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DOMENICO GRASSO

TEOLOGÍA DE LA PREDICACIÓN

EL MINISTERIO DE LA PALABRA

EL MINISTERIO DE LA PALABRA

SEGUNDA EDICION

EDISIONES SIGUEME
APARTADO 332
SALAMANCA
1968
ÍNDICE

1. El problema teológico de la predicación


2. El objeto de la predicación
3. Dios habla
4. La mediación de la palabra humana
5. El misterio de la presentación
6. La respuesta del hombre: la fe
7. dimensiones de la predicación
8. Palabra y sacramento
9. Predicación y testimonio
10. Los motivos del testimonio
11. La eficacia de la predicación
12. Predicación y adaptación
13. El predicador
14. Formas de predicación
1. EL PROBLEMA TEOLÓGICO DE LA PREDICACIÓN.

La predicación está de moda. Esta afirmación puede parecer extraña, ya que la


proclamación del evangelio ha sido siempre el deber principal de la Iglesia. Y, con todo,
parece, que la pastoral y la teología de nuestro tiempo están descubriendo de nuevo la
predicación, en cuanto a su naturaleza y su cometido en la vida cristiana. Los congresos1 y
las revistas de pastoral2, las encuestas entre predicadores y oyentes3, las publicaciones cada
vez más numerosas y comprometidas4 dan fe de un interés antes desconocido.

1
La predicación ha sido objeto de varios congresos de pastoral en diversas naciones, cuyas actas
han sido pulicadas. En Francia tenemos los congresos de Bordeaux del año 1947: Esangelisation.
Paris 1947. y de Montpellier, en el ño 1954: la pretre, ministre de la parole.Paris 1954; en Austria
se celebro un congreso en Viena, el año 1950; das evangeliun muss nen gepredigt werden. Win
1951, en españe tenemos el congreso de Valencia del año 1955; en itlia el de Roma, en el año
1956; la parola dionella comunita cristiana. Milano 1957. loa autores homileticos alemanes han
celebrado hasta el momento en la ciuadad de würzburg, tres reuniones sobre los temas
Neeuzeitleicle Predigtansbilang en 1957; the elogie und predigt en 1958, y publicado la relación de
las misma en el fasciculo anual procceings of the catholie homiletis society, editado en Chicago
desde el año 1958. los estudios de problemas catequeticos han celebrado tambien varias
reuniones en diversos lugares, en Italia tenemos los que organizo la revista <<catechesis>>en el
paso de la mendola el año 1959: IIcatechismo oggi in Italia. Torino 1960; en Asis el año 1960: le
inete ella catechesi, Torino 1961, y en Florencia en 1962: II centemito della catechesi, Torino 1963.
sobre la predicación misionera tenemos el gran congreso de Eichstätt del año 1960. cuyas actas
han sido publicadas en diversas lenguas. En ingles: teaching all nations. A simposium en: modern
catecheties. London 1961. los problemas de la predicación misionera fuero tambien el tema de la
restringida reunión de Bangkok del año 1962. de la que da cuenta el p. Nebreda: Lumen vitae 17
(1962) 623-637 prestando atención especial a los problemas de la preevanglización. El primer
congreso internacional de pastoral, celebrado en Friburgo de Suiza, el año 1961, reservo a los
problemas de la predicación tres relaciones, que corriero al cargo del P. Grasso, del P. Delcuve y
del prof. X arnol d (cf.problemas actuales de pastoral. Madrid 1963)
2
Durante los años después de la guerra, el interes por los problemas de la predicación ha llevado
a fundamentar diversas revistas. A modo de ejemplo, recordemos; Lumen vitae: Bruselles 1946;
Revista del catechismo Brescia 1949: Temi de predicaciones. Napoli 1957 (esta revista, aunque es
de orientación eminente mente practica, publica de vez en cuando algunos numeros especiales
dedicados a los aspectos generales y especiales y teologicos de la predicación): parole et misión
paris 1960: Sinite. Salamanca 1960. Ademas varias revistas han dedicado numeros especiles a la
predicación, entre ellas: La Nouvelle Reuve Theologique (junio 1947); Lebendije Seelsorge (1954.
Heft 4;1958; Heft 3) Anima (1955,HEFT 3 Y 4): orientamenti pastorali (1957, n.i y 3):Lumiere et vie
(n.35,1957; n. 46, 1950). Entre las revistas liturgicas, La maison Dieu ha ha dedicado a l
apredicación el cuaderno n. 16, 1948, y el n.. 39, 1954.
3
Las encuestas sobre el estado de la predicación han sido publicadas por SILENS. Le srmon du
point de une de panditeur: NRT 69 (1947) 563-580; en que te sur la predication : Evangeliser 8
(1954) 564-568; I hiericic la predicaciones: Temi predicaciones, n. 24 (1960) 297-324 ; B.
1. La crisis de la predicación.

En el fondo de este interés, se halla latente una serie de razones que reflejan los problemas
y las exigencias de la teología y de la labor pastoral contemporáneas.

En primer lugar, la crisis de la predicación5. Hoy constituye ya un tópico hablar de ella. Es


un hecho que la predicación no gusta, no despierta inquietud en las conciencias, los fieles
la escuchan con escaso interés, y no faltan sacerdotes que tratan de concederle sòlo una
importancia mínima. Incluso algunos llegan a decir que la predicación, como medio para
difundir el evangelio, ha pasado a la historia y hay que buscar otros medios de expresión
social más adecuados, como la prensa, la radio, el cine y la televisión6. Están muy lejos ya
los tiempos en que san Juan Crisóstomo hablaba del honor en que se tenia a quienes se
dedicaban a este ministerio7.

FISCHER, Die stimne derer unter der Kansel: Tr Thz 69 (1960) 275-287; U.PELLEGRINO. Crisi
Della predicasione e rinedi : Revista del cledo italiano 42 (1961) 515-522 (vuelve sobre el articulo
de Fischer y lo comenta).
4
Los padres Alszeghy y Flick han hecho un analisis de las principales obras y articulos que sobre
el problema teologico de la predicación, se han publicado entre los años 1936 y 1959. Este analisis
se publico con el titulo con el titulo II problema teologico Della predicasione:Greg 40 (1959) 671-
744 los autores autorizan y analizan y valoran los lñibros y articulos de revistas que tratan de la
naturaleza, eficasia y necesidad de la predicación y es indispensable para quien quiera seguir la
evolución historica del problema y conocer el estado actual de la investigación. Este analisis lo
hemos continuados nosotros en el articulo Nuevi aporti alla tcologia Della predicasione:
Gregoreanum 44 (1963) 88-II8, extendiendo ademas el estudio a las diversas formas de
predicación.
5
La crisis de la predicación es un punto que han tratado ampliamente cuantos se interesan por el
problema, señalaremos algunos de los problemas mas recientes: P. Duploye. Rethorique et parole
de Die n. Paris 1955,9-49:V
6
Esta afirmación es bastante comun y costituye unos de los signos mas evidentes de la crisis,
veasen entre otros, J.P. Dubols-Duner, predicatio et monde moderne, en leprete misistre de la
parole. Paris 1954 21 M . Felcher . a. c. en la nota anterior, 225 J. HAMER, a. c. en la nota
precedente 114.
7
De sacerdotio 5.6.
A juicio de Duployé, la predicación actual es una miseria8, opinión que comparte también
Fleckenstein9. El padre Jannrone habla de “la general falta de aprecio en que ha caído la
predicación dentro del pueblo cristiano” y “de la desconfianza que se ha insinuado entre los
mismos sacerdotes, heraldos por vocación y misión de la palabra divina”10.L Osservatore
romano en su número correspondiente al 1 de enero de 1961, se hizo eco de esta crisis: “La
predicación, escribía, en su sentido clásico, sufre una crisis profunda, que no es de hoy. El
desierto material y espiritual que se ha ido creando bajo los púlpitos ha sido ampliamente
denunciado desde diversos sectores y, a veces, documentado por medio de sondeos de la
opinión pública, de análisis estadísticos más o menos precisos y de estudios serios de
sociología religiosa. El hecho es indiscutible. El negarlo o no prestarle atención sería
evadirse de la realidad. Peor aún, contribuiría a acrecentar el mal que lamentamos”.
Los mismos laicos han captado tambien y denunciado esta crisis. Son de sobra conocidos
los juicios de Ida goerres y de f . mauriac. La primera se pregunta sorprendida por que el al
pastoral ordinaria << una platica decorosa>> constituye mas bien una exepción11. Mauriac,
en su respuesta a la pregunta <<que esperas del sacerdote>>, respondio wque un buen
predicador no teni anada que decirle y que no habia ninguno con el que no se encointrara el
desacuerdo apartir de la tercera frase. Para el, la unic apredicació verdadera l arepresentaba
la liturgia12.

A la predicación actual se le reprocha que es demasiado abstracta e irreal, demasiado


fragmentaria y poco genuina, que es de signo prevalentemente moralista13. El predicador no
consigue insertar su palabra en la situación real del hombre contemporáneo, no logra hacer
mella en él.

8
Rethringue et parole de DIEN, sobre todo, 47.
9
Rodermengen an cine zeingemässe Verkindingung, en Mittelallerliches in der Kireche von heute?
Wwürzburg 1962.61.
10
I chierici e la predicaciones: Temi di predicazione,n.24,297
11
Citad por R. scherel, wer ohren hat en hören, der horet, Beitraje surf rage der predigt. Freiburg I
B. 1948,45.
12
La table ronde, 1949.
13
Cf. Entre otros: r. Cherrer, a. c. en la nota II, 45-60:H. fleuo kensteins, Die predigt von hente im
urte der höre, en Theologi g und predigt, 12-32; B.olivier, les conditions d´ahutenticite de la
predication actuelle, en el volumen la parole de dieu en jesus –Christ. Paris 1961 210-211.
Su palabra da la impresión de ser un residuo de épocas pasadas, algo desencarnado que deja
al auditorio indiferente. No tiene el aspecto de tratar problemas vitales, decisivos para la
vida. El cristiano de hoy ve la predicación como una convención a que tiene que someterse
cuando va al templo, como una especie de pensum que tiene que pagar para cumplir con el
precepto de la misa festiva o para prepararse para el matrimonio. Congar ha descrito las
condiciones de la predicación actual en este tono semiserio: la predicación es el enunciado
màs o menos brillante de aquello que se ha convenido que se puede y debe decir en este
lugar especial que es el templo, desde lo alto de esta tribuna especial que es el púlpito, en el
curso de una ceremonia especial y en una lengua, con frecuencia, especial14. En una
palabra, la predicación se ha convertido muchas veces en un “rito” que se realiza casi
automáticamente15.

Scherer cree descubrir, y no sin fundamento, en la predicación de nuestros días “una


tensión subterránea entre laicos y clero”, que es tanto màs digna de cuidado, por el hecho
de darse entre fieles religiosamente más abiertos16. Esta tensión lleva a muchos cristianos a
preferir las misas en las que no se predica o en las que la homilía es breve17.

La crisis de que hablamos no se da únicamente dentro del catolicismo. Existe también


dentro del protestantismo, que tiene a gala definirse “la religión de la palabra”. El año
1949, hablando de las dificultades que la predicación encuentra entre los fieles de su
Iglesia, se preguntaba Fendt si no sería más oportuno dar màs importancia a la liturgia, ya
que la misa católica continúa ejerciendo un gran poder de atracción, después de cuatro
siglos de ataques18. Shadelin hacía esta misma observación pocos años más tarde: “La
duda sobre la importancia central de la predicación, en nuestra Iglesia, está hoy muy

14
Tour pour une liturgie et une prediaction relles LMD 16(1948) 85.
15
A.C.8
16
A.C.en la nota II .45
17
Varios autores denuncian este hecho. Lo deploraba ya Segneri: <<Y hablo singularmente con los
cabezas de familia, ya que nvian a su esposa a la misa en que el sacerdote suele instruir al pueblo,
mientras que ellos van a otra, en la que no se predica>> : II cristiano instruito.Torino 1869, 12.
18
L. Fendt, Homiletik. Thcologic und Technik der predigt. Berlin 1949.
difundida dentro de la misma. Muchos opinan que la predicación debe ceder su puesto a la
liturgia màs ricamente desarrollada o a la acción social”19. Y el obispo de Lijie decía, en el
sínodo general de la iglesia luterana, celebrado en Hamburg desde el 19 al 23 de mayo de
1957, refiriéndose a la doctrina protestante de que el cometido principal de la Iglesia es la
predicación: “Es claro que precisamente esta tesis suscita no sólo la desconfianza, sino
probablemente también la oposición de los hombres de hoy”20. La situación, entre los
ortodoxos, no es más halagüeña21.

2. Causas de la crisis.

La crisis hunde sus raíces en la situación misma del hombre y en el estado del cristianismo.
La crisis de la predicación es un aspecto y una consecuencia de la crisis religiosa que afecta
hoy a las diversas religiones, aunque dentro del cristianismo se manifiesta màs
agudamente22. Se oye afirmar que la religión está en crisis, que no dice ya nada al hombre
de nuestros días y que éste la ha sustituido por la ciencia y la técnica de las que espera hoy
la felicidad que antes esperaba de Dios. Algunos opinan que la evolución de la ciencia ha
atrofiado o acabará por atrofiar, en el hombre, el sentido religioso.

Este juicio tiene una base de verdad. Es indudable que el hombre del siglo veinte no
necesita de Dios en la misma medida que el hombre del pasado. Hasta hace unos decenios,
se necesitaba un milagro, una intervención extraordinaria de Dios para curar determinadas
enfermedades. Hoy basta con un buen médico que conozca discretamente su profesión. El
hombre se ha adueñado de la naturaleza y cada día la somete más a su bienestar. Debido a

19
A. SHÄDELINS Dic rechte predigt. Graundriss der Homilctik. Zürich 1953.5.
20
D. MUJER, Was and von Soller vir hente predigen, en Die predigt. Gesprach über die predigt anf
der lutherisellen Generalsynode 1957 imal 16 de marzo de 1962, reiria opiniones de
personalidades protestantes americanas sobre las difilcultades de la predicación actual en los
Estados Unidos.
21
CH. Moeller escribe que tambien los ortodoxos experimentan la necesidad de renovar su
catequesis. Y continua: la coutume de placer lÉglise par lesfieles: la plupart ont quitte le santuarie a
ce momento : Theologie de la parabole oecnmenisme: Irenikon 24 (1951)322
22
A. Desqueyrat la crisis religiosa de los tiempos nuevos Bilbao 1958.
ello, ya no necesita de Dios igual que antes. Pero concluir de esto que la ciencia ha
atrofiado el sentimiento religioso, es inexacto: no le ha atrofiado, le ha purificado. La
ciencia no ha eliminado la necesidad de Dios, sino que ha restituido a éste su papel de causa
primera, por el desarrollo de la potencialidad de las causas segundas. Por consiguiente,
Dios no es necesario para curar una enfermedad ni para enviar la lluvia tras un período de
sequía que amenaza la cosecha, sino que es necesario como el único objeto capaz de
explicar y satisfacer la inquietud metafísica del hombre. En este sentido, el progreso
científico no sólo no ha perjudicado a la religión, sino que la ha ayudado.

La ciencia ha adormecido el sentimiento religioso únicamente en aquellos a quienes una


educación equivocada había acostumbrado a ver a Dios como el único que debe resolver
todas las necesidades materiales del hombre. Al no necesitar ya recurrir a Dios en cada
necesidad, han visto que la realidad divina se iba alejado hasta casi desaparecer. En estas
condiciones, oír hablar de Dios puede causar la impresión de ser trasplantados fuera de la
realidad.

Por otra parte el progreso de la ciencia y de la técnica, al difundir el bienestar, ha creado en


el hombre moderno un estado de ánimo desfavorable a la religión. Preocupado con todas
sus energías por conseguir un puesto en la vida, puede ver en la religión un obstáculo a su
ascenso social. Al estar totalmente orientada hacia la vida futura, la religión puede dar la
impresión de no ser capaz de resolver los problemas del momento presente, del mundo real
en que vivimos.

Naturalmente, quien experimenta, aunque quizá sin advertirlo, esta convicción, tiene que
sentir por el mundo de la predicación una desconfianza instintiva. Para èl sacerdote no
puede comprender su situación, no puede darse cuenta de las verdaderas condiciones en que
tiene que actuar. El sacerdote que predica, se le antoja fuera de la realidad, y el
cristianismo, una religión que exige demasiadas renuncias. De aquí procede su larvada
desconfianza hacia la predicación, que le empuja, con frecuencia, a exagerar idénticos
defectos reales de la misma. La acusación de irrealidad y de moralismo suele tener un
sustrato sicológico, característico del hombre y del cristiano de nuestra época.

Se da también una inflación de la palabra. En tiempos pasados, el predicador conservaba el


monopolio de la palabra, y hoy ya no. El hombre contemporáneo sufre un auténtico
bombardeo de palabras, que lleva a ponerlo todo al mismo nivel, comprendida la misma
palabra de Dios. Bouyer dice que nos hallamos bajo “el imperialismo de la palabra o, mejor
aún, de las palabras desvitalizadas, debido a su exceso”23. La “náusea de la palabra”
constituye realmente una tragedia para el trabajo pastoral moderno24.

La inflación de la palabra no sólo ha insensibilizado a los oyentes, sino que, además, los ha
hecho desconfiados. Nuestros contemporáneos, se oye decir, no creen ya en palabras
quieren hechos. Toman como criterio valorativo de las cosas, no lo verdadero, sino lo útil,
no el principio abstracto, sino su eficiencia concreta.

3. Exigencias de la espiritualidad contemporánea.

Las exigencias que hemos examinado han tenido indudablemente su influjo y han hecho
sentir al cristiano actual los defectos de la predicación, pero no pueden haber sido ni las
únicas ni probablemente las más profundas. En realidad, las críticas de los oyentes
traicionan un malestar que no puede explicarse únicamente por la crisis religiosa y por la
crisis religiosa y por la inflación de la palabra. Hemos citado antes la afirmación de
Scherer, de que entre los laicos y el clero existe cierta tensión, que se da principalmente
entre los fieles “religiosamente mas abiertos”25. Esta observación nos parece importante. Si
la predicación no contase con el favor de los fieles comunes, para quienes la vida religiosa
es lago marginal, podríamos tranquilizarnos explicando esta crisis por las razones antes

23
El rito y el hombre. Estela, Barcelona 1967.100.
24
Iniciación teologica, 3. Barcelonas 1694, 368 Tambien Lilje, en su articulo citado en la nota 22,
habla de la inflación de la palabra (10).
25
A.c. 45.
expuestas. Pero el hecho de que los críticos màs severos de los predicadores se den entre
los cristianos màs fervientes, demuestra que la predicación, la de nuestras iglesias de hoy,
no responde a las exigencias de una espiritualidad que trata de alimentarse de ella. Las
acusaciones de abstractismo, de irrealidad, de moralismo pueden traicionar un malestar que
es señal, no de una crisis religiosa, sino de una vida espiritual desarrollada y adulta, que no
soporta determinados esquemas y cierto tipo de lenguaje.

La verdad es que la espiritualidad contemporánea busca lo esencial y detesta perderse en lo


periférico. Las diversas devociones que nos han transmitido los siglos pasados, no cuentan
hoy con el favor de los fieles; ya no les satisfacen. El cristiano moderno está cansado del
carácter fragmentario con el que se le ofrecen los diversos aspectos del misterio cristiano: la
liturgia, la Escritura, la Iglesia, el dogma, la moral. El hombre de hoy busca un centro
alrededor del cual pueda agruparlos, convencido de que no existe espiritualidad sin unidad.
En este anhelo, está latente el deseo, a veces no del todo consciente, de un contacto mayor
con las fuentes mismas de la espiritualidad, con la Biblia y la liturgia.

Por su parte, la predicación, en la pastoral ordinaria, no se ha adecuado a estas exigencias.


Sigue aún centrada en las devociones e ignora el profundo mensaje de la Biblia, trata la
moral bajo un punto de vista más ético que cristiano, se detiene en temas ya agotados y
emplea un lenguaje que no gusta en el momento presente, en el que se va derecho a lo
esencial.

Debido a esto, todos la hacen blanco de su crítica. Unos, porque usa un lenguaje abstracto y
alejado de la vida; otros, porque la encuentran vacía de un contenido capaz de nutrir el alma
religiosa, que no se satisface con la mediocridad.

4. Causas intrínsecas
Junto a estas razones contingentes y extrínsecas, existen otras inherentes a la predicación
misma, entendida como medio de comunicación.

La comunicación es, como se sabe, una aventura, un riesgo. La fenomenología nos


manifiesta la dificultad del encuentro entre personas, la dificultad que hay para abatir las
barreras que impiden a dos intimidades revelarse mutuamente. Cuanto más avanzamos,
tanto más advertimos que los demás constituyen un misterio para nosotros. Cuando
creemos haberles entendido, nos damos cuenta de que nos hemos engañado. La vida está
llena de sorpresas como ésta.

Ahora bien, si toda comunicación entre hombres es un misterio, lo es en mayor escala, la


predicación, en la que el hombre se encuentra con Dios. en todo otro tipo de comunicación,
el hombre puede reservarse para algún ángulo de su personalidad, del que puede tener
apartada la mirada del extraño. Pero en el encuentro con Dios, la situación es distinta: o
todo o nada. La fe, a la que está llamado el hombre, es el resultado de una conversión, de
una metànoia, de un desquiciamiento de la personalidad y de su consiguiente
reconstrucción en torno a un nuevo centro. Este cambio no puede realizarse sin contrastes.
La empresa es realmente difícil; difícil en sí misma y, por consiguiente, difícil en todo
tiempo. Por esta causa, la predicación está sometida a una crisis permanente, que puede
agudizarse e incluso adquirir dimensiones dramáticas debido a las circunstancias externas,
pero que se deriva de su misma esencia. Veremos después como la filosofía de la
comunicación ha contribuido a suscitar el problema de la predicación. De momento,
podemos decir que ha contribuido a hacernos experimentar la crisis, descubriendo su raíz
profunda.

Se da por otra parte, el hecho, quizá más importante aún, de que el objeto o el contenido de
la predicación es un mensaje de salvación, destinado por su misma naturaleza a transformar
la vida del hombre. Sabido es que un mensaje se transmite por el testimonio, en virtud de
una experiencia vivida. Únicamente si la intimidad del predicador ha tocado la intimidad de
Cristo, puede su mensaje provocar el encuentro con Dios. ¿Quién puede afirmar que ha
alcanzado esta meta?

Por esta razón, la palabra del predicador puede sonar falsa. Si no vive lo que predica, si su
vida no es un comentario vivo de la palabra que anuncia, esta puede dar la impresión de
algo irreal, convencional, vacío de contenido. El misterio de la predicación consiste en
hacer sentir al hombre que en el evangelio se juega el destino de su vida y de su muerte. Por
ello, la predicación es terriblemente sería, pero, también por esta causa, corre el riesgo de
caer en el ridículo. La “necesidad de la predicación” de que habla san Pablo (1Cor 1,21), se
manifiesta en toda su evidencia cuando la palabra del predicador se halla aislada de la
santidad, que constituye el signo de su credibilidad.

La crisis de la predicación no es, pues, una novedad de nuestra época, aunque ésta ha
contribuido a ponerla de manifiesto con todo dramatismo 26. Es una crisis de siempre. En
todas las épocas podemos encontrar lamentaciones de predicadores, a quines resulta difícil
hacerse escuchar, y quejas de los fieles, que no encuentran en la predicación el sustento de
su alma. San Pablo hablaba ya de quienes se desvían de la verdad del evangelio y se
vuelven hacía las fábulas (2 Tim 4,4), y exhortaba a Timoteo a no desanimarse y a
proseguir, sin miedo ni compromisos, su obra de predicador. En tiempos de san Agustín, el
diácono Deogratias preguntaba al gran doctor cómo tenía que hacer para vencer el
aburrimiento de sus oyentes27, y el mismo san Agustín no duda en decirnos que el pueblo
prefería los espectáculos del circo a sus sermones. En la edad media, Dante atacaba a los
predicadores de su época, que apacentaban a las ovejas “en el viento”28. En tiempos más
recientes, los predicadores hablan de crisis de la predicación, tanto si la multitud se agolpa
bajo los púlpitos29 como si deja la Iglesia desierta30.

26
Arnold en sus dos volúmenes: Al servicio de la fe. Herder, Barcelona 1963, y Grundsätsliches
and Geschichtliches sur Theologie derseelsorge. Freiburg i.B, 1949 ha examinado las raices
historicas de la crisis actual de la predicación, indibiluandolas, sobre todo, en el mismo.
27
De catechesis rudibus I,I
28
Paraiso 29. 106.
29
L. MASSILLON. En el discurzo que pronuncio el primer domingo de cuaresma, sobre la palabra
de dios habla de las multitdue que se agolpan frente a los pulpitos, hasta el punto en que los
Pero el resultado de esta crisis ha sido impulsar a predicadores y teólogos a preguntarse qué
es la predicación, qué sucede en ella, cuál es su contenido y cuál su fin y dimensiones. Si se
trata de una realidad en crisis permanente, ¿qué tiene de original y en qué difiere de las
otras formas de comunicación? Únicamente una reflexión derivada de la palabra de Dios
puede dar contestación a estos problemas.

5. El fenómeno de la descristianizaciòn

Pero la crisis de la predicación no ha sido el único hecho que ha atraído la atención de los
teólogos y los pastores de almas. Otros problemas han contribuido a evidenciar su
importancia y complejidad. Entre ellos, merece lugar destacado el fenómeno de la
descristianizaciòn.

Hasta hace pocos decenios, la meta de las misiones y de los misioneros eran únicamente los
pueblos aún no evangelizados. Estas palabras evocaban tierras lejanas que había que ganar
para Cristo. Y he aquí que la cristiana Europa advierte, casi de improviso, que el paganismo
se halla en su mismo suelo. No se trata únicamente del paganismo práctico de quien piensa
en cristiano y vive en desacuerdo con los principios que profesa externamente, sino de un
vivir inspirado en una visión del mundo, que no tiene nada de cristiana. La constatación de
este fenómeno obligo a la pastoral a plantearse el problema de su revisión, y originó el
movimiento misionero, que representa el aspecto más dinámico de la Iglesia de hoy.

lugares de diversión quedan desiertos, pero añade en seguida, que de todos los misterios que
cristo confio a la iglesia, ninguno parece mas inútil que la predicaciñon, a causa de las pocas
conversaciones que se ven: Oenvres de Massillon. Paris1825,2, 178-79.
30
Dice P. SEGNERI: <<Adverti la insensates de quienes no querrian que el sacerdote les hablara
nunca durante la misa. Ni que se dieran misiones en sus iglesias, bajo el pretesto de que eran ya
cristianos, y a quienes hay que predicar no es a ellos, si no es a ellos, si no a los turcos>> :II
cristiano instruito. Torino 1869, 12.K RAHNER admite tambien que la crisis de la predicación ha
hecho experimentar la necesidad de una teologia. 4. Madrid 1961. 323
El movimiento misionero, entendido como reconquista de las masas descristianizadas,
surgió, como se sabe, en Francia, como respuesta a la publicación de un libro que hoy ya es
clásico: France pays de misión,31 de los sacerdotes Godin y Daniel. Este libro originó la
toma de conciencia de una situación que no se había valorado hasta este momento en toda
su profundidad, y evidenció la urgencia de aplicar un remedio. Por primera vez, quizá,
después de muchos siglos, la distinción entre países de cristiandad y países de misión
perdía sus contornos netos y suscitaba la impresión antes, y la convicción después de que
también la cristiana Europa tenía sus zonas de misión.

El examen de las causas de una situación tan inquietante no podía olvidar la predicación.
Ella es el gran medio que Jesucristo instituyó para le difusión y el desarrollo de la vida
cristiana (Mt 28,18-20). Si se constataba la existencia de un paganismo en ambientes que
durante siglos habían sido cristianos, había que concluir que la predicación había fallado
totalmente o que había tenido muchas deficiencias. De la misma manera que el mensaje
predicado había cristianizado los pueblos del occidente europeo, su ausencia o sus
deficiencias le habían descristianizado.

F.Dupanloup intuyó esta conclusión ya en el año 1830, cuando tuvo que pronunciar aunque
ni sin amargura, estas palabras: “Treinta mil sermones cada domingo en las Iglesias de
Francia y, sin embargo, Francia no ha perdido aún la fe”.

Aunque esta afirmación pudo interpretarse en su época como un desahogo de un hombre


que deploraba cierto estado de cosas, se reveló después, y no sólo en Francia, como la
diagnosis de un mal en germen. Las investigaciones de Boulard nos han dado la prueba de
ello. Buscando el origen de la descristianizaciòn de amplios sectores rurales de su pueblo,
señala, como la “cusa más profunda”, la falta de predicación o las deficiencias de la misma.
“el mayor defecto de nuestra acción apostólica pasada, escribe, ha sido la falta de
evangelización.32 En ocasiones, hay que entender esta ausencia al pie de la letra. Es raro,

31
Paris 1943
32
Subrayado en el original.
pero se ha dado realmente en medios rurales, el que un sacerdote cansado o desanimado
haya estado veinte o veinticinco años al frente de una parroquia, sin predicar jamás. 33 O tras
veces, la falta de predicación hay que entenderla en sentido formal: no ha existido una
evangelización auténtica, por falta de realismo”.34 Se ha hecho consistir la instrucción
religiosa en aprender de memoria las fórmulas del catecismo, sin ninguna explicación,
mientras que las homilías han sido vacías, pedidas, moralistas. No se han tocado los
grandes temas de la revelación, sino los restos de una religión natural, que no tenían nada
que decir al hombre de la revolución industrial. Godin, en su obra antes citada, habla
también de esta falta de evangelización. 35

Este mismo análisis sociológico permite constatar que donde ha existido una predicación
genuina, la vida cristiana ha resistido a los factores de la descristianizaciòn. Boulard se
pregunta por qué algunas diócesis, que se hallan en las mismas condiciones sociales y
económicas de las zonas descristianizadas que las circundan, han conservado la fe.
Encuentran el motivo en la predicación. “parece ser que estas regiones excepcionales
fueron sólida y recientemente evangelizadas en los siglos XVII XVIII. No se consideró
suficiente la práctica religiosa, sino que se realizó una evangelización profunda. Se trató de
formar cristianos instruidos en su religión, que vivieran el cristianismo en todos los
aspectos de su vida humana: familiar, profesional, social”36. Fue la palabra de santos
misioneros la que asentó la fe en el alma de estas poblaciones, y la capacito para resistir
frente a los factores de la descristianizaciòn.

Si la predicación fue, debido sus deficiencias, “la causa más profunda” de la


descristianizaciòn, debe ser asimismo el factor principal en la obra de reconquista. Para
llevar de nuevo a la fe las masas descristianizadas, no se cuenta más que con la
proclamación del evangelio. Hoy, igual que en tiempos de los apóstoles, la Iglesia debe,

33
Subrayado en el original.
34
Problemas misionares de la france rurale. Paris 1945.185-6
35
France pys de misión 60.
36
Premiers ilineraires en sociologie reeligierse. Paris 1954.48
para convertir a los paganos, anunciar la palabra de Dios, porque la fe viene de la
predicación (Rm 10,17). ¿Qué es pues, la predicación, esta realidad fundamental, que
ejercida de una forma causa la fe y ejercida de otra ocasiona su debilitación y su pérdida?
¿Qué significa predicar? ¿Qué es la Palabra de Dios, el evangelio que anuncia el
predicador? Sólo la teología puede responder a estos problemas.

De esta forma, el movimiento misionero, que ocupa un puesto tan importante en las
preocupaciones actuales de la Iglesia, plantea el problema teológico de la predicación con
toda la fuerza que emana de la inmensidad de su cometido. Ha hecho sentir pues, la
necesidad de contactos más estrechos entre el predicador y de los conocimientos del otro.

6. El movimiento litúrgico, bíblico y patristico

La exigencia de un análisis más profundo de la predicación bajo el aspecto teológico, no se


deriva únicamente de las sombras que enturbian la vida cristiana de nuestros días, sino
también de sus luces, de los diversos movimientos que caracterizan la espiritualidad del
cristiano contemporáneo. Aludimos a los movimientos litúrgico, bíblico y patrístico.

El movimiento litúrgico, surgido bajo el pontificado de san Pío X, y difundido más o menos
en todas las naciones, ha exigido a sus promotores un esfuerzo de reflexión para penetrar la
naturaleza íntima de una realidad tan compleja como la liturgia. De esta manera, ha llevado
lógicamente a descubrir la relación estrecha que se da entre ésta y la predicación. De
hecho, la predicación anuncia el misterio de la salvación, misterio que realiza la liturgia. La
liturgia no pude existir sin la fe, que procede de la predicación (Rm 10,17). Era pues,
normal que el esfuerzo por comprender la liturgia indujera a preguntarse por la naturaleza
íntima de la predicación, especialmente de la predicación litúrgica, es decir de la homilía.
“Teóricos y pastores dice Fleckenstein saben que el redescubrimiento de la homilía ha
suscitado un nuevo gusto entro del campo de la predicación, tanto en los predicadores como
en los oyentes”.37

De hecho, algunos ensayos notables sobre la Palabra de Dios y su puesto en la liturgia, se


deben a liturgistas.38 Son éstos quienes han redescubierto y defendido con abundantes
argumentos el ligamen íntimo entre liturgia y predicación. El movimiento litúrgico ha
originado, por ello mismo, un nuevo análisis de la predicación, de toda la predicación y no
sólo de la homilía, en lo que atañe a su papel en el proceso de la fe y de la vida de la
Iglesia.

Otro tanto hay que decir el movimiento bíblico. Sabido es que la Escritura está de moda y
que los estudiosos se esfuerzan por hacerla accesible al mayor número posible de fieles.
Pero la Escritura es inseparable de la predicación, no sólo porque constituye su objeto, sino
también porque, al menos en lo que se refiere al Nuevo Testamento, constituye su origen.
Los evangelios y las cartas nos ofrecen la catequesis de los apóstoles. Más aún, el Nuevo
Testamento, según demuestra cada vez con mayor claridad la exégesis,39 no es otra cosa
que el desarrollo de un núcleo primitivo de la predicación, del Kerigma que, según san
Pablo, era el mismo para todos los apóstoles indistintamente (1Cor 15,11). Si esta tesis es
exacta, el problema de la predicación puede iluminar la misma exégesis bíblica. Para
conocer la verdadera naturaleza del Nuevo Testamento, hay que tener ante los ojos la
naturaleza de la predicación y las exigencias que plantea a los apóstoles. Igual que la
liturgia, la Escritura suscita también el problema de la predicación.

Los estudios bíblicos, por su parte, han permitido a la predicación reencontrar la unidad en
la multiplicidad de sus formas. En la Iglesia de los primeros siglos, podemos distinguir

37
Mittelalterliches in der Kirche von hente 61
38
Señalemos en particular:B Fischer. Liturgiegesehichte and verkindignong, en Die Messe in der
Glaubensverkindigung. Freiburg i. B 1950. 1-13: L Agustoni. Das wort gotter als Kulties II ert: Anima
10 (1955) 272-284: palabra de dios y liturgia siguime, salamanca1966 C:N: AGAGGINI , EL sentido
teologico de la liturgia (Bac I8I) Madrid 1959, sobre todo el c. 24: cf. Tambien los numeros que han
dedicado a la predicación las revistas citadas en la nota 2.
39
C.H. DoDD, The Apostolie preaching and ist deselopments. London I056
claramente tres formas diversas de predicación: la misionera, dirigida a los paganos en
orden a su conversión, la de los catecúmenos, orientada al bautismo, y la de los miembros
de la comunidad cristiana. El estudio sobre el origen del Nuevo Testamento ha manifestado
la originalidad de la predicación misionera y de su papel normativo respecto a las otras dos
formas40. Ha demostrado que la catequesis primitiva, tal como la tenemos en los evangelios
y también, en síntesis, en el símbolo de los apóstoles, se debe a la evolución del Kerigma,
esto, es, de aquel conjunto de hechos que constituyó la predicación primitiva de los
apóstoles, dirigida a los no cristianos, y de la que tenemos ejemplos en el libro de los
Hechos y en las cartas de san Pablo.este descubrimiento asido importante , porque ha
permitido seguir todo el ciclo de la predicación y descubrir en lel una rica multiplicidad de
formas.
Por otra parte, el descubrimiento de la originalidad de la predicación misionera a tenido su
impportancia para la evangelisación del mundo pagano y d4l mundo cristiano paganizado.
Este hallazgo se debe, en gran parte, al estudio de los libros de los hechos.41
Finalmente, la investigación biblica por medio de los estudios de los vocablos que se
refieren a la transmisiómn de lka fe, hga demostrado toda la complejiadad y la riqueza del
fenomeno de la predicación, y a provisto a la reflexión de bases solidas. El analisis de
voclavos realizados por diversos diccionarios, y en primer lugar por el del kittes, se ha
revelado indispensable para comprender una realidad, como la predicación, que en el
Nuevo Testamento designa con mas de 30 vocablos diferentes.42
Tampoco hay que infravalorar la aportación de los estudios patrísticos. Los Padres no sólo
han sido grandes pastores de almas y excelentes predicadores, que demostraron de forma

40
Sobre este problema hemos tratado en nuestro articulo II kerigma e la predicasione: Greg41
(1960) 424-450.
41
El estudio del libro de los Hechos ha contribuido notablemente ha esclareser l a problemática de
la predicación. Entre los estudios mas recientes, Cf. A. retif, foi au crhirt et misión.paris 1953; P.
hitz, pregon misionero del evangelio. Desclee de brouwer, bilbau 1960 C.2; Y.B.tremel , del
kerigma de los apostoles al kerigma de hoy, en anuncios del evangelio hoy. Estela, Barcelona
1964, 13-46.
42
K .H . SCHELKIE. Jimgersehafi and apostelant eine biblishe aus geun des priesterlishen dieste.
Freiburg y B. 1957, 57.tiene gran importancia para la aportación de los estudios biblicos a la
teologia de la predicación, la obra de erre astig, dieverküdigang des wortes gottes in urkistentun,
dargestenllt an de begriffen <<wort gottes >> <<evangelium>>, und <<zeugnis>>. Estugartt 1939.
muchos estudios posteriores se basan en esta obra.
concreta cómo se debe anunciar la Palabra de Dios43, sino que han legado además ensayos
de evangelización,44 de catequesis45 y de homilética, y nos han permitido, de este modo,
comprender los principios que inspiraban su actividad de difusores de la fe.

La catequesis, sobre todo, ha podido encontrar, en contacto con las obras de san Cirilo de
Jerusalén, de san Ambrosio, de san Juan Crisóstomo y de san Agustín, la línea de la historia
de la salvación, que permitió a los padres aquella síntesis del pensamiento con la vida
cristiana, que hizo felices con su fe a los cristianos de los primeros siglos.

De esta forma, la liturgia, la Escritura y la patrística han puesto de nuevo ante la reflexión
teológica un problema al que se había prestado escasa atención: el de la predicación.

7. El ecumenismo

Hay que citar además la aportación del ecumenismo, que representa una de las
preocupaciones más profundas de la teología católica de nuestros días.

Durante muchos años, teólogos católicos y protestantes han polemizado entre si,
exasperando con ello un estado de ánimo ya de por sí tenso. Estas polémicas han conducido
a ambas partes a exagerar, en su teología, los elementos de contraste. Cada parte
consideraba un deber poner más de relieve aquellos elementos que la parte contraria
negaba, y precisamente porque los negaba.

43
Buena ventura de mehr ha recogido la bibliografia sobre la predicación en los padres: colfranc 12
1942 7-16 Esta bibliografia sea enriquesido después citemos: A schorn. Das wer Gottes bei den
fater en vem horen de worles Gottes, 19-33: L Bopp, Diels Heils machtigkeit de worles Gottes nch
den Vateru, en teologíe and predigt. Würzburg 1958 190-226: B H Vanderbergue, saint jean
Chrysosteme el la parole de DIE paris 1961
44
Gf. Sobre este punto nuestro articulo : saint agustin evangelisanteur parolmis, n, 22 (1963) 357-
378, donde demostramos que la obra de catequisandis rubidos del obispo de Ipona es un ensayo
de evangelisación de los paganos, en orden a su conversión y administrar el catecumenado.
45
En todas las epocas se estudio la catequesis de los padres. Cf. B. Parodi. La catechesi di santi
Ambrogio. Studio di pedagogia pastorale. Milano 1957 A. PAULIN,S Cyrille de jerusalene
catequesis paris 1950.
Debido a ello, la teología católica nos ha dado un tratado completo bajo todos sus aspectos
sobre los sacramentos, mientras que no ha sucedido igual en lo que atañe a la predicación.
Puesto que nadie la ha puesto en tela de juicio, no se ha sentido la necesidad de concentrar
en ella los esfuerzos de la reflexión.

Kart Barth ha reprochado a los teólogos católicos esta laguna con palabras muy severas.
“En lo que atañe a la predicación, escribe, los autores dogmáticos católicos mantienen un
silencio casi completo. Después de haber tratado de la gracia o de la Iglesia, pasan
inmediatamente al examen de los sacramentos, desarrollan la doctrina sacramental del ordo
sacerdotal y hablan sin límites del magisterio de la Iglesia, como si la predicación no
existiese; la predicación entendida seriamente como medio de gracia indispensable. Lo que
les interesa de la predicación, y siempre de forma accesoria, son las cuestiones jurídicas,
por ejemplo las cuestiones del sujeto primario y secundario de la legítima doctrina, el
problema de la necesidad de una missio canónica, etc.”
La dogmatica catolica y la sdeclaraciones normativas del magisterio eclesiastico, que no
son precisamente avaras de explicaciones cuando se trata de aspecto a su parecer
importantes, se circundan de una oscuridad casi total cuando tratan de la predicación… la
predicación no es un elemento constitutivo de la nocion catolica del sacramento y, en este
sentido se distingue claramente del sacramento>> 46
Esta acusación de Barth no es del todo justa. El análisis actual ha demostrado la
importancia que grandes teólogos, como san Buenaventura47 y santo Tomás, 48 han
concedido al problema de la predicación bajo su aspecto teológico. E incluso después del
concilio de Trento, en plena polémica con los protestantes, ha habido teólogos que han
hecho de la predicación el objeto de sus estudios.49 Tampoco hay que olvidar, en este
campo, la aportación que han hecho a la teología de la predicación algunos que no eran

46
Degmatique Geneve 1956, v.i.t.i.64-56.
47
E. EILERS, Gottes wort. Etna theologie der predigt nach Bonaventura Freiburg I B. 1941
48
A. Rock unless they be sent. A theological study of the nature and purpose of preaching.
Dubuque 1953; E Robeben, II problema teologico della predicacione. Roma 1962.
49
Aludimos a suarez de quien hablaremos en el capitulo cuarto de la primera parte de nuestro
tratado : el tambien lo que escribia C.
teólogos, es decir, los grandes predicadores, que fueron siempre conscientes de la
importancia capital de su ministerio y de la eficacia particular de la palabra de Dios.50 Pero
está fuera de duda el hecho de que la investigación teológica no ha concedido a la
predicación la misma importancia que a los sacramentos.

El movimiento ecuménico ha ayudado a colmar esta laguna. En un momento en que


católicos y protestantes acercan sus posiciones, para confrontarlas y descubrir los puntos de
contacto que encierran, la predicación constituye uno de los puntos privilegiados sobre el
que los estudiosos de ambas partes pueden entablar el diálogo.

Moeller señaló este hecho de forma explícita, con ocasión del encuentro interconfesional de
Chevetogne, en el año 1950. “la necesidad de una teología de la palabra (de la predicación),
revela al mismo tiempo un problema nuevo. Esta teología es una parte de la eclesiología; y
es precisamente en este terreno, donde se plantean las divergencias mayores entre las
confesiones cristianas”51. Por consiguiente, la elaboración de una teología de la
predicación, que atañe a un problema de interés común, puede brindar una base para la
discusión más detallada de los problemas dispuestos. Y, en realidad, se constata que los
estudios más importantes sobre el problema teológico de la predicación son obra de los
teólogos más comprometidos en el diálogo ecuménico. Basten, como ejemplo, Schlier, que
ha dedicado a la predicación un breve pero sustancioso ensayo bíblico,52 y Semmelroth, que
ha tocado repetidamente en sus obras este problema.53
Este es uno de los teologicos catolicos alemanes que estan más en contacto con
los protestantes, como puede verse por su colaboración en la revista <<católica >>

50
L.B. SCHNERYER. DIE Heilsbedentung der predigt in der AUFFASSUNG DER Natholischen prediger:
ZKTh 84 (1958) 152-170.
51
Theologie de la parabole et occonenisme Irenikon 24 (1951)333.
52
H. Schiler wort Gottes eine Neutestamentliche bessi ng. Wurbzburg 1958: iD Die Verrundingung im
Gottesdient der kirche. Kolh 1953
53
O. SEMMELROTH el ministerio espiritual fan: Madrid 1697 palabra eficaz. Dinor. San sebastian
1968.
En esta revista ha publicado las ideas fundamentales que desarrola en los
54
ensayos citados.

8. La filosofía de la comunicación

Queremos recordar también, de paso, la aportación que puede prestar al problema de la


predicación, incluso bajo su aspecto teológico, la filosofía de la comunicación, que desde
Max Scheler a Buber, Le Senne, Marcel y Nédoncelle ha intentado penetrar el, misterio del
encuentro entre personas. La predicación es una forma de comunicación. En ella se
encuentran Dios y el hombre mediante la palabra humana. Por tanto, el análisis de lo que se
realiza en el encuentro entre hombres puede ayudar a comprender cuanto acaece en el
encuentro con Dios.

Particularmente la filosofía del testimonio tiene gran importancia en este punto. Jesucristo
dijo a lo apóstoles que fueran sus testigos hasta el fin del mundo (Hech 1,8). La predicación
transmite un mensaje que se comunica por el testimonio.55 De algun modo esta constituiad
por valores destinados a incidir sobre la vida humana. Por consiguiente la filosofia de los
valores puede contribuir al esclarecimiento de la predicación56.

9. La teología Kerigmática

54
Los estudiosos protestantes estan convencidos tambien de la importancia del problema de la
predicación para el dialogo ecumenico j.j. Non Allmen dedica a este tema la ultima parte de su
articulo la predication bajo el titulo: la predication apport reforme d toecumenisme : verbum caro
9(1955) I5I s, y se detiene en especial sobre la predicación de edificación. Sobre la aportación
posible de la predicación misionera a este problema, cf. H. J. MARGULL theologie, der
missionarischen verkündigung, evangelization als ochumensisches problema Stuttgart 1959.
55
Cf. Entre otros, j. Guitton. El problema de jesus. Fax Madrid 1960 M BUBER je et Tu. Paris 1938 R
MELL, ¿quien es mi projimo? Barcelona 1966 G Gusdort. La parole paris 1956.
56
Sobre estas razones que han inducido al planteamiento del problema teologico de la predicación
se detienen tambien los padres Flick y alserzghn en el articulo citado en la nota 4.672-676
Como se ve, desde diferentes ángulos y por distintas exigencias, surge el problema
teológico e la predicación. De las causas citadas, la primera, al menos en orden de tiempo,
es la crisis de la predicación. Es justa la observación de los padres Alszeghy Flick, cuando
señalan que “el análisis teorético de la predicación se experimenta como una exigencia que
se deriva de la práctica”57

Realmente se viene hablando de la crisis de la predicación y de la necesidad de superarla


por medio del examen teológico de su naturaleza y cometido en la vida de la Iglesia, desde
el momento en que el padre J.A. Jungmann publicó su libro, hoy clásico, Die Frohbotscbaft
und unsere Glaubensverkûndigung,58 reelaborado últimamente bajo el título
Glaubensverkûndigung im Licbte der Frohbotscbaft.59 (trad. Castellana: La predicación de
la fe a la luz de la Buena Nueva, Dinos, san Sebastián 1964), que originó la controversia
llamada de la Verkûndigungs theologie o teología Kerigmática.

No vamos a detenernos ahora sobre este movimiento, que ha ejercido un influjo decisivo
sobre la orientación de la teología en los últimos decenios, ya que otros han hablado
detenidamente de él, y la polémica, tras la última intervención de Jungmann, puede
considerarse terminada. Haremos únicamente algunas alusiones, para demostrar cuánto ha
influido esta polémica en la génesis del problema teológico de la predicación.

La idea fundamental del libro es conocida. Jungmann parte del análisis de la vida cristiana
de muchos fieles de hoy, tal como él la había observado durante sus años de ministerio en
una parroquia del Tirol, y la encuentra sin alegría y sin entusiasmo. “para muchos, decía, el
cristianismo no es una buena nueva que se recibe con alegría, sino una ley pesada, a la que
hay que someterse para no condenarse”.

57
A.c 672
58
Regenburg 1936
59
Innbruck, wien, München 1963 Aunque la obra es una reelaboración de la anterior, ti4ene en
cuenta el proceso de la teologia desde 1936 hasta nuestros días.
Más en particular, carecen los fieles del “sentido de la unidad, de una visión de conjunto, de
la inteligencia clara del maravilloso mensaje de la gracia divina. De toda la doctrina
cristiana, sòlo se quedan con una enumeración de dogmas y de preceptos morales, de
amenazas y de promesas, de costumbres y de ritos, de obligaciones y deberes, impuestos a
los desdichados católicos, mientras que los no católicos gozan de libertad”.

Entre las cusas de esta situación, el teólogo de Innsbruck se fijaba principalmente en la


predicación. En el fondo, los fieles viven la fe que se les propone en la explicación del
catecismo y en la homilía dominical. Si el resultado es una fe anémica y fragmentaria, la
causa debe radicar en la exposición que hacen de la fe los catecismos y los predicadores.

Jungmann llegaba aún más lejos y culpa de este estado de cosas a la teología, tal como se la
enseña en los seminarios. En realidad, los predicadores transmiten al pueblo la religión tal
como ellos mismos la han estudiado en sus años de formación. Hay que achacar, pues a la
teología la responsabilidad principal de la anemia de la vida religiosa de muchos cristianos
de nuestro tiempo. Preocupada de los problemas históricos y polémicos o del aspecto
especulativo de la revelación, ha descuidado su aspecto más pastoral y Kerigmático. Y ello
ha influido notablemente sobre la predicación, que se ha concebido como la vulgarización
de los tratados teológicos. Si comparamos los catecismos redactados según esta mentalidad
con la exposición de la fe que nos brinda la antigüedad cristiana, advertimos en seguida la
diferencia. “Por una parte, encontramos un mensaje sencillo, un cuadro gráfico; por otra, un
edificio complicado de conceptos, divisiones y distinciones”.

El autor concluía de esta constatación, que la predicación no debe proponerse vulgarizar la


reología, sino anunciar el Kerigma, es decir, el evangelio, la buena nueva: “he aquí la
diferencia fundamental entre la teología y la predicación. La teología está ante todo al
servicio del conocimiento; estudia la realidad religiosa hasta los límites últimos de lo que es
posible conocer y trata de alcanzar la brizna más pequeña de verdad que le sea posible, sin
preguntarse por el valor que tal esfuerzo pueda tener para la vida. La predicación, por el
contrario, se orienta totalmente a la vida y considera la misma vida religiosa, en cuanto fin
que motiva nuestros esfuerzos. Con estas palabras, establecía la distinción precisa entre
teología y predicación. Mientras que la primera, saliendo al encuentro de las
preocupaciones teóricas del hombre se propone entender, defender y sistematizar la palabra
de Dios; la segunda anuncia el mensaje de la salvación, que no es “conocimiento, sino vida,
no es teología sino santidad”.
10. La reacción de los teólogos

Las ideas de Jungmann, y más aún de los otros autores de esta tendencia, originaron una
polémica que se reveló muy fecunda. Quizá por primera vez en la época moderna, los
teólogos atendieron con interés al tema de la predicación.

Conocidas son las reacciones de muchos estudiosos ante la idea de una teología de la
predicación, distinta de la científica. Muchos se opusieron de forma tenaz. Vieron, en este
intento, un modo de consagrar definitivamente la ruptura entre la teología y la vida, de abrir
el camino al subjetivismo, de sobrevalorar el aspecto emocional frente al intelectual o de
caer en el irracionalismo. Las últimas reacciones fueron ya más moderadas. Definieron a
esta tentativa como “no necesaria”.60

Es cierto que los teólogos disintieron unánimemente en lo que se refiere a una doble
teología pero afirmaron, sin excepción, la existencia, en la teología, de una dimensión
Kerigmática o pastoral. El que hasta el momento hubiera prestado escaso interés la teología
a los problemas de la vida cristiana, no se debió a su naturaleza, sino a la polémica con que
debieron enfrentarse los teólogos. La teología es la ciencia de la revelación, de esta realidad
que se ordena, por su naturaleza misma a la fe y a la vida sobrenatural. “toda teología
científica tiene que ser, de alguna manera, teología de la predicación, si no quiere correr el
riesgo de dejar de ser teología científica”61. Lo mismo han afirmado Von Baltasar y otros62.

60
Entre los propulsores mas conocidos de esta tentativa, hay que citar a H. Rahner, lotz Dander…
en las obras antes citadas de Kapper y de Avelino puede verse una exposición de sus doctrinas.
61
A. Avelino.o.c.378
62
M.Schmaus, teologia dogmatica, 2,14.
Estas reacciones pueden parecer negativas si se las compara con la actitud de Jungmann.
Pero adviértase que daban razón a la idea fundamental que sostenía éste: la teología no
puede desentenderse de los problemas de la predicación. El mismo autor lo dice, al
responder a Schmaus: “la teología, recalca Schmaus, debe liberarse de su inercia,
lanzándose más decididamente por el camino de la historia, de la historia de la redención, al
encuentro del “Cristo histórico, muerto, resucitado y glorificado”.

Schmaus reclama la disposición cristocéntrica también para la teología científica; pone a


Cristo en la definición de la teología y declara como objeto de ésta no a “Dios en sí”, sino a
“Dios en cuanto se nos ha manifestado en Cristo y en esta manifestación de sí mismo se
conserva y facilita en la Iglesia a través de los siglos”. Si la teología es entendida de esta
manera, se realiza sustancialmente el pensamiento de la teología de la predicación, y se
podría renunciar, sin reparos, al nombre”63.

Con estas palabras el autor ha redimensionado toda la controversia y la ha llevado de nuevo


a su punto de partida, es decir, que la teología debe tener una dimensión pastoral, concreta,
cristocéntrica, abierta a las cuestiones de la vida cristiana.64

11. Una teología de la predicación

63
Catequetica,334
64
La teologia actual va orientandose de una forma palpable hacia un planteamiento basado en la
histiria de la salvación significativa, en estesentido, es la obra de M. Flick y Z Alzerghy, los
comienzos de la salvación. Sigueme. Salamanca, 1965. esta misma linea siguen los autores en su
tratado el evangelio de la gracia. Salamanca 1965.
Pero podemos y debemos sacar aún otra conclusión de esta controversia: la exigencia de
que la teología reflexiones sobre la naturaleza de la predicación, en sí misma y en la
historia de la salvación.

No es posible superar la crisis de esta realidad tan fundamental para la vida cristiana si se
desconoce la realidad misma. En el fondo, el que la crisis haya podido adquirir
proporciones tan vastas, hasta el punto de que algunos sacerdotes no dudan en pensar que la
predicación es un medio ya superado, insinúa que se desconoce qué es la predicación, cuál
es su necesidad para la génesis y el desarrollo de la fe, cuáles son su contenido y eficacia y
en qué relación está el mensaje con la persona que lo anuncia.

Por consiguiente, para superar la crisis, el primer paso necesario es elaborar una teología de
la predicación. Fue precisamente Jungmann el primero que lo observó, en el libro antes
citado. “en los temas de importancia no hay nada más práctico que una buena teoría y una
orientación segura, que ayuden a recorrer, sin desviaciones, los caminos acertados”.65

Desde entonces, esta afirmación se ha convertido en un lugar común. Tras de haber


enumerado las dificultades en que se debate la predicación actual, P.Hitz escribe: “Es, pues
necesaria una visión teológica de la predicación y de sus principales exigencias, tal como
las revela la palabra de Dios”66. Schlier habla con mayor claridad aún: “La crisis de la
predicación no procede únicamente, ni en primer lugar, de dificultades externas o
personales ni de insuficiencias metodológicas, sino sobre todo del desconocimiento de lo
que acontece en la predicación. Y depende asimismo de la carencia de una teología de la
palabra salvìfica y de la palabra en general; carencia que se advierte cada vez más”67.
También, según Hamer, para superar esta crisis hay que recurrir a la teología, pues la crisis
de la predicación es, en realidad una crisis teológica. Y será imposible salvar tal crisis
mientras no exista una “visión clara de la función de la palabra de Dios en el plano

65
Die frohbotschaft, VII.
66
Theologie et catechese: NRT 87 (1955) 922.
67
Wort Gottes. II.
divino”68. Y llegando más lejos, sostiene que la preocupación principal de los estudiosos no
debe ser la técnica de la palabra o su aceptación, sino la respuesta al interrogante: “Qué es
la palabra de Dios?¿Cuál es su función en la Iglesia y en el mundo?”. Y concluye:
“Únicamente la Escritura, el magisterio y la teología pueden responder a estas preguntas y
manifestar cuán… cierta es aquella afirmación del apóstol: “Ay de mí, si no predico el
evangelio”.69
Esta teologia ha necesitado grandes esfuerzos para delinearse con su problemática. Hasta
hace pocos decenios, los teologos consideraban la predicación como una realidad demasiado
elemental y obvia para centrar en ella su reflexion sucedió con ella lo mismo que con la revelación.
Esta última es una realidad basica del orden sobrenatural, un concepto clave de la teologia. Sim
70
embargo, hasta la publicación de la obra reciente del padre Latourelle , no se habia realizado una
reflexión sistematica y profunda sobre su naturaleza intima.
Otro tamto cabe decir de la predicación por la que la revelación se trasmite, cierto que siempre ha
sido objeto de estudio, pero los autores se detenian en su aspecto formal, en los problemas
practicos y metodologicos, en como hay que predicar. De esta forma se han publicado, un gran
numero de manuales y de trados de oratoria sagrada, destinados a preparar a los sacerdotes para
el ministerio de la palabra71. Pero todos ellos daban por supuesto el aspecto teologico. Su
exposición 0 parecia superflua, ya que todos saben o creen saber que significa predicar. Lo que
habia que aprender y enseñar era como se debe predicar, y es este el intento que perseguían los
autores, sin embargo desde hace unos decenios, bajo el impulso de los factores, antes descritos,
ha ido adquiriendo el primer plano el aspecto mas específicamente telogico de la predicación. Tal
ha acaesido concretamente en el problema de las relaciones entre predicación. Y sacramento, del
que ya se habian ocupado Scheeben72 y Kuhn. Hoy este problema se halla en el ambiente y le han
tocado de alguna manera casi todos los autores, Söhngen, Schmaus, Betz, Schillebeeckx.73

12. Los primeros ensayos.

68
La crise de la predidition: Rev Nouv 29 (1955)146
69
A.c 147.
70
R. Latourelle, teologia de la revelación. Sigeme salamanca.1961.
71
Recordemos entre otros a G Zocchi, la predicasione, visi rimedi. Siena 1907; A.D. Sertllanges,
lórateur Chretien. Juvisy 1930; L.A.P. Paquet, cours d´eloquerence sacree. Queebec 1925.
72
W. BARTZ, verkündigung and sacramentin Kirchenbegriff Scheebense. Theologie und seelsorge
4 (1944)184 s.
73
Joh Kuhn, zur lechre vom dem wort golles und den sakramenten; ThQ 37 (1855) 3-57.
Aunque el problema de la predicación no se ha solucionado aún totalmente en lo que afecta
a su problemática, se han realizado ya algunas tentativas de síntesis. Soiron fue el primero,
en el año 194374. A la luz de la teología de san Buenaventura, y teniendo en cuenta lo que
habían publicado los estudiosos protestantes sobre este tema, Soiron expone, en las dos
primeras partes de su obra, la teología de la palabra de Dios y de su transmisión; en las
otras dos, se fija en la cuestión del oyente y del predicador. Podemos considerar esta obra
como una síntesis, aunque indecisa debido a la situación del análisis de este tema hace
veinte años, de los elementos teológico y práctico de la predicación. El mérito principal del
autor consiste en haber afirmado, inmediatamente después de Jungmann, y haber
demostrado teológicamente, la necesidad de que la predicación sea la proclamación de la
historia de la salvación, centrada totalmente en la persona de Cristo.

Recientemente otros ensayos han venido a satisfacer esta exigencia, que se había hecho más
consciente a partir de la publicación de la obra antes citada. Ha sido el padre O.
Semmelroth quien ha escrito la obra tal vez más comprometida sobre el tema de la
predicación, aunque centra principalmente su atención sobre el aspecto, ciertamente
fundamental, de la eficacia. La obra se divide en dos partes. En la primera, el autor se
propone trazar la teología de la palabra de Dios, a la que sigue a lo largo de todo su iter
desde el seno de la Trinidad hasta su comunicación al alma en gracia, para detenerse, por
último, en el aspecto de la eficacia. Es una obra densa en conceptos, original en su
desarrollo, pero elude todos aquellos problemas que no encajan en la línea de pensamiento
seguida por el autor. Semmelroth está dentro de la problemática alemana, según la cual, la
teología de la predicación consiste en determinar la eficacia de la palabra de Dios en
relación con la eficacia de los sacramentos. A las demás cuestiones, les concede menos
importancia. Semmelroth, pues, no dedica mayor atención al sujeto y objeto de la
predicación que, a juicio nuestro, son indispensables para comprender su eficacia.

74
De estos teologos y de sus escritos hablaremos en el c.8. Th. Solron, Die verkündigung des
worte Gottes. Freiburg 1943
Un nuevo intento de síntesis lo realizo el padre A. Gunthor. También él concede gran
importancia al tema de la eficacia, en el que sigue de cerca de Semmelroth, pero dedica un
amplio capítulo del fin de la predicación y particularmente al de su objeto, en lo que
concuerda con el cristocentrismo de la teología actual. Consagra además toda una parte del
volumen a la predicación dominical y a la misionera popular.

También Sandro Maggiolini se ha detenido sobre los problemas del objeto, de las fuentes,
del fin y de la eficacia de la predicación, en un breve volumen, en el que ha sintetizado
cuanto se ha escrito hasta el momento sobre este tema. Algo semejante cabe decir del libro
de Spiazzi, útil para quienes se interesan por la historia de la predicación y de la catequesis.

13. Nuestro propósito

Nos proponemos examinar el papel de la predicación en el plano divino de la salvación del


hombre, y la predicación en sí misma, dejando para otro trabajo el examen de su
dinamismo.
Por “predicación” entendemos la transmisión del mensaje cristiano, prescindiendo de sus
diversas formas.

2. EL OBJETO DE LA PREDICACIÓN

Para responder cuál es el objeto de la predicación, necesitamos estudiar cuál fue el objeto
de la predicación de los apóstoles, de la que es continuación y prolongación la de la Iglesia,
bajo sus diferentes modos. El Nuevo Testamento emplea para designar diversas
expresiones, distintas entre sí, al menos en apariencia. Las más comunes son reino de Dios,
palabra de Dios, evangelio y misterio. La primera es más frecuente en los sinópticos y la
última en san Pablo; las demás, en el libro de los Hechos y en los evangelios en general.
Para determinar el objeto de la predicación apòstolica necesitamos dilucidar el sentido de
estas fórmulas.

1. El reino de Dios

El reino de Dios es el objeto de la predicación de Jesucristo. Inicia su ministerio público


con la proclamación del mismo: “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios:
arrepentíos y creed en el evangelio” (Mc 1,14-15). Al recorrer Galilea y enseñar en las
sinagogas, se entrega a predicar “el evangelio del reino” (Mt 4,23). Cuando quieren que se
detenga en algún lugar, lo rehúsa, porque “también a las otras ciudades tenía que anunciar
el evangelio del reino de Dios” (Lc 4,43). Cuando envió los discípulos a predicar, en el
ensayo que realizó durante su vida pública, les recomendó decir: “Está cerca el reino de los
cielos” (Mt 10,7). Jesucristo habla de este reino a lo largo de toda su predicación.

Con la proclamación del reino de Dios termina el Antiguo Testamento (Lc 11,20), se
verifican las profecías (Lc 7,22-23) y el dominio del diablo queda derrocado (Lc 11,20).
Por consiguiente, constituye una realidad íntimamente ligada a la persona de Cristo. Si este
reino se halla ya presente, es porque Cristo arroja a los demonios (Mt 12,28); si el Mesías
ha venido ya, es porque Jesucristo realiza los signos que predijeron los profetas como
propios del Mesías (Lc 7,22), y los discípulos son bienaventurados porque ven lo que los
profetas desearon ver (Lc 10,23).
Es más, podemos decir que el reino de Dios es el mismo Jesucristo, cuya venida y actividad
inaugura una nueva época en las relaciones entre Dios y el hombre, una nueva alianza,
destinada a sustituir a la del Sinaì. Esta identificación es evidente en algunos textos
evangélicos: “Todo aquel que dejó casas, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos
o campos por causa de ni nombre, dice Jesucristo, recibirá el cien doblado y poseerá en
herencia la vida eterna” (Mt 19,29). Lucas nos transmitió el texto de esta forma: “Nadie
hay que dejó casa o mujer, o hermanos o padres o hijos, por causa del reino de Dios, que
no lo recobre multiplicado en el tiempo presente y en el siglo venidero la vida eterna” (Lc
18,29-30). Jesucristo y el reino de de Dios son la misma realidad: dejar todo cuanto se
posee por él es igual que dejarlo por el reino de Dios.

En otro pasaje, compara el reino de Dios con diez vírgenes, de las cuales algunas eran
fatuas y otras prudentes, que esperan la llegada del esposo con las lámparas encendidas (Mt
25, 1s.). Lucas aclara que este esposo, al que hay que esperar continuamente, es el hijo del
hombre, que puede llegar en el momento en que menos se espere (Lc 12,35).

Esta identificación nos ayuda a entender por qué la persona de Jesucristo ocupa el centro de
la narración evangélica y por qué él, al predicar el reino de Dios, invita a los hombres a
tomar cada uno su cruz y seguirle (Mt 16,24); por qué llama bienaventurados a quienes
fueren perseguidos por causa suya (Mt 5,11), y no se escandalizaren de él (Mt 11,6), y por
qué dará la vida eterna a quienes le han socorrido en la persona de sus hermanos
necesitados y se la negará a quienes rehusaron hacerlo (Mt 25,34s.)

El objeto de la predicación de Jesucristo es, pues, él mismo, su persona75. El análisis de la


segunda expresión nos lleva a una conclusión idéntica.

2. La Palabra de Dios.

La expresión palabra de Dios es ya muy común en el Antiguo Testamento. Según la


estadística de Grether76 aparece 242 veces, incluidos diez textos inciertos. Para los griegos,

75
Los estudiosos admiten comúnmente que la persona de cristo ocupa el centro del Dios que el
mismo predico: cf. Entre otros, R. SCHNAC Kenburg. Reino y reinado de Dios Fax, Madrid 1967 :
Devile Grelot: NTB 675-680: J. Alfaro.Fides, Spaes Catas. Adotationes in tractahon de virtubibus
teologices. Romae 1963.132.
la palabra significa el elemento inteligible de un objeto, la idea que la inteligencia puede
aferrar en su intento de penetrar la naturaleza de las cosas; sin embargo, los estudiosos
afirman unánimemente que para los pueblos orientales antiguos la palabra es la expresión
no tanto de la inteligencia cuanto de la voluntad; significa primordialmente un hecho y no
una idea, un mandato y no una instrucción. Es un medio de salvación. Dios crea el mundo
con la palabra (Gn 1; Sal 33,6), con ella establece la ley que impone a su pueblo 77, por
medio de la palabra dirige la historia hacia los objetivos que se ha propuesto78. La palabra
es esencialmente dinámica, contiene una fuerza especial que conduce necesariamente a la
acción una vez que fue pronunciada sobre todo si se trata de fórmulas de bendición o
maldición79.

La palabra debe su dinamismo a su estrecha relación con la persona. “El hebreo, dice E.
Schillebeeckx, no distingue entre la palabra y la persona que la pronuncia. La palabra es un
modo de ser de la persona misma… la fuerza de la palabra es la misma que la de la persona
que la pronuncia. De aquí el poder de la palabra de Dios.80 La Palabra de Dios, tal como

76
Name und wort Gottes im A.T. Giessen 1934. 64 s. este tema es muy comun entre los
estudiosos que, al tratar de la palabra de Dios, intentar determinar su sentido a la luz de la cultura
antigua, tanto griega como oriental, Cf. Entre otros, L Düor Die wertimg des göttlichen wortes tm
A:T. und im antiken orient. Leipzig 1938; H. Ringern, Word and winsdom. Lund 1947; w Eichrodt ,
theologie des A.T. Berlin 1948, 32-39: D. Barsotti, Misterio cristiano y palabra de Dios sigueme,
Salamanca 1965-9-40; P. van Imschoot, theologie de T.A.T: Tournai 1954, I 200-207; E jacob,
teología, de PA.T Nechatel –paris 1955, 103-109; J.l.Mc Kenzie, The Word of god in the old
testament: theological Studies 21 (1960) 183-206; H. Scgiller, wort Gottes würzburg 1958 Hay tres
tres articulos dedicados a la noción de la palabra de Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento,
en el volumen la parole de Dien en J.C., cuyos autores son: Larcher, Dupont y Gilbet. Paris 1961
Para una comparación entre la concepción griega de la palabra y la orientación.Cf. J. Leenhardt, La
signification de la notion de parole Dans la pensse chretienne: Rev HPHR 35 (1955) 263-273; R
Bultmann, Der Begriff des Wortes Gottes im N.T. en Glanben und vertechen Tubing 1958 268-293.
en cuanto a dicanarios. Consultense los articulos de o Procksch; TWNT 4, 89-140 de Robert: DBS
y el de Feullet- VTB 559-565.
77
A veces a los mandatos de Dios se los denomina <<palabras>> (2 cron 29,15), d eigual modo
que se denomina <<palabras>> a los diez mandamientos (ex 34,28; Dt 4,13).
78
El Jacob o.c. 106 D. Barsotti. 25. El dinamismo de la palabra se seduce tambien de su
etimologia. Aunque los autores no se han puesto de acurdo sobre ella. Según Jacob, dabar
significa <<la proyección hacia delante de aquello que esta detrás. Es decir la actuación de lo que
se tiene en la mente>> (o.c.104) A. Robert . por el contrario opina que de procede de una doble
raiz una de las cuales significa <<hablar>> y la otra <<estar>> detrás a.c. 442.
79
parole et sacrament dans Eglise: Lum Vie 46 (1960)25.
80
R. Bultmann,o.c.271.
nos la presenta el A.T, es Dios mismo en cuanto que realiza algo fuera de sí, en cuanto que
crea y se dirige al hombre para comunicarle su voluntad81.

El Nuevo Testamento sigue la misma línea del Antiguo Testamento. El Verbo, la segunda
persona de la Trinidad que se hace hombre y habita entre nosotros es la palabra de Dios (Jn
1,1-14). El padre, al expresarse inmanentemente a sí mismo, origina el Hijo, por quien crea
todas las cosas (Jn 1,3). Las cosas son palabras de Dios sustanciadas82.

Por ello, el Nuevo Testamento puede emplear rectamente junto a la expresión palabra de
Dios, la expresión palabra del Señor o sencillamente palabra. La primera aparece en el
Nuevo testamento 30 veces, 40 la segunda y la tercera 883. Aparecen, sobre todo, en el
libro de los Hechos, para indicar el contenido de la predicación apostólica. Por ejemplo,
cuando dice que muchos de los que habían escuchado la palabra creyeron (Hech 4,4), que
Pablo y Bernabé evangelizaban la palabra del Señor (Hech 15,35), también san Pablo, en
sus cartas, habla de la proclamación de la palabra (1Tes 1,6), que los tesalonicenses la han
aceptado no como palabra de hombres sino como palabra de Dios (1 Tes 2,13). El apóstol
emplea también la fórmula palabra del Señor (1Tes 1,8) y palabra de Cristo (Rm 10,17).
¿Qué es lo que pretenden significar los apóstoles cuando hablan de predicar la palabra, la
palabra de Dios, la palabra del Señor?

De hecho el mismo Jesucristo afirma: “Quien me desecha y no recibe mis palabras, ya tiene
quien le juzga. La palabra que hablé, ésa le juzgará en el último día” (Jn 12,4s). por el
contrario: “el que escucha mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no incurre
en sentencia de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida” (Jn 5,24).

Por consiguiente, rechazar a Cristo significa lo mismo que no creer en sus palabras; y
escuchar sus palabras, es creer en aquel que le ha enviado. Igual que Cristo es la vida (Jn

81
A.C. 205.
82
Según S.Mowinkel. en la encarnación del verbo consiste la novedad del nuevo testamento con
relación del antiguo : o.c. 43-44.
83
TWNT 4, 115 Nº estan comprendidos aquí los escritos de Juan Ibib.. 116 y nota 13.
14,6), así lo son sus palabras (Jn 6,63); de la misma manera que él juzga (Jn 8,15), también
juzga su palabra (Jn 12,48).84 Juan llega a decir en su primera carta, que él anuncia “la
palabra de vida” (1 Jn 1,1-4). La palabra es la persona de Cristo.

Lo mismo cabe decir de los sinópticos. Según ellos, la palabra de Dios es la voluntad de
Dios, en cuanto que exige su cumplimiento. Podemos descubrirlo al confrontar textos
paralelos. Por ejemplo, Marcos dice “El que hiciere la voluntad de dios, éste es mi hermano
y hermana y madre” (Mc 3,35); y Lucas en el mismo pasaje, escribe: “Mi madre y mis
hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra” (Lc 8,21). Por tanto, la
palabra de Dios es la voluntad de Dios, dios mismo en cuanto que exige al hombre
obediencia. Otro tanto cabe afirmar en lo que se refiere a la palabra de Cristo: “Quien se
avergonzare de mí y de mis palabras en esa generación adúltera y pecadora, también el Hijo
del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los ángeles
santos” (Mc 8,36). Lucas: “todo aquel que se declarare por mí delante de los hombres,
también el Hijo del Hombre se declarará por el delante de los ángeles de Dios” (Lc 12,8).
Como se ve, la palabra de Jesucristo y su persona son una misma realidad.

Por consiguiente, el objeto y contenido de la predicación es Cristo, la palabra por la que el


Padre se expresa y comunica su voluntad al hombre. Con razón el libro de los Hechos, en
vez de afirmar que predican la palabra de Dios, puede afirmar que predican la palabra de
Cristo (Hech 8,5), que predican a Jesucristo (Hech 9,20).85

3. El evangelio

84
r.Bultmann,a.c. 291
85
a semejntes conclusiones llegan todos cuantos han estudiado nuestro tema : cf.R. Asting die
verkünddigma des wortes GOTTES IM URCHRIS LENTUM, DARGESTELL an den Begrifen
<<Word Gottes>> <<evangelium>> und <<zeugnis>> Stugttsrt 1939 295-296. Identifica conclusión
en Kittel 4. 126 s. Gilbrt refiriendose a los secritos del nuevo testamento, afirma que <<les autres
acrits de N.T pavaint remarque et les acts des Aportes, en particular, son riches, en formules
suggestives. la personne de Jesús est aucente du message, elle sídentifique en vuelque sorte avec
lui. Porte la parode esta precher Jesús-chist la teologie joharique du logos. en la parole de Dien en
Jesús-chis: 100: y después ; a proposito de Juan.
El término evangelio aparece frecuentemente en el Nuevo Testamento, para indicar el
objeto de la predicación apostólica86. Designa a ésta con las expresiones: “evangelio de
Dios” (1 Tes 2,2.8.9; 2 Cor 15,16, etc), “evangelio de Cristo” (1 Tes 3,2; 2 Cor 9,13; Gál
1,7, etc); “mi evangelio” (1 Tes 1,5; 2 Tes 2,14; Rom 2,16; 16,25), “evangelio de la gloria
de Cristo” (2 Cor 4,4), “evangelio de vuestra salvación” (Ef 1,13), “evangelio de Paz” (Ef
6,15), “evangelio de verdad” (Col 1,5 ), “evangelio de la gloria del Dios bienaventurado” (1
Tim 1,11), o sencillamente “evangelio” (1 Tes 2,4; 1 Cor 4,15; 8,19; 9,18; Gál 2,5.14; 2
Tim 1,8, etc).

