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TEOLOGÍA DE LA PREDICACIÓN
EL MINISTERIO DE LA PALABRA
EL MINISTERIO DE LA PALABRA
SEGUNDA EDICION
EDISIONES SIGUEME
APARTADO 332
SALAMANCA
1968
ÍNDICE
1
La predicación ha sido objeto de varios congresos de pastoral en diversas naciones, cuyas actas
han sido pulicadas. En Francia tenemos los congresos de Bordeaux del año 1947: Esangelisation.
Paris 1947. y de Montpellier, en el ño 1954: la pretre, ministre de la parole.Paris 1954; en Austria
se celebro un congreso en Viena, el año 1950; das evangeliun muss nen gepredigt werden. Win
1951, en españe tenemos el congreso de Valencia del año 1955; en itlia el de Roma, en el año
1956; la parola dionella comunita cristiana. Milano 1957. loa autores homileticos alemanes han
celebrado hasta el momento en la ciuadad de würzburg, tres reuniones sobre los temas
Neeuzeitleicle Predigtansbilang en 1957; the elogie und predigt en 1958, y publicado la relación de
las misma en el fasciculo anual procceings of the catholie homiletis society, editado en Chicago
desde el año 1958. los estudios de problemas catequeticos han celebrado tambien varias
reuniones en diversos lugares, en Italia tenemos los que organizo la revista <<catechesis>>en el
paso de la mendola el año 1959: IIcatechismo oggi in Italia. Torino 1960; en Asis el año 1960: le
inete ella catechesi, Torino 1961, y en Florencia en 1962: II centemito della catechesi, Torino 1963.
sobre la predicación misionera tenemos el gran congreso de Eichstätt del año 1960. cuyas actas
han sido publicadas en diversas lenguas. En ingles: teaching all nations. A simposium en: modern
catecheties. London 1961. los problemas de la predicación misionera fuero tambien el tema de la
restringida reunión de Bangkok del año 1962. de la que da cuenta el p. Nebreda: Lumen vitae 17
(1962) 623-637 prestando atención especial a los problemas de la preevanglización. El primer
congreso internacional de pastoral, celebrado en Friburgo de Suiza, el año 1961, reservo a los
problemas de la predicación tres relaciones, que corriero al cargo del P. Grasso, del P. Delcuve y
del prof. X arnol d (cf.problemas actuales de pastoral. Madrid 1963)
2
Durante los años después de la guerra, el interes por los problemas de la predicación ha llevado
a fundamentar diversas revistas. A modo de ejemplo, recordemos; Lumen vitae: Bruselles 1946;
Revista del catechismo Brescia 1949: Temi de predicaciones. Napoli 1957 (esta revista, aunque es
de orientación eminente mente practica, publica de vez en cuando algunos numeros especiales
dedicados a los aspectos generales y especiales y teologicos de la predicación): parole et misión
paris 1960: Sinite. Salamanca 1960. Ademas varias revistas han dedicado numeros especiles a la
predicación, entre ellas: La Nouvelle Reuve Theologique (junio 1947); Lebendije Seelsorge (1954.
Heft 4;1958; Heft 3) Anima (1955,HEFT 3 Y 4): orientamenti pastorali (1957, n.i y 3):Lumiere et vie
(n.35,1957; n. 46, 1950). Entre las revistas liturgicas, La maison Dieu ha ha dedicado a l
apredicación el cuaderno n. 16, 1948, y el n.. 39, 1954.
3
Las encuestas sobre el estado de la predicación han sido publicadas por SILENS. Le srmon du
point de une de panditeur: NRT 69 (1947) 563-580; en que te sur la predication : Evangeliser 8
(1954) 564-568; I hiericic la predicaciones: Temi predicaciones, n. 24 (1960) 297-324 ; B.
1. La crisis de la predicación.
En el fondo de este interés, se halla latente una serie de razones que reflejan los problemas
y las exigencias de la teología y de la labor pastoral contemporáneas.
FISCHER, Die stimne derer unter der Kansel: Tr Thz 69 (1960) 275-287; U.PELLEGRINO. Crisi
Della predicasione e rinedi : Revista del cledo italiano 42 (1961) 515-522 (vuelve sobre el articulo
de Fischer y lo comenta).
4
Los padres Alszeghy y Flick han hecho un analisis de las principales obras y articulos que sobre
el problema teologico de la predicación, se han publicado entre los años 1936 y 1959. Este analisis
se publico con el titulo con el titulo II problema teologico Della predicasione:Greg 40 (1959) 671-
744 los autores autorizan y analizan y valoran los lñibros y articulos de revistas que tratan de la
naturaleza, eficasia y necesidad de la predicación y es indispensable para quien quiera seguir la
evolución historica del problema y conocer el estado actual de la investigación. Este analisis lo
hemos continuados nosotros en el articulo Nuevi aporti alla tcologia Della predicasione:
Gregoreanum 44 (1963) 88-II8, extendiendo ademas el estudio a las diversas formas de
predicación.
5
La crisis de la predicación es un punto que han tratado ampliamente cuantos se interesan por el
problema, señalaremos algunos de los problemas mas recientes: P. Duploye. Rethorique et parole
de Die n. Paris 1955,9-49:V
6
Esta afirmación es bastante comun y costituye unos de los signos mas evidentes de la crisis,
veasen entre otros, J.P. Dubols-Duner, predicatio et monde moderne, en leprete misistre de la
parole. Paris 1954 21 M . Felcher . a. c. en la nota anterior, 225 J. HAMER, a. c. en la nota
precedente 114.
7
De sacerdotio 5.6.
A juicio de Duployé, la predicación actual es una miseria8, opinión que comparte también
Fleckenstein9. El padre Jannrone habla de “la general falta de aprecio en que ha caído la
predicación dentro del pueblo cristiano” y “de la desconfianza que se ha insinuado entre los
mismos sacerdotes, heraldos por vocación y misión de la palabra divina”10.L Osservatore
romano en su número correspondiente al 1 de enero de 1961, se hizo eco de esta crisis: “La
predicación, escribía, en su sentido clásico, sufre una crisis profunda, que no es de hoy. El
desierto material y espiritual que se ha ido creando bajo los púlpitos ha sido ampliamente
denunciado desde diversos sectores y, a veces, documentado por medio de sondeos de la
opinión pública, de análisis estadísticos más o menos precisos y de estudios serios de
sociología religiosa. El hecho es indiscutible. El negarlo o no prestarle atención sería
evadirse de la realidad. Peor aún, contribuiría a acrecentar el mal que lamentamos”.
Los mismos laicos han captado tambien y denunciado esta crisis. Son de sobra conocidos
los juicios de Ida goerres y de f . mauriac. La primera se pregunta sorprendida por que el al
pastoral ordinaria << una platica decorosa>> constituye mas bien una exepción11. Mauriac,
en su respuesta a la pregunta <<que esperas del sacerdote>>, respondio wque un buen
predicador no teni anada que decirle y que no habia ninguno con el que no se encointrara el
desacuerdo apartir de la tercera frase. Para el, la unic apredicació verdadera l arepresentaba
la liturgia12.
8
Rethringue et parole de DIEN, sobre todo, 47.
9
Rodermengen an cine zeingemässe Verkindingung, en Mittelallerliches in der Kireche von heute?
Wwürzburg 1962.61.
10
I chierici e la predicaciones: Temi di predicazione,n.24,297
11
Citad por R. scherel, wer ohren hat en hören, der horet, Beitraje surf rage der predigt. Freiburg I
B. 1948,45.
12
La table ronde, 1949.
13
Cf. Entre otros: r. Cherrer, a. c. en la nota II, 45-60:H. fleuo kensteins, Die predigt von hente im
urte der höre, en Theologi g und predigt, 12-32; B.olivier, les conditions d´ahutenticite de la
predication actuelle, en el volumen la parole de dieu en jesus –Christ. Paris 1961 210-211.
Su palabra da la impresión de ser un residuo de épocas pasadas, algo desencarnado que deja
al auditorio indiferente. No tiene el aspecto de tratar problemas vitales, decisivos para la
vida. El cristiano de hoy ve la predicación como una convención a que tiene que someterse
cuando va al templo, como una especie de pensum que tiene que pagar para cumplir con el
precepto de la misa festiva o para prepararse para el matrimonio. Congar ha descrito las
condiciones de la predicación actual en este tono semiserio: la predicación es el enunciado
màs o menos brillante de aquello que se ha convenido que se puede y debe decir en este
lugar especial que es el templo, desde lo alto de esta tribuna especial que es el púlpito, en el
curso de una ceremonia especial y en una lengua, con frecuencia, especial14. En una
palabra, la predicación se ha convertido muchas veces en un “rito” que se realiza casi
automáticamente15.
14
Tour pour une liturgie et une prediaction relles LMD 16(1948) 85.
15
A.C.8
16
A.C.en la nota II .45
17
Varios autores denuncian este hecho. Lo deploraba ya Segneri: <<Y hablo singularmente con los
cabezas de familia, ya que nvian a su esposa a la misa en que el sacerdote suele instruir al pueblo,
mientras que ellos van a otra, en la que no se predica>> : II cristiano instruito.Torino 1869, 12.
18
L. Fendt, Homiletik. Thcologic und Technik der predigt. Berlin 1949.
difundida dentro de la misma. Muchos opinan que la predicación debe ceder su puesto a la
liturgia màs ricamente desarrollada o a la acción social”19. Y el obispo de Lijie decía, en el
sínodo general de la iglesia luterana, celebrado en Hamburg desde el 19 al 23 de mayo de
1957, refiriéndose a la doctrina protestante de que el cometido principal de la Iglesia es la
predicación: “Es claro que precisamente esta tesis suscita no sólo la desconfianza, sino
probablemente también la oposición de los hombres de hoy”20. La situación, entre los
ortodoxos, no es más halagüeña21.
2. Causas de la crisis.
La crisis hunde sus raíces en la situación misma del hombre y en el estado del cristianismo.
La crisis de la predicación es un aspecto y una consecuencia de la crisis religiosa que afecta
hoy a las diversas religiones, aunque dentro del cristianismo se manifiesta màs
agudamente22. Se oye afirmar que la religión está en crisis, que no dice ya nada al hombre
de nuestros días y que éste la ha sustituido por la ciencia y la técnica de las que espera hoy
la felicidad que antes esperaba de Dios. Algunos opinan que la evolución de la ciencia ha
atrofiado o acabará por atrofiar, en el hombre, el sentido religioso.
Este juicio tiene una base de verdad. Es indudable que el hombre del siglo veinte no
necesita de Dios en la misma medida que el hombre del pasado. Hasta hace unos decenios,
se necesitaba un milagro, una intervención extraordinaria de Dios para curar determinadas
enfermedades. Hoy basta con un buen médico que conozca discretamente su profesión. El
hombre se ha adueñado de la naturaleza y cada día la somete más a su bienestar. Debido a
19
A. SHÄDELINS Dic rechte predigt. Graundriss der Homilctik. Zürich 1953.5.
20
D. MUJER, Was and von Soller vir hente predigen, en Die predigt. Gesprach über die predigt anf
der lutherisellen Generalsynode 1957 imal 16 de marzo de 1962, reiria opiniones de
personalidades protestantes americanas sobre las difilcultades de la predicación actual en los
Estados Unidos.
21
CH. Moeller escribe que tambien los ortodoxos experimentan la necesidad de renovar su
catequesis. Y continua: la coutume de placer lÉglise par lesfieles: la plupart ont quitte le santuarie a
ce momento : Theologie de la parabole oecnmenisme: Irenikon 24 (1951)322
22
A. Desqueyrat la crisis religiosa de los tiempos nuevos Bilbao 1958.
ello, ya no necesita de Dios igual que antes. Pero concluir de esto que la ciencia ha
atrofiado el sentimiento religioso, es inexacto: no le ha atrofiado, le ha purificado. La
ciencia no ha eliminado la necesidad de Dios, sino que ha restituido a éste su papel de causa
primera, por el desarrollo de la potencialidad de las causas segundas. Por consiguiente,
Dios no es necesario para curar una enfermedad ni para enviar la lluvia tras un período de
sequía que amenaza la cosecha, sino que es necesario como el único objeto capaz de
explicar y satisfacer la inquietud metafísica del hombre. En este sentido, el progreso
científico no sólo no ha perjudicado a la religión, sino que la ha ayudado.
Naturalmente, quien experimenta, aunque quizá sin advertirlo, esta convicción, tiene que
sentir por el mundo de la predicación una desconfianza instintiva. Para èl sacerdote no
puede comprender su situación, no puede darse cuenta de las verdaderas condiciones en que
tiene que actuar. El sacerdote que predica, se le antoja fuera de la realidad, y el
cristianismo, una religión que exige demasiadas renuncias. De aquí procede su larvada
desconfianza hacia la predicación, que le empuja, con frecuencia, a exagerar idénticos
defectos reales de la misma. La acusación de irrealidad y de moralismo suele tener un
sustrato sicológico, característico del hombre y del cristiano de nuestra época.
La inflación de la palabra no sólo ha insensibilizado a los oyentes, sino que, además, los ha
hecho desconfiados. Nuestros contemporáneos, se oye decir, no creen ya en palabras
quieren hechos. Toman como criterio valorativo de las cosas, no lo verdadero, sino lo útil,
no el principio abstracto, sino su eficiencia concreta.
Las exigencias que hemos examinado han tenido indudablemente su influjo y han hecho
sentir al cristiano actual los defectos de la predicación, pero no pueden haber sido ni las
únicas ni probablemente las más profundas. En realidad, las críticas de los oyentes
traicionan un malestar que no puede explicarse únicamente por la crisis religiosa y por la
crisis religiosa y por la inflación de la palabra. Hemos citado antes la afirmación de
Scherer, de que entre los laicos y el clero existe cierta tensión, que se da principalmente
entre los fieles “religiosamente mas abiertos”25. Esta observación nos parece importante. Si
la predicación no contase con el favor de los fieles comunes, para quienes la vida religiosa
es lago marginal, podríamos tranquilizarnos explicando esta crisis por las razones antes
23
El rito y el hombre. Estela, Barcelona 1967.100.
24
Iniciación teologica, 3. Barcelonas 1694, 368 Tambien Lilje, en su articulo citado en la nota 22,
habla de la inflación de la palabra (10).
25
A.c. 45.
expuestas. Pero el hecho de que los críticos màs severos de los predicadores se den entre
los cristianos màs fervientes, demuestra que la predicación, la de nuestras iglesias de hoy,
no responde a las exigencias de una espiritualidad que trata de alimentarse de ella. Las
acusaciones de abstractismo, de irrealidad, de moralismo pueden traicionar un malestar que
es señal, no de una crisis religiosa, sino de una vida espiritual desarrollada y adulta, que no
soporta determinados esquemas y cierto tipo de lenguaje.
Debido a esto, todos la hacen blanco de su crítica. Unos, porque usa un lenguaje abstracto y
alejado de la vida; otros, porque la encuentran vacía de un contenido capaz de nutrir el alma
religiosa, que no se satisface con la mediocridad.
4. Causas intrínsecas
Junto a estas razones contingentes y extrínsecas, existen otras inherentes a la predicación
misma, entendida como medio de comunicación.
Se da por otra parte, el hecho, quizá más importante aún, de que el objeto o el contenido de
la predicación es un mensaje de salvación, destinado por su misma naturaleza a transformar
la vida del hombre. Sabido es que un mensaje se transmite por el testimonio, en virtud de
una experiencia vivida. Únicamente si la intimidad del predicador ha tocado la intimidad de
Cristo, puede su mensaje provocar el encuentro con Dios. ¿Quién puede afirmar que ha
alcanzado esta meta?
Por esta razón, la palabra del predicador puede sonar falsa. Si no vive lo que predica, si su
vida no es un comentario vivo de la palabra que anuncia, esta puede dar la impresión de
algo irreal, convencional, vacío de contenido. El misterio de la predicación consiste en
hacer sentir al hombre que en el evangelio se juega el destino de su vida y de su muerte. Por
ello, la predicación es terriblemente sería, pero, también por esta causa, corre el riesgo de
caer en el ridículo. La “necesidad de la predicación” de que habla san Pablo (1Cor 1,21), se
manifiesta en toda su evidencia cuando la palabra del predicador se halla aislada de la
santidad, que constituye el signo de su credibilidad.
La crisis de la predicación no es, pues, una novedad de nuestra época, aunque ésta ha
contribuido a ponerla de manifiesto con todo dramatismo 26. Es una crisis de siempre. En
todas las épocas podemos encontrar lamentaciones de predicadores, a quines resulta difícil
hacerse escuchar, y quejas de los fieles, que no encuentran en la predicación el sustento de
su alma. San Pablo hablaba ya de quienes se desvían de la verdad del evangelio y se
vuelven hacía las fábulas (2 Tim 4,4), y exhortaba a Timoteo a no desanimarse y a
proseguir, sin miedo ni compromisos, su obra de predicador. En tiempos de san Agustín, el
diácono Deogratias preguntaba al gran doctor cómo tenía que hacer para vencer el
aburrimiento de sus oyentes27, y el mismo san Agustín no duda en decirnos que el pueblo
prefería los espectáculos del circo a sus sermones. En la edad media, Dante atacaba a los
predicadores de su época, que apacentaban a las ovejas “en el viento”28. En tiempos más
recientes, los predicadores hablan de crisis de la predicación, tanto si la multitud se agolpa
bajo los púlpitos29 como si deja la Iglesia desierta30.
26
Arnold en sus dos volúmenes: Al servicio de la fe. Herder, Barcelona 1963, y Grundsätsliches
and Geschichtliches sur Theologie derseelsorge. Freiburg i.B, 1949 ha examinado las raices
historicas de la crisis actual de la predicación, indibiluandolas, sobre todo, en el mismo.
27
De catechesis rudibus I,I
28
Paraiso 29. 106.
29
L. MASSILLON. En el discurzo que pronuncio el primer domingo de cuaresma, sobre la palabra
de dios habla de las multitdue que se agolpan frente a los pulpitos, hasta el punto en que los
Pero el resultado de esta crisis ha sido impulsar a predicadores y teólogos a preguntarse qué
es la predicación, qué sucede en ella, cuál es su contenido y cuál su fin y dimensiones. Si se
trata de una realidad en crisis permanente, ¿qué tiene de original y en qué difiere de las
otras formas de comunicación? Únicamente una reflexión derivada de la palabra de Dios
puede dar contestación a estos problemas.
5. El fenómeno de la descristianizaciòn
Pero la crisis de la predicación no ha sido el único hecho que ha atraído la atención de los
teólogos y los pastores de almas. Otros problemas han contribuido a evidenciar su
importancia y complejidad. Entre ellos, merece lugar destacado el fenómeno de la
descristianizaciòn.
Hasta hace pocos decenios, la meta de las misiones y de los misioneros eran únicamente los
pueblos aún no evangelizados. Estas palabras evocaban tierras lejanas que había que ganar
para Cristo. Y he aquí que la cristiana Europa advierte, casi de improviso, que el paganismo
se halla en su mismo suelo. No se trata únicamente del paganismo práctico de quien piensa
en cristiano y vive en desacuerdo con los principios que profesa externamente, sino de un
vivir inspirado en una visión del mundo, que no tiene nada de cristiana. La constatación de
este fenómeno obligo a la pastoral a plantearse el problema de su revisión, y originó el
movimiento misionero, que representa el aspecto más dinámico de la Iglesia de hoy.
lugares de diversión quedan desiertos, pero añade en seguida, que de todos los misterios que
cristo confio a la iglesia, ninguno parece mas inútil que la predicaciñon, a causa de las pocas
conversaciones que se ven: Oenvres de Massillon. Paris1825,2, 178-79.
30
Dice P. SEGNERI: <<Adverti la insensates de quienes no querrian que el sacerdote les hablara
nunca durante la misa. Ni que se dieran misiones en sus iglesias, bajo el pretesto de que eran ya
cristianos, y a quienes hay que predicar no es a ellos, si no es a ellos, si no a los turcos>> :II
cristiano instruito. Torino 1869, 12.K RAHNER admite tambien que la crisis de la predicación ha
hecho experimentar la necesidad de una teologia. 4. Madrid 1961. 323
El movimiento misionero, entendido como reconquista de las masas descristianizadas,
surgió, como se sabe, en Francia, como respuesta a la publicación de un libro que hoy ya es
clásico: France pays de misión,31 de los sacerdotes Godin y Daniel. Este libro originó la
toma de conciencia de una situación que no se había valorado hasta este momento en toda
su profundidad, y evidenció la urgencia de aplicar un remedio. Por primera vez, quizá,
después de muchos siglos, la distinción entre países de cristiandad y países de misión
perdía sus contornos netos y suscitaba la impresión antes, y la convicción después de que
también la cristiana Europa tenía sus zonas de misión.
El examen de las causas de una situación tan inquietante no podía olvidar la predicación.
Ella es el gran medio que Jesucristo instituyó para le difusión y el desarrollo de la vida
cristiana (Mt 28,18-20). Si se constataba la existencia de un paganismo en ambientes que
durante siglos habían sido cristianos, había que concluir que la predicación había fallado
totalmente o que había tenido muchas deficiencias. De la misma manera que el mensaje
predicado había cristianizado los pueblos del occidente europeo, su ausencia o sus
deficiencias le habían descristianizado.
F.Dupanloup intuyó esta conclusión ya en el año 1830, cuando tuvo que pronunciar aunque
ni sin amargura, estas palabras: “Treinta mil sermones cada domingo en las Iglesias de
Francia y, sin embargo, Francia no ha perdido aún la fe”.
31
Paris 1943
32
Subrayado en el original.
pero se ha dado realmente en medios rurales, el que un sacerdote cansado o desanimado
haya estado veinte o veinticinco años al frente de una parroquia, sin predicar jamás. 33 O tras
veces, la falta de predicación hay que entenderla en sentido formal: no ha existido una
evangelización auténtica, por falta de realismo”.34 Se ha hecho consistir la instrucción
religiosa en aprender de memoria las fórmulas del catecismo, sin ninguna explicación,
mientras que las homilías han sido vacías, pedidas, moralistas. No se han tocado los
grandes temas de la revelación, sino los restos de una religión natural, que no tenían nada
que decir al hombre de la revolución industrial. Godin, en su obra antes citada, habla
también de esta falta de evangelización. 35
Este mismo análisis sociológico permite constatar que donde ha existido una predicación
genuina, la vida cristiana ha resistido a los factores de la descristianizaciòn. Boulard se
pregunta por qué algunas diócesis, que se hallan en las mismas condiciones sociales y
económicas de las zonas descristianizadas que las circundan, han conservado la fe.
Encuentran el motivo en la predicación. “parece ser que estas regiones excepcionales
fueron sólida y recientemente evangelizadas en los siglos XVII XVIII. No se consideró
suficiente la práctica religiosa, sino que se realizó una evangelización profunda. Se trató de
formar cristianos instruidos en su religión, que vivieran el cristianismo en todos los
aspectos de su vida humana: familiar, profesional, social”36. Fue la palabra de santos
misioneros la que asentó la fe en el alma de estas poblaciones, y la capacito para resistir
frente a los factores de la descristianizaciòn.
33
Subrayado en el original.
34
Problemas misionares de la france rurale. Paris 1945.185-6
35
France pys de misión 60.
36
Premiers ilineraires en sociologie reeligierse. Paris 1954.48
para convertir a los paganos, anunciar la palabra de Dios, porque la fe viene de la
predicación (Rm 10,17). ¿Qué es pues, la predicación, esta realidad fundamental, que
ejercida de una forma causa la fe y ejercida de otra ocasiona su debilitación y su pérdida?
¿Qué significa predicar? ¿Qué es la Palabra de Dios, el evangelio que anuncia el
predicador? Sólo la teología puede responder a estos problemas.
De esta forma, el movimiento misionero, que ocupa un puesto tan importante en las
preocupaciones actuales de la Iglesia, plantea el problema teológico de la predicación con
toda la fuerza que emana de la inmensidad de su cometido. Ha hecho sentir pues, la
necesidad de contactos más estrechos entre el predicador y de los conocimientos del otro.
El movimiento litúrgico, surgido bajo el pontificado de san Pío X, y difundido más o menos
en todas las naciones, ha exigido a sus promotores un esfuerzo de reflexión para penetrar la
naturaleza íntima de una realidad tan compleja como la liturgia. De esta manera, ha llevado
lógicamente a descubrir la relación estrecha que se da entre ésta y la predicación. De
hecho, la predicación anuncia el misterio de la salvación, misterio que realiza la liturgia. La
liturgia no pude existir sin la fe, que procede de la predicación (Rm 10,17). Era pues,
normal que el esfuerzo por comprender la liturgia indujera a preguntarse por la naturaleza
íntima de la predicación, especialmente de la predicación litúrgica, es decir de la homilía.
“Teóricos y pastores dice Fleckenstein saben que el redescubrimiento de la homilía ha
suscitado un nuevo gusto entro del campo de la predicación, tanto en los predicadores como
en los oyentes”.37
Otro tanto hay que decir el movimiento bíblico. Sabido es que la Escritura está de moda y
que los estudiosos se esfuerzan por hacerla accesible al mayor número posible de fieles.
Pero la Escritura es inseparable de la predicación, no sólo porque constituye su objeto, sino
también porque, al menos en lo que se refiere al Nuevo Testamento, constituye su origen.
Los evangelios y las cartas nos ofrecen la catequesis de los apóstoles. Más aún, el Nuevo
Testamento, según demuestra cada vez con mayor claridad la exégesis,39 no es otra cosa
que el desarrollo de un núcleo primitivo de la predicación, del Kerigma que, según san
Pablo, era el mismo para todos los apóstoles indistintamente (1Cor 15,11). Si esta tesis es
exacta, el problema de la predicación puede iluminar la misma exégesis bíblica. Para
conocer la verdadera naturaleza del Nuevo Testamento, hay que tener ante los ojos la
naturaleza de la predicación y las exigencias que plantea a los apóstoles. Igual que la
liturgia, la Escritura suscita también el problema de la predicación.
Los estudios bíblicos, por su parte, han permitido a la predicación reencontrar la unidad en
la multiplicidad de sus formas. En la Iglesia de los primeros siglos, podemos distinguir
37
Mittelalterliches in der Kirche von hente 61
38
Señalemos en particular:B Fischer. Liturgiegesehichte and verkindignong, en Die Messe in der
Glaubensverkindigung. Freiburg i. B 1950. 1-13: L Agustoni. Das wort gotter als Kulties II ert: Anima
10 (1955) 272-284: palabra de dios y liturgia siguime, salamanca1966 C:N: AGAGGINI , EL sentido
teologico de la liturgia (Bac I8I) Madrid 1959, sobre todo el c. 24: cf. Tambien los numeros que han
dedicado a la predicación las revistas citadas en la nota 2.
39
C.H. DoDD, The Apostolie preaching and ist deselopments. London I056
claramente tres formas diversas de predicación: la misionera, dirigida a los paganos en
orden a su conversión, la de los catecúmenos, orientada al bautismo, y la de los miembros
de la comunidad cristiana. El estudio sobre el origen del Nuevo Testamento ha manifestado
la originalidad de la predicación misionera y de su papel normativo respecto a las otras dos
formas40. Ha demostrado que la catequesis primitiva, tal como la tenemos en los evangelios
y también, en síntesis, en el símbolo de los apóstoles, se debe a la evolución del Kerigma,
esto, es, de aquel conjunto de hechos que constituyó la predicación primitiva de los
apóstoles, dirigida a los no cristianos, y de la que tenemos ejemplos en el libro de los
Hechos y en las cartas de san Pablo.este descubrimiento asido importante , porque ha
permitido seguir todo el ciclo de la predicación y descubrir en lel una rica multiplicidad de
formas.
Por otra parte, el descubrimiento de la originalidad de la predicación misionera a tenido su
impportancia para la evangelisación del mundo pagano y d4l mundo cristiano paganizado.
Este hallazgo se debe, en gran parte, al estudio de los libros de los hechos.41
Finalmente, la investigación biblica por medio de los estudios de los vocablos que se
refieren a la transmisiómn de lka fe, hga demostrado toda la complejiadad y la riqueza del
fenomeno de la predicación, y a provisto a la reflexión de bases solidas. El analisis de
voclavos realizados por diversos diccionarios, y en primer lugar por el del kittes, se ha
revelado indispensable para comprender una realidad, como la predicación, que en el
Nuevo Testamento designa con mas de 30 vocablos diferentes.42
Tampoco hay que infravalorar la aportación de los estudios patrísticos. Los Padres no sólo
han sido grandes pastores de almas y excelentes predicadores, que demostraron de forma
40
Sobre este problema hemos tratado en nuestro articulo II kerigma e la predicasione: Greg41
(1960) 424-450.
41
El estudio del libro de los Hechos ha contribuido notablemente ha esclareser l a problemática de
la predicación. Entre los estudios mas recientes, Cf. A. retif, foi au crhirt et misión.paris 1953; P.
hitz, pregon misionero del evangelio. Desclee de brouwer, bilbau 1960 C.2; Y.B.tremel , del
kerigma de los apostoles al kerigma de hoy, en anuncios del evangelio hoy. Estela, Barcelona
1964, 13-46.
42
K .H . SCHELKIE. Jimgersehafi and apostelant eine biblishe aus geun des priesterlishen dieste.
Freiburg y B. 1957, 57.tiene gran importancia para la aportación de los estudios biblicos a la
teologia de la predicación, la obra de erre astig, dieverküdigang des wortes gottes in urkistentun,
dargestenllt an de begriffen <<wort gottes >> <<evangelium>>, und <<zeugnis>>. Estugartt 1939.
muchos estudios posteriores se basan en esta obra.
concreta cómo se debe anunciar la Palabra de Dios43, sino que han legado además ensayos
de evangelización,44 de catequesis45 y de homilética, y nos han permitido, de este modo,
comprender los principios que inspiraban su actividad de difusores de la fe.
La catequesis, sobre todo, ha podido encontrar, en contacto con las obras de san Cirilo de
Jerusalén, de san Ambrosio, de san Juan Crisóstomo y de san Agustín, la línea de la historia
de la salvación, que permitió a los padres aquella síntesis del pensamiento con la vida
cristiana, que hizo felices con su fe a los cristianos de los primeros siglos.
De esta forma, la liturgia, la Escritura y la patrística han puesto de nuevo ante la reflexión
teológica un problema al que se había prestado escasa atención: el de la predicación.
7. El ecumenismo
Hay que citar además la aportación del ecumenismo, que representa una de las
preocupaciones más profundas de la teología católica de nuestros días.
Durante muchos años, teólogos católicos y protestantes han polemizado entre si,
exasperando con ello un estado de ánimo ya de por sí tenso. Estas polémicas han conducido
a ambas partes a exagerar, en su teología, los elementos de contraste. Cada parte
consideraba un deber poner más de relieve aquellos elementos que la parte contraria
negaba, y precisamente porque los negaba.
43
Buena ventura de mehr ha recogido la bibliografia sobre la predicación en los padres: colfranc 12
1942 7-16 Esta bibliografia sea enriquesido después citemos: A schorn. Das wer Gottes bei den
fater en vem horen de worles Gottes, 19-33: L Bopp, Diels Heils machtigkeit de worles Gottes nch
den Vateru, en teologíe and predigt. Würzburg 1958 190-226: B H Vanderbergue, saint jean
Chrysosteme el la parole de DIE paris 1961
44
Gf. Sobre este punto nuestro articulo : saint agustin evangelisanteur parolmis, n, 22 (1963) 357-
378, donde demostramos que la obra de catequisandis rubidos del obispo de Ipona es un ensayo
de evangelisación de los paganos, en orden a su conversión y administrar el catecumenado.
45
En todas las epocas se estudio la catequesis de los padres. Cf. B. Parodi. La catechesi di santi
Ambrogio. Studio di pedagogia pastorale. Milano 1957 A. PAULIN,S Cyrille de jerusalene
catequesis paris 1950.
Debido a ello, la teología católica nos ha dado un tratado completo bajo todos sus aspectos
sobre los sacramentos, mientras que no ha sucedido igual en lo que atañe a la predicación.
Puesto que nadie la ha puesto en tela de juicio, no se ha sentido la necesidad de concentrar
en ella los esfuerzos de la reflexión.
Kart Barth ha reprochado a los teólogos católicos esta laguna con palabras muy severas.
“En lo que atañe a la predicación, escribe, los autores dogmáticos católicos mantienen un
silencio casi completo. Después de haber tratado de la gracia o de la Iglesia, pasan
inmediatamente al examen de los sacramentos, desarrollan la doctrina sacramental del ordo
sacerdotal y hablan sin límites del magisterio de la Iglesia, como si la predicación no
existiese; la predicación entendida seriamente como medio de gracia indispensable. Lo que
les interesa de la predicación, y siempre de forma accesoria, son las cuestiones jurídicas,
por ejemplo las cuestiones del sujeto primario y secundario de la legítima doctrina, el
problema de la necesidad de una missio canónica, etc.”
La dogmatica catolica y la sdeclaraciones normativas del magisterio eclesiastico, que no
son precisamente avaras de explicaciones cuando se trata de aspecto a su parecer
importantes, se circundan de una oscuridad casi total cuando tratan de la predicación… la
predicación no es un elemento constitutivo de la nocion catolica del sacramento y, en este
sentido se distingue claramente del sacramento>> 46
Esta acusación de Barth no es del todo justa. El análisis actual ha demostrado la
importancia que grandes teólogos, como san Buenaventura47 y santo Tomás, 48 han
concedido al problema de la predicación bajo su aspecto teológico. E incluso después del
concilio de Trento, en plena polémica con los protestantes, ha habido teólogos que han
hecho de la predicación el objeto de sus estudios.49 Tampoco hay que olvidar, en este
campo, la aportación que han hecho a la teología de la predicación algunos que no eran
46
Degmatique Geneve 1956, v.i.t.i.64-56.
47
E. EILERS, Gottes wort. Etna theologie der predigt nach Bonaventura Freiburg I B. 1941
48
A. Rock unless they be sent. A theological study of the nature and purpose of preaching.
Dubuque 1953; E Robeben, II problema teologico della predicacione. Roma 1962.
49
Aludimos a suarez de quien hablaremos en el capitulo cuarto de la primera parte de nuestro
tratado : el tambien lo que escribia C.
teólogos, es decir, los grandes predicadores, que fueron siempre conscientes de la
importancia capital de su ministerio y de la eficacia particular de la palabra de Dios.50 Pero
está fuera de duda el hecho de que la investigación teológica no ha concedido a la
predicación la misma importancia que a los sacramentos.
Moeller señaló este hecho de forma explícita, con ocasión del encuentro interconfesional de
Chevetogne, en el año 1950. “la necesidad de una teología de la palabra (de la predicación),
revela al mismo tiempo un problema nuevo. Esta teología es una parte de la eclesiología; y
es precisamente en este terreno, donde se plantean las divergencias mayores entre las
confesiones cristianas”51. Por consiguiente, la elaboración de una teología de la
predicación, que atañe a un problema de interés común, puede brindar una base para la
discusión más detallada de los problemas dispuestos. Y, en realidad, se constata que los
estudios más importantes sobre el problema teológico de la predicación son obra de los
teólogos más comprometidos en el diálogo ecuménico. Basten, como ejemplo, Schlier, que
ha dedicado a la predicación un breve pero sustancioso ensayo bíblico,52 y Semmelroth, que
ha tocado repetidamente en sus obras este problema.53
Este es uno de los teologicos catolicos alemanes que estan más en contacto con
los protestantes, como puede verse por su colaboración en la revista <<católica >>
50
L.B. SCHNERYER. DIE Heilsbedentung der predigt in der AUFFASSUNG DER Natholischen prediger:
ZKTh 84 (1958) 152-170.
51
Theologie de la parabole et occonenisme Irenikon 24 (1951)333.
52
H. Schiler wort Gottes eine Neutestamentliche bessi ng. Wurbzburg 1958: iD Die Verrundingung im
Gottesdient der kirche. Kolh 1953
53
O. SEMMELROTH el ministerio espiritual fan: Madrid 1697 palabra eficaz. Dinor. San sebastian
1968.
En esta revista ha publicado las ideas fundamentales que desarrola en los
54
ensayos citados.
8. La filosofía de la comunicación
Particularmente la filosofía del testimonio tiene gran importancia en este punto. Jesucristo
dijo a lo apóstoles que fueran sus testigos hasta el fin del mundo (Hech 1,8). La predicación
transmite un mensaje que se comunica por el testimonio.55 De algun modo esta constituiad
por valores destinados a incidir sobre la vida humana. Por consiguiente la filosofia de los
valores puede contribuir al esclarecimiento de la predicación56.
9. La teología Kerigmática
54
Los estudiosos protestantes estan convencidos tambien de la importancia del problema de la
predicación para el dialogo ecumenico j.j. Non Allmen dedica a este tema la ultima parte de su
articulo la predication bajo el titulo: la predication apport reforme d toecumenisme : verbum caro
9(1955) I5I s, y se detiene en especial sobre la predicación de edificación. Sobre la aportación
posible de la predicación misionera a este problema, cf. H. J. MARGULL theologie, der
missionarischen verkündigung, evangelization als ochumensisches problema Stuttgart 1959.
55
Cf. Entre otros, j. Guitton. El problema de jesus. Fax Madrid 1960 M BUBER je et Tu. Paris 1938 R
MELL, ¿quien es mi projimo? Barcelona 1966 G Gusdort. La parole paris 1956.
56
Sobre estas razones que han inducido al planteamiento del problema teologico de la predicación
se detienen tambien los padres Flick y alserzghn en el articulo citado en la nota 4.672-676
Como se ve, desde diferentes ángulos y por distintas exigencias, surge el problema
teológico e la predicación. De las causas citadas, la primera, al menos en orden de tiempo,
es la crisis de la predicación. Es justa la observación de los padres Alszeghy Flick, cuando
señalan que “el análisis teorético de la predicación se experimenta como una exigencia que
se deriva de la práctica”57
No vamos a detenernos ahora sobre este movimiento, que ha ejercido un influjo decisivo
sobre la orientación de la teología en los últimos decenios, ya que otros han hablado
detenidamente de él, y la polémica, tras la última intervención de Jungmann, puede
considerarse terminada. Haremos únicamente algunas alusiones, para demostrar cuánto ha
influido esta polémica en la génesis del problema teológico de la predicación.
La idea fundamental del libro es conocida. Jungmann parte del análisis de la vida cristiana
de muchos fieles de hoy, tal como él la había observado durante sus años de ministerio en
una parroquia del Tirol, y la encuentra sin alegría y sin entusiasmo. “para muchos, decía, el
cristianismo no es una buena nueva que se recibe con alegría, sino una ley pesada, a la que
hay que someterse para no condenarse”.
57
A.c 672
58
Regenburg 1936
59
Innbruck, wien, München 1963 Aunque la obra es una reelaboración de la anterior, ti4ene en
cuenta el proceso de la teologia desde 1936 hasta nuestros días.
Más en particular, carecen los fieles del “sentido de la unidad, de una visión de conjunto, de
la inteligencia clara del maravilloso mensaje de la gracia divina. De toda la doctrina
cristiana, sòlo se quedan con una enumeración de dogmas y de preceptos morales, de
amenazas y de promesas, de costumbres y de ritos, de obligaciones y deberes, impuestos a
los desdichados católicos, mientras que los no católicos gozan de libertad”.
Jungmann llegaba aún más lejos y culpa de este estado de cosas a la teología, tal como se la
enseña en los seminarios. En realidad, los predicadores transmiten al pueblo la religión tal
como ellos mismos la han estudiado en sus años de formación. Hay que achacar, pues a la
teología la responsabilidad principal de la anemia de la vida religiosa de muchos cristianos
de nuestro tiempo. Preocupada de los problemas históricos y polémicos o del aspecto
especulativo de la revelación, ha descuidado su aspecto más pastoral y Kerigmático. Y ello
ha influido notablemente sobre la predicación, que se ha concebido como la vulgarización
de los tratados teológicos. Si comparamos los catecismos redactados según esta mentalidad
con la exposición de la fe que nos brinda la antigüedad cristiana, advertimos en seguida la
diferencia. “Por una parte, encontramos un mensaje sencillo, un cuadro gráfico; por otra, un
edificio complicado de conceptos, divisiones y distinciones”.
Las ideas de Jungmann, y más aún de los otros autores de esta tendencia, originaron una
polémica que se reveló muy fecunda. Quizá por primera vez en la época moderna, los
teólogos atendieron con interés al tema de la predicación.
Conocidas son las reacciones de muchos estudiosos ante la idea de una teología de la
predicación, distinta de la científica. Muchos se opusieron de forma tenaz. Vieron, en este
intento, un modo de consagrar definitivamente la ruptura entre la teología y la vida, de abrir
el camino al subjetivismo, de sobrevalorar el aspecto emocional frente al intelectual o de
caer en el irracionalismo. Las últimas reacciones fueron ya más moderadas. Definieron a
esta tentativa como “no necesaria”.60
Es cierto que los teólogos disintieron unánimemente en lo que se refiere a una doble
teología pero afirmaron, sin excepción, la existencia, en la teología, de una dimensión
Kerigmática o pastoral. El que hasta el momento hubiera prestado escaso interés la teología
a los problemas de la vida cristiana, no se debió a su naturaleza, sino a la polémica con que
debieron enfrentarse los teólogos. La teología es la ciencia de la revelación, de esta realidad
que se ordena, por su naturaleza misma a la fe y a la vida sobrenatural. “toda teología
científica tiene que ser, de alguna manera, teología de la predicación, si no quiere correr el
riesgo de dejar de ser teología científica”61. Lo mismo han afirmado Von Baltasar y otros62.
60
Entre los propulsores mas conocidos de esta tentativa, hay que citar a H. Rahner, lotz Dander…
en las obras antes citadas de Kapper y de Avelino puede verse una exposición de sus doctrinas.
61
A. Avelino.o.c.378
62
M.Schmaus, teologia dogmatica, 2,14.
Estas reacciones pueden parecer negativas si se las compara con la actitud de Jungmann.
Pero adviértase que daban razón a la idea fundamental que sostenía éste: la teología no
puede desentenderse de los problemas de la predicación. El mismo autor lo dice, al
responder a Schmaus: “la teología, recalca Schmaus, debe liberarse de su inercia,
lanzándose más decididamente por el camino de la historia, de la historia de la redención, al
encuentro del “Cristo histórico, muerto, resucitado y glorificado”.
63
Catequetica,334
64
La teologia actual va orientandose de una forma palpable hacia un planteamiento basado en la
histiria de la salvación significativa, en estesentido, es la obra de M. Flick y Z Alzerghy, los
comienzos de la salvación. Sigueme. Salamanca, 1965. esta misma linea siguen los autores en su
tratado el evangelio de la gracia. Salamanca 1965.
Pero podemos y debemos sacar aún otra conclusión de esta controversia: la exigencia de
que la teología reflexiones sobre la naturaleza de la predicación, en sí misma y en la
historia de la salvación.
No es posible superar la crisis de esta realidad tan fundamental para la vida cristiana si se
desconoce la realidad misma. En el fondo, el que la crisis haya podido adquirir
proporciones tan vastas, hasta el punto de que algunos sacerdotes no dudan en pensar que la
predicación es un medio ya superado, insinúa que se desconoce qué es la predicación, cuál
es su necesidad para la génesis y el desarrollo de la fe, cuáles son su contenido y eficacia y
en qué relación está el mensaje con la persona que lo anuncia.
Por consiguiente, para superar la crisis, el primer paso necesario es elaborar una teología de
la predicación. Fue precisamente Jungmann el primero que lo observó, en el libro antes
citado. “en los temas de importancia no hay nada más práctico que una buena teoría y una
orientación segura, que ayuden a recorrer, sin desviaciones, los caminos acertados”.65
65
Die frohbotschaft, VII.
66
Theologie et catechese: NRT 87 (1955) 922.
67
Wort Gottes. II.
divino”68. Y llegando más lejos, sostiene que la preocupación principal de los estudiosos no
debe ser la técnica de la palabra o su aceptación, sino la respuesta al interrogante: “Qué es
la palabra de Dios?¿Cuál es su función en la Iglesia y en el mundo?”. Y concluye:
“Únicamente la Escritura, el magisterio y la teología pueden responder a estas preguntas y
manifestar cuán… cierta es aquella afirmación del apóstol: “Ay de mí, si no predico el
evangelio”.69
Esta teologia ha necesitado grandes esfuerzos para delinearse con su problemática. Hasta
hace pocos decenios, los teologos consideraban la predicación como una realidad demasiado
elemental y obvia para centrar en ella su reflexion sucedió con ella lo mismo que con la revelación.
Esta última es una realidad basica del orden sobrenatural, un concepto clave de la teologia. Sim
70
embargo, hasta la publicación de la obra reciente del padre Latourelle , no se habia realizado una
reflexión sistematica y profunda sobre su naturaleza intima.
Otro tamto cabe decir de la predicación por la que la revelación se trasmite, cierto que siempre ha
sido objeto de estudio, pero los autores se detenian en su aspecto formal, en los problemas
practicos y metodologicos, en como hay que predicar. De esta forma se han publicado, un gran
numero de manuales y de trados de oratoria sagrada, destinados a preparar a los sacerdotes para
el ministerio de la palabra71. Pero todos ellos daban por supuesto el aspecto teologico. Su
exposición 0 parecia superflua, ya que todos saben o creen saber que significa predicar. Lo que
habia que aprender y enseñar era como se debe predicar, y es este el intento que perseguían los
autores, sin embargo desde hace unos decenios, bajo el impulso de los factores, antes descritos,
ha ido adquiriendo el primer plano el aspecto mas específicamente telogico de la predicación. Tal
ha acaesido concretamente en el problema de las relaciones entre predicación. Y sacramento, del
que ya se habian ocupado Scheeben72 y Kuhn. Hoy este problema se halla en el ambiente y le han
tocado de alguna manera casi todos los autores, Söhngen, Schmaus, Betz, Schillebeeckx.73
68
La crise de la predidition: Rev Nouv 29 (1955)146
69
A.c 147.
70
R. Latourelle, teologia de la revelación. Sigeme salamanca.1961.
71
Recordemos entre otros a G Zocchi, la predicasione, visi rimedi. Siena 1907; A.D. Sertllanges,
lórateur Chretien. Juvisy 1930; L.A.P. Paquet, cours d´eloquerence sacree. Queebec 1925.
72
W. BARTZ, verkündigung and sacramentin Kirchenbegriff Scheebense. Theologie und seelsorge
4 (1944)184 s.
73
Joh Kuhn, zur lechre vom dem wort golles und den sakramenten; ThQ 37 (1855) 3-57.
Aunque el problema de la predicación no se ha solucionado aún totalmente en lo que afecta
a su problemática, se han realizado ya algunas tentativas de síntesis. Soiron fue el primero,
en el año 194374. A la luz de la teología de san Buenaventura, y teniendo en cuenta lo que
habían publicado los estudiosos protestantes sobre este tema, Soiron expone, en las dos
primeras partes de su obra, la teología de la palabra de Dios y de su transmisión; en las
otras dos, se fija en la cuestión del oyente y del predicador. Podemos considerar esta obra
como una síntesis, aunque indecisa debido a la situación del análisis de este tema hace
veinte años, de los elementos teológico y práctico de la predicación. El mérito principal del
autor consiste en haber afirmado, inmediatamente después de Jungmann, y haber
demostrado teológicamente, la necesidad de que la predicación sea la proclamación de la
historia de la salvación, centrada totalmente en la persona de Cristo.
Recientemente otros ensayos han venido a satisfacer esta exigencia, que se había hecho más
consciente a partir de la publicación de la obra antes citada. Ha sido el padre O.
Semmelroth quien ha escrito la obra tal vez más comprometida sobre el tema de la
predicación, aunque centra principalmente su atención sobre el aspecto, ciertamente
fundamental, de la eficacia. La obra se divide en dos partes. En la primera, el autor se
propone trazar la teología de la palabra de Dios, a la que sigue a lo largo de todo su iter
desde el seno de la Trinidad hasta su comunicación al alma en gracia, para detenerse, por
último, en el aspecto de la eficacia. Es una obra densa en conceptos, original en su
desarrollo, pero elude todos aquellos problemas que no encajan en la línea de pensamiento
seguida por el autor. Semmelroth está dentro de la problemática alemana, según la cual, la
teología de la predicación consiste en determinar la eficacia de la palabra de Dios en
relación con la eficacia de los sacramentos. A las demás cuestiones, les concede menos
importancia. Semmelroth, pues, no dedica mayor atención al sujeto y objeto de la
predicación que, a juicio nuestro, son indispensables para comprender su eficacia.
74
De estos teologos y de sus escritos hablaremos en el c.8. Th. Solron, Die verkündigung des
worte Gottes. Freiburg 1943
Un nuevo intento de síntesis lo realizo el padre A. Gunthor. También él concede gran
importancia al tema de la eficacia, en el que sigue de cerca de Semmelroth, pero dedica un
amplio capítulo del fin de la predicación y particularmente al de su objeto, en lo que
concuerda con el cristocentrismo de la teología actual. Consagra además toda una parte del
volumen a la predicación dominical y a la misionera popular.
También Sandro Maggiolini se ha detenido sobre los problemas del objeto, de las fuentes,
del fin y de la eficacia de la predicación, en un breve volumen, en el que ha sintetizado
cuanto se ha escrito hasta el momento sobre este tema. Algo semejante cabe decir del libro
de Spiazzi, útil para quienes se interesan por la historia de la predicación y de la catequesis.
2. EL OBJETO DE LA PREDICACIÓN
Para responder cuál es el objeto de la predicación, necesitamos estudiar cuál fue el objeto
de la predicación de los apóstoles, de la que es continuación y prolongación la de la Iglesia,
bajo sus diferentes modos. El Nuevo Testamento emplea para designar diversas
expresiones, distintas entre sí, al menos en apariencia. Las más comunes son reino de Dios,
palabra de Dios, evangelio y misterio. La primera es más frecuente en los sinópticos y la
última en san Pablo; las demás, en el libro de los Hechos y en los evangelios en general.
Para determinar el objeto de la predicación apòstolica necesitamos dilucidar el sentido de
estas fórmulas.
1. El reino de Dios
Con la proclamación del reino de Dios termina el Antiguo Testamento (Lc 11,20), se
verifican las profecías (Lc 7,22-23) y el dominio del diablo queda derrocado (Lc 11,20).
