpo lo agarró tan fuerte.
Eran uno: un animal, un ser. Aquí en la paja, ellos...
Con un empujón final, un grito de satisfacción y frustración llenó el pesebre.
Y luego, después de unos besos suaves, volvieron unos suaves murmullos, en
silencio.
Sosteniendo la culpa en el fondo de su mente, Richard se durmió
rápidamente.
Capítulo 10

Algo cálido y suave estaba acariciando a Richard al despertar.


—Emma —Richard curvo sus labios, extendió la mano... y consiguió el abrazo
de un sabueso y un lengüetazo húmedo en sus ojos.
Con un gruñido, se sentó y se frotó la cara. De Emma, ni un rastro. La luz del
amanecer cayó sobre su capa. Parecía como si el cuartel entero lo hubiera
pisoteado en el heno. Ahí estaba Roland, con sus orejas grises moviéndose por
encima de su establo. No había ninguna linterna en el gancho; ella debió
llevársela.
—Se fue corriendo, ¿verdad, muchacho? —era de esperar. Esa timidez,
Richard estaba seguro, era genuina.
La culpa corrió hacia él, aleccionadora como un balde de agua fría.
¿Qué había hecho? Se había acostado con Lady Emma de Fulford como si...
Señor, esta no había sido su intención. Había sospechado que ella encontraba su
acuerdo incómodo, embarazoso, pero había decidido que un poco de vergüenza
temporal de su parte era un pequeño precio por pagar si eso la sacaba de
Winchester y la despejaba de todo lo que la atormentaba. Una vez que alcanzaran
a llegar a Beaumont, Richard tenía la intención de liberarla de su supuesto
acuerdo. Pero ahora...
Se suponía que esto no iba a pasar.
Levantándose, sacudió su capa con el ceño fruncido. La había tratado mal y de
alguna manera debía enmendarse. Aunque... sus labios formaban una sonrisa, ella
no parecía oponerse. Todo lo contrario...
Su frente se aclaró. Él había podido dormir anoche… ¡cómo había dormido!
Miró la huella que sus cuerpos habían dejado en la paja. Acostarse con Emma de
Fulford le había dado la mejor noche de sueño en meses. Si tan sólo pudiera
retenerla… seguramente las pesadillas lo dejarían. No, debía ser realista. La
realidad era que no podía retenerla. Estaba la obligación de su primo con Lady
Aude, que él debía cumplir, dijera lo que dijera. Infierno. Quería conservar a
Emma, quería que fuera su amante en verdad.
Richard asintió con la cabeza mientras captaba la atención de un mozo de
cuadra dormido mientras cruzaban el umbral.
—Bonjour.
El chico se alistó junto el marco de la puerta.
—Bonjour, M'sieur Le Comte.
El campo se perdía tras unos remolinos grises, como onda de mar. El aire
estaba cargado con ello.
Sí, la mejor cura para sus pesadillas sería seguramente seguir durmiendo con
Emma de Fulford. De alguna manera debía arreglarlo.
¿Y Adam y Cecily? ¿Cómo se lo explicarás?
Él encontraría una manera. Tenía que quedarse con Emma de Fulford. Sólo
que la próxima vez que durmieran juntos, se aseguraría de que estuvieran en una
cama adecuada. Quería esa cosa tan especial en este mundo, intimidad con una
mujer. Asa podía cuidar del niño mientras él y Emma... ¿Cómo se vería ella
desnuda? Sus hombros le dolían.
Dios. Con una mueca de dolor, Richard se ajustó las chausses. Cuanto antes
encuentre una cama decente, mejor. Ella no huiría de él tan rápidamente la
próxima vez, así él tuviera que atarla para mantenerla en su lugar.
Al parecer Emma tenía el hábito de huir. Se había escapado del matrimonio
con Adam Wymark en 1066. Richard no se hacía ilusiones sobre su desesperada
necesidad de acompañarlo a Normandía. Fue sólo porque en realidad estaba
huyendo de nuevo. De su antiguo amante, Judhael de Fulford. Al final de ese
primer año en Inglaterra, el nombre de ese hombre había estado en boca de
todos, recordaba Richard. En ese entonces era conocido por ser despiadado,
dedicado a la perdida causa Sajona. El tiempo no habría alterado eso. Richard
puso una mueca de dolor cuando un pensamiento desagradable le pegó como un
golpe en el estómago. Emma estaba huyendo de Judhael, ¿llegaría el momento en
que ella huiría de él?
Dejando sus pensamientos a un lado, caminó a través de la niebla hacia la
posada. ¿Y qué si se escapó de nuevo? Su corazón no estaba comprometido y
nunca lo estaría. Aún no ha nacido la mujer que pudiera capturar su mente y su
alma. Su mente estaba fija en su condado, y su servicio al Duque William. ¿Y
después de cumplir con sus deberes? Había poco espacio para cualquier otra cosa.
Entrecerró los ojos hacia el cielo. Todo era gris, era imposible ver más allá de
los remolinos grises en el aire. Sus fosas nasales se movieron, alguien estaba
friendo tocino. Su estómago gruñó.
Pero aunque Richard sabía que debería ser fácil reemplazar a Emma de
Fulford en su vida, cuando abrió la puerta de la Sirena y la vio en la mesa junto a
Henri, su espíritu se elevó.

***

Su grupo había desayunado, Emma y Asa estaban empacando sus


pertenencias para el viaje, aunque la verdad sea dicha, la mente de Emma no
estaba en la tarea, estaba de vuelta en el establo reviviendo sus momentos con
Richard. Sus experiencias previas la habían dejado temerosa de lo que podía
esperar cuando se acostara con él, especialmente porque ella y Richard apenas se
conocían. No tenía por qué estar preocupada. No pudo evitar que una sonrisa
evocadora se apoderara de sus labios mientras doblaba una de las túnicas de
Henri y la ponía en una alforja. Su desconfianza no había sido rival para el afán de
Richard. La atracción que ella sentía por él sin duda había pesado a su favor, pero
un momento sobre todo vivió en su mente, el momento en que se habían
convertido en uno solo. Había dudado, solo brevemente, para estar segura, pero
también había esa vulnerabilidad conmovedora en sus ojos cuando la miró,
asegurándose de que ella estaba contenta. Suspiró. Podía ser una ilusión por su
parte, pero estaba empezando a pensar que, de hecho, había encontrado a un
hombre excepcional. No sólo era fuerte y poderoso, sino que también parecía ser
un hombre que en el mismo momento de su unión cuidó de que ella estuviera
contenta.
Mostrando una tranquilidad antinatural, Emma levantó la vista. Henri ya no
estaba con ellos. Frunciendo el ceño, dejó caer la alforja sobre la cama.
—Asa, ¿dónde está Henri?
Asa miró hacia el espacio frente a las mesas donde Henri había estado
jugando con príncipe.
—No estoy segura, estaba junto al fuego con ese perro blanco, debe haberse
alejado. Lo siento, mi Lady, no me di cuenta. ¿Debería ir a buscarlo?
—No, yo iré. Asa, lleva nuestras cosas al establo, por favor, el Conde está
ansioso por irse. No tardaré mucho.
—Sí, mi Lady.
Agarrando su capa, Emma corrió hacia la puerta, golpeada por la ironía de que
desde que había accedido a convertirse en la amante de Richard, había
recuperado en cierta medida su estado anterior. Otras personas seguían su
ejemplo y la llamaban "mi Lady".
Afuera, una fina llovizna arrastraba la niebla y las paredes de madera de las
casas estaban oscuras y húmedas. Emma se encogió en su capa y miró a la
derecha y a la izquierda. Había mucha gente del pueblo, vestida como ella contra
la lluvia, apresurándose en sus asuntos. Un hombre tirando de un carro de mano;
un panadero con una bandeja de panes envuelta en sacos; un puñado de personas
alrededor de un puesto de pescado. Pero no Henri. Cielos. Una mano fría apodero
su corazón. Este era un puerto y había peligros en un puerto muy concurrido para
un niño pequeño, particularmente cuando ese niño pequeño estaba
peligrosamente fascinado por los barcos...
Cuando Emma llegó al puerto, ya estaba sin aliento. La lluvia brillaba en los
muelles. Los mástiles apuntaban hacia el cielo, las velas estaban fuertemente
enrolladas. Cintas de neblina se arrastraban sobre el mar, pero la brisa se estaba
intensificando; pronto se las llevaría.
El barco en el que habían llegado permaneció en su amarre, junto a otro, del
que Emma no se había dado cuenta el día anterior. Tampoco había señales de
Henri aquí.
En otro muelle, un grupo de pescadores, cuyos rostros se oscurecían con el sol
y el viento, estaban sentados en cajas de embalaje bajo un toldo, remendando sus
redes. Más lejos, al final de uno de los embarcaderos, los hombres de uno de los
barcos de pesca se preparaban para navegar, aparentemente confiados en que le
mal estado del mar no duraría.
Las ruedas retumbaban sobre las tablas. Otra carreta, un niño que llevaba una
carga de cestas de pescado al mercado, demostrando que al menos uno de los
barcos de pesca había salido temprano, desafiando las nieblas. En la estela del
carro en la tierra, un par de gaviotas peleaban por las sobras caídas.
Un perro ladró. Un hombre gritó.
¡Príncipe! El mestizo blanco estaba saltando a lo largo de uno de los
embarcaderos, con un pez en la boca y Henri; ¡Henri!, saltaba a su lado, con una
sonrisa de oreja a oreja.
Su camino lo llevaba peligrosamente cerca del borde del embarcadero.
Agarrándose de las faldas, Emma se precipitó hacia ellos.
—¡Henri, ven aquí!
—¡Mamá! —Henri, aun sonriendo, la saludó con la mano y se volvió hacia ella.
Su hijo había alcanzado el nivel de una taberna junto al muelle cuando se
abrió la puerta y salieron dos hombres, uno con un cubo. El hombre con el cubo
arrojó el contenido; un chorro de agallas y tripas de pescado, al agua. Las gaviotas
aparecieron de la nada, gritando, con las alas brillando.
Henri se resbaló sobre el desorden y se abalanzo hacia el borde.
—¡Henri!
El otro hombre dio un paso y miró ociosamente a Henri.
El corazón de Emma se detuvo.
¡Azor! ¿Azor estaba en Honfleur? La pesadilla había vuelto.
El tiempo parecía congelarse. Sin embargo hubo movimiento; el hombre con
el cubo llegó a Henri primero, Emma lo alcanzó un momento después, y mientras
lo apretaba contra su pecho, estaba tenuemente consciente de la mirada de Azor
sobre ella.
Cuando levantó la cabeza de Henri, Azor estaba a su lado, mirándola
fijamente.
—¿Mi Lady?
El hombre con el cubo se retiró.
—Azor —Emma sabía que su sonrisa debe estar tan congelada como su
mente. ¿Azor, aquí? No se le había concedido el deseo por el que tanto había
rezado. Su corazón empezó a latir con fuerza.
La mirada de Azor fue intencionada al asimilar los rasgos de Henri.
—¿Este es tu hijo?
Emma tragó y deseó un milagro.
—¿Cuántos años tiene?
Ella abrazó a Henri, las lágrimas saltaban en la parte posterior de los ojos. Sin
palabras. ¿Qué podría decir ella? A pesar de ser uno de los housecarl de la casa de
su padre, Azor siempre había sido un hombre de Judhael.
Azor le cogió el brazo.
—Mi Lady... este chico... tu hijo... ¿cuántos años tiene?
—Dos. Tengo dos años y…
Emma puso una mano sobre la boca de Henri. Demasiado tarde.
La mirada de Azor se encontró con la de ella.
—Judhael tiene un hijo —murmuró. Su agarre se hizo más fuerte y empezó a
tirar de ella hacia un hueco entre la taberna y el siguiente edificio. —Cuídese, mi
señora, no sea que Judhael la vea.
El miedo era una ola de náuseas que debilitaba sus rodillas.
—¿Judhael también está en Honfleur? —por supuesto que sí, ella lo supo
desde el momento en que vio a Azor.
—Sí. Judhael... como traté de decirte en la posada, mi Lady, Judhael está
decidido a tenerte de vuelta.
—Alguien me vio salir de Winchester —el corazón de Emma latía como un
tambor, su boca estaba seca de miedo. Si ella gritara, ¿alguien lo oiría? —Lo temía
tanto.
—Sí —la expresión de Azor se suavizó. —Pero no me temas, mi señora. Sé que
tu tiempo con Judhael ha terminado.
—¿Lo sabes?
Azor asintió.
—Vine al Staple para hablar con usted. Es cierto que Judhael quiere que
vuelvas, pero quería que supieras que estoy haciendo todo lo posible para
persuadirlo de que tome otro camino.
Ella lo miró fijamente.
—¿De verdad?
—Sí, ya no es seguro para nosotros en Inglaterra —Azor bajó la voz, era un
gran oso Sajón peludo con una voz gentil. ¿Por qué sólo ahora se había acordado
de eso? Azor siempre había tenido una voz suave. —Eso es lo que estaba tratando
de decirte. Quería advertirte que te mantuvieras fuera de la vista por unos días
más. Inglaterra no tiene nada que ofrecernos y Judhael... Judhael es un hombre
que necesita una ocupación.
—Sí, siempre lo ha hecho. —Azor estaba tratando de ayudarla.
—Así que pensé que si nos convertimos en mercenarios, Judhael tendría algo
por lo que luchar, en qué involucrarse. La vida de un proscrito lo ha retorcido,
pero si encontrara un líder dispuesto a confiar en él, tal vez ya no se detendría en
el pasado, en lo que podría haber sido...
Emma asintió. Azor hablaba con sentido. Richard empleaba mercenarios
Sajones; de hecho, los señores de muchos rincones de la cristiandad estaban
empezando a hacer lo mismo. Y era incuestionable que la energía febril de Judhael
siempre había necesitado un arnés.
—Hay mucha demanda de guerreros Sajones en otras tierras —continuó Azor.
—Espero persuadir a Judhael para que venga conmigo a Apulia.
—¿Apulia? ¿No es parte del antiguo Imperio Romano, al otro lado de los
Alpes?
—Ya no lo es, no desde Robert Guiscard... No importa, mi Lady, ahí es donde
espero llevarlo, Apulia.
—Debe estar a semanas de distancia.
—Sí.
Emma estaba tan sorprendida por lo que estaba escuchando que no protestó
cuando Azor la metió más profundamente en el callejón. Débilmente se dio cuenta
de que él estaba tratando de protegerla, tratando de mantenerla fuera de la vista
de Judhael. Además de las hebras blancas en su barba, había líneas en la cara de
Azor, líneas que no habían estado allí cuando ella lo conoció en Fulford.
—Mi Lady, los Normandos de Apulia se están forjando reinos. El Emperador
del Este tiene una pelea en sus manos.
—¿Apulia? —no fue fácil absorber toda la importancia de esto. San Swithun
ayúdalos, Azor esperaba llevar a Judhael con él a Apulia...
Azor sacudió su cabeza en dirección al puerto y la soltó.
—Aléjate del puerto tan rápido como puedas, mi Lady. Judhael quiere verte,
pero yo estoy trabajando en él, tratando de hacerle ver que la vida de un
mercenario es lo único que le queda a un par de housecarls que han perdido a su
señor —puso una mueca de dolor. —El persuadirlo es un largo camino.
Emma miró hacia el puerto y a las gaviotas gritando.
—Pero ¿seguramente que él sabe dónde encontrarme? Ya no es un secreto
hacia dónde vamos.
—Usted va a Beaumont —los ojos de Azor se llenaron de pesar. —¿Es verdad
que te has convertido en la ramera de Beaumont?
Emma levantó la barbilla.
—Richard me ha ofrecido su protección.
Azor suspiró.
—Así que es verdad. No quería creerlo, pero puedo ver cómo una vida así
podría tener su atractivo.
Emma echó la cabeza hacia atrás.
—¿No estás conmocionado? ¿No me vas a juzgar?
Una sonrisa de comprensión iluminó su expresión.
—¿Sorprendido? Cuando haya puesto mi espada en alquiler, ¿la espada que
juré que serviría sólo a un rey Sajón? No, mi Lady, no me sorprende. Y tienes que
pensar en tu hijo. En cualquier caso, he oído que el Conde Richard no está nada
mal para un Normando.
—Él mismo ha contratado mercenarios Sajones. Dos de ellos han venido con
nosotros desde Winchester.
—Podrían hacerlo peor. Dicen que su Conde es un buen comandante, un
hombre justo.
—Sí.
—Espero que Judhael y yo conozcamos a más de los suyos en Apulia, hombres
dispuestos a dar una oportunidad a guerreros Sajones experimentados. Esos
hombres merecen lealtad. Rezo para que aprecie su buena fortuna al encontrarte
a ti.
Emma parpadeó, y la aceptación de Azor de su condición alterada e inmoral la
conmovió.
—¿No le dirás a Judhael lo de Henri?
—Yo no. Estaba tratando de advertirte en Winchester, para que pudieras
permanecer fuera de la vista hasta que nos hubiéramos ido. Judhael puede ser
como un terrier en la forma en que se apodera de las cosas, y si conoce… sobre el
niño... —sacudió la cabeza —nunca lo convencería de ir a Apulia, nunca. Todavía
está tratando de perseguirte. Sus reacciones nunca fueron moderadas.
—No —la sonrisa de Emma, era una sonrisa triste. —En ese momento pensé
que estaba movido por una gran pasión. Pero tienes razón, Azor, Judhael no es un
hombre templado. ¿Juras no mencionarle a Henri?
—Tienes mi palabra —Azor le dio un apretón de manos suave. —Váyase, mi
Lady, y rápido. Al final, convenceré Judhael para que piense como yo.
Emma no necesitaba que se lo dijera de nuevo. Los oscuros moretones en las
muñecas de Bertha y el humo que se retorcía en el patio de City Mill brillaron en
su mente. Buscó en el callejón.
—¿Puedo llegar a la Sirena de por este camino?
—¿La Sirena? Ah, sí, lo vi la última noche. Era demasiado caro para nosotros.
Sí, continúe por aquí, gire a la izquierda, luego a la izquierda de nuevo al final, la
Sirena debe estar delante de usted. Que Dios la acompañe, mi Lady.
—Y a usted —Emma tomó el callejón, con Henri apretado en sus brazos.
Cuando se giró, Azor la estaba mirando, un gigante oso Sajón con prematuras
líneas en la cara.
—Cuida de él, ¿quieres, Azor?
—¿No lo hago siempre? —hizo un movimiento serpenteante con sus manos.
—Vete, y rápido. Podría volver en cualquier momento.
¡Judhael estaba en Honfleur! Este pensamiento hizo que Emma se tropezara
con sus faldas mientras caminaba velozmente hacia el patio del establo con Henri.
Richard estaba de pie junto al estribo del mercenario Sajón llamado Godric, en
plena conversación. El alivio inundó todo su ser cuando lo vio.
Él estaba frunciendo el ceño, pero al verla su ceño se despejó.
—Mi Lady, nos ha hecho esperar —sus palabras eran para sus hombres, pero
el toque en su brazo y la mirada de búsqueda que le dio eran para ella y sólo para
ella.
—Lo siento, mi Lord, Henri estaba mirando los barcos —lucho por no mirar
por encima de su hombro. ¡Judhael en Honfleur! Los santos seguramente habían
estado velando por ella cuando la dejaron chocar con Azor y no con Judhael.
Richard le levantó una ceja mientras miraba a Henri.
—¿Quieres que te lleve otra vez esta mañana, jovencito?
Henri extendió los brazos.
—Por favor! ¡Henri ser escudero!
Richard levantó a Henri de Emma, y la parte de su mente que no estaba
ocupada en pensar Judhael en se sintió aliviada de que Henri se acercara tan
fácilmente a él.
—¿Fuiste hoy un escudero? —Richard sonrió. —Pensé que querías ser
marinero.
—¡Escudero! ¡Escudero!
—Bueno, tienes que crecer un poco antes de que eso suceda. Pero si te
sientas con Godric y haces todo lo que dice, ya veremos. Un día, tal vez.
Emma se mantenía alrededor de Richard mientras Henri se colocaba delante
Godric. La montura de Godric debía ser un caballo de carga sajón; era más corta
que la de Roland por varias manos, pero todavía había un largo camino para que
un niño cayera, estaba seguro en esa montura.
—¿No muy alto para ti, Henri? —preguntó ella.
Henri sonrió y se aferró al frente de la silla de montar de Godric, mirando,
Emma tuvo que admitir, estaba tan feliz como una alondra.
—Está bien —dijo Richard, alejándola. —Lo cual es más de lo que se puede
decir de usted, ma petite. ¿Qué pasa? ¿Qué le preocupa?
Emma se centró en una pila de agua que goteaba, en el musgo que crece
debajo de ella.
—¿Preocupación? Nada, me inquieta que te hubiéramos hecho esperar, eso
es todo.
Tomándola de la barbilla, Richard la hizo mirarle a los ojos.
—No, no es eso, algo te ha... puesto nerviosa. ¿Qué pasó? —su boca se volvió
sombría. —¿Alguien te acosó?
—No, mi Lord. Fue Henri, se acercó demasiado al borde del muelle y se
resbaló. Por un momento pensé... —se calló. Esos ojos grises eran muy inquisitivos
a veces. —Es la verdad, ¡no me mires así!
Afortunadamente en ese momento, Geoffrey salió de los establos, llevando
una yegua. Con entusiasmo, Emma se volvió hacia ella e hizo que su voz fuera más
clara.
—¿Este es el caballo que has contratado para mí, mi Lord? ¿No es bonito?