El contenido del evangelio, según los sipnòticos (Mc 1, 15; Mt 4,17; 9,35) y según el libro
de los Hechos, es la venida del reino de Dios, que el diácono Felipe predica en Samarìa
(Hech 8,12) y el apóstol Pablo en Asia Menor (Hech 14,21-22) y en Roma (Hech 28,23).
Pero se trata siempre de la buena nueva de Jesucristo (Hech 8,35). Según san Pablo, “el
evangelio de Dios” (Rom 1,1; 15,16) que anuncia, es el que se refiere a “su Hijo…
Jesucristo, Señor nuestro, por quien recibimos la gracia y el apostolado para la obediencia
de la fe entre todas las gentes en el nombre de él” (Rom 1,2-5). El complemento, pues, de la
palabra, principalmente en los evangelios, es Dios o el reino de Dios (Lc 4,43; 8,1; 16,16;
Hech 8,12; 14,15) y más frecuentemente aún, Cristo o algún aspecto de su misterio y de su
vida. Así los apóstoles evangelizan a Jesús (Hech 11,20), la palabra del Señor (Hech
15,35), la paz por Jesucristo que es el Señor de todo (Hech 10,36), las riquezas de Cristo
(Ef 3,8), Jesús y su resurrección (Hech 17,18), la cruz de Cristo (1 Cor 1,17). a demas se
encuentra unidos Dios y cristo siete veces.87

El contenido del evangelio es una persona: Dios en Cristo, por quien Dios se revela y en
quien nos salva y cuya buena nueva es el evangelio. Conocer a Cristo es conocer al Padre

86
sobre la etimologia y el significado de la palabra <<evanglio>> en el Nuevo Testamento, cf, el
articulo de , D. Mollet DSp 4.1945-62;cf.tambien en el de FriedrichTWNT 2.718-35.
87
los verbos examinados por Hayward son los deribados de y ademas la tesis se titula God and
crist: duality ad síntesis in the faiht of new testament, y aun no ha sido neditada.
(Jn 14,19). El conocimiento de Cristo es inseparable del conocimiento del Padre: en él
consiste la vida eterna (Jn 17,3)88

De todo esto se deduce que el evangelio, objeto de la predicación de los apóstoles, es


idéntico a la palabra de Dios. Según san Pablo, el evangelio que ha anunciado a los fieles
de Tesalónica (1 Tes 1,5) es la palabra que éstos han recibido entre grandes tribulaciones (1
Tes 1,6). En su carta a la Iglesia de Éfeso, es más explícito aún: “En el cual, dice
refiriéndose a Cristo, también vosotros, habiendo oído la palabra de la verdad, el evangelio
de vuestra salvación…” (Ef 1,13). El evangelio, a su vez, es idéntico al reino de Dios.
Mateo nos dice que Jesucristo anunciaba “el evangelio del reino” (Mt 4,23).

4. El misterio

Las tres expresiones estudiadas adquieren toda su fuerza significativa cuando se las
confronta con la noción del misterio, muy usada por san Pablo, para significar su
predicación. Aparece con menos frecuencia que las otras, pero es más densa y permite
encuadrar la predicación según su papel en la historia de la salvación. Por esta causa, le
dedicaremos mayor atención.89

88
H. Schhelier nota que la expre4sión << evangelizar acrito>> no es unicamnte un resumen de la
predicación si no que tiene ademas un significado más fuerte <<dieserchistus, dice ist im grumde
das umfassende Einzige, was das Evangelium eroffnet5 und vor das es mich stell, damit ich mich
ubergebe, in dieser person und in ihrm Name wie die, Apostelgeschichete oft saget. ist alles Heil
gegeben : Word Gottes, 46 G Friendrieh. por su parte concluye sintetizando toda su investigación
sobre la palabra evangelio R. Asting, o.c. 453-57. El evangelio es esencialmente la buena nueva de
la salvación que Dios realiza en el mundo por medio de la vida de cristo. y sobre todo, atravez de
su muerte y resurrección.
89
sdobre el misterio paulino existe una grande bibliografía. nos limitaremos a citar los ensayos que
juzgamos mas importantes: D. Deben. le mysteri paulien: ETL 13 (1936) 405-442; K PrüMM,
Mysterion von paulus bis origenes: ZKT 61 (1937) 391-425: C.Spico. Saint paul. les epitres
pastorales. paris 1948. exc V II6-126 L. Cerfaux, la iglesia en sau pablo Bilbao 1959, 249-262:J t.
TRINIDAD the inysteri hidden in god: Biblica 31 (1950)I-56 K, pruna, zur pracnomelogie des
paulisniche Mysterion und dessen seclisten (Recherche Bibliques, 5 Bruges 1960-142-637 ef
tambien los articulos: G. Borman Misteryon: TWNT 4. 809-834; K prüMM Mysteris: DBS 6, 10-225:
Rigaux –Grelot, Mistero: NTB 454-488.)
Deden, que ha escrito un artículo sobre misterio paulino que conserva aun su valor, nos
dice que este vocablo aparece veinte veces en las cartas del apóstol. En seis ocasiones,
habla de un gran misterio que Dios le ha relevado para que lo anuncie (1 Cor 2,7; Rom 16,
25-26; Col 1,26-27; Ef. 1,8-10; 3,3-7; 3,8-12).90
Los estudiosos han discutido animadamente durante los últimos decenios sobre el sentido
del vocablo misterio, pero no creemos oportuno detenernos en estas discusiones.91 De ellas
ha resultado con certeza una cosa: el misterio paulino es el plan de la salvación que Dios
mantuvo oculto desde la eternidad y que mas tarde revelo y proclamo. El apóstol distingue
en él tres frases:

a) El misterio de Dios. Dios concibe, desde toda la eternidad un plan, un designio para
gloria nuestra pero lo mantiene oculto a los ángeles y a los hombres y establece, para
revelarlo, un determinado momento, que san Pablo llama “la plenitud de los tiempos”

b) El misterio revelado. Llegada la plenitud de los tiempos. Dios por medio del Espíritu
revela su plan, primero oscuramente en el Antiguo Testamento, y mas tarde con toda
claridad en el Nuevo Testamento. Hace esta revelación a los apóstoles y profetas. Se lo
revela también a los seres celestiales. Pablo recibe una inteligencia especial del
ministerio, en lo que se refiere a la llamada a los gentiles de la fe.

c) el ministerio proclamado. Dios revela el misterio en orden a su proclamación, para que


se les de a conocer a los hombres. Y esto se realiza mediante la predicación de los
apóstoles. De esta forma, en ministerio de piedad, como le llama también san Pablo,
fue a los ángeles, predicado entre los gentiles, creído en el mundo, enaltecido en la
gloria.

90
D. Deden, a,c, 406 En este articulo nos basamos nosotros.
91
sobre estas discusiones hace clara exposición TH. Filthaut. teologia de los misterios. Bilbao
1963. Mas brevemente y con anotaciones criticas. L. Bouyer, piedad liturgica. Cuernavaca 1957,
c.7y 8.
Por lo tanto, según san Pablo, el ministerio no es algo arcano, reservados a algunos
iniciados, sino que esta destinados a la máxima difusión, a ser proclamado ante los hombres
y ante los ángeles, y ante judíos y paganos. Se llama misterio porque Dios no lo revelo al
concebirlo, sino después de una larga preparación, cuando los hombres estaban ya en
disposición de aceptarlo.

5. Contenido del Misterio

El problema que nos interesa, ante todo, es el del objeto y contenido del misterio. ¿En que
consiste este plan de salvación? San Pablo emplea diversas formulas. El contenido del
ministerio es la participación de los bienes divinos, anunciados por Isaías, como
característicos de los bienes mesiánicos, es decir de los bienes escatológicos, a los que la
teología los designa con la expresión “vida eterna”, o la vocación de los gentiles a la
participación de tales bienes. En la carta de los colosenses, el objeto del misterio es la
reconciliación universal en la sangre de cristo. En cristo, queda cancelada la enemistad que
el pecado original causo entre los hombres, entre estos y Dios y entre la humanidad y los
seres celestiales, y se restablece de nuevo la armonía. En la carta a los fieles de Efeso, el
apóstol repite, bajo otra formula, el mismo concepto: el misterio consiste en recapitular en
cristo todas las cosas, es decir, en restablecer en el universo aquella unidad que deshizo el
pecado, reconduciendo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra, a un solo centro:
Cristo.

Estas formulas en el fondo, son equivalentes: el contenido del misterio de cristo. El es


quien concede la participación de los bienes celestiales y quien merece esta participación,
incluso para los gentiles; es El quien restablece entre las cosas aquella armonía y unidad
que destruyo el pecado. La carta a los colosenses identifica, de manera aun mas explicita,
el misterio con Cristo. San Pablo habla del misterio de Dios Padre y de Jesucristo en el
cual se hallan todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia. El ha recibido de Dios el
cometido de anunciar a los gentiles las riquezas de Cristo, imposibles de rescatar y de
iluminar a todos, dando a conocer cual sea la economía del misterio, escondido desde el
origen de los siglos en Dios, que creo todas las cosas, economía que ha actuado en Cristo
nuestro Señor, la esperanza de la gloria.
Precisamente por ser Cristo el objeto del misterio y, por consiguiente, de la predicación
paulina, el apóstol puede resumir su obra diciendo que evangeliza a Cristo entre los
gentiles, que predica a Cristo nuestro señor o sencillamente a Cristo, que no sabe cosa
alguna sino a Jesucristo, que no desea otra cosa sino que habite Cristo por la fe en el
corazón de sus oyentes, para que se llenen de la plenitud de Cristo.

De todo este análisis podemos deducir que las expresiones de reino de Dios, palabra de
Dios, evangelio, misterio significan la misma realidad: el objeto y contenido de la
predicación apostólica, que es Cristo. Además se complementan y definen mutuamente: los
apóstoles predican a Cristo, la palabra que el padre pronuncia en si mismo desde toda la
eternidad y que en un determinado momento se ha hecho carne. Esta palabra es la buena
nueva el evangelio que Dios destina a los hombres en la plenitud de los tiempos, para
formar con ellos un reino y una comunidad de salvación. Con todo derecho, pues identifica
san Pablo el misterio con la palabra de Dios y con el evangelio.

6. El Cristo Pascual

El Cristo objeto de la palabra de Dios, del evangelio y del misterio, es esencialmente el


Cristo pascual, muerto y resucitado. El libro de los Hechos lo afirma así en cada página. 92
En su discurso al pueblo de Jerusalén, el día de Pentecostés, san Pedro anuncia a Cristo
muerto y resucitado y lo mismo hace tras la curación del paralítico, ante el sanedrín y en
casa de Cornelio. San pablo proclama también al cristo pascual ante los judíos de Antioquia
de Pisidia, y ante los gentiles de Atenas.
92
sobre el objeto de la privación apostolica en el libro de los hechos, cf. A. Retif FOIN an chisrt et
misión c.a P. Hitz pregon misionero del evangelio. Bilbao 1960 c.2 y D Tremel Del Kerigma de los
apostoles al kerigma d ehoy en Amención del evangelio hoy 13 s.
Esto mismo hace el apóstol de las gentes en sus discursos de evangelización, en los que se
ve obligado a sintetizar el evangelio, restringiéndole a sus hechos fundamentales. Entre
estos hechos, cita siempre la muerte y la resurrección de cristo. Y si se ve obligado a fijarse
en un solo hecho, se fija en la resurrección. Cristo fue constituido Hijo de Dios a partir de la
resurrección, resucito de entre los muertos para nuestra justificación. Para obtener la
salvación, es necesario creer que Dios le ha resucitado. La muerte y la resurrección ocupan
el centro del pasaje kerigmatico más largo e importante de todas las cartas de pablo: 1 Cor
15, 1-11. El apóstol llega a afirmar que si cristo no hubiera resucitado, su predicación seria
vana. (v.14)93
En torno al misterio pascual, como nota Hitz, se agrupan “como círculos concéntricos los
demás hechos de la historia de salvación”,94 desde el primer anuncio de los profetas hasta la
parusia final, cuando vuelva el señor sobre las nubes del cielo a juzgar a vivos y muertos y
a poner fin, de esta forma, a la historia. La mirada de los apóstoles se extiende desde el
antiguo testamento hasta la vida pública del señor, para prolongarse después hasta
Jesucristo que esta a la derecha del padre.95

7. El cristocentrismo

93
sobre los pasajes keigmaticosde las cartas de san pablo, C.H. Dodd, the Apostolic preaching and
its developments. london 1956. sobre todo 28, en la que completa con nuevos textos la doctrina de
Dodd. n
94
todos los autores modernos subrayan el pueto central de la resurrección de Cristo en la
predicación apostolica. Ci ademas de los citados en la nota 26: H. Shürman, Aufbau und strutruk
der Neutstamentlichen Verkündigung. paderbon 1949: J. SCHMIT, Jesús resucite dans la
predication apostolique.paris 1949: F X DURRWELL, la resurrección de Jesús misterio de
salvación. Hender Barcelona 1962: J Sint. Die Anfertechung Jesús der Verkündigung.der
urgemeinde: ZKT 84 (1962) 129-51
95
H. SCHLIER compendia el puesto cetral de la murte y la resurrección de cristo, con relación a los
demas acontecimientos de su vida, con estas palabras, <<Die Verkündigung NET von Ihnen aus
kehrt wieder zu Ihnen zurück und ruht sich gleichsam in Ihnen aus. Debei sind tod und
Auferstehung Jesé Christi von vernecherein in ihrer Bedeutung fur uns erschlossen: Word Gottes,
47.
Esta concepción del ministerio que hallamos en las cartas de san Pablo lleva implícita una
teología de la historia, que encierra gran importancia para la predicación. Según el apóstol,
toda la historia es un complejo de hechos, una trama de sucesos preparados por Dios y
acaecidos en el tiempo, ordenados a la realización de un fin: la revelación, y la
comunicación de Cristo. Antes de la encarnación, toda la historia se orienta a el y
desemboca en el después de la encarnación. Cristo es el centro y el sentido de la historia.96
Solo a partir de el cobran significado el Antiguo y Nuevo Testamento; el es quien les da
unidad. El Nuevo Testamento es el complemento y la coronación del Antiguo. Con relación
al Antiguo Testamento, el Nuevo representa la plenitud, la realidad frente a la sombra. La
ley es un pedagogo con vista a Cristo, que es tu fin.

A la luz de estos textos, pueden escribir San Agustín In Viteri Testamento est occultatio no
vi, in novo testamento est manifestó veteris97, o que in Viteri novum later, et in novo vetus
patet.98 El Antiguo Testamento esta cubierto por un velo, que impide descubrir su
naturaleza intima, Cristo rasga el velo y descubre su contenido real.

En este sentido, Cristo es realmente alfa y omega, principio y fin, aquel por quien todo ha
sido creado San pablo le llama imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación,
como que en el fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, tanto las visible
como las invisible, ya sean los tronos, ya las dominaciones, ya los principados, ya las
potestades; todas las cosas han sido creadas por medio de el y para el. Y el es antes que
todas las cosas y todas tienen en el su consistencia. En el habita toda la plenitud. El es
todo el designo de Dios su palabra definitiva.(Heb 1,1)99

96
estos conceptos son corrientes en la literatura teologica actual: debido principalmente a los
estudios biblicosCf: O. ULLMAN cristo y el tiempo. Barcelona 1968: E.C. Rust the chritian
undertanding ef history. london 1947; J. Danielou. el misterio de la historia San Sebastian 1960 H.
Urs von Balthasar. teologia de la historia Madrid 1959. Para una visión de conjunto sbre las
diversas tendencias actuales en la teologia de la historia, con juicio critico de las mismas, Z.
Alszeghn M Flick, teologia Della storia : Gregorianum 35 (1954) 256-98.
97
De catechizandis rudibus, 4,8.
98
quaestiones in Pet 2.73.
99
El cristo centrismo es una categoría dominante entre los teologos actuales una larga serie de
citas sobre sus doctrinas en lo que se refiere a este punto. puede verse en R. Latourelle. teologia
de la revelación 4571. cf. tambien J.A. Jumngmann. la predicaciónde la fe a la luz de la buena
8. La Historia de la Salvación

Pero no es posible separa a Cristo del hombre. El ministerio no lo constituye Cristo


considerando aisladamente, sino Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria. El misterio, el
designio de Dios, afecta a Cristo en cuanto que dice relación al hombre. La encarnación no
se ha realizado por razones misteriosas que están ocultas en la profundidad de la sabiduría
divina, sino para nuestra salvación. El reino de Dios que cristo ha predicado, el evangelio
que nos ha traído a los hombres, la palabra que nos ha dirigido es un reino y un evangelio,
la palabra que nos ha dirigido es un reino y un evangelio de salvación. Cristo es
esencialmente el salvador que vino a este mundo para salvar lo que se había perdido, para
entregarse a si mismo en rescate de muchos para darnos la vida eterna, para arrancarnos del
poder de las tinieblas y transplantarnos al reino del amor de Dios, dándonos la adopción de
hijos. San Juan sintetiza toda la revelación cuando afirma: Y este es el testimonio que Dios
nos dio vida eterna y esta vida esta en su Hijo. Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no
tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida. La plenitud que hay en Cristo debe pasar también a
los otros. Es como la plenitud de una cabeza, que debe derramarse por los miembros. El es
la cabeza del cuerpo de la iglesia, como quien es el principio, primogénito de entre los
muertos, para que en todas las cosas obtenga El la primicia . Por que en el tuvo a bien Dios
que morase toda la plenitud y por medio de El, reconciliar todas las cosas consigo,
haciendo las pases mediante la sangre de su cruz.

Por tanto la historia no es únicamente historia de Cristo salvador, historia del encuentro de
Dios con el hombre en Cristo historia de la salvación. ¿Y que es la salvación?

9. La Salvación:

nueva. san Sebastián 1964, 70 s.: H. SCHLIER. Word Gottes. principalmente 48: C. vagaggint.El
sentido teologico de la liturgia. C. I. B. Piault, pantend du en mon fils: catechese 9 (1962) 393-498.
En el Antiguo Testamento, salvar, como traducen los setenta el vocablo hebreo y significa
librar o preservar de infortunios y peligros temporales, (jdt 15,18; 1 sam 10, 19) librar al
pueblo de la esclavitud.(Is 45,17,46,13 etc) Pero esta liberación material sirve únicamente
como base para comprender una liberación más importante: la liberación del pecado, la
salvación mesiánica, (Is 33,22-23; Ez 36,28-29) que entraña toda la gama de dones que nos
trae el Mesías.(Is 45,17,49,6).100 En el nuevo testamento significa la salvación mesiánica,
entendida como liberación del pecado y posesión de los bienes escatológicos que Dios ha
preparado para nuestra gloria. Este sentido mesiánico es casi el único en el nuevo
testamento. Jesucristo salvara al pueblo de sus pecados; (Mt 1,21) Dios envió su hijo al
mundo para salvarlo; (Jn 3,17) cristo ha venido al mundo para salvarlo, no para juzgarlo;
(12,47) quien invocare al nombre del señor, se salvara. (Hech 2,21) Esta salvación, aunque
nos conceda ya durante esta vida los bienes mesiánicos, es esencialmente escatológica; solo
en la vida futura se realizara totalmente. El apóstol afirma que una ves reconciliados,
“seremos salvos en su vida”. (Rom 5,10;1 cor 3,15) La salvación llegara “en el día de
nuestro señor Jesucristo”. (Fil 3,20) Quien nos salva es Dios, al que san Pablo llama
“nuestro salvador”.(1 Tim 1,1;2,3) Pero el nuevo testamento atribuye también la salvación
a Jesucristo. El es el salvador, el salvador de su cuerpo místico, (Ef 5,23) el salvador del
mundo, (Jn 4,42) nuestro salvador (2 Tim 1,10) o también el señor y salvador nuestro.(2 pe
1,11)101

Si nos fijamos en el concepto que implican estos textos, la salvación entraña un elemento
negativo: a preservación o liberación de un peligro; y un elemento positivo: la consecución
de un bien o de un conjunto de bienes que constituyen el fin del hombre, el termino de
todas sus fatigas y que satisfacen su hambre de felicidad de vida eterna; y por fin, implica
un salvador que a la vez que libera al hombre de los peligros que pueden impedirle la

100
S. Lyonnet, De notiene salutis in Novo Testamento: verbun Do mini 36 (1958) 6-7; articulo en el
que nos hemos inspirados: cf. tambien L. Cerfaux, Saint paul nous parle du salud lumvie 15(1954)
83-102.
101
S.Lyonnet, en el articulo antes citado 10 s. pone de relieve el aspecto terreno de la salvación, tal
como aparece en el Nuevo Testamento.
consecución de su fin, tiene la posibilidad de concederle todos aquellos bienes que
constituyen la felicidad. Por siguiente, la salvación lleva consigo el que el hombre el que el
hombre no sea autónomo, autosuficiente, el que no tenga en si mismo el fin de su propia
existencia, el cual no pueda satisfacer por si mismo ese hambre de felicidad, que constituye
el aguijón de todos sus actos.102 La salvación supone que el fin de la vida radica fuera del
hombre, fuera de los limites de este mundo visible, en un mas allá en que la felicidad puede
ser conseguida. Con otras palabras, supone que el fin de la vida es otro, un absoluto, Dios,
hacia quien tiende por ley de la naturaleza todo lo contingente y que es el único que puede
darnos la vida eterna. Por tanto, la vida humana , para que no sea vacía, para que tenga
sentido, debe apoyarse en otro, en Dios. Únicamente en Dios y con Dios puede el hombre
superar los obstáculos que le estorban la consecución de la vida eterna, del bien absoluto
sin el que no existe felicidad total.

Estos obstáculos son dos: la muerte, que destruye el ser y aniquila el presupuesto mismo de
la felicidad; y el pecado, que consiste en el intento del hombre de salvarse por si mismo, de
buscar fuera de Dios los que únicamente Dios puede darle. Solo un Dios absoluto y eterno
puede dar la vida eterna. Es absurdo buscar esta vida fuera de El y es imposible halla r
fuera de el la manera de vencer la muerte. La salvación consiste, pues, en una vida que este
orientada hacia Dios.

10. La Nueva Criatura

Aparte de estos datos, que la razón puede conocer por si misma, la revelación nos dice que
Dios ha establecido, para salvar al hombre, un plan que supera infinitamente cuando la
mente humana hubiera podido imaginar. Dios mismo sale al encuentro del hombre, para
satisfacer su hambre de felicidad y le invita a entrar en contacto con el, a participar en el
dialogo que desde toda la eternidad se desarrolla entre las tres divinas personas, a constituir
102
El concepto de salvación es fundamental en la historia de las religiones Cf. lo que dice E
Dhanies, Intreducttos in problema Christi. Roma 1920, 25 s. con su correspondiente
bibliografía:CF. tambien A.Brunner, la religión Herder, Barcelona 1963, c.9.
una comunidad de vida y de amor con el. Para saciar nuestra sed de felicidad, el mismo
Dios, bien supremo, se da al hombre y le admite a su intimidad, primero de una forma
oscura, pero real, en este mundo, y, después venciendo la muerte, de una forma total y
plana en la vida futura. Dios ha realizado todo esto por medio de Cristo, el único mediador
entre Dios y el hombre, que nos ha reconciliado con Dios por medio de su sangre, después
de la tragedia del pecado original, y nos ha alcanzado la filiación adoptiva de Dios y la
posesión de los bienes escatológicos de la vida eterna.

De este modo, se ha establecido entre Dios y el hombre una relación, que no es puramente
metafísica, como la que se da entre lo contingente y el absoluto, sino de intimidad, como la
que hay entre el padre y e hijo. Para ello, Dios ha operado en nosotros una nueva creación.
Si uno esta en Cristo, dice San Pablo es una nueva creación. Lo viejo pasó: mirad, se ha
hecho nuevo. Y en otro pasaje “ni la circuncisión es nada ni la incircuncision, sino la nueva
creación. Se trata de un nuevo ser que entraña un nuevo principio, y una nueva vida. “La
redención dice no consiste únicamente en el mejoramiento de deficiencias existentes
mediante una enseñanza y un modelo o mediante una elevada realización religiosa, que
endereza cuando esta equivocado, sino que consiste, sobre todo, en una elevación de rango
de la creación. Es distinta de todas las realidades de este mundo y constituye en una nueva
base de la existencia… La redención brinda a la existencia todo un nuevo principio.103

En su carta a la iglesia de Efeso, Pablo afirma que hemos sido creados en Cristo Jesús a
base de obras buenas. Esta creación no se realiza sin la muerte del hombre viejo y el
nacimiento del hombre nuevo, que tiene lugar en el bautismo, en el que el hombre se reviste
de Jesucristo y participa de su justicia y santidad.

De ahí que la salvación, como afirma Congar, viene esencialmente a dar, su sentido según
Dios, por que no hay ningún otro sentido que sea verdadero y total. Ser salvado significa
ser arrancado a una existencia sin significado, desesperada, condenada a muerte sin
remisión.

103
La esncia del cristianismo. Madrid 1964 66.
Es firmar en beneficio propio el sentido que Jesús ha dado a la existencia y, por el hecho
mismo, el seguro de una vida eterna, cuerpo y alma, allí donde todo será lleno de sentido,
percepción gozosa del sentido de las cosas, como se saborea una fruta agradable o una obra
perfecta de arte.104 El hombre salvado es el hombre que ha renacido para cristo con la
gracia que inspira toda su vida y su pensamiento en el suyo, hasta poder decir que su vivir
es Cristo. Cuando afirmamos que según san Pablo, toda la historia es historia de la
salvación, queremos decir por consiguiente, que todos los acontecimientos que en ella se
realizan tienden a ser conciente al hombre de su condición de criatura, de su necesidad de
lo absoluto para impulsarlo a apoyar su vida en el. Debido a que en el actual orden de
provincia de Dios nos ha ofrecido la salvación en Cristo y por Cristo, hay que decir que
Cristo constituye el centro de la historia, en cuanto que los acontecimientos anteriores a su
encarnación se han realizado en función de su venida, de la misma forma que los
posteriores se actúan en orden a su proclamación y comunicación.

El fin de la historia, durante el llamado “tiempo de la iglesia”, que se prolonga desde la


ascensión hasta la parusia, es formar la comunidad de salvación, el cuerpo místico de Cristo
en su plenitud. Resumiendo, todos los sucesos de la historia, cobran su sentido en la
perspectiva de Cristo. Esta concepción es realmente grandiosa. La historia de la civilización
los esfuerzos del pensamiento, las artes, las guerras que llenan los anales de la humanidad,
las virtudes que nunca faltaron, etc., fueron un anticipación e indicación de Cristo. A través
de ellos, Dios mostraba, aunque de forma misteriosa, su amor a los hombres, y preparaba a
la humanidad para la revelación máxima de este amor: la encarnación de su hijo. Otro
tanto cabe decir de la historia, después de la encarnación. También en ella brilla el amor de
Dios al hombre. Dios trata de hacerle descubrir la existencia de su cuerpo místico y la
necesidad de formar parte de el. Se trata pues, de una visión cristocentrica y eclesial.

11. La Economía de la Salvación

104
Amplio mundo en parroquia. Estella 1965.119.
Si queremos deducir de cuanto hemos dicho las consecuencias que afectan a la predicación,
vemos que la revelación no es únicamente, ni siquiera en primer lugar, la manifestación de
una verdad, de una serie de verdades o de un sistema. Tampoco es la respuesta a diversos
problemas que se han planteado la reflexión humana, como frecuentemente la presentan
algunos tratados de apologética. La revelación es, ante todo, un hecho, un acontecimiento,
la intervención de Dios en la historia para salvar al hombre, para librarle del pecado y de la
muerte y hacerle participe de su naturaleza divina, iniciando de esta manera un dialogo que
tendrá su realización plena en la visión beatifica.Naturalmente, la revelación es también
doctrina. En primer lugar, porque Dios no puede intervenir en la historia sin decirnos el por
que de su intervención, sin abrirnos el sentido de los hechos a través de los que se revela.
Sin esta palabra de Dios, la historia seria muda, no podría desvelarnos el misterio del amor
de Dios que en ella se oculta. Hemos visto antes que san Agustín decía, refiriéndose al
Antiguo Testamento, que la realidad contenida en el esta oculta tras un velo. La palabra de
Dios rasga este velo y nos descubre su significado.105Pero la revelación es también doctrina
en otro sentido. Presupone una metafísica y contiene una serie de enunciados intelectuales y
morales que, desarrollados y organizados entre si, pueden originar un sistema coherente de
verdad. Pero este aspecto aunque tiene su importancia, no es el principal. La revelación, el
cristianismo es un complejo de hechos que constituyen una historia: la historia de las
intervenciones de Dios para demostrar su amor al hombre y hacerle participe de su
naturaleza divina. La Biblia nos narra el desarrollo de esta historia, que se inicia en el
paraíso, continua con Abraham y los hechos del pueblo elegido, culminan con Cristo, se
prolonga en la iglesia y desembocara en la parusia y en la vida eterna.106

105
R. Latourelle desarrolla ampliamente estos conceptos en o.c.372 s.
106
Cf. La explicación que hace C. Vagaggini dl concepto de historia sagrada en el sentido teologico
de la liturgia. Madrid 1959 c. I. R, Latourelle, sistematizando sus estudios sobre el concepto de
revelación, concluye: <<la revelación es la acción soberanamente amorosa y libre por la que dios,
atravez de una economia de encarnación inagurada ya en cierto modo en el antiguo Testamento
(por instrumentalizad de la palabra profetica), se da a conocer el mismo en su vida intima, y su
designio d amor, concebido desde la eternidad de salvar y de unir asi a todos los hombres por
cristo>>, teologia de la redacción, 86, cf: asi mismo la conclusión del estudio del concepto de
revlación en el Antiguo Testamento, 43-44.
El cristianismo no es, pues, una weltanscbauung, si no un evangelio, una nueva, la buena
nueva de nuestra salvación, de nuestra vocación a la vida divina.
En un lenguaje mas técnico, podríamos decir que el testimonio no es un sistema, si no un
mensaje.

He aquí un concepto muy usado, que es oportuno examinar.

12. Mensaje y sistema

El sistema, en general, consta de cierto numero de verdades racionales, que se pueden


organizar y reducir a un principio único, evidente en si mismo. Es el conocimiento de la
realidad por sus causas ultimas, como define a la filosofía Aristóteles y todos los
escolásticos después de el. El sistema es la respuesta a los problemas de la reflexión
humana, el esfuerzo por interpretar la realidad, por penetrar en la multiplicidad de los
fenómenos para descubrir las leyes que lo gobiernan. Por consiguiente, al sistema se le
llama también weltanschauung, visión del mundo.
Cuando alguien descubre un sistema, puede comunicárselo a los demás. A quien lo
comunica, se le llama profesor, y la forma con que lo comunica constituye la enseñanza.
Ejemplos de sistemas son el aristotelismo, el realismo tomista, el racionalismo, el
idealismo, el empirismo.

Por el contrario, el mensaje, aunque supone y se basa en determinada interpretación de la


realidad, en determinado sistema, no se detiene esta interpretación. Cuando el filosofo ha
penetrado la realidad en su estructura mas intima, se ve obligado a detenerse, a constatar
que las cosas tiene su estructura determinada y que el no puede hacer nada para cambiarlas.
Las leyes de la realidad son universales y necesarias. El mensaje, por lo contrario, es una
rebelión contra la realidad, un intento de transformarla, de cambiar el curso de las cosas.

El ejemplo obligado del mensaje es, en nuestros días, el marxismo. Se basa en un sistema,
el materialismo, que es una interpretación de la realidad. “quiere ser, dice Mehl, científico,
es decir, basado en un análisis objetivo, no de la condición humana sino del devenir de la
humanidad. Llega incluso a rechazar todo socialismo utópico, y pretende que su concepción
del futuro esta rigurosamente determinada por su estudio de la historia pasada”.107 Pero tras
este análisis, el marxismo proclama que el hombre puede contradecir el curso de la historia,
puede cambiarlo, a condición de que el proletariado tome conciencia de ello y se
comprometa en la lucha contra el capitalismo. Desde el momento en que el marxismo
proclama la posibilidad de la revolución para establecer un orden nuevo, una sociedad
nueva, se convierte en un mensaje. Ya no es sola y principalmente interpretación de la
realidad, sino transformación de la misma. Por ello, el materialismo de Feuerbach es un
sistema, y el materialismo de Marx es un mensaje.108

El sistema es estático y conservador, ya que se limita a observar la realidad tal como es; el
mensaje es dinámico y revolucionario, porque trata de eliminar una citación existente para
crear otra. El sistema produce la resignación y el mensaje la esperanza; es, en realidad, un
evangelio, una buena nueva, la buena nueva de que la realidad puede llegar a ser mejor.

13. El cristianismo es un mensaje

El cristianismo, igual que el marxismo, supone una doctrina, un sistema, una interpretación
del mundo y del hombre. Supone, por ejemplo, la inmortalidad del alma, la existencia de
Dios, la posibilidad de comunicarse con él, el descubrir su presencia en el mundo. Pero no
le basta esta interpretación. Su cometido es transformar la vida del hombre y hacerle
107
R. MEHL. la recontre dántrui. Neuchatel-paris 1955,25.
108
Es conocida la expresión de k Marx ,<<Hasta ahora los filósofos no han hecho mas que
interpretar el mundo pero ahora se trata de transformarlo.
participe de una vida divina. El hombre, como se deduce el análisis existencial, es infeliz,
esta desesperado, es miserable, esta destinado a la muerte, es incapaz de dar a su propia
existencia un sentido que la haga divina de vivirse. Dios le invita, en Cristo, a salir de esta
situación y le propone establecer con el una comunidad de vida, para que pueda vencer la
soledad, el pecado y la muerte. El cristianismo es un mensaje de salvación, es el
ofrecimiento de Dios al hombre, de unir su propio destino al de Dios, únicamente
posibilidad para dar sentido a la vida y superar la muerte.

Dios ha esperado muchos siglos, después del pecado original, antes de hacer esta
invitación, para que el hombre experimentase su propia miseria y surgiera en el la
necesidad de superarla. Esta la causa de que la salvación fuera, concebida dentro de un plan
y una historia que dura milenios. Antes de que Dios se dedicase actuar su designio, el
hombre debía experimentar la posibilidad de salvarse por si mismo, con solas sus fuerzas.

Cuando los apóstoles comenzaron a predicar el evangelio en el imperio romano, los


paganos solían ponerles esta objeción: si Cristo es el único camino de salvación, porque no
vino enseguida, porque permitió que tantos hombres lo ignorasen? La respuesta es una sola:
Cristo vino cuando los hombres estaban preparados para recibirle.

Este es el motivo de que los apóstoles, en sus discursos, se detengan describiendo la miseria
humana: quieren que sus oyentes la sientan y traten de salir de ella. Presentan al hombre
como esclavo del pecado, cerrado en si mismo, hijos de ira, en poder del maligno. Dios se
ha compadecido de ellos y, en su amor infinito, ha enviado a su hijo para salvarlos. “Así
amó Dios al mundo, escribe Juan, que entrego a su hijo unigénito, a fin de que todo el que
crea en él no parezca, sino alcance la vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo
para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”. Y san Lucas: “El hijo del
hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”. Y san Pablo: “porque todos
pecaron y se hallan privados de la gloria de Dios, justificados como son gratuitamente por
su gracia, mediante la redención que se da en Cristo Jesús”.
Pero, a diferencia de todos los otros mensajes, el mensaje cristiano se identifica con la
persona del mensajero, con la persona de cristo. El mensaje cristiano, el evangelio, es cristo
mismo.109 Cristo no nos señala el camino de la salvación, sino que el mismo es este camino,
el mismo es la salvación. Vencidos el pecado y la muerte, nos asocia a si y se constituye en
sentido de nuestra existencia. “venid a mi, nos dice, todos cuantos andáis fatigados y
agobiados, y yo os liviare. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended d mi, pues soy manso
y humilde de corazón, y hallareis reposo para vuestras almas”. “quien tenga sed, venga a mi
y beba”. “yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no anda en tinieblas, sino que tendrá la
luz de la vida”. “yo soy el camino y la verdad y la vida”.

Jesucristo, pues, no es distinto de su mensaje. El mismo es el camino, la verdad y la vida


eterna. Para que nuestra vida sea fecunda, tenga sentido y sea salva, hay que aceptarle en
nuestra existencia y hacerse una sola cosa con el.

14. el problema de la predicación

He aquí, en su naturaleza, el problema de la predicación. Si esta pretendiese únicamente


transmitir un sistema de ideas, como acontece en la filosofía, o un conjunto de hechos
verdaderos en si mismos, pero sin proyección directa sobre la vida, la predicación seria una
especie de enseñanza.

Precisamente los sistemas filosóficos y los hechos históricos se transmiten por medio de la
enseñanza.

En la predicación, el caso es diferente. Se transmite y se pretende que los oyentes acepten


una persona; su fin es conseguir la adhesión a esta persona, para que el oyente la haga
centro de su existencia. Por tanto, el problema de la predicación, considerado en su objeto,
consiste en determinar como se transmite el conocimiento de una persona, como se provoca

109
R. Guardini. la esencia del cristianismo Madrid 1964.20.
el encuentro entre personas o, mas concretamente, como puede establecerse entre Dios y el
hombre una comunidad, de forma que el hombre no sepa considerarse y verse sino a la luz
de Dios, como su hijo adoptivo, como ser en dialogo con el. De donde se deduce que la
predicación, aunque tiene cierta analogía con la enseñanza, no es una enseñanza.

Y así llegamos a la conclusión de este capitulo: el objeto de la predicación es Cristo, en su


papel de salvador del hombre, o lo que es lo mismo, Cristo en la historia de la salvación.
Todo cuanto constituye este objeto, lo constituye o por ser Cristo mismo o porque tiene
relación con el. No existe, pues, actividad humana que no pueda formar parte del objeto de
la predicación. Política, arte, economía, sociología, etc., todo puede constituir el objeto de
la predicación, porque todo dice relación a Cristo, por quien fueron creadas todas las cosas
y en quien todas las cosas tienen consistencia, y porque todo dice relación al hombre.

Es el hombre el que esta llamado a la vida divina, en la totalidad de la existencia y sus


relaciones. El texto bíblico que expresa mejor esta totalidad del objeto de la predicación es
en el que el apóstol habla de “instaurar todas las cosas en Cristo”. En cristo se unifica todo,
porque todo tiene en el su centro de procedencia y de gravedad.110
Por tanto el objeto de la predicación no es un objeto propiamente, sino un sujeto. Esta
conclusión merece ser ilustrada más ampliamente, cosa que haremos en el próximo
capitulo.

110
D.Lilje, was und wie sollen wie hente predicen, en Die predigt. Berlin 1957, 12-18.
3. DIOS HABLA

Preguntarse por el sujeto de la predicación significa preguntarse quién es el que dice esta
“palabra” o “evangelio” que constituye, según la Escritura, el objeto de la predicación. ¿Es
Dios? ¿Es el hombre? ¿Son ambos, según aspectos diversos?

Para halar esta respuesta, hay que examinar de nuevo las expresiones palabra de dios y
evangelio, para determinar si el sentido subjetivo u objetivo. En el primer caso, significaría
palabra pronunciada por Dios; en el segundo, palabra dicha por el hombre sobre Dios.

1. La palabra de Dios
Aunque sobre este punto el acuerdo siendo cada vez mayor entre los estudiosos, no se
puede decir que la disputa esté terminada. Algunos ven en la expresión palabra de Dios o
evangelio de Dios un genitivo subjetivo; según otros, es el hombre el que pronuncia la
palabra sobre Dios.

Entre los primeros se halla H. Schlier. En su excelente estudio Wert Golres, dedicado al
análisis de la palabra de Dios en el Nuevo Testamento, prueba su opinión, basándose en
diversos textos bíblicos. Según él, el genitivo de Dios no indica, en primer lugar, aquel de
quien se habla, ni una cualidad de la palabra pronunciada, sino el origen de la palabra:
“Dios es el que dice la palabra”. En la predicación, es Dios quien habla. El sujeto principal.
La prueba más patente de esta interpretación la tenemos en 1 Tes 2, 13: “Por esto también
nosotros, dice el apóstol, damos gracias a Dios incisamente de que, habiendo vosotros
recibido la palabra de Dios, que nos oistes, la abrazasteis, no como palabra de hombres,
sino tal cual es verdaderamente, como palabra de Dios, la cual ejerce su eficacia en
vosotros los creyentes”. Para que esta oposición tenga sentido, es necesario que a la palabra
pronunciada por los hombres, se oponga la palabra pronunciada por Dios, también la
expresión palabra de los hombres debería tener idéntico significado. Esto sería absurdo en
el texto citado. En este caso, el apóstol daría gracias a Dios porque los fieles de Tesalónica
recibieron como palabra sobre Dios lo que en realidad era palabra sobre los hombres.

La confirmación la encontramos en Rom 10, 14: ¿Cómo, pues, invocarán a aquél en quien
no creyeron? ¿Y como creerán en aquél a quien no oyeron? Dios es quien habla y, y por
consiguiente, aquél a quien se oye en la predicación.

Un texto casi idéntico encontramos en la carta a los hebreos: “Mirad que no recuséis al que
habla, porque ni aquéllos, recusando al que en la tierra les hablaba, no escaparon al castigo,
mucho menos nosotros, si desechamos al que desde el cielo nos habla, cuya voz entonces
estremecía la tierra y ahora hace esta promesa: todavía una vez, yo conmoveré no sólo la
tierra, sino también el cielo” (Heb. 12, 25 -26). Dios es quien habla y es su palabra la que
escuchamos en la predicación. El autor de la carta nos pone en guardia para que no la
rechacemos.

Igualmente creemos que hay que interpretar en sentido subjetivo 2 Cor 2,17: “Porque no
somos, como muchos, que trafican con la palabra de Dios, sino que sinceramente, como de
Dios, hablamos delante de Dios en Cristo”. No cabe duda de que, en este texto “palabra de
Dios” significa palabra que procede de Dios, dicha por Dios.

Dios obra realmente en el apóstol “para la conversión de los gentiles, de obra o de palabra,
mediante el poder de milagros y prodigios y el poder del Espíritu Santo” (Rom 15, 18 –
19). Debido a esa acción de Cristo en la palabra del apóstol, puede decir Pablo a los fieles
de Corinto: “… cuando otra vez vuelva, no perdonaré; puesto que buscáis experimentar que
en mi habla Cristo, que no es débil para con vosotros, sino fuerte en vosotros” (2 Cor 13,3).
Es, pues, Cristo quien habla por medio de la palabra de apóstol. Por ello, puede asimismo
afirmar que los preceptos e instrucciones que ha dado a sus oyentes son en “nombre del
Señor Jesús” (1 Tes 4, 2); y conjurarlos “por la mansedumbre y la bondad de Cristo” (2
Cor 10,2) o “por nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15, 30). Es Cristo mismo quien ordena y
exhorta por medio del apóstol (2 Cor 5, 20) y por él manifiesta el aroma de su
conocimiento en todo lugar (2 Cor 2, 14).

Por ello, puede decir Jesucristo: “El que a vosotros oye a mí me oye, el que a vosotros
desecha, a mí me desecha, y Dios o Cristo es el sujeto principal de la predicación. El es
quien habla por boca de sus enviados, y en él se cree, cuando se acepta el mensaje que
éstos anuncian, ya que el mensaje no es de ellos, sino de dios. Con los predicadores sucede
igual que con los profetas: es Dios quien pone sobre sus labios las palabra que han de decir
a los hombres para que se salven (Dt 18, 18).

2. La Opinión contraria
Pero no todos los autores, como ya hemos dicho, dan un valor subjetivo al genitivo de Dios
o de Cristo.

Ya R. Cornely, en su comentario de la carta a los romanos, interpretó en sentido objetivo


Rom 1, 9, donde el apóstol dice que anuncia el evangelio de su Hijo. Según R. Cornely,
este genitivo significa: “evangelio que se refiere a su Hijo”. El mismo autor compara 2 Cor
9, 13 con Col 2,5. en primer texto, el apóstol habla de la profesión de fe en el evangelio de
Jesucristo. Tal como suena, es fácil interpretarlo en sentido subjetivo: fe en el evangelio
que anunció Cristo. El texto de la carta a los colosenses, por su parte, habla únicamente de
«fe en Cristo». Al querer explicar el primer texto por medio del segundo, Comely
manifiesta que le da un sentido objetivo

M. J. Lagrange interpreta también en sentido objetivo Rom 1, 9 ;, v la expresión de Cal 1,7:


«pretenden pervertir el evangelio de Cristo» s. De una manera más general, J. Massie afirma
«que a partir de la muerte y la resurrección de Cristo, el evangelio es «about Christ» y no
«by Crist».

Esta divergencia puede explicarse teniendo en cuenta que Dios y Cristo no son únicamente
el sujeto de la predicación sino también su objeto; aquellos que hablan y aquellos de
quienes se habla. Por esto, no es extraño que en muchos casos no pueda decidirse mediante
el análisis exegético si se trata de un genitivo con función de sujeto o de objeto I0. Bástenos
decir que, a pesar de las divergencias existentes entre los exegetas, la opinión que ve en el
genitivo de Dios, de la expresión palabra de Dios, la función de sujeto, tiene un sólido
fundamento bíblico.

3. Doctrina de san Agustín

Esta doctrina de la causalidad principal de Dios en la predicación se encuentra también en


la tradición de la Iglesia. Vamos a limitarnos ahora a algunos textos de san Agustín.
En el sermón 288, san Agustín, tratando de Juan bautista, que se define a sí mismo como
“voz” (Jn 1,23), aplica este vocablo a los predicadores de la palabra de Dios. El predicador
es una voz en la resuena la voz del Verbo, que es Cristo. El obispo Hispana dice:”No solo
él (Juan) era la voz. Todo aquel que anuncia el evangelio es voz del Verbo… El verbo, aun
permaneciendo junto al Padre, ha enviado a muchos predicadores. Envió a los patriarcas, a
los profetas y a muchos otros, para le anunciaran. Permaneció el Verbo junto al Padre, pero
envió las voces; y tras haber enviado voces vino al Verbo en persona, en su elemento
propio, hecho voz y hecho carne”.

Según san Agustín, pues, es el Verbo de Dios quien habla en la predicación. Pero para que
su palabra se haga sentir y llegue hasta nuestros oídos, necesita un medio transmisor, una
carne en la que dar consistencia a su palabra una voz en la que hacerla resonar. Con este
fin, el Verbo eligió primero la voz de los profetas, más tarde la del hombre –Cristo y
finalmente la de los predicadores. En todo predicador resuena, pues, la voz misma de Dios.

En otro texto san Agustín viene a afirmar lo mismo con palabras diferentes. Al comentar el
pasaje del evangelio en el que Jesucristo exhorta a los apóstoles a no preocuparse de cómo
deberán responder cuando fueren llevados ante los tribunales, porque “no seréis vosotros
los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable en vosotros” (Mt 10,20). el
obispo de Hipona aplica también a los predicadores estas palabras. «Pues bien, si el Espíritu
Santo habla en aquellos que son entregados a sus perseguidores por amor a Cristo, ¿por qué
no ha de hablar también en aquellos que entregan a Cristo a sus oyentes?».

¡Según san Agustín, es el mismo Cristo quien adoctrina en la predicación a sus miembros, a
los cristianos. En el sermón de disciplina cristiana, al estudiar el texto en el que el apóstol
afirma que Cristo habla en él, el gran obispo comenta: «Es Cristo quien enseña. Tiene su
cátedra en el cielo; su escuela esta en la tierra. Y la escuela es su. cuerpo (místico). La-
cabeza “ y. enseña a sus miembros, la lengua habla a sus pies”.
A juicio de san Agustín, esta doctrina se refiere a todos los predicadores, incluidos aquellos
que suceden a los apóstoles. Al comentar el versículo del evangelio de Juan, en el que
Cristo dice que si el no hubiera venido y hablado a los judíos, éstos no serían responsables
de su pecado (Jn 15, "22-23), Agustín se plantea el problema de los paganos. A éstos no les
lia hablado Cristo. ¿Carecen de pecado? Responde que ciertamente son excusables si no
han oído a Cristo. Pero no pueden excusarse aquellos a quienes Cristo no ha hablado
directamente, como a los judíos, sino mediante los apóstoles y sus sucesores. Éstas son sus
palabras: «Mas no son de este número aquellos a quienes vino en sus discípulos y les ha
hablado por su medio, como ¡o hace también ahora, viniendo a las gentes y hablándoles por
medio de la Iglesia».

En lo que se refiere a los paganos, san Agustín manifiesta su pensamiento aún más
claramente en el comentario al capítulo 10, 14 del evangelio de san Juan. Es verdad que
Cristo habló únicamente a los judíos,1 mientras que envió a sus apóstoles a hablar a los
paganos, pero de aquí no se debe concluir que los paganos no hayan escuchado su voz: «Él
habla por la voz de los suyos y, por medio de aquellos que envió, es oída su vos”. Y, en
otro lugar, en el mismo contexto, dice. “Ellos apacientan (los apóstoles), Cristo también
apacienta. En verdad los amigos del esposo no hablan, sino que se recrean quien apacienta
cuando ellos (los apóstoles) apacientan. Y puede decir con razón: Yo apaciento, pues en los
apóstoles resuena su voz y arde su amor mismo”.

El santo de Hipona emplea otra imagen no menos expresiva para designar a los
predicadores. En su obra Enarr. In Ps 96. S – 10 a propósito de las palabras apparuerunt
fulgura ejes orbi térrea, se pregunta: “ ¿Dónde proceden los relámpagos? De las nubes.
¿Cuáles son las nubes de Dios?: los predicadores de la verdad. Cristo envió a sus apóstoles ,
a sus predicadores como a nubes. De la misma manera que Dios esta en el cielo, así esta en
sus apóstales y en los predicadores del evangelio.
Queremos llamar también la atención sobre una observación que hace san Agustín, como
de paso y sin referirse a ningún texto bíblico en concreto, pero que juzgamos elocuente para
la idea de la causalidad principal de Dios en la predicación. En su libro De catechizandis
rudibus, cuando trata de la necesidad de poner en guardia a los principiantes que vienen a la
iglesia contra los secándolos que en ella existen, termina su recomendación con estas
palabra: “Esta es, pues la consecuencia que hay que poner de relieve: quien nos escucha o,
más exactamente, quien escucha a Dios por medio de nosotros…”.

Esta manera de corregirse en medio de la proporción es característica. No es al hombre a


quien se escucha en la predicación, aunque todas las apariencias pueden inducir a pensarlo,
sino a Dios mismo, que habla por medio de los predicadores.

La razón secreta de por qué san Agustín admite con tanta claridad que es Dios mismo, o
Cristo, quien habla por boca de los predicadores, se halla en la doctrina del cuerpo místico.
Cristo y la Iglesia constituyen una unidad: el primero es inseparable de la segunda. La
unión entre Cristo y la iglesia es tan íntima como la que existe entre los esposos. “os
recomendé muchísimas veces, dice san Agustín y no me avergüenzo de repetir, lo que a
vosotros os conviene retener: que nuestro señor Jesucristo con la frecuencia habla de sí
mismo, es decir de su propia persona, como cabeza nuestra; otras, en representación de su
cuerpo, que somos nosotros y de la iglesia, a pareciendo así que salen las palabras de la
boca de un hombre solo, para que entendamos que la cabeza y el cuerpo están constituidos
en unidad de integridad y que no puede separarse uno de otro, al estilo de aquella unión de
la cual se dijo serán dos en una sola carne (Gen 2, 24; Ef 5, 31). Si reconocemos que hay
dos en una sola voz.

Debido a esta unión, cuando Cristo habla, también la iglesia. Y esta observación es válida,
tanto cuando Cristo habla de aquello que le pertenece exclusivamente a él como cabeza,
como cuando habla de lo que pertenece a su cuerpo. Si, pues, Cristo habla en la iglesia y la
iglesia en Cristo, entre los dos se da una unidad perfecta, constituyen ambos una sola voz.
“Fit ergo tanquam ex duabus una quaedam persona, excapite et corpore, ex exponso et
esponsa…” y lo aplica la predicación con estas palabras: “Si duo in carne una, cur non duo
en voce una? Loquatur erg Chistus, quia in christo loquitur Ecclesia, et in Ecclesia loquitur
chistus, et corpus in capite et capuz incorpore”. Por consiguiente, cuando la iglesia predica,
Cristo no se queda callado, sino que habla: “Cum enim nos loquimur, ille non tacet; cum
psalmus ista cantat, ille non tacet; et ízate omnes voces Dei per orben terrarum fiut”.

Como conclusión, diremos que, según san Agustín, de la misma forma que existe un
magisterio divino interno que ilumina, fecunda y da eficacia a la palabra del predicador,
existe también un magisterio externo de Dios, o de Cristo, que habla mediante la
instrumentalizad de los predicadores. Es Dios mismo quien habla y quien anuncia la
palabra de verdad y de salvación, pero se sirve de la palabra humana para hacer llegar su
voz hasta nosotros. Así obró con los profetas del Antiguo Testamento, así obra con los
predicadores del evangelio, que continúan la acción del Verbo encarnado”.

Una observación final, a propósito del pensamiento de san Agustín. Emplea, como hemos
visto la imagen de voz para expresar la causalidad principal de Dios y la causalidad
instrumental del hombre. Esta imagen aparece con frecuencia en inspiración bíblica.
Clemente de Alejandría, por ejemplo, afirma que quien recibe las Escrituras, recibe la “voz
de Dios”, porque es el Espíritu Santo quien las ha dicho. Tertuliano llama también a las
escrituras “voces de Dios”. Al mismo tiempo, llama a los autores sagrados instrumentos por
medio de los que Dios habla. Según Teófilo de Antioquia, el Verbo de Dios habló por
medio de Moisés como “por un instrumento” y, según el autor de cobortalio ad arneecos,
como por “una citara”.

La analogía entre inspiración y predicación nos parece clara, No obstante las diferencias,
ambas realidades convienen en ser “voces de Dios”. Quien recibe la escritura, igual que
quien recibe la palabra del predicador, recibe la “voz de Dios”.

La doctrina y las expresiones del obispo de Hipona aparecen con frecuencia en autores
posteriores y durante toda la edad media. El padre Z. Alszeghy Y J. B Schneyer han hecho
una enumeración de las mismas. Se llama a los predicadores canales pro los que pasa la voz
de Dios, lengua con que Dios habla, capacho que contiene la simiente que él siembra,
intérpretes, órganos e instrumentos de Dios.

4. La opinión de santo Tomás

Santo Tomas, en esta materia, es menos decidido que san Agustín.

El doctor de Aquino afirma, en términos generales, que Dios es la causa principal de la


predicación, y los apóstoles y predicadores, en general, constituyen su instrumento.
“Praedicatio principalieter est a Deo, figuraliter a prohetis, executive ab apostolis. Pero
cuando explica la casualidad principal de Dios y la instrumental del hombre, su
pensamiento presenta algunas incertidumbres.

Unas veces dice que Dios mismo habla en el predicador. “El fiel cree al hombre no en
cuanto hombre, sino en cuanto que Dios habla en él, cosa que puede descubrirse por
determinados indicios. El infiel, por el contrario, no cree a Dios, que le habla en el
hombre”. Hay otro pasaje no menos explícito. “Por consiguiente, el asentimiento prestado
al testimonio de un hombre o un ángel no nos conduce infaliblemente a la verdad, sino en
cuanto que se atiende ala testimonio de Dios, que habla en ellos”. Y en otro lugar: “Existe
cierto género de locución externa en la que Dios nos habla mediante el predicador. En
algunas páginas de su comentario a las cartas de san Pablo, sostiene esta misma teoría. A
propósito de Gal 4, 14, donde el apóstol afirma qie los fieles de Galicia le recibieron como
al mismo Jesucristo, santo Tomas comenta que puede afirmarlo con justicia, ya que en el
apóstol, el mismo Cristos “profecto adecos venerat et in eo loquebatur”.

En otros pasajes de su obra, es menos claro. Por ejemplo, explica en sentido objetivo el
conocido texto paulino: “Ergo FIDES ex auditur, auditus autem per Verbum Chisti” (Rom
10, 17). La expresión per Verbum Chisti significa, según él, “o que se refiere a Cristo o que
tienen la misión de Cristo”. A propósito de la expresión qui in me loquitur chistus de 2 Cor
13, 2, comenta: “no se debe dudar de mi potestad, ya que cualquier cosa que yo digo,
cuando sentencio, perdono o predico, lo digo movido por Cristo… Las acciones que el
hombre realiza bajo el impulso del Espíritu Santo, se dice que las realiza el Espíritu Santo,
se dice que las realiza el Espíritu Santo. Por esta causa el apóstol, que hablaba así movido
por Cristo”. Es decir, que Cristo habla en su apóstol en sentido amplio, en cuanto que le
mueve a hablar.

Sin embargo, podemos afirmar, de un modo general, que santo Tomás se inclina a atribuir
a Dios una causalidad principal en sentido estricto. El mismo texto Rom 10,17 cuya
interpretación en sentido objetivo hemos visto antes, lo interpreta en otro lugar en sentido
subjetivo. Afirma que es la palabra del hombre la que produce la fe, pero que es la palabra
de Dios la que le presta base. Y continúa así: “De esta forma, la palabra del hombre nos
lleva a creer no al hombre que habla, sino a Dios “cujus verba loquitur” ”. La palabra que
se dice ser del predicador, es, en realidad, de Dios. Otro tanto cabe afirmar de 2 Cor 13,3. al
comentar 1 Tes 2, 13 cum accepissetis a nobis verbum auditus Dei, dice: Verbum auditus
Dei a nobis, id est per nos”. Es Dios quien habla por boca del apóstol. Y el Angélico Doctor
relaciona estas palabras con el salmo 84, 9: Audiam quid loquatur in me Domius Deus, en
el que la causalidad principal de Dios es evidente, y por Rom 10, 17: “FIDES ex auditu,
aditus autem per verbum Cristo”. Estos nos brinda otra prueba de que santo Tomas ve
sentido subjetivo en este texto de la carta a los Romanos.

Esta tendencia aparece también a propósito del 2 Cor 3,3 donde el apóstol dice a los fieles
de corinto que es evidente que “sois carta de Cristo, expedida por nosotros mismos”. Santo
Tomas comenta el pasaje así: “manifestati quod estis Christi, id est a Christo informati et
inducti scilicet principapaliter et auctoritative”. Y para probar la exactitud de esta
interpretación cita Mt 23, 8, donde afirma que Cristo es el único maestro. Explicando
después las palabras “expedida por nosotros”, añade: “sed a nobis secundario et
instrumentaliter”.
Como puede ver, el Doctor Angélico es menos claro y decidido que san Agustín. Esta
indecisión puede explicarse ya por los mismos textos bíblicos, en los que no siempre es
posible determinar si el genitivo de Dios o de Cristo tiene sentido objetivo o subjetivo, ya
debido a las condiciones particulares de la teología en la época de santo Tomas. El avance
de la escolástica, bajo el influjo de la filosofía aristotélica, origina un cambio de acento en
el concepto de revelación. Se la estudia más bajo el aspecto intelectual de verdad
manifestada por Dios, que bajo su carácter histórico de intervención de Dios en el espacio y
el tiempo para llamar al hombre a la participación de su vida intima. No se la concibe tanto
como una búsqueda de Dios por parte del hombre; no como Deus desiderans sino como la
acción de Dios que se dirige al hombre para demostrarle su amor, sino como una
argumentación que trata de convencer al hombre de que debe dirigirse a Dios, encendiendo
en su corazón el fuego del amor. En esta línea se halla la definición de Alain de Lille:
“praedicatio est oratio salutem animae persuadens”. A causa de esta concepción también
algunos predicadores se permiten apartarse a su gusto del texto bíblico o servirse del él
únicamente como punto de partida para sus elucubraciones.

A partir de santo Tomas, la causalidad principal de Dios en la predicación, en el sentido en


que la hemos explicado, va atenuándose caca vez más”.

5. La teoría de los predicadores

Hemos visto que, entre los teólogos, la insistencia en el elemento intelectual de la


revelación oscurece la idea de la causalidad principal de Dios en la predicación. Entre los
predicadores, este elemento conserva todo su rigor. En este punto, son más fieles a la
Escritura y ala tradición agustiniana. Cuando hablan de su actividad, se define como
“órganos” o “instrumentos” de Dios. La conciencia de que Dios habla por boca de ellos y
de que por medio de ellos interpreta al hombre lo llama a la fe y al arrepentimiento,
constituye una convicción fundamental, que ponen de manifiesto, sobre todo, cuando
predican la palabra de Dios. Citaremos algunos ejemplos para ver cuán viva es entre los
mismo esta idea fundamental de la predicación cristiana.

“pues cuando un predicador predica la palabra de Dios - dice san Vicente Ferrer en su
Serm. Fer. V post Dom II Ssmae. Trin – y no se preocupa de los poetas… ni de halagar el
oído con cadencias sonoras, sino que predica solo las palabras reveladas por Dios; este tal
no predica, el sino que es el Espíritu Santo quien predica en el o el mismo Cristo y el
predicador no es sino un simple instrumento que suena. Como cuando un músico toca un
instrumento, nosotros no decimos que la melodía es el instrumento, sino del que lo toca, así
en el buen predicador, que vive santamente, su palabra es un mero sonido instrumental.
Pero el verdadero predicador es Jesucristo mismo, que inflama la voluntad para que ame.
La inteligencia para que compreda… “noa enim vos estis qui loquimini, sed Spiritus Patris
vestir qui Joquitur in vobis” (Mt 10, 20). Y por eso san Pablo afirma: “Cum accepissetis a
nobis verum auditus Dei...” (yes 2, 13). Por eso al predicador no se le ha de hacer honor
sino a Cristo”.

Es interesante observar que san Vicente basa su doctrina sobre la causalidad principal de
dios en los mismos textos bíblicos que hemos examinado antes. La imagen del músico que
toca un instrumento, muy usada entre los padres para significar la causalidad de Dios en la
inspiración, nos indica en que sentido tan estricto toma esta causalidad.

La misma convicción continúa entre los predicadores, depuse del concilio de Tento; cuando
la teología se halla comprometida en la polémica con los reformadores. Son dignos de
mención, a este propósito, los tres grandes oradores franceses del siglo XVII: Bossuet,
Bordaloue y Massillon.

Bossuet dedicó dos discursos de su cuaresma a la palabra de Dios. En ellos habla de la


causalidad principal de Dios en términos que no delatan la menor incertidumbre. En su
discurso para el primer domingo de cuaresma, al comentar las palabras Non in solo paue,
vivi hemo, sed in onum verbo qued procedit de ore Dei Mt 4,4, el gran orador se expresa a
sí: “antes de subir a su tribunal para condenar a los culpables con una sentnacia rigurosa
(Jesucristo), habla desde los púlpitos para atraerlos al camino recto con advertencias
carittivas”. Después, apostrofa al salvador, con estas palabras: “Apareced, oh verdad santa,
cesurad públicamente las malas costumbres, iluminad con vuestra presencia este siglo
oscuro y tenebroso, iluminad con vuestra presencia este siglo oscuro y tenebroso, brillad
ante los ojos de los fieles para quienes no os conozcan, os igan, y quienes no piesan en vos,
dirijan de nuevo a vos su mirada, y quines nos os aman, os abracen”. Bossuet habla también
del Espíritu Santo “que actúa mediante el órgano que son sus ministros”, y exhorta “a
escuchar a Jesucristo, que viene a turbar nuestra falsa paz y pone su dedo sobre nuestras
llagas”.

Más claramente aún se expresa en su discurso para el segundo domingo de cuaresma. El


evangelio de la transfiguración, sobre todo a partir de las palabras “ipsum audite”, se presta
admirablemente a poner de relieve este dato característico de la predicación cristiana. Dice:
“Es esta palabra del Hijo la que resuena por todas partes, desde los púlpitos evangélicos.
Nosotros nos estamos sentados en la cátedra de Moisés, sino en la de Cristo, desde donde
hacemos resonar su voz y su evangelio. Venid a aprender con qué espíritu hay que
escuchar nuestra palabra, dicho mejor, la palabra misma del Hijo de Dios” “El Hijo de
Dios, continúa, se encarna y está presente en la palabra, igual que en la eucaristía, por lo
que podemos adorar a Cristo que nos habla de igual modo que lo adoramos bajo las
especies eucarísticas. Adoremos a Jesucristo que nos habla, contemplemos en silencio y
con respeto a este Verbo divino sobre el altar, antes de que nos instruya desde su cátedra”.
Por tanto, debe cuidar de no darle “un cuerpo extraño a su verdad eterna”. De todo ello saca
Bassuet la conclusión de que el predicador debe ser lo más fiel posible a la Biblia, donde se
contiene la palabra de Cristo. Es esta palabra la que Cristo hace resonar en sus labio. Por
tanto, decir algo que no se contiene en la Escritura, sería como hacer decir a Cristo algo que
no es suyo.

La Bassuet es menos tajante. “Es Dios, dice quien no habla por boca de los predicadores, y
la palabra que éstos os anuncian es palabra de Dios. Desde el momento en que han recibido
de la iglesia la misión legítima, no debéis escucharlos ya como hombres. Son, para
vosotros, los intérpretes de Dios y de su Espíritu Santo. Cita, como fundamento de esta
doctrina, a Mt 10, 20: “No seréis vosotros lo que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre
el que habla en vosotros”. La consecuencia que aquí se deduce es que debemos escuchar a
los predicadores como al mismo Dios: por que Dios. El orador comenta cuan gran fuerza
pueden sacar los oyentes de esta idea: “Este solo pensamiento de que Dios me llama y me
ofrece sus divinas enseñanzas mediante la palabra de sus ministros, de que me revelará sus
misterios, me mostrará sus caminos, se manifestará sus misterios, me explicará su
evangelio y sus oráculos sagrados, este solo recuerdo, hermanos, excitará todo vuestro celo
y despertará todo vuestro ardor”.

Para terminar un texto del L. Massillon: la palabra que anunciamos no es nuestra, sino de
aquel que nos ha enviado. Desde el momento en que nos ha encomendado este sagrado
ministerio, mediante duna legítima vocación, quiere que nos merésis como a enviados que
hablan en su nombre y que no hacen más que prestar la voz a su divina palabra”. Y exhorta
a los fieles a escuchar “como si a cada uno en particular se le dirigieran las maximas que se
anuncian a la multitud; a mirarse cada uno como se hallara solo ante Jesucristo qaue le
habla por nuestra boca, y que quizónos ha enviado aquí únicamente por ti”. Al final del
sermón, se lamenta de que la gente venga buscando las cualidades humanas del predicador
allí donde es Dios únicamente quien habla y hobra”.

En época más reciente, hallamos idéntica afirmación en B. Zocchi: “Sin duda, todos los
predicadores predicadores que tienen facultad legítima para predicar, pueden decir, en el
acto propio de su ministerio, ala multitud que los escucha, aquellas palabras de san Pablo:
“pro Christo legatione fungimur tanquam Deo exhortadores de Cristo ante vosotros. Por
consiguiente, es Dios mismo y nadie más que Dios, quien os instruye, amonesta y exhorta
por boca nuestra.

Esta presencia divina en la palabra del predicador, de que hablan los oradores, es muy
distinta de la gracia interna del hombre del maestro invisible, que se halla presente en el
corazón de cada hombre y hace fructífera la palabra. J. Bossuet distingue claramente estas
dos realidades. “Vosotros, dice, oís desde dentro su predicación interior”. Se trata, como se
ve, de dos palabras distintas; la externa de la predicación y la interior. Pero ambas son de
Cristo. Por medio de la segunda, Cristo hace que se preste atención a la primera y se la
capte en sentido exacto.

Si nos preguntamos por qué los predicadores han permanecido fieles a una doctrina poco
clara entre los teólogos, podemos responder que se debe al mayor contacto de los mismos
con la sagrada Escritura y a su menor preocupación polémica.

Para estos oradores, como para cualquier predicador cristiano, el contacto con la Escritura
es esencial. La predicación debe anunciar la palabra de Dios, y ésta está contenida en la
Escritura. Y, como hemos visto antes, la Escritura enseña que es Dios, Cristo o el Espíritu
Santo quienes hablan por boca de sus enviados. No era, pues, difícil explicarse a sí mismos
tales palabras, y ver en la predicación cristiana una continuación y prolongación de la
palabra que Dios dirigió al hombre, primero por medio de los profetas, más tarde por medio
de su Hijo y después por medio de los apóstoles. Si no se quería concluir que esta voz
divina enmudeció una vez terminada la revelación, y se conformó ya con una asistencia
puramente pasiva para garantizar la transmisión de la misma, había que decir que continúa
resonando en los predicadores. De la misma manera que Dios habló en los profetas, en
Jesucristo, en los apóstoles, tambén habla en los predicadores que les han sucedido.

La doctrina de los predicadores se basa en los textos bíblicos que henos examinado antes:
Mt 4, 4; 10,20; 17, 5; es claro y los predicadores se han inclinado siempre a atribuirles un
sentido literal, aunque no fuera más que para valorar, en la mayor medida posible, su
ministerio.

Además, no existe entre ellos ninguna preocupación polémica, que pueda obligarles a
abandonar esta interpretación. Ellos no se encuentran directamente comprometidos en la
polémica antiprotestante, como los teólogos. Estos últimos, ante la necesidad de defender la
doctrina de los sacramentos, su validez y eficacia, contra unos adversarios que tendían a
sobrevalorar la predicación para debilitar los sacramentos, trataron de distinguir lo más
posible ambas realidades. Les era fácil afirmar que la distinción es clara, ya que en la
predicación, la causa principal es el hombre, y en los sacramentos es Dios; en la primera no
se confiere la gracia y en los segundos sí.

Podemos concluir, pues, que a pesar de todas las lagunas de la teología y de todos los
abusos de los predicadores, en la Iglesia Católica no desapareció nunca la visión de la
originalidad de un fenómeno como la predicación, que es el medio principal que Jesucristo
eligió para difundir su evangelio. En el capítulo siguiente, veremos que algunos teólogos de
gran talla siguieron fieles, en esta doctrina, a la mejor tradición bíblica y patriótica.

6. Razones teológicas

A esta misma conclusión de la causalidad principal de Dios conducen algunas


consideraciones teológicas, que estimamos probativas.

Examinemos, en primer lugar, el fin de la predicación: la fe. “la fe, dice san Pablo, viene de
la predicación u la predicación, por la palabra de Cristo”. (Rom 10, 17). El que la fe
proceda de la predicación, exige que Dios se halle presente y hable en sus enviados; que en
la palabra de estos, el hombre oiga la palabra de dios. La fe es, por su misma naturaleza, el
encuentro con Dios, la adhesión a él y, por ende, a cuando él nos dice, aunque no sea
evidente en si el comienzo de un diálogo que debe desarrollarse cada vez más. Este
encuentro acontece en la palabra, antes de que se dé en los sacramentos. Si la palabra que
resuena en la predicación es puramente humana, aunque tomada del depósito revelado y
refiriéndose a Dios, no se explica cómo pueda originar la fe. Una palabra sobre Dios, no es
palabra de Dios. En tanto es posible afirmar una relación estrecha de causalidad entre la fe
y la predicación, es una palabra de la predicación, de la que procede la fe, es una palabra
que Dios ha pronunciado y no únicamente una palabra que trata de Dios. Para poder
encontrar a Dios, es necesario que él venga al hombre, se dirija a él, le llame y le manifesté
su voluntad. La palabra sobre Dios podría, como máximo, inducir al hombre a plantearse el
problema del encuentro con Dios.

Esta razón cobra más fuerza cuando se descubre que la llamada a la fe es una llamada de
amor. Dios nos invita, por medio del amor, a participar de su naturaleza íntima, a pactar
con el esta alianza en que consiste nuestra salvación. Pero este amor es más evidente si
admite que Dios mismo viene a nuestro encuentro y nos habla. Al tomar directamente la
iniciativa, manifiesta con mayor claridad que se tratad de una invitación de amor totalmente
gratuita. “Cuando consideramos cuanto pueden influir en nuestra vida una mirada o una
sonrisa humana, que pueden transformarnos en hombres que, partiendo del don de amor
que llega hasta nosotros a través de un gesto de amor, vuelven a comenzar una vida nueva
y parecen poseer energías que antes no tenían, podemos comprender cómo manifiesta en el
rostro del hombre Jesús, una mirada del Hombre – Dios fijada en nosotros. He aquí lo que
son los sacramentos: ¡Una expresión de amor del Hombre – Dios, con todas las
consecuencias que ello implica.

Pero para que la mirada de Dios se dirija a nosotros en los sacramentos, tiene que haberse
dirigido antes en la predicación. En el sacramento, Dios se encuentra con el hombre y le
santifica, uniéndole a sí por medio de la gracia. Pero este encuentro supone que el hombre
haya aceptado ya ser santificado, que haya encontrado ya la mirada de Dios y se haya
dejado contagiar del amor que destila. El sacramento supone la fe para poder producir su
efecto y, por lo tanto, la predicación, de la que procede la fe. Más aún, el verdadero
encuentro se realiza en la fe, el sello del encuentro ya realizado. Todo esto adquiere un
relieve particular, si se admite que Dios está presente y se inicia el diálogo. Una de las
expresiones más frecuentes de la Escritura, para expresar la fe, es precisamente “creer en la
palabra”. “Muchos de los habían oído la palabra, creyeron”. (Hech. 4, 4), dice el libro de
los Hechos, después del discurso que pronunció Pedro tras la curación del paralítico. El
inicuo cree en la palabra de Felipe (Hech 8, 13) escuchan creen los de Antigua (hechos 13,
14) oye y cree una gran multitud de pagano y judíos en ícono (14, 1), de igual modo que
muchos creen en la palabra de Pablo en Tesalomnica (17,4) y en Atenas (17, 34), Nótense
también las expresiones equivalente, en las que se dice que la fe nace de la recepción de la
palabra (Hech 2,41) o de la glorificación de la palabra (hech 13, 14).

Tiene también gran fuerza la expresión “venir a Cristo”, que emplea san Juan en lugar de
creer. Jesucristo dice: “El que viene a mí, ya no tendrá más hombre, y el que cree en mí,
jamás tendrá sed” (jn 6,35). Y en otro lugar: “al que viene a mí, no lo echaré fuera no le
echaré fuera” (Jn 6,37). Y también: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió, no
le atrae” (6,44). De ello educimos que la fe es el encuentro del mismo Cristo, que llama e
invita a él. No importa, como diremos después, helecho de que esta palabra resuene en una
voz humana.

7. La sacramentalidad de la predicación

La presencia de Dios en la palabra predicada explica una cualidad de la predicación de que


vamos a hablar ahora: su eficacia, o como suele decirse, su sacramentalidad.

Esta eficacia no ofrece ninguna dificultad si se admite que Dios está presente y obra en la
predicación. Él es el autor de la gracia, de la salvación, de la verdad. Es fácil, pues,
comprender el que la predicación sea eficaz por su misma naturaleza. Y sería, por el
contrario, difícil comprender esta eficacia, si la predicación fuera simplemente palabra del
hombre en torno a Dios.

Dentro de este contexto de la causalidad principal de Dios en la predicación, cobra toda su


fuerza el magisterio exclusivo de Cristo, que afirma el evangelio, con tanta claridad. Pero
vosotros no os hagáis llamar rabbí, por que no so silo es vuestro maestro, y todos vosotros
sois hermanos, (Mt 23, 8). La doctrina de san Pablo completa esta afirmación del divino
maestro: “Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y dispensadores
de los misterios de Dios” (1 Cor 4, 1 -2). Estos textos, que establecen la parte de Dios y la
del hombre su ministro, en el apostolado, adquieren un sentido más fuerte si se admite que
Dios mismo habla por boca de los predicadores indudablemente, Cristo es maestro en
sentido aún mas plena, si su magisterio no se limita ala acción de la gracia interna, sino
que abarca además la de la gracia externa que es la predicación. Y ello no disminuye la
función del hombre. Igual que la causalidad principal de Dios en la inspiración, no quita
nada al hombre de que Dios se sirve para comunicar su pensamiento a la humanidad,
tampoco en la predicación queda debilitado el papel del hombre, por el hecho de que éste
desempeñe únicamente la función de causa instrumental.

8. La asistencia de Jesucristo

La causalidad principal de Dios en la predicación nos permite asimismo comprender la


naturaleza de la asistencia que Cristo prometió a todo el mundo (mt 28, 18 -20).
Comúnmente los teólogos opinan que se trata de una asistencia pasiva. Cristo se limita a
asistir a los predicadores del evangelio, para que interpreten fielmente su mensaje y lo
anuncien fielmente también. Esto es cierto, pero juzgamos que la asistencia de Cristo no se
limita a esta sola función negativa. Seria mucho más completa y eficaz si Cristo mismo
hablara por boca de sus predicadores.

Suele objetarse a esta opinión que la revelación terminó con la muerte de los apóstoles. Por
lo tanto, aunque se puede hablar de una asistencia activa a los apóstoles, como órganos de
la revelación, no se puede afirmar otro tanto de sus sucesores.

Creemos que esta razón no posee evidencia probatoria. La revelación, es verdad, se cerró
con la muerte de los apóstoles o de los varones apostólicos, y los predicadores que les
suceden, incluidos el papa y los obispos, no son órganos de la revelación. Pero no nos
parece exacto afirmar que la presencia de Dios de Cristo en la palabra de los sucesores de
los apóstoles entrañe la revelación de verdades nuevas.
Vamos a confrontarlo con la inspiración para aclarar más ideas. Nadie duda de que Dios es
el autor principal de los libros sagrados; de que ha hablado por boca de los hagiógrafos. Sin
embargo, no es necesario admitir que al hablar por boca de ellos haya manifestado hechos o
verdades desconocidas. Los evangelistas, por ejemplo, podían conocer los hechos que
narran, por experiencia directa o indirecta, sin necesidad de una revelación especial. Lucas
no dice que se informó con diligencia de todos los hechos, preguntado a quienes, desde el
principio, fueron testigos de los mismos (lc 1, 3). Juan, en su primera carta, que algunos
opinan que es la presentación del cuarto evangelio, no dice que narra cuanto ha visto, oído
y tocado (1 Jn 1, 1 – 4). Otro tanto cabe decir de los demás escritos del Antiguo y Nuevo
Testamento. La investigación moderna nos demuestra que los autores sagrados han tomado
muchas cosas de fuentes que estaban a su alcance.