Por consiguiente, constituye una realidad íntimamente ligada a la persona de Cristo. Si este
reino se halla ya presente, es porque Cristo arroja a los demonios (Mt 12,28); si el Mesías
ha venido ya, es porque Jesucristo realiza los signos que predijeron los profetas como
propios del Mesías (Lc 7,22), y los discípulos son bienaventurados porque ven lo que los
profetas desearon ver (Lc 10,23).
Es más, podemos decir que el reino de Dios es el mismo Jesucristo, cuya venida y actividad
inaugura una nueva época en las relaciones entre Dios y el hombre, una nueva alianza,
destinada a sustituir a la del Sinaì. Esta identificación es evidente en algunos textos
evangélicos: “Todo aquel que dejó casas, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos
o campos por causa de ni nombre, dice Jesucristo, recibirá el cien doblado y poseerá en
herencia la vida eterna” (Mt 19,29). Lucas nos transmitió el texto de esta forma: “Nadie
hay que dejó casa o mujer, o hermanos o padres o hijos, por causa del reino de Dios, que
no lo recobre multiplicado en el tiempo presente y en el siglo venidero la vida eterna” (Lc
18,29-30). Jesucristo y el reino de de Dios son la misma realidad: dejar todo cuanto se
posee por él es igual que dejarlo por el reino de Dios.
En otro pasaje, compara el reino de Dios con diez vírgenes, de las cuales algunas eran
fatuas y otras prudentes, que esperan la llegada del esposo con las lámparas encendidas (Mt
25, 1s.). Lucas aclara que este esposo, al que hay que esperar continuamente, es el hijo del
hombre, que puede llegar en el momento en que menos se espere (Lc 12,35).
Esta identificación nos ayuda a entender por qué la persona de Jesucristo ocupa el centro de
la narración evangélica y por qué él, al predicar el reino de Dios, invita a los hombres a
tomar cada uno su cruz y seguirle (Mt 16,24); por qué llama bienaventurados a quienes
fueren perseguidos por causa suya (Mt 5,11), y no se escandalizaren de él (Mt 11,6), y por
qué dará la vida eterna a quienes le han socorrido en la persona de sus hermanos
necesitados y se la negará a quienes rehusaron hacerlo (Mt 25,34s.)
2. La Palabra de Dios.
75
Los estudiosos admiten comúnmente que la persona de cristo ocupa el centro del Dios que el
mismo predico: cf. Entre otros, R. SCHNAC Kenburg. Reino y reinado de Dios Fax, Madrid 1967 :
Devile Grelot: NTB 675-680: J. Alfaro.Fides, Spaes Catas. Adotationes in tractahon de virtubibus
teologices. Romae 1963.132.
la palabra significa el elemento inteligible de un objeto, la idea que la inteligencia puede
aferrar en su intento de penetrar la naturaleza de las cosas; sin embargo, los estudiosos
afirman unánimemente que para los pueblos orientales antiguos la palabra es la expresión
no tanto de la inteligencia cuanto de la voluntad; significa primordialmente un hecho y no
una idea, un mandato y no una instrucción. Es un medio de salvación. Dios crea el mundo
con la palabra (Gn 1; Sal 33,6), con ella establece la ley que impone a su pueblo 77, por
medio de la palabra dirige la historia hacia los objetivos que se ha propuesto78. La palabra
es esencialmente dinámica, contiene una fuerza especial que conduce necesariamente a la
acción una vez que fue pronunciada sobre todo si se trata de fórmulas de bendición o
maldición79.
La palabra debe su dinamismo a su estrecha relación con la persona. “El hebreo, dice E.
Schillebeeckx, no distingue entre la palabra y la persona que la pronuncia. La palabra es un
modo de ser de la persona misma… la fuerza de la palabra es la misma que la de la persona
que la pronuncia. De aquí el poder de la palabra de Dios.80 La Palabra de Dios, tal como
76
Name und wort Gottes im A.T. Giessen 1934. 64 s. este tema es muy comun entre los
estudiosos que, al tratar de la palabra de Dios, intentar determinar su sentido a la luz de la cultura
antigua, tanto griega como oriental, Cf. Entre otros, L Düor Die wertimg des göttlichen wortes tm
A:T. und im antiken orient. Leipzig 1938; H. Ringern, Word and winsdom. Lund 1947; w Eichrodt ,
theologie des A.T. Berlin 1948, 32-39: D. Barsotti, Misterio cristiano y palabra de Dios sigueme,
Salamanca 1965-9-40; P. van Imschoot, theologie de T.A.T: Tournai 1954, I 200-207; E jacob,
teología, de PA.T Nechatel –paris 1955, 103-109; J.l.Mc Kenzie, The Word of god in the old
testament: theological Studies 21 (1960) 183-206; H. Scgiller, wort Gottes würzburg 1958 Hay tres
tres articulos dedicados a la noción de la palabra de Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento,
en el volumen la parole de Dien en J.C., cuyos autores son: Larcher, Dupont y Gilbet. Paris 1961
Para una comparación entre la concepción griega de la palabra y la orientación.Cf. J. Leenhardt, La
signification de la notion de parole Dans la pensse chretienne: Rev HPHR 35 (1955) 263-273; R
Bultmann, Der Begriff des Wortes Gottes im N.T. en Glanben und vertechen Tubing 1958 268-293.
en cuanto a dicanarios. Consultense los articulos de o Procksch; TWNT 4, 89-140 de Robert: DBS
y el de Feullet- VTB 559-565.
77
A veces a los mandatos de Dios se los denomina <<palabras>> (2 cron 29,15), d eigual modo
que se denomina <<palabras>> a los diez mandamientos (ex 34,28; Dt 4,13).
78
El Jacob o.c. 106 D. Barsotti. 25. El dinamismo de la palabra se seduce tambien de su
etimologia. Aunque los autores no se han puesto de acurdo sobre ella. Según Jacob, dabar
significa <<la proyección hacia delante de aquello que esta detrás. Es decir la actuación de lo que
se tiene en la mente>> (o.c.104) A. Robert . por el contrario opina que de procede de una doble
raiz una de las cuales significa <<hablar>> y la otra <<estar>> detrás a.c. 442.
79
parole et sacrament dans Eglise: Lum Vie 46 (1960)25.
80
R. Bultmann,o.c.271.
nos la presenta el A.T, es Dios mismo en cuanto que realiza algo fuera de sí, en cuanto que
crea y se dirige al hombre para comunicarle su voluntad81.
El Nuevo Testamento sigue la misma línea del Antiguo Testamento. El Verbo, la segunda
persona de la Trinidad que se hace hombre y habita entre nosotros es la palabra de Dios (Jn
1,1-14). El padre, al expresarse inmanentemente a sí mismo, origina el Hijo, por quien crea
todas las cosas (Jn 1,3). Las cosas son palabras de Dios sustanciadas82.
Por ello, el Nuevo Testamento puede emplear rectamente junto a la expresión palabra de
Dios, la expresión palabra del Señor o sencillamente palabra. La primera aparece en el
Nuevo testamento 30 veces, 40 la segunda y la tercera 883. Aparecen, sobre todo, en el
libro de los Hechos, para indicar el contenido de la predicación apostólica. Por ejemplo,
cuando dice que muchos de los que habían escuchado la palabra creyeron (Hech 4,4), que
Pablo y Bernabé evangelizaban la palabra del Señor (Hech 15,35), también san Pablo, en
sus cartas, habla de la proclamación de la palabra (1Tes 1,6), que los tesalonicenses la han
aceptado no como palabra de hombres sino como palabra de Dios (1 Tes 2,13). El apóstol
emplea también la fórmula palabra del Señor (1Tes 1,8) y palabra de Cristo (Rm 10,17).
¿Qué es lo que pretenden significar los apóstoles cuando hablan de predicar la palabra, la
palabra de Dios, la palabra del Señor?
De hecho el mismo Jesucristo afirma: “Quien me desecha y no recibe mis palabras, ya tiene
quien le juzga. La palabra que hablé, ésa le juzgará en el último día” (Jn 12,4s). por el
contrario: “el que escucha mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no incurre
en sentencia de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida” (Jn 5,24).
Por consiguiente, rechazar a Cristo significa lo mismo que no creer en sus palabras; y
escuchar sus palabras, es creer en aquel que le ha enviado. Igual que Cristo es la vida (Jn
81
A.C. 205.
82
Según S.Mowinkel. en la encarnación del verbo consiste la novedad del nuevo testamento con
relación del antiguo : o.c. 43-44.
83
TWNT 4, 115 Nº estan comprendidos aquí los escritos de Juan Ibib.. 116 y nota 13.
14,6), así lo son sus palabras (Jn 6,63); de la misma manera que él juzga (Jn 8,15), también
juzga su palabra (Jn 12,48).84 Juan llega a decir en su primera carta, que él anuncia “la
palabra de vida” (1 Jn 1,1-4). La palabra es la persona de Cristo.
Lo mismo cabe decir de los sinópticos. Según ellos, la palabra de Dios es la voluntad de
Dios, en cuanto que exige su cumplimiento. Podemos descubrirlo al confrontar textos
paralelos. Por ejemplo, Marcos dice “El que hiciere la voluntad de dios, éste es mi hermano
y hermana y madre” (Mc 3,35); y Lucas en el mismo pasaje, escribe: “Mi madre y mis
hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra” (Lc 8,21). Por tanto, la
palabra de Dios es la voluntad de Dios, dios mismo en cuanto que exige al hombre
obediencia. Otro tanto cabe afirmar en lo que se refiere a la palabra de Cristo: “Quien se
avergonzare de mí y de mis palabras en esa generación adúltera y pecadora, también el Hijo
del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los ángeles
santos” (Mc 8,36). Lucas: “todo aquel que se declarare por mí delante de los hombres,
también el Hijo del Hombre se declarará por el delante de los ángeles de Dios” (Lc 12,8).
Como se ve, la palabra de Jesucristo y su persona son una misma realidad.
3. El evangelio
84
r.Bultmann,a.c. 291
85
a semejntes conclusiones llegan todos cuantos han estudiado nuestro tema : cf.R. Asting die
verkünddigma des wortes GOTTES IM URCHRIS LENTUM, DARGESTELL an den Begrifen
<<Word Gottes>> <<evangelium>> und <<zeugnis>> Stugttsrt 1939 295-296. Identifica conclusión
en Kittel 4. 126 s. Gilbrt refiriendose a los secritos del nuevo testamento, afirma que <<les autres
acrits de N.T pavaint remarque et les acts des Aportes, en particular, son riches, en formules
suggestives. la personne de Jesús est aucente du message, elle sídentifique en vuelque sorte avec
lui. Porte la parode esta precher Jesús-chist la teologie joharique du logos. en la parole de Dien en
Jesús-chis: 100: y después ; a proposito de Juan.
El término evangelio aparece frecuentemente en el Nuevo Testamento, para indicar el
objeto de la predicación apostólica86. Designa a ésta con las expresiones: “evangelio de
Dios” (1 Tes 2,2.8.9; 2 Cor 15,16, etc), “evangelio de Cristo” (1 Tes 3,2; 2 Cor 9,13; Gál
1,7, etc); “mi evangelio” (1 Tes 1,5; 2 Tes 2,14; Rom 2,16; 16,25), “evangelio de la gloria
de Cristo” (2 Cor 4,4), “evangelio de vuestra salvación” (Ef 1,13), “evangelio de Paz” (Ef
6,15), “evangelio de verdad” (Col 1,5 ), “evangelio de la gloria del Dios bienaventurado” (1
Tim 1,11), o sencillamente “evangelio” (1 Tes 2,4; 1 Cor 4,15; 8,19; 9,18; Gál 2,5.14; 2
Tim 1,8, etc).
El contenido del evangelio, según los sipnòticos (Mc 1, 15; Mt 4,17; 9,35) y según el libro
de los Hechos, es la venida del reino de Dios, que el diácono Felipe predica en Samarìa
(Hech 8,12) y el apóstol Pablo en Asia Menor (Hech 14,21-22) y en Roma (Hech 28,23).
Pero se trata siempre de la buena nueva de Jesucristo (Hech 8,35). Según san Pablo, “el
evangelio de Dios” (Rom 1,1; 15,16) que anuncia, es el que se refiere a “su Hijo…
Jesucristo, Señor nuestro, por quien recibimos la gracia y el apostolado para la obediencia
de la fe entre todas las gentes en el nombre de él” (Rom 1,2-5). El complemento, pues, de la
palabra, principalmente en los evangelios, es Dios o el reino de Dios (Lc 4,43; 8,1; 16,16;
Hech 8,12; 14,15) y más frecuentemente aún, Cristo o algún aspecto de su misterio y de su
vida. Así los apóstoles evangelizan a Jesús (Hech 11,20), la palabra del Señor (Hech
15,35), la paz por Jesucristo que es el Señor de todo (Hech 10,36), las riquezas de Cristo
(Ef 3,8), Jesús y su resurrección (Hech 17,18), la cruz de Cristo (1 Cor 1,17). a demas se
encuentra unidos Dios y cristo siete veces.87
El contenido del evangelio es una persona: Dios en Cristo, por quien Dios se revela y en
quien nos salva y cuya buena nueva es el evangelio. Conocer a Cristo es conocer al Padre
86
sobre la etimologia y el significado de la palabra <<evanglio>> en el Nuevo Testamento, cf, el
articulo de , D. Mollet DSp 4.1945-62;cf.tambien en el de FriedrichTWNT 2.718-35.
87
los verbos examinados por Hayward son los deribados de y ademas la tesis se titula God and
crist: duality ad síntesis in the faiht of new testament, y aun no ha sido neditada.
(Jn 14,19). El conocimiento de Cristo es inseparable del conocimiento del Padre: en él
consiste la vida eterna (Jn 17,3)88
4. El misterio
Las tres expresiones estudiadas adquieren toda su fuerza significativa cuando se las
confronta con la noción del misterio, muy usada por san Pablo, para significar su
predicación. Aparece con menos frecuencia que las otras, pero es más densa y permite
encuadrar la predicación según su papel en la historia de la salvación. Por esta causa, le
dedicaremos mayor atención.89
88
H. Schhelier nota que la expre4sión << evangelizar acrito>> no es unicamnte un resumen de la
predicación si no que tiene ademas un significado más fuerte <<dieserchistus, dice ist im grumde
das umfassende Einzige, was das Evangelium eroffnet5 und vor das es mich stell, damit ich mich
ubergebe, in dieser person und in ihrm Name wie die, Apostelgeschichete oft saget. ist alles Heil
gegeben : Word Gottes, 46 G Friendrieh. por su parte concluye sintetizando toda su investigación
sobre la palabra evangelio R. Asting, o.c. 453-57. El evangelio es esencialmente la buena nueva de
la salvación que Dios realiza en el mundo por medio de la vida de cristo. y sobre todo, atravez de
su muerte y resurrección.
89
sdobre el misterio paulino existe una grande bibliografía. nos limitaremos a citar los ensayos que
juzgamos mas importantes: D. Deben. le mysteri paulien: ETL 13 (1936) 405-442; K PrüMM,
Mysterion von paulus bis origenes: ZKT 61 (1937) 391-425: C.Spico. Saint paul. les epitres
pastorales. paris 1948. exc V II6-126 L. Cerfaux, la iglesia en sau pablo Bilbao 1959, 249-262:J t.
TRINIDAD the inysteri hidden in god: Biblica 31 (1950)I-56 K, pruna, zur pracnomelogie des
paulisniche Mysterion und dessen seclisten (Recherche Bibliques, 5 Bruges 1960-142-637 ef
tambien los articulos: G. Borman Misteryon: TWNT 4. 809-834; K prüMM Mysteris: DBS 6, 10-225:
Rigaux –Grelot, Mistero: NTB 454-488.)
Deden, que ha escrito un artículo sobre misterio paulino que conserva aun su valor, nos
dice que este vocablo aparece veinte veces en las cartas del apóstol. En seis ocasiones,
habla de un gran misterio que Dios le ha relevado para que lo anuncie (1 Cor 2,7; Rom 16,
25-26; Col 1,26-27; Ef. 1,8-10; 3,3-7; 3,8-12).90
Los estudiosos han discutido animadamente durante los últimos decenios sobre el sentido
del vocablo misterio, pero no creemos oportuno detenernos en estas discusiones.91 De ellas
ha resultado con certeza una cosa: el misterio paulino es el plan de la salvación que Dios
mantuvo oculto desde la eternidad y que mas tarde revelo y proclamo. El apóstol distingue
en él tres frases:
a) El misterio de Dios. Dios concibe, desde toda la eternidad un plan, un designio para
gloria nuestra pero lo mantiene oculto a los ángeles y a los hombres y establece, para
revelarlo, un determinado momento, que san Pablo llama “la plenitud de los tiempos”
b) El misterio revelado. Llegada la plenitud de los tiempos. Dios por medio del Espíritu
revela su plan, primero oscuramente en el Antiguo Testamento, y mas tarde con toda
claridad en el Nuevo Testamento. Hace esta revelación a los apóstoles y profetas. Se lo
revela también a los seres celestiales. Pablo recibe una inteligencia especial del
ministerio, en lo que se refiere a la llamada a los gentiles de la fe.
90
D. Deden, a,c, 406 En este articulo nos basamos nosotros.
91
sobre estas discusiones hace clara exposición TH. Filthaut. teologia de los misterios. Bilbao
1963. Mas brevemente y con anotaciones criticas. L. Bouyer, piedad liturgica. Cuernavaca 1957,
c.7y 8.
Por lo tanto, según san Pablo, el ministerio no es algo arcano, reservados a algunos
iniciados, sino que esta destinados a la máxima difusión, a ser proclamado ante los hombres
y ante los ángeles, y ante judíos y paganos. Se llama misterio porque Dios no lo revelo al
concebirlo, sino después de una larga preparación, cuando los hombres estaban ya en
disposición de aceptarlo.
El problema que nos interesa, ante todo, es el del objeto y contenido del misterio. ¿En que
consiste este plan de salvación? San Pablo emplea diversas formulas. El contenido del
ministerio es la participación de los bienes divinos, anunciados por Isaías, como
característicos de los bienes mesiánicos, es decir de los bienes escatológicos, a los que la
teología los designa con la expresión “vida eterna”, o la vocación de los gentiles a la
participación de tales bienes. En la carta de los colosenses, el objeto del misterio es la
reconciliación universal en la sangre de cristo. En cristo, queda cancelada la enemistad que
el pecado original causo entre los hombres, entre estos y Dios y entre la humanidad y los
seres celestiales, y se restablece de nuevo la armonía. En la carta a los fieles de Efeso, el
apóstol repite, bajo otra formula, el mismo concepto: el misterio consiste en recapitular en
cristo todas las cosas, es decir, en restablecer en el universo aquella unidad que deshizo el
pecado, reconduciendo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra, a un solo centro:
Cristo.
De todo este análisis podemos deducir que las expresiones de reino de Dios, palabra de
Dios, evangelio, misterio significan la misma realidad: el objeto y contenido de la
predicación apostólica, que es Cristo. Además se complementan y definen mutuamente: los
apóstoles predican a Cristo, la palabra que el padre pronuncia en si mismo desde toda la
eternidad y que en un determinado momento se ha hecho carne. Esta palabra es la buena
nueva el evangelio que Dios destina a los hombres en la plenitud de los tiempos, para
formar con ellos un reino y una comunidad de salvación. Con todo derecho, pues identifica
san Pablo el misterio con la palabra de Dios y con el evangelio.
6. El Cristo Pascual
7. El cristocentrismo
93
sobre los pasajes keigmaticosde las cartas de san pablo, C.H. Dodd, the Apostolic preaching and
its developments. london 1956. sobre todo 28, en la que completa con nuevos textos la doctrina de
Dodd. n
94
todos los autores modernos subrayan el pueto central de la resurrección de Cristo en la
predicación apostolica. Ci ademas de los citados en la nota 26: H. Shürman, Aufbau und strutruk
der Neutstamentlichen Verkündigung. paderbon 1949: J. SCHMIT, Jesús resucite dans la
predication apostolique.paris 1949: F X DURRWELL, la resurrección de Jesús misterio de
salvación. Hender Barcelona 1962: J Sint. Die Anfertechung Jesús der Verkündigung.der
urgemeinde: ZKT 84 (1962) 129-51
95
H. SCHLIER compendia el puesto cetral de la murte y la resurrección de cristo, con relación a los
demas acontecimientos de su vida, con estas palabras, <<Die Verkündigung NET von Ihnen aus
kehrt wieder zu Ihnen zurück und ruht sich gleichsam in Ihnen aus. Debei sind tod und
Auferstehung Jesé Christi von vernecherein in ihrer Bedeutung fur uns erschlossen: Word Gottes,
47.
Esta concepción del ministerio que hallamos en las cartas de san Pablo lleva implícita una
teología de la historia, que encierra gran importancia para la predicación. Según el apóstol,
toda la historia es un complejo de hechos, una trama de sucesos preparados por Dios y
acaecidos en el tiempo, ordenados a la realización de un fin: la revelación, y la
comunicación de Cristo. Antes de la encarnación, toda la historia se orienta a el y
desemboca en el después de la encarnación. Cristo es el centro y el sentido de la historia.96
Solo a partir de el cobran significado el Antiguo y Nuevo Testamento; el es quien les da
unidad. El Nuevo Testamento es el complemento y la coronación del Antiguo. Con relación
al Antiguo Testamento, el Nuevo representa la plenitud, la realidad frente a la sombra. La
ley es un pedagogo con vista a Cristo, que es tu fin.
A la luz de estos textos, pueden escribir San Agustín In Viteri Testamento est occultatio no
vi, in novo testamento est manifestó veteris97, o que in Viteri novum later, et in novo vetus
patet.98 El Antiguo Testamento esta cubierto por un velo, que impide descubrir su
naturaleza intima, Cristo rasga el velo y descubre su contenido real.
En este sentido, Cristo es realmente alfa y omega, principio y fin, aquel por quien todo ha
sido creado San pablo le llama imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación,
como que en el fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, tanto las visible
como las invisible, ya sean los tronos, ya las dominaciones, ya los principados, ya las
potestades; todas las cosas han sido creadas por medio de el y para el. Y el es antes que
todas las cosas y todas tienen en el su consistencia. En el habita toda la plenitud. El es
todo el designo de Dios su palabra definitiva.(Heb 1,1)99
96
estos conceptos son corrientes en la literatura teologica actual: debido principalmente a los
estudios biblicosCf: O. ULLMAN cristo y el tiempo. Barcelona 1968: E.C. Rust the chritian
undertanding ef history. london 1947; J. Danielou. el misterio de la historia San Sebastian 1960 H.
Urs von Balthasar. teologia de la historia Madrid 1959. Para una visión de conjunto sbre las
diversas tendencias actuales en la teologia de la historia, con juicio critico de las mismas, Z.
Alszeghn M Flick, teologia Della storia : Gregorianum 35 (1954) 256-98.
97
De catechizandis rudibus, 4,8.
98
quaestiones in Pet 2.73.
99
El cristo centrismo es una categoría dominante entre los teologos actuales una larga serie de
citas sobre sus doctrinas en lo que se refiere a este punto. puede verse en R. Latourelle. teologia
de la revelación 4571. cf. tambien J.A. Jumngmann. la predicaciónde la fe a la luz de la buena
8. La Historia de la Salvación
Por tanto la historia no es únicamente historia de Cristo salvador, historia del encuentro de
Dios con el hombre en Cristo historia de la salvación. ¿Y que es la salvación?
9. La Salvación:
nueva. san Sebastián 1964, 70 s.: H. SCHLIER. Word Gottes. principalmente 48: C. vagaggint.El
sentido teologico de la liturgia. C. I. B. Piault, pantend du en mon fils: catechese 9 (1962) 393-498.
En el Antiguo Testamento, salvar, como traducen los setenta el vocablo hebreo y significa
librar o preservar de infortunios y peligros temporales, (jdt 15,18; 1 sam 10, 19) librar al
pueblo de la esclavitud.(Is 45,17,46,13 etc) Pero esta liberación material sirve únicamente
como base para comprender una liberación más importante: la liberación del pecado, la
salvación mesiánica, (Is 33,22-23; Ez 36,28-29) que entraña toda la gama de dones que nos
trae el Mesías.(Is 45,17,49,6).100 En el nuevo testamento significa la salvación mesiánica,
entendida como liberación del pecado y posesión de los bienes escatológicos que Dios ha
preparado para nuestra gloria. Este sentido mesiánico es casi el único en el nuevo
testamento. Jesucristo salvara al pueblo de sus pecados; (Mt 1,21) Dios envió su hijo al
mundo para salvarlo; (Jn 3,17) cristo ha venido al mundo para salvarlo, no para juzgarlo;
(12,47) quien invocare al nombre del señor, se salvara. (Hech 2,21) Esta salvación, aunque
nos conceda ya durante esta vida los bienes mesiánicos, es esencialmente escatológica; solo
en la vida futura se realizara totalmente. El apóstol afirma que una ves reconciliados,
“seremos salvos en su vida”. (Rom 5,10;1 cor 3,15) La salvación llegara “en el día de
nuestro señor Jesucristo”. (Fil 3,20) Quien nos salva es Dios, al que san Pablo llama
“nuestro salvador”.(1 Tim 1,1;2,3) Pero el nuevo testamento atribuye también la salvación
a Jesucristo. El es el salvador, el salvador de su cuerpo místico, (Ef 5,23) el salvador del
mundo, (Jn 4,42) nuestro salvador (2 Tim 1,10) o también el señor y salvador nuestro.(2 pe
1,11)101
Si nos fijamos en el concepto que implican estos textos, la salvación entraña un elemento
negativo: a preservación o liberación de un peligro; y un elemento positivo: la consecución
de un bien o de un conjunto de bienes que constituyen el fin del hombre, el termino de
todas sus fatigas y que satisfacen su hambre de felicidad de vida eterna; y por fin, implica
un salvador que a la vez que libera al hombre de los peligros que pueden impedirle la
100
S. Lyonnet, De notiene salutis in Novo Testamento: verbun Do mini 36 (1958) 6-7; articulo en el
que nos hemos inspirados: cf. tambien L. Cerfaux, Saint paul nous parle du salud lumvie 15(1954)
83-102.
101
S.Lyonnet, en el articulo antes citado 10 s. pone de relieve el aspecto terreno de la salvación, tal
como aparece en el Nuevo Testamento.
consecución de su fin, tiene la posibilidad de concederle todos aquellos bienes que
constituyen la felicidad. Por siguiente, la salvación lleva consigo el que el hombre el que el
hombre no sea autónomo, autosuficiente, el que no tenga en si mismo el fin de su propia
existencia, el cual no pueda satisfacer por si mismo ese hambre de felicidad, que constituye
el aguijón de todos sus actos.102 La salvación supone que el fin de la vida radica fuera del
hombre, fuera de los limites de este mundo visible, en un mas allá en que la felicidad puede
ser conseguida. Con otras palabras, supone que el fin de la vida es otro, un absoluto, Dios,
hacia quien tiende por ley de la naturaleza todo lo contingente y que es el único que puede
darnos la vida eterna. Por tanto, la vida humana , para que no sea vacía, para que tenga
sentido, debe apoyarse en otro, en Dios. Únicamente en Dios y con Dios puede el hombre
superar los obstáculos que le estorban la consecución de la vida eterna, del bien absoluto
sin el que no existe felicidad total.
Estos obstáculos son dos: la muerte, que destruye el ser y aniquila el presupuesto mismo de
la felicidad; y el pecado, que consiste en el intento del hombre de salvarse por si mismo, de
buscar fuera de Dios los que únicamente Dios puede darle. Solo un Dios absoluto y eterno
puede dar la vida eterna. Es absurdo buscar esta vida fuera de El y es imposible halla r
fuera de el la manera de vencer la muerte. La salvación consiste, pues, en una vida que este
orientada hacia Dios.
Aparte de estos datos, que la razón puede conocer por si misma, la revelación nos dice que
Dios ha establecido, para salvar al hombre, un plan que supera infinitamente cuando la
mente humana hubiera podido imaginar. Dios mismo sale al encuentro del hombre, para
satisfacer su hambre de felicidad y le invita a entrar en contacto con el, a participar en el
dialogo que desde toda la eternidad se desarrolla entre las tres divinas personas, a constituir
102
El concepto de salvación es fundamental en la historia de las religiones Cf. lo que dice E
Dhanies, Intreducttos in problema Christi. Roma 1920, 25 s. con su correspondiente
bibliografía:CF. tambien A.Brunner, la religión Herder, Barcelona 1963, c.9.
una comunidad de vida y de amor con el. Para saciar nuestra sed de felicidad, el mismo
Dios, bien supremo, se da al hombre y le admite a su intimidad, primero de una forma
oscura, pero real, en este mundo, y, después venciendo la muerte, de una forma total y
plana en la vida futura. Dios ha realizado todo esto por medio de Cristo, el único mediador
entre Dios y el hombre, que nos ha reconciliado con Dios por medio de su sangre, después
de la tragedia del pecado original, y nos ha alcanzado la filiación adoptiva de Dios y la
posesión de los bienes escatológicos de la vida eterna.
De este modo, se ha establecido entre Dios y el hombre una relación, que no es puramente
metafísica, como la que se da entre lo contingente y el absoluto, sino de intimidad, como la
que hay entre el padre y e hijo. Para ello, Dios ha operado en nosotros una nueva creación.
Si uno esta en Cristo, dice San Pablo es una nueva creación. Lo viejo pasó: mirad, se ha
hecho nuevo. Y en otro pasaje “ni la circuncisión es nada ni la incircuncision, sino la nueva
creación. Se trata de un nuevo ser que entraña un nuevo principio, y una nueva vida. “La
redención dice no consiste únicamente en el mejoramiento de deficiencias existentes
mediante una enseñanza y un modelo o mediante una elevada realización religiosa, que
endereza cuando esta equivocado, sino que consiste, sobre todo, en una elevación de rango
de la creación. Es distinta de todas las realidades de este mundo y constituye en una nueva
base de la existencia… La redención brinda a la existencia todo un nuevo principio.103
En su carta a la iglesia de Efeso, Pablo afirma que hemos sido creados en Cristo Jesús a
base de obras buenas. Esta creación no se realiza sin la muerte del hombre viejo y el
nacimiento del hombre nuevo, que tiene lugar en el bautismo, en el que el hombre se reviste
de Jesucristo y participa de su justicia y santidad.
De ahí que la salvación, como afirma Congar, viene esencialmente a dar, su sentido según
Dios, por que no hay ningún otro sentido que sea verdadero y total. Ser salvado significa
ser arrancado a una existencia sin significado, desesperada, condenada a muerte sin
remisión.
103
La esncia del cristianismo. Madrid 1964 66.
Es firmar en beneficio propio el sentido que Jesús ha dado a la existencia y, por el hecho
mismo, el seguro de una vida eterna, cuerpo y alma, allí donde todo será lleno de sentido,
percepción gozosa del sentido de las cosas, como se saborea una fruta agradable o una obra
perfecta de arte.104 El hombre salvado es el hombre que ha renacido para cristo con la
gracia que inspira toda su vida y su pensamiento en el suyo, hasta poder decir que su vivir
es Cristo. Cuando afirmamos que según san Pablo, toda la historia es historia de la
salvación, queremos decir por consiguiente, que todos los acontecimientos que en ella se
realizan tienden a ser conciente al hombre de su condición de criatura, de su necesidad de
lo absoluto para impulsarlo a apoyar su vida en el. Debido a que en el actual orden de
provincia de Dios nos ha ofrecido la salvación en Cristo y por Cristo, hay que decir que
Cristo constituye el centro de la historia, en cuanto que los acontecimientos anteriores a su
encarnación se han realizado en función de su venida, de la misma forma que los
posteriores se actúan en orden a su proclamación y comunicación.
104
Amplio mundo en parroquia. Estella 1965.119.
Si queremos deducir de cuanto hemos dicho las consecuencias que afectan a la predicación,
vemos que la revelación no es únicamente, ni siquiera en primer lugar, la manifestación de
una verdad, de una serie de verdades o de un sistema. Tampoco es la respuesta a diversos
problemas que se han planteado la reflexión humana, como frecuentemente la presentan
algunos tratados de apologética. La revelación es, ante todo, un hecho, un acontecimiento,
la intervención de Dios en la historia para salvar al hombre, para librarle del pecado y de la
muerte y hacerle participe de su naturaleza divina, iniciando de esta manera un dialogo que
tendrá su realización plena en la visión beatifica.Naturalmente, la revelación es también
doctrina. En primer lugar, porque Dios no puede intervenir en la historia sin decirnos el por
que de su intervención, sin abrirnos el sentido de los hechos a través de los que se revela.
Sin esta palabra de Dios, la historia seria muda, no podría desvelarnos el misterio del amor
de Dios que en ella se oculta. Hemos visto antes que san Agustín decía, refiriéndose al
Antiguo Testamento, que la realidad contenida en el esta oculta tras un velo. La palabra de
Dios rasga este velo y nos descubre su significado.105Pero la revelación es también doctrina
en otro sentido. Presupone una metafísica y contiene una serie de enunciados intelectuales y
morales que, desarrollados y organizados entre si, pueden originar un sistema coherente de
verdad. Pero este aspecto aunque tiene su importancia, no es el principal. La revelación, el
cristianismo es un complejo de hechos que constituyen una historia: la historia de las
intervenciones de Dios para demostrar su amor al hombre y hacerle participe de su
naturaleza divina. La Biblia nos narra el desarrollo de esta historia, que se inicia en el
paraíso, continua con Abraham y los hechos del pueblo elegido, culminan con Cristo, se
prolonga en la iglesia y desembocara en la parusia y en la vida eterna.106
105
R. Latourelle desarrolla ampliamente estos conceptos en o.c.372 s.
106
Cf. La explicación que hace C. Vagaggini dl concepto de historia sagrada en el sentido teologico
de la liturgia. Madrid 1959 c. I. R, Latourelle, sistematizando sus estudios sobre el concepto de
revelación, concluye: <<la revelación es la acción soberanamente amorosa y libre por la que dios,
atravez de una economia de encarnación inagurada ya en cierto modo en el antiguo Testamento
(por instrumentalizad de la palabra profetica), se da a conocer el mismo en su vida intima, y su
designio d amor, concebido desde la eternidad de salvar y de unir asi a todos los hombres por
cristo>>, teologia de la redacción, 86, cf: asi mismo la conclusión del estudio del concepto de
revlación en el Antiguo Testamento, 43-44.
El cristianismo no es, pues, una weltanscbauung, si no un evangelio, una nueva, la buena
nueva de nuestra salvación, de nuestra vocación a la vida divina.
En un lenguaje mas técnico, podríamos decir que el testimonio no es un sistema, si no un
mensaje.
El ejemplo obligado del mensaje es, en nuestros días, el marxismo. Se basa en un sistema,
el materialismo, que es una interpretación de la realidad. “quiere ser, dice Mehl, científico,
es decir, basado en un análisis objetivo, no de la condición humana sino del devenir de la
humanidad. Llega incluso a rechazar todo socialismo utópico, y pretende que su concepción
del futuro esta rigurosamente determinada por su estudio de la historia pasada”.107 Pero tras
este análisis, el marxismo proclama que el hombre puede contradecir el curso de la historia,
puede cambiarlo, a condición de que el proletariado tome conciencia de ello y se
comprometa en la lucha contra el capitalismo. Desde el momento en que el marxismo
proclama la posibilidad de la revolución para establecer un orden nuevo, una sociedad
nueva, se convierte en un mensaje. Ya no es sola y principalmente interpretación de la
realidad, sino transformación de la misma. Por ello, el materialismo de Feuerbach es un
sistema, y el materialismo de Marx es un mensaje.108
El sistema es estático y conservador, ya que se limita a observar la realidad tal como es; el
mensaje es dinámico y revolucionario, porque trata de eliminar una citación existente para
crear otra. El sistema produce la resignación y el mensaje la esperanza; es, en realidad, un
evangelio, una buena nueva, la buena nueva de que la realidad puede llegar a ser mejor.
El cristianismo, igual que el marxismo, supone una doctrina, un sistema, una interpretación
del mundo y del hombre. Supone, por ejemplo, la inmortalidad del alma, la existencia de
Dios, la posibilidad de comunicarse con él, el descubrir su presencia en el mundo. Pero no
le basta esta interpretación. Su cometido es transformar la vida del hombre y hacerle
107
R. MEHL. la recontre dántrui. Neuchatel-paris 1955,25.
108
Es conocida la expresión de k Marx ,<<Hasta ahora los filósofos no han hecho mas que
interpretar el mundo pero ahora se trata de transformarlo.
participe de una vida divina. El hombre, como se deduce el análisis existencial, es infeliz,
esta desesperado, es miserable, esta destinado a la muerte, es incapaz de dar a su propia
existencia un sentido que la haga divina de vivirse. Dios le invita, en Cristo, a salir de esta
situación y le propone establecer con el una comunidad de vida, para que pueda vencer la
soledad, el pecado y la muerte. El cristianismo es un mensaje de salvación, es el
ofrecimiento de Dios al hombre, de unir su propio destino al de Dios, únicamente
posibilidad para dar sentido a la vida y superar la muerte.
Dios ha esperado muchos siglos, después del pecado original, antes de hacer esta
invitación, para que el hombre experimentase su propia miseria y surgiera en el la
necesidad de superarla. Esta la causa de que la salvación fuera, concebida dentro de un plan
y una historia que dura milenios. Antes de que Dios se dedicase actuar su designio, el
hombre debía experimentar la posibilidad de salvarse por si mismo, con solas sus fuerzas.
Este es el motivo de que los apóstoles, en sus discursos, se detengan describiendo la miseria
humana: quieren que sus oyentes la sientan y traten de salir de ella. Presentan al hombre
como esclavo del pecado, cerrado en si mismo, hijos de ira, en poder del maligno. Dios se
ha compadecido de ellos y, en su amor infinito, ha enviado a su hijo para salvarlos. “Así
amó Dios al mundo, escribe Juan, que entrego a su hijo unigénito, a fin de que todo el que
crea en él no parezca, sino alcance la vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo
para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”. Y san Lucas: “El hijo del
hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”. Y san Pablo: “porque todos
pecaron y se hallan privados de la gloria de Dios, justificados como son gratuitamente por
su gracia, mediante la redención que se da en Cristo Jesús”.
Pero, a diferencia de todos los otros mensajes, el mensaje cristiano se identifica con la
persona del mensajero, con la persona de cristo. El mensaje cristiano, el evangelio, es cristo
mismo.109 Cristo no nos señala el camino de la salvación, sino que el mismo es este camino,
el mismo es la salvación. Vencidos el pecado y la muerte, nos asocia a si y se constituye en
sentido de nuestra existencia. “venid a mi, nos dice, todos cuantos andáis fatigados y
agobiados, y yo os liviare. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended d mi, pues soy manso
y humilde de corazón, y hallareis reposo para vuestras almas”. “quien tenga sed, venga a mi
y beba”. “yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no anda en tinieblas, sino que tendrá la
luz de la vida”. “yo soy el camino y la verdad y la vida”.
Precisamente los sistemas filosóficos y los hechos históricos se transmiten por medio de la
enseñanza.
109
R. Guardini. la esencia del cristianismo Madrid 1964.20.
el encuentro entre personas o, mas concretamente, como puede establecerse entre Dios y el
hombre una comunidad, de forma que el hombre no sepa considerarse y verse sino a la luz
de Dios, como su hijo adoptivo, como ser en dialogo con el. De donde se deduce que la
predicación, aunque tiene cierta analogía con la enseñanza, no es una enseñanza.
110
D.Lilje, was und wie sollen wie hente predicen, en Die predigt. Berlin 1957, 12-18.
3. DIOS HABLA
Preguntarse por el sujeto de la predicación significa preguntarse quién es el que dice esta
“palabra” o “evangelio” que constituye, según la Escritura, el objeto de la predicación. ¿Es
Dios? ¿Es el hombre? ¿Son ambos, según aspectos diversos?
Para halar esta respuesta, hay que examinar de nuevo las expresiones palabra de dios y
evangelio, para determinar si el sentido subjetivo u objetivo. En el primer caso, significaría
palabra pronunciada por Dios; en el segundo, palabra dicha por el hombre sobre Dios.
1. La palabra de Dios
Aunque sobre este punto el acuerdo siendo cada vez mayor entre los estudiosos, no se
puede decir que la disputa esté terminada. Algunos ven en la expresión palabra de Dios o
evangelio de Dios un genitivo subjetivo; según otros, es el hombre el que pronuncia la
palabra sobre Dios.
Entre los primeros se halla H. Schlier. En su excelente estudio Wert Golres, dedicado al
análisis de la palabra de Dios en el Nuevo Testamento, prueba su opinión, basándose en
diversos textos bíblicos. Según él, el genitivo de Dios no indica, en primer lugar, aquel de
quien se habla, ni una cualidad de la palabra pronunciada, sino el origen de la palabra:
“Dios es el que dice la palabra”. En la predicación, es Dios quien habla. El sujeto principal.
La prueba más patente de esta interpretación la tenemos en 1 Tes 2, 13: “Por esto también
nosotros, dice el apóstol, damos gracias a Dios incisamente de que, habiendo vosotros
recibido la palabra de Dios, que nos oistes, la abrazasteis, no como palabra de hombres,
sino tal cual es verdaderamente, como palabra de Dios, la cual ejerce su eficacia en
vosotros los creyentes”. Para que esta oposición tenga sentido, es necesario que a la palabra
pronunciada por los hombres, se oponga la palabra pronunciada por Dios, también la
expresión palabra de los hombres debería tener idéntico significado. Esto sería absurdo en
el texto citado. En este caso, el apóstol daría gracias a Dios porque los fieles de Tesalónica
recibieron como palabra sobre Dios lo que en realidad era palabra sobre los hombres.
La confirmación la encontramos en Rom 10, 14: ¿Cómo, pues, invocarán a aquél en quien
no creyeron? ¿Y como creerán en aquél a quien no oyeron? Dios es quien habla y, y por
consiguiente, aquél a quien se oye en la predicación.
Un texto casi idéntico encontramos en la carta a los hebreos: “Mirad que no recuséis al que
habla, porque ni aquéllos, recusando al que en la tierra les hablaba, no escaparon al castigo,
mucho menos nosotros, si desechamos al que desde el cielo nos habla, cuya voz entonces
estremecía la tierra y ahora hace esta promesa: todavía una vez, yo conmoveré no sólo la
tierra, sino también el cielo” (Heb. 12, 25 -26). Dios es quien habla y es su palabra la que
escuchamos en la predicación. El autor de la carta nos pone en guardia para que no la
rechacemos.
Igualmente creemos que hay que interpretar en sentido subjetivo 2 Cor 2,17: “Porque no
somos, como muchos, que trafican con la palabra de Dios, sino que sinceramente, como de
Dios, hablamos delante de Dios en Cristo”. No cabe duda de que, en este texto “palabra de
Dios” significa palabra que procede de Dios, dicha por Dios.
Dios obra realmente en el apóstol “para la conversión de los gentiles, de obra o de palabra,
mediante el poder de milagros y prodigios y el poder del Espíritu Santo” (Rom 15, 18 –
19). Debido a esa acción de Cristo en la palabra del apóstol, puede decir Pablo a los fieles
de Corinto: “… cuando otra vez vuelva, no perdonaré; puesto que buscáis experimentar que
en mi habla Cristo, que no es débil para con vosotros, sino fuerte en vosotros” (2 Cor 13,3).
Es, pues, Cristo quien habla por medio de la palabra de apóstol. Por ello, puede asimismo
afirmar que los preceptos e instrucciones que ha dado a sus oyentes son en “nombre del
Señor Jesús” (1 Tes 4, 2); y conjurarlos “por la mansedumbre y la bondad de Cristo” (2
Cor 10,2) o “por nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15, 30). Es Cristo mismo quien ordena y
exhorta por medio del apóstol (2 Cor 5, 20) y por él manifiesta el aroma de su
conocimiento en todo lugar (2 Cor 2, 14).
Por ello, puede decir Jesucristo: “El que a vosotros oye a mí me oye, el que a vosotros
desecha, a mí me desecha, y Dios o Cristo es el sujeto principal de la predicación. El es
quien habla por boca de sus enviados, y en él se cree, cuando se acepta el mensaje que
éstos anuncian, ya que el mensaje no es de ellos, sino de dios. Con los predicadores sucede
igual que con los profetas: es Dios quien pone sobre sus labios las palabra que han de decir
a los hombres para que se salven (Dt 18, 18).
2. La Opinión contraria
Pero no todos los autores, como ya hemos dicho, dan un valor subjetivo al genitivo de Dios
o de Cristo.
Esta divergencia puede explicarse teniendo en cuenta que Dios y Cristo no son únicamente
el sujeto de la predicación sino también su objeto; aquellos que hablan y aquellos de
quienes se habla. Por esto, no es extraño que en muchos casos no pueda decidirse mediante
el análisis exegético si se trata de un genitivo con función de sujeto o de objeto I0. Bástenos
decir que, a pesar de las divergencias existentes entre los exegetas, la opinión que ve en el
genitivo de Dios, de la expresión palabra de Dios, la función de sujeto, tiene un sólido
fundamento bíblico.
Según san Agustín, pues, es el Verbo de Dios quien habla en la predicación. Pero para que
su palabra se haga sentir y llegue hasta nuestros oídos, necesita un medio transmisor, una
carne en la que dar consistencia a su palabra una voz en la que hacerla resonar. Con este
fin, el Verbo eligió primero la voz de los profetas, más tarde la del hombre –Cristo y
finalmente la de los predicadores. En todo predicador resuena, pues, la voz misma de Dios.
En otro texto san Agustín viene a afirmar lo mismo con palabras diferentes. Al comentar el
pasaje del evangelio en el que Jesucristo exhorta a los apóstoles a no preocuparse de cómo
deberán responder cuando fueren llevados ante los tribunales, porque “no seréis vosotros
los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable en vosotros” (Mt 10,20). el
obispo de Hipona aplica también a los predicadores estas palabras. «Pues bien, si el Espíritu
Santo habla en aquellos que son entregados a sus perseguidores por amor a Cristo, ¿por qué
no ha de hablar también en aquellos que entregan a Cristo a sus oyentes?».
¡Según san Agustín, es el mismo Cristo quien adoctrina en la predicación a sus miembros, a
los cristianos. En el sermón de disciplina cristiana, al estudiar el texto en el que el apóstol
afirma que Cristo habla en él, el gran obispo comenta: «Es Cristo quien enseña. Tiene su
cátedra en el cielo; su escuela esta en la tierra. Y la escuela es su. cuerpo (místico). La-
cabeza “ y. enseña a sus miembros, la lengua habla a sus pies”.
A juicio de san Agustín, esta doctrina se refiere a todos los predicadores, incluidos aquellos
que suceden a los apóstoles. Al comentar el versículo del evangelio de Juan, en el que
Cristo dice que si el no hubiera venido y hablado a los judíos, éstos no serían responsables
de su pecado (Jn 15, "22-23), Agustín se plantea el problema de los paganos. A éstos no les
lia hablado Cristo. ¿Carecen de pecado? Responde que ciertamente son excusables si no
han oído a Cristo. Pero no pueden excusarse aquellos a quienes Cristo no ha hablado
directamente, como a los judíos, sino mediante los apóstoles y sus sucesores. Éstas son sus
palabras: «Mas no son de este número aquellos a quienes vino en sus discípulos y les ha
hablado por su medio, como ¡o hace también ahora, viniendo a las gentes y hablándoles por
medio de la Iglesia».
En lo que se refiere a los paganos, san Agustín manifiesta su pensamiento aún más
claramente en el comentario al capítulo 10, 14 del evangelio de san Juan. Es verdad que
Cristo habló únicamente a los judíos,1 mientras que envió a sus apóstoles a hablar a los
paganos, pero de aquí no se debe concluir que los paganos no hayan escuchado su voz: «Él
habla por la voz de los suyos y, por medio de aquellos que envió, es oída su vos”. Y, en
otro lugar, en el mismo contexto, dice. “Ellos apacientan (los apóstoles), Cristo también
apacienta. En verdad los amigos del esposo no hablan, sino que se recrean quien apacienta
cuando ellos (los apóstoles) apacientan. Y puede decir con razón: Yo apaciento, pues en los
apóstoles resuena su voz y arde su amor mismo”.
El santo de Hipona emplea otra imagen no menos expresiva para designar a los
predicadores. En su obra Enarr. In Ps 96. S – 10 a propósito de las palabras apparuerunt
fulgura ejes orbi térrea, se pregunta: “ ¿Dónde proceden los relámpagos? De las nubes.
¿Cuáles son las nubes de Dios?: los predicadores de la verdad. Cristo envió a sus apóstoles ,
a sus predicadores como a nubes. De la misma manera que Dios esta en el cielo, así esta en
sus apóstales y en los predicadores del evangelio.
Queremos llamar también la atención sobre una observación que hace san Agustín, como
de paso y sin referirse a ningún texto bíblico en concreto, pero que juzgamos elocuente para
la idea de la causalidad principal de Dios en la predicación. En su libro De catechizandis
rudibus, cuando trata de la necesidad de poner en guardia a los principiantes que vienen a la
iglesia contra los secándolos que en ella existen, termina su recomendación con estas
palabra: “Esta es, pues la consecuencia que hay que poner de relieve: quien nos escucha o,
más exactamente, quien escucha a Dios por medio de nosotros…”.
La razón secreta de por qué san Agustín admite con tanta claridad que es Dios mismo, o
Cristo, quien habla por boca de los predicadores, se halla en la doctrina del cuerpo místico.
Cristo y la Iglesia constituyen una unidad: el primero es inseparable de la segunda. La
unión entre Cristo y la iglesia es tan íntima como la que existe entre los esposos. “os
recomendé muchísimas veces, dice san Agustín y no me avergüenzo de repetir, lo que a
vosotros os conviene retener: que nuestro señor Jesucristo con la frecuencia habla de sí
mismo, es decir de su propia persona, como cabeza nuestra; otras, en representación de su
cuerpo, que somos nosotros y de la iglesia, a pareciendo así que salen las palabras de la
boca de un hombre solo, para que entendamos que la cabeza y el cuerpo están constituidos
en unidad de integridad y que no puede separarse uno de otro, al estilo de aquella unión de
la cual se dijo serán dos en una sola carne (Gen 2, 24; Ef 5, 31). Si reconocemos que hay
dos en una sola voz.
Debido a esta unión, cuando Cristo habla, también la iglesia. Y esta observación es válida,
tanto cuando Cristo habla de aquello que le pertenece exclusivamente a él como cabeza,
como cuando habla de lo que pertenece a su cuerpo. Si, pues, Cristo habla en la iglesia y la
iglesia en Cristo, entre los dos se da una unidad perfecta, constituyen ambos una sola voz.