***

Con un esfuerzo, Emma sacó su mente del canal obsesivo en el que había
caído. Llevaban un par de horas cabalgando y durante casi todo el tiempo ella
había estado pensando en el pasado. Sobre todo en Fulford y Judhael. En Judhael
y Henri.
¿Era cruel negarle a un padre la vista de su hijo? No, no era cruel, respondió
su mente. Piensa en las muñecas de Bertha y en el incendio del molino. Judhael
tuvo la suerte de tener a Azor, un amigo leal que trataba de ayudarlo. Pero, por
muy amigo que fuera, Azor no había dicho que Judhael se había reformado. Y
tendría que reformarse para que Emma quisiera verlo.
Después de la derrota Sajona en la Gran Batalla, Judhael había empezado a
arremeter contra ella; de hecho, había llegado a golpear a otras mujeres, incluso a
descargar su ira contra el cocinero de Fulford, Lufu. La invasión Normanda había
convertido a Judhael, en un cabeza caliente, en un extraño peligroso: un matón
que se dedicaba a intimidar a sus compañeros rebeldes, un hombre que golpeaba
a las mujeres, incluida ella misma. ¿Qué podría no hacerle a un niño pequeño?
Emma se dio cuenta que habían pasado desapercibida varias millas en la
bonita yegua marrón, mientras que su mente había estado dando vueltas y vueltas
como en un patrón de nudos celtas. Giran y giran y no escapan. Forzó su mirada
hacia afuera, a alejar sus pensamientos.
El camino seguía el curso de un arroyo y la tierra de los alrededores estaba
densamente arbolada. No había puntos de referencia familiares. Esto era
Normandía, y esa era la suma de sus conocimientos, era todo lo que sabía. Los
últimos fragmentos de niebla se retorcían a través de los árboles: ¿Había soplado
la brisa marina desde Honfleur? ¿Habían zarpado los pescadores? Por lo que ella
podía ver, se habían escapado de Honfleur sin ser vistos, pero ¿Judhael ya estaba
en su camino?
Emma debería sentirse segura. Estaba en el centro de una cabalgata
encabezada actualmente por Richard y un par de sus caballeros Normandos.
Estaban armados: los cascos brillantes, los escudos en forma de hoja, pesadas
espadas. Geoffrey debe haber sido rápido para pintar el escudo de Richard,
porque el pálido plateado que atravesaba el campo carmesí había sido
reemplazado por uno dorado. Banderines con emblemas similares revoloteaban
en cada extremo de su tropa. ¿Y por qué no? Esta empresa tuvo la bendición del
Duque William.
Este desfile intencionado a través de Normandía era, supuso Emma, como la
trompeta de un heraldo, Richard anunciando su nuevo estatus a cualquiera con
ojos para ver. Pero Emma ya no podía hacerse ilusiones de que estaba a salvo.
Judhael sabía su destino, y si Azor no lo convenció de que se dirigiera a Apulia...
Los cascos de los caballos golpearon las hojas muertas del año pasado y
mástiles de haya. En los matorrales, las palomas torcaces arrullaban.
Godric cabalgaba a su lado con Henri en su regazo mientras que el otro
mercenario Sajón, Theo, seguía inmediatamente detrás con Sir Jean y Asa.
Geoffrey y los otros escuderos viajaban a la retaguardia.
Al principio, Henri tenía los ojos muy abiertos y alerta, pero sus párpados
estaban empezando a caerse y la forma en que estaba cayendo hacia el frente del
mercenario le advirtió a Emma que dependía totalmente de Godric para
mantenerlo en su lugar.
—¿Estás bien, Godric? Henri está medio dormido.
Godric sonrió.
—No se preocupe, mi Lady. Lo tengo.
El casco de Richard captó la luz cuando él se giró y echó riendas para bajar al
lado de Emma. El camino era estrecho; saludó a Godric con la mano.
—¿Cansada, mi Lady? Has estado muy callada.
—Estoy bien, gracias.
—Cabalgas con confianza —Richard se quitó los guantes y se los metió en el
cinturón. —Debes haber cabalgado mucho alguna vez.
—Teníamos ponis en Fulford. Los he echado de menos —ella le echó una
mirada aguda. Encontrar los ojos grises detrás de ese guarda narices era más fácil
de lo que ella se había imaginado. Anoche, cuando Emma salió de los establos,
estaba llena de una compleja mezcla de vergüenza, culpa y deleite. Vergüenza por
lo que había hecho, por lo que había llegado a ser, y culpa y deleite porque las
caricias de este hombre le habían dado tanto placer… Pudo haber entrado en esta
relación para protegerse, pero el cuerpo de Richard la deleitó. Dios.
Su madre, Philippa, se revolcaría en su tumba si lo supiera, tal como lo habría
hecho si se hubiera enterado de la existencia de su nieto ilegítimo. ¿Y si su padre
hubiera estado vivo? Thane Edgar la habría golpeado, sin duda.
Pero, a pesar de lo desconcertante que había sido encontrarse con Azor en
Honfleur, la fácil aceptación por parte de Azor de su estatus actual; la mujer del
conde Richard, también le facilitó la tarea de aceptarlo. Qué extraño. Eran tiempos
difíciles y peligrosos.
Hace cuatro años, Emma habría muerto antes que considerar venderse a sí
misma.
Hace cuatro años, ella era completamente inocente. Hace cuatro años,
Inglaterra era Sajona.
—¿Llegaremos a Beaumont hoy, mi Lord? —preguntó ella, cuidadosa ya que
estaban en compañía y debía usar su título.
Quitándose el casco y poniendo la correa alrededor del pomo de la silla de
montar, Richard agitó la cabeza. Su cara era severa; seguía siendo el comandante,
pero ella podía ver detrás de la máscara del comandante que sus ojos grises le
enviaban una mirada de tal calidez que una punzada de anhelo la atravesaba. La
sensación era tan poderosa que le dolía. ¿La miraría así si supiera que Judhael la
perseguía? No le gustaba guardarle secretos y deseaba confiar en él. Chica tonta.
¿Confiar en un Conde Normando?
Se pasó la mano por el pelo.
—¿Hoy? No, Beaumont está a dos o tres días de cabalgata y tal vez más
tiempo con su hijo y la criada —puso una mueca de dolor al ver a Asa sentada
detrás de Sir Jean, aferrada al cinturón de espadas del caballero como si su vida
dependiera de ello. Asa no era una amazona natural. —Esta noche nos alojaremos
en Crèvecoeur.
—Crèvecoeur? ¿La casa de la prometida de tu primo? —se formó un bulto
duro justo debajo del esternón.
—Sí, Lady Aude nació en Crèvecoeur. Su hermano Edouard, Conde de Corbeil,
lo ha mantenido desde la muerte de su padre.
—Va a discutir las obligaciones de su primo con Lady Aude —dijo Emma.
Incluso para sus propios oídos, su voz sonaba pequeña. La noticia la desconcertó
mucho. Pero esto no debería afectarla... cuando ellos hicieron su acuerdo, Richard
le había hablado de Lady Aude, dejando claro que él estaba de alguna manera
obligado con la mujer. Política y moralmente. De vuelta en Winchester, ella no
había pensado en ello. Pero eso había sido antes… antes de...
Los ojos grises estaban fijos en Sir Stephen, el caballero a la cabeza de su
conroi. Richard tenía mucho en qué pensar y su mente la había abandonado de
nuevo.
Emma lo miró encubiertamente. Necesitaba aliados y tenía sentido que la
hermana del Conde de Corbeil se casara con él. El Conde Richard de Beaumont
dudaría en tomar una esposa a la que no pudiera dar amor, aun si eso le trajera
prestigio y privilegios. Se encontró contemplando la línea de la nariz de Richard;
tan recta, y el grosor de su cabello, cabello que se había sentido suave y elástico
bajo sus dedos. Y su mano en las riendas, esa fuerza casual, su postura fácil sobre
el gran corcel. Todo eso la atrajo.
Cielos, ¿qué estaba haciendo, haciendo un inventario de los atributos físicos
del hombre? Sus ambiciones políticas eran mucho más pertinentes.
—¿Necesita el apoyo del Conde Edouard, mi Lord?
Un amplio hombro se levantó.
—Podría ser útil, pero él necesita más el mío. Su abuelo fue deshonrado por
un tiempo y sus tierras fueron declaradas perdidas.
—¿Perdidas?
—Sí, incluso hoy en día, muchas de las propiedades del Conde Edouard siguen
siendo objeto de controversia. Su título, Conde de Corbeil, es sólo un título de
cortesía.
—Ya veo —dijo Emma, aunque no vio nada. Seguramente el apoyo del Conde
Edouard es cuestionable, si su familia había sido deshonrada.
—Sin embargo, Lord Edouard podrá informarme sobre los últimos
acontecimientos en Normandía. Por supuesto, algunas noticias atraviesan el
Narrow Sea, pero otras pueden provenir de alguien que está haciendo de
Crèvecoeur su hogar.
Emma asintió.
—Espero que Lady Aude le sea útil también en ese aspecto.
—Ella lo hará. A pesar del oscuro pasado de sus antepasados, la familia sigue
gozando de cierto prestigio. Emma... —sonrió. —Creo que deberíamos hablar de
su posición en mi casa. Quiero que entiendas que cumpliré mis obligaciones hacia
ti, pero no te alardearé en Crèvecoeur.
El bulto duro en su pecho empezó a arder, como si estuviera celosa. ¿De la fea
Aude? ¿De una mujer que Richard no quería?
—Como queráis, mi Lord —dijo ella, inclinando la cabeza. Fue entonces
cuando se sintió atraída por la necesidad de atacar. Tenía la fuerza de un
maremoto. ¿Por qué, no podía imaginarlo, pues las palabras de Richard no la
habían herido, cómo podían hacerlo cuando él no era nada para ella? Era
simplemente un hombre con el que ella había llegado a un acuerdo, para beneficio
mutuo. Miró hacia arriba, entrecerrando los ojos. —Crèvecoeur es un nombre
extrañamente apropiado que lleva Lady Aude.
—¿Hmm?
—Crèvecoeur significa "corazón roto", ¿no es así?
—Sabes que sí, tu francés es tan fluido como el mío. ¿Y qué pasa con eso?
Inclinó la cabeza hacia un lado.
—Puede que no te haya sorprendido, mi Lord, porque siempre la has
conocido por ese nombre, pero es un nombre cruelmente irónico para una dama
que ha perdido el amor de su vida.
Esa boca bellamente tallada se convirtió en una sombría sonrisa, pero no
respondió. Silencio, excepto por la dureza de los cascos de los caballos y el crujido
del cuero.
Emma ya se arrepentía de la necesidad de haberlo herido. Por un lado, sentía
que no le había hecho daño de verdad, y debía tener en cuenta en todo momento
que le interesaba mantenerlo dulce, no molestarlo. ¿Qué le había pasado?
—Pero ¿por qué ese nombre, mi Lord? Tu primo murió hace poco, y supongo
que su familia es conocida desde hace mucho tiempo.
—El nombre podría estar relacionado de alguna manera con la confiscación
de sus tierras... pero no, no puede ser eso. La familia llevaba ese nombre antes de
que la tierra se perdiera. No conozco sus orígenes. Aún no he conocido
personalmente a Lord Edouard.
—Oh.
El dolor en el pecho de Emma estaba empezando a aliviarse. Aspiró un poco
de aliento. Bien. Porque eso demostró que no le estaba empezando a gustar más
de lo que debería. Su posición en su vida era incierta, y, a pesar de sus promesas
de cuidarla, podía ponerla de lado cuando se le antojase. Debía ser encantadora,
debía entretener. Con Judhael a su espalda, ella y Henri necesitaban a Richard de
Beaumont más que nunca. Ella era su amante y sólo si recordaba eso; debe tener
encanto, debe entretener, no generar heridas, la honraría y la mantendría a salvo
en su castillo de Beaumont.
La tierra por la que cabalgaban estaba cubierta de árboles. Los robles altos
con troncos anchos extendían sus ramas a lo largo de la carretera. Había un arroyo
a un lado con fresnos marchando a lo largo de sus orillas. Por delante de ellos, el
bosque parecía tan oscuro y profundo como cualquiera en Wessex.
—¿Dónde estamos, mi Lord?
—A pocas millas de Pont-l'Evêque 26.
Una sensación de pinchazo en la nuca de Emma acompañó el regreso de esos
pensamientos tan desagradables: si Judhael la había visto huyendo del puerto,
¿los estaba siguiendo? Apretando los dientes, fijó sus ojos en Sir Stephen en la
cabeza de su columna y se empeñó en no mirar hacia atrás. No mires atrás.
Recuerda a la esposa de Lot 27.
—Emma, ¿en qué estás pensando?
Dulce madre, las percepciones de este hombre eran sutiles para un soldado:
notó su más mínimo cambio de humor. Ella le soltó una respuesta probable, una
que él pudiera aceptar.
—Creo que extrañaré Inglaterra, mi Lord.
Inclinándose a través de la brecha, le pasó brevemente un dedo por la mejilla.
—Puedes volver cuando quieras —él sonrió. —Aunque, naturalmente, espero
que elijas quedarte.
Su escudo golpeó su muslo. Emma mantuvo su mirada, consciente de que
incluso el más ligero de sus toques le derretía todas sus defensas. Su pelo estaba
erizado por la brisa, hermoso cabello grueso con un destello de castaño, y cuando
un mechón cayó en su ojo, ella retuvo el impulso de colocárselo hacia atrás. Era
peligroso, era el Conde Richard de Beaumont. Le fascinaba, y esa inteligencia sutil
y desgarradora parecía invitar a la confianza. Sin mencionar que su persona era lo
suficientemente atractiva como para socavar la voluntad de una santa. Emma se
mordió el labio. Ella era definitivamente más pecadora que santa, como lo había
demostrado tan concluyentemente anoche.
Richard la distrajo tanto que corría el riesgo de perder de vista sus motivos
para acompañarlo a Normandía. Henri debía ser mantenido a salvo, y para ello

26
NT. Pont-l'Evêque. (Puente del Obispo) Ciudad en la Región de Normandía.
27
NT. Referencia a una leyenda bíblica en la cual, Lot, su mujer y dos hijas, son advertidos de la futura destrucción; por designio
divino, de la ciudad de Sodoma y Gomorra, en virtud de ser fuente de pecados. La condición para su salvación era abandonar
la ciudad inmediatamente, sin mirar atrás. Lot y sus dos hijas cumplen el designio, su mujer, voltea, mientras abandona la
ciudad, y se convierte en sal.
debe comenzar una nueva vida que podría o no; con el corazón contraído, implicar
permanecer con este hombre.
Le tocó la nariz, el más suave de los toques.
Más defensas se derritieron en el interior.
Su mano cayó, su escudo le dio un ligero golpe en la cadera.
—En cualquier caso... —miró las orejas de Roland y se aclaró la garganta. —
Ya, en realidad, te has convertido en mi amante.
Frunció el ceño, consciente de una sensación de hundimiento.
—¿No era eso lo que querías desde el principio?
—No exactamente. Yo... —las mejillas magras se oscurecieron —confieso que
malinterpreté sus motivos para estar en el Staple. Querías salvarme de mí misma.
—Sí. No tenía intención de convertirte en mi amante. Anoche no estaba
predestinado a suceder. Lo siento.
¿Se estaba disculpando? ¿Significaba esto que ya no la quería? ¡No, no, ella lo
necesitaba! Emma tomó las riendas.
—¿Intentas retractarte de nuestro acuerdo?
Pero él había dejado de escuchar abruptamente. A un grito en la cabeza de su
séquito, se había adelantado y el momento íntimo se había perdido.
Capítulo 11

Más tarde, Richard se echó para atrás y pudo reanudar la conversación.


—Emma, escúchame. Intento tratarte con el honor que tu inocencia merece.
Emma miró significativamente a Henri.
—Mi Lord, no soy inocente.
—No, pero tampoco perteneces al Staple. Me equivoqué contigo y por eso me
disculpo. Anoche me dejé llevar y te traté mal. Si se enteran, Adam y Cecily me
pondrían en la picota.
—Adam y Cecily no están aquí. Por favor, mi señor, no me dejes de lado.
Los ojos grises parecían mirar dentro de su alma.
—¿Estás contenta de que nuestro acuerdo se mantenga?
—Más que contenta.
Su rodilla le dio un empujón en el muslo.
—Emma, ¿no confiarás en mí, para hablarme de lo te preocupa?
Ella apartó la mirada y miró fijamente a un roble que se acercaba.
—No, mi Lord.
Suspiró.
—Discutiremos esto más a fondo, mi Lady. Pero mientras tanto, me gustaría
que me acompañaras a Beaumont.
Ella le envió una mirada de reojo.
—Me prometiste un caballero como esposo.
—¿Lo hice?
—Sí, lo hiciste. Pero originalmente… —mantuvo su voz ligera. —Pensé en
buscar a la familia de mi madre…
—Todavía no por un tiempo —otra vez sus delgadas mejillas se oscurecieron.
—Me aproveché de ti en el establo y me aseguraré de que no haya ningún niño
como resultado. Además, disfruto de tu compañía.
—Mi Lord, yo también disfruto de vuestra compañía —dijo Emma. Y eso, se
dio cuenta, no era halago sino la pura verdad; disfrutaba de su compañía. —Estoy
perfectamente contenta de que nuestro acuerdo se mantenga.
Richard se frotó el puente de la nariz.
—Emma, seré honesto contigo. Es probable que tenga que casarme con Lady
Aude, pero es a ti a quien quiero en mi cama. Y no sólo por placer, sino como mi
amante, mi amante elegida. Puedo hablar contigo, estoy empezando a disfrutar de
tu compañía y me gustaría que fuera por más tiempo —sonrió torpemente. —
Creo que podrías ser un gusto adquirido, aguda como lo eres a veces.
—Gracias, mi señor —ella hizo que su voz se secara. ¿Aguda? ¿Aguda?
Extendió un brazo, le cogió la mano y la apretó.
—Yo les proveeré bien a ti y a Henri, siempre y cuando estén contentos con
nuestro acuerdo. Pero, por favor, comprenda esto, usted sería mi honorable
amante.
—Sí, mi Lord, estoy contenta —Excepto por el hecho de que te casarás con la
fea Aude. Eso la malhumoro, más de lo debido. Pero, sin embargo, Emma sintió
que su estado de ánimo mejoraba. Richard no iba a descartarla. Y si ella quería
que su protección continuara; ella no miraría por encima de su hombro, Judhael
no la seguía, debía seguir complaciéndolo.
Su sonrisa iluminó su rostro.
—Bueno, me alegra que desee que nuestro acuerdo se mantenga, pero quiero
que entienda que esta noche, cuando lleguemos a Crèvecoeur, no estaremos
juntos. Una cosa es que te conviertas en mi amante, y otra muy distinta es
alardear ante el hermano de mi novia.
—Entiendo, por supuesto —encanto. Entretenimiento. Sonriendo lo que ella
esperaba era su sonrisa más seductora, Emma se concentró en mirar a su
alrededor. El camino comenzaba a subir, las zarzas se retorcían a lo largo de la
pista, entremezcladas aquí y allá con el resplandor amarillo de la aulaga 28. —La
niebla se ha disipado, mi Lord. Por fin puedo ver algo de su país.
La ciudad de Crèvecoeur era poco más que un pueblo, mucho más pequeña
que Winchester. Unas pocas calles desvencijadas abrazaban el camino que
conducía al castillo, que era un ejemplar simple del motte and bailey 29 como los
que el Rey William había alzado en Inglaterra poco después de la Gran Batalla. No
había edificios de piedra que Emma pudiera ver, y un aire de ruina colgaba sobre
el lugar. Los habitantes se detuvieron para mirar, ojos oscuros por la sospecha.
Extraños en Crèvecoeur.
Mujeres y niños se escondieron para cubrirse. Las puertas y persianas se
cerraron al pasar. Un escalofrío corrió por la columna de Emma.
Más adelante, el Castillo de Crèvecoeur era iluminado por el sol de la tarde. Se
sentaba en una elevación por encima de las casas y, al igual que la ciudad, parecía
estar construida enteramente de madera. Un foso rodeaba la empalizada, pero
necesitaba ser dragado; los patos nadaban entre las algas. Y seguramente esos
árboles en la base de la empalizada deberían ser cortados. Emma no era una
estratega militar, pero años a las rodillas de su padre le permitieron ver que los
árboles ofrecían sujeción y apoyo a cualquiera que deseara entrar. ¡Su Henri podía
escalar con los ojos vendados!
Su grupo trotó sobre el foso a través del profundo crepúsculo, cascos en un
golpeteo huecos en las tablas. Las puertas se abrían hacia un patio interior
cubierto de hierba, donde una manada de cabras pastaba en un extremo.
¿Cabras? ¿En el patio?
Las puertas colgaban de los establos en ángulos dispares, la paja era escasa en
algunos lugares y Emma pudo ver por qué: cuando un zorzal cayó en el techo de
un edificio anexo, sacudió una paja suelta del techo y se fue volando con ella.
Parecería que Crèvecoeur había sido atropellado deliberadamente. El abuelo
de Lord Edouard pudo haber perdido sus tierras, pero quienquiera que hubiera
recibido la administración de este lugar… su negligencia fue criminal. ¿Cuándo
recuperó Lord Edouard la posesión? A menos que fuera un incompetente en
extremo, debía haber sido recientemente.
28
NT. Aulaga. Ave nativa de Europa
29
NT. Motte and Bailey. Tipo de castillo medieval caracterizado fundamentalmente por una torre, de diversos materiales según
su relevancia, ubicada en un lugar alto (motte) rodeada por un patio (bailey) o foso cercado.
A su lado, Richard miraba a Crèvecoeur en silencio, con la cara en blanco, pero
Emma sabía que estaba tan sorprendido como ella. Intercambiaron miradas.
Emma recibió una sonrisa apretada y una inclinación de cabeza y luego
Richard cavó en sus espuelas e instó a Roland a tomar la cabeza de su conroi para
reunirse con el Conde de Corbeil.
Después de ese silencioso intercambio de miradas, Richard cumplió con su
palabra. No alardeaba de Emma de Fulford en Crèvecoeur. En realidad, la ignoró.
Ese asentimiento brusco, ese intercambio de miradas casi insignificante, iba a ser
el último contacto privado entre ellos durante algún tiempo.
Mientras Richard buscaba una reunión con Lord Edouard, Emma fue
presentada en el salón a una sirvienta con dientes de conejo y se le dijo que se
sintiera como en casa. Fue un alivio encontrar que su presencia en el séquito de
Richard había sido explicada con tacto y con medias verdades. Era una noble
anglosajona que buscaba a la familia de su madre en Normandía. Al enterarse del
viaje del Conde Richard, ella le había rogado que él la acompañara hasta encontrar
a su familia.
No es de extrañar que los alojamientos en Crèvecoeur fueran rudimentarios, y
después de una comida básica pero sorprendentemente satisfactoria de pan y
venado, Emma se encontró poniendo camastros para Henri y para ella misma. Asa
y Geoffrey dormirían cerca, gracias a Dios.
No hubo señales de Richard por más de una hora. Mientras Emma se extendía
sobre el colchón, la criada colocó velas en la mesa. El fuego brillaba. Un perro
bostezó.
Emma miraba fijamente las vigas de hollín, las paredes de color carbón. Esta
sala era muy parecida a la de su padre, excepto que su madre había hecho
refrescar con cal las paredes de Fulford Hall cada primavera. En cambio éstas eran
grises y estaban salpicadas de agujeros que parecían hechos con una flecha.
¿Alguien los había estado usando para practicar tiro al blanco? No había duda,
pensó Emma, medio dormida ya después del largo viaje, de que su padre habría
puesto en el cepo al hombre que había administrado este lugar.
Henri estaba profundamente dormido; jugar al escudero en el regazo de
Godric lo había agotado. Emma permitió que sus párpados se cerraran, y mientras
escuchaba los crujidos de Asa y los otros que se preparaban para ir a la cama, su
mente cansada luchaba por encontrarle sentido a los extraños trozos de
información que había conseguido recoger desde que llegó.
Lord Edouard, titular del título de cortesía de Conde de Corbeil, era más joven
de lo que esperaba, no mucho más de veinte años. Aunque él parecía tener mucha
energía, se dio cuenta de que había regresado a Crèvecoeur hace poco. Esto sirvió
para explicar de alguna manera el aire general de abandono.
El Conde de Corbeil había caído sobre Richard como si fuera un amigo perdido
hace mucho tiempo, y lo había llevado a la capilla; otro de los edificios
descuidados dentro del palacio, para su reunión.
Tal vez Richard podría aconsejarle. Lord Edouard parecía que apreciaría un
buen consejo. ¿El matrimonio de Richard con Lady Aude sería parte de sus
discusiones? ¿Cumpliría Richard con las obligaciones de su primo, o ver a
Crèvecoeur le habría dado un respiro?
Abriendo los ojos cansados, Emma miró a la puerta. Todavía no había señales
de él, ¿cuándo volvería? ¿Dormiría aquí o elegiría los establos? Sus labios
temblaron. No habría visitas a los establos para ella esta noche.
Ella debía confesar que había disfrutado de la forma en que Richard se había
quedado dormido con sus fuertes brazos alrededor de ella. Su gran cuerpo había
hecho más que hacerla sentir segura. Por un tiempo, anoche, se había sentido…
apreciada. Lo que era ridículo, imposible. Richard había cedido a sus instintos más
básicos anoche, y se había quedado dormido con ella en sus brazos porque estaba
cansado. No había significado más que eso.
Cuando Emma volvió a cerrar los ojos, Judhael entró en sus pensamientos.
Apulia. Señor. ¿Azor realmente convencería a Judhael para que se convirtiera en
un mercenario?
Lo siguiente que Emma supo era que era de mañana y Henri estaba
arrastrándose de su manta.
—¿Mamá, desayunamos? ¿Desayunamos rápido?
Suprimiendo un gemido, se sentó. Todos los músculos dolían, rígidos por la
cabalgata del día anterior.
Otros se habían levantado antes que ellos. Los hombres de Lord Edouard y los
de Richard estaban a la mesa; era un milagro que no los hubiera escuchado.
Richard estaba mordiendo una manzana. Emma se encontró examinando sus
rasgos con esa sensación; ahora familiar, en su vientre. Ya Lord Edouard estaba
cediendo información ante él…
—¿Mamá?
Al sonrojarse, Emma le arrancó la mirada. Richard le había advertido que no
debían llamar la atención el uno al otro en Crèvecoeur; sin embargo, la cosa se
ponía fea cuando él ni siquiera reconocía su presencia. Pero sí miró más allá de
ella, cuando las puertas se abrieron y la luz se cubrió todo el umbral.
Dos hombres entraron.
—¡Lord Edouard! —el polvo del camino estaba todavía sobre ellos y sus
rostros estaban tensos, sus ojos intensos.
Limpiándose las cejas, Lord Edouard les hizo una seña.
—Lord Richard, estos son los exploradores que mencioné, Rognald y Mark.
Esperaba que volvieran antes de estos acontecimientos.
Los hombres se acercaron a la mesa. Las miradas interrogativas se dirigieron a
Richard y a sus caballeros.
—¿Mi Lord?
—¿Estás bien? —preguntó Lord Edouard. —¿No han sufrido ningún...
accidente?
—No, mi Lord, todo ha ido según lo planeado. Pero traemos noticias.
¿Permiso para hablar libremente?
—Ciertamente. Conde Richard de Beaumont, permítame presentarle a
Rognald y a Mark.
Rognald inclinó la cabeza.
—Por favor, acepte mis condolencias con respecto al Conde Martin, mi Lord.
—Te lo agradezco.
Los cinturones de las espadas estaban desabrochados; una criada trajo agua
para lavarse. A los exploradores se les dio espacio en un banco, se les trajo más
comida y bebida, les presentaron bandejas hacia ellos. Emma se esforzó por
escuchar más.
El hombre llamado Rognald miró a Richard.
—Es, sin duda, como sospechaba, mi Lord. Argentan y Alençon deben haber
sabido de la muerte de su primo hace unos días, ya que ha habido movimientos
inusuales de tropas en ambos condados y en las fronteras. E incluso, me temo, en
el mismo Beaumont. Lady Aude me pidió que le diera un mensaje a su hermano.
—¿Sí?
—Lady Aude desea que dejemos claro que, a menos que usted lo diga, mi
Lord… —Rognald miró a Richard a los ojos, —y rápidamente, podría encontrarse
en la posición de tener que rendirse ante el Condado de Alençon o su
comandante.
Cayó el silencio. Richard apoyó la barbilla en su mano y miró fijamente a los
exploradores con el ceño fruncido. Lord Edouard había perdido el color. El Conde
de Corbeil parecía alarmantemente joven, y aunque Emma sabía que muchos
hombres más jóvenes se habían ocupado de estos asuntos, se preguntaba si Lord
Edouard tenía la experiencia.
Al ver que Henri estaba a punto de hablar, ella lo puso en su regazo y puso su
mano sobre su boca.
—Silencio, cariño.
Pasaron varios segundos. De repente, Richard se puso de pie.
—Cambio de planes. Partimos de inmediato hacia Falaise. Edouard, mis
disculpas, tendremos que esperar para que nos conozcamos más.
Lord Edouard se levantó.
—Entiendo.
—Geoffrey, los caballos.
—Sí, mi Lord —tomando un trozo de pan de la mesa, Geoffrey salió corriendo
del pasillo, recogiendo su mochila de su colchón al salir.
Richard agarró el brazo de Lord Edouard.
—Gracias por su hospitalidad y por compartir sus labores de inteligencia
conmigo. Me encargaré de que no se arrepienta. Creo que nos necesitamos el uno
al otro.
—En efecto.
—Una cosa más. Espero que no llegue a esto, pero si Aude necesita un
refugio, supongo que será bienvenida aquí.
—Sin duda alguna.
—Mi agradecimiento. Sir Jean, Stephen...
Como uno solo, los hombres de Richard estaban de pie. El corazón de Emma
empezó a latir con fuerza. ¿Se estaban yendo? ¿Qué pasaría con ella?
Estaban a mitad de camino de la puerta cuando Emma se apresuró.
—¿Mi Lord?
Richard se giró y por un momento sus ojos estuvieron tan fríos como las
piedras del fondo del Itchen.
—¿Lady Emma?
Puso su brazo alrededor de Henri y movió la cabeza hacia Asa.
—¿Qué hay de nosotros?
—No serías capaz de mantener el ritmo del viaje.
Emma tragó.
—¿Debemos permanecer aquí? —no podía quedarse aquí. ¡Judhael!
Con una inclinación de cabeza.
—Sería más seguro, si Lord Edouard quiere...
—Por supuesto, por supuesto —Lord Edouard sonrió. —Deben quedarse.
—¡Mi señor, por favor! —los dedos de Richard tamborileaban en la
empuñadura de su espada. En su mente ya estaba en Falaise, apresurándose por
llegar a Beaumont. Emma se tropezó con él.
—Lady Emma, como sin duda han oído, estamos en una emergencia.
Necesitas una escolta, pero no puedo prescindir de uno soldado para ti.
Emma se agarró de su manga antes de poder reflexionar sobre su acto. Podía
sentir el fuerte brazo bajo la tela, el calor de su cuerpo.
—Mi Lord, los seguiremos tan rápido como podamos. No necesitamos una
escolta grande.
Lord Edouard se movió.
—Podría prescindir de algunos hombres para escoltar a la dama hasta Falaise.
—¡Oh, gracias!
Richard hizo a Emma a un lado, lejos de los oídos de los oyentes. No podía
leer su expresión. ¿Enfadado? ¿Abstraído?
—Por favor, mi Lord, dejad que le sigamos.
Sus ojos grises penetrantes buscaron en los suyos. Entonces dijo:
—Puesto que Lord Edouard está dispuesto a prestar su ayuda, supongo que
podría prescindir de Sir Jean. ¡Jean!
Sir Jean volvió sobre sus pasos.
—¿Lord Richard?
—Acompañarás a las damas.
—Sí, mi Lord.
—Llévate a Godric. Y, Jean, quiero llegar a Falaise poco después del mediodía.
El Duque William me ha prometido su apoyo, así que veré lo que puedo conseguir
allí para fortalecer a las tropas. Hecho esto, continuaremos hacia Beaumont
inmediatamente.
—Tendrás que cambiar de caballos.
—En efecto. Así que cuando llegues a Falaise, asegúrate de que Roland y las
otras monturas estén bien descansadas. Cuando lo estén, puedes traerlos contigo
el resto del camino —se frotó la frente. —Ahora que lo pienso, los perros también
estarían mejor viajando contigo.
—Sí, mi Lord.
Richard le dio a Emma una breve sonrisa.
—Ordenaré una escolta más grande para usted en Falaise. Descanse allí una
noche; el niño lo necesitará tanto como los animales. Con suerte te veré al día
siguiente.
—Gracias, mi Lord.
Girando sobre sus talones, Richard siguió a sus otros caballeros fuera de la
sala.
—Así que, mi Lord... —Sir Jean se dirigió a Lord Edouard. —¿De cuántos
hombres pueden prescindir para que estas damas puedan llegar a Falaise con
seguridad?
Emma no pudo alejar su mirada de la puerta vacía. Esto ponía a Richard en
deuda con Lord Edouard por partida doble. Por su apoyo y asistencia en su
traslado a Beaumont y también por compartir el informe de los scouts. Se mordió
el labio, y aunque la respuesta no era de su incumbencia, una pregunta saltó a su
mente.
¿Harían estos acontecimientos que Richard tuviera más o menos
probabilidades de casarse con la hermana de Lord Edouard?
Una sensación de hundimiento le dio la respuesta. También le dijo que le
importaba demasiado.