Sin embargo, afirmamos que Dios ha hablado por boca de ellos y no se haya limitado a
asistirles en la elección y elaboración del material. ¿Por qué pues, no podemos afirmar lo
mismo de la predicación? ¿Por qué limitar la asistencia de Cristo a una función puramente
pasiva?.

Alguno puede temer que esta opinión haga pasar por palabra de Dios lo que a veces no es
más una opinión muy discutible del predicador, por no decir un error del mismo.

Esta objeción es justa, pero como respuesta diremos que no hay que tomar predicación las
elucubraciones u opiniones particulares de algunos predicadores. De la misma forma que
hay que tomar en serio e interpretar en sentido pleno la expresión “Dios habla”, hay que
tomar también en serio la causalidad secundaria e instrumental del hombre. Dios habla por
boca del hombre, por boca de sus enviados, de aquellos a quienes él o su iglesia han
revestido de autoridad para anunciar su palabra. A estos enviados se les exige la fidelidad al
cometido que les encomendó (1 Cor 4, 2).
Cuando falta esta fidelidad, falta la misma predicación. Quien, en lugar de predicar la
palabra de Dios conforme al mandato recibido, predica su palabra, es decir, sus opiniones y
fantasías, y deja por ello mismo de ser predicador.

San Agustín, en su sermón 46, expresa la imposibilidad de que un predicador secunde los
vicios de sus oyentes, permitiéndoles hacer lo que les place: “lejos de nosotros deciros:
Vivid como queráis y estad tranquilos, porque Dios no condenará a nadie; basta con ser
fieles a la fe cristiana, porque Dios no permitirá que se condene ninguno de lo redimidos
con su sangre”. Y concluye: “Si hablásemos así, non verba Dei, non verba christi dicentes,
sed nostra, erimus pastores nosmetipsos pascentes, non oves. Por tanto, quien predica no la
ley establecida por Jesucristo, sino sus opiniones particulares, destruye el concepto mismo
de predicación, que es anunciar la palabra de Dios. Este predica no verba christi, sed
propia.

San Vicente Ferrer, en el texto que hemos citado en este mismo capítulo, es más explícito
aún: “Para que Dios hable por boca del predicador, es necesario que éste anuncie la palabra
de Dios, tomada de la sagrada Escritura”. “Y no se preocupe de los poetas…, ni de halagar
el oído con cadencias sonoras”. Y san Alfonso M. de Liborio: “Lo mismo es, sin duda, no
predicar la palabra de Dios, que el predicarla adulterada, con estilo pulcro; puesto que no
consigue el fruto que a juicio nuestro, la diferencia y simplemente”. Aquí radica , la
predicación y la inspiración. En la última, Dios garantiza infaliblemente cuanto los autores
sagrados afirman, pero en la predicación no. La infalibilidad, en la predicación, está ligada
a ciertas condiciones, esto es, al magisterio unánime de los obispos en el concilio o en sus
diócesis y al magisterio ex cátedra del papa. En los demás casos la predicación es infalible
únicamente si se realiza en unión con la iglesia y en el sentido de la iglesia.

En esta opinión, la asistencia que Cristo prometió a sus apósteles hasta el fin del mundo,
cobra toda su dimensión. Dios es, en verdad, el agente principal de la salvación, y el
hombre es su agente secundario e instrumental.
9. La presencia de Cristo

Cuando hablamos de la presencia de Dios en la predicación, nos referimos a la presencia de


las tres divinas personas. Como actio ad extra, esta presencia es común a toda la Trinidad.
Sin embargo, podemos hablar también de una presencia de Cristo y del Espíritu Santo por
título especial.

Cristo, como Verbo eterno del Padre, es aquel en quien el Padre habla. Es la palabra que el
Padre expresa en sí mismo, por medio de la que comunica su mensaje a los hombres.
Cristo, hemos dicho, es la palabra de Dios, y es esto es cierto no sólo en cuanto que el
Padre habla de él, sino también en cuanto que el Padre hable de él. Sino fuera por temor a
equívocos, podríamos decir que el Verbo es el instrumento por medio del cual habla el
padre. Cuando se encarnó, Dios habló en él, como verdadero instrumento, pero por un título
completamente particular. Si, como dice san Agustín, todo predicador es “ Vos del Verbo”,
mucho más la humanidad de Cristo, unida boca de los profetas, uniéndose accidentalmente
a ellos, habló en la humanidad de Cristo en una unión tan íntima como no se había
verificado antes ni se daría después. Si todo predicador presta a Dios su boca y su lengua,
para que pueda hablar a los hombres, Cristo fue la boca y la lengua misma de Dios. Nunca
fue tan real como en él, que Dios ha hablado a los hombres (Heb 1,1).

Cristo es, por ello, el prototipo y la causa ejemplar de todo predicador. En él ha mostrado
Dios, de la forma más perfecta hasta qué punto está presente y habla por boca de sus
ministros, hasta qué punto hay que apurar su unión con aquellos de quienes se sirve para
comunicar su mensaje. Si de todo predicador puede decirse lo que Jesucristo afirma de sí
mimo, que el Padre no le deja solo (Jm 8, 29), en él, esta la unión ha alcanzado su punto
culminante. En él se echa de ver en forma concreta, en qué consiste ser “ministros y
dispensadores de los misterio de Dios” (1 Cor 4, 1). La predicación realiza tanto más
perfectamente su definición, cuanto más se acerca a la Cristo; cuanto más unido está a
Cristo el predicador, del mismo modo que él lo está con el Padre”.
Pero Cristo está, presente también por otro título en la predicación, tanto en la profética del
Antiguo Testamento como en la de los apóstoles y sus sucesores. Como redentor del género
humano, ha merecido la gracia que confiere la predicación de la humanidad de Cristo es la
fuete de toda gracia. Esta mana de su muerte y de su resurrección, para inundar las almas.
Cristo hombre se halla, pues, constantemente presente en la palabra de los predicadores,
como causa meritoria de la gracia que ésta confiere.

10. La función del Espíritu Santo

Además del papel de Cristo, hay que tener también en cuenta la función del Espíritu Santo.
En su carta a los fieles de Efeso, al hablar del misterio, del designio divino de la salvación,
que ha permanecido oculto durante siglos, san pablo afirma que ha sido revelado por Dios
“a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu” (Ef 3,5). La revelación se realiza, pues,
en el Espíritu Santo y éste tiene parte también el a revelación. El Espíritu Santo está en el
origen de la revelación, porque es él quien escudriña las profundidades de Dios (1 Cor 2,
10). Y en el se conoce Dios a sí mismo. Pero si la revelación se realiza en el Espíritu,
también se realiza en el Espíritu su proclamación al mundo. “Y nosotros, continua el
apóstol, no hemos recibido el Espíritu del mundo sino el Espíritu de Dios para que
conozcamos los dones que Dios nos ha concedido. De estaos os hemos hablado, y no
estudiadas las palabras con estudiadas palabras aprendidas del Espíritu, adaptando a los
espirituales las enseñanzas espirituales… Más nosotros tenemos el pensamiento de Cristo”
(1 Cor 2, 10, 12 – 16). El Espíritu Santo, pues, está presente en el predicador, conserva la
palabra recibida, el descubre su sentido y preside toda la obra de la difusión de la palabra.
Por ellos prometió Jesucristo a sus apóstoles que se lo enviaría, paa que permaneciese
siempre con ellos los guara en el conocimiento de toda la verdad (Jn 14, 16, 26).
Así pues, las tres divinas personas están presentes y actúan en la palabra del predicador. El
Padre, como aquel por quien el Padre la dice, y el Espíritu Santo, como el único que puede
escudriñar en las profundidades de Dios los misterios que comunica esta palabra y puede
hacerlos fecundos en el corazón de los oyentes.

11. Cristo, objeto y sujeto de la predicación

De esta forma, la palabra de Dios, el Verbo hecho carne es al mismo tiempo sujeto y objeto
de la predicación. Él es quien habla y él mismo es el objeto de su palabra. ¿De qué podría
hablar Dios, sino de si mismo? Jesucristo no habló otra cosa que lo que había visto y oído a
su Padre (jn 8, 26; 15, 15).

Hablando de Maria Magdalena, que sentada a los pies de Cristo escucho su palabra, san
Agustín escribe: “ ¿De dónde le venia el gozo (A María) cuando escuchaba? ¿Qué comía?
¿Qué bebía? ¿Sabéis qué comía y qué bebía? Preguntémoselo al Señor mismo, que tal mesa
dispone para los suyos; preguntémoselo a él. Bienaventurados dice, los que tienen hambre y
sed de justicia, porque serán hartos. Era de aquesta fuete, de aquesta granero de la justicia
tomada la santa María, sentada a los pies del Señor, algunas migas; de justicia estaba ella
hambrienta. Dábasela el Señor entonces en la medida en que podía ella tomarla… ¿De
dónde, vuelvo a preguntar, se le derivaba el gozo a Maria? ¿Qué comía? ¿Qué bebía tan
ansiosamente su corazón? La justicia, la verdad. La verdad era su gozo; la escuchaba,
anhelaba la verdad, suspiraba por la verdad… hambrienta, comía la verdad; sedienta, bebía
la vedad, sin que, al tomarla, menguase aquello de que se alimentaba. ¿de qué se deleitaba
Maria? ¿Qué comía? Estoy aquí detenido por el gozo que siento yo también, me atrevo a
decir que comía la mismo a quien oís. Porque si comía la verdad, ¿no dijo acaso él: “Yo soy
la verdad?” (Jn 16,6).

Se trata de un misterio profundo. Dios se hace hombre para hablar al hombre, para
manifestarle su designio de amor, para entablar con él un diálogo de Padre a hijo, de amigo
a amigo. Y, al hablarle, le descubre quién es y qué ha hecho por él, para inducirle a aceptar
su designio de salvación.

De este modo, el problema de predicación ha quedado más claro. No se trata únicamente de


transmitir el conocimiento de una persona, sino de escuchar a esta persona que llama, que
invita, de distinguir y aceptar su voz en la vos del hombre, en que se oculta.

4. LA MEDIACIÓN DE LA PALABRA HUMANA

En la predicación, aparte del aspecto principal, la palabra de Dios, se da también un aspecto


instrumental y secundario, la palabra del hombre.

Dios entra en contacto con el hombre, le habla y le comunica su designio de salvación,


sirviéndose de un medio. En el mismo instante en que desvela su faz y penetra en el tiempo,
se esconde bajo el vuelo de una envoltura sensible: la palabra humana.

1. Predicación y misterio

San Pablo dice, en su primera carta a la Iglesia de Corinto: “Pues por cuanto no conoció en
la sabiduría de Dios el mundo a Dios por la humana sabiduría, plugo a Dios salvar a los
creyentes por la locura de la predicación” (1 Cor 1, 21). Entre Dios, que es el protagonista
principal de la salvación, y el hombre, que es su beneficiario, media la predicación; a la
que el apóstol llama “locura” para los paganos (1Cor 1, 23), sino también porque el medio
parece desproporcionado al fin que se propone. Lo que no consiguieron los sabios de ese
mundo con los recursos de su elocuencia, lo consigue Dios con un medio en apariencia
frágil e inadecuado.

Pero Dios pensó la salvación en el misterio, en un designio concebido desde toda la


eternidad y preparado para ser dado a conocer en la plenitud de los tiempos. La
predicación, por consiguiente, es el medio por que actúa la revelación de éste plan. Lo
afirma san Pablo en su carta a Tito; “pablo, siervo de Dios apóstol de Jesucristo conforme a
la fe de los escogidos de Dios y al conocimiento de la verdad, que se ajusta a la piedad, en
la esperanza de la vida eterna desde los tiempos antiguos, prometida pro Dios, que no
miente, que a su debido tiempo manifestó su palabra por la predicación a mi confiada,
según el mandamiento de nuestro salvador, Dios” (Tit 1, 1-3). En el marco de la salvación,
la predicación está ordenada a la revelación de la “piedad”, es decir, del ministerio, es parte
del plan salvífico de Dios; el medio por el que se realiza el encuentro entre Dios y el
hombre.

En la carta a los fieles de Efeso, la relación entre predicación y misterio es aún más clara.
Al apóstol le “fue otorgada esta gracia anunciar a los gentiles a la incalculable riqueza de
Cristo y darle luz acerca de la disposición del misterio oculto desde los siglos en El Dios,
creador de todas las cosas”(Ef 3, 8 – 9; Rom 16, 25 -26). Los paganos conocen, mediante la
palabra del apóstol, lo que Dios ha dispuesto para ellos desde toda la eternidad., a los
colosenses les dice que le ha sido encomendado “llevar a cabo la predicación de la palabra
de Dios, el misterio escondido desde los siglos y desde las generaciones” (Col 1, 25 – 26).
La predicación, pues, forma parte de la economía del misterio y es el medio que Dio ha
establecido para comunicar a los hombres su plan salvífico. Para entablar contacto con el
hombre y llamarlo a la salvación, Dios ha escogido mediadores: los predicadores de la
palabra. Él es quien llama, pero lo hace “por medio de nuestra evangelización” ( 2 Tes 2,
14), “por medio del evangelio”, del que los apóstoles de la iglesia han sido constituidos
heredados y doctores (2 Tim 1, 10 – 11).
2. La predicación, fase de la historia sagrada

Aún hay más. La predicación no es únicamente el medio del encuentro entre Dios y el
hombre, parte integrante de la historia de la salvación, sino también una fase de esta
historia, o, más exactamente, su última fase, que se prolonga desde la ascensión de Cristo
hasta su última venida. “El deber misionero de la Iglesia, dice O. Cullmann, da sentido,
dentro pero, el primer paso lo realiza la palabra. Por ello dice P. A. Liége, hasta la parusía,
y esto en relación con la soberanía actual de Cristo”. El período actual de la historia sagrada
es el de la predicación, el de la proclamación del mensaje cristiano a todo el mundo. Su fin
es éste: dar a conocer a todos los hombres, sin distinción de raza ni país, el plan salvífico de
Dios. La parusía no llegará antes de que esta proclamación haya llegado hasta los confines
del orbe (Mc 13, 10; Mt 21, 14).

Cullmann interpreta también este sentido un pasaje dudoso de la segundo carta a la Iglesia
de Tesalónica: “Y ahora sabéis qué es lo que le contiene hasta que llegue el tiempo de
manifestarse. Porque el misterio de iniquidad está ya en acción; sólo falta que el que le
retiene sea apartado” (2 Tes 2, 6 – 7). Vairo exegetas opinan que el impedimento(lo que le
contiene) es el imperio romano que, mediante su autoridad, impide a las fuerzas de la
persuasión anticristiana desencadenarse. Cullmann, por el contrario, enlazando con una
tradición que es remonta hasta Teodoro de Mopsuestia y Teodoreto, opina que este
impedimento es la predicación misionera de la Iglesia. La parusía no puede llegar, como
dice Jesucristo (mt 24, 14; Mc 13, 10), antes de que el evangelio haya sido predicado en
todo el mundo, hay que concluir que la predicación misionera de la Iglesia es el
impedimento que retiene el fin, mientras que el apóstol a quien está encomendada la
predicación constituye el impedimento personal que lo retiene actualmente.

Cullmann explica también en este sentido el significado del jinete montado sobre caballo
blanco, de que habla el libro del Apocalipsis (Apoc 6, 1-9). Relacionado este texto con
Apoc 19, 11, donde el jinete que monta el caballo blanco “la palabra de Dios”, deduce que
también en el primer texto debe tratarse de la predicación del evangelio. La predicación es
en efecto, la última fase de la historia del mundo y, por tanto, un signo precursor del
anticristo.

La predicación es, pues, la protagonista del esta fase de la historia del mundo, el medio de
que Dios se sirve para realizarla. Realiza en el ámbito de la historia universal lo que la
palabra de Dios, comunicada a los profetas, realizó en el marco limitado de la historia del
pueblo elegido. La predicación constituye la gran realidad de los últimos tiempos, la única
en la que todos están interesados y frente a la cual deben adoptar una postura. Con relación
a ella, los mismos sacramentos se sitúan en un plano más particular, ya que suponen la
aceptación de la palabra. La predicación es ciertamente la gran realidad de esta fase de la
historia; todo lo demás está en función de ella o depende de la actitud tomada ante ella. Si,
como escribe Cullmann, después de la resurrección, los sacramentos “ocupan el lugar de
los milagros operados por Cristo a partir de la encarnación”, podemos afirmar que la
predicación ocupa el lugar del mismo Cristo, que habla e invita a entrar en su reino, es la
continuación y prolongación de la palabra de Cisto. Schnackenburg dice, resumiendo este
carácter de la predicación, que constituye “aun acontecimiento escatológico de proyección
cósmica”.

3. La predicación, media de gracia

La predicación no es únicamente el medio por el que Dios da a conocer al hombre su


designio de salvación, sino también un medio de gracias, un acto salvifico. No sólo anuncia
la salvación sino que la confiere. Su función no se limita a la inteligencia, llega también a
la voluntad. Es una virtus Dei in salutem ovni credenti (Rom 1, 16).

Es lo que afirma san Pablo en un conocido texto de su primera carta a los tesalonicenses:
“por esto, incesantemente damos gracias a Dios de que, al oír la palabra de Dios que os
predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino como palabra de Dios, cual en
verdad es, y que obra eficazmente en vosotros, que creéis” (2, 13). No se trata, pues, de una
simple palabra humana carente de eficacia, sino de la palabra de Dios portadora de un
misterio que se hace presente en el alma de quien la recibe con fe. En su carta a los
romanos, el apóstol precisa mejor en qué consiste esta fuerza. La palabra del evangelio
produce místicamente aquello que anuncia. “Sin embargo, os he escrito a veces más
libremente, como despertando de nuevo vuestra memoria, en virtud de la gracia, que por
Dios me fue dada, de ser ministro de Jesucristo entre los gentiles, encargado de un
ministerio sagrado en el evangelio de Dios, para procurar que la oblación de los gentiles sea
aceptada, santificada por el Espíritu Santo” (Rom 15, 15- 16).

¿Qué es lo que produce la palabra de Dios en quien, la recibe, que le convierte en ofrenda
agradable a Dios? En primer lugar, la fe, base de todo el orden sobrenatural, sin la cual “es
imposible agradar a Dios (Heb 11, 6). En fin del mandato que el apóstol ha recibido es
promover a la obediencia de la fe a quienes le escuchan (Rom 1, 5). La predicación es el
instrumento pro el que se comunica la fe. San Pablo lo subraya en un pasaje de su carta a la
iglesia de Roma. Para salvarse, dice, hay que confesar y creer que Jesucristo es el Señor
que ha muerto y ha resucitado (Rom 10, 13). Y continua: “pero ¿cómo creerán sin habar
oído? Y, ¿Cómo oirán si nadie les predica ¿ Y, ¿Cómo predicarán si no son enviados?.
Según está escrito: ¿Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien! Pero no todos
obedecen el evangelio. Porque Isaías dice: Señor, ¿Quién creyó nuestro anuncio?. Por
consiguiente, la fe viene por la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo”
(Rom 10, 14-17). La predicación, por tanto, es el vehículo de la fe; hace de puente entre
Dios y el hombre; establece el primer contacto entre el creador y la criatura, entre Dios que
llama y el hombre que debe responder. Igual que la salvación depende del conocimiento de
la verdad (1 Tim 2,4), éste depende de la predicación, que es el instrumento de la fe.

Al comunicar la fe, la predicación comunica también la vida eterna, que es una


consecuencia de la fe. “En verdad, en verdad os digo que el que escucha mi palabra y cree
en el que me envio tiene la vida eterna y no es juzgado, porque paso” de la muerte a la vida
(Jn 5, 24). Y añade después: “ llega la hora, y es ésta, en que los muertos oirán la voz del
Hijo de Dios, y los que la escucharen, viviran” (Jn 5, 25). La palabra de Jesucristo es tan
poderosa y eficaz que quien la recibe por la fe alcanzará la vida eterna. La llevará de la
muerte a la vida y operará en él un cambio tan radical que le convertirá en hijo de Dios. A
cuantos reciben al Verbo, la palabra de Dios hecha carne, “dióles poder de venir a ser hijos
de Dios” (Jn 1,12). Las palabras de Cristo son “espíritu y vida” (Jn 6, 63), porque él es el
manantial de la vida: “El que cree en mí, según dice la Escritura, ríos de agua viva correrán
de su seno” (Jn 7, 38).

Pero antes de dar la vida eterna, la palabra debe limpiar los pecados. Ella tiene este poder:
“Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado”, dijo Jesucristo a sus
discípulos en la última cena (Jn 15, 3). Después de haber purificado al hombre la palabra le
santifica en la verdad, porque la palabra de Cristo, la cual el Padre pronuncia en él, es
verdad (jn 17,17). El apóstol santiago dice que Dios “nos engendró por la palabra de la
verdad, para que seamos como primicias de sus criaturas” (Sant 1, 18). Y exhorta a los
cristianos a “recibir con mansedumbre la palabra injertada (en vosotros), capaz de salvar
(vuestras) almas” (Sant 1,21).

Con toda razón, por consiguiente, puede afirmar el Nuevo Testamento que la predicación es
palabra de vida (Fil 2, 16), de salvación (Hech 13, 26), de gracia (Hech 14, 3) de
reconciliación (2 Cor 5, 19), de verdad (Ef 1, 13). Es una palabra que da la vida, la
salvación, la gracia, la reconciliación, la verdad. La palabra del apóstol encierra una fuerza
particular: a quien la recibe, le da el poder de convertirse en hijo de Dios (Jn 1, 12).

Los padres de la Iglesia repiten esta doctrina de la Escritura y, a veces, con los mismos
vocablos. Según ellos, la palabra de Dios es omnipotente, un hacha que corta las piedras,
una espada con la que se abaten los enemigos y se ocasiona la división en las familias, un
pan que nutre sin disminuir nunca, una semilla que engendra la vida divina, el vehículo de
la fe, una fuerza que nos libera de cadenas del mal y de la mala vida, una medicina contra
todas las enfermedades, que proporciona la paz, la inmortalidad, la ayuda y la fuerza contra
los dos grandes tormentos de la vida: el temor y el dolor. San Buenaventura, sintetizando la
doctrina de los textos bíblicos, afirma que la palabra de Dios purifica el alma de toda culpa,
la salva de la ira, la libera de la impureza, la vivifica produciendo, conservando y
desarrollando en ella la vida de gracia, la ilumina para que crea, la fortalece en la profesión
de la fe, la leva instruir a los otros, las entiende en el amor, la deleita en la devoción, la
consuela en la esperanza de la eternidad.

Esta eficacia es consustanciada a la palabra misa de Dios, es una característica suya. En la


palabra está presente Dios, y esta presencia, así como su contacto con el hombre, no puede
menos de ser eficaz. “Decire Dei, enseña santo Tomás, est facere: Dixit et facta sunt”.

Esta eficacia, sin embargo, no es unilateral, sino ambivalente, en la intención divina, la


predicación es palabra de salvación y de vida; pero la mala voluntad del hombre puede
transfórmala en palabra de condenación. El hombre puede aceptarla o rechazarla. “ ¡Duras
son estas palabra!, dijeron los judíos después del discurso de Jesucristo sobre el pan de
vida. ¿Quién puede oírlas?” (Jn 6,60). Para aceptar la palabra hay que estar bien dispuestos,
pertenecer a las ovejas de Cristo, al menos de deso (Jn 10,26); hay que ser de Dios )Jn 8,
47). En el caso contrario, el hombre rechaza la palabra de vida y sella su propia
condenación. “ si alguno, dice Jesucristo, escucha mis palabras y no las guarda, yo no le
juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo… El que me rechaza y no recibe mis
palabras, tiene ya quien le juzgue; la palabra que yo he hablado, ésta le juzgará en el último
día (Jn 12, 47 – 48). Igual que quien recibe la eucaristía mal dispuesto se come su propia
condenación (1Cor 11,29); así también se come su propia condenación quien escucha la
palabra mal dispuesto y no la acepta en su alma. En este caso, la palabra que Dios ha dado
al hombre para que origine la vida, se convierte en instrumento de muerte.

Pero en ambos casos, ya se la acepte ya se la rechace, la palabra es eficaz. Una vez que ha
salido de la boca de Dios, no vulva hacia vacía, sino que cumple su misión (Is 55,11).

4. La predicación engendra a la Iglesia


Al causar la fe y la salvación, la predicación engendra esta sociedad de fe y salvación que
es la iglesia. Así mismo como la fe nace de la predicación, de la predicación produce la
Iglesia. “Quien os engendró en Cristo por el evangelio, dice san Pablo, fui yo” (1 Cor 4,
15). La palabra de Dios opera en los oyentes una elección, una separación entre quienes
están llamados a la salvación y a constituir, por tanto, la comunidad de salvación a , y los
que no están llamados. “A vosotros os ha sido dado a conocer el misterio del reino de Dios,
dice Jesucristo, pero a los otros de fuera todo se les dice en parábolas, para que mirando,
miren y no vean; oyendo , oigan y no entiendan, no sea que se conviertan y sean
perdonados” (Mc 4, 11 -12). Según san Pablo, los apóstoles son aquellos por medio de los
cuales Cristo difunde el perfume de su conocimiento, “en los que salvan y en los que se
pierden; en éstos, olor de muerte para muerte; en aquellos, olor de vida para vida” (2 Cor
2, 15 -16).

El no escuchar la palabra de Dios y no comprender su sentido es señal de estar poseído del


demonio. “Por qué no entendéis mi lenguaje?, dice Jesucristo. Porque no podéis oír mi
palabra. Vosotros tenéis por padre al diablo, queréis hacer los deseos de vuestro padre…
Pero a mi, porque os digo la verdad, no me creéis” (Jn 8, 43 -45).

El libro de los hechos nos manifiesta la formación y el crecimiento de la Iglesia bajo la


acción de la palabra. El día de Pentecostés , después del discurso de Pedro, una multitud de
oyentes se precipita a los apóstoles, deseosa de convertirse y pregunta: “ ¿Qué hemos de
hacer, hermanos?” (Hech 2,37). Jesucristo. Pedro le exhorta a convertirse y bautizarse en el
nombre de Jesucristo. Y el autor nota: “Ellos recibieron su palabra y se bautizaron, y se
convirtieron aquel día unas tres mil almas” (Hech 2,41). La palabra de Dios anunciada por
Pedro ha dado origen al primer núcleo de la Iglesia naciente. Después del discurso que
pronunció Pedro tras la curación del paralítico, “muchos de los que habían oído la palabra
creyeron, hasta el número de unos cinco mil” (hech 4, 4). Interviene aún la palabra para
acrecentar el número. “La palabra de Dios fructificaba y se multiplicaba grandemente el
número de los discípulos en Jerusalén, y numerosa muchedumbre de sacerdotes se sometía
la fe” (Hech 6, 7). Es también la palabra de Pedro la que proporciona a la Iglesia el primer
núcleo de paganos (Hech 10, 44 -48). Más tarde, la palabra de Pablo conquistará par ala
Iglesia el pueblo numeroso” que Dios tiene en Corinto (Hech 18, 10) ye n otras ciudades
del imperio romano. Vendrá después la palabra de los sucesores de los apóstoles, que
llamará a la Iglesia a los paganos de todo el mundo.

Para que se establezca la Iglesia, es necesario el bautismo; pero el primer paso lo realiza la
palabra. Por ello dice P. A. Liége que antes de reunirse en torno a la fuete bautismal, la
Iglesia se reúne en torno a la palabra”.

5. La predicación opera el crecimiento de la iglesia

La palabra no solo engendra a la Iglesia, llamando a los hombres a entrar en ella, sino que
la consolida también y opera su crecimiento hasta que alcance la madurez total. Jesucristo
comparó a la Iglesia con un grano de mostaza, que va creciendo hasta convertirse en árbol,
donde pueden anidar los pájaros (Mt 13, 31 -32); con la levadura que la mujer introduce en
la harina para que fermente toda la masa (Mt 13, 33). Pablo, dirigiéndose a los cristianos de
Galacia, dice que sufre aún “dolores de parto hasta ver a Cristo formado en ellos” (Gál 4,
19). No basta, pues, que los haya engendrado para Cristo con la palabra del evangelio (1
Cor 4, 15); debe continuar engendrándolos hasta que hayan alcanzado la plenitud de Cristo
(EF 4, 13). La fe que siembra la palabra predicada en el corazón de quien la recibe, no
alcanza a su medida exacta desee el primer instante, sino que es un germen que debe ser
alimentado para que crezca y alcance la madurez. Es, pues, necesario que la palabra de
Dios, que ha entablado el primer contacto, siga “habitando” en los fieles, crezca y adquiera
profundidad, desplegando “toda la riqueza de Cristo” (Col 4, 16).

Por esta causa, san Pablo distingue entre una predicación que da a “beber” y una
predicación que da comida más sólida (1 Cor 2, 1- 2). La primera anuncia a Cristo
crucificado (1 Cor 1, 23 ), y la segunda, la “sabiduría”, es decir, todo el plan divino de la
salvación (1 Cor 2, 2 -6). La primera está destinada a los “carnales”, esto es, a los paganos
sumergidos aún en el pecado; la segunda, a los “espirituales”, a los cristianos iluminados ya
por Cristo. A parte de la predicación misionera, existe la predicación catequética y litúrgica,
que consiste en la profundización de la anterior.

En otro lugar, el mismo apóstol compara la Iglesia con un edificio cuyo arquitecto es el
predicador. En su trabajo de construcción, primero planta los cimientos y después construye
sobre ellos el edificio. La palabra del misionero echa los cimientos, y la del catequista y el
licurgo constituyen después el edificio (2 Cor 3, 10s).

Con toda razón, pues, el Nuevo Testamento designa a los cristianos con el apelativo de
“llamados”. En efecto, han respondido a una llamada, a la que Dios les ha dirigido por
medio de sus enviados. La Escritura denomina también a los fieles “llamados de Jesucristo”
(Rom 1, 6), “llamados a ser santos, con todos los que invocan el hombre de Jesucristo en
todo lugar” (1 Cor 1, 2), “llamados a su reino y gloria” (1 Tes2, 12). Cristo es objeto de
secándolo para los judíos y locura para los paganos, pero “para los llamados, ay judíos, ya
griegos, Cristo es poder y sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 23 – 24).

El cristianismo es, pues la religión hecha visible. Este aspecto le distingue del paganismo y
del judaísmo. “Los griegos buscan, sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo
crucificado” (1 Cor 1, 22 – 23).

6. La predicación, lugar del encuentro con Dios

De cuanto llevamos dicho, se deduce lógicamente una consecuencia: la predicación es el


vehículo de la comunicación entre Dios y el hombre. Junto a la causalidad principal de Dios
y a la palabra que Dios dice, está la causalidad instrumental la de los profetas del Antiguo
Testamento, como la de Cristo encarnado y la de la Iglesia, es el vehículo portador de la
palabra que Dios dirige al hombre. Es Dios quien habla, pero para hacer oír su voz, emplea
un instrumento humano: la Iglesia con sus predicadores de este modo, la predicación de la
Iglesia constituye, desde la ascensión hasta la parusía, el medio y el lugar en que se realiza
el encuentro de Dios con el hombre. El hombre encuentra a Dios en la palabra de la Iglesia.
Aceptar o rechazar a Dios mismo (Lc 10,16). Cristo está presente en la Iglesia, que predica
el evangelio hasta la consumación de los siglos (Mt 28,16-20). Como no es posible ir al
Padre si no es por Cristo (Jn 14,6), tampoco es posible ir a Cristo si no es por la Iglesia (Lc
10,16; Mt 28,16-20). Por eso el Nuevo Testamento puede atribuir a los apóstoles, esto es a
la Iglesia de la que son el cimiento, lo mismo que atribuye a Cristo. De igual forma que
Cristo es la Luz del mundo (Jn 8,12,) los apóstoles son también luz del mundo (Mt 5,14);
igual q Cristo ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9), lo hacen también los
apóstoles (Mt 5,16); como Cristo es signo de contracción puesto “para ruina y resurrección
de muchos” (Lc 2,34), los apóstoles son “en éstos, olor de muerte para muerte, en aquéllos,
olor de vida para vida” (2 Cor 2,16); si Cristo es perseguido, también lo serán los apóstoles
(Jn 15,20); de la misma manera que los hombres cumplirán la palabra de Cristo, cumplirán
la de los apóstoles (Jn 15,20). En verdad que “no puede tener a Dios por padre quien no
tiene a la iglesia por madre”. Cristo y la Iglesia son inseparables.

7. La palabra humana

La predicación no es únicamente palabras de Dios, sino que es también palabra del hombre.
Por esta causa, en el Nuevo Testamento, junto a la expresión “palabra de Dios”, “evangelio
de Cristo”, encontramos otra: “palabra de hombres” o, como dice san Pablo “mi evangelio”
y “mi palabra”. El apóstol habla de “mi palabra y mi predicación” (1 Cor 2,4), de “nuestro
evangelio” (2 Cor 4,3), de “mi evangelio” (Rom 2,6). En la primera carta a los fieles de
Tesalónica aparecen juntas ambas expresiones: “Por esto, incesantemente damos gracias a
Dios de que, al oír la palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis no como palabra de
hombre, sino como palabra de Dios, cual en verdad es “(2,13). La palabra de Dios se
esconde bajo la palabra humana, de forma que al oír la voz del apóstol, que es humana,
podría creerse que procede de los hombres y no de Dios, como es en realidad. San Pablo
da gracias a Dios porque los fieles de Tesalónica no han cometido semejante error. Sólo la
fe puede hacernos descubrir una en la otra. H. Schlier compendia esta doctrina diciendo:
“Dios y Cristo hablan en ella, con y bajo la palabrea del hombre. El hombre… habla la
palabra de Cristo y de Dios.”

8. El acontecimiento de la predicación

Hay que decir, por consiguiente, que la predicación no es sólo ni en primer lugar la
comunicación de un conocimiento, de un contenido intelectual; sino un acontecimiento, el
acontecimiento más decisivo de la vida de un hombre, el encuentro con Dios, un hecho que
cambia radicalmente su situación en este mundo. Este acontecimiento marca, en la vida de
cada hombre, el comienzo de su historia auténtica, que no es tal hasta que dios no entra en
ella obligándole a una elección, a adoptar una postura. La historia de cada hombre es, en
síntesis, la historia de su salvación, en la que todo se ordena a Cristo. Cuando precede el
encuentro con Cristo tiende a prepararle; y cuando le sigue, está determinado por él. El
encuentro entre Cristo y cada hombre acontece en la predicación de la Iglesia, antes aun
que en los sacramentos. La predicación es el hoy de Dios. Dios ha hablado por medio de los
profetas en el Antiguo Testamento y por medio de Cristo y de los apóstoles en el Nuevo.
Pero su voz no se ha apagado, sino que resuena aún en la palabra de los sucesores de los
apóstoles y sigue interpelando al hombre y llamándolo a su reino. “Hodie si vocem ejes
audiertis, nolite obdurare corda vestra”, dice el salmo 94,8. Es la voz de Dios la que llega al
hombre a través de la palabra de sus enviados, aunque al contrario de lo que aconteció en
los profetas, en Cristo y en los apóstoles, esta voz no revela ya cosas nuevas, sino que
únicamente actualiza la revelación.

La historia sagrada no se cerró con la muerte de los apóstoles, sino que se prolonga con la
historia de la Iglesia. “la revelación, dice Latourelle, concebida como serie de hechos, en
los que testigos elegidos propusieron u depositaron el mensaje de dios, ha terminado. Pero
este “una vez” de los acontecimientos de la salvación, no excluye el “nunca”, el “hoy”, del
acto de Dios, que busca nuestro amor y nuestra fe. La llamada de Dios y los apóstoles.
Conserva toda su verdad y eficacia. No se confió la palabra a la Escritura, ni la predica la
Iglesia, sino con el fin de hacerla llegar a las diversas generaciones. Dios no cesa de
llamarnos mediante la voz de su esposa”.

La palabra de Dios, predicada por la Iglesia, sigue realizando la historia, poniendo a Dios
en contacto con el hombre, invitando al hombre a que acepte el plan de salvación. Es, como
hemos dicho, la auténtica protagonista de esta fase de la historia sagrada, la única realidad
verdaderamente universal, que interesa a todos sin excepción y ante la cual nadie puede
permanecer indiferente.

El Nuevo Testamento emplea diversos vocablos, cuyo significado han ilustrado


ampliamente algunos diccionarios modernos, para expresar la realidad de este
acontecimiento. Lo más importante son ---------------junto con los sustantivos --------- y -----
es el verbo que mejor expresa la naturaleza del acontecimiento propio de la predicación. En
efecto, -------, en griego, significa heraldo, mensajero, aquel que en nombre del rey o por
mandato suyo proclama en la plaza pública un acontecimiento de importancia decisiva para
la nación. Lo que proclama, recibe el nombre de ------------, mensaje. El acontecimiento
proclamado en la predicación es la voluntad salvifica de Dios, cual se manifestó en el hecho
culminante de la historia: la muerte y la resurrección de Cristo. El predicador cristiano
anuncia en voz alta, como hicieron los profetas del Antiguo Testamento, Juan Bautista y los
apóstoles, un hecho destinado a ocasionar un viraje en la historia del mundo y en la de cada
hombre.

Lo que el heraldo proclama es un acontecimiento de salvación, un evangelio, una nueva, ya


que ninguna nueva puede ser mejor que la que está destinada a salvar a quien lo necesita, y
además trata de hacerlo. Todo heraldo puede decir, con el ángel que se les apareció a los
pastores en el nacimiento de Cristo;”os a nuncio una gran alegría, que es para todo el
pueblo: os ha nacido hoy un salvador” (Lc 2, 10 -11). A este anuncio corresponde, en el
hombre; la conversión, la metonoia, el cambio absoluto de mentalidad y conducta moral.

Finalmente nos introduce en la naturaleza de la predicación. No es sólo la proclamación de


una buena nueva, sino de la buena nueva que el mensajero ha experimentado ya en su
propia vida. El mensajero que proclama no es únicamente un hecho que le han
encomendado anunciar debido a la fuerza de su voz, sino un hecho que ha vivido en la
intimidad de la persona de la que ha recibido la misión de proclamarlo a todos los hombres,
para que todos vivan la misma experiencia. “lo que era desde el principio, dice san Juan, lo
que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos y palparon nuestras manos tocando al
Verbo de vida… lo que hemos visto y oído os lo anunciamos con nosotros” (1 Jn 1, 1-3). El
verbo -------- insinúa que la predicación, además de suponer una misión, necesita, par
aconseguir su efecto, para que aparezca como “buena” la “nueva” que anuncia, que la vida
del predicador sea testimonio de verdad y del significado del mensaje que proclama. La
predicación no debe limitarse a traer su mensaje, sino que además debe provocar “una
comunión” entre los que lo reciben y el que lo anuncia. El predicador no es simplemente un
heraldo, un mensajero, sino también un testigo.

9. Dimensión dinámica de la predicación

La predicación tiene, pues, dos dimensiones, que son las mismas de la palabra de Dios.
Junto a la dimensión intelectual, el objeto que hay que creer, está la dimensión dinámica, la
“virtus” interna que actúa en el oyente y le induce a tomar una postura, a responder a Dios
que interpela.

La teología protestante de hoy pone muy de relieve este dato y reprocha la católica el
haberlo ignorado totalmente. Creemos que esta observación exagerada, aunque tiene parte
de verdad. Sin duda que la preocupación por distinguir la predicación de los sacramentos,
ha inducido a los teólogos a dejar en la penumbra un dato bíblico incontrovertible y a
conceder, en sus investigaciones, a la predicación una importancia mucho menor que a los
sacramentos. Pero es injusto afirmar que la teología católica ha ignorado totalmente este
dato y no ha visto la predicación más que un aspecto intelectual.

Bástenos ilustrar sobre este punto la doctrina de F. Saurez uno de los mayores teólogos
prostridentinos, y exponente de una época atenta a defender la fe católica contra las
negociaciones de la herejía. También él estudia la predicación sobre todo bajo, su aspecto
canónico y no la dedica ninguna investigación especial desde el punto de vista teológico.
Sin embargo, cuanto afirma sobre el tema nos basta para conocer sus pensamientos en este
punto.

10. La docrina de F. Suárez

Según el teólogo español, la predicación no es una simple gracia externa. Es una realidad
sobrenatural instituida por Cristo y ordenada a un fin sobrenatural: la fe y la justificación.
Es un medio, un órgano por el que Dios confiere la gracia.

En su comentario a Rom 10, 11, Suárez afirma que no basta con predicar a los oídos, sino
que hay que predicar también al corazón, ya que la fe se acepta precisamente con él. Y
añade: “Esto no se puede realizar sin el impulso interno suficiente de Dios. Mas como éste
va unido a la predicación externa, Pablo en Rom 10, 11 opina que esta es suficiente para
acusar de incredulidad a quienes oyendo el evangelio, no lo aceptan; por eso dice: pero ¿es
que no han oído? Ciertamente que si. Por toda la tierra se difundió su voz”. En la
predicación Dios da la gracia interna con la que cambia el corazón del hombre, lo renueva y
le hace escuchar y recibir la palabra que le anuncia, como escribe el poeta Ezequiel (11, 19
-20). Por consiguiente, rechazar la predicación equivale a rechazar la gracia de Dios que va
unida a ella.
Suárez afirma también, en un párrafo anterior de este mismo capitulo, en el que explica en
que sentido Dios no niega la gracia suficiente al pecador para que se convierta, que esta
gracia interna se confiere por medio de la predicación. Dios, dice debe conceder esta gracia,
pero no necesariamente en cada momento. La voluntad salvífica le obliga a concederla por
lo menos “en el instante oportuno” uno de estos “instantes oportunos” es precisamente la
predicación, que lleva consigo la gracia necesaria para creer. Suárez dice: “para dar a
conocer estos instantes oportunos, hay que señalar… que Dios concede este impulso
suficiente o por medio de la palabra externa de su predicación… o de una forma puramente
interna. El primer modo es el más común y necesario; el segundo es extraordinario y
especia. Para conceder este impulso según la primera forma, Cristo estableció los órganos
oportunos, de los que se sirve para llevar a los pecadores a penitencia”. Según el teólogo de
la contrarreforma, la manera común y ordinaria de conferir la gracia interna es la
predicación; esta es el órgano que cristo estableció para ello. La predicación constituye uno
de estos “instantes oportunos” en los que “Dios toca el corazón y llama internamente”,
sirviéndose de ella como órgano para excitar a los hombres a la fe y penitencia. Pero este
impulso externo, con la sola virtud natural del entendimiento, no bastaría para realizar
obras saludables “si el espíritu de la gracia no le penetrase internamente y se sirviese de tal
instrumento para causar en la mente un impulso mayor”. De forma que el “impulso externo
(la predicación) es como la causa segunda ordenada a tal efecto, mientras que el impulso
suficiente interno de Dios es como el concurso necesario o el auxilio requerido para que la
causa pueda producir efecto. Por tanto, pertenece a la providencia ordinaria de la gracia el
que Dios conceda entonces (durante la predicación) el auxilio necesario”.

La doctrina de Suárez es clara. La predicación es el medio de que Dios se sirve para


conferir la gracia interna necesaria, que dispone al hombre a escuchar la palabra divina y
creer. Produce en el hombre un corazón huevo, como decía el profeta Ezequiel. La
predicación no va dirigida únicamente al oído, sino también al corazón. Es el órgano de la
gracia. Pero no se trata de una gracia que Dios concede con ocasión de la predicación, antes
o después, sino de una gracia que concede con ella y mediante ella. Forma un todo con la
palabra, de igual modo que el concurso divino forma un todo con la facultad que obra.
Usando la terminología escolástica, podemos decir que la predicación es el sujeto en que se
contiene la gracia y a través del cual toca el corazón del oyente. La gracia externa (la
predicación) y la interna forma una unidad, una causa única ordenada a producir un efecto
común: la fe.

Suárez afirma con más fuerza aún su opinión en otro lugar. Al comenzar el pasaje de Juan
en que Cristo afirma que si no hubiera venido y no hubiera hablado a los judíos éstos no
serian responsables de su incredulidad, pero que ahora lo son porque han visto y no
creyeron (jn 15,22), escribe: “Por consiguiente, aunque Cristo nombre sólo los auxilios
externos (su predicación), incluye en ellos también los internos, quae medio verbo Di
tambquam organo divinae virtuis tribuuntar. Así pues, Cristo habla también a los oídos del
corazón, para excitar también a éste, porque la palabra de Dios es viva y eficaz, como dice
Pablo”. La palabra predicada es el órgano de la virtud divina. No es un simple sonido, ni la
expresión de un concepto, sino un sonido eficaz que obra lo que dice. Mientras anuncia la
salvación, actúa en el corazón del hombre para que lo acepte y le salve. La predicación es
un acto divino – humano, porque en ella obran dos causas íntimamente unidas, de tal
manera que constituyen un único principio de acción.

En la predicación, junto a la verdad que se comunica y que va dirigida a la inteligencia,


hay otra fuerza que obra en la voluntad e impulsa a la aceptación y actuación del mensaje.
Podemos afirmar que la predicación predicación comunica la fe, pero la fe viva, destinada
pro su misma naturaleza a la justificación del hombre, que entraña la infusión de la gracia
santificante y el habitus didei.

11. Cambio de perspectiva

Después de Suárez, M Ripalda vuelve sobre el problema de la predicación en su tratado De


ente supernaturali. Citamos este autor porque, según parece, con él se opera en la teología
postridentina un cambio de perspectiva en el concepto de predicación, que durara hasta
nuestros días.

Según Ripalda, como se sabe, los actos de las virtudes naturales no difieren
sicológicamente de las virtudes sobrenaturales. Por consiguiente, las iluminaciones e
inspiraciones sobrenaturales que Dios concede a la inteligencia y a la voluntad del hombre,
no difieren en absoluto de las naturales, que proceden de la experiencia. Sin embargo,
Ripalda admite que por una disposición positiva divina, en el presente orden de
providencia, a todo acto naturalmente bueno acompaña una gracia sobrenatural que lo eleva
y lo hace saludable. El sutil teólogo prueba de estas tesis precisamente en la predicación.

En efecto, la Escritura y los padres afirman que la predicación y la lectura de la Biblia


llevan anejas gracias sobrenaturales. Ahora bien, dice Ripalda, los objetos externos pueden
conceder al hombre únicamente iluminaciones y emociones naturales. Si la Escritura y los
padres hablan de iluminaciones y mociones sobrenaturales, hay que pensar en la
intervención sobrenatural de Dios, que previene con su gracia sobrenatural los efectos
bueno que suscita la predicación en el hombre, para elevarlos al orden sobrenatural y
hacerlos saludables. La predicación, pues, no confiere la gracia por su misma naturaleza;
únicamente puede sucitar en el hombre iluminaciones intelectuales y mociones volitivas
naturalmente buenas. Pero Dios, interviniendo desde fuera, se sirve de ellas para impulsar
con su gracia el amor de los objetos que se proponen. Al comentar el principio teológico de
que Dios no niega la gracia a quienes hacen cuanto está a su alcance, el teólogo escribe: “El
quinto argumento y el más fuerte (En pro de este principio) nos lo brinda el hecho de que
las llamadas internas sobrenaturales van infaliblemente unidas a las llamadas externas, que
son en sí mismas simples pensamientos e impulsos naturales, como por ejemplo a la
predicación de la palabra de Dios, a la instrucción de amigos y superiores… que ofrecen la
oportunidad de que se inserte en ellas la gracia de Dios, para mover a la voluntad al amor
de los objetos que proponen. Esto no podría acontecer sin una ley de Dios, que la actividad
de todas las criaturas no puede en modo alguno causar con sus solas fuerzas tales impulsos
sobre naturales. Esta inspiraciones internas y sobrenaturales que tienen lugar en tales
acontecimientos se deben únicamente a la voluntad de Dios y a la ley que Él ha
establecido”.

Para explicar porque Dios ha querido obrar de este modo, el autor recurre a la providencia
divina, que para la salvación de las almas ha querido asociar a su obra a la Iglesia con sus
ministros. Dios ha determinado intervenir directamente con su gracia para transformar en
sobrenaturales las iluminaciones y mociones naturales que sólo la predicación puede
suscitar. Y concluye: “Quede, pues, en claro que la gracia sobrenatural interna va unida, por
una ley divina, a la predicación e instrucción humanas, que por sí mismas sólo pueden
producir en la voluntad movimientos y afecciones puramente naturales”.

Con esta tesis, Ripalda reduce la predicación a una simple gracia externa, incapaz de
producir en el hombre actos sobrenaturales. No capta la originalidad d ela predicación
como medio de gracia, como vehículo de la acción divina. Preocupando por demostrar una
teoría que le agrada, se limita a acumular argumentos a favor de la misma, sin tomarse la
molestia de examinar los textos bíblicos y patrísticos en su verdadero sentido. Para él está
fuera de dura que un objeto externo, como la predicación, no puede conferir gracias
sobrenaturales. En la predicación no ve más que un magisterio externo, que es obra del
hombre, y no la presencia de Dios que, mediante ella, entra en contacto con el hombre y le
llama a la fe.

Es difícil valorar hasta que punto las ideas de Ripalda han influido en el desarrollo de la
teología de la predicación. Pero es un hecho indiscutible que en cierto momento
desaparece, entre los teólogos, la idea de la predicación como medio de gracia. En un
artículo del teólogo alemán Jonannes Kuhn, el año 1855, se lee: “la palabra de Dios no es,
en sentido estricto, un medio de gracia. Escucharla no lleva a ninguna gracia consigno: ni el
perdón de los pecados ni la renovación interior del hombre. La predicación del evangelio
nos conduce más bien a la fe, para ser después, como creyentes, justificados por los
sacramentos”. En lo sucesivo, los teólogos hablarán cada vez menos de la predicación. Se
conformarán con enumerarla entre las gracias externas, que contrariamente a las internas,
nada causan en el alma. Más aún, añadirán que, en sentido propio ni siquiera puede
llamarse gracia.

La evolución en sentido negativo de la teología de la predicación puede considerarse como


un reflejo del espíritu antiprotestante que caracteriza la teología postridentina. Creemos
que nadie puede dudar de esto. El problema consiste, más bien, en determinar si el espíritu
polémico ha ejercido un influjo directo en la concepción teológica de la predicación o
simplemente un influjo directo. No podemos hablar de un influjo directo después de haber
visto el caso de Suárez, que tiene un concepto tan exacto de la predicación como medio de
gracia. Y precisamente él, que es, tal vez, el teólogo más grande de la contrarreforma.

En realidad, el influjo de la contrarreforma ha sido éste: no permitir a los teólogos dedicar a


la predicación todo el interés que merece. Preocupados pro responder a los ataques de los
adversarios y a refutar sus tesis, concentraron todas sus fuerzas en los puntos más
discutidos de la teología. De este modo, la predicación, que nunca fue negada por los
protestantes sino que, por el contrario, fue enormemente valorizada, quedó fuera del marco
de su investigación o entró en él sólo ocasionalmente. Además, la reacción antiprotestante,
al obligar a los teólogos a la controversia, favoreció aquel extrinsecimo que constituye uno
de los mayores defectos de la teología postridentina. En este aspecto, es característico
Ripalda. Con él, como hemos dicho, decae y se pierde el concepto de la predicación como
medio de gracia. La predicación se convierte en una simple gracia externa, un magisterio
externo, aunque ejercido a la misión divina. No es lugar del encuentro entre Dios y el
hombre o lo es únicamente en un sentido muy amplio e impreciso. Este extrinsecismo
constituye, a juicio nuestro, la causa de la decadencia del concepto de predicación.

12. La doctrina de los predicadores

Entre los predicadores la situación es diversa. En armonía con sus ideas sobre la presencia
de Dios en la predicación, ven en éste medio de gracia.
Hemos aludido antes a los predicadores medievales. Muy entrada ya la edad media, san
Bernardino de Siena mantiene esta doctrina como un hecho indiscutible: “Admiranda sut
opera verbi Dei, escribe; per ipsum enim vita amoris et caristatis in anima generatur et
nutritur et in argumentum maximun augmentatur”. No encuentra una imgen más apta que el
sol, para expresar toda la fecundidad y eficacia de la palabra divina. Como el gran astro que
brilla en el firmamento de la vida, la conserva y la aumenta, así la palabra de Dios ilumina
el alma esclava del pecado ahuyentando las tinieblas en que está envuelta, la inflama
derritiendo el hielo de la malicia, y la fortalece extinguiendo las obras d ela iniquidad,
ilumina el entendimiento, inflama el afecto e impulsa a realizar obras en el amor. El santo
de Siena ilustra esta cualidad de la predicación a lo largo de todo el semo que se titula de
fructibus verbi Dei.

Durante todo el siglo XVII, en plena polémica antiportestante, el concepto de la


predicación como medio de gracia permanece muy vivo.

j. Bossuet reprocha a quienes ven la predicación un simple entretenimiento agradable que


acaricia los oídos, con estas palabras: “Consideremos, cristianos, que la palabra del
evangelio que se nos tramite de parte de Dios, no es un sonido que se pierde en el aire, sino
un instrumento de la gracia… El Hijo de Dios, único mediador de nuestra salvación, ha
querido elegir la palabra como instrumento de su gracia y órgano universal del Espíritu
Santo para la santificación de las almas”. La palabra actúa en los sacramentos y los hace
capaces de producir la gracia; esta eficacia la conserva también en los púlpitos: “No
pensemos que la palabra es inútil cuando actúa desde los púlpitos; aquí obra de otro modo,
pero siempre como órgano del Espíritu de Dios”. Después enumera toda la fecundidad de
la palabra, tal como se deduce de la historia de la Iglesia.

El pensamiento de Bourdoloue es semejante: “Es un medio de salvación, dice apropósito de


la predicación, ya que, como enseña el apóstol, mediante ella Dios determinó salvar al
mundo (1 Cor 1,21). El ha antepuesto este medio atodos los demás que le sugería su divina
providencia, porque era, en efecto el más apto y necesario”. Y lo demuestra pro el hecho de
que únicamente de la predicación puede nacer la fe, fundamento de la justifición y de todos
los demás dones que Dios puede conceder al hombre.

No queremos omitir tampoco un texto de P. Segneri: “No voy a decir escribe, que
únicamente por la predicación, como por una luz celestial, derrame Dios sobre nosotros los
auxilios de la gracia eficaz. Reconozco que puede servirse de otros muchos medios para
ellos (Job 23,14). Pero creo que uno de los medio mas comunes y mas aptos, de que Dios
suele servirse ordinariamente para abatir a los pecadores”.

Es fácil constatar que en época más reciente la idea de la predicación como medio de gracia
se atenúa, incluso entre los predicadores. Es fácil constatar que en época más reciente la
idea de la predicación como medio de gracia se atenúa, incluso entre los predicadores.
Significativo a este respecto nos parece el pensamiento de Scrtillanges. Aunque conoce los
efectos de la palabra de Dios y dice que es “por si misma irresistible, irrefragable, decisiva
u creadora” y lo prueba por san Pablo (1 Tes 2, 23), cuando trata d edefinir esta eficacia con
términos teológicos se advierte aún lejos está de atribuir a la predicación una eficacia
propiamente dicha. En efecto, le pone en la misma línea de los sacramentos, “ritos que
expresan a su modo el carácter sacramental de la iglesia”, y define la predicción como “una
ceremonia piadosa, que tiene por fin, igual que los demás actos religiosos, acercarnos a
Dios por medio de Cristo y que va unida naturalmente, por este título, al rito central, que es
la misa, al sacramento de los sacramentos, que es la eucarítia”. Ahora bien, si la predicción
es un sacramental, no confiere la gracia por sí misma debido a una institución diviana, no es
medio de gracia más que en sentido amplio. Sertillanges manifiesta el temor de que se
confunda la predicación con los sacramentos.

Este mismo temor ha impedido también a G. Zocchi ver en la predicación un vehículo de la


gracia, a pesar de tener una idea bastante clara de que Dios habla provoca de los
predicadores. “Aunque es cierto, escribe, que la eficacia máxima de la predicación radica
en la virtud divina, no hay que entenderla como algo inherente a la predicación por sí
misma, tal como sucede en los sacramentos, ni totalmente independiente del predicador,
como si obrara ex opere operato.

En los dos últimos autores, se echa de ver claramente la falta de una visión teológica exacta
y profunda del ministerio de la palabra y de su naturaleza. Era difícil que se conservase pro
largo tiempo entre los predicadores, después de haberse eclipsado entre los teólogos. Si
algunas veces encontramos entre los oradores sagrados expresiones que pueden hacernos
creer en la permanencia de la doctrina de los grandes predicadores del siglo XVII y de
Suárez, se debe más bien a una intuición que tienen de la originalidad del ministerio de la
palabra que a una visión ideológica precisa.

13. Preeminencia de la predicación

La predicación es el vehículo de la gracia y, en particular, de esta gracia fundamental que es


la fe.

Esta estrecha relación que tiene con la fe nos explica su preeminencia entre los ministros de
la Iglesia.

En primer lugar, la predicación es más importante que las obras de caridad. Cuando el
crecimiento de la comunidad cristiana exige sustraer un tiempo más largo a la predicación
para dedicarlo a la distancia, los apóstoles no dudan ante el dilema. Escogen la predicación.
“No es razonable que nosotros, abandonemos el ministerio de la palabra de Dios, dijeron
para servir a las mesas” (Hech 6,2). Pro esta causa eligen diáconos a quienes encomiendan
esta actividad, mientras que se reservan para si “la oración y el ministerio de la palabra
(Hech 6,4).

Según san Pablo, entre los dones que concede el Espíritu Santo a los fieles, ocupan el
primer lugar lo que se refieren a la predicación. “A uno, dice, le es dada por el Espíritu la
palabra de sabiduría, a otro, la palabra de ciencia, según el mismo Espíritu” (1 Cor 12,8).
Los demás dones del espíritu, pone en primer término el de “profecía” (1 Cor 14,1). La
razón que da es de tipo social. “El que habla lengua, habla a Dios, no a los hombres”,
mientras que “el que profetiza, habla a los hombres para su edificación, exhortación y
consolación” (1 Cor 14, 2-3). Y añade que desea que todos los fieles posean muy bien que
todos los fieles posen el don de lenguas, pero que desea más que profeticen. “yo veo muy
que todos vosotros habléis en lengua, pero mejor que profeticéis; pues mejor es el que
profetiza que el que habla en lengua, a menos que también interprete para que la iglesia
reciba edificación” 1 Cor 10,5). Entre los presbíteros que merecen doble honor,
corresponde el primer lugar a los que se ocupan de la predicación y la enseñanza (1 Tim 5,
17).

Finalmente, la predicación es más importante que la administración de los sacramentos,


incluido el bautismo. Durante su vida pública, Jesucristo, consciente de que el Padre le
había enviado a predicar el reino de Dios (Lc 4, 43), dejaba en penitencia. San Juan lo
señala expresamente (4, 43), dejaba en manos de sus apóstoles la administración del
bautismo de penitencia. San Juan lo señala expresamente (4,2). San Pablo hacía otro tanto,
y para justificar su proceder reservándose la predicación, recurre directamente al mandato
de Jesucristo: “Que no me envió Cristo a bautizar, sino a evangelizar” (1 Cor 1, 17).
Probablemente hay que buscar en el ejemplo de Cristo y de san Pablo, la causa de que los
obispos de los primeros siglos se reservan para si el ministerio de la palabra y no
permitirán ejércelo a los simples sacerdotes sino en época muy tardía. En África, san
Agustín el primer presbítero a quien se le permitió predicar, el hecho llamo tanto la
atención, que el papa Celestino escribió a los obispos de Italia para que no imitasen este
mal ejemplo.

La enorme variedad de vocablos con que el Nuevo Testamento designa la predicación nos
da también una idea de su importancia. La señal de la riqueza de un fenómeno tan
importante en la vida de la Iglesia.
Por consiguiente, en el presente orden de providencia, en el que Dios ha querido que la fe
nazca de la proclamación, la misma importancia y necesidad que la fe. La fe es imposible
agradar a Dios (Heb 11, 6), pero sin la predicación es imposible la fe (Rom 10,17). Ambas
realidades se hallan en el mismo plano. Sin embargo, como se trata de una ley positiva
divina, en caso de necesidad, la predicción puede ser sustituida por otros medios. Esta
necesidad puede provenir del hecho de que la predicción no puede llegar en breve tiempo a
todos los hombres extendidos por el mundo. La fe se extiende progresivamente, como dio a
entender el mismo Jesucristo, cuando ordenó a sus apóstoles predicar el evangelio primero
en Jerusalén, después en Judea, Samaria y, por fin, en todo el mundo (Hech 1, 8). Todav{ia
hoy la voz de los predicadores no ha llegado a todos los hombres.

La predicación es, pues, el camino ordinario y normal de la fe. Esto significa que a las
personas de buena voluntad que hacen cuanto pueden por vivir conforme a una ética
natural, puede llegarles la fe por otros caminos, que los teólogos llaman “extraordinarios”,
como por ejemplo la inspiración interna”. Pero según el plan de Dios, estos caminos
tienden a desaparecer, ya que el vehiculo normal de la fe es la predicación de la Iglesia.

14. Necesidad de la predicación

La necesidad de la predicación en orden a la fe, nos explica por qué san Pablo llega a
tolerar, que algunos la realicen por motivos poco nobles. “Hay, dice, quines predican a
Cristo por espíritu de envidia y competencia; otros lo hacen con buena intención; predican a
Cristo no con santa intención, pensando añadir tribulación a mis cadenas. Pero, ¿qué
importa? De cualquier manera, sea hipócrita, sea sinceramente que Cristo sea anunciado, yo
me alegro de ello y me alegraré” (Fil 1, 15 –18). Es mejor que se predique, aunque sea por
competencia o hipocresía, a que no se predique. Lo importante es que se anuncia a Cristo.

El apóstol, para atender la conciencia en paz, debe poder proclamar que no ha dejado de
cumplir la misión recibida. En la víspera de su viaje a Jerusalén, pensando en las
persecuciones y tal vez en la muerte que le esperaba allí, san Pablo se manifiesta tranquilo
porque tiene conciencia de haber cumplido la obligación más grave de su vida, la de
predicar. “No omití nada de cuanto os fuera de provecho, predicádoos y enseñadoos en
público y en privado, dando testimonio a judíos y a Jesús” (Hech 20, 19-20). Ahora, al ir a
Jerusalén, sin saber lo que le espera, no exponer su propia vida con tal de “acabar el
ministerio que recibí del Señor Jesús de anunciar el evangelio de la gracia de Dios” (Hech
20, 24). Durante su prisión en Roma, en espera de comparecer ante el juez supremo, para
darle cuenta de la misión que le había sido confiada, experimenta el mismo sentimiento de
paz. “El señor me asistió y me dio fuerzas para que por mí fuese cumplida la predicación y
todas las naciones la oigan” )2 Tmi 4,17). Su última voluntad confiada al discípulo tan
amado es: “predica la palabra” ( 2Tim 4, 2).

Los apóstoles son por su misma definición “siervos de la palabra” (Lc 1, 1), “ministros del
evangelio” (Ef 3, 7); Col 1, 23). Es posible que la predicación les ocasiones persecuciones y
cárcel, pero no importa. Cuando a Pedro y Juan, llevados ante el Sanedrín, les mandan no
predicar en lo sucesivo el nombre de Jesucristo, responden que no pueden obedecer: “no
podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hech 4, 20). En efecto, la
responsabilidad de los apóstoles y de los predicadores que los suceden es inmensa. De su
palabra depende la fe, sin que es imposible salvarse; de su palabra depende la concesión de
la gracia, la inserción del hombre en Cristo. Con razón podía afirmar san Pablo que para él
predicar el evangelio constituía una “necesidad” de conciencia tan grande que “aiy de él” si
no cumpliera con este cometido (1 Cor 9, 6).

15. La obligación de predicar

los padres y los teólogos, haciéndose eco de la doctrina contenida en la Escritura, han
subrayado la gravedad de la obligación de predicar. Según san Juan Crisóstomo, la
predicación es única medicina para curar las enfermedades del cuerpo místico: “En nuestro
caso (en las enfermedades del cuerpo místico)… existe una sola medicina vital: el
ministerio de la palabra. Este es el instrumento, el manjar, la temperatura, el clima perfecto;
hace las veces de medicina, de la cauterización, del urí; para quemar o sajar, hay que
servirse de este medio y, si no surte efecto, es inútil recurrir a ningún otro”. San Gregorio
Nacianceno, en su segundo discurso apologético, se excusa, al tratar de la predicación , de
haber dejado en segundo lugar aquello que constituye “el primer deber de todos nosotros”,
es decir, de los obispos. Gregorio Magno afirma que quien rehúsa predicar, pudiéndolo
hacer aunque sea por motivos de humildad, es reo de “fratricidio”, “igual que el cirujano
que rehúsa operar a un herido, dejándole que muera”. Si las almas que le fueron confiadas
se pierden por falta de la palabra salvadora de Dios, el predicador será responsable de esta
muerte, y a tantas habrá matado cuantas se pierdan por cul de su silencio.

Santo Tomás dice que la predicación es “proprium officium pastorum Ecclesiae”; y según
Suárez, ésta ocupa el primer puesto entre los diversos ministerios de la Iglesia. El concilio
de Treno sigue la linea de la tradición cuando enseña que la predicación es el “praccipuum
munus episcoporum”. El cardenal Montini se expresaba en términos idénticos en la carta
que escribió, por encargo de Pío XII, al congreso de Montpellier: “Hoy como en los
primeros siglos de la Iglesia, no hay deber más esencial que el anuncio de la palabra de
Dios al mundo”.

16. El deber de escuchar la predicación

A la obligación de predicar corresponde el deber de escuchar la predicación. Sobre este


punto, es famoso un texto que se le atribuye a san Agustín, pero que en relidad es de
Cesáreo de Arlés, en el que el gran obispo sitúa sobre el mismo plano la negligencia en
escuchar la palabra de Dios en dejar caer sobre tierra el cuerpo de Cristo. Bourdaloue
señala lo mismo que Dios le impone a él el deber de predicar, les impone a los oyentes la
obligación de escuchar y poner en práctica lo que Dios dice por boca suya, y pide que no se
falte a este deber: “ ¿Existe, hermanos, entre todos los pecados, que debemos evitar, alguno
que se teme menos y sobre el que se sientan menos escrúpulos? No solemos arrepentirnos
de este hecho ante Dios, y jamás no acusamos de él en confesión. Incluso hay quienes
presumen de no escuchar jamás a los predicadores del evangelio, y lo dicen abiertamente.
Otros lo escuchan con regularidad, según parece, pero sin otra consecuencia que haberlos
escuchado. Preguntadles si se creen responsables ante Dios de tener abandonada su palabra
o de haberla dilapidado después que oyeron”. Y los exhorta a reflexionar sobre este deber,
para que no aparezcan como “criminales ante los ojos de Dios”. Según Bossuet, escuchar
los sermones es “uno de los deberes más importantes de la piedad cristian”. San Bernardino
de Siena dice que en caso de no poder escuchar la misa y la predicación es preferible dejar
la primera por la segunda.

Las razones en que se basa el deber de predicar son varias. En primer lugar, el apóstol debe
anunciar la palabra de Dios por razón de fidelidad al mandato recibido (1 Cor 4, 1 –2). Se
trata de un mandato que Dios, Señor del universo, a quien el hombre ésta obligado a
obedecer ante su más mínima insinuación, le ha confiado. Con mayor razón aún si lo que se
le ha comunicado es un papel tan importante como el difundir la fe en el mundo. Además,
el hombre, como criatura, está obligado a dar a Dios el culto que se le debe como señor
supremo y redentor del género humano. Ahora bien, no hay forma más apta y gracia a Dios
de darle cultoque proclamar las “maravillas” que ha realizado pro el hombre: enviar a su
Hijo al mundo, para que tengamos por él vida (Jn 10, 10). Esta es la más maravillosa de
todas las obras de Dios. ¿Puede darse, pues, una obra de culto más excelente que la
predicación, cuyo fin es precisamente proclamar el plan divino de la salvación para inducir
a los hombres a que lo acepten? Hay que tener también en cuanta el deber de caridad para
con el prójimo. Jesucristo proclamó el amor del prójimo como segundo mandamiento de la
nueva ley y semejante al primero: el del amor a Dios (Mt 22, 36-38), diciéndoles que en
esto conocerían que son sus discípulos (Jn 13,35). No existe amor más grande al prójimo
que el mostrarle el camino de la salvación y llevarle al conocimiento de la verdad.

Exciten razones no menos graves para que los oyentes escuchen la palabra de Dios. El culto
que el hombre debe tributar a Dios según los principios de la ley natural, le obliga a
glorificar a Dios de la manera que él desea. En el presente orden de providencia, el mejor
culto que el nombre pueda tributar a Dios, más aún, el único que agrada a Dios, es la
aceptación de la llamada divina a participar de su propia vida. Los demás formas de culto
que no se ordenen a ésta, carecen de valor ante Dios. Por tanto, el hombre que quiere vivir
según la voluntad de dios está obligado a escuchar su palabra, por la que le manifiesta sus
deseos y los medios necesarios para actuarla. La aceptación de la fe es el culto más grato a
Dios. Y esto no se refiere únicamente a la predicación en general, primer encuentro con
Dios, sino a la predicación en general bajo todas sus formas. Si el hombre quiere agradar a
Dios, no sólo debe encontrarse con él, sino que debe vivir toda la palabra que sale de la
boca de dios” (Mt 4, 4). El hombre debe estar constantemente a la escucha de lo que Dios le
dice por boca de sus enviados. Por consiguiente, el mejor culto que el hombre puede
tributar a Dios es recibir la predicación.

Hay que tener en cuenta también la caridad para consigo mismo. Todo hombre está
obligado a procurarse su propio bien, y, en consecuencia, está obligado a escuchar la
palabra de Dios, porque de ella procede la fe, que es el punto de partida, la base de la
justificación, del bien mayor que puede recibir el hombre en esta tierra, prenda y garantía
de su eterna salvación. Este mismo razonamiento prueba que el hombre tiene la obligación
de instruirse sobre todo aquello que afecte a su fin y destino. La predicación es
precisamente el medio que Dios emplea para manifestarle qué es lo más esencial para él en
la vida.
5. EL MISTERIO DE LA PREDICACIÓN

En la predicación, la palabra humana es vehículo de la palabra divina. El predicador presta


a Dios su voz, que se sirve de ella para interpelar al hombre, para llamarle y comunicarle la
salvación. En esta unión existe un misterio, que queremos examinar, porque nos ayudará a
comprender mejor la naturaleza de la predicación.

1. El misterio de la predicación

Se trata realmente de un misterio, ya que en la predicación se esconde Dios mismo bajo su


signo externo y sensible como es la palabra humana, y a través de ella habla y actúa. Este
hecho no se realiza únicamente en la predicación, sino en toda la economía de la salvación.
Es la ley de la encarnación, que representa el aspecto más característico del cristianismo.
“Significa, ante todo, que Dios comunica al hombre de la vida divina, fin de toda la historia
sagrada, a través del velo de cosas sensibles, de modo que el hombre debe pasar a través de
estas cosas sensibles para recibir aquella vida. En segundo lugar, significa que el resultado
de aquella comunicación es una elevación del hombre a un modo de ser y de obrar divinos
no sólo de un orden puramente moral en la línea cognoscitiva y afectiva, sino también de
un orden ontológico, entitativo y, en este sentido preciso, de un orden físico, de modo que,
permaneciendo siempre intacta la distinción sustancial entre Dios y el hombre, es elevado
el hombre a un estado de ser y de obrar realmente divinos”,. La ley de la encarnación
afirma, pues, que el contacto entre Dios y el hombre se realiza en una doble vertiente. Por
una parte, Dios baja hasta el hombre y toma forma y consistencia dentro del sensible, que
puede estar constituido por personas, cosas, gestos o acciones; por otra, el hombre sube
hacia dios y queda elevado a un modo de ser y de obrar divinos. Lo divino se esconde,
pues, bajo las cosas sensibles y sólo por la fe puede el hombre descubrir su presencia.

Este proceso recibe el nombre de ley de la encarnación, porque no es más que la


continuación y prolongación de este hecho central de la economía de la salvación. Para
hablarnos y comunicarnos su designio salvífico, el Verbo se ha hecho hombre y haga
habitado entre nosotros. En su aspecto externo, era un hombre igual que los demás, el hijo
de José el carpintero. Era necesaria la revelación del Padre para descubrir en él la divinidad,
unidad sustancialmente a la humanidad (Mt 11, 25; 16, 17). La humanidad de Cristo era el
órgano por medio del cual el Verbo actual y de abaja fluir la gracia (Jn1,16).

Pero este hecho único en la historia no era una especia de meteoro que, después de brillar
brevemente en el espacio y en el tiempo, desaparece. Debía continuar incluso después que
el Verbo hecho carne se hiciera invisible. La salvación no estaba destina únicamente a los
hombres de la época de Cristo, sino a los hombres de todos los tiempos y países. Para poder
llevar a todos los hombres, Cristo instituyó la Iglesia en la variedad de sus mediaciones. En
ella, es decir, en su jerarquía, en sus sacramentos, en su liturgia continúa desempañando las
mismas funciones que desempeño por medio de su humanidad durante su vida terrestre. En
la Iglesia y por medio de ella, Cristo entra en contacto con cada hombre. La predicación es
una de estas mediaciones eclesiales y, en cierto sentido, la más importante, porque es el
fundamento de las otras. Cristo continúa predicando la buena nueva de la salvación y
llamando a los hombres a su reino, mediante la palabra de la Iglesia.

Se trata ciertamente de un misterio. Un signo sensible, vehículo de realidades


suprasensibles y divinas. El signo lo constituyen las palabras humanas del predicador, de
quien Dios se sirve “para transmitir al que escucha su palabra suprasensible, aquella que
habla internamente al corazón y al alma de cada uno” obrando en él aquello que la palabra
nunca.
Mediante la palabra humana, el Esposo santo actúa en el corazón del hombre y le induce a
recibir el mensaje que el predicador de la Iglesia le presenta o renovar los compromisos que
la palabra predicada ha suscitado ya en él.

No es simplemente un misterio de fe, sino también de humildad. El vehículo sensible en


que Dios se comunica, la materia de que reviste su pensamiento, no sólo es frágil y débil
como puede serlo una palabra, sino que es además un medio que, en su debilidad, no tiene
nada de sublime. San Pablo, en su primera carta a la Iglesia de Corinto, dice que ha
predicado a Cristo no con “elevación de la palabra” (1 Cor 2,1), para que su fe no se apoye
“en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (ibid 5).

Tsoiron, siguiendo la línea de san Buenaventura, expone como todos estos hechos
continúan el misterio de la encarnación. El Verbo no sólo a asumido la naturaleza humana,
sino precisamente la naturaleza caída y corruptible, para redimirnos desde nuestra misma
condición. En la predicación procede de forma semejante. San Buenaentur dice que, en este
ministro, la “humilitas in sermone” va unida con la “produnditas sententiae” . incluso
alguien, forzando la imagen, ha llegado a decir que la palabra de Dios se reviste de
“harapos”.

Sin querer insistir demasiado en este punto, señalemos finalmente que la sencillez de estilo,
en la Biblia, se debe al fin mismo que pretende. Si Dios quiere comunicar un mensaje y
suscitad la fe, debe necesariamente emplear un lenguaje accesible a todos. Por ello no
rompe el misterio de humildad.

El hecho permanece. Dios se comunica al hombre usando una forma simple y popular, y no
estilo literariamente perfecto, como habitualmente tratan de hacer los hombres.

2. Predicación y eucaristía
En los sacramentos acontece lo mismo que en la predicación. También en ellos está Cristo
presente y actúa; emplea un instrumento sensible para hacer llegar al hombre su acción
invisible, portadora de vida sobrenatural. De aquí procede la analogía entre predicación y
sacramento, de cuya naturaleza hablaremos después.

Pero es interesante señalar que la eucaristía es el sacramento que presenta mayor analogía
con la predicación, según el parecer de algunos padres. En un discurso que hemos citado en
el capitulo anterior, Cesáreo de Arlés pregunta a los fieles cuál de las dos realidades juzgan
que tienen mayor dignidad, la palabra de Dios o el cuerpo de Cristo. Bossuet, basandose en
este discurso, que atribuye a san Agustín, ha expuesto y desarrollado esta analogía en su
sermón, antes citado, sobre la palabra de Dios. Dicen que Jesucristo, al tener que abandonar
la tierra con su cuerpo visible, y deseando quedarse entre nosotros,”tomó una especie de
segundo cuerpo. La palabra de su evangelio, que es como un cuerpo que reviste su verdad.
Mediante este nuevo cuerpo, Cristo sigue viviendo y conversando con nosotros, actúa y
obra en orden a nuestra salvación, predica y nos brinda cada día enseñanzas de vida eterna,
renueva ante nuestros ojos todos los misterios”. La presencia de Cristo en la eucaristía no es
más reala que la presencia de su verdad en la palabra evangélica. “En el misterio de la
eucaristía, las especies que veis son los signos sensibles, pero el contenido real es el cuerpo
mismo de Jesucristo. Las palabras que oís en los discursos sagrados, son también signos;
pero es la doctrina misma del Hijo de Dios el pensamiento que las engendra y el contenido
que queda demostrado en vuestros espíritus”.