“Fit ergo tanquam ex duabus una quaedam persona, excapite et corpore, ex exponso et
esponsa…” y lo aplica la predicación con estas palabras: “Si duo in carne una, cur non duo
en voce una? Loquatur erg Chistus, quia in christo loquitur Ecclesia, et in Ecclesia loquitur
chistus, et corpus in capite et capuz incorpore”. Por consiguiente, cuando la iglesia predica,
Cristo no se queda callado, sino que habla: “Cum enim nos loquimur, ille non tacet; cum
psalmus ista cantat, ille non tacet; et ízate omnes voces Dei per orben terrarum fiut”.
Como conclusión, diremos que, según san Agustín, de la misma forma que existe un
magisterio divino interno que ilumina, fecunda y da eficacia a la palabra del predicador,
existe también un magisterio externo de Dios, o de Cristo, que habla mediante la
instrumentalizad de los predicadores. Es Dios mismo quien habla y quien anuncia la
palabra de verdad y de salvación, pero se sirve de la palabra humana para hacer llegar su
voz hasta nosotros. Así obró con los profetas del Antiguo Testamento, así obra con los
predicadores del evangelio, que continúan la acción del Verbo encarnado”.
Una observación final, a propósito del pensamiento de san Agustín. Emplea, como hemos
visto la imagen de voz para expresar la causalidad principal de Dios y la causalidad
instrumental del hombre. Esta imagen aparece con frecuencia en inspiración bíblica.
Clemente de Alejandría, por ejemplo, afirma que quien recibe las Escrituras, recibe la “voz
de Dios”, porque es el Espíritu Santo quien las ha dicho. Tertuliano llama también a las
escrituras “voces de Dios”. Al mismo tiempo, llama a los autores sagrados instrumentos por
medio de los que Dios habla. Según Teófilo de Antioquia, el Verbo de Dios habló por
medio de Moisés como “por un instrumento” y, según el autor de cobortalio ad arneecos,
como por “una citara”.
La analogía entre inspiración y predicación nos parece clara, No obstante las diferencias,
ambas realidades convienen en ser “voces de Dios”. Quien recibe la escritura, igual que
quien recibe la palabra del predicador, recibe la “voz de Dios”.
La doctrina y las expresiones del obispo de Hipona aparecen con frecuencia en autores
posteriores y durante toda la edad media. El padre Z. Alszeghy Y J. B Schneyer han hecho
una enumeración de las mismas. Se llama a los predicadores canales pro los que pasa la voz
de Dios, lengua con que Dios habla, capacho que contiene la simiente que él siembra,
intérpretes, órganos e instrumentos de Dios.
Unas veces dice que Dios mismo habla en el predicador. “El fiel cree al hombre no en
cuanto hombre, sino en cuanto que Dios habla en él, cosa que puede descubrirse por
determinados indicios. El infiel, por el contrario, no cree a Dios, que le habla en el
hombre”. Hay otro pasaje no menos explícito. “Por consiguiente, el asentimiento prestado
al testimonio de un hombre o un ángel no nos conduce infaliblemente a la verdad, sino en
cuanto que se atiende ala testimonio de Dios, que habla en ellos”. Y en otro lugar: “Existe
cierto género de locución externa en la que Dios nos habla mediante el predicador. En
algunas páginas de su comentario a las cartas de san Pablo, sostiene esta misma teoría. A
propósito de Gal 4, 14, donde el apóstol afirma qie los fieles de Galicia le recibieron como
al mismo Jesucristo, santo Tomas comenta que puede afirmarlo con justicia, ya que en el
apóstol, el mismo Cristos “profecto adecos venerat et in eo loquebatur”.
En otros pasajes de su obra, es menos claro. Por ejemplo, explica en sentido objetivo el
conocido texto paulino: “Ergo FIDES ex auditur, auditus autem per Verbum Chisti” (Rom
10, 17). La expresión per Verbum Chisti significa, según él, “o que se refiere a Cristo o que
tienen la misión de Cristo”. A propósito de la expresión qui in me loquitur chistus de 2 Cor
13, 2, comenta: “no se debe dudar de mi potestad, ya que cualquier cosa que yo digo,
cuando sentencio, perdono o predico, lo digo movido por Cristo… Las acciones que el
hombre realiza bajo el impulso del Espíritu Santo, se dice que las realiza el Espíritu Santo,
se dice que las realiza el Espíritu Santo. Por esta causa el apóstol, que hablaba así movido
por Cristo”. Es decir, que Cristo habla en su apóstol en sentido amplio, en cuanto que le
mueve a hablar.
Sin embargo, podemos afirmar, de un modo general, que santo Tomás se inclina a atribuir
a Dios una causalidad principal en sentido estricto. El mismo texto Rom 10,17 cuya
interpretación en sentido objetivo hemos visto antes, lo interpreta en otro lugar en sentido
subjetivo. Afirma que es la palabra del hombre la que produce la fe, pero que es la palabra
de Dios la que le presta base. Y continúa así: “De esta forma, la palabra del hombre nos
lleva a creer no al hombre que habla, sino a Dios “cujus verba loquitur” ”. La palabra que
se dice ser del predicador, es, en realidad, de Dios. Otro tanto cabe afirmar de 2 Cor 13,3. al
comentar 1 Tes 2, 13 cum accepissetis a nobis verbum auditus Dei, dice: Verbum auditus
Dei a nobis, id est per nos”. Es Dios quien habla por boca del apóstol. Y el Angélico Doctor
relaciona estas palabras con el salmo 84, 9: Audiam quid loquatur in me Domius Deus, en
el que la causalidad principal de Dios es evidente, y por Rom 10, 17: “FIDES ex auditu,
aditus autem per verbum Cristo”. Estos nos brinda otra prueba de que santo Tomas ve
sentido subjetivo en este texto de la carta a los Romanos.
Esta tendencia aparece también a propósito del 2 Cor 3,3 donde el apóstol dice a los fieles
de corinto que es evidente que “sois carta de Cristo, expedida por nosotros mismos”. Santo
Tomas comenta el pasaje así: “manifestati quod estis Christi, id est a Christo informati et
inducti scilicet principapaliter et auctoritative”. Y para probar la exactitud de esta
interpretación cita Mt 23, 8, donde afirma que Cristo es el único maestro. Explicando
después las palabras “expedida por nosotros”, añade: “sed a nobis secundario et
instrumentaliter”.
Como puede ver, el Doctor Angélico es menos claro y decidido que san Agustín. Esta
indecisión puede explicarse ya por los mismos textos bíblicos, en los que no siempre es
posible determinar si el genitivo de Dios o de Cristo tiene sentido objetivo o subjetivo, ya
debido a las condiciones particulares de la teología en la época de santo Tomas. El avance
de la escolástica, bajo el influjo de la filosofía aristotélica, origina un cambio de acento en
el concepto de revelación. Se la estudia más bajo el aspecto intelectual de verdad
manifestada por Dios, que bajo su carácter histórico de intervención de Dios en el espacio y
el tiempo para llamar al hombre a la participación de su vida intima. No se la concibe tanto
como una búsqueda de Dios por parte del hombre; no como Deus desiderans sino como la
acción de Dios que se dirige al hombre para demostrarle su amor, sino como una
argumentación que trata de convencer al hombre de que debe dirigirse a Dios, encendiendo
en su corazón el fuego del amor. En esta línea se halla la definición de Alain de Lille:
“praedicatio est oratio salutem animae persuadens”. A causa de esta concepción también
algunos predicadores se permiten apartarse a su gusto del texto bíblico o servirse del él
únicamente como punto de partida para sus elucubraciones.
“pues cuando un predicador predica la palabra de Dios - dice san Vicente Ferrer en su
Serm. Fer. V post Dom II Ssmae. Trin – y no se preocupa de los poetas… ni de halagar el
oído con cadencias sonoras, sino que predica solo las palabras reveladas por Dios; este tal
no predica, el sino que es el Espíritu Santo quien predica en el o el mismo Cristo y el
predicador no es sino un simple instrumento que suena. Como cuando un músico toca un
instrumento, nosotros no decimos que la melodía es el instrumento, sino del que lo toca, así
en el buen predicador, que vive santamente, su palabra es un mero sonido instrumental.
Pero el verdadero predicador es Jesucristo mismo, que inflama la voluntad para que ame.
La inteligencia para que compreda… “noa enim vos estis qui loquimini, sed Spiritus Patris
vestir qui Joquitur in vobis” (Mt 10, 20). Y por eso san Pablo afirma: “Cum accepissetis a
nobis verum auditus Dei...” (yes 2, 13). Por eso al predicador no se le ha de hacer honor
sino a Cristo”.
Es interesante observar que san Vicente basa su doctrina sobre la causalidad principal de
dios en los mismos textos bíblicos que hemos examinado antes. La imagen del músico que
toca un instrumento, muy usada entre los padres para significar la causalidad de Dios en la
inspiración, nos indica en que sentido tan estricto toma esta causalidad.
La misma convicción continúa entre los predicadores, depuse del concilio de Tento; cuando
la teología se halla comprometida en la polémica con los reformadores. Son dignos de
mención, a este propósito, los tres grandes oradores franceses del siglo XVII: Bossuet,
Bordaloue y Massillon.
La Bassuet es menos tajante. “Es Dios, dice quien no habla por boca de los predicadores, y
la palabra que éstos os anuncian es palabra de Dios. Desde el momento en que han recibido
de la iglesia la misión legítima, no debéis escucharlos ya como hombres. Son, para
vosotros, los intérpretes de Dios y de su Espíritu Santo. Cita, como fundamento de esta
doctrina, a Mt 10, 20: “No seréis vosotros lo que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre
el que habla en vosotros”. La consecuencia que aquí se deduce es que debemos escuchar a
los predicadores como al mismo Dios: por que Dios. El orador comenta cuan gran fuerza
pueden sacar los oyentes de esta idea: “Este solo pensamiento de que Dios me llama y me
ofrece sus divinas enseñanzas mediante la palabra de sus ministros, de que me revelará sus
misterios, me mostrará sus caminos, se manifestará sus misterios, me explicará su
evangelio y sus oráculos sagrados, este solo recuerdo, hermanos, excitará todo vuestro celo
y despertará todo vuestro ardor”.
Para terminar un texto del L. Massillon: la palabra que anunciamos no es nuestra, sino de
aquel que nos ha enviado. Desde el momento en que nos ha encomendado este sagrado
ministerio, mediante duna legítima vocación, quiere que nos merésis como a enviados que
hablan en su nombre y que no hacen más que prestar la voz a su divina palabra”. Y exhorta
a los fieles a escuchar “como si a cada uno en particular se le dirigieran las maximas que se
anuncian a la multitud; a mirarse cada uno como se hallara solo ante Jesucristo qaue le
habla por nuestra boca, y que quizónos ha enviado aquí únicamente por ti”. Al final del
sermón, se lamenta de que la gente venga buscando las cualidades humanas del predicador
allí donde es Dios únicamente quien habla y hobra”.
En época más reciente, hallamos idéntica afirmación en B. Zocchi: “Sin duda, todos los
predicadores predicadores que tienen facultad legítima para predicar, pueden decir, en el
acto propio de su ministerio, ala multitud que los escucha, aquellas palabras de san Pablo:
“pro Christo legatione fungimur tanquam Deo exhortadores de Cristo ante vosotros. Por
consiguiente, es Dios mismo y nadie más que Dios, quien os instruye, amonesta y exhorta
por boca nuestra.
Esta presencia divina en la palabra del predicador, de que hablan los oradores, es muy
distinta de la gracia interna del hombre del maestro invisible, que se halla presente en el
corazón de cada hombre y hace fructífera la palabra. J. Bossuet distingue claramente estas
dos realidades. “Vosotros, dice, oís desde dentro su predicación interior”. Se trata, como se
ve, de dos palabras distintas; la externa de la predicación y la interior. Pero ambas son de
Cristo. Por medio de la segunda, Cristo hace que se preste atención a la primera y se la
capte en sentido exacto.
Si nos preguntamos por qué los predicadores han permanecido fieles a una doctrina poco
clara entre los teólogos, podemos responder que se debe al mayor contacto de los mismos
con la sagrada Escritura y a su menor preocupación polémica.
Para estos oradores, como para cualquier predicador cristiano, el contacto con la Escritura
es esencial. La predicación debe anunciar la palabra de Dios, y ésta está contenida en la
Escritura. Y, como hemos visto antes, la Escritura enseña que es Dios, Cristo o el Espíritu
Santo quienes hablan por boca de sus enviados. No era, pues, difícil explicarse a sí mismos
tales palabras, y ver en la predicación cristiana una continuación y prolongación de la
palabra que Dios dirigió al hombre, primero por medio de los profetas, más tarde por medio
de su Hijo y después por medio de los apóstoles. Si no se quería concluir que esta voz
divina enmudeció una vez terminada la revelación, y se conformó ya con una asistencia
puramente pasiva para garantizar la transmisión de la misma, había que decir que continúa
resonando en los predicadores. De la misma manera que Dios habló en los profetas, en
Jesucristo, en los apóstoles, tambén habla en los predicadores que les han sucedido.
La doctrina de los predicadores se basa en los textos bíblicos que henos examinado antes:
Mt 4, 4; 10,20; 17, 5; es claro y los predicadores se han inclinado siempre a atribuirles un
sentido literal, aunque no fuera más que para valorar, en la mayor medida posible, su
ministerio.
Además, no existe entre ellos ninguna preocupación polémica, que pueda obligarles a
abandonar esta interpretación. Ellos no se encuentran directamente comprometidos en la
polémica antiprotestante, como los teólogos. Estos últimos, ante la necesidad de defender la
doctrina de los sacramentos, su validez y eficacia, contra unos adversarios que tendían a
sobrevalorar la predicación para debilitar los sacramentos, trataron de distinguir lo más
posible ambas realidades. Les era fácil afirmar que la distinción es clara, ya que en la
predicación, la causa principal es el hombre, y en los sacramentos es Dios; en la primera no
se confiere la gracia y en los segundos sí.
Podemos concluir, pues, que a pesar de todas las lagunas de la teología y de todos los
abusos de los predicadores, en la Iglesia Católica no desapareció nunca la visión de la
originalidad de un fenómeno como la predicación, que es el medio principal que Jesucristo
eligió para difundir su evangelio. En el capítulo siguiente, veremos que algunos teólogos de
gran talla siguieron fieles, en esta doctrina, a la mejor tradición bíblica y patriótica.
6. Razones teológicas
Examinemos, en primer lugar, el fin de la predicación: la fe. “la fe, dice san Pablo, viene de
la predicación u la predicación, por la palabra de Cristo”. (Rom 10, 17). El que la fe
proceda de la predicación, exige que Dios se halle presente y hable en sus enviados; que en
la palabra de estos, el hombre oiga la palabra de dios. La fe es, por su misma naturaleza, el
encuentro con Dios, la adhesión a él y, por ende, a cuando él nos dice, aunque no sea
evidente en si el comienzo de un diálogo que debe desarrollarse cada vez más. Este
encuentro acontece en la palabra, antes de que se dé en los sacramentos. Si la palabra que
resuena en la predicación es puramente humana, aunque tomada del depósito revelado y
refiriéndose a Dios, no se explica cómo pueda originar la fe. Una palabra sobre Dios, no es
palabra de Dios. En tanto es posible afirmar una relación estrecha de causalidad entre la fe
y la predicación, es una palabra de la predicación, de la que procede la fe, es una palabra
que Dios ha pronunciado y no únicamente una palabra que trata de Dios. Para poder
encontrar a Dios, es necesario que él venga al hombre, se dirija a él, le llame y le manifesté
su voluntad. La palabra sobre Dios podría, como máximo, inducir al hombre a plantearse el
problema del encuentro con Dios.
Esta razón cobra más fuerza cuando se descubre que la llamada a la fe es una llamada de
amor. Dios nos invita, por medio del amor, a participar de su naturaleza íntima, a pactar
con el esta alianza en que consiste nuestra salvación. Pero este amor es más evidente si
admite que Dios mismo viene a nuestro encuentro y nos habla. Al tomar directamente la
iniciativa, manifiesta con mayor claridad que se tratad de una invitación de amor totalmente
gratuita. “Cuando consideramos cuanto pueden influir en nuestra vida una mirada o una
sonrisa humana, que pueden transformarnos en hombres que, partiendo del don de amor
que llega hasta nosotros a través de un gesto de amor, vuelven a comenzar una vida nueva
y parecen poseer energías que antes no tenían, podemos comprender cómo manifiesta en el
rostro del hombre Jesús, una mirada del Hombre – Dios fijada en nosotros. He aquí lo que
son los sacramentos: ¡Una expresión de amor del Hombre – Dios, con todas las
consecuencias que ello implica.
Pero para que la mirada de Dios se dirija a nosotros en los sacramentos, tiene que haberse
dirigido antes en la predicación. En el sacramento, Dios se encuentra con el hombre y le
santifica, uniéndole a sí por medio de la gracia. Pero este encuentro supone que el hombre
haya aceptado ya ser santificado, que haya encontrado ya la mirada de Dios y se haya
dejado contagiar del amor que destila. El sacramento supone la fe para poder producir su
efecto y, por lo tanto, la predicación, de la que procede la fe. Más aún, el verdadero
encuentro se realiza en la fe, el sello del encuentro ya realizado. Todo esto adquiere un
relieve particular, si se admite que Dios está presente y se inicia el diálogo. Una de las
expresiones más frecuentes de la Escritura, para expresar la fe, es precisamente “creer en la
palabra”. “Muchos de los habían oído la palabra, creyeron”. (Hech. 4, 4), dice el libro de
los Hechos, después del discurso que pronunció Pedro tras la curación del paralítico. El
inicuo cree en la palabra de Felipe (Hech 8, 13) escuchan creen los de Antigua (hechos 13,
14) oye y cree una gran multitud de pagano y judíos en ícono (14, 1), de igual modo que
muchos creen en la palabra de Pablo en Tesalomnica (17,4) y en Atenas (17, 34), Nótense
también las expresiones equivalente, en las que se dice que la fe nace de la recepción de la
palabra (Hech 2,41) o de la glorificación de la palabra (hech 13, 14).
Tiene también gran fuerza la expresión “venir a Cristo”, que emplea san Juan en lugar de
creer. Jesucristo dice: “El que viene a mí, ya no tendrá más hombre, y el que cree en mí,
jamás tendrá sed” (jn 6,35). Y en otro lugar: “al que viene a mí, no lo echaré fuera no le
echaré fuera” (Jn 6,37). Y también: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió, no
le atrae” (6,44). De ello educimos que la fe es el encuentro del mismo Cristo, que llama e
invita a él. No importa, como diremos después, helecho de que esta palabra resuene en una
voz humana.
7. La sacramentalidad de la predicación
Esta eficacia no ofrece ninguna dificultad si se admite que Dios está presente y obra en la
predicación. Él es el autor de la gracia, de la salvación, de la verdad. Es fácil, pues,
comprender el que la predicación sea eficaz por su misma naturaleza. Y sería, por el
contrario, difícil comprender esta eficacia, si la predicación fuera simplemente palabra del
hombre en torno a Dios.
8. La asistencia de Jesucristo
Suele objetarse a esta opinión que la revelación terminó con la muerte de los apóstoles. Por
lo tanto, aunque se puede hablar de una asistencia activa a los apóstoles, como órganos de
la revelación, no se puede afirmar otro tanto de sus sucesores.
Creemos que esta razón no posee evidencia probatoria. La revelación, es verdad, se cerró
con la muerte de los apóstoles o de los varones apostólicos, y los predicadores que les
suceden, incluidos el papa y los obispos, no son órganos de la revelación. Pero no nos
parece exacto afirmar que la presencia de Dios de Cristo en la palabra de los sucesores de
los apóstoles entrañe la revelación de verdades nuevas.
Vamos a confrontarlo con la inspiración para aclarar más ideas. Nadie duda de que Dios es
el autor principal de los libros sagrados; de que ha hablado por boca de los hagiógrafos. Sin
embargo, no es necesario admitir que al hablar por boca de ellos haya manifestado hechos o
verdades desconocidas. Los evangelistas, por ejemplo, podían conocer los hechos que
narran, por experiencia directa o indirecta, sin necesidad de una revelación especial. Lucas
no dice que se informó con diligencia de todos los hechos, preguntado a quienes, desde el
principio, fueron testigos de los mismos (lc 1, 3). Juan, en su primera carta, que algunos
opinan que es la presentación del cuarto evangelio, no dice que narra cuanto ha visto, oído
y tocado (1 Jn 1, 1 – 4). Otro tanto cabe decir de los demás escritos del Antiguo y Nuevo
Testamento. La investigación moderna nos demuestra que los autores sagrados han tomado
muchas cosas de fuentes que estaban a su alcance.
Sin embargo, afirmamos que Dios ha hablado por boca de ellos y no se haya limitado a
asistirles en la elección y elaboración del material. ¿Por qué pues, no podemos afirmar lo
mismo de la predicación? ¿Por qué limitar la asistencia de Cristo a una función puramente
pasiva?.
Alguno puede temer que esta opinión haga pasar por palabra de Dios lo que a veces no es
más una opinión muy discutible del predicador, por no decir un error del mismo.
Esta objeción es justa, pero como respuesta diremos que no hay que tomar predicación las
elucubraciones u opiniones particulares de algunos predicadores. De la misma forma que
hay que tomar en serio e interpretar en sentido pleno la expresión “Dios habla”, hay que
tomar también en serio la causalidad secundaria e instrumental del hombre. Dios habla por
boca del hombre, por boca de sus enviados, de aquellos a quienes él o su iglesia han
revestido de autoridad para anunciar su palabra. A estos enviados se les exige la fidelidad al
cometido que les encomendó (1 Cor 4, 2).
Cuando falta esta fidelidad, falta la misma predicación. Quien, en lugar de predicar la
palabra de Dios conforme al mandato recibido, predica su palabra, es decir, sus opiniones y
fantasías, y deja por ello mismo de ser predicador.
San Agustín, en su sermón 46, expresa la imposibilidad de que un predicador secunde los
vicios de sus oyentes, permitiéndoles hacer lo que les place: “lejos de nosotros deciros:
Vivid como queráis y estad tranquilos, porque Dios no condenará a nadie; basta con ser
fieles a la fe cristiana, porque Dios no permitirá que se condene ninguno de lo redimidos
con su sangre”. Y concluye: “Si hablásemos así, non verba Dei, non verba christi dicentes,
sed nostra, erimus pastores nosmetipsos pascentes, non oves. Por tanto, quien predica no la
ley establecida por Jesucristo, sino sus opiniones particulares, destruye el concepto mismo
de predicación, que es anunciar la palabra de Dios. Este predica no verba christi, sed
propia.
San Vicente Ferrer, en el texto que hemos citado en este mismo capítulo, es más explícito
aún: “Para que Dios hable por boca del predicador, es necesario que éste anuncie la palabra
de Dios, tomada de la sagrada Escritura”. “Y no se preocupe de los poetas…, ni de halagar
el oído con cadencias sonoras”. Y san Alfonso M. de Liborio: “Lo mismo es, sin duda, no
predicar la palabra de Dios, que el predicarla adulterada, con estilo pulcro; puesto que no
consigue el fruto que a juicio nuestro, la diferencia y simplemente”. Aquí radica , la
predicación y la inspiración. En la última, Dios garantiza infaliblemente cuanto los autores
sagrados afirman, pero en la predicación no. La infalibilidad, en la predicación, está ligada
a ciertas condiciones, esto es, al magisterio unánime de los obispos en el concilio o en sus
diócesis y al magisterio ex cátedra del papa. En los demás casos la predicación es infalible
únicamente si se realiza en unión con la iglesia y en el sentido de la iglesia.
En esta opinión, la asistencia que Cristo prometió a sus apósteles hasta el fin del mundo,
cobra toda su dimensión. Dios es, en verdad, el agente principal de la salvación, y el
hombre es su agente secundario e instrumental.
9. La presencia de Cristo
Cristo, como Verbo eterno del Padre, es aquel en quien el Padre habla. Es la palabra que el
Padre expresa en sí mismo, por medio de la que comunica su mensaje a los hombres.
Cristo, hemos dicho, es la palabra de Dios, y es esto es cierto no sólo en cuanto que el
Padre habla de él, sino también en cuanto que el Padre hable de él. Sino fuera por temor a
equívocos, podríamos decir que el Verbo es el instrumento por medio del cual habla el
padre. Cuando se encarnó, Dios habló en él, como verdadero instrumento, pero por un título
completamente particular. Si, como dice san Agustín, todo predicador es “ Vos del Verbo”,
mucho más la humanidad de Cristo, unida boca de los profetas, uniéndose accidentalmente
a ellos, habló en la humanidad de Cristo en una unión tan íntima como no se había
verificado antes ni se daría después. Si todo predicador presta a Dios su boca y su lengua,
para que pueda hablar a los hombres, Cristo fue la boca y la lengua misma de Dios. Nunca
fue tan real como en él, que Dios ha hablado a los hombres (Heb 1,1).
Cristo es, por ello, el prototipo y la causa ejemplar de todo predicador. En él ha mostrado
Dios, de la forma más perfecta hasta qué punto está presente y habla por boca de sus
ministros, hasta qué punto hay que apurar su unión con aquellos de quienes se sirve para
comunicar su mensaje. Si de todo predicador puede decirse lo que Jesucristo afirma de sí
mimo, que el Padre no le deja solo (Jm 8, 29), en él, esta la unión ha alcanzado su punto
culminante. En él se echa de ver en forma concreta, en qué consiste ser “ministros y
dispensadores de los misterio de Dios” (1 Cor 4, 1). La predicación realiza tanto más
perfectamente su definición, cuanto más se acerca a la Cristo; cuanto más unido está a
Cristo el predicador, del mismo modo que él lo está con el Padre”.
Pero Cristo está, presente también por otro título en la predicación, tanto en la profética del
Antiguo Testamento como en la de los apóstoles y sus sucesores. Como redentor del género
humano, ha merecido la gracia que confiere la predicación de la humanidad de Cristo es la
fuete de toda gracia. Esta mana de su muerte y de su resurrección, para inundar las almas.
Cristo hombre se halla, pues, constantemente presente en la palabra de los predicadores,
como causa meritoria de la gracia que ésta confiere.
Además del papel de Cristo, hay que tener también en cuenta la función del Espíritu Santo.
En su carta a los fieles de Efeso, al hablar del misterio, del designio divino de la salvación,
que ha permanecido oculto durante siglos, san pablo afirma que ha sido revelado por Dios
“a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu” (Ef 3,5). La revelación se realiza, pues,
en el Espíritu Santo y éste tiene parte también el a revelación. El Espíritu Santo está en el
origen de la revelación, porque es él quien escudriña las profundidades de Dios (1 Cor 2,
10). Y en el se conoce Dios a sí mismo. Pero si la revelación se realiza en el Espíritu,
también se realiza en el Espíritu su proclamación al mundo. “Y nosotros, continua el
apóstol, no hemos recibido el Espíritu del mundo sino el Espíritu de Dios para que
conozcamos los dones que Dios nos ha concedido. De estaos os hemos hablado, y no
estudiadas las palabras con estudiadas palabras aprendidas del Espíritu, adaptando a los
espirituales las enseñanzas espirituales… Más nosotros tenemos el pensamiento de Cristo”
(1 Cor 2, 10, 12 – 16). El Espíritu Santo, pues, está presente en el predicador, conserva la
palabra recibida, el descubre su sentido y preside toda la obra de la difusión de la palabra.
Por ellos prometió Jesucristo a sus apóstoles que se lo enviaría, paa que permaneciese
siempre con ellos los guara en el conocimiento de toda la verdad (Jn 14, 16, 26).
Así pues, las tres divinas personas están presentes y actúan en la palabra del predicador. El
Padre, como aquel por quien el Padre la dice, y el Espíritu Santo, como el único que puede
escudriñar en las profundidades de Dios los misterios que comunica esta palabra y puede
hacerlos fecundos en el corazón de los oyentes.
De esta forma, la palabra de Dios, el Verbo hecho carne es al mismo tiempo sujeto y objeto
de la predicación. Él es quien habla y él mismo es el objeto de su palabra. ¿De qué podría
hablar Dios, sino de si mismo? Jesucristo no habló otra cosa que lo que había visto y oído a
su Padre (jn 8, 26; 15, 15).
Hablando de Maria Magdalena, que sentada a los pies de Cristo escucho su palabra, san
Agustín escribe: “ ¿De dónde le venia el gozo (A María) cuando escuchaba? ¿Qué comía?
¿Qué bebía? ¿Sabéis qué comía y qué bebía? Preguntémoselo al Señor mismo, que tal mesa
dispone para los suyos; preguntémoselo a él. Bienaventurados dice, los que tienen hambre y
sed de justicia, porque serán hartos. Era de aquesta fuete, de aquesta granero de la justicia
tomada la santa María, sentada a los pies del Señor, algunas migas; de justicia estaba ella
hambrienta. Dábasela el Señor entonces en la medida en que podía ella tomarla… ¿De
dónde, vuelvo a preguntar, se le derivaba el gozo a Maria? ¿Qué comía? ¿Qué bebía tan
ansiosamente su corazón? La justicia, la verdad. La verdad era su gozo; la escuchaba,
anhelaba la verdad, suspiraba por la verdad… hambrienta, comía la verdad; sedienta, bebía
la vedad, sin que, al tomarla, menguase aquello de que se alimentaba. ¿de qué se deleitaba
Maria? ¿Qué comía? Estoy aquí detenido por el gozo que siento yo también, me atrevo a
decir que comía la mismo a quien oís. Porque si comía la verdad, ¿no dijo acaso él: “Yo soy
la verdad?” (Jn 16,6).
Se trata de un misterio profundo. Dios se hace hombre para hablar al hombre, para
manifestarle su designio de amor, para entablar con él un diálogo de Padre a hijo, de amigo
a amigo. Y, al hablarle, le descubre quién es y qué ha hecho por él, para inducirle a aceptar
su designio de salvación.
1. Predicación y misterio
San Pablo dice, en su primera carta a la Iglesia de Corinto: “Pues por cuanto no conoció en
la sabiduría de Dios el mundo a Dios por la humana sabiduría, plugo a Dios salvar a los
creyentes por la locura de la predicación” (1 Cor 1, 21). Entre Dios, que es el protagonista
principal de la salvación, y el hombre, que es su beneficiario, media la predicación; a la
que el apóstol llama “locura” para los paganos (1Cor 1, 23), sino también porque el medio
parece desproporcionado al fin que se propone. Lo que no consiguieron los sabios de ese
mundo con los recursos de su elocuencia, lo consigue Dios con un medio en apariencia
frágil e inadecuado.
En la carta a los fieles de Efeso, la relación entre predicación y misterio es aún más clara.
Al apóstol le “fue otorgada esta gracia anunciar a los gentiles a la incalculable riqueza de
Cristo y darle luz acerca de la disposición del misterio oculto desde los siglos en El Dios,
creador de todas las cosas”(Ef 3, 8 – 9; Rom 16, 25 -26). Los paganos conocen, mediante la
palabra del apóstol, lo que Dios ha dispuesto para ellos desde toda la eternidad., a los
colosenses les dice que le ha sido encomendado “llevar a cabo la predicación de la palabra
de Dios, el misterio escondido desde los siglos y desde las generaciones” (Col 1, 25 – 26).
La predicación, pues, forma parte de la economía del misterio y es el medio que Dio ha
establecido para comunicar a los hombres su plan salvífico. Para entablar contacto con el
hombre y llamarlo a la salvación, Dios ha escogido mediadores: los predicadores de la
palabra. Él es quien llama, pero lo hace “por medio de nuestra evangelización” ( 2 Tes 2,
14), “por medio del evangelio”, del que los apóstoles de la iglesia han sido constituidos
heredados y doctores (2 Tim 1, 10 – 11).
2. La predicación, fase de la historia sagrada
Aún hay más. La predicación no es únicamente el medio del encuentro entre Dios y el
hombre, parte integrante de la historia de la salvación, sino también una fase de esta
historia, o, más exactamente, su última fase, que se prolonga desde la ascensión de Cristo
hasta su última venida. “El deber misionero de la Iglesia, dice O. Cullmann, da sentido,
dentro pero, el primer paso lo realiza la palabra. Por ello dice P. A. Liége, hasta la parusía,
y esto en relación con la soberanía actual de Cristo”. El período actual de la historia sagrada
es el de la predicación, el de la proclamación del mensaje cristiano a todo el mundo. Su fin
es éste: dar a conocer a todos los hombres, sin distinción de raza ni país, el plan salvífico de
Dios. La parusía no llegará antes de que esta proclamación haya llegado hasta los confines
del orbe (Mc 13, 10; Mt 21, 14).
Cullmann interpreta también este sentido un pasaje dudoso de la segundo carta a la Iglesia
de Tesalónica: “Y ahora sabéis qué es lo que le contiene hasta que llegue el tiempo de
manifestarse. Porque el misterio de iniquidad está ya en acción; sólo falta que el que le
retiene sea apartado” (2 Tes 2, 6 – 7). Vairo exegetas opinan que el impedimento(lo que le
contiene) es el imperio romano que, mediante su autoridad, impide a las fuerzas de la
persuasión anticristiana desencadenarse. Cullmann, por el contrario, enlazando con una
tradición que es remonta hasta Teodoro de Mopsuestia y Teodoreto, opina que este
impedimento es la predicación misionera de la Iglesia. La parusía no puede llegar, como
dice Jesucristo (mt 24, 14; Mc 13, 10), antes de que el evangelio haya sido predicado en
todo el mundo, hay que concluir que la predicación misionera de la Iglesia es el
impedimento que retiene el fin, mientras que el apóstol a quien está encomendada la
predicación constituye el impedimento personal que lo retiene actualmente.
Cullmann explica también en este sentido el significado del jinete montado sobre caballo
blanco, de que habla el libro del Apocalipsis (Apoc 6, 1-9). Relacionado este texto con
Apoc 19, 11, donde el jinete que monta el caballo blanco “la palabra de Dios”, deduce que
también en el primer texto debe tratarse de la predicación del evangelio. La predicación es
en efecto, la última fase de la historia del mundo y, por tanto, un signo precursor del
anticristo.
La predicación es, pues, la protagonista del esta fase de la historia del mundo, el medio de
que Dios se sirve para realizarla. Realiza en el ámbito de la historia universal lo que la
palabra de Dios, comunicada a los profetas, realizó en el marco limitado de la historia del
pueblo elegido. La predicación constituye la gran realidad de los últimos tiempos, la única
en la que todos están interesados y frente a la cual deben adoptar una postura. Con relación
a ella, los mismos sacramentos se sitúan en un plano más particular, ya que suponen la
aceptación de la palabra. La predicación es ciertamente la gran realidad de esta fase de la
historia; todo lo demás está en función de ella o depende de la actitud tomada ante ella. Si,
como escribe Cullmann, después de la resurrección, los sacramentos “ocupan el lugar de
los milagros operados por Cristo a partir de la encarnación”, podemos afirmar que la
predicación ocupa el lugar del mismo Cristo, que habla e invita a entrar en su reino, es la
continuación y prolongación de la palabra de Cisto. Schnackenburg dice, resumiendo este
carácter de la predicación, que constituye “aun acontecimiento escatológico de proyección
cósmica”.
Es lo que afirma san Pablo en un conocido texto de su primera carta a los tesalonicenses:
“por esto, incesantemente damos gracias a Dios de que, al oír la palabra de Dios que os
predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino como palabra de Dios, cual en
verdad es, y que obra eficazmente en vosotros, que creéis” (2, 13). No se trata, pues, de una
simple palabra humana carente de eficacia, sino de la palabra de Dios portadora de un
misterio que se hace presente en el alma de quien la recibe con fe. En su carta a los
romanos, el apóstol precisa mejor en qué consiste esta fuerza. La palabra del evangelio
produce místicamente aquello que anuncia. “Sin embargo, os he escrito a veces más
libremente, como despertando de nuevo vuestra memoria, en virtud de la gracia, que por
Dios me fue dada, de ser ministro de Jesucristo entre los gentiles, encargado de un
ministerio sagrado en el evangelio de Dios, para procurar que la oblación de los gentiles sea
aceptada, santificada por el Espíritu Santo” (Rom 15, 15- 16).
¿Qué es lo que produce la palabra de Dios en quien, la recibe, que le convierte en ofrenda
agradable a Dios? En primer lugar, la fe, base de todo el orden sobrenatural, sin la cual “es
imposible agradar a Dios (Heb 11, 6). En fin del mandato que el apóstol ha recibido es
promover a la obediencia de la fe a quienes le escuchan (Rom 1, 5). La predicación es el
instrumento pro el que se comunica la fe. San Pablo lo subraya en un pasaje de su carta a la
iglesia de Roma. Para salvarse, dice, hay que confesar y creer que Jesucristo es el Señor
que ha muerto y ha resucitado (Rom 10, 13). Y continua: “pero ¿cómo creerán sin habar
oído? Y, ¿Cómo oirán si nadie les predica ¿ Y, ¿Cómo predicarán si no son enviados?.
Según está escrito: ¿Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien! Pero no todos
obedecen el evangelio. Porque Isaías dice: Señor, ¿Quién creyó nuestro anuncio?. Por
consiguiente, la fe viene por la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo”
(Rom 10, 14-17). La predicación, por tanto, es el vehículo de la fe; hace de puente entre
Dios y el hombre; establece el primer contacto entre el creador y la criatura, entre Dios que
llama y el hombre que debe responder. Igual que la salvación depende del conocimiento de
la verdad (1 Tim 2,4), éste depende de la predicación, que es el instrumento de la fe.
Pero antes de dar la vida eterna, la palabra debe limpiar los pecados. Ella tiene este poder:
“Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado”, dijo Jesucristo a sus
discípulos en la última cena (Jn 15, 3). Después de haber purificado al hombre la palabra le
santifica en la verdad, porque la palabra de Cristo, la cual el Padre pronuncia en él, es
verdad (jn 17,17). El apóstol santiago dice que Dios “nos engendró por la palabra de la
verdad, para que seamos como primicias de sus criaturas” (Sant 1, 18). Y exhorta a los
cristianos a “recibir con mansedumbre la palabra injertada (en vosotros), capaz de salvar
(vuestras) almas” (Sant 1,21).
Con toda razón, por consiguiente, puede afirmar el Nuevo Testamento que la predicación es
palabra de vida (Fil 2, 16), de salvación (Hech 13, 26), de gracia (Hech 14, 3) de
reconciliación (2 Cor 5, 19), de verdad (Ef 1, 13). Es una palabra que da la vida, la
salvación, la gracia, la reconciliación, la verdad. La palabra del apóstol encierra una fuerza
particular: a quien la recibe, le da el poder de convertirse en hijo de Dios (Jn 1, 12).
Los padres de la Iglesia repiten esta doctrina de la Escritura y, a veces, con los mismos
vocablos. Según ellos, la palabra de Dios es omnipotente, un hacha que corta las piedras,
una espada con la que se abaten los enemigos y se ocasiona la división en las familias, un
pan que nutre sin disminuir nunca, una semilla que engendra la vida divina, el vehículo de
la fe, una fuerza que nos libera de cadenas del mal y de la mala vida, una medicina contra
todas las enfermedades, que proporciona la paz, la inmortalidad, la ayuda y la fuerza contra
los dos grandes tormentos de la vida: el temor y el dolor. San Buenaventura, sintetizando la
doctrina de los textos bíblicos, afirma que la palabra de Dios purifica el alma de toda culpa,
la salva de la ira, la libera de la impureza, la vivifica produciendo, conservando y
desarrollando en ella la vida de gracia, la ilumina para que crea, la fortalece en la profesión
de la fe, la leva instruir a los otros, las entiende en el amor, la deleita en la devoción, la
consuela en la esperanza de la eternidad.
Pero en ambos casos, ya se la acepte ya se la rechace, la palabra es eficaz. Una vez que ha
salido de la boca de Dios, no vulva hacia vacía, sino que cumple su misión (Is 55,11).
Para que se establezca la Iglesia, es necesario el bautismo; pero el primer paso lo realiza la
palabra. Por ello dice P. A. Liége que antes de reunirse en torno a la fuete bautismal, la
Iglesia se reúne en torno a la palabra”.
La palabra no solo engendra a la Iglesia, llamando a los hombres a entrar en ella, sino que
la consolida también y opera su crecimiento hasta que alcance la madurez total. Jesucristo
comparó a la Iglesia con un grano de mostaza, que va creciendo hasta convertirse en árbol,
donde pueden anidar los pájaros (Mt 13, 31 -32); con la levadura que la mujer introduce en
la harina para que fermente toda la masa (Mt 13, 33). Pablo, dirigiéndose a los cristianos de
Galacia, dice que sufre aún “dolores de parto hasta ver a Cristo formado en ellos” (Gál 4,
19). No basta, pues, que los haya engendrado para Cristo con la palabra del evangelio (1
Cor 4, 15); debe continuar engendrándolos hasta que hayan alcanzado la plenitud de Cristo
(EF 4, 13). La fe que siembra la palabra predicada en el corazón de quien la recibe, no
alcanza a su medida exacta desee el primer instante, sino que es un germen que debe ser
alimentado para que crezca y alcance la madurez. Es, pues, necesario que la palabra de
Dios, que ha entablado el primer contacto, siga “habitando” en los fieles, crezca y adquiera
profundidad, desplegando “toda la riqueza de Cristo” (Col 4, 16).
Por esta causa, san Pablo distingue entre una predicación que da a “beber” y una
predicación que da comida más sólida (1 Cor 2, 1- 2). La primera anuncia a Cristo
crucificado (1 Cor 1, 23 ), y la segunda, la “sabiduría”, es decir, todo el plan divino de la
salvación (1 Cor 2, 2 -6). La primera está destinada a los “carnales”, esto es, a los paganos
sumergidos aún en el pecado; la segunda, a los “espirituales”, a los cristianos iluminados ya
por Cristo. A parte de la predicación misionera, existe la predicación catequética y litúrgica,
que consiste en la profundización de la anterior.
En otro lugar, el mismo apóstol compara la Iglesia con un edificio cuyo arquitecto es el
predicador. En su trabajo de construcción, primero planta los cimientos y después construye
sobre ellos el edificio. La palabra del misionero echa los cimientos, y la del catequista y el
licurgo constituyen después el edificio (2 Cor 3, 10s).
Con toda razón, pues, el Nuevo Testamento designa a los cristianos con el apelativo de
“llamados”. En efecto, han respondido a una llamada, a la que Dios les ha dirigido por
medio de sus enviados. La Escritura denomina también a los fieles “llamados de Jesucristo”
(Rom 1, 6), “llamados a ser santos, con todos los que invocan el hombre de Jesucristo en
todo lugar” (1 Cor 1, 2), “llamados a su reino y gloria” (1 Tes2, 12). Cristo es objeto de
secándolo para los judíos y locura para los paganos, pero “para los llamados, ay judíos, ya
griegos, Cristo es poder y sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 23 – 24).
El cristianismo es, pues la religión hecha visible. Este aspecto le distingue del paganismo y
del judaísmo. “Los griegos buscan, sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo
crucificado” (1 Cor 1, 22 – 23).
7. La palabra humana
La predicación no es únicamente palabras de Dios, sino que es también palabra del hombre.
Por esta causa, en el Nuevo Testamento, junto a la expresión “palabra de Dios”, “evangelio
de Cristo”, encontramos otra: “palabra de hombres” o, como dice san Pablo “mi evangelio”
y “mi palabra”. El apóstol habla de “mi palabra y mi predicación” (1 Cor 2,4), de “nuestro
evangelio” (2 Cor 4,3), de “mi evangelio” (Rom 2,6). En la primera carta a los fieles de
Tesalónica aparecen juntas ambas expresiones: “Por esto, incesantemente damos gracias a
Dios de que, al oír la palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis no como palabra de
hombre, sino como palabra de Dios, cual en verdad es “(2,13). La palabra de Dios se
esconde bajo la palabra humana, de forma que al oír la voz del apóstol, que es humana,
podría creerse que procede de los hombres y no de Dios, como es en realidad. San Pablo
da gracias a Dios porque los fieles de Tesalónica no han cometido semejante error. Sólo la
fe puede hacernos descubrir una en la otra. H. Schlier compendia esta doctrina diciendo:
“Dios y Cristo hablan en ella, con y bajo la palabrea del hombre. El hombre… habla la
palabra de Cristo y de Dios.”
8. El acontecimiento de la predicación
Hay que decir, por consiguiente, que la predicación no es sólo ni en primer lugar la
comunicación de un conocimiento, de un contenido intelectual; sino un acontecimiento, el
acontecimiento más decisivo de la vida de un hombre, el encuentro con Dios, un hecho que
cambia radicalmente su situación en este mundo. Este acontecimiento marca, en la vida de
cada hombre, el comienzo de su historia auténtica, que no es tal hasta que dios no entra en
ella obligándole a una elección, a adoptar una postura. La historia de cada hombre es, en
síntesis, la historia de su salvación, en la que todo se ordena a Cristo. Cuando precede el
encuentro con Cristo tiende a prepararle; y cuando le sigue, está determinado por él. El
encuentro entre Cristo y cada hombre acontece en la predicación de la Iglesia, antes aun
que en los sacramentos. La predicación es el hoy de Dios. Dios ha hablado por medio de los
profetas en el Antiguo Testamento y por medio de Cristo y de los apóstoles en el Nuevo.
Pero su voz no se ha apagado, sino que resuena aún en la palabra de los sucesores de los
apóstoles y sigue interpelando al hombre y llamándolo a su reino. “Hodie si vocem ejes
audiertis, nolite obdurare corda vestra”, dice el salmo 94,8. Es la voz de Dios la que llega al
hombre a través de la palabra de sus enviados, aunque al contrario de lo que aconteció en
los profetas, en Cristo y en los apóstoles, esta voz no revela ya cosas nuevas, sino que
únicamente actualiza la revelación.
La historia sagrada no se cerró con la muerte de los apóstoles, sino que se prolonga con la
historia de la Iglesia. “la revelación, dice Latourelle, concebida como serie de hechos, en
los que testigos elegidos propusieron u depositaron el mensaje de dios, ha terminado. Pero
este “una vez” de los acontecimientos de la salvación, no excluye el “nunca”, el “hoy”, del
acto de Dios, que busca nuestro amor y nuestra fe. La llamada de Dios y los apóstoles.
Conserva toda su verdad y eficacia. No se confió la palabra a la Escritura, ni la predica la
Iglesia, sino con el fin de hacerla llegar a las diversas generaciones. Dios no cesa de
llamarnos mediante la voz de su esposa”.
La palabra de Dios, predicada por la Iglesia, sigue realizando la historia, poniendo a Dios
en contacto con el hombre, invitando al hombre a que acepte el plan de salvación. Es, como
hemos dicho, la auténtica protagonista de esta fase de la historia sagrada, la única realidad
verdaderamente universal, que interesa a todos sin excepción y ante la cual nadie puede
permanecer indiferente.
La predicación tiene, pues, dos dimensiones, que son las mismas de la palabra de Dios.
Junto a la dimensión intelectual, el objeto que hay que creer, está la dimensión dinámica, la
“virtus” interna que actúa en el oyente y le induce a tomar una postura, a responder a Dios
que interpela.
La teología protestante de hoy pone muy de relieve este dato y reprocha la católica el
haberlo ignorado totalmente. Creemos que esta observación exagerada, aunque tiene parte
de verdad. Sin duda que la preocupación por distinguir la predicación de los sacramentos,
ha inducido a los teólogos a dejar en la penumbra un dato bíblico incontrovertible y a
conceder, en sus investigaciones, a la predicación una importancia mucho menor que a los
sacramentos. Pero es injusto afirmar que la teología católica ha ignorado totalmente este
dato y no ha visto la predicación más que un aspecto intelectual.
Bástenos ilustrar sobre este punto la doctrina de F. Saurez uno de los mayores teólogos
prostridentinos, y exponente de una época atenta a defender la fe católica contra las
negociaciones de la herejía. También él estudia la predicación sobre todo bajo, su aspecto
canónico y no la dedica ninguna investigación especial desde el punto de vista teológico.
Sin embargo, cuanto afirma sobre el tema nos basta para conocer sus pensamientos en este
punto.
Según el teólogo español, la predicación no es una simple gracia externa. Es una realidad
sobrenatural instituida por Cristo y ordenada a un fin sobrenatural: la fe y la justificación.
Es un medio, un órgano por el que Dios confiere la gracia.
En su comentario a Rom 10, 11, Suárez afirma que no basta con predicar a los oídos, sino
que hay que predicar también al corazón, ya que la fe se acepta precisamente con él. Y
añade: “Esto no se puede realizar sin el impulso interno suficiente de Dios. Mas como éste
va unido a la predicación externa, Pablo en Rom 10, 11 opina que esta es suficiente para
acusar de incredulidad a quienes oyendo el evangelio, no lo aceptan; por eso dice: pero ¿es
que no han oído? Ciertamente que si. Por toda la tierra se difundió su voz”. En la
predicación Dios da la gracia interna con la que cambia el corazón del hombre, lo renueva y
le hace escuchar y recibir la palabra que le anuncia, como escribe el poeta Ezequiel (11, 19
-20). Por consiguiente, rechazar la predicación equivale a rechazar la gracia de Dios que va
unida a ella.
Suárez afirma también, en un párrafo anterior de este mismo capitulo, en el que explica en
que sentido Dios no niega la gracia suficiente al pecador para que se convierta, que esta
gracia interna se confiere por medio de la predicación. Dios, dice debe conceder esta gracia,
pero no necesariamente en cada momento. La voluntad salvífica le obliga a concederla por
lo menos “en el instante oportuno” uno de estos “instantes oportunos” es precisamente la
predicación, que lleva consigo la gracia necesaria para creer. Suárez dice: “para dar a
conocer estos instantes oportunos, hay que señalar… que Dios concede este impulso
suficiente o por medio de la palabra externa de su predicación… o de una forma puramente
interna. El primer modo es el más común y necesario; el segundo es extraordinario y
especia. Para conceder este impulso según la primera forma, Cristo estableció los órganos
oportunos, de los que se sirve para llevar a los pecadores a penitencia”. Según el teólogo de
la contrarreforma, la manera común y ordinaria de conferir la gracia interna es la
predicación; esta es el órgano que cristo estableció para ello. La predicación constituye uno
de estos “instantes oportunos” en los que “Dios toca el corazón y llama internamente”,
sirviéndose de ella como órgano para excitar a los hombres a la fe y penitencia. Pero este
impulso externo, con la sola virtud natural del entendimiento, no bastaría para realizar
obras saludables “si el espíritu de la gracia no le penetrase internamente y se sirviese de tal
instrumento para causar en la mente un impulso mayor”. De forma que el “impulso externo
(la predicación) es como la causa segunda ordenada a tal efecto, mientras que el impulso
suficiente interno de Dios es como el concurso necesario o el auxilio requerido para que la
causa pueda producir efecto. Por tanto, pertenece a la providencia ordinaria de la gracia el
que Dios conceda entonces (durante la predicación) el auxilio necesario”.
