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Intranquila descansa la cabeza que porta la corona.

WILLIAM SHAKESPEARE

Enrique IV, parte II


Capítulo uno

El chico se había subido a la loma más alta del Reino Oeste del Anillo para mirar al
norte, por donde asomaba el primer sol. El paisaje era suave y ondulado; hasta donde alcanzaba
la vista, las verdes lomas se extendían en una sucesión de valles y elevaciones, como jorobas de
camello. Los rayos cobrizos del primer sol sacaron destellos a la niebla matinal, dotando a la
luz de una cualidad mágica muy acorde con el ánimo del chico. No solía levantarse tan
temprano ni aventurarse tan lejos de casa para no despertar la ira de su padre, y nunca subía a
una colina tan alta, pero esta era una ocasión especial. Por eso había dejado a un lado las
infinitas normas y tareas que llevaban catorce años oprimiéndole. Este era el día en que se
decidiría su destino.

El chico —Thorgrin, perteneciente al clan McLeod, de la Provincia Sur del Reino Oeste,
al que sus amigos conocían como Thor— era el menor de cuatro hermanos y el menos querido
por su padre. Se había pasado toda la noche esperando este día: dando vueltas en la cama, sin
pegar ojo, deseando que saliera el primer sol. Porque un día así se daba una vez cada tantos
años, y si lo dejaba pasar solo podría quedarse en la aldea, condenado a cuidar del rebaño de su
padre por el resto de sus días. La idea le resultaba insoportable.

Era el Día de la Leva, el día en que el ejército del rey recorría las provincias y escogía
voluntarios para la Legión. Thor nunca había soñado con otra cosa; el sueño de su vida era
unirse a la Plata, el cuerpo de élite del rey, formado por caballeros ataviados con las más
elegantes armaduras y las mejores armas que pudieran encontrarse en los dos reinos. Pero no se
podía entrar a formar parte de la Plata sin antes pasar por la Legión, un cuerpo formado por
jóvenes de entre catorce y diecinueve años de edad, pertenecientes a las mejores familias. Y si
uno no era hijo de un noble o de un prestigioso guerrero, no podía entrar.

La única excepción era el Día de la Leva, que tenía lugar una vez cada tantos años,
cuando faltaban jóvenes en la Legión y los hombres del rey recorrían el país en busca de
reclutas. Pero era bien sabido que pocos plebeyos resultaban seleccionados, y todavía eran
menos los que se quedarían en la Legión.

De pie sobre la colina, Thor escrutaba el horizonte, atento a cualquier indicio de


movimiento. Los hombres de la Plata vendrían por esa carretera, la única que llevaba al pueblo,
y él quería ser el primero que los viera. Un coro de balidos de protesta se elevaba del rebaño.
Las ovejas se apelotonaban a su alrededor, pidiéndole que las llevara al valle, donde la hierba
era más sabrosa. Pero Thor pasó por alto el ruido y la peste de sus ovejas; tenía que
concentrarse.
Si Thor había podido soportar estos años pastoreando, haciendo de lacayo de su padre y
de sus hermanos mayores, trabajando más que nadie y recibiendo menos atenciones que nadie,
era porque estaba convencido de que un día se marcharía. Un día llegarían los oficiales de la
Plata y lo seleccionarían, para sorpresa de todos los que lo habían subestimado, y él subiría de
un salto al carruaje y les diría adiós a todos.

Por supuesto, su padre nunca le había considerado candidato a la Legión; de hecho nunca
le consideraba apto para nada; su amor y sus atenciones, todo se lo dedicaba a los tres hermanos
mayores de Thor. El primogénito tenía diecinueve años, y los otros dos le seguían con un año
de diferencia cada uno, de modo que Thor se llevaba tres años con el más joven de ellos. Tal
vez porque tenían edades tan próximas o porque se parecían mucho entre sí y nada a Thor, los
tres estaban muy unidos, mientras que a él lo ignoraban.