En la predicación, igual que en la eucaristía, hay un elemento que cae en el campo de los
sentido y es objeto de experiencia, y otro elemento suprasensible, que no es objeto de
visión, sino de fe. En predicación el hombre oye la palabra humana, pero la fe le dice que
es Dios quien le interpela y le pide una respuesta, por medio de esta palabra. Igual que en la
eucaristía: se ve el pan y el vino, pero la fe nos dice que, bajo estas apariencias sensibles,
están el cuerpo y la sangre de Cristo.
Se trata de una paradoja que, en el fondo, es la paradoja misma del cristianismo. En el
mismo instante en que Dios entra en el tiempo y habla al hombre, se oculta bajo el signo
sensible de la palabra humana. Á presente, frente al hombre y le llama; pero interpone un
instrumento entre ambos. Para descubrir en él la presencia de Dios, es necesario hacer un
esfuerzo, tener una mirada especialmente sensible, la mirada de la fe. Esta es la causa de
que san Pablo dé gracias a Dios, porque los fieles de Tesalónica, cuando escucharon la
palabra que les anunció, “la acogieron no como palabra de hombre, sino como palabra de
Dios, cual en verdad es” (1 Tes 2,13). La palabra del apóstol era, en apariencia, humana,
pero en realidad era palabra de Dios. Los fieles de Tesalónica la recibieron como tal. Fue
un don de Dios por lo que el apóstol da gracias al dador de todo bien.

3. La “missio” canónica

En el origen de este misterio, de esta unión entre la palabra divina y la palabra humana, se
halla un acto positivo de Dios, que ha establecido que su palabra nos llegara a través de la
palabra human. En efecto, después de su resurrección y antes de subir al cielo, Jesucristo,
apelando a la misión que había recibido del Padre, envió a sus apóstoles a predicar el
evangelio por todo el mundo. “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, id,
enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu
Santo enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros
siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28, 28-20; Ef. Mc 16, 15-16; Hech 1,8).

De este mandato expreso del redentor arranca la obligación que incumbe a los apóstoles y
sus sucesores de predicar el evangelio a toda criatura human, y en él se basa el que resuene
la voz de Cristo en su palabra. Fue Cristo quien hermanó definitivamente su voz con la de
la Iglesia. Se debe su voluntad el hecho de que escuchar y creer en la palabra de los
apóstoles sea escuchar y creen en la palabra de Cristo y del Padre (Lc 10, 16).

Los apóstoles lo recordarán durante su ministerio. Pedro dice, en casa de Corneluio: “Y nos
ordenó predicar al pueblo y atestiguar que por Dios ha sido instituido juez de vivos y
muertos” (Hech 10, 42). Precisamente por haber recibido este mandato de boca del mismo
Cristo, ninguna autoridad humana, aunque sea legítima, como la del sanedrín, puede
imponerles silencio. “Solamente os hemos ordenado, dice el sumo sacerdote, que nos
enseñéis sobre este nombre”. Y Pedro responde: “Es preciso obedecer a Dios antes que a
los hombres” (Hech 5, 28-29).

Particularmente san Pablo recordará esta misión a lo largo de sus cartas. En ellas afirma que
la predicación del evangelio le ha sido “confiada” (Gál 2,7), quie ha “recibido” la gracia del
apostolado para promover la obediencia a la fe (Rom 1, 5; Ef 3,8), que l predicación es un
“cometido” que le ha sido confiado al margen de su propia iniciativa (1 Cor 1,17) y, por
consiguiente, que predica por deber (1 Cor 9, 16). Aludiendo a este cometido, en polémica
con quines le juzgaban un apóstol de segundo orden porque no había visto al Señor durante
su vida terrestre, afirma que Dios le eligió desde el seno de su madre para que anuncie a su
Hijo a los gentiles (Gál 1, 15). Tiene todos los motivos para poderse llamar apóstol con
igual derecho que los doce, y bajo ciertos aspectos, con mayor razón (1 Cor 2, 22). Y
cuando reproche a los fieles de Corinto el que se incline por éste o aquel predicar que los ha
bautizado, afirmará orgulloso que no ha bautizado a nadie, exceptuados Gayo y Crispo.
Para justificar esta actitud de dejar el bautismo en manos de los otros y reservase para sí la
predicación, recurre expresamente a la voluntad de Cristo que le envió a evangelizar y no a
bautizar”.

Hay que concluir, pues, que la predicación no es únicamente una acción de Cristo por el
hecho de que en ella se oiga su voz, sino también porque se realiza en su nombre, en virtud
de la misión recibida de él. El predicador no es sólo un portador de Cristo, es decir, alguien
que le presta su voz, sino también un embajador suyo, en el sentido más estricto, que habla
en su nombre y desempeña, ante los hombres, sus veces (2 Cor 5, 20). De aquí la
obligación que tienen los predicadores de permanecer fieles a aquel de quien han recibido
su mandato: “Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y
dispensadores de los misterios de Dios. Por lo demás, lo que en los dispersadotes se busca
es que sean fieles” (1 Cor 4, 1-2).
La predicación es una función de la Iglesia, un deber, el deber del apostolado, instituido por
Cristo para la difusión de su mensaje entre los hombres, y destinado a transmitirse y
continuarse en los sucesores de los apóstoles. Permanecerá en la Iglesia mientras que
existan hombres a quines haya que predicar el evangelio para que se conviertan a la fe. Se
trata, pues, de un deber permanente, esencial a la naturaleza de la Iglesia.

Para que este ministerio se desarrollo con fidelidad al mandato recibido, Cristo prometió su
asistencia a los apóstoles (Mt 28, 20) y la del Espíritu Santo (Jn 16, 13), a quien se atribuye
d modo particular la obra de santificación. Jesucristo prometió esta aistencia en la noche de
la pasión y la renovó en el momento en que ascendía al cielo. “Recibiréis la virtud del
Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda
Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra” (Hech 1,8). El espíritu permanecerá
siempre con ellos (Jn 14, 16) y los guará hacia el conocimiento de toda verdad (Jn 16,13).

La misión divina da al predicar carácter de tradición. La doctrina que se predica no procede


de la actividad de la mente del predicador, sino que se la han comunicado otros; en
definitiva, se la ha comunicado Cristo mediante sus apóstoles. De aquí que sea necesaria la
legitimidad de la misión, difícil de comprender para los protestantes, ya que niegan la
sucesión apostólica. No hay misión legitima, cuando no procede de la investidura por parte
de Cristo o de sus apóstoles, a quienes ha confiado su palabra para que la prediquen, si no
está en comunión con los sucesores de los apóstoles y si no ha recibido de ellos el mandato.

4. Predicación y sacerdocio

Podemos preguntarnos cuándo se confiere esta potestad de predicar. A los obispos,


sucesores de los apóstoles, se les confiere, sin duda, junto con la consagración episcopal. Al
recibir, en este momento, la plenitud del Espíritu santo, reciben también la potestad de
predicar, que es un efecto del mismo, como se deduce del texto, antes citado, de los Hechos
(Hech 1, 8). El nexo entre el espíritu Santo y la predicación lleva consigo el que la potestad
consiste más bien en saber si la potestad de predicar que tienen los sacerdotes deriva de la
ordenación sacerdotal, por la que participan del sacerdocio de Cristo, o de una delegación
del obispo.

Esta cuestión se suscitó con toda su viveza durante la edad media a propósito del derecho
de los religiosos a predicar. Los sacerdotes diocesanos les negaban este derecho. Como
religiosos, decían, lo único que les incumbe es la oración y el recogimiento. Los teólogos
medievales defendieron el derecho de los religiosos a predicar, basándose en que este
derecho procede de la ordenación. Por el simple hecho de ser sacerdotes, tienen la potestad
de anunciar el evangelio. Por consiguiente, no existe ninguna diferencia en los derechos
sacerdotales entre los religiosos y el clero secular. Todos has recibido el mismo sacramento
y, por tanto, los derechos que lleva consigo, uno de los cuales es el de predicar. Es verdad
que hubo un tiempo en que los monjes no podían predicar, pero se explica por el hecho de
que no eran sacerdotes. Como conclusión de su estudio sobre el tema, M. Peuchmaurd dice:
“En los ambientes del siglo XII que hemos examinado, la reflexión sobre el officium para
preedicationis ha concluido existe una potestas preadicandi conferida por la ordenación. El
sacramento hace al hombre apto para el servicio del altar y para el servicio de la palabra”.
El officium sacerdotale que confiere la ordenación hace del sacerdote, al mismo tiempo,
ministro del sacramento y de la palabra, aunque esta potestad depende, en su ejercicio
concreto, del obispo.

Santo Tomás llega a la misma conclusión cuando defiende el derecho de los religiosos a
predicar. Según él, la potestad de orden y la de predicar van juntas. “Predicar y oír en
confesión, dice pertenecen, al mismo tiempo, ministro del sacramento y de la palabra,
aunque esta potestad depende, en su ejercicio concreto, del obispo.

El concilio de Treno estudió también este problema en varias sessiones. La primera vez, el
tema entró en discusión varias sesiones. La primera vez, el tema entró en discusión a
propósito del sacramento del orden, en la sesión que se celebró en Bolonia el año 1547. Se
les propuso a los padres reunidos a canon en el que se condenaba el error protestante según
el cual el sacerdocio consiste en la predicación, de modo que quien no predica deja de ser
sacerdote. Este cano iba seguido de un inciso, concebido en estos términos: “Si bien los
sacerdotes deben predicar diligentemente la palabra de Dios y suministrar el alimento de
una sana y saludable doctrina al pueblo fiel que les ha sido confiado. Pro tanto, es falso
afirmar que el sacerdocio consiste en la predicación, lo que no excluye que los sacerdotes
estén obligados a predicar.

Algunos padres abogaron por la supresión del inciso, no porque su doctrina no sea exacta,
sino para dar impresión de que los sacerdotes pueden predicar sin el permiso necesario. El
obispo de Matera a firmó que esto seria falso, “porque el deber de predicar compete
únicamente a los obispos, y los sacerdotes no pueden predicar sin su autorización. Podemos
concluir diciendo que según la interpretación para poder predicar. Es fácil, pues, descubrir
el nexo existente entre la potestad de orden y la de predicar. Por el solo hecho de ser
obispo, cosa que acontece mediante la consagración episcopal, se recibe la potestad de
predicar la palabra. Existe una relación directa e íntima entre ambas potestades.

El concilio de Treno volvió sobre este tema en la sesión del año 1552, a propósito también
del sacramento del orden. Después de haber distinguido netamente el sacerdocio de la
predicación, los padres afirman que se puede ser sacerdote y no predicar, concluyen:
“enseñar esta doctrina, el sagrado sinodo no quiere negar que el ministerio de la
predicación máxime permite a los obispos y a los sacerdotes que desempeñen el cargo de
pastores en las diversas iglesias. Por el contrario. Por el contrario, reconoce que el apóstol
ha enseñado que el obispo debe ser un doctor capaz de exhortar con doctrina sana y argüir
los contradictores (Tit 1,9). Sabe que compete a los obispos y a los sacerdotes, igual hoy
que en otros tiempos, exigir la observancia de la ley del Señor, según el decir de Malaquías.
Pero por el momento establece únicamente esto: la facultad de predicar pertenece la
jurisdicción y no al orden, y el obispo puede privar de ella a los ordenados y concedérsela a
los que no están ordenados. Es, pues absurda la opinión de quines ven esta facultad toda la
fuerza del sacerdocio”. En la discusión que precedió, Salmerón había sostenido que “el
orden no consiste en la potestad de predicar, sino en la de ofrecer. Y los apóstoles habían
poseído la potestad de predicar antes de la institución del orden”. En estos textos no puede
ser más clara la distinción entre estas dos potestades: la potestad de predicar pertenece a la
jurisdicción y no al orden.

Finalmente el problema volvió a plantearse el año 1562. También entonces defienden los
padres la relación íntima entre la predicación y el obispo. “Cae dentro de los deberes del
obispo la predicación de la palabra de Dios. Esto nos lo demuestran las palabras de san
Pablo que dice que el Señor no le envió a bautizar sino a evangelizar, y el mismo Cristo
atestiguo que había sido enviado para esto”. Pero aunque un obispo no predique, no deja
por ello de ser obispo. Finalmente, Seripando propuso esta fórmula: “Y aunque se haya
tenido siempre por cierto e indiscutible que el ministerio de la palabra compete también a
los sacerdotes, ello no significa que pierdan el carácter sacerdotal si, por cualquier
impedimento legítimo no cumplen este deber.

De esta discusión conciliar, se puede concluir que los padres pretendían únicamente
rechazar la doctrina protestan que reducía el sacerdocio a la predicación. Al afirma la
distinción entre la potestad de orden y la de predicar, no intentaba negar la relación intima
que existe entre ambas.

¿De qué naturaleza es esta relación? ¿Podemos decir que la potestad de predicar es una
función esencial del sacerdocio, incluso del de los simples presbíteros?.

A juicio de algunos autores, el sacerdote, es según las palabras de la ordenación,


“cooperator ordinis nostri”, por lo que hay que concluir que participa de los poderes del
obispo y, por consiguiente, de su potestad de predicar, a causa de la misma ordenación.
Esta sentencia explica, sin dificultad, por qué la potestas praedicandi va unida a la
ordenación y, sin embargo, se necesita la autorización del obispo para ejercerla.
Dillenschneider, siguiendo la opinión de Masure y de Thils, sostiene que la potestad de
predicar procede directamente de la ordenación. “Efectivamente, dice, por razón de su
carácter sacramental, el sacerdote es asimilado a Cristo en todos sus oficios de mediador en
la Iglesia. Es el ministro sacramental de toda la mediación en la Iglesia. Es ministro
sacramental de la humanidad no solamente cuando se ofrece como víctima al Padre, sino
también cuando trae, de parte de su Padre, el mensaje evangélico a los hombres”.

Por tanto, cuando el obispo dice, en el rito de la ordenación “sacerdotem oportet


praedicare”, no sólo afirma un hecho que está a la vista de todos, sino un hecho que está
íntimamente legado con la naturaleza del sacerdocio.

Por nuestra parte, creemos que es posible llegar a idéntica conclusión a partir de la
naturaleza del sacerdocio. Participar del sacerdocio de Cristo significa, en definitiva,
participar de su poder santificador, que se ejerce en los sacramentos, y sobre todo, en los
del bautismo y la eucaristía. Pero los sacramentos carecen de eficacia sin la fe. Es, pues,
necesario que quien posee la potestad de santificar, tenga por lo mismo, la de predicar, que
es esencial para la fe (Rom 10, 17). Predicación y sacramento son dos realidades que van
íntimamente unidas. No se puede ser ministro del sacramento sin serlo de la predicación.
Ambas realidades van juntas. A propósito de este nexo, es sintomático señalar que el
diácono, que es ministro del bautismo, lo es también de la predicación. Ello es una prueba
más de la unidad existente entre ambas potestades.

Únicamente a partir de esta unidad puede explicarse por qué san Pablo niste tanto en que el
candidato al episcopado sobresalga en la palabra. Además de las virtudes morales, exige
que sea “capaz de enseñar” (1 Tim 3, 2), “pronto para enseñar, sufrido, y con mansedumbre
para corregir a los adversarios” (2 Tim 2,24), capaz “de exhortar con doctrina sana y argüir
a los contradicotres” (Tim 1, 9). Como Timoteo, debe saber desconfiar de quienes enseñan
“doctrinas extrañas” (1 Tim 1,3), y “se ocupan en fábulas y genealogía inacabables, m{as a
propósito para engendrar disputas que para la edificación de Dios en la fe” (1 Tim 1, 6-7).
El obispo debe saber luchar contra todos estos, sin dar tregua al error, y debe mantener a los
fieles en la fe. El apóstol predice que legará un tiempo en el que quienes han abrazado la
verdad, se volverán a las “fábulas” (2 Tim 4,4).

Los padres de la Iglesia se harán eco de esta doctrina de san Pablo. San Juan Crisóstomo
exige como primera cualidad del obispo la de hablar bien: “ ¿No veis que el obispo necesita
muchas cualidades? Debe ser capaz y apto para enseñar, paciente con el mal y tenaz y fiel
en la doctrina”. Y en otro lugar subraya la necesidad de que el sacerdote sea competente en
el ministerio de la palabra, porque esto es necesario para confundir a los enemigos internos
y externos de la Iglesia. Y para dirimir las cuestiones que surgen entre los fieles,, pues no
basta, dice expresamente, la santidad de vida.

Hemos visto antes también que la Biblia y la tradición inciten en la primacía de la


predicación sobre todos los demás ministerios de la Iglesia. Esta insistencia será
incomprensible si la potestad de predicar no fuera un aspecto esencial del sacerdocio
cristiano. Si esta potestad no estuviera íntimamente única con la de santificar por medio de
los sacramentos, comprendido el de la eucaristía, no podría decirse que la predicación es el
primer deber de los obispos, que constituyen la cumbre del sacerdocio cristiano. Los
sacramentos no surten efecto sin fe, y la fe procede de la predicación. Sería, por
consiguiente, inútil administrar los sacramentos sino se contra con el medio de disponer a
los fieles para quien reciban su eficacia.

5. El porqué de la ley de la encarnación

En la base de la unión d la palabra divina con la human, hay un acto positivo de Dios, que
para continuar la misión del Verbo encarnado en el mundo, ha querido asociarse la Iglesia
en sus legítimos ministros.

Pero cabe preguntarse, por qué dios ha querido hablarnos por medio de la palabra humana
de la Iglesia.
Al responder a este problema, nos encontramos, por una parte, frente a una exigencia
fundamental de nuestra naturaleza humana y, por otra, frente a un hecho desconcertante que
supera los principios de nuestra lógica formal.

La existencia fundamental de esta ley, sentida por todo hombre, es la de comprender,


dentro de los límites permitidos a la condición humana, quién es Dios y en qué consiste su
acción, cuando entra en contacto con el hombre. Dios es un espíritu puro. Por ello, el
hombre, espíritu encarnado, que sólo puede conocer lo divino a través de las cosas
sensibles, no puede verle ni tocarle ni oírle. Y he aquí que Dios se adapta a esta intrínseca
deficiencia humana, para ayudar al hombre a entender, de alguna manera, lo que acontece
en el orden sobrenatural, en la llamada a la vida divina, y le confiere esta vida por medio de
realidades sensibles, que tienen acerca analogía con las suprasensibles. Al conferir la gracia
santificante mediante el agua del bautismo, Dios da a conocer al hombre, de algún modo,
qué es la gracia que se le confiere por vez primera en este sacramento. Otro tanto cabe
afirmar para los demás sacramentos. El hombre llega al conocimiento del suprasensible por
medio de realidades sensibles.

Este argumento es clásico en la teología. Santo Tomas le aduce explícitamente a propósito


de los sacramentos. En el fondo, la ley de la encarnación corresponde a la necesidad de ver
y tocar a Dios, que aparece muy desarrollada en todas las religiones. San Pablo alude a esta
necesidad en su discurso de Atenas, cuando dice que los hombres buscan a Dios y tratan de
hallarle aunque sea a tientas, “que no está lejos de nosotros” (Hech 17, 27). Esta necesidad
fundamental del hombre ha encontrado en el cristianismo su satisfacción más completa. El
Antiguo Testamento señala como una característica particular de la religión hebrea el hecho
de que Dios está cercano a su pueblo. “porque, ¿cuál es en verdad la gran nación que tenga
dioses tan cercano a ella, como Yavé, nuestro Dios, siempre que le invocamos?” (DT 4,7).
Sin embargo, esta presencia era sólo una imagen de una presencia mucho más real que
tendría lugar en el Nuevo Testamento, cuando el Verbo, el Hijo de Dios, se hiciera hombre.
En Jesucristo, el mismo Dios se ha hecho sensible y ha habitado entre nosotros Ujn 1, 14).
En su primera carta, Juan podrá afirmar con toda razón que anuncia lo que ha oído, lo que
sus ojos han visto, lo que ha contemplado y lo que palpó con sus manos tocando al Verbo
de vida (1 Jn 1, 1-5). En Cristo habita la divinidad corporalmente (Col 2, 9), la imagen de
Dios invisible (Col 1, 5), el esplendor de su gloria y la imagen de su sustancia (Heb 1,3).
Verle a él es ver al Padre (Jn 14,9). En la Iglesia, su cuerpo místico, en la predicación y en
los sacramentos, Cristo sigue dejándose ver y tocar, haciéndose escuchar.

6. Discreción divina

Otro motivo es la discreción divina, su respeto a la libertad del hombre. Si Dios hubiera
querido tratar directamente con cada hombre, para llamarle a la salvación, podría haberlo
hecho, cien mostrándose tal como es, en su misma naturaleza, como hará en la visión
intuitiva, o bien llamando la atención del hombre mediante el milagro interno o externo,
como hizo con varios profetas del Antiguo Testamento. En primer caso, el hombre no
habría sido ya libre para aceptar o rechazar el ofrecimiento divino. Frente al bien infinito no
cabe libertad. En el segundo caso, el hombre no ve directamente a Dios, sino una acción
suya extraordinaria. Esta visión no elimina ciertamente la libertad, pero la atenúa.

Algunos episodios de la Escritura nos ponen al alcance de la mano este carácter


desconcertante del milagro. En el Antiguo Testamento, el pueblo pide a Moisés que no les
hable Dios directamente, por miedo a que esto les cause la muerte. “Todo el pueblo, dice el
Éxodo, oía los truenos y el sonido de la trompeta y veía las llamas y la montaña humeante;
y, atemorizados, llenos de pavor, se estaban lejos. Dijeron a Moisés: háblanos tú, y te
escucharemos; pero que no nos hable Dios en acontecimientos extraordinarios es objeto de
temor para el hombre. Esto mismo se hecha de ver, aunque de modo más atenuado, en el
Nuevo Testamento. Después de la pesca milagrosa, el estupor se adueña de Pedro y sus
compañeros, hasta el punto que suplican a Jesucristo que se aleje de ellos: “Viendo esto
Simón Pedro, se postró a los pies de Jesús diciendo: Señor, apártate de mí, que soy hombre
pecador. Pues así el como todos sus compañeros habían quedado sobrecogidos de espanto
ante la pesca que habían hecho” (Lc 5, 8-9). También aquí, el milagro, aunque realizado sin
aire espectacular, infunde temor a aquellos a quines afecta, en nuestros días, A. Carrek, al
describir su impresión ante un milagro que contempló en Lourdes, nos dice que estuvo a
punto de enloquecer.

La profunda impresión que puede producir el milagro, no elimina la libertad, como lo


prueba el hecho de que muchos, como los fariseos del evangelio, no creen, a pesar de los
milagros que presencian. Pero creemos que turba al hombre de una forma demasiado fuerte
para que pueda conservar el total dominio de sí. Por ello, podemos ver en la sagrada
Escritura cierta distinción del milagro. Es general, los milagros del Antiguo Testamento son
más grandiosos y espectaculares que los del Nuevo. Para los fariseos, éstos eran demasiado
modernos, de manera que después de haber visto un gran número de ellos, piden aún a
Jesucristo un signo de la divinidad de su misión (Mt 12, 38). Esto nos demuestra que
Jesucristo trataba de impresionar lo menos posible al auditorio con los milagros, para
dejarles plena libertad de decisión.

Este preceder nos da luz también sobre otro hecho. Jesucristo prometió que los milagros
acompañarían a la predicación de los apóstoles (Mc 16, 17), como prueba de la asistencia
divina, pero en determinado momento, los milagros casi desaparecen. Nos lo demuestra el
libro de los Hechos, ya en la infancia del cristianismo. Pero la razón es que, el milagro
físico, duda, y motivo de credibilidad no menos evidente que los milagros físicos, pero
menos sugestivo, y apto para no limitar en absoluto la libertad.

Dios ha elegido el camino de la mediación para revelarse al hombre, pero trata de no


influenciar su voluntad. Sólo unos cuantos elegidos, destinados a servir intermediarios ante
los demás hombres, han recibido directamente la revelación.

7. El escándalo de la encarnación
Las razones analizadas, aunque manifiestan que es comprensible y necesaria la ley de la
encarnación, no eliminan un aspecto que podemos definir como “un secándolo. Esta ley
responde, por una parte, a una exigencia de la naturaleza humana, mas por otra, encuentra
en ella un obstáculo casi insuperable.

En efecto, en la encarnación se realiza la unión y cooperación de dos elementos, e l infinito


y el finito, el divino y el humano. A la mente humana resulta muy difícil llegar a
comprenderlo. A nuestro modo de ver lo divino y lo humano son realidades distintas y
separadas una de otra. Entre ellas no hay unión ni cooperación posibles.

Los filósofos encuentran siempre difícil en concebir la coexistencia de Dios y del mundo,
del infinito y del finito. Hubo siempre tendencia a absorber un elemento en el otro. De aquí
la en lucha entre el panteísmo y la trascendencia, entre el monismo y el dualismo. En
muchas ocasiones la lucha se resolvió con la eliminación de uno de los dos términos. O se
llegó a afirmar (materialismo). Lo difícil es llegar a la síntesis y se comunican entre sí,
pero de un modo análogo. Aristóteles, a pesar de que llegó a concebir la coexistencia del
infinito y el finito mediante su concepto de analogía, nos consiguió concebir la unión entre
ambos: “Dios, dijo, no se preocupa del hombre”. La providencia queda fuera de su ángulo
de visión. Por esto negó la creación y admitió la materia eterna.

En el cristianismo, el problema auténticamente religiosos de las relaciones entre Dios y el


hombre, por una parte se hecho enormemente sencillo, ya que estas relaciones han llegado
hasta la unión y cooperación mutuas; mas por otra, ha ocasionado una dificultad aún mayor,
ya que esta unión y cooperación dos seres que concibe indistintamente como distintos e
incomunicables. Mientras que para Aristóteles resulta imposible que Dios no sólo se
preocupa de él, sino que además se hace semejante a él y le admite a gozar de su intimidad.

Antes de podrá aceptar el cristianismo, la mente humana debe superar este absurdo
aparente. Y únicamente pude hacerlo pensando que Dios es amor y que el amor tiene de a
eliminar todas la distancias. Fuera de esta perspectiva es increíble un dios que se hace
hombre.

Según el evangelio, Jesucristo tiene conciencia del “secándolo” que suscita su persona.
“Bienaventurados que no se ha escandalizado en mí” (Mt 11,6), dijo a los discípulos de
Juan. A este secándolo fueron particularmente sensibles los fariseos, enclavados en la
concepción del Antiguo Testamento de un Dios demasiado elevado para poderse revelar
bajo apariencias humanas tan simples y mansas como las de Cristo. No puedan admitir que
el Dios todopoderoso, que había creado el cielo y la tierra, se hubiera vestido de debilidad,
que el infinito se hubiera anonadado bajo la forma de un hombre limitado en el espacio y en
el tiempo. Y de igual forma se escandalizarán después los herejes de todas las épocas. La
herejía, en el fondo, no mas que un intento de eliminar el escándalo de la encarnación,
concibiendo a Cristo bien como hombre únicamente (nestorianismo), bien como sólo Dios
(monofisismo), o de eliminar la cooperación entre el hombre y Dios, que parece rebajar a
Dios hasta el nivel del hombre o elevar al hombre hasta la altura de Dios.

8. La palabra

Queda por tratar un último problema: ¿por qué es la palabra, precisamente, el signo sensible
a través del cual habla Dios? ¿No puedo escoger otro medio?

El cristianismo será piedra de escándalo, debido a la encarnación. Hay quien acepta este
escándalo y quien lo rechaza. La predicación, como hemos dicho antes, es un caso concreto
de esta unión y cooperación entre Dios y el hombre.

La palabra es el medio de comunicación entre personas, el medio de que una persona


dispone para comunicar a otra su pensamiento y recibir una respuesta de ella. Buhler, en su
conocida obra Sprachtheorie, distingue tres aspecto en la palabra: el contenido. Lo que se
comunica a otro; la interpelación, en virtud de la cual, quien se dirige a otro lo hace
esperando una respuesta; finalmente, la apertura de si al otro. Latourelle, sintetizando estos
tres aspectos, define la palabra: “la acción pro la que una persona se dirige a otra persona y
se abre a ella en espera de una comunicación”. Aunque el pensamiento griego y el
pensamiento científico actual hayan objetivado excesivamente la palabra hasta convertirla
en la comunicación de un concepto, de un elemento impersonal, no han podido, sin
embargo, hacer olvidar que, en la misma manifestación de un concepto, el hombre expresa
algo de si mismo, más o menos profundamente según los diversos grados de comunicación
a un sujeto con otro, induce al segundo a responder a quien le interroga, a abrirse a él con la
misma confianza.

En la palabra un yo se dirige a ti para entablar diálogo con él. Esto procede la insuficiencia
del hombre, de la conciencia que tiene de no bastarse a sí mismo, de no ser autosuficiente,
de tener que buscar en otros el complemento de sí. Debido a ello, muchas veces se habla no
para comunicar a los demás algo que hemos encontrado, sino para romper el silencio que
circunda nuestra vida, para sentirnos en comunidad con otro, para salir de nuestra soledad.
Este es el sentido profundo de ciertos coloquios aparentemente inútiles y vacíos de
contenido, como cuando se habla del tiempo, del aumento de la circulación, de lo que se ve
desde el tren. Es que el hombre no resiste la soledad y trata de salir de ella a toda costa. El
hombre es un ser social, y únicamente en la sociedad, en el trato con los demás, puede
encontrar el complemento de sí mismo, la plenitud de vida le falta. Por esta causa habla,
aborda a quien está cerca de él y trata de unirle, de asociarle a su vida.

En la palabra del hombre está contenido el esfuerzo pro salir de si mismo para iniciar un
diálogo con el otro, pero en la palabra de Dios se da una exigencia totalmente distinta. Dios
no tiene necesidad de nadie, porque es autosuficiente. En la comunicación de la naturaleza
divina a las tres divinas personas se entabla ya el diálogo más perfecto que pueda
concebirse. Cuando Dios decide dirigirse a alguien distinto de sí, lo hace solamente por un
gesto de amor hacia quien no se basta así mismo y busca afanosamente alguien con quien
dialogar y en quien hallar el sentido de su vida. Pero Dios quiere permanecer siempre
oculto y, por esta causa, elige un vehículo para transmitir su acción: la palabra humana.
Dios habla por medio del hombre y, sirviéndose de la palabra humana, se dirige al hombre
para comunicarle sus intensiones y su designo de salvación. La palabra humana es el
vehículo más indicado para conseguir el fin que Dios se ha propuesto. Veremos después
que este medio no basta, que le falta a la palabra, puede ser completado y esclarecido por lo
que la rodea, pero la palabra como tal no puede ser sustituida.

Si, como veremos mejor después, la fe es el encuentro intimo entre Dios y el hombre, la
palabra es el medio más indicado para este encuentro, ya que es la expresión de la persona
en su totalidad. En el Antiguo Testamento, Dios se sirvió de la palabra de los profetas,
instrumentos unidos moralmente a Él; en el Nuevo, se sirvió de la humanidad de Cristo,
instrumento sustancialmente unido a la divinidad. A partir de la ascensión se sirve de la
palabra de la Iglesia en sus legítimos ministros, instrumentos, como los profetas,
sustancialmente separados de la divinidad, pero moralmente unidos a ella.

9. La cooperación entre el hombre y Dios

La predicación entraña, pues, una cooperación entre dos causas: la principal, que es Dios, y
la instrumental, que es el hombre. Al tratarse de dos causas libres, hay que decir que el
hombre no es instrumento muerto ni puramente pasivo. Desempeña su papel, aunque
secundario. Se trata de la cooperación y colaboración de dos causas inteligentes y libres.

Para comprender la naturaleza de esta colaboración, tomaremos la inspiración bíblica como


punto de referencia. La inspiración como se sabe, no necesariamente una revelación en lo
que se refiere al autor sagrado. El objeto de la inspiración puede estar constituido por
verdades o hechos naturales, o por verdades o hechos sobrenaturales, pero que ya conoce el
autor sagrado paro otra fuente. Los evangelistas no necesitaban ninguna revelación para
relatar los hechos de la vida de Cristo, de los que eras testigos oculares, y que podian
conocer, si no lo fueron, por la narración de quienes los contemplaron. En este caso, el
influjo principal de Dios se limitaba a guiar al autor sagrado en la elección y expresión fiel
de los hechos que ya conocía.

Creemos que de la predicación puede decirse otro tanto. Los hechos que hay que anunciar a
los hombres son ya conocidos por la revelación. Dios, influyendo sobre el entendimiento y
la voluntad del predicador, hace que este comprenda, desarrolle y aplique a las situaciones
concretas de la vida cristiana no exime al predicador del esfuerzo que requiere el estudio y
la inteligencia de la verdad revelada, que es el objeto de la predicación. El influjo de Dios
sobre los autores sagrados tampoco los dispensaba, como en el caso Lucas, de informarse
diligentemente de todo, desde el principio (Lc 1,3). El estudio de la revelación y de las
normas de la oratoria es necesarios, en virtud de un principio teológico.
6 LA RESPUESTA DEL HOMBRE LA FE

Toda llamada exige una respuesta; el anuncio de un mensaje obliga al oyente a adoptar una
aptitud. La respuesta del hombre a la llamada que Dios le dirige mediante la predicación de
la Iglesia, es la fe. Este es otro de los temas importantes de nuestro estudio.

1. El empobrecimiento de la fe

La fe es uno de los temas más estudiados en la teología contemporánea, y su concepción


tiene repercusiones muy amplias en el campo de la pastoral. Debido al influjo de la
investigación bíblica y patriótica, el concepto de fe va recobrando aquellos aspectos que la
polémica antiprotestante había dejado en la penumbra. Arnold ha dedicado a este tema un
capítulo de su libro Mensaje de fe y comunidad cristiana. En él demuestra que, al
reaccionar contra la concepción protestante que reduce la fe a un simple acto de confianza.

La teología y la predicación católica has exagerado su aspecto intelectual (aceptar con


verdadero lo que dios ha revelado), y han roto el equilibrio que establecieron los padres del
concilio de Trento, cuanto enseñaron que la fe es “el principio, el fundamento y raíz de toda
justificación; sin ella es imposible agradas a Dios”.

Esta definición pone en evidencia los dos elementos de la fe. Por la fe, el hombre acepta
como verdadero lo que Dios ha revelado, pero, al mismo tiempo; se adhiere a él por un acto
de confianza. Ambos elementos son necesarios. No es posible creer en lo que Dios revela,
en sus promesas escotalógicas, si no se tiene confianza en él y no se acepta que será fiel a
las mismas. La FIDES que acreditar no puede darse sin la FIDES qua acreditar. Una es
inseparable de la otra.

2. La fe, encuentro entre personas

La fe es un acto de toda la persona, no exclusivo de la inteligencia; un acto de todo el


hombre; un abandono de la criatura en manos del creador. Con otras palabras: es la
respuesta de una persona a otra, un encuentro entre personas, entre Dios en Cristo y el
hombre.

El cuarto evangelio, sobre todo, subraya este carácter personalista de la fe. Según san Juan,
la fe consiste esencialmente en “creer” en Jesucristo (3,15; 6,35; 11,25; 11,26: 12, 44; 14,
12, etc), en “recibir” a Jesucristo (1, 12; 5, 43), en “recibir” su palbra (12,48), su testimonio
(3, 12-32), en venir a Él (5,40, etc), en “seguirle” (8,12), en venir a Él (5,40), en
“permanecer” en Él (15, 4-5). En todos casos, la fe indica siempre una relación entre
personas, entre quien llama y quien responde, quien invita a seguir y quien sigue. Por
medio de la fe, el hombre responde a quien le llama, sigue a quien le invita, permanece con
él y en su amor.

Santo Tomas ha puesto de relieve este aspecto personalista de la fe en un texto uqe J.


Mouroux toma como base de su corto ensayo dedicado a este tema. “Todo el que hace un
acto de fe, dice el Doctor Angélico, asiste a la palabra de otro, de modo que lo que en este
aspecto aparece como principal y, en cierto sentido, como fin, es precisamente el otro, a
cuya palabra se presta asentimiento. Todas aquellas verdades que uno acepta al sentir al
otro, aparecen como secundarias”.

Desde este punto de vista, la fe consiste realmente en un contacto entre Dios y el hombre;
es imitum visionis inftitivae. Por la fe, el hombre entra en contacto con Dios e inicia el
diálogo con él. Pero entre ambos protagonistas del diálogo hay un velo que les impide verse
cara a cara. Un día desaparecerá este verlo y se desarrollará el diálogo en la más completa
claridad.

No vamos a entrar ahora en las discusiones que dividen a los teólogos según su concepción
diversa del acto de fe. Nos basta poner de relieve los elementos que creemos más
importantes para comprender el papel de la predicación en la génesis y desarrollo del
mismo.

3. El drama de la fe

Al preguntarnos pro que llama Dios al hombre a la participación de su naturaleza divina, a


constituir con él una comunión de vida, a convertirse en miembro de un cuerpo cuya cabeza
es Cristo, nos encontramos con una respuesta que, aunque pueda parecer misteriosa, no deja
lugar a dudas. Dios llama al hombre por amor. Todo el Antiguo y el Nuevo Testamento
están saturados de este amor. Es la razón última de todo el plano salvífico divino. “Tanto
amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo” (Jn 3,16), dice Jesucristo, sintetizado toda la
revelación.

Pero ahora nos interesa, sobre todo, la actitud del hombre ante la llamada de Dios. La
primera reacción del hombre al ver que Dios le llama es aceptar esta invitación. En esta
respuesta positiva, ve la solución del problema de su vida, entera. El hombre no se basta a
sí mismo, no es autosuficiente, tiene necesidad de la vida eterna. Dios en Cristo, s ele
presenta como la solución de su insuficiencia, que le asegura, al mismo tiempo, la
eternidad. Cristo, en quien Dios se revela, es todo lo que el hombre puede desear: la verdad,
la bondad, la justicia, la vida sempiterna. El puede calmar la sed de felicidad que corroe al
hombre.

Pero esta actitud positiva queda contrastada por otra negativa. Si el objeto de la fe
consistiera únicamente en un conjunto de valores, si consistiera en la verdad, la bondad y la
vida y el hombre no hallaría ninguna dificultad en aceptarlos. La dificultad procede del
hecho de que estos valores son, por una parte, sobrenaturales, superan la inteligencia
humana que asiente al objeto por su evidencia intrínseca; y, por otra parte, se identifican
con una persona que hay que aceptar como norma de la propia existencia. Ahora bien, dice
R. Guardini: “La aceptación de una ley natural que aparece justa – ya se trate de una ley de
naturaleza, del pensamiento o del orden moral – no encierra dificultad especial para la
persona. Ésta advierte que bajo tal ley continúa siendo ella misma; es más, que la
aceptación de dichas leyes generales puede convertirse, sin duda, en una acción personal.
Pero cuando se trata de reconocer a otra persona como ley suprema de toda la esfera de la
vida religiosa, y por consiguiente, de la propia existencia, la persona se revela con
vivacidad elemental, y es entonces cuando puede comprender qué significa la exigencia de
renunciar a sí mismo”.

Aceptar a una persona como norma de la propia existencia, significa que, para nosotros, no
existe en el mundo más que esta persona y que todo lo demás se valoriza con relación a
ella; significa la pérdida de la independencia y autonomía propias, del propio
entendimiento, voluntad y amor, para hacer nuestro pensamiento, la voluntad y el amor, de
otro. En el caso concreto de la fe, significa que Cristo es, para nosotros, “el camino, la
verdad y la vida” (Jn 14,6), y más incluso que a hermanos y hermanas (Mt 10, 34-35), y
más incluso la propia vida (Mt 10, 39). Esto entraña una identificación tan profunda con
Cristo, que el cristiano debe poder afirmar, con san Pablo, que su vivir es Cristo (Fil 1, 21),
y que ya no es él quien vive, sino el evangelio compaa con un segundo tan profunda, que el
evangelio lo comprara con un segundo nacimiento (Jn 3,3), y san Pablo, con la muerte y la
resurrección (Rom 6, 3). En una palabra, hay que perder la propia vida para conseguir la
que Cristo promete.

Pero aún hay más. La verdad y bondad que nos presenta la fe no sólo se identifican con una
persona, sino que además se identifican con una persona crucificada. Se trata de una verdad
y bondad en un estado de humillación tal, que no sólo no consiguen traer nuestra simpatía,
sino que suscitan, además la oposición más viva, pero lleva sobre sus espaldas una cruz que
no tiene nada de atrayente.

Por consiguiente, creer escuchar la vos de Cristo, venir a él no es fácil. Para la mente
humana es una locura, una paradoja terrible: para poder vivir, hay que morir antes. Ante la
llamada de Cristo, el hombre se siente envuelto en el más crucial de los dramas. Es el
drama de la fe, descrito en las confesiones de san Agustin, y que hallamos de una forma
más o menos viva, en todas las conversaciones. El drama desaparecería, si Dios, en lugar de
mostrársenos oculto bajo signos sensibles, se nos mostrase en su visión intuitiva. El hombre
vería que Dios es la única fuente en que se apaga su sed de felicidad, el fin al que tiende
toda su vida. Pero mientras que esta visión intuitiva no sea una realidad beatificadota, el
hombre sólo descubrirá, en la llamada de Cristo, sus aspectos negativos, los sacrificios que
impone al orgullo humano. En la fe, el hombre ve lo que deja, aquellos a que renuncia para
adherirse a Dios; pero no ve lo que recibe. Se trata de elegir entre dos polos de atracción: el
mundo, visible y palpable, y el de Dios, invisible y oculto. Por una parte, todo lo que atrae a
los sentidos y los fascina; por otra, Cristo con su cruz bien visible y la esperanza invisible d
el resurrección. Es renunciar a lo que posee, por la esperaza de poseer aquello que no se
tiene.

¿Cómo terminará el drama? ¿aceptará el hombre la invitación que Dios le hace por boca de
sus legados, o lo rechazará?.

4. El maestro interior

El hombre no se halla solo, frente este drama, a la hora de tomar una decisión. Le asiste una
realidad sobrenatural, un maestro interior que trata de ayudarle en su difícil elección; que le
allana las dificultades y le demuestra que al aceptar la llamada de Dios, no renuncia a si
mismo. Contrariamente a todas las apariencias, sino que es entonces cuando alcanza la
máxima perfección a que puede aspirar. La cruz que Cristo lleva sobre sus espaldas, aunque
no espesada, resulta ligera cuando se comparte con él (Mt 11, 30). No constituye una
ignominia, sino que es el símbolo del amor que se entrega hasta el sacrificio total, que da
todo para atraer a sí a quienes están alejados de la verdadera vida uno consiguen
encontrarla por si mismos. A la luz de las enseñanzas interiores de este maestro, la mirada
del hombre se agudiza hasta descubrir el significado real de la cruz de Cristo y toda la
atracción que ejerce. De esta manera, la seducción del mundo que con tanta fuerza
impresiona los sentidos, queda contrarrestada por la atracción sobrenatural de Cristo; y el
hombre queda en condiciones de decidirse libremente por una o por otra.

La sagrada Escritura emplea diversas fórmulas para significar este magisterio interior. “Yo
te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y
discretos y las revelas a los pequeñuelos, Si, Padre, porque así te plugo” (Mt 11, 25-26). En
este pasaje, Jesucristo opone el conocimiento de las cosas divinas que tienen los sencillos,
al que tienen los soberbios. Los primeros lo reciben de Dios, mientras que los segundos se
basan en sus propias fuerzas. El efecto es muy distinto: a los primeros se les revela la
naturaleza íntima de dios, que queda oculta para los otros. Sin embargo, tanto unos como
otros reciben de fuera la palabra de Dios. Todos poseen la revelación exterior u todos oyen
a Dios, que les habla. Pero únicamente los sencillos descubren el auténtico significado de
sus palabras y las aceptan, mientras que los sabios, creyendo comprender, no comprenden.
No reciben la revelación interior. Y, sin ella, no es posible aceptar la palabra que llega de
fuera. La divinidad de Cristo es la principal entre todas las cosas divinas. Pero nadie la
conoce si no es el Hijo de Dios, el Verbo hecho carne, y aquellos a quienes el quisiera
revelárselo (Mt 11,27).

Entre los sencillos que han recibido esta revelación, hay que enumerar a Pedro, que confesó
en Cesarea de filipo, que Cristo era el Hijo de Dios (Mt 16, 17). Todos habían oído la
palabra externa del señor, sus afirmaciones de que era el Mesías y el Hijo de Dios,. Pero
solamente Pedro había penetrado el sentido profundo de aquellas palabras, porque se lo
había revelado el Padre. “La carne y la sangre” no pudieron reversárselo. Se requería la
intervención directa del Padre celestial para poder comprender que significaban realmente
aquellas palabras de Cristo que pasaban inadvertidas para unos y suscitaban escándalo en
otros (Mt 11, 6). Dios obró de semejante manera con Lidia, la purpuraría de Tiatira, a quien
abrió el corazón para que aceptara la predicación de Pablo (Hech 16, 14).

San Juan habla del testimonio. El Padre da testimonio del Hijo, no sólo por medio de los
milagros que éste realiza para comprobar su divinidad (Jn 5, 36) y por su palabra inspirada
en las Escrituras (Jn 5, 45-48), sino también, mediante un testimonio más íntimo, en el
corazón del hombre. “ ¿Y quién es, dice el evangelista, el que vence al mundo sino el que
cree que Jesús es el Hijo de Dios? … Y es el Espíritu el que certifica, por que el Espíritu es
la verdad” ( 1 Jn 5, 5-6). También en este pasaje se trata de un testimonio interno, que es
efecto de la acción del Espíritu en el corazón de cada hombre. Es el Espíritu Santo quien
nos hace descubrir al Hijo de Dios en Jesucristo.

San Pablo no es menos explícito. Nuestro evangelio, dice el apóstol, es enigmático para
aquellos que van a la perdición, “cuya inteligencia cegó el Dios de este mundo para que no
brille en ellos la luz del evangelio, de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios. Pues no
nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Señor; y cuanto a nosotros, nos
predicamos siervos por amor a Jesús. Porque Dios, que dijo: brille la luz del seno de las
tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz de nuestros corazones para que demos a conocer
la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo” (2 Cor 4, 4-6). San Pablo da la razón
de pro qué el evangelio que predican él y los demás apóstoles, permanece encubierto para
algunos, que no alcanzan su significado. Es que Dios “ha cegado su mente”. Pero los fieles
de Corinto han creído, porque Dios ha hecho brillar la luz en sus corazones. La fe procede,
pues, de la iluminación de Dios. Si falta ésta, aquélla no se produce. Para percibir la luz del
evangelio, el hombre necesita aquella iluminación interior que Dios concede a quienes
creen. Sin esta iluminación, “la luz del evangelio” queda oculta. En otro lugar, el apóstol
recurre a una imagen diversa. “Es Dios quien a nosotros y a vosotros confirma en Cristo,
nos ha ungido, hos ha sellado, y ha depositado las arras del Espíritu en nuestros corazones”
(2 Cor 1, 21-22). Es Dios quien, por medio de su unión, lleva al hombre a la fe.
R. Lotourelle sinteriza a sí la doctrina bíblica de estos textos: “En todos los pasajes
examinados, se trata de una acción interna que va unida a la palabra externa. Describen
esta acción interna como una atracción, una iluminación, un testimonio, una enseñanza, una
revelación, una unión. Hay alguien dentro de nosotros que toma la iniciativa: iniciativa
extraordinaria que nos lleva a creer en la palabra que Cristo nos dirige desde fuera. La
respuesta es libre, pero va insertada en esta iniciativa de Dios. La atracción de la gracia
lleva en germen, el movimiento de retorno, es decir, la respuesta del hombre a la palabra de
Dios. Toda la vida cristiana arranca de este primer acercamiento, de esta pasividad inicial.
La palabra no nos llega sola, sino acompañada del soplo del Espíritu Santo, que tiende a
fijar la palabra, a hacerla intima”.

San Agustín expuso esta doctrina en textos muy conocidos. Y los demás padres trataron
también del tema, a veces empleando las mismas palabras. El concilio de Orange ratificó
esta enseñanza. Según los padres allí reunidos, nadie puede aceptar la predicación del
evangelio “sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo que concede a todos la
suavidad necesario para creer en la verdad y aceptarla”.

Durante la edad media, santo Tomás clarificó la doctrina de sus predecesores, empleando
términos que hoy ya son clásicos en la teología, tales como “lumen fidei” e “interior
instictus Dei intanistis”. El “lumen fidei”, como ha demostrado recientemente el padre
Alfaro, es el hábito infuso de la fe, que capacita a la inteligencia humana para tender a un
objeto sobrenatural. Bajo el influjo del hábito de la fe, el hombre percibe que es
conveniente y necesario creer, aceptar la llamada de Dios. Mas para que esta capacidad
pase al acto, se requiere que mientras la predicación presenta a la inteligencia humana el
objeto que hay que creer, en Dios incite internamente la voluntad a fin de que ésta impulse
al entendimiento a aceptar cuándo se le propone. El Doctor Angélico habla de este impulso
interior, de este ingerior instinctus, como de algo que induce a la fe “moveda et instigando
interius corda”. El hombre no puede creer sin este impulso interno, sin esta vocación, sin
este adoctrinamiento íntimo. Bajo la inspiración del maestro interior, de la gracia, el
hombre descubre que la fe constituye, para él un bien y una obligación.
5. Tres soluciones

El magisterio interior no quita al hombre la libertad, ni a las cosas externas seducción, ni


sana tampoco mágicamente la corrupción de la naturaleza humana. El hombre conserva su
libertad y las pasiones continúan seduciéndole. La atraccín del maestro interior no elimina
el drama de la fe, únicamente señala el camino a seguir y allana los obstáculos que impiden
emprenderle. Pero el drama permanece. ¿Cómo terminará?.

Caben tres posibilidades y las tres se dan en las diversas situaciones concretas en que vive y
actúa el hombre.

Algunos, frente a las exigencias intelectuales y morales de la fe, rechazan la invitación de


Cristo de tomar su propia cruz y seguirle. Siguen el instinto de su naturaleza y rehúsan
aceptar una solución del problema de la vida, que cuesta tan cara y parece destruir la parte
más propia del hombre. No se atreven a perder “su propia vida” visible, para conseguir otra
que no ven. Renuncian a dar un sentido a su existencia, pero creen que pueden conseguir
este fin por otros caminos, con solas sus fuerzas. Estos hombres hablan de ciencia, con
mayúscula, de razón, de progreso, de arte, de patria, y creen que estos valores son
suficientes para llenar la vida, sin tener que acudir a Cristo y su mensaje. Así opinan los
diversos tipos de humanismo. Así piensan también el comunismo ateo que, en la actualidad,
es el más violento y decidido de todos ellos. Es la respuesta del orgullo humano, que no
acepta más normas de verdad que las que le señala su propia razón.

Esta actitud se hallaba muy extendida entre los hombres de cultura de la época iluminismo
y el racionalismo del siglo pasado. Estaban convencidos de que podían prescindir de Dios.
Hoy es mas bien rara entre los intelectuales, mientras que es muy común entre el pueblo,
galvanizado por la propaganda y el progreso técnico. Esta convencido de que el día en que
logre poseer cuando la técnica puede ofrecerle, será feliz u no tendrá necesidad de Dios.
Para el hombre de la calle actual, la ciencia ha ocupado el puesto de Dios.

Está claro que el hombre no rechaza a Dios con la frialdad y lucidez que hemos descrito. e l
orgullo alcanza en muy contadas ocasiones un alto grado de conciencia. El hombre no se
halla dispuesto a aceptar la llamada de Dios, hará todo lo posible pro convencerse a sí
mismo de que esta llamada no existe. No se conforma con las pruebas que Dios nos brinda,
con los signos con que Dios acredita a Jesucristo y a sus apóstoles, sino que él animo pone
sus condiciones. Sólo creerá si Dios realiza las pruebas que él exija.

San Agustín nos dice que, antes de su conversación, quería tener en las cosas invisibles,
como son las de la fe, la misma certeza que tenía la proposición: siete más tres, diez. Tyrrell
no comprende cómo Dios, que dispone de la omnipotencia, ha podido tolerar “la
ignorancia, el pecado y el dolor”. A. Camuns no puede creer en un Dios que permite que
los niños sufran. En el cristianismo hay una zona de luz y otra de sombra. Cuando no se
quiere creer, se descubre únicamente la segunda.

La segunda actitud ante la llamada de Dios, muy difundida en ciertos ambientes


existenciales modernos, se cierra en una postura de escepticismo e incredulidad. La
solución del problema de la vida que propone la fe les parece demasiado bonita para ser
real. ¿Es posible, se preguntan, que Dios se interese por el hombre? ¿Qué es el hombre para
que despierte el interés de Dios? ¿Qué hay de amble en el hombre para que Dios lo asocie a
su felicidad?

Esta postura, cuando no se inspira en el orgullo refinado, que se oculta bajo capa de
humildad modestia, es la consecuencia de un estado de ánimo en que se mezclan una
conciencia de profunda de la propia miseria u una situación morbosa con que algunos
hombres actuales se complacen en atormentarse. Es una mezcla de humildad y morbosidad,
típica de una época como la nuestra, que ha vivido profundas desilusiones en el campo del
pensamiento y la terrible experiencia de dos guerras mundiales, en las que el hombre no ha
dado pruebas muy airosas de sí. Para este hombre, resulta extraño e incomprensible el que
Dios se interese por él.

Es un pasaje de su trato De Trimitate, ha expresado san Agustín este estado de ánimo que,
en sus elementos fundamentales, no es de hoy sino de todos los tiempos. El gran doctor se
pregunta por que Dios, que puedo redimir al hombre de muchas maneras, eligió
precisamente la más dolorosa de todas: la muerte de su Hijo en la cruz. Su respuesta es que
esta forma fue “muy conveniente”. Si Dios hubiese actuado la redención empleando un
medio ordinario, el hombre no le habría creído. Es tan miserable, que no puede imaginar
que Dios le haga objeto de su amor. Sólo llega a creer cuando ve al hijo del todopoderoso
colgando de una cruz. ¿Cómo es posible dudar del amor de Dios, si ha llegado a entregar a
su Hijos unigénito por nosotros? (Jn 3, 16).

Los hombres de este segundo grupo no llegan a levantar los ojos hasta la cruz, para ver en
ella el símbolo del amor de Dios. Para ellos, el universo no tiene más que dos dimensiones.
Esta imposibilidad encierra, sin duda, un aspecto patológico, que ha inducido a hablar del
hombre de hoy como un “desequilibrado”, de un hombre en crisis.

En estas dos categorías de personas examinadas, la atracción interna del maestro queda sin
efecto. Trata de insinuarse en el alma del hombre, de iluminar su inteligencia y mover su
voluntad, pero los obstáculos que encuentran neutralizan su acción.

6. Fe y amor

Finalmente, existe una tercera categoría de personas: los que aceptan la llamada de Dios.
Son los creyentes.
Hemos afirmado antes que esta aceptación constituye, para la lógica humana, una locura,
una paradoja. ¿Cómo puede, pues, el hombre caer en ella?. La respuesta no es más que
una: esta locura sólo es posible cuando se descubre que Dios ha cometido otra locura
semejante. El renunciar a sí mismo para tomar a Dios como norma de propia vida, puede
parecer ciertamente una locura desde la lógica humana; pero puede parecer una locura
inmensamente mayor el que Dios haya renunciado, por el hombre a los esplendores de la
divinidad, haya tomado una naturaleza human y haya muerto en una cruz (Fil 2, 5-8). Es
frente a este amor sin límites cuando el hombre se decide. A la vocación de amor que raya
en la locura, el hombre da una respuesta de amor, que parece una locura.

Desde el ángulo del amor, todo se hace posible y claro. Omnia vincit amor. El amor supera
todos los obstáculos. El amor ha hecho que Dios superara los obstáculos que impedían su
encuentro con el hombre y, más tarde, la redención, cuando el hombre rechazo por vez
primera su llamada en el paraíso terrenal. Quien sabe lo que significa amor, comprende, sin
dificultad, todo. “En la experiencia de un grande amor, dice Guadini, todo el mundo se
encierra en la relación yo – tú, y cuando sucede se convierte en un acontecimiento dentro
de su ámbito… Todo es verdad y adquiere relieve entre este yo y este tú”. La fe es una
respuesta al amor de quien nos ha amado primero. El hombre va a Cristo, como dice san
Agustín, no “motu corporis, sed voluntate cordis”. La fe nace en el corazón. Por
consiguiente, “ el amor es la puerta de la fe”. Sintetizando el pensamiento del cuarto
evangelio sobre este tema, Mollet dice que la fe es “un encuentro en el que Dios ha tomado
la iniciativa… En su raíz más honda la fe es un encuentro de amor”.

Cuando se concibe la fe como un encuentro de amor entre el hombre y Dios, es fácil


comprender toda la historia de la salvación, toda la pedagogía divina. Dios nos ha amado
primero u nos ha manifestado este amor por medio de sus obras, hasta llegar a la más
inconcebible: la donación de su Hijo (Jn 3, 16); después no ha pedido que correspondamos.
De todos los hechos de la historia sagrada parece desprenderse la invitación a amar a Dios,
como ha expresado tan felizmente san Juan en su primera carta: “Amemos a Dios, porque
él nos amó primero”.

Es su obra De catechizandis rudibus, san Agustín ha deducido una constante en el obrar


divino, ue podemos definir como la ley general del amor: “Nulla est major ad amores
invitativo, quam praevenir amado, et nimis durus est animus qui dilectionem si nolebat
impendere, nolit rependere”. Y después: “Manifestum est nullam esse majorem causam que
ve inchoetur vel augeatur amor, quam cum amari se congnosciti qui nondum amar, vel
redamari se vel posse sperat, vel jam probat qui prior Amat”. Esto puede decirse con más
razón aún cuando un superior quien toma la iniciativa de amar, ya que en este caso, es claro
que no ama al inferior por interés, sino exclusivamente por benevolencia. ¿Y quién hay
superior a Dios?. La fe, pues, procede del amor. Para responder positivamente a Cristo,
basta con ser sensible a la voz del amor.

La acción del maestro interior alcanza su efecto únicamente cuando halla un corazón
sensible a la llamada del amor. Bajo el influjo del amor, la adhesión a Dios en Cristo, el
perder nuestra vida por él, deja de mostrarse como una locura, para brillar tal como es en sí.
Bajo este influjo, el hombre no encuentra paradójico el renunciar a sí mismo, sino que lo ve
como un paso perfectamente razonable y personal, como el más razonable y personal de
todos.

7. La comunicación del amor

¿Cómo se realiza este paso de amor entre Dios y el hombre? He aquí el problema que hay
que resolver, si queremos vislumbrar como se propaga la fe.

Este paso no se realiza por medio de un silogismo ni por una serie de silogismos. La razón
puede preparar este encuentro con Dios, puede disponer al hombre, demostrándole que
tiene necesidad de Dios para conseguir la vida eterna y que Dios ha hablado realmente,
pero no puede provocarle. Todos sus razonamientos pueden dejar al hombre indiferentes.
Se ha dicho que la apologética no ha conseguido jamás una conversión. Quizá este juicio es
demasiado superficial, teniendo encuentra que el cometido suyo no es convertir a los
hombres, sino demostrar la credibilidad de la revelación. El razonamiento puede convencer,
pero no provocar la fe. Esta procede de una comunicación de amor entre Dios y el hombre;
comunicación que la razón no puede producir. “Una persona, dice J Mouroux, no se aferra
a la conclusión de una serie de relaciones abstractas”.

La fe no es tampoco efecto de un instinto ciego. Es un acto perfectamente racional. Existen


muchos motivos que inducen al hombre a creer, a aceptar a Dios. En primer lugar, el
hombre tiene necesidad de Dios, porque sin el no se consigue dar sentido a la vida. Dios es
la verdad y la bondad suprema, la misma vida eterna. Nada es más racional que el acto de
fe. El hombre no dispone de garantías tan seguras para ningún otro acto de su vida.

Esta comunicación de amor no tiene más que una explicación, que es, más que una
explicación, una constatación: el amor pasa de Dios al hombre por un fenómeno de
contagio. De la misma forma que el fuego comunica su calor a quien se acerca a él, así el
amor de Dios invade a quien se deja envolver por él. Se trata de un fenómeno de
comunión, como dice Mouroux. Mas para que tal fenómeno ser realice. El hombre no debe
poner obstáculos, debe dejarse conquistar. Ello es posible únicamente si el hombre
pertenece ya a Dios de alguna forma, al menos en deseo. Para creer y venir a Cristo, hay
que pertenecer a su rebaño (Jn 10, 16), hay que estar de parte de la verdad (18, 37), hay que
ser amigo del esposo (3, 29). Pero cuando se pertenece al diablo, la palabra de Cristo que
llama es incomprensible (Jn 8, 45); su atracción interna queda sin efecto.

8. La vocación de los apóstales


El evangelio nos brinda ejemplos de este fenómeno de contangio, de comunión, por el que
se difundo de la fe. Más de un episodio nos muestra de un modo concreto cómo viene el
hombre a cristo, cómo le escucha y responde a su llamada.

El método de Cristo es el que señala san Agustín: Él toma la iniciativa de amar y pide
después una respuesta.

Es característica a este respecto la vocación de Naatanael, que nos cuenta san Juan en el
primer capítulo de su evangelio. Natanael es un varón recto, cumplidor de la ley; uno de los
que esperaban la venida del Mesías, tal como le concebía comúnmente el pueblo. Por lo
que nos dice Juan, debía ser un hombre prudente, no muy dado a entusiasmos fáciles, y
dotado de cierto sentido criticó. Al oír a su amigo Felipe afirmar que Jesús es el Mesías, no
se convence de ello. Era de Caná, un pueblecito poco distante de Nazaret, y estaba
convencido de que éste no podía salir nada bueno, y mucho menos el Mesías. Sin embargo,
como varón recto, consiente que su amigo de presente a Jesús para conocerle.

Apenas le ve Jesucristo, el apostrofa en términos muy lisonjeros: “He aquí un verdadero


israelita, en quien no hay dolo” (Jn 1,47). Es un elogio que cuadra a muy pocos hombres, y
que, sin duda, constituía una excepción aun ambiente tan hipócrita como el que rodeaba a
Natanel. El elogio traspasa inmediatamente el corazón del futuro discípulo. “ ¿De dónde me
conoces?”, le pregunta. Ni siquiera imagina que Jesús haya querido hacerle un
cumplimiento. Natanael ha sentido uqe la mirada del nazareno le penetraba y que éste leía
en su corazón; que si ha hablado así es porque le conoce. Pero no se explica cómo puede
Jesucristo conocerle tan a fondo. Con su respuesta, el Señor le brinda una prueba de su
poder profético: “Antes que Felipe te llamase, cuando estabas debajo de la higuera, te vi”
(1, 48). Natanael no duda de las palabras del maestro, no piensa siquiera que si lo sabe es
por simple conjetura o porque oro se lo ha dicho. Conquistado por la alabanza que Jesús le
ha hecho al principio del coloquio, no duda en interpretar estas palabras como un signo de
que Jesús es realmente el Mesías, como le había dicho Felipe. Y dirigiéndose a Él le dice:
“Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel” (1,49). En unos instantes, ha llegado
desde el “ ¿de Nazaret puede salir algo bueno?”, al reconocmiento de la medianidad. Sin
embargo, es un hombre del pueblo, que no esperaba ciertamente un Mesías tan humilde y
sencillo como Jesucristo. Pero ante quien le saluda como a un israelita auténtico y le da un
signo de su pode profético, no duda en liberse de sus ideas y en ver, en Cristo, a aquel de
quien habían hablado los profetas. En este caso, la atracción interna del Padre ha
encontrado vía libre. El mismo Jesucristo se sorprende de la rapidez con que ha cambiado
Natanael: “ ¿Por qué te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores has de
ver” (1,50). El hombre honrado no necesita muchas pruebas, la verdad le conquista
fácilmente. La fe, en el caso concreto del discípulo de Caná, es un encuentro de amor, en
que Cristo ha tomado la iniciativa.

El Señor emplea idéntico método para llamar a las dos parejas de hermanos: Santiago y
Juan, Pedro y Andrés. La vocación de estos discípulos se desarrolla en dos tiempos.

El primero tiene lugar en las orillas del Jordán. Juan y Andrés son discípulos del bautista, y
siguen a su maestro, en la medida en que se lo permite su trabajo de pescadores.
Probablemente han sido testigos del bautismo de Cristo, y han oído las expresiones
transidas de humildad que le dirigía Juan Bautista cuando le vio venir a él. No queda
excluido que presenciaran también los hechos que siguieron al bautismo, cuando se
abrieron los cielos y bajó el Espíritu santo en forma de paloma, mientras que el Padre decía:
“Éste es mi Hijo muy amando en quien tengo mis complacencias”.

Al día siguiente, cuando Cristo vuelve a las riberas del Jordán, Juan se dirige a< él: de
nuevo, con los dos con el título de cordero de Dios”. Esto fue suficiente para que los dos
siguieran a Jesús, tratando de saber quién era. Saben que es un personaje excepcional,
porque sino serían inexplicables las alabanzas que le ha dirigido el bautista, a quien todos
reconocen como profeta. Jesucristo se da cuenta de que le siguen y toma la iniciativa del
diálogo: “ ¿Qué buscáis?” (Jn 1,38), les pregunta. Los dos discípulos, favorablemente
impresionados por el hecho de que un personaje tan importante les dirija la palabra el
primero, le llaman “maestro”, título de distinción y estima, y particularmente significativo
en este caso, ya que Cristo no había enseñado nada todavía. Le responden, pues: “Maestro,
¿dónde moras?”. Y el Señor les invita a seguirle. El diálogo termina a quí. El evangelista no
refiere qué se dijeron durante todo el día. Pero después de muchos años, recordaba aun la
hora exacta de aquel coloquio.

El diálogo debió producir en ellos una impresión enorme, porque apenas vuelto a casa,
Andrés dice a su hermano Pedro que ha encontrado al Mesías. Simón, en parte por
curiosidad y en parte, porque se siente atraído hacia un personaje que ha entusiasmado
tanto a su hermano, acepta la invitación de conocer a Jesús. Apenas le ve Cristo, le mira y
dice: “tú eres Simón, el hijo de Juan; tú serán llamado Cefas, que quiere decir Pedro” (Jn
1,42). También en este caso, Cristo toma la iniciativa de hablar el primero. Y el diálogo
empieza también con una alabanza. Además, cambia de nombre a Simón, hecho que
revestía enorme importancia entre los judíos.

El segundo tiempo de la vocación de los cuatro discípulos se desarrolla en el lago de


Tiberíades. Jesucristo ruega a Pedro que le permita hablar a las turbas desde su barca.
Después del sermón, le ordena que bogue lago adentro y eche las redes. Pedro le objeta que
ha estado trabajando toda la noche sin pescar nada. Pero, al fin consiente: “Porque tú lo
dices, echare la red” (Lc 5,5). La pesca fue tan copiosa, que Pedro tuvo que pedir ayuda a
sus compañeros. Este hecho le impresiona tanto, que se arroja a los pies de Cristo y
exclama: “Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador” (Lc 5, 8). También quedan
estupefactos Santiago y Juan, y todos los demás, entre los que probablemente se
encontraba. Andrés hermano de Pedro. Pero el maestro responde sin dudar: “No temas; en
adelante vas a ser pescador de hombres” (Lc 5, 10). Y concluye el evangelista: “y atracando
a tierra las barcas, lo dejaron todo y le siguieron” (5,11).

La escena se desarrolla en pocos minutos, pero son suficientes. Ante un hombre que
muestran tan gran interés pro unos pobres pescadores, hasta el punto de hacerlos su
séquito, y que, al mismo tiempo, manifiesta ser un personaje extraordinario, ya que tiene
poder sobre los peces del lago, abandonan todo y le siguen. En el fondo, se reduce a un acto
de amor por parte del Cristo. Él es quien ha tomado la iniciativa y quien ha manifestado
interés por ellos; además, les recompensa pro el servicio que le han prestado, dándoles un
signo de su poder. ¿Qué cosa más normal que seguir a un hombre de este tipo?. En la
vocación de los apóstoles vemos palpablemente el fenómeno de comunión que engendra la
fe.

9. Una respuesta negativa

Pero el evangelio nos brinda también un episodio en que esta comunicación de amor, este
fenómeno de contagio entre Cristo y el hombre no se produce. Es el episodio del joven rico.

Este joven conoce también a Cristo y sus milagros, conoce su bondad, y se siente dichoso
de poderle dirigir la palabra: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida
eterna?” )Mc 10,17). Jesucristo le responde que cumpla los mandamientos, y se los
enumera. Ante la respuesta del joven de que los ha observado desde niño, lleno de
complacencia y afecto hacia un hombre tan poco corriente, le dirige una mirada de amor,
que el evangelio describe muy gráficamente: “Jesús, poniendo en él los ojos, le amó”.
Después le dijo: “Una sola cosa ge falta: vete, vende cuando tienes y dalo a los pobres y
tendrá un tesoro en el cielo; luego ven sígueme” (Mc 10,21). Es fácil imaginar la dulzura y
la penetración de aquella mirada. Cristo trata de comunicar su amor al joven, como ha
hecho con los apóstoles, para que abandone todo y le siga. Pero el amor no se comunica y
el fenómeno de contagio queda sin efecto. El joven se aleja triste, porque, dice el
evangelista, “tenía mucha hacienda” (Mc 10,22).

Nos hallamos frente al encuentro de dos amores: el amor de Cristo, que exige la renuncia
de todo cuanto posee para conseguir la perfección; y el amor de sí, que desea conservarlo.
Entre la atracción de Cristo y la seducción del mundo. El joven se decide por la segunda. El
encuentro ha fracaso por falta de amor; al menos, de un amor más fuerte que el de las
riquezas.
10. El compromiso

Del concepto de fe, como encuentro de amor entre el hombre y Cristo, deriva toda la
realidad de la categoría “compromiso”, tan frecuenten el lenguaje religioso actual. Quien
responde a la llamada de Dios y se entrega a él, qued acomrpometidio.

Vamos a estudiar en qué consiste el compromiso. P. A. Liégé, basado en la etimología,


llegar a esta conclusión: “Compromiso es la acción de depositar algo en prenda. En primer
lugar, depositar en prenda algún objeto, como garantía de un préstamo o de una sorpresa.
Se empeñan joyas en el Monte de Piedad, y se empeña un capital en una empresa. Parece
ser que es por translación por lo que se ha llegado a emplear el término compromiso para
significar el acto con el que una persona se pone a sí misma como prenda moral en un
escrito, en una palabra o en una acción. Pro fin, el compromiso ha llegado a significar el
contenido mismo que se halla en depósito, o el contenido de la promesa moral o de l
responsabilidad que se asume”.

En la fe, el hombre se compromete por si mismo a vivir según su nuevo ser, conforme al
nuevo modo de existencia a que le ha llamado la fe. Ya no se pertenece a sí, deja de ser
independiente y autónomo y no puede disponer de su propio destino según su capricho. Ha
establecido una alianza con Dios y ha hecho con él un pacto, debido al cual toda su vida
debe desarrollarse con Cristo y por Cristo. Ya no puede concebirse a sí mismo
independientemente de Cristo. Cristo es el único camino que debe serguir, la única verdad
debe creer, la única vida que puede vivir y la única luz que le iluminará. Igual que los
apóstoles, deja todo para seguir a Cristo.

Se trata de una entrega tan radical, que si la fe que ha abrazado resultase falsa, su existencia
perdería todo el sentido. Habría sacrificado todo para nada. No cabe error mayor. En efecto,
mientras que en los demás campos, el compromiso exige únicamente la ruina de un ideal,
sino de todo el vivir. El hombre debería comenzar de nuevo su vida. Y si hubiera advertido
el error demasiado tarde, toda su existencia habría sido inútil.

San Pablo es quien mejor ha expresado el carácter absoluto del compromiso y de las
exigencias que encierra. Para él la fe es vivir de Cristo, hasta el punto de que considera a la
muerte una ganancia (Fil 1,21). Para san Pablo, Cristo era el sentido de todo. Su fe se
cimentaba en la resurrección de Cristo. Con este milagro, el Señor había demostrado que
realmente era el Hijo de Dios, el Señor, el Verbo encarnado, el aquel en quien todo subsiste
(Col 1,17). Pero si todo resulta falso, si Cristo no hubiera resucitado y, por consiguiente,
todas sus afirmaciones y promesas carecieran de fundamento, los cristianos serían los más
infelices de todos los hombres (1 Cor 15, 19), porque habrían sacrificado todos los bienes
de este mundo, todos sus placeres, los únicos verdaderos y reales, a la esperanza de bienes
que no existen. No podarían haber cometido error más fatal. Hay que concluir, pues, que no
existe compromiso mayor que el de la fe.

El compromiso es una consecuencia del amor, del que no puede prescindir la fe.
Únicamente por amor es posible aceptar a una persona como norma suprema de la propia
vida y sacrificarle todo.

De este modo, hemos llegado a una conclusión muy importante para el anuncio del
evangelio: si para la fe es necesaria una comunicación de amor entre Cristo y el hombre, la
predicación, que es vehículo de la fe, debe serlo asimismo del amor.

11. Consecuencia para las propiedades de la fe


De esta concepción esencialmente personalista de la fe, derivan algunas consecuencias que
estudiaremos brevemente, por que pueden ayudarnos a comprender el dinamismo de la
predicación.

En primer lugar, hay que decir que la fe no puede alcanzar su plenitud más que en los
adultos. Es verdad que el niño puede realizar auténticos actos de fe, proporcionados a su
conocimiento de Dios, pero no puede ponerse en duda que únicamente el adulto, el hombre
que ha alcanzado cierto nivel de desarrollo intelectual y moral, puede asumir con plena
conciencia los compromisos de la fe. Pero la dificultad consiste en saber cuándo se debe
considerar al hombre como adulto.

El cardenal Billot afirmó, en algunos artículos famosos, que muchos que son adultos en
edad y en lo que se refiere a la vida de negocios, permanecen en un estado de
irresponsabilidad y de infancia en el sector moral y religiosos. Esta tesis de I. Billot
contiene exageraciones evidentes, pero quizá el fuego de la polémica ha hecho olvidar sus
aspectos de verdad. El número de individuos que, por educación o por razones de carácter
sico-sociológico, no llegar a ser moralmente adultos, que la vida moderna, con su
organización y su propaganda, ha aumentado aún este número.

Sin embargo se puede afirmar que en la vida de cada hombre hay un momento en que se
llega ha ser adulto y se adopta una actitud propia frente a su destino, al decidirse pro el bien
o por el mal, que es como decidirse por Dios o contra él. En este momento, Dios entra en la
vida del hombre y le invita a elegir a él como norma suprema de su existencia. Algunas
veces, el paso de la fe infantil a la del adulto se realiza sin sacudidas fuertes, casi
insensiblemente; pero otras muchas se realiza con plena conciencia. Es el instante en que el
hombre decide por sí mimo. Santo Tomás sitúo este instante al comienzo del uso de la
razón, pero otros autores le sitúan al final del proceso.

La opción de la fe, aunque se hace de una vez para siempre, en la realidad está sometida a
un proceso continuo. Existe la fe de la adolescencia, la de la juventud, madurez y
ancianidad. Cristo es siempre el mismo: el Verbo hecho carne para salvarnos, pero se le ve
de una forma distinta en las diversas fases de la vida. La fe es un viaje de exploración,
como alguien ha dicho. Cada día se descubren alturas nuevas y nuevos obstáculos que hay
que vencer. Consiste siempre en el diálogo con Cristo, pero este diálogo adquiere tonos la
existencia, y las vicisitudes de la vida muestran este sentido bajo dimensiones siempre
distintas.

En cierto modo, podemos afirmar que la fe está en crisis permanente, en cuanto que su
elección se renueva cada día de una manera más clara. Por otra parte, como la fe es una
vida de amor engendrada por el amor, sigue las leyes de éste, que parece morir y
recomenzar cada día. Los grandes amores son siempre atormentados, como nos manifiesta
la experiencia de los místicos. Particularmente en nuestros días, cuando el mundo
despliega sus atractivos con una viveza antes desconocida, la fe se ha convertido en una
lucha continua.

El carácter personalista de la fe nos explica también por qué, como dice R. Guardini, no
existen caminos trazados de antemano, semejantes para todos. Cada persona es un mundo.

Cada uno llega a Dios por su senda propia. La historia de las conversiones nos lo
demuestra. Esto no impide que se den ciertas constantes que nos permiten analizar el
fenómeno. Pero en el seno de estas constantes, la variedad es enorme. Y la predicación no
puede ignorar este aspecto de la fe. Hay que hablar de forma distinta a los niños, a los
jóvenes y a los adultos.