Suárez afirma con más fuerza aún su opinión en otro lugar. Al comenzar el pasaje de Juan
en que Cristo afirma que si no hubiera venido y no hubiera hablado a los judíos éstos no
serian responsables de su incredulidad, pero que ahora lo son porque han visto y no
creyeron (jn 15,22), escribe: “Por consiguiente, aunque Cristo nombre sólo los auxilios
externos (su predicación), incluye en ellos también los internos, quae medio verbo Di
tambquam organo divinae virtuis tribuuntar. Así pues, Cristo habla también a los oídos del
corazón, para excitar también a éste, porque la palabra de Dios es viva y eficaz, como dice
Pablo”. La palabra predicada es el órgano de la virtud divina. No es un simple sonido, ni la
expresión de un concepto, sino un sonido eficaz que obra lo que dice. Mientras anuncia la
salvación, actúa en el corazón del hombre para que lo acepte y le salve. La predicación es
un acto divino – humano, porque en ella obran dos causas íntimamente unidas, de tal
manera que constituyen un único principio de acción.
Según Ripalda, como se sabe, los actos de las virtudes naturales no difieren
sicológicamente de las virtudes sobrenaturales. Por consiguiente, las iluminaciones e
inspiraciones sobrenaturales que Dios concede a la inteligencia y a la voluntad del hombre,
no difieren en absoluto de las naturales, que proceden de la experiencia. Sin embargo,
Ripalda admite que por una disposición positiva divina, en el presente orden de
providencia, a todo acto naturalmente bueno acompaña una gracia sobrenatural que lo eleva
y lo hace saludable. El sutil teólogo prueba de estas tesis precisamente en la predicación.
Para explicar porque Dios ha querido obrar de este modo, el autor recurre a la providencia
divina, que para la salvación de las almas ha querido asociar a su obra a la Iglesia con sus
ministros. Dios ha determinado intervenir directamente con su gracia para transformar en
sobrenaturales las iluminaciones y mociones naturales que sólo la predicación puede
suscitar. Y concluye: “Quede, pues, en claro que la gracia sobrenatural interna va unida, por
una ley divina, a la predicación e instrucción humanas, que por sí mismas sólo pueden
producir en la voluntad movimientos y afecciones puramente naturales”.
Con esta tesis, Ripalda reduce la predicación a una simple gracia externa, incapaz de
producir en el hombre actos sobrenaturales. No capta la originalidad d ela predicación
como medio de gracia, como vehículo de la acción divina. Preocupando por demostrar una
teoría que le agrada, se limita a acumular argumentos a favor de la misma, sin tomarse la
molestia de examinar los textos bíblicos y patrísticos en su verdadero sentido. Para él está
fuera de dura que un objeto externo, como la predicación, no puede conferir gracias
sobrenaturales. En la predicación no ve más que un magisterio externo, que es obra del
hombre, y no la presencia de Dios que, mediante ella, entra en contacto con el hombre y le
llama a la fe.
Es difícil valorar hasta que punto las ideas de Ripalda han influido en el desarrollo de la
teología de la predicación. Pero es un hecho indiscutible que en cierto momento
desaparece, entre los teólogos, la idea de la predicación como medio de gracia. En un
artículo del teólogo alemán Jonannes Kuhn, el año 1855, se lee: “la palabra de Dios no es,
en sentido estricto, un medio de gracia. Escucharla no lleva a ninguna gracia consigno: ni el
perdón de los pecados ni la renovación interior del hombre. La predicación del evangelio
nos conduce más bien a la fe, para ser después, como creyentes, justificados por los
sacramentos”. En lo sucesivo, los teólogos hablarán cada vez menos de la predicación. Se
conformarán con enumerarla entre las gracias externas, que contrariamente a las internas,
nada causan en el alma. Más aún, añadirán que, en sentido propio ni siquiera puede
llamarse gracia.
Entre los predicadores la situación es diversa. En armonía con sus ideas sobre la presencia
de Dios en la predicación, ven en éste medio de gracia.
Hemos aludido antes a los predicadores medievales. Muy entrada ya la edad media, san
Bernardino de Siena mantiene esta doctrina como un hecho indiscutible: “Admiranda sut
opera verbi Dei, escribe; per ipsum enim vita amoris et caristatis in anima generatur et
nutritur et in argumentum maximun augmentatur”. No encuentra una imgen más apta que el
sol, para expresar toda la fecundidad y eficacia de la palabra divina. Como el gran astro que
brilla en el firmamento de la vida, la conserva y la aumenta, así la palabra de Dios ilumina
el alma esclava del pecado ahuyentando las tinieblas en que está envuelta, la inflama
derritiendo el hielo de la malicia, y la fortalece extinguiendo las obras d ela iniquidad,
ilumina el entendimiento, inflama el afecto e impulsa a realizar obras en el amor. El santo
de Siena ilustra esta cualidad de la predicación a lo largo de todo el semo que se titula de
fructibus verbi Dei.
No queremos omitir tampoco un texto de P. Segneri: “No voy a decir escribe, que
únicamente por la predicación, como por una luz celestial, derrame Dios sobre nosotros los
auxilios de la gracia eficaz. Reconozco que puede servirse de otros muchos medios para
ellos (Job 23,14). Pero creo que uno de los medio mas comunes y mas aptos, de que Dios
suele servirse ordinariamente para abatir a los pecadores”.
Es fácil constatar que en época más reciente la idea de la predicación como medio de gracia
se atenúa, incluso entre los predicadores. Es fácil constatar que en época más reciente la
idea de la predicación como medio de gracia se atenúa, incluso entre los predicadores.
Significativo a este respecto nos parece el pensamiento de Scrtillanges. Aunque conoce los
efectos de la palabra de Dios y dice que es “por si misma irresistible, irrefragable, decisiva
u creadora” y lo prueba por san Pablo (1 Tes 2, 23), cuando trata d edefinir esta eficacia con
términos teológicos se advierte aún lejos está de atribuir a la predicación una eficacia
propiamente dicha. En efecto, le pone en la misma línea de los sacramentos, “ritos que
expresan a su modo el carácter sacramental de la iglesia”, y define la predicción como “una
ceremonia piadosa, que tiene por fin, igual que los demás actos religiosos, acercarnos a
Dios por medio de Cristo y que va unida naturalmente, por este título, al rito central, que es
la misa, al sacramento de los sacramentos, que es la eucarítia”. Ahora bien, si la predicción
es un sacramental, no confiere la gracia por sí misma debido a una institución diviana, no es
medio de gracia más que en sentido amplio. Sertillanges manifiesta el temor de que se
confunda la predicación con los sacramentos.
En los dos últimos autores, se echa de ver claramente la falta de una visión teológica exacta
y profunda del ministerio de la palabra y de su naturaleza. Era difícil que se conservase pro
largo tiempo entre los predicadores, después de haberse eclipsado entre los teólogos. Si
algunas veces encontramos entre los oradores sagrados expresiones que pueden hacernos
creer en la permanencia de la doctrina de los grandes predicadores del siglo XVII y de
Suárez, se debe más bien a una intuición que tienen de la originalidad del ministerio de la
palabra que a una visión ideológica precisa.
Esta estrecha relación que tiene con la fe nos explica su preeminencia entre los ministros de
la Iglesia.
En primer lugar, la predicación es más importante que las obras de caridad. Cuando el
crecimiento de la comunidad cristiana exige sustraer un tiempo más largo a la predicación
para dedicarlo a la distancia, los apóstoles no dudan ante el dilema. Escogen la predicación.
“No es razonable que nosotros, abandonemos el ministerio de la palabra de Dios, dijeron
para servir a las mesas” (Hech 6,2). Pro esta causa eligen diáconos a quienes encomiendan
esta actividad, mientras que se reservan para si “la oración y el ministerio de la palabra
(Hech 6,4).
Según san Pablo, entre los dones que concede el Espíritu Santo a los fieles, ocupan el
primer lugar lo que se refieren a la predicación. “A uno, dice, le es dada por el Espíritu la
palabra de sabiduría, a otro, la palabra de ciencia, según el mismo Espíritu” (1 Cor 12,8).
Los demás dones del espíritu, pone en primer término el de “profecía” (1 Cor 14,1). La
razón que da es de tipo social. “El que habla lengua, habla a Dios, no a los hombres”,
mientras que “el que profetiza, habla a los hombres para su edificación, exhortación y
consolación” (1 Cor 14, 2-3). Y añade que desea que todos los fieles posean muy bien que
todos los fieles posen el don de lenguas, pero que desea más que profeticen. “yo veo muy
que todos vosotros habléis en lengua, pero mejor que profeticéis; pues mejor es el que
profetiza que el que habla en lengua, a menos que también interprete para que la iglesia
reciba edificación” 1 Cor 10,5). Entre los presbíteros que merecen doble honor,
corresponde el primer lugar a los que se ocupan de la predicación y la enseñanza (1 Tim 5,
17).
La enorme variedad de vocablos con que el Nuevo Testamento designa la predicación nos
da también una idea de su importancia. La señal de la riqueza de un fenómeno tan
importante en la vida de la Iglesia.
Por consiguiente, en el presente orden de providencia, en el que Dios ha querido que la fe
nazca de la proclamación, la misma importancia y necesidad que la fe. La fe es imposible
agradar a Dios (Heb 11, 6), pero sin la predicación es imposible la fe (Rom 10,17). Ambas
realidades se hallan en el mismo plano. Sin embargo, como se trata de una ley positiva
divina, en caso de necesidad, la predicción puede ser sustituida por otros medios. Esta
necesidad puede provenir del hecho de que la predicción no puede llegar en breve tiempo a
todos los hombres extendidos por el mundo. La fe se extiende progresivamente, como dio a
entender el mismo Jesucristo, cuando ordenó a sus apóstoles predicar el evangelio primero
en Jerusalén, después en Judea, Samaria y, por fin, en todo el mundo (Hech 1, 8). Todav{ia
hoy la voz de los predicadores no ha llegado a todos los hombres.
La predicación es, pues, el camino ordinario y normal de la fe. Esto significa que a las
personas de buena voluntad que hacen cuanto pueden por vivir conforme a una ética
natural, puede llegarles la fe por otros caminos, que los teólogos llaman “extraordinarios”,
como por ejemplo la inspiración interna”. Pero según el plan de Dios, estos caminos
tienden a desaparecer, ya que el vehiculo normal de la fe es la predicación de la Iglesia.
La necesidad de la predicación en orden a la fe, nos explica por qué san Pablo llega a
tolerar, que algunos la realicen por motivos poco nobles. “Hay, dice, quines predican a
Cristo por espíritu de envidia y competencia; otros lo hacen con buena intención; predican a
Cristo no con santa intención, pensando añadir tribulación a mis cadenas. Pero, ¿qué
importa? De cualquier manera, sea hipócrita, sea sinceramente que Cristo sea anunciado, yo
me alegro de ello y me alegraré” (Fil 1, 15 –18). Es mejor que se predique, aunque sea por
competencia o hipocresía, a que no se predique. Lo importante es que se anuncia a Cristo.
El apóstol, para atender la conciencia en paz, debe poder proclamar que no ha dejado de
cumplir la misión recibida. En la víspera de su viaje a Jerusalén, pensando en las
persecuciones y tal vez en la muerte que le esperaba allí, san Pablo se manifiesta tranquilo
porque tiene conciencia de haber cumplido la obligación más grave de su vida, la de
predicar. “No omití nada de cuanto os fuera de provecho, predicádoos y enseñadoos en
público y en privado, dando testimonio a judíos y a Jesús” (Hech 20, 19-20). Ahora, al ir a
Jerusalén, sin saber lo que le espera, no exponer su propia vida con tal de “acabar el
ministerio que recibí del Señor Jesús de anunciar el evangelio de la gracia de Dios” (Hech
20, 24). Durante su prisión en Roma, en espera de comparecer ante el juez supremo, para
darle cuenta de la misión que le había sido confiada, experimenta el mismo sentimiento de
paz. “El señor me asistió y me dio fuerzas para que por mí fuese cumplida la predicación y
todas las naciones la oigan” )2 Tmi 4,17). Su última voluntad confiada al discípulo tan
amado es: “predica la palabra” ( 2Tim 4, 2).
Los apóstoles son por su misma definición “siervos de la palabra” (Lc 1, 1), “ministros del
evangelio” (Ef 3, 7); Col 1, 23). Es posible que la predicación les ocasiones persecuciones y
cárcel, pero no importa. Cuando a Pedro y Juan, llevados ante el Sanedrín, les mandan no
predicar en lo sucesivo el nombre de Jesucristo, responden que no pueden obedecer: “no
podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hech 4, 20). En efecto, la
responsabilidad de los apóstoles y de los predicadores que los suceden es inmensa. De su
palabra depende la fe, sin que es imposible salvarse; de su palabra depende la concesión de
la gracia, la inserción del hombre en Cristo. Con razón podía afirmar san Pablo que para él
predicar el evangelio constituía una “necesidad” de conciencia tan grande que “aiy de él” si
no cumpliera con este cometido (1 Cor 9, 6).
los padres y los teólogos, haciéndose eco de la doctrina contenida en la Escritura, han
subrayado la gravedad de la obligación de predicar. Según san Juan Crisóstomo, la
predicación es única medicina para curar las enfermedades del cuerpo místico: “En nuestro
caso (en las enfermedades del cuerpo místico)… existe una sola medicina vital: el
ministerio de la palabra. Este es el instrumento, el manjar, la temperatura, el clima perfecto;
hace las veces de medicina, de la cauterización, del urí; para quemar o sajar, hay que
servirse de este medio y, si no surte efecto, es inútil recurrir a ningún otro”. San Gregorio
Nacianceno, en su segundo discurso apologético, se excusa, al tratar de la predicación , de
haber dejado en segundo lugar aquello que constituye “el primer deber de todos nosotros”,
es decir, de los obispos. Gregorio Magno afirma que quien rehúsa predicar, pudiéndolo
hacer aunque sea por motivos de humildad, es reo de “fratricidio”, “igual que el cirujano
que rehúsa operar a un herido, dejándole que muera”. Si las almas que le fueron confiadas
se pierden por falta de la palabra salvadora de Dios, el predicador será responsable de esta
muerte, y a tantas habrá matado cuantas se pierdan por cul de su silencio.
Santo Tomás dice que la predicación es “proprium officium pastorum Ecclesiae”; y según
Suárez, ésta ocupa el primer puesto entre los diversos ministerios de la Iglesia. El concilio
de Treno sigue la linea de la tradición cuando enseña que la predicación es el “praccipuum
munus episcoporum”. El cardenal Montini se expresaba en términos idénticos en la carta
que escribió, por encargo de Pío XII, al congreso de Montpellier: “Hoy como en los
primeros siglos de la Iglesia, no hay deber más esencial que el anuncio de la palabra de
Dios al mundo”.
Las razones en que se basa el deber de predicar son varias. En primer lugar, el apóstol debe
anunciar la palabra de Dios por razón de fidelidad al mandato recibido (1 Cor 4, 1 –2). Se
trata de un mandato que Dios, Señor del universo, a quien el hombre ésta obligado a
obedecer ante su más mínima insinuación, le ha confiado. Con mayor razón aún si lo que se
le ha comunicado es un papel tan importante como el difundir la fe en el mundo. Además,
el hombre, como criatura, está obligado a dar a Dios el culto que se le debe como señor
supremo y redentor del género humano. Ahora bien, no hay forma más apta y gracia a Dios
de darle cultoque proclamar las “maravillas” que ha realizado pro el hombre: enviar a su
Hijo al mundo, para que tengamos por él vida (Jn 10, 10). Esta es la más maravillosa de
todas las obras de Dios. ¿Puede darse, pues, una obra de culto más excelente que la
predicación, cuyo fin es precisamente proclamar el plan divino de la salvación para inducir
a los hombres a que lo acepten? Hay que tener también en cuanta el deber de caridad para
con el prójimo. Jesucristo proclamó el amor del prójimo como segundo mandamiento de la
nueva ley y semejante al primero: el del amor a Dios (Mt 22, 36-38), diciéndoles que en
esto conocerían que son sus discípulos (Jn 13,35). No existe amor más grande al prójimo
que el mostrarle el camino de la salvación y llevarle al conocimiento de la verdad.
Exciten razones no menos graves para que los oyentes escuchen la palabra de Dios. El culto
que el hombre debe tributar a Dios según los principios de la ley natural, le obliga a
glorificar a Dios de la manera que él desea. En el presente orden de providencia, el mejor
culto que el nombre pueda tributar a Dios, más aún, el único que agrada a Dios, es la
aceptación de la llamada divina a participar de su propia vida. Los demás formas de culto
que no se ordenen a ésta, carecen de valor ante Dios. Por tanto, el hombre que quiere vivir
según la voluntad de dios está obligado a escuchar su palabra, por la que le manifiesta sus
deseos y los medios necesarios para actuarla. La aceptación de la fe es el culto más grato a
Dios. Y esto no se refiere únicamente a la predicación en general, primer encuentro con
Dios, sino a la predicación en general bajo todas sus formas. Si el hombre quiere agradar a
Dios, no sólo debe encontrarse con él, sino que debe vivir toda la palabra que sale de la
boca de dios” (Mt 4, 4). El hombre debe estar constantemente a la escucha de lo que Dios le
dice por boca de sus enviados. Por consiguiente, el mejor culto que el hombre puede
tributar a Dios es recibir la predicación.
Hay que tener en cuenta también la caridad para consigo mismo. Todo hombre está
obligado a procurarse su propio bien, y, en consecuencia, está obligado a escuchar la
palabra de Dios, porque de ella procede la fe, que es el punto de partida, la base de la
justificación, del bien mayor que puede recibir el hombre en esta tierra, prenda y garantía
de su eterna salvación. Este mismo razonamiento prueba que el hombre tiene la obligación
de instruirse sobre todo aquello que afecte a su fin y destino. La predicación es
precisamente el medio que Dios emplea para manifestarle qué es lo más esencial para él en
la vida.
5. EL MISTERIO DE LA PREDICACIÓN
1. El misterio de la predicación
Pero este hecho único en la historia no era una especia de meteoro que, después de brillar
brevemente en el espacio y en el tiempo, desaparece. Debía continuar incluso después que
el Verbo hecho carne se hiciera invisible. La salvación no estaba destina únicamente a los
hombres de la época de Cristo, sino a los hombres de todos los tiempos y países. Para poder
llevar a todos los hombres, Cristo instituyó la Iglesia en la variedad de sus mediaciones. En
ella, es decir, en su jerarquía, en sus sacramentos, en su liturgia continúa desempañando las
mismas funciones que desempeño por medio de su humanidad durante su vida terrestre. En
la Iglesia y por medio de ella, Cristo entra en contacto con cada hombre. La predicación es
una de estas mediaciones eclesiales y, en cierto sentido, la más importante, porque es el
fundamento de las otras. Cristo continúa predicando la buena nueva de la salvación y
llamando a los hombres a su reino, mediante la palabra de la Iglesia.
Tsoiron, siguiendo la línea de san Buenaventura, expone como todos estos hechos
continúan el misterio de la encarnación. El Verbo no sólo a asumido la naturaleza humana,
sino precisamente la naturaleza caída y corruptible, para redimirnos desde nuestra misma
condición. En la predicación procede de forma semejante. San Buenaentur dice que, en este
ministro, la “humilitas in sermone” va unida con la “produnditas sententiae” . incluso
alguien, forzando la imagen, ha llegado a decir que la palabra de Dios se reviste de
“harapos”.
Sin querer insistir demasiado en este punto, señalemos finalmente que la sencillez de estilo,
en la Biblia, se debe al fin mismo que pretende. Si Dios quiere comunicar un mensaje y
suscitad la fe, debe necesariamente emplear un lenguaje accesible a todos. Por ello no
rompe el misterio de humildad.
El hecho permanece. Dios se comunica al hombre usando una forma simple y popular, y no
estilo literariamente perfecto, como habitualmente tratan de hacer los hombres.
2. Predicación y eucaristía
En los sacramentos acontece lo mismo que en la predicación. También en ellos está Cristo
presente y actúa; emplea un instrumento sensible para hacer llegar al hombre su acción
invisible, portadora de vida sobrenatural. De aquí procede la analogía entre predicación y
sacramento, de cuya naturaleza hablaremos después.
Pero es interesante señalar que la eucaristía es el sacramento que presenta mayor analogía
con la predicación, según el parecer de algunos padres. En un discurso que hemos citado en
el capitulo anterior, Cesáreo de Arlés pregunta a los fieles cuál de las dos realidades juzgan
que tienen mayor dignidad, la palabra de Dios o el cuerpo de Cristo. Bossuet, basandose en
este discurso, que atribuye a san Agustín, ha expuesto y desarrollado esta analogía en su
sermón, antes citado, sobre la palabra de Dios. Dicen que Jesucristo, al tener que abandonar
la tierra con su cuerpo visible, y deseando quedarse entre nosotros,”tomó una especie de
segundo cuerpo. La palabra de su evangelio, que es como un cuerpo que reviste su verdad.
Mediante este nuevo cuerpo, Cristo sigue viviendo y conversando con nosotros, actúa y
obra en orden a nuestra salvación, predica y nos brinda cada día enseñanzas de vida eterna,
renueva ante nuestros ojos todos los misterios”. La presencia de Cristo en la eucaristía no es
más reala que la presencia de su verdad en la palabra evangélica. “En el misterio de la
eucaristía, las especies que veis son los signos sensibles, pero el contenido real es el cuerpo
mismo de Jesucristo. Las palabras que oís en los discursos sagrados, son también signos;
pero es la doctrina misma del Hijo de Dios el pensamiento que las engendra y el contenido
que queda demostrado en vuestros espíritus”.
En la predicación, igual que en la eucaristía, hay un elemento que cae en el campo de los
sentido y es objeto de experiencia, y otro elemento suprasensible, que no es objeto de
visión, sino de fe. En predicación el hombre oye la palabra humana, pero la fe le dice que
es Dios quien le interpela y le pide una respuesta, por medio de esta palabra. Igual que en la
eucaristía: se ve el pan y el vino, pero la fe nos dice que, bajo estas apariencias sensibles,
están el cuerpo y la sangre de Cristo.
Se trata de una paradoja que, en el fondo, es la paradoja misma del cristianismo. En el
mismo instante en que Dios entra en el tiempo y habla al hombre, se oculta bajo el signo
sensible de la palabra humana. Á presente, frente al hombre y le llama; pero interpone un
instrumento entre ambos. Para descubrir en él la presencia de Dios, es necesario hacer un
esfuerzo, tener una mirada especialmente sensible, la mirada de la fe. Esta es la causa de
que san Pablo dé gracias a Dios, porque los fieles de Tesalónica, cuando escucharon la
palabra que les anunció, “la acogieron no como palabra de hombre, sino como palabra de
Dios, cual en verdad es” (1 Tes 2,13). La palabra del apóstol era, en apariencia, humana,
pero en realidad era palabra de Dios. Los fieles de Tesalónica la recibieron como tal. Fue
un don de Dios por lo que el apóstol da gracias al dador de todo bien.
3. La “missio” canónica
En el origen de este misterio, de esta unión entre la palabra divina y la palabra humana, se
halla un acto positivo de Dios, que ha establecido que su palabra nos llegara a través de la
palabra human. En efecto, después de su resurrección y antes de subir al cielo, Jesucristo,
apelando a la misión que había recibido del Padre, envió a sus apóstoles a predicar el
evangelio por todo el mundo. “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, id,
enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu
Santo enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros
siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28, 28-20; Ef. Mc 16, 15-16; Hech 1,8).
De este mandato expreso del redentor arranca la obligación que incumbe a los apóstoles y
sus sucesores de predicar el evangelio a toda criatura human, y en él se basa el que resuene
la voz de Cristo en su palabra. Fue Cristo quien hermanó definitivamente su voz con la de
la Iglesia. Se debe su voluntad el hecho de que escuchar y creer en la palabra de los
apóstoles sea escuchar y creen en la palabra de Cristo y del Padre (Lc 10, 16).
Los apóstoles lo recordarán durante su ministerio. Pedro dice, en casa de Corneluio: “Y nos
ordenó predicar al pueblo y atestiguar que por Dios ha sido instituido juez de vivos y
muertos” (Hech 10, 42). Precisamente por haber recibido este mandato de boca del mismo
Cristo, ninguna autoridad humana, aunque sea legítima, como la del sanedrín, puede
imponerles silencio. “Solamente os hemos ordenado, dice el sumo sacerdote, que nos
enseñéis sobre este nombre”. Y Pedro responde: “Es preciso obedecer a Dios antes que a
los hombres” (Hech 5, 28-29).
Particularmente san Pablo recordará esta misión a lo largo de sus cartas. En ellas afirma que
la predicación del evangelio le ha sido “confiada” (Gál 2,7), quie ha “recibido” la gracia del
apostolado para promover la obediencia a la fe (Rom 1, 5; Ef 3,8), que l predicación es un
“cometido” que le ha sido confiado al margen de su propia iniciativa (1 Cor 1,17) y, por
consiguiente, que predica por deber (1 Cor 9, 16). Aludiendo a este cometido, en polémica
con quines le juzgaban un apóstol de segundo orden porque no había visto al Señor durante
su vida terrestre, afirma que Dios le eligió desde el seno de su madre para que anuncie a su
Hijo a los gentiles (Gál 1, 15). Tiene todos los motivos para poderse llamar apóstol con
igual derecho que los doce, y bajo ciertos aspectos, con mayor razón (1 Cor 2, 22). Y
cuando reproche a los fieles de Corinto el que se incline por éste o aquel predicar que los ha
bautizado, afirmará orgulloso que no ha bautizado a nadie, exceptuados Gayo y Crispo.
Para justificar esta actitud de dejar el bautismo en manos de los otros y reservase para sí la
predicación, recurre expresamente a la voluntad de Cristo que le envió a evangelizar y no a
bautizar”.
Hay que concluir, pues, que la predicación no es únicamente una acción de Cristo por el
hecho de que en ella se oiga su voz, sino también porque se realiza en su nombre, en virtud
de la misión recibida de él. El predicador no es sólo un portador de Cristo, es decir, alguien
que le presta su voz, sino también un embajador suyo, en el sentido más estricto, que habla
en su nombre y desempeña, ante los hombres, sus veces (2 Cor 5, 20). De aquí la
obligación que tienen los predicadores de permanecer fieles a aquel de quien han recibido
su mandato: “Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y
dispensadores de los misterios de Dios. Por lo demás, lo que en los dispersadotes se busca
es que sean fieles” (1 Cor 4, 1-2).
La predicación es una función de la Iglesia, un deber, el deber del apostolado, instituido por
Cristo para la difusión de su mensaje entre los hombres, y destinado a transmitirse y
continuarse en los sucesores de los apóstoles. Permanecerá en la Iglesia mientras que
existan hombres a quines haya que predicar el evangelio para que se conviertan a la fe. Se
trata, pues, de un deber permanente, esencial a la naturaleza de la Iglesia.
Para que este ministerio se desarrollo con fidelidad al mandato recibido, Cristo prometió su
asistencia a los apóstoles (Mt 28, 20) y la del Espíritu Santo (Jn 16, 13), a quien se atribuye
d modo particular la obra de santificación. Jesucristo prometió esta aistencia en la noche de
la pasión y la renovó en el momento en que ascendía al cielo. “Recibiréis la virtud del
Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda
Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra” (Hech 1,8). El espíritu permanecerá
siempre con ellos (Jn 14, 16) y los guará hacia el conocimiento de toda verdad (Jn 16,13).
4. Predicación y sacerdocio
Esta cuestión se suscitó con toda su viveza durante la edad media a propósito del derecho
de los religiosos a predicar. Los sacerdotes diocesanos les negaban este derecho. Como
religiosos, decían, lo único que les incumbe es la oración y el recogimiento. Los teólogos
medievales defendieron el derecho de los religiosos a predicar, basándose en que este
derecho procede de la ordenación. Por el simple hecho de ser sacerdotes, tienen la potestad
de anunciar el evangelio. Por consiguiente, no existe ninguna diferencia en los derechos
sacerdotales entre los religiosos y el clero secular. Todos has recibido el mismo sacramento
y, por tanto, los derechos que lleva consigo, uno de los cuales es el de predicar. Es verdad
que hubo un tiempo en que los monjes no podían predicar, pero se explica por el hecho de
que no eran sacerdotes. Como conclusión de su estudio sobre el tema, M. Peuchmaurd dice:
“En los ambientes del siglo XII que hemos examinado, la reflexión sobre el officium para
preedicationis ha concluido existe una potestas preadicandi conferida por la ordenación. El
sacramento hace al hombre apto para el servicio del altar y para el servicio de la palabra”.
El officium sacerdotale que confiere la ordenación hace del sacerdote, al mismo tiempo,
ministro del sacramento y de la palabra, aunque esta potestad depende, en su ejercicio
concreto, del obispo.
Santo Tomás llega a la misma conclusión cuando defiende el derecho de los religiosos a
predicar. Según él, la potestad de orden y la de predicar van juntas. “Predicar y oír en
confesión, dice pertenecen, al mismo tiempo, ministro del sacramento y de la palabra,
aunque esta potestad depende, en su ejercicio concreto, del obispo.
El concilio de Treno estudió también este problema en varias sessiones. La primera vez, el
tema entró en discusión varias sesiones. La primera vez, el tema entró en discusión a
propósito del sacramento del orden, en la sesión que se celebró en Bolonia el año 1547. Se
les propuso a los padres reunidos a canon en el que se condenaba el error protestante según
el cual el sacerdocio consiste en la predicación, de modo que quien no predica deja de ser
sacerdote. Este cano iba seguido de un inciso, concebido en estos términos: “Si bien los
sacerdotes deben predicar diligentemente la palabra de Dios y suministrar el alimento de
una sana y saludable doctrina al pueblo fiel que les ha sido confiado. Pro tanto, es falso
afirmar que el sacerdocio consiste en la predicación, lo que no excluye que los sacerdotes
estén obligados a predicar.
Algunos padres abogaron por la supresión del inciso, no porque su doctrina no sea exacta,
sino para dar impresión de que los sacerdotes pueden predicar sin el permiso necesario. El
obispo de Matera a firmó que esto seria falso, “porque el deber de predicar compete
únicamente a los obispos, y los sacerdotes no pueden predicar sin su autorización. Podemos
concluir diciendo que según la interpretación para poder predicar. Es fácil, pues, descubrir
el nexo existente entre la potestad de orden y la de predicar. Por el solo hecho de ser
obispo, cosa que acontece mediante la consagración episcopal, se recibe la potestad de
predicar la palabra. Existe una relación directa e íntima entre ambas potestades.
El concilio de Treno volvió sobre este tema en la sesión del año 1552, a propósito también
del sacramento del orden. Después de haber distinguido netamente el sacerdocio de la
predicación, los padres afirman que se puede ser sacerdote y no predicar, concluyen:
“enseñar esta doctrina, el sagrado sinodo no quiere negar que el ministerio de la
predicación máxime permite a los obispos y a los sacerdotes que desempeñen el cargo de
pastores en las diversas iglesias. Por el contrario. Por el contrario, reconoce que el apóstol
ha enseñado que el obispo debe ser un doctor capaz de exhortar con doctrina sana y argüir
los contradictores (Tit 1,9). Sabe que compete a los obispos y a los sacerdotes, igual hoy
que en otros tiempos, exigir la observancia de la ley del Señor, según el decir de Malaquías.
Pero por el momento establece únicamente esto: la facultad de predicar pertenece la
jurisdicción y no al orden, y el obispo puede privar de ella a los ordenados y concedérsela a
los que no están ordenados. Es, pues absurda la opinión de quines ven esta facultad toda la
fuerza del sacerdocio”. En la discusión que precedió, Salmerón había sostenido que “el
orden no consiste en la potestad de predicar, sino en la de ofrecer. Y los apóstoles habían
poseído la potestad de predicar antes de la institución del orden”. En estos textos no puede
ser más clara la distinción entre estas dos potestades: la potestad de predicar pertenece a la
jurisdicción y no al orden.
Finalmente el problema volvió a plantearse el año 1562. También entonces defienden los
padres la relación íntima entre la predicación y el obispo. “Cae dentro de los deberes del
obispo la predicación de la palabra de Dios. Esto nos lo demuestran las palabras de san
Pablo que dice que el Señor no le envió a bautizar sino a evangelizar, y el mismo Cristo
atestiguo que había sido enviado para esto”. Pero aunque un obispo no predique, no deja
por ello de ser obispo. Finalmente, Seripando propuso esta fórmula: “Y aunque se haya
tenido siempre por cierto e indiscutible que el ministerio de la palabra compete también a
los sacerdotes, ello no significa que pierdan el carácter sacerdotal si, por cualquier
impedimento legítimo no cumplen este deber.
De esta discusión conciliar, se puede concluir que los padres pretendían únicamente
rechazar la doctrina protestan que reducía el sacerdocio a la predicación. Al afirma la
distinción entre la potestad de orden y la de predicar, no intentaba negar la relación intima
que existe entre ambas.
¿De qué naturaleza es esta relación? ¿Podemos decir que la potestad de predicar es una
función esencial del sacerdocio, incluso del de los simples presbíteros?.
Por nuestra parte, creemos que es posible llegar a idéntica conclusión a partir de la
naturaleza del sacerdocio. Participar del sacerdocio de Cristo significa, en definitiva,
participar de su poder santificador, que se ejerce en los sacramentos, y sobre todo, en los
del bautismo y la eucaristía. Pero los sacramentos carecen de eficacia sin la fe. Es, pues,
necesario que quien posee la potestad de santificar, tenga por lo mismo, la de predicar, que
es esencial para la fe (Rom 10, 17). Predicación y sacramento son dos realidades que van
íntimamente unidas. No se puede ser ministro del sacramento sin serlo de la predicación.
Ambas realidades van juntas. A propósito de este nexo, es sintomático señalar que el
diácono, que es ministro del bautismo, lo es también de la predicación. Ello es una prueba
más de la unidad existente entre ambas potestades.
Únicamente a partir de esta unidad puede explicarse por qué san Pablo niste tanto en que el
candidato al episcopado sobresalga en la palabra. Además de las virtudes morales, exige
que sea “capaz de enseñar” (1 Tim 3, 2), “pronto para enseñar, sufrido, y con mansedumbre
para corregir a los adversarios” (2 Tim 2,24), capaz “de exhortar con doctrina sana y argüir
a los contradicotres” (Tim 1, 9). Como Timoteo, debe saber desconfiar de quienes enseñan
“doctrinas extrañas” (1 Tim 1,3), y “se ocupan en fábulas y genealogía inacabables, m{as a
propósito para engendrar disputas que para la edificación de Dios en la fe” (1 Tim 1, 6-7).
El obispo debe saber luchar contra todos estos, sin dar tregua al error, y debe mantener a los
fieles en la fe. El apóstol predice que legará un tiempo en el que quienes han abrazado la
verdad, se volverán a las “fábulas” (2 Tim 4,4).
Los padres de la Iglesia se harán eco de esta doctrina de san Pablo. San Juan Crisóstomo
exige como primera cualidad del obispo la de hablar bien: “ ¿No veis que el obispo necesita
muchas cualidades? Debe ser capaz y apto para enseñar, paciente con el mal y tenaz y fiel
en la doctrina”. Y en otro lugar subraya la necesidad de que el sacerdote sea competente en
el ministerio de la palabra, porque esto es necesario para confundir a los enemigos internos
y externos de la Iglesia. Y para dirimir las cuestiones que surgen entre los fieles,, pues no
basta, dice expresamente, la santidad de vida.
En la base de la unión d la palabra divina con la human, hay un acto positivo de Dios, que
para continuar la misión del Verbo encarnado en el mundo, ha querido asociarse la Iglesia
en sus legítimos ministros.
Pero cabe preguntarse, por qué dios ha querido hablarnos por medio de la palabra humana
de la Iglesia.
Al responder a este problema, nos encontramos, por una parte, frente a una exigencia
fundamental de nuestra naturaleza humana y, por otra, frente a un hecho desconcertante que
supera los principios de nuestra lógica formal.
6. Discreción divina
Otro motivo es la discreción divina, su respeto a la libertad del hombre. Si Dios hubiera
querido tratar directamente con cada hombre, para llamarle a la salvación, podría haberlo
hecho, cien mostrándose tal como es, en su misma naturaleza, como hará en la visión
intuitiva, o bien llamando la atención del hombre mediante el milagro interno o externo,
como hizo con varios profetas del Antiguo Testamento. En primer caso, el hombre no
habría sido ya libre para aceptar o rechazar el ofrecimiento divino. Frente al bien infinito no
cabe libertad. En el segundo caso, el hombre no ve directamente a Dios, sino una acción
suya extraordinaria. Esta visión no elimina ciertamente la libertad, pero la atenúa.
Este preceder nos da luz también sobre otro hecho. Jesucristo prometió que los milagros
acompañarían a la predicación de los apóstoles (Mc 16, 17), como prueba de la asistencia
divina, pero en determinado momento, los milagros casi desaparecen. Nos lo demuestra el
libro de los Hechos, ya en la infancia del cristianismo. Pero la razón es que, el milagro
físico, duda, y motivo de credibilidad no menos evidente que los milagros físicos, pero
menos sugestivo, y apto para no limitar en absoluto la libertad.
7. El escándalo de la encarnación
Las razones analizadas, aunque manifiestan que es comprensible y necesaria la ley de la
encarnación, no eliminan un aspecto que podemos definir como “un secándolo. Esta ley
responde, por una parte, a una exigencia de la naturaleza humana, mas por otra, encuentra
en ella un obstáculo casi insuperable.
Los filósofos encuentran siempre difícil en concebir la coexistencia de Dios y del mundo,
del infinito y del finito. Hubo siempre tendencia a absorber un elemento en el otro. De aquí
la en lucha entre el panteísmo y la trascendencia, entre el monismo y el dualismo. En
muchas ocasiones la lucha se resolvió con la eliminación de uno de los dos términos. O se
llegó a afirmar (materialismo). Lo difícil es llegar a la síntesis y se comunican entre sí,
pero de un modo análogo. Aristóteles, a pesar de que llegó a concebir la coexistencia del
infinito y el finito mediante su concepto de analogía, nos consiguió concebir la unión entre
ambos: “Dios, dijo, no se preocupa del hombre”. La providencia queda fuera de su ángulo
de visión. Por esto negó la creación y admitió la materia eterna.
Antes de podrá aceptar el cristianismo, la mente humana debe superar este absurdo
aparente. Y únicamente pude hacerlo pensando que Dios es amor y que el amor tiene de a
eliminar todas la distancias. Fuera de esta perspectiva es increíble un dios que se hace
hombre.
Según el evangelio, Jesucristo tiene conciencia del “secándolo” que suscita su persona.
“Bienaventurados que no se ha escandalizado en mí” (Mt 11,6), dijo a los discípulos de
Juan. A este secándolo fueron particularmente sensibles los fariseos, enclavados en la
concepción del Antiguo Testamento de un Dios demasiado elevado para poderse revelar
bajo apariencias humanas tan simples y mansas como las de Cristo. No puedan admitir que
el Dios todopoderoso, que había creado el cielo y la tierra, se hubiera vestido de debilidad,
que el infinito se hubiera anonadado bajo la forma de un hombre limitado en el espacio y en
el tiempo. Y de igual forma se escandalizarán después los herejes de todas las épocas. La
herejía, en el fondo, no mas que un intento de eliminar el escándalo de la encarnación,
concibiendo a Cristo bien como hombre únicamente (nestorianismo), bien como sólo Dios
(monofisismo), o de eliminar la cooperación entre el hombre y Dios, que parece rebajar a
Dios hasta el nivel del hombre o elevar al hombre hasta la altura de Dios.
8. La palabra
Queda por tratar un último problema: ¿por qué es la palabra, precisamente, el signo sensible
a través del cual habla Dios? ¿No puedo escoger otro medio?
El cristianismo será piedra de escándalo, debido a la encarnación. Hay quien acepta este
escándalo y quien lo rechaza. La predicación, como hemos dicho antes, es un caso concreto
de esta unión y cooperación entre Dios y el hombre.
En la palabra un yo se dirige a ti para entablar diálogo con él. Esto procede la insuficiencia
del hombre, de la conciencia que tiene de no bastarse a sí mismo, de no ser autosuficiente,
de tener que buscar en otros el complemento de sí. Debido a ello, muchas veces se habla no
para comunicar a los demás algo que hemos encontrado, sino para romper el silencio que
circunda nuestra vida, para sentirnos en comunidad con otro, para salir de nuestra soledad.
Este es el sentido profundo de ciertos coloquios aparentemente inútiles y vacíos de
contenido, como cuando se habla del tiempo, del aumento de la circulación, de lo que se ve
desde el tren. Es que el hombre no resiste la soledad y trata de salir de ella a toda costa. El
hombre es un ser social, y únicamente en la sociedad, en el trato con los demás, puede
encontrar el complemento de sí mismo, la plenitud de vida le falta. Por esta causa habla,
aborda a quien está cerca de él y trata de unirle, de asociarle a su vida.
En la palabra del hombre está contenido el esfuerzo pro salir de si mismo para iniciar un
diálogo con el otro, pero en la palabra de Dios se da una exigencia totalmente distinta. Dios
no tiene necesidad de nadie, porque es autosuficiente. En la comunicación de la naturaleza
divina a las tres divinas personas se entabla ya el diálogo más perfecto que pueda
concebirse. Cuando Dios decide dirigirse a alguien distinto de sí, lo hace solamente por un
gesto de amor hacia quien no se basta así mismo y busca afanosamente alguien con quien
dialogar y en quien hallar el sentido de su vida. Pero Dios quiere permanecer siempre
oculto y, por esta causa, elige un vehículo para transmitir su acción: la palabra humana.
Dios habla por medio del hombre y, sirviéndose de la palabra humana, se dirige al hombre
para comunicarle sus intensiones y su designo de salvación. La palabra humana es el
vehículo más indicado para conseguir el fin que Dios se ha propuesto. Veremos después
que este medio no basta, que le falta a la palabra, puede ser completado y esclarecido por lo
que la rodea, pero la palabra como tal no puede ser sustituida.
Si, como veremos mejor después, la fe es el encuentro intimo entre Dios y el hombre, la
palabra es el medio más indicado para este encuentro, ya que es la expresión de la persona
en su totalidad. En el Antiguo Testamento, Dios se sirvió de la palabra de los profetas,
instrumentos unidos moralmente a Él; en el Nuevo, se sirvió de la humanidad de Cristo,
instrumento sustancialmente unido a la divinidad. A partir de la ascensión se sirve de la
palabra de la Iglesia en sus legítimos ministros, instrumentos, como los profetas,
sustancialmente separados de la divinidad, pero moralmente unidos a ella.
La predicación entraña, pues, una cooperación entre dos causas: la principal, que es Dios, y
la instrumental, que es el hombre. Al tratarse de dos causas libres, hay que decir que el
hombre no es instrumento muerto ni puramente pasivo. Desempeña su papel, aunque
secundario. Se trata de la cooperación y colaboración de dos causas inteligentes y libres.
Creemos que de la predicación puede decirse otro tanto. Los hechos que hay que anunciar a
los hombres son ya conocidos por la revelación. Dios, influyendo sobre el entendimiento y
la voluntad del predicador, hace que este comprenda, desarrolle y aplique a las situaciones
concretas de la vida cristiana no exime al predicador del esfuerzo que requiere el estudio y
la inteligencia de la verdad revelada, que es el objeto de la predicación. El influjo de Dios
sobre los autores sagrados tampoco los dispensaba, como en el caso Lucas, de informarse
diligentemente de todo, desde el principio (Lc 1,3). El estudio de la revelación y de las
normas de la oratoria es necesarios, en virtud de un principio teológico.
6 LA RESPUESTA DEL HOMBRE LA FE
Toda llamada exige una respuesta; el anuncio de un mensaje obliga al oyente a adoptar una
aptitud. La respuesta del hombre a la llamada que Dios le dirige mediante la predicación de
la Iglesia, es la fe. Este es otro de los temas importantes de nuestro estudio.
1. El empobrecimiento de la fe
Esta definición pone en evidencia los dos elementos de la fe. Por la fe, el hombre acepta
como verdadero lo que Dios ha revelado, pero, al mismo tiempo; se adhiere a él por un acto
de confianza. Ambos elementos son necesarios. No es posible creer en lo que Dios revela,
en sus promesas escotalógicas, si no se tiene confianza en él y no se acepta que será fiel a
las mismas. La FIDES que acreditar no puede darse sin la FIDES qua acreditar. Una es
inseparable de la otra.
El cuarto evangelio, sobre todo, subraya este carácter personalista de la fe. Según san Juan,
la fe consiste esencialmente en “creer” en Jesucristo (3,15; 6,35; 11,25; 11,26: 12, 44; 14,
12, etc), en “recibir” a Jesucristo (1, 12; 5, 43), en “recibir” su palbra (12,48), su testimonio
(3, 12-32), en venir a Él (5,40, etc), en “seguirle” (8,12), en venir a Él (5,40), en
“permanecer” en Él (15, 4-5). En todos casos, la fe indica siempre una relación entre
personas, entre quien llama y quien responde, quien invita a seguir y quien sigue. Por
medio de la fe, el hombre responde a quien le llama, sigue a quien le invita, permanece con
él y en su amor.
Desde este punto de vista, la fe consiste realmente en un contacto entre Dios y el hombre;
es imitum visionis inftitivae. Por la fe, el hombre entra en contacto con Dios e inicia el
diálogo con él. Pero entre ambos protagonistas del diálogo hay un velo que les impide verse
cara a cara. Un día desaparecerá este verlo y se desarrollará el diálogo en la más completa
claridad.
No vamos a entrar ahora en las discusiones que dividen a los teólogos según su concepción
diversa del acto de fe. Nos basta poner de relieve los elementos que creemos más
importantes para comprender el papel de la predicación en la génesis y desarrollo del
mismo.
3. El drama de la fe
Pero ahora nos interesa, sobre todo, la actitud del hombre ante la llamada de Dios. La
primera reacción del hombre al ver que Dios le llama es aceptar esta invitación. En esta
respuesta positiva, ve la solución del problema de su vida, entera. El hombre no se basta a
sí mismo, no es autosuficiente, tiene necesidad de la vida eterna. Dios en Cristo, s ele
presenta como la solución de su insuficiencia, que le asegura, al mismo tiempo, la
eternidad. Cristo, en quien Dios se revela, es todo lo que el hombre puede desear: la verdad,
la bondad, la justicia, la vida sempiterna. El puede calmar la sed de felicidad que corroe al
hombre.
Pero esta actitud positiva queda contrastada por otra negativa. Si el objeto de la fe
consistiera únicamente en un conjunto de valores, si consistiera en la verdad, la bondad y la
vida y el hombre no hallaría ninguna dificultad en aceptarlos. La dificultad procede del
hecho de que estos valores son, por una parte, sobrenaturales, superan la inteligencia
humana que asiente al objeto por su evidencia intrínseca; y, por otra parte, se identifican
con una persona que hay que aceptar como norma de la propia existencia. Ahora bien, dice
R. Guardini: “La aceptación de una ley natural que aparece justa – ya se trate de una ley de
naturaleza, del pensamiento o del orden moral – no encierra dificultad especial para la
persona. Ésta advierte que bajo tal ley continúa siendo ella misma; es más, que la
aceptación de dichas leyes generales puede convertirse, sin duda, en una acción personal.
Pero cuando se trata de reconocer a otra persona como ley suprema de toda la esfera de la
vida religiosa, y por consiguiente, de la propia existencia, la persona se revela con
vivacidad elemental, y es entonces cuando puede comprender qué significa la exigencia de
renunciar a sí mismo”.
Aceptar a una persona como norma de la propia existencia, significa que, para nosotros, no
existe en el mundo más que esta persona y que todo lo demás se valoriza con relación a
ella; significa la pérdida de la independencia y autonomía propias, del propio
entendimiento, voluntad y amor, para hacer nuestro pensamiento, la voluntad y el amor, de
otro. En el caso concreto de la fe, significa que Cristo es, para nosotros, “el camino, la
verdad y la vida” (Jn 14,6), y más incluso que a hermanos y hermanas (Mt 10, 34-35), y
más incluso la propia vida (Mt 10, 39). Esto entraña una identificación tan profunda con
Cristo, que el cristiano debe poder afirmar, con san Pablo, que su vivir es Cristo (Fil 1, 21),
y que ya no es él quien vive, sino el evangelio compaa con un segundo tan profunda, que el
evangelio lo comprara con un segundo nacimiento (Jn 3,3), y san Pablo, con la muerte y la
resurrección (Rom 6, 3). En una palabra, hay que perder la propia vida para conseguir la
que Cristo promete.
Pero aún hay más. La verdad y bondad que nos presenta la fe no sólo se identifican con una
persona, sino que además se identifican con una persona crucificada. Se trata de una verdad
y bondad en un estado de humillación tal, que no sólo no consiguen traer nuestra simpatía,
sino que suscitan, además la oposición más viva, pero lleva sobre sus espaldas una cruz que
no tiene nada de atrayente.
Por consiguiente, creer escuchar la vos de Cristo, venir a él no es fácil. Para la mente
humana es una locura, una paradoja terrible: para poder vivir, hay que morir antes. Ante la
llamada de Cristo, el hombre se siente envuelto en el más crucial de los dramas. Es el
drama de la fe, descrito en las confesiones de san Agustin, y que hallamos de una forma
más o menos viva, en todas las conversaciones. El drama desaparecería, si Dios, en lugar de
mostrársenos oculto bajo signos sensibles, se nos mostrase en su visión intuitiva. El hombre
vería que Dios es la única fuente en que se apaga su sed de felicidad, el fin al que tiende
toda su vida. Pero mientras que esta visión intuitiva no sea una realidad beatificadota, el
hombre sólo descubrirá, en la llamada de Cristo, sus aspectos negativos, los sacrificios que
impone al orgullo humano. En la fe, el hombre ve lo que deja, aquellos a que renuncia para
adherirse a Dios; pero no ve lo que recibe. Se trata de elegir entre dos polos de atracción: el
mundo, visible y palpable, y el de Dios, invisible y oculto. Por una parte, todo lo que atrae a
los sentidos y los fascina; por otra, Cristo con su cruz bien visible y la esperanza invisible d
el resurrección. Es renunciar a lo que posee, por la esperaza de poseer aquello que no se
tiene.