***

El sol había quemado las nieblas de la mañana. En otras circunstancias habría


sido un viaje placentero, pero con su escolta, cada vez más disminuida, Emma se
sentía incómoda. Se encontró desgarrada entre el impulso de mirar atrás por
encima de su hombro; el pensamiento y la preocupación de que Judhael estaba
pisándole los talones no era para ser sacudida, y la preocupación por lo que podría
estar sucediendo en Beaumont.
¿Cuándo llegaría Richard? ¿Una batalla era probable? Si estaba herido...
No le gustaban las violetas y las margaritas que se destacaban en el camino;
estaba ciega a la llamarada de la aulaga y sorda al gorjeo de los pájaros en los
arbustos. Quería llegar a Falaise. No, se honesta, ella quería llegar a Beaumont.
Ella y Henri estarían a salvo con Richard. Nunca se casaría con ella porque era una
mujer deshonrada y ninguna tierra o prestigio le pertenecería, pero parecía que
sentía cierta culpa por haberse acostado con ella en los establos de Honfleur. Si
ella tuviera cuidado, él podría tenerla para su amante.
¿Y si Judhael llegara a Beaumont? Seguramente incluso Judhael debía darse
cuenta de que ella nunca volvería con él.
Después de cruzar una llanura sin características distintivas, la carretera se
hundió y se llenó de surcos. La tierra era de color rojo oscuro, el color del pelaje de
un zorro.
Emma estaba cansada. Su velo estaba caliente y le picaba, deseaba
arrancárselo de la cabeza y lavarse el pelo. Los perros de Richard, por otro lado,
eran inagotables. Uno de los hombres de Lord Edouard los tenía atados con
correas largas y rebotaban junto a su montura con tanta energía en su paso como
cuando salieron de Crèvecoeur. Incluso el pequeño mestizo blanco tenía más
energía que ella, y tampoco tenía dificultad para mantener el ritmo.
—Sólo falta una milla —dijo Sir Jean.
Asa estaba envuelta alrededor de Sir Jean, sentada lo más cerca que una chica
podía llegar a un hombre cuando montaba de pasajera detrás de él. Sus mejillas
estaban apretadas contra su abrigo de cota de malla, que tenía que ser incómodo,
pero Asa llevaba la más soñadora de las sonrisas. Una campana de advertencia
sonó en la cabeza de Emma. ¿Asa se estaba enamorando de él?
Moviendo los hombros como si fuera a sacudirse un insecto pegajoso, Sir Jean
añadió:
—Falaise está justo delante, mi Lady.
El camino se enroscó cuando se acercaron a un inmenso torreón de piedra, y
Emma dejó de pensar en Asa. Grandes paredes parecían haber crecido entre las
rocas, proyectando una larga sombra. La pared de la roca era escarpada y los
muros del castillo se elevaban como montañas; hacían que la escolta de Emma
pareciera tan insignificante como una columna de hormigas.
Un próspero mercado estaba en pleno apogeo al pie de las murallas, y había
campesinos y soldados por todas partes. Una tropa marchó delante de ellos en la
carretera, con cascos y lanzas con hojas que atrapaban el sol. También había
caballeros; los pendones ondeaban, los caballos relinchaban. Los niños chillaban y
tejían dentro y fuera de la multitud, y el aire era embriagador con los olores de la
cocción del pan, de las carnes asadas y del vino derramado.
El río se deslizó plácidamente entre la escarpada masa de piedra que era el
Castillo de Falaise. Un sauce arrastró sus delgados dedos hacia el agua. Aquí fue
donde el padre del Duque Guillermo había visto por primera vez a Herleva, la
hermosa lavandera que se había convertido en su amante, pero hoy no había
ninguna mujer lavando ropa, sólo un par de cisnes, serenamente a la deriva con la
corriente.
Con los labios torcidos, Emma agarró las riendas. Herleva había dado un
robusto hijo al joven Duque, el hijo que más tarde conquistaría Inglaterra, pero no
se había casado con ella. Los Duques no se casaban con sus amantes. Ella apretó
los dientes. ¿Herleva había amado a su Duque? ¿O ella, como Emma, tenía otras
razones para tomar un amante noble?
Decididamente, Emma fijó sus ojos en la salida que se acercaba y su mente en
los días venideros. ¿El Conde Richard se casaría con la amante que había sido
lavandera? Nunca.
Entraron en el castillo. Nunca antes Emma había visto tantos soldados en un
mismo lugar; era muy inquietante. Se le asignó un lugar en el tocador de damas
con Asa y Henri; era un alivio escapar del Gran Salón. Sir Jean las vio acomodarse,
y luego marchó para inspeccionar la escolta que Richard había encontrado para
ellos y para ocuparse de los caballos.
El día siguiente vieron a Sir Jean poco después del desayuno cuando todos se
subieron a sus monturas. Los hombres del Conde Edouard habían desaparecido y
había varias caras diferentes en su escolta.
Emma intercambió saludos con Sir Jean. Estaba tan rígida que apenas podía
moverse, pero no se quejó. Los músculos doloridos se aliviarían en el viaje y,
además, quería llegar a Beaumont, y a la seguridad, tan pronto como fuera
posible.
La niebla había bajado y estaba cubriendo el paisaje cuando entraron en el
nuevo Condado de Richard: Beaumont. Emma recordó que Richard mencionó los
huertos, pero estos se perdieron detrás de un velo gris y cambiante, junto con los
campos de los campesinos y el valle del río.
—Beaumont, mi Lady —Sir Jean saludó a una brillante pared húmeda que se
levantaba a su izquierda. —El castillo está allá arriba.
Asa estiró el cuello para ver.
—La cima se pierde en la niebla —murmuró, antes de dejar que su mejilla se
recostara contra Sir Jean.
Richard había mencionado que Beaumont era en efecto una de las torres de
vigilancia del Duque William.
—¿El castillo no es de madera, como el de Crèvecoeur, Sir Jean? —preguntó
Emma.
—Oh, no, mi señora, Beaumont fue construido para durar.
A su derecha pasaba un riachuelo, hinchado por las lluvias de primavera.
Alisos y sauces surgieron de la niebla. Emma captó el aroma de la menta salvaje y
su estómago retumbó. Tenía hambre, sin duda los demás tenían hambre, el
montar a caballo también agudizó el apetito.
Los jinetes hincaron en sus espuelas a medida que el camino subía
bruscamente. Uno de los perros empezó a quejarse. Cada vez más alto, los árboles
volvían a caer en la niebla. Emma vio una aldea, un pueblo verde, un pozo.
Finalmente, los cascos de los caballos se abalanzaron sobre un puente de madera
y trotaron hacia el patio. Los perros se esforzaron con sus correas, temblando de
emoción.
Las paredes de piedra la rodeaban, relucientes de humedad. Aquí arriba, la
niebla era lo suficientemente fina como para que Emma se diera cuenta de que el
castillo de Beaumont había sido construido en el estilo normando habitual… una
gran torre de piedra con dependencias y establos adyacentes. Y más soldados, por
supuesto. El lugar estaba lleno de soldados. Caballos, y arqueros, y...
El estómago de Emma tuvo un calambre. ¿Dónde estaba Richard? ¿Y cómo
debe saludar a Lady Aude si llegase a conocerla? ¿Lady Aude la reconocería? Tal
vez la gente de aquí la rechazaría como algunos de los habitantes de Winchester lo
habían hecho. ¿Iba a pasar la noche aquí en Beaumont?
—Mi Lady, ¡bienvenida! —Geoffrey los había visto y se abría paso a codazos a
través de un nudo de soldados. —Has hecho un buen tiempo. Mi señor no te
esperaba hasta mañana.
Desmontando, Emma le hizo una mueca de dolor en la espalda.
—Ha sido un viaje duro. Me temo que estoy un poco fuera de práctica.
Se movió para bajar a Henri de la montura de Godric, pero Geoffrey llegó
primero.
—Permítame, mi Lady. Hola, Henri.
—Hola, escudero.
Sir Jean vino a llevarse el caballo de Emma. Asa lo vio irse, con un inmenso
anhelo en sus ojos. Oh, querido.
Geoffrey le sonrió a Emma.
—Por favor, venga conmigo, le mostraré sus aposentos.
Así fue como, momentos después de su llegada al castillo de Beaumont,
Emma y Asa fueron conducidas a través de una gran sala con una envergadura lo
suficientemente grande como para rivalizar con la Gran Sala del Rey en
Winchester. Pero esto no era como el salón de Winchester: había una especie de
chimenea en la pared. ¿Contra la pared? Las llamas se desvanecían en la
mampostería.
Emma nunca había visto algo así antes, pero como Geoffrey llevaba a Henri a
tal ritmo, no tuvo tiempo de comentarlo, ni de notar mucho más. Al final del salón,
una puerta daba al foso de una escalera. Geoffrey guio el camino y, agarrando el
pasamanos de cuerda, Emma lo siguió, tenuemente consciente de que Asa le
pisaba los talones.
Después de varias vueltas, Geoffrey abrió una puerta con un rodillo.
—Por aquí, mi Lady.
Un trozo de luz provenía de una flecha iluminada en lo alto de la pared, pero
un escalofrío repentino puso el cuello de Emma con piel de gallina. Tembló y se
detuvo abruptamente en una sombría cámara de menos de seis pies de largo por
otros tanto de ancho. Un cofre y una estrecha cama ocupaban casi toda la
habitación. Una gran telaraña se extendía a través de una hilera de anzuelos; no
había nada más. Cuando Asa se acercó por detrás y miró por encima de su
hombro, su aliento calentó la mejilla de Emma.
—La cama de Henri está debajo de esa —dijo Geoffrey.
Emma asintió. Cuando la cama de Henri fue sacada, no había lugar para estar
de pie. Aun así, era mejor de lo que ella esperaba. Privacidad, para ella y Henri.
—Ahí estás, muchacho —Geoffrey puso a Henri en la cama principal.
Privacidad, pero... los pensamientos de Emma se centraban en... no mucho
espacio. Y nada de refinamiento. No sabía qué esperar, le preocupaba que pudiera
convertirse en una especie de vergüenza y… parecía que ya era una vergüenza.
Ella y Henri estaban siendo ocultados. ¿Conocería a Lady Aude? Había sido
ingenuo de su parte esperar tanto. Richard probablemente sólo la había
tranquilizado para que fuera educada. Sin embargo, era, francamente,
decepcionante.
Henri se metió el pulgar en la boca y se acurrucó en la cama.
—Veré que tus cosas sean traídas aquí —dijo Asa, retrocediendo.
—Mi agradecimiento —Emma se hundió en la cama.
En la puerta, Geoffrey se dio la vuelta.
—Y enviaré a alguien con la cena de Henri.
Emma forzó una sonrisa.
—Eso es amable. Probablemente esté demasiado cansado para comer en este
momento, pero podría tener hambre más tarde.
—Me alegro de que no se quedara en Falaise, mi Lady —añadió Geoffrey,
moviéndose hacia las escaleras. —Lord Richard ha estado preguntando por usted.
Me ha echado de menos, ¿verdad? Pensó Emma, mientras le quitaba los
zapatos a Henri y lo trasladaba, ya perdido para el mundo, al centro del colchón.
Tiene una manera bastante pobre de demostrarlo, escondiéndonos en este
almacén estrecho. Frunció el ceño. No, ella no debía ser desagradecida; la mente
de Richard probablemente estaba totalmente fija en asegurar los límites de su
inesperada herencia. Esta habitación tenía que ser mejor para dormir que el salón
principal, donde todos sabrían cuando ella estaba... o no estaba... ciertamente era
preferible.
Al quitarse la capa, Emma quitó las telarañas de los ganchos y la colgó. No
sabía qué esperar como la amante de Richard, pero no podía evitar desear una
bienvenida más cálida.
Capítulo 12

Richard, el Conde de Beaumont, estaba muy pensativo. En la espaciosa


habitación de la parte superior de la torre oeste, llevaba huellas de la estera.
Debía actuar y actuar con decisión si quería aferrarse a su condado. Las cosas aquí
estaban peores de lo que temía.
Al llegar a la cama, una cama con un cabezal de roble tallado que era incluso
más grande que el que tenía en Winchester, se volvió sobre sus talones y reanudó
sus pensamientos.
Una estrecha ventana estaba en lo alto de la pared y la persiana estaba
doblada hacia atrás para admitir la última luz del día. No pasaría mucho tiempo
antes de que Geoffrey viniera a encender las velas.
Sí, las cosas eran peores de lo que temía. Alguien, probablemente alguien que
vivía dentro de estas paredes, había entrado en la armería. Faltaba la mitad de la
tienda de flechas y la otra mitad había sido destruida. Las espadas estaban
desafiladas y los armeros tardarían una semana en reparar el daño. Podía oír la
piedra de afilar mientras caminaba. Naturalmente, los caballeros tenían sus
propias armas, pero ¿qué pasa con los de menor rango? En caso de un ataque
repentino de Alençon o Argentan, Richard necesitaría de todo hombre capaz de
poner sus brazos en las armas. ¿Pero si no hubiera armas para ellos?
Merde. Se frotó los ojos; se sintieron como si estuvieran llenos de arena. No
dormir le hacía eso a un hombre. No podía pensar con claridad. Anoche la
pesadilla de Richard había regresado y había dado vueltas y más vueltas hasta el
amanecer. Su última noche decente de descanso había sido; una sonrisa reacia
que le tiraba de la boca, en la paja de la Sirena.
¿Dónde estaba ella? Geoffrey había dicho que la habían visto con su escolta.
"Infierno y condenación". Richard era un comandante experimentado, sabía lo
que se esperaba de él. Fingía que todo estaba bien. Y no todo lo que había aquí
era motivo de preocupación: había heredado algunos buenos hombres de Martin.
Por su bien, actuaría como si nada estuviera mal. Él ganaría el partido.
¿Pero dónde diablos estaba Emma?

***

La puerta de la estrecha cámara se abrió y Asa entró, llevando una bandeja de


comida. Pan. Una jarra de leche. Queso. Algún tipo de pastel de aspecto dulce.
Asa puso la bandeja sobre un cofre.
—Lord Richard pregunta por ti, Geoffrey dice que debes ir de inmediato. Yo
me quedaré aquí para cuidar a Henri.
Asintiendo, Emma pasó apretadamente.
—¿Dónde?
—En el siguiente giro de las escaleras.
En la parte superior, Emma se encontró frente a una puerta de roble
tachonada, ligeramente entreabierta. Se abrió con las bisagras engrasadas.
Richard estaba conversando profundamente con Sir Jean y otro hombre que
Emma no había visto antes, pero sonrió y le hizo un gesto en su interior. Al verlo,
Emma sintió como se le levantaban las pesas de los hombros.
—Un momento, mi Lady —se volvió hacia Sir Jean. —Gracias, Jean, por
escoltar a las damas. ¿Trajiste a Roland?
Sir Jean sonrió.
—Por supuesto, mi Lord, todo es exactamente como usted lo ordenó. Los
sabuesos están en los establos.
—Mi agradecimiento. Me temo que su próxima comisión no será tan
agradable. Necesito que hagas un inventario completo en el arsenal. Por lo que
me dice Sir Hugh, muchas de las armas han desaparecido desde que te fuiste.
Sospecha que alguien dentro del castillo trabaja para Alençon. Mira a ver qué
puedes descubrir, Jean.
—Sí, mi Lord.
—Y, Jean... —Richard se frotó la nuca. Manchas bajo sus ojos hablaban de una
profunda fatiga. —En caso de que sea necesaria la persuasión, ahorren con la
fuerza. Eso es todo.
—Sí, mi señor.
Sir Jean y Sir Hugh se retiraron.
Richard y Emma se miraron el uno al otro y el aire parecía salir volando de la
habitación. Emma no pudo evitar notar la forma en que sus ojos subían y bajaban
mirándola a en toda su longitud, como si se estuviera tranquilizando de que ella
no se había alterado desde Crèvecoeur. Tuvo que dejar de mirarlo de la misma
manera. Había pasado poco más de un día desde que ella lo había visto, pero,
curiosamente, se sentía como si hubieran estado separados durante toda la vida.
Ella aspiró un poco de aliento.
—Así que, mi Lord, veo que ha hecho su hogar en otra habitación de la torre
—el laúd sin cordaje se apoyaba en un cofre de viaje, la espada envuelta en sacos
y varias otras armas se apoyaban en un rincón, y los pendones carmesí ya
colgaban de una de las paredes.
—Sí —su frente se arrugó. —¿Has tomado un refresco?
—Aún no, mi Lord.
—Diable —caminando hacia la puerta, Richard sacó la cabeza. —¡Geoffrey!
—¿Mi Lord? —la voz de Geoffrey flotaba desde abajo.
—Tráenos nuestra cena aquí arriba, ¿quieres? Tomaré mi cena con Lady
Emma. Que traigan agua caliente también.
—Sí, mi Lord.
Ella inclinó la cabeza hacia atrás cuando Richard se paró frente a ella. Se
aclaró la garganta.
—Hiciste un buen tiempo. Pensé que una vez que vieras las delicias de Falaise,
estarías perdida para mí durante semanas.
—¿Las delicias de Falaise?
—El mercado.
—Oh. No.
Alargó la mano.
—Ven aquí, mujer, salúdame bien.
Su corazón empezó a golpear.
—Mi Lord, yo… acabo de cabalgar, estoy desarreglada...
—No me importa, ven aquí —tirando de ella hacia sus brazos, la abrazó. Una
gran mano le acunó en la parte de atrás de la cabeza, sin besarla, simplemente
sosteniéndola y acariciando su mejilla.
Ella colocó los brazos alrededor de la cintura de Richard.
Dio un gran suspiro.
—Eso está mejor. Parece que te necesito, Emma de Fulford. No he dormido
bien desde que… —mirando hacia arriba, vio que su sonrisa era cariñosamente
torcida. —Nuestro encuentro en los establos de Honfleur.
Las líneas de fatiga eran claras, marcadas.
—Eso es natural, cuando estás preocupado por un posible ataque.
—Hmm.
—Y ahí está tu herida, también.
Flexionó el hombro y le devolvió la cabeza de Emma bajo su barbilla.
—Eso no fue nada.
—No todas las heridas son visibles, Richard.
Se puso rígido y se alejó, frunciendo el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Usted sabe muy bien a qué me refiero, mi Lord. Algo pasó en el norte de
Inglaterra, y eso perturba tus sueños.
Puso una mueca de preocupación.
—¿Eres una bruja que dices leer mis pensamientos?
Ella entrecerró los ojos ante él.
—Tienes problemas para dormir, ¿verdad? Por eso vagas por los establos en
las primeras horas de la madrugada.
—Las pesadillas pasarán. En cualquier caso, una pesadilla no puede matar.
Ella lo miró a través de sus pestañas. Lo más probable es que no lo discutiría
con ella. Richard era un señor Normando, y nada menos que el Rey William de
Inglaterra, Duque de Normandía, lo tenía en alta estima. Debe ser difícil para él
admitir abiertamente sus debilidades, incluso una pequeña, como un poco de
insomnio. Los guerreros Sajones fueron entrenados para ocultar sus defectos;
debe ser lo mismo para él.
—Me recuerdas a mi padre —dijo, dando voz a una percepción sorprendente.
—Sé que llevas muchas cargas y podría ayudar. Estoy segura de que, si airearas tu
pesadilla, su poder sobre ti se debilitaría.
—No es nada.
—Puede ser una herida leve, pero algo más que una flecha te lastimó en la
angustia, y te tuvo en sus garras esa noche en Honfleur. Por eso fuiste a los
establos.
Sus ojos se iluminaron, cogió la cintura de ella.
—Me tuviste en tus manos esa noche y dormí muy bien, así como dormiré
bien esta noche. Que Dios me perdone, Emma, porque temo que Adam no lo
haga. Pero me doy cuenta de que quiero mantenerte. No puedo casarme contigo,
pero tampoco quiero renunciar a ti.
Bien, Emma pensó firmemente. Porque no quiero que me abandones.
Sus ojos grises miraban profundamente a los de ella. La luz de la habitación se
desvanecía rápidamente, pero Emma no necesitaba luz para reconocer la calidez
de su mirada. Atraída por ese calor, ella se inclinó hacia él. Era desconcertante,
pero la naturaleza de sus sentimientos hacia él estaba cambiando. Al principio ella
había aceptado su protección porque la necesitaba, pero ahora, ahora... Dios
tendría que perdonarla a ella también, porque ella no quería dejar a Richard. Y no
sólo por sus problemas con Judhael...
Le gustaba este hombre, este Normando. Peor aún, estaba empezando a
sentir cierta calidez por él. Este hombre tuvo cuidado de no desacreditarla ante el
Conde Edouard, este hombre instruyó a sus caballeros ¿cómo lo había dicho hace
un momento? a "ahorrar con la fuerza". El afecto crecía en ella por él; sí, eso era lo
que era, afecto. No era más que eso.
Un solo golpe y la puerta se balanceó hacia atrás para permitir la entrada de
Geoffrey que traía una bandeja con una lámpara y algunos platos cubiertos. Le
siguió una procesión de sirvientes.
La boca de Emma se abrió al ver como entraba una bañera. Varios cubos de
agua, un aguamanil y una jarra, un montón de sábanas cremosas...
—¿Un baño?
Viendo su reacción, la expresión de Richard fue divertida.
—Gracias, Geoffrey, eso es todo.
—¿Hasta el amanecer, mi Lord?
—Sí, despiértame al amanecer.
Los sirvientes tiraron el agua a la bañera y Geoffrey los siguió fuera. La puerta
se cerró con un clic suave. Emma no podía arrancar los ojos de la bañera. Su
cabello... ¡por fin podría lavarse el cabello!
—Un baño —dijo ella, con anhelo.
—Puedes ir primero —se acercó a ella, sonriendo. —Es una pena que no sea
lo suficientemente grande para dos.
—Apenas podrían llevar una bañera más grande hasta aquí —dijo ella. —Y
piensa en el agua que necesitaría.
—Bastante —cogió los alfileres que mantenían su velo en su sitio. —
Tendremos que esperar hasta que podamos llegar a una casa de baños para
compartir un baño —ella lo miró, se escandalizó y trató de apartarlo. ¿Compartir
un baño con él? Señor. ¿Ella no iba a tener secretos?
Richard le dejó las manos a un lado.
—No, no me lo vas a negar, he estado pensando en esto desde que salimos de
Honfleur.
—¿Lo has hecho?
Su velo se cayó en el suelo y sus manos se ocuparon de su faja.
—¿Cómo es que va esta cosa… ahh?… lo tengo. Sí, ma belle, esa paja era poco
menos que un insulto.
—Me picaba un poco.
—Y tu ropa, las malditas cuerdas. Date la vuelta.
Emma hizo lo que él le dijo. Estaba decidido. Sus grandes manos se movían
acariciándola mientras se encontraban y desataban las cintas. Se inclinó hacia
delante para besarle la mejilla, se inclinó para besarle el cuello, y luego metió la
mano en la parte de atrás de su vestido, pelándolo lentamente. Imprevisto pero
imparable. Haló y retiró la tela.
Un torrente de vergüenza calentaba sus mejillas, Emma intentó aferrarse a la
bata, sujetándola a su pecho.
—No, ma petite, déjame verte. Quería verte en los establos de Honfleur. Me
moría por verte esa noche en Crèvecoeur. Me quemé para verte anoche cuando
estabas en Falaise. No he tenido paz —arrancándole las manos de la bata, se la
quitó, dejándola vestida con su ropa interior de lino. El tragó, la palma de su mano
ahuecando un pecho a través del lino. —Ma petite.
—Richard —murmuró Emma, rindiéndose a lo inevitable. Ella levantó los
labios. Su olor la rodeaba, cálido y potente y ya familiar. Se inclinó hacia él,
metiendo sus dedos en su pelo, sosteniéndolo cerca.
—Emma.
Estaba luchando con las cuerdas, soltando más cintas y en un momento su
camisón se unió a su bata en la estera de mimbre. Afuera, un mirlo cantaba.
Cuando él levantó la cabeza, ella se acercó, sorprendida por la timidez. Pero
en vez de mirarla fijamente, la soltó y le dio una palmadita suave.
—A ese baño.
Se dio la vuelta, dándole espacio mientras empezaba a desvestirse.
Emma se metió en la bañera. No era profunda, el agua sólo llegaba a su
cintura y tenía que sentarse con las rodillas recogidas. Apenas había espacio para
uno en esta bañera, ni hablar de dos, y aunque se sentía tímida, este era un lujo
que nunca había conocido. ¿Una bañera en una alcoba? Suspirando encantada, se
soltó el pelo y cogió el cucharón.
Las botas de Richard se derrumbaron, una, dos... Tiró a un lado la pernera de
cuero.
De hecho, es un lujo. El agua estaba perfumada con lavanda. Geoffrey había
puesto jabones en un plato al alcance de la mano, jabones adecuados para una
reina. Se habían hecho con costosos aceites de tierras lejanas y perfumados con
hierbas. Jabones como estos fueron hechos en Inglaterra, pero Emma nunca los
había usado.
Rápidamente, se puso a lavarse, mirando a Richard por el rabillo del ojo. Él
había estado ansioso por verla desnuda y ella misma tuvo que admitir cierta
curiosidad por verlo. Esa noche en Honfleur, tampoco lo había visto...
Los últimos rayos de luz de la ventana cayeron sobre largos y fuertes
miembros. Su pecho era ancho y sus musculosos contornos más intrigantes de lo
que ella creía posible. El pelo oscuro se desapareció en sus chausses.
Rápidamente, los desató y los empujó hacia abajo. Apresuradamente, ella apartó
la mirada de él: estaba excitado, magníficamente.
No intentó acercarse a ella en la bañera. Cogió una toalla, se la envolvió en la
cintura y, buscando un cono, encendió una vela a la cabecera de la cama. La luz
parpadeó sobre su piel. Su cuerpo, el conjunto de su cabeza sobre esos hombros
bien formados, esa cintura estrecha, las caderas delgadas; el físico del Conde
Richard de Beaumont, permanecía imponente incluso cuando estaba vestido sólo
con un lienzo.
Dejó escapar un respiro. Gracias a Dios que no tenía la intención de unirse a
ella, porque apenas había espacio para ella en la bañera, y mucho menos para los
dos.
—Deprisa, mi Lady —se movió para cerrar el obturador.
Emma estaba buscando un paño para secarse cuando se dio la vuelta,
frunciendo el ceño.
—Emma, ¿dónde están tus pertenencias?
—¿Mis pertenencias? —sujetando la sábana de secado hacia ella, salió de la
bañera. —Abajo, en la cámara de abajo.
—¿Cómo es eso? Di órdenes de que los trajeran aquí.
—Pero yo... pensé que Henri y yo íbamos a tener la otra habitación.
—¿Henri y tú? —su ceño fruncido se hizo más profundo. —No, esa habitación
es para tu hijo y la criada. De ahora en adelante, te quiero aquí conmigo.
Emma se encontró sonriendo cuando se acercó a la cama; no pudo evitarlo. Él
quería que ella compartiera su dormitorio, ¡no quería que fuese relegada a un
estrecho almacén!
Pasando junto a ella, Richard se dejó caer la tela alrededor de su cintura. Su
mirada se fijó en la curva de su trasero. Los músculos de su muslo se flexionaron
mientras se hundía en el agua.
—No importa, puedes mandar a buscar tus cosas mañana. No me quejaré por
la falta de camisón.
Emma no tenía un camisón, la mayoría de la gente en su etapa de vida dormía
con su ropa interior, pero ella no estaba dispuesta a informarle de ese hecho.
¡Podría mandar a buscar sus cosas!
—Pero, mi Lord...
—¿Te opones? —una frente oscura se levantó mientras, con mucho vigor y
salpicaduras, Richard comenzó a hacer florecer una toallita.
—No, por supuesto que no. Si ese es tu deseo.
—Tan agradable, mi amor. ¿Pero...?
—¿Qué hay de Lady Aude?
Su sonrisa se deslizó un poco.
—¿Qué hay de ella?
—¿No se opondrá?
—Lady Aude no pondrá objeciones.
Emma enrolló la sábana de secado alrededor de ella, metiéndola por encima
de sus pechos.
—¿Has hablado con ella?
—Naturalmente.
—¿Le hablaste de nosotros?
—Por supuesto.
Emma lo miró fijamente. Por supuesto. ¿Eso era todo lo que tenía que decir al
respecto? Por supuesto.
—¿Quieres casarte con ella?
—Puede que tenga que hacerlo —miró hacia el otro lado. —Puedo tolerarla y
me gusta su hermano pequeño. A pesar de la falta de mayordomía en Crèvecoeur,
el apoyo del Conde Edouard puede ser importante.
—Me doy cuenta de ello. ¿Pero, pero seguramente Lady Aude se opondrá?
Richard sacó la toalla del fondo de la bañera.
—Me encargaré de Lady Aude. Ella no es de tu incumbencia. Ahora, por favor
—él hizo florecer la tela en su dirección. —Si no te importa hacer los honores con
mi espalda.
Suspirando, ya que obviamente estaba declarando que el tema estaba fuera
de los límites, Emma le quitó la tela y se fue a trabajar. Era un trabajo agradable,
muy agradable, e infinitamente preferible a fregar sábanas en el Itchen, pensó,
mientras fregaba y enjabonaba y enjuagaba. Su piel brillaba a la luz de las velas.
Ligeramente tocó la cicatriz en su hombro, donde había una ligera depresión, una
marca rojiza.
—Está sanando bien.
—Mmm.
Sacudiendo la cabeza, Emma comenzó a masajear su cuello. Richard soltó un
suspiro que fue en parte un gemido y ella pudo sentir que la tensión que se había
alojado en sus músculos comenzaba a disminuir. Su piel era sorprendentemente
suave. Fue cuidadosa para evitar la herida. Hombres. Se creían invencibles con sus
cuerpos fuertes. Se armaron hasta los dientes y se agitaron con su armadura,
golpeando sus escudos juntos, montando sus grandes caballos. Ninguno de ellos
se enfrentaba al hecho de que debajo de todo esto había una carne cálida y suave.
Hermosa carne y músculo que, aunque era totalmente masculino, seguía siendo
vulnerable; la carne masculina podía doler tanto como podía doler. Hombres.
—Espero que usted pueda evitar el conflicto en Beaumont —dijo en voz baja.
—Hmmm —su voz era cálida, habiendo perdido su agudeza. Se inclinó hacia
delante con los ojos cerrados para darle un mejor acceso. —No te detengas. Eso
es... Sí, ahí.
Se estaba relajando, quizás por primera vez en semanas. Emma decidió no
molestarlo con preguntas. El hombre necesitaba esto: apenas podía ocultar su
fatiga. Seguramente la tensión que había estado ocultando podría haber sido más
fuerte.
Richard podría ser el Conde de Beaumont, pero los cargos de alto honor
trajeron consigo una pesada carga: el padre de Emma le había enseñado eso. Y
este hombre, que estaba aprendiendo rápido, no tomó sus responsabilidades a la
ligera.
—Allí, Dios.
Le cogió la mano y le dio un beso.
—Mi agradecimiento.
Emma se retiró. Recogiendo su ropa, colgó su bata en un gancho y tomó su
camisa de dormir.
—Confío en que no vas a volver a ponerte esa cosa.
Ella dudó.
—No si no quieres que lo haga.
—Por supuesto que no —cuando se puso en pie, una lluvia de gotas de agua
se arqueó por toda la habitación, brillando como joyas. Apresuradamente,
comenzó a secarse.
Tirando de la falda por encima del gancho, Emma se hundió en el colchón, con
el paño secador envuelto firmemente a su alrededor.
—Y... —sonrió mientras tiraba la tela y avanzaba sobre ella. —Espero no tener
que seducirte con esa tela.
Con un chillido, retrocedió hasta la mitad de la cama.
Dedos grandes enrollados alrededor de su cuello, su pulgar empujó su barbilla
hacia arriba.
—Emma, mírame.
Emma lo miró. Su pulgar se movía hacia arriba y abajo de la mejilla de ella,
tirando de su labio inferior. Sus ojos eran suaves, oscuros e insondables.
—Emma —murmuró, cuando sus labios se encontraron con los de ella.
Fue un beso dulce, el más dulce que había recibido en su vida. Enroscó sus
dedos de los pies y creó un charco de anhelo en su vientre; la hizo gemir de
anhelo. Ella lo agarró.
Se movieron y se acercaron, uno al lado del otro en la cama grande. Y de
alguna manera la tela había desaparecido de su cuerpo y las sábanas fueron
empujadas hacia atrás. No había nada en el mundo excepto su boca en la de ella.
Sus manos estaban en los pechos de ella, acariciando y jugueteando. Emma se
arqueó hacia arriba, Richard dio un murmullo gutural de aprobación y luego su
boca reemplazó sus manos y sus manos siguieron adelante. Más abajo, a través de
su vientre, de nuevo hacia arriba. Suavemente, le tocó la cara, las mejillas. Sus
dedos se enredaron en el pelo de ella.
Levantó la cabeza, una madeja rubia enroscada entre sus dedos.
—Todavía está húmedo.
—Sí.
Un pequeño pliegue apareció en su frente mientras, con cuidado, extendía su
pelo sobre las almohadas.
—Deberíamos secarlo, peinarlo —dijo.
Ese 'nosotros' la complacía más de lo que debería. Aunque sabía que se estaba
engañando a sí misma, parecía hablar con ternura. ¿Ternura? ¿En un hombre que
la había tomado como su amante? La ternura no era una cualidad masculina.
Emma no debe dejar que sus deseos huyan con ella; los hombres no eran más
tiernos con las mujeres de lo que eran cuidadosos con sus propios cuerpos. Su
padre nunca había sido tierno, y en cuanto a Judhael...
—Mi cabello estará bien —ella entendió lo que él realmente quería.
Alargando la mano, ella le devolvió la boca a él.