Lo peor era que eran más altos y fornidos que Thor. Y él, que no era bajo, se sentía poca
cosa a su lado; aunque tenía las piernas musculosas, parecían de alfeñique al lado de los gruesos
troncos que sostenían a sus hermanos. En cuanto a su padre, no hacía nada por equilibrar la
balanza, más bien parecía disfrutarla: ordenaba a Thor cuidar de las ovejas y afilar las armas
mientras sus hermanos se entrenaban. Aunque nunca hablaron de ello, se sobreentendía que
Thor pasaría la vida entre bastidores en tanto que sus hermanos llevarían a cabo grandes
hazañas. El destino de Thor, según su padre y sus hermanos, sería quedarse en la aldea y hacer
lo que le pidieran.

Sin embargo, Thor intuía que sus hermanos se sentían amenazados por él, tal vez incluso
lo odiaran; lo notaba en sus miradas, en sus gestos. No entendía por qué, pero despertaba en
ellos un sentimiento cercano al miedo o a los celos. Tal vez porque él tenía un aspecto distinto y
no hablaba como ellos. Ni siquiera se vestía como ellos, ya que su padre reservaba los mejores
atuendos —los blusones púrpura y escarlata, las armas doradas— para sus hermanos, en tanto
que Thor vestía ropas burdas y andrajosas.

A pesar de todo, se esforzaba en sacarle partido a lo que tenía y encontraba la manera de


que las prendas le sentaran bien. Se ataba un fajín a la cintura, sobre la túnica, y en verano se
cortaba las mangas para que sus bien torneados brazos recibieran la caricia de la brisa. Solo
tenía unos pantalones de tela burda y unas botas del peor cuero, anudadas con cintas hasta los
tobillos. Aunque eran muy distintas a las botas que llevaban sus hermanos, Thor las mantenía
en buen estado.

En realidad, aunque vistiera el típico uniforme de pastor, Thor destacaba por su aspecto y
su forma de comportarse. Alto y delgado, con una mandíbula orgullosa y una noble barbilla,
pómulos altos y ojos grises, parecía un guerrero que se hubiera equivocado de lugar. Tenía el
pelo castaño y ondulado, cortado por debajo de las orejas, y unos ojos brillantes como las
brasas.
Thor sabía que hoy sus hermanos tenían permiso para dormir hasta tarde; tras disfrutar de
un abundante almuerzo se presentarían a la selección con sus mejores armas y la bendición de
su padre. A él, en cambio, ni siquiera le estaba permitido asistir. En una ocasión quiso hablarlo
con su padre, pero no hubo suerte. Su progenitor dio por terminada la conversación sin más, y
Thor no volvió a intentarlo. Desde luego, era injusto.

Sin embargo, había tomado la decisión de rechazar el destino que su padre quería para él;
en cuanto avistara la primera señal de la caravana real, correría a casa y anunciaría que se iba.
Pasara lo que pasara, se presentaría a los hombres del rey, estaría en la selección con los demás.
Su padre no podría detenerlo. Se emocionaba solo de pensarlo.

El primer sol ya estaba alto. Cuando el segundo sol, de color verde menta, empezó a
salir, añadiendo una nueva capa de luz al cielo color púrpura, Thor los divisó, y el pelo se le
erizó como si estuviera electrificado. En el horizonte apareció la tenue silueta de un carruaje
que levantaba nubes de polvo. Detrás apareció otro carro, y otro más. A Thor no le cabía el
corazón en el pecho. Incluso a esa distancia, los carruajes destellaban como los lomos plateados
de los peces cuando saltan del agua.

Contó hasta doce carruajes y no pudo esperar más. Con el corazón a punto de estallar, se
olvidó del rebaño por primera vez en su vida y bajó a trompicones por la ladera, decidido a no
detenerse hasta llegar a casa.

Bajó de la colina corriendo y atravesó el bosque como una exhalación, sin evitar siquiera
los arañazos de las ramas. Al llegar a un claro vio el pueblo a sus pies: una aldea blanca y
soñolienta donde vivían una docena de familias, con casitas de adobe de una sola planta y
techados de paja. Vio que salía humo de las chimeneas: los aldeanos se habían levantado pronto
y preparaban el almuerzo. Era un lugar idílico, a una distancia suficiente de la Corte del rey
—un día entero a caballo— como para disuadir a visitantes ocasionales; una aldea más de
campesinos en el borde del Anillo, un engranaje más en la rueda del Reino Oeste.