¿Cómo terminará el drama? ¿aceptará el hombre la invitación que Dios le hace por boca de
sus legados, o lo rechazará?.
4. El maestro interior
El hombre no se halla solo, frente este drama, a la hora de tomar una decisión. Le asiste una
realidad sobrenatural, un maestro interior que trata de ayudarle en su difícil elección; que le
allana las dificultades y le demuestra que al aceptar la llamada de Dios, no renuncia a si
mismo. Contrariamente a todas las apariencias, sino que es entonces cuando alcanza la
máxima perfección a que puede aspirar. La cruz que Cristo lleva sobre sus espaldas, aunque
no espesada, resulta ligera cuando se comparte con él (Mt 11, 30). No constituye una
ignominia, sino que es el símbolo del amor que se entrega hasta el sacrificio total, que da
todo para atraer a sí a quienes están alejados de la verdadera vida uno consiguen
encontrarla por si mismos. A la luz de las enseñanzas interiores de este maestro, la mirada
del hombre se agudiza hasta descubrir el significado real de la cruz de Cristo y toda la
atracción que ejerce. De esta manera, la seducción del mundo que con tanta fuerza
impresiona los sentidos, queda contrarrestada por la atracción sobrenatural de Cristo; y el
hombre queda en condiciones de decidirse libremente por una o por otra.
La sagrada Escritura emplea diversas fórmulas para significar este magisterio interior. “Yo
te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y
discretos y las revelas a los pequeñuelos, Si, Padre, porque así te plugo” (Mt 11, 25-26). En
este pasaje, Jesucristo opone el conocimiento de las cosas divinas que tienen los sencillos,
al que tienen los soberbios. Los primeros lo reciben de Dios, mientras que los segundos se
basan en sus propias fuerzas. El efecto es muy distinto: a los primeros se les revela la
naturaleza íntima de dios, que queda oculta para los otros. Sin embargo, tanto unos como
otros reciben de fuera la palabra de Dios. Todos poseen la revelación exterior u todos oyen
a Dios, que les habla. Pero únicamente los sencillos descubren el auténtico significado de
sus palabras y las aceptan, mientras que los sabios, creyendo comprender, no comprenden.
No reciben la revelación interior. Y, sin ella, no es posible aceptar la palabra que llega de
fuera. La divinidad de Cristo es la principal entre todas las cosas divinas. Pero nadie la
conoce si no es el Hijo de Dios, el Verbo hecho carne, y aquellos a quienes el quisiera
revelárselo (Mt 11,27).
Entre los sencillos que han recibido esta revelación, hay que enumerar a Pedro, que confesó
en Cesarea de filipo, que Cristo era el Hijo de Dios (Mt 16, 17). Todos habían oído la
palabra externa del señor, sus afirmaciones de que era el Mesías y el Hijo de Dios,. Pero
solamente Pedro había penetrado el sentido profundo de aquellas palabras, porque se lo
había revelado el Padre. “La carne y la sangre” no pudieron reversárselo. Se requería la
intervención directa del Padre celestial para poder comprender que significaban realmente
aquellas palabras de Cristo que pasaban inadvertidas para unos y suscitaban escándalo en
otros (Mt 11, 6). Dios obró de semejante manera con Lidia, la purpuraría de Tiatira, a quien
abrió el corazón para que aceptara la predicación de Pablo (Hech 16, 14).
San Juan habla del testimonio. El Padre da testimonio del Hijo, no sólo por medio de los
milagros que éste realiza para comprobar su divinidad (Jn 5, 36) y por su palabra inspirada
en las Escrituras (Jn 5, 45-48), sino también, mediante un testimonio más íntimo, en el
corazón del hombre. “ ¿Y quién es, dice el evangelista, el que vence al mundo sino el que
cree que Jesús es el Hijo de Dios? … Y es el Espíritu el que certifica, por que el Espíritu es
la verdad” ( 1 Jn 5, 5-6). También en este pasaje se trata de un testimonio interno, que es
efecto de la acción del Espíritu en el corazón de cada hombre. Es el Espíritu Santo quien
nos hace descubrir al Hijo de Dios en Jesucristo.
San Pablo no es menos explícito. Nuestro evangelio, dice el apóstol, es enigmático para
aquellos que van a la perdición, “cuya inteligencia cegó el Dios de este mundo para que no
brille en ellos la luz del evangelio, de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios. Pues no
nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Señor; y cuanto a nosotros, nos
predicamos siervos por amor a Jesús. Porque Dios, que dijo: brille la luz del seno de las
tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz de nuestros corazones para que demos a conocer
la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo” (2 Cor 4, 4-6). San Pablo da la razón
de pro qué el evangelio que predican él y los demás apóstoles, permanece encubierto para
algunos, que no alcanzan su significado. Es que Dios “ha cegado su mente”. Pero los fieles
de Corinto han creído, porque Dios ha hecho brillar la luz en sus corazones. La fe procede,
pues, de la iluminación de Dios. Si falta ésta, aquélla no se produce. Para percibir la luz del
evangelio, el hombre necesita aquella iluminación interior que Dios concede a quienes
creen. Sin esta iluminación, “la luz del evangelio” queda oculta. En otro lugar, el apóstol
recurre a una imagen diversa. “Es Dios quien a nosotros y a vosotros confirma en Cristo,
nos ha ungido, hos ha sellado, y ha depositado las arras del Espíritu en nuestros corazones”
(2 Cor 1, 21-22). Es Dios quien, por medio de su unión, lleva al hombre a la fe.
R. Lotourelle sinteriza a sí la doctrina bíblica de estos textos: “En todos los pasajes
examinados, se trata de una acción interna que va unida a la palabra externa. Describen
esta acción interna como una atracción, una iluminación, un testimonio, una enseñanza, una
revelación, una unión. Hay alguien dentro de nosotros que toma la iniciativa: iniciativa
extraordinaria que nos lleva a creer en la palabra que Cristo nos dirige desde fuera. La
respuesta es libre, pero va insertada en esta iniciativa de Dios. La atracción de la gracia
lleva en germen, el movimiento de retorno, es decir, la respuesta del hombre a la palabra de
Dios. Toda la vida cristiana arranca de este primer acercamiento, de esta pasividad inicial.
La palabra no nos llega sola, sino acompañada del soplo del Espíritu Santo, que tiende a
fijar la palabra, a hacerla intima”.
San Agustín expuso esta doctrina en textos muy conocidos. Y los demás padres trataron
también del tema, a veces empleando las mismas palabras. El concilio de Orange ratificó
esta enseñanza. Según los padres allí reunidos, nadie puede aceptar la predicación del
evangelio “sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo que concede a todos la
suavidad necesario para creer en la verdad y aceptarla”.
Durante la edad media, santo Tomás clarificó la doctrina de sus predecesores, empleando
términos que hoy ya son clásicos en la teología, tales como “lumen fidei” e “interior
instictus Dei intanistis”. El “lumen fidei”, como ha demostrado recientemente el padre
Alfaro, es el hábito infuso de la fe, que capacita a la inteligencia humana para tender a un
objeto sobrenatural. Bajo el influjo del hábito de la fe, el hombre percibe que es
conveniente y necesario creer, aceptar la llamada de Dios. Mas para que esta capacidad
pase al acto, se requiere que mientras la predicación presenta a la inteligencia humana el
objeto que hay que creer, en Dios incite internamente la voluntad a fin de que ésta impulse
al entendimiento a aceptar cuándo se le propone. El Doctor Angélico habla de este impulso
interior, de este ingerior instinctus, como de algo que induce a la fe “moveda et instigando
interius corda”. El hombre no puede creer sin este impulso interno, sin esta vocación, sin
este adoctrinamiento íntimo. Bajo la inspiración del maestro interior, de la gracia, el
hombre descubre que la fe constituye, para él un bien y una obligación.
5. Tres soluciones
Caben tres posibilidades y las tres se dan en las diversas situaciones concretas en que vive y
actúa el hombre.
Esta actitud se hallaba muy extendida entre los hombres de cultura de la época iluminismo
y el racionalismo del siglo pasado. Estaban convencidos de que podían prescindir de Dios.
Hoy es mas bien rara entre los intelectuales, mientras que es muy común entre el pueblo,
galvanizado por la propaganda y el progreso técnico. Esta convencido de que el día en que
logre poseer cuando la técnica puede ofrecerle, será feliz u no tendrá necesidad de Dios.
Para el hombre de la calle actual, la ciencia ha ocupado el puesto de Dios.
Está claro que el hombre no rechaza a Dios con la frialdad y lucidez que hemos descrito. e l
orgullo alcanza en muy contadas ocasiones un alto grado de conciencia. El hombre no se
halla dispuesto a aceptar la llamada de Dios, hará todo lo posible pro convencerse a sí
mismo de que esta llamada no existe. No se conforma con las pruebas que Dios nos brinda,
con los signos con que Dios acredita a Jesucristo y a sus apóstoles, sino que él animo pone
sus condiciones. Sólo creerá si Dios realiza las pruebas que él exija.
San Agustín nos dice que, antes de su conversación, quería tener en las cosas invisibles,
como son las de la fe, la misma certeza que tenía la proposición: siete más tres, diez. Tyrrell
no comprende cómo Dios, que dispone de la omnipotencia, ha podido tolerar “la
ignorancia, el pecado y el dolor”. A. Camuns no puede creer en un Dios que permite que
los niños sufran. En el cristianismo hay una zona de luz y otra de sombra. Cuando no se
quiere creer, se descubre únicamente la segunda.
Esta postura, cuando no se inspira en el orgullo refinado, que se oculta bajo capa de
humildad modestia, es la consecuencia de un estado de ánimo en que se mezclan una
conciencia de profunda de la propia miseria u una situación morbosa con que algunos
hombres actuales se complacen en atormentarse. Es una mezcla de humildad y morbosidad,
típica de una época como la nuestra, que ha vivido profundas desilusiones en el campo del
pensamiento y la terrible experiencia de dos guerras mundiales, en las que el hombre no ha
dado pruebas muy airosas de sí. Para este hombre, resulta extraño e incomprensible el que
Dios se interese por él.
Es un pasaje de su trato De Trimitate, ha expresado san Agustín este estado de ánimo que,
en sus elementos fundamentales, no es de hoy sino de todos los tiempos. El gran doctor se
pregunta por que Dios, que puedo redimir al hombre de muchas maneras, eligió
precisamente la más dolorosa de todas: la muerte de su Hijo en la cruz. Su respuesta es que
esta forma fue “muy conveniente”. Si Dios hubiese actuado la redención empleando un
medio ordinario, el hombre no le habría creído. Es tan miserable, que no puede imaginar
que Dios le haga objeto de su amor. Sólo llega a creer cuando ve al hijo del todopoderoso
colgando de una cruz. ¿Cómo es posible dudar del amor de Dios, si ha llegado a entregar a
su Hijos unigénito por nosotros? (Jn 3, 16).
Los hombres de este segundo grupo no llegan a levantar los ojos hasta la cruz, para ver en
ella el símbolo del amor de Dios. Para ellos, el universo no tiene más que dos dimensiones.
Esta imposibilidad encierra, sin duda, un aspecto patológico, que ha inducido a hablar del
hombre de hoy como un “desequilibrado”, de un hombre en crisis.
En estas dos categorías de personas examinadas, la atracción interna del maestro queda sin
efecto. Trata de insinuarse en el alma del hombre, de iluminar su inteligencia y mover su
voluntad, pero los obstáculos que encuentran neutralizan su acción.
6. Fe y amor
Finalmente, existe una tercera categoría de personas: los que aceptan la llamada de Dios.
Son los creyentes.
Hemos afirmado antes que esta aceptación constituye, para la lógica humana, una locura,
una paradoja. ¿Cómo puede, pues, el hombre caer en ella?. La respuesta no es más que
una: esta locura sólo es posible cuando se descubre que Dios ha cometido otra locura
semejante. El renunciar a sí mismo para tomar a Dios como norma de propia vida, puede
parecer ciertamente una locura desde la lógica humana; pero puede parecer una locura
inmensamente mayor el que Dios haya renunciado, por el hombre a los esplendores de la
divinidad, haya tomado una naturaleza human y haya muerto en una cruz (Fil 2, 5-8). Es
frente a este amor sin límites cuando el hombre se decide. A la vocación de amor que raya
en la locura, el hombre da una respuesta de amor, que parece una locura.
Desde el ángulo del amor, todo se hace posible y claro. Omnia vincit amor. El amor supera
todos los obstáculos. El amor ha hecho que Dios superara los obstáculos que impedían su
encuentro con el hombre y, más tarde, la redención, cuando el hombre rechazo por vez
primera su llamada en el paraíso terrenal. Quien sabe lo que significa amor, comprende, sin
dificultad, todo. “En la experiencia de un grande amor, dice Guadini, todo el mundo se
encierra en la relación yo – tú, y cuando sucede se convierte en un acontecimiento dentro
de su ámbito… Todo es verdad y adquiere relieve entre este yo y este tú”. La fe es una
respuesta al amor de quien nos ha amado primero. El hombre va a Cristo, como dice san
Agustín, no “motu corporis, sed voluntate cordis”. La fe nace en el corazón. Por
consiguiente, “ el amor es la puerta de la fe”. Sintetizando el pensamiento del cuarto
evangelio sobre este tema, Mollet dice que la fe es “un encuentro en el que Dios ha tomado
la iniciativa… En su raíz más honda la fe es un encuentro de amor”.
La acción del maestro interior alcanza su efecto únicamente cuando halla un corazón
sensible a la llamada del amor. Bajo el influjo del amor, la adhesión a Dios en Cristo, el
perder nuestra vida por él, deja de mostrarse como una locura, para brillar tal como es en sí.
Bajo este influjo, el hombre no encuentra paradójico el renunciar a sí mismo, sino que lo ve
como un paso perfectamente razonable y personal, como el más razonable y personal de
todos.
¿Cómo se realiza este paso de amor entre Dios y el hombre? He aquí el problema que hay
que resolver, si queremos vislumbrar como se propaga la fe.
Este paso no se realiza por medio de un silogismo ni por una serie de silogismos. La razón
puede preparar este encuentro con Dios, puede disponer al hombre, demostrándole que
tiene necesidad de Dios para conseguir la vida eterna y que Dios ha hablado realmente,
pero no puede provocarle. Todos sus razonamientos pueden dejar al hombre indiferentes.
Se ha dicho que la apologética no ha conseguido jamás una conversión. Quizá este juicio es
demasiado superficial, teniendo encuentra que el cometido suyo no es convertir a los
hombres, sino demostrar la credibilidad de la revelación. El razonamiento puede convencer,
pero no provocar la fe. Esta procede de una comunicación de amor entre Dios y el hombre;
comunicación que la razón no puede producir. “Una persona, dice J Mouroux, no se aferra
a la conclusión de una serie de relaciones abstractas”.
Esta comunicación de amor no tiene más que una explicación, que es, más que una
explicación, una constatación: el amor pasa de Dios al hombre por un fenómeno de
contagio. De la misma forma que el fuego comunica su calor a quien se acerca a él, así el
amor de Dios invade a quien se deja envolver por él. Se trata de un fenómeno de
comunión, como dice Mouroux. Mas para que tal fenómeno ser realice. El hombre no debe
poner obstáculos, debe dejarse conquistar. Ello es posible únicamente si el hombre
pertenece ya a Dios de alguna forma, al menos en deseo. Para creer y venir a Cristo, hay
que pertenecer a su rebaño (Jn 10, 16), hay que estar de parte de la verdad (18, 37), hay que
ser amigo del esposo (3, 29). Pero cuando se pertenece al diablo, la palabra de Cristo que
llama es incomprensible (Jn 8, 45); su atracción interna queda sin efecto.
El método de Cristo es el que señala san Agustín: Él toma la iniciativa de amar y pide
después una respuesta.
Es característica a este respecto la vocación de Naatanael, que nos cuenta san Juan en el
primer capítulo de su evangelio. Natanael es un varón recto, cumplidor de la ley; uno de los
que esperaban la venida del Mesías, tal como le concebía comúnmente el pueblo. Por lo
que nos dice Juan, debía ser un hombre prudente, no muy dado a entusiasmos fáciles, y
dotado de cierto sentido criticó. Al oír a su amigo Felipe afirmar que Jesús es el Mesías, no
se convence de ello. Era de Caná, un pueblecito poco distante de Nazaret, y estaba
convencido de que éste no podía salir nada bueno, y mucho menos el Mesías. Sin embargo,
como varón recto, consiente que su amigo de presente a Jesús para conocerle.
El Señor emplea idéntico método para llamar a las dos parejas de hermanos: Santiago y
Juan, Pedro y Andrés. La vocación de estos discípulos se desarrolla en dos tiempos.
El primero tiene lugar en las orillas del Jordán. Juan y Andrés son discípulos del bautista, y
siguen a su maestro, en la medida en que se lo permite su trabajo de pescadores.
Probablemente han sido testigos del bautismo de Cristo, y han oído las expresiones
transidas de humildad que le dirigía Juan Bautista cuando le vio venir a él. No queda
excluido que presenciaran también los hechos que siguieron al bautismo, cuando se
abrieron los cielos y bajó el Espíritu santo en forma de paloma, mientras que el Padre decía:
“Éste es mi Hijo muy amando en quien tengo mis complacencias”.
Al día siguiente, cuando Cristo vuelve a las riberas del Jordán, Juan se dirige a< él: de
nuevo, con los dos con el título de cordero de Dios”. Esto fue suficiente para que los dos
siguieran a Jesús, tratando de saber quién era. Saben que es un personaje excepcional,
porque sino serían inexplicables las alabanzas que le ha dirigido el bautista, a quien todos
reconocen como profeta. Jesucristo se da cuenta de que le siguen y toma la iniciativa del
diálogo: “ ¿Qué buscáis?” (Jn 1,38), les pregunta. Los dos discípulos, favorablemente
impresionados por el hecho de que un personaje tan importante les dirija la palabra el
primero, le llaman “maestro”, título de distinción y estima, y particularmente significativo
en este caso, ya que Cristo no había enseñado nada todavía. Le responden, pues: “Maestro,
¿dónde moras?”. Y el Señor les invita a seguirle. El diálogo termina a quí. El evangelista no
refiere qué se dijeron durante todo el día. Pero después de muchos años, recordaba aun la
hora exacta de aquel coloquio.
El diálogo debió producir en ellos una impresión enorme, porque apenas vuelto a casa,
Andrés dice a su hermano Pedro que ha encontrado al Mesías. Simón, en parte por
curiosidad y en parte, porque se siente atraído hacia un personaje que ha entusiasmado
tanto a su hermano, acepta la invitación de conocer a Jesús. Apenas le ve Cristo, le mira y
dice: “tú eres Simón, el hijo de Juan; tú serán llamado Cefas, que quiere decir Pedro” (Jn
1,42). También en este caso, Cristo toma la iniciativa de hablar el primero. Y el diálogo
empieza también con una alabanza. Además, cambia de nombre a Simón, hecho que
revestía enorme importancia entre los judíos.
La escena se desarrolla en pocos minutos, pero son suficientes. Ante un hombre que
muestran tan gran interés pro unos pobres pescadores, hasta el punto de hacerlos su
séquito, y que, al mismo tiempo, manifiesta ser un personaje extraordinario, ya que tiene
poder sobre los peces del lago, abandonan todo y le siguen. En el fondo, se reduce a un acto
de amor por parte del Cristo. Él es quien ha tomado la iniciativa y quien ha manifestado
interés por ellos; además, les recompensa pro el servicio que le han prestado, dándoles un
signo de su poder. ¿Qué cosa más normal que seguir a un hombre de este tipo?. En la
vocación de los apóstoles vemos palpablemente el fenómeno de comunión que engendra la
fe.
Pero el evangelio nos brinda también un episodio en que esta comunicación de amor, este
fenómeno de contagio entre Cristo y el hombre no se produce. Es el episodio del joven rico.
Este joven conoce también a Cristo y sus milagros, conoce su bondad, y se siente dichoso
de poderle dirigir la palabra: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida
eterna?” )Mc 10,17). Jesucristo le responde que cumpla los mandamientos, y se los
enumera. Ante la respuesta del joven de que los ha observado desde niño, lleno de
complacencia y afecto hacia un hombre tan poco corriente, le dirige una mirada de amor,
que el evangelio describe muy gráficamente: “Jesús, poniendo en él los ojos, le amó”.
Después le dijo: “Una sola cosa ge falta: vete, vende cuando tienes y dalo a los pobres y
tendrá un tesoro en el cielo; luego ven sígueme” (Mc 10,21). Es fácil imaginar la dulzura y
la penetración de aquella mirada. Cristo trata de comunicar su amor al joven, como ha
hecho con los apóstoles, para que abandone todo y le siga. Pero el amor no se comunica y
el fenómeno de contagio queda sin efecto. El joven se aleja triste, porque, dice el
evangelista, “tenía mucha hacienda” (Mc 10,22).
Nos hallamos frente al encuentro de dos amores: el amor de Cristo, que exige la renuncia
de todo cuanto posee para conseguir la perfección; y el amor de sí, que desea conservarlo.
Entre la atracción de Cristo y la seducción del mundo. El joven se decide por la segunda. El
encuentro ha fracaso por falta de amor; al menos, de un amor más fuerte que el de las
riquezas.
10. El compromiso
Del concepto de fe, como encuentro de amor entre el hombre y Cristo, deriva toda la
realidad de la categoría “compromiso”, tan frecuenten el lenguaje religioso actual. Quien
responde a la llamada de Dios y se entrega a él, qued acomrpometidio.
En la fe, el hombre se compromete por si mismo a vivir según su nuevo ser, conforme al
nuevo modo de existencia a que le ha llamado la fe. Ya no se pertenece a sí, deja de ser
independiente y autónomo y no puede disponer de su propio destino según su capricho. Ha
establecido una alianza con Dios y ha hecho con él un pacto, debido al cual toda su vida
debe desarrollarse con Cristo y por Cristo. Ya no puede concebirse a sí mismo
independientemente de Cristo. Cristo es el único camino que debe serguir, la única verdad
debe creer, la única vida que puede vivir y la única luz que le iluminará. Igual que los
apóstoles, deja todo para seguir a Cristo.
Se trata de una entrega tan radical, que si la fe que ha abrazado resultase falsa, su existencia
perdería todo el sentido. Habría sacrificado todo para nada. No cabe error mayor. En efecto,
mientras que en los demás campos, el compromiso exige únicamente la ruina de un ideal,
sino de todo el vivir. El hombre debería comenzar de nuevo su vida. Y si hubiera advertido
el error demasiado tarde, toda su existencia habría sido inútil.
San Pablo es quien mejor ha expresado el carácter absoluto del compromiso y de las
exigencias que encierra. Para él la fe es vivir de Cristo, hasta el punto de que considera a la
muerte una ganancia (Fil 1,21). Para san Pablo, Cristo era el sentido de todo. Su fe se
cimentaba en la resurrección de Cristo. Con este milagro, el Señor había demostrado que
realmente era el Hijo de Dios, el Señor, el Verbo encarnado, el aquel en quien todo subsiste
(Col 1,17). Pero si todo resulta falso, si Cristo no hubiera resucitado y, por consiguiente,
todas sus afirmaciones y promesas carecieran de fundamento, los cristianos serían los más
infelices de todos los hombres (1 Cor 15, 19), porque habrían sacrificado todos los bienes
de este mundo, todos sus placeres, los únicos verdaderos y reales, a la esperanza de bienes
que no existen. No podarían haber cometido error más fatal. Hay que concluir, pues, que no
existe compromiso mayor que el de la fe.
El compromiso es una consecuencia del amor, del que no puede prescindir la fe.
Únicamente por amor es posible aceptar a una persona como norma suprema de la propia
vida y sacrificarle todo.
De este modo, hemos llegado a una conclusión muy importante para el anuncio del
evangelio: si para la fe es necesaria una comunicación de amor entre Cristo y el hombre, la
predicación, que es vehículo de la fe, debe serlo asimismo del amor.
En primer lugar, hay que decir que la fe no puede alcanzar su plenitud más que en los
adultos. Es verdad que el niño puede realizar auténticos actos de fe, proporcionados a su
conocimiento de Dios, pero no puede ponerse en duda que únicamente el adulto, el hombre
que ha alcanzado cierto nivel de desarrollo intelectual y moral, puede asumir con plena
conciencia los compromisos de la fe. Pero la dificultad consiste en saber cuándo se debe
considerar al hombre como adulto.
El cardenal Billot afirmó, en algunos artículos famosos, que muchos que son adultos en
edad y en lo que se refiere a la vida de negocios, permanecen en un estado de
irresponsabilidad y de infancia en el sector moral y religiosos. Esta tesis de I. Billot
contiene exageraciones evidentes, pero quizá el fuego de la polémica ha hecho olvidar sus
aspectos de verdad. El número de individuos que, por educación o por razones de carácter
sico-sociológico, no llegar a ser moralmente adultos, que la vida moderna, con su
organización y su propaganda, ha aumentado aún este número.
Sin embargo se puede afirmar que en la vida de cada hombre hay un momento en que se
llega ha ser adulto y se adopta una actitud propia frente a su destino, al decidirse pro el bien
o por el mal, que es como decidirse por Dios o contra él. En este momento, Dios entra en la
vida del hombre y le invita a elegir a él como norma suprema de su existencia. Algunas
veces, el paso de la fe infantil a la del adulto se realiza sin sacudidas fuertes, casi
insensiblemente; pero otras muchas se realiza con plena conciencia. Es el instante en que el
hombre decide por sí mimo. Santo Tomás sitúo este instante al comienzo del uso de la
razón, pero otros autores le sitúan al final del proceso.
La opción de la fe, aunque se hace de una vez para siempre, en la realidad está sometida a
un proceso continuo. Existe la fe de la adolescencia, la de la juventud, madurez y
ancianidad. Cristo es siempre el mismo: el Verbo hecho carne para salvarnos, pero se le ve
de una forma distinta en las diversas fases de la vida. La fe es un viaje de exploración,
como alguien ha dicho. Cada día se descubren alturas nuevas y nuevos obstáculos que hay
que vencer. Consiste siempre en el diálogo con Cristo, pero este diálogo adquiere tonos la
existencia, y las vicisitudes de la vida muestran este sentido bajo dimensiones siempre
distintas.
En cierto modo, podemos afirmar que la fe está en crisis permanente, en cuanto que su
elección se renueva cada día de una manera más clara. Por otra parte, como la fe es una
vida de amor engendrada por el amor, sigue las leyes de éste, que parece morir y
recomenzar cada día. Los grandes amores son siempre atormentados, como nos manifiesta
la experiencia de los místicos. Particularmente en nuestros días, cuando el mundo
despliega sus atractivos con una viveza antes desconocida, la fe se ha convertido en una
lucha continua.
El carácter personalista de la fe nos explica también por qué, como dice R. Guardini, no
existen caminos trazados de antemano, semejantes para todos. Cada persona es un mundo.
Cada uno llega a Dios por su senda propia. La historia de las conversiones nos lo
demuestra. Esto no impide que se den ciertas constantes que nos permiten analizar el
fenómeno. Pero en el seno de estas constantes, la variedad es enorme. Y la predicación no
puede ignorar este aspecto de la fe. Hay que hablar de forma distinta a los niños, a los
jóvenes y a los adultos.
Abandonar la casa y el país propios por una tierra desconocida, no es empresa fácil, exige
un acto de valor. Cierto que están la promesas de Dios, pero no se ven y, además, su
cumplimiento está lejano. Para creer, hay que arriesgarse. Naturalmente, se trata de correr
basándose en una palabra que no puede engañarnos, la palabra de Dios.
12. La conversión
La fe, el encuentro con Dios, no puede dejar de producir en el hombre un cambio de vida,
un alejamiento de todo aquello en que creía antes de encontrarse con Cristo, una
orientación nueva de la existencia: la conversión. El Nuevo Testamento expreso este
cambio en el término -----, al que corresponden los verbos ----y -------.
Al final de este capítulo, en el que hemos tratado de la fe, fin de la predicación, no hallamos
ya en grado de definir ésta. La predicación, a juicio nuestro, es la proclamación del misterio
de la salvación, hecha por Dios mismo a través de sus representantes legítimos, en orden a
la fe y a la conversión, y para el crecimiento de la vida cristiana.
Creemos que esta definición abarca todos los elementos necesarios. El término
proclamación indica el carácter propio de la predicación y lo que lo distingue de toda otra
forma de enseñanza. No consiste en enseñar algo ni en demostrar una tesis o un sistema, ni
tampoco es un discurso sagrado, si no que es el anuncio solemne de hechos, de los hechos
más grandes de la historia. Por lo tanto, este anuncio es una proclamación, vocablo que
indica solemnidad y la importancia de los hechos que anuncia.
Hecha por Dios mismo: con estas palabras queremos enseñar que el sujeto de la predicación
es Dios. Es el quien habla y quien anuncia su intención de salvar al hombre, llamándole a
la fe.
A través de sus representantes legítimos: en la predicación hay dos sujetos; uno principal y
otro instrumental y secundario: la palabra que Dios dice y el evangelio que proclama, lo
proclama por medio de sus representantes cualificados. La predicación es, pies, una función
de la Iglesia, un acto jerárquico y no un don privado de Dios a un hombre concreto.
En orden a: el fin de la predicación, en el plan divino, es la conversión a la fe. Pero este fin
puede fracasar a causa de las malas disposiciones del hombre. Al proclamar su voluntad
salvifica, Dios quiere que el hombre la acepte y se salve, pero el hombre puede rechazarla.
En este caso, la predicación no opera la fe, aunque es en orden a la fe.
Como conclusión y síntesis de esta primera parte de nuestro estudio, trataremos de las
dimensiones de la predicación. Esto nos permitirá ilustrar los puntos que hayan quedado
oscuros y desarrollar con más detalle ciertos aspectos a los que tan sólo hemos aludido.
En la predicación existe, ante todo, una dimensión sagrada. En ella, según hemos dicho ya
varias veces, Dios, a través de la palabra humana, invita al hombre a un encuentro con él; a
constituir con él una comunidad de vida y de amor. En la predicación, lo eterno e
intemporal penetra en el tiempo y en el espacio para elevar al hombre por encima de su
naturaleza y des exigencias puramente naturales. Es decir, la predicación tiene como fin
sagrado: el encuentro con Dios.
De este carácter sagrado deriva la energía y solemnidad de la predicación. Nada hay más
solemne que la vos de Dios que, a través de un enviado suyo revestido de autoridad,
manifiesta al hombre su voluntad de salvación y las exigencias intelectuales y morales que
de ella se derivan. En la Biblia no se encuentra otra expresión más simple y solemne que
ésta: “Así habla al Señor”. Puesto que a través de él habla Dios, el predicador es, en el más
pleno sentido de la palabra, según san Agustín “dictor rerum magnarum”. Dios no habla
sino de cosas formidables: de las cosas que se refieren a la salvación. Incluso cuando,
aparentemente se trata de cosas insignificantes, tiene gran importancia, puesto que la
predicación las eleva a una significación que naturalmente no tiene. ¿Hay algo más odinario
que un vaso de agua?. No obstante, se transforma en algo grande, cuando el predicador sabe
sacar de ello chispas que inflaman el corazón del hombre y lo impulsan a realizar obras de
misericordia, dignas de eterna recompensa.
A través de los siglos, quizás este carácter sagrado hay sido el más ausente en no pocos
predicadores. La crisis de la predicación radica, precisamente, en la pérdida de su
“sacralidad”, en la profanación de la palabra de Dios. Dicha profanación convierte la
palabra del predicador no ya en vehículo de la palabra de Dios, sino en palabra humana:
reduce la predicación de la palabra de dios a palabras acerca de Dios o en torno a Dios. De
esta forma, el predicador, entendido en el sentido bíblico de instrumento en cuya voz
resuena la de dios, se transforma en profesor, es decir, en el hombre que habla de Dios. Y el
mensajero se queda en orador que pretende suscitar el interés o el aplauso de la gente.
Es significativo caer en la cuenta de que, frecuentemente, son los mismos predicadores más
conscientes de la importancia y naturaleza de su misión los que se lamentan de la
profanación de la palabra de Dios tal como, no pocas veces, resuena en los púlpitos. Y a
ello atribuyen la esterilidad de muchos sermones.
Sagneri explica, en gran parte, el escaso fruto de la predicación por el hecho de que “la
palabra es corrompida y … profanada por un lenguaje hecho todo de tierra”. No se casa a
escucharla “como palabra de hombres, sin pensar que procede de más arriba, es decir del
mismo Dios” o, en frade de Bossuet, “como un entretenimiento agradable que no hace sino
acariciar los oídos con la dulzura de un placer que pasa”. G. Zocchi no duda en definir
como “profanación y sacrilegio” el envilecimiento de la palabra de Dios que, al anunciarla,
causan muchos predicadores.
La dimensión histórico – bíblica aparece en los grandes discursos del libro de los Hechos:
los apóstoles, al proclamar el evangelio, la buena nueva, invitan a los hombres a recibir la
salvación que Dios les ofrece en su Hijo muerto y resucitado a entrar en la sociedad de
salvación que es la Iglesia. Lo hacen proclamando los magnolia Dei (hech 1,11). Así se
comporta Pedro el día de Pentecostés (Hecho 2, 14-39), después de la curación del lisiado
(Ibid, 3, 12-26), y delante de Cornelio (ibid., 10, 37-43). De la misma manera actúa Pablo
en la sinagoga de Antioquia de Pisidia (Ibid, 13, 14-16) y en la penitencia a la conversión.
Esta invitación se podría expresar con las palabras de san Juan evangelista: “cuando a
nosotros, amemos a Dios, porque él nos amó primero” (1 Jn 4, 19).
Esto no significa que la predicación tenga que reducirse a la simple narración de la historia
sagrada. Lo importante no es tanto la narración de los hechos cuanto el poner en evidencia
el móvil íntimo de su realización. Dice san Agustín: “Hay que explicar que explica cada
caso y cada uno de los hechos con referencia al amor, fin del que no han de apartar su
mirada ni el predicador ni tampoco el oyente”.
Las explicaciones son necesarias, pero deben servir para ilustrar y destacar el amor de Dios,
que se manifiesta en los hechos. Al explicarlos, por tanto, señala el mismo Agustín,
conviene huir de dos excesos: inducir a la fe a través de una exposición ipresionante con
vacia dulzura y avidez peligrosa y el perderse en galimatías, es decir, en cuestiones de
erudición y en razonamientos especulativos. La auténtica norma a seguir en dichas
explicaciones es la siguiente: “ipsa veritas, adhitita tatione, quasi aurum sit gemmarum
ordinem ligans non tomen ornamenti seriem ulla inmoderatione pertubans”.
La causa de estas advertencias de san Agustín está clara: la predicación debe llevar al amor
de Dios, que no es un sentimiento vacío ni una abstracción. Por consiguiente, si el
predicador desea conseguir esta finalidad, no tiene que perderse en razonamientos difíciles
que los oyentes no entienden o que nutren más la curiosidad que el corazón.
No hay que descuidar, pues, el elemento apologético, moral o polémico; pero deben
subordinarse a la narración, para hacer destacar la línea de la historia sagrada. Con otras
palabras, las explicaciones tiene que dirigirse a poner en evidencia el significado de los
hechos, como manifestaciones y símbolos del amor de Dios.
Hasta que grado descuidan los predicadores estos principios de san Agustin, lo sabe
perfectamente cualquiera que conozca la historia de la predicación. El sermón ha servido a
muchos de pretexto y ocasión para ostentar su habilidad dialéctica, su capacidad de hablar
durante horas sobre el mismo un versículo de la Biblia, sacando del mismo, a la manera de
un prestidigitador, las cosas más imprescindibles. Son aberraciones que contrastan con la
seriedad de la palabra de Dios y con el modo en que la anunciaron lo profetas y los
apóstoles.
3. Dimensión cristocéntrica
Pero, ¿qué significa este cristocentrismos? De él se deduce, ante todo, que en la predicación
hay que ver las cosas en función de Cristo, como parte de la plenitud que él es (Col 2,9)y de
la que todos hemos recibido (Jn 1,16). Si todo alcanza en Cristo su auténtico sentido, la
predicación, trate de lo que trate, debe verlo a la luz de Cristo: cualquiera otra luz sera falsa
o, al menos, incompleta. La moral, el dogma, la liturgia, la Iglesia y la Escritura tienen su
punto de convergencia en Cristo.
San Pablo nos da un ejemplo evidente de cristocentrismo. Todo le ve en Cristo. La Iglesia,
por ejemplo, es el cuerpo místico de Cristo (Ef 4,12; creer es recibir a Cristo (Col 2,5); el
bautismo es morir y resucitar con Cristo (Rom 6,3); el matrimonio es un gran misterio de
Cristo (Ef 5,22); las divisiones entre cristiano descuartizan el cuerpo de Cristo (1 Cor 1,13);
Dios es el Padre de nuestro Señor Jesucristo (2 Cor 1,3). En sus cartas se encuentran 164
veces la expresión “en Cristo”.
De esta dimensión podríamos repetir todo lo que hemos dicho al tratar de lo anterior. En la
predicación, todo debe estar al servicio de Cristo a la manera que el hilo de oro sirve a las
piedras preciosas que con él se engarzan. Todo debe contribuir a poner de relieve su
función en la historia de las relaciones entre Dios y el hombre.
Esta dimensión no implica, sin embargo, que nuestra predicación tenga que limitarse a la
cristología. El crinstocentrismo exige solamente que se vea todo, el la predicación, a la luz
de Cristo, es decir, en su función, en la historia de la salvación. Hemos dicho que no hay
argumento que no pueda o debe ser objeto de la predicación, precisamente porque todo
tiene en Cristo su explicación última. El arte, la política, la economía y el deporte son
realidades queridas por Dios y cada una de ellas ejerce su función en orden a la vida eterna.
4. Dimensión eclesial
Es la palabra, junto con los sacramentos, la que hace crecer al cuerpo místico y lo lleva a la
plenitud de Cristo (EF 4, 13).
6. Por último, la predicación es eclesial, puesto que tiene lugar en la Iglesia. Esta ofrece la
predicación al marco natural en que se desenvolverse y los motivos de credibilidad
absolutamente necesarios para que pueda aparecer como palabra de Dios. En la segunda
parte hablaremos más detenidamente de este aspecto.
5. Dimensión litúrgica
La predicación tiene también una dimensión litúrgica. Predicación y liturgia son dos
realidades estrechamente unidas: no puede darse la una sin la otra.
La homilía se halla en conexión aún más estrecha con la liturgia. La homilía tiene lugar en
la misma liturgia, como una de sus partes integrantes. Si toda predicación es una llamada
ala vida divina, esto se verifica de modo particular por medio de la homilía que se tiene
dentro de la misa. Entonces los dos elementos de la salvación, la llamada de Dios y la
respuesta del hombre se hallan unidos. En la primera parte de la misa, Dios proclama su
voluntad de salvación; el hombre responde en el segunda, puesto que la acepta, y ofrece
junto con el sacerdote el sacrificio de Cristo, que es el único aceptable a los ojos de Dios.
La predicación, pues, penetra toda la liturgia. Produce y desarrolla la fe, sin que la liturgia
carecería de sentido.
Casi comentando estas palabras, Blomjous dice que la liturgia es la misma fe que se
concreta.
De ahí que la liturgia, sin ser predicación directa, constituye una excelente predicación
indirecta, conforme dice Vagagginii. Nos presenta mediante signos sensibles las verdades
que la catequesis propone. El modo mejor de tener la catequesis, por consiguiente, es el de
darla en el marco litúrgico, en relación con los misterios del culto. Así lo hacían los padres
de la Iglesia. Con justicia puede decir Jungmann: “Nuestras catequesis deben ser siempre o
casi siempre mistagógicas”.
6. Dimensión escatológica
La predicación tiene, por último, una dimensión escatológica. Esto se puede entender de
forma diversa.
1. La predicación escatológica, en primer lugar, por pertenecer a los escata, a la frase
última de la historia de la salvación, en la que se invita a los hombres, sin acepción de razas
o nacionalidades, a participar del reino de Dios. Fue inaugurada con la predicación de
Jesús: “Cumplido es el tiempo y el reino de Dios está cercano; arrepentíos y creed en el
evangelio” (Mt 1,15). La predicación de Jesús es la que inaugura la época mesiánica, en la
que las figuras desaparecen y el reino de Dios se muestra en su realidad. La predicación es,
pues escatológica, pertenece a las realidades postreras. Es más, según hemos dicho,
constituye la última gran realidad, aquella en que las profecías se cumplen y se comunica al
Espíritu Santo.
J. Leclerq advierte a este propósito que, según los escolásticos, el Antiguo Testamento
empleaba muy raras veces el término predicar, se prefería más bien hablar de anunciar la
palabra de Dios o de profetizar, puesto que predicar incluye el conocimiento del significado
espiritual de los acontecimientos, cosa que no era posible antes de la efusión del Espíritu
Santo.
2. Pero existe un sentido más profundo que hace de la predicación una realidad
escatológica. Ella obliga al hombre a decidirse, anticipando de esta forma el juicio final que
sellará su suerte. L salvación y la condenación eternas dependen de la actitud que el hombre
asumen frente a la predicación de la palabra de Dios.
Esta palabra es, efectivamente, “viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y
penetra hasta la división del alma y del espíritu” (Heb 4,12), y por eso, capaz de sacudir al
hombre en sus sentimientos más intimos y obligarlo a salir de su indiferencia, tomando una
postura ante la salvación que se le ofrece. Por eso también es “necesidad para los que se
pierden, pero es poder de Dios para los que salvan” (1 cor 1, 18). La presencia de Cristo en
el predicador hace que éste sea “penetrante olor de Cristo en los que se salvan y en los que
se pierden: en éstos olor de muerte para muerte; en aquéllos, olor de vida para vida” (2 Cor
2, 15-16).
Y Pablo se pregunta quién será digno de una tarea tan elevada (V 17). Delante de esta
realidad divina no podemos pertenecer indiferentes: es preciso aceptarla o rechazarla. En la
palabra del predicador está presente el mismo Cristo, signo de contradicción, puesto para
ruina y resurrección de muchos (Lc 2, 34; Jm 3, 20; 12, 47; 15, 22). La predicación es en
verdad el juicio de Dios sobre el hombre.
7. Conclusión
Hemos de examinar ahora esta eficacia en sí misma. Hay que determinar en qué consiste y
el modo en que puede explicarse. Ello será el cometido de la segunda parte de nuestra
investigación.
8. PALABRA Y SACRAMENTO
Hemos dicha que, según la Escritura, la predicación es una palabra eficaz, la palabra que
hace lo que dice. Hay que examinar a estas alturas la naturaleza de esa eficacia. Es el
problema que más han estudiado los teólogos, especialmente los alemanes, que abordan la
predicación desde un ángulo teológico.
La palabra de Dios posee, según la Biblia, una naturaleza singular; es un medio de acción.
Es la palabra de Dios la que crea las cosas: “Dijo Dios: “Haya luz”; y hubo luz” (Gén 1,3).
Dijo Dios: “Haya firmamento en medio de las aguas… y así fue” (Gén 1,6). Y el salmo 33:
“Porque dijo él y fue hecho; mando, y así fue” ( Sal 33,9). Nótese la fuerza de las
expresiones del salmo 147: “Él da la nieve como lana, y esparce como ceniza la escarcha.
Lanza su hielo como mendrugos, ante su frío se congelan las aguas. Manda su palabra y las
derrite, hace soplar viento y manan aguas” (Sal 147, 15-18). Y no menos eficaz aparece la
palabra de Dios en el salmo 29: “¡La voz de Yavé sobre las aguas! Truena el Dios de la
gloria; Yavé sobre la inmensidad de las aguas. La voz de Yavé (resuena) con fuerza; la voz
de Yavé (retumba) con la majestad. La voz de Yavé rompe los cedros, troncha Yavé los
cedros del Líbano, y hace saltar el Libano como un ternero, y al Sarión como cria de búfalo.
La voz de Yavé hace estallar llamas de fuego. La vos de Yavé sacude el desierto, hace
temblar Yavé el desierto de Cadés (Sal 29, 3-8). El profeta Jeremías hace decir a Dios: “
¿No es mi palabra como el fuego, oráculo de Yavé, y cual martillo que tritura la roca?” (Jer
23, 29).
En Isaías se encuentra el texto más conocido del Antiguos Testamento acerca de la eficacia
de la palabra de Dios.
2. El Nuevo Testamento
Ya es significativo, ante todo, que el Verbo, la segunda persona de la Trinidad, “por el que
todas las cosas fueron hechas” (Jn 1,3), se le llama precisamente la palabra del cielo y la
tierra, obró a través de la palabra, así también, en la plenitud de los tiempos, realiza por
medio de su palabra increada la mayor de sus maravillas: la redención del hombre. Santiago
afirma que la palabra de Dios nos ha engendrado para la ida eterna: “De su propia voluntad
nos engendra para la palabra de la verdad, para que seamos como primicias de sus
criaturas” (Sant 1,18). Y esta palabra, que ha sido sembrada en nosotros, “es capaz de
salvar nuestras almas” (Sat 1,21). Con toda verdad puede san Pedro decir en su primera
carta que los cristianos han de amarse los unos a los otros, pues “han sido engendrados no
de semilla corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios” (1 e
1,23).
La palabra es “poder de Dios” (1 Cor 1,18), que hace de los gentiles una obligación
“aceptada y santificada pro el Espíritu Santo” (Rom 15,16). Es palabra de salvación (Rom
1,16), de gracia (Hech 14,3), de vida (Fil 2,16), de reconciliación, (2 Cor 5,19) y de verdad
(2 Cor 6,7).e n todos estos casos se trata de genitivos objetivos: la palabra confiere la
gracia, la verdad y la reconciliación.
En la carta a los hebreos se lee un texto que se relaciona justamente con Is 55, 10-11: “La
palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y penetra hasta la
división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y la médula, y discierne los
pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifestada
en su presencia, antes son todas desnudas y manifestadas a los ojos de aquel a quien hemos
de dar cuenta” (Heb 4, 12-13). La palabra de Dios es dinámica hasta tal grado que de ella se
dice que crece y se multiplica (Heb 6,7); que tiene origen y destino (1 Cor 14, 35); que no
puede ser encarnada (2 Tim 2,9); que se difunde y se glorifica (2 Tes 3,1). Es más el
apóstol encomienda a Dios y a la “palabra de su gracia” (Hech 20,32) los presbíteros Efos.
Se trata de una eficacia qu, como dice Schlier, es independiente de los motivos que mueven
al predicador a proclamar la palabra (Fil 1, 15-18) y de sus eventuales deficiencias o dotes
de elocuencia o superioridad (cf. 1 Cor 2,1). Lapalabra es dueña del apóstol, que la debe
servir como un administrador fiel cf. 1 Cor 4, 1-4); Col 1,25).
Estos textos no dejan lugar a dudas. La palabra de Dios, el evangelio que el predicador
anuncia, es eficaz: obra lo que dice. Como la palabra todopoderosa de Dios dio origen a las
cosas, sacándolas de la nada, así la palabra que Dios dice en la predicación produce la
segunda creación. Esta segunda creación supera tanto a la primera, que constituye la
llamada y la generación de la vida divina, en nosotros. La razón última de esta eficacia se
explica por la presencia de Dios en la palabra humana. La eficacia de la predicación es
efecto de la casualidad principal de Dios que obra a través de ella.
3. La palabra y el sacramento
La presencia y acción de Dios en la palabra del predicador nos permite hablar de cierta
sacramentalidad de la predicación, pues al igual que Dios está presente y obra en el
sacramento, así también está presente y actúa en la predicación. Tanto el sacramento como
la predicación son eficaces, son vehículos de la gracia y de la acción de Dios sobre el
hombre. Resulta innegable la analogía entre estas dos realidades.
No puede hablarse de novedad en esta reafirmación de la unidad que hay entre predicación
y sacramento. Ya los padres la conocieron. San Jerónimo compara la palabra de la Escritura
a la eucaristía y defiende que se trata de dos alimentos ofrecidos por Dios a los hombres:
“Si la carne de Cristo es verdadera comida y su sangre verdadera bebida, tenemos en la
vida presente la dicha de comer esta carné y beber esta sangre no sólo en el misterio (de la
eucaristía), sino también en la lectura de los libros sagrados”. La analogía entre la
predicación y los sacramentos es tan estrecha, para San Agustín, que define el sacramento
como verbum visible. Según santo Tomás la misma persona es a la vez dispersator verbi et
sacramenti.
5. El problema de la eficacia
Nos parece que la respuesta debe tener presentes los datos bíblicos y dogmáticos que
exponemos a continuación:
2. para la justificación se necesita la fe. Esta doctrina se halla en la Escritura (Mc 16,16) y
la enseña abiertamente el concilio de Trento.
3. Para la justificación se necesita el sacramento. Lo sabemos por la Escritura (Jn 3,5) y por
el concilio de Trento que además enseña que, al menos se necesita el sacramento invoto.
4. Los sacramentos son siete. Así lo definió el concilio de Trento. Entre ellos nos e enumera
a la palabra. Según el mismo concilio, es el sacramento el que confiere la justificación.
Santo Tomás se percató del problema y le dio una respuesta. Piensa que es absolutamente
cierto aquello del evangelio: No hay más maestro que Cristo (Mt 23,8). Pero esto no impide
que el hombre pueda ser maestro, cooperando con Cristo para unir los hombres con Dios,
dispositive et ministerialiter. El magisterio humano se limita al plano instrumental. La
predicación por tanto, aunque principaliter est a deo. Excutive esta b apostolis.
Pero. ¿en qué consiste esta causalidad instrumental dispositiva de la predicación?. El doctor
Angélico la explica por medio de la ciencia, la auténtica causa es el entendimiento humano,
que posee algunos principios generales inantos, que después aplica a los datos de la
experiencia, deduciendo de ellos las conclusiones que se hallaban implícitas o pasando de
una conclusión a otra. En este menester de la aplicación, el hombre puede actuar solo o
servirse de la ayuda de un maestro. En el segundo caso llegará más fácilmente a las
conclusiones que hubiere podido alcanzar por sí solo.