***

Por la mañana Henri no estaba en su habitación cuando Emma fue a buscarlo,


ni tampoco en el salón.
Varias mesas largas de taburete estaban levantadas del desayuno y un
batallón de sirvientes estaba limpiando las sobras. Asa estaba en uno de los
bancos, mordiendo una rebanada de pan, mirando conmovedoramente a un
grupo de caballeros en una animada discusión sobre una pila de armas. Por
supuesto, Sir Jean estaba entre ellos. Los soldados estaban entrenando en el patio,
alguien ladró una orden, los pies vagabundearon. Hubo una pausa, un grito ronco.
Más zancadas.
—Asa, ¿me prestas atención un momento?
Asa movió su atención de Sir Jean.
—¿Mi Lady?
—¿Dónde está Henri?
—¿Henri? —tragando su pan Asa la miró con la mirada perdida.
Emma apretó los dientes. La chica parecía no tener ni idea de quién era Henri.
—Asa...
Asa se despertó.
—¿Henri? Cielos, ¿se ha ido otra vez? Resbaladizo como una anguila, ese
chico.
Una bola de ansiedad se formó en el estómago de Emma, una uña golpeó
nerviosamente la mesa.
—Asa, cuando lo cuidas, debes vigilarlo todo el tiempo.
Asa se puso en pie.
—Sí, mi Lady. Lo siento, mi Lady.
La gente estaba mirando. Sirvientes cargados con bandejas y bandejas
miraban hacia ella. Un guardia descansaba en la puerta principal, hurgándose la
nariz, con los ojos fijos en ella. Alguien debe haberles hablado de ella. Levantando
la barbilla, Emma se acercó a la mirada del guardia. Inmediatamente se enderezó y
le dio una sonrisa. No había insolencia en su conducta, ni, por lo que Emma podía
juzgar a ninguno de los sirvientes. Parte de su ansiedad se desvaneció.
Una sirvienta apareció, señalando educadamente a un taburete.
—¿Comeríais, mi Lady? Te traeré pan caliente.
—En un momento, le doy las gracias. Pero primero debo encontrar a mi hijo.
—¿El niño llamado Henri?
—Sí.
—Ahí está —la criada señaló a una mujer que venía del patio. Una dama por
su vestido y su velo caminaba con lenta dignidad, con faldas azules a la espalda, un
fino velo blanco que parecía brillar a cada paso. Su diadema tenía el brillo amarillo
del oro. El guardia inclinó su cabeza mientras ella pasaba.
Henri tenía agarrada una de las manos de la señora y en la otra estaba
sosteniendo lo que parecía ser un bote de juguete. Un silencio mortal cayó sobre
el salón.
Emma se enfrió.
—Asa, ¿quién es esa señora? —ella sospechaba que sabía la respuesta, pero
tenía que preguntar.
Era completamente hermosa. Tenía la piel blanca pálida, el pelo rubio
brillante y los labios llenos, pero una mirada le dijo a Emma que el núcleo de la
belleza de esta mujer residía en su persona más que en sus rasgos. Estaba
preparada en su carruaje, sonriendo, pero sin embargo trajo un aire indefinible de
tristeza con ella a la fortaleza. Dibujó todos los ojos.
—Vaya, esa es Lady Aude.
Capítulo 13

¡Lady Aude! Con la boca seca, Emma se las arregló para hacer una reverencia
y se obligó a cruzar los juncos y saludarla. Su corazón se estrelló en sus oídos. ¿La
reconocería Lady Aude?
—Lady Aude de Crèvecoeur, ¿entiendo? —Emma le tendió la mano a Henri,
quien la tomó.
—Sí. Y usted debe ser Lady Emma de Fulford. Bienvenida a Beaumont.
Los ojos de Lady Aude eran cautivadores, con el brillo y el color del ámbar.
—Te lo agradezco. Espero que Henri no haya estado molestando.
—Por el contrario, Lord Richard lo encuentra muy divertido. Pero desde que
los hombres comenzaron su entrenamiento, pensó que era mejor que Henri
regresara con su niñera.
—¿Henri ha estado con el Conde Richard?
—Sí.
—¡Mamá, mira! El Conde Rich me dio esto —sonriendo, felizmente ajeno a las
corrientes subterráneas, Henri ofreció el barco para la inspección de Emma. Era
grande y finamente detallado, un mundo aparte del palo crudo que había
navegado fuera de su alcance en el Itchen.
—Eso es encantador, cariño. Me gustan las velas azules y amarillas.
—¡Sí!
Lady Aude los miraba, con una sonrisa pensativa en los labios.
—Su hijo ha causado una gran impresión en Lord Richard. En medio de la
reunión de los caballeros y soldados locales, encontró tiempo para hacer ese
barco.
Emma se aferró a Henri como si fuera su salvavidas. Lady Aude de Crèvecoeur
inclinó la cabeza y se alejó lentamente en medio de un aleteo de seda.
¿Este era la Fea Aude? ¿Esta hermosa, triste y comprensiva mujer? En
cualquier otra circunstancia, podrían haber sido amigas. Pero con las cosas tal y
como estaban... Lady Aude tenía razón, la cortesía cuidadosa era probablemente
el único camino que se les ofrecía. Emma, naturalmente, seguiría su ejemplo. Pero
pobre mujer, para estar de luto por un hombre, mientras que otro estaba
demandando por su mano en matrimonio.
Pero... ¿fea? Cualquier calificativo menos fea, Emma no se lo podía imaginar.
Esos ojos, ese pelo...
Emma había decidido pasar el día explorando el Castillo de Beaumont,
probando sutilmente a los sirvientes en su actitud hacia ella. Hasta ahora no había
encontrado animosidad en ninguna parte, por lo que sospechaba que tenía que
agradéceselo a Richard. Sintió un gran afecto por él, un Conde sobrecargado que
se tomó el tiempo para asegurarse de que tanto ella como Henri fueran
bienvenidos. Ella frunció el ceño. ¿Afecto? Esto debe terminar. Sus sentimientos
por él no podían crecer; ella ya le tenía un cariño indecente, y él ni siquiera era el
padre de Henri.
La niña que se le había acercado en el pasillo se llamaba Lisa, y estaba feliz de
mostrarle a Emma todo, desde los miradores en la cima de la torre más alta, hasta
la peculiar chimenea de piedra en el pasillo que ella había notado a su llegada.
Incluso le mostraron las bodegas y se encontró mirando fila tras fila de vino en
barril, de carne salada, de queso...
Todo esto era, por supuesto, dominio de Lady Aude. Lady Aude había sido
hacendada en Beaumont la mayor parte del tiempo desde su compromiso con el
primo de Richard. Emma no tenía intención de molestar a nadie, pero si iba a
quedarse aquí, necesitaba encontrar algo en lo que pudiera ocuparse. Ser la
amante de Richard no sería suficiente. La vida aquí iba a ser un desafío.
Por la noche, sin saber lo que podía hacer en un castillo que estaba bien
administrado desde la torreta hasta el sótano, Emma y Henri regresaron a la sala
donde se preparaban las mesas para la cena. Lisa desapareció en la cocina.
Al ver al escudero de Richard hablando con otros junto a la chimenea, Emma
lo llamó. Esto fue muy incómodo.
—¿Geoffrey?
—¿Lady Emma?
—Por favor, ¿podrías pedirle a alguien que me traiga comida en una bandeja?
—una cosa era intercambiar unas palabras civilizadas con la prometida de Richard,
y otra muy distinta sentarse a su mesa y compartir el pan con ella. Las comidas
que se tomaban en los salones eran asuntos públicos. Ninguna mujer, ni siquiera
una con un aspecto tan santo como Lady Aude, lo encontraría tan fácil de digerir.
—Por supuesto, mi Lady.
Emma comió con Henri en su estrecha habitación y se sentó con él hasta que
se quedó dormido. Entonces, cogiendo la barca de los dedos para que no se
clavara el mástil en el ojo mientras dormía, dejó la puerta entreabierta y subió las
escaleras.
La habitación superior estaba llena de sombras, pero aún no era lo
suficientemente oscura como para merecer una vela. El mirlo cantaba su canción
nocturna, un trío de notas seguido de un trino. Las notas flotaban a través de la
ventana, una y otra vez.
Geoffrey le había dicho que habían llegado mensajeros del Conde Edouard, así
que era probable que Richard se retirara tarde. Al hundirse en la cama, se tomó el
tiempo de absorber bien su entorno, como no lo había hecho la noche anterior.
Sus pocas posesiones habían sido guardadas en una caja de almacenamiento
que Geoffrey había indicado que era exclusivamente para su uso. Esta noche, el
laúd de Richard, aún sin cordaje, colgaba de un gancho en la pared de arriba; y un
casco desechado yacía junto a la espada envuelta apoyada en la esquina. El casco
tenía una abolladura alarmante.
Su mirada se deslizó sobre el aguamanil y la jarra en uno de los grandes
arcones de viaje de Richard, sobre los pendones carmesí de la pared. Bostezó y se
dirigió al aguamanil para lavarse.
La rigidez del viaje aún no la había abandonado. Cuando su padre había sido
Thane de Fulford, Emma no había pensado en los paseos de más de un día de
duración a través de los campos. Pero desde que vivía en Winchester, su cuerpo
tuvo que acostumbrarse a un tipo diferente de ejercicio. Lavar la ropa de cama era
un trabajo agotador, pero no utilizaba los mismos músculos que la equitación. Sus
piernas... Cielos.
Al secarse la cara con un paño de lino, se quitó la ropa, salvo su ropa interior y
se arrastró bajo las sábanas.
Un ruido la despertó. Una suave luz llenó la habitación.
—¿Richard?
Estaba de pie junto a la ventana; debe haber sido el cierre de la persiana de
tela lo que la había despertado. La lámpara del cofre de la cabecera de la cama
estaba encendida, un resplandor redondo que hacía retroceder la oscuridad.
—Lo siento si te he molestado —cruzando la habitación, vino a mirarla antes
de darse la vuelta para desvestirse. Su cinturón cayó al suelo. Su túnica, camisa...
—Veo que el Conde de Beaumont necesita a su escudero —dijo Emma,
levantando una ceja ante su desorden.
—¿Hmm? Oh, sí —sonriendo, se inclinó sobre el aguamanil. El agua salpicó. —
Podrías complacerme.
—No lo creo —Emma se puso la ropa de cama alrededor de la barbilla. —Es
demasiado acogedor aquí. No estoy acostumbrada a un colchón tan fino y ahora
que lo tengo, puede que no quiera dejarlo nunca —demasiado tarde se dio cuenta
de la posible interpretación que él podría hacer de sus palabras. Mordiéndole el
labio, se concentró en su pendón carmesí.
Resonando suavemente. El colchón se hundió y un brazo cálido serpenteó
alrededor de su cintura.
—¿Richard?
—¿Mmm? —con cuidado, él le mordió el hombro. El placer culpable brilló a
través de ella. —¿Por qué llevas esta cosa? —su mano se deslizó hasta el
dobladillo de su camisón.
Más placer. Tratando de oponer sus pensamientos al placer que sentía, Emma
apartó su mano. Sus ojos grises y sorprendidos se encontraron con los suyos; no
estaba acostumbrado a ser rechazado.
—Richard, hay algo que debo decir.
Los dedos fuertes retomaron su lento seguimiento por el muslo.
Tomándolo de la muñeca dijo:
—Se trata de Lady Aude.
Suspirando, se echó hacia atrás y apoyó la cabeza en sus manos.
—Escuché que la conociste.
—Sí —Emma se apoyó en un codo. —Pero, Richard, me dijiste que era fea.
¿Cómo puedes llamarla fea? ¡Esa mujer pondría a Venus en la sombra!
Esos anchos hombros se alzaron en un descuidado encogimiento de hombros.
—No me siento atraído por ella. Ella siempre le perteneció a Martin.
—Richard, creo que deberías dejarme encontrar a mis parientes. Aude de
Crèvecoeur parece una mujer amable. No quiero...
—No —sus labios se tensaron. —Tú eres mía. He luchado con mi conciencia
para mantenerte y no te abandonaré.
Sentado, saludó con la mano el baúl que había sido reservado para su uso.
Emma vio que se había colocado una bolsa en la tapa del cofre cerrado, una bolsa
gruesa, sin duda repleta de monedas. La ira empezó a hervir dentro de ella, una ira
que solo se atemperó parcialmente cuando ella leyó confusión y dolor en sus ojos.
—Eso salió mal —admitió. —Quería dártelo como un regalo, pero hay más si
lo deseas. Mañana puedes ir al mercado del pueblo, me han dicho que un
vendedor ambulante de París…
—Richard, no es bueno. Pensé que podría hacerlo, pero no puedo. Lady
Aude... si te casas con ella y me mantienes delante de sus narices... —agitó la
cabeza, —…no está bien.
Su boca se adelgazó.
—Fuiste lo suficientemente feliz como para lanzarte sobre mí en Winchester.
Prácticamente te estabas vendiendo a ti misma…
—¡Dame fuerzas! ¡La única persona por aquí que se está vendiendo eres tú!
—Richard se sorprendió. —Sí, tú, ¡Richard! Te vas a casar con una buena mujer,
pero ella no te atrae. Tampoco la amas, ¿verdad?
—¿Amor? —una risa cínica le dio una respuesta.
—Pensé que no. Probablemente usted es incapaz de amar. Así que
explíqueme, si es tan amable, ¿por qué se casa con ella?
—Es política, Emma, tú no…
—¿No lo entendería? ¡Cómo te atreves a decirme eso! La política como la
tuya me robó a mi padre y a mi hermano. E, indirectamente, a mi madre también.
Le dolía el pecho.
—Créeme, lo siento por eso.
La ira de Emma estaba en su punto de ebullición.
—¡Política! Conduce a los hombres a... a... —ella miró con ira a los pendones
carmesí. —¿Estaban revoloteando en Hastings, Richard?
Los ojos grises se distanciaron.
—¡Dime, quiero saber! ¿Estaban ondeando en la vanguardia cuando la
nobleza de Inglaterra fue cortada como la hierba? Veo por qué elegiste ese color,
Dios sabe por qué no se me ocurrió antes. ¡Un campo de color carmesí, en efecto!
Es un campo de sangre, ¿no es así?
Una gran mano se extendió; ella la golpeó rechazándola.
—Nuestra familia eligió ese color mucho antes de la Gran Batalla —dijo con
un suspiro. —Emma, deberías descansar, estás muy alterada.
—Déjame terminar. Tú, mi Lord Richard, te casas con Lady Aude para ganar
dinero. Necesitas el apoyo de su hermano y ¿qué es eso sino una ganancia? Te
estás vendiendo a ti mismo. Pero… —el enojo casi la ahogaba. —Sí, me acosté
contigo, y, sí, acepté tu bolsa de dinero en Honfleur, y, sí, probablemente la
tomaré mañana y, ciertamente, no es por tu buen aspecto.
—Te elegí a ti, ¡Richard! Te escogí en Winchester mucho antes de venir al
castillo en busca de trabajo. Al principio te elegí a ti porque yo... —tragó. —lo
admito libremente, me sentí atraída hacia ti. Pero la razón por la que me acerqué
a ti fue porque Henri y yo necesitábamos ayuda y tú estabas en la mejor posición
para darla. La única diferencia entre tú y yo, Richard, es que yo sé lo que he hecho,
mientras que tú... te engañas a ti mismo. No te gusta Aude de Crèvecoeur. Ella no
te ama. Y es peor que eso. Cuando miré a los ojos a esa mujer hoy, vi a alguien que
anhela ser liberada de sus obligaciones aquí. Esa mujer está en una prisión,
Richard, y eso se llama pena. Sospecho que amaba a tu primo. Sí, la suya iba a ser
una alianza política, pero el amor estaba ahí, amor. Y tú, mi Lord, no tienes la
menor idea de lo que es el amor.
Con un aliento tembloroso, Emma le miró con ira, medio abrazada para evitar
un golpe. Judhael ciertamente no habría dudado después de tal arrebato. Varios
latidos más tarde, se dio cuenta de que el golpe no iba a llegar.
—Tienes algunas opiniones interesantes, ma petite —dijo Richard, con una
voz tan suave que le quitó el viento a las velas.
—¿Interesantes puntos de vista? —esa mirada fría era pensativa. Él le dio una
de sus sonrisas torcidas mientras ella tomaba otro soplo de aliento, horrorizada de
sí misma. ¿Qué había hecho ella? Debe estar loca, gritarle al Conde de Beaumont
como si, como si...
—Sin embargo, me alivia saber que te sientes atraída por mí. Y que tengo al
menos otra característica redentora —murmuró.
Se cruzó de brazos.
—¿Oh?
—Dijiste que te gustaba mi aspecto.
—No lo hago, ¡eres tan feo como el pecado!
Moviéndose hacia ella, una cálida mano se movió sugestivamente sobre su
muslo.
—Supongo que entonces no hay posibilidad de que...
Ella le empujó el pecho.
—Ni de casualidad, no esta noche. En cualquier caso, ya no estoy segura de
que sea mi momento seguro —se trataba de una mentira absoluta y, a juzgar por
su expresión, Richard la aceptó como tal.
—¿Es cierto?
Ella miró fijamente.
—Sí, es cierto.
—Muy bien —cambiando de puesto, apagó la vela, manteniéndola agarrada
todo el tiempo. Suavemente, pero con firmeza, presionó la cabeza de ella hacia
abajo, hacia su pecho. —Te dejaré en paz esta noche. No estás de humor y yo lejos
de obligarte a hacerlo cuando no quieres.
Emma yacía rígida en sus brazos, sin creer que sería tan bueno como lo que
estaba diciendo. Judhael no lo habría sido. Si Judhael la hubiera querido, la habría
tenido.
Sin embargo, fue difícil alimentar su enojo cuando la abrazó con brazos
fuertes y ese malvado aroma masculino confundía sus sentidos. Emma frunció el
ceño en la oscuridad. La fuerza de su ira la había sorprendido; había tirado por la
ventana el encanto por el que se había estado esforzando. No era propio de ella
despotricar y delirar, y ciertamente no le interesaba molestar a Richard. Tuvo
suerte de que no la hubiera arrojado al gran salón.
Con un suspiro se relajó contra la musculosa longitud de su cuerpo. Tanta ira,
que era casi como si ella lo amara. No podía, no debía enamorarse de Richard de
Beaumont. Se pretendía que fuera un acuerdo sencillo, beneficioso por igual a
ambas partes.
Dulce María, ayúdala, no debía empezar a sentir más que afecto por él. La
miseria estaba al final del camino: mira a la pobre Frida en el Staple, mira a Lady
Aude. Cualquier sentimiento de este tipo debía ser aplastado. Instantáneamente.
Había sido la idea de que se casara con Lady Aude lo que la había
desencajado, eso y el descubrimiento de que a Emma le podría gustar la mujer.
¿Estaba celosa? Que Saint Swithun la ayude. Esta obsesión con un hombre
que no era el padre de Henri era indecente. Era un pecado.
Debía proteger su corazón, ya que su papel en Beaumont seguía siendo
incierto. Pero ¿en qué momento había empezado a sentirse francamente
humillada por saber que Richard nunca, ni siquiera por un segundo, contemplaría
la posibilidad de casarse con Emma de Fulford?
—¿Mi Lady? ¿Lady Emma?
Se despertó de un sobresalto y miró hacia la puerta, junto a la almohada vacía
de Richard. La persiana de la ventana había sido abierta y un rayo de sol había ser
reflejaba en el suelo. Quienquiera que estuviera afuera seguía tocando.
—¿Mi Lady?
No era Geoffrey, ya que Emma no reconoció su voz. Colocando su capa
alrededor de sus hombros, se dirigió a la puerta y la abrió un resquicio.
Era Theo, el mercenario Sajón, quien acompañó a Godric en la travesía desde
Bosham. A diferencia de la mayoría de sus compatriotas, Theo se había afeitado el
pelo y su barba era corta y ordenada.
—¿Sí?
—El Conde Richard dijo que te ofreciera mi escolta si querías ir al mercado —
la expresión de descontento de Theo le dijo a Emma lo que pensaba de tal
comisión en un momento en que un hombre debería estar afilando armas o
entrenando con sus camaradas en el patio.
Un mercado. Emma se sintió tentada, pero pensó en Judhael y se detuvo.
—Gracias, pero no es necesario. Theo, ¿no es así?
—Sí, mi Lady.
—Theo, estoy segura de que puedo arreglármelas sin…
Theo agitó la cabeza.
—Mi señor fue muy explícito. Usted no abandonará los confines del castillo
sin mi escolta.
Emma miró a Theo. Tenía un aspecto duro y se veía suficientemente fuerte
como para evitar cualquier problema. Le encantaría ver Beaumont y el mercado.
¿Por qué debería Judhael gobernar su vida? Puede que ni siquiera estuviera allí;
incluso si lo estuviera, Richard había enviado a este hombre a cuidar de ella. Se le
enderezó su espalda; ya no tendría que agacharse en las esquinas.
—Ya veo. Bueno, gracias, Theo, me gustaría mucho ir al pueblo. Te veré en la
puerta de embarque en, digamos, media hora.
—Muy bien, mi Lady —inclinando la cabeza, Theo se retiró.
Un sol brillante había desterrado la niebla, haciendo visible lo que había sido
invisible el día de su llegada. Mientras Emma y Henri caminaban de la mano a
través de la puerta hacia el puente levadizo, los ojos de Emma se abrieron de par
en par. El puente levadizo no atravesaba un río como ella se había imaginado, sino
un barranco profundo. El precipicio era vertiginoso.
El castillo de Beaumont estaba encaramado en un afloramiento rocoso y la
primera vista cierta de Emma del condado desde el otro lado del puente levadizo
la dejó sin aliento. Tan alto —murmuró ella, agarrando a Henri.
Theo marchaba erguido a su lado con la mano en la empuñadura de su
espada, como si, incluso aquí arriba, junto al puente levadizo de su señor, temiese
un ataque. Estaba siendo demasiado cauteloso, pensó Emma mientras miraba
hacia un valle boscoso. Sin embargo, se alegró de su compañía. Judhael podría
estar cerca y, aunque se sentía segura de que podría tratar con él, al menos en
público, estaba agradecida por tener una acompañante.
Un río atraviesa el fondo del valle. Los robles y las hayas se estaban
convirtiendo en hojas y la orilla del río estaba bordeada de álamos y alisos,
diminutos a esta distancia. Aquí y allá, el bosque había sido talado para tierras de
cultivo. Podía ver los huertos que Richard había mencionado. Quedaban algunos
fragmentos de niebla, negándose a abandonar los huecos. Más abajo en el valle,
un buitre estaba dando vueltas.
—La aldea está a mitad de camino de la colina —dijo Theo. —Mi Lady, ¿está
segura de que desea caminar?
—Sí, no recuerdo que estuviera lejos.
Murmurando en voz baja, su reacia escolta andaba a su lado. En un cruce de
caminos, lleno en ofrendas, había un pequeño santuario a Nuestra Señora.
Prímulas y anémonas de madera habían sido esparcidas sobre varias fichas de
plomo de peregrinos y por un instante la visión la llevó de vuelta al santuario de
Saint Swithun en Winchester.
Pasado el santuario, comenzaron las casas. El pueblo de Beaumont tenía una
iglesia y una herrería. El corazón de Emma se retorció cuando una vez más su
mente recordó a Wessex. Beaumont era como Fulford, excepto que aquí no había
ninguna sala de aguamiel. Una taberna daba a una plaza cubierta de hierba, había
un par de prósperas cabañas de campesinos, y varias más humildes. Muchas de las
casas eran de barro y paja, y estaban rematadas con techos de paja, aunque
algunas otras estaban entarimadas. El único edificio de piedra en las cercanías era
el castillo que daba a todo desde su escarpadura rocosa.
Había otra diferencia notable con Fulford, pensó Emma, haciendo una línea
divisoria para los puestos del mercado instalados en el césped frente a la taberna.
Aquí, naturalmente, todo el mundo hablaba francés Normando. Dos mujeres
regateaban amistosamente sobre el precio de los huevos de la nueva temporada;
un hombre borracho sentado en un tronco fuera de la taberna cantando una
canción de marcha, desafinado, pero definitivamente en francés.
Un puesto de telas le llamó la atención. El vendedor estaba vociferando con
una variedad de materiales tan tentadora como se podía esperar ver: sedas suaves
en ricos rojos y azules oscuros; satenes brillantes; unas telas finas y otras pesadas
hechas a mano; terciopelos y damascos. Richard había mencionado a un vendedor
ambulante de París: éste debía ser su puesto. Emma le sonrió a Henri. Crecía tan
rápido que siempre necesitaba ropa nueva. Ella tenía que encontrar algo para él
aquí.
—¿Emma? —una voz siseó en su oído. —¡Háblame, Emma!
¿Una voz inglesa? ¿Aquí? Se dio la vuelta y el hielo se deslizó por su columna
vertebral.
—¡Judhael!
El mundo se redujo a un par de ojos azules. El sol de primavera perdió su
calor, el ajetreo del mercado se calmó y el pueblo pareció desaparecer de su vista.
Judhael. Emma se preparó. En su corazón sabía que este encuentro era inevitable.
Judhael estaba muy cambiado. Una barba rubia y rezagada no podía ocultar el
hecho de que había perdido peso. Sus pómulos eran prominentes, las cuencas de
los ojos demasiado pronunciadas. Una cicatriz lívida cortada en diagonal a través
de su mandíbula. Parecía una cicatriz vieja, pero no era una que Emma
reconociera. La costura se había estropeado.
—¿No me hablarás, mi Lady?
Theo hizo un movimiento, sus nudillos brillando de blanco en la empuñadura
de su espada mientras la miraba.
—Está bien, Theo —los momentos venideros no serían placenteros, pero
Emma estaba segura de que podría arreglárselas. Hizo a un lado al mercenario. —
Conozco a este hombre, él y yo somos... viejos amigos.
Theo se retiró unos pasos, obediente porque en Judhael reconoció a un
compañero Sajón, pero sus ojos nunca la dejaron, ni por un instante.
Un músculo se movió en la mejilla de Judhael.
—Amigos, amor, ¿eso es todo? Una vez fuimos más que eso —sacudió la
cabeza en dirección a la taberna. —Ven, comparte un trago conmigo, hay mucho
que decir antes de irnos.
—¿Irnos? —Emma contuvo la respiración, parecía como si Azor hubiera
logrado persuadir a Judhael para que se uniera a la lucha contra el Emperador del
Este.
—Sí, Azor y yo tenemos ganas de ir a Apulia —Judhael miró
despreocupadamente a Henri, y cada nervio en el cuerpo de Emma se puso en
alerta.
—¿Dónde está Azor? —preguntó ella, en un tono tan agradable como pudo.
¿Azor le había dicho a Judhael que tenía un hijo? Prometió que no lo haría.
Un encogimiento de hombros.
—Está por ahí en alguna parte. Ven, amor, tómate un trago conmigo —
Judhael extendió una mano lamentablemente delgada, más garra que apéndice
humano. No se parecía a la mano del hombre que había sido el housecarl favorito
de su padre.
—Creo que no —se cruzó de brazos. —Judhael, me alegro de que hayas
sobrevivido al Harrowing 30, pero no deseo hablar contigo. ¿Qué hay que decir? —
la mente de Emma estaba paralizada por pensamientos contradictorios. Este era
Judhael, el padre de su hijo, y ella había temido que él la encontrara durante tanto
tiempo... y sin embargo ahora que él estaba aquí, mirándola a los ojos, un
pensamiento surgió sobre todos los demás.
Este era el hombre que la había perseguido durante años: ¿esta criatura
esquelética y miserable?
La cara de Judhael, lo que Emma podía ver detrás de la barba, no era nada
más que huesos y ángulos afilados; sus hombros caídos y su ropa hecha jirones;
además, su ropa de trabajo de Winchester se vería positivamente prístina. El olor
amargo del sudor rancio le penetraba en sus fosas nasales; la ropa de Judhael
necesitaba lavarse; él necesitaba lavarse.
Algo dentro de él había muerto. Judhael era una sombra de su antiguo yo.
¿Fue esto lo que la derrota le hizo a un hombre?
Volvió a mirar a Henri.
—¿Quién es éste? ¿Cuidando de uno de los "golpes" de tu Lord?
Emma evadió su mirada. Azor había guardado su secreto, bendito sea. Judhael
podría ser una sombra de su ser anterior, pero bien podía recordar cómo se sentía
la palma de su mano. Por mucho que odiara hacerlo, el sentido común le dijo que