La estructura personalista de la fe explica asimismo su oscuridad y su libertad, tan


claramente resaltadas en el ensayo de Mouroux. La oscuridad de la fe no procede
únicamente de que trate del encuentro y del contacto con el misterio por excelencia, que es
Dios; sino también y, quizá sobre todo, porque constituye un encuentro entre personas, que
supera los límites del razonamiento. En la fe existe una zona que permanece siempre en la
penumbra, sin que la inteligencia pueda examinarla detalladamente.
Se comprende más fácilmente también la libertad de la fe. Es el amor, como hemos
repetido insistentemente, en el que produce la fe, y el amor no admite imposiciones. San
Agustín dice que se puede ir a la Iglesia obligada, que se puede llegar al altar y recibir los
sacramentos obligado, pero que no se puede creer obligado”, del amor, que es libre por su
misma naturaleza. Se puede fingir que se cree, pero no se puede creer obligado.

Finalmente,, podemos decir que la fe es un riesgo, un acto de valentía. Dejamos cuanto


vemos y poseemos por algo que, si bien es infinitamente superior, escapa a nuestros
sentidos y no lo poseemos más que en esperanza. A todos los uqe vienen a la fe, Dios les
dirige la misma llamada que dirigió, en su día, a Abrahán: “salte de tu tierra, de tu
parentela, de la casa de tu padre, para la tierra que yo te indicaré; yo te haré un gran pueblo,
te bendeciré y engrandeceré en tu nombre, que será una bendición… Y serán bendecidas en
ti todas las familias de la tierra” (gén 12, 1-2).

Abandonar la casa y el país propios por una tierra desconocida, no es empresa fácil, exige
un acto de valor. Cierto que están la promesas de Dios, pero no se ven y, además, su
cumplimiento está lejano. Para creer, hay que arriesgarse. Naturalmente, se trata de correr
basándose en una palabra que no puede engañarnos, la palabra de Dios.

12. La conversión

La fe, el encuentro con Dios, no puede dejar de producir en el hombre un cambio de vida,
un alejamiento de todo aquello en que creía antes de encontrarse con Cristo, una
orientación nueva de la existencia: la conversión. El Nuevo Testamento expreso este
cambio en el término -----, al que corresponden los verbos ----y -------.

El concepto de conversión implica un doble elemento: el elemento negativo, que consiste


en el abandono y en la renuncia a todo aquello que antes orientaba la propia vida y le daba
un sentido; y el elemento positivo, que consiste en la adhesión a una realidad nueva, a Dios
que da una orientación distinta a la existencia. Hay que abandonar las malas obras (Jn 3,8 ,e
l culto de los ídolos (1 Tes 1,9), las tinieblas y el poder de Satanás (Hch 26, 17-18). El
hombre debe aceptar al “Dios vivo” (Hech 14,15), al “Señor” (Hech 9,35). No se trata de
un simple retorno a Dios, sino de la transformación radical de toda la existencia, de una
nueva creación (2 Cor 5,17), de un nuevo nacimiento, en el que hay que despojarse del
hombre viejo y revestirse de Cristo, dando comienzo a una nueva vida, en la que se realizan
obras dignas de la nueva existencia que se ha comenzado (Hech 26,20) o del nuevo camino
que se ha comprendido. Caminando por esta senda, el hombre agrada a Dios (1 Tes 4,1), le
obedece (Rom 6,16) y crece en la caridad hasta comenzar la plenitud de Cristo (Ef 4,13).
La conversión tiene, pues, tres dimensiones: la primera, teologal, consiste en la fe; la
segunda, sacramental, consiste en el bautismo que infunde al convertido un nuevo ser u en
los demás sacramentos, que operan su crecimiento; la tercera, moral, que entraña una nueva
conducta, un nuevo estilo de vida, en conformidad con el camino total que se ha realizado
en el hombre.

Por la conversión, el hombre entra en el camino de la salvación, su vida adquiere plenitud y


totalidad; se sitúa en su verdadero centro de gravitación. El hombre se despoja de todo lo
que es negativo y falso, para ser algo que tiene que convertirse y tornar a Dios. Para que el
hombre, la vida carece de sentido y de fin. Únicamente la conversión puede dárselo.
Grácias a ella, dice también el obispo del Hipona, la vida “formatur atque perficitur, si
autem non convertitu, informar est”. Antes de la conversión la vida es como una materia
informe. Es Dios quién le da forma. Al convertirse, el hombre abandona las tinieblas en que
estaba envuelto,, y encuentra la luz verdadera, que procede de Dios.

La conversión, esta transformación total del hombre, es producto, en su primera FACE,


durante la cual el hombre encuentra a Dios, de la predicación misionera. Mediante la
predicación, Dios se dirige al hombre y entabla el diálogo con él. “La fe es por la
predicción, y la predicción, por la palabra de Cristo” (Rom 10,17).
13. Definición de la predicación

Al final de este capítulo, en el que hemos tratado de la fe, fin de la predicación, no hallamos
ya en grado de definir ésta. La predicación, a juicio nuestro, es la proclamación del misterio
de la salvación, hecha por Dios mismo a través de sus representantes legítimos, en orden a
la fe y a la conversión, y para el crecimiento de la vida cristiana.

Creemos que esta definición abarca todos los elementos necesarios. El término
proclamación indica el carácter propio de la predicación y lo que lo distingue de toda otra
forma de enseñanza. No consiste en enseñar algo ni en demostrar una tesis o un sistema, ni
tampoco es un discurso sagrado, si no que es el anuncio solemne de hechos, de los hechos
más grandes de la historia. Por lo tanto, este anuncio es una proclamación, vocablo que
indica solemnidad y la importancia de los hechos que anuncia.

Del misterio de la salvación: estas palabras señalan el objeto de la predicación, que se


comprendía en la persona de Cristo muerto y resucitado. Preferimos la expresión Paula
misterio de la salvación a las expresiones palabra de Dios o evangelio, porque nos parece
más densa. Permite incluir en la predicación toda la historia de la salvación, mientras que
las otras dos expresiones nos parecen menos aptas para indicar un objeto tan amplio.

Hecha por Dios mismo: con estas palabras queremos enseñar que el sujeto de la predicación
es Dios. Es el quien habla y quien anuncia su intención de salvar al hombre, llamándole a
la fe.
A través de sus representantes legítimos: en la predicación hay dos sujetos; uno principal y
otro instrumental y secundario: la palabra que Dios dice y el evangelio que proclama, lo
proclama por medio de sus representantes cualificados. La predicación es, pies, una función
de la Iglesia, un acto jerárquico y no un don privado de Dios a un hombre concreto.

En orden a: el fin de la predicación, en el plan divino, es la conversión a la fe. Pero este fin
puede fracasar a causa de las malas disposiciones del hombre. Al proclamar su voluntad
salvifica, Dios quiere que el hombre la acepte y se salve, pero el hombre puede rechazarla.
En este caso, la predicación no opera la fe, aunque es en orden a la fe.

A la conversión: el fin de la predicación es la fe, la aceptación del plan salvifico divino;


aceptación que entraña la conversión del hombre. En la fe, el hombre responde
positivamente a Dios, acepta su palabra de salvación y de gracia.
7. DIMENSIONES DE LA PREDICACIÓN

Como conclusión y síntesis de esta primera parte de nuestro estudio, trataremos de las
dimensiones de la predicación. Esto nos permitirá ilustrar los puntos que hayan quedado
oscuros y desarrollar con más detalle ciertos aspectos a los que tan sólo hemos aludido.

1. La dimensión sagrada de la predicación

En la predicación existe, ante todo, una dimensión sagrada. En ella, según hemos dicho ya
varias veces, Dios, a través de la palabra humana, invita al hombre a un encuentro con él; a
constituir con él una comunidad de vida y de amor. En la predicación, lo eterno e
intemporal penetra en el tiempo y en el espacio para elevar al hombre por encima de su
naturaleza y des exigencias puramente naturales. Es decir, la predicación tiene como fin
sagrado: el encuentro con Dios.

De este carácter sagrado deriva la energía y solemnidad de la predicación. Nada hay más
solemne que la vos de Dios que, a través de un enviado suyo revestido de autoridad,
manifiesta al hombre su voluntad de salvación y las exigencias intelectuales y morales que
de ella se derivan. En la Biblia no se encuentra otra expresión más simple y solemne que
ésta: “Así habla al Señor”. Puesto que a través de él habla Dios, el predicador es, en el más
pleno sentido de la palabra, según san Agustín “dictor rerum magnarum”. Dios no habla
sino de cosas formidables: de las cosas que se refieren a la salvación. Incluso cuando,
aparentemente se trata de cosas insignificantes, tiene gran importancia, puesto que la
predicación las eleva a una significación que naturalmente no tiene. ¿Hay algo más odinario
que un vaso de agua?. No obstante, se transforma en algo grande, cuando el predicador sabe
sacar de ello chispas que inflaman el corazón del hombre y lo impulsan a realizar obras de
misericordia, dignas de eterna recompensa.

A través de los siglos, quizás este carácter sagrado hay sido el más ausente en no pocos
predicadores. La crisis de la predicación radica, precisamente, en la pérdida de su
“sacralidad”, en la profanación de la palabra de Dios. Dicha profanación convierte la
palabra del predicador no ya en vehículo de la palabra de Dios, sino en palabra humana:
reduce la predicación de la palabra de dios a palabras acerca de Dios o en torno a Dios. De
esta forma, el predicador, entendido en el sentido bíblico de instrumento en cuya voz
resuena la de dios, se transforma en profesor, es decir, en el hombre que habla de Dios. Y el
mensajero se queda en orador que pretende suscitar el interés o el aplauso de la gente.

En el fondo de esta profanación se halla el escándalo que la palabra de Dios produce en el


hombre. Y el primero en advertirlo es el predicador. Cristo crucificado, objeto de la
predicación es insensatez para los paganos y escándalo para los judíos (cr. 1 Cor 1,23), esto
es, una realidad de la que se puede uno avergonzar. Para superar este escándalo, el
predicador tiene que creer firmemente en la presencia de Dios en él; en la validez de la
misión recibida; en la eficacia de la palabra de Dios en si mismo y en sus oyentes. Sólo así
la palabra de Dios conservará su poder. Pero en cuanto se comienza a olvidarlo. Siempre
está latente en el predicador la tentación fácil de confiar en la sapientia verbi (1 Cor 1,17) y
aprovecharse de los propios recursos naturales, vaciando de sentido la cruz del Señor.

Es significativo caer en la cuenta de que, frecuentemente, son los mismos predicadores más
conscientes de la importancia y naturaleza de su misión los que se lamentan de la
profanación de la palabra de Dios tal como, no pocas veces, resuena en los púlpitos. Y a
ello atribuyen la esterilidad de muchos sermones.

Sagneri explica, en gran parte, el escaso fruto de la predicación por el hecho de que “la
palabra es corrompida y … profanada por un lenguaje hecho todo de tierra”. No se casa a
escucharla “como palabra de hombres, sin pensar que procede de más arriba, es decir del
mismo Dios” o, en frade de Bossuet, “como un entretenimiento agradable que no hace sino
acariciar los oídos con la dulzura de un placer que pasa”. G. Zocchi no duda en definir
como “profanación y sacrilegio” el envilecimiento de la palabra de Dios que, al anunciarla,
causan muchos predicadores.

Por causa de esta profanación, el cristianismo, de mensaje de salvación destinado a cambiar


la vida del hombre y darle una orientación completamente nueva, se convierte, como dice
G. Zocchi, en “mera filosofía” o “en una especie de convivencia religiosa para confirmar
una moral filosófica y académica”. De ahí que la predicación esté expuesta a la híbrida
mezcolanza de lo divino y lo humano, de lo sagrado y de lo profano, que resulta difícil
caracterizar. Destinada a transmitir lo sagrado, corre el riesgo de caer en el envilecimiento
que la hace ridícula.

2. Dimensión histórico – bíblica

Junto a la dimensión sagrada se encuentra la histórico – bíblica. La predicación, lo hemos


dicho varias veces, tiene como fin en acercar y hacer que se encuentre don intimidades: la
de Dios y la del hombre. Pero eso no es posible sin una comunicación de amor. Únicamente
pro amor puede renunciar el hombre a su propia vida para vivir la de Cristo. Por eso Dios,
tomando la iniciativa en la salvación, ha amado primero, pues sabe que “nulla mayor est ad
amores invitatio, quema praevenirse amando”. Dios ha manifestado su amor con hechos:
primero en la creación del universo para preparar al hombre habitación digna; después con
la elevación sobrenatural; tras el pecado de Adán, a través de la promesa de la redención y
de toda la historia del pueblo hebreo, que constituye la prefiguración de cuanto Dios
realizaría luego con cada uno de los hombres. Y en la plenitud de los tiempos, Dios ha dado
la prueba suprema de su amor, enviando a la tierra a su Hijo para que, por medio de su
muerte y resurrección, recibiésemos la vida eterna (Jn 3,16).
Estas pruebas de amor, que se realizaron sucesivamente en el tiempo, se recogen en la
Escritura, que es el libro de los magnolia Dei, de las maravillas que Dios ha hecho por el
hombre y de las que hará cuando la historia haya terminado su ciclo.
Puesto que la predicción debe provocar el encuentro con Dios en la fe, no puede dejar de se
histórico bíblica, esto es, debe proclamar lo que Dios ha hecho por el hombre en la historia
de la salvación para invitarlo a penetrar en esta historia, en la que Dios es el protagonista
principal. La alianza que un día Dios firmara con Abrahán, con los patriarcas y el pueblo
elegido, hoy la realiza con el nuevo pueblo, la Iglesia, a la que llama a todos los hombres.
A través de la predicación, el hombre tiene que sentir que todo lo que hay en la Biblia se
refiere a él, que ha sido escrito y realizado para él. “Todo cuanto está escrito, afirma san
Pablo, para nuestra enseñanza fue escrito, a fin de que por la paciencia y por la consolación
de las Escrituras estemos firmes en la esperanza” (Rom 15,4). La Escritura es el libro que
Dios ha escrito para cada hombre, a fin de que aprenda a conocerse a si mimo y a vivir
según un plan formulado por Dios.

La dimensión histórico – bíblica aparece en los grandes discursos del libro de los Hechos:
los apóstoles, al proclamar el evangelio, la buena nueva, invitan a los hombres a recibir la
salvación que Dios les ofrece en su Hijo muerto y resucitado a entrar en la sociedad de
salvación que es la Iglesia. Lo hacen proclamando los magnolia Dei (hech 1,11). Así se
comporta Pedro el día de Pentecostés (Hecho 2, 14-39), después de la curación del lisiado
(Ibid, 3, 12-26), y delante de Cornelio (ibid., 10, 37-43). De la misma manera actúa Pablo
en la sinagoga de Antioquia de Pisidia (Ibid, 13, 14-16) y en la penitencia a la conversión.
Esta invitación se podría expresar con las palabras de san Juan evangelista: “cuando a
nosotros, amemos a Dios, porque él nos amó primero” (1 Jn 4, 19).

Ha sido san Agustín el que más ha subrayado este aspecto de la predicación en su De


catechizandis rudibus. A pesar de que se trata directamente de la predicación misionera, lo
que dice es, para san Agustín, la narratio de lo que Dios ha hecho por nosotros, para
manifestarnos su amor. Y como toda la historia sagrada está en función de este amor, la
narratio debe abarcar desde la creación del mundo a los tiempos presentes de la Iglesia, e
incluso hasta la parusía y la resurrección de los muertos. Debe por consiguiente, abrazar
toda la historia de la salvación: cuando Dios ha realizado desde que su palabra
todopoderosa dio comienzo a la creación hasta lo que hoy, obra en su Iglesia, en la que
continúa la historia de la salvación, y lo que hará en el futuro, hasta que esta historia tenga
su epílogo en la vida eterna.

Esto no significa que la predicación tenga que reducirse a la simple narración de la historia
sagrada. Lo importante no es tanto la narración de los hechos cuanto el poner en evidencia
el móvil íntimo de su realización. Dice san Agustín: “Hay que explicar que explica cada
caso y cada uno de los hechos con referencia al amor, fin del que no han de apartar su
mirada ni el predicador ni tampoco el oyente”.

Las explicaciones son necesarias, pero deben servir para ilustrar y destacar el amor de Dios,
que se manifiesta en los hechos. Al explicarlos, por tanto, señala el mismo Agustín,
conviene huir de dos excesos: inducir a la fe a través de una exposición ipresionante con
vacia dulzura y avidez peligrosa y el perderse en galimatías, es decir, en cuestiones de
erudición y en razonamientos especulativos. La auténtica norma a seguir en dichas
explicaciones es la siguiente: “ipsa veritas, adhitita tatione, quasi aurum sit gemmarum
ordinem ligans non tomen ornamenti seriem ulla inmoderatione pertubans”.

La causa de estas advertencias de san Agustín está clara: la predicación debe llevar al amor
de Dios, que no es un sentimiento vacío ni una abstracción. Por consiguiente, si el
predicador desea conseguir esta finalidad, no tiene que perderse en razonamientos difíciles
que los oyentes no entienden o que nutren más la curiosidad que el corazón.

No hay que descuidar, pues, el elemento apologético, moral o polémico; pero deben
subordinarse a la narración, para hacer destacar la línea de la historia sagrada. Con otras
palabras, las explicaciones tiene que dirigirse a poner en evidencia el significado de los
hechos, como manifestaciones y símbolos del amor de Dios.
Hasta que grado descuidan los predicadores estos principios de san Agustin, lo sabe
perfectamente cualquiera que conozca la historia de la predicación. El sermón ha servido a
muchos de pretexto y ocasión para ostentar su habilidad dialéctica, su capacidad de hablar
durante horas sobre el mismo un versículo de la Biblia, sacando del mismo, a la manera de
un prestidigitador, las cosas más imprescindibles. Son aberraciones que contrastan con la
seriedad de la palabra de Dios y con el modo en que la anunciaron lo profetas y los
apóstoles.

La dimensión histórico – bíblica tuvo su pleno esplendor en la predicación y catequesis de


la Iglesia primitiva y de los padres. Tenemos ejemplos de ellos en aquella síntesis de la fe
primitiva que es el símbolo de los apóstoles, y en las catequesis de Cristo de Jerusalén, de
Ambrosio y de Agustín, totalmente centrada en la historia de la salvación.

3. Dimensión cristocéntrica

Precisamente por ser histórico – bíblica, la predicación es esencialmente cristocéntrica de la


salvación tiene en cristo su centro, su punto de referencia. Cristo es la síntesis del plan de
Dios sobre la historia y el hombre, el primero y el último (Apoc 1,17), aquel por el que ha
sido hecho todo (Jn 1,3) y en que todas las cosas tienen consistencia (Col 1, 16-17). La
primitiva cristianidad estaba tan convencida de ello, que sintetizó su propia fe en la fórmula
siguiente: “Jesús es el Señor” (1 Cor 12,3; Rom 10,9; Fil 2,11).

Pero, ¿qué significa este cristocentrismos? De él se deduce, ante todo, que en la predicación
hay que ver las cosas en función de Cristo, como parte de la plenitud que él es (Col 2,9)y de
la que todos hemos recibido (Jn 1,16). Si todo alcanza en Cristo su auténtico sentido, la
predicación, trate de lo que trate, debe verlo a la luz de Cristo: cualquiera otra luz sera falsa
o, al menos, incompleta. La moral, el dogma, la liturgia, la Iglesia y la Escritura tienen su
punto de convergencia en Cristo.
San Pablo nos da un ejemplo evidente de cristocentrismo. Todo le ve en Cristo. La Iglesia,
por ejemplo, es el cuerpo místico de Cristo (Ef 4,12; creer es recibir a Cristo (Col 2,5); el
bautismo es morir y resucitar con Cristo (Rom 6,3); el matrimonio es un gran misterio de
Cristo (Ef 5,22); las divisiones entre cristiano descuartizan el cuerpo de Cristo (1 Cor 1,13);
Dios es el Padre de nuestro Señor Jesucristo (2 Cor 1,3). En sus cartas se encuentran 164
veces la expresión “en Cristo”.

De esta dimensión podríamos repetir todo lo que hemos dicho al tratar de lo anterior. En la
predicación, todo debe estar al servicio de Cristo a la manera que el hilo de oro sirve a las
piedras preciosas que con él se engarzan. Todo debe contribuir a poner de relieve su
función en la historia de las relaciones entre Dios y el hombre.

Esta dimensión no implica, sin embargo, que nuestra predicación tenga que limitarse a la
cristología. El crinstocentrismo exige solamente que se vea todo, el la predicación, a la luz
de Cristo, es decir, en su función, en la historia de la salvación. Hemos dicho que no hay
argumento que no pueda o debe ser objeto de la predicación, precisamente porque todo
tiene en Cristo su explicación última. El arte, la política, la economía y el deporte son
realidades queridas por Dios y cada una de ellas ejerce su función en orden a la vida eterna.

Será el cristocentrismo el que permita a la predicación superar el abstraccionismo y


moralismo en que ha caído en nuestros días. Al referir todo ala persona de Cristo, no cabe
la posibilidad de ser abstracto o de presentar la moral como un conjunto de deberes que se
fundan en la ley moral como un conjunto de deberes que se fundan en la ley natural. La
referencia a Cristo otorgará a la moral cristiana el aspecto personalista que le es propio.

4. Dimensión eclesial

La predicación, pro cistocéntrica, es también eclesiológica. Puede entenderse esto en vario


sentidos.
1. La predicación es eclesiológica, sobre todo, en su sujeto. Cristo habla a la Iglesia, puesto
que a ella le ha confiado su mensaje con la misión de proclamarlo hasta el final de los
tiempos (Mt 28, 18-20; Mc 16,15; Hech 1,89). Por consiguiente, la predicación es algo
propio de la Iglesia y nadie puede predicar si no ha recibido de ella el mandato para
hacerlo.

2. La predicación es eclesial porque sólo la Iglesia puede interpretar auténticamente el


mensaje que Cristo le confiara para comunicarlo a los hombres de todos los tiempos y de
todos los lugares. A ella ha prometico Jesús su asistencia y la del Espíritu Santo (Mt 28, 18-
20; Jn 16, 13). De ahí que no sea legítima la predicación que no se haga en el seno de la
Iglesia, que no predique lo que la Iglesia anuncia, en su integridad, al margen de
preferencias y u omisiones. Por eso no es lícito predicar sobre el paraíso y dejar a untado
el infierno; subrayar la misericordia de Dios y silenciar su justicia. Tampoco se podría
aceptar la predicación que, para explicar ciertas situaciones, recurriese únicamente a las
causas históricas y contingentes, sin destacar suficientemente la explicación que deriva de
la palabra de Dios y la condición humana después del pecado original. Sería especialmente
ilegítimo dar de los dogmas una interpretación diversa de la que da la Iglesia, a la manera
que hacía el modernismo. En la predicación, no importan las ideas del predicador, sino las
de la Iglesia, en cuyo nombre habla.

3. La predicación es eclesial también porque ella da origen a la Iglesia. Ya hemos


comentado este aspecto: la Iglesia nace de la predicación. En la predicación de Cristo tuvo
su origen en el colegio de los doce, que constituye el primer núcleo de la Iglesia; de la de
los doce nació la primera comunidad cristiana de Jerusalén; de la de san pablo brotaron las
primeras comunidades cristianas entre los paganos del imperio; de la predicación de los
sucesos de los apóstoles florecieron y florecerán todavía las demás comunidades cristianas
que existen en todos los pueblos de la tierra. La palabra creadora de la predicación
continuará engendrando hijos para la Iglesia hasta que no se complete el número de los
hermanos de Cristo (Apoc 6,11).
4. La predicación es eclesial porque hace crecer a la Iglesia. Si la predicación misionera
crea la Iglesia al llamar a los hombres alejados de Dios a la salvación, la catequética y la
homilética desarrollan la comunidad cristiana, enraizando a los fieles cada vez más
profundamente en Cristo. San Pablo encomienda sus convertidos “al Señor y a la palabra
de su gracia; al que puede edificar y dar la herencia a todos los que han sido santificados”
(hech 20,32).

Es la palabra, junto con los sacramentos, la que hace crecer al cuerpo místico y lo lleva a la
plenitud de Cristo (EF 4, 13).

5. La predicación es eclesial porque forma en los cristianos la conciencia de Iglesia la


conciencia pertenece a una comunidad cuyas dimensiones tienen que coincidir con las de la
humanidad entera. Un cristianismo individualista o clasista carece de sentido. En Cristo no
hay distinción de “griego ni judío, circuncisión ni incircunsición, bárbaro o excita, siervo o
libre” (Col 3.11). En Cristo, todas las diferencias entre los hombres desaparecen y las
distancias se borran. Uno de los cometidos de la predicación, especialmente de la
catequética, es el de formar esta conciencia de la Iglesia, evitando el parroquianismo o
espíritu de cuerpo”.

6. Por último, la predicación es eclesial, puesto que tiene lugar en la Iglesia. Esta ofrece la
predicación al marco natural en que se desenvolverse y los motivos de credibilidad
absolutamente necesarios para que pueda aparecer como palabra de Dios. En la segunda
parte hablaremos más detenidamente de este aspecto.

5. Dimensión litúrgica
La predicación tiene también una dimensión litúrgica. Predicación y liturgia son dos
realidades estrechamente unidas: no puede darse la una sin la otra.

Ambas tiene el mismo contenido: la historia de la salvación . la preedición proclama lo que


la liturgia realiza. Aquélla presenta el plan divino de la salvación, invitando al hombre a
responder y a encontrarse con Dios; la segunda constituye el lugar de ese encuentro. Las
dos realidades, por tanto, son complementarias.

Escribe C. Vagaggin: “Sin el ministerio de la palabra, el rito corre el peligro de permanecer


infructuoso para el fiel que no comprende su sentido y aún no tiene las disposiciones
morales necesarias. El ministerio de la palabra precede lógicamente, porque en él da Dios
los primeros toques al alma y la dispone; sin el ministerio del rito, la palabra no salva
porque, por voluntad positiva de Dios, el encuentro del hombre con Dios se realiza en el
rito y por eso no se da gracia alguna al menos sin el deseo del Sacramento.

La predicación, pues, prepara y dispone para la liturgia, está en función de la misma.

Esto puede afirmarse de la predicación en cada una de sus formas. La evangelización, al


proclamar el misterio de la salvación, contiene explícita o implícitamente, como se ve en
los grandes discursos kerigmático de los Hechos, la invitación al bautismos, en la que el
hombre encuentra a Cristo, revistiéndose de él y naciendo a una nueva vida. Una vez
injertado en Cristo, mediante el bautismo, la predicación catequética hace más profunda
dicha inserción, pues desarrolla en el convertido la vida de fe, al explicitar sus exigencias
en el plano intelectual. Y esto no puede realizarse sino habituando al fiel a leer en los
signos en que se manifiesta; entre tales signos, los litúrgicos ocupan un lugar de privilegio.
La iniciación a la vida cristiana, propia de la catequesis, se reduce, en el fondo, ala
iniciación a los sacramentos, por los que el cristiano crece en Cristo, al asimilarse a él.

La homilía se halla en conexión aún más estrecha con la liturgia. La homilía tiene lugar en
la misma liturgia, como una de sus partes integrantes. Si toda predicación es una llamada
ala vida divina, esto se verifica de modo particular por medio de la homilía que se tiene
dentro de la misa. Entonces los dos elementos de la salvación, la llamada de Dios y la
respuesta del hombre se hallan unidos. En la primera parte de la misa, Dios proclama su
voluntad de salvación; el hombre responde en el segunda, puesto que la acepta, y ofrece
junto con el sacerdote el sacrificio de Cristo, que es el único aceptable a los ojos de Dios.

No pueden, por consiguiente, separarse predicación y liturgia. En el momento en que se


separan, pierden gran parte, si no el todo de su significado. Alejada de la liturgia, la
predicación puede parecer que anuncia cosas abstractas, pasadas o desprovistas de realidad.
La liturgia, por su parte, sin predicación, corre el riesgo de transformase en una serie de
actos mágicos, de ceremonias sin sentido, destinadas sólo a producir efectos coreográficos.

La predicación, pues, penetra toda la liturgia. Produce y desarrolla la fe, sin que la liturgia
carecería de sentido.

La liturgia, a su vez, presta a la predicación un servicio incomparable, no sólo en el plano


existencial, pues realiza lo que la predicación proclama, sino también en el plano de la
conciencia. La liturgia, en efecto, expresa mediante signos sensibles las realidades que la
predicación expone de modo conceptual. La referencia a la liturgia, por tanto, ayuda a la
predicación, especialmente a la catequética y a la homiléctica, a hacer comprensible lo que
pretende enseñar o inculcar.

Pío XI, en la encíclica Quoas primas, ha puesto claramente de relieve la función


kerigmática de la liturgia, o lo que es lo mismo, el servicio que la liturgia puede prestar a la
predicación: “Los esplendores de la liturgia son más eficaces que los documentos del
magisterio eclesiástico, incluidos los más importantes, para instruir al pueblo en las
verdades divinas y elevarlo alas alegrías espirituales e interiores. La causa estriba en que
los documentos del magisterio no llegan más que a los católicos cultos en número muy
limitado, mientras que la liturgia llega y enseña a todos los fieles. A los primeros no se los
publica más que una vez, mientras que a los segundos elevan su voz, por decirlo así, cada
año, al compás del ciclo litúrgico. Aquéllos afectar sobre todo a la inteligencia; éstos, a la
inteligencia y al corazón, al hombre total. Y hay que tener en cuenta que al hombre, que
consta de alma y cuerpo, cuyas ceremonia hacen penetrar hasta lo más profundo de su ser la
doctrina celestial”.

Casi comentando estas palabras, Blomjous dice que la liturgia es la misma fe que se
concreta.

De ahí que la liturgia, sin ser predicación directa, constituye una excelente predicación
indirecta, conforme dice Vagagginii. Nos presenta mediante signos sensibles las verdades
que la catequesis propone. El modo mejor de tener la catequesis, por consiguiente, es el de
darla en el marco litúrgico, en relación con los misterios del culto. Así lo hacían los padres
de la Iglesia. Con justicia puede decir Jungmann: “Nuestras catequesis deben ser siempre o
casi siempre mistagógicas”.

Si se realiza la unidad entre la liturgia y catequesis, podrá superarse el carácter abstracto de


la predicación, de que hemos hablado a propósito de su dimensión cristocéntrica. Al poner
la catequesis en relación con la liturgia, se mostrará a los fieles la continuidad de la historia
sagrada. Se comprenderá que el Antiguo Testamento fue sólo la preparación y el símbolo
de cuanto tenía que realizarse en el Nuevo. Dios está hoy presente en su pueblo mucho más
que en la antiguo alianza; obra prodigios más deslumbrantes que los de entonces, si bien
bajo los velos del misterio. Será precisamente la liturgia la que hará sentirse al hombre
actual parte y protagonista de una historia que comenzó, se puede decir, hace una eternidad
y que terminará en la eternidad.

6. Dimensión escatológica

La predicación tiene, por último, una dimensión escatológica. Esto se puede entender de
forma diversa.
1. La predicación escatológica, en primer lugar, por pertenecer a los escata, a la frase
última de la historia de la salvación, en la que se invita a los hombres, sin acepción de razas
o nacionalidades, a participar del reino de Dios. Fue inaugurada con la predicación de
Jesús: “Cumplido es el tiempo y el reino de Dios está cercano; arrepentíos y creed en el
evangelio” (Mt 1,15). La predicación de Jesús es la que inaugura la época mesiánica, en la
que las figuras desaparecen y el reino de Dios se muestra en su realidad. La predicación es,
pues escatológica, pertenece a las realidades postreras. Es más, según hemos dicho,
constituye la última gran realidad, aquella en que las profecías se cumplen y se comunica al
Espíritu Santo.

J. Leclerq advierte a este propósito que, según los escolásticos, el Antiguo Testamento
empleaba muy raras veces el término predicar, se prefería más bien hablar de anunciar la
palabra de Dios o de profetizar, puesto que predicar incluye el conocimiento del significado
espiritual de los acontecimientos, cosa que no era posible antes de la efusión del Espíritu
Santo.

2. Pero existe un sentido más profundo que hace de la predicación una realidad
escatológica. Ella obliga al hombre a decidirse, anticipando de esta forma el juicio final que
sellará su suerte. L salvación y la condenación eternas dependen de la actitud que el hombre
asumen frente a la predicación de la palabra de Dios.

Esta palabra es, efectivamente, “viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y
penetra hasta la división del alma y del espíritu” (Heb 4,12), y por eso, capaz de sacudir al
hombre en sus sentimientos más intimos y obligarlo a salir de su indiferencia, tomando una
postura ante la salvación que se le ofrece. Por eso también es “necesidad para los que se
pierden, pero es poder de Dios para los que salvan” (1 cor 1, 18). La presencia de Cristo en
el predicador hace que éste sea “penetrante olor de Cristo en los que se salvan y en los que
se pierden: en éstos olor de muerte para muerte; en aquéllos, olor de vida para vida” (2 Cor
2, 15-16).
Y Pablo se pregunta quién será digno de una tarea tan elevada (V 17). Delante de esta
realidad divina no podemos pertenecer indiferentes: es preciso aceptarla o rechazarla. En la
palabra del predicador está presente el mismo Cristo, signo de contradicción, puesto para
ruina y resurrección de muchos (Lc 2, 34; Jm 3, 20; 12, 47; 15, 22). La predicación es en
verdad el juicio de Dios sobre el hombre.

3. La predicación es escatológica además en un tercer sentido. La palabra de Dios exige del


hombre un cambio total, una metonoia: no se trata de detalles, sino de orientar la vida
entera, de partirla en dos de manera que Cristo se convierta en la única realidad, en la
norma de todo pensamiento y de cada una de las propias acciones, hasta llegar a renunciar
todo por él. La adhesión a Cristo implica desarraigar lo humano de lo natural, para
enraizarlo en Cristo (Ef 3,17). Es con verdad la muerte en orden a una vida, un morir y
resucitar con Cristo. Nada hay más escatológico, por consiguiente.

Estas dimensiones, en el fondo, se reducen a una sola: a las dimensión cristocéntrica. De la


realidad de Cristo derivan las dimensiones de la predicación. Cristo es, ciertamente el
objeto de lo sagrado, pues en él se revela el mismo Dios; es el objeto de la Escritura que
cuenta su historia; el objeto de la liturgia, que actúa su misterio; es la cabeza de la Iglesia
que Él ha fundado vivifica con su Espíritu; es, por último, aquél en quien se decide la suerte
del hombre. Cristo es quien obra la unidad de la Biblia, la Iglesia, la liturgia y la historia.

7. Conclusión

Considerada, pues, en la historia de la salvación, la predicación es el medio y el lugar del


encuentro entre Dios y el hombre: acontecimiento de alcance cósmico, realidad que une al
cielo con la tierra. En ella, Dios mismo se pone en contacto con la criatura racional, la
interpela, le anuncia su voluntad de salvación, y el plan que concibió desde la eternidad. Y,
al hablarle, le concede, a través de la palabra humana, una fuerza que le obliga a tomar una
actitud respecto a la salvación que se le proclama. Medio de gracia, la predicación es la
palabra eficaz que anuncia y confiere la salvación. Ella es el vehículo de la fe, el
instrumento a través del cual es convocada y crece la Iglesia.

Hemos de examinar ahora esta eficacia en sí misma. Hay que determinar en qué consiste y
el modo en que puede explicarse. Ello será el cometido de la segunda parte de nuestra
investigación.
8. PALABRA Y SACRAMENTO

Después de haber tratado de la predicación en la historia de la salvación, vamos a


ocuparnos ahora del ministerios de la palabra; pero no es sus aspectos relativos, sino en su
misma naturaleza.

Hemos dicha que, según la Escritura, la predicación es una palabra eficaz, la palabra que
hace lo que dice. Hay que examinar a estas alturas la naturaleza de esa eficacia. Es el
problema que más han estudiado los teólogos, especialmente los alemanes, que abordan la
predicación desde un ángulo teológico.

1. La eficacia de la palabra de Dios en el Antiguo Testamento

Comenzaremos, en primer lugar, por constar más detenidamente de lo que hicimos en el


capítulo cuarto, el hecho de esa eficacia, tal como se nos presenta en la Escritura.

La palabra de Dios posee, según la Biblia, una naturaleza singular; es un medio de acción.
Es la palabra de Dios la que crea las cosas: “Dijo Dios: “Haya luz”; y hubo luz” (Gén 1,3).
Dijo Dios: “Haya firmamento en medio de las aguas… y así fue” (Gén 1,6). Y el salmo 33:
“Porque dijo él y fue hecho; mando, y así fue” ( Sal 33,9). Nótese la fuerza de las
expresiones del salmo 147: “Él da la nieve como lana, y esparce como ceniza la escarcha.
Lanza su hielo como mendrugos, ante su frío se congelan las aguas. Manda su palabra y las
derrite, hace soplar viento y manan aguas” (Sal 147, 15-18). Y no menos eficaz aparece la
palabra de Dios en el salmo 29: “¡La voz de Yavé sobre las aguas! Truena el Dios de la
gloria; Yavé sobre la inmensidad de las aguas. La voz de Yavé (resuena) con fuerza; la voz
de Yavé (retumba) con la majestad. La voz de Yavé rompe los cedros, troncha Yavé los
cedros del Líbano, y hace saltar el Libano como un ternero, y al Sarión como cria de búfalo.
La voz de Yavé hace estallar llamas de fuego. La vos de Yavé sacude el desierto, hace
temblar Yavé el desierto de Cadés (Sal 29, 3-8). El profeta Jeremías hace decir a Dios: “
¿No es mi palabra como el fuego, oráculo de Yavé, y cual martillo que tritura la roca?” (Jer
23, 29).

En Isaías se encuentra el texto más conocido del Antiguos Testamento acerca de la eficacia
de la palabra de Dios.

Como baja la lluvia y la nieve


De los cielos y no vuelven allá
sin haber empapado y fecundado la tierra
y haberla hecho germinar,
dando la simiente para sembrar
y el pan para comer
así la palabra que sale de mi boca
no vuelve a mi vacía
sino que hace lo que yo quiero
y cumple su misión
( IS 55, 10 -11)

2. El Nuevo Testamento

La misma concepción dinámica de la palabra de Dios descubrimos en el Nuevo


Testamento. Al igual que en el Antiguo, la palabra es fuerza y poder.

Ya es significativo, ante todo, que el Verbo, la segunda persona de la Trinidad, “por el que
todas las cosas fueron hechas” (Jn 1,3), se le llama precisamente la palabra del cielo y la
tierra, obró a través de la palabra, así también, en la plenitud de los tiempos, realiza por
medio de su palabra increada la mayor de sus maravillas: la redención del hombre. Santiago
afirma que la palabra de Dios nos ha engendrado para la ida eterna: “De su propia voluntad
nos engendra para la palabra de la verdad, para que seamos como primicias de sus
criaturas” (Sant 1,18). Y esta palabra, que ha sido sembrada en nosotros, “es capaz de
salvar nuestras almas” (Sat 1,21). Con toda verdad puede san Pedro decir en su primera
carta que los cristianos han de amarse los unos a los otros, pues “han sido engendrados no
de semilla corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios” (1 e
1,23).

La palabra es “poder de Dios” (1 Cor 1,18), que hace de los gentiles una obligación
“aceptada y santificada pro el Espíritu Santo” (Rom 15,16). Es palabra de salvación (Rom
1,16), de gracia (Hech 14,3), de vida (Fil 2,16), de reconciliación, (2 Cor 5,19) y de verdad
(2 Cor 6,7).e n todos estos casos se trata de genitivos objetivos: la palabra confiere la
gracia, la verdad y la reconciliación.

En la carta a los hebreos se lee un texto que se relaciona justamente con Is 55, 10-11: “La
palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y penetra hasta la
división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y la médula, y discierne los
pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifestada
en su presencia, antes son todas desnudas y manifestadas a los ojos de aquel a quien hemos
de dar cuenta” (Heb 4, 12-13). La palabra de Dios es dinámica hasta tal grado que de ella se
dice que crece y se multiplica (Heb 6,7); que tiene origen y destino (1 Cor 14, 35); que no
puede ser encarnada (2 Tim 2,9); que se difunde y se glorifica (2 Tes 3,1). Es más el
apóstol encomienda a Dios y a la “palabra de su gracia” (Hech 20,32) los presbíteros Efos.

Se trata de una eficacia qu, como dice Schlier, es independiente de los motivos que mueven
al predicador a proclamar la palabra (Fil 1, 15-18) y de sus eventuales deficiencias o dotes
de elocuencia o superioridad (cf. 1 Cor 2,1). Lapalabra es dueña del apóstol, que la debe
servir como un administrador fiel cf. 1 Cor 4, 1-4); Col 1,25).
Estos textos no dejan lugar a dudas. La palabra de Dios, el evangelio que el predicador
anuncia, es eficaz: obra lo que dice. Como la palabra todopoderosa de Dios dio origen a las
cosas, sacándolas de la nada, así la palabra que Dios dice en la predicación produce la
segunda creación. Esta segunda creación supera tanto a la primera, que constituye la
llamada y la generación de la vida divina, en nosotros. La razón última de esta eficacia se
explica por la presencia de Dios en la palabra humana. La eficacia de la predicación es
efecto de la casualidad principal de Dios que obra a través de ella.

3. La palabra y el sacramento

La presencia y acción de Dios en la palabra del predicador nos permite hablar de cierta
sacramentalidad de la predicación, pues al igual que Dios está presente y obra en el
sacramento, así también está presente y actúa en la predicación. Tanto el sacramento como
la predicación son eficaces, son vehículos de la gracia y de la acción de Dios sobre el
hombre. Resulta innegable la analogía entre estas dos realidades.

J. Betz, al ocuparse de esta sacramentalidad, desarrolla un concepto que nos parece


interesante para indicar el lazo íntimo que existe entre la palabra y el sacramento. En la
predicación se anuncian los grandes hechos de la historia de la salvación (dice Heistaten
Gottes), es decir, aquellos hechos cuya importancia no radica en ellos mismos, sino más
bien en el significado que tienen para el hombre. El mismo Jesús, el día de la resurrección,
sopló sobre los apóstoles y les manifestó el verdadero sentido de las Escrituras (Lc 24, 25).
Estos hechos, bajo las apariencias históricas, son símbolos del amor e interés que Dios tiene
por el hombre. En cuanto signos, hablan, permiten a una realidad superior, poseen un cierto
lenguaje. Pero este lenguaje resultaría incomprensible sin la palabra, es decir, sin la
predicación que los anuncia y explica “por eso, señala Betz, a esa historia va inherente al
carácter de revelación, la Worthaftigkeit”. Además, los hechos de la historia sagrada no
sólo significan el amor de Dios, sino que lo contienen y producen. A través de ellos, el
hombre no sólo conoce lo que Dios ha realizado en otros tiempo, sino lo que hace hoy, hic
etmunc, para llamarlo a participar su vida divina. En ellos en ellos ofrece Dios al hombre,
que desea ser salvado, su amor. Queda claro, pues que hay analogía con los sacramentos.
También éstos son símbolos del amor de Dios al hombre; también éstos contiene y otorgan
la gracia.

Es preciso señalar también que, si bien es cierto que la predicación participa de la


naturaleza del sacramento, éste, por su parte, participa de la aquélla; posee, como sostiene
betz, una cierta Worthaftigkeit. El sacramento, sin duda, es también un símbolo. Y , como
tal, por su misma naturaleza, habla, comunica un mensaje, es decir, tiene un algo de la
palabra. Más aún, la palabra es elemento integrante del sacramento, puesto que es la
palabra la que hace eficaz el signo sacramental; es la que hace el sacramento capaz de
producir la gracia que simboliza. Accedit verbum et fit sacramenteum. La palabra
constituye la forma del sacramento.

El sacramento, por último, se halla estrechamente unido a la predicación, ya que es el


sacramento de la fe y de ésta recibe su eficacia. Y la fe, está claro, proviene de la
predicación (cf Rom 10,17). No sería posible la recepción y práctica de los sacramentos sin
la predicación.

4. Unidad entre la predicación y los sacramentos

La teología contemporánea va descubriendo y afirmando cada vez más la unidad entre


predicación y sacramento. Después de un multisecular desarrollo unilateral, se está
restableciendo una unión que se encuentra en la naturaleza misma de las cosas.

G. Sönhgen subraya tan unidad a propósito del culto.”Consagración y anuncio de la palabra


escribe, sacramento y anuncio de la palabra escribe, sacramento y palabra se hallan unidos
y forman la realidad completa del culto, que no puede darse sin la eficaz espiritualidad de la
palabra ni sin la eficacia espiritual del sacramento”. No puede existir inculto que se reduzca
tan solo a la palabra o únicamente al sacramento. Palabra y sacramento se realcionanc omo
el elemento formal y material del culto”. Para Schmaus, la Iglesia de Cristo tiene que ser a
la vez “Iglesia de la palabra y del sacramento”. En ella tiene que prevalecer no lo unilateral,
sino la totalidad” y la plenitud; no el aut aut, sino la síntesis de todas las verdades
reveladas. La palabra se ordena al sacramento y viceversa. Esto tiene validez no sólo para
la actividad cultural sino para toda la actividad de la Iglesia. En todo aquello que la Iglesia
realiza es a la par la Iglesia de la palabra y del sacramento.

No puede hablarse de novedad en esta reafirmación de la unidad que hay entre predicación
y sacramento. Ya los padres la conocieron. San Jerónimo compara la palabra de la Escritura
a la eucaristía y defiende que se trata de dos alimentos ofrecidos por Dios a los hombres:
“Si la carne de Cristo es verdadera comida y su sangre verdadera bebida, tenemos en la
vida presente la dicha de comer esta carné y beber esta sangre no sólo en el misterio (de la
eucaristía), sino también en la lectura de los libros sagrados”. La analogía entre la
predicación y los sacramentos es tan estrecha, para San Agustín, que define el sacramento
como verbum visible. Según santo Tomás la misma persona es a la vez dispersator verbi et
sacramenti.

También la teología protestante contemporánea va tomando conciencia de la necesidad de


no separar la predicación de los sacramentos. Tras haberse definido como “Iglesia de la
palabra”, el protestantismo está descubriendo en nuestros días que no se pueden
infravalorar los sacramentos en la Iglesia de Cristo. Leuba pone de manifiesto los
inconvenientes de la concepción que atenúe una de esas dos realidades a costa de la otra. La
preponderancia del sacramento sobre la predicación, posible en el catolicismo, significaría
que se han tenido en cuenta las consecuencias de la elección divina, es decir, la
participación de la criatura en la revelación; pero que se desconocen las condiciones de la
elección, esto es, la iniciativa divina, que desea suscitar entre las criaturas aquellas que
participan de su gloria. “Al relegar esa iniciativa a un plano secundario, se corre el peligro
de olvidar que ella constituye la condición exigida constantemente para ser elegido. Se
subraya el amor de Dios, pero a expensas de la soberanía divina”. En el protestantismos,
por el contrario, se puede cometer el error opuesto. Cabe insistir casi exclusivamente en las
condiciones de la elección, olvidando la participación que ha de tener la criatura en la
revelación misma. Estos inconvenientes se evitan cuando se unen la predicación y los
sacramentos; la iniciativa de Dios y la respuesta del hombre. En este caso se mantendrá
aquel nexo que radica en la naturaleza misma de las cosas.

5. El problema de la eficacia

El problema que se nos presenta ahora se refiere al modo en que la predicación y el


sacramento producen la gracia. Sabemos sin duda que los sacramentos producen la gracia
ex opere operato. Pero, ¿qué efectos tiene la predicación? ¿cómo produce la gracia?

Nos parece que la respuesta debe tener presentes los datos bíblicos y dogmáticos que
exponemos a continuación:

1. La predicación comunica la gracia. Este dato bíblico ha sido ya ampliamente ilustrado.

2. para la justificación se necesita la fe. Esta doctrina se halla en la Escritura (Mc 16,16) y
la enseña abiertamente el concilio de Trento.

3. Para la justificación se necesita el sacramento. Lo sabemos por la Escritura (Jn 3,5) y por
el concilio de Trento que además enseña que, al menos se necesita el sacramento invoto.

4. Los sacramentos son siete. Así lo definió el concilio de Trento. Entre ellos nos e enumera
a la palabra. Según el mismo concilio, es el sacramento el que confiere la justificación.

5. La fe tiene su origen en la predicación. Es doctrina bíblica (Rom 10,17). El concilio de


Trento dice de la fe que es el principio, el fundamento y la raíz de toda justificación y que
sin ella es imposible agradar a Dios.
Cualquier teoría que intente determinar la eficacia de la predicación no puede prescindir de
ninguno de estos datos. Por otra parte, basta examinar la enumeración hecha, para llegar a
la conclusión de que la predicación y los sacramentos constituyen dos fases de un mismo
proceso: el de la justificación. La predicación produce la fe que se necesita para que sea
eficaz el sacramento, del que propiamente proviene la justificación. Las dos fases se hallan
estrechamente unidas. El separar de cualquier forma la predicación y el sacramento
comprometería, generalmente, el proceso de la justificación.

Pero el problema persiste. ¿Cómo actúan estas realidades?

6. La opinión de santo Tomás

Santo Tomás se percató del problema y le dio una respuesta. Piensa que es absolutamente
cierto aquello del evangelio: No hay más maestro que Cristo (Mt 23,8). Pero esto no impide
que el hombre pueda ser maestro, cooperando con Cristo para unir los hombres con Dios,
dispositive et ministerialiter. El magisterio humano se limita al plano instrumental. La
predicación por tanto, aunque principaliter est a deo. Excutive esta b apostolis.

Pero. ¿en qué consiste esta causalidad instrumental dispositiva de la predicación?. El doctor
Angélico la explica por medio de la ciencia, la auténtica causa es el entendimiento humano,
que posee algunos principios generales inantos, que después aplica a los datos de la
experiencia, deduciendo de ellos las conclusiones que se hallaban implícitas o pasando de
una conclusión a otra. En este menester de la aplicación, el hombre puede actuar solo o
servirse de la ayuda de un maestro. En el segundo caso llegará más fácilmente a las
conclusiones que hubiere podido alcanzar por sí solo.

Por consiguiente, ¿qué hace el maestro? Nada más que facilitar el proceso que el discípulo
habría podido seguir por si mismo. Hace lo que el médico al curar una enfermedad. La
curación es obra de la naturaleza; mas el médico, por medio de las medicinas, ayuda a la
naturaleza a realizarla más fácil y rápidamente. El médico, pues, es cooperador de la
naturaleza e incluso causa dispositiva de la salud.

Este razonamiento puede hacerse también a propósito del proceso que se da en el origen y
aumento de la fe. Existe, no obstante, esta diferencia: mientras que, en el proceso natural de
la adquisición de la ciencia, el maestro se limita a facilitar el trabajo que el discípulo podría
hacer por sí solo; en el de la justificación, por tratarse de comunicar un objeto que supera
el orden de la naturaleza, dicho objeto tiene que ser pospuesto desde fuera. Y eso es lo que
hace el predicador. Propone al entendimiento el objeto a que debe prestar fe y, al mismo
tiempo, incluye sobre la verdad, pues muestra eius utilatent et bonestatem. Pero la fe viene
de Dios, en cuanto que Él con su iluminación interna, mueve el entendimiento para que
asienta. Y lo mismo hay que decir de la voluntad. El influjo del predicador sobre la
voluntad no podría conducir al asentimiento sin la ayuda de la gracia interna. En efecto,
sucede a veces que “de dos personas que contemplen el mismo milagro y oyen la misma
predicación, una cree y otra no cree”.

El papel de la predicación, en el proceso del inicio y crecimiento de la fe, es, pues, de


naturaleza dispositiva: ayuda a la acción de la gracia, proponiendo el objeto de la fe y
movido a seguirlo, al mostrar “la utilidad y honestidad” que hay en hacerlo así. La misma
doctrina la expone el Doctor de Aquino en el comentario a las cartas de san Pedro. La tarea
del predicador se parangona a la del agricultor: éste no es la causa principal de los frutos
que produce la tierra, pero con su trabajo ayuda a la naturaleza a producirlos. Otro tanto
cabe decir del predicador con la acción divina.

Todas estas imágenes expresan la misma cosa: el predicador es causa instrumental


dispositiva de la gracia. La predicación, por tanto, no produce gracia, pero dispone a
recibirla en el sacramento. En la manera de hablar la Escritura, por el contrario, parece
suponerse que entre la predicación y la gracia existe un auténtico nexo de causalidad.
La escritura, como hemos visto, habla efectivamente de la eficacia de la predicación con
palabras demasiado claras como para poder reducir su eficacia una función simplemente
dispositiva. Dejan suponer que la predicación tiene eficacia propia, que es un medio de la
gracia.

Hemos indicado antes las razones que indujeron a santo Tomás a ver en la predicación una
simple causa dispositiva.

7. La predicación y la ocasión

En nuestros tiempos, siempre que se estudia el problema de la eficacia de la predicación,


los teólogos se enzarzan en apasionadas discusiones.

V. Schurr, en su formidable obra. La predicación cristiana en el siglo XX, ha propuesto una


hipótesis que le parece la única capaz de explicar la eficacia de la predicación, sin caer en
exageraciones. Defiende que la fuerza de la palabra no puede exagerarse hasta el extremo
de convertir la predicación es un “sacramento o algo más todavía”. La palabra no hece
presente a Cristo ni siquiera en la lectura del evangelio dentro de la misa y, por
consiguiente, no puede conferir la gracia. Las únicas palabras con poder de realizarlo
fueron las palabras que Jesús pronunciara duramente su vida terrena o las de la forma de los
sacramento. “La predicación, por el contrario, constituye solamente una gracia externa;
Dios ofrece la gracia interna y, si el hombre la acepta, se la confiere realmente.

Schurr no encuentra otra salida para explicar este problema ni para evitar confundir la
predicación con los sacramentos. No hay ninguna gracia que la predicación confiera ex
opere operato. La confiere sólo mediante, en cuanto que suscita en el hombre ciertos actos,
que, constituyen la ocasión para que Dios conceda la gracia interna. Las palabras de la
Escritura y de los padres, al decir que la predicación santifica, hay que entenderlas en el
sentido de que, por constituir la predicación y la gracia una unidad dinámica, van siempre
unidas. Siempre que el predicador deja escuchar su voz, Dios concede al hombre gracias
internas que pueda convertirse. De esta forma no se niega en absoluto el carácter dinámico
de la palabra de Dios.

La opinión de Schurr parte de la necesaria preocupación de no confundir predicación y


sacramentos. Resultaría inadmisible cualquier hipótesis que no lograse superar esta
confusión. Ciertamente una cosa es la eficacia de la palabra que, por su naturaleza, se dirige
a las facultades personales del hombre, y otra muy diferente es la eficacia del rito sensible
que es el sacramento. Si el sacramento es eficaz, debe serlo según su naturaleza de rito y no
a la manera de la palabra, que entrañan la exigencia de la comprensión por parte de aquel a
quien se dirige. La palabra sólo puede actuar en cuento que es comprendida.

A nosotros, sin embargo, nos parece que la Escritura reconoce a la predicación una eficacia
directa y no sólo mediata. Es la palabra la que obra eficazmente en los creyentes (1 Tes
2,13) y la que puede salvar nuestras almas (Sant 1,21). De estos textos y de los citados
anteriormente parece concluirse que entre la palabra y la gracia existe un nexo directo, no
sólo mediato y ocasional.

Opinamos que acierta el P. Haensli cuando, admitida la distinción entre la predicación y el


sacramento como un dato dogmático, interna explicar su eficacia afirmando que el
sacramento confiere la gracia ex opere operato, y la predicación la da ex opere operatis. La
predicación confiere la gracia actual, pues su misión es iluminar el entendimiento y mover
la voluntad del hombre para que acepte la salvación que se le ofrece por medio de lapalbra
del mensajero. Estamos ante una auténtica gracia actual, que sólo producirá efecto si se la
comprende, es decir, ex opere operantes. Desde esta perspectiva se comprende bien la
importancia del problema de la adaptación, que tiene su fundamento justificado no sólo en
la psicología sino también en el campo teológico. Probablemente negar a la predicación el
que confiera la gracia santificante ex opere operato, pero no la gracia natural.
8. La predicación y los sacramentales

Betz, en su artículo ya citado, dio un paso más en la determinación de la eficacia de la


predicación. Sostiene que Cristo mismo está presente y actúa en la palabra de los apóstoles
y de sus sucesores.

Cuanto intenta precisar la naturaleza de esa eficacia, también él tiene cuidado de no


confundir la predicación con los sacramentos. Es exacto que, no obstante la analogía,
ambas realidades son muy diversas. Si la predicación es eficaz no puede serlo del mismo
modo que los sacramentos. Sabemos, por otra parte, que los sacramentos en general y, de
modo especial, el bautismo, son necesarios. No basta, por tanto, la fe para la justificación y
la fe son correlativas. Cabe, pues, hablar de la justificación por medio de la fe (cf Rom
3,22) y de la justificación a través de la palabra (Cf. 2 Cor 5,19) conforme a las enseñanzas
de Trento, la fe es necesaria para la justificación, puesto que constituye su inicio,
fundamento y raíz. La fe no se reduce a ser un presupuesto de la salvación, sino que es la
fase primera del proceso que hay que recorrer para ser justificado. Tenemos que admitir,
por tanto, que la predicación no produce la gracia santificante, pero sí la gracia actual que, a
su vez, conduce la gracia santificante.

Queda, por consiguiente, clarificado el modo o la naturaleza de la eficacia de la predicación


y de los sacramentos. Estos producen la gracia ex opere operato, es decir, en virtud de la
acción sacramental. La predicación, en cambio, la produce ex opere operantes, puesto que
tiende a suscitar actos personales del hombre, como la fe, la penitencia, la conversión y la
entrega al evangelio, que son opus operantes.

Betz cree poder añadir algo más. La fe que se necesita para ser justificado es la fe
dogmática (FIDES quae), pero esa fe sólo puede recibirse por medio de la revelación, ya
que el hombre no puede producirla. “Por ser fides quae, la fe es opus operatum, en su
origen es Dios quien la produce y manifiesta a través de las palabras de la predicación”. La
predicación, por consiguiente, produce ex opere operato las gracias actuales necesarias para
la justificación. Las disposiciones influyen en la justificación ex opere operantes no es
suficiente para expresar toda su eficiencia. Actúa, pues, ex opere operato. Podría firmarse
que su eficacia es algo intermedio entre ambos modos, es decir, participa de la naturaleza
del ex opere operato y del ex opere operantis.

Casi al final de su articulo, Betz piensa que puede sostenerse que la predicación no es un
sacramento, sino un sacramental, pues no confiere la gracia santificante de los sacramentos,
pero elimina los obstáculo, al producir en el hombre la apertura necesaria para acoger los
misterios de la salvación. La palabra es el “ursakramentale” o el sacramental simplicitir.

Es difícil no estimar el esfuerzo que ha realizado Betz y su preocupación por elaborar una
teoría en consonancia, al mismo tiempo, con los datos bíblico y los principios teológicos.
Es está dispuesto a reconocer a la predicación toda la eficacia que sea posible sin caer en un
irenismo mal entendido ni en peligrosas exageraciones.

Dejando de lado el opus operatum, al menos por ahora, que Betz atribuye a la predicación
en orden a la fe dogmática que ésta produce en el creyente, observemos que la conclusión a
que llega el teólogo alemán ( la predicación es un sacramental), acaba por desvalorizarla.
La predicación, ante todo, no puede ser un sacramental, ya que, en contraste con este
último, la predicación no es de institución eclesiástica, sino que tiene origen divino. No
tampoco puede serlo en razón de la eficacia, pues el sacramental obra ex opere operantes
Ecclesia, y la predicación tiene la eficacia se remonta, pues, a Dios, y no a la Iglesia
directamente. Por otra parte, el sacramental dispone a la justificación de forma negativa,
esto es, eliminando los obstáculos que a ella se oponen, mientras que la predicación,
incluso la descrita por el mismo Betz, dispone positivamente, pues produce en el hombre la
fe y los demás actos que influyen de manera directa y positiva en la justificación, según
enseñan la sagrada Escritura (Rom 3,22) y el concilio de Trento.

El P. Flick explica claramente en qué sentido puede decirse que la predicación es un


sacramental y bajo qué aspecto no lo es “la eficacia de la predicación, dice, hay que situarla
entre la de los sacramentales y la de los sacramentos. La predicación se asemeja a los
sacramentales, ya que la instituyó Jesucristo y produce su efecto no sólo a modo de
impetración sino en virtud del poder intrínseco que Dios ha puesto en ella”. La teoría de
Betz distingue netamente entre la predicación y la gracia actual, aunque sea, en cierto modo
ex opere operato, y los sacramentos otorgan la gracia santificante.

9. La teoría de O. Semmelroth

Un paso más audaz en la solución del problema lo ha dado O. Semmelrth.

Según é, la predicación y el sacramento son dos realidades estrechamente unidas e


inseparables: ambas forma una unidad en su duplicidad o una unidad con dos polos. En ella
se reproduce y continúa el proceso dialógico que tuvo lugar en la obra de la relación. Sin
duda alguna, en esta obre existe un proceso dialógico evidente. En la encarnación, el Padre
desciende hasta el hombre y le dirige la palabra de la salvación, mientras que en la muerte
redentora, el Hijo da al Padre la respuesta del hombre. Si quiere participar de la redención,
el hombre tiene que tomar parte en ese diálogo, recibiendo la palabra de Dios en la fe y
participando del sacrificio de Cristo en el sacramento. En este proceso, la encarnación
tiempo ya valor redentor, no en si misma, sino en relación con la muerte de Cristo. Esta,
por su parte, no obra la redención por sí sola, sino juntamente con la encarnación. “Ambos
constituyen el diálogo de la salvación, en el que Dios y el hombre se encuentran frente a
frente”. La conclusión está clara: la palabra y el sacramento dicen referencia,
respectivamente, a la encarnación y al sacrificio redentor de Cristo. Por consiguiente a la
manera que la encarnación posee valor redentor por estar ordenada a la muerte de Jesús,
incluyendo la muerte de Cristo también su resurrección y ascensión a los cielos, así la
palabra confiere a su vez la gracia no por sí misma, sino en relación con el sacramento. La
palabra y el sacramento son en el orden subjetivo lo que la encarnación y la redención en el
plano objetivo. Confieren la gracia de la justificación no al estilo de dos causas diferentes,
que obran la una junto a la otra o la uno sin la otra, sino como dos causas que actúan
unidas.

Así es posible, opina semmelroth, conciliar la sagrada Escritura , que atribuye la concesión
de la gracia a la palabra, con la doctrina de la Iglesia: los sacramentos. Los sacramentos
pero puede decirse que la predicación es causa de la gracia en cuento que se ordena el
sacramento, es decir en cuento que en ella se halla, como dicen los teólogos, el roum
sacramenti. “Sólo si la predicación se entiende como parte del sacramento o como ordenada
al sacramento, de manera que reciba de él la irradiación de su eficacia, puede tener
auténtica importancia para la justificación.

La diferencia entre la predicación y el sacramento aparece evidente: aquélla es el signo


eficaz (Wirkzeichen) de la encarnación del Verbo, y el sacramento es el signo eficaz del
sacrifico de Cristo. Y del mismo modo que la encarnación y el sacrificio de Cristo realizan
juntos la redención, así puede decirse que el hombre es justificado por la predicación y el
sacramento a la vez.

10. Observaciones

Resulta admirable el esfuerzo de O. Semmelroth por encontrar al complicado problema de


la eficacia de la predicación, una solución que tenga en cuenta los datos bíblicos y las
enseñanzas de la Iglesia. Enmarca formidablemente la predicación la y el sacramento en el
proceso de la justificación, al afirmar que consiste en un proceso dialógico, en el que Dios
invita al hombre y éste le da una respuesta.

Pero resulta difícil estar de acuerdo con Semmelrth en lo que constituye el centro de su
teoría: la predicación deriva su eficacia del sacramento, en cuanto que constituye con él una
unidad bipolar. Esta manera de enfocar las cosas nos parece, ante todo, estar en contraste
precisamente con la sagrada Escritura, cuya doctrina pretende hermanar el autor con el
magisterio de la Iglesia. La Biblia reconoce a la predicación eficacia propia,
independientemente del sacramento. Ella es palabra de gracia, de verdad y de salvación:
ella puede salvar nuestras almas. En todos esos casos jamás se indica una relación directa
con el sacramento. Es la palabra la que obra, la que salva y la que engendra. Antes de
atribuir a la predicación eficacia indirecta, es preciso investigar si es posible que la tenga
inmediata.

Cabe además una segunda objeción que para nosotros resulta decisiva. Para el teólgo
alemán, la predicación sólo es eficaz en referencia al sacramento. Pero en realidad, tiene
eficacia sin el sacramento; es más incluso cuando se rechaza el sacarmento. Semmelroth
advierte de continuo que la predicación es la llamada divina, a la que ha de seguir una
respuesta pro parte del hombre (Word-Antwort). El proceso de la justificación es un
diálogo entre Dios y el hombre. Esto es cierto, no hay duda. Pero no hay que olvidar que el
diálogo se realiza entre personas libres y capaces de dar una respuesta negativa. El hombre
puede responder no ante la invitación divina. En este caso, si hay una respuesta, no se
concreta en el sacramento sino precisamente en su recusación. E incluso entonces es eficaz
la predicación.

Hemos afirmado anteriormente que la predicación realiza entre hombres una división: de
una parte, los que están ordenados a la salvación y, por consiguiente, a formar parte de la
sociedad de salvación que es la Iglesia; y de otra, los que han sido excluidos. San Pablo
afirma que la predicación de los apóstoles difunde en el mundo el acontecimiento de Cristo,
que para algunos es olor de muerte y para otros olor de vida (2 Cor 2,15). Si en el segundo
caso a la palabra seguirá el sacramento, no sucede lo mismo en el primero. ¿Cómo explicar
entonces la eficacia de esa palabra?. No vale recurrir el voto del sacramento. Este sólo
puede tener eficacia auténtica y real cuando no se puede recibir el sacramento, pero existen
en el hombre las disposiciones necesarias para hacerlo, como acaece en el catecúmeno uqe
muere antes de habérsele administrado el bautismos o en el pagano que, por vivir según las
normas de su conciena, es justificado pro vivir según las normas de su conciencia, es
justificado por Dios mediante la fe que se comunica en la inspiración interna. Por lo tanto,
aunque se pueda hablar del proceso de la justificación como de un proceso dialógico, no
hay que olvidar que se trata de un diálogo ambivalente.

Nos parece, además, completamente discutible el subrayar la unión entre la predicación y el


sacramento hasta llegar a atribuir a aquélla la misma eficacia que a éste. Ya hemos visto
que la eficacia de la palabra, que por su naturaleza se dirige alas facultades personales del
hombre, es diferente de la del sacramento que se concreta en el rito. La primera sólo puede
obrar ex opere operantes, es decir sólo si la comprende el hombre al que se dirige el
mensaje. El sacramento, por el contrario, es untito sensible. Si puede producir la gracia, un
efecto no proporcionado a su naturaleza ello sólo es explicable en virtud de la institución
divina, que ha vinculado la concesión de la gracia a un rito determinado. Y el rito sólo
puede obrar ex opere operato. ¿cómo puede decirse, pues, que la eficacia de la predicación
es la misma que la del sacramento?. Esta observación indica que la relación entre la palabra
y el sacramento, por muy estrecha que se conciba, no puede exagerarse hasta el extremo de
afirmar que constituye los dos polos de una unidad.

¿Es exacto, por otra parte, lo que defiende Semmelrth? ¿Desciende, en la palabra, Dios
hasta el hombre, en tanto que en el sacramento sube el hombre hasta Dios? Creemos que
sucede lo contrario. “Si requeremos determinar el aspecto predominante de la predicación y
del sacramento, nos parece más bien que la causalidad del sacramento es de carácter
descendiente (la revelación nueva con Dios se debe a que se nos comunica un corazón
nuevo, a la regeneración), mientras que la eficacia de la predicación es de naturaleza
predominante ascendente (el que escucha la palabra, atraído por el Padre, va hacia Jesús;
por consiguiente, queda santificado en cuanto actúa).
11. Indicadores conclusivas

Si queremos expresar un juicio acerca del problema de la eficacia de la predicación, tal y


como ha sido enfocado hasta ahora por los estudiosos, podemos establecer los puntos
siguientes:

1. A pesar de las analogías que existen entre la predicación y el sacramento, no pueden


situarse ambas realidades sobre el mismo plano, ni pueden aproximar tanto que casi se
haga desaparecer la distancia que media entre ellas. La palabra y el rito, por su misma
naturaleza, tienen que obrar de manera diferente y suponen condiciones diversas para lograr
su eficacia. Cada una de ellas tiene una eficacia propia, si bien subordinada.

2. El papel del ministro, por tanto, es mucho más importante en la predicación que en el
sacramento. En aquella y en este ejerce una causalidad instrumental; pero esta causalidad
no puede entenderse de manera unívoca. En el sacramento, la tarea del ministerio se reduce
a posibilitar el rito, a ponerlo en el orden existencial. Esa función la realiza aplicando la
materia la forma y con la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Ello es tan simple que
no exige en el ministro ni siquiera la fe ni la santidad. Por parte del que recibe el
sacramento se requieren las disposiciones: no poner obstáculos a la gracia. Estas
disposiciones pueden subsistir incluso cuando no se comprende la naturaleza del
sacramento. En el predicación, por el contrario, la instrumentalizad del ministro reviste
muchas más importancia, y el predicador ejerce un influjo directo sobre la eficacia de la
palabra. Se trata, en efecto, no sólo de transmitir un mensaje, sino también de hacerlo
comprender. Únicamente cuando su mensaje es comprensible, puede la predicción producir
y provocar la crisis de la conversión o hacerla más profunda.

Santo Tomás entendió claramente la diferencia de la función del ministro en la predicación


y en el sacramento. Al señalar las razones pro las que el oficio de la predicación es el
principalissimum de los apóstoles, mientras que el bautizar lo pueden ejercer otros también,
el Doctor Angélico da el siguiente motivo: “Et hoc ideo quia in baptizandonibil opertur
meritum et sapientia ministri sicut in docendo… In cuius signum nec ipse Dominus
Baptizavit, sed discipulo eius, ut dicitur in Jn 4,2”. La parte del ministro, pues, en la
administración de los sacramentos es secundaria, al paso que en la predicación es, sin duda,
instrumental, pero mucho más importante y decisiva. En los sacramentos nibil operatur
meritum et sapientia ministri, en la predicación, en cambio si: sicut in docendo. Por eso los
apóstoles y el mimo Cristo se reservan para sí la predicación y permiten a los demás
discípulos bautizar. La predicación es el officium principalissimun tanto de los apóstoles
como de sus sucesores.

La misma concepción se encuentra en el comentario del Doctor de Aquino a las cartas de


San Pablo, a propósito de la expresión: “No me envió Cristo a bautizar, sino a evangelizar”
(1 Cor 1,17). Si bien es cierto que Cristo envió a los apóstoles a predicar y a bautizar, se
reservaron la predicación para sí y bautizaban por medio de sus discípulos. La razón es la
misma dada más arriba: “Et hoc ideo quia bautismo nibil operatur industria et virtus
baptizantis… sed inpaedicatione evangelio multum operatur sapientia et virtus
praedicantis”. En este pasaje, el Angélico especifica en qué consiste el meritum del
ministro: en su sabiduría y virtud. Estas cualidades influyen en la eficacia de la
predicación, pero no en la de los sacramentos.

Santo Tomás añade otra observación que no debemos silenciar. Al comentar la frase
paulina “según mi evangelio” (2 Tim 2,8), señala la diferencia que existe entre el ministro
de la predicación y el del bautismo. Quien predica el evangelio, es ministro del evangelio,
del modos que el bautismo no puede hablar de mi bautismo, el de la predicación puede
hablar de mi evangelio. Y ello se debe, explica santo Tomás, a que la exhortación y la
solicitud de que hace gala el ministro de la predicación multum faciunt. Se es, pues,
ministro de la predicación y el sacramento de un modo diferente: se ejerce en ellos una
instrumentalizad que es preciso entender en sentido análogo. Esto demuestra que no pueden
colocarse en el mismo plano la casualidad de la predicación y la del sacramento. La
instrumentalizad del ministro en el sacramento no es la misma que la que ejerce en la
predicación. Por esta razón, si bien es posible hacer uso de un idioma desconocido en el
sacramento, no cabe imaginar tal cosa respecto a la predicación.

Por tato, entre la predicación y el sacramento hay analogías, pero también diferencias que
no permitan hablar con la eficacia de la predicación en los mismos términos con que se
trata de los sacramentos.

3. La predicación es una gracia externa y puede comunicar sólo la gracia actual. Y esa
comunicación es ex opere operantes, es decir, actuando sobre las facultades de la
inteligencia y la voluntad para provocar así su reacción ante la presentación del mensaje
salvífico. El sacramento, en cambio, sólo puede obrar ex opere operato, en virtud de la
institución divina vinculó al rito la colocación de un efecto tan elevado como la gracia
santificante.

4. Pensamos, no obstante, que se puede atribuir a la predicación una cierta eficacia ex opere
operato, pero que ha de entenderse de un modo completamente diverso de la de los
sacramentos. Hemos visto la sagrada Escritura presente la palabra de Dios como una espada
de doble filo y capaz de discernir la intimidad del hombre (Hech 4, 12-13) o como la palbra
que espande entre los hombres el olor de Cristo para vida o para muerte (cf. 2 Cor 2,15).
Todo esto está indicado que la predicación, por su misma naturaleza, es decir, en virtud del
objeto que anuncia y del sujeto que lo proclama: Dio en Cristo, es siempre eficaz, en cuanto
que contiene el ofrecimiento de una gracia, la salvación, ante la que el hombre no puede
dejar de tomar una actitud. La predicación tiene el poder y la fuerza de obligar a lo que la
escuchan a salir de su indiferencia o a realizar una opción (positiva o negativa) frente a la
persona de Criso, que les ofrece, mediante las palabras del predicador, la vida. La
predicación constituye un acontecimiento escatológico; anuncia hechos decisivos para la
suerte del hombre, hechos ante los que nadie puede permanecer indiferente. Al enfrentarse
con ellos, el hombre tiene que decidirse a aceptarlos o rechazarlos. En este sentido, la
predicación es, por su misma naturaleza, prescindiendo de la reacción positiva o negativa
del hombre.
5. Por último, para determinar no sólo el modo de la eficacia de la predicación, sino lo que
es más importante la naturaleza de esa eficacia, es preciso delimitar el papel del predicador
y la función del mismo. Con otras palabras, estudiar en qué consiste el servicio (diaconía)
de la palabra. Si la predicación no puede darse sin una reacción por parte del oyente, para
provocar esa reacción es necesario que la palabra del predicador aparezca de origen divina
y como capaz de comprometer la vida del hombre. Se trata, pues, de examinar en qué
sentido actúa en la predicación, el meritum et sapientia ministri o su sapientia et virtus,
según dice santo Tomás. Tan sólo después de haber estudiado podremos considerar cuál es
la naturaleza de la predicación y el modo en que es eficaz.
9. PREDICACIÓN Y TESTIMONIO

Si examinamos el mundo misionero de Criso, comprobaremos que los diversos evangelistas


lo expresan con formulas diferentes. Según san Marcos, al enviar a sus discípulos por el
mundo, dijo Jesús: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que
creyere y fuere bautizado, se salvará, mas el que no creyere, se condena” (c 16, 15-16). San
Mateo emplea otra expresión: “Id, pues; enseñad a todas las entes, bautizándolas en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo
os enmanado” (Mt 28, 19-20). San Lucas, en los Hechos de los apóstoles, recoge el mismo
mandato con una fórmula aparentemente muy diversa: “seréis mis testigos en Jerusalén, en
toda Judea, en Samaria y hasta los extremos de la tierra” (Hech 1,8).

Las tres expresiones, sin duda, se complementan e iluminan mutuamente. “Predicar el


evangelio” significa que la predicación es el anuncio de un mensaje, de una buena nueva.
“Enseñad a todas las gentes” indica más bien el efecto de la predicación, que consiste en
transformar tan profundamente la vida del hombre que se pueda convertir en discípulos de
Cristo, en alguien que piensa y ama cono Cristo. “seréis mis testigos”, pone de relieve que
la predicación no consiste en la mera transmisión de hechos realmente sucedidos, sino en
una declaración o testificación de la que se desprende su significado para la vida.

