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Judith N.

Shklar: Rousseau’s Two Models: Sparta and the Age of Gold


Rousseau no era un filósofo profesional ni intento serlo. No creía que la consistencia perfecta fuera
importante sino el ser sincero, y seguir su impetuosa voluntad de denunciar al mundo social que lo
rodeaba. Curiosamente, no fue un revolucionario carente de sentido del orden, por lo que sus ideas se
expresan en una forma de crítica social que es a la vez también formal y tradicional en su estructura.
Rousseau fue el último de los utópicos clásicos, el último teórico político en no tener ningún interés en
la historia y el último en juzgar o condenar sin dar ninguna idea o programa de acción: tanto las
radicales nuevas ideas y la tradición utópica eran esenciales para su tarea crítica.

Los utopistas clásicos como Moro no eran visionarios reformistas: su meta era mostrar la gran distancia
entre lo posible y lo probable al exponer en gran detalle cómo los hombres podrían vivir, aunque no lo
hacen. El objetivo de estos modelos nunca fue el de construir una comunidad perfecta, sino el dar un
juzgamiento moral para la miseria social hacia la cual los hombres se han reducido: la culpa de esta
miseria no está en Dios, el destino o la naturaleza, sino en nosotros mismos: esta era la función de la
utopía clásica. Si uno cree que el único propósito de la filosofía política es darnos guías prácticas para la
acción política, la utopía es una empresa inútil (yo personalmente coincido con esta idea).

En el caso de Rousseau, la utopía fue una perfecta herramienta para expresar ideas dictadas por
imaginación personal y una profunda necesidad de auto revelación y auto justificación: no fue creada
analizando la metafísica o la historia ni los acontecimientos del momento: el resultado de su auto
retraimiento hizo que la forma utópica fuese ideal para expresar su preocupación por el contraste entre
lo que es y lo que debería ser.

Una dificultada de Rousseau es que ofrecía dos modelos en vez de uno: el de la ciudad de espartana o el
de una simple casa, y ambos estaban en extremos opuestos. La utopía rural ilumina todos los vicios de la
civilización desnaturalizada y el modelo espartano la organización de la virtud cívica: Lo novedoso es su
insistencia de que uno debe elegir entre alguno de estos dos modelos, el hombre o el ciudadano. La
necesidad de elegir no es una llamada a la decisión, tanto como una crítica de los males humanos,
debido a que somos mitad Natura y mitad sociedad, de forma que siempre una mitad nuestra debe ser
reprimida ya que ambas no pueden ser reconciliadas.

La edad dorada no es una etapa temprana en el desarrollo del hombre: es una condición que nunca
conoció y nunca disfrutará (Platonico). Sin embargo, es necesario conocerla junto al estado de pura
naturaleza para tener una clara visión de la vida presente del hombre y juzgarla adecuadamente:
abandonar la Ambición de llegar a la edad dorada sería renunciar por siempre a la creencia de la virtud
humana. Rousseau no creía seriamente que la Esparta de licurgo qué hombres tan virtuosos como Bruto
y Cayo existieron. Él creía que los antiguos historiadores conocieron hombres lo suficientemente símiles
a estos héroes para ser relatos plausibles.

Algo importante entender es que, como instrumentos de condenación social, sus modelos son más que
adecuados. Rousseau dijo que su intención era más atacar el error establecer nuevas verdades, ya que
estaba convencido de que la reforma era inútil e imposible, pues había que cambiar demasiado: las
utopías eran retratos del corazón humano pero no fotos de verdaderas personas.

El modelo espartano es el 1º que describe, donde Esparta y Roma no son simplemente utopías de
Rousseau, sino que cumplen funciones sociales: negativamente son espadas con las que atacar a sus
contemporáneos y positivamente nos otorgan una imagen del hombre socializado a la perfección:
Esparta es elegida para ser el opuesto polar de la modernidad actual, y todos heroismo clásico es
seguido por un ejemplo de corrupción moderna, junto a una admiración por su espíritu Guerrero
presente en todo el trabajo, ya que la vida militar es el más perfecto modelo de servicio público en el
que el individuo pierde su identidad y se vuelve parte de una unidad social con un propósito,
absorbiendo todos los recursos físicos y emocionales, estando ahí la esencia de la transformación
psicológica del hombre al ciudadano.