Por consiguiente, ¿qué hace el maestro? Nada más que facilitar el proceso que el discípulo
habría podido seguir por si mismo. Hace lo que el médico al curar una enfermedad. La
curación es obra de la naturaleza; mas el médico, por medio de las medicinas, ayuda a la
naturaleza a realizarla más fácil y rápidamente. El médico, pues, es cooperador de la
naturaleza e incluso causa dispositiva de la salud.
Este razonamiento puede hacerse también a propósito del proceso que se da en el origen y
aumento de la fe. Existe, no obstante, esta diferencia: mientras que, en el proceso natural de
la adquisición de la ciencia, el maestro se limita a facilitar el trabajo que el discípulo podría
hacer por sí solo; en el de la justificación, por tratarse de comunicar un objeto que supera
el orden de la naturaleza, dicho objeto tiene que ser pospuesto desde fuera. Y eso es lo que
hace el predicador. Propone al entendimiento el objeto a que debe prestar fe y, al mismo
tiempo, incluye sobre la verdad, pues muestra eius utilatent et bonestatem. Pero la fe viene
de Dios, en cuanto que Él con su iluminación interna, mueve el entendimiento para que
asienta. Y lo mismo hay que decir de la voluntad. El influjo del predicador sobre la
voluntad no podría conducir al asentimiento sin la ayuda de la gracia interna. En efecto,
sucede a veces que “de dos personas que contemplen el mismo milagro y oyen la misma
predicación, una cree y otra no cree”.
Hemos indicado antes las razones que indujeron a santo Tomás a ver en la predicación una
simple causa dispositiva.
7. La predicación y la ocasión
Schurr no encuentra otra salida para explicar este problema ni para evitar confundir la
predicación con los sacramentos. No hay ninguna gracia que la predicación confiera ex
opere operato. La confiere sólo mediante, en cuanto que suscita en el hombre ciertos actos,
que, constituyen la ocasión para que Dios conceda la gracia interna. Las palabras de la
Escritura y de los padres, al decir que la predicación santifica, hay que entenderlas en el
sentido de que, por constituir la predicación y la gracia una unidad dinámica, van siempre
unidas. Siempre que el predicador deja escuchar su voz, Dios concede al hombre gracias
internas que pueda convertirse. De esta forma no se niega en absoluto el carácter dinámico
de la palabra de Dios.
A nosotros, sin embargo, nos parece que la Escritura reconoce a la predicación una eficacia
directa y no sólo mediata. Es la palabra la que obra eficazmente en los creyentes (1 Tes
2,13) y la que puede salvar nuestras almas (Sant 1,21). De estos textos y de los citados
anteriormente parece concluirse que entre la palabra y la gracia existe un nexo directo, no
sólo mediato y ocasional.
Betz cree poder añadir algo más. La fe que se necesita para ser justificado es la fe
dogmática (FIDES quae), pero esa fe sólo puede recibirse por medio de la revelación, ya
que el hombre no puede producirla. “Por ser fides quae, la fe es opus operatum, en su
origen es Dios quien la produce y manifiesta a través de las palabras de la predicación”. La
predicación, por consiguiente, produce ex opere operato las gracias actuales necesarias para
la justificación. Las disposiciones influyen en la justificación ex opere operantes no es
suficiente para expresar toda su eficiencia. Actúa, pues, ex opere operato. Podría firmarse
que su eficacia es algo intermedio entre ambos modos, es decir, participa de la naturaleza
del ex opere operato y del ex opere operantis.
Casi al final de su articulo, Betz piensa que puede sostenerse que la predicación no es un
sacramento, sino un sacramental, pues no confiere la gracia santificante de los sacramentos,
pero elimina los obstáculo, al producir en el hombre la apertura necesaria para acoger los
misterios de la salvación. La palabra es el “ursakramentale” o el sacramental simplicitir.
Es difícil no estimar el esfuerzo que ha realizado Betz y su preocupación por elaborar una
teoría en consonancia, al mismo tiempo, con los datos bíblico y los principios teológicos.
Es está dispuesto a reconocer a la predicación toda la eficacia que sea posible sin caer en un
irenismo mal entendido ni en peligrosas exageraciones.
Dejando de lado el opus operatum, al menos por ahora, que Betz atribuye a la predicación
en orden a la fe dogmática que ésta produce en el creyente, observemos que la conclusión a
que llega el teólogo alemán ( la predicación es un sacramental), acaba por desvalorizarla.
La predicación, ante todo, no puede ser un sacramental, ya que, en contraste con este
último, la predicación no es de institución eclesiástica, sino que tiene origen divino. No
tampoco puede serlo en razón de la eficacia, pues el sacramental obra ex opere operantes
Ecclesia, y la predicación tiene la eficacia se remonta, pues, a Dios, y no a la Iglesia
directamente. Por otra parte, el sacramental dispone a la justificación de forma negativa,
esto es, eliminando los obstáculos que a ella se oponen, mientras que la predicación,
incluso la descrita por el mismo Betz, dispone positivamente, pues produce en el hombre la
fe y los demás actos que influyen de manera directa y positiva en la justificación, según
enseñan la sagrada Escritura (Rom 3,22) y el concilio de Trento.
9. La teoría de O. Semmelroth
Así es posible, opina semmelroth, conciliar la sagrada Escritura , que atribuye la concesión
de la gracia a la palabra, con la doctrina de la Iglesia: los sacramentos. Los sacramentos
pero puede decirse que la predicación es causa de la gracia en cuento que se ordena el
sacramento, es decir en cuento que en ella se halla, como dicen los teólogos, el roum
sacramenti. “Sólo si la predicación se entiende como parte del sacramento o como ordenada
al sacramento, de manera que reciba de él la irradiación de su eficacia, puede tener
auténtica importancia para la justificación.
10. Observaciones
Pero resulta difícil estar de acuerdo con Semmelrth en lo que constituye el centro de su
teoría: la predicación deriva su eficacia del sacramento, en cuanto que constituye con él una
unidad bipolar. Esta manera de enfocar las cosas nos parece, ante todo, estar en contraste
precisamente con la sagrada Escritura, cuya doctrina pretende hermanar el autor con el
magisterio de la Iglesia. La Biblia reconoce a la predicación eficacia propia,
independientemente del sacramento. Ella es palabra de gracia, de verdad y de salvación:
ella puede salvar nuestras almas. En todos esos casos jamás se indica una relación directa
con el sacramento. Es la palabra la que obra, la que salva y la que engendra. Antes de
atribuir a la predicación eficacia indirecta, es preciso investigar si es posible que la tenga
inmediata.
Cabe además una segunda objeción que para nosotros resulta decisiva. Para el teólgo
alemán, la predicación sólo es eficaz en referencia al sacramento. Pero en realidad, tiene
eficacia sin el sacramento; es más incluso cuando se rechaza el sacarmento. Semmelroth
advierte de continuo que la predicación es la llamada divina, a la que ha de seguir una
respuesta pro parte del hombre (Word-Antwort). El proceso de la justificación es un
diálogo entre Dios y el hombre. Esto es cierto, no hay duda. Pero no hay que olvidar que el
diálogo se realiza entre personas libres y capaces de dar una respuesta negativa. El hombre
puede responder no ante la invitación divina. En este caso, si hay una respuesta, no se
concreta en el sacramento sino precisamente en su recusación. E incluso entonces es eficaz
la predicación.
Hemos afirmado anteriormente que la predicación realiza entre hombres una división: de
una parte, los que están ordenados a la salvación y, por consiguiente, a formar parte de la
sociedad de salvación que es la Iglesia; y de otra, los que han sido excluidos. San Pablo
afirma que la predicación de los apóstoles difunde en el mundo el acontecimiento de Cristo,
que para algunos es olor de muerte y para otros olor de vida (2 Cor 2,15). Si en el segundo
caso a la palabra seguirá el sacramento, no sucede lo mismo en el primero. ¿Cómo explicar
entonces la eficacia de esa palabra?. No vale recurrir el voto del sacramento. Este sólo
puede tener eficacia auténtica y real cuando no se puede recibir el sacramento, pero existen
en el hombre las disposiciones necesarias para hacerlo, como acaece en el catecúmeno uqe
muere antes de habérsele administrado el bautismos o en el pagano que, por vivir según las
normas de su conciena, es justificado pro vivir según las normas de su conciencia, es
justificado por Dios mediante la fe que se comunica en la inspiración interna. Por lo tanto,
aunque se pueda hablar del proceso de la justificación como de un proceso dialógico, no
hay que olvidar que se trata de un diálogo ambivalente.
¿Es exacto, por otra parte, lo que defiende Semmelrth? ¿Desciende, en la palabra, Dios
hasta el hombre, en tanto que en el sacramento sube el hombre hasta Dios? Creemos que
sucede lo contrario. “Si requeremos determinar el aspecto predominante de la predicación y
del sacramento, nos parece más bien que la causalidad del sacramento es de carácter
descendiente (la revelación nueva con Dios se debe a que se nos comunica un corazón
nuevo, a la regeneración), mientras que la eficacia de la predicación es de naturaleza
predominante ascendente (el que escucha la palabra, atraído por el Padre, va hacia Jesús;
por consiguiente, queda santificado en cuanto actúa).
11. Indicadores conclusivas
2. El papel del ministro, por tanto, es mucho más importante en la predicación que en el
sacramento. En aquella y en este ejerce una causalidad instrumental; pero esta causalidad
no puede entenderse de manera unívoca. En el sacramento, la tarea del ministerio se reduce
a posibilitar el rito, a ponerlo en el orden existencial. Esa función la realiza aplicando la
materia la forma y con la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Ello es tan simple que
no exige en el ministro ni siquiera la fe ni la santidad. Por parte del que recibe el
sacramento se requieren las disposiciones: no poner obstáculos a la gracia. Estas
disposiciones pueden subsistir incluso cuando no se comprende la naturaleza del
sacramento. En el predicación, por el contrario, la instrumentalizad del ministro reviste
muchas más importancia, y el predicador ejerce un influjo directo sobre la eficacia de la
palabra. Se trata, en efecto, no sólo de transmitir un mensaje, sino también de hacerlo
comprender. Únicamente cuando su mensaje es comprensible, puede la predicción producir
y provocar la crisis de la conversión o hacerla más profunda.
Santo Tomás añade otra observación que no debemos silenciar. Al comentar la frase
paulina “según mi evangelio” (2 Tim 2,8), señala la diferencia que existe entre el ministro
de la predicación y el del bautismo. Quien predica el evangelio, es ministro del evangelio,
del modos que el bautismo no puede hablar de mi bautismo, el de la predicación puede
hablar de mi evangelio. Y ello se debe, explica santo Tomás, a que la exhortación y la
solicitud de que hace gala el ministro de la predicación multum faciunt. Se es, pues,
ministro de la predicación y el sacramento de un modo diferente: se ejerce en ellos una
instrumentalizad que es preciso entender en sentido análogo. Esto demuestra que no pueden
colocarse en el mismo plano la casualidad de la predicación y la del sacramento. La
instrumentalizad del ministro en el sacramento no es la misma que la que ejerce en la
predicación. Por esta razón, si bien es posible hacer uso de un idioma desconocido en el
sacramento, no cabe imaginar tal cosa respecto a la predicación.
Por tato, entre la predicación y el sacramento hay analogías, pero también diferencias que
no permitan hablar con la eficacia de la predicación en los mismos términos con que se
trata de los sacramentos.
3. La predicación es una gracia externa y puede comunicar sólo la gracia actual. Y esa
comunicación es ex opere operantes, es decir, actuando sobre las facultades de la
inteligencia y la voluntad para provocar así su reacción ante la presentación del mensaje
salvífico. El sacramento, en cambio, sólo puede obrar ex opere operato, en virtud de la
institución divina vinculó al rito la colocación de un efecto tan elevado como la gracia
santificante.
4. Pensamos, no obstante, que se puede atribuir a la predicación una cierta eficacia ex opere
operato, pero que ha de entenderse de un modo completamente diverso de la de los
sacramentos. Hemos visto la sagrada Escritura presente la palabra de Dios como una espada
de doble filo y capaz de discernir la intimidad del hombre (Hech 4, 12-13) o como la palbra
que espande entre los hombres el olor de Cristo para vida o para muerte (cf. 2 Cor 2,15).
Todo esto está indicado que la predicación, por su misma naturaleza, es decir, en virtud del
objeto que anuncia y del sujeto que lo proclama: Dio en Cristo, es siempre eficaz, en cuanto
que contiene el ofrecimiento de una gracia, la salvación, ante la que el hombre no puede
dejar de tomar una actitud. La predicación tiene el poder y la fuerza de obligar a lo que la
escuchan a salir de su indiferencia o a realizar una opción (positiva o negativa) frente a la
persona de Criso, que les ofrece, mediante las palabras del predicador, la vida. La
predicación constituye un acontecimiento escatológico; anuncia hechos decisivos para la
suerte del hombre, hechos ante los que nadie puede permanecer indiferente. Al enfrentarse
con ellos, el hombre tiene que decidirse a aceptarlos o rechazarlos. En este sentido, la
predicación es, por su misma naturaleza, prescindiendo de la reacción positiva o negativa
del hombre.
5. Por último, para determinar no sólo el modo de la eficacia de la predicación, sino lo que
es más importante la naturaleza de esa eficacia, es preciso delimitar el papel del predicador
y la función del mismo. Con otras palabras, estudiar en qué consiste el servicio (diaconía)
de la palabra. Si la predicación no puede darse sin una reacción por parte del oyente, para
provocar esa reacción es necesario que la palabra del predicador aparezca de origen divina
y como capaz de comprometer la vida del hombre. Se trata, pues, de examinar en qué
sentido actúa en la predicación, el meritum et sapientia ministri o su sapientia et virtus,
según dice santo Tomás. Tan sólo después de haber estudiado podremos considerar cuál es
la naturaleza de la predicación y el modo en que es eficaz.
9. PREDICACIÓN Y TESTIMONIO
Hasta qué punto dicen cosa estas tres expresiones, lo vemos en san Pablo, que identifica el
testimonio con el evangelio, pues emplea esos dos vocablos para indicar el objeto de su
predicación. Exhorta a su amando discípulo Timoteo a no avergonzarse jamás del
“testimonio de nuestro Señor” y a soportar “con fortaleza los trabajos por causa del
evangelio, en el poder de Dios (2 Tim 1,8). Así como no se debe tener vergüenza de dar
testimonio a favor de Jesucristo, tampoco hay que avergonzarse del evangelio (crf. Rom
1,16). San Pablo e igualmente los doce anuncian el evangelio, cuyo objeto es Cristo muerto
y resucitado. Y afirma que si Cristo no hubiera resucitado, él y los demás apóstoles serían
“falsos testigos”, ya que habrían testificado que Dios resucitó a cristo, cuando no fue así (1
Cor 15, 15).
1. El concepto de testimonio
Uniendo el concepto de testimonio que encontramos en los sinópticos y en san Pablo con el
se insinúa en el evangelio de san Lucas y luego será corriente en los Hechos de los
apóstoles, podremos decir que testimonio es la atestación de un hecho, cuya veracidad se
funda en la palabra misma del testigo. El hecho que se atestigua es la voluntad de salvación
divina, la revelación de Dios, su plan de invitar a los hombres a la participación de su vida.
Y el testimonio corresponde, en el hombre, la fe.
Examinaremos el testimonio tal como aparece en los Hechos de los apóstoles, el libro por
excelencia de la predicación apostólica, y normativo para la predicación de la Iglesia.
El padre R. Koch ha dedicado al estudio del testimonio en los Hechos de los apóstoles dos
artículos, que constituyen lo mejor que conocemos sobre el tema, al menos bajo el aspecto
de la predicación. Nos inspiraremos en algunos puntos de ellos.
Koch distingue el testimonio directo de los apóstoles del indirecto de la comunidad
cristiana de Jerusalén.
Cuando se les apreció por última vez, Jesús dio a sus discipulos el mandato de dar
testimonio de cuando habian visto y oido. (cf. Hech 1,8). Jesús se les apareció precisamente
en vista de esta misión que luego les sería confiada (cf. Hech 10, 40-41). De esa misión
participa también san Pablo cuyo testimonio se añade, con pleno derecho, al de los doce (cf.
Hech 22, 14-15). La misión es la que convierte a los apóstoles en testigos cualificados de
Cristo.
El objeto de su testimonio es, según las palabras de san Pedro ante Sanedrín, todo lo que los
apóstoles han visto y oído (cf. Hech 4,20), es decir, todos los sucesos de la vida de Cristo y,
especialmente, su muerte y resurrección. Este último acontecimiento es tan central que, a
veces, se dice ser el único objeto del testimonio (cf. Hech 4,33). Pero Cristo tiene una
prehistoria: su vida fue anunciada por los profetas, y una meta histórica – está sentado a la
derecha del Pared y un día retornará a la tierra para juzgar a los vivos y a los muertos –.
Podemos, pues, afirmar que el objeto del testimonio es toda la historia de salvación, de la
que Cristo muerto y resucitado constituye el punto central. De esta forma coincide, como se
puede apreciar fácilmente, el objeto del testimonio con el objeto del evangelio, de la
palabra de Dios y del misterio, que ya hemos examinado.
3. Las formas del testimonio
1. Mediante la palabra. Resulta algo evidente: el testigo tiene que atestiguar lo que ha visto
y oído. Por eso se llama con toda justicia a los apóstoles “ministros de la palabra” (lc 1,2).
Sin la palabra sería imposible el testimonio. Se trata de un testimonio colectivo, a cargo de
todo el grupo de los doce, incluso cuando habla uno solo como Pedro (cf. Hech 3,12s). ello
es necesario para el testimonio tenga valor jurídico (cf. Mt 18,10). A fin de hacerlo eficaz
está la intervención del Espíritu Santo, que Cristo había sometido enviar (cf. Hech 1,8) y
que realmente ha enviado (cf. Hech 2,4) sobre los apóstoles. Es el Espíritu Santo quien abre
el sentido de Escritura (cf. Lc 25, 45-46); quine enseña a los apóstoles (cf. Hech 10,33):
quien les da fortaleza y los hace hablar (cf. Hech 4, 19-20).
2. Mediante signos. A la palabra de los apóstoles se unen los signos, que manifiestan su
origen y procedencia de Dios. Estos signos son principalmente los milagros (cf. Hech 2,43;
5, 12; 4, 29-30; 19, 11-12, etc). Se añade también el tono convencido con que hablan y que
no deja de impresionar a sus oyentes (cf. Hech 4, 13; 14,1); y su rectitud moral, que causó
tanta sorpresa en el director de las cárceles de Filipos (cf. Hech 16, 26-34).
La reacción de los que escuchan la palabra de los apóstoles es siempre una toma de
posición. Esto resulta válido tanto para el testimonio dado ante los judíos como frente a los
paganos. La reacción no falta nunca. Y es triple.
Se da, ante todo, la reacción positiva, que consiste en la aceptación del mensaje, aunque no
se conozcan todavía sus implicaciones doctrinales y de orden moral. Tras el discurso de
Pedro el día de Pentecostés, advierte el autor de los Hechos: “En oyéndoles, se sintieron
compungidos de corazón y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer,
hermanos? Pedro les contestó: Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para
remisión de vuestros pecados, y recibiereis el don del Espíritu Santo” (ENC 25,37-38). La
misma reacción positiva se dio después del discurso que siguó a la curación del lisiado (cf.
Hech 3,4); tras la predicación de Felipe a los samaritanos (cf. Hech 8,12) y al eunuco etiope
(8, 36-38); de la evangelización de Pedro a Cornelio (10, 44-46) y de Pabo en Tesalónica
(17,4), etc.
Hay, además, una tercera reacción: la dudosa. El que escucha la palabra de los apóstoles, no
sabe qué hacer. De una parte no se siente capaz de aceptar su mensaje; de otra, no se atreve
a rechazarlo.
El caso Gamaliel es clásico: “Varones israelitas, dice a sus colegas del Sanedrín, furiosos
por el discurso de Pedro, mirad bien lo que vais a hacer con estos hombres… Ahora os
digo: Dejad a estos hombres, dejadlos; porque si esto es consejo u obra de hombres, se
disolverá; pero si viene de Dios, no podréis disolverlo, y quizá algún día os hallaréis con
habéis hecho la guerra a Dios” (Hech 5,35-39). Gamaliel no sabe qué actitud tomar; no
tiene elementos suficientes de juicio: permanece incierto. Una postura semejante podemos
descubrir en los judíos, después que Pablo ha tenido su discurso en la sinagoga de
Antioquia de Pisidia. Cuando salían de la sinagoga Pblo y Bernabé, “les rogaron que el
sábado siguiente volviesen a hablarles de esto” (Hech 13,42) y ésa es la reacción de Félix
ante el discurso de Pablo: “Disertando él sobre la justicia, la continencia y el juicio
venidero, se llenó Félix de terror. Al fin le dijo: Por ahora retírate; cuando tenga tiempo,
volveré a llamarte” (Hech 24,25).
Las tres actitudes – fe, incredulidad y duda – las encontramos justas a continuación del
discurso en el Areópago: “cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se
echaron a reir (reacción negativa). Otros dijeron: Teñiremos sobre esto otra vez (actitud de
duda)… Algunos se adhirieron a él y creyeron (reacción positiva)” (Hech 17, 32-34).
Lo que no cabe es la indiferencia. Todos los que escuchaban la palabra de los apóstoles
toman una postura; reaccionan de un modo o de otro, pero reaccionan. Todos se sienten
interesados o forzados a adoptar una actitud.
Anuncian hechos que realmente han acaecido y que percibieron en la intimidad con Cristo.
Comiendo y bebiendo con Él, antes y después de su resurrección. Pero estos sucesos no son
simples hechos, de los que han sido ocasionalmente testigos y que significan en virtud de
una misión a la que quieren permanecer fieles. Se trata de hechos que han penetrado en sus
vidas; se trata de hechos que han impreso a sus vidas una nueva orientación. Tan nueva,
que no logran ponerse al margen de ellos, que no pueden prescindir en absoluto de su
factibilidad. Estos hechos constituyen al mismo tiempo valores, pues han dado una
significación nueva a la vida de los apóstoles y se anuncian como capaces de dar un nuevo
sentido a la vida de sus oyentes. Al proclamarlos, los doce pretenden sólo reparar una
injusticia, rehabilitar a un hombre inocente condenado al patíbulo de la cruz y a quien Dios
resucitó de los muerto, sino que intentan provocar una conversión, un cambio total de vida.
Estos hechos adquieren importancia no sólo ni principalmente pro ser auténticos ni por ser
verdaderos, sino porque afectan al destino humano. Su significación supera con mucho su
veracidad histórica.
El Cristo muerto y resucitado, en el fondo, no interesa a los apóstoles y a sus oyentes por el
hehco de haber mucho y resucitado realmente, ni tampoco por se el Mesías, ni, pudiéramos
decir, por ser Hijo de dios, sino porque es el Verbo de la vida (cf. 1 Jn 1,1), aquel que
ilumina a todo hombre que viene a este mundo (cf. Jn 1,9). Si el Cristo Hijo de Dios se
hubiera encarnado por razones misteriosas que no tuvieran ninguna relación con nosotros,
los hombres, este acontecimiento hubiera podido causar nuestra admiración y respeto; pero
nada más. Pudiéramos decir que, en el fondo, aquello no nos interesa desde el momento
queno ha cambiado nada en nuestras relaciones con Dios. Pero en el caso de Cristo, nadie
puede permanecer indiferente. Se hizo hombre, murió y ha resucitado por nuestra
salvación.
También en este caso tiene san Pablo la palabra exacta. El Cristo que vio en el camino de
Damasco, ha penetrado tan profundamente en su existencia, que no duda en afirmar que su
“vivir es Cristo” (fil 1,21) y que ya no vive él, sino que Cristo vive en él (Gal 2,20). Pero si
Cristo no hubiera resucitado, él y todos los cristianos que creen en Cristo serían los más
infelices de todos los hombres (1 Cor 15, 19). Ello sería cierto, ya que el cristiano renuncia
a todos los placeres del mundo para conseguir los deleites eternos, que Cristo ha prometido.
Pero esos deleites serían puramente ilusorios en la hipótesis de que Cristo no hubiera
resucitado. En otras palabras, la vida del testigo destruiría, se convertiría en una ilusión y
un absurdo, todo lo que él asevera y cree no fuese verdad o no tuviese el significado que le
atribuye.
Esta es la razón por la que todos reaccionan ante el testimonio de los apóstoles: se trata, en
efecto, de realidades decisivas para la existencia, y frente a ellas no puede uno quedarse
indiferente.
El testimonio, por consiguiente, no es posible sin el compromiso de la persona. Y de este
compromiso parte en realidad la significación de los hechos. De ahí la diferencia neta entre
la ciencia y la predicación: aquélla transmite los hechos en su veracidad; ésa los anuncia
también en su significación.
La fe se transmite, por tanto, de esa suerte: por medio de personas comprometidas, que han
percibido el significado de los hechos que anuncian y que los proclaman para logra que
también los demás caigan en cuenta de ello. El testimonio originan el misterio, como se
suele decir; sitúa al hombre frente a los valores decisivos de su existencia y le obliga a salir
de su indiferencia o a reaccionar, al menos, planteándose el problema. El efecto del
testimonio es como dar un revulsivo al hombre y crear en él la inquietud de metafísica y
religiosa. Del testimonio dimana un atractivo, una fascinación, una apelación espiritual que
el testigo ha experimentado ya en su propia carne.
Además del testimonio directo de los apóstoles, el libro de los Hechos hablan también del
indirecto de la comunidad Jerusalén. Hoch se ocupa de él en su segundo artículo.
Pedro afirma la existencia de este testimonio indirecto cuando declara, ante el Sanedrín,
que de todo lo que él ha dicho acerca de la muerte y resurrección de Cristo son testigos no
sólo de los apóstoles sino también “el Espíritu Santo, que Dios otorgó a los que ole
obedecen” (hech 5,32). “Según este texto, comenta Koch, el Espíritu Santo no da
testimonio sólo a través de los apóstoles sino también por medio de todos los que obedecen
a Dios, es decir, que los que obran y hablan bajo su acción” (cf. Hech 2,4; 4,8.31; 15,28).
En el Espíritu el que da testimonio en ellos por medio de ellos a través de su vida y de su
predicación. Por eso el Espíritu Santo descendió el día de Pentecostés sobre los apósteles,
sin duda, pero también sobre los discípulos e incluso sobre las mujeres que se encontraban
en el cenáculo (cf. Hech 2,4), y todos ellos, apóstoles, discípulos y mujeres, “comenzaron a
hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu Santo les daba” (Hech 2,4). El Espíritu
Santo descendió también sobre los habitantes de Samaria que recibieron la palabra de
Felipe (cf. Hech 8, 12- 17); sobre Felipe el evangelizador (cf. 8,29); sobre los paganos
convertidos (cf 10,44s) y sobre Esteban (cf. 6,5), a quien se llama explícitamente testigo
(cf. 22,20). Y concluye con estas palabras: “El Espíritu Santo se derramó sobre la
comunidad cristiana y sus miembros en orden al testimonio”.
No resultan menos sugestivas las pinceladas del capítulo cuarto: “La muchedumbre de los
que habían creído tenía un corazón y una alma sola, y ninguno tenía su propia cosa alguna,
antes todo lo tenían en común. Los apóstoles atestiguaban con gran poder la resurrección
del Señor Jesús, y todos los fieles gozaban de gran estima. No había entre ellos indigentes,
pues cuantos eran dueños de haciendas o casas las vendían y llevaban el precio de lo
vendido, y lo depositaban a los pies de los apóstoles, y a cada uno se le repartía según su
necesidad” (Hech 4, 32-35). Y el autor sagrado señala expresamente que el pueblo estaba
edificado del género de vida la comunidad cristiana, por lo cual los cristianos gozaban del
“favor general del pueblo” (Hech 2,47), que “los tenían en gran estima” (Hech 5, 13). Y
subraya todavía el influjo de esté testimonio de la vida en la difusión del evangelio: “Cada
día el Señor iba incorporando a los que habían de ser salvos” (Hech 2,47). Aunque tenga
miedo de los sacerdotes y del Sanedrín que persiguen a los apóstoles, el pueblo siente una
gran atracción hacia la vida de los cristianos. Y muchos se convierten a pesar de las
amenazas de los peligros.
El testimonio indirecto de la comunidad consiste, pues, en la irradiación de la fe en fuerza
del ejemplo de vida. De la vida de la comunidad se desencadena un poder de encanto, que
provoca la admiración y la simpatía del pueblo que, si bien no acepta el evangelio, percibe
toda su fascinación (cf. Hech 5, 13-14). Lo que más impresiona es la comunidad de bienes,
el hecho de que entre los cristianos no haya indigentes. Cada uno recibe lo que necesita, sin
tener encuentra aquello con que ha contribuido a la caja común. Era una vida simple, tejida
de oración y trabajo, en la que todos y cada uno vivían felices. La alegría se irradia y
difunde por todos los lugares. Y esta vida de comunidad constituye el marco en que se
desenvuelve la predicación de los apóstoles. En ella pueden descubrir los oyentes en qué
consiste realmente la fe, qué significa Cristo para la vida del hombre. Ningún suceso
exterior perturba su alegría: las persecuciones a que son sometidos los jefes de la
comunidad, no asustan a nadie. Los primeros en sentirse felices son los mismos apóstoles,
que salen del sanedrín “contentos pro que habían sido dignos de padecer ultrajes por el
hombre de Jesús” (Hech 5, 41).
7. La difusión de la fe
La fe, por tanto, se difunde por medio de la palabra de las personas que han percibido el
significado que Cristo muerto y resucitado tien para sus vidas, se han dejado empapar de
Él, y se han comprometido en su servicio, cosechando persecuciones, es cierto, pero
también viviendo en la más pura alegría. Su palabra se apoya en el testimonio de la
comunidad de los que han aceptado ya el mensaje y gritan con su vida el sentido de lo que
anuncian los apóstoles.
Llegamos así ala conclusión de que el compromiso tanto del predicador y en nombre de la
que predica, es fundamental para la predicación. Es esto, es decir, en la santidad de vida,
consiste aquel servicio de la palabra (diaconía), sin el que no es posible explicar la eficacia
de la predicación.
8. El servicio de la palabra
Este compromiso, este servicio de la palabra entraña, según Schilier, una función doble por
parte del predicador: negativa la una, positiva la otra.
El predicador, en su aspecto negativo, está obligado a eliminar los obstáculos que pueden
impedir a la palabra de Dios llegar a ser lo que en realidad es: palabra de Dios en labios
humanos. No debe, por tanto, explotar sus oyentes, haciéndose mantener por ellos, aunque
tenga derecho a esa manutención. Debe adaptarse a sus usos y costumbres, sin exigir que
los convertidos vivan de una manera determinada a no ser que así lo imponga el evangelio.
No tiene que predicar por motivos poco nobles, es decir, por agradar el auditivo y arrancar
sus aplausos.
San Pablo recoge todos estos motivos en la primera carta a los files de Tesalónica: “Sabéis
también que nuestras exhortaciones no procedían de error, ni de concupiscencia, ni de
engaño; sino de que probados por Dios, se nos había encomendado la misión de
evangelizar; y así hablamos no como quien busca agradar a los hombres, sino sólo a Dios,
que prueba nuestros corazones. Porque nunca, como bien sabéis, hemos usado de lisonjas ni
hemos procedido con propósitos de lucro. Dios es testigo; ni hemos buscado la alabanza de
los hombres, ni la vuestra, ni la de nadie: y aun pudiendo hacer pesar sobre vosotros nuestra
autoridad como apóstoles de Cristo, nos hicimos como pequeños y como nodrizas que cría
sus niños” (1 Tes 2, 3-7).
El apóstol ha amado a los fieles hasta desear no sólo “dales el evangelio de Dios, sino aun
la propia vida” (Cf. Ibid 8). Por ellos repudió los subterfugios dictados por la vergüenza (cf.
2 Cor 4,2) o los argumentos de la sabiduría humana (cf. 1 Cor 2,4), renunciando incluso a
hablar con “sublimidad de elocuencia” (1 Cor 2,1).
Más brevemente, el servicio de la palabra Dios exige que no se predique uno a sí mismo
sino a Jesucristo (cf. 2 Cor 4,2). Ello no es posible sin la paresia, es decir, sin la audacia del
apóstol, con la que san Pablo significa “la libertad y el coraje de una existencia, que es
abierta en sí misma, porque se encuentra disponible para Dios y para el prójimo”.
Pudiéramos decir que el servicio de la palabra, en su ángulo negativo, consiste en hacerse
todo para todos a fin de ganarlos a todos para cristo (1 Cor 9,22).
9. La imitación de Cristo
San Pablo habla a este propósito de un “aguijón” que se ha instalado en su carne con la
misión de crucificarlo a fin de que no se engría por los favores recibidos de Dios. Él pidió
verse libre del mismo; pero no se le escuchó. “Rogué tres veces al Señor, escribe a los
cristianos de Corinto, que se retirase de mí, y él me dijo: Te basta mi gracia, que en la
flaqueza llega al como el poder. Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome de mis
debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las
enfermedades, en los aprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias
por Cristo; pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12, 8-10).
Podemos sintetizar así: el servicio de la palabra consiste en la santidad de vida que, por
parte, elimina los obstáculos que impiden a la palabra predicada Mostar su eficacia y, de
otra parte, da testimonio. Esta santidad es al hace parte del predicador un comentario
viviente de la palabra, “una segunda palabra”. Y de esta suerte se explica la eficacia de la
predicación.
10. La Eficacia del ejemplo
Entre los que consideran a la santidad como un factor de índole sicológica, se encuentra
san Agustín. El doctor de Hipona defiende que la predicación sería eficaz incluso sin la
santidad del predicador, pero que ésta facilita la acción de la palabra. “para que al orador se
le oiga obedientemente, dice, más peso tiene su vida que toda cuanta grandilocuencia de
estilo posea.
Porque el que habla con sabiduría y con elocuencia, pero lleva vida perversa, enseña sin
duda a muchos que tienen empeño en saber, aunque para su alma es inútil, según está
escrito (ecl 37,22). Por eso también dijo el apóstol: “siendo Cristo anunciado, no importa
que sea por fingimiento o por celo de la verdad” (fil 1, 18). Cristo es la verdad y, sin
embargo, puede ser anunciada la verdad con lo que no sea la verdad”(Fil 1,8). Cristo es la
verdad y, sin embargo, puede ser anunciada la verdad con lo que no sea la verdad, es decir,
pueden predicarse las cosas rectar y verdaderas con un corazón depravado y falaz. De este
modo es Jesucristo anunciado por aquellas que buscan su propio interés y no el de
Jesucristo.
San Agustín confirma su opinión con la cita de Mt 22, 2-3: Jesús exhorta a poner en
práctica y lo que dicen los fariseos sin imitar por eso sus conductas. Y concluye: “Por eso
oyen últimamente a los que no obran con utilidad”. La razón última está en que el auténtico
maestro de la predicación es Cristo, cuya palabra siempre es eficaz.
En otro pasaje, san Agustín sitúa en el mismo plano la predicación y los sacramentos. De la
misma forma que el sacramento es eficaz aunque lo administre un sujeto índigo, así
también la predicación tiene eficacia a pesar de la indignidad del ministro. Esto se debe a
que en los dos casos es Cristo quien actúa. Es eficaz el bautismo administrado por Judas y
es eficaz la predicación de un ministro comido de envidia. Y termina con estas palabras:
“No mires por qué, sino a quién. ¿Se predica a Cristo por envidia? Mira a Cristo, evita la
envidia, imita al santo que te predica”.
No obstante esto, el ejemplo del ministro, opina el mismo obispo de Hipona, otorga a la
predicación mayo eficacia. “Así, predicando lo que no hacen, aprovechan a muchos, pero
aprovecharían a muchísimos lo que dicen”. La causa radica en que así se quita cualquier
pretexto a quien trata de justificar su conducta con el mal ejemplo del preicador. Por eso
san Pablo exhorta a Timoteo a se ejemplo para sus fieles (1 Tim 4, 2).
El afirmar la eficacia del ejemplo es corriente en los padres. “El predicador, opina san
Gregorio Magno, debe hablar más con lo que hace que con lo que dice: debe trazar el
camino a sus oyentes más con su propia vida virtuosa que indicándoles con las palabras la
vía que han de seguir.
Los hechos son intuitivos. Hoy, a la par que en los tiempos de los padres, la predicación
que no vaya acompañada por la santidad de vida del predicador y de la comunidad en que
predica, contraría con escasas posibilidades de éxito. El hombre contemporáneo no cree
fácilmente en la autoridad. El vitalismo, que configura gran parte de su psicología, lo
empuja a no distinguir entre “la predicación y el predicador, entre la predicación y la
realidad de vida de la Iglesia”.
En el capítulo presente, pretendemos examinar las causas de este hecho tan importante para
comprender la naturaleza y eficacia de la predicación.
Hemos dicho que la predicación es el anuncio de la palabra de Dios por medio de la palabra
humana. En el predicador habla Dios mismo. Pero para que su palabra se acepte como
palabra de Dios, es preciso que se reciba como proveniente de Dios. Por eso, como hemos
visto ya, a la predicación de los apóstoles, y antes a la de Jesús, acompañaban signos y de
manera especial milagros.
Cristo declara expresamente que, por razón de los prodigios que él ha realizado, son
inexcusables cuantos no han recibido su predicación (cf. Jn 15,24). Es en los milagros
donde se hace evidente el origen divino de su palabra, como comprendió bien Nicodemo
(cf. Jn 3,2). Esto resulta válido también para la predicación de los apóstoles. En ella son tan
frecuentes los milagros que basta la sombra de Pedro (cf. Hech 5,15) o el roce de los
pañuelos y delantales de Pablo (cf. Hech 19, 11-12) para sanar a los enfermos. La
comunidad de Jerusalén pide a Dios milagros, para que aparezca a sí que los apóstoles
anuncian su palabra: “ahora, Señor, mira sus amenazas, y da a tus siervos hablar con toda
libertad tu palabra, extendiendo tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el
nombre de su santo siervo Jesús” (Hech 4,29-30).
Los milagros contribuyen a crear aquella atmósfera de misterio que es tan encesaria para
sacudir al hombre de su letargo y colocarlo frente al problema de la presencia de Dios que
lo llama. Por ellos perciben los hombres que la palabra de Dios resuena en la del
predicador. Los milagros, pues, forman parte de la predicación, son un elemento
constitutivo de la misma. Sin ellos no podría la palabra de Dios aparecer como es en
realidad.
Si san Pablo puede alabar a los tesalonicenses porque han recibido la palabra que les ha
predicado no como palabra de los hombres, sino como palabra de Dios (Cf. 1 Tes 2,13), se
debe a que su predicación es Tesalónica como en Corinto “no fue en persuasivos discursos
de humana sabiduría, sino en la manifestación des espíritu de fortaleza” (1 Cor 2,4). Les
demostró que hablaba en nombre de Dios mismo “con señales, prodigios y milagros” (2
Cor 12,12). Si la palabra predicada por él y por los doce fue “firme”, se debió a que fue
atestiguada por Dios “con señales, prodigios y diversos milagros y dones del Espíritu
Santo, conforme a su voluntad” (Heb 2,4).
Ahora bien, si para los apóstoles los signos mediante los cuales la predicación se presentaba
como divina eran los milagros y los dones extraordinarios del Espíritu, ¿cuáles serán esos
signos después de la época apostólica, cuando los milagros y los carismas se han
transformado en sucesos esencialmente poco frecuentes? El problema no dejó de interesar a
los padres de la Iglesia ya desde los comienzos.
El doctor de Hipona se planteó el problema y le dio una respuesta que ha continuado siendo
clásica. En el sermón 116, al tratar de la aparición de Cristo a sus seguidores tras la
resurrección, y del sentido de las Escrituras que les descubría, escribe. “Vieron (a Cristo)
sufrir, lo vieron colgar de la cruz, resucitar u vivir. ¿Qué cosa no veían, pues? Su cuerpo,
esto es, la Iglesia. Veíanlo a él, pero no a ella. Veían al esposo, pero la esposa todavía
quedaba oculta” y, tratando luego de mandato de Cristo de pregonar el evangelio hasta los
confines de la tierra, continúa el doctor de Hipona: “Hay algo que todavía no contemplaba
los apóstoles: la Iglesia difundida por todos los países, comenzando por Jerusalén.
Contemplaban la cabeza y por la cabeza creían en el cuerpo. Creyeron en lo que veían a
través de lo que contemplaban con sus propios ojos. Nosotros nos parecemos a ellos.
Vemos algo que ellos no vieron y no vemos lo que ellos contemplaron. ¿Qué es lo que
nosotros vemos y que ellos nos contemplaron? La Iglesia difundida por todos los pueblos.
Por el contrarió, ¿qué es lo ellos contemplaron y nosotros no vemos? Cristo bajo forma
humana. Por tanto, igual que ellos contemplaron a Cristo y creían en su cuerpo (la Iglesia),
nosotros vemos su cuerpo y creemos en su cuerpo (la Iglesia), nosotros vemos su cuerpo y
creemos en la cabeza”. Tanto en el caso de los apóstoles como en el nuestro, se ve una cosa
y se cree otra: los apóstoles contemplaban a Cristo y creían en la Iglesia; nosotros, en
cambio , vemos la Iglesia y creemos en Cristo. El conocimiento de Cristo y de su
resurrección llevaba a los apóstoles a creer en la Iglesia; a nosotros nos mueve la
contemplación y experiencia de la Iglesia a creer en Cristo resucitado. En uno y otro caso,
la fe se halla vinculada a un milagro: la fe de los apóstoles, al milagro físico de la
resurrección de Jesús, y al milagro moral de la Iglesia, la nuestra.
Entre las cualidades que hacen de la Iglesia un milagro moral, se encuentra la santidad
precisamente. San Agustín lo afirma en el De utililate credenti. Cuando se ocupa de los
motivos que deben inducir a la fe en la Iglesia, el obispo africano se entretiene con
frecuencia en el examen de esta prerrogativa.
“Las costumbres, afirma, siempre ejercen un gran influjo en el espíritu humano. En lo que
tiene de malo, que se deriva del vendaval de las pasiones, estemos más prontos para
condenarlas y corregirlas que para dejarlas y cambiarlas”. Establecido este principio, san
Agustín despliega ante los ojos del maniqueo Honorato el espectáculo de la vida cristiana.
“Piensas, dice, que la humanidad ha ganado poco, cuando contemplamos que no sólo
algunos grandes pensadores que plantean la cuestión, sino que toda la muchedumbre de
personas sin cultura, hombres y mujeres de razas tan diversas, creen y proclaman que no
hay que adorar cuerpos terrestres ni ígneos, ni objetos sensibles, en lugar de dios, que sólo
puede ser conocido por el entendimiento? ¿Cuándo vemos que la templanza llega a reducir
el alimento cotidiano a un pedazo de pan y un poco de agua, y a prolongar los ayunos no
sólo por un día, sino durante vaios días seguidos? ¿cuándo vemos que la castidad llega
incluso a renunciar al matrimonio y a la familia; y la paciencia llega a despreciar la cruz y
las llamas; y la generosidad se entiende hasta entregar las propias riquezas a los pobres; y
el desprendimiento de las cosas de este mundo hasta el deseo de la muerte? Son pocos los
que llegan hasta este extremo y aún son menos lo que tal hacen con prudencia. Pero las
gentes les aplauden; las gentes los oyen; las gentes los alaban y terminan por amarlos. No
pueden hacer lo mismo, pero lo atribuyen a su debilidad”.
Este hecho, que constituye una realidad vida dentro del cristianismo, no puede dejar de
impresionar. El santo continúa: “He aquí que la divina providencia ha realizado por medio
de los oráculos de los profetas, de la humanidad y de las enseñanzas de Cristo, de las
correrías de los apóstoles, de las humillaciones de los mártires, de sus suplicios, su sangre y
su muerte: por medio de la vida admirable de los santos”. Se impone una consecuencia:
“tras haber constatado esta asistencia tan patente de Dios, el regreso y resultados tan
maravillosos, ¿podremos titubear en arrojarnos en los brazos de la Iglesia?”.
Dirigiéndose a sus cristianos, dice textualmente el gran doctor: “cristo nos ha dejado en la
tierra para que difundamos la luz; para que seamos maestros de los demás y fermento
auténtico; para que nos comportemos como ángeles entre los hombres, como adultos entre
los niños, como hombres espirituales entre los carnales a fin de poderlos ganar, ser
sementera y llevar frutos copiosos. Si nuestra vida brillase de ese modo, no habría
necesidad de predicar la doctrina: los ejemplos tendrían la elocuencia de las palabras. No
habría paganos, si viviéramos como cristianos de una pieza, si observásemos los
mandamientos de Cristo, si sufriéramos con tolerancia las injurias y los robos, si nuestras
bendiciones cayeran sobre los que nos fastidian, si devolviésemos bien por mal. No existe
ningún pagano tan enemigo de la religión, que no la abrazase si fuere ésa la línea de
conducta de todos nosotros. San Pablo, y era un hombre solo, atrajo muchos (a Cristo),
¿cuántos podríamos conquistar nosotros que somos tan numerosos? Los cristianos superan,
sin duda, a los paganos en número. Y mientras que en las otras artes basta un maestro para
cien discípulos, a pesar de ser muchísimos los maestros, muchos más los discípulos, en la
religión, ninguno se convierte. Los discíùlos escudriñan las virtudes de sus maestros; pero
cuando ven que deseamos y perseguimos las mismas cosas que ellos apetecen y buscan, es
decir, el domino y los honores, ¿cómo podrán admirar el cristianismo? Se dan cuenta de
que la vida de muchos es reprensible, enfrascada en las cosas de la tierra; advierten que
apreciamos las riquezas tanto y más que ellos, que nos aterra la muerte y la pobreza y las
enfermedades, que ambicionamos la gloria y los cargos públicos, que nos deshacemos por
tener dinero y que nos aprovechamos de las ocasiones. ¿Cómo podrán, entonces, ser
movidos a la fe? ¿Quizá por los milagros? Pero ya no existen milagros. ¿Acaso por nuestro
estilo de vida? Pero si está descacreditado. ¿Por la caridad? Pero si no vislumbran ni
siquiera su sombra. Tendremos, pues, que dar cuanta no sólo de nuestros pecados, sino
también del mal que hemos causado a los otros”.
A falta de milagros, afirma el crisóstomos, para creer, los paganos necesitan otro signo por
el que se advierta que el cristianismo es algo que procede de Dios. Ese signo es la vida
cristiana que nos hace vivir como ángeles entre los hombres, como seres espítuales entre
animales. Si ella brillase en todo el mundo con pleno fulgor, los paganos se convertirían
incluso sin el anuncio de la palabra. Pero como los cristianos no se diferencian de los
paganos en su conducta, ninguno de éstos se siente empujado a abrazar la fe. Y el santo no
se maravilla de este fenómeno. ¿Cómo podrán creer si el cristianismo ue tienen delante de
sus ojos no les ofrece ningún signo que garantice su procedencia divina? Y siguiendo su
discurso, san Juan Crisóstomo demuestra que no sirve remontarse a las virtudes de los
antepasados, a Pablo y a Juan, pues el pagano podría también apelar a las virtudes de sus
filósofos. Hay que demostrarles bic et munc lo que es el cristianimos. Pero eso es imposible
si los seguidores de Cristo viven como los paganos.
La misma idea expone san Gregorio Nacianceno. El extraño, dice, juzga la fe por el buen
nombre de los que la siguen. Si es así, añade, “cómo le convenceremos para que acepte una
opinión diversa de la que hemos enseñado con nuestra vida?”.
En tiempo más próximos a nosotros, encontramos idéntica doctrina en la pluma del gran
teólogo español Francisco de Vitoria.
Al intentar defender a los indios de América meridional contra la guerra que les hacían los
conquistadores europeos, bajo el pretexto de que, por no haber recibido el cristianimo que
les predicaban los misioneros de Cristo, el teólogo de Salamanca demuestra la
inconsistencia de semejante motivación. Es cierto, sin duda, admite él, que los indicio no se
han convertido; más para ser responsables de su infidelidad, es preciso que se les haya
presentado la fe con signos adecuado y capaces de probar su origen divino. Y precisamente
no se dieron esos signos.
Para que se pueda decir, pues, que el evangelio se predica de forma adecuada para
provocar, aunque sea libremente, la conversión, se exigen señales por las cosas que
aparezcan que el predicador habla en nombre de Dios mismo. Pero, afirma Vitoria, esas
señales no existieron en el caso de la evangelización que tuvo lugar en las Indias. No se
dieron milagros físicos ni ejemplos de vida cristiana tan profunda como para probar el valor
divino de la religión cristiana. Los predicadores fueron ciertamente modelo de celoso
entusiasmo y santidad; pero su testimonio resultó inútil por causa del mal ejemplo de los
otros cristianos. ¿Cómo puede afirmarse, pues, que se les ha predicado realmente el
evangelio? Y vas más lejos aún Vitoria, ya que se atreve a decir que, exceptuado el pecado
de infidelidad, abundan más los vicios entre algunos creyentes que entre aquellos bárbaros.
Aquí se palpa la necesidad del testimonio no sólo personal del predicador, sino también
colectivo de toda la comunidad cristiana. “La Iglesia, cuando viene presentada, forma un
todo único. No se la juzga sólo por la predicación de los clérigos, sino por la conducta de
los eclesiásticos y de los seglares. Todo cristiano es, por tanto, responsable de la
presentación de la Iglesia a los infieles. Cada cristiano tiene que ser un signo positivo de la
verdad de su religión”.
La santidad del predicador y de la Iglesia, por consiguiente, forma parte de la predicación.
En tanto se puede asegurar que se ha anunciado la palabra de Dios en cuanto que se la
presenta como divina garantía de signos físicos o morales. La santidad constituye uno de
ellos. Y acaso el principal. Entre la santidad de la Iglesia y la palabra del predicador se da
una relación esencial: sin la santidad de la Iglesia, la predicación no puede mostrarse como
palabra de Dios; la santidad de la predicación no podría explicar el misterio de su origen y
fecundidad.
De esta suerte cabe responder a la objeción que surge de la enseñanza de san Pablo: la
predicación es eficaz aunque el predicador no sea santo o se lance a predicar por motivos
poco nobles (cf. ÇFil 1, 15-18). La eficacia de la predicción no está ligada propiamente a la
santidad personal del predicador; pero sí ciertamente a la Iglesia en la cual y en nombre de
la cual él habla. Es la Iglesia, no cada uno de los predicadores, la que anuncia la palabra de
Dios.