Hasta qué punto dicen cosa estas tres expresiones, lo vemos en san Pablo, que identifica el
testimonio con el evangelio, pues emplea esos dos vocablos para indicar el objeto de su
predicación. Exhorta a su amando discípulo Timoteo a no avergonzarse jamás del
“testimonio de nuestro Señor” y a soportar “con fortaleza los trabajos por causa del
evangelio, en el poder de Dios (2 Tim 1,8). Así como no se debe tener vergüenza de dar
testimonio a favor de Jesucristo, tampoco hay que avergonzarse del evangelio (crf. Rom
1,16). San Pablo e igualmente los doce anuncian el evangelio, cuyo objeto es Cristo muerto
y resucitado. Y afirma que si Cristo no hubiera resucitado, él y los demás apóstoles serían
“falsos testigos”, ya que habrían testificado que Dios resucitó a cristo, cuando no fue así (1
Cor 15, 15).
1. El concepto de testimonio

Este concepto lo encontramos a lo largo de toda la sagrada Escritura. A<swing ha dedicado


a su estudio la última parte del grueso volumen que hemos citado repetidas veces. Si nos
atenemos a sus conclusiones, testificar, en el Antiguo Testamento, significa expresar una
voluntad, bien sea la propia del que la expresa o la del otro. Testigo es aquel que expresa
dicha voluntad. El testimonio es la mima voluntad que se expresa. Entre los griegos, el
concepto se racionaliza. Testificar (---------) es atestar un hecho: el testigo por excelencia es
el testigo ocular que testifica lo que ha visto. Aunque el testigo no sea ocular, su testimonio
dice siempre relación a un hecho o una verdad religiosa. El concepto adquiere a la vez valor
jurídico en cuanto que el testimonio atestigua un hecho que está en discusión.

La tradición sinóptica continúa el concepto de testimonio que se encuentra en el Antiguo


Testamento. San Lucas, sin embargo, sufre ya la influencia helenística, al menos en el
prólogo de su evangelio, en el que habla de testigos oculares (cf. Lc 1,1). Para san Pablo,
ser testigo significa ser portadores de la revelación de Dios, de su voluntad de salvación,
que no puede dejar de producir la oposición de Satanás. Desarrolla en sus cartas el concepto
que se halla en los sinópticos: el testigo debe soportar, si es necesario, incluso la muerte,
puesto que en cuanto representante de Cristo no puede manos de suscitar en contra de sí las
potencias que le son contrarias. El sufrimiento del testigo, a pesar de todo, no forma parte
del concepto mismo de testimonio, sino que es más bien una consecuencia. Y lo mismo ha
que decir de los escritos de san Juan. El testimonio es la revelación misma de Dios en
cuanto que penetra en la historia y provoca así la aposición de Satanás. Cuando más unido
se está a Jesús, tanto más se debe sufrir la persecución del enemigo.

Uniendo el concepto de testimonio que encontramos en los sinópticos y en san Pablo con el
se insinúa en el evangelio de san Lucas y luego será corriente en los Hechos de los
apóstoles, podremos decir que testimonio es la atestación de un hecho, cuya veracidad se
funda en la palabra misma del testigo. El hecho que se atestigua es la voluntad de salvación
divina, la revelación de Dios, su plan de invitar a los hombres a la participación de su vida.
Y el testimonio corresponde, en el hombre, la fe.

En su ensayo Fou au Chisti et misión, distingue Retif un triple testimonio: el histórico, el


jurídico y el de la Biblia. El primero es la testificación de un hecho pasado, cuya veracidad
se garantiza por la autoridad del testigo. En ese sentido los apóstoles son testigos de Cristo,
puesto que fueron amigos suyos. El testimonio jurídico, en cambio, es el que se da ante los
tribunales contra alguien o en su descargo. Los apóstoles son los testigos jurídicos de Cristo
condenado a muerte por la autoridad jurídica e imperial. Sus declaraciones ante los jueces
constituyen una prueba contra la injusticia que perpetraron contra su maestro, cuya
inocencia ha ratificado Dios al resucitarle de entre los muertos. El testimonio bíblico, por
último, es el anuncio solemne de la voluntad divina en orden al futuro. De esta índole son
los testimonios de los profetas, que hablan en nombre de Dios y expresan su voluntad.

De estas nociones se deduce ya la importancia que en el testimonio posee la persona del


testigo. Los hechos que él conoce y testifica, se creen en la media de la confianza que se
concede a su persona. Cuando más comprometedores y solemnes son, cuanto más afectan
el interés y el destino del hombre, tanto mayores garantías se exigen de parte de quienes los
atestiguan.

Examinaremos el testimonio tal como aparece en los Hechos de los apóstoles, el libro por
excelencia de la predicación apostólica, y normativo para la predicación de la Iglesia.

2. El testimonio directo de los apóstoles

El padre R. Koch ha dedicado al estudio del testimonio en los Hechos de los apóstoles dos
artículos, que constituyen lo mejor que conocemos sobre el tema, al menos bajo el aspecto
de la predicación. Nos inspiraremos en algunos puntos de ellos.
Koch distingue el testimonio directo de los apóstoles del indirecto de la comunidad
cristiana de Jerusalén.

El restimonio directo de los doce se fundamenta en una doble cualidad: el conocimiento


directo de los hechos que atestiguan y la misión de testificarlos. Los apóstoles estuvieron
con Jesús desde los comienzos de la vida pública hasta la ascensión (cf. Hech 1,21-22);
comieron y bebiron con él (ibid. 10,40-41); vieron todo lo que él realizó en el país de los
judíos y en Jerusalén (cf. 10, 39). En particular, han sido testigos de su resurrección, pues
Jesús se les apareció durante cuarenta días (cf. 1, 3-4), bien sea individualmente como a
Pedro (cf. Lc 23,24), bien sea en común (cf. 1 Cor 15,5). También san Pablo gozó de la
aparición de Cristo resucitado (cf. Hech 9; 1 Cor 15,8).

Cuando se les apreció por última vez, Jesús dio a sus discipulos el mandato de dar
testimonio de cuando habian visto y oido. (cf. Hech 1,8). Jesús se les apareció precisamente
en vista de esta misión que luego les sería confiada (cf. Hech 10, 40-41). De esa misión
participa también san Pablo cuyo testimonio se añade, con pleno derecho, al de los doce (cf.
Hech 22, 14-15). La misión es la que convierte a los apóstoles en testigos cualificados de
Cristo.

El objeto de su testimonio es, según las palabras de san Pedro ante Sanedrín, todo lo que los
apóstoles han visto y oído (cf. Hech 4,20), es decir, todos los sucesos de la vida de Cristo y,
especialmente, su muerte y resurrección. Este último acontecimiento es tan central que, a
veces, se dice ser el único objeto del testimonio (cf. Hech 4,33). Pero Cristo tiene una
prehistoria: su vida fue anunciada por los profetas, y una meta histórica – está sentado a la
derecha del Pared y un día retornará a la tierra para juzgar a los vivos y a los muertos –.
Podemos, pues, afirmar que el objeto del testimonio es toda la historia de salvación, de la
que Cristo muerto y resucitado constituye el punto central. De esta forma coincide, como se
puede apreciar fácilmente, el objeto del testimonio con el objeto del evangelio, de la
palabra de Dios y del misterio, que ya hemos examinado.
3. Las formas del testimonio

El testimonio puede darse de tres manera:

1. Mediante la palabra. Resulta algo evidente: el testigo tiene que atestiguar lo que ha visto
y oído. Por eso se llama con toda justicia a los apóstoles “ministros de la palabra” (lc 1,2).
Sin la palabra sería imposible el testimonio. Se trata de un testimonio colectivo, a cargo de
todo el grupo de los doce, incluso cuando habla uno solo como Pedro (cf. Hech 3,12s). ello
es necesario para el testimonio tenga valor jurídico (cf. Mt 18,10). A fin de hacerlo eficaz
está la intervención del Espíritu Santo, que Cristo había sometido enviar (cf. Hech 1,8) y
que realmente ha enviado (cf. Hech 2,4) sobre los apóstoles. Es el Espíritu Santo quien abre
el sentido de Escritura (cf. Lc 25, 45-46); quine enseña a los apóstoles (cf. Hech 10,33):
quien les da fortaleza y los hace hablar (cf. Hech 4, 19-20).

2. Mediante signos. A la palabra de los apóstoles se unen los signos, que manifiestan su
origen y procedencia de Dios. Estos signos son principalmente los milagros (cf. Hech 2,43;
5, 12; 4, 29-30; 19, 11-12, etc). Se añade también el tono convencido con que hablan y que
no deja de impresionar a sus oyentes (cf. Hech 4, 13; 14,1); y su rectitud moral, que causó
tanta sorpresa en el director de las cárceles de Filipos (cf. Hech 16, 26-34).

3. Mediante las persecuciones. A la palabra y a los milagros acompaña la persecución.


Jesús lo había predicado: “acordaos de la palabra que yo os dejé: No es el siervo mayor que
su señor. Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán” (jn 15,20). San
Pablo asegura que está dispuesto a dejarse encadenar por causa del Señor Jesús (cf. Hech
21,13).
4. Los efectos del testimonio

La naturaleza del testimonio de los apóstoles no puede comprender si no se examina su


efecto sobre los oyentes. Esta circunstancia ha pasado desapercibida a Koch, pero nos
parece que revista gran importancia.

La reacción de los que escuchan la palabra de los apóstoles es siempre una toma de
posición. Esto resulta válido tanto para el testimonio dado ante los judíos como frente a los
paganos. La reacción no falta nunca. Y es triple.

Se da, ante todo, la reacción positiva, que consiste en la aceptación del mensaje, aunque no
se conozcan todavía sus implicaciones doctrinales y de orden moral. Tras el discurso de
Pedro el día de Pentecostés, advierte el autor de los Hechos: “En oyéndoles, se sintieron
compungidos de corazón y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer,
hermanos? Pedro les contestó: Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para
remisión de vuestros pecados, y recibiereis el don del Espíritu Santo” (ENC 25,37-38). La
misma reacción positiva se dio después del discurso que siguó a la curación del lisiado (cf.
Hech 3,4); tras la predicación de Felipe a los samaritanos (cf. Hech 8,12) y al eunuco etiope
(8, 36-38); de la evangelización de Pedro a Cornelio (10, 44-46) y de Pabo en Tesalónica
(17,4), etc.

Otras veces, por el contrario, singularmente cuando retrata de judíos la reacción es


negativa. Las palabras de san Pedro al Sanedrín son rechazadas con peligro, además, para
su vida y la de los otros. “Oyendo esto, rabiaban de ira y trataban de quitarlos de delante”
(cf. Hech 5,33). La misma reacción se nos describe en Hech 9, 30; 9,33; 13,45; 18,6; 22,22.

Hay, además, una tercera reacción: la dudosa. El que escucha la palabra de los apóstoles, no
sabe qué hacer. De una parte no se siente capaz de aceptar su mensaje; de otra, no se atreve
a rechazarlo.
El caso Gamaliel es clásico: “Varones israelitas, dice a sus colegas del Sanedrín, furiosos
por el discurso de Pedro, mirad bien lo que vais a hacer con estos hombres… Ahora os
digo: Dejad a estos hombres, dejadlos; porque si esto es consejo u obra de hombres, se
disolverá; pero si viene de Dios, no podréis disolverlo, y quizá algún día os hallaréis con
habéis hecho la guerra a Dios” (Hech 5,35-39). Gamaliel no sabe qué actitud tomar; no
tiene elementos suficientes de juicio: permanece incierto. Una postura semejante podemos
descubrir en los judíos, después que Pablo ha tenido su discurso en la sinagoga de
Antioquia de Pisidia. Cuando salían de la sinagoga Pblo y Bernabé, “les rogaron que el
sábado siguiente volviesen a hablarles de esto” (Hech 13,42) y ésa es la reacción de Félix
ante el discurso de Pablo: “Disertando él sobre la justicia, la continencia y el juicio
venidero, se llenó Félix de terror. Al fin le dijo: Por ahora retírate; cuando tenga tiempo,
volveré a llamarte” (Hech 24,25).

Las tres actitudes – fe, incredulidad y duda – las encontramos justas a continuación del
discurso en el Areópago: “cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se
echaron a reir (reacción negativa). Otros dijeron: Teñiremos sobre esto otra vez (actitud de
duda)… Algunos se adhirieron a él y creyeron (reacción positiva)” (Hech 17, 32-34).

Lo que no cabe es la indiferencia. Todos los que escuchaban la palabra de los apóstoles
toman una postura; reaccionan de un modo o de otro, pero reaccionan. Todos se sienten
interesados o forzados a adoptar una actitud.

5. Los hechos y su significación

He aquí cómo se presenta, pues, el testimonio de los apóstoles.

Anuncian hechos que realmente han acaecido y que percibieron en la intimidad con Cristo.
Comiendo y bebiendo con Él, antes y después de su resurrección. Pero estos sucesos no son
simples hechos, de los que han sido ocasionalmente testigos y que significan en virtud de
una misión a la que quieren permanecer fieles. Se trata de hechos que han penetrado en sus
vidas; se trata de hechos que han impreso a sus vidas una nueva orientación. Tan nueva,
que no logran ponerse al margen de ellos, que no pueden prescindir en absoluto de su
factibilidad. Estos hechos constituyen al mismo tiempo valores, pues han dado una
significación nueva a la vida de los apóstoles y se anuncian como capaces de dar un nuevo
sentido a la vida de sus oyentes. Al proclamarlos, los doce pretenden sólo reparar una
injusticia, rehabilitar a un hombre inocente condenado al patíbulo de la cruz y a quien Dios
resucitó de los muerto, sino que intentan provocar una conversión, un cambio total de vida.
Estos hechos adquieren importancia no sólo ni principalmente pro ser auténticos ni por ser
verdaderos, sino porque afectan al destino humano. Su significación supera con mucho su
veracidad histórica.

El Cristo muerto y resucitado, en el fondo, no interesa a los apóstoles y a sus oyentes por el
hehco de haber mucho y resucitado realmente, ni tampoco por se el Mesías, ni, pudiéramos
decir, por ser Hijo de dios, sino porque es el Verbo de la vida (cf. 1 Jn 1,1), aquel que
ilumina a todo hombre que viene a este mundo (cf. Jn 1,9). Si el Cristo Hijo de Dios se
hubiera encarnado por razones misteriosas que no tuvieran ninguna relación con nosotros,
los hombres, este acontecimiento hubiera podido causar nuestra admiración y respeto; pero
nada más. Pudiéramos decir que, en el fondo, aquello no nos interesa desde el momento
queno ha cambiado nada en nuestras relaciones con Dios. Pero en el caso de Cristo, nadie
puede permanecer indiferente. Se hizo hombre, murió y ha resucitado por nuestra
salvación.

Precisamene el significado de Cristo, de su muerte y resurrección, ha transformado la vida


de los apóstoles de tal modo que no logran pensarse al margen de él y de la predicación de
su nombre. Cristo, para ellos, es la única persona en la que los hombres pueden ser salvos
(Hech 4,12). Por eso no les es posible estar callados (Hech 4,20). Si callasen, no sólo
dejarían de cumplir su misión sino que renegarían de sí mismos. Para ellos no nau otra
salvación que la salvación en Cristo.
Precisamente porque percibieron la significación que Cristo tenía en sus vidas, en su
predicación, los apóstoles no son simples discos que emiten mecánicamente lo que se
grabara en ellos. No afirman sólo lo que han visto y oído, sino que también testifican que
en aquellos acontecimientos, en aquellos hechos hay algo que los trasciende; en concreto,
aquel “algo” queda sentido a toda existencia.

La atestación constituye, pues, la esencia del testimonio. “Es la testificación, escribe


Marcel, lo que es esencial en este caso. En el dar testimonio me encadeno yo mismo con
plena libertad… No cabe acto más esencial que éste. En su base está el reconocimiento de
un cierto dato, pero, al mismo tiempo, existe otra cosa muy distinta. Siempre que doy
testimonio, me anularía, si negase ese hecho, esa realidad de la que he sido testigo”. Entre
los hechos y la persona que los atestigua hay, pues, una intima relación. Si se separan los
hechos de las personas, aquéllos serán quizá verdaderos, pero carecerán de sentido y de
interés para la vida.

También en este caso tiene san Pablo la palabra exacta. El Cristo que vio en el camino de
Damasco, ha penetrado tan profundamente en su existencia, que no duda en afirmar que su
“vivir es Cristo” (fil 1,21) y que ya no vive él, sino que Cristo vive en él (Gal 2,20). Pero si
Cristo no hubiera resucitado, él y todos los cristianos que creen en Cristo serían los más
infelices de todos los hombres (1 Cor 15, 19). Ello sería cierto, ya que el cristiano renuncia
a todos los placeres del mundo para conseguir los deleites eternos, que Cristo ha prometido.
Pero esos deleites serían puramente ilusorios en la hipótesis de que Cristo no hubiera
resucitado. En otras palabras, la vida del testigo destruiría, se convertiría en una ilusión y
un absurdo, todo lo que él asevera y cree no fuese verdad o no tuviese el significado que le
atribuye.

Esta es la razón por la que todos reaccionan ante el testimonio de los apóstoles: se trata, en
efecto, de realidades decisivas para la existencia, y frente a ellas no puede uno quedarse
indiferente.
El testimonio, por consiguiente, no es posible sin el compromiso de la persona. Y de este
compromiso parte en realidad la significación de los hechos. De ahí la diferencia neta entre
la ciencia y la predicación: aquélla transmite los hechos en su veracidad; ésa los anuncia
también en su significación.

La fe se transmite, por tanto, de esa suerte: por medio de personas comprometidas, que han
percibido el significado de los hechos que anuncian y que los proclaman para logra que
también los demás caigan en cuenta de ello. El testimonio originan el misterio, como se
suele decir; sitúa al hombre frente a los valores decisivos de su existencia y le obliga a salir
de su indiferencia o a reaccionar, al menos, planteándose el problema. El efecto del
testimonio es como dar un revulsivo al hombre y crear en él la inquietud de metafísica y
religiosa. Del testimonio dimana un atractivo, una fascinación, una apelación espiritual que
el testigo ha experimentado ya en su propia carne.

6. El testimonio indirecto de la comunidad cristiana

Además del testimonio directo de los apóstoles, el libro de los Hechos hablan también del
indirecto de la comunidad Jerusalén. Hoch se ocupa de él en su segundo artículo.

Pedro afirma la existencia de este testimonio indirecto cuando declara, ante el Sanedrín,
que de todo lo que él ha dicho acerca de la muerte y resurrección de Cristo son testigos no
sólo de los apóstoles sino también “el Espíritu Santo, que Dios otorgó a los que ole
obedecen” (hech 5,32). “Según este texto, comenta Koch, el Espíritu Santo no da
testimonio sólo a través de los apóstoles sino también por medio de todos los que obedecen
a Dios, es decir, que los que obran y hablan bajo su acción” (cf. Hech 2,4; 4,8.31; 15,28).
En el Espíritu el que da testimonio en ellos por medio de ellos a través de su vida y de su
predicación. Por eso el Espíritu Santo descendió el día de Pentecostés sobre los apósteles,
sin duda, pero también sobre los discípulos e incluso sobre las mujeres que se encontraban
en el cenáculo (cf. Hech 2,4), y todos ellos, apóstoles, discípulos y mujeres, “comenzaron a
hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu Santo les daba” (Hech 2,4). El Espíritu
Santo descendió también sobre los habitantes de Samaria que recibieron la palabra de
Felipe (cf. Hech 8, 12- 17); sobre Felipe el evangelizador (cf. 8,29); sobre los paganos
convertidos (cf 10,44s) y sobre Esteban (cf. 6,5), a quien se llama explícitamente testigo
(cf. 22,20). Y concluye con estas palabras: “El Espíritu Santo se derramó sobre la
comunidad cristiana y sus miembros en orden al testimonio”.

Se trata de un testimonio que se manifiesta en la vida gozo, caridad y oración de la


comunidad cristiana. El libro de los Hechos de los apóstoles lo describe en unos versículos
de enorme viveza: “Y todos los que creían vivían unidos, teniendo todas sus bienes en
común; pues vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos según la
necesidad de cada uno. Todos acordes acudían con asiduidad al templo, partían el plan en
las cosas y tomaban su alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios en
medio del general favor del pueblo” (Hech 2,44-47).

No resultan menos sugestivas las pinceladas del capítulo cuarto: “La muchedumbre de los
que habían creído tenía un corazón y una alma sola, y ninguno tenía su propia cosa alguna,
antes todo lo tenían en común. Los apóstoles atestiguaban con gran poder la resurrección
del Señor Jesús, y todos los fieles gozaban de gran estima. No había entre ellos indigentes,
pues cuantos eran dueños de haciendas o casas las vendían y llevaban el precio de lo
vendido, y lo depositaban a los pies de los apóstoles, y a cada uno se le repartía según su
necesidad” (Hech 4, 32-35). Y el autor sagrado señala expresamente que el pueblo estaba
edificado del género de vida la comunidad cristiana, por lo cual los cristianos gozaban del
“favor general del pueblo” (Hech 2,47), que “los tenían en gran estima” (Hech 5, 13). Y
subraya todavía el influjo de esté testimonio de la vida en la difusión del evangelio: “Cada
día el Señor iba incorporando a los que habían de ser salvos” (Hech 2,47). Aunque tenga
miedo de los sacerdotes y del Sanedrín que persiguen a los apóstoles, el pueblo siente una
gran atracción hacia la vida de los cristianos. Y muchos se convierten a pesar de las
amenazas de los peligros.
El testimonio indirecto de la comunidad consiste, pues, en la irradiación de la fe en fuerza
del ejemplo de vida. De la vida de la comunidad se desencadena un poder de encanto, que
provoca la admiración y la simpatía del pueblo que, si bien no acepta el evangelio, percibe
toda su fascinación (cf. Hech 5, 13-14). Lo que más impresiona es la comunidad de bienes,
el hecho de que entre los cristianos no haya indigentes. Cada uno recibe lo que necesita, sin
tener encuentra aquello con que ha contribuido a la caja común. Era una vida simple, tejida
de oración y trabajo, en la que todos y cada uno vivían felices. La alegría se irradia y
difunde por todos los lugares. Y esta vida de comunidad constituye el marco en que se
desenvuelve la predicación de los apóstoles. En ella pueden descubrir los oyentes en qué
consiste realmente la fe, qué significa Cristo para la vida del hombre. Ningún suceso
exterior perturba su alegría: las persecuciones a que son sometidos los jefes de la
comunidad, no asustan a nadie. Los primeros en sentirse felices son los mismos apóstoles,
que salen del sanedrín “contentos pro que habían sido dignos de padecer ultrajes por el
hombre de Jesús” (Hech 5, 41).

Resultaría inconcebible que hombres tan pletóricos de Cristo no sintieran la necesidad de


hablar con él y de atraer otros hombres a la Iglesia. Y nos encontramos así ante otra forma
del testimonio indirecto: el testimonio individual dado a través de la palabra. El modelo de
Esteban, uno de los sietes diáconos, que, no contento con servir las mesas en sustitución de
los apóstoles, anuncia a Cristo también con su palabra (Hech 7). Lo mismo hace el diácono
Felipe en Samaría (cf. Hech 8,5) y los cristianos disperso a causa de la persecución (Hech
8,4). En el caso de Esteban, el martirio corona la predicación.

7. La difusión de la fe

La fe, por tanto, se difunde por medio de la palabra de las personas que han percibido el
significado que Cristo muerto y resucitado tien para sus vidas, se han dejado empapar de
Él, y se han comprometido en su servicio, cosechando persecuciones, es cierto, pero
también viviendo en la más pura alegría. Su palabra se apoya en el testimonio de la
comunidad de los que han aceptado ya el mensaje y gritan con su vida el sentido de lo que
anuncian los apóstoles.

Ambos testimonios, el directo de los apóstoles y el indirecto de la comunidad, se


complementan; no puede darse el uno sin el otro. El primero proclama los hechos decisivos
para la existencia humana, nos ofrece el segundo su significación en la concretes de la vida
ordinaria. De ahí que la predicación no sólo realiza la Iglesia sino que también se realiza en
la Iglesia. Es la Iglesia la que muestra el sentido del Cristo anunciado por los apóstoles.
Testimonio esencialmente colectivo y no individual. Incluso cuando testifica uno solo,
como en el caso de Esteban, tiene siempre tras de sí la comunidad.

Llegamos así ala conclusión de que el compromiso tanto del predicador y en nombre de la
que predica, es fundamental para la predicación. Es esto, es decir, en la santidad de vida,
consiste aquel servicio de la palabra (diaconía), sin el que no es posible explicar la eficacia
de la predicación.

8. El servicio de la palabra

Este compromiso, este servicio de la palabra entraña, según Schilier, una función doble por
parte del predicador: negativa la una, positiva la otra.

El predicador, en su aspecto negativo, está obligado a eliminar los obstáculos que pueden
impedir a la palabra de Dios llegar a ser lo que en realidad es: palabra de Dios en labios
humanos. No debe, por tanto, explotar sus oyentes, haciéndose mantener por ellos, aunque
tenga derecho a esa manutención. Debe adaptarse a sus usos y costumbres, sin exigir que
los convertidos vivan de una manera determinada a no ser que así lo imponga el evangelio.
No tiene que predicar por motivos poco nobles, es decir, por agradar el auditivo y arrancar
sus aplausos.
San Pablo recoge todos estos motivos en la primera carta a los files de Tesalónica: “Sabéis
también que nuestras exhortaciones no procedían de error, ni de concupiscencia, ni de
engaño; sino de que probados por Dios, se nos había encomendado la misión de
evangelizar; y así hablamos no como quien busca agradar a los hombres, sino sólo a Dios,
que prueba nuestros corazones. Porque nunca, como bien sabéis, hemos usado de lisonjas ni
hemos procedido con propósitos de lucro. Dios es testigo; ni hemos buscado la alabanza de
los hombres, ni la vuestra, ni la de nadie: y aun pudiendo hacer pesar sobre vosotros nuestra
autoridad como apóstoles de Cristo, nos hicimos como pequeños y como nodrizas que cría
sus niños” (1 Tes 2, 3-7).

El apóstol ha amado a los fieles hasta desear no sólo “dales el evangelio de Dios, sino aun
la propia vida” (Cf. Ibid 8). Por ellos repudió los subterfugios dictados por la vergüenza (cf.
2 Cor 4,2) o los argumentos de la sabiduría humana (cf. 1 Cor 2,4), renunciando incluso a
hablar con “sublimidad de elocuencia” (1 Cor 2,1).

Más brevemente, el servicio de la palabra Dios exige que no se predique uno a sí mismo
sino a Jesucristo (cf. 2 Cor 4,2). Ello no es posible sin la paresia, es decir, sin la audacia del
apóstol, con la que san Pablo significa “la libertad y el coraje de una existencia, que es
abierta en sí misma, porque se encuentra disponible para Dios y para el prójimo”.
Pudiéramos decir que el servicio de la palabra, en su ángulo negativo, consiste en hacerse
todo para todos a fin de ganarlos a todos para cristo (1 Cor 9,22).

9. La imitación de Cristo

En su aspecto positivo, por el contrario, el servicio de la palabra consiste en la dedicación


total a ella. En virtud de esta predicación completa a la palabra, el predicador acepta su
propia debilidad y trata de superarla para hacer triunfar en sí mismo la fuerza de Dios;
recibe los sufrimientos que le procuran sus enemigos para dar testimonio de los
padecimientos de Cristo, no sólo con la palabra sino también con la propia existencia (2
Cor 12,7).

San Pablo habla a este propósito de un “aguijón” que se ha instalado en su carne con la
misión de crucificarlo a fin de que no se engría por los favores recibidos de Dios. Él pidió
verse libre del mismo; pero no se le escuchó. “Rogué tres veces al Señor, escribe a los
cristianos de Corinto, que se retirase de mí, y él me dijo: Te basta mi gracia, que en la
flaqueza llega al como el poder. Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome de mis
debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las
enfermedades, en los aprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias
por Cristo; pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12, 8-10).

De esta suerte, el anunciar a la comunidad la palabra de salvación, el apóstol lo hace en


virtud de la experiencia propia de quien ha experimentado en sí mismo su poder. Más
brevemente, podemos decir que la entrega a la palabra consiste en la imitación de Cristo; en
el hacerse semejante a él hasta el extremos de transformarse en Cristo y en llegara ser
imagen suya de modo que se pueda proponer como ejemplo a imitar. “Practicad lo que
habéis aprendido y recibido y habéis oído y visto en mí, y el Dios de la paz será con
vosotros” (Fil 4, 9). Es más, esta imitación de los cristianos respecto al apóstol, tiene que
extenderse a los demás: “os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, recibiendo la palabra
con gozo en el Espíritu Santo aun en medio de grandes tribulaciones, hasta venir a ser
ejemplo para todos los fieles de Macedonia y de Acaya” (1 Tes 1, 6-7).

Podemos sintetizar así: el servicio de la palabra consiste en la santidad de vida que, por
parte, elimina los obstáculos que impiden a la palabra predicada Mostar su eficacia y, de
otra parte, da testimonio. Esta santidad es al hace parte del predicador un comentario
viviente de la palabra, “una segunda palabra”. Y de esta suerte se explica la eficacia de la
predicación.
10. La Eficacia del ejemplo

El problema que se nos plantea ahora y que hemos de considerar, es el examen de la


naturaleza del nexo que hay entre la santidad del predicador y de la comunidad cristiana y
la eficacia de la predicación. Esta relación ¿es de carácter sicológico o también de
naturaleza ontológica? Es decir, ¿constituye la santidad un factor que ayuda o facilita su
eficacia?.

Entre los que consideran a la santidad como un factor de índole sicológica, se encuentra
san Agustín. El doctor de Hipona defiende que la predicación sería eficaz incluso sin la
santidad del predicador, pero que ésta facilita la acción de la palabra. “para que al orador se
le oiga obedientemente, dice, más peso tiene su vida que toda cuanta grandilocuencia de
estilo posea.

Porque el que habla con sabiduría y con elocuencia, pero lleva vida perversa, enseña sin
duda a muchos que tienen empeño en saber, aunque para su alma es inútil, según está
escrito (ecl 37,22). Por eso también dijo el apóstol: “siendo Cristo anunciado, no importa
que sea por fingimiento o por celo de la verdad” (fil 1, 18). Cristo es la verdad y, sin
embargo, puede ser anunciada la verdad con lo que no sea la verdad”(Fil 1,8). Cristo es la
verdad y, sin embargo, puede ser anunciada la verdad con lo que no sea la verdad, es decir,
pueden predicarse las cosas rectar y verdaderas con un corazón depravado y falaz. De este
modo es Jesucristo anunciado por aquellas que buscan su propio interés y no el de
Jesucristo.

San Agustín confirma su opinión con la cita de Mt 22, 2-3: Jesús exhorta a poner en
práctica y lo que dicen los fariseos sin imitar por eso sus conductas. Y concluye: “Por eso
oyen últimamente a los que no obran con utilidad”. La razón última está en que el auténtico
maestro de la predicación es Cristo, cuya palabra siempre es eficaz.
En otro pasaje, san Agustín sitúa en el mismo plano la predicación y los sacramentos. De la
misma forma que el sacramento es eficaz aunque lo administre un sujeto índigo, así
también la predicación tiene eficacia a pesar de la indignidad del ministro. Esto se debe a
que en los dos casos es Cristo quien actúa. Es eficaz el bautismo administrado por Judas y
es eficaz la predicación de un ministro comido de envidia. Y termina con estas palabras:
“No mires por qué, sino a quién. ¿Se predica a Cristo por envidia? Mira a Cristo, evita la
envidia, imita al santo que te predica”.

No obstante esto, el ejemplo del ministro, opina el mismo obispo de Hipona, otorga a la
predicación mayo eficacia. “Así, predicando lo que no hacen, aprovechan a muchos, pero
aprovecharían a muchísimos lo que dicen”. La causa radica en que así se quita cualquier
pretexto a quien trata de justificar su conducta con el mal ejemplo del preicador. Por eso
san Pablo exhorta a Timoteo a se ejemplo para sus fieles (1 Tim 4, 2).

El afirmar la eficacia del ejemplo es corriente en los padres. “El predicador, opina san
Gregorio Magno, debe hablar más con lo que hace que con lo que dice: debe trazar el
camino a sus oyentes más con su propia vida virtuosa que indicándoles con las palabras la
vía que han de seguir.

Los hechos son intuitivos. Hoy, a la par que en los tiempos de los padres, la predicación
que no vaya acompañada por la santidad de vida del predicador y de la comunidad en que
predica, contraría con escasas posibilidades de éxito. El hombre contemporáneo no cree
fácilmente en la autoridad. El vitalismo, que configura gran parte de su psicología, lo
empuja a no distinguir entre “la predicación y el predicador, entre la predicación y la
realidad de vida de la Iglesia”.

Pero el verdadero problema radica en determinar si la santidad del predicador y de la


comunidad eclesial influye, además de sicológicamente, de manera antológica en la
predicación, condicionando su eficacia.
Nos proponemos examinar esta cuestión en el capítulo siguiente.
10. LOS MOTIVOS DEL TESTIMONIO

Afirmar que la santidad constituye un factor condicionante de la predicación significa decir


que ésta no puede existir sin aquélla. Ni tampoco podría explicarse entonces la eficacia de
la palabra. Hemos visto que el testimonio puede exigir incluso el sufrimiento y la muerte.

En el capítulo presente, pretendemos examinar las causas de este hecho tan importante para
comprender la naturaleza y eficacia de la predicación.

1. La predicación y los signos

Hemos dicho que la predicación es el anuncio de la palabra de Dios por medio de la palabra
humana. En el predicador habla Dios mismo. Pero para que su palabra se acepte como
palabra de Dios, es preciso que se reciba como proveniente de Dios. Por eso, como hemos
visto ya, a la predicación de los apóstoles, y antes a la de Jesús, acompañaban signos y de
manera especial milagros.

Cristo declara expresamente que, por razón de los prodigios que él ha realizado, son
inexcusables cuantos no han recibido su predicación (cf. Jn 15,24). Es en los milagros
donde se hace evidente el origen divino de su palabra, como comprendió bien Nicodemo
(cf. Jn 3,2). Esto resulta válido también para la predicación de los apóstoles. En ella son tan
frecuentes los milagros que basta la sombra de Pedro (cf. Hech 5,15) o el roce de los
pañuelos y delantales de Pablo (cf. Hech 19, 11-12) para sanar a los enfermos. La
comunidad de Jerusalén pide a Dios milagros, para que aparezca a sí que los apóstoles
anuncian su palabra: “ahora, Señor, mira sus amenazas, y da a tus siervos hablar con toda
libertad tu palabra, extendiendo tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el
nombre de su santo siervo Jesús” (Hech 4,29-30).
Los milagros contribuyen a crear aquella atmósfera de misterio que es tan encesaria para
sacudir al hombre de su letargo y colocarlo frente al problema de la presencia de Dios que
lo llama. Por ellos perciben los hombres que la palabra de Dios resuena en la del
predicador. Los milagros, pues, forman parte de la predicación, son un elemento
constitutivo de la misma. Sin ellos no podría la palabra de Dios aparecer como es en
realidad.

Si san Pablo puede alabar a los tesalonicenses porque han recibido la palabra que les ha
predicado no como palabra de los hombres, sino como palabra de Dios (Cf. 1 Tes 2,13), se
debe a que su predicación es Tesalónica como en Corinto “no fue en persuasivos discursos
de humana sabiduría, sino en la manifestación des espíritu de fortaleza” (1 Cor 2,4). Les
demostró que hablaba en nombre de Dios mismo “con señales, prodigios y milagros” (2
Cor 12,12). Si la palabra predicada por él y por los doce fue “firme”, se debió a que fue
atestiguada por Dios “con señales, prodigios y diversos milagros y dones del Espíritu
Santo, conforme a su voluntad” (Heb 2,4).

Ahora bien, si para los apóstoles los signos mediante los cuales la predicación se presentaba
como divina eran los milagros y los dones extraordinarios del Espíritu, ¿cuáles serán esos
signos después de la época apostólica, cuando los milagros y los carismas se han
transformado en sucesos esencialmente poco frecuentes? El problema no dejó de interesar a
los padres de la Iglesia ya desde los comienzos.

2. la doctrina de san Agustín

El doctor de Hipona se planteó el problema y le dio una respuesta que ha continuado siendo
clásica. En el sermón 116, al tratar de la aparición de Cristo a sus seguidores tras la
resurrección, y del sentido de las Escrituras que les descubría, escribe. “Vieron (a Cristo)
sufrir, lo vieron colgar de la cruz, resucitar u vivir. ¿Qué cosa no veían, pues? Su cuerpo,
esto es, la Iglesia. Veíanlo a él, pero no a ella. Veían al esposo, pero la esposa todavía
quedaba oculta” y, tratando luego de mandato de Cristo de pregonar el evangelio hasta los
confines de la tierra, continúa el doctor de Hipona: “Hay algo que todavía no contemplaba
los apóstoles: la Iglesia difundida por todos los países, comenzando por Jerusalén.
Contemplaban la cabeza y por la cabeza creían en el cuerpo. Creyeron en lo que veían a
través de lo que contemplaban con sus propios ojos. Nosotros nos parecemos a ellos.
Vemos algo que ellos no vieron y no vemos lo que ellos contemplaron. ¿Qué es lo que
nosotros vemos y que ellos nos contemplaron? La Iglesia difundida por todos los pueblos.
Por el contrarió, ¿qué es lo ellos contemplaron y nosotros no vemos? Cristo bajo forma
humana. Por tanto, igual que ellos contemplaron a Cristo y creían en su cuerpo (la Iglesia),
nosotros vemos su cuerpo y creemos en su cuerpo (la Iglesia), nosotros vemos su cuerpo y
creemos en la cabeza”. Tanto en el caso de los apóstoles como en el nuestro, se ve una cosa
y se cree otra: los apóstoles contemplaban a Cristo y creían en la Iglesia; nosotros, en
cambio , vemos la Iglesia y creemos en Cristo. El conocimiento de Cristo y de su
resurrección llevaba a los apóstoles a creer en la Iglesia; a nosotros nos mueve la
contemplación y experiencia de la Iglesia a creer en Cristo resucitado. En uno y otro caso,
la fe se halla vinculada a un milagro: la fe de los apóstoles, al milagro físico de la
resurrección de Jesús, y al milagro moral de la Iglesia, la nuestra.

Entre las cualidades que hacen de la Iglesia un milagro moral, se encuentra la santidad
precisamente. San Agustín lo afirma en el De utililate credenti. Cuando se ocupa de los
motivos que deben inducir a la fe en la Iglesia, el obispo africano se entretiene con
frecuencia en el examen de esta prerrogativa.

“Las costumbres, afirma, siempre ejercen un gran influjo en el espíritu humano. En lo que
tiene de malo, que se deriva del vendaval de las pasiones, estemos más prontos para
condenarlas y corregirlas que para dejarlas y cambiarlas”. Establecido este principio, san
Agustín despliega ante los ojos del maniqueo Honorato el espectáculo de la vida cristiana.
“Piensas, dice, que la humanidad ha ganado poco, cuando contemplamos que no sólo
algunos grandes pensadores que plantean la cuestión, sino que toda la muchedumbre de
personas sin cultura, hombres y mujeres de razas tan diversas, creen y proclaman que no
hay que adorar cuerpos terrestres ni ígneos, ni objetos sensibles, en lugar de dios, que sólo
puede ser conocido por el entendimiento? ¿Cuándo vemos que la templanza llega a reducir
el alimento cotidiano a un pedazo de pan y un poco de agua, y a prolongar los ayunos no
sólo por un día, sino durante vaios días seguidos? ¿cuándo vemos que la castidad llega
incluso a renunciar al matrimonio y a la familia; y la paciencia llega a despreciar la cruz y
las llamas; y la generosidad se entiende hasta entregar las propias riquezas a los pobres; y
el desprendimiento de las cosas de este mundo hasta el deseo de la muerte? Son pocos los
que llegan hasta este extremo y aún son menos lo que tal hacen con prudencia. Pero las
gentes les aplauden; las gentes los oyen; las gentes los alaban y terminan por amarlos. No
pueden hacer lo mismo, pero lo atribuyen a su debilidad”.

Este hecho, que constituye una realidad vida dentro del cristianismo, no puede dejar de
impresionar. El santo continúa: “He aquí que la divina providencia ha realizado por medio
de los oráculos de los profetas, de la humanidad y de las enseñanzas de Cristo, de las
correrías de los apóstoles, de las humillaciones de los mártires, de sus suplicios, su sangre y
su muerte: por medio de la vida admirable de los santos”. Se impone una consecuencia:
“tras haber constatado esta asistencia tan patente de Dios, el regreso y resultados tan
maravillosos, ¿podremos titubear en arrojarnos en los brazos de la Iglesia?”.

La Iglesia manifiesta su dignidad a través de la santidad de sus miembros. Esto constituye


un milagro moral. Este milagro hace que se considere a la predicación como la palabra de
Dios, que hay que recibir por la fe. Al mimo tiempo que los predicadores anuncian el
misterio de la salvación, la Iglesia manifiesta, con santidad, que esta palabra procede del
mismo Dios.

Savonarala, en su triumpbus crucis desacollarará posteriormente este argumento: y el


concilio Vaticano I descubrirá en él la nota más característica para proclamar a la iglesia
motivo perenne de credibilidad, sigmon levantum in nationibus.
3. La argumentación de san Juan Crisóstomo

Como contraprueba de nuestras afirmaciones, queremos aludir a la argumentación de san


Juan Crisóstomo, quien se planteó el problema de convertir a la minoría que aún continuaba
en el paganismo en sus tiempo.

Dirigiéndose a sus cristianos, dice textualmente el gran doctor: “cristo nos ha dejado en la
tierra para que difundamos la luz; para que seamos maestros de los demás y fermento
auténtico; para que nos comportemos como ángeles entre los hombres, como adultos entre
los niños, como hombres espirituales entre los carnales a fin de poderlos ganar, ser
sementera y llevar frutos copiosos. Si nuestra vida brillase de ese modo, no habría
necesidad de predicar la doctrina: los ejemplos tendrían la elocuencia de las palabras. No
habría paganos, si viviéramos como cristianos de una pieza, si observásemos los
mandamientos de Cristo, si sufriéramos con tolerancia las injurias y los robos, si nuestras
bendiciones cayeran sobre los que nos fastidian, si devolviésemos bien por mal. No existe
ningún pagano tan enemigo de la religión, que no la abrazase si fuere ésa la línea de
conducta de todos nosotros. San Pablo, y era un hombre solo, atrajo muchos (a Cristo),
¿cuántos podríamos conquistar nosotros que somos tan numerosos? Los cristianos superan,
sin duda, a los paganos en número. Y mientras que en las otras artes basta un maestro para
cien discípulos, a pesar de ser muchísimos los maestros, muchos más los discípulos, en la
religión, ninguno se convierte. Los discíùlos escudriñan las virtudes de sus maestros; pero
cuando ven que deseamos y perseguimos las mismas cosas que ellos apetecen y buscan, es
decir, el domino y los honores, ¿cómo podrán admirar el cristianismo? Se dan cuenta de
que la vida de muchos es reprensible, enfrascada en las cosas de la tierra; advierten que
apreciamos las riquezas tanto y más que ellos, que nos aterra la muerte y la pobreza y las
enfermedades, que ambicionamos la gloria y los cargos públicos, que nos deshacemos por
tener dinero y que nos aprovechamos de las ocasiones. ¿Cómo podrán, entonces, ser
movidos a la fe? ¿Quizá por los milagros? Pero ya no existen milagros. ¿Acaso por nuestro
estilo de vida? Pero si está descacreditado. ¿Por la caridad? Pero si no vislumbran ni
siquiera su sombra. Tendremos, pues, que dar cuanta no sólo de nuestros pecados, sino
también del mal que hemos causado a los otros”.

A falta de milagros, afirma el crisóstomos, para creer, los paganos necesitan otro signo por
el que se advierta que el cristianismo es algo que procede de Dios. Ese signo es la vida
cristiana que nos hace vivir como ángeles entre los hombres, como seres espítuales entre
animales. Si ella brillase en todo el mundo con pleno fulgor, los paganos se convertirían
incluso sin el anuncio de la palabra. Pero como los cristianos no se diferencian de los
paganos en su conducta, ninguno de éstos se siente empujado a abrazar la fe. Y el santo no
se maravilla de este fenómeno. ¿Cómo podrán creer si el cristianismo ue tienen delante de
sus ojos no les ofrece ningún signo que garantice su procedencia divina? Y siguiendo su
discurso, san Juan Crisóstomo demuestra que no sirve remontarse a las virtudes de los
antepasados, a Pablo y a Juan, pues el pagano podría también apelar a las virtudes de sus
filósofos. Hay que demostrarles bic et munc lo que es el cristianimos. Pero eso es imposible
si los seguidores de Cristo viven como los paganos.

La misma idea expone san Gregorio Nacianceno. El extraño, dice, juzga la fe por el buen
nombre de los que la siguen. Si es así, añade, “cómo le convenceremos para que acepte una
opinión diversa de la que hemos enseñado con nuestra vida?”.

4. La opinión de Francisco de Vitoria

En tiempo más próximos a nosotros, encontramos idéntica doctrina en la pluma del gran
teólogo español Francisco de Vitoria.

Al intentar defender a los indios de América meridional contra la guerra que les hacían los
conquistadores europeos, bajo el pretexto de que, por no haber recibido el cristianimo que
les predicaban los misioneros de Cristo, el teólogo de Salamanca demuestra la
inconsistencia de semejante motivación. Es cierto, sin duda, admite él, que los indicio no se
han convertido; más para ser responsables de su infidelidad, es preciso que se les haya
presentado la fe con signos adecuado y capaces de probar su origen divino. Y precisamente
no se dieron esos signos.

Escribe Victoria: “Pero no oigo hablar de milagros ni de signos de ninguna ni de signos de


ninguna clase, ni tampoco escándalos, de horrendos delitos y de muchas impiedades. No se
ve, por tanto, que les haya predicado la religión de Cristo de manera adecuada ni con una
piedad tal como para los indios estén obligados a recibirla. Ciertamente muchos religiosos y
eclesiásticos han realizado su misión ejemplarmente, con su vida y su predicación celosa y
su habilidad; pero su obra se vio obstaculizada (En producir sus frutos) por los que se
ocupaban de otros intereses”.

Para que se pueda decir, pues, que el evangelio se predica de forma adecuada para
provocar, aunque sea libremente, la conversión, se exigen señales por las cosas que
aparezcan que el predicador habla en nombre de Dios mismo. Pero, afirma Vitoria, esas
señales no existieron en el caso de la evangelización que tuvo lugar en las Indias. No se
dieron milagros físicos ni ejemplos de vida cristiana tan profunda como para probar el valor
divino de la religión cristiana. Los predicadores fueron ciertamente modelo de celoso
entusiasmo y santidad; pero su testimonio resultó inútil por causa del mal ejemplo de los
otros cristianos. ¿Cómo puede afirmarse, pues, que se les ha predicado realmente el
evangelio? Y vas más lejos aún Vitoria, ya que se atreve a decir que, exceptuado el pecado
de infidelidad, abundan más los vicios entre algunos creyentes que entre aquellos bárbaros.

Aquí se palpa la necesidad del testimonio no sólo personal del predicador, sino también
colectivo de toda la comunidad cristiana. “La Iglesia, cuando viene presentada, forma un
todo único. No se la juzga sólo por la predicación de los clérigos, sino por la conducta de
los eclesiásticos y de los seglares. Todo cristiano es, por tanto, responsable de la
presentación de la Iglesia a los infieles. Cada cristiano tiene que ser un signo positivo de la
verdad de su religión”.
La santidad del predicador y de la Iglesia, por consiguiente, forma parte de la predicación.
En tanto se puede asegurar que se ha anunciado la palabra de Dios en cuanto que se la
presenta como divina garantía de signos físicos o morales. La santidad constituye uno de
ellos. Y acaso el principal. Entre la santidad de la Iglesia y la palabra del predicador se da
una relación esencial: sin la santidad de la Iglesia, la predicación no puede mostrarse como
palabra de Dios; la santidad de la predicación no podría explicar el misterio de su origen y
fecundidad.

De esta suerte cabe responder a la objeción que surge de la enseñanza de san Pablo: la
predicación es eficaz aunque el predicador no sea santo o se lance a predicar por motivos
poco nobles (cf. ÇFil 1, 15-18). La eficacia de la predicción no está ligada propiamente a la
santidad personal del predicador; pero sí ciertamente a la Iglesia en la cual y en nombre de
la cual él habla. Es la Iglesia, no cada uno de los predicadores, la que anuncia la palabra de
Dios.

La Iglesia es un todo único formado por sacerdotes y laicos. En esa unidad cabe la
existencia de sombras, bien sea por parte de la jerarquía docente, bien por parte de los
fieles. Pero tiene que haber también luces esplendorosas. En más, para que se realicen las
condiciones necesarias, para que la predicación resulte fructosa, las luces deben prevalecer
sobre las sombras. En la santidad de la Iglesia se eclipsan las deficiencias morales y de
orden intelectual del predicador, al igual que se difuminan las luces que difaman de la
santidad de los evangelizadores, si las sombras de la Iglesia son más fuertes y densas. En el
pasaje citado de san Pablo, las sombras de los predicadores que anunciaban a Cristo por
envidia o por lucro, se perdían hasta desaparecer en la santidad de la comunidad cristiana;
pero en caso de la evangelización de América, la santidad de los misioneros era anulada por
las densísimas sombras existentes en la comunidad cristiana que vivía en torno a ellos.
5. El cristianismo como mensaje

La santidad cristiana no constituye sólo un motivo de credibilidad ni es sólo una


circunstancia que condiciona la naturaleza y eficacia de la predicación. Viene exigida por
motivos mucho más profundos. La exige, ante todo, el mismo objeto de la predicación.

Como hemos expuesto anteriormente, su objeto es el mensaje de salvación, es decir, el


conjunto de valores destinados a dar sentido a la vida. Y los valores transmiten por medio
del testimonio.

Si el objeto de la predicación fuese un sistema de ideas o de hechos, incluso revelados y


extraordinarios, se comunicaría a través de la enseñanza. La ciencia, indudablemente,
enuncia principios que tienen validez en sí mismos, sin ninguna preferencia directa a la
persona que enseña. La ciencia, indudablemente, enuncia principios que tiene validez en sí
mismo, sin ninguna preferencia directa a la persona que enseña. Cuando el filósofo ha
descubierto, con reflexión, las leyes de la realidad, puede enseñarlas a quien tena interés
por conocerlas, reconstruyendo antes sus oyentes y discípulos el proceso racional que le ha
llevado a descubrir, en la multiplicidad de los fenómenos, los principios y leyes generales
que los rigen. La aceptación o desprecio de sus enseñanzas depende de la fuerza o debilidad
de sus argumentos. No importa que el profesor sea bueno o malo, más o menos inteligente:
interesa sólo que sus demostraciones sean válidas. Los oyentes, por otro lado, no pueden
encontrarse especiales dificultades en admitir una doctrina que se les demuestra como
verdadera. La ciencia, pues, se sitúa en un plano de intemporalidad; se preocupa de las
ideas en si mismas.

Las cosas son muy diferentes cuando se trata de difundir un mensaje. Entonces no se
manejan ideas o hechos auténticos, verdaderos en sí mismos, que carecen de relación con la
vida. En el mensaje, según hemos visto, “se descubren realidades decisivas, realidades que
problematizan toda nuestra existencia (la del público y la nuestra) y de las que dan
testimonio la verdad y la santidad”. No se trata, como en la enseñanza, de decir cual es la
naturaleza de las cosas o de interpretar la realidad, sino de Mostar la salida de una situación
que se juzga irreparable. El mensaje, para ser aceptado, debe despertar en quien lo recibe la
esperanza de que el camino indicado por el mensajero podrá remediar la situación en que
aquel se encuentra y de la anhela escapar. Pero esto no puede conseguir sino el testigo, es
decir, la persona que ha andado ya el camino proclamado por el mensajero y ha visto ya
resulta su situación. “Los testigos, citamos palabras de Mehl, no pretenden demostrar el
error o la verdad de un sistema, no buscan analizar un dato… anuncian la autoridad a la que
someten su existencia y testifican que esa autoridad es válida también para su auditorio”. El
mensaje es la profecía de un futuro, de un porvenir que ya está presente para el testigo. Él
ha aceptado ya los valores que anuncia a los demás y ha visto que su vida se ha
transformado, ha tomado un ritmo y una orientación nuevos. El testigo no demuestra una
tesis; sólo explica lo que se ha realizado en él a partir del momento en que aceptó el
mensaje que ahora proclama.

El mensaje, por tanto, se difunde en la medida en que su pregonero logra comunicar a los
que lo escuchan la confianza de que, si ellos están dispuestos a realizar lo que él ha hecho,
solucionarán su situación molesta e incómoda e imprimirán a sus vidas un sentido nuevo.
Los valores se aceptan cuando el testigo logra comunicar el reclamo, la sugestión y el
encanto que encarnan. Dicha comunicación resulta imposible si el que da testimonio de
ellos, no los ha experimentado tan intensamente como para poder contagiar su experiencia.
Ello quiere decir que la atracción que los valores tiene que ejercer por su misma naturaleza,
sólo puede explicarse y hacerse real en el caso de que se encarne en un testigo; después se
irradia desde él a los demás.

Por un fenómeno de irradiación y de comunicación se ha propagado el mensaje de libertad


de la revolución francesa, y se comunica hay el de justicia que proclama la revolución rusa.
Cuando los agitadores políticos del siglo pasado predicaban un cambio de las cosas en el
régimen existente, apelando a la llamada “constitución”, se refiere propiamente a Francia, a
su prosperidad, a su prestigio político y literario. En esos frutos hallaban la prueba del
mensaje de la revolución. Y lo mismo hay que decir de la revolución comunista. En el
progresos realizado en Rusio soviética y ven los pueblos oprimidos la fuerza y la eficacia
del mensaje que anuncia el marxismo. Ambos mensajes se han difundido exactamente a
través de un fenómeno de irradiación y, podríamos decirlo, de contagio.

6. El mensaje cristiano

en el cristianismo nos encontramos ante un mensaje. Anuncia a Cristo muerto y resucitado.


Estamos ante hechos realmente acaecidos; pero lo que importa en ellos, ya lo hemos
repetido muchas veces, no es su veracidad sino más bien su significado. Cristo ha muerto y
resucitado para nuestra salvación, es decir, para dar sentido a nuestra vida, admitiéndonos a
la participación de la vida divina, al diálogo trinitario. Sólo en él se puede aplacar la
inquietud humana y adquirir significado la vida. Para transmitir la significación de los
hechos proclamados, los apóstoles no cuentan más que con un medio: su convivencia con
Jesús; el contacto íntimo durante tres años; el haber comido y bebido con él; el haberlo
escuchado y haber visto sus milagros portentosos. Y en ese contacto con Jesús, percibieron
ello el valor incomparable de su persona y se percataron de que era el Verbo de la vida (cf.
1 Jn 1, 1) y la luz del mundo (Jn 8,12). Esa convivencia los transformo de tal modos que ya
no supieron vivir al sino al servicio de su maestro. Ningún amenaza puede hacer callar (cf.
Hech 4, 20); ningún peligro es capaz de tumbarlos o hacerles retroceder de las posiciones
tomadas y es precisamente esté compromiso (impegno engagement) lo que sorprende a
quienes escuchan la predicación del evangelio hecha por los apóstoles es esto lo que les
hace adivinar la existencia del misterio y les obliga a preguntarse quien será aquel Jesús
que ha transformado así a estos hombres sin cultura.

Nadie puede sustraerse a esta fascinación. Los fariseos, que se opusieron de la manera más
decidida a su predicación, no pudieron, pudieron ocultar su asombro frente a estos hombres
que, por su maestro, estaban dispuestos a todo. “Viendo la libertad de y el perdón de Pedro
y de Juan dice el libro de los Hechos considerando que eran hombres sin letras plebeyos, se
maravillaban”( Hech 4,13). Tienen la justa impresión de hallarse ante un misterio. El
discurso de Pablo, en Iconio, estaba impregnado de tal acento de sinceridad y convicción
“que creyó una numerosa multitud de judíos y griegos” (Hech 14,1). Aquí no se realizan ni
siquiera milagros, como en el caso de los apóstoles en Jerusalén. Pero de la persona de
Pablo dimanaba una fuerza tal que los oyentes no tuvieron en adherirse a su palabra. Y a
pesar de que, al menos en aquel primer discurso, hizo un predicación de Cristo sumaria. En
Filipos, el director de la cárcel se convirtió en cuanto supo que Pablo y Silas no se habían
aprovechado del terremoto para huir de la prisión: “Los saco fuera y les dijo: Señores, ¿qué
debo yo hacer para ser salvo. Ellos le dijeron: Cree en el Señor Jesús y serás salvo tú y tu
casa” (Hech 16,30-31). En todos estos casos, es el testimonio de los apóstoles, el testimonio
de su vida dedicada enteramente al servicio del maestro hasta olvidarse de sí mismos y a
comportarse de manera opuesta a la conducta de la mayoría de los hombres, lo que
impresionaba a quienes los escuchaban y les obligaba a adherirse a la fe o, al menos, a
plantearse el problema de la misma. En el testimonio se halla implícita o explícitamente la
invitación a seguir el ejemplo del testigo. Y el ejemplo se sigue en la medida en los oyentes
tienen sensibilidad y se encuentran necesitados de los valores que encarnan los testigos. El
testimonio es rechazado por los fariseos; lo acepta el director de las cárceles de Filipos y
siembra la inquietud en Gamaliel.

7. El testimonio verdadero y el falso

Se podría poner una objeción al llegar a este punto. ¿No cabría pensar que el testigo es un
mentiroso dispuesto a engañarnos? La respuesta es negativa. El testigo no tiene ningún
interés en engañarnos. Él ha sido el primero que ha aceptado los valores que pregona y se
ha comprometido existencialmente en ellos. Sufriría las consecuencias en su propia carne.
Para engañar a los otros, tendría que mentirse a sí mismo. San Pablo gritaba rotundamente
que si Cristo no hubiera resucitado, él, y con él los cristianos, serían los más desdichados de
los hombres (cf 1 Cor 15, 19). No cabe, pues imaginarse un testigo que quiera engañar.

Pero se podría objetar que hay testigos falsos tan hábiles que seducen incluso a las personas
más prudentes. Cristo nos pone en guardia frente a ellos, cuando afirma que los hijos de las
tinieblas son más astutos que los de luz (cf. Lc 16,9). La objeción es legítima: los testigos
falsos no constituyen sólo una hipótesis.

Es preciso responder que el testimonio no incluye la aceptación a ciegas del mensaje, sin
ninguna discusión o garantía. El testimonio implica la existencia de valores capaces de
transformar la vida del hombre, pero no excluye la posibilidad de las pruebas que hacen
creíble el mensaje. Aunque es posible saltar directamente del testimonio a la fe, como en el
caso del director de las cárceles de Filipos, no es ésta precisamente la función específica del
testimonio. Únicamente tiene que atestiguar la existencia de valores capaces de transformar
la vida del hombre, es decir, debe provocar en él el problema e indicarle su posible
solución. Resulta evidente pensar que el hombre antes de adquirir compromisos, de este
modo no le supondrá mucha dificultad en hallar los criterios aptos para distinguir el
testimonio verdadero del falso.

Tertuliano ha descrito con fuerza exactitud esta tarea del testimonio del Apologético. Se
pregunta, al hablar de los mártires: “ ¿quién descubriendo la sólida firmeza del cristiano, no
se sentirá empujado a investigar el contenido ideal del cristianismo? ¿Quién una vez
realizada esta búsqueda no se incorporará nosotros?, ¿Quién tras haberse acercado a
nosotros no anhelara sufrir para alcanzar de modo pleno la gracia divina, para obtener el
perdón completo con el precio de la propia sangre?”. Y en esto radica exactamente el
cometido del testimonio: en mover “investigar el contenido ideal de la religión cristiana”,
es decir, si Dios ha intervenido de verdad en la historia de esta investigación surge el juicio
de credibilidad.

Nos parece muy sugerente, este propósito, el caso de Gamaliel no acoge ni rechaza el
testimonio de los apóstoles se queda dudando y busca preguntase así mismo: “están estos
hombres en la verdad (cf. Hech 5, 34-39). El testimonio de excluir la apologética la hace
indispensable.
8. El testimonio colectivo

Hay otra objeción más sutil, de acuerdo, el testigo no engaña pero ¿quien garantiza que no
se engaña?, la objeción, se refiere no tanto a la verdad de los hechos cuanto a su
significación. ¿Quién nos asegura que el testigo no se engaña al atribuir a los hechos una
significación que quizá no se tiene?.

La respuesta se halla en el testimonio comunitario ciertamente es posible que se engañe un


individuo o un cierto numero de personas, más este engaño resultl menos verosímil cuando
son millones los que aceptan y viven un mensaje espacialmente si se trata de un mensaje
cuya aceptación lleva consigo e impone sacrificios y renuncias.

Hemos llegado, pues, a la misma conclusión: la difusión del evangelio no es tarea de cada
uno de los predicadores sino de toda la Iglesia. Los predicadores es cierto, anuncian el
mensaje; pero es la iglesia la que hace comprender su significado. La comunidad cristiana
es parte esencial en la difusión del cristianismo.

9. La fe encuentro entre personas

Existe una razón todavía más profunda que aclara la necesidad del testimonio para la
propagación de la fe. El objeto de la predicación no es sólo un mensaje, sino un mensaje
que se identifica con una persona. El mensaje cristiano es la persona de Cristo. La
predicación tiene que provocar un encuentro entre las dos personas, Cristo y el hombre, en
su más honda intimidad.

Más ¿como puede realizarse el encuentro entre dos personas? En el ensayo que hemos
citado varias veces Monroux responde: “no se puede aprehender una persona en su
realidad a través de una mera investigación crítica ni por el empleo de la razón, que
descubre problemas y los resuelve. Ni se manifiesta el apetito animal en los instintos
ciegos. La personas se aprehende en el contacto con su espíritu y por medio del fenómeno
de comunión”. La razón que puede preparar el encuentro, mostrando la necesidad que el
hombre siente de Dios, la racionalidad de la fe, etc.; pero no puede provocarlo.

Pero, entonces, ¿cómo se provoca este contacto espiritual?. Hemos afirmado ya con san
Agustín que las personas se encuentran a través del fenómeno del amor. El hombre se
entrega lo ha amado antes, especialmente si el que tomó la iniciativa en el amor es una
persona más elevada como dice el obispo de Hipona.

Ese es el caso de la fe, del encuentro entre el hombre y Dios. Él no ha amado antes y luego
nos ha pedio que le correspondamos con nuestro amor. Cierto que, en la fe, Dios permanece
oculto, no es posible verlo. Pero obra a través de un mediador que es precisamente el que
predica. Ahora bien si para la fe se requiere la comunión de amor, el vehículo de la misma
tiene que ser la persona que anuncia el mensaje.

Y he aquí que nos topamos de nuevo con el testimonio El predicador ha de ser un testigo
del amor para con el hombre; en él hemos de advertir que Dios nos ama. El encuentro de la
fe es provocado exactamente por la irradiación del amor entre Dios y el hombre mediante el
mensajero o de modo más genérico, mediante la Iglesia.

En esto estriba la necesidad del testimonio: la Iglesia tiene que ser la portadora del amor de
Dios. El hombre que la contempla, que esta en contacto con su vida y con repercusiones
sobre la existencia humana, debe percibir en ella la presencia de Dios y la fuerza del amor
divino. En el amor que la Iglesia profesa a Dios y al prójimo por amor de Dios, es donde se
tiene que manifestar el poder divino y su amor para con el hombre con toda justicia pudo
proclamar Jesús: “En esto conocerán todos que soís mis discípulos: si tenéis caridad unos
para con otros” (Jn 13,35). Solo de esta manera será posible el fenómeno de irradiación y
comunión absolutamente necesario para que pueda darse la fe.
10. El testimonio en la trinidad

Que sea una persona la que nos haga conocer a otra en su intimidad, constituye un hecho
que se realiza incluso en la misma trinidad. Conocemos las tres personas divinas gracias al
testimonio que cada una de ellas da de la otras dos. Conocemos al Padre a través del Hijo, y
al Hijo por medio del Padre, y al Espíritu Santo mediante el Padre y el Hijo. Conocemos, en
primer lugar, al Padre por el testimonio del Hijo. Jesús dice: “El que viene de arriba esta
sobre todos. El que procede de la tierra es terreno y habla de la tierra; el que viene del cielo,
da testimonio de lo que ha visto y oído, pero su testimonio nadie lo recibe. Quien recibe su
testimonio pone su sello atestiguando que Dios es veraz” (Jn 3, 31-33). Jesús afirma que
dice lo que ha visto junto al padre. Nadie ha visto a Dios pero nosotros, podemos conocerlo
a través de lo que nos revela su Hijo único, que estuvo en el seno del Padre (cf. Jn 1, 18).
Por eso nosotros conocemos al padre por lo que de él nos dice su Hijo.

El padre, a su vez, da testimonio del Hijo: “Si aceptamos el testimonio de los hombres,
mayor es el testimonio de Dios, que ha testificado de su Hijo. El que creé en el Hijo de
Dios tiene este testimonio en si mismo. El que no cree en Dios le hace embustero porque no
cree en el testimonio que Dios ha dado de su hijo” (1 Jn 5,9-10). Este testimonio lo ha dado
el Padre en el bautismo de Jesús, cuando lo declaró su Hijo predilecto (cf. Mc 1, 11: Lc 3,
20); en la transfiguración de (cf Mt 17, 5) y el domingo de ramos (cf Jn 12,28) el testimonio
del padre se explicita también en los milagros que realiza a favor de Jesús (cf jn 3, 36),
especialmente en el de la resurrección. “El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob anuncia
Pedro el día de Pentecostés, el Dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo Jesús a
quién vosotros entregasteis y negaistes en presencia de pilato” (Hech 3, 13) ente el padre y
el Hijo se da un intercambio de testimonio, que se afirman mutuamente: “Si ya diera
testimonio de mi mismo, dice Jesús, mi testimonio no sería verídico; es otro el que da de mi
testimonio, y yo sé que es verídico el testimonio que de mi da” (Jn 5,31-32).

El Hijo atestigua, además, del Espíritu Santo: “Y yo rogaré al Padre, y os dará a otro,
abogado, que estará con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, que el mundo no
puede recibir” (Jn 14, 16-17). El paráclito enseñara a los apóstoles todo (cf.. Jn 14, 26). El
Espíritu Santo, a su vez, testimoniará a favor del Hijo. “Cuando venga el abogado, que yo
os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará
testimonio de mi” (Jn 15, 26). El Espíritu glorificará a Jesús (cf Jn 16, 14).

Según se puede apreciar por esos textos, las personas divinas se conocen a través de los
testimonios que una da de la otra. En la propagación de la fe tropezamos con el mismo
fenómeno. Una persona, el predicador, da a conocer a otra, da a conocer a Dios en Cristo,
mediante un testimonio. Se trata de un testimonio de amor que tiende a provocar una
respuesta de claridad. Sólo una persona puede provocar ese contacto del espíritu en el que
es posible aprehender a otra persona. De ahí que la fe se transmita promedio del testimonio.
En la medida que el predicador ha palpado la intimidad de Cristo, podrá hacer a los demás
participes de esa intimidad.

11. El testimonio de las persecuciones

Podemos preguntarnos cuál es la razón de que el testimonio haya de estar adornado de esa
radicalidad, que hemos visto se nos describen los Hechos de los apóstoles. En otras palabra,
¿por qué la expresión máxima del testimonio está en el martirio? La predicación, lo hemos
examinado en el capítulo presente, constituye una forma del testimonio.

En no pocos pasajes del Antiguo Testamento se atribuye la persecución de los testigos al


hecho de que la voluntad de Dios, que ellos manifiestan, contraria los planes de los
hombres perversos. Al no querer estos, por soberbia, sujetarse a los deseos de dios y a otras
conforme a su voluntad, se desembarazan de los que en su opinión, sólo son profetas de
desgracias (cf Sap 2, 10-20). En el Nuevo Testamento, la persecución es consecuencia del
testimonio. Quien anuncia la voluntad de Dios su plan salvifico respecto al hombre, desata
necesariamente la opinión de Satanás. Por eso predijo Jesús a sus discípulos que serían,
como él, denunciándoos y entregados a los tribunales (cf. Mt 10, 16-18; Mc 13, 9; Lc 21,
12-13). Cuanto más estrecha es la relación del testigo con Dios, tanto más violento es el
enfrentamiento con Satanás y mayores los sufrimientos que le acarrea. Satanás conjura
contra el testigo a fin de arrancarlo del amor de Dios y suprimir el testimonio que da
delante de los hombres.

12. El problema del mal

A esta explicación de la sagrada Escritura podemos añadir otra más intrínseca, que se
correlaciona con el objeto mismo de la predicación.

El predicador pregona a los hombres los hechos maravillosos de la historia sagrada, que
constituyen los símbolos del amor de Dios para con el hombre. Contra esta afirmación, sin
embargo, existe una objeción, cuya fuerza es inútil e imposible escamotear. Si Dios nos ha
amado hasta el punto de sacrificar a su propio. Hijo en nuestro favor, ¿Por qué hay tantos
males de orden físico y moral?. La existencia del mal es una objeción para admitir el amor
de Dios. Singularmente cuando los que sufren son los inocentes, los buenos, los niños.
Parece lógico que los buenos recibieran la recompensa de Dios; pero, por el contrario, son
lo más destrozados por el dolor. ¿Cómo puede, entonces, asegurar el predicador que Dios
ama al hombre?

La objeción, está claro, nace de nuestro modo de entender el amor. Un padre humano se
abraza a todos los sacrificios con tal de evitar a los hijos, a quines ama, los dolores y
sufrimientos. Dios, en cambio, obra de muy diversa manera. Cuanto más querida le es una
persona, tanto más la somete a los padecimientos. Y ello a partir de su Hijo, con el que ha
puesto todas sus complacencias (cf mt 3,17).

Pero, a pesar de todas esas explicaciones, hay que dar precisamente hay que dar una
respuesta al problema del mal. La respuesta la constituye precisamente el sufrimiento del
testigo, que encarna el amor de Dios. Al ser perseguido, da a entender que conoce la
objeción y experimenta en su propia carne el poder del mal. Pero indica, al mismo tiempo,
el remedio contra el mal; la fe. “Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1
Jn 5,4). Quien ha aceptado el amor de Dios y se ha unido a él por la fe, ha vencido ya al
mal. Ahora podemos comprender por qué forma parte del testimonio no sólo la
persecución, sino también la alegría que se vive en aquella. Los apóstoles se fueron
contentos de la presencia del Sanedrín por haber sido dignos de sufrir ultrajes pro el
hombre de Jesucristo (Hech 5, 41). San Pablo rebosaba de gozo en todas sus tribulaciones
(cf 2 Cor 7,4).

Sólo de esta forma el testimonio despierta el misterio, hace plantearse el problema a


cualquiera que se aproxime al testigo. Se convierte así en lo que L. Lavelle dice del santo:
está es el cometido del testimonio: insertar lo visible en el corazón de lo visible. Pero para
conseguirlo se necesita una persona. El testigo señala con el índice las alturas, invitando
hacia lo invisible y la eternidad; pero vive y actúa en lo visible y en el tiempo.

13. La vida cristiana y la difusión del cristianismo

Hasta ahora hemos examinado la función de la vida cristiana en la difusión del mensaje de
Cristo. Constituye el signo que hace que el cristianismo se presente como venido de dios.
De ella nace la atracción y la llamada que mueve al hombre bien dispuesto, que anda
inquieto en busca de una orientación para la propia existencia, a recibir un mensaje capaz
de transformar enteramente la vida. El cristianismo se propaga pro un fenómeno de
irradiación.

Nos corresponde ahora comprobar si todo lo que hemos defendido encuentra su


confirmación en la realidad de la experiencia. ¿Cómo se ha difundido el evangelio?

En los primeros siglos de la evangelización, la vida cristiana se presentaba y era el gran


argumento a favor del cristianismo, el gran toque de atención que reclamaba, en primer
lugar el interés y luego la reflexión de todos los que ponían en contacto con los ambientes
cristianos. A los paganos, les impresionaba la transformación moral que el evangelio
realizaba en sus seguidores, el amor fraterno de los cristianos y, de manera especial, el
martirio con que no pocos de ellos, sellaban su entrega y servicio a Jesús. Delante de este
hecho, no podían dejar de formularse la pregunta siguiente: ¿Cómo puede ser esto? ¿Cuál
es el secreto de esta vida tan diversa de la que viven comúnmente los paganos?

Estos son, efectivamente, los problemas que el pagano Diognetes exponía al autor de la
carta conocida con ese nombre, pidiéndole una explicación. Desea saber a quién se dirige el
culto de los cristianos, cuál es el origen y la cusa del unánime desdén que tienen por el
mundo y la muerte y, por último interroga por el secreto del intenso amor que se profesan
unos a otros. Todos estos problemas, en el fondo, se unifican en la vivencia de la vida
cristiana. Y su secreto es lo que pretende conocer Diognetes.

No hay que maravillarse, por lo demás, de estas cuestiones. La vida cristiana llamaba la
atención extraordinariamente.

14. El testimonio de los convertido

Lo que se realizó en la antigüedad se repite también hoy. ¿De qué modo comienza y se
despliega, en los hombres de la época contemporánea, el itinerario que lleva ala
conversión? Generalmente a través de la experiencia de la vida cristiana vivida de forma
integral. Esta experiencia se da, a veces, al comienzo del itinerario; otras veces, su fase de
desarrollo o en el momento decisivo, al final de la marcha. No queremos decir con eso que
constituye el único elemento que ejerza su influjo sobre un fenómeno tan complejo como el
de la conversión; pero viene a ser como el catalizador de todos los demás.
Edith Stein, la famosa asistente de Husserl, sintió desmoronarse su ateísmo frente al coraje
de una esposa cristiana que habia perdido al marido en la guerra. “Fue este, escribe la
autora citada, mi primer encuentro con la cruz y con el poder divino que comunica a quien
la carga. Contemplé, por vez primera, de modo palpable ante mila Iglesia nacida del
sufrimiento redentor de Cristo en su victoria sobre el aguijón de la muerte. Fue el momento
en que mi incredulidad se derrumbó y Cristo apareció entre esplendores: Cristo en el
misterio de su muerte”. Adolf Bormann, hijo del famoso dirigente nacista, tropezase con la
vida cristiana y con el encanto que de ella se desprende, cuando, para superar la crisis que
siguiera a la pérdida de la segunda guerra mundial y a la humillación de su patria, pensaba
en el suicidio. Refugiado en su huida entre campesinos católicos, entró casualmente en
contacto con un sacerdote. He aquí la reacción que le produjo el encuentro: “Cuando aquel
sacerdote me dirigió palabras de consuelo… Este que la fuerza que en él había, me
inspiraba tranquilidad, paz y amor. Tras de aquel hombre estaba la certeza de la fe, no la
mentira. Se me ocurrió por primera vez la idea de que acaso había sido un delito el
encarcelar los sacerdotes”. Este pensamiento se irá luego haciendo cada vez más profundo
hasta llegar al joven ateo a la conversión y al sacerdocio.

En la conversión de Chuni Mukerji, filósofo indio, la vida cristiana jugó un papel decisivo;
fue el signo del origen divino de la religión cristiana. Siempre persiguiendo una vida más
perfecta, fue pasando de la indiferencia a la religiosidad de la Bramo Somay, a la secta
protestante unitariana y luego al anglicanismo. Pero al descubrir la vida católica,
comprendió que su aventura espiritual tenía que concluir en Roma. “ ¿Qué fue lo queme
llevó a someterme a Roma?”, se pregunta él mimo. Oigamos su respuesta: “La contestación
más rápida podría ser esta: el ejemplo admirable de los misioneros, padres, coadjutores y
hermanas; el maravillosos y continuo ejemplo de grandeza de ánimo que se constata en
todo el mundo católico y, a la par, la perfecta organización de la Iglesia católica”.

En los primeros siglos de la cristianidad como en nuestros días, la fe se propaga siempre de


la misma forma: a través de personas que se han percatado de la significación de Cristo en
sus vidas, se han dejado impregnar de su sentido trasformador y se han puesto a su servicio.
De ellas emana un reclamo y fascinación singulares, que a unos arrastra a la fe, a otros les
problematiza la existencia y en aquéllos provoca una negativa.

15. La limitación del lenguaje

Antes de terminar este capítulo acerca de la necesidad del testimonio, no es posible dejar de
aludir a un argumento que se deriva, esto es, de la palabra. Constituye un lugar común entre
los estudiosos la afirmación de que la palabra no es suficiente para provocar el encuentro
íntimo entre personas. La palabra es impersonal y expresa lo que las cosas tienen en común,
no las propiedades que las diferencian. Gusdorf habla, a este propósito, de insuficiencia
“antológica”. Los griegos, y tras ellos los escolásticos, se dieron cuenta de sus límites, al
definir la palabra como según conceptos. El concepto, la idea es, por naturaleza, universal y
no puede, por tanto, expresar lo íntimo. “Yo no puedo, dice el citado Gusdorf, manifestar
sino lo externo, la superficie de mi pensamiento. Es imposible aprehender el fondo, puesto
que el fondo no es una idea o una cosa, sino la actitud que me caracteriza, aquello que
polariza mi vida entera. No puede explicarse este horizonte. Y precisamente sólo en
referencia a él cabe establecer el sentido de todo lo que puedo decir”. Veamos un dato de
experiencia. Hay hombres que arrastran con su palabra los auditorios; su influjo es enorme.
Pero en cuanto ponen por escrito lo que han discurseado, su palabra pierde fuerza. Señal
paladina de que su eficacia provenía no de la palabra como tal, sino de la persona que la
pronunciaba.