Esta auto represión era un fin en sí mismo solo si es ejercida en un orden social espartano: sólo en una
sociedad así puede llevarse a un tipo de vida significativo, en el que el soldado-ciudadano internaliza los
fines públicos y puede justificar todos sus valores de forma externa compartidos por sus conciudadanos
con una moral indivisa, desconocida para las víctimas del sistema medio-socializado: su vanidad no se ha
destruido, sino que se ha reorientado hacia fines comunales y públicos, por lo que es aquí, donde el
individuo aparenta su máximo colectivismo, donde ve la condición del hombre en su mayor intensidad.

Debido a que la ciudadanía es un asunto de auto-represión el hombre espartano es libre, al menos en el


sentido que Rousseau le asignó a la palabra, pues no solo está seguro de las hostilidades de sus
ciudadanos sino que no recibe coerción externa, pues el entrenamiento militar lo auto-disciplinado al
punto de no requerir una ley que lo castigue o recompense (muy utópico), por lo que el bien del grupo
no se separa del bienestar de cada uno de los miembros. En un sistema así no hay lugar para mucha
opción para actuar mal, pues la educación en grava la ley en los corazones de los niños y la opinión
pública siempre está trabajando. Dentro de estos límites, el hombre es libre, no teme a nadie, y puede
consentir a la sociedad en la que vive porque es justa: aun así, carece de toda oportunidad de expresión
personal, aunque ninguna sociedad puede ser perfecta.

El contrato social no tenía la intención de ser un plan para una sociedad futura, sino un estándar para
juzgar las instituciones existentes. Algún grado de desigualdad en riqueza y poder debe ser soportado, y
por esto la cruz más pesada que la vida social nos impone es inerradicable una vez que abandonamos la
naturaleza. Por esto la sociedad civil puede ser justificable moralmente, pero no perfecta.

La participación política que la libertad e Igualdad demandan no es un asunto de expresión personal, y el


objetivo no es que los individuos traigan sus intereses privados ante asuntos públicos, sino que la
participación política es una forma de educación civil donde no es tan importante lo que el ciudadano
contribuye como lo que la contribución hace en el (coincide un poco con Constant en el efecto de auto
perfeccionamiento que produce la participación). La participación política es la mejor y más necesaria
forma de mantener el sentido cívico y determina su calidad.

Rousseau se queja amargamente que los lectores del contrato social no han separado adecuadamente
lo que él separó cuidadosamente: soberanía y Gobierno. Los principios del contrato social, insistía,
puedan reducirse en dos: La soberanía debe recibir en las manos de la gente y el Gobierno aristocrático
es el mejor de todos. Los límites al Gobierno democrático son claramente indicados y no deberían
sorprender a nadie: la democracia puede ser la forma de Gobierno más natural para el hombre como
igualdad en general es natural, pero el Gobierno civil no es natural, por lo que cuanto más perfecto es
más se aleja del orden natural.

Las tendencias al autogobierno en los órdenes republicanos como Atenas y Roma fueron enteramente
deplorables para Rousseau, ya que la gloria de los republicanos ciudadanos estaba en el obedecer a sus
legítimos magistrados. ¿Qué es entonces la soberanía en la acción cívica? Su función positiva es
simbólica y ritualista, aunque en realidad hacen muy poco. El “gran legislador” (Platón o Maquiavelo)
debe inicialmente darle a la gente sus instituciones fundamentales y poner a los hombres en una
condición adecuada para la vida cívica: ellos consienten a sus leyes y a las formas de Gobierno. El
contrato social solo es un acto y un acuerdo continuo, en el que el hombre accede pasivamente y
recuerda su rol público. Para que la justicia reemplace al instinto y la idea del deber a la de apetito se
requiere un imparable esfuerzo, y es por ello por lo que el Gobierno es un asunto de educación en su
verdadero sentido cívico, al formar a los ciudadanos para el orden civil activamente.