30
NT. Harrowing. Hace referencia a "Harryng of the North" o Desgarramiento del Norte; ya mencionado en referencia anterior.
debía mentir, para negar que Henri era suyo. Rezó para que Henri se callara. —
Pertenece a una de las damas del castillo.
Los ojos de Henri se abrieron de par en par. Que Dios la perdone, podía ver las
preguntas que se formaban en su joven mente, podía sentir su confusión. Un día
ella le explicaría todo, pero hoy no.
Por favor, Dios, que Henri guarde silencio.
Desafortunadamente, Henri le quitó el problema de las manos, exactamente
como lo había hecho en Honfleur.
—¿Mamá?
—¿Mamá? —Judhael siseó un poco. —Santa Madre, ¡el niño es tuyo! Pensé
que hacías de niñera para ese Lord.
Emma se preparó... ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Muy bien, lo confieso. No soy una niñera. Henri es mi hijo.
Inclinándose, Judhael cogió a Henri por la barbilla. Lo miró fijamente.
Henri lloriqueaba y se agarraba a las faldas de Emma.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó repentinamente.
—Casi tres —ella puso acero en su voz. —Y ten cuidado, no permitiré que se
asuste.
Judhael se enderezó y algo del viejo fuego se encendió en sus ojos. El corazón
de Emma se hundió. Su barbilla se incendió. Se negó a acobardarse, pero en lugar
de golpearla o tomarla por los hombros para sacudirla mostraba nerviosamente el
castañeo de sus dientes; Judhael agitó la cabeza y dio un paso atrás.
—Mi hijo —se frotó la frente; sus uñas estaban rotas y sucias. —Nunca pensé
que fuera un hijo —miró a Henri, estaba atónito.
Emma jugaba con el bolso en su cinturón. ¿Había cambiado Judhael? ¿Se
había equivocado al ocultarle la existencia de Henri? Ella lo había hecho para
protegerlo, pero era imposible ocultar la verdad por más tiempo, la edad de Henri
lo delató.
—Sí, Judhael, este es tu hijo.
La manzana de Adán de Judhael se balanceaba hacia arriba y hacia abajo
incontrolablemente.
—Se llama Henri, ¿creo que dijiste?
—Sí.
Judhael inhaló profundamente, sus hombros se enderezaron. Siguió mirando
a Henri, suavizando su expresión.
—Mi hijo —cuando miró a Emma no había rastro de su antigua arrogancia,
pero ese brillo febril en sus ojos no se había apagado del todo. —Emma, tienes
que dejarme hablar en privado contigo. Cuando supe que habías dejado
Winchester en compañía de ese Normando, ya había decidido probar la vida de un
mercenario. Pero quería hablar contigo, para despedirme por última vez.
Emma mantuvo un brazo firme sobre Henri.
—Podemos despedirnos aquí.
—¡Emma, no! Antes no sabía lo de Henri. Pero ahora que lo hago, es
imperativo que hable contigo.
—Judhael, no hace diferencia. Perdí el deseo de hablar contigo en Seven
Wells Hill. No tenemos nada que decirnos.
La cogió del brazo, con los dedos clavados en su carne a través de la manga de
su vestido. Por el rabillo del ojo, Emma vio a Theo endurecerse y acercarse
bordeándola. Judhael también lo vio. Al soltarla, se empeñó en retirarse para darle
espacio. Sus ojos eran demasiado brillantes, mirando fijamente.
—Emma, lo siento. He llegado a arrepentirme de lo que pasó ese día. Cometí
algunos errores, uno de los cuales fue irme sin ti. Culpa a mi pasión por la causa
del Rey Harold, que me cegó. Perdonadme. No me niegues a mi hijo.
—Judhael, el pasado no puede ser olvidado. Philip, Lufu… ambos estuvieron
mal hechos. Además, tus acciones recientes contradicen a tus sentimientos. ¿Qué
hay de los moretones que vi en las muñecas de Bertha? Y ese incendio en City Mill,
¿fuiste tú quien lo provocó?
Los ojos azules de Judhael se posaron en los suyos.
—En Fulford, el Padre Aelfric nos enseñó la importancia de un corazón que
perdona. ¿No hay perdón en ti?
—¡No me prediques! El año en que el Rey Harold fue asesinado, mi hermano
era un bebé; ¡era un recién nacido y tus ambiciones casi lo matan! Y en cuanto a
Bertha y Gytha… amenazar a mujeres inocentes... —Emma agitó la cabeza. —No
creo que hayas cambiado. Y aunque lo hayas hecho, no puede haber vuelta atrás
para ti y para mí.
Judhael levantó la mirada hacia el castillo sobre su afloramiento rocoso.
—Tú tampoco eres una santa. Pensé que estabas cuidando al bastardo de ese
hombre. Pero ya que no lo estás haciendo, ¿qué eres, Emma, su ramera?
Emma se mordió la lengua; se negó a dejar que la acosara. Le pareció que en
cierto modo no importaba lo que ella fuera para Richard, porque Richard; a pesar
de su inminente matrimonio con Lady Aude, había demostrado por sus acciones
que la valoraba. Su relación podría ser ilícita, pero el Conde de Beaumont trató a
su amante con más respeto del que jamás había recibido en su vida.
Judhael gruñó.
—¿Dices que no hay vuelta atrás?
—No.
—¿Ni siquiera si nuestro hijo pudiera ser legitimado?
Emma se quedó sin aliento.
—Matrimonio, ¿estás sugiriendo que me case contigo?
—Sí.
Apenas podía creer lo que oía. ¿Matrimonio? ¿Con Judhael? Una boda entre
ellos legitimaría a Henri, y nadie podría llamarlo bastardo de nuevo.
Vergonzosamente, un pensamiento se manifestó sobre el resto. Fue un
pensamiento que le dolía, un pensamiento de que no tenía nada que hacer.
Si se casaba con Judhael, no volvería a ver a Richard.
Los dedos de Henri estaban enroscados en sus faldas. Emma los dobló en los
suyos.
—No hablas en serio. Como acabas de señalar, no soy un santa; este niño da
fe de ello. Pero al menos nunca arriesgué la salud de un bebé. Philip era un bebé,
Judhael. —se alejó, agradecida por la presencia vigilante de Theo. —Debo irme.
La mirada de Judhael era intencionada.
—Dime una cosa, Emma, tu señor, el Conde de Beaumont, ¿se casaría
contigo?
—Eso no es asunto tuyo.
Una mano tomó la de ella, una mano como de gancho con las uñas sucias y
rotas.
—No me gusta en lo que te has convertido, Emma. No me gusta que nuestro
hijo tenga que soportar el estigma de la ilegitimidad.
Liberándose, ella lo miró fijamente.
—Ambos sabíamos lo que podría suceder en ese otoño de 1066. Era mi riesgo,
así como el tuyo.
A su lado, Judhael apretó los puños.
—Emma, podemos hacer las paces. Henri no tiene que seguir siendo ilegítimo.
Por el amor de Dios, cásate conmigo. Ven conmigo a Apulia.
Capítulo 14

—No —la voz de Emma era firme, pero sus nervios estaban temblando. Estar
con Judhael a menudo la había reducido a este estado, recordó. Sólo que esta vez
no iba a ser intimidada. Judhael mantuvo su mirada, su expresión más firme de lo
que había sido cuando él había sido housecarl de la casa de su padre. Las dudas la
asaltaron. Siempre había sido tan cambiante, ¿era posible que estuviera tratando
de reformarse?
—Tiempo —dijo Judhael en voz baja, mirando a Theo. —Verme ha sido una
sorpresa para ti y necesitas tiempo para considerarlo. Esperaré.
—No voy a cambiar de opinión —dijo. Henri se revolvió. Al darse cuenta de
que le estaba apretando la mano con demasiada fuerza, relajó su postura. —En
cualquier caso, ¿no se iban tú y Azor a Apulia de inmediato?
—Voy a retrasar mis planes por ti y por nuestro hijo, amor.
Con firmeza, Emma agitó la cabeza.
—Créeme, no iré.
—Piensa en ello. Y mientras tanto... —Judhael miró el bolso que Richard le
había dado y sacó una mano. —Me vendría bien una moneda o dos para
ayudarme.
—Algunas cosas nunca cambian —murmuró Emma. Abriendo el bolso, volcó
su contenido en la palma de la mano de Judhael. El hedor de su sudor la golpeó y
fue un esfuerzo para ocultar su repugnancia. —Supongo que vendiste los
brazaletes que ganaste a mi padre.
—¿Eh? —Judhael parecía en blanco.
—No importa —los brazaletes de Thane Edgar, junto con los que ella le había
dado, sin duda habían desaparecido hace mucho tiempo. Señaló hacia el mercado.
—Cómprate ropa nueva, visita una casa de baños, ponte un poco de grasa en las
costillas para el viaje. Pero no me esperéis, porque no vendré. Adiós, Judhael.
Ahora era inútil mirar a los puestos del mercado, ya que una vez más no tenía
ni un céntimo, y en cualquier caso gran parte de la luminosidad del día había
desaparecido. Asintiendo a Theo para acompañarla, Emma volvió la cara hacia el
castillo. Y aunque sintió los ojos de Judhael sobre ella hasta que llegó al santuario
y se perdió de vista, no miró hacia atrás.

***

Al anochecer, Emma se retiró a la alcoba de Richard tan pronto como pudo.


En el pasillo, Asa había acosado a Sir Jean para que le enseñara los rudimentos de
un nuevo y extraño juego de mesa. Como la niña estaba totalmente absorta; ya
fuera en el juego o en el hombre, lo que era una pregunta abierta, Emma le había
dado permiso para quedarse y se había llevado a Henri a la cama. Amando a Henri
como lo hizo, no era ninguna dificultad.
Mientras se hundía en el borde del colchón suave de la cama de Richard, se
acostumbraría a la suavidad... su mente escudriñó lo que había pasado en el
pueblo.
¡Judhael estaba en Beaumont! Había visto a Henri, se había enterado de que
Henri era su hijo, y no había caído en una de sus furias. ¿El tiempo lo había
cambiado tanto? Ella nunca lo hubiera creído posible. Pero hoy había aceptado su
negativa con una calma inusitada.
Debe haber cambiado. Por otro lado, esa naturaleza salvaje permaneció en
sus ojos. Por su bien, ella esperaba que la evaluación de Azor sobre él fuera
correcta. Apulia podría ser su origen.
Emma aflojó su trenza y buscó su peine. Estaba confusa en cuanto a la
ubicación exacta de Apulia, pero estaba muy lejos, a través de los Alpes, muy lejos
de la tierra de los francos. Si Judhael se iba con Azor a Apulia, no era probable que
volviera a encontrarse con él. En Winchester hubiera deseado un resultado así.
Pero después de haberlo visto hoy, con el peso que se le había caído de los
huesos, sus músculos desgastados...
Como mercenario, ¿podría Judhael durar mucho tiempo?
Suspirando, se pasó el peine por el pelo, encontró un nudo y empezó a
sacarlo. Cada vez más Sajones, Hindúes y housecarl que habían perdido su honor
junto a su Rey, se convertían en mercenarios. ¿Con cuál de los dos habían servido
Godric y Theo? ¿Cómo habían sido sus vidas antes de 1066, qué ambiciones
habían enterrado?
Pero Godric y Theo fueron afortunados, habían aterrizado de pie cuando
habían sido contratados por el Conde de Beaumont. Richard trató a sus hombres
con escrupulosa justicia, y eso fue tanto para sus mercenarios como para aquellos
cuyos lazos con él eran feudales. Emma no llevaba mucho tiempo aquí, pero eso
ya estaba claro.
Un sonido en el rellano atrajo su mirada hacia la puerta.
Richard. Empujando el bolso que él le había dado, el bolso vacío, debajo de la
cama, Emma encontró una sonrisa brillante y rezó para que no se acordara de
preguntar qué había comprado en el mercado.
Fuera de la alcoba, Richard se apoyó en la puerta por un momento, los tacos
de metal mordiéndole el hombro. Estaba agotado. Había puesto a los guardias a
prueba; había recorrido la finca a la cabeza de su tropa, mostrando la bandera;
había discutido las tácticas en caso de que Argentan y Alençon unieran sus
fuerzas. Y aún quedaba mucho por hacer. La armería, las tiendas… por mucho que
consiguiera delegar, siempre había más que esperaba su atención. Ni siquiera
había habido un momento para presentar sus respetos en la tumba de Martin.
—Merde —levantando el pestillo, entró. El aire estaba lleno del aroma de las
rosas. Su estado de ánimo mejoró.
Emma estaba sentada en el borde de la cama, peine en mano, sonriendo.
Dejando caer el peine sobre la sábana, ella saltó y se acercó a él.
—¡Mi Lord!
La tomó por la cintura y la llevó de vuelta a la cama.
—Eres una gran bendición para mí, ma petite. Te necesito esta noche.
—¿Me necesita?
—Mmm —la empujó a la cama y se instaló a su lado.
—No hay velo, bien —murmuró Richard, pasando sus manos por una salvaje
caída de cabello dorado como la miel. —Bien —la hebilla de su faja brilló a la luz
de las velas. Frunció el ceño mientras empezaba a luchar con la hebilla; no fue fácil
deshacerlo. —Señor, esto es una cosa fea, podrías encontrar una hebilla mejor en
el pueblo. —¿Llegaste al mercado?
—Sí, mi Lord.
Se sonrojó; fue muy acogedor. Pero había algo fugaz en la expresión de Emma
que le hizo detenerse. ¿Culpa? ¿Vergüenza? No pudo precisarlo.
—Mi nombre es Richard —dijo en voz baja. —¿Lo has olvidado?
—No, Richard, no lo he olvidado. Lo siento.
Ella lo estaba observando de esa forma tan atenta que tenía, con un toque de
arruga en la frente. Y ahí estaba de nuevo, ese pensamiento fugaz que había
tenido varias veces desde que se encontró con ella, un deseo que no estaba ligado
al honor de Lady Aude, un deseo que podía ofrecer a Emma más de media vida
como su amante. Y ahí ¡otra vez! esa sensación de que si no tenía cuidado podía
perder algo de gran importancia. Que podría haber más entre él y Lady Emma de
Fulford, que quería más...
Dios, esta mujer confundía su mente. Pero las rosas, el aroma de las rosas
estaba llenando toda su conciencia y todo lo que importaba era que ella estaba
con él esta noche. Su Emma, mirándolo ansiosamente con esos ojos azules. Su
pelo se arrastraba sobre las almohadas como si fuera oro hilado.
Por fin consiguió prescindir de la faja.
—La próxima vez que vayas al mercado, ten piedad de mí y encuentra una con
una hebilla que sea fácil de deshacer.
—Sí, Richard —sus ojos brillaban, insondables como el mar. Alargando la
mano, le acarició la mejilla. Su sonrisa había vuelto.
Richard cerró los ojos mientras sus dedos se deslizaban en su cabello.
—Bien —murmuró. —Bonito.
Sólo tenía a Emma en su mente y podía relajarse.
—Tú ahuyentas mis preocupaciones —sus ojos se abrieron de par en par; su
necesidad de esta mujer era sin duda una debilidad, y él debería tener cuidado al
admitirlo. Siempre era un error revelar la debilidad. Su padre había intentado
darle esa lección más de una vez.
Pero su mirada se mantuvo firme, al igual que la sonrisa. ¿Podría confiar en
Emma con sus confidencias? Después de que su madre se había ido al convento,
su padre se había vuelto más rígido y taciturno que nunca, pero había encontrado
a su amante Lucie. ¿Su padre le había confiado sus pensamientos más íntimos a
Lucie?
—Richard, creo que deberías quitarte las botas.
—¿Hmm? Oh, sí —contento de que ella no pareciera haberse dado cuenta de
su desliz, Richard se puso de pie y se quitó las botas.
—Y tu cinturón. Y… —su sonrisa era cálida… —…deberías quitarte la túnica
mientras lo estás haciendo.
Él mismo encontró una sonrisa.
—Eres todo un sargento esta noche, ¿no?
—Parece que lo necesitas de vez en cuando.
Mientras Richard tiraba de su túnica sobre su cabeza, se le ocurrió que ella
podría tener razón. Pero era ir en contra de la corriente, muy en contra de la
corriente, para estar de acuerdo. Nunca confieses tu debilidad. Así que
simplemente gruñó y dejó caer su túnica al suelo.
La habitación se oscureció mientras apagaba la vela. Escuchó el crujido de las
sábanas cuando ella se metía en la cama. Él sintió el camino de regreso a ella.
Calor. Suavidad. Emma
Ella colocó las sábanas sobre él incluso cuando él tiraba de ella por debajo
hacia él. Sin bata, aunque ella estaba sólo con su túnica.
—Eso fue rápido —dijo, no disgustado, mientras pasaba su mano por encima
de ella, pecho, cintura y muslo. Esperando que ella no dijera esa tontería de que
era el momento equivocado del mes, él le tiró de la falda de su ropa interior.
Ella besó su mejilla y sus dedos llegaron hasta su cabello, acariciando
suavemente la parte posterior de su cabeza. Ella lo atrajo sobre su pecho.
—Silencio ahora.
—¿Silencio?
—Duerme.
—¿Dormir?
Las caricias cuidadosas continuaron y el aroma de Emma, de rosas, invadió su
mente.
—Necesitas descansar, Richard, tranquilo y descansa. Geoffrey me dijo que
muchas noches no duermes. Eso no puede continuar, no cuando tantos confían en
ti para guiarlos.
—Guiarlos...
—Sí. ¿Tienes los ojos cerrados?
—Mmm —liderazgo. Sus palabras habían iniciado una serie de pensamientos
desagradables y, para su sorpresa, Richard se encontró a sí mismo dándole
espacio en su mente. —Eso es lo que pretendo hacer, mandar, liderar —levantó la
cabeza del cojín de su pecho, pero no se resistió cuando ella lo presionó de nuevo
hacia abajo. Tenía unos pechos preciosos, como Emma de Fulford, aunque le
gustaba esconderlos de él usando su ropa en la cama. Cuando la conversación
terminaba; la mujer claramente sólo quería conversar esta noche, él besaba cada
centímetro de su piel. Claramente la besaba por todas partes...
—Estoy segura de que eres más que capaz, Richard.
—¿Cómo lo sabrías?
—Tu reputación en Winchester. Cuando todo el mundo se dio cuenta de que
el Rey William no iba a renunciar a su derecho a Inglaterra, todo Wessex temía por
quién iba a poner a la cabeza de la guarnición —su voz se volvió seca. —El Rey
William no es conocido por su… caridad o su bondad, y muchos de sus
comandantes son de la misma opinión. Pero tú, Richard... —se detuvo, continuo a
jugando con su cabello. —Fue muy relajante. Wessex suspiró aliviado cuando se
dio la orden. Eras conocido por ser firme pero justo. Y estoy segura de que eso no
cambiará simplemente porque estés de vuelta en Normandía.
Richard bostezó y apretó un beso en su clavícula, la única parte de ella que
podía alcanzar en su posición actual, y no estaba dispuesto a moverse. Hasta
dentro de un rato...
—Liderazgo. La gente piensa que tiene que ver con dar órdenes a los
hombres, pero en realidad yo los llevo, los cargo a todos.
Y ahí estaba… ese pensamiento negro que mantenía enterrado, ese
pensamiento desleal. ¿El Rey William siempre guiaba a sus súbditos con amor y
cuidado? ¿Ha sido un buen gobierno erradicar todo rastro de vida en esos distritos
remotos del Norte simplemente porque algunos rebeldes se habían refugiado allí?
—¿Es un buen gobierno matar inocentes? ¿Hay alguna circunstancia en la que
sea justificable? —Dios, lo había hecho de nuevo, había expresado pensamientos
que debería haberse guardado para sí mismo; quizás ella no había oído...
—Tú no harías eso, Richard —su respuesta llegó suavemente a través de la
oscuridad, tranquilizando y aceptando mucho más de lo que él hubiera creído
posible dada la lealtad de su padre a Harold Godwineson.
La tranquila certeza en su voz dio origen a un anhelo que era absurdo en
extremo. Tonta, pero...
—¿Emma?
—¿Mmm?
—Hubo un momento en que fracasé como líder, en York.
Las yemas de sus dedos dibujaban pequeños círculos en su mejilla. Se
detuvieron un momento, y luego se reanudaron.
—¿Cómo fue eso?
Richard respiró hondo.
—Estábamos desplegados en el campo en las afueras de York. En algún lugar
cerca de un río, olvidé el nombre. No era tan ancho como el Itchen, y tenía un
borde más grueso con cañas. El flujo era más rápido. Había habido mucho
derramamiento de sangre y estaba rezando para que todo terminase, cuando vi a
este niño...
—¿Un niño?
—Un niño Sajón. Era joven, de la edad de Henri.
—¿Estaba solo? —la caricia se detuvo. —¿Dónde estaba su madre?
—No lo sé, sospecho que la habían matado. Algunas de las tropas; no las mías,
me apresure a añadir, habían tomado la orden de librar al norte de los rebeldes
demasiado literalmente.
La oyó tragar.
—Richard, no tienes que decirme esto.
—¿No quieres oírlo?
Su mano estaba de vuelta en su cuello, calmante.
—Si te da tranquilidad, Richard...
—Ese niño estaba corriendo, corriendo por su vida. Tenía a un soldado
siguiéndolo. Había habido muchas cosas terribles ese día, pero esa es la que
permanece conmigo, el contraste entre ese pobre niño inocente y el soldado de
caballería con cota de malla.
—¿Qué pasó?
Richard miró ciegamente a la oscuridad.
—El soldado lo atrapó. Le pedí a gritos que aguantara, pero no me hizo caso.
Antes de que pudieras parpadear, el sol estaba reflejado a lo largo de su espada.
Llama fría con muerte en el borde. Se acabó en un momento. La sangre del chico
empapaba la tierra. En algún lugar un cuervo estaba graznando, es extraño lo
irrelevante que uno recuerda —la agarró del hombro. —Emma, ese soldado era
uno de los míos.
—Pero tú le ordenaste que se detuviera.
—Sí.
—Te desobedeció. Richard, no tienes la culpa.
—Puse al hombre bajo castigo, por supuesto, pero no puedo sacarme a ese
niño de la cabeza. Él persigue mis sueños —dedos cuidadosos alisaban su cabello,
su cuello, girando su cabeza. Richard cogió uno entre sus dientes y le dio un suave
mordisco.
—Emma, también he estado pensando en nuestro acuerdo.
—¿Ha encontrado tiempo para eso? Mi Lord, me sorprende.
Arriba y abajo, arriba y abajo, el toque relajante de su mano en su cabello.
—Emma, por mucho que luche con ella, mi conciencia no descansará
tranquila con mi acuerdo contigo.
Su mano se calmó.
—¿Desea poner fin a nuestro acuerdo?
—Dios, no —la mano reanudó sus caricias. —Antes en Winchester te deseaba
más… urgentemente, y me dije a mí mismo que ofreciéndote llevarte a Normandía
te estaba salvando de ti misma —su pecho se levantó; sintiendo que estaba a
punto de hablar, puso un dedo en sus labios. —No he terminado. Sabía que tenías
pocos medios de sustento, que tu padre había perdido sus tierras.
—Perdió más que eso, mi Padre perdió su vida, al igual que mi hermano.
—Lo siento, créeme, pero esa es la naturaleza de la guerra. Lo que estoy
buscando a tientas es esta pregunta. Anoche dijiste que te sentías atraída por mí.
Necesito saber: si las circunstancias hubieran sido de otra manera, ¿me habrías
aceptado como tu amante, libremente, por ti misma?
—¿Intentas preguntarme si me gustas de verdad, Richard?
Richard frunció el ceño en la oscuridad; nunca lo habría expresado en esos
términos, pero como ella lo había mencionado…
—Bueno, ¿Te gusto?
Suaves labios apretaron un beso a su pómulo.
—Sí, Richard, me gustas mucho.
Extraordinario. Era sólo una frase pequeña, pero le quitó un peso de los
hombros. Richard no podía entender el poder que esta mujer parecía tener, no lo
hubiera creído posible.
—Emma, me dejé llevar en los establos de Honfleur, y lo lamento, aunque no
me arrepiento de nada. Cuando pueda, empezaré las negociaciones para corregir
el mal que te hice.
—¿Negociaciones? —su voz era apenas un susurro.
—Me gustaría honrar plenamente los compromisos que te hice en
Winchester. Sin embargo, puede llevar algún tiempo.
—Richard, estoy contenta con los asuntos tal como están.
—Puede ser, pero yo no lo estoy.
Silencio. ¿Qué estaba pasando por su cabeza? Emma tenía sus propias ideas y
Richard sintió que no estaba del todo contenta con su decisión. No era la primera
vez que se encontraba recordando a Lucie, la amante de su padre. Richard había
querido mucho a Lucie, siempre había sentido que ella lo había abordado mal el
asunto.
—Me hiciste recordar a Lucie —dijo.
—¿Lucie?
—La amante de mi padre. Después de que mamá entró en el convento, Lucie
nunca se apartó de su lado.
—¿Tu padre la amaba?
—Dios, no lo sabría, mi padre nunca hablaría de amor. Por mí mismo, dudo
que exista, pero sé que mi padre necesitaba a Lucie.
—Ya veo.
—Mi padre nunca creyó en la teoría de que la castidad hacía más fuerte el
brazo que sostenía la espada.
Emma sonrió ligeramente.
—Parece que estás de acuerdo con él.
Consciente de que se aventuraba en territorio peligroso, Richard decidió no
responder. Un hombre podía relajarse en compañía de una mujer y, al observar a
sus caballeros, Richard sabía que no era el único que encontraba que la liberación
de la tensión sexual podía dar una maravillosa claridad de mente. Hasta ese
momento, Richard había visitado los serrallos 31 que invariablemente surgieron
cerca de las guarniciones como meras comodidades para los soldados. Pero Emma
le enseñaba que cuando los hombres visitan a estas mujeres, no sólo se
aprovechan de la desgracia de otra persona, sino que a menudo la agravan.
—¿Emma?
—¿Hmm?
—¿Alguna de las mujeres que trabajaron en el Staple disfrutaron de su
trabajo?
—¿Richard?