Cuando llegó corriendo a la plaza del pueblo levantó una polvareda. Los perros y las
gallinas se apartaron de su camino, y una anciana que estaba agachada junto a un caldero de
agua hirviendo frente a la puerta de su casa le increpó con un bufido.

—¡No tan deprisa, chico!

Thor pasó junto a ella sin aminorar la marcha, llenándole de polvo la pequeña hoguera.
No dejaría que nadie lo detuviera. Dobló a toda prisa por una callejuela, y luego por otra,
siguiendo el camino que tan bien conocía hasta llegar a su casa.
Era una casa pequeña, con paredes de adobe y techo de paja, igual que las demás. Como
en muchas viviendas campesinas, la única estancia estaba dividida en dos; a un lado dormía el
padre y al otro los tres hermanos de Thor. Pero también tenía un pequeño corral trasero, y allí,
apartado de su familia, dormía Thor. Al principio dormía con sus hermanos, pero cuando estos
crecieron, se volvieron mezquinos y egoístas, y se negaron a dejarle sitio. El chico se sintió
herido en un primer momento, pero ahora estaba contento de contar con su propio espacio.
Aquel exilio no hizo más que confirmar lo que ya sabía: era un paria entre los suyos.

Thor abrió la puerta y entró corriendo en la casa.


—¡Padre! —exclamó sin aliento—. ¡La Plata ya está aquí!
Su padre y sus tres hermanos ya se habían vestido con sus mejores ropas y estaban
sentados a la mesa, a punto de almorzar. En cuanto oyeron a Thor, se levantaron, le dieron un
empujón y salieron a la carretera.

Thor salió tras ellos. Los tres chicos y su padre oteaban el horizonte.

—No veo a nadie —dijo Drake, el mayor, con su hondo vozarrón. Llevaba el pelo tan
corto como los otros dos, pero era el más fornido. Tenía los ojos castaños y unos labios finos y
desdeñosos que solían, como ahora, esbozar una desagradable mueca cuando miraba a Thor.
—Yo tampoco —dijo Dross, un año más joven, que siempre se ponía de parte de Drake.
—¡Están a punto de llegar! ¡Lo juro!
Su padre le miró y le agarró fuerte del hombro.
—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó.
—Los he visto.
—¿Cómo? ¿Desde dónde?
Thor titubeó. Su padre le había pillado. Sabía perfectamente que el único lugar desde
donde podía haberlos visto llegar era lo alto de la colina.
No supo qué responder.
—Subí a… la colina.
—¿Con el rebaño? Sabes que no puedes alejarte tanto.
—Hoy era diferente. Tenía que verlos llegar.
Su padre le dirigió una mirada amenazadora.
—Entra ahora mismo en casa, coge las espadas de tus hermanos y frota bien las vainas
para que reluzcan cuando lleguen los hombres del rey.
Dicho esto, volvió con sus tres hijos, que seguían escrutando el horizonte.
—¿Creéis que nos elegirán? —preguntó Durs, el tercero de los hermanos, tres años
mayor que Thor.
—Serían tontos si no lo hicieran —dijo su padre—. Este año tienen pocos hombres; de
otra manera no habrían venido hasta aquí. Solo tenéis que permanecer erguidos, con la barbilla
alta, sacando pecho. No los miréis a los ojos, pero tampoco desviéis la vista. Mostraos seguros
y valientes. No mostréis debilidad alguna. Si queréis entrar en la Legión del rey, debéis actuar
como si ya formarais parte de ella.

—Sí, padre.
Los tres hermanos contestaron a la vez y se pusieron firmes.
El padre le dirigió a Thor una mirada iracunda.
—¿Todavía estás aquí? ¡Entra en la casa!