La Iglesia es un todo único formado por sacerdotes y laicos. En esa unidad cabe la
existencia de sombras, bien sea por parte de la jerarquía docente, bien por parte de los
fieles. Pero tiene que haber también luces esplendorosas. En más, para que se realicen las
condiciones necesarias, para que la predicación resulte fructosa, las luces deben prevalecer
sobre las sombras. En la santidad de la Iglesia se eclipsan las deficiencias morales y de
orden intelectual del predicador, al igual que se difuminan las luces que difaman de la
santidad de los evangelizadores, si las sombras de la Iglesia son más fuertes y densas. En el
pasaje citado de san Pablo, las sombras de los predicadores que anunciaban a Cristo por
envidia o por lucro, se perdían hasta desaparecer en la santidad de la comunidad cristiana;
pero en caso de la evangelización de América, la santidad de los misioneros era anulada por
las densísimas sombras existentes en la comunidad cristiana que vivía en torno a ellos.
5. El cristianismo como mensaje
Las cosas son muy diferentes cuando se trata de difundir un mensaje. Entonces no se
manejan ideas o hechos auténticos, verdaderos en sí mismos, que carecen de relación con la
vida. En el mensaje, según hemos visto, “se descubren realidades decisivas, realidades que
problematizan toda nuestra existencia (la del público y la nuestra) y de las que dan
testimonio la verdad y la santidad”. No se trata, como en la enseñanza, de decir cual es la
naturaleza de las cosas o de interpretar la realidad, sino de Mostar la salida de una situación
que se juzga irreparable. El mensaje, para ser aceptado, debe despertar en quien lo recibe la
esperanza de que el camino indicado por el mensajero podrá remediar la situación en que
aquel se encuentra y de la anhela escapar. Pero esto no puede conseguir sino el testigo, es
decir, la persona que ha andado ya el camino proclamado por el mensajero y ha visto ya
resulta su situación. “Los testigos, citamos palabras de Mehl, no pretenden demostrar el
error o la verdad de un sistema, no buscan analizar un dato… anuncian la autoridad a la que
someten su existencia y testifican que esa autoridad es válida también para su auditorio”. El
mensaje es la profecía de un futuro, de un porvenir que ya está presente para el testigo. Él
ha aceptado ya los valores que anuncia a los demás y ha visto que su vida se ha
transformado, ha tomado un ritmo y una orientación nuevos. El testigo no demuestra una
tesis; sólo explica lo que se ha realizado en él a partir del momento en que aceptó el
mensaje que ahora proclama.
El mensaje, por tanto, se difunde en la medida en que su pregonero logra comunicar a los
que lo escuchan la confianza de que, si ellos están dispuestos a realizar lo que él ha hecho,
solucionarán su situación molesta e incómoda e imprimirán a sus vidas un sentido nuevo.
Los valores se aceptan cuando el testigo logra comunicar el reclamo, la sugestión y el
encanto que encarnan. Dicha comunicación resulta imposible si el que da testimonio de
ellos, no los ha experimentado tan intensamente como para poder contagiar su experiencia.
Ello quiere decir que la atracción que los valores tiene que ejercer por su misma naturaleza,
sólo puede explicarse y hacerse real en el caso de que se encarne en un testigo; después se
irradia desde él a los demás.
6. El mensaje cristiano
Nadie puede sustraerse a esta fascinación. Los fariseos, que se opusieron de la manera más
decidida a su predicación, no pudieron, pudieron ocultar su asombro frente a estos hombres
que, por su maestro, estaban dispuestos a todo. “Viendo la libertad de y el perdón de Pedro
y de Juan dice el libro de los Hechos considerando que eran hombres sin letras plebeyos, se
maravillaban”( Hech 4,13). Tienen la justa impresión de hallarse ante un misterio. El
discurso de Pablo, en Iconio, estaba impregnado de tal acento de sinceridad y convicción
“que creyó una numerosa multitud de judíos y griegos” (Hech 14,1). Aquí no se realizan ni
siquiera milagros, como en el caso de los apóstoles en Jerusalén. Pero de la persona de
Pablo dimanaba una fuerza tal que los oyentes no tuvieron en adherirse a su palabra. Y a
pesar de que, al menos en aquel primer discurso, hizo un predicación de Cristo sumaria. En
Filipos, el director de la cárcel se convirtió en cuanto supo que Pablo y Silas no se habían
aprovechado del terremoto para huir de la prisión: “Los saco fuera y les dijo: Señores, ¿qué
debo yo hacer para ser salvo. Ellos le dijeron: Cree en el Señor Jesús y serás salvo tú y tu
casa” (Hech 16,30-31). En todos estos casos, es el testimonio de los apóstoles, el testimonio
de su vida dedicada enteramente al servicio del maestro hasta olvidarse de sí mismos y a
comportarse de manera opuesta a la conducta de la mayoría de los hombres, lo que
impresionaba a quienes los escuchaban y les obligaba a adherirse a la fe o, al menos, a
plantearse el problema de la misma. En el testimonio se halla implícita o explícitamente la
invitación a seguir el ejemplo del testigo. Y el ejemplo se sigue en la medida en los oyentes
tienen sensibilidad y se encuentran necesitados de los valores que encarnan los testigos. El
testimonio es rechazado por los fariseos; lo acepta el director de las cárceles de Filipos y
siembra la inquietud en Gamaliel.
Se podría poner una objeción al llegar a este punto. ¿No cabría pensar que el testigo es un
mentiroso dispuesto a engañarnos? La respuesta es negativa. El testigo no tiene ningún
interés en engañarnos. Él ha sido el primero que ha aceptado los valores que pregona y se
ha comprometido existencialmente en ellos. Sufriría las consecuencias en su propia carne.
Para engañar a los otros, tendría que mentirse a sí mismo. San Pablo gritaba rotundamente
que si Cristo no hubiera resucitado, él, y con él los cristianos, serían los más desdichados de
los hombres (cf 1 Cor 15, 19). No cabe, pues imaginarse un testigo que quiera engañar.
Pero se podría objetar que hay testigos falsos tan hábiles que seducen incluso a las personas
más prudentes. Cristo nos pone en guardia frente a ellos, cuando afirma que los hijos de las
tinieblas son más astutos que los de luz (cf. Lc 16,9). La objeción es legítima: los testigos
falsos no constituyen sólo una hipótesis.
Es preciso responder que el testimonio no incluye la aceptación a ciegas del mensaje, sin
ninguna discusión o garantía. El testimonio implica la existencia de valores capaces de
transformar la vida del hombre, pero no excluye la posibilidad de las pruebas que hacen
creíble el mensaje. Aunque es posible saltar directamente del testimonio a la fe, como en el
caso del director de las cárceles de Filipos, no es ésta precisamente la función específica del
testimonio. Únicamente tiene que atestiguar la existencia de valores capaces de transformar
la vida del hombre, es decir, debe provocar en él el problema e indicarle su posible
solución. Resulta evidente pensar que el hombre antes de adquirir compromisos, de este
modo no le supondrá mucha dificultad en hallar los criterios aptos para distinguir el
testimonio verdadero del falso.
Tertuliano ha descrito con fuerza exactitud esta tarea del testimonio del Apologético. Se
pregunta, al hablar de los mártires: “ ¿quién descubriendo la sólida firmeza del cristiano, no
se sentirá empujado a investigar el contenido ideal del cristianismo? ¿Quién una vez
realizada esta búsqueda no se incorporará nosotros?, ¿Quién tras haberse acercado a
nosotros no anhelara sufrir para alcanzar de modo pleno la gracia divina, para obtener el
perdón completo con el precio de la propia sangre?”. Y en esto radica exactamente el
cometido del testimonio: en mover “investigar el contenido ideal de la religión cristiana”,
es decir, si Dios ha intervenido de verdad en la historia de esta investigación surge el juicio
de credibilidad.
Nos parece muy sugerente, este propósito, el caso de Gamaliel no acoge ni rechaza el
testimonio de los apóstoles se queda dudando y busca preguntase así mismo: “están estos
hombres en la verdad (cf. Hech 5, 34-39). El testimonio de excluir la apologética la hace
indispensable.
8. El testimonio colectivo
Hay otra objeción más sutil, de acuerdo, el testigo no engaña pero ¿quien garantiza que no
se engaña?, la objeción, se refiere no tanto a la verdad de los hechos cuanto a su
significación. ¿Quién nos asegura que el testigo no se engaña al atribuir a los hechos una
significación que quizá no se tiene?.
Hemos llegado, pues, a la misma conclusión: la difusión del evangelio no es tarea de cada
uno de los predicadores sino de toda la Iglesia. Los predicadores es cierto, anuncian el
mensaje; pero es la iglesia la que hace comprender su significado. La comunidad cristiana
es parte esencial en la difusión del cristianismo.
Existe una razón todavía más profunda que aclara la necesidad del testimonio para la
propagación de la fe. El objeto de la predicación no es sólo un mensaje, sino un mensaje
que se identifica con una persona. El mensaje cristiano es la persona de Cristo. La
predicación tiene que provocar un encuentro entre las dos personas, Cristo y el hombre, en
su más honda intimidad.
Más ¿como puede realizarse el encuentro entre dos personas? En el ensayo que hemos
citado varias veces Monroux responde: “no se puede aprehender una persona en su
realidad a través de una mera investigación crítica ni por el empleo de la razón, que
descubre problemas y los resuelve. Ni se manifiesta el apetito animal en los instintos
ciegos. La personas se aprehende en el contacto con su espíritu y por medio del fenómeno
de comunión”. La razón que puede preparar el encuentro, mostrando la necesidad que el
hombre siente de Dios, la racionalidad de la fe, etc.; pero no puede provocarlo.
Pero, entonces, ¿cómo se provoca este contacto espiritual?. Hemos afirmado ya con san
Agustín que las personas se encuentran a través del fenómeno del amor. El hombre se
entrega lo ha amado antes, especialmente si el que tomó la iniciativa en el amor es una
persona más elevada como dice el obispo de Hipona.
Ese es el caso de la fe, del encuentro entre el hombre y Dios. Él no ha amado antes y luego
nos ha pedio que le correspondamos con nuestro amor. Cierto que, en la fe, Dios permanece
oculto, no es posible verlo. Pero obra a través de un mediador que es precisamente el que
predica. Ahora bien si para la fe se requiere la comunión de amor, el vehículo de la misma
tiene que ser la persona que anuncia el mensaje.
Y he aquí que nos topamos de nuevo con el testimonio El predicador ha de ser un testigo
del amor para con el hombre; en él hemos de advertir que Dios nos ama. El encuentro de la
fe es provocado exactamente por la irradiación del amor entre Dios y el hombre mediante el
mensajero o de modo más genérico, mediante la Iglesia.
En esto estriba la necesidad del testimonio: la Iglesia tiene que ser la portadora del amor de
Dios. El hombre que la contempla, que esta en contacto con su vida y con repercusiones
sobre la existencia humana, debe percibir en ella la presencia de Dios y la fuerza del amor
divino. En el amor que la Iglesia profesa a Dios y al prójimo por amor de Dios, es donde se
tiene que manifestar el poder divino y su amor para con el hombre con toda justicia pudo
proclamar Jesús: “En esto conocerán todos que soís mis discípulos: si tenéis caridad unos
para con otros” (Jn 13,35). Solo de esta manera será posible el fenómeno de irradiación y
comunión absolutamente necesario para que pueda darse la fe.
10. El testimonio en la trinidad
Que sea una persona la que nos haga conocer a otra en su intimidad, constituye un hecho
que se realiza incluso en la misma trinidad. Conocemos las tres personas divinas gracias al
testimonio que cada una de ellas da de la otras dos. Conocemos al Padre a través del Hijo, y
al Hijo por medio del Padre, y al Espíritu Santo mediante el Padre y el Hijo. Conocemos, en
primer lugar, al Padre por el testimonio del Hijo. Jesús dice: “El que viene de arriba esta
sobre todos. El que procede de la tierra es terreno y habla de la tierra; el que viene del cielo,
da testimonio de lo que ha visto y oído, pero su testimonio nadie lo recibe. Quien recibe su
testimonio pone su sello atestiguando que Dios es veraz” (Jn 3, 31-33). Jesús afirma que
dice lo que ha visto junto al padre. Nadie ha visto a Dios pero nosotros, podemos conocerlo
a través de lo que nos revela su Hijo único, que estuvo en el seno del Padre (cf. Jn 1, 18).
Por eso nosotros conocemos al padre por lo que de él nos dice su Hijo.
El padre, a su vez, da testimonio del Hijo: “Si aceptamos el testimonio de los hombres,
mayor es el testimonio de Dios, que ha testificado de su Hijo. El que creé en el Hijo de
Dios tiene este testimonio en si mismo. El que no cree en Dios le hace embustero porque no
cree en el testimonio que Dios ha dado de su hijo” (1 Jn 5,9-10). Este testimonio lo ha dado
el Padre en el bautismo de Jesús, cuando lo declaró su Hijo predilecto (cf. Mc 1, 11: Lc 3,
20); en la transfiguración de (cf Mt 17, 5) y el domingo de ramos (cf Jn 12,28) el testimonio
del padre se explicita también en los milagros que realiza a favor de Jesús (cf jn 3, 36),
especialmente en el de la resurrección. “El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob anuncia
Pedro el día de Pentecostés, el Dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo Jesús a
quién vosotros entregasteis y negaistes en presencia de pilato” (Hech 3, 13) ente el padre y
el Hijo se da un intercambio de testimonio, que se afirman mutuamente: “Si ya diera
testimonio de mi mismo, dice Jesús, mi testimonio no sería verídico; es otro el que da de mi
testimonio, y yo sé que es verídico el testimonio que de mi da” (Jn 5,31-32).
El Hijo atestigua, además, del Espíritu Santo: “Y yo rogaré al Padre, y os dará a otro,
abogado, que estará con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, que el mundo no
puede recibir” (Jn 14, 16-17). El paráclito enseñara a los apóstoles todo (cf.. Jn 14, 26). El
Espíritu Santo, a su vez, testimoniará a favor del Hijo. “Cuando venga el abogado, que yo
os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará
testimonio de mi” (Jn 15, 26). El Espíritu glorificará a Jesús (cf Jn 16, 14).
Según se puede apreciar por esos textos, las personas divinas se conocen a través de los
testimonios que una da de la otra. En la propagación de la fe tropezamos con el mismo
fenómeno. Una persona, el predicador, da a conocer a otra, da a conocer a Dios en Cristo,
mediante un testimonio. Se trata de un testimonio de amor que tiende a provocar una
respuesta de claridad. Sólo una persona puede provocar ese contacto del espíritu en el que
es posible aprehender a otra persona. De ahí que la fe se transmita promedio del testimonio.
En la medida que el predicador ha palpado la intimidad de Cristo, podrá hacer a los demás
participes de esa intimidad.
Podemos preguntarnos cuál es la razón de que el testimonio haya de estar adornado de esa
radicalidad, que hemos visto se nos describen los Hechos de los apóstoles. En otras palabra,
¿por qué la expresión máxima del testimonio está en el martirio? La predicación, lo hemos
examinado en el capítulo presente, constituye una forma del testimonio.
A esta explicación de la sagrada Escritura podemos añadir otra más intrínseca, que se
correlaciona con el objeto mismo de la predicación.
El predicador pregona a los hombres los hechos maravillosos de la historia sagrada, que
constituyen los símbolos del amor de Dios para con el hombre. Contra esta afirmación, sin
embargo, existe una objeción, cuya fuerza es inútil e imposible escamotear. Si Dios nos ha
amado hasta el punto de sacrificar a su propio. Hijo en nuestro favor, ¿Por qué hay tantos
males de orden físico y moral?. La existencia del mal es una objeción para admitir el amor
de Dios. Singularmente cuando los que sufren son los inocentes, los buenos, los niños.
Parece lógico que los buenos recibieran la recompensa de Dios; pero, por el contrario, son
lo más destrozados por el dolor. ¿Cómo puede, entonces, asegurar el predicador que Dios
ama al hombre?
La objeción, está claro, nace de nuestro modo de entender el amor. Un padre humano se
abraza a todos los sacrificios con tal de evitar a los hijos, a quines ama, los dolores y
sufrimientos. Dios, en cambio, obra de muy diversa manera. Cuanto más querida le es una
persona, tanto más la somete a los padecimientos. Y ello a partir de su Hijo, con el que ha
puesto todas sus complacencias (cf mt 3,17).
Pero, a pesar de todas esas explicaciones, hay que dar precisamente hay que dar una
respuesta al problema del mal. La respuesta la constituye precisamente el sufrimiento del
testigo, que encarna el amor de Dios. Al ser perseguido, da a entender que conoce la
objeción y experimenta en su propia carne el poder del mal. Pero indica, al mismo tiempo,
el remedio contra el mal; la fe. “Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1
Jn 5,4). Quien ha aceptado el amor de Dios y se ha unido a él por la fe, ha vencido ya al
mal. Ahora podemos comprender por qué forma parte del testimonio no sólo la
persecución, sino también la alegría que se vive en aquella. Los apóstoles se fueron
contentos de la presencia del Sanedrín por haber sido dignos de sufrir ultrajes pro el
hombre de Jesucristo (Hech 5, 41). San Pablo rebosaba de gozo en todas sus tribulaciones
(cf 2 Cor 7,4).
Hasta ahora hemos examinado la función de la vida cristiana en la difusión del mensaje de
Cristo. Constituye el signo que hace que el cristianismo se presente como venido de dios.
De ella nace la atracción y la llamada que mueve al hombre bien dispuesto, que anda
inquieto en busca de una orientación para la propia existencia, a recibir un mensaje capaz
de transformar enteramente la vida. El cristianismo se propaga pro un fenómeno de
irradiación.
Estos son, efectivamente, los problemas que el pagano Diognetes exponía al autor de la
carta conocida con ese nombre, pidiéndole una explicación. Desea saber a quién se dirige el
culto de los cristianos, cuál es el origen y la cusa del unánime desdén que tienen por el
mundo y la muerte y, por último interroga por el secreto del intenso amor que se profesan
unos a otros. Todos estos problemas, en el fondo, se unifican en la vivencia de la vida
cristiana. Y su secreto es lo que pretende conocer Diognetes.
No hay que maravillarse, por lo demás, de estas cuestiones. La vida cristiana llamaba la
atención extraordinariamente.
Lo que se realizó en la antigüedad se repite también hoy. ¿De qué modo comienza y se
despliega, en los hombres de la época contemporánea, el itinerario que lleva ala
conversión? Generalmente a través de la experiencia de la vida cristiana vivida de forma
integral. Esta experiencia se da, a veces, al comienzo del itinerario; otras veces, su fase de
desarrollo o en el momento decisivo, al final de la marcha. No queremos decir con eso que
constituye el único elemento que ejerza su influjo sobre un fenómeno tan complejo como el
de la conversión; pero viene a ser como el catalizador de todos los demás.
Edith Stein, la famosa asistente de Husserl, sintió desmoronarse su ateísmo frente al coraje
de una esposa cristiana que habia perdido al marido en la guerra. “Fue este, escribe la
autora citada, mi primer encuentro con la cruz y con el poder divino que comunica a quien
la carga. Contemplé, por vez primera, de modo palpable ante mila Iglesia nacida del
sufrimiento redentor de Cristo en su victoria sobre el aguijón de la muerte. Fue el momento
en que mi incredulidad se derrumbó y Cristo apareció entre esplendores: Cristo en el
misterio de su muerte”. Adolf Bormann, hijo del famoso dirigente nacista, tropezase con la
vida cristiana y con el encanto que de ella se desprende, cuando, para superar la crisis que
siguiera a la pérdida de la segunda guerra mundial y a la humillación de su patria, pensaba
en el suicidio. Refugiado en su huida entre campesinos católicos, entró casualmente en
contacto con un sacerdote. He aquí la reacción que le produjo el encuentro: “Cuando aquel
sacerdote me dirigió palabras de consuelo… Este que la fuerza que en él había, me
inspiraba tranquilidad, paz y amor. Tras de aquel hombre estaba la certeza de la fe, no la
mentira. Se me ocurrió por primera vez la idea de que acaso había sido un delito el
encarcelar los sacerdotes”. Este pensamiento se irá luego haciendo cada vez más profundo
hasta llegar al joven ateo a la conversión y al sacerdocio.
En la conversión de Chuni Mukerji, filósofo indio, la vida cristiana jugó un papel decisivo;
fue el signo del origen divino de la religión cristiana. Siempre persiguiendo una vida más
perfecta, fue pasando de la indiferencia a la religiosidad de la Bramo Somay, a la secta
protestante unitariana y luego al anglicanismo. Pero al descubrir la vida católica,
comprendió que su aventura espiritual tenía que concluir en Roma. “ ¿Qué fue lo queme
llevó a someterme a Roma?”, se pregunta él mimo. Oigamos su respuesta: “La contestación
más rápida podría ser esta: el ejemplo admirable de los misioneros, padres, coadjutores y
hermanas; el maravillosos y continuo ejemplo de grandeza de ánimo que se constata en
todo el mundo católico y, a la par, la perfecta organización de la Iglesia católica”.
Antes de terminar este capítulo acerca de la necesidad del testimonio, no es posible dejar de
aludir a un argumento que se deriva, esto es, de la palabra. Constituye un lugar común entre
los estudiosos la afirmación de que la palabra no es suficiente para provocar el encuentro
íntimo entre personas. La palabra es impersonal y expresa lo que las cosas tienen en común,
no las propiedades que las diferencian. Gusdorf habla, a este propósito, de insuficiencia
“antológica”. Los griegos, y tras ellos los escolásticos, se dieron cuenta de sus límites, al
definir la palabra como según conceptos. El concepto, la idea es, por naturaleza, universal y
no puede, por tanto, expresar lo íntimo. “Yo no puedo, dice el citado Gusdorf, manifestar
sino lo externo, la superficie de mi pensamiento. Es imposible aprehender el fondo, puesto
que el fondo no es una idea o una cosa, sino la actitud que me caracteriza, aquello que
polariza mi vida entera. No puede explicarse este horizonte. Y precisamente sólo en
referencia a él cabe establecer el sentido de todo lo que puedo decir”. Veamos un dato de
experiencia. Hay hombres que arrastran con su palabra los auditorios; su influjo es enorme.
Pero en cuanto ponen por escrito lo que han discurseado, su palabra pierde fuerza. Señal
paladina de que su eficacia provenía no de la palabra como tal, sino de la persona que la
pronunciaba.
La palabra tiene, pues, sus limites. Ni hace penetrar en la intimidad ni la manifiesta. Añade
Gusdorf: “La enseñanza explícita de un maestro tiene menos importancia que el testimonio
de su postura, de la atracción ejercida por un gesto o el encanto de una sonrisa. Lo demás es
silencio, puesto que la última palabra, le maitre mot de un hombre, no es una palabra. La
comunicación más auténtica entre los hombres es indirecta: se realiza a pesar del lenguaje,
de forma casual y afortunada, o con frecuencia contra el lenguaje mismo”. Y concluye:
“Las palabras nos ofrecen puntos de apoyo para la realización de lo que somos; más las
últimas palabras no son sólo palabras. Las palabras supremas que sellan la comunicación,
los asentamientos postreros del amor sobre si mismo, y de sí mismo sobre los otros. Son la
sanción de un esfuerzo vital. Y no pueden dispensar de hacerlo”.
En conclusión, para que la palabra del predicador sea vehículo de la fe, tiene que proceder
del esfuerzo propio de quien en Cristo encuentra el sentido de todas las cosas. Resulta <así
que el testimonio de vida, la santidad, es un factor indispensable y necesario para la eficacia
de la predicación. Es ese testimonio el que manifiesta el origen divino del mensaje. Es el
testimonio el que hace percibir que el mismo Dios habla en la Iglesia. Es el testimonio el
que grita con su realidad hasta qué punto el mensaje es necesario al hombre para dar
sentido a su existencia. El que Cristo sea la luz del mundo aparece y se manifiesta en la
transformación que obra en quines la escuchan en su Iglesia y se adhieren a él por la fe.
11. LA EFICACIA DE LA PREDICACIÓN
Después de todo lo que hemos dicho en los capítulos anteriores, estamos en disposición de
afrontar de forma directa el problema de la eficacia de la predicación. Sabemos uqe
encierra dos cuestiones diferentes. Se refiere a la naturaleza de su eficacia, en qué consiste,
la una; de qué modo puede explicarse, constituye el objeto de la otra. Hemos indicado ya
que su eficacia es ex opere operantis, puesto que la predicación es la palabra que interpela
al hombre y el anuncia un mensaje, exigiéndole una respuesta. No puede tiene eficacia si no
se la comprende. Cierto que hemos hablado también de su eficacia ex opere operato, pero
advertimos que se trataba sólo de una analogía con la eficacia propia del sacramento. La
predicación es la palabra a la que necesariamente hay que responder, sea cual fuere la
respuesta.
Intentemos ahora determinar la naturaleza de esa eficacia. Pretendemos explicar por qué la
predicación es la palabra a la que es absolutamente necesario dar una respuesta. ¿Qué se
esconde en ella, que no puede dejar al hombre apoltronado en la indiferencia tibia?
El objeto de la predicación es, por consiguiente, plenamente singular. Dios, sin duda
alguna, no es un objeto corriente. Y no sólo porque es el creador de todas las cosas, sino
también, y especialmente, por ser la verdad y bondad supremas, es decir, aquella verdad y
bondad que constituyen el objeto de la inteligencia y de la voluntad del hombre. En él se
vislumbra algo objetivo y real, una dynamis particular, una fuerza de atracción que atrae de
modo espontáneo hacia sí la inteligencia y voluntad humanas, que no pueden aprehender su
objeto sino sub specie veri et boni.
Cuando se piensa además que, en la predicación, es también Dios el sujeto, el que habla, el
que se dirige al hombre para ofrecerle su salvación, puede entenderse toda la fuerza de que
se encuentra cargada. La eficacia de la predicación es el poder de Dios, la dynamis de su
persona, la fuerza de atracción de la verdad y bondad supremas, que con él se identifican.
Juzgamos que no carece de importancia, este propósito un texto muy conocido del cuarto
evangelio, en el que Jesús al hablar de sí mismo como pan de vida, causa secándolo en
muchos de sus oyentes y provoca la sorpresa de los mismo discípulos. “Les contestó Jesús:
“Yo soy el pan de vida; el que viene a mí, y ano tendrá más hambre, y el que cree en mí,
jamás tendrá sed…” murmuraban de él los judíos, porque había dicho: “Yo soy el pan que
bajó del cielo”, y decían: “ ¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros
conocemos? ¿Pues cómo dice ahora: Yo he bajado del cielo?” (Jn 6,35.41-42). Jesús, como
reacción a sus murmuraciones, contestó: “No murmuréis entre vosotros. Nade puede venir a
mí si el Padre, que me ha enviado, no le atrae, y yo le resucitaré en el último día. En los
profetas está escrito: “Y serán todos enseñados de Dios.” Todo el que oye a mi Padre y
recibe su enseñanza, viene a mí; no que alguno haya visto al Padre, sino sólo el que está en
Dios, ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene la vida eterna”
(Jn 6, 43-46).
Por lo general, los teólogos interpretan la atracción del Padre como alusión a la gracia
interna. La gracia externa, la predicación, dicen ellos, ya se había dado, mas lo que
escuchaban a Jesús no creían en él. El maestro, pues, atribuye su incredulidad a la falta de
atracción por parte del Padre para creer se necesita algo distinto de la predicación, es decir,
se precisa la gracia interna, sin la que es imposible prestar asentimiento ala revelación que
se propone desde fuera.
Pensamos personalmente que esta opinión no está tan clara. Si a cuanto han escuchado las
palabras de Jesús sobre el pan de vida les falta algo para aceptarlas, la gracia interna, como
afirman estos autores, consiste en la atracción del Padre Jesús no hubiera podido hacerles
un reproche tan severo. Si no se concede la gracia para l fe o aquélla no es subisiente, no se
podrá atribuir la culpa de la incredulidad al hombre. Por lo demás, cabe deducir que por
parte de Dios no falta nada de lo necesario para creer, ya que, en las palabras que siguen,
Jesús alude a la doctrina de los profetas, según los cuales “serán todos enseñados de Dios”
(cf v. 45). Si esto es verdad, todos pueden escuchar y creer. No falta nada pro parte de dios.
Pero, si a pesar de todo, los hombre son vienen a Cristo ni creen en él, ello se debe
únicamente a que, en la enseñanza del Padre, dada a través del Verbo encarnado, hay algo,
es decir, la atracción, que no todos los hombres aciertan a percibir. Si no todos la perciben,
si no todos dejan atraer, la culpa es suya. Pero a todos se les ofrece la atracción y todos
podrían percatarse de ella.
Tenemos que admitir, por tanto, que, además de la gracia interna necesaria para creer,
existe una atracción inherente a la misma palabra de Jesús, a su predicación, que es
imprescindible percibir si se quiere creen en él.
Para que un objeto que da atraer, ha de contener alguna cosa que lo haga deseable o, lo que
es lo mismo, algo que constituya la aspiración del hombre, por corresponder a una
necesidad suya o a una carencia, por llenar un vacío. Ahora bien, esto que se le presenta en
la predicación es lo más apetecible y ambicioso que se pueda imaginar: Cristo es realmente
la síntesis de todos los valores que el hombre añora en una aspiración constante, pues siente
sed de ellos.
San Agustín, en el comentario a los versículos citados antes lo pone muy de relieve: “No
vayas a creer, dice, que eres atraído a pesar tuyo. Al alma la atrae el amor”,
Pero para sentir la atracción de un objeto, hemos dicho, es preciso desearlo y amor lo en
cierta manera. Si no hay o no se siente necesidad ni amor, no cabe la atracción sugestiva. Si
el hombre no ama ni busca la verdad, la bondad y la vida eterna, no percibirá su encanto
cuando se le presenten; el poder atractivo de estos valores quedará en él sin fruto y sin
efecto. Precisamente esto les sucedió a aquellos a quines Cristo habló de sí mismo como
pan de vida eterna. Se escandalizaron por que este pan no les interesaba y, por consiguiente,
no lo entendieron. “Dame un corazón amante, prosigue san Agustín, y sentirá lo que digo.
Dame un corazón que desee y que tenga hambre; dame un corazón que se mire como
desterrado y que tenga sed, y que suspire pro la fuente de la patria eterna; dame un corazón
así, y éste se dará perfecta cuenta de lo que estoy diciendo, pues, si hablo con un corazón
que está todo helado, éste tal no comprenderá mi lenguaje. De esta cordura eran los que
murmuraban entre sí”.
He aquí el modo como el Padre enseña y atrae: nos presenta un objeto, Cristo, que
constituye la síntesis de todas las realidades por las que el hombre siente interés y atracción.
San Agustín saca la conclusión siguiente: “Videte quomodo trait Pater: docendo delectat,
non necessitatem imponendo: acce quomodo thahit”.
La atracción consiste, pues, en la palabra divina, en la enseñanza del Padre, en cuanto nos
presenta, hablar, un objeto tan fascinante y seductor que polariza el interés y el amor de
cualquier espíritu sediento de verdad, de bondad y de vida. San Juan no ha incrustado
casualmente el texto de la atracción en el discurso del pan de vida. Porque se siente hambre
de ese pan, es por lo que se acerca uno a Cristo y cree en él apenas el Padre la presenta;
porque se está sediento de la vida eterna, es por lo que se aceptan las palabras de Cristo.
Podemos concluir, por tanto, que la atracción del Padre es algo inherente a su palabra; es la
seducción de la verdad y de la bondad; es el encanto que produce Cristo, el objeto de su
magisterio. Dios, cuando nos habla, nos presenta a su Hijo, el Verbo encarnado para nuestra
salvación, como el que atrae nuestra mente y nuestro corazón, como el que tiene palabras
de vida eterna. El poder de seducción de Cristo se nos comunica en la palabra que Dios nos
dice en la predicación. Se trata de una fascinación sobrenatural que no puede percibirse sin
la gracia interna.
También santo Tomás admite la atracción externa que proviene del objeto. Al comenzar el
texto citado de san Juan (6,44.66), distingue diversos modos de atracción por parte del
Padre.
El primero es persuadiendo racione. De esta forma atrae el Padre hacia Jesús, cuando
demuestra que es su Hijo, bien medicante una revelación interior, como en el caso de Pedro
en Cesarea de Filipos (cf. Mt 16,17), bien a través de los milagros, como sucedió en
quienes abrazaron la fe después de haber presenciado los portentos extraordinarios que
Jesús obraba.
Pero puede atraer también hacia el Hijo aliciendo, es decir, mediante un poder misterioso
que nos hace reconocer en Cristo al Hijo de Dios.
Existe además un tercer modo de atracción que el Angélico expresa en los términos
siguientes: “sed trahuntur etiam a Filo admirabili detectatione et a more veritiatis, quae est
ipse Filius Dei”. Y tras haber recogido la cita de san Agustín que se expresa con las mismas
palabras, concluye: “Ab isto ergo si trahendi sumus, trahamur per dilectionem veritatis”.
El mismo tener del texto muestra que se trata de una gracia externa, de un encanto que se
derrama del Hijo de Dios y atrae el hombre, naturalmente orientado hacia la verdad. Pero
el doctor de Aquino es más explícito todavía, pues continúa de este modo: “Sed quia non
salum revalatio exterior, vel obiectum, virtutem atrahendi habet, sed etiam interior
intinctus impellen et movens ad credendum; ideo trahit multos Pater ad Filium per
insitnctum divanae operationis moventis interius cor homns ad credendum”. Según santo
Tomás, pues, a la atracción externa que procede del objeto se une el impulso interno del
Padre, que mueve hacia el objeto de la fe.
Pero ¿de qué modo se ejerce esa atracción? Santo Tomás responde con las palabras del
doctor de Hipona: “Modus autem atrahendi est congruus, quia trahit revelando et docendo”.
Según san Agustín, lo mismo que según santo Tomás, para creer en Cristo no basta la
gracia interna que Dios otorga a cada uno de los hombres, en virtud de su voluntad salvífica
universal, sino que se exige una cierta atracción ejercida por los valores que Cristo encarna
en sí mimo. De él se desprende un encanto singular, que sólo puede sentir el hombre
sensible al reclamo de la verdad y de la bondad. Si falta esto, aunque se dé la gracia interna,
no se puede creer. Los judíos a quines Jesús hablaba del pan de vida, no obstante la gracia
interna, no creyeron, ya que no tenían ningún deseo de ese pan. Para ellos Jesús era sólo el
hijo de José y sus palabras no podían lograr otra cosa que producir secándolo. Prestaron fe,
en cambio, los apóstoles, porque ellos Jesús tenía palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68).
Al llegar a este punto, suele hacerse una objeción. Si la eficacia propia de la preedición
estriba en la atracción que ejercen la verdad y la bondad, ¿cómo se explica que haya
hombres que no crean? La inteligencia y la voluntad del hombre, en razón de su dinamismo
intrínseco, están orientadas hacia la verdad y el bien. ¿Por qué puede, entonces, rechazarlas
el hombre? Si el ser humano no actúa sino en virtud de su tendencia hacia la verdad y el
bien, ¿cómo se explica que se puede rechazar la predicación de un objeto que se confunde
con la verdad y la bondad?
Hemos adelantado ya, comentando a san Agustín y al doctor Angélico, que la respuesta
positiva a la invitación de Dios depende del deseo, al menos implícito, que sentimos por los
valores que representa. Pero tenemos que aclarar esta explicación. Si de hecho el hombre
no puede obrar si no en vista de la verdad y del bien, no podría decirse que fuera libre ante
Cristo, ya que se le presenta, en la predicación, como la encarnación misma de esos valores.
Este hecho transforma la relación de la inteligencia y voluntad del hombre respecto a los
valores de la verdad y del bien. Su encarnación en un signo sensible, Cristo y la Iglesia, es
decir, en signos que no pueden expresar adecuadamente toda su realidad ni,
consiguientemente, todo su poder de atracción, tiene como consecuencia necesaria el
hacerlos aparecer como limitados.
Desde esta perspectiva, se puede comprender no sólo la necesidad de la gracia interna sino
también la urgencia del testimonio por parte del predicador y de la Iglesia.
Al mimo tiempo se cae en la cuenta la necesidad del testimonio externo. Se requiere que
Dos, a la vez que nos empuja por medio de la acción misteriosa de la gracia interna nos
muestre de una manera palpable que la institación que nos hace entrar en su amistad, que en
su aspecto externo se nos presenta como el sacrificio de la personalidad nuestra, es todo lo
contrario de una modificación o de la renuncia a nosotros mismos. En la transformación
que la fe obra en quienes la aceptan, se halla la prueba sensible de que Dios no exige para
ello la destrucción, sino la valorización plena de nuestra, personalidad: la cruz es el camino
de la vida.
En la vida gris de cada día, el hombre de fe se alza como símbolo de la presencia de Dios
en el mundo y del poder transformador de su amor divino. Este hombre es, en verdad, todo
lo contrario de lo que debería ser según lógica human. San Pablo nos describe un cuadro
tremendamente impresionante de la transformación que la fe logra en los creyentes, en
contraste con las ideas del mundo: “En bada demos motivo alguno de escándalo, para que
no se vituperado nuestro ministerio, sino que en todo mostrémonos como ministros de
Dios, en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias, en azotes, en
prisiones, en tumultos, en fatigas, en desvelos, en ayunos, en santidad, en ciencia, en
logaminidad, en bondad, en el Espíritu Santo, en caridad sincera, en palabras de veracidad,
en poder de Dios, en armas de justicia ofensivas y defensivas, en honra y deshonra, en mala
o buena fama; cual seductores, siendo veraces; cual desconocidos, siendo bien conocidos;
cual moribundos, bien que vivamos; cual castigados, mas no muertos; como mendigos,
pero enriqueciendo a muchos; como quienes nada tienen, proveyéndolo todo” (2 Cor 6, 3-
10).
Estos hombres, juzgado como “el deshecho” del mundo (1 Cor 4,13), gozan de una paz
purísima, que ninguna tribulación o persecución es capaz de destruir. Hasta la muerte
abrazan contentos y alegres, pues la desean incluso como bien supremo (cf. Fil 1,23).
¿Será posible no olvidar en esto que Cristo es realmente quien puede salvar al hombre ya
que da un sentido pleno toda su vida?
Tenemos, por tanto, que la seducción de Cristo, la seducción de la verdad y del bien, que
constituyen los valores supremos a que aspira el hombre, pasa a través de la Iglesia. El
anuncio del evangelio cumple su misión y alcanza su objetivo de enfrentar al hombre con el
problema de su propia suerte, forzándolo a tomar una decisión, en la medida en que la
Iglesia es capaz de difundir hacia fuera la atracción seductora de Cristo y de los valores que
encarna. En esta tarea, la Iglesia nunca llegará a ser signo es, pro naturaleza, defectuoso. Y
por mucho que se lo perfeccione, no se conseguirá siendo siempre necesaria. A ella se
deberá el que el hombre reconozca en la Iglesia la presencia y la actividad de Cristo.
7. La gracia externa, vehículo de la gracia interna
Podemos afirmar que la gracia externa, la palabra del predicador, es vehículo de la gracia
interna. Hemos visto ya que así lo afirmaban Suárez y los predicadores del siglo XVII. Dios
atrae hacia sí al hombre, le da testimonio, lo enseña e ilumina por medio del predicador y,
de otra, a Dios, como atrayendo hacia sí al hombre para hacerlo capaz de responder al
mensaje de salvación. La acción de Dios, su atracción y enseñanza, por el contrario, se
explicaba a través de la palabra del predicador.
Todo ello se esclarece plenamente cuando se admite que es el mismo Dios el que habla en
la predicación mediante un hombre. Para creer, se precisa su iluminación, su testimonio, su
unción; se necesita que abra el corazón de los oyentes. Pero todo eso lo realiza por medio
de la palabra human. Este es el instrumento de que Dios se sirve para introducir al hombre a
tomar un postura respecto a la salvación que se le brinda. Dios ilumina al hombre, lo atrae y
le concede que dulcemente preste su asentimiento a la verdad, hablándole por boda del
predicador. Éste es su auténtico representante en el mundo; el que lo hace presente,
sensibilizando toda la seducción de la verdad y de la santidad que hay en él; pero al mismo
tiempo, provoca el desprecio y oposición de quienes no están dispuestos a cumplir su
voluntad. Con pleno derecho puede decir san Pablo de los apóstoles y, en ellos, de sus
sucesores en el oficio de la predicación: “Somos para Dios penetrante olor de Cristo en los
que se salvan y en los que se pierden; en éstos, olor de muerte; en aquéllos, olor de vida
para vida” (2 Cor 2, 15-16).
Cierto que Dios ilumina al hombre, mas esta iluminación proviene del rostro de Cristo y se
irradica por medio de sus apóstoles. Dios da testimonio de que somos sus hijos: pero este
testimonio pasa a través del Cristo continuando en su Iglesia
8. Naturaleza de la eficacia de la predicación
Por otra parte, ese objeto se presenta no en sí mismo, sino “in forma Christi” primero y,
después de la ascensión, “in forma Ecclesiae”; es decir, se muestra a través de unsigno, que
le impone el límite. Sabemos que, en virtud de la asistencia prometida por Jesús a su
Iglesia, esta señal, este vehículo de lo divino, no adquirirá nunca una opacidad tan intensa
que llegue a esconder por completo lo sobrenatural. El signo podrá ser más o menos
transparente, pero siempre en una medida que baste para que lo puedan penetrar los ojos
bien dispuestos. A través de este signo, el poder de la persona de Cristo se lanza
continuamente hacia delante y trata de atraer hacia sí a los hombres. Estamos ante la
fascinación antológica que dimana de la persona.
Es decir, las personas tienen determinada mentalidad y, para que pueda ser recibido el
testimonio, bien que pasar a través de esa mentalidad, a través de los esquemas con que el
hombre piensa y vive.
Por otra parte, el significado del mensaje no puede percibirse, si en la persona a la que se
dirige no se da una cierta expectación en cuanto a lo que el lleva consigo. Dice también
Gguitton: “una noticia que constituyese una sorpresa total, ocasionaría un shock, peso no
reportaría instrucción alguna, Para que la noticia pueda ser buena, e incluso para que pueda
ser percibida como noticia, son necesarias, nappes d’anticipation, latencias, esperas.
Cuando voy a contar algo, debo plegarme a las exigencias del grupo”.
Y para que una noticia sea recibida como algo que interesa, se necesita no solo adaptarse
a la mentalidad de las personas o las que se les comunica, sino encontrar también en ellas
pierres d’attente, es decir, deseos o exigencias, al meno potenciales del mensaje se les
transmite y que se anhela que acepten .
La consecuencia de todo lo que venimos diciendo es que no hay ninguna expresión del
mensaje que pueda fijar como definitiva . Este esta sometido a un continuo trabajo de
adaptación a las mentalidades con que entra en contacto y entre las que pretende difundirse.
Estas consideraciones son validas también y de modo especial , para el mensaje cristiano,
esencialmente universal y orientador de toda la existencia humana. No posee una lengua
sagrada, Jesús no ha escrito nada, no hizo sino hablar y confiar el encargo de dar
testimonio de cuando el había dicho, prometiendo a sus apóstoles su asistencia y la del
Espíritu Santo, cual garantía de la fidelidad en su transmisión (cf. Mt 28,19; Hech 1,8).
Cada época por consiguiente, y cada pueblo y mentalidad ha detener su propia a expresión
de mensaje cristiano. H de transmitirse, pues, en la lengua de cada un de los pueblos y de
cada una de las culturas.
Sin duda, Cristo previo la necesidad de la adaptación , Ya que dio a los apóstoles la misión
obligatoria de predicar el evangelio por todo el mundo ¡ Y cuan numerosas sino las
mentalidades y culturas que existen entre los hombres.¡ Por eso, aunque se cierto que el
evangelio, la buena nueva de la salvación no cambia, puesto que su objeto es Cristo, que el
mismo hoy, ayer y por todos los siglos (cf. Heb13,8), tiene que ser actualizado y traducido
a las diversas mentalidades y culturas en que se desenvuelve la existencia del hombre.
Esta existencia intrínseca del mensaje plantea, como es bien sabido, el delicado problema
de la inserción del cristianismo en l historia, es decir , el problema de la relación entre la
ciencia y la fe. Problema perenne y de todos los tiempos, pero que en algunas épocas, se ha
sentido con particular inquietud dramaticidad..
Antes de llegar al estudio del problema que supone la adaptación de la predicación urge
poner en claro algunas nociones.
2. EL Concepto de adaptación
Ateniéndonos a este concepto genérico, la adaptación del mensaje cristiano implica que se
predique de suerte que produzca en aquellos a quienes se anuncia, la crisis de la conversión,
caso de la predicación misionera, , o la profundización de la misma, si se trata de la
predicación catequetica u homoletica. El mismo mensaje que Cristo y los apóstoles
predicaron hace veinte siglos de un modo adecuado a la mentalidad judía o pagana del
imperio romano, hay que predicarlo hoy, adaptándolo a la mentalidad y a la cultura de los
hombres actuales.
Dios penetra en el alma sin ninguna preparación, sin ningún merito por parte del hombre,
solo por pura gracia. Esta es la postura que hoy defiende Kart Barth.
La actitud católica, por el contrario, se mantiene alejado de todas las exageraciones, bien
sean de saber pelagiano bien sean de índole protestante. el pecado de los primeros padres,
enseña , no ha corrompido la naturaleza humana hasta el extremo de que no posea ninguna
capacidad para hacer el bien o entrar en relación con las cosas divinas. A pesar de haber
perdido la dignidad en la que Dios la había creado; a pesar incluso de haber quedado
herida y debilitada en los dones naturales, conserva su diferencia a Dios como fin ultimo y
la capacidad de realizar algunos actos buenos. No todo lo que hace el hombre, sin poseer
la gracia ni la fe es pecado.
Mas esta actitud se halla muy lejos del optimismo a ultranza de los pelagianos, que no
reconocen ninguna diferencia esencial, en la naturaleza humana antes y después del
pechado así como también del pensamiento protestante. Que afirma su corrupción radical y
plena . en el problema de que nos ocuparnos, la iglesia católica admite la posibilidad de la
preparación a la fe y la existencia para todos los hombres, sin distinción, de gracias
sonantes y elevantes que hacen posible la cooperación con la gracia, por consiguiente, la
preparación a la fe. Esto implica que cada hombre tiene la capacidad radical necesaria para
recibir y adherirse al mensaje de la salvación.
No hay que olvidad, por ultimo, al ocuparse del tema de adaptación, que el cristianismo no
solo es sobrenatural, sino que incluso puede parecer a la naturaleza humana, corrompida
por el pecado, locura o escándalo(ef1 Cor1,23). Hay, pues en el hombre una tendencia
natural a conciliarlo con los propios criterios y mentalidad, eliminando todo aquello que no
llega a entender o que le resulta desagradable. Al señalar los limites de la adaptación ,
Schurr dice con toda justicia que el acontecimiento central del cristianismo no es la
encarnación sino la cruz; que no se trata de implantar a Dios en el mundo , sino de
desarraigar el mundo para enraizarlo en Dios” en verdad que lo humano puede servir para
preparar el cristianismo, pero también puede constituir un obstáculo ¿Cuándo pues se
realiza la verdadera y autentica adaptación ¿ . no cabe otra respuesta que la señalada a
continuación ; cuando salvada la integridad del mensaje con todas sus exigencias en el
orden intelectual y moral, se presenta de forma apta para provocar en quienes lo reciben
una propuesta , es decir una reacción positiva, negativa o dudosa. No puede decirse que el
mensaje cristiano ha sido en verdad anunciado y promulgado, sino ha conseguido poner al
hombre cara a cara con el problema de su propio destino y su propia salvación. Y en el caso
de la predicación dirigida a os cristianos, la adaptación exige que sirva y ayude a hacer mas
profunda la conversión en su dimensión doctrinal o litúrgica.
Estos principios nos permiten hablar de una doble adaptación ; la del mensaje que se
produce y la del sujeto a quien se dirige ese mensaje.
5. La adaptación al mensaje
A demás de esta dificultad que hay para la comprensión de la Biblia, existe otra debida a la
situación actual de la investigación bíblica. A pesar de los muchos esfuerzos realizados
hasta hora por los estudiosos, nos hallamos todavía muy lejos de haber comprendido el
contenido auténtico y la significación de varios libros del Antiguo Testamento y de alguna
del Nuevo. Evidentemente, la predicación no puede ignorar las enseñanzas de exégesis
científica. Aunque no este vinculada directamente al sentido literal de la Escritura, sino al
espiritual, si no quiere caer en la arbitrariedad, cosa que les ha pasado no pocas veces a los
padres, tiene que conocer con exactitud los resultados de la exégesis científica, y
teniéndolos en cuenta, exponer el sentido espiritual de las Escrituras.
Scurr observa que, cuando uno lee el Kittel, puede percatarse de la dificultad que entraña la
comprensión del Nuevo Testamento. Lo mismo cabe afirmar, y con más razón, respecto al
Antiguo. ¡Con cuánta frecuencia ha sido deficiente la exégesis hecha por los predicadores!.
A la necesidad del estudio continuo del mensaje nos lleva también otra consideración que
se funda en la misma naturaleza del cristianismo. Según hemos repetido en diferentes
ocasiones, la originalidad y trascendencia del mensaje no radican tanto en la significación
que tienen para la vida. Pero esa significación, en todas sus dimensiones, no puede ser
comprendida ya desde el primer momento. Que Cristo sea la vida del hombre, y la luz que
ilumina el camino, y el amigo que le está próximo sin abandonarlo jamás, es algo que se
puede entender desde el principio; pero sólo en el transcurso del tiempo y de los años se
muestra en toda su profundidad la funsión que Cristo desempeña en la vida del hombre.
Cristo, objeto del mensaje, es una persona cuyo conocimiento ha de ser progresivo
necesariamente. La persona se aprehende primero “en bloque”, más adelante en sus
particularidades. San Pablo exhorta a los cristianos todos a alcanzar “la unidad de la fe y
del conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de
Cristo” (Ef 4,13). Esa adultez en Cristo no es posible sin un conocimiento cada vez más
perfecto de él, conocimiento que no consiste sólo en el estudio de su historia, sino
principalmente en el contacto cada día más íntimo con él en la fe. Este contacto con Cristo
en la fe será útil incluso para la comprensión de la Biblia, que es el libro de la fe. De esta
suerte evitará el predicador el convertirse en un profesor en el púlpito; sólo así será un
predicador auténtico, es decir, el pregonero de la buena nueva del amor de Dios. En la fe,
comprenderá el verdadero sentido espiritual de la Escritura, el significado auténtico de los
gestos divinos.