31
Harén. Casa de citas. (N.R.)
Si su pregunta la había asustado a ella, también lo había asustado a él. Richard
estaba viendo el mundo bajo una luz diferente. Era como si hubiera estado usando
anteojeras toda su vida y ella se las hubiera arrancado.
—No importa —esta noche, había poco que Richard podía hacer para
enmendarlo. Pero cuando Argentan y Alençon hubieran sido atendidos, haría todo
lo posible para arreglar las cosas con ella. Sin embargo, sus compromisos actuales,
con su condado y con Aude de Crèvecoeur, significaban que, por el momento,
estaba obligado por honor a guardar silencio sobre sus intenciones. —No debe
volver a ocurrir —murmuró. —No volverá a suceder.
—Richard, lo que dices no tiene sentido. Es hora de que duermas.
—Mmm —bostezó; estaba cansado. Sin embargo, la conversación con Emma
había funcionado. Gracias a Dios la había encontrado, una mujer que podía
ahuyentar a los demonios de la guerra no sólo con su cuerpo, sino también,
milagrosamente, compartiendo confidencias, estando allí. —Hay tanto que hacer
—murmuró.
—Me atrevo a decir, pero mañana habrá tiempo suficiente. ¿No has estado
durmiendo bien durante cuánto tiempo?
—Algunos días.
—Geoffrey me dijo lo contrario.
—Geoffrey habla demasiado.
—Duerme, Richard.
La mano relajante estaba haciendo su trabajo en la nuca, el movimiento lo
arrullaba. Richard la había visto acariciar a su hijo de la misma manera.
—Henri, ¿está contento aquí?
—Henri está bien. Duérmete, Richard.
Emma yacía mirando fijamente a la oscuridad. Ella supo el momento exacto
en que Richard se había dormido; su cuerpo se relajó en sus brazos, su cabeza se
volvió pesada, su respiración se suavizó.
Ella presionó su nariz contra su pelo e inhaló. Richard. Un aroma masculino
que inicialmente significaba protección y seguridad, pero que en algún momento a
lo largo del camino de Winchester a Beaumont había cambiado. A Emma sí que le
gustaba, una afición que era tontamente fuerte. Había entrado en esta relación
decidida a no convertirse en otra Frida, decidida a que, al menos emocionalmente,
mantenerlo a distancia. Ahora parecía una esperanza tonta.
Sólo habían estado juntos unos pocos días, pero desde el principio Richard
había estado bajo su custodia. Se había puesto bajo su custodia con ese bote de
juguete. ¿Y el regalo de su bolso? No, nunca eso. Era más bien su insistencia entre
bastidores en que nadie debía insultarla. Y esas preguntas que él había hecho,
tratando de ocultar el hecho de que el gran señor, Richard Conde de Beaumont, se
preocupaba de que ella le quisiera. Y ella; idiota, ella lo trató bien, de hecho lo
hizo.
Sus labios se curvaron mientras le acariciaba. Richard necesitaba este
descanso, y era agradable pensar que ella podría consolarlo lo suficiente como
para mantener su pesadilla a raya.
Su sonrisa se desvaneció. La violencia que debe haber visto. Richard era un
guerrero que había jurado defender a su Rey y a su Duque, pero no era por
naturaleza un hombre violento. No había violencia por violencia, en lo que
respecta a Richard.
Al igual que Richard, el padre de Emma había sido un guerrero, pero, a
diferencia de Richard, Thane Edgar había sido propenso a furias atroces. En eso
Beaumont fue bendecido por Dios. Debía ser mejor que un hombre como Richard,
alguien con pleno dominio de sí mismo; incluso de carácter y justo, tomase las
riendas del gobierno aquí. Emma había amado a su padre, pero cuando era joven
había observado que su rabia a menudo conducía a juicios erróneos; testimonio
de esto fue su decisión de forzar a Cecily a entrar en el convento de Santa Ana. Y el
temperamento de su padre... Emma puso una mueca de dolor; había sido el miedo
al oscuro temperamento de Thane Edgar lo que la había llevado a convertirse en la
amante secreta de Judhael.
Judhael, que había demostrado ser otro hombre violento. Hasta conocer a
Richard, Emma creía que la mayoría de los hombres, y particularmente los
guerreros, provenían del mismo molde violento.
La cara demacrada de Judhael, tal como la había visto esa mañana, flotó hasta
el primer plano de su mente. En el pueblo, Judhael no le había gritado, no la había
obligado a hablar con él. ¿Estaba finalmente tratando de aprender control? Ella
quería creerlo.
Un mechón de pelo de Richard estaba rizado en su dedo. La oscuridad en la
alcoba era total, pero el color exacto de ese pelo estaba impreso en su corazón,
marrón oscuro con un destello de castaño cuando le daba el sol.
—Richard —ella murmuró, mientras meditaba sobre las ironías. No parecía
posible que uno de los caballeros más poderosos del Duque William hubiera
venido a Inglaterra para hacer la guerra a los súbditos de Inglaterra, y sin embargo
ser un hombre de paz. ¿El comandante normando de la guarnición de Winchester,
un hombre de paz? Sin embargo, así era. ¿Por qué si no lo perseguiría tanto la
muerte de un chico Sajón?
Richard tenía un deseo real de hacer buen gobierno. Su preocupación por la
justicia debía ser, por supuesto, la razón por la que quería cumplir las promesas
que le había hecho en Winchester.
El corazón de Emma se contrajo. No era porque él estaba desarrollando un
cariño por ella. Richard era honorable, había jurado encontrarle un marido y ahora
iba a combinar su palabra con su obra.
Es demasiado pronto, pensó ella. Nuestro tiempo juntos será demasiado corto.
Richard tenía la intención de encontrar al marido que ella había pedido. Agitó
la cabeza. No quería un marido, a menos que fuera él. Richard la había indispuesto
para cualquier otro hombre.
A menos que… el anhelo era un dolor que le atravesaba el corazón… ¿podría
Richard estar insinuando que él la consideraba su igual? ¿Estaba diciendo que
quería cortejarla?
No, eso nunca podría ser. Ella no tenía tierras ni propiedades. No sólo las
tierras de su padre estaban bajo la custodia de un Franco, su amigo Sir Adam, sino
que el propio Richard estaba comprometido con Lady Aude. Además, los hombres
del hermano de Lady Aude eran indispensables para él. Emma de Fulford no tenía
nada que ofrecer.
Richard se agitó y murmuró mientras dormía, pero su agarre de ella no se
aflojó. Una lágrima se deslizó por la mejilla de Emma, se la frotó en el pelo. Le
dolía la garganta.
Estaba molesta porque había estado recordando a su padre.
Le preocupaba que Judhael se embarcara en la vida de un mercenario en
Apulia.
Se secó de su mejilla otra lágrima. No estaba molesta por Richard, el Conde de
Beaumont; sus lágrimas no tenían nada que ver con él.
Sin embargo, varias preguntas le impidieron dormir. Seguramente cualquier
hombre que se casara con alguien tan serenamente bella como Lady Aude
aprendería a amarla, y entonces ¿qué le pasaría a Emma de Fulford? ¿Y qué quiso
decir Richard cuando dijo que estaba trabajando para mantener las promesas que
había hecho en Winchester? Emma le había pedido precipitadamente que le
buscara un marido. ¿Richard ya había elegido uno?

***

Incluso antes de desayunar, su ejército comenzó a reunirse en el salón y en el


patio. Como ninguno de los dos lugares era apropiado para que Henri jugara,
Emma lo llevó a la relativa tranquilidad de la alcoba de Richard.
Empujando uno de los cofres bajo la estrecha ventana, Emma subió y miró a la
horda que se asomaba por debajo de la puerta.
Una corriente de soldados fluía sobre la pasarela que cruzaba el barranco.
Había hombres en cota de malla; hombres con túnicas de cuero a la antigua con
anillos de metal cosidos a ellos; campesinos con poca armadura excepto su fuerza
y un gancho afilado. Había escudos de todo tipo, redondos y largos; había lanzas y
arpones; espadas cortas y largas. La hoja de un hacha de guerra Sajona captó la
luz. Las botas golpeaban como tambores lejanos, los caballos relinchaban y
resoplaban, el polvo se elevaba. Menos mal, reflexionó Emma, que Richard había
dormido anoche, ya que su genio tendría hoy que ser muy agudo.
Había empezado a llover justo antes del amanecer. Caballeros de Falaise,
respondiendo a la llamada de Richard a las armas; hombres de Bayeux deseosos
de demostrar su lealtad al hermanastro del obispo Odo, el Duque William; había
arqueros de Caen y Pont-l'Evêque. Nubes de polvo habían anunciado la llegada de
varias columnas de caballeros de élite de Rouen, demostrando que incluso los que
se encontraban en el corazón del Ducado Normando estaban corriendo a las
armas en apoyo del nuevo Conde de Beaumont.
Con las pisadas de muchas botas, los gritos, el sonido de un cuerno, el patio
estaba alborotado. Había tanto ruido que, mientras Emma levantaba el cuello para
ver, se oyeron unas alas que parpadeaban y las palomas que estaban en el alero
del establo se alzaron. Formaron un remolino blanco que se enrollaba sobre las
cabezas de las inquietas figuras de abajo. Segundos después ya no estaban.
Emma no podía culparlos. Ver lo que estaba pasando en el patio la ponía
nerviosa. Se mordió el labio. Habría más combates, más derramamiento de
sangre. No quería recordar a los perdidos en la Gran Batalla, pero por supuesto,
eso era imposible; su padre estaba siempre en su mente. ¿Y qué había pasado en
los alrededores de York?
Si sólo hubiera alguna forma de evitarlo, pensó Emma, apartándose de la
ventana. En el suelo, Henri estaba jugando con su bote, ajeno al belicismo de
abajo. La estera rústica era, Henri le había informado, el mar, y las botas de
repuesto de Richard estaban haciendo su trabajo como monstruos marinos
gigantes.
—Una batalla de otro tipo, ¿eh, Henri? —dijo Emma, bajando del cofre y
evitando cuidadosamente el viejo laúd de Richard; ya no es un laúd en este juego,
Henri le había informado, sino una isla en un océano por lo demás vasto y vacío.
Su frente se arrugó. Tal vez Henri no era ajeno a lo que estaba pasando en el
patio. Dios, ¿quién protege a los inocentes, si no hombres como Richard?
Barco en mano, Henri rugió de arriba a abajo por el suelo. El barco se
encontró con una de las botas de Richard de frente, Henri hizo su más feroz
gorgoteo, y la bota voló en el montón de armas en desuso apilados en la esquina.
Un par de paquetes envueltos en bolsas se estrellaron contra el suelo.
—Cuidado, Henri —Emma fue a reponerlos en su lugar.
—Lo siento, mamá.
El barco se elevó sobre su agitado mar y la otra bota de Richard, atacado por
las ballenas y...
El paño de saco alrededor de la espada desechada comenzó a deshacerse
cuando Emma agarró la empuñadura de la espada. Un granate destellaba, la plata
brillaba. Miró fijamente, con la mente en blanco y con incredulidad. La decoración
del juego de plata batida a pomo con un granate grueso era familiar. Esta
empuñadura de espada… lentamente su mente anduvo a tientas hacia la verdad...
¡ella conocía esta espada!
Temblando en cada miembro, Emma colocó el saco a un lado. Henri se había
quedado callado. Ella miró a través, pero él estaba bien, aun rugiendo arriba y
abajo de la estera, dando vueltas y vueltas alrededor de la isla de los laúdes.
Parpadeó a la espada, sin creer en lo que tenía en la mano, y sin embargo...
¡Esta era la espada de su padre!
Había perdido su vaina, pero ésta, la giró en sus manos y corrió con las puntas
temblorosas de los dedos a lo largo de la hoja, era la espada de un Sajón, la
espada de un hombre que se había ido a la batalla en compañía de su hijo. La
espada de un hombre que no había regresado: Thane Edgar de Fulford.
Las lágrimas la cegaron. Pensó que había hecho un ruido de asfixia;
ciertamente tragó para aliviar la tensión en su garganta. Su mente parecía haberse
congelado. Más lágrimas, que se desvanecieron.
La espada permaneció en su mano, sólida y muy real. Y allí, todavía estaba allí,
la cinta rosa que ella había enrollado alrededor del travesaño en ese otoño de
1066 como un designio de suerte. Estaba manchado con tierra y lo que parecía
sangre. Lágrimas calientes, cada vez más, como una presa estallando. Se mordió
un sollozo.
¿Qué hacía la espada de su padre tan bien apilada en la esquina de la alcoba
de Richard de Beaumont? ¿Y por qué estas otras armas no habían sido devueltas a
la armería? ¿Eran trofeos? ¿Trofeos de las muertes que había perpetrado?
De su aturdido cerebro surgió una última pregunta.
¿Richard había matado a su padre?
Capítulo 15

Las piernas de Emma cedieron. Se desplomó sobre la cama, enjugó las


lágrimas con su manga y puso la espada sobre sus rodillas.
Piensa, Emma, piensa.
La hoja estaba brillante y afilada, había sido limpiada y aceitada.
Naturalmente. Ningún guerrero Normando o Sajón que se precie podía soportar
que una fina espada se arruinara por falta de cuidado.
Y en cuanto a la cinta rosa trenzada alrededor del travesaño...
La tocó suavemente. El lazo la llevó a un tiempo de inocencia, un tiempo de
esperanza. Ella y Judhael acababan de convertirse en amantes; querían contarle a
Thane Edgar su deseo de casarse. Los acontecimientos habían conspirado contra
ellos cuando Inglaterra estaba sumida en la confusión. Primero Harold Hardrada,
luego Duque William...
El barco de Henri le dio un golpe en el pie y la sacó de sus recuerdos. Ella lo
vio arrastrarse de vuelta al centro de su mar imaginario.
—Ni siquiera habías nacido —murmuró Emma, echando más lágrimas a
borbotones.
—¿Mamá?
Henri estaba concentrado en su juego, lo que probablemente era igual de
bueno. ¿De qué le serviría ver a su madre en este estado?
¿Richard había matado a su padre?
Apoyó sus dedos en la hoja. Estaba fría. No había forma de escapar de esto. La
presencia de esta espada en la alcoba de Richard lo implicó en la muerte de su
padre. Richard no, no. Richard no. Ella sostuvo otro sollozo y miró las manchas en
la cinta. ¿La sangre de su padre? Una abeja entró por la ventana mientras Emma
estaba sentada como si se hubiera convertido en piedra.
Henri continuaba alegremente con su juego. Una segunda bota tuvo el mismo
destino que su compañera y fue disparada hacia la pared.
—Lo siento, mamá —la abeja zumbaba, Henri repitió en voz baja para sí
mismo, mientras que debajo de ellos, en el patio y en el salón, los hombres se
reunían para la guerra.
—Richard —dijo Emma en voz baja. —No tú, por Dios, no tú.
Se sintió aturdida, totalmente aturdida, aunque pudo ver que en cierto
sentido no había podido comprender su reacción. La muerte de su padre en
Hastings era una noticia antigua; ni él ni su hermano habían regresado. Pero una
cosa era saber que tu padre había muerto luchando por su Rey y otra muy distinta
descubrir que el hombre que habías elegido como tu protector podría haber sido
el que dio el golpe fatal.
Por otro lado, Richard podría no haber matado a su padre.
Emma se mordió el interior de sus mejillas y señaló el final de la cinta rosa. Se
estaba desenmarañando; todo su mundo se estaba desenmarañando. ¿Por qué
debería Richard guardar esta espada? Su pecho se elevó y los viejos prejuicios y
miedos parecieron elevarse y devorarla.
En el mejor de los casos, Richard estaba implicado. En el peor de los casos...
Delicadamente, Emma desenrolló el resto de la cinta del travesaño. Dejándolo
a un lado, volvió a meter la espada en su saco y la devolvió a la esquina. Nada
debía parecer fuera de lugar cuando Richard comience a buscarla.
¿Qué dijo anoche? Esa es la naturaleza de la guerra. ¿Sabía de quién era esta
espada? El dolor la atravesó. Había estado viviendo en un mundo de ensueño
desde que dejó Winchester y ya era hora de que se despertara. Sí, Richard era
noble en el mejor sentido de la palabra, pero ella se había quedado pasmada al
pensar que podrían vivir en verdadera amistad. ¿Un Sajón y un Normando?
Demasiadas cosas se interponían entre ellos para que ella pudiera continuar como
la amante de Richard por un minuto más…
El dolor en su abdomen se intensificó, y se envolvió con sus brazos alrededor
de su estómago y se hundió de nuevo en la cama. Debía dejar Beaumont, y le
dolía, le dolía. ¿Qué clase de mujer no iba a sentir verdadero dolor al pensar en
dejar a Richard? La había seducido con su título y su fuerza. La había seducido con
ese fino cuerpo y su aparente necesidad de ella. Pero ¿qué sabía ella realmente de
él?
Fue amable con ella.
Ordenó que se hicieran pequeños botes para su hijo.
Era un mentiroso. Había mentido sobre Lady Aude "la fea Aude".
Y en cuanto a su insomnio, podría no estar totalmente arraigado en su
preocupación por ese muchacho Sajón que su soldado había matado. Su insomnio
podía sugerir fácilmente que había otros hechos oscuros en el pasado de Richard,
hechos que volvían para perseguirlo.
La espada envuelta en sacos atrajo su mirada. Hechos oscuros. ¿Qué más
podría estar escondiéndole Richard?
La abeja voló contra la pared blanqueada, zumbando frenéticamente mientras
intentaba encontrar la salida. Volvió a entrar en el centro de la habitación y se tiró
de nuevo a la pared, antes de encontrar finalmente la libertad y salir por la
ventana.
Emma aclaró su garganta. No podía sentarse aquí para siempre.
—¿Has vencido a los monstruos marinos, Henri? —su voz no sonaba como la
suya.
—¡Sí, mamá!
Se puso en pie y apretó los dientes. Esto debería ser fácil, sobre todo porque
se había armado para no cuidar de Richard de Beaumont desde el principio. Ella
extendió su mano.
—En ese caso, ven conmigo. Vamos abajo para empacar tus cosas.
Sus grandes ojos azules la miraron fijamente.
—¿Empacar?
—Sí. Esta tarde nos vamos de viaje.
La cara de Henri se iluminó.
—¿Con el Conde Rich?
—No, mi amor —cuando soltó su respuesta, la cara de Henri perdió su brillo.
—Pero si eres bueno, Henri, muy bueno, podemos ir en otro barco.
Fue una pena que ella le hubiera dado todo el contenido del bolso de Richard
a Judhael, pero eso no se había podido evitar. Había sobrevivido sola una vez en
Winchester; podía hacerlo de nuevo.