Thor no quería desobedecer, pero necesitaba hablar con su padre. Estaba muy nervioso, y
por fin decidió que era preferible ir en busca de las espadas, porque desobedecer no le serviría
de nada. Entró a toda prisa en la casa y se dirigió al armero, en la parte de atrás, donde estaban
las espadas de sus hermanos, tres preciosas espadas con empuñaduras de fina plata, fruto de
años de duro trabajo de su padre. Thor cogió las tres, sorprendiéndose como siempre de lo
mucho que pesaban, salió de la casa y entregó cada espada a su dueño.
—Pero ¿no has bruñido la empuñadura? —preguntó Drake.
El padre miró a Thor con semblante severo, y este lo interrumpió.
—Padre, por favor, tengo que hablar con vos.
—Te dije que sacaras brillo…
—¡Por favor, padre!
Su padre volvió a mirarle con furia, pero debió de notar lo importante que era para Thor,
porque finalmente accedió.
—¿Qué quieres?
—Quiero estar en la selección para la Legión, con los demás.
Los hermanos estallaron en risotadas. Thor se sonrojó.
Su padre no se rio, sino que pareció enfadarse más.
—¿En serio?
Thor asintió enérgicamente.
—Tengo catorce años. Soy apto para que me elijan.
—Catorce es el mínimo —dijo Drake en tono despectivo—. Si te admitieran, serías el
más joven. ¿Crees que te elegirán a ti antes que a mí, que tengo cinco años más?
—Eres un insolente —dijo Durs—. Siempre lo has sido.
Thor se dirigió a ellos.
—No os he preguntado nada —dijo. Se volvió a su padre, que seguía con semblante
ceñudo—. Por favor. Dadme una oportunidad, es todo lo que pido. Sé que soy joven, pero estoy
seguro de que puedo hacerlo.
Su padre hizo un gesto negativo.
—No eres un soldado, chico. No eres como tus hermanos. Eres un pastor, tu vida está
aquí, conmigo. Cumplirás con tus obligaciones, harás bien tu trabajo. No debes soñar con volar
demasiado alto. Acepta tu vida, apréciala.
Thor sintió que se le rompía el corazón, que toda su existencia se desmoronaba.
No, pensó. No puede ser.
—Pero padre…
—¡Silencio! —El grito cortó el aire como un cuchillo—. Basta, apártate. Ya llegan. Y
mientras estén aquí será mejor que te comportes.
Se adelantó y empujó a Thor a un lado. Le dio un golpe en el pecho con su manaza,
como si fuera un objeto que le molestara.
Ya se oía el estrépito de los carros que se acercaban, precedidos de una nube de polvo.
Todo el mundo salió a la calle. Cuando llegó la caravana de doce carruajes, entre un ruido
atronador, pareció que un ejército hubiera invadido la aldea.
La caravana se detuvo cerca de la casa de Thor. Los caballos se quedaron quietos,
resoplando y caracoleando, mientras la nube de polvo se asentaba. Thor se moría por echar un
vistazo a las armaduras y las armas. El corazón le brincaba en el pecho; nunca había estado tan
cerca de la Plata.
El soldado del primer caballo, un garañón, desmontó delante de Thor. Era un auténtico
miembro de la Plata con su reluciente cota de malla y una larga espada colgando del cinto.
Tendría unos treinta años, todo un hombre, con barba incipiente y un rostro que hablaba de
batallas, las mejillas surcadas de cicatrices y la nariz torcida. Era el hombre más imponente que
Thor había visto jamás; no solo por su envergadura —era dos veces más ancho que los
demás— sino también por la autoridad que desprendía.
Una hilera de chicos lo esperaban ilusionados a lo largo del pueblo. El soldado se acercó
haciendo tintinear las espuelas. Formar parte de la Plata significaba una vida de honores,
batallas y gloria, aparte de las tierras, el título y las riquezas. Significaba la mejor esposa, la
tierra más fértil y una vida gloriosa. Para las familias constituía un honor, y el primer paso para
lograrlo era entrar en la Legión.