La palabra tiene, pues, sus limites. Ni hace penetrar en la intimidad ni la manifiesta. Añade
Gusdorf: “La enseñanza explícita de un maestro tiene menos importancia que el testimonio
de su postura, de la atracción ejercida por un gesto o el encanto de una sonrisa. Lo demás es
silencio, puesto que la última palabra, le maitre mot de un hombre, no es una palabra. La
comunicación más auténtica entre los hombres es indirecta: se realiza a pesar del lenguaje,
de forma casual y afortunada, o con frecuencia contra el lenguaje mismo”. Y concluye:
“Las palabras nos ofrecen puntos de apoyo para la realización de lo que somos; más las
últimas palabras no son sólo palabras. Las palabras supremas que sellan la comunicación,
los asentamientos postreros del amor sobre si mismo, y de sí mismo sobre los otros. Son la
sanción de un esfuerzo vital. Y no pueden dispensar de hacerlo”.

Este es el caso de la fe. En ella ha de entrar en contacto la intimidad de la persona humana


con la de otro, con la de Cristo. Para conseguirlo, no basta la simple palabra aislada de la
persona. Pero incluso en la persona permanece ineficaz la palabra si no proviene del
“esfuerzo vital” que implica en la vida cristiana haber alcanzado y palpado la intimidad de
Cristo. Quién no lo ha logrado, será incapaz de hacerlo conseguir a otro.

La experiencia lo confirma. Hay una gran diferencia entre la predicación de un santo y la de


un hombre mediocre. A pesar de que digan las mismas cosas. Incluso puede acaecer que,
desde el punto de vista literario, sea el santo inferior en elocuencia y facilidad. El ejemplo
clásico lo constituye el Cura de Ars. Cuando hablaba, convertía a los pecadores que estaban
escuchándole. Mas sus discursos, que han sido publicados y pueden leerse, nos parecen
pobres en grado sumo. Al predicar, no obstante, su palabra provenía de un “esfuerzo vital”
y, por consiguiente, era capaz de “sellar la comunicación” con Cristo.

En conclusión, para que la palabra del predicador sea vehículo de la fe, tiene que proceder
del esfuerzo propio de quien en Cristo encuentra el sentido de todas las cosas. Resulta <así
que el testimonio de vida, la santidad, es un factor indispensable y necesario para la eficacia
de la predicación. Es ese testimonio el que manifiesta el origen divino del mensaje. Es el
testimonio el que hace percibir que el mismo Dios habla en la Iglesia. Es el testimonio el
que grita con su realidad hasta qué punto el mensaje es necesario al hombre para dar
sentido a su existencia. El que Cristo sea la luz del mundo aparece y se manifiesta en la
transformación que obra en quines la escuchan en su Iglesia y se adhieren a él por la fe.
11. LA EFICACIA DE LA PREDICACIÓN

Después de todo lo que hemos dicho en los capítulos anteriores, estamos en disposición de
afrontar de forma directa el problema de la eficacia de la predicación. Sabemos uqe
encierra dos cuestiones diferentes. Se refiere a la naturaleza de su eficacia, en qué consiste,
la una; de qué modo puede explicarse, constituye el objeto de la otra. Hemos indicado ya
que su eficacia es ex opere operantis, puesto que la predicación es la palabra que interpela
al hombre y el anuncia un mensaje, exigiéndole una respuesta. No puede tiene eficacia si no
se la comprende. Cierto que hemos hablado también de su eficacia ex opere operato, pero
advertimos que se trataba sólo de una analogía con la eficacia propia del sacramento. La
predicación es la palabra a la que necesariamente hay que responder, sea cual fuere la
respuesta.

Intentemos ahora determinar la naturaleza de esa eficacia. Pretendemos explicar por qué la
predicación es la palabra a la que es absolutamente necesario dar una respuesta. ¿Qué se
esconde en ella, que no puede dejar al hombre apoltronado en la indiferencia tibia?

1. La predicación es una palabra de testimonio

Hemos visto aya que la predicación es un testimonio, la testificación de los hechos


decisivos para la vida, el anuncio del mensaje de salvación. Objeto de ese mensaje es Dios
en cuanto al salvador, es decir, en cuanto que, a través de la encarnación, muerte y
resurrección de su Hijo, ha salvado al hombre, liberándole de las consecuencias del pecado
original y readmitiéndolo de nuevo en la comunión de amistad divina.

El objeto de la predicación es, por consiguiente, plenamente singular. Dios, sin duda
alguna, no es un objeto corriente. Y no sólo porque es el creador de todas las cosas, sino
también, y especialmente, por ser la verdad y bondad supremas, es decir, aquella verdad y
bondad que constituyen el objeto de la inteligencia y de la voluntad del hombre. En él se
vislumbra algo objetivo y real, una dynamis particular, una fuerza de atracción que atrae de
modo espontáneo hacia sí la inteligencia y voluntad humanas, que no pueden aprehender su
objeto sino sub specie veri et boni.
Cuando se piensa además que, en la predicación, es también Dios el sujeto, el que habla, el
que se dirige al hombre para ofrecerle su salvación, puede entenderse toda la fuerza de que
se encuentra cargada. La eficacia de la predicación es el poder de Dios, la dynamis de su
persona, la fuerza de atracción de la verdad y bondad supremas, que con él se identifican.

Pero amén de todos esto, en el orden de providencia en que vivimos, Dios no ha


permanecido lejos del hombre, de suerte que no se puede llegar a Él sino mediante el
raciocinio. Al contrario, se ha encarnado en un hombre histórico, Jesucristo, a quien san
Pablo llama “imagen de dios insensible” (Col 1, 15), y la carta a los hebreos “esplendor de
su gloria e imagen de su sustancia” (Heb 1,3). La verdad y la bondad supremas han tomado,
en Cristo, un rostro y una figura, despojándose del caparazón de abstracción e
impersonalidad con que se presentan el análisis filosófico, para adquirir forma y
consistencia concretas. Cristo, el Verbo encarnado, es la verdad (cf. Jn 14, 16) y la bondad
(cf, Lc 18, 19), podemos, pues afirmar con justicia que el poder de sus gestión
característico de la verdad y bondad supremas se identifica plenamente con la fuerza de
atracción de Cristo y con el encanto que dimana de su persona. El es quien atrae el hombre
y éste tiene de hacia él, quizá inconcientemente. Sólo él tiene palabras de vida eterna (cf.
Jn 6,68); únicamente él es “la luz del mundo” (Jn 8,12). Se da, pues, una seducción de
Cristo, a la que corresponde el impulso y la tendencia del hombre hacia él.

2. Un texto de san Juan

Juzgamos que no carece de importancia, este propósito un texto muy conocido del cuarto
evangelio, en el que Jesús al hablar de sí mismo como pan de vida, causa secándolo en
muchos de sus oyentes y provoca la sorpresa de los mismo discípulos. “Les contestó Jesús:
“Yo soy el pan de vida; el que viene a mí, y ano tendrá más hambre, y el que cree en mí,
jamás tendrá sed…” murmuraban de él los judíos, porque había dicho: “Yo soy el pan que
bajó del cielo”, y decían: “ ¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros
conocemos? ¿Pues cómo dice ahora: Yo he bajado del cielo?” (Jn 6,35.41-42). Jesús, como
reacción a sus murmuraciones, contestó: “No murmuréis entre vosotros. Nade puede venir a
mí si el Padre, que me ha enviado, no le atrae, y yo le resucitaré en el último día. En los
profetas está escrito: “Y serán todos enseñados de Dios.” Todo el que oye a mi Padre y
recibe su enseñanza, viene a mí; no que alguno haya visto al Padre, sino sólo el que está en
Dios, ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene la vida eterna”
(Jn 6, 43-46).

Por lo general, los teólogos interpretan la atracción del Padre como alusión a la gracia
interna. La gracia externa, la predicación, dicen ellos, ya se había dado, mas lo que
escuchaban a Jesús no creían en él. El maestro, pues, atribuye su incredulidad a la falta de
atracción por parte del Padre para creer se necesita algo distinto de la predicación, es decir,
se precisa la gracia interna, sin la que es imposible prestar asentimiento ala revelación que
se propone desde fuera.

Pensamos personalmente que esta opinión no está tan clara. Si a cuanto han escuchado las
palabras de Jesús sobre el pan de vida les falta algo para aceptarlas, la gracia interna, como
afirman estos autores, consiste en la atracción del Padre Jesús no hubiera podido hacerles
un reproche tan severo. Si no se concede la gracia para l fe o aquélla no es subisiente, no se
podrá atribuir la culpa de la incredulidad al hombre. Por lo demás, cabe deducir que por
parte de Dios no falta nada de lo necesario para creer, ya que, en las palabras que siguen,
Jesús alude a la doctrina de los profetas, según los cuales “serán todos enseñados de Dios”
(cf v. 45). Si esto es verdad, todos pueden escuchar y creer. No falta nada pro parte de dios.
Pero, si a pesar de todo, los hombre son vienen a Cristo ni creen en él, ello se debe
únicamente a que, en la enseñanza del Padre, dada a través del Verbo encarnado, hay algo,
es decir, la atracción, que no todos los hombres aciertan a percibir. Si no todos la perciben,
si no todos dejan atraer, la culpa es suya. Pero a todos se les ofrece la atracción y todos
podrían percatarse de ella.

Tenemos que admitir, por tanto, que, además de la gracia interna necesaria para creer,
existe una atracción inherente a la misma palabra de Jesús, a su predicación, que es
imprescindible percibir si se quiere creen en él.

3. Naturaleza de esa atracción

Pero, ¿en qué consiste dicha atracción?

Para que un objeto que da atraer, ha de contener alguna cosa que lo haga deseable o, lo que
es lo mismo, algo que constituya la aspiración del hombre, por corresponder a una
necesidad suya o a una carencia, por llenar un vacío. Ahora bien, esto que se le presenta en
la predicación es lo más apetecible y ambicioso que se pueda imaginar: Cristo es realmente
la síntesis de todos los valores que el hombre añora en una aspiración constante, pues siente
sed de ellos.

San Agustín, en el comentario a los versículos citados antes lo pone muy de relieve: “No
vayas a creer, dice, que eres atraído a pesar tuyo. Al alma la atrae el amor”,

Si se objeta que la atracción suprime la libertad, el santo de Hipona responde que no es


cierto. Es más, el hombre se siente atraído también por el placer, como dice Virgilio en la
segunda égloga. Pero si el hombre siente la seducción del placer que un objeto cualquiera
aviva en él y puede seguirla sin perder su libertad, con mucha más razón podemos decir
“trahi hominem ad Chistum, qui delectatur veritte, delectatur beatitudine, delectatur
iustidia, delectatru semiterna vita, qued totum Christus est”. Cada uno, afirma el dado
doctor, se siente atraído por el amor o el placer que el objeto provoca. Por eso, el hombre
que ama la verdad, la felicidad, la justicia y la vida eterna, se siente atraído por Cristo, que
encarna en sí todas estas realidades. La atracción es espontánea y deja al hombre
completamente libre. De ahí que el objeto de la predicación sea, por su naturaleza,
atrayente: en él se encierra todo el encanto y la fascinación de la verdad, de la bondad y de
la vida.

Pero para sentir la atracción de un objeto, hemos dicho, es preciso desearlo y amor lo en
cierta manera. Si no hay o no se siente necesidad ni amor, no cabe la atracción sugestiva. Si
el hombre no ama ni busca la verdad, la bondad y la vida eterna, no percibirá su encanto
cuando se le presenten; el poder atractivo de estos valores quedará en él sin fruto y sin
efecto. Precisamente esto les sucedió a aquellos a quines Cristo habló de sí mismo como
pan de vida eterna. Se escandalizaron por que este pan no les interesaba y, por consiguiente,
no lo entendieron. “Dame un corazón amante, prosigue san Agustín, y sentirá lo que digo.
Dame un corazón que desee y que tenga hambre; dame un corazón que se mire como
desterrado y que tenga sed, y que suspire pro la fuente de la patria eterna; dame un corazón
así, y éste se dará perfecta cuenta de lo que estoy diciendo, pues, si hablo con un corazón
que está todo helado, éste tal no comprenderá mi lenguaje. De esta cordura eran los que
murmuraban entre sí”.

He aquí el modo como el Padre enseña y atrae: nos presenta un objeto, Cristo, que
constituye la síntesis de todas las realidades por las que el hombre siente interés y atracción.
San Agustín saca la conclusión siguiente: “Videte quomodo trait Pater: docendo delectat,
non necessitatem imponendo: acce quomodo thahit”.

La atracción consiste, pues, en la palabra divina, en la enseñanza del Padre, en cuanto nos
presenta, hablar, un objeto tan fascinante y seductor que polariza el interés y el amor de
cualquier espíritu sediento de verdad, de bondad y de vida. San Juan no ha incrustado
casualmente el texto de la atracción en el discurso del pan de vida. Porque se siente hambre
de ese pan, es por lo que se acerca uno a Cristo y cree en él apenas el Padre la presenta;
porque se está sediento de la vida eterna, es por lo que se aceptan las palabras de Cristo.
Podemos concluir, por tanto, que la atracción del Padre es algo inherente a su palabra; es la
seducción de la verdad y de la bondad; es el encanto que produce Cristo, el objeto de su
magisterio. Dios, cuando nos habla, nos presenta a su Hijo, el Verbo encarnado para nuestra
salvación, como el que atrae nuestra mente y nuestro corazón, como el que tiene palabras
de vida eterna. El poder de seducción de Cristo se nos comunica en la palabra que Dios nos
dice en la predicación. Se trata de una fascinación sobrenatural que no puede percibirse sin
la gracia interna.

4. La sentencia de santo Tomás

También santo Tomás admite la atracción externa que proviene del objeto. Al comenzar el
texto citado de san Juan (6,44.66), distingue diversos modos de atracción por parte del
Padre.

El primero es persuadiendo racione. De esta forma atrae el Padre hacia Jesús, cuando
demuestra que es su Hijo, bien medicante una revelación interior, como en el caso de Pedro
en Cesarea de Filipos (cf. Mt 16,17), bien a través de los milagros, como sucedió en
quienes abrazaron la fe después de haber presenciado los portentos extraordinarios que
Jesús obraba.

Pero puede atraer también hacia el Hijo aliciendo, es decir, mediante un poder misterioso
que nos hace reconocer en Cristo al Hijo de Dios.

Existe además un tercer modo de atracción que el Angélico expresa en los términos
siguientes: “sed trahuntur etiam a Filo admirabili detectatione et a more veritiatis, quae est
ipse Filius Dei”. Y tras haber recogido la cita de san Agustín que se expresa con las mismas
palabras, concluye: “Ab isto ergo si trahendi sumus, trahamur per dilectionem veritatis”.
El mismo tener del texto muestra que se trata de una gracia externa, de un encanto que se
derrama del Hijo de Dios y atrae el hombre, naturalmente orientado hacia la verdad. Pero
el doctor de Aquino es más explícito todavía, pues continúa de este modo: “Sed quia non
salum revalatio exterior, vel obiectum, virtutem atrahendi habet, sed etiam interior
intinctus impellen et movens ad credendum; ideo trahit multos Pater ad Filium per
insitnctum divanae operationis moventis interius cor homns ad credendum”. Según santo
Tomás, pues, a la atracción externa que procede del objeto se une el impulso interno del
Padre, que mueve hacia el objeto de la fe.

Al angélico afirma a continuación la absoluta necesidad de la atracción divina para poder


creer. Sin ella, resulta imposible la fe, como es imposible que el objeto que surge la
atracción de la gravedad suba, an ser que reciba el impulso de una fuerza externa. De ahí
que sólo puede creer el que ha sido atraído. Si alguno no recibe esta atracción, no podrá
tener fe; pero ello no le podrá imputar como culpa. Está claro que Dios, por su parte,
carece a todos esta atracción. Él no creer, pues, es culpa del hombre. Esta argumentación
nos hace entender que los judíos fueron responsables del pecado de incredulidad, al no
recibir la palabra de Jesús sobre el pan de vida, por tanto, a pesar de tener la gracia de la
atracción no la percibieron. La atracción que les faltó, según las palabras del evangelista,
tuvo que ser, por tanto, la externa, que proviene el objeto. Ellos no la percibieron a causa de
los obstáculos que le ponían.

Pero ¿de qué modo se ejerce esa atracción? Santo Tomás responde con las palabras del
doctor de Hipona: “Modus autem atrahendi est congruus, quia trahit revelando et docendo”.

Según san Agustín, lo mismo que según santo Tomás, para creer en Cristo no basta la
gracia interna que Dios otorga a cada uno de los hombres, en virtud de su voluntad salvífica
universal, sino que se exige una cierta atracción ejercida por los valores que Cristo encarna
en sí mimo. De él se desprende un encanto singular, que sólo puede sentir el hombre
sensible al reclamo de la verdad y de la bondad. Si falta esto, aunque se dé la gracia interna,
no se puede creer. Los judíos a quines Jesús hablaba del pan de vida, no obstante la gracia
interna, no creyeron, ya que no tenían ningún deseo de ese pan. Para ellos Jesús era sólo el
hijo de José y sus palabras no podían lograr otra cosa que producir secándolo. Prestaron fe,
en cambio, los apóstoles, porque ellos Jesús tenía palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68).

La eficacia de la predicación consiste, pues en el poder de atracción de la persona de Cristo,


que es a la vez objeto y sujeto de la predicación. Según san Jerónimo, esta seducción es tan
importante que hace racional el acto de quien sigue a Jesús, poniéndose a su servicio,
aunque no se den los milagros. El fulgor de la divinidad que resplandece en el rostro de
Cristo, se parece al imán que tiene la virtud de atraer al hierro.

5. La verdad y la santidad encarnadas

Al llegar a este punto, suele hacerse una objeción. Si la eficacia propia de la preedición
estriba en la atracción que ejercen la verdad y la bondad, ¿cómo se explica que haya
hombres que no crean? La inteligencia y la voluntad del hombre, en razón de su dinamismo
intrínseco, están orientadas hacia la verdad y el bien. ¿Por qué puede, entonces, rechazarlas
el hombre? Si el ser humano no actúa sino en virtud de su tendencia hacia la verdad y el
bien, ¿cómo se explica que se puede rechazar la predicación de un objeto que se confunde
con la verdad y la bondad?

Hemos adelantado ya, comentando a san Agustín y al doctor Angélico, que la respuesta
positiva a la invitación de Dios depende del deseo, al menos implícito, que sentimos por los
valores que representa. Pero tenemos que aclarar esta explicación. Si de hecho el hombre
no puede obrar si no en vista de la verdad y del bien, no podría decirse que fuera libre ante
Cristo, ya que se le presenta, en la predicación, como la encarnación misma de esos valores.

La respuesta hay que encontrarla en la misma naturaleza de la fe. La verdad y el bien no se


presenta en su claridad plena, como sucederá un día en la visión intuitiva, sino en un
conjunto de signos sensibles que, a la par que los concretan haciéndolos así accesibles al
hombre, los particularizan y ocultan. Estos signos, durante la vida terrena del Verbo
encarnado, , los constituía su humanidad, el signo más transparente de todos los que han
sensibilizado la divinidad. Tras la ascensión al cielo, cuando el Verbo se hizo invisible, la
verdad y la bondad que es Cristo se manifiestan en la Iglesia, en la que él se prolonga y
continúa misteriosamente. “El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros
desecha, a mí me desecha, y el que me desecha a mí, desecha al que me envió” (Lc 10,16).
La verdad y el bien se han encontrado en la Iglesia, se nos presenta, pues, “in forma
Ecclesiae”.

Este hecho transforma la relación de la inteligencia y voluntad del hombre respecto a los
valores de la verdad y del bien. Su encarnación en un signo sensible, Cristo y la Iglesia, es
decir, en signos que no pueden expresar adecuadamente toda su realidad ni,
consiguientemente, todo su poder de atracción, tiene como consecuencia necesaria el
hacerlos aparecer como limitados.

En estas condiciones, la verdad y la bondad supremas encarnadas en Cristo y en la Iglesia,


ofrecen un aspecto “escandaloso”. Jesús no dejó señalarlo (cf. Mt 11,6). Por esto se explica
que la predicación sea siempre eficaz, aunque el hombre explica que la predicación sea
siempre eficaz, aunque el hombre pueda rechazar su mensaje. Al presentar los valore
fundamentales: la verdad, el bien y la vida, el hombre no puede dejar de reaccionar ante
ella, no puede desinteresarse y seguir apoltronado en su indiferencia; pero por presentar
estos valores “in forma Christi” e “in forma Ecclesiae”, es decir, encarnados en una
persona los limita, no puede obligar al asentimiento. La respuesta, pues, será positiva o
negativa según que el hombre los ame y desee o los desprecie. La aceptaron los apóstoles;
los fariseos los rechazaron.
6. El testimonio de la vida

Desde esta perspectiva, se puede comprender no sólo la necesidad de la gracia interna sino
también la urgencia del testimonio por parte del predicador y de la Iglesia.

Sólo la gracia interna, ciertamente, es capaz de mover al hombre a descubrir en el objeto


que se le presenta en la predicación, conforme al plan de salvación establecido por Dios, no
una manera de mortificar la persona humana, sino la forma de elevarla hasta su ápice. El
cristianismo constituye, con sus exigencias, por duras que nos puedan parecer, la
realización máxima del hombre y de sus aspiraciones más profundas. Únicamente en Dios,
está claro, puede hallar la vida humana puede hallar la vida humana el blanco de sus
tendencias; únicamente en él, objeto infinito, puede aclamarse su sed de felicidad. Sólo la
gracia, la atracción interna del Padre, la unción y el testimonio del Espíritu, pueden
persuadirnos, de modo misterioso e inexplicable para la razón vinculada a los sentidos, de
que la aceptación de la llamada constituye realmente un bien, el mayor de los bienes.

Al mimo tiempo se cae en la cuenta la necesidad del testimonio externo. Se requiere que
Dos, a la vez que nos empuja por medio de la acción misteriosa de la gracia interna nos
muestre de una manera palpable que la institación que nos hace entrar en su amistad, que en
su aspecto externo se nos presenta como el sacrificio de la personalidad nuestra, es todo lo
contrario de una modificación o de la renuncia a nosotros mismos. En la transformación
que la fe obra en quienes la aceptan, se halla la prueba sensible de que Dios no exige para
ello la destrucción, sino la valorización plena de nuestra, personalidad: la cruz es el camino
de la vida.

En la vida gris de cada día, el hombre de fe se alza como símbolo de la presencia de Dios
en el mundo y del poder transformador de su amor divino. Este hombre es, en verdad, todo
lo contrario de lo que debería ser según lógica human. San Pablo nos describe un cuadro
tremendamente impresionante de la transformación que la fe logra en los creyentes, en
contraste con las ideas del mundo: “En bada demos motivo alguno de escándalo, para que
no se vituperado nuestro ministerio, sino que en todo mostrémonos como ministros de
Dios, en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias, en azotes, en
prisiones, en tumultos, en fatigas, en desvelos, en ayunos, en santidad, en ciencia, en
logaminidad, en bondad, en el Espíritu Santo, en caridad sincera, en palabras de veracidad,
en poder de Dios, en armas de justicia ofensivas y defensivas, en honra y deshonra, en mala
o buena fama; cual seductores, siendo veraces; cual desconocidos, siendo bien conocidos;
cual moribundos, bien que vivamos; cual castigados, mas no muertos; como mendigos,
pero enriqueciendo a muchos; como quienes nada tienen, proveyéndolo todo” (2 Cor 6, 3-
10).

Estos hombres, juzgado como “el deshecho” del mundo (1 Cor 4,13), gozan de una paz
purísima, que ninguna tribulación o persecución es capaz de destruir. Hasta la muerte
abrazan contentos y alegres, pues la desean incluso como bien supremo (cf. Fil 1,23).

¿Será posible no olvidar en esto que Cristo es realmente quien puede salvar al hombre ya
que da un sentido pleno toda su vida?

Tenemos, por tanto, que la seducción de Cristo, la seducción de la verdad y del bien, que
constituyen los valores supremos a que aspira el hombre, pasa a través de la Iglesia. El
anuncio del evangelio cumple su misión y alcanza su objetivo de enfrentar al hombre con el
problema de su propia suerte, forzándolo a tomar una decisión, en la medida en que la
Iglesia es capaz de difundir hacia fuera la atracción seductora de Cristo y de los valores que
encarna. En esta tarea, la Iglesia nunca llegará a ser signo es, pro naturaleza, defectuoso. Y
por mucho que se lo perfeccione, no se conseguirá siendo siempre necesaria. A ella se
deberá el que el hombre reconozca en la Iglesia la presencia y la actividad de Cristo.
7. La gracia externa, vehículo de la gracia interna

Podemos afirmar que la gracia externa, la palabra del predicador, es vehículo de la gracia
interna. Hemos visto ya que así lo afirmaban Suárez y los predicadores del siglo XVII. Dios
atrae hacia sí al hombre, le da testimonio, lo enseña e ilumina por medio del predicador y,
de otra, a Dios, como atrayendo hacia sí al hombre para hacerlo capaz de responder al
mensaje de salvación. La acción de Dios, su atracción y enseñanza, por el contrario, se
explicaba a través de la palabra del predicador.

Todo ello se esclarece plenamente cuando se admite que es el mismo Dios el que habla en
la predicación mediante un hombre. Para creer, se precisa su iluminación, su testimonio, su
unción; se necesita que abra el corazón de los oyentes. Pero todo eso lo realiza por medio
de la palabra human. Este es el instrumento de que Dios se sirve para introducir al hombre a
tomar un postura respecto a la salvación que se le brinda. Dios ilumina al hombre, lo atrae y
le concede que dulcemente preste su asentimiento a la verdad, hablándole por boda del
predicador. Éste es su auténtico representante en el mundo; el que lo hace presente,
sensibilizando toda la seducción de la verdad y de la santidad que hay en él; pero al mismo
tiempo, provoca el desprecio y oposición de quienes no están dispuestos a cumplir su
voluntad. Con pleno derecho puede decir san Pablo de los apóstoles y, en ellos, de sus
sucesores en el oficio de la predicación: “Somos para Dios penetrante olor de Cristo en los
que se salvan y en los que se pierden; en éstos, olor de muerte; en aquéllos, olor de vida
para vida” (2 Cor 2, 15-16).

Cierto que Dios ilumina al hombre, mas esta iluminación proviene del rostro de Cristo y se
irradica por medio de sus apóstoles. Dios da testimonio de que somos sus hijos: pero este
testimonio pasa a través del Cristo continuando en su Iglesia
8. Naturaleza de la eficacia de la predicación

Si queremos expresar con una pincelada la naturaleza de la eficacia de la predicación,


podemos decir que es de carácter antológico-psicológico. Es ontológica, puesto que es
inherente al mimo objeto predicado, que es Dios en Cristo, el Dios verdad y bien supremos,
dotado de una fuerza y energía que no puede dejar influir sobre la inteligencia y voluntad
del hombre.

Por otra parte, ese objeto se presenta no en sí mismo, sino “in forma Christi” primero y,
después de la ascensión, “in forma Ecclesiae”; es decir, se muestra a través de unsigno, que
le impone el límite. Sabemos que, en virtud de la asistencia prometida por Jesús a su
Iglesia, esta señal, este vehículo de lo divino, no adquirirá nunca una opacidad tan intensa
que llegue a esconder por completo lo sobrenatural. El signo podrá ser más o menos
transparente, pero siempre en una medida que baste para que lo puedan penetrar los ojos
bien dispuestos. A través de este signo, el poder de la persona de Cristo se lanza
continuamente hacia delante y trata de atraer hacia sí a los hombres. Estamos ante la
fascinación antológica que dimana de la persona.

No óbstate, tenemos que hablar, al mismo tiempo, de la eficacia sicológica. Aunque


inherente al objeto mismo, la fuerza de atracción que en él se halla contenida, no puede
explicarse, por lo menos de ordinario, sino a través del predicador o de la Iglesia. La
palabra de Cristo, en efecto, resuena por boca de la Iglesia, cuyos límites asume y
coparticipa. En el grado en el que la Iglesia se sirve instrumento más o menos adecuado,
ejerce la palabra de Cristo más o menos fascinación. No es posible explicar la perfección
del agente principal, si el instrumento es totalmente inepto para la función que se le exige.
Más concretamente, la Iglesia presta su servicio a la palabra de Dios, no poniendo
obstáculos y dando testimonio de ella, según hemos repetido varias veces. Por eso podemos
afirmar que la eficacia de la predicación es también de índole sicológica. La Iglesia, con su
vida, influye en los oyentes, haciéndolos más o menos aptos para percibir la seducción de
los valores encarnados en Cristo.
Nos tropezamos también aquí de bruces con el misterio de la encarnación. Dios se ha hecho
hombre. De ahí que haya tenido que asumir necesariamente todas las limitaciones de la
naturaleza humana, a excepción del pecado. Igual que la humanidad de Cristo condicionaba
los atributos del Verbo, así la encarnación de la palabra de Dios en la del hombre,
determina los límites de la eficacia a ella inherente. Por eso, precisamente, hablamos de
eficacia “ontológico-sicológica”.

Cuando se concibe así la eficacia de la predicación, cabe la posibilidad de comprender el


modo de expresarse la sagrada Escritura. La predicación es entonces una auténtica palabra
de fe, de gracia, de verdad, de reconciliación, de salvación y de vida. La fuerza que de ella
sale, santifica, puesto que une con Dios; reconcilia, ya que al unir con Dios, restablece la
amistad que se había perdido; la salva, pues produce en el hombre el movimiento de retorno
hacia el salvador, y engendra la vida, dado que orienta y acerca a la mima fuete de la vida.

Explicase así con facilidad su diferencia con el sacramento. La predicación, al producir la


fe, crea las premisas necesarias para la recepción y eficacia del sacramento. En éste actúa
Dios mismo, realizando una transformación radical del hombre, al que hace hijo adoptivo
suyo mediante la infusión de la gracia santificante o su aumento. Pero esta acción ha
acercado Dios al hombre. La predicación establece el primer contacto con Dios. Ese
contacto se convertirá en amistad, si el hombre acepta la llamada de Dios; llevará a la
condenación eterna, si es que el hombre la rechaza. En el primer caso, la palabra salva; en
el segundo, condena. Pero para obligar al hombre a tomar una decisión, el mensaje de la
palabra tiene que ser comprendido. Precisamente por eso puede tener eficacia ex opere
operantis.
13. PREDICACIÓN Y ADAPTACIÓN

De los problemas del testimonio pasamos directamente a los de la adaptación. El testimonio


exige la adaptación. La vinculación íntima que exige entre el testimonio y la adaptación se
basa en la misma naturaleza del mensaje. Éste es relativo, dice regencia a los otros, a
quienes, mediante el testimonio de personas comprometidas, atestigua la experiencia de
valores decisivos para la vida del hombre. Para lograr esto, requiérase que el testimonio
constituya un grito, cause impresión, arranque al hombre de su indiferencia y lo coloque
frente a frente con su propio destino.

1. Las diferentes mentalidades

Para obtener y realizar este cometido, el testimonio encuentra muchos obstáculos en su


itinerario. Las personas humanas no viven en estado de naturaleza pura, sino en estructuras
sociales y mentales que determinan, en su grado nada despreciable, sus pensamiento y sus
acciones. “Las personas, dice J. Guitton, son el resultado de una comunidad que piensa y
actúa en ellas. La comunidad despierta a la persona por medio del lenguaje: no sólo le
porpone sus palabras, sino también sus concepciones, sus esquemas y sus símbolos. De
igual manera que no es posible pensar sin servirse de los signos usuales que nos impone la
comunicación, hay que aceptar también estos instrumentos conceptuales como son las
creencias, las costumbres, los domas, las tradiciones y los diversos tipos de expresión”.

Es decir, las personas tienen determinada mentalidad y, para que pueda ser recibido el
testimonio, bien que pasar a través de esa mentalidad, a través de los esquemas con que el
hombre piensa y vive.

Por otra parte, el significado del mensaje no puede percibirse, si en la persona a la que se
dirige no se da una cierta expectación en cuanto a lo que el lleva consigo. Dice también
Gguitton: “una noticia que constituyese una sorpresa total, ocasionaría un shock, peso no
reportaría instrucción alguna, Para que la noticia pueda ser buena, e incluso para que pueda
ser percibida como noticia, son necesarias, nappes d’anticipation, latencias, esperas.
Cuando voy a contar algo, debo plegarme a las exigencias del grupo”.

Y para que una noticia sea recibida como algo que interesa, se necesita no solo adaptarse
a la mentalidad de las personas o las que se les comunica, sino encontrar también en ellas
pierres d’attente, es decir, deseos o exigencias, al meno potenciales del mensaje se les
transmite y que se anhela que acepten .
La consecuencia de todo lo que venimos diciendo es que no hay ninguna expresión del
mensaje que pueda fijar como definitiva . Este esta sometido a un continuo trabajo de
adaptación a las mentalidades con que entra en contacto y entre las que pretende difundirse.

Estas consideraciones son validas también y de modo especial , para el mensaje cristiano,
esencialmente universal y orientador de toda la existencia humana. No posee una lengua
sagrada, Jesús no ha escrito nada, no hizo sino hablar y confiar el encargo de dar
testimonio de cuando el había dicho, prometiendo a sus apóstoles su asistencia y la del
Espíritu Santo, cual garantía de la fidelidad en su transmisión (cf. Mt 28,19; Hech 1,8).
Cada época por consiguiente, y cada pueblo y mentalidad ha detener su propia a expresión
de mensaje cristiano. H de transmitirse, pues, en la lengua de cada un de los pueblos y de
cada una de las culturas.

Sin duda, Cristo previo la necesidad de la adaptación , Ya que dio a los apóstoles la misión
obligatoria de predicar el evangelio por todo el mundo ¡ Y cuan numerosas sino las
mentalidades y culturas que existen entre los hombres.¡ Por eso, aunque se cierto que el
evangelio, la buena nueva de la salvación no cambia, puesto que su objeto es Cristo, que el
mismo hoy, ayer y por todos los siglos (cf. Heb13,8), tiene que ser actualizado y traducido
a las diversas mentalidades y culturas en que se desenvuelve la existencia del hombre.
Esta existencia intrínseca del mensaje plantea, como es bien sabido, el delicado problema
de la inserción del cristianismo en l historia, es decir , el problema de la relación entre la
ciencia y la fe. Problema perenne y de todos los tiempos, pero que en algunas épocas, se ha
sentido con particular inquietud dramaticidad..
Antes de llegar al estudio del problema que supone la adaptación de la predicación urge
poner en claro algunas nociones.

2. EL Concepto de adaptación

Ante todo ¿Qué es la adaptación?

La adaptación, en general, consiste en establecer conveniencias entre dos seres, en adecuar


los medios al fin . se dice que la madre adapta el traje de un hijo que ha crecido en estatura
a uno mas pequeño, haciendo las necesarias modificaciones que se adapta en el marco de
un cuadro para enmarcar otro a una vivienda en oficina. En estos ejemplos, la adaptación
consiste en hacer que un objeto, destinado a un fin, pueda ser capaz de servir para otro
distinto. Evidentemente, esto no es posible sin introducir algunos retoques que, si bien no
destruyen la naturaleza de la cosa, la convierten en apta para otra función o finalidad.

Ateniéndonos a este concepto genérico, la adaptación del mensaje cristiano implica que se
predique de suerte que produzca en aquellos a quienes se anuncia, la crisis de la conversión,
caso de la predicación misionera, , o la profundización de la misma, si se trata de la
predicación catequetica u homoletica. El mismo mensaje que Cristo y los apóstoles
predicaron hace veinte siglos de un modo adecuado a la mentalidad judía o pagana del
imperio romano, hay que predicarlo hoy, adaptándolo a la mentalidad y a la cultura de los
hombres actuales.

Pero, ¿ se puede justificar teológicamente esta adaptación ¿ ¿se dan realimente en el


hombre esas aspiraciones y necesidades latentes, en las que se puede apoyar el mensaje
para ser percibido y aceptado por el hombre de cualquier tiempo y de cualquier cultura ¿En
otras palabras , ¿existen en el hombre la disposición necesaria para recibir el mensaje?. Por
otro lado, ¿ se trata de un mensaje que se pueda adaptar sin que por ello quede alterado o
destruido en su naturaleza?.

3. Principios teológicos de la adaptación

Ciertamente que en una teología protestante absolutamente absolutamente fiel a los


principios de la reforma resultaría inconcebible hablar de adaptación y de preparación para
la fe, la palabra de Dios es soberana y no puede adaptarse para servir a las necesidades
humanas. El pecado de origen, además, ha corrompido de tal suerte al hombre y la
naturaleza, que no puede hacer nada bueno ni que pueda servir de preparación para la fe.

Dios penetra en el alma sin ninguna preparación, sin ningún merito por parte del hombre,
solo por pura gracia. Esta es la postura que hoy defiende Kart Barth.

La actitud católica, por el contrario, se mantiene alejado de todas las exageraciones, bien
sean de saber pelagiano bien sean de índole protestante. el pecado de los primeros padres,
enseña , no ha corrompido la naturaleza humana hasta el extremo de que no posea ninguna
capacidad para hacer el bien o entrar en relación con las cosas divinas. A pesar de haber
perdido la dignidad en la que Dios la había creado; a pesar incluso de haber quedado
herida y debilitada en los dones naturales, conserva su diferencia a Dios como fin ultimo y
la capacidad de realizar algunos actos buenos. No todo lo que hace el hombre, sin poseer
la gracia ni la fe es pecado.

Mas esta actitud se halla muy lejos del optimismo a ultranza de los pelagianos, que no
reconocen ninguna diferencia esencial, en la naturaleza humana antes y después del
pechado así como también del pensamiento protestante. Que afirma su corrupción radical y
plena . en el problema de que nos ocuparnos, la iglesia católica admite la posibilidad de la
preparación a la fe y la existencia para todos los hombres, sin distinción, de gracias
sonantes y elevantes que hacen posible la cooperación con la gracia, por consiguiente, la
preparación a la fe. Esto implica que cada hombre tiene la capacidad radical necesaria para
recibir y adherirse al mensaje de la salvación.

Pero, aunque la preparación a la fe sea posible y legitima, la iglesia católica no olvida la


naturaleza especifica del cristianismo, que no es una exigencia de la naturaleza humana,
sino una vocación divina , una invitación a tomar parte en el dialogo trinitario,
esencialmente sobrenatural por su naturaleza, y del que ninguna criatura puede tener una
exigencia propiamente dicha. El cristianismo es una llamada desde arriba , no desde abajo
. quiere decir esto , que, si bien es exacto que cabe la preparación a la fe, no puede forzarse
esta hasta el punto de reducir el cristianismo a una exigencia de la naturaleza ni algo que la
consecuencia del fin del hombre requiera necesariamente . el cristianismo no es la respuesta
a los problemas nuestros a pesar de que la incluya, sino una gracia gratuita de Dios un acto
de amor con que el nos admite a la participación de su divina naturaleza. Mas no obstante,
aunque el cristianismo no se encuentren el plano de la naturaleza, no es tampoco algo que
la violente; la gracia no destruye la naturaleza,, sino que la eleva y sublima. En virtud de
este principio cabe lícitamente buscar y encontrar en la naturaleza humana las pierres y
attente del mensaje cristiano. El humanismo bien entendido podría constituir una
preparación optima para el evangelio.. la predicación so pena de aparecer como
desencarnadas de la vida , no puede desentenderse de ella. Por tanto , auque haya un solo
evangelio, un solo mensaje de salvación, hay diferentes caminos para acercarse has el y
apropiárselo, en señalar estas pierres dättente consiste la tarea de la pre-evangelización ,
destinada a preparar los caminos al anuncio del evangelio.

4.- La falsa adaptación

Junto a la adaptación teológicamente legitima y necesaria, podemos encontrar otra


equivocada e inaceptable que podría conducir a la adulteración y destrucción completa del
mensaje. Seria falsa la adaptación que hiciese concesiones en puntos esenciales de la
doctrina o de la moral. Hay algunas verdades de fe, citemos a guisa de ejemplo del
misterio de la Trinidad, los sacramentos de la eucaristía y de la penitencia, el dogma del
infierno, etc., que pueden resultar singularmente difíciles y opuestas a la mentalidad de los
hombres de un tiempo determinado o de ciertas culturas. Esta claro que constituiría una
adaptación equivocada el negar o incluso silenciar esas verdades, con el pretexto de
presentar como aceptable el mensaje que se predica . sabemos perfectamente aquel callar
un problema no es resolverlo .

Seria igualmente falsa la adaptación que, en homenaje a una filosofía determinada,


intentase interpretar el mensaje cristiano de forma inconciliable con su carácter revelado y
sobrenatural o, incluso dar una interpretación diferente de la que ofrece la iglesia, a la que
Cristo se lo ha confiado. El modernismo y sus vicisitudes están mostrando que, si bien el
cristianismo no tiene una filosofía propia, no es indiferente a cualquier sistema filosófico,
como si pudiera conciliarse con cualquiera de ellos. No es posible integrar el cristianismo
que es una religión sobrenatural , en una interpretación idealista o materialista de la
realidad . por eso la iglesia reconocida con particular existencia la filosofía tomista ya que
en ella los fundamentos racionales de la fe encuentran una rusticación que satisface a la
inteligencia humana.

No hay que olvidad, por ultimo, al ocuparse del tema de adaptación, que el cristianismo no
solo es sobrenatural, sino que incluso puede parecer a la naturaleza humana, corrompida
por el pecado, locura o escándalo(ef1 Cor1,23). Hay, pues en el hombre una tendencia
natural a conciliarlo con los propios criterios y mentalidad, eliminando todo aquello que no
llega a entender o que le resulta desagradable. Al señalar los limites de la adaptación ,
Schurr dice con toda justicia que el acontecimiento central del cristianismo no es la
encarnación sino la cruz; que no se trata de implantar a Dios en el mundo , sino de
desarraigar el mundo para enraizarlo en Dios” en verdad que lo humano puede servir para
preparar el cristianismo, pero también puede constituir un obstáculo ¿Cuándo pues se
realiza la verdadera y autentica adaptación ¿ . no cabe otra respuesta que la señalada a
continuación ; cuando salvada la integridad del mensaje con todas sus exigencias en el
orden intelectual y moral, se presenta de forma apta para provocar en quienes lo reciben
una propuesta , es decir una reacción positiva, negativa o dudosa. No puede decirse que el
mensaje cristiano ha sido en verdad anunciado y promulgado, sino ha conseguido poner al
hombre cara a cara con el problema de su propio destino y su propia salvación. Y en el caso
de la predicación dirigida a os cristianos, la adaptación exige que sirva y ayude a hacer mas
profunda la conversión en su dimensión doctrinal o litúrgica.
Estos principios nos permiten hablar de una doble adaptación ; la del mensaje que se
produce y la del sujeto a quien se dirige ese mensaje.

5. La adaptación al mensaje

Es evidente que no se puede predicar el mensaje cristiano si no se comprende o no se sabe


con exactitud, en que consiste ni cuales son las exigencias que impone. Este trabajo de
penetración reviste sus dificultades. Sabemos sin duda que el mensaje cristiano contenido
en la escritura y en la tradición se ha expresado en un idioma y en una mentalidad muy
diferente de las nuestras. Tanto el antiguo como el nuevo testamento nacieron en una
nacieron en una cultura muy diversa de la occidental del siglo xx. Los pueblos
occidentales, con intensidad mas o menos profunda. Han vivido y viven de la herencia que
nos legara la cultura greco-romana; la escritura, en cambio, pertenece al mundo oriental
que utiliza categorías esencialmente concretas y dinámicas. No nos será posible, pues
comprender la Biblia, si no intentamos leerla en el contexto del mundo en que se escribió.
El progreso del conocimiento sobre el oriente nos va ayudando a entenderlo cada vez mejor
en su estructura fundamental.

Se impone, pues, el estudio continúo de la escritura, si se desea penetrar su contenido.

A demás de esta dificultad que hay para la comprensión de la Biblia, existe otra debida a la
situación actual de la investigación bíblica. A pesar de los muchos esfuerzos realizados
hasta hora por los estudiosos, nos hallamos todavía muy lejos de haber comprendido el
contenido auténtico y la significación de varios libros del Antiguo Testamento y de alguna
del Nuevo. Evidentemente, la predicación no puede ignorar las enseñanzas de exégesis
científica. Aunque no este vinculada directamente al sentido literal de la Escritura, sino al
espiritual, si no quiere caer en la arbitrariedad, cosa que les ha pasado no pocas veces a los
padres, tiene que conocer con exactitud los resultados de la exégesis científica, y
teniéndolos en cuenta, exponer el sentido espiritual de las Escrituras.

Scurr observa que, cuando uno lee el Kittel, puede percatarse de la dificultad que entraña la
comprensión del Nuevo Testamento. Lo mismo cabe afirmar, y con más razón, respecto al
Antiguo. ¡Con cuánta frecuencia ha sido deficiente la exégesis hecha por los predicadores!.

El predicador está particularmente obligado a seguir el progreso de la ciencia científica en


lo que se refiere a los libros de mayor contenido doctrinal o moral. El primer lugar entre
ellos corresponde a los evangelios y a las cartas de las apóstoles, pues tienen fundamental
importancia para comprender en su plenitud el mensaje de la salvación y sus implicaciones.
El predicador no puede desconocer ni estar al margen del progreso que se realiza en este
campo. Ello le obligará a revisar y actualizar continuamente ciertas actitudes y posiciones.
Casi la misma importancia revisten los problemas que se refieren a los primeros capítulos
del Génesis. En tercer lugar, podríamos señalar los libros proféticos. Si no se requiere
correr el riesgo de faltar al deber de decir la verdad, es preciso que el predicador esté
siempre al corriente en línea con el progreso de la ciencia bíblica en este sector.

A la necesidad del estudio continuo del mensaje nos lleva también otra consideración que
se funda en la misma naturaleza del cristianismo. Según hemos repetido en diferentes
ocasiones, la originalidad y trascendencia del mensaje no radican tanto en la significación
que tienen para la vida. Pero esa significación, en todas sus dimensiones, no puede ser
comprendida ya desde el primer momento. Que Cristo sea la vida del hombre, y la luz que
ilumina el camino, y el amigo que le está próximo sin abandonarlo jamás, es algo que se
puede entender desde el principio; pero sólo en el transcurso del tiempo y de los años se
muestra en toda su profundidad la funsión que Cristo desempeña en la vida del hombre.
Cristo, objeto del mensaje, es una persona cuyo conocimiento ha de ser progresivo
necesariamente. La persona se aprehende primero “en bloque”, más adelante en sus
particularidades. San Pablo exhorta a los cristianos todos a alcanzar “la unidad de la fe y
del conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de
Cristo” (Ef 4,13). Esa adultez en Cristo no es posible sin un conocimiento cada vez más
perfecto de él, conocimiento que no consiste sólo en el estudio de su historia, sino
principalmente en el contacto cada día más íntimo con él en la fe. Este contacto con Cristo
en la fe será útil incluso para la comprensión de la Biblia, que es el libro de la fe. De esta
suerte evitará el predicador el convertirse en un profesor en el púlpito; sólo así será un
predicador auténtico, es decir, el pregonero de la buena nueva del amor de Dios. En la fe,
comprenderá el verdadero sentido espiritual de la Escritura, el significado auténtico de los
gestos divinos.

6. La adaptación a las leyes de la expresión

Pero no basta con entender el mensaje, hay que comunicarlo. Y para transmitirlo es
necesario tener en cuenta las leyes de la expresión. Esto constituye otro aspecto de la
adaptación.

“Hay dos pilares dice san Agustín, sobre los que debe apoyarse el estudio de la sagrada
Escritura: el modo de descubrir lo que contiene y la manera de expresar lo que se ha
comprendido”. Para abrir brecha en el oyente de tal manera que se le mueve a tomar una
actitud respecto a la palabra de Dios, no puede el predicador renunciar a los recursos que
ofrece la retórica. Es algo que se intuye ala primera. San Agustín, no se olvide que es
llamado el doctor de la gracia, afirma que quien habla “con elocuencia y sabiduría puede
ayudar más a los oyentes que quien habla sólo con sabiduría”. Cierto que inmediatmtne
después añade que hay que rechazar a quien habla con elocuencia, pero carece de sabiduría,
a causa del peligro de que alguno crea en lo que dice, seducido por su elocuencia. La
misma Escritura nos ofrece un ejemplo clarísimo del uso abundante de todos los recursos
del arte literario. ¡Cuán numerosos son los géneros literarios de la Biblia San Agustín no se
cansa de indicar hasta qué punto conocían los autores sagrados los diferentes estilos que
enseña la retórica y de qué forma los empleaban.

La adaptación, evidentemente, no es necesaria en la misma medida según que se trate de la


predicación misionera o de l destinada a los ya convertido. En el primer caso, hay que
provocar la crisis de la conversión; hay que conseguir que el pagano adhiera a Cristo. En el
otro, se trata de iniciar ala vida cristiana, a su doctrina y a su moral. En este segundo caso,
la adaptación tienen un campo más limitado. El cristianismo es una religión revelada.
Entraña, en cuanto tal, inmundo de coptos y de ritos que pueden y muchas veces tiene que
parecer completamente nuevos al hombre. El cristianismo no puede, por tanto, prescindir,
por así decirlo de un vocabulario propio, en que el creyente ha de ser iniciado. Los términos
Dios, revelación, gracia, sacramento e iglesia tienen un significado particular, que el
creyente ha de conocer necesariamente. La adaptación en este aspecto tiene sus limites. Por
lo demás, eso tiene validez en cualquier campo. Mientras se pretende presentar un
conocimiento sumario de cualquier objeto, basta el vocabulario corriente; pero en cuanto
se pretende profundizar en su conocimiento, resulta obligatoriamente imprescindible acudir
a una terminología técnica y de especialización.

7. La adaptación a los destinatarios

La adaptación al mensaje y a las leyes de la expresión no constituye sino una fase de la


misma. Hay que adaptarse también a los destinatarios del mensaje. El mensaje cristiano a
pesar de tener un contenido y una destinación universales, ha sido revelado, conforme
hemos dicho más arriba, en una forma adaptada a la mentalidad del pueblo al que iba
destinado directamente e inmediatamente. De ahí la necesidad que tenemos de traducirlo y
adaptarlos a las condiciones sicológicas y sociológicas de los hombres contemporáneos.

Para realizarlo, el predicador ha de conocer el auditorio al que dirige su palabra. Debe


conocer sus sicología y el influjo que sobre ellos ejercen las leyes sociológicas o la llamada
presión social. Con este propósito puede utilizar los datos que la psicología y la sociología
ponen a su disposición. Estas ciencias le informan del influjo del ambiente sobre la vida del
hombre y de los medios que intervienen en la creación del ambiente. No deseamos
detenernos en el estudio de estos puntos, pues nos parece mejor remitir a nuestros lectores a
trabajos más profundos.

Pero el modo mejor de conocer a los hombres de hoy, en nuestra opinión, es vivir
profundamente su vida. Esto no quiere decir que necesariamente haya que convertirse en
obreros o profesionales, algunas veces esto será conveniente, para poder entender estas
categorías sociales. Hablamos de la propia vida como sacerdotes y como predicador. Quien
vive de manera profunda la propia vida y experimenta sus dificultades, tiene por esa simple
hecho la capacidad suficiente para hacerse cargo de todas las dificultades en que se
encuentran sus oyentes. Es más, nos atrevemos a decir que las aportaciones de las
psicología y la sociología son útiles en el grado en que se las inserta en la profunda
experiencia de la propia vida personal. En este acaece lo que en el arte. El que comprende
el arte de un determinado autor o de una época concreta, puede por eso mismo captar el arte
de cualquier autor y de cualquier época.

Para lograr esa adaptación se exige también una actitud de simpatía y de amor hacia el
mundo y el tiempo en que se vive. En la amor está el secreto de la comprensión.

8. La adaptación ontológica

La adaptación a los oyentes no abraza sólo sus condiciones psicologícas y sociológicas,


sino se extiende también a la diferente situación en que se encuentran respecto a la palabra
de Dios.

Si la predicación se destina “a toda criatura” (Mc 16,18), es evidente que todas ellas no
encuentran en las mismas condiciones antológicas para recibirla.
El padre G. B. Cannizzaro distingue cuatro situaciones diferentes.

La primera es la infiel negativo. Éste no ha tenido jamás la oportunidad de oír la palabra de


Dios o, por lo menos, de escucharla de manera adecuada, es decir, en forma capaz de
haberla hecho sentirse obligado a tomar una decisión ante ella. A pesar de eso, en virtud de
la voluntad salvífica universal, posee una ordenación remota a la palabra. La universidad de
la distribución de las gracias nos autoriza a pensar que Dios concede a aquel que hace todo
lo posible por su parte para vivir de acuerdo con la ley natural un número impreciso de
gracias actuales, suficientes para llevarlo a la fe y a la justificación. El modo en que esto se
realiza constituye un misterio de la gracia. No obstante, el principio teológico, que hemos
recordado hace poco, nos permite concluir que, además del camino ordinario de la
predicación, existen otros extraordinarios, a través de los cuales, y en forma desconocida
para nosotros, Dios conduce a los hombres de buena voluntad hasta la fe. Santo Tomás
habla de una inspiración interna y del envío de un ángel o de un misionero. No es ésta la
ocasión de lanzar hipótesis. Una cosa hay absolutamente cierta: nadie que se esfuerce por
seguir los dictado de su concienca quedará excluido de la salvación.

En condición diferente se halla el bautizado hereje o apóstata. Por encima de sus


negaciones – de buena o mala fe, es lo mismo – , ellos poseen, en virtud del carácter del
bautismo una referencia real positiva a la palabra de Dios. Están en contacto con Cristo y la
Iglesia y tiene derecho a todas las gracias actuales que les permitan alcanzar o reconquistar
la fianza en este hecho y pensar que en todas estas almas que viven en esa situación, aunque
sicológicamente se hallen, quizá, mal dispuestas, la gracia trabaja continuamente,
empujándolas hacia Cristo y la Iglesia. A veces se necesitará tan sólo hacer desaparecer
cualquier obstáculo, para que se les muestre la verdad en toda su integridad. La historia de
la conversión de los protestantes y el retorno a la fe de los apostatas nos da testimonio de
sus inquietudes. La predicación tiene que apoyarse en ellas, para poder presentarles la
palabra de Dios de la manera más adecuada.
En situación mucho mejor se encuentra el fiel bautizado, que vive en estado de pecado. No
sólo posee el carácter y la condición de cristiano, sino también la virtud infusa de la fe, que
elevando su inteligencia, la impulsa a escuchar la palabra de Dios. La elevación de la
inteligencia mediante la virtud de la fe, da derecho a toda una serie de gracias actuales, con
las que Dios mueve la penitencia y a la readquisición de la gracia. Podríamos comparar el
estado de estas almas con el del hijo pródigo, que abandona la casa del padre, pero
llevándose consigo su nostalgia. Volverá a ella tan pronto como su nostalgia, atizada por la
miseria y el hombre, se agudice tanto que se sienta con valor para saltar por encima de la
vergüenza y los demás obstáculos que le impedían reconocer los propios errores y toar el
camino de regreso.

Ideales son las condiciones del fiel en estado de gracia. No sólo su alma, sino también todas
su facultades se encuentran sobrenaturalmente elevadas y orientadas hacia Cristo y la
Iglesia. El alma, en estado de gracia, dice Cannizzaro, “es el hijo que gusta escuchar la voz
del padre, la recibe, la guarda y la rumia en su corazón, como san Lucas nos dice de María,
que es el perfecto ejemplar de los oyentes de la palabra de Dios”.

Estos datos, que la revelación nos enseña y nos clarifica el magisterio de la Iglesia, tienen
importancia para el predicador. Demuestran que no trabaja él solo en la empresa de llevar a
los hombres a la unión e intimidad con Dios. Con él se halla aquella realidad misteriosa que
es la gracia, con la que el predicador debe colaborar para conseguir la santificación de las
almas. Y a esta gracia corresponde la función principal. El predicador no es sino su
vehículo. Su tarea esta en servirla, prestándole su colaboración.

9. La predicación y el magisterio profano

La existencia en el bautizado, del carácter sacramental y de la virtud de la fe, nos lleva a


una conclusión que reviste su importancia, ya que nos ayuda a comprender la diferencia
que existe entre el maestro que enseña cosas profanas y el predicador.
La enseñanza del maestro consiste, según santo Tomás, en ayudar a la inteligencia del
discípulo a percibir la aplicación de los principios, que ya tiene en su inteligencia, a los
casos particulares. Entre el profesor y el discípulo se entabla un diálogo, que no puede
nunca traspasar los límites de la inteligencia del discípulo. Hay adecuación perfecta entre su
inteligencia y lo que comprende.

En el diálogo entre el predicador y el oyente, por el contrario, pueden ser superarlos los
límites y fronteras de la inteligencia natural. No los fija la capacidad natural del hombre,
sino el Espíritu Santo, que es el maestro auténtico. El carácter recibido en el sacramento, y
aún más la virtud de la fe, conceden al creyente cierta connaturalizad con la palabra de
Dios, que produce en el alma una luz divina que ilumina la palabra y la hace comprensible
más allá de los límites naturales. San Juan habla de la unción del Espíritu que nos hace
comprender todas las cosas (Cf. 1 Jn 6,21) y el salmo 35,10 nos dice que veremos la luz de
Dios “en su luz”.

Esta verdad puede constatarse incluso en la experiencia. ¿Cómo explicar que gente ruda e
ignorante comprenda, no pocas veces, las cosas de la fe con tal profundidad y facilidad que
causan la sorpresa de los teólogos? Es el Espíritu Santo el que les hace comprenderlo
“todo”. El predicador no tiene que olvidar nunca, en su difícil ministerio, que es un aliado y
colaborador del Espíritu Santo.

10. La adaptación de los oyentes al mensaje

La adaptación no es una cosa exclusiva del predicador; también los oyentes tiene que
adaptarse al mensaje. Sin duda alguna el oyente goza del derecho a comprender el mensaje
y percibie rsu racionabilidad; pero no tiene el derecho a comprender el mensaje y percibir
su racionalidad; pero no tiene el derecho de señalar con condiciones para su aceptación. Se
trata de la palabra de Dios, que ejerce su soberanía sobre el hombre. Auqneu éste pueda
exigir garantías para aceptarla, no está en sus manos el fijarlas arbitrariamente. La Escritura
pone en guardia al oyente contra el endurecimiento del propio corazón (cf. Sal 95,7-8).

La disposición más adecuada para recibir la palabra de Dios es la humildad, que brota del
amor. Hemos hablado, en el capítulo 6º, de las relaciones entre el amor y la fe. No se llega
a la fe sino a través del amor. El amor constituye la disposición ideal para la palabra. Este
amor variará, naturalmente, según se trate, en la preparación para la acogida de la palabra
según se trate, en la preparación para la acogida de la palabra, de un pagano o de un
cristiano que la ha aceptado ya en la propia vida y sólo tiene que hacerla crecer en si
mismo.

El amor de Dios, en el pagano, se contiene implícitamente en la fidelidad a su propia


conciencia, en seguir los dictámenes de la ley natural, que se halla esculpida en lo profundo
de su ser. Cuando más fiel es el hombre a su conciencia y más la obedece, tanto mejor se
dispone a escuchar a Dios que le habla, no ya de una forma un tanto indeterminada como a
través de la conciencia, sino en la claridad de una voz humana, en la resuena la voz misma
de Dios. La observancia de la ley natural purifica al hombre, lo aparta del pecado, da finura
a su espíritu, le hace sentir a Dios más cercano y palpar con la propia mano su providencia
divina. El día en que el predicador se presente a este hombre para anunciarle la salvación
plena, descubrirá en la revelación el cumplimiento de todo aquello a que íntima e
inconscientemente aspiraba. A estas personas tan bien preparadas, el predicador podrá
decir, aun que en otro contexto, las palabras que dirigen san Pablo a los paganos de Atenas:
“Quod ignorantes colitis annuntio vobis” (Hech 17,23). De este tipo de personas afirman
san Agustín que se hallan fuera de la Iglesia aparentemente, pero, en realidad, están dentro
de la misma. Con más exactitud todavía hablará Pío XII, al decir que están ordenadas a la
Iglesia por un “deseo inconscientes”.

En los cristianos, en cambio, que ya han escuchado y recibido la palabra de Dios, la


disposición óptima para volverla a escuchar consiste en que la conserven en el corazón, la
mediten con frecuencia y la amen. Será este amor el que les ayudará a purificar la propia
alma del pecado, a orar y a recogerse antes de la predicación, pues el Señor sólo habla al
alma recogida. El amor, en el orden sobrenatural, constituye el secreto y el motivo de todo.
Por amor desciende de Dios al hombre y le dirige su palabra; con amor también le responde
al hombre y hace fructificar su palabra en sí mismo hasta la “plenitud de Cristo” (Ef. 4,13).
“El que no ama, no conoce a Dios, porque Dios es caridad” (1 Jn 4, 8), dice el discípulo
amado. Y a Dios se le conoce por medio de la palabra que nos habla en la predicación de la
Iglesia. El conocimiento y el amor de Dios caminan siempre juntos. Estas dos realidades se
iluminan y condicionan mutuamente. El amor hace recibir la palabra y la palabra alimenta
el amor.
13. EL PREDICADOR

Como conclusión de esta segunda parte de nuestro estudio, juzgamos conveniente dedicar
un capítulo entero al predicador. De él nos hemos ocupado constantemente en las páginas
anteriores; pero la consideración especial de su persona nos ayudará a comprender más
fácil y profundamente su función.

1. Sus cualidades naturales

El predicador es, ante todo, un hombre a quien Dios llama a que colabore con él en la
difusión e implantación de su reino en el mundo. En cuanto tal, debe poseer todas la
cualidades que hagan de él un instrumentos apto para realizar la parte que le corresponde en
esta tarea. Aunque es sobrenatural, puesto que en ella obra el mismo Dios, la predicación
emplea un medio natural: la palabra del predicador. Un defecto o una tara suyos podrían, si
no comprometerla, si al menos obstaculizar la acción de la gracia.

La predicación, además, tiene como fin la fe en su origen o en su profundización.


Basándose en este fin general, el Doctor angélico, después de san Agustín, señala al
predicador tres cometidos; instruir la inteligencia, mover el corazón y plegar la voluntad del
que escucha. San Juan Crisóstomo exige que sepa defender su rebaño de los ataques
exteriores que vienen de los enemigos de la Iglesia y de las objeciones que viene
espontáneamente entre los mismos cristianos. El predicador, dice, el santo con su lenguaje
impregnado de términos guerreros, ha de ser al mismo tiempo “arquero y tirador de honda,
general y capitán, soldado y comandante, infante y cabello, soldado de marina y defensor
de fortaleza”. El predicador no podrá lograr todos estos objetivos, si carece de un cierto
número de virtudes naturales, que ciertamente puede la educación afinar o perfeccionar,
pero no crearlas de la nada. San Juan Crisóstomo reprende no sólo al que acepta llegar al
sacerdocio sin tener esas cualidades, sino también al que lo recibe coaccionado.
Se podría, incluso plantar la cuestión d esi la carencia d eciertas cualidades de orden
natural, como la alta de elocuencia o de facilidad para halar, no excluya por sí sola del
sacerdocio. El sacerdote es a la ves dispensator verbi et sacramenti. El no ser capaz de ser
ministro de la palabra, ¿no constituiría una razón suficiente para cerrarle el camino a la
administración sacramental?

Los estudiosos de todos los tiempos han subrayado siempre el papel importante de las
cualidades sobrenaturales, han insistido casi de manera exclusiva en las naturales. San
Agustín se ocupa de ellas en el cuarto libro de su obra De doctrina cristiana, que ha servido
de modelo e inspiración a todos los que después se han ocupado de la llamada homiléctica
formal. Una obra casi clásica en este sentido es Lórateur chrétien, d eA. D. Sertillages, que
hemos citado ya otras veces. En ella baja el conocido teólogo a los detalles más pequeños
para enseñar al predicador cómo tiene que desarrollar las dotes de su inteligencia, de su
voluntad y de su corazón; cómo ha de preparar y componer el discurso; cómo debe formar
el estilo y cuidar la dicción. A través de la lectura de este ensayo, cae uno en la cuenta de
hasta qué punto es preciso tomar en serio helecho que ya hemos indicado tantas veces: la
predicación no es sólo palabra de Dios, sino también palabra humana, que dice un hombre
y que dirige a otros hombres, para provocar en ellos determinadas reacciones. No puede,
por consiguiente, prescindir de las reglas del discurso. Vale para la predicación, y acaso
todavía con más motivo, la que decía Cicerón respecto de la oratoría en general: es el arte
más difícil.

Con pleno derecho reprende san Gregorio Magno a quines se dedican ala predicación, sin
hberse debidamente preparado. Reprueba el gran pontífice romano no sólo a quines, por
excesiva modestia, se abstienen de predicar, sino también a los que se dedican a este
ministerio con ligereza. “Cuando se trata de personas que por su escaso talento o por la
edad no son aptas para el papel de predicador, y a pesar de ello, llevadas de su insensatez,
intentan desempeñarle, hay que amonestarlas para que no se cierren el camino de un futuro
progreso, por la presunción con que asume un cometido tan importante; no sea que
mientras que quieren realizar fuera de tiempo lo que ahora no pueden, se imposibiliten para
practicar lo que habrían podido hacer si hubieran esperado al momento oportuno; u no sea
que mientras que quieren hace runa vana ostentación de ciencia, den, por justo castigo, la
prueba clara de haberla perdido totalmente”.

2. La llamada de Dios

Si las virtudes naturales no pueden faltar en el predicador, mucho menos las sobrenaturales,
ya que éstas tienen la primacía. Es más, éstas últimas constituyen sus auténticas cualidades,
ya que las otras no son sino su presupuesto. El predicador ha recibido de Dios la llamada a
cooperar con Él en la transmisión de su mensaje y a invitar a los hombres a participar de la
vida divina. “No me habéis elegido vosotros a mí – dijo Jesús, a su apóstoles y, en ellos, a
toso los que habían de sucederles con el tiempo – , sino que yo os elegí a vosotros, y os he
destinado para vayáis y deis frutos” (jn 15,16).

El Antiguo Testamento nos describe en términos dramáticos la vocación de algunos


profetas. Isaías, difiriéndose a Dios que lo llama, prorrumpe en estas exclamaciones: “i ay
de mi, perdido soy, porque, siendo un hombre de impuros labios, que habitan en medio de
un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al rey, Yavé de los ejércitos! Pero uno
de los serafines voló hacia mí, teniendo en sus manos un carbón encendido, que con las
tenazas tomó del altar y, tocando con él mi boca, dijo: “Mira, esto ha tocado tus labios; tu
culpa ha sido quitada y borrado tu pecado. Y oi la voz del Señor, que decía: “ ¿A quién
enviaré y quién irá de nuestra parte?” Y yo le dije: “Heme aquí, envíame a mí” Y el me
dijo: “Ve y di a ese pueblo…” (Is 6, 5-9).

Jeremías fue constituido por Dios profeta de las naciones aun antes de salir del seno de su
madre. Pero cuando llegó el momento de comenzar su misión, tuvo miedo: “y dije: “ ¡Ah
Señor Yavé!: “No digas: soy un niño, pues irás a donde te envíe yo y dirás lo que yo te
mande. No tengas temor ante ellos, que yo estaré contigo para salvarte, dice Yavé… He
aquí que pongo en tu boca mis palabras” (Jer 1, 6-9(.
Con la misma solemnidad se describe la vocación de ezequiel: “Y me dijo: “Hijo de
hombre, ponte en pie, que voy a hablarte.” Y hablándome, entró dentro de mi el espíritu,
que me puso en pies, y escuche al que me hablaba. Me dijo: “Hijo de hombre, yo te mando
a los Hijos de Israel, al pueblo rebelde, que se ha rebelado contra mi” (EZ 2, 1-3).

Se trata de la misma fuerza que, en el Nuevo Testamento, se apodera de los apóstoles y los
convierte en testigos de Critos, primero en Jerusalén y luego en todos los confines del
mundo (cf. Hech 1,8).

La conciencia de su llamada es esencial al predicador para vencer los obstáculos que


encontrarán en los caminos que ha de recorrer como heraldo de la palabra de Dios. El no
haberse metido por su propia voluntad en un ministerio tan difícil, le dará la certeza de
contar siempre con el derecho a la ayuda de Dios, con el que podrá intentar todas las
osadías a favor de la causa de su Señor. “No soy profeta ni hijo de profeta, decía Amós,
sino que soy boyero y cultivador de sicómoros. Yavé me tomó de detrás del ganado y me
dijo: “Ve a profetizar a mi pueblo, Israel”. (Am 6, 14-15). Nada hay que tranquilice y
asegure más al que se sabe incapacitado para el ministerio más divino quedarse puede.

La llamada se concreta en la misión. El predicador es el enviado de Dios. Jesús, el


predicador por antonomasia, era el enviado del Padre. Y el predicador continúa y prolonga
su misión al enviarlo, el salvador le repite la promesa que hiciera a los apóstoles, de estar
con ellos hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28, 18-20). Especialmente en los instantes
ñeque se apodera de él el desaliento, tiene que recordar que no es él quien ha de hablar, sino
el Espíritu Santo (cf. Mt 10,20).

La predicación no supone, por tanto, en quien ha recibido la misión ha de hacerla, un modo


de a firmase en la vida social, un medio para conquistar fama y reputación, sino el deber de
fidelidad para con el que lo ha enviado encomendándole una tarea precisa: llevar a todos
los hombres la buena nueva de la salvación. Aunque tenga en común con los demás
oradores la el hablar en público, la finalidad que persigue no incluye nada humanote lo que
puede sacar provecho alguno. Al igual que san Pablo, ha de hace todo lo posible por
desaparecer para hacer así triunfar a Cristo. No busca sus cosas, su propio y dignas que
pueden ser, sino a Jesucristo.

3. El hombre de la Biblia y de la tradición

Es estar al servicio de la divina palabra hace del predicador el hombre de la Biblia. La


exhortación de san Palo a Timoteo, “aplicar la lectura” (1 Tim 4,13), es su deber
profesional, por así decirlo. Si el predicador es la boca de Dios, su portavoz; si Dios
actualiza, por medio de él, la revelación ya dada con anterioridad, el primer deber del
predicador consiste en conocer, meditar y comprender su divina palabra. La misma sagrada
Escritura expresa esta intimidad con la palabra, con una de las imágenes más atrevidas.
Dirigiéndose al profeta Ezequiel, Dios habla de esta suerte: “Tú, hijo de hombre, escucha la
que yo te digo, no seas tú también rebelde, como la casa rebelde. Abre la boca y come lo
que te presento. Miré y vi que se tendía hacia mí una mano que tenía un rollo. Lo
desenvolvió ante mí y vi que estaba escrito por delante y por detrás, lo que en él estaba
escrito eran lamentaciones, elegías y guayaes. Y me dijo: “Hijo de hombre, como ese que
tienes delante, come ese rollo, y habla luego a la casa de Israel.” Yo abrí la boca e hízome
comer el rollo, diciendo: “Hijo de hombre, llena tu vientre e hinche tus entrañas de este
rollo que te presento.” Yo lo comí y me supo a mieles. Luego me dijo: “Hijo de hombre,
ve, llégate a la casa de Israel y háblales mis palabras”: (Ez 2,8-10; 3, 1-4).

Por eso la sagrada Escritura tiene que ser el libro preferido del predicador. San Jerónimo,
en su carta a Nepociano, le exhorta a leer frecuentemente las Escrituras y a no abandonar
jamás su lectura. Sólo así podrá aprender lo que tiene que enseñar y adquirirá la doctrina
necesaria para exhortar y confundir los errores. Y en el mismo tomo se dirige a san Pulino
de Nola: “Yo te pregunto, hermano carísimo, vivir entre estas cosas, meditarlas, no saber
nada, no buscar nada fuera de ellas, ¿no te parece que es tener ya aquí en la tierra una
morada del reino celeste?”.

La familiaridad con la Biblia, el comérsela efectivamente, será lo que permitirá al


predicador conocer la intimidad de Dios, conocer sus miembros y descubrir “en sus
palabras el corazón divino”.

Al estudio de la Biblia que ha de hacer el predicador, podemos aplicar los principios que
santo Tomás aplica el estudio de las cosas sagradas. A propósito de la expresión “ciencia
inflat”, el Doctor Angélico nos dice que la ciencia auténtica se consigue “humiliter sine
inflatione, sobrie sine praesumptione, certiudinalier sine haesitatione, veraciter sine errore,
simplicitater sine deceptione, salubriter cum charitate, utiliter cum proximorum
aedificatione, liberaliter cum gratuita commnucatione, efficaciter cum bona operatione!. Si
este estudia la Biblia con estas disposiciones, no existe ningún riesgo de la que el
predicador adultere la palabra de Dios en su discursos.

Pero el predicador no puede ser hombre de la Biblia, si no lo es a la par de la tradición de la


Iglesia. La Biblia y la Iglesia constituyen dos realidades que no cabe separar. La Biblia no
es un libro escrito por Dios para que cualquiera lo le según sus propios gustos y especiales
tendencias; es un libro que ha confiado a la Iglesia y que sólo ella pude interpretar
auténticamente. La asistencia necesaria para la difusión del evangelio la ha concedido Jesús
a los apóstoles y a sus sucesores. No es posible, por tanto, estudiar y leer la Biblia, y mucho
menos anunciar su mensaje, sin una actitud de fidelidad plena a la Iglesia.

Esta fidelidad implica que el predicador interprete la sagrada Escritura en el sentido en el


que el magisterio eclesiástico la ha interpretado a lo largo de los siglos. Interpretación que
se halla en la enseñanza de los romanos pontífices y de los concilios ecuménicos, a través
de los padres y de los teólogos. A propósitos de los padres, Bossuet advierte que nos
adoctrinan sobre “el divino arte de manejar las Escrituras y autorizar sus propias palabras,
pues hacen hablar a Dios acerca de todos los temas por medio de sólidas y serias
aplicaciones”. Nos transmiten no sólo el sentido de las Escrituras, sino también el de la
tradición; nos ayudan a sentirnos como engrosando el caudal de este inmenso río que va
subiendo de nivel y cuyas aguas se hacen más límpidas y transparentes conforme se va
alejando del manantial. Los padres no son sólo grandes ingenios, que vivieron más cerca la
primitiva tradición apostólica, sino que, cual pastores de almas, nos enseñan cómo hay que
poner de relieve el aspecto más dinámico y pastoral de la Biblia, es decir el aspecto que
más interés tiene para el predicador. Ciertamente que no se debe imitar todo lo que hicieron
en este particular. El abuso del sentido acomodadito y alegórico impone unos límites de los
que no puede prescindir el predicador de nuestros días.

4. El predicador y la santidad

Por ser enviado de Dios y pregonero de su palabra, el predicador tiene que buscar la
santificación personal, ya que sólo quien se purifica del pecado y une a Dios, puede
entender sus misterios. “Pues nadie, afirma santo Tomás, debe asumir el papel de predicar,
mientras que no se haya purificado de la culpa y perfeccionado en la virtud, como se dice
de Cristo, que coepit tacere et docere”.

El principio que él inculca tan solamente, contemplari et conteplata aliis trajere, no puede
convertirse en realidad si no se ejercitan las virtudes morales, indispensables para la vida de
contemplación. San Gregorio Nacianceno ha formulado la misma enseñanza en la secunda
oratio apologetica: “El predicador no puede mover la lengua sino ha sido educada”. No
puede enseñar a los demás lo que se debe hacer, el que no lo ha aprendido primero por
experiencia. No es posible ser predicadores, si no se vive una vida profundamente religiosa,
en contacto con Dios.

Pero para adquirir esa ciencia tan clara y tan encendida sobre Dios, el predicador tiene que
ser hombre de oración y de meditación profunda. El orador sagrado, continúa el mismo
autor, tiene que hacerse escuchar con inteligencia, agrado y docilidad. “Mas lo podrá por el
fervor de sus oraciones que por habilidad de oratoria. Por tanto, orando por sí y por
aquellos a quienes ha de hablar, sea antes varón de oración que de peroración. Cuando ya se
acerque la hora de hablar, antes, de soltar la lengua una palabra, eleve a Dios su alma
sedienta para derramar lo que bebió exhalar de lo se llenó”.

El motivo del recurso a Dios, según san Agustín, estriba en el hecho de que las cuestiones
referentes a la fe y a la caridad se pueden tratar de diferentes modos y sólo Dios sabe cuál
de ellos se está más indicado para las necesidades de los fieles. Por eso, concluye el obispo
de Hipona, el predicador debe estudiar del mejor modo posible las cuestiones; pero
aproximándose la hora del discurso, recuerde las palabras del Señor: “Cuando os entreguen,
no os preocupe cómo o qué hablaréis porque se os dará en aquella hora lo que debéis decir.
No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro padre es el hablará en
vosotros” (Nt 10,19-20).