El modelo de la tranquila aldea, Por otro lado, es la antítesis de la antigua ciudad, y la libertad del
hombre en la edad dorada surge del amor familiar. Este amor familiar es incompatible con el estado
espartano que describió anteriormente, ya que la lealtad no puede ser compartida con una ciudad, y es
por ello por lo que la autoridad paternal no puede ser un modelo para magistrados republicanos. A su
vez la familia es una institución social y no el verdadero estado primitivo de naturaleza, por lo que está
también es una utopía y no un plan de acción.

Sin embargo, esta forma de vida rural está condenada por la historia, al igual que el Emilio se ve
corrompido por París, todo proyecto de aislamiento termina siendo insostenible e inalcanzable. Solo
dentro de la familia es el afecto perfecto e incompetitivo posible, al igual que el amor propio y por otros
son uno: esto seguirá siendo así siempre y cuando no salga de su círculo íntimo, ya que no es la vida
campesina sino la ausencia de contactos sociales extrafamiliares las que crea felicidad. La verdadera
dicha de la edad dorada surge de las relaciones entre los miembros, donde debido a la ausencia de
extraños uno puede expresarse libremente y en plena confianza siendo quién es con irrestricta
autoexpresión. El principal propósito de esta familia es la educación de los niños, y la completa soledad
no puede ser una condición ideal ya que no es bueno que el hombre viva solo, sino que debe casarse y
crear una familia, siendo la soledad sólo el último recurso para la felicidad. La única forma de
desigualdad en la vida doméstica surge cuando hay sirvientes y empleados, o cuando relaciones
externas a la familia primaria y cercanos amigos aparecen.

La vida rural no es necesariamente moral, al igual que no todas las familias florecerían por abandonar la
ciudad, pero en la ciudad es imposible hacer moral. Entre las casas separadas no hay naciones ni
unidades públicas: en este sistema cada familia no tendría objetivos más que mantenerse cómoda y
perpetuar su estado de asuntos: no habría ciudades y la pobreza común no generaría hostilidad, aunque
obviamente este sistema rústico no puede durar. Aun así, lo mejor que puede hacerse para mantener la
pureza de un pueblo es frenar su progreso material con los implacables avances que este produce a la
desigualdad.

El cambio para Rousseau era la prueba de la imperfección de toda vida humana (clásicos y Maquiavelo).
La edad dorada es aburrida y los hombres son inquietos, y por esto no puede durar: son estas
consideraciones psicológicas las que más alejan a Rousseau de los profetas del progreso, pues éste ve a
la división de trabajo no como el vehículo del progreso, sino como un motor infernal que produce las
hostilidades entre los hombres, los vuelve dependientes unos de los otros y los deforma.

La combinación de una psicología y moral exclusivamente preocupada por las necesidades del individuo,
un extremo igualitarismo y un intenso disgusto al cambio hacen particularmente inútil imponer las
clasificaciones convencionales de la política teórica en Rousseau, o sea que no era un revolucionario ni
un tradicionalista de ningún tipo, y su única preocupación era juzgar. Revelar las fallas de la actualidad y
condenar lo imperdonable era suficiente, y su único ejercicio era la indignación. Tanto la negación de mi
individualidad como el rechazo de la comunidad son perdidas ya que el modelo espartano excluye todo
afecto privado yendo más allá que solo eliminar la familia, manteniendo la virtud por la presión de la
opinión pública más que benevolencia o amor. La vida de aldea puede parecer mucho más atractiva en
comparación con el amor propio llevando aún fácil amor a la humanidad, pero este no es un estado sin
defecto, o sea que es una vida completamente quieta, bruta y estúpida. El impacto de la civilización no
puede ser sacudido por un escape físico, ya que su imprenta psicológica es ineludible, deforma que
destruye nuestros esfuerzos por ir a la vida rústica.

Aun así, uno debe elegir, aunque nunca suele hacerlo. Reconocer la necesidad de elegir una opción, por
lo menos, es un escape de la impensable miseria de la actualidad. Aún si nada se gana en paz interna o
unidad social, nos hemos forzado hacia un acto de conciencia que no puede ser desecho: el propósito de
Rousseau es alterar a los despreocupados, y lo logró simplemente dibujando un mapa de los mundos
que podrían ser pero nunca serán.

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