Pero no basta con entender el mensaje, hay que comunicarlo. Y para transmitirlo es
necesario tener en cuenta las leyes de la expresión. Esto constituye otro aspecto de la
adaptación.
“Hay dos pilares dice san Agustín, sobre los que debe apoyarse el estudio de la sagrada
Escritura: el modo de descubrir lo que contiene y la manera de expresar lo que se ha
comprendido”. Para abrir brecha en el oyente de tal manera que se le mueve a tomar una
actitud respecto a la palabra de Dios, no puede el predicador renunciar a los recursos que
ofrece la retórica. Es algo que se intuye ala primera. San Agustín, no se olvide que es
llamado el doctor de la gracia, afirma que quien habla “con elocuencia y sabiduría puede
ayudar más a los oyentes que quien habla sólo con sabiduría”. Cierto que inmediatmtne
después añade que hay que rechazar a quien habla con elocuencia, pero carece de sabiduría,
a causa del peligro de que alguno crea en lo que dice, seducido por su elocuencia. La
misma Escritura nos ofrece un ejemplo clarísimo del uso abundante de todos los recursos
del arte literario. ¡Cuán numerosos son los géneros literarios de la Biblia San Agustín no se
cansa de indicar hasta qué punto conocían los autores sagrados los diferentes estilos que
enseña la retórica y de qué forma los empleaban.
Pero el modo mejor de conocer a los hombres de hoy, en nuestra opinión, es vivir
profundamente su vida. Esto no quiere decir que necesariamente haya que convertirse en
obreros o profesionales, algunas veces esto será conveniente, para poder entender estas
categorías sociales. Hablamos de la propia vida como sacerdotes y como predicador. Quien
vive de manera profunda la propia vida y experimenta sus dificultades, tiene por esa simple
hecho la capacidad suficiente para hacerse cargo de todas las dificultades en que se
encuentran sus oyentes. Es más, nos atrevemos a decir que las aportaciones de las
psicología y la sociología son útiles en el grado en que se las inserta en la profunda
experiencia de la propia vida personal. En este acaece lo que en el arte. El que comprende
el arte de un determinado autor o de una época concreta, puede por eso mismo captar el arte
de cualquier autor y de cualquier época.
Para lograr esa adaptación se exige también una actitud de simpatía y de amor hacia el
mundo y el tiempo en que se vive. En la amor está el secreto de la comprensión.
8. La adaptación ontológica
Si la predicación se destina “a toda criatura” (Mc 16,18), es evidente que todas ellas no
encuentran en las mismas condiciones antológicas para recibirla.
El padre G. B. Cannizzaro distingue cuatro situaciones diferentes.
Ideales son las condiciones del fiel en estado de gracia. No sólo su alma, sino también todas
su facultades se encuentran sobrenaturalmente elevadas y orientadas hacia Cristo y la
Iglesia. El alma, en estado de gracia, dice Cannizzaro, “es el hijo que gusta escuchar la voz
del padre, la recibe, la guarda y la rumia en su corazón, como san Lucas nos dice de María,
que es el perfecto ejemplar de los oyentes de la palabra de Dios”.
Estos datos, que la revelación nos enseña y nos clarifica el magisterio de la Iglesia, tienen
importancia para el predicador. Demuestran que no trabaja él solo en la empresa de llevar a
los hombres a la unión e intimidad con Dios. Con él se halla aquella realidad misteriosa que
es la gracia, con la que el predicador debe colaborar para conseguir la santificación de las
almas. Y a esta gracia corresponde la función principal. El predicador no es sino su
vehículo. Su tarea esta en servirla, prestándole su colaboración.
En el diálogo entre el predicador y el oyente, por el contrario, pueden ser superarlos los
límites y fronteras de la inteligencia natural. No los fija la capacidad natural del hombre,
sino el Espíritu Santo, que es el maestro auténtico. El carácter recibido en el sacramento, y
aún más la virtud de la fe, conceden al creyente cierta connaturalizad con la palabra de
Dios, que produce en el alma una luz divina que ilumina la palabra y la hace comprensible
más allá de los límites naturales. San Juan habla de la unción del Espíritu que nos hace
comprender todas las cosas (Cf. 1 Jn 6,21) y el salmo 35,10 nos dice que veremos la luz de
Dios “en su luz”.
Esta verdad puede constatarse incluso en la experiencia. ¿Cómo explicar que gente ruda e
ignorante comprenda, no pocas veces, las cosas de la fe con tal profundidad y facilidad que
causan la sorpresa de los teólogos? Es el Espíritu Santo el que les hace comprenderlo
“todo”. El predicador no tiene que olvidar nunca, en su difícil ministerio, que es un aliado y
colaborador del Espíritu Santo.
La adaptación no es una cosa exclusiva del predicador; también los oyentes tiene que
adaptarse al mensaje. Sin duda alguna el oyente goza del derecho a comprender el mensaje
y percibie rsu racionabilidad; pero no tiene el derecho a comprender el mensaje y percibir
su racionalidad; pero no tiene el derecho de señalar con condiciones para su aceptación. Se
trata de la palabra de Dios, que ejerce su soberanía sobre el hombre. Auqneu éste pueda
exigir garantías para aceptarla, no está en sus manos el fijarlas arbitrariamente. La Escritura
pone en guardia al oyente contra el endurecimiento del propio corazón (cf. Sal 95,7-8).
La disposición más adecuada para recibir la palabra de Dios es la humildad, que brota del
amor. Hemos hablado, en el capítulo 6º, de las relaciones entre el amor y la fe. No se llega
a la fe sino a través del amor. El amor constituye la disposición ideal para la palabra. Este
amor variará, naturalmente, según se trate, en la preparación para la acogida de la palabra
según se trate, en la preparación para la acogida de la palabra, de un pagano o de un
cristiano que la ha aceptado ya en la propia vida y sólo tiene que hacerla crecer en si
mismo.
Como conclusión de esta segunda parte de nuestro estudio, juzgamos conveniente dedicar
un capítulo entero al predicador. De él nos hemos ocupado constantemente en las páginas
anteriores; pero la consideración especial de su persona nos ayudará a comprender más
fácil y profundamente su función.
El predicador es, ante todo, un hombre a quien Dios llama a que colabore con él en la
difusión e implantación de su reino en el mundo. En cuanto tal, debe poseer todas la
cualidades que hagan de él un instrumentos apto para realizar la parte que le corresponde en
esta tarea. Aunque es sobrenatural, puesto que en ella obra el mismo Dios, la predicación
emplea un medio natural: la palabra del predicador. Un defecto o una tara suyos podrían, si
no comprometerla, si al menos obstaculizar la acción de la gracia.
Los estudiosos de todos los tiempos han subrayado siempre el papel importante de las
cualidades sobrenaturales, han insistido casi de manera exclusiva en las naturales. San
Agustín se ocupa de ellas en el cuarto libro de su obra De doctrina cristiana, que ha servido
de modelo e inspiración a todos los que después se han ocupado de la llamada homiléctica
formal. Una obra casi clásica en este sentido es Lórateur chrétien, d eA. D. Sertillages, que
hemos citado ya otras veces. En ella baja el conocido teólogo a los detalles más pequeños
para enseñar al predicador cómo tiene que desarrollar las dotes de su inteligencia, de su
voluntad y de su corazón; cómo ha de preparar y componer el discurso; cómo debe formar
el estilo y cuidar la dicción. A través de la lectura de este ensayo, cae uno en la cuenta de
hasta qué punto es preciso tomar en serio helecho que ya hemos indicado tantas veces: la
predicación no es sólo palabra de Dios, sino también palabra humana, que dice un hombre
y que dirige a otros hombres, para provocar en ellos determinadas reacciones. No puede,
por consiguiente, prescindir de las reglas del discurso. Vale para la predicación, y acaso
todavía con más motivo, la que decía Cicerón respecto de la oratoría en general: es el arte
más difícil.
Con pleno derecho reprende san Gregorio Magno a quines se dedican ala predicación, sin
hberse debidamente preparado. Reprueba el gran pontífice romano no sólo a quines, por
excesiva modestia, se abstienen de predicar, sino también a los que se dedican a este
ministerio con ligereza. “Cuando se trata de personas que por su escaso talento o por la
edad no son aptas para el papel de predicador, y a pesar de ello, llevadas de su insensatez,
intentan desempeñarle, hay que amonestarlas para que no se cierren el camino de un futuro
progreso, por la presunción con que asume un cometido tan importante; no sea que
mientras que quieren realizar fuera de tiempo lo que ahora no pueden, se imposibiliten para
practicar lo que habrían podido hacer si hubieran esperado al momento oportuno; u no sea
que mientras que quieren hace runa vana ostentación de ciencia, den, por justo castigo, la
prueba clara de haberla perdido totalmente”.
2. La llamada de Dios
Si las virtudes naturales no pueden faltar en el predicador, mucho menos las sobrenaturales,
ya que éstas tienen la primacía. Es más, éstas últimas constituyen sus auténticas cualidades,
ya que las otras no son sino su presupuesto. El predicador ha recibido de Dios la llamada a
cooperar con Él en la transmisión de su mensaje y a invitar a los hombres a participar de la
vida divina. “No me habéis elegido vosotros a mí – dijo Jesús, a su apóstoles y, en ellos, a
toso los que habían de sucederles con el tiempo – , sino que yo os elegí a vosotros, y os he
destinado para vayáis y deis frutos” (jn 15,16).
Jeremías fue constituido por Dios profeta de las naciones aun antes de salir del seno de su
madre. Pero cuando llegó el momento de comenzar su misión, tuvo miedo: “y dije: “ ¡Ah
Señor Yavé!: “No digas: soy un niño, pues irás a donde te envíe yo y dirás lo que yo te
mande. No tengas temor ante ellos, que yo estaré contigo para salvarte, dice Yavé… He
aquí que pongo en tu boca mis palabras” (Jer 1, 6-9(.
Con la misma solemnidad se describe la vocación de ezequiel: “Y me dijo: “Hijo de
hombre, ponte en pie, que voy a hablarte.” Y hablándome, entró dentro de mi el espíritu,
que me puso en pies, y escuche al que me hablaba. Me dijo: “Hijo de hombre, yo te mando
a los Hijos de Israel, al pueblo rebelde, que se ha rebelado contra mi” (EZ 2, 1-3).
Se trata de la misma fuerza que, en el Nuevo Testamento, se apodera de los apóstoles y los
convierte en testigos de Critos, primero en Jerusalén y luego en todos los confines del
mundo (cf. Hech 1,8).
Por eso la sagrada Escritura tiene que ser el libro preferido del predicador. San Jerónimo,
en su carta a Nepociano, le exhorta a leer frecuentemente las Escrituras y a no abandonar
jamás su lectura. Sólo así podrá aprender lo que tiene que enseñar y adquirirá la doctrina
necesaria para exhortar y confundir los errores. Y en el mismo tomo se dirige a san Pulino
de Nola: “Yo te pregunto, hermano carísimo, vivir entre estas cosas, meditarlas, no saber
nada, no buscar nada fuera de ellas, ¿no te parece que es tener ya aquí en la tierra una
morada del reino celeste?”.
Al estudio de la Biblia que ha de hacer el predicador, podemos aplicar los principios que
santo Tomás aplica el estudio de las cosas sagradas. A propósito de la expresión “ciencia
inflat”, el Doctor Angélico nos dice que la ciencia auténtica se consigue “humiliter sine
inflatione, sobrie sine praesumptione, certiudinalier sine haesitatione, veraciter sine errore,
simplicitater sine deceptione, salubriter cum charitate, utiliter cum proximorum
aedificatione, liberaliter cum gratuita commnucatione, efficaciter cum bona operatione!. Si
este estudia la Biblia con estas disposiciones, no existe ningún riesgo de la que el
predicador adultere la palabra de Dios en su discursos.
4. El predicador y la santidad
Por ser enviado de Dios y pregonero de su palabra, el predicador tiene que buscar la
santificación personal, ya que sólo quien se purifica del pecado y une a Dios, puede
entender sus misterios. “Pues nadie, afirma santo Tomás, debe asumir el papel de predicar,
mientras que no se haya purificado de la culpa y perfeccionado en la virtud, como se dice
de Cristo, que coepit tacere et docere”.
El principio que él inculca tan solamente, contemplari et conteplata aliis trajere, no puede
convertirse en realidad si no se ejercitan las virtudes morales, indispensables para la vida de
contemplación. San Gregorio Nacianceno ha formulado la misma enseñanza en la secunda
oratio apologetica: “El predicador no puede mover la lengua sino ha sido educada”. No
puede enseñar a los demás lo que se debe hacer, el que no lo ha aprendido primero por
experiencia. No es posible ser predicadores, si no se vive una vida profundamente religiosa,
en contacto con Dios.
Pero para adquirir esa ciencia tan clara y tan encendida sobre Dios, el predicador tiene que
ser hombre de oración y de meditación profunda. El orador sagrado, continúa el mismo
autor, tiene que hacerse escuchar con inteligencia, agrado y docilidad. “Mas lo podrá por el
fervor de sus oraciones que por habilidad de oratoria. Por tanto, orando por sí y por
aquellos a quienes ha de hablar, sea antes varón de oración que de peroración. Cuando ya se
acerque la hora de hablar, antes, de soltar la lengua una palabra, eleve a Dios su alma
sedienta para derramar lo que bebió exhalar de lo se llenó”.
El motivo del recurso a Dios, según san Agustín, estriba en el hecho de que las cuestiones
referentes a la fe y a la caridad se pueden tratar de diferentes modos y sólo Dios sabe cuál
de ellos se está más indicado para las necesidades de los fieles. Por eso, concluye el obispo
de Hipona, el predicador debe estudiar del mejor modo posible las cuestiones; pero
aproximándose la hora del discurso, recuerde las palabras del Señor: “Cuando os entreguen,
no os preocupe cómo o qué hablaréis porque se os dará en aquella hora lo que debéis decir.
No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro padre es el hablará en
vosotros” (Nt 10,19-20).
Y al final del libro, el santo habla otra vez de la oración: “Cunado un orador tenga que
hablar al pueblo o a un grupo más reducido, o dilatar lo que se ha de decir públicamente, o
lo que se ha de leer por otros, si quieren y pueden, ore para que Dios Ponta en sus labios
palabras propicias”.
Existe además la dificultad que nace del fracaso a que tan frecuentemente se halla expuesta
la predicación. El desaliento flota siempre como una amenaza sobre el predicador no
fundamentado en la humildad. “Quien afronta el riesgo del ministerio de la palabra, no debe
tomar en cuenta los elogios de los extraños, ni tampoco debe perder el ánimo cuando se los
nieguen. Pero si, haciendo sus discursos por agradar a Dios… recibe alabanzas de los
hombres, no rechace sus elogios; más si los oyentes, por el contrario, no se los tributan, no
los busque ni se aflija por ello, pues le servirá de suficiente consuelo, mayor que ningún
otro, de las fatigas, el esfuerzo realizado para dirigir y disponer la propia enseñanza, que
cuenta con la aprobación divina”.
Una manifestación de esta actitud humilde consiste en decir con coraje la verdad a lo
oyentes. No es una tarea fácil, pues a nadie agrada decir loq eu no gusta a los oyentes a
quines habla. Pero es preciso hacerlo así. Lo exige la fidelidad a la misión recibida. Entre
las cosas que Cristo ha mandado anunciar, se hallan también aquellas que no riman con los
gustos de la gente. “Hay que preferir, dice santo Tomás, la salvación de la multitud a la paz
de unos cuantos. Por consiguiente cuando algunos impiden con su perversidad la salvación
de la multitud, el predicador no debe temer ofenderlos, con tal de proveer a la salvación de
los más… Por ello el Señor, a pesar de que les causaba ofensa a éstos (a los escribas y
fariseos), enseñaba públicamente la verdad que ellos odiaban, y les reprochaba sus vicios”.
Hay que procurar sinceramente no ofender a nadie. Pero cuando “se origina un escándalo
de la verdad, es preferible soportar el escándalo a silenciar la verdad”.
La humildad, por último, impone al que predica discreción. No puede decir lo que quiera,
sino que ha de adaptarse a los oyentes, a lo que pueden entender, aun cuando eso lleve
consigo el sacrificar los propios conocimientos y, por consiguiente, la propia personalidad.
L apalabra de Dios se anuncia, con mucha frecuencia, a los simples ignorantes, que no
pueden absolutamente seguir razonamientos difíciles o comprender pensamientos
profundos. En este caso, el predicador tiene que renunciar a esos razonamientos y hablar de
las cosas más fácilmente accesibles a todos. Ésta conducta de Jesús. Para hacerse entender
por las turbas, hablaba por medio de parábolas. Ni siquiera a los apóstoles, a quines
explicaba los misterios del reino del Dios, les decía todo, pues no estaban en disposición de
comprenderlo (cf. Jn 16,12). Será la humildad la que aparte al predicador de aquellas
disquisiciones filosóficas o exegéticas, a las que con tanta facilidad se siente sentado de
abandonarse.
La humildad es un aspecto de aquella fidelidad a l palabra de dios, que san Pablo presenta
como característica del apóstol (cf. Cor 4,2). La fidelidad a la misión y al mandato
recibidos será la que empuje al predicador al estudio y perfeccionamiento de sus cualidades
naturales, a fin de que estén cada vez más disponibles para la palabra de Dios, que se sirve
de ellas; a conocer la Biblia en su contenido y en sus expresiones; a santificarse,
finalmente, para que en la propia vida aparezca de modo concreto el significado de la
palabra que predica. Todo ello se reduce a la parresía de que hemos hablado anteriormente.
Deseamos terminar este capítulo con un texto de santo Tomás, en el que explica las
diferentes imágenes con el que la Escritura designa al predicador.
“El apóstol denomina con diversos nombres el oficio del predicador, puesto que lo llama,
en primer lugar, soldado, pues defiende la Iglesia contra sus enemigos; en segundo lugar,
viñador, ya que poda sarmientos superflojos o dañados; también pastor, pues apacienta los
súbditos con el ejemplo; buey, porque en todo debe proceder con gravedad, arador, puesto
que tiene que abrir los corazones a la fe y a la penitencia; en sexto lugar, trillador, pues
tiene que predicar frecuentemente y con fruto; arquitecto del templo dado que ha de
construir y reparar el edificio de la Iglesia; y, finalmente, ministro del altar, pues ha de
enfrascarse en un oficio grato a Dios.
Estos nombres indican los fines de la predicación y los medios sobrenaturales que ha de
utilizar el predicador, si desea conseguirlos. La predicación invita a la fe la hace enraizarse
en el corazón y la defiende frente a quienes la niegan. Todo eso lo obtendrá el predicador
con la palabra y con ejemplo.
14. FORMAS DE PREDICACIÓN
Nos falta ocuparnos de la predicación en la vida de la Iglesia, es decir, de las formas que
asume en su dinamismo. Haremos algunas alusiones solamente, ya que, en otro volumen,
trataremos en particular de cada una de ellas.
¿Cuál será el criterio que nos permita distinguir en la predicación una multiplicidad de
formas? Ante todo, los destinatarios. Y éstos no pueden sino pertenecer a tres categorías:
paganos, Catecúmenos o cristianos. Es decir, personas que o no han escuchado nunca el
evangelio, al menos de un modo adecuado, o que lo han escuchado y abrazado solo
sumariamente, o que lo conocen de forma suficiente y tienen solo que encarnarlo en sus
vidas. Podemos distinguir, pues, la predicación misionera dirigida a los paganos; la de
iniciación para los catecúmenos y la formación para los cristianos.
Este criterio, sin embargo, es más bien empírico y, aunque nos permite diferenciar diversas
formas de predicación, no sirve para indicar claramente su naturaleza. El auténtico criterio,
a nuestro juicio, hay que buscarlo en el fin que se propone el anuncio del evangelio. Ya
hemos dicho en repetidas ocasiones que este fin es la fe, el encuentro con Dios en Cristo.
Pueden, por consiguiente, apreciarse diversas formas de predicación en cuanto que son
posibles diferentes especificaciones de la fe.
Según este criterio eminente intrínseco, cabe distinguir una predicación misionera, siempre
que el fin que propongan sea la aceptación de la fe; una predicación de iniciación, cuando
su fin sea el conocimiento de la fe en sus implicaciones doctrinales y morales, y una
predicación litúrgica, cuya tarea consiste en hacer vivir la fe ya aceptada y conocida. La
primera que llamaremos evangelización, se dirige a los paganos a fin de obtener su
adhesión a la fe; la segunda, a la que llamaremos catequesis, esta destinada a los
catecúmenos; la tercera, la denominaremos homilía, tiene como destinatario a la comunidad
cristiana y tiene lugar dentro de la liturgia. Producir la fe, reconocer la fe y vivir la fe
constituyen tres especificaciones de la misma. A ellas corresponden otras tantas formas de
anunciarla.
Estas tres formas son plenamente coherentes con el objeto de la predicación, que es la
persona de Cristo. A una persona no se la aprehende en toda su plenitud en un primer
contacto. Su conocimiento pasa a través de tres fases sucesivas. En un primer momento,
dos personas se encuentran, incluso casualmente, y puede establecerse entre ellas una
corriente de simpatía reciproca, aun antes de que se conozcan íntimamente. Frecuentemente
ignoran hasta sus nombres. A pesar de todo, perciben que hay entre ellos una cierta
afinidad, desean estar juntos y comunicarse. No se trata sólo, quede bien claro, de la
atracción física que se produce entre personas de diferente sexo y que, según la teleología
de la naturaleza, tiende a un objetivo determinado, sino de la atracción plenamente
espiritual que precede a esa forma de amor, que es la amistad y constituye uno de los
motivos que impulsan a los hombres a unirse y a vivir juntos.
Por consiguiente, el criterio para distinguir las tres formas de predicación se funda en la
naturaleza del objeto y del fin que debe alcanzar el anuncio del mensaje. El objeto lo
constituye una persona. Y a la persona se le reconoce en tres niveles diversos: a través del
primero encuentro, del conocimiento propiamente dicho y de la intimidad de la unión.
Resultará interesante añadir alguna cosa respecto a cada una de las diferencias formas de
predicación.
Muy frecuentemente en los albores del cristianismo, cuando se trataba de convertir los
paganos al evangelio, la evangelización fue perdiendo actualidad a medida que las masas se
fueron incorporando a la iglesia. Constituida todavía una preocupación de la Iglesia en los
siglos IV y V, puesto que se perseguía la conversación de los últimos residuos del
paganismo grecoromano. En la edad media, al avanzar los nuevos pueblos hacia las
fronteras del territorio imperial, la predicación misionera recobró actualidad, a pesar de que
no nos conste que los misioneros de la época tuvieran una noción clara de esta forma de
anunciar el mensaje. Para ellos, el problema principal era la catequesis, la instrucción de los
nuevos pueblos y su iniciación a la vida cristiana.
Bajo otra perspectiva se les presentó, por el contrario, la evangelización a los misioneros
del renacimiento, cuando los descubrimientos geográficos demostraron que carecía de
fundamentos la opinión de los teólogos medievales y del mismo santo Tomas, quienes
defendían que no era posible pensar en un ángulo de la tierra al que no hubiese llegado al
menos un eco del evangelio. Hablaban, como máximo, de fundar la Iglesia donde todavía
no existía, pero no se dudaba siquiera de que, en virtud de un fenómeno de ósmosis,
hubiera ningún hombre que no hubiera escuchado el evangelio. El descubrimiento de
nuevos pueblos, especialmente de los que poseían una gran civilización, planteó el
problema de la predicación misionera. Pero no todos se percataron de la distinción precisa
que hay entre esta forma de presentar el cristianismo y la otras, especialmente la catequesis.
Ni tampoco tuvieron conciencia de su originalidad.
A fin de obtener una respuesta de fe, la palabra del predicador está acreditada por
determinados signos que realiza Dios y que tienen como fin garantizar su origen divino. En
la era apostólica, constituían estos signos la profecías verificadas en Jesús, los milagros
físicos obrados en su nombre y la convicción y audacia de los predicadores, que les hacia
afrontar, por amor de Cristo, los mas duros contratiempos e, incluso, la persecución y la
muerte. Terminada la era apostólica, es el milagro moral de la Iglesia lo que constituye tal
signo.
Estos trazo esenciales que descubrimos en los grandes discursos misioneros del libro de los
Hechos como en los de Pedro (2, 14-29; 3, 12-26; 10, 34-43) y de Pablo (cf. 13, 14-52; 17,
22-31; 24, 24-25), los presentarán los diferentes misioneros, según el grado de preparación
de sus oyentes, insistiendo en un hecho con preferencia a otro ante de llegar al objeto
verdadero de la evangelización, que es Cristo. Un primer ensayo de adaptación de estas
líneas señaladas a las situaciones particulares, se encuentra en los apologistas del siglo
segundo y tercero; posteriormente en el De catecbizandis rudibus de san Agustin y, en
tiempos más próximos, en los grandes misioneros de la China y del Japon. En nuestros días,
el crecimiento de nuestra población pagana en el mundo hace que la predicación misionera
cobre gran actualidad y constituya la tarea fundamental de la Iglesia del siglo xx.
4. La catequesis
En la catequesis, además, cabe distinguir una forma general, común a todos los cristianos.
Liégé la denomina catequesis de la base10, y que se reduce al conocimiento del catecismo, y
una catequesis especializada, que se realiza en función de determinados objetivos, dentro
del ámbito de la iniciación cristiana. La primera pretenda dad al catecúmeno la iniciación
doctrinal, moral y litúrgica necesaria para que el cristiano perciba lo que supone la fe en el
pensamiento, en la conducta moral y en la vida de la comunidad, a la que ha sido
incorporado o está a punto de serlo. Además, en la misma comunidad cristiana, cada uno
está llamado a desempeñar una función determinada. Se requiere, por tanto, una catequesis
que lo inicie en esa función. En este sentido, podemos hablar de una catequesis para
preparar el matrimonio o para abrazar la vida de los institutos de perfección. Y, según se
subraye, en la catequesis, un aspecto u otro de la existencia cristiana, podemos hablar de
una catequesis dogmática, moral, litúrgica, bíblica, apologética o eclesial. Se trata,
evidentemente, de poner el acento en cualquiera de estos matices señalados, puesto que no
es posible concebir una catequesis exclusivamente moral ni exclusivamente dogmática o
litúrgica. La catequesis por su misma naturaleza, es la iniciación al misterio de Cristo, que
constituye el centro del dogma, de la moral, de la liturgia, de la sagrada Escritura, de la
Iglesia, de la apologética y de cualquier otro aspecto de la realidad cristiana.
5. La homilía
Y la lectura de la Biblia, como sabemos, forma parte integrante de la liturgia, en cuanto que
es la palabra de Dios la que produce la fe, elemento esencial en el culto12. Ciertamente la
evangelización puede hacerla cualquier persona, aunque ex officio corresponde a la
jerarquía de la Iglesia; la catequesis pueden darla incluso los laicos a quienes se otorgue un
mandato especial; pero la homilía está reservada al sacerdote celebrante o, en caso de que
éste no pueda hacerlo, a otro sacerdote presente en la asamblea. Esto significa que la
predicación litúrgica en un acto de culto y, por lo mismo, propio de quienes han recibido un
sacramento especial, que los deputa para si ejercicio en nombre de la Iglesia.
Este nexo íntimo y profundo entre la predicación y la liturgia, sugerido ya en los Hechos de
los apóstoles (cf. 6,42; 20,7) y afirmado en los primeros documentos no canónicos de la
iglesia primitiva13, forma parte de la misma naturaleza de la predicación y de la liturgia. La
una no puede darse sin la otra. La predicación es la que hace que los signos litúrgicos
adquieran su naturaleza de símbolos de una realidad sobrenatural. Sin la palabra, las
personas, las acciones y los gestos litúrgicos se quedarían en simples acciones o en meros
gestos, sin relación alguna con la realidad que están destinados a significar.
De esta suerte, la predicación, que es la causa instrumental de la fe (cf. Rom 10, 17) tiene
que penetrar todos los estadios de la vida sobrenatural. En la evangelización, invita a la fe;
en la catequesis aclara sus consecuencias y, en la homilía ejercita la virtud misma de la fe,
que se nos infundió en el bautismo junto con la gracia santificante.
No se puede, por tanto, reducir la homilía a pura catequesis. Esta tiene como tarea
específica y directa la instrucción, la iluminación de la inteligencia. Aunque, como es claro,
tenga que desembocar en la oración, su cometido inmediato sigue siendo el de instruir e
iniciar al misterio. La escuela en que se da, no es la iglesia. En la homilía sucede todo lo
contrario: su mira inmediata es la oración, el ejercicio de las virtudes teologales.
Naturalmente que para conseguir este cometido, no hay que prescindir, ni se debe, del
contenido intelectual.
6. La catequesis y la homilía
La distinción establecida entre el fin de la homilía y el fin que persigue la catequesis, nos
ayuda a comprender las otras diferencias que distinguen a estas dos formas de la
predicación.
La catequesis, lo repetimos una vez más, se dirige a la inteligencia y tiene como fin instruir
y formar al hombre según el modo de pensar cristiano. La homilía, en cambio, afecta
inmediatamente a la voluntad y el sentimiento; su objetivo es mover la voluntad a vivir de
acuerdo y al sentimiento; su objetivo es mover la voluntad a vivir de acuerdo con las
exigencias de la nueva vida que se nos ha injertado en el bautismo. La catequesis es
sistemática precisamente por dirigirse a la inteligencia. Aunque parta de la Biblia, de los
hechos de la historia de la salvación busca en ellos la verdad, los principios y las ideas que
permiten descubrir la unidad intima que hay entre ellos. Los hechos, proclamados ya en la
evangelización, tienden, en la catequesis, a transformarse en ideas y a manifestarse como
signos de la intención de Dios tiene sobre la historia. En la homilía, en cambio, los hechos
continúan siendo tales, es decir, manifestaciones del amor de Dios, y pretenden suscitar una
respuesta de amor por parte del hombre. La homilía tiene en cuenta, en los hechos bíblicos,
más bien su elemento afectivo; se fija más en el corazón que en la mente de Dios. De ahí
que no sea tan sistemática como la catequesis y que se atenga más directamente a la Biblia.
También se dan diferencias respecto al estilo. En la catequesis es más didáctico, puesto que
ha de poner de relieve el elemento racional, la coherencia intrínseca de la revelación o los
elementos históricos o apologéticos. En la homilía, el estilo es más lírico y vivaz, pues tiene
que mover la voluntad del cristiano.
Diferencias también en cuanto a la energía con que se explican. La catequesis es más serena
y estática; la homilía, más dinámica y arrebatadora. Estas divergencias aclaran asimismo
los peligros a que están expuestas las susodichas formas de predicación. La catequesis corre
el peligro de caer en lo abstracto, en lo abstruso, en lo erudito y en lo polémico; todos estos
peligros son defectos de la inteligencia. La homilía, en cambio, tiene el riesgo de
convertirse en retórica, sentimentalismo o moralismo, que constituyen otros tantos defectos
de la voluntad y del sentimiento.
Podemos concluir, por consiguiente, que la catequesis y la homilía son dos formas de
predicación diversas e irreducibles la una a la otra, con fines distintos y medios diferentes
dirigidos a conseguir esos fine. La una se adecua a la escuela, en la que enseña; la otra, al
culto, que constituye oración.
De esta suerte, pues, la transmisión del mensaje cristiano, en su dinamismo, puede asumir
tres formas: la evangelización, la catequesis y la homilía.
A pesar de ello, la diferenciación no tiene que hacer olvidar la unidad que hay entre ellas.
Precisamente por ser formas de la misma predicación, han de tener no pocos elementos
comunes. En la evangelización no faltan elementos catequéticos o didácticos. No se puede
presentar a Cristo, evidentemente, sin decir de algún modo quién es y lo que significa para
la vida humana, cual hiciera Pedro según el capitulo segundo de los Hechos de los
apóstoles. Por otra parte, tampoco la catequesis y la homilía pueden prescindir de ciertos
elementos de evangelización, habrá que evocarla. Se trata, pues, de una cuestión de acento,
de primacía de un factor, sin que por ello se excluyan los otros. Si bien es cierto que esta
primicia y los fines que persigue son suficientes para considerar como independiente a
ninguna de ellas.
15 LA TERMINOLOGÍA
Al final de nuestro estudio, queremos afrontar un problema que hemos dejado sin resolver:
la cuestión de la terminología. Es preciso hacerlo, pues la confusión de los términos podría
repercutir en los conceptos, en un problema tan actual, a la vez que tan complejo, como el
de la predicación.
Tendremos que admitir, en primer lugar, que a este respecto reina una fluidez tal de
vocabulario, que resulta muy difícil, incluso a los mismos especialistas, entenderse entre si.
Así se pudo constatar también en el congreso de Eichstatt, donde, debido a la presencia de
expertos procedentes de numerosas naciones y tendencias diversas, esa fluidez de términos
tuvo la gran oportunidad de manifestarse. Y dificulto no poco el dialogo, que constituía uno
de los objetivos principales del congreso.
Vale, pues, la pena decir, en este último capítulo de nuestra investigación, una palabra que
sirva para hacer un poco de luz en este punto, donde reina tanta confusión. Nuestro método
consistirá en la enumeración y examen de los términos que emplean los estudiosos;
trataremos de establecer así cuáles de entre ellos responden mejor a la realidad que deben
expresar.
1. Kerigma
El mismo concepto tiene Hugo Rahner. Entiende por kerigma << la predicación de las
verdades divinas según la conexión en que las ideara e incluso predicara la divina sabiduría
y precisamente en la forma en que la Iglesia, desde sus albores, predicara la revelación de
Dios en su magisterio ordinario>>3.Esto significa, en concreto, que la predicación ha de
centrarse en la historia de la salvación, como en los primeros siglos de la Iglesia, según
podemos apreciar en las catequesis de san Cirilo de Jerusalén, de san Agustín y, en general,
de los padres hasta el siglo XII.
También Hofinger identifica kerigma y mensaje. Aunque conoce el significado de kerigma
como referido a la predicación misionera. Piensa que esa limitación es <<exagerada>>.
que sirven para hacer valer y fomentar el kerigma, y conducen a una renovación, en cuanto
al contenido, del mensaje en la predicación, catequesis y disposición del culto >> . El mismo
autor afirma que se hablaría con más exactitud de kerigmática, siempre que entrara de
nuevo a formar parte la materia de la catequética y de la homilética.
2. Catequesis
Según Rétif, la catequesis es sólo una forma de la predicación: aquella que sigue al anuncio
del kerigma. Pertenece más bien al género de la enseñanza. El Nuevo Testamento la
designa con el verbo . Aunque afirma que, en algunos casos el termino y
22
indican el kerigma y la enseñanza propiamente dicha , Rétif piensa decir que tiene
<<
La pastoral finalmente, representa la última fase de la formación cristiana. <<Se dirige a los
bautizados e iniciados para proporcionarles la madurez en Cristo. Instrucciones
dominicales, homilías, preparación a los sacramentos (excepto el bautismo) y a la
dispensación de los mismos, exhortaciones, educación y gobiernos de la comunidad
cristiana, enseñanza teológica, etc., son algunos de los cometidos de la pastoral>>.
La pastoral, por consiguiente, equivale a la acción eclesial para con los bautizados.
Idéntica terminología emplea Grazioso Ceriani, quien habla de una << misión de la
predicación>>, propia del obispo, y de la << misión de evangelización recibida por el
sacerdote>>. Habla también de una <<gradual y orgánica evangelización y catequesis para los
cristianos que han llegado a la adultez, que de esta suerte deben y pueden ratificar el
bautismo que recibieron>>.
Mas completa resulta la terminología del padre Spiazzi. Distingue tres tipos y formas de
predicación. Los tipos son la y la . La primera es la iniciación a los hechos
fundamentales (homilética) y a los grandes principios (catequesis) de la vida cristiana; la
segunda es una instrucción más completa para cuantos tienden a la perfección. Con
referencia a las funciones de la predicación --- la exhortación y la enseñanza---, tenemos
una predicación pastoral (homilética y catequesis) y una predicación de exhortación no
estrictamente pastoral, que se persiga la formación de la inteligencia o de las costumbres o
la defensa de la fe. En total, pues, encontramos cinco formas.
Como puede fácilmente apreciarse, la diferencia terminológica entre cuantos se ocupan del
problema de la transmisión del mensaje cristiano es muy notable. Se puede imaginar
también la confusión que de ello se deriva.
En cuanto a las formas particulares que asume el mensaje en su dinamismo, hay quien
llama a la primera presentación del mensaje a los no-cristianos, kerigma, evangelización o
predicación misionera (Liégé, Rétif, Hitz), predicación (Moeller) o testimonio (Congar),
catequesis (Rétif) o catequesis propiamente dicha (Liégé). Respecto a la predicación
litúrgica, en general los autores franceses e italianos tienden a encuadrarla dentro del
ámbito de la catequesis, mientras que los alemanes prefieren distinguirla de ella. Los
autores que hemos examinado hasta ahora, por lo demás, reducen a dos las formas de
transmisión del mensaje: los franceses hablan de predicación misionera y de catequesis; los
alemanes diferencian la catequesis y la homilética. Rétif habla de una tercera forma,
Henry de tres y Spiazzi de cinco.
Esta observación tiene validez incluso respecto a los teólogos alemanes, quienes, por existir
en sus universidades, desde hace dos siglos, cátedras de pastoral, han tenido más ocasiones
y motivos para ocuparse de la predicación. También ellos concibieron la pastoral más bien
en su perfil práctico, como conjunto de normas concretas en orden al ministerio apostólico,
que como una autentica ciencia. Ello explica que también en Alemania se haya sentido la
necesidad de una teología de la predicación.
A este motivo de tipo general, hay que añadir otro que se refiere a la predicación misionera,
al kerigma: las diversas exigencias que han provocado, en los diferentes países, los estudios
acerca de la predicación. La crisis de la predicación no conoce fronteras; en todas partes
causa inquietudes y se la estudia a fin de salirle al paso y superarla.
Sin duda fueron los teólogos alemanes los primeros que se ocuparon de ello en el aspecto
especulativo. Si queremos precisar todavía más, hay que decir que fue el libro de
Jungmann44 el que atrajo la atención de los teólogos sobre una materia que también a ellos
afectaba. No obstante, lo que movió a la investigación al teólogo de Innsbruck fue la
dolorosa experiencia de cómo se vivía en algunas parroquias la vida cristiana. De la
experiencia paso a la reflexión y tuvo que concluir que la predicación no es una simple
vulgarización de la teología. Conforme hemos apuntado un poco más arriba, se hicieron
intentos para crear una nueva teología llamada kerigmática. Pero en todo este movimiento
se tenía siempre presente la predicación y la vida espiritual de nuestros países
tradicionalmente cristianos. Ello impidió que, al estudiar las fuentes bíblicas de la
predicación apostólica, del kerigma, se percibiese su aspecto que tan de menos se echaba en
la vida cristiana de muchos fieles y en la predicación fragmentaria y moralística. El estudio
del kerigma apostólico se hizo, pues, con vistas a la renovación de la vida de los cristianos
y no en función misionera. Esta explicación aclara ciertamente el motivo de porque, en la
problemática alemana, la predicación misionera, la dirigida a los no-cristianos, no han
encontrado acogida en el conjunto de su estudio. Las investigaciones seguían otros rumbos.
4. La terminología
Procuraremos ahora fijar una terminología. Proponemos que se califique con los términos
predicar y predicación en anuncio del mensaje en general. De esta suerte esos dos vocablos,
aunque se puedan aplicar genéricamente al kerigma, a la catequesis o a la homilética, no
puedan designar específicamente a ninguna de esas tres formas.
Esas dos palabras me parecen más adecuadas que las de catequesis o evangelización, para
expresar esa tarea genérica de la transmisión del mensaje. En efecto, predicar es la
traducción del vocablo griego que, a su vez, equivale a . Según la opinión de
Cristina Mohrmann, la traducción de por praedicare parece <<normal>>, pues es
denominativo de ; por otra parte, praedicare parece que va unido <<de una u otra forma
a praeco, heraldo>>.Y añade que, a pesar de que praedicare se emplee en sentidos muy
<<
diferentes y con textos muy diversos, su sentido cristiano primitivo no se borre jamás: la
49
idea de un mensaje proclamado está siempre viva >> . Predicar y predicación expresan,
pues m con exactitud, la naturaleza de la palabra de Dios que se transmite, así como su
cualidad de historia y conjunto de hechos realizado por Dios para encontrarse con el
hombre y admitirlo a la participación de la vida divina. Pero es evidente que los hechos se
anuncian, se proclaman. En una palabra, se predican, no se enseñan. A ellos corresponde
por parte del hombre la fe, no la ciencia. Todo esto salta a los ojos en el kerigma, que en la
proclamación de Cristo muerto y resucitado. Pero también se percibe en la catequesis y en
la homilética. La catequesis, en efecto, es el desarrollo del kerigma, es decir, de hechos en
que, sin duda alguna, se contiene una doctrina y una moral, pero que continúan siempre
siendo hechos, cuya naturaleza no hay que olvidar nunca. Por más que en la catequesis se
razone y se den explicaciones, es decir, se haga apologética, moral, historia, etc., no hay
que perder nunca de vista los hechos. Lo mismo habría que repetir acerca de la homilética,
que es el comentario y la proclamación de los hechos bíblicos.
Así la predicación se convierte en acto de culto no solo cuando se halla en relación con la
liturgia, sino siempre y en todas sus formas. Constantemente y en casa uno de los lugares,
la predicación glorifica al señor, proclama e ilustra sus obras admirables, invitando a los
hombres a reconocer su grandeza y su sabiduría.
cor 5,20).
Los términos de catequesis y evangelización que emplean algunos autores, no nos parecen,
por el contrario, tan precisos para expresar la transmisión del mensaje. El vocablo
catequesis, como veremos en seguida, se aproxima demasiado al genero didáctico como
para poder indicar que la realidad que se transmite no es, estrictamente hablando, un
sistema de ideas, sino una historia y, en definitiva, una persona, que constituye el centro y
el sentido de esa historia. Evangelización, por su parte, evoca demasiado fuertemente el
anuncio primero del cristianismo a los paganos; no sirve, pues, para expresar fácilmente el
anuncio de las palabras de Dios a los catecúmenos y a los cristianos ya bautizados y
adúlteros en la fe. Estos últimos han sido ya la proclamación del evangelio.
Ni tampoco nos parece acertado llamar a la predicación misionera testimonio. Este, aunque
se verifica preferentemente en la predicación misionera, no es algo exclusivo de la misma,
sino que se extiende a todo anuncio del mensaje, sea cual fuere la forma en que se
proclame. La predicación es testimonio (cf. Hecho 1,8) por ser el anuncio de los hechos de
la historia de la salvación, es decir, de aquellos hechos cuya importancia reside no sólo en
su verdad, sino también en su significado para la vida. La muerte y la resurrección de
Cristo, punto central de la predicación de los apóstoles, nos interesan no solo porque han
sucedido realmente, sino porque han tenido lugar para nuestra salvación, ahora bien, nadie,
puede difundir la significación de los hechos sino aquella persona que puede presentar en la
propia carne, por así decirlo, el valor que tiene con respecto a la vida. Pero esto vale, como
hemos visto, para cualquier especie de predicación. El predicador, ya evangelice, ya de la
catequesis, ya haga la homilía, es siempre un testigo. No será predicador sino en la medida
en que es testigo del significado de los hechos que proclama. Y esto es válido incluso para
los seglares de quienes se puede decir, no importa en este momento con qué título, que son
predicadores y que participan de la potestad de magisterio de la Iglesia.
6. La catequesis
No nos parece, en cambio, que puedan existir dudas acerca de la exactitud del término
catequesis para designar la predicación de la iniciación cristiana. La palabra griega
correspondiente de . Significa en el Nuevo Testamento, y especialmente en san Pablo,
la instrucción acerca del contenido de la fe (cf. Gal. 6, 6) o la profundización de los hechos
ya conocidos (cf. Lc 1, 4). El otro verbo que emplea el Nuevo Testamento es , que
tiene el sentido de instruir << como un matiz marcadamente doctrinal y la frecuente
connotación del comportamiento moral que es preciso tener>>. Rétif advierte también que la
catequesis se da sentado, en la actitud del maestro que enseña y no en la del heraldo, que
grita a plena voz.
Sin embargo, de los verbos, el que mejor muestra la realidad de la instrucción religiosa es
. En efecto, etimológicamente significa resonar. Incluye, por tanto, el concepto de una
enseñanza oral proveniente de la viva voz del maestro. El maestro sirve así al catecúmeno
de pantalla de resonancia (1 Cor 12, 25; Ef 4, 11). No solamente esto; hay algo más
importante aun, a nuestro juicio: la etimología expresa bien que en la instrucción religiosa,
a diferencia de lo que sucede en la profana, no se comunica algo que el hombre podría
descubrir por si mismo sino algo sobrenatural que solamente se reconoce ex auditu (Rom
10, 17). La actitud del catecúmeno no es la de aquel que a través del método socrático,
encuentra y expresa lo que posee en sí mismo; sino la de aquel a quien hay que comunicar
algo desde fuera. Su actitud es la del oyente.
El campo de la catequesis comprende una serie de catequesis particulares, con las que se
realiza la educación religiosa, no sólo la elemental y común a todos, sino también la
especializada, hecha con miras a las diversas funciones que el cristiano tendrá que
desempeñar en la vida57. Parece que entre estas formas de catequesis hay que incluir
también la que Rétif llama y que él distingue tanto del kerigma como de la didaché
o simple catequesis. Según este mismo autor, mientras que la confiere en la
preparación del bautismo o después de su recepción, L’enseignement moral et doctrinal
<<
premier>>, la << vient encuite approfondir cette formation, gráce surtout aux lecons
de I’Ecriture et à la réflexion chrétienne>>. Con ello se indica que en la didaché al igual que
en la didaskalia, prevalece el elemento intelectual, es decir, la instrucción, con la diferencia,
sin embargo, de que en la primera es más elemental y más profunda en la otra. Pero el fin
de ambas se encuentra siempre dentro del ámbito de la instrucción. Trátase, por tanto, de
una distinción dentro de la misma catequesis, que no puede fundamentar un tipo de
predicación independiente y autónomo.
7. La homilía
La homilía es, esencialmente, un discurso familiar entre los miembros de una misma
comunidad cristiana. En ella se difuminan todas las diferencias sociales y solo se emplea el
apelativo <<hermano en Cristo>>. La Iglesia es la sociedad del los <<llamados>> mejor dicho,
convocados>> por la palabra de Dios, para formar el nuevo pueblo de Dios sobre la tierra,
<<
Pensamos que la palabra homilía es acertada ya que expresa la idea de discurso familiar y
distingue suficientemente la predicación litúrgica de la catequesis, en la que aparece la
figura del maestro. En la homilía, el jefe de la asamblea hablar a los hermanos, entre
quieres no existen diferencias; no habla, pues a los alumnos. Su cometido es la exhortación
y no la enseñanza.
Carecemos todavía, sin embargo, de un término preciso para expresar la acción del que
tiene la homilía. Tenemos que recurrir a una circunlocución: hacer la homilía o explicar el
evangelio
CONCLUSIONES
Como final de nuestro estudio, deseamos volver a andar el camino recorrido, para indicar
las conclusiones a que hemos llegado.
La predicación, por tanto, constituye el medio y el lugar del encuentro entre Dios y el
hombre. En la palabra de la Iglesia encuentra el hombre a Dios, puesto que es en la Iglesia
donde Dios habla e interpela al hombre. La predicación es el bodie de Dios, es el
acontecimiento más definitivo en la vida del hombre, es el hecho que cambia de arriba
abajo su situación sobre la tierra. La historia sagrada no terminó con la muerte de los
apóstoles, sino que tiene su prolongación en la Iglesia.
El vinculo estrechísimo que se da entre la predicación y la fe, explica la necesidad y
preeminencia de aquella entre los otros misioneros de la Iglesia. Por ser vehículos de la fe,
resulta tan necesaria como la fe misma. Y constituye el primer deber de los obispos.
5. Al anuncio del mensaje corresponde, por parte del hombre, la fe, que es el encuentro
de Dios y el hombre en su intimidad. Para que tenga lugar ese encuentro se exige que el
amor de Dios, cual se desprende de toda la historia de la salvación, se comunique al
hombre. La predicación, si quiere ser vehiculo de la fe, ha de serlo también del amor
divino. E igualmente es esencial a la fe el compromiso, puesto que sólo él puede producir
aquel fenómeno de comunión, absolutamente necesario para que el hombre pueda adherirse
a Dios. Y de la fe brota la conversación, que supone un cambio, el romper con todo lo que
antes daba sentido a la vida, para orientarse y centrarse sobre un nuevo eje. Y este cambio
implica una triple dimensión: la teologal, es decir, la fe a la que el hombre se adhiere; la
sacramental, que consiste en el bautismo, por medio del cual el hombre renace a un nuevo
modo de existencia; y la moral, que lleva consigo una conducta nueva, un estilo de vida en
conformidad con la conversación que se ha verificado en el hombre.
10. Puede decirse que esta eficacia es de carácter antológico-psicológico. Nace del
mismo objeto, pero para explicarla es preciso acudir no sólo a la gracia interna, sino
también al testimonio humano, al compromiso de la persona, que muestre existencialmente
que la aceptación de Cristo no constituye la renuncia a la personalidad propia, sino su
máxima valoración. El hombre que acepta a Cristo, que muere y resucita con Él, es el
hombre autentico, el hombre salvo, aquel que realiza plenamente su fin. Y la trascendencia
de este factor psicológico explica toda la importancia que reviste el problema de la
adaptación.
11. Pasando luego a tratar de las formas que la predicación asumen en su dinamismo,
las hemos reducido a tres la evangelización, la catequesis y la homilía. Esta clasificación
depende de que el mensaje evangélico se anuncie a los paganos, para conseguir su
conversión; a los catecúmenos, para iniciarlos a la vida cristiana; o a la comunidad de los
fieles, a fin de exhortarles a vivir en conformidad con la fe que han abrazado. Las tres
formas corresponden a las tres especificaciones que puede hacerse de la fe.