Y al final del libro, el santo habla otra vez de la oración: “Cunado un orador tenga que
hablar al pueblo o a un grupo más reducido, o dilatar lo que se ha de decir públicamente, o
lo que se ha de leer por otros, si quieren y pueden, ore para que Dios Ponta en sus labios
palabras propicias”.

5. La humildad del predicador

El predicador tiene que vivir también la virtud de la humildad. El predicador no constituye


algo honorífico. Anuncia a Cristo crucificado, locura para los gentiles y escándalo para los
judíos (cf. 1 Cor 1,23). El mismo predicador podría sentir vergüenza de predicar algo tan
poco de acuerdo con la mentalidad pagana de nuestros contemporáneos. La atención de
vaciar de sentido la cruz del Señor pende siempre sobre él. Si no tiene para con la palabra
de Dios el respeto y amor debidos, estará siempre tentado a abandonarla para ocuparse de
temas más interesantes como la política, el arte, la filosofía y cosas parecidas.
La predicación exige un sacrificio continuo de la propia personalidad, y a que en ella el
hombre es un simple instrumento, el “siervo de la palabra”. A pesar de que requiere
elocuencia, hay que emplear ésta en poner a Dios en primer, plano hasta llegar a olvidarse
uno de sí mismo. Para el predicador tiene validez en toda su fuerza las palabras que san
Juan Bautista dijo de Jesús: “Preciso es que Él crezca y yo mengue” (J 3,30). Toda su
preocupación debe centrarse en no confirmar en la sapientia verbi (1 Cor 1,17). Esto no es
factible sin una profunda humildad que haga desaparecer al predicador delante de la palabra
de Dios, para convertirse así en puro instrumentos de su acción para con los hombres.

La humildad es también necesaria por otro motivo. La predicación anuncia el evangelio,


que salva al que está dispuesto a recibirlo y condena a quien lo rechaza. Pero ninguno
puede percibir más interesante que el predicador la fuerza con que juzga al hombre el
evangelio. Al proclamarlo, no puede menos que percatarse de la distancia que de él lo
separa y constatar cuán lejos se encuentra de vivir los exigentes compromisos que impone.
Sin una buena dosis de humildad, el predicador no podría resistir durante mucho tiempo la
atención de privar de su fuerza al evangelio. No se admite fácilmente la propia
incoherencia.

Existe además la dificultad que nace del fracaso a que tan frecuentemente se halla expuesta
la predicación. El desaliento flota siempre como una amenaza sobre el predicador no
fundamentado en la humildad. “Quien afronta el riesgo del ministerio de la palabra, no debe
tomar en cuenta los elogios de los extraños, ni tampoco debe perder el ánimo cuando se los
nieguen. Pero si, haciendo sus discursos por agradar a Dios… recibe alabanzas de los
hombres, no rechace sus elogios; más si los oyentes, por el contrario, no se los tributan, no
los busque ni se aflija por ello, pues le servirá de suficiente consuelo, mayor que ningún
otro, de las fatigas, el esfuerzo realizado para dirigir y disponer la propia enseñanza, que
cuenta con la aprobación divina”.

Una manifestación de esta actitud humilde consiste en decir con coraje la verdad a lo
oyentes. No es una tarea fácil, pues a nadie agrada decir loq eu no gusta a los oyentes a
quines habla. Pero es preciso hacerlo así. Lo exige la fidelidad a la misión recibida. Entre
las cosas que Cristo ha mandado anunciar, se hallan también aquellas que no riman con los
gustos de la gente. “Hay que preferir, dice santo Tomás, la salvación de la multitud a la paz
de unos cuantos. Por consiguiente cuando algunos impiden con su perversidad la salvación
de la multitud, el predicador no debe temer ofenderlos, con tal de proveer a la salvación de
los más… Por ello el Señor, a pesar de que les causaba ofensa a éstos (a los escribas y
fariseos), enseñaba públicamente la verdad que ellos odiaban, y les reprochaba sus vicios”.

Hay que procurar sinceramente no ofender a nadie. Pero cuando “se origina un escándalo
de la verdad, es preferible soportar el escándalo a silenciar la verdad”.

La humildad, por último, impone al que predica discreción. No puede decir lo que quiera,
sino que ha de adaptarse a los oyentes, a lo que pueden entender, aun cuando eso lleve
consigo el sacrificar los propios conocimientos y, por consiguiente, la propia personalidad.
L apalabra de Dios se anuncia, con mucha frecuencia, a los simples ignorantes, que no
pueden absolutamente seguir razonamientos difíciles o comprender pensamientos
profundos. En este caso, el predicador tiene que renunciar a esos razonamientos y hablar de
las cosas más fácilmente accesibles a todos. Ésta conducta de Jesús. Para hacerse entender
por las turbas, hablaba por medio de parábolas. Ni siquiera a los apóstoles, a quines
explicaba los misterios del reino del Dios, les decía todo, pues no estaban en disposición de
comprenderlo (cf. Jn 16,12). Será la humildad la que aparte al predicador de aquellas
disquisiciones filosóficas o exegéticas, a las que con tanta facilidad se siente sentado de
abandonarse.

La humildad es un aspecto de aquella fidelidad a l palabra de dios, que san Pablo presenta
como característica del apóstol (cf. Cor 4,2). La fidelidad a la misión y al mandato
recibidos será la que empuje al predicador al estudio y perfeccionamiento de sus cualidades
naturales, a fin de que estén cada vez más disponibles para la palabra de Dios, que se sirve
de ellas; a conocer la Biblia en su contenido y en sus expresiones; a santificarse,
finalmente, para que en la propia vida aparezca de modo concreto el significado de la
palabra que predica. Todo ello se reduce a la parresía de que hemos hablado anteriormente.

6. Un texto de santo Tomás

Deseamos terminar este capítulo con un texto de santo Tomás, en el que explica las
diferentes imágenes con el que la Escritura designa al predicador.

“El apóstol denomina con diversos nombres el oficio del predicador, puesto que lo llama,
en primer lugar, soldado, pues defiende la Iglesia contra sus enemigos; en segundo lugar,
viñador, ya que poda sarmientos superflojos o dañados; también pastor, pues apacienta los
súbditos con el ejemplo; buey, porque en todo debe proceder con gravedad, arador, puesto
que tiene que abrir los corazones a la fe y a la penitencia; en sexto lugar, trillador, pues
tiene que predicar frecuentemente y con fruto; arquitecto del templo dado que ha de
construir y reparar el edificio de la Iglesia; y, finalmente, ministro del altar, pues ha de
enfrascarse en un oficio grato a Dios.

Estos nombres indican los fines de la predicación y los medios sobrenaturales que ha de
utilizar el predicador, si desea conseguirlos. La predicación invita a la fe la hace enraizarse
en el corazón y la defiende frente a quienes la niegan. Todo eso lo obtendrá el predicador
con la palabra y con ejemplo.
14. FORMAS DE PREDICACIÓN

Nos falta ocuparnos de la predicación en la vida de la Iglesia, es decir, de las formas que
asume en su dinamismo. Haremos algunas alusiones solamente, ya que, en otro volumen,
trataremos en particular de cada una de ellas.

1. Los tres momentos de la fe

¿Cuál será el criterio que nos permita distinguir en la predicación una multiplicidad de
formas? Ante todo, los destinatarios. Y éstos no pueden sino pertenecer a tres categorías:
paganos, Catecúmenos o cristianos. Es decir, personas que o no han escuchado nunca el
evangelio, al menos de un modo adecuado, o que lo han escuchado y abrazado solo
sumariamente, o que lo conocen de forma suficiente y tienen solo que encarnarlo en sus
vidas. Podemos distinguir, pues, la predicación misionera dirigida a los paganos; la de
iniciación para los catecúmenos y la formación para los cristianos.

Este criterio, sin embargo, es más bien empírico y, aunque nos permite diferenciar diversas
formas de predicación, no sirve para indicar claramente su naturaleza. El auténtico criterio,
a nuestro juicio, hay que buscarlo en el fin que se propone el anuncio del evangelio. Ya
hemos dicho en repetidas ocasiones que este fin es la fe, el encuentro con Dios en Cristo.
Pueden, por consiguiente, apreciarse diversas formas de predicación en cuanto que son
posibles diferentes especificaciones de la fe.

Según este criterio eminente intrínseco, cabe distinguir una predicación misionera, siempre
que el fin que propongan sea la aceptación de la fe; una predicación de iniciación, cuando
su fin sea el conocimiento de la fe en sus implicaciones doctrinales y morales, y una
predicación litúrgica, cuya tarea consiste en hacer vivir la fe ya aceptada y conocida. La
primera que llamaremos evangelización, se dirige a los paganos a fin de obtener su
adhesión a la fe; la segunda, a la que llamaremos catequesis, esta destinada a los
catecúmenos; la tercera, la denominaremos homilía, tiene como destinatario a la comunidad
cristiana y tiene lugar dentro de la liturgia. Producir la fe, reconocer la fe y vivir la fe
constituyen tres especificaciones de la misma. A ellas corresponden otras tantas formas de
anunciarla.

Estas tres formas son plenamente coherentes con el objeto de la predicación, que es la
persona de Cristo. A una persona no se la aprehende en toda su plenitud en un primer
contacto. Su conocimiento pasa a través de tres fases sucesivas. En un primer momento,
dos personas se encuentran, incluso casualmente, y puede establecerse entre ellas una
corriente de simpatía reciproca, aun antes de que se conozcan íntimamente. Frecuentemente
ignoran hasta sus nombres. A pesar de todo, perciben que hay entre ellos una cierta
afinidad, desean estar juntos y comunicarse. No se trata sólo, quede bien claro, de la
atracción física que se produce entre personas de diferente sexo y que, según la teleología
de la naturaleza, tiende a un objetivo determinado, sino de la atracción plenamente
espiritual que precede a esa forma de amor, que es la amistad y constituye uno de los
motivos que impulsan a los hombres a unirse y a vivir juntos.

A este primer encuentro sucede un periodo de conocimiento mutuo, en que la simpatía


establecida entre dos o más personas se profundiza y esclarece. Durante esta fase, las
personas conocen respectivamente sus cualidades y defectos, sus luces y sus sombras. De
esta suerte, descúbrense no sólo los puntos de contactos sino también los de divergencia. Se
manifiestan mutuamente como son y comprenden la significación de se amistad, de la
puesta en común de propio destino y de la responsabilidad de cada uno sobre el otro. En
esta fase, el amor, bien sea amistoso, bien sea conyugal, se manifiesta tal y como es; o
como fruto de una infatuación pasajera o como fundamento de una sólida base, que
permitirá su profundización. Este conocimiento desembocara en un compromiso reciproco
de por vida o en la separación, que pondrá termino a unas relaciones que no tienen donde
apoyarse.
Se da finalmente, una tercera fase, en la que del conocimiento se pasa a la vida. Es el
ejercicio del amor y de la amistad.
En el amor conyugal es posible distinguir claramente estas tres fases diversas: tras el primer
encuentro, viene el noviazgo y, por ultimo, matrimonio. El amor es, en la primera fase,
arrebatado; en la segunda, se hace mas sereno y profundo y en la tercera se vive.

En la fe descubrimos el mismo proceso. El primer encuentro con Cristo tiene lugar en la


predicación misionera, en que se presenta la persona del salvador con la única realidad
capaz de otorgar al hombre la salvación a que aspira. A ella corresponde, por parte del
hombre bien dispuesto, la acogida y la conversión: el hombre se adhiere a quien se le ofrece
con poder para diluir felizmente el problema fundamental de su existencia, el que se refiere
a su propio fin. Trátase, evidentemente, de una aceptación sumaria y global de Cristo,
característica de quien, habiéndolo encontrado en la palabra de la Iglesia, tiene conciencia,
a menos implícita, de haber hallado a aquel que una fase de profundización. Quien
aceptado globalmente la persona de Cristo desea saber con mayor exactitud quien es el, en
qué consiste la salvación que promete, cuales son sus consecuencias en el plano intelectual
y moral. De todo eso se ocupa la segunda fase de la predicación: la catequesis. Esta tiene
como cometido la enseñanza, la iluminación de la inteligencia. Más el que se ha convertido
a Cristo y conoce las implicaciones de la conversión, se entrega a él y vive su vida.
Precisamente es esto lo que se propone la tercera fase: la predicación homilectica mueve la
voluntad a vivir en armonía con los compromisos adquiridos en los sacramentos de la
iniciación y explicados en la catequesis.

Por consiguiente, el criterio para distinguir las tres formas de predicación se funda en la
naturaleza del objeto y del fin que debe alcanzar el anuncio del mensaje. El objeto lo
constituye una persona. Y a la persona se le reconoce en tres niveles diversos: a través del
primero encuentro, del conocimiento propiamente dicho y de la intimidad de la unión.
Resultará interesante añadir alguna cosa respecto a cada una de las diferencias formas de
predicación.

2. La predicación misionera o evangelización

Muy frecuentemente en los albores del cristianismo, cuando se trataba de convertir los
paganos al evangelio, la evangelización fue perdiendo actualidad a medida que las masas se
fueron incorporando a la iglesia. Constituida todavía una preocupación de la Iglesia en los
siglos IV y V, puesto que se perseguía la conversación de los últimos residuos del
paganismo grecoromano. En la edad media, al avanzar los nuevos pueblos hacia las
fronteras del territorio imperial, la predicación misionera recobró actualidad, a pesar de que
no nos conste que los misioneros de la época tuvieran una noción clara de esta forma de
anunciar el mensaje. Para ellos, el problema principal era la catequesis, la instrucción de los
nuevos pueblos y su iniciación a la vida cristiana.

Bajo otra perspectiva se les presentó, por el contrario, la evangelización a los misioneros
del renacimiento, cuando los descubrimientos geográficos demostraron que carecía de
fundamentos la opinión de los teólogos medievales y del mismo santo Tomas, quienes
defendían que no era posible pensar en un ángulo de la tierra al que no hubiese llegado al
menos un eco del evangelio. Hablaban, como máximo, de fundar la Iglesia donde todavía
no existía, pero no se dudaba siquiera de que, en virtud de un fenómeno de ósmosis,
hubiera ningún hombre que no hubiera escuchado el evangelio. El descubrimiento de
nuevos pueblos, especialmente de los que poseían una gran civilización, planteó el
problema de la predicación misionera. Pero no todos se percataron de la distinción precisa
que hay entre esta forma de presentar el cristianismo y la otras, especialmente la catequesis.
Ni tampoco tuvieron conciencia de su originalidad.

En nuestros días, la descristianización de las masas y el movimiento bíblico han enfrentado


a los estudiosos con el problema de la evangelización, no solo como necesidad pastoral,
sino como forma originalísima del anuncio del mensaje. Los estudios realizados hasta el
presente, de modo singular los que se ocupan de los Hechos de los apóstoles, nos permiten
reconstruir la evangelización en sus líneas fundamentales.

3. Las líneas generales de la evangelización

En la evangelización se anuncia a los paganos la venida de Cristo. En nombre de Dios, del


que ha recibido la misión y de quien recibe autoridad su palabra, el predicador cristiano,
autentico heraldo de Dios, proclama su voluntad de salvar a todos los no-cristianos. Este
anuncio es publico y reviste una gran solemnidad; se destina a todos sin excepción e
inaugúrala ultima época del mundo, que precede a la parusía. Frente a su mensaje, cada uno
de los hombres tiene obligatoriamente que adoptar una actitud: según que lo acepte o lo
rechace, será salvo o condenado. Por eso la evangelización continúa en el mundo la misión
de Cristo, bajado del cielo precisamente para traer, de parte del Padre celestial, el mensaje
de la salvación a fin de que sea vida para todos los que lo acepten y condenación para
quienes lo rechacen.

El objeto de la evangelización es la historia de la salvación, es decir, Cristo desde su primer


anuncio en las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento hasta san Juan bautista; desde
los acontecimientos de su vida publica hasta su muerte y resurrección, hasta su ascensión y
su retoro central en la parusia. Entre todos los hechos de la historia, el puesto central lo
ocupa la muerte y la resurrección de Cristo; de modo especial la resurrección, centro de
toda la historia salvífica. La presentación que de Cristo hace la evangelización, es más bien
kerigmática que teológica o apologética. Los apóstoles estaban tan pletóricos de Cristo, se
sentían tan profundamente transformados por el contacto personal que habían tenido con él,
que pretendían provocar la adhesión de sus oyentes a Cristo por medio de un fenómeno de
entusiasmo y de comunión. Cristo es el Señor a quien se preciso entregarse, pues el ha sido
quien ha tomando la iniciativa en el amor hasta llegar por nosotros.
Al anuncio de Cristo por parte del predicador, corresponde la aceptación o negativa de lo
oyentes. Se trata, repetimos una vez más, de una aceptación sumaria y en << en bloque>>. Se
acepta la persona de Cristo, en la que se aprecia la concreción y expresión máximas del
amor de Dios para con el hombre y, por tanto, de la salvación. Solo más tarde se
comprenderá detalladamente lo que es Cristo y lo que implica la salvación que ofrece. Y a
eso se dirige la catequesis, que vendrá tras la evangelización. Esta ultima, por consiguientes
persigue la conversión y la fe. El hombre acepta la palabra de Dios, que se le comunica a
través del predicador cristiano, y que se entrega a él.

A fin de obtener una respuesta de fe, la palabra del predicador está acreditada por
determinados signos que realiza Dios y que tienen como fin garantizar su origen divino. En
la era apostólica, constituían estos signos la profecías verificadas en Jesús, los milagros
físicos obrados en su nombre y la convicción y audacia de los predicadores, que les hacia
afrontar, por amor de Cristo, los mas duros contratiempos e, incluso, la persecución y la
muerte. Terminada la era apostólica, es el milagro moral de la Iglesia lo que constituye tal
signo.

La consecuencia que se sigue de la aceptación de la palabra evangelizadora es la conversión


(metanoia), que lleva consigo la dedicación plena de Dios y el arrancar del ama todo
cuando de el se aleja. De ahí que la penitencia constituya el aspecto negativo de la
conversión. A fin de conseguirla, el predicador no duda en presentar las consecuencias
trágicas que produce su recusación. La palabra divina, aunque se ordena esencialmente a la
salvación, puede transformarse en motivo de condenación para quien la rechaza.

Estos trazo esenciales que descubrimos en los grandes discursos misioneros del libro de los
Hechos como en los de Pedro (2, 14-29; 3, 12-26; 10, 34-43) y de Pablo (cf. 13, 14-52; 17,
22-31; 24, 24-25), los presentarán los diferentes misioneros, según el grado de preparación
de sus oyentes, insistiendo en un hecho con preferencia a otro ante de llegar al objeto
verdadero de la evangelización, que es Cristo. Un primer ensayo de adaptación de estas
líneas señaladas a las situaciones particulares, se encuentra en los apologistas del siglo
segundo y tercero; posteriormente en el De catecbizandis rudibus de san Agustin y, en
tiempos más próximos, en los grandes misioneros de la China y del Japon. En nuestros días,
el crecimiento de nuestra población pagana en el mundo hace que la predicación misionera
cobre gran actualidad y constituya la tarea fundamental de la Iglesia del siglo xx.

4. La catequesis

La catequesis forma que adquiere el anuncio del mensaje, en su dinamismo, es la


catequesis. Quien se ha abrazado, con Cristo, el salvador, anhela conocerlo más
profundamente, desea saber en que consiste la salvación que promete y que significado
tiene la vida vivida a la luz de esta promesa. Y a satisfacer esta exigencia de conocimiento
y profundización se dirige la presentación sucesiva del mensaje salvifico: la catequesis.
La catequesis tiene como misión el iniciar al convertido en la vida cristiana, y explicarle los
elementos de la conversión. Y esto es valido para los catecúmenos que todavía no han
recibido las aguas bautismales, y para las personas bautizadas a una edad en que no podían
tener conciencia de los compromisos que contrajeron por medio de sus padrinos con
recepción del sacramento. En la catequesis, se tarta de iniciar en el misterio de Cristo a los
que ya realizaron su conversación, haciéndoles penetrar el significado de los signos ---
bíblicos, litúrgicos y eclesiales ---- bajo los que se nos presenta, con el fin de forjar la
personalidad del cristiano, y su modo de pensar y obrar en consonancia con su conversión.
Todo ello supone la formación de la mentalidad cristiana8, del sensus Chistri (cf. 1, Cor
2,12). La catequesis, por tanto, no puede quedar reducida a la mera instrucción. No debe
presentar solo la exposición sistemática de la doctrina y moral cristiana, sino que debe
perseguir la formación completa de todo el hombre. Tiene, por consiguiente, que ponerlo en
contacto con Cristo y presentarle lo que debe pensar y hacer para vivir de acuerdo con el
cambio absoluto que se ha realizado en él por medio de la conversión. Esto, sin embargo,
no impide que el elemento haya de realizarse en medio de una atmosfera sagrada, puesto
que debe iniciar en el contacto con el objeto mismo de lo sagrado, el lugar ordinario de la
catequesis en la escuela.
Al antigüedad cristiana nos ha transmitido una serie de catequesis. El ensayo mas
autorizado y mas antiguo de ellas es el Símbolo de los apóstoles. Un eco de él, en la misma
línea, son las catequesis de san Ambrosio, san Cirilo de Jerusalén, san Agustín y Teodoro
de Mepsuestia. Con el transcurso de los años, la exigencia catequética se concentra en los
pequeños catecismos de la época moderna, a partir del Catechismus ad parochos, publicado
por decreto del Concilio de Trento, hasta los de san Pedro Canisio y san Roberto
Belarmino. De ellos se derivará también el florecimiento de manuales, que intentan adaptar
la iniciación cristiana a las exigencias de la época. La tendencia de la catequesis actual,
como hemos dicho en otra ocasión, es la de volver a la línea del símbolo de los apóstoles y
de la catequesis de los padres de la iglesia. El ensayo mas conocido, dentro de esta línea, es
el catecismo católico alemán.

En la catequesis, además, cabe distinguir una forma general, común a todos los cristianos.
Liégé la denomina catequesis de la base10, y que se reduce al conocimiento del catecismo, y
una catequesis especializada, que se realiza en función de determinados objetivos, dentro
del ámbito de la iniciación cristiana. La primera pretenda dad al catecúmeno la iniciación
doctrinal, moral y litúrgica necesaria para que el cristiano perciba lo que supone la fe en el
pensamiento, en la conducta moral y en la vida de la comunidad, a la que ha sido
incorporado o está a punto de serlo. Además, en la misma comunidad cristiana, cada uno
está llamado a desempeñar una función determinada. Se requiere, por tanto, una catequesis
que lo inicie en esa función. En este sentido, podemos hablar de una catequesis para
preparar el matrimonio o para abrazar la vida de los institutos de perfección. Y, según se
subraye, en la catequesis, un aspecto u otro de la existencia cristiana, podemos hablar de
una catequesis dogmática, moral, litúrgica, bíblica, apologética o eclesial. Se trata,
evidentemente, de poner el acento en cualquiera de estos matices señalados, puesto que no
es posible concebir una catequesis exclusivamente moral ni exclusivamente dogmática o
litúrgica. La catequesis por su misma naturaleza, es la iniciación al misterio de Cristo, que
constituye el centro del dogma, de la moral, de la liturgia, de la sagrada Escritura, de la
Iglesia, de la apologética y de cualquier otro aspecto de la realidad cristiana.
5. La homilía

Tras la iniciación en el misterio de Cristo, sigue la vida en Cristo jesús, conforme a su


doctrina y a su moral. Y a esta vida en Cristo corresponde la tercera presentación del
mensaje, que persigue el hacerlo vivir. Nos referimos a la predicación litúrgica u homilía,
que se dirige a los miembros de la comunidad cristiana.
Caracteriza esta forma de predicación el marco litúrgico en que tiene lugar. Mientras que la
evangelización puede realizarse en cualquier sitio, especialmente en las calles y plazas;
mientras que la catequesis se debe tener normalmente en la escuela, la homilía sólo puede
tener lugar durante la celebración litúrgica, como explicación y comentario de los textos
bíblicos. Lo subraya incluso explícitamente la nueva constitución litúrgica: << Se
recomienda encarecidamente, como parte de la misma litúrgica, la homilía, en la cual se
exponen durante el ciclo del año litúrgico, a partir de los textos sagrados, los misterios de la
fe y las normas de la vida cristiana>> .

Y la lectura de la Biblia, como sabemos, forma parte integrante de la liturgia, en cuanto que
es la palabra de Dios la que produce la fe, elemento esencial en el culto12. Ciertamente la
evangelización puede hacerla cualquier persona, aunque ex officio corresponde a la
jerarquía de la Iglesia; la catequesis pueden darla incluso los laicos a quienes se otorgue un
mandato especial; pero la homilía está reservada al sacerdote celebrante o, en caso de que
éste no pueda hacerlo, a otro sacerdote presente en la asamblea. Esto significa que la
predicación litúrgica en un acto de culto y, por lo mismo, propio de quienes han recibido un
sacramento especial, que los deputa para si ejercicio en nombre de la Iglesia.

Este nexo íntimo y profundo entre la predicación y la liturgia, sugerido ya en los Hechos de
los apóstoles (cf. 6,42; 20,7) y afirmado en los primeros documentos no canónicos de la
iglesia primitiva13, forma parte de la misma naturaleza de la predicación y de la liturgia. La
una no puede darse sin la otra. La predicación es la que hace que los signos litúrgicos
adquieran su naturaleza de símbolos de una realidad sobrenatural. Sin la palabra, las
personas, las acciones y los gestos litúrgicos se quedarían en simples acciones o en meros
gestos, sin relación alguna con la realidad que están destinados a significar.

La predicación, además, dispone a la recepción fructuosa de los sacramentos; aunque los


sacramentos confieren la gracia ex opere operato, el hombre tiene que prepararse para
recibirlo con actos de fe, de esperanza y de caridad. Y de estas virtudes, al igual que todo el
orden sobrenatural, es presupuesto la fe que procede de la predicación.

De ahí derivase una consecuencia importante al determinar la finalidad de la homilía. Hay


que buscarla dentro del ámbito de la liturgia. La homilía es un medio de que se vale la
liturgia para alcanzar su propio cometido, es decir, la unión de los fieles a Cristo para que
él, con él y por él ofrezcan a Dios el culto que le es debido. Esta unión se realiza por medio
de los actos de fe, esperanza y cardad y por la recepción de los sacramentos. Es
precisamente a través del ejercicio estas virtudes como los cristianos, incorporados a Cristo
en el bautismo, se unen cada vez más profundamente a él, viven de su vida y se
transforman en él. De estas tres virtudes, si bien la caridad es la más importante, pues
constituye el término a que se dirigen las otras dos, la fe ejerce una función especial. Por
una parte, hace el ejercicio de la esperanza y de la caridad; por otra, dispone a la recepción
de los sacramentos, que también son necesarios para conseguir la asimilación a Cristo. La
fe, pues, constituye el fundamento de toda la vida sobrenatural: ante de recibir la
justificación, permite el primer contacto con Dios; después de ella, lo intensifica y
desarrolla, posibilitando el ejercicio de la vida teologal y disponiendo para los sacramentos.

De esta suerte, la predicación, que es la causa instrumental de la fe (cf. Rom 10, 17) tiene
que penetrar todos los estadios de la vida sobrenatural. En la evangelización, invita a la fe;
en la catequesis aclara sus consecuencias y, en la homilía ejercita la virtud misma de la fe,
que se nos infundió en el bautismo junto con la gracia santificante.

No se puede, por tanto, reducir la homilía a pura catequesis. Esta tiene como tarea
específica y directa la instrucción, la iluminación de la inteligencia. Aunque, como es claro,
tenga que desembocar en la oración, su cometido inmediato sigue siendo el de instruir e
iniciar al misterio. La escuela en que se da, no es la iglesia. En la homilía sucede todo lo
contrario: su mira inmediata es la oración, el ejercicio de las virtudes teologales.
Naturalmente que para conseguir este cometido, no hay que prescindir, ni se debe, del
contenido intelectual.

6. La catequesis y la homilía

La distinción establecida entre el fin de la homilía y el fin que persigue la catequesis, nos
ayuda a comprender las otras diferencias que distinguen a estas dos formas de la
predicación.
La catequesis, lo repetimos una vez más, se dirige a la inteligencia y tiene como fin instruir
y formar al hombre según el modo de pensar cristiano. La homilía, en cambio, afecta
inmediatamente a la voluntad y el sentimiento; su objetivo es mover la voluntad a vivir de
acuerdo y al sentimiento; su objetivo es mover la voluntad a vivir de acuerdo con las
exigencias de la nueva vida que se nos ha injertado en el bautismo. La catequesis es
sistemática precisamente por dirigirse a la inteligencia. Aunque parta de la Biblia, de los
hechos de la historia de la salvación busca en ellos la verdad, los principios y las ideas que
permiten descubrir la unidad intima que hay entre ellos. Los hechos, proclamados ya en la
evangelización, tienden, en la catequesis, a transformarse en ideas y a manifestarse como
signos de la intención de Dios tiene sobre la historia. En la homilía, en cambio, los hechos
continúan siendo tales, es decir, manifestaciones del amor de Dios, y pretenden suscitar una
respuesta de amor por parte del hombre. La homilía tiene en cuenta, en los hechos bíblicos,
más bien su elemento afectivo; se fija más en el corazón que en la mente de Dios. De ahí
que no sea tan sistemática como la catequesis y que se atenga más directamente a la Biblia.
También se dan diferencias respecto al estilo. En la catequesis es más didáctico, puesto que
ha de poner de relieve el elemento racional, la coherencia intrínseca de la revelación o los
elementos históricos o apologéticos. En la homilía, el estilo es más lírico y vivaz, pues tiene
que mover la voluntad del cristiano.
Diferencias también en cuanto a la energía con que se explican. La catequesis es más serena
y estática; la homilía, más dinámica y arrebatadora. Estas divergencias aclaran asimismo
los peligros a que están expuestas las susodichas formas de predicación. La catequesis corre
el peligro de caer en lo abstracto, en lo abstruso, en lo erudito y en lo polémico; todos estos
peligros son defectos de la inteligencia. La homilía, en cambio, tiene el riesgo de
convertirse en retórica, sentimentalismo o moralismo, que constituyen otros tantos defectos
de la voluntad y del sentimiento.
Podemos concluir, por consiguiente, que la catequesis y la homilía son dos formas de
predicación diversas e irreducibles la una a la otra, con fines distintos y medios diferentes
dirigidos a conseguir esos fine. La una se adecua a la escuela, en la que enseña; la otra, al
culto, que constituye oración.

De esta suerte, pues, la transmisión del mensaje cristiano, en su dinamismo, puede asumir
tres formas: la evangelización, la catequesis y la homilía.

A pesar de ello, la diferenciación no tiene que hacer olvidar la unidad que hay entre ellas.
Precisamente por ser formas de la misma predicación, han de tener no pocos elementos
comunes. En la evangelización no faltan elementos catequéticos o didácticos. No se puede
presentar a Cristo, evidentemente, sin decir de algún modo quién es y lo que significa para
la vida humana, cual hiciera Pedro según el capitulo segundo de los Hechos de los
apóstoles. Por otra parte, tampoco la catequesis y la homilía pueden prescindir de ciertos
elementos de evangelización, habrá que evocarla. Se trata, pues, de una cuestión de acento,
de primacía de un factor, sin que por ello se excluyan los otros. Si bien es cierto que esta
primicia y los fines que persigue son suficientes para considerar como independiente a
ninguna de ellas.

No obstante toda su rica variedad, el fenómeno de la predicación continúa siendo único.


La unidad y variedad del fenómeno de la predicación explican las indecisiones de la
terminología del Nuevo Testamento en este punto: , que es el verbo clásico para
designar la evangelización, se sustituye a veces con , el verbo técnico de la catequesis.
Así, en Rom 6, 21, los dos verbos aparecen juntos para indicar la catequesis moral. Del
mismo modo, puede significar la evangelización (véase, a guisa de ejemplo, Lc 1, 4:
según la opinión más probable, el evangelista hace referencia a la evangelización ya
escuchada por Timoteo, a quien, en esta oportunidad, Lucas dirige su catequesis). Es
siempre una cuestión de acento la que distingue las diversas formas de la predicación.

15 LA TERMINOLOGÍA

Al final de nuestro estudio, queremos afrontar un problema que hemos dejado sin resolver:
la cuestión de la terminología. Es preciso hacerlo, pues la confusión de los términos podría
repercutir en los conceptos, en un problema tan actual, a la vez que tan complejo, como el
de la predicación.

Tendremos que admitir, en primer lugar, que a este respecto reina una fluidez tal de
vocabulario, que resulta muy difícil, incluso a los mismos especialistas, entenderse entre si.
Así se pudo constatar también en el congreso de Eichstatt, donde, debido a la presencia de
expertos procedentes de numerosas naciones y tendencias diversas, esa fluidez de términos
tuvo la gran oportunidad de manifestarse. Y dificulto no poco el dialogo, que constituía uno
de los objetivos principales del congreso.
Vale, pues, la pena decir, en este último capítulo de nuestra investigación, una palabra que
sirva para hacer un poco de luz en este punto, donde reina tanta confusión. Nuestro método
consistirá en la enumeración y examen de los términos que emplean los estudiosos;
trataremos de establecer así cuáles de entre ellos responden mejor a la realidad que deben
expresar.
1. Kerigma

Comenzamos con el término Kerigma. De su significado hemos escrito brevemente en un


articulo1. Aquí nos interesa desde el punto de vista terminológico, con lo que reanudamos
así el estudio del mismo.

Para los teólogos de la Verkündigunstbeologie, el kerigma es el mensaje cristiano, es decir,


el evangelio en su contenido de buena nueva de la salvación, que ha de anunciarse a todos
los hombres. << Entendemos por kerigma, escribe Jungmann, la doctrina cristiana en cuanto
está destinada a ser objeto de anunciación o predicación, es decir, a ser propuesta con todo
su valor fundamento de la vida cristiana<<2.
Por eso aquí que distinguirlo del mismo mensaje en cuanto estudiado por la teología
científica y presentado como un sistema de conocimientos. Predicar el kerigma, en este
contexto, no significa sino predicar el evangelio, predicar el mensaje cristiano en toda su
pureza y sin infiltración de las categorías teológicas. A pesar de ser inseparables, la teología
y la predicación tienen leyes propias y no se pueden reducir la segunda a una vulgarización
de la primera.

El mismo concepto tiene Hugo Rahner. Entiende por kerigma << la predicación de las
verdades divinas según la conexión en que las ideara e incluso predicara la divina sabiduría
y precisamente en la forma en que la Iglesia, desde sus albores, predicara la revelación de
Dios en su magisterio ordinario>>3.Esto significa, en concreto, que la predicación ha de
centrarse en la historia de la salvación, como en los primeros siglos de la Iglesia, según
podemos apreciar en las catequesis de san Cirilo de Jerusalén, de san Agustín y, en general,
de los padres hasta el siglo XII.
También Hofinger identifica kerigma y mensaje. Aunque conoce el significado de kerigma
como referido a la predicación misionera. Piensa que esa limitación es <<exagerada>>.

En Geiselmann el vocablo adquiere un matiz distinto.


A pesar de atribuirle el significado técnico de predicación apostólica primitiva, sea de los
doce, sea de Pablo, no lo estudia, sin embargo, en su función misionera. Según el teólogo
de Tubinga, el kerigma es el anuncio de la historia de la salvación.
Como tal debe constituir la << norma>> de la cristología y de la predicación. Pero no la
considera, por eso, una forma especial de predicación, distinta de las otras.

La acepción de Geiselmann puede servir de paso a la sentencia de aquellos estudioso, que


estudian el kerigma como una forma especial de la predicación, que consiste en presentar
de manera solemne y global el mensaje cristiano a los no cristianos, judíos y paganos, con
el fin de obtener su conversión (metanoia). En este sentido lo entienden, tras de Dodd y
Hunter, Rétif, Liégé, Hitz, Henry y otros. A esta forma se le llama también evangelización,
predicación misionera o evangelización propiamente dicha. Hay quien la denomina incluso
predicación kerigmática.

Correlativamente a estas diferentes concepciones, la expresión teología kerigmática


adquiere como significado diverso. En las discusiones promovidas por la
Verkündigunstbeologie. indica el ensayo de una teología de la predicación distinta de la
teología estrictamente científica. Abandonado este proyecto, la expresión puede
mantenerse, según Jungmann, para todas las discusiones teóricas y esfuerzos prácticos
<<

que sirven para hacer valer y fomentar el kerigma, y conducen a una renovación, en cuanto
al contenido, del mensaje en la predicación, catequesis y disposición del culto >> . El mismo
autor afirma que se hablaría con más exactitud de kerigmática, siempre que entrara de
nuevo a formar parte la materia de la catequética y de la homilética.

Por lo general, en los autores de lengua alemana, la kerigmática en la ciencia de la


predicación o, incluso, el estudio de la teología que tenga en cuenta no sólo el aspecto
racional del mensaje cristiano, sino también el dinámico y pastoral.

Mas simplemente, por el contrario, quienes conciben el kerigma en su función misionera,


piensan e que la kerigmática es la teología de la misión o la teología de la evangelización.
Fluido e indeciso es también el significado del adjetivo kerigmático. Siempre que el
término no se sustantivaza para designar a los teólogos de la Verkündigunstbeologie, en
referencia a los vocablos movimiento o renovación, sirve para expresar el predominio del
contenido sobre el método. Y ésa es la idea base del movimiento llamado precisamente
kerigmático. Este defiende que la renovación de la predicación cristiana tiene que buscarse,
antes que en el método, en las materias que se predican. Fuera de este contexto, cuando el
adjetivo no se refiere a la predicación misionera, sino a la predicación en general, quiere
significar que la predicación, por ser anuncio del mensaje evangélico, tiene que ser viva y
ceñirse a la realidad personal y social del cristiano. Dicho más brevemente, la predicación
kerigmática es la que se puede percibir como siendo palabra de vida (cf. Fil 6, 16), de
gracia (cf. Hecho 14, 3), de salvación (cf. Rom 1, 16) y de reconciliación (cf. 2 Cor 5, 19).
Kerigmático es el dinamismo del evangelio, que revive en la predicación.

2. Catequesis

Si pasamos ahora del examen del término kerigma al de catequesis, encontramos en él la


misma imprecisión y variedad de significados. Sobre su aceptación no están de acuerdo no
siquiera quienes entienden por kerigma la predicación misionera.
Para Liégé, la catequesis indica <<de un modo muy general, cada una de las realizaciones de
la función profética de la iglesia en orden a la santidad>>17. Es decir, se identifica con el
ministerio de la palabra, y abarca dos formas de evangelización: primer anuncio de
salvación a los no-cristianos, y la catequesis propiamente dicha que determina para la vida
cristiana las exigencias morales y doctrinales de la kerigmática o evangelización. La misma
terminología ha mantenido el autor en escritos porteriores18, aunque con algún nuevo matiz.
P. Hitz es aún más fluido en su terminología. La catequesis es, a veces, sólo una forma de
evangelización: la que explica a los fieles los elementos de la fe y de la vida cristiana. Se
distingue de la predicación misionera o evangelización propiamente dicha, que se dirige a
los paganos, y de la didascalia o enseñanza religiosa superior, que trata de penetrar los
misterios revelados del cristianismo20. En otro lugar, en cambio, Hitz se acerca a Liégé,
pues define la catequesis como el <<anuncio de la palabra salvifica de Dios. Y aquí se
abarcan todos los géneros de esa proclamación: desde la primera predicación misionera
hasta la catequesis mistagógica más elevada>>21. La catequesis, en este caso, se identifica
con el mismo constituyen otras tantas diferentes formas de catequesis.

Según Rétif, la catequesis es sólo una forma de la predicación: aquella que sigue al anuncio
del kerigma. Pertenece más bien al género de la enseñanza. El Nuevo Testamento la
designa con el verbo . Aunque afirma que, en algunos casos el termino y
22
indican el kerigma y la enseñanza propiamente dicha , Rétif piensa decir que tiene
<<

la significación determinada de instruir, con un matiz marcadamente doctrinal y con la


frecuente connotación de la actitud moral, que es preciso asumir>>23. La catequesis, por
tanto, es una forma de la predicación, distinta del kerigma. En tanto que ésta, por estar
dirigida a los paganos, tiende a suscitar la conversación y la fe, la catequesis instruye y
enseña, hacer tomar conciencia de todo lo que implica la conversión. Por eso puede
designársela justamente como predicación de la iniciación cristiana. Rétif habla también de
la , con la que se designa la profundización ulterior de la catequesis, que se alcanza
especialmente con las << Lecciones de la Biblia>>.

Charles Moeller distingue dos aspectos en el misterio de la palabra: la predicación


propiamente dicha y la catequesis. La primera esta unida a la misión profética de la Iglesia
e invita a los hombres a que se conviertan. Anuncia la buena nueva. Así es la predicación
apostólica, testimonio de la resurrección en medio de un mundo y de un imperio
<<

profundamente paganos>>25. A ella corresponde lo que otros llaman kerigma o predicación


misionera. La catequesis, por el contrario, se dirige al hombre ya convertido, para instruirlo
más profundamente en los misterios de la revelación y hacerlo penetrar <<en un
conocimiento que eliminará y enfervorizará más su fe>>.

La lectura de la Biblia, el frecuentar la liturgia y el estudio de los dogmas de la fe


constituye algunos de los aspectos de la catequesis27. E incluso llega este autor a presentar a
la predicación y a la catequesis como <<dos aspectos de la evangelización>>.
En el vocabulario de Moeller, por tanto, la predicación y la catequesis son dos aspectos de
la evangelización: la primera comprende la predicación misionera, que otros llaman
kerigma; la segunda abraza todas las especies de la iniciación cristiana, incluida la litúrgica.

Más características es la terminología de Congar. Al hablar de la predicación de los laicos,


distingue entre el testimonio y la predicación propiamente dicha. Aquél, que es tarea de
cada uno de los cristianos, se dirige al mundo que todavía no se ha incorporado a la Iglesia;
mientras que la predicación va destinada a los fieles y es, normalmente, <<un acto litúrgico
complementario de la celebración de los misterios>>30. El mismo Congar, aludiendo al
artículo anteriormente citado de Moeller advierte la diferencia que hay en su terminología y
la del estudioso belga. Congar llama predicación a lo que Moeller califica como catequesis,
y testimonio a lo que el belga entiende como predicación31. Mayor precisión tiene el
vocabulario empleado por Jungmann. Según él, << catequesis y predicación son las dos
formas principales en que se ejerce el magisterio eclesiástico>>. La primera de ellas persigue
el desarrollo y conservación de la vida sobrenatural; la segunda consiste en el introducción
fundamental al conjunto de la doctrina cristiana y esta destinada, por lo general, a los
jóvenes, que ya recibieron la gracia en el bautismo. Los problemas que origina esta
introducción, han hecho surgir la ciencia de la catequesis o catequética, que Jungmann
juzga hermana de la homilética. La predicación, pues, es un término que se aplica
preferentemente a la homilética.

Henry ha introducido un vocablo nuevo en el contexto de la terminología de la predicación.


El distingue en la acción eclesial la misión, la catequesis y la pastoral. Los destinatarios de
la misión son los incrédulos, y persigue como objetivo la conversión (el mismo autor
advierte que otros emplean la palabra evangelización o kerigma para designar la misión)34.
La catequesis, en cambio, explana por rudimenta fidei a quienes ya se convirtieron y los
prepara así para recibir el bautismo.

La pastoral finalmente, representa la última fase de la formación cristiana. <<Se dirige a los
bautizados e iniciados para proporcionarles la madurez en Cristo. Instrucciones
dominicales, homilías, preparación a los sacramentos (excepto el bautismo) y a la
dispensación de los mismos, exhortaciones, educación y gobiernos de la comunidad
cristiana, enseñanza teológica, etc., son algunos de los cometidos de la pastoral>>.

La pastoral, por consiguiente, equivale a la acción eclesial para con los bautizados.

La misma indecisión y fluidez reina en el vocabulario de los especialistas italianos.

Carlos Colombo, en un artículo sobre la teología kerigmática, designa con el término de


evangelización << toda la actividad de la Iglesia dirigida a la transmisión y formación de la
fe en el pueblo>>. El mismo significado amplísimo tiene el término<<predicación>>. Ambos
son equivalentes y expresan el ministerio de la palabra en todas sus formas.

Idéntica terminología emplea Grazioso Ceriani, quien habla de una << misión de la
predicación>>, propia del obispo, y de la << misión de evangelización recibida por el
sacerdote>>. Habla también de una <<gradual y orgánica evangelización y catequesis para los
cristianos que han llegado a la adultez, que de esta suerte deben y pueden ratificar el
bautismo que recibieron>>.

El padre G. B. Cannizzaro, prefiere emplear el vocablo predicación para expresar el


ministerio de la palabra y distingue en él dos modos: uno que engendra la fe en quien no la
tiene y otro que instruye en la fe, que ya fue presentada anteriormente40. El docto
benedictino, si no me equivoco, hace entrar de nuevo en la misma forma de predicación la
materia de la homilía y de la catequesis.

Mas completa resulta la terminología del padre Spiazzi. Distingue tres tipos y formas de
predicación. Los tipos son la y la . La primera es la iniciación a los hechos
fundamentales (homilética) y a los grandes principios (catequesis) de la vida cristiana; la
segunda es una instrucción más completa para cuantos tienden a la perfección. Con
referencia a las funciones de la predicación --- la exhortación y la enseñanza---, tenemos
una predicación pastoral (homilética y catequesis) y una predicación de exhortación no
estrictamente pastoral, que se persiga la formación de la inteligencia o de las costumbres o
la defensa de la fe. En total, pues, encontramos cinco formas.

Como puede fácilmente apreciarse, la diferencia terminológica entre cuantos se ocupan del
problema de la transmisión del mensaje cristiano es muy notable. Se puede imaginar
también la confusión que de ello se deriva.

La transmisión del mensaje en general, prescindiendo de sus formas concretas, se designa


respectivamente por catequesis (Liégé y Hitz), evangelización (Moeller, Colombo,
Ceriani), predicación (Cannizzaro y otro más).

En cuanto a las formas particulares que asume el mensaje en su dinamismo, hay quien
llama a la primera presentación del mensaje a los no-cristianos, kerigma, evangelización o
predicación misionera (Liégé, Rétif, Hitz), predicación (Moeller) o testimonio (Congar),
catequesis (Rétif) o catequesis propiamente dicha (Liégé). Respecto a la predicación
litúrgica, en general los autores franceses e italianos tienden a encuadrarla dentro del
ámbito de la catequesis, mientras que los alemanes prefieren distinguirla de ella. Los
autores que hemos examinado hasta ahora, por lo demás, reducen a dos las formas de
transmisión del mensaje: los franceses hablan de predicación misionera y de catequesis; los
alemanes diferencian la catequesis y la homilética. Rétif habla de una tercera forma,
Henry de tres y Spiazzi de cinco.

3. Las causas de la divergencias

Después de la árida presentación de tantas opiniones diversas, podemos preguntarnos


porque razón no han llegado los autores a ponerse de acuerdo acerca de la terminología, en
un problema de tanto interés para la pastoral.
El primer motivo, en nuestra opinión, se debe buscar en la novedad del estudio. Hace poco
más de dos decenios que han comenzado los teólogos a preocuparse de los problemas que
entraña la predicación. Naturalmente, las cuestiones no están todavía tan delimitadas como
para permitir una terminología bien definida. La falta de una teología de la predicación ha
traído como consecuencia que cada autor, al tratar de los problemas que a ella se refieren,
se ha tenido que basar o en conceptos empíricos, necesariamente imprecisos y vagos, o en
el modo particular de enfocar este o aquel problema concerniente a la predicación y a sus
relaciones con el conjunto de la pastoral. Es más, avanzado otro poco, podemos decir que
ha sido la falta de reflexión teológica sobre toda la actividad eclesial, ¿por qué no hablar de
la carencia de una teología de la pastoral misma?, la que ha impedido encuadrar la
predicación en el marco de la actividad y de la vida de la Iglesia.

Esta observación tiene validez incluso respecto a los teólogos alemanes, quienes, por existir
en sus universidades, desde hace dos siglos, cátedras de pastoral, han tenido más ocasiones
y motivos para ocuparse de la predicación. También ellos concibieron la pastoral más bien
en su perfil práctico, como conjunto de normas concretas en orden al ministerio apostólico,
que como una autentica ciencia. Ello explica que también en Alemania se haya sentido la
necesidad de una teología de la predicación.

A este motivo de tipo general, hay que añadir otro que se refiere a la predicación misionera,
al kerigma: las diversas exigencias que han provocado, en los diferentes países, los estudios
acerca de la predicación. La crisis de la predicación no conoce fronteras; en todas partes
causa inquietudes y se la estudia a fin de salirle al paso y superarla.

Sin duda fueron los teólogos alemanes los primeros que se ocuparon de ello en el aspecto
especulativo. Si queremos precisar todavía más, hay que decir que fue el libro de
Jungmann44 el que atrajo la atención de los teólogos sobre una materia que también a ellos
afectaba. No obstante, lo que movió a la investigación al teólogo de Innsbruck fue la
dolorosa experiencia de cómo se vivía en algunas parroquias la vida cristiana. De la
experiencia paso a la reflexión y tuvo que concluir que la predicación no es una simple
vulgarización de la teología. Conforme hemos apuntado un poco más arriba, se hicieron
intentos para crear una nueva teología llamada kerigmática. Pero en todo este movimiento
se tenía siempre presente la predicación y la vida espiritual de nuestros países
tradicionalmente cristianos. Ello impidió que, al estudiar las fuentes bíblicas de la
predicación apostólica, del kerigma, se percibiese su aspecto que tan de menos se echaba en
la vida cristiana de muchos fieles y en la predicación fragmentaria y moralística. El estudio
del kerigma apostólico se hizo, pues, con vistas a la renovación de la vida de los cristianos
y no en función misionera. Esta explicación aclara ciertamente el motivo de porque, en la
problemática alemana, la predicación misionera, la dirigida a los no-cristianos, no han
encontrado acogida en el conjunto de su estudio. Las investigaciones seguían otros rumbos.

La problemática francesa, en cambio, nació de otra exigencia diferente. Arranco no de la


vida cristiana existente, que era preciso renovar, sino de inexistencia misma. La
descristianización había llegado a tales alturas, al menos en algunas zonas del país, que se
podía hablar de paganismo. La predicación, por tanto, cuya crisis se proclamaba sin
reticencia alguna, tenia que entendérselas con paganos, no con cristianos lánguidos y
anémicos. Por consiguiente, cuando los estudiosos empezaron a examinar el libro clásico
del predicación, el de los hechos de los apóstoles, lo hicieron con preocupaciones
profundamente misioneras: cómo habían presentado los apóstoles a Cristo a los paganos de
su tiempo, y ver hasta que punto su predicación podía servir de norma a los misioneros de
hoy. Esta preocupación nos explica el que los especialistas franceses, coincidiendo en ello
con las investigaciones de algunos exegetas, hayan descubierto, en la predicación de los
apóstoles y de la Iglesia primitiva, el ángulo misionero con preferencia a cualquier otro.
Naturalmente esto ha tenido de la predicación genérica, aquella forma especial del anuncio
del mensaje que hemos llamado kerigma, diferente de las dirigidas a quienes ya son
cristianos. De ahí proviene la significación especial del término kerigma y de sus derivados,
en los estudios que hemos visto hace poco. Este término se ha añadido a los de catequesis y
homilética que ya eran conocidos. Por otra parte, su descubrimiento determinó que se
vieran todos bajo una nueva luz. Y de ahí la confusión e indecisiones que hemos apuntado.
Existe además una tercera razón de carácter filológico: la fluidez de la terminología
empleada en el Nuevo Testamento. Los verbos que más frecuentemente se utilizan para
indicar el anuncio del mensaje cristiano son y .Pero estos verbos revisten
tantos matices que resulta muy ardua la tarea de precisar su sentido exacto. Friedrich cita
treinta y dos verbos, que guardan una estrecha relación con ---

4. La terminología

Procuraremos ahora fijar una terminología. Proponemos que se califique con los términos
predicar y predicación en anuncio del mensaje en general. De esta suerte esos dos vocablos,
aunque se puedan aplicar genéricamente al kerigma, a la catequesis o a la homilética, no
puedan designar específicamente a ninguna de esas tres formas.

Esas dos palabras me parecen más adecuadas que las de catequesis o evangelización, para
expresar esa tarea genérica de la transmisión del mensaje. En efecto, predicar es la
traducción del vocablo griego que, a su vez, equivale a . Según la opinión de
Cristina Mohrmann, la traducción de por praedicare parece <<normal>>, pues es
denominativo de ; por otra parte, praedicare parece que va unido <<de una u otra forma
a praeco, heraldo>>.Y añade que, a pesar de que praedicare se emplee en sentidos muy
<<

diferentes y con textos muy diversos, su sentido cristiano primitivo no se borre jamás: la
49
idea de un mensaje proclamado está siempre viva >> . Predicar y predicación expresan,
pues m con exactitud, la naturaleza de la palabra de Dios que se transmite, así como su
cualidad de historia y conjunto de hechos realizado por Dios para encontrarse con el
hombre y admitirlo a la participación de la vida divina. Pero es evidente que los hechos se
anuncian, se proclaman. En una palabra, se predican, no se enseñan. A ellos corresponde
por parte del hombre la fe, no la ciencia. Todo esto salta a los ojos en el kerigma, que en la
proclamación de Cristo muerto y resucitado. Pero también se percibe en la catequesis y en
la homilética. La catequesis, en efecto, es el desarrollo del kerigma, es decir, de hechos en
que, sin duda alguna, se contiene una doctrina y una moral, pero que continúan siempre
siendo hechos, cuya naturaleza no hay que olvidar nunca. Por más que en la catequesis se
razone y se den explicaciones, es decir, se haga apologética, moral, historia, etc., no hay
que perder nunca de vista los hechos. Lo mismo habría que repetir acerca de la homilética,
que es el comentario y la proclamación de los hechos bíblicos.

La predicación, además, destaca uno de los aspectos de los hechos proclamados: su


solemnidad. El mensaje cristiano no consta de simples hechos, sino de los acontecimientos
más formidables que jamás hayan sucedido, de los magnalia Dei, según la expresión del
libro de los Hechos de los apóstoles (2, 11). Ahora bien, el término latino praedicare tiene
también el sentido de alabar, de celebrar. Este sentido aparece ya en el latín eclesiástico del
siglo IV. La cosa, a nuestro parecer, no carece de importancia, puesto que la predicación es
auténtica alabanza de Dios, en cuanto que proclama sus obras más estupendas. Entre ellas
las más admirables resultan la encarnación y la redención. Proclamarlas a voz abierta cual
lo hace , constituye la mayor alabanza que el hombre pueda rendir a Dios.

Así la predicación se convierte en acto de culto no solo cuando se halla en relación con la
liturgia, sino siempre y en todas sus formas. Constantemente y en casa uno de los lugares,
la predicación glorifica al señor, proclama e ilustra sus obras admirables, invitando a los
hombres a reconocer su grandeza y su sabiduría.

El termino predicación, por ultimo, subraya la función instrumental del hombre en el


anuncio del mensaje. La etimología de ----- pone al heraldo en relación con otra persona,
con aquel que le a encomendado transmitir la buena nueva. En la predicación se comprende
esto mejor que en los mismos hechos humanos. El predicador no solo habla en nombre de
Dios, porque ha recibido de el la misión y el poder de hacerlo (cf. Mt 28,18-20), sino que
además haba como instrumento de que se sirve dios para transmitir su plan salvifico.
somos, pues, embajadores de rito, como si Dios os exhortara por medio de nosotros>> (2
<<

cor 5,20).
Los términos de catequesis y evangelización que emplean algunos autores, no nos parecen,
por el contrario, tan precisos para expresar la transmisión del mensaje. El vocablo
catequesis, como veremos en seguida, se aproxima demasiado al genero didáctico como
para poder indicar que la realidad que se transmite no es, estrictamente hablando, un
sistema de ideas, sino una historia y, en definitiva, una persona, que constituye el centro y
el sentido de esa historia. Evangelización, por su parte, evoca demasiado fuertemente el
anuncio primero del cristianismo a los paganos; no sirve, pues, para expresar fácilmente el
anuncio de las palabras de Dios a los catecúmenos y a los cristianos ya bautizados y
adúlteros en la fe. Estos últimos han sido ya la proclamación del evangelio.

5. La predicación misionera o evangelización

Si la palabra predicación expresa suficientemente el acto de la transmisión del mensaje


cristiano, ¿con que términos designaremos las diferentes formas en que se concreta?

En cuanto a la predicación misionera, la que se dirige a los paganos con miras a su


conversación, creemos que el vocablo mas apto es el de evangelización. Nada impide,
naturalmente, denominarla también kerigma o predicación misionera. Más kerigma, aunque
se puede justificar por la Escritura, será siempre un término griego, que tiene un matiz
exótico para nuestros oídos. Predicación misionera es una expresión bastante vaga y puede
dar lugar a falsas interpretaciones. La predicación misionera no es, en efecto, exclusiva de
los países de misión, sino que constituye un aspecto permanente del anuncio de la palabra
divina. Es más, reviste carácter normativo para cualquier especie de predicación. No hay
que perderla nunca de vista; es preciso referirse a ella continuamente. Siendo esta así hablar
de ésta como de <<predicación misionera>> podría origina equivocos52. El mismo riesgo
ocasionar el término misión. Este, además, tiene el inconveniente de ser demasiado
genérico. La evangelización, al igual que la predicación en general, constituye una parte de
la misión de la Iglesia abarca todos los poderes conferidos a los apóstoles para la difusión
del reino de Dios en el mundo (cf. Mt 28, 18-20).
Evangelización, en cambio, además de enunciar con precisión exacta el anuncio del
evangelio a los paganos, no se halla tan estrechamente unida a este anuncio misionero
como para no poder indicar al mismo tiempo una función permanente de la misma
predicación. Según se puede apreciar, trátase de matices y detalles, con los que es posible el
lector esté o no de acuerdo.

Ni tampoco nos parece acertado llamar a la predicación misionera testimonio. Este, aunque
se verifica preferentemente en la predicación misionera, no es algo exclusivo de la misma,
sino que se extiende a todo anuncio del mensaje, sea cual fuere la forma en que se
proclame. La predicación es testimonio (cf. Hecho 1,8) por ser el anuncio de los hechos de
la historia de la salvación, es decir, de aquellos hechos cuya importancia reside no sólo en
su verdad, sino también en su significado para la vida. La muerte y la resurrección de
Cristo, punto central de la predicación de los apóstoles, nos interesan no solo porque han
sucedido realmente, sino porque han tenido lugar para nuestra salvación, ahora bien, nadie,
puede difundir la significación de los hechos sino aquella persona que puede presentar en la
propia carne, por así decirlo, el valor que tiene con respecto a la vida. Pero esto vale, como
hemos visto, para cualquier especie de predicación. El predicador, ya evangelice, ya de la
catequesis, ya haga la homilía, es siempre un testigo. No será predicador sino en la medida
en que es testigo del significado de los hechos que proclama. Y esto es válido incluso para
los seglares de quienes se puede decir, no importa en este momento con qué título, que son
predicadores y que participan de la potestad de magisterio de la Iglesia.

6. La catequesis

No nos parece, en cambio, que puedan existir dudas acerca de la exactitud del término
catequesis para designar la predicación de la iniciación cristiana. La palabra griega
correspondiente de . Significa en el Nuevo Testamento, y especialmente en san Pablo,
la instrucción acerca del contenido de la fe (cf. Gal. 6, 6) o la profundización de los hechos
ya conocidos (cf. Lc 1, 4). El otro verbo que emplea el Nuevo Testamento es , que
tiene el sentido de instruir << como un matiz marcadamente doctrinal y la frecuente
connotación del comportamiento moral que es preciso tener>>. Rétif advierte también que la
catequesis se da sentado, en la actitud del maestro que enseña y no en la del heraldo, que
grita a plena voz.

Sin embargo, de los verbos, el que mejor muestra la realidad de la instrucción religiosa es
. En efecto, etimológicamente significa resonar. Incluye, por tanto, el concepto de una
enseñanza oral proveniente de la viva voz del maestro. El maestro sirve así al catecúmeno
de pantalla de resonancia (1 Cor 12, 25; Ef 4, 11). No solamente esto; hay algo más
importante aun, a nuestro juicio: la etimología expresa bien que en la instrucción religiosa,
a diferencia de lo que sucede en la profana, no se comunica algo que el hombre podría
descubrir por si mismo sino algo sobrenatural que solamente se reconoce ex auditu (Rom
10, 17). La actitud del catecúmeno no es la de aquel que a través del método socrático,
encuentra y expresa lo que posee en sí mismo; sino la de aquel a quien hay que comunicar
algo desde fuera. Su actitud es la del oyente.

Lo que el termino catequesis>> no expresa adecuadamente es que la instrucción religiosa


<<

no es una simple comunicación de ideas, sino de hechos y de acciones destinadas a


convertirse en principios del pensamiento y de la conducta moral. Pero esta deficiencia
queda suplida por la misma naturaleza de la predicación, una de cuyas formas en la
catequesis. También por esto el vocablo <<predicación>> es preferible a cualquier otro para
indicar el fenómeno general de la transmisión.

El campo de la catequesis comprende una serie de catequesis particulares, con las que se
realiza la educación religiosa, no sólo la elemental y común a todos, sino también la
especializada, hecha con miras a las diversas funciones que el cristiano tendrá que
desempeñar en la vida57. Parece que entre estas formas de catequesis hay que incluir
también la que Rétif llama y que él distingue tanto del kerigma como de la didaché
o simple catequesis. Según este mismo autor, mientras que la confiere en la
preparación del bautismo o después de su recepción, L’enseignement moral et doctrinal
<<

premier>>, la << vient encuite approfondir cette formation, gráce surtout aux lecons
de I’Ecriture et à la réflexion chrétienne>>. Con ello se indica que en la didaché al igual que
en la didaskalia, prevalece el elemento intelectual, es decir, la instrucción, con la diferencia,
sin embargo, de que en la primera es más elemental y más profunda en la otra. Pero el fin
de ambas se encuentra siempre dentro del ámbito de la instrucción. Trátase, por tanto, de
una distinción dentro de la misma catequesis, que no puede fundamentar un tipo de
predicación independiente y autónomo.

7. La homilía

Llegamos así a la tercera de la predicación, a la forma litúrgica. ¿Será posible designarla


con un término especifico? En general se la denomina homilía, palabra griega transportada
a nuestros idiomas modernos. A pesar de que con ella se designaba el discurso del papa o
del obispo durante la misa, se aplica también a la explicación del evangelio hecha por el
sacerdote.

La homilía es, esencialmente, un discurso familiar entre los miembros de una misma
comunidad cristiana. En ella se difuminan todas las diferencias sociales y solo se emplea el
apelativo <<hermano en Cristo>>. La Iglesia es la sociedad del los <<llamados>> mejor dicho,
convocados>> por la palabra de Dios, para formar el nuevo pueblo de Dios sobre la tierra,
<<

preparando así la sociedad escatológica. Y a esta comunidad se dirige el sacerdote para


anunciarles la palabra de Dios y su voluntad divina, a fin de que responda con la oración y
la caridad. Con el único texto del Nuevo Testamento que lo utiliza (cf. Hecho 20, 11). La
palabra equivalente latina es sermón; los padres la reservan generalmente para designar la
predicación litúrgica.

Pensamos que la palabra homilía es acertada ya que expresa la idea de discurso familiar y
distingue suficientemente la predicación litúrgica de la catequesis, en la que aparece la
figura del maestro. En la homilía, el jefe de la asamblea hablar a los hermanos, entre
quieres no existen diferencias; no habla, pues a los alumnos. Su cometido es la exhortación
y no la enseñanza.

Carecemos todavía, sin embargo, de un término preciso para expresar la acción del que
tiene la homilía. Tenemos que recurrir a una circunlocución: hacer la homilía o explicar el
evangelio

CONCLUSIONES

Como final de nuestro estudio, deseamos volver a andar el camino recorrido, para indicar
las conclusiones a que hemos llegado.

1. el punto de partida de nuestra investigación ha sido la predicación de los apóstoles.


Hemos procurado señalar el objeto de la misma, examinando las expresiones con que se la
designa en el Nuevo Testamento. Nos hemos detenido particularmente en la noción de
misterio empleada por san Pablo en sus cartas, que permite se le reconozca a la predicación
cristiana todo el significado que tiene en la historia de la salvación. El misterio lo
constituye, según el apóstol, el plan de salvación que Dios pensó desde toda la eternidad y
que, conforme a sus designios, ha revelado en la plenitud de los tiempos. En el punto
geométrico del mismo se halla la persona de Cristo muerto y resucitado. La revelación, por
tanto, es esencialmente la intervención de Dios en el espacio y en el tiempo para invitar al
hombre a la salvación, a la participación de su naturaleza divina, al dialogo trinitario. El
cristiano, por consiguiente, es el mensaje de salvación, el anuncio de la voluntad salvífica
de Dios, es decir, de la llamada del hombre a participar de la vida divina. Este mensaje se
identifica con la persona de Cristo, que no es solamente el heraldo del mensaje, sino su
mismo contenido. El no sólo indica el camino de la salvación, sino que el mismo es la
salvación. La completa originalidad de la predicación como forma de comunicación radica
en este punto. No constituye, propiamente hablando, una enseñanza, aunque revista ciertas
analogías con ella, sino la proclamación solemne de que Cristo es el salvador. El objeto de
la predicación no es un objeto, sino un sujeto.

2. ampliando nuestro examen, hemos visto que este sujeto no es únicamente un


personaje histórico muerto y resucitado hace veinte siglos y cuyo mensaje proclama hoy la
predicación, sino que es una persona que esta presente y actúa en la misma predicación.
Cristo no es solo aquella persona de quien se habla, sino que habla e interpela al hombre, al
revelarle su plan de salvación. El Nuevo Testamento permite establecer este dato. E
igualmente lo encontramos en la tradición patriótica, especialmente en san Agustín.
Constituye, en el fondo, un reflejo o consecuencia de la doctrina del cuerpo místico, de la
presencia de Cristo en la Iglesia, que es el sacramento primordial de la salvación. Sólo con
la escolástica se atenúa y oscurece esta concepción de la casualidad principal divina de la
predicación cristiana. Bajo el influjo de la filosofía aristotélica, el elemento intelectual o
doctrina de la predicación prevalece sobre el histórico. No se carga ya el acento sobre las
intervenciones de Dios en la historia, sino sobre las verdaderas que él ha revelado. De ahí
que al concepto de mensaje, característico de la religión cristiana, trate de sustituirlo la
concepción que lo transforma en una metafísica revelada. De esta suerte la predicación, de
la palabra dirigida por Dios al hombre para invitarlo a la salvación, se convierte en palabra
pronunciada por el hombre para impulsar a la búsqueda de Dios. Al Deus desiderans de la
sagrada Escritura y de la tradición agustiniana, sucede el Deus desideratus. La predicación
se transforma en un discurso sagrado, en una oratorio salutem animae persuadens, según la
definición de Alain de Lille. El que la especulación teológica continuara por esos derroteros
se debió a la influencia de la polémica antiprotestante, que obligó a los teólogos a distinguir
lo más posible la predicación del sacramento. A pesar de todo, la concepción de la
causalidad principal divina se mantuvo no sólo en algún que otro teólogo de la
contrarreforma, sino también entre los predicadores. En nuestros días el estudio de la
Escritura y la teología de la fe han vuelto a ponerla en primer plano. Dios es quien habla en
la predicación.
3. pero la voz de Dios, para llegar al hombre, tiene necesidad de un vehiculo que la
transporte y de una voz que la haga resonar. En la predicación, por tanto, no hay que
distinguir sólo una casualidad principal, la palabra pronunciada por Dios, sino también la
casualidad instrumental, la palabra que sale de los labios del hombre. Dios habla a través
del hombre. La predicación cristiana adquiere, de este modo, una función esencial en la
historia de la salvación. Ella pone en relación a Dios y al hombre. La presente fase de la
historia está destinada, conforme al plan de Dios, a proclamar a todos los hombres sus
designios salvíficos. La parusia no llegará hasta tanto que estos designios no hayan sido
gritados por todos los confines del mundo. Junto a esta dimensión intelectual, hay que
poner en evidencia también la dimensión dinámica de la predicación. Esta constituye un
medio, un vehiculo de la gracia: es la virtus deiin salutem omni credenti (Rom 1, 16). La
palabra no sólo anuncia la salvación sino que la confiere. Se trata de una palabra eficaz, que
realiza lo que proclama. Confiere la fe, que es el fundamento del orden sobrenatural, y con
la fe, la vida eterna, purificándonos así del pecado. Y al producir la fe, engendra la Iglesia,
la comunidad de los creyentes, y la hace crecer, pues desarrolla en los fieles la vida de la
gracia hasta hacerla llegar a su plena madurez. Pero la eficacia de la predicación no tiene
sentido único y exclusivo: salva a quien la acoge y es condenación para quien la rechaza.

La predicación, por tanto, constituye el medio y el lugar del encuentro entre Dios y el
hombre. En la palabra de la Iglesia encuentra el hombre a Dios, puesto que es en la Iglesia
donde Dios habla e interpela al hombre. La predicación es el bodie de Dios, es el
acontecimiento más definitivo en la vida del hombre, es el hecho que cambia de arriba
abajo su situación sobre la tierra. La historia sagrada no terminó con la muerte de los
apóstoles, sino que tiene su prolongación en la Iglesia.
El vinculo estrechísimo que se da entre la predicación y la fe, explica la necesidad y
preeminencia de aquella entre los otros misioneros de la Iglesia. Por ser vehículos de la fe,
resulta tan necesaria como la fe misma. Y constituye el primer deber de los obispos.

4. por eso, en cuanto vehiculo de la fe y de la gracia, la predicación tiene una cierta


sacramentalidad. En ella, bajo un signo sensible, la palabra humana, está presente y obra, al
igual que en los sacramentos, una realidad suprasensible, el mismo Dios, cuya presencia
sólo puede percibirse por medio de la fe. La predicación, por consiguiente, constituye un
misterio de fe y, al mismo tiempo, de humildad, pues el vehiculo que Dios ha elegido es no
sólo frágil, en la medida en que lo es la palabra, sino que además, se trata de un medio cuya
fragilidad no tiene nada de sublime. En el origen de este misterio, de esta unión entro lo
sensible y lo divino esta el mismo Dios que ha querido, adaptándose a las leyes de la
sicología humana, que se difundiese su evangelio por medio de la palabra de los hombres.
Por eso, no hay predicación posible sin missio canonica. Nadie puede predicar sin haber
recibido del mismo Dios o de la Iglesia, a quien él ha confiado sus poderes, el mandato de
hacerlo. El poder de predicar forma parte del concepto del sacerdocio neotestamentario. Por
tener poder sobre los sacramentos, el sacerdote de la nueva alianza tiene que tenerlo
también sobre la fe, sin la que el sacramento no tiene eficacia. La misma persona tiene que
ser a la vez ministro de la palabra y del sacramento.

5. Al anuncio del mensaje corresponde, por parte del hombre, la fe, que es el encuentro
de Dios y el hombre en su intimidad. Para que tenga lugar ese encuentro se exige que el
amor de Dios, cual se desprende de toda la historia de la salvación, se comunique al
hombre. La predicación, si quiere ser vehiculo de la fe, ha de serlo también del amor
divino. E igualmente es esencial a la fe el compromiso, puesto que sólo él puede producir
aquel fenómeno de comunión, absolutamente necesario para que el hombre pueda adherirse
a Dios. Y de la fe brota la conversación, que supone un cambio, el romper con todo lo que
antes daba sentido a la vida, para orientarse y centrarse sobre un nuevo eje. Y este cambio
implica una triple dimensión: la teologal, es decir, la fe a la que el hombre se adhiere; la
sacramental, que consiste en el bautismo, por medio del cual el hombre renace a un nuevo
modo de existencia; y la moral, que lleva consigo una conducta nueva, un estilo de vida en
conformidad con la conversación que se ha verificado en el hombre.

6. Al terminar el capitulo sexto, hemos podido definir la predicación. La proclamación


del misterio de la salvación, hecha por Dios mismo, a través de sus representantes legítimos
en orden a la fe y para el crecimiento de la vida cristiana, por último, hemos señalado las
dimensiones diferentes de la predicación: sagrada, histórico.-bíblica, cristocéntrica, eclesial,
litúrgica y escatológica.

7. En la segunda parte de nuestro estudio, hemos analizado la naturaleza de la


predicación en si misma, tratando de determinar en qué consiste la eficacia que la sagrada
Escritura le reconoce.

Hemos examinado, en primer lugar, la analogía que existe entre la predicación y el


sacramento, subrayando las diferencias y, al mismo tiempo, la unidad que existe entre
ambas realidades. Internándonos luego en el problema de su eficacia, hemos podido
comprobar que la cuestión que más apasiona a los estudiosos es la que refiere al modo en
que ambas realidades ejercen su eficacia, es decir, influyen en la producción de la gracia.
Tras haber enumerado las diversas opiniones de los teólogos, hemos llegado a la
consecuencia de que, en la predicación, además de una eficacia ex opere operantes, se da
otra que podemos calificar de ex opere operato, en este sentido, es siempre eficaz por su
misma naturaleza, en virtud de una dynamis interna de la que nadie se puede sustraer. En
ella cabe distinguir, pues, una doble eficacia: en cuanto palabra que encarna un mensaje,
puede obrar exclusivamente ex opere operantes, es decir, sólo cuando realmente es
extendida; pero en cuanto que está dotada de un contenido particular, actúa ex opere
operato, eso es, en virtud de una fuerza que le es inherente. Por eso en la predicación
cristiana, el papel del ministro es más importante que en los sacramentos. En éstos, el
ministro solo tiene que realizar el rito sacramental; en la predicación, en cambio, ha de
conseguir que se entienda el mensaje que anuncia. De ahí que su instrumentalizad, es este
segundo caso, resulte más importante

8. Con el fin de determinar la naturaleza de la instrumentalizad susodicha, hemos


investigado en torno al concepto de testimonio, término con el que el libro de los Hechos de
los apóstoles expresa el mandato de Cristo de predicar el evangelio al mundo entero (cf. 1,
8). Este análisis nos ha hecho desembocar en la conclusión de que existe un servicio de la
palabra, un compromiso de la persona, que es necesario para que la palabra sea eficaz. A
este compromiso se le denomina comúnmente santidad. Y no se limita al predicador sólo,
sino que se extiende a toda la Iglesia. La santidad no constituye solamente un factor que
facilita la eficacia de la predicación misma, sino que es un factor condicionante. No hay
predicación donde no haya santidad. Ésta. Por una parte, constituye el signo por el que la
palabra del predicador se presenta como algo que proviene de Dios; por otra, manifiesta la
significación de aquella palabra para la vida del hombre.

9. Llegados a este punto, hemos podido abordar directamente el problema en torno a la


naturaleza de la eficacia de la predicación. Dicha eficacia deriva del objeto mismo que se
anuncia, que es Dios, la verdad y la bondad supremas. Por eso está adornado de un encanto
singular, que atrae de modo espontáneo hacia si la inteligencia y la voluntad del hombre.
Esta fascinación o seducción, en el orden actual de providencia, se identifica con la de
Cristo, en el que Dios se ha manifestado al hombre. De la persona de Cristo emana un
encanto particular, al que corresponde la orientación hacia él de la inteligencia y voluntad
humanas. Pero como la verdad y la bondad suprema están encarnadas en un signo que las
limita (Cristo y la Iglesia), el hombre conserva su libertad. Cuando se le ofrecen en la
predicación, puede, por tanto, responder con su adhesión plena o con una rotunda negativa.
Ello dependerá de que sienta hambre y sed de los valores que se identifican con Cristo.

10. Puede decirse que esta eficacia es de carácter antológico-psicológico. Nace del
mismo objeto, pero para explicarla es preciso acudir no sólo a la gracia interna, sino
también al testimonio humano, al compromiso de la persona, que muestre existencialmente
que la aceptación de Cristo no constituye la renuncia a la personalidad propia, sino su
máxima valoración. El hombre que acepta a Cristo, que muere y resucita con Él, es el
hombre autentico, el hombre salvo, aquel que realiza plenamente su fin. Y la trascendencia
de este factor psicológico explica toda la importancia que reviste el problema de la
adaptación.
11. Pasando luego a tratar de las formas que la predicación asumen en su dinamismo,
las hemos reducido a tres la evangelización, la catequesis y la homilía. Esta clasificación
depende de que el mensaje evangélico se anuncie a los paganos, para conseguir su
conversión; a los catecúmenos, para iniciarlos a la vida cristiana; o a la comunidad de los
fieles, a fin de exhortarles a vivir en conformidad con la fe que han abrazado. Las tres
formas corresponden a las tres especificaciones que puede hacerse de la fe.

12. El estudio se cierra con un ensayo acerca de la terminología. Hemos propuesto


designar con el término predicación el anuncio del mensaje cristiano, prescindiendo de las
formas concretas que asume en su dinamismo. Evangelización designaría la predicación
destinada a los no cristianos, catequesis calificaría la hecha por los catecúmenos o a los
que se pueden equiparar a ellos la palabra homilía estaría reservada para indicar su
proclamación a la comunidad cristiana.

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