***

—Lo siento, Lord Richard —dijo Sir Hugh, con una sonrisa triunfal que reveló
que no lo sentía en absoluto. —La respuesta ha sido tal que dudo que haya
espacio para todos en el salón esta noche.
La sala estaba repleta hasta el punto de estallido. La mesa principal se
levantaba en un estrado, y desde el punto de vista de Richard, en la cabecera de la
mesa, debería haber tenido una vista clara de la puerta principal. Sin embargo la
horda se la escondía.
Era un caos organizado. Soldados, sirvientes, caballeros, escuderos e incluso
sus sabuesos se entretejían, tropezándose entre sí, mientras se escabullían de sus
asuntos. Sus oídos resonaban con el ruido del lugar. Un hombre saludó a otro a
través del estruendo, otro dejó caer una bandeja de servir, un sirviente maldijo,
una mujer gritó de risa, un perro gruñó.
Sin embargo, Richard se dio cuenta de que no había niños. No había visto a
Henri desde el amanecer, cuando visitó al niño antes del desayuno. Tampoco hubo
un suspiro de Emma. No es que pudiera culparlos; esta mêlée no era para ellos.
—Haz lo que puedas, Hugh —dijo. —Puedo ver que estará apretado.
—Tendremos que requisar el establo.
Richard asintió.
—También se puede usar ese granero de almacenamiento junto a la armería,
y se pueden levantar tiendas en el jardín de hierbas detrás de la torre del
homenaje si es necesario.
—¿El jardín de hierbas?
—Sí, Hugh. Si hay una pulgada de espacio en cualquier lugar, úsalo.
—Pero... ¿el jardín de hierbas? A Lady Aude no le gustará, mi Lord.
Richard le envió a Sir Hugh una mirada significativa.
—No depende de Lady Aude. Entre tú y yo, puede que no esté aquí por
mucho tiempo más.
—¡Oh! Ya veo, mi Lord, muy bien.
Richard se frotó la cara y miró más allá de los mapas y las copas de vino de la
mesa hacia el pasillo de más allá.
—Debo confesar que no me había esperado de que la respuesta a mi llamada
a las armas podría sería tan abrumadora.
—Tu familia siempre ha sido leal a Normandía —dijo Hugh con una pequeña
sonrisa. —Y Normandía cuida de los suyos.
—Hmm —Richard tocó el mapa con la punta de su daga. —¿A qué hora se
espera que regresen esos enviados?
—Deberían volver en cualquier momento, mi Lord.
—¿Disculpe, Lord Richard? —el mercenario Theo saludaba a su lado, su
expresión preocupada. —Una palabra, por favor, sobre Lady Emma.
—¿No puede esperar?
—No, mi señor, no lo creo.
Levantándose con el ceño fruncido, Richard odiaba que lo interrumpieran
mientras estaba en conferencia, introdujo al Sajón en un pasillo lateral. Estaba
fresco y oscuro, y cuando la puerta se balanceó, el balbuceo en el pasillo se
silenció.
—¿Sí?
Theo tragó. —Lady Emma; pensé que debería saberlo, ha abandonado el
castillo. Con el niño.
—Lo más probable es que lo haya llevado a la aldea para escapar de los
estragos militares aquí.
—No estoy seguro, mi señor. Estaba vestida para viajar y llevaba un bulto. No
me importaría apostar que ella y su hijo se fueron. Dejando el distrito.
Un nudo frío se formó en el estómago de Richard. ¿Emma? ¿Irse?
Seguramente ella le habría dicho algo si hubiera tenido la intención de dejar
Beaumont. Especialmente cuando anoche le había dicho que iba a cumplir las
promesas que le había hecho tan pronto como pudiera. ¿En qué andaba ella?
—Debes estar equivocado, hombre, ella no me dijo nada de irse.
—Sin embargo, mi señor, Lady Emma no tenía el aspecto de alguien que
planeaba regresar.
—¿Cuándo, cuándo la viste irse?
—Cruzaron el puente levadizo hace menos de diez minutos. A pie. Se dirigían
hacia el pueblo.
—Merde.
En el salón alguien gritó una orden… Sir Hugh por el tono.
—¿Quiere que la traiga de vuelta, mi señor?
Richard se rió. Era una idea amarga, pero la idea de Theo arrastrando a Emma
de vuelta por sus orejas si no quería venir le pareció extrañamente divertida.
—No, síguela —cavó en su bolsa. —Toma, toma esto. Vigílalos, encubierto,
¿entiendes? Necesito saber a qué se dedica. Asegúrate de que no sufra ningún
daño, pero sobre todo, Theo, no la pierdas.
—No, mi Lord.
—Date prisa, hombre. Y llévate un caballo, podrías necesitarlo.
Theo se dio la vuelta y Richard lo miró abriéndose paso a través de la masa de
personas hasta que la puerta se cerró. Tardó un minuto en concentrarse para
volver a su consejo. ¿Emma, se ha ido? ¡No!, él esperaba que ella hubiera
desarrollado simpatía por él; ciertamente se sentía más que encariñado con ella.
Tal vez pudo haberse expresado mejor anoche. Pero eso no era posible, no
mientras él todavía estaba atado al honor de Lady Aude.
Las uñas de Richard se le estaban clavando en las palmas de las manos.
Flexionó las manos. Había sido un idiota en lo que respecta a Emma: se había
permitido sentir afecto por ella. ¿Y cuál fue el resultado? Emma había huido,
exactamente como lo había hecho su madre. Era; debería haber aprendido esta
lección en la infancia, lo que hacían las mujeres.
Escapaban.
En el caso de su madre, había llegado a entenderlo. Su madre había sido
expulsada por las repetidas infidelidades de su padre. ¿Pero qué había alejado a
Emma? Ella sabía que se iba a casar con Lady Aude, pero desde el principio había
dejado claro que no sentía nada por ella. Se había encariñado con Emma; ella
debe darse cuenta de que no quería otra amante. ¿Había mencionado ese sentido
de conexión que sentía con ella? Eso pensaba, pero anoche estaba tan cansado. Y
ahora, Dios, no se debe permitir que esto lo retrase. Tenía un condado que
asegurar.
Richard miró ciegamente a un perno de hierro en la puerta, mientras se sentía
atrapado por una sospecha menor. Anoche, Emma había hablado de su insomnio,
había mencionado que lo había hablado con Geoffrey. Anoche había aceptado el
consuelo de ella. ¿Ese había sido su error?
¿Emma había huido porque él se había mostrado débil ante sus ojos? ¿Era él,
en su opinión, ya no el fuerte protector que anhelaba?
Mon Dieu, de todos los días que ella había tenido para que se la tome en
serio, no podría haber elegido uno peor.
Otro grito de Sir Hugh irrumpió en los pensamientos de Richard. Puso los
hombros rectos, puso la mano en la puerta y expulsó a Emma de su mente. Tenía
una batalla que ganar, y la ganaría.

***

Emma se dirigía a la posada del pueblo, con la posibilidad de atrapar a Judhael


antes de que se fuera a Apulia. Mientras se apresuraba a cruzar la hierba frente a
ella, el sol estaba apostado en el horizonte por encima de un grupo de árboles en
el oeste. Las sombras se alargaban.
Empujando a un fornido soldado de a pie en un gambeson32 de cuero y
chausses holgados, Emma cruzó el desgastado umbral y condujo a Henri hacia el
interior. Casi inmediatamente se arrepintió. La posada estaba tan llena de
hombres como lo había estado el gran salón. Supuso que se desbordaba del
castillo. La mitad de la población masculina del Ducado debe haber venido a
Beaumont.
Un sugestivo silbido la hizo recordar su casa en un instante. Era como si
estuviera de nuevo en el Staple y Hélène llenaba jarras de cerveza a la vuelta de la
esquina. Levantó la barbilla. Ella podría lidiar con esto.

32
NT. Gambeson: Saco medieval, hecho de piel o tela acolchada, usado como ropa de protección ligera.
Alguien le arrebató la falda. Golpeando la mano a un lado y dándole al
hombre; niño, en realidad apenas parecía lo suficientemente mayor como para
afeitarse; una mirada arrogante como la que ella había usado a menudo en
Wessex, se abrió paso a codazos hacia el corazón de la habitación. Estaba
congestionado y lleno de humo azul. Más soldados y aún más: cada caballete
estaba abarrotado, los bancos se inclinaban. Definitivamente, del castillo debía
estar desbordado.
—¡Emma! —Judhael se paró ante ella, con la mano extendida.
—Judhael, me alegro de que no te hayas ido. Necesito hablar contigo.
—Iremos afuera —Judhael miró a Henri. —Déjame llevarte, muchacho.
Pulgar en la boca, los ojos de Henri estaban muy abiertos.
—Henri está bien, Judhael, yo lo tengo.
Emprendieron su camino hacia afuera y encontraron un banco que estaba
captando los últimos rayos del sol moribundo. Judhael había seguido el consejo de
Emma. Se había cortado el pelo y la barba, y él llevaba, como ella se alegró de ver,
ropa diferente, limpia. El olor amargo se había ido.
—Has reconsiderado mi oferta —dijo Judhael, con un indicio de complacencia
en su expresión. —Te casarás conmigo.
—Lo siento, Judhael, pero ya te he dado mi respuesta, no puedo...
Las palabras murieron en los labios de Emma, cuando la verdad golpeó con la
fuerza de un rayo.
No podía casarse con Judhael porque amaba a Richard. No tenía nada que ver
con lo que Judhael había hecho en el pasado, nada que ver con sus temores de
que nunca estaría completamente reformado. No, la razón principal por la que no
podía casarse con Judhael estaba sentada en ese castillo en la mesa de su consejo
para discutir con sus caballeros. Richard
Desgarrando su mirada desde la de Judhael, Emma parpadeó mirando la
hierba a sus pies. ¿Cómo era posible? Desde el principio estaba decidida a
mantener a Richard a distancia. Y ahora estaba implicado en la muerte de su
padre. No puedo amar a Richard, eso sería...
—Es imposible —dijo ella.
—Emma...
La complacencia había desaparecido de la expresión de Judhael. Reuniendo su
ingenio, tocó su manga.
—Lo siento, Judhael —dijo en voz baja. —Pero como dije ayer, no puedo
casarme contigo.
Puso una mueca de dolor.
—¿No hay vuelta atrás? ¿De verdad?
—Verdaderamente. Pero necesito tu ayuda.
—¿En qué te puedo ayudar?
Preparada para una discusión al menos, Emma miró fijamente. ¿Qué, sin
insultos porque ella lo había desairado? ¿Nada de gritos? Alabado sea el Señor,
parece que por fin Judhael intentaba reformarse.
—Me parece que debo abandonar el castillo, Judhael —ella empujó su bulto
con el dedo del pie de su bota. —Y lamento tener que preguntarte esto, pero me
gustaría que me devolvieras algo de ese dinero. Te di todo lo que tenía.
—¿Qué harás? ¿Encontrar a los parientes de tu madre?
—No, volveré a Fulford, debería haber ido allí hace años. El dinero será
necesario para el viaje.
Judhael acarició su bolso.
—Lo tienes, es tuyo. Y más que eso, te acompañaré, al menos hasta uno de
los puertos. No soportaría verte vagando por Normandía a solas con nuestro hijo,
particularmente con el Ducado en tal estado de efervescencia.
—Eso no es necesario, estoy segura de que nos las arreglaremos.
—Insisto.
—Pero ¿qué hay de tus planes?… ¿Apulia, Robert Guiscard?
—Nuestros planes se mantendrán. Primero te quiero de vuelta a salvo en
Inglaterra. ¿Qué clase de padre sería si permitiera que tú y Henri hicieran solos un
viaje tan peligroso?
Mientras Judhael hablaba, el sol se hundió debajo de los árboles, tiñendo el
cielo de rosa. Algunos grajos volaban de vuelta a sus dormideros, puntos negros
contra el resplandor. En el pasado, Emma siempre había ocupado el segundo lugar
entre las ambiciones de Judhael; se sentía muy extraño que la pusieran en primer
lugar. Ella sonrió.
—Has cambiado, Judhael.
—Al final el tiempo lo cambia todo —su mano se posó sobre su brazo y algo
en sus ojos la hizo retroceder.
—No me casaré contigo, Judhael. Mi mente está firme en esa decisión.
—Tengo oídos, amor, te oí la primera vez.
A pesar de sus palabras, Emma pudo ver que no le creía; esperaba ganársela.
Se puso de pie.
—Ven, amor...
—Preferiría que no me llamaras así.
—Como tú quieras. Deberíamos ir a las caballerizas y tratar de obtener otro
caballo. No será fácil con todo esto en marcha —Judhael sacudió la cabeza ante las
interminables filas de soldados que marchaban hacia el castillo.
—No, no lo será. Pero me gustaría salir lo antes posible, aunque eso signifique
viajar a través del atardecer —el castillo de Beaumont se erguía sobre su
escarpadura de suave albaricoque resplandeciente bajo el sol de la tarde. Una fría
espada se retorció dentro de ella. —Podría venir a por mí.
Los ojos de Judhael se convirtieron en hendiduras.
—¿Qué tan probable es eso?
—No estoy segura —Emma saludó con la mano a las tropas de la
concentración. —Su mente está completamente ocupada, pero realmente no
podría decirlo.
Judhael asintió.
—Nos iremos inmediatamente. Y le retorceré el brazo a Azor para asegurarme
de que venga con nosotros. Otro brazo armado no saldría mal.
Tres días después, Emma, Henri, Judhael y Azor regresaron al puerto de
Honfleur. No se había… Emma intentaba no preocuparse… no se había visto a
Richard, el Conde de Beaumont, aunque en todo el Ducado no se hablaba de nadie
más. Pudo haber huido de su castillo, pero no había forma de escapar de él.
En una posada cerca de St Pierre, Emma escuchó a escondidas una
conversación entre dos mujeres sentadas junto a la hoguera.
Una mujer había dicho:
—Qué rápido se pone en los zapatos de su primo, ¿no?
—Tendrá que ser rápido si quiere conservar el condado —llegó la respuesta
pragmática. —Necesitará también ser inteligente, y tal vez lo sea. Morwenna me
dijo que los enviados salieron de Beaumont con destino a Argentan y Alençon.
En un manantial de la ciudad de Pont-l'Evêque, hubo más discusiones.
—El Conde Richard trajo cartas, cartas del Duque William —dijo un joven,
mientras llevaba un cubo de agua para su esposa embarazada. —Argentan y
Alençon no tienen ninguna posibilidad. Incluso el Conde Remond ha enviado una
tropa para apoyarlo.
La bella esposa había puesto una mano sobre su vientre.
—¿El Conde Remond de Quimperlé? Pensé que sus intereses estaban
orientado en otra dirección.
—Esta vez no. Se conocieron hace unos años y la reputación del Conde
Richard...
Emma no había tardado lo suficiente en conocer el relato del manantial para
enterarse de la reputación del Conde Richard, no podía soportarlo. Cada vez que
se mencionaba su nombre, su espíritu se hundía. Era como si estuvieran hablando
de otra persona, un extraño al que nunca había conocido, y no le gustaba. El
Conde de Beaumont. Oh, Richard...
Cada paso de su viaje la alejaba más de él, y a medida que pasaban las millas,
el corazón de Emma se volvía más pesado. Para cuando llegara a Fulford, estaría
hecha completamente de plomo. Y eso sería una bendición, porque entonces
seguramente dejaría de sufrir. No podía esperar a salir del Ducado.
En Honfleur, sin embargo, hubo un pequeño contratiempo.
—No hay barcos para Bosham durante varios días, madame —le informó uno
de los capitanes del barco, mientras que en lo alto del aire cargado de sal las
gaviotas se abalanzaban y se inclinaban.
Emma señaló a otro barco donde los porteadores estaban enrollando barriles
en el muelle y cargándolos en grúas.
—Ese está a punto de zarpar.
—¿Ese? —el capitán del barco se acarició la barbilla. —Se dirige a St. Malo.
—¿Y ese?
—No, querida, eso es una barcaza fluvial, eventualmente irá río arriba hacia
Rouen. Si quieres llegar a Inglaterra tendrás que esperar. El próximo barco a
Bosham sale dentro de cuatro días. Un barco mercante. Mientras tanto, si necesita
alojamiento...
—No, gracias, tenemos alojamiento.
Su posada, "El Barco", era una pocilga y no se podía comparar con la Sirena. La
comida era poco confortable y los colchones estaban húmedos y probablemente
verminosos. Pronto, Emma se dijo a sí misma, pronto estaré en casa, en Fulford.
Qué tonta he sido, por orgullosa. Cecily tenía razón, pertenezco a Fulford. Es
importante vivir una vida rodeada de aquellos que te aman. En Fulford están
Cecily, Adam, Beatrice y...
—Te gustará Fulford —le dijo a Henri, preparándolo para lo que vendría. —
Podrás jugar con tu primo, y yo tengo un hermano un poco mayor que tú. Adam
encontrará un pony para los dos y... —su voz se quebró; ella tragó rápidamente.
—Te encantará.
Una noche, mientras se abrían paso a través de un estofado de carne de res
que había sido salado con una mano pesada, Judhael, que hasta ahora había
mantenido su distancia, le tocó el brazo.
—No te vayas, amor —dijo.
Al otro lado de la mesa, la cabeza de Azor se disparó. Su expresión era lo
suficientemente cautelosa como para poner los pelos en el cuello de Emma.
—Por favor, Judhael —dijo Emma, alejándose, —yo no soy tu amor.
—Lo eres. ¡Me casaría contigo! —sus ojos eran anormalmente brillantes. —
Siempre fue mi intención, lo sabes. Por favor, Emma, reconsidéralo.
—No puedo.
La boca de Judhael está llena de líneas obstinadas.
—Casarte conmigo no sería lo peor que podrías hacer.
Azor golpeó su taza.
—Lady Emma, ¿casada con un mercenario? ¿Qué clase de vida sería esa para
ella?
Los ojos de Judhael brillaban en la luz de la antorcha
—Sería una vida en la que ya no serías una mujer sin honor. Eso legitimaría a
nuestro hijo —le cogió la mano. —Emma, te lo suplico.
—No.
—¡Pero yo te amo! —su voz se elevó, las cabezas voltearon.
Lord, ¿no habían dejado todo esto atrás?
Sonrojándose, Emma se liberó y escondió sus manos en su regazo.
—Pero ya no te quiero, ya no más.
Para su alivio, Judhael se sumergió en el silencio.
El día de la salida, su barco debía partir al mediodía. Emma había pasado una
hora en la casa de baños local para que Judhael tuviera tiempo de despedirse de
Henri. Sólo Dios sabía si volverían a encontrarse.
En el momento en que Emma entró en el patio de la posada, era evidente que
algo andaba mal. Judhael y Azor estaban parados junto a un montón de heno,
mirándose con beligerancia el uno al otro y Judhael tenía una marca rojiza; un
moretón en desarrollo, en una mejilla. Su cicatriz mal cosida estaba lívida a la luz
de la mañana. No había señales de Henri.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está Henri?
—Huyó —Judhael le espetó a Emma, con ojos que nunca se apartaban de los
de Azor. Estaba rígido de furia.
La piel de Emma se congeló; ella había visto a Judhael en las garras de la ira
muchas veces y el resultado nunca fue bueno. ¡Henri!
—¿Escapó? ¿Por dónde? —ella agarró la manga de Judhael. —Por el amor de
Dios, ¿hacia dónde se fue?
Judhael levantó un hombro, sus ojos eran tan duros como el cristal.
—Pregúntale a nuestro amigo aquí. Estaba demasiado ocupado siendo
golpeado por él para ver algo más que estrellas.
—¿Azor te golpeó? ¿Por qué? —Emma echó un vistazo por la calle. Nada.
Dejó a Judhael frotando la marca roja en su mejilla y metió la cabeza dentro de la
taberna. No Henri. Dios. Sus entrañas se retorcieron. ¿Dónde estaba él? —¿Azor?
Un músculo se contrajo en la mejilla de Azor.
—Lo siento, mi Lady.
Los ojos marrones de Azor parecían disculparse, lo que era más de lo que se
podía decir de los de su antiguo amante.
—Bastardo, Azor —dijo Judhael, con la voz apretada por la ira.
—No deberías haberle pegado, Judhael —dijo Azor, —sólo estaba molesto.
—¿Por qué estaba molesto Henri?
—Un accidente. Judhael pisó un bote que tenía, se rompió.
La iluminación apareció.
—Henri lloró.
—Sí, mi Lady.
Demasiado para Judhael tratando de reformarse. Emma se le acercó.
—¡Le pegaste a Henri! ¡Debería haberlo sabido! La violencia siempre ha sido
tu manera de hacer las cosas.
—A veces —el tono de Judhael era feo, —es la única forma de hacerlo —
negándose a encontrarse con su mirada, frunció el ceño a la ladera boscosa que
daba al puerto.
—¡Eres imposible! —el estómago de Emma estaba revuelto y todo lo que
podía pensar era que Henri había huido, llorando, en un pueblo extraño y Judhael
estaba más preocupado por su orgullo. —Bendita Virgen, debes tener alguna idea
de adónde fue.
Finalmente, Judhael la estaba mirando.
—Sólo si te casas conmigo.
Repelida por tal insensibilidad, tardó un momento en encontrar palabras.
—Sé quién es el verdadero bastardo, Judhael, y no es Henri —levantándose
las faldas, Emma comenzó a correr hacia el puerto, con el velo arrastrando su
cuero cabelludo mientras se balanceaba con la brisa.
Capítulo 16

Richard ralentizó el caballo que había pedido prestado al hermano de Aude


para que trotara al acercarse a Honfleur. Había disfrutado sintiendo el viento en su
cabello. Había pasado mucho tiempo desde que había caminado por los senderos
de Normandía de manera tan informal, con sólo una espada y un gambeson de
cuero, y sin escolta completa. Se había ganado este privilegio, pero la
preocupación le estaba mordisqueando el disfrute del antojo. El informe de Theo
había dejado claro que Emma había logrado reservar un pasaje en un barco que
partiría hacia Wessex más tarde en la mañana. Estaba decidido a no llegar tarde.
Había empezado a llover. Sintiendo el gotear en su cuello, se levantó la
capucha.
Desde que Richard montaba de incógnito, sólo lo acompañaban Geoffrey y los
mercenarios Sajones, habiendo dejado el resto de su séquito en Crèvecoeur. La
velocidad era la clave, por lo que incluso había dejado atrás a sus perros. Habría
partido antes, pero había sido vital esperar el regreso de sus enviados y llevar a
buen término las negociaciones antes de abandonar Beaumont. Ahora, con su
cadena de mando tan segura como podía estarlo, había venido a por ella.
Por delante se extienden las afueras del puerto: un granero de
almacenamiento, su paja oscura con el paso del tiempo; una posada de aspecto
dudoso, su puerta estaba tan podrida que parecía como si una bestia salvaje le
hubiera arrancado grandes mordiscos del fondo de la misma.
Theo también había mencionado a los compañeros de viaje de Emma en su
informe. Dos housecarl Sajones, había dicho, uno con el nombre de Judhael.
Merde. El informe de Theo suscitó más preguntas que respuestas. ¿Emma se había
citado con Judhael en Beaumont? ¿Por qué si no estaría él allí? Ningún Normando
en su sano juicio emplearía a Judhael de Fulford. Y seguramente Judhael no podía
arriesgarse a volver a Inglaterra.
—Falta como media milla, mi Lord —dijo Geoffrey, arrastrando también su
capa.
Perdido en sus pensamientos, Richard asintió. ¿Llegaría a tiempo? Él rezó.
¿Cómo reaccionaría Emma cuando lo viera?
—Estoy seguro de que Lady Emma se alegrará cuando lo vea, mi Lord —se
aventuró Geoffrey.
Richard levantó la frente.
—¿Perdón?
—Lo siento, mi Lord —Geoffrey tiró de la cadena. —Fue impertinente de mi
parte comentar.
—Así fue, pero como ya lo has hecho, tal vez quieras explicarte más...
—Cuando Lady Emma se enteró de lo que pretendía... —la voz de Geoffrey se
calló.
—¿Presumes de conocer el funcionamiento de mi mente, Geoffrey?
—No, mi Lord, mis disculpas, por supuesto —Geoffrey intercambió miradas
con Godric y Richard sintió que el color de sus mejillas se elevaba.
¿Era tan obvio? Debe serlo. Tenía que recuperarla. Era un tonto enamorado,
tan fascinado por su amante fugitiva que no podía vivir sin ella. No había dicho ni
una palabra de sus intenciones, pero de alguna manera estos dos hombres se
habían enterado de ellas. Por supuesto, habían participado en la reunión que
Richard había tenido con el Conde de Corbeil en el camino hacia aquí y sabían que
él la quería de vuelta. Pero no había dicho ni una palabra de sus verdaderas
intenciones con respecto a Emma.
A lo largo de los años, Richard había viajado muchas millas con Geoffrey y
parte de él, la parte que era más hombre que Conde, habría estado encantado de
preguntarle a Geoffrey por sus opiniones sobre Emma. Pero, no, a pesar de su
atuendo informal de hoy, debía seguir siendo "el Conde". Debe ser consciente de
sus consecuencias en todo momento.
Si Emma regresase con él, entonces realmente tendría a alguien con quien
hablar de las cosas. Existía ese vínculo que él sentía con ella, esa sensación de que
una verdadera reunión de mentes podría ser posible, si tan sólo...
Merde, ¿por qué se había escapado? ¿Podría seguir sintiendo algo por el
padre de Henri?
El camino estaba iluminado por la lluvia, los surcos se llenaban de agua. Un
par de urracas estaban desguazando tripas de pescado en la zanja. Siguieron
peleando incluso cuando las pezuñas de su caballo pasaron a menos de un pie de
ellas. Un olor a entrañas llenaba el aire.
Adelante, un niño corrió repentinamente a la calle y vino directamente hacia
ellos, su pequeña cara era el cuadro de la miseria. Viéndolo, el pelo le pinchaba en
la nuca, un niño corriendo, corriendo tan rápido como sus piernas cortas lo podían
llevar… Los músculos contraídos en el vientre de Richard, un recuerdo negro se
agitaba y, por un momento, se encontraba en otro país, en un paisaje sombrío y
sangriento cerca de York.
Mientras el niño tropezaba hacia ellos, la mirada de Richard se agudizó.
¿Ciertamente ese era...?
—¡Henri! —exclamó Geoffrey.
—Así es. Espera aquí —señalando a los demás para que se detuvieran, Richard
instó a su caballo a seguir adelante.
Henri tropezó en uno de los surcos y cayó de bruces en el barro.
Fue el trabajo de un momento para desmontar y recogerlo.
—¿Henri?
Olfateando, limpiándose la nariz con el dorso de la mano, los ojos de Henri se
abrieron de par en par. Los ojos de su madre.
—¡Lord Rich! —sonrió con una sonrisa acuosa. —Te estaba buscando.
—¿Estabas, muchacho?
—Sí.
—Ven conmigo, entonces, y dime qué es lo que está mal —la cara de Henri
estaba llena de barro y lágrimas, ¿o era lluvia? Era difícil de decir.
El niño olfateó y tragó con hipo.
—¡Rompió mi bote!
—¿Lo hizo? Agárrate fuerte, Henri. —Richard lo puso en la silla de montar y
montó rápidamente detrás de él, acercándolo.
—Sí —Henri se giró hacia él, con la cara arrugada, los puños aferrados a su
gambeson. —Y... Rich, Rich, perdí a mamá.
—Está bien, Henri, estás a salvo conmigo. Primero iremos a buscar a tu mamá
y luego veremos si podemos hacer otro barco para ti. De hecho, si mamá está de
acuerdo, tendrás muchos barcos. ¿Qué te parece eso?
Un pequeño cuerpo húmedo apretado cerca del suyo.
—Sí —una sonrisa se hizo realidad. —¿Conde Rich?
—¿Hmm?
—Mamá y Jude...
Richard se dio cuenta de que debía estar frunciendo el ceño cuando la voz de
Henri se calló. Cambió su cara una expresión más agradable.
—¿Sí?
Una pequeña mano tocó la mejilla de Richard, como si el niño le estuviera
ofreciendo consuelo.
—Mamá y Jude, sin besos, sin besos, sin besos, sin besos.
La mandíbula de Richard se relajó. De todas las cosas que Henri pudo haberle
dicho, esto fue… esto fue... gracias a Dios. Sentía como si las nubes se hubieran
levantado, pero no, una ráfaga de viento frío le golpeó en la cara, y los charcos
estaban manchados de lluvia.
La cabeza rubia de Henri temblaba de un lado a otro. El barro corría por una
de sus orejas. Distraídamente, Richard lo limpió.
Gracias a Dios.
—No besos, besos —repitió Henri, y la satisfacción del niño claramente
coincidió con la suya. Casi.

***

La lluvia estaba cayendo en serio cuando Emma llegó a los muelles. En algún
momento del camino había perdido el velo. De pie en la boca del puerto,
tragándose el aliento, se puso una mano en los ojos para protegerse de la
humedad y miró desesperadamente hacia los embarcaderos.
La marea estaba subiendo. Su barco por fin estaba amarrado, y una o dos
figuras empapadas estaban aplastadas hacia él a través de las tablas que estaban
oscuras y húmedas. Un hombre llevaba un pony a la ancha pasarela, otro llevaba
la brida de una reacia mula de carga.
Sin noticias de Henri. Había una piedra fría donde debería estar su corazón.
Los otros embarcaderos estaban tranquilos. Los pescadores deben haber
salido antes o haberse refugiado en una de las tabernas.
—¡Henri! —Emma corrió unos pasos y se asomó a un callejón húmedo entre
dos graneros de almacenamiento. —¡Henri!
No había respuesta.
Los cascos se agolpaban detrás de ella, cascos de metal que raspaban los
adoquines. Se giró, y el mundo se puso de lado.
—¡Henri! —ella miró fijamente a la cara de su salvador. —¡Richard!
Richard sonrió.
—A su servicio, mi Lady.
—¡Mira, mamá, encontré al Conde Rich!
El alivio la debilitó. Fue un esfuerzo acercarse a la rodilla de Richard, pero lo
logró. Levantó los brazos.
—Ven aquí, Henri.
Su hijo era cálido y suave y... se echó hacia atrás.
—¡Estás cubierto de barro!
—Lo siento, mamá.
Sus ojos se encontraron con los de Richard sobre la cabeza rubia.
—Un pequeño percance en la carretera de Pont-l'Evêque —murmuró Richard.
—¿Estaba en el camino a Pont-l'Evêque? —cielos.
—Aparentemente me estaba buscando.
Le ardían los ojos y de repente Emma se alegró de que lloviera. Parpadeó
como una loca.
—Ya veo. Bueno, se lo agradezco, mi Lord, con todo mi corazón.
Richard sonrió y el corazón de Emma dio un salto tonto. Parecía estar en buen
estado de salud, aunque quizás un poco cansado y sin afeitar. Y había algo
diferente en él. Ella frunció el ceño. ¡Por supuesto! Llevaba un gambeson de cuero
como el que llevaría un soldado normal. ¿Dónde estaba su cota de malla, su
escudo, los pendones carmesí? ¿Dónde estaba su séquito? ¿Los perros? ¿Han ido
mal las cosas en Beaumont? Su corazón se apretó mientras lo miraba fijamente.
No debería preocuparse más, sobre todo porque había encontrado la espada de
su padre en su poder. Fue deprimente saber que sí le importaba, mucho. Iba a
tener que ser fuerte.
—No esperaba volver a verte —dijo ella, con una voz de madera.
—Lo entendí en Beaumont.
Abrazando a Henri, Emma puso su cara hacia el barco.
—Gracias por traerme a Henri, mi Lord. Gracias. Pero si me disculpa, he
reservado un pasaje a Bosham y debemos embarcarnos.
Richard le envió una sonrisa muy peculiar.
—¿Qué barco, ese?
La mirada de Emma siguió su dedo señalador.
—¡Geoffrey! —se formó una horrible sospecha. —¿Por qué Geoffrey y Theo
están hablando con el capitán del barco?
Los ojos de Richard brillaron.
—Richard, ¿te has tomado la molestia de cancelar mi reserva? ¿Lo has hecho?
—¡Cómo te atreves! —Emma siseó unos minutos más tarde cuando Richard
tiraba de ella hacia una de las casas de los comerciantes más prósperos con vistas
al puerto. —¡Cómo te atreves!
Dentro, Richard la liberó. Frotando su brazo, lo miró con ira, rechinando los
dientes. Con los ojos de Henri sobre ellos, no podía hacer un escándalo, al menos
no tan grande como ella quería y Richard lo sabía, el bruto. Respiró
tranquilamente.
—¿Dónde están?
—¿Quiénes?
—Las pobres almas cuya casa han requisado tus hombres, ¿dónde están?
—Visitando amigos.
El dinero debe haber cambiado de manos. La casa era grande y estaba
amueblada con mucho cariño, con paredes limpias y blanqueadas y una mesa
pulida. El sutil olor a cera de abeja yacía bajo el humo de una hoguera doméstica.
De las vigas colgaban ramos de lavanda y una olla de cobre brillaba en el hogar.
Era probablemente la mejor casa del puerto.
—No sé por qué me has traído aquí. No tengo nada que decirte y no tengo
intención de volver contigo.
—¿Mamá? —unos ojos ansiosos la miraban. A Henri no le gustaba su tono, ni
a Richard, a juzgar por la expresión de su cara.
—¿Godric?
—¿Mi Lord?
—Lleva a Henri a vigilar los barcos, ¿quieres? Y no lo pierdas de vista, se
puede mover como un rayo cuando quiere.
—Sí, mi Lord —Godric extendió la mano y miró con curiosidad a Emma.
Emma asintió con la cabeza.
—Ven a ver las barcas entonces, muchacho. Me pregunto si hay alguna con
velas rojas.
En la puerta, Henri se quedó atrás.
—¿Conde Rich?
—¿Hmm?
—¿No olvidarás tu promesa?
La expresión de Richard se aclaró y volteó el cabello de Henri.
—¿Olvidaría algo tan importante como eso?
Henri sonrió y permitió que Godric lo sacara. Estaban solos.
Emma sintió la conciencia familiar resplandecer a través de ella. Cada nervio
parecía sentir un hormigueo simplemente por estar con él. Que el cielo la ayude,
lo había echado de menos.
Decidida a resistir, subió y bajó con largos pasos.
—¿Prometido? ¿Qué promesa?
—Luego —Richard vino a pararse frente a ella, lo suficientemente cerca como
para que ella viera que realmente necesitaba afeitarse. Olía a caballo y sudor y a
Richard, y su mera presencia frente a ella la estaba debilitando vergonzosamente.
Era tan débil que apenas podía arrancarle la mirada de la boca. Ella daría su vida
para poder entrar en esos brazos fuertes y dejar que se alejaran del pasado… Dios,
esto no iba a ser fácil…
—Tengo una pregunta para ti, Emma. Dos, de hecho —esos ojos grises la
miraban tan intensamente como un halcón mira a su presa.
—¿Sí?
—Theo me dijo que unos hombres te escoltaron hasta aquí.
—¿Theo me vio? Me preguntaba cómo sabías adónde ir. ¡Hiciste que me
siguieran!
Richard extendió la mano y, durante un breve momento de alegría, Emma
pensó que quería abrazarla, pero simplemente sintió el tejido de lana de su falda y
frunció el ceño.
—Esto está mojado, Emma, deberías cambiarte.
—¡No haré nada de eso! ¿Qué me pondría?
Su boca se movió y señaló hacia un par de fardos que pasaban desapercibidos
junto a la pared. Su equipaje, el suyo y el de Henri. Hizo que los trajeran de la
posada. Emma le miró con ira.
—Asumes demasiado, Richard.
—No asumo nada, se lo aseguro. Cámbiate, Emma, te vas a resfriar.
Emma se cruzó de brazos sobre sus pechos.
—¡No lo haré! —la lluvia entraba a través de las cortinas de humo, el fuego
siseaba.
—Hazlo a tu manera —sus ojos sostenían los de ella. —Theo mencionó que
uno de los hombres... ¿se llamaba Judhael? Ese era el nombre de tu antiguo
amante, según recuerdo.
—No puedo decirlo.
—Era Judhael. Dios, Emma, ¿el hombre te abandonó hace años y tú insistes
en protegerlo?
Ella agitó la cabeza.
—Judhael no me abandonó, yo me alejé de él.
—¿Hiciste arreglos para encontrarte con él en Beaumont?
—¡No! Él y un compañero… oh, Richard, ¿qué puede importar? Estoy tratando
de volver a Inglaterra. Mis viejos amigos me acompañaron. Y todo habría ido bien,
y Henri y yo hubiéramos seguido nuestro camino si no le hubieras dicho al capitán
del barco que no necesitábamos pasaje en su barco —ella lo miró con ira. —Te
equivocaste al hacer eso, me vuelvo a Inglaterra. Todavía hay tiempo. No zarparán
hasta que suba la marea.
—Lo lamento, mi Lady, pero ese barco zarpará sin usted —con mandíbula
sombría y decidido, Richard parecía cualquier cosa menos arrepentido. —Tenemos
asuntos que discutir antes de que te vayas. Después de eso... —se encogió de
hombros. —Será tu decisión. Puedes irte si lo deseas.
—No tengo nada que decirte! Me gustaría irme inmediatamente.
Se acercó, y sus ojos estaban tan fríos como cuando ella lo conoció en
Winchester. ¿Había sido derrotado Richard en Beaumont? ¿Estaba de nuevo
mirando a los ojos del hombre amargado por la derrota? Como llevaba el simple
atuendo de un humilde soldado, parecía probable. Dios, ¿no había visto
suficientes hombres destruidos de esa manera?
—Más tarde, Emma, después de nuestra charla.
La había apoyado contra la mesa, que se le clavaba en los muslos.
—Richard, por favor.
La tomó por los hombros.
—¿Por qué te fuiste? Si no fue porque el padre de Henri ha venido por ti.
—¡No! No, no fue así —sus dedos eran despiadados, y sus ojos: a Emma
realmente no le gustaba esa mirada fría. Maldecirla por su debilidad, pero quería
volver a ver esos ojos grises encendidos de calor, como lo habían hecho en el
cuarto de la torre de Beaumont.
—Entonces, ¿por qué te fuiste? ¿Por qué?
Emma giró la cabeza para evitar esa mirada despiadada y se concentró en el
equipaje que había al otro lado de la habitación.
—La espada, era la espada —su boca estaba seca. Chupándose los labios. Se
tropezó. —Encontré la espada de Thane Edgar en tu habitación. La espada de mi
padre muerto.
Su agarre se relajó, frunció el ceño, con los ojos en blanco.
—¿Espada?
Al liberarse, las lágrimas la cegaron para que ella pudiera, gracias a Dios, ya no
verlo, Emma se envolvió los brazos en el medio. Su risa era dura, crujía en el
medio.
—Cielos, ¡matas a mi padre y ni siquiera te acuerdas!
—La espada, la de Hastings, la que Geoffrey tenía envuelta en un saco, ¿era
de tu padre?
La desolada Emma asintió, consciente de que él se le acercaba. Esa poderosa
forma masculina era sombría, silueteada por la luz que entraba a través de las
persianas y borrosa por sus lágrimas. El silencio se apoderó de ellos y parecía que
ambos se habían convertido en piedra. Afuera, una gaviota graznaba, un gorrión
gorjeaba. El fuego ya no estaba silbando, la lluvia debe haber cesado.
Richard rompió el hechizo al pasar su mano por su frente.
—Tu padre, Thane Edgar... por todo lo sagrado, Emma, no sabía que ese
hombre era tu padre. Y yo no lo maté.
—Ojalá pudiera creerlo —más lágrimas inundaron sus ojos.
Cogió su mano, su tacto suave esta vez, y pasó su pulgar por encima de los
dedos de ella.
—Lo juro, Emma. Pero ahora entiendo por qué huiste —llevándola a un
banco, tiró de ella hacia abajo, a su lado. —Si me escuchas, te explicaré por qué
guardé esa espada.
Ella asintió. Por alguna razón se había vuelto imposible mirarlo a los ojos, así
que ella miró fijamente a un nudo en la mesa.
—Yo no maté a tu padre, pero sí lo vi morir —dijo Richard. —No cargaré tu
mente con detalles porque pueden a perseguirte toda la vida, pero debes saber
que tu padre murió valientemente.
Emma pasó la punta de un dedo por encima de los remolinos en el nudo,
vueltas y vueltas, vueltas y vueltas.
—¿Estaba cerca del Rey?
—¿Harold Godwineson? Sí, el dueño de esa espada estaba en el corazón de
los acontecimientos, en medio de sus compañeros. Murió como un guerrero.
Los verticilos en el nudo vacilaban y nadaban, las lágrimas dejaban huellas
ardientes en las mejillas.
—Emma.
Una gran mano se extendió y cuidadosamente volvió la cara hacia él. Los
dedos suavizaron las lágrimas. Dedos que Emma pensaba; pero por supuesto que
no podía ver bien por el llanto, que estaban temblando. Se mordió un sollozo. La
esperanza, estaba aprendiendo, podía ser tan dolorosa como la desesperación...
—Emma, debes creerme. Cuando... si volvemos a Beaumont, pondré la
espada de Thane Edgar en tu poder. La guardé para recordarme que en la guerra
hay valentía y heroísmo en ambos bandos —su garganta apenas funcionó. —Me
parece, necesito que me creas.
Escondida en sus brazos; oh, el alivio, Emma presionó su rostro contra el
cuero que se usaba con suavidad y asintió con la cabeza.
—Sí —se ahogó. —Sí, lo hago. Supongo que habrías matado a mi padre si
hubieras tenido que hacerlo, pero gracias a Dios que no lo hiciste.
Se sentaron en el banco durante algún tiempo. Las sombras se movieron.
Richard le acarició la cabeza, y apretó los labios calientes contra su sien.
Enrollando sus brazos alrededor de él, ella la abrazó tan fuerte como pudo y
levantó su cara manchada de lágrimas contra la de él. Si volvemos a Beaumont,
había dicho. Los eventos allí deben haber resultado mal.
—¿Richard?
Le dio otro beso en la sien y le hizo una mueca en la nuca.
—Estás empapada. Tenemos que secarte.
Olfateando como una niña, Emma asintió y se quedó mansa como un cordero
mientras Richard de Beaumont comenzó a desvestirla. Fue muy inocente, muy
casto. Dejó que el alivio se presentara. Su padre había muerto como un héroe,
como hubiera deseado. Y Richard no lo había matado, gracias a Dios.
Las preguntas se amontonaron sobre ella.
—¿Richard?
Estaba frunciendo el ceño por la hebilla recalcitrante de su faja.
—Dios, odio esta cosa, ¿por qué demonios no vas a conseguir otra? ¡Ah, ahí!
—la faja chocó contra la mesa y él la giró, buscando los lazos en la parte de atrás
de su vestido.
—¿Que pasó en Beaumont, Richard?… ¿Hubo una batalla?
—En un momento. Primero dime tú. ¿Estamos reconciliados?
Emma parpadeó y, volviéndose hacia él, buscó la solidez de ese simple
gambeson. Sus dedos se enroscaron firmemente en el cuero. La marea debe haber
cambiado en Beaumont. Richard había venido a ella sin su séquito, disfrazado de
hombre corriente. Aparentemente, ya no era el poderoso protector que ella había
buscado en Winchester. Pero si él la quería, podía tenerla. Ya no le importaban los
adornos; hombre o Conde, se contentaba con cualquiera de ellos. Ella había
soñado con el matrimonio una vez, pero por este hombre, también dejaría de lado
esos sueños.
—Estamos reconciliados —sonaba como un voto, que en cierto modo, lo era.
Richard había tenido su corazón en custodia durante algún tiempo, si lo supiera.
Una sonrisa iluminó sus ojos. Era su vieja sonrisa, la cálida que había visto en
Beaumont, que le quitaba años de encima. Ella pensó que él la besaría, pero él
simplemente se quedó ahí parado, mirándola fijamente y sonriendo. Se sonrojó,
de repente, ridículamente cohibida.
—¿Beaumont, Richard? ¿Qué pasó?
Richard le giró y volvió por los lazos.
—No hubo pelea, gracias a Dios —su aliento era cálido en la nuca de ella. —
Con el apoyo de William y el de mis aliados, las negociaciones ganaron ese día. Los
Condes de Argentan y Alençon estaban tras una victoria fácil. Cuando se dieron
cuenta de que la mitad del Ducado estaba en armas contra ellos, recobraron el
sentido común.
—¡Ganaste!
—Sí, Beaumont es mío, y sin que se desenvaine ni una sola espada. Cuando
dos ciervos pelean de cuerno a cuerno no tiene que haber derramamiento de
sangre, pero uno debe reconocer que el otro ha ganado. Por supuesto, no
podemos dormirnos en los laureles, siempre estarán buscando la debilidad, pero
estaremos listos para ellos si regresan.
—Estoy tan contenta —dijo Emma, mientras se quitaba la lana húmeda de su
vestido de los hombros. —Le darás a tu gente un buen gobierno, estoy segura —
ella le cogió la mano, pero él se había dado la vuelta y estaba buscando en su
mochila una bata seca. —¿Qué pasó con la armería y todas esas armas dañadas?
Miró hacia el otro lado.
—Olvidé que te habías enterado de eso. Jean encontró al culpable y está
tratando con él. ¿Esta azul servirá?
—Sí.
Se quedó mansa como un cordero y dejó que él la vistiera.
—Entonces, el Conde de Beaumont está actuando como mi sirvienta —
murmuró.
—¿Qué? —su sonrisa estaba torcida. —¡Tiempos desesperados! No puedo
dejar que te mueras, no cuando tengo planes para ti.
—¿Los tienes?
—Tú, ma petite, vuelves a Beaumont conmigo. No hay escapatoria. —su
sonrisa desapareció, fue reemplazada por una mirada cautelosa que podría
llamarse vacilante. Hizo que ella quisiera besarlo. —¿Vendrás?, ¿no es cierto?
Emma asintió. No podía fingir más. Ella amaba a este hombre. Lo había sabido
antes, pero el hallazgo de la espada de su padre había hecho que el pasado se
levantase entre ellos como un monstruo marino. Era hora de dejarlo atrás.
—Las palomas ya habrán regresado a sus dormideros, así que sí, sí, sí, yo
también lo haré.
—¿Las palomas?
—Las que estaban en los establos, que los soldados ahuyentaron.
Su mano se puso alrededor de su cuello, acarició su nuca.
—Siempre habrá soldados. Tengo mis deberes y a veces es necesaria una
demostración de fuerza, pero ya que regresas conmigo... —sus ojos se volvieron
vigilantes. —hay un asunto de cierta importancia que debemos discutir.
—¿Oh?
—En Winchester, me pediste que te buscara un marido adecuado. Estoy listo
para iniciar las negociaciones.
¿Le había encontrado un marido? ¡No!
—Pero, Richard.
—Tendrás que decirme si crees que es adecuado.
Richard, el establecido Conde de Beaumont, señor de la herencia y ahora por
aclamación, se arrodilló ante ella.
—Emma de Fulford, ¿aceptarías ser mi Condesa?
Se agarró a un hombro ancho.
—¿Tú? ¿Quieres casarte conmigo? —ella se encontró mirando con la boca
abierta mientras él la miraba fijamente a los ojos.
—Cásate conmigo, Emma. Te querré como nunca se ha querido a ninguna
mujer.
—Pero... pero... ¿qué hay de Lady Aude?
—La acompañé de vuelta a Crèvecoeur en mi camino hacia aquí. Ella nunca
me quiso, todos lo sabemos.
—Pero ¿no es necesario casarse con ella para fortalecer la alianza con su
hermano?
—Edouard y yo hemos establecido un buen entendimiento entre nosotros sin
ese matrimonio. Además —su expresión suavizó. —He desarrollado un afecto
desmesurado por una muchacha con la que me encontré en una taberna.
Emma puso sus manos en sus caderas.
—¿Una afición desmesurada?
Al alcanzarla, le metió una mano caliente debajo de la falda y la movió hacia
arriba y hacia abajo de la pantorrilla.
—Un cariño muy angustioso, un cariño incontrolable.
—¿Un cariño?
Apoyó la cabeza contra el muslo de ella y suspiró.
—Sí. Puede ser amor, pero lo dudo. Es la muchacha más terrible. Si me caso
con ella, supongo que me obligará a viajar a Wessex para la boda ya que su familia
vive allí. Tengo que proveerla de bolsos grandes. Y su hijo es casi tan malo, hay
que hacer flotas enteras de barcos para satisfacerlo...
Cantaba con el corazón, porque por fin empezaba a creer que Richard la
amaba de verdad, Emma luchó por mantener la compostura. Levantó una ceja.
—¿Flotas enteras? Por Dios.
Richard se puso de pie.
—Henri lleva un negocio tan difícil como su madre. Bueno, ¿me aceptarás? He
enviado a Theo con una carta al Rey pidiendo su bendición. Necesita saberlo.
—¡Así que eso es lo que Geoffrey y Theo estaban haciendo en el barco!
Le dio una de sus sonrisas torcidas.
—Lo confieso, Theo sólo estaba robando tu lugar a bordo. ¿Y bien? ¿Volverás
a Beaumont como mi novia?
—Sí, yo también he desarrollado un afecto desmesurado por ti.
Sus ojos grises miraron a los suyos, ojos llenos de calidez y oscuros de pasión.
¿Frío? Nunca.
—¿Un cariño desmesurado? —murmuró.
—Richard, te amo —ante su sonrisa, ella agarró sus hombros y ofreció su boca
a la suya, pero él se detuvo. —¿Richard?
—Hay una condición —dijo, con ojos serios.
—¿Condición?
—Debes jurar que no volverás a huir. Emma, por favor, quiero que sepas que
te quiero, te adoro, pero habrá momentos en los que no podré ir detrás de ti por
todo el campo.
—Lo sé, y te prometo que no habrá más huidas. Usted y Judhael tienen
grandes ambiciones políticas, pero he aprendido que hay una gran diferencia
entre ustedes.
—¿Mmm? —envolviéndole las manos en la cintura, tiró de ella hacia él y le
acarició el lóbulo de la oreja. El deseo se acumuló en su vientre. Ella le había
echado de menos estos últimos días; había sentido dolor por él. Una mirada de
Richard, un toque, y supo que sus ojos estaban vidriosos de necesidad.
—Sí —era difícil hablar, su voz era tan crujiente como la de una rana y sus
dedos se deslizaban en su grueso pelo castaño. Pero ella debía decirlo: —Richard,
una vez pensé que tus ambiciones eran similares a las de Judhael, pero ustedes
dos son mundos aparte. Judhael tenía una fijación enfermiza, una obsesión, si se
quiere. Es retorcido en la derrota.
—Emma, en la guerra nadie escapa ileso.
—Lo sé, lo sé. Pero no todos los hombres reaccionan de la misma manera.
Cualesquiera que sean las batallas que enfrentes en el futuro, no te deformarán
como han deformado a Judhael. Tú estás dedicado a... bueno, el buen gobierno es
una frase tan buena como cualquier otra. Te preocupas por tus hombres, tu gente.
Richard levantó la cabeza. Él estaba jugando con una cinta en su trenza, y ella
tenía la sensación de que pronto se desharía, y que estaba perdido el tiempo
vistiéndola.
—Richard, ¿estás escuchando?
—Por supuesto —murmuró, los labios moviéndose inexorablemente por sus
mejillas, sus sienes...
—¡Desgraciado, no has oído nada de lo que he dicho! —ella le dio un suave
puñetazo y él le cogió la muñeca.
—Basta de hablar, tabernera, y dale a tu señor un beso decente. Es hora de
mostrar un poco de esa desmesurada afición de la que hemos estado hablando.
Epílogo
Catedral de Winchester, Inglaterra, un mes después.
El Conde de Beaumont y su nueva Condesa estaban de la mano en el porche
del Monasterio, apenas pudiendo ver el patio de armas por la multitud de
familiares, amigos y bienhechores. El corazón de Emma estaba tan lleno que
pensó que podía explotar.
Había tanto que asimilar. Ni cinco minutos después, en la calma perfumada
por el incienso de la Capilla de la Dama, el propio Abad había aprobado la
bendición de su matrimonio por parte del Rey William. Y ahora habían salido del
Monasterio, para pararse a mirar a todos en una ráfaga de luz solar primaveral.
Emma llevaba puesto el vestido rosa; debía haber recuperado su figura anterior
desde que huyó con Richard, pues el corpiño ya no se abría. El velo de seda estaba
asegurado con diadema dorada. A su lado, Richard estaba magnífico con su túnica
de oro. Los pendones carmesí, cada uno con su raya dorada, revoloteaban desde
una docena de lanzas.
Las campanas de la Catedral estaban sonando y una ovación se elevó cuando
entraron en el recinto. Toda la guarnición se había reunido para ver a la mujer con
la que se había casado su antiguo comandante. Una Condesa, Cielos. Y su
matrimonio fue bendecido en el propio Monasterio, a la sombra del santuario de
San Swithun. Dios.
Emma captó la mirada de su hermana Cecily y sonrió. Hoy ha sido un día en el
que todo parecía posible, un día en el que parecía que las antiguas hostilidades
podían por fin ser enterradas, los viejos males olvidados. Hoy su vida estaba
empezando de nuevo. ¿Una condesa? Se sentía como una reina.
—¡Emma, Emma! —una figura en la multitud saludó, y un ramillete de flores
silvestres aterrizó a sus pies. Alguien lo recuperó y se lo puso en la mano.
—¡Hélène!
Hélène estaba allí al borde de la multitud, saltando arriba y abajo, todo
sonrisas. Frida estaba con ella, y Marie. Y allí, Gytha y Bertha y Aediva...
El pulgar de Richard se dobló en la palma de su mano en una suave y secreta
caricia. Estaba sonriendo, señalando a uno de los caballeros. Sir Guy.
—Lord Richard. Te deseo lo mejor.
—Están todos aquí —Emma tragó llena de emoción, mientras el patio de la
Catedral se perdía en una niebla de lágrimas. —Todo el mundo ha venido a
desearnos lo mejor.
—¿Y por qué no iban a hacerlo? —Richard apretó su mano y comenzó a
remolcarla a propósito hacia el caballero. —Sir Guy, ¿puedo pedirle un favor?
—Lord Richard.
Richard miró rápidamente a Emma, que estaba secándose disimuladamente
las lágrimas en la manga de su vestido. Su cara estaba iluminada de felicidad,
como él sabía que también estaba la suya.
—¿Su recámara, Sir Guy...?
Sir Guy intentó, sin mucho éxito, ocultar una sonrisa.
—Es vuestra, mi Lord, por el tiempo que la necesitéis.

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