Thor contempló los carruajes dorados y comprendió que el número de reclutas que
podrían albergar era limitado. El reino era grande, les quedaban muchos pueblos por visitar.
Tragó saliva al darse cuenta de lo remotas que eran sus probabilidades. No solo tendría que
ganar a sus hermanos, sino también a los demás, y algunos eran excelentes luchadores. Se le
encogió el estómago, y contuvo la respiración cuando los soldados empezaron a recorrer
lentamente y en silencio las filas de aspirantes. Empezaron en el extremo opuesto de la calle.
Thor conocía a todos los chicos, por supuesto. Le constaba que algunos no querían que los
eligieran. Pese al deseo de sus familias, tenían miedo y no serían buenos soldados.
Thor se sentía humillado; tenía el mismo derecho que todos. Solo porque sus hermanos
fueran más fuertes y tuvieran más años no significaba que él no pudiera aspirar a ser reclutado.
En aquel momento detestaba a su padre. Cuando el soldado se acercó, Thor casi dio un brinco.
El soldado se detuvo delante de sus hermanos y los inspeccionó con mirada de
aprobación. Tiró de la vaina de una espada, como si quisiera comprobar su firmeza, y esbozó
una sonrisa.
—No has usado tu espada en una batalla, ¿verdad? —le preguntó a Drake.
Era la primera vez que Thor veía nervioso a su hermano.
—No, mi señor. —Drake tragó saliva—. Pero he practicado con ella, y espero…
—¡Has practicado! —El soldado soltó una carcajada y los demás corearon sus risas.
El rostro de Drake se tornó de un rojo intenso. Era la primera vez que Thor lo veía
abochornado. Por lo general era Drake quien atormentaba a los demás.
—Les diré a nuestros enemigos que tengan cuidado contigo, ¡ya que empuñas la espada
en las prácticas!
De nuevo todos estallaron en risotadas.
El soldado inspeccionó a los otros dos hermanos.
—Estos chicos son de la misma raza —dijo, rascándose la barba incipiente del
mentón—. Pueden sernos de utilidad. Tenéis un buen tamaño, aunque carecéis de experiencia.
Para alcanzar el nivel tendréis que trabajar duro. —Se quedó pensativo—. Supongo que
tendremos sitio —dijo, indicando el carro trasero—. Subid rápido, antes de que cambie de idea.
Los tres corrieron hacia el carruaje con una amplia sonrisa. Thor observó que su padre
también sonreía. Él, sin embargo, estaba desconsolado.
El soldado se dispuso a pasar a la siguiente vivienda. Thor no pudo aguantar más.
—¡Señor! —gritó.
No le importó nada la mirada furibunda de su padre.
El soldado se detuvo y volvió lentamente la cabeza.
Thor dio dos pasos. El corazón parecía a punto de salírsele del pecho.
—No me habéis evaluado, señor —dijo.
El soldado lo miró de arriba abajo, muy sorprendido, como si Thor quisiera tomarle el
pelo.
—¿En serio? —Soltó una carcajada.
Hubo un coro de risas, pero Thor no hizo caso. Era ahora o nunca.
—¡Quiero unirme a la Legión!
El soldado se acercó a Thor.
—¿Eso es lo que quieres? —Parecía encontrarlo divertido—. ¿Tienes ya catorce años?
—Así es, mi señor. Desde hace dos semanas.
—¡Hace dos semanas!
Tanto el soldado como sus hombres rieron.
—Nuestros enemigos temblarán en cuanto te vean.
Thor se sonrojó. Tenía que hacer algo. No podía dejar que esto acabara así. Cuando vio
que el soldado se disponía a marcharse, decidió intervenir.
Dio un paso adelante.
—¡Mi señor! ¡Estáis cometiendo un error!
Todos ahogaron un grito de horror. El soldado se detuvo y le miró con expresión ceñuda.
—Eres un estúpido —dijo su padre, agarrando a Thor del hombro—. Entra en la casa.
—¡No pienso marcharme! —Thor se desembarazó de la mano de su padre.
Cuando el soldado se aproximó a Thor, su padre retrocedió.
—¿Sabes cuál es el castigo por insultar a la Plata? —ladró el soldado.
Thor notaba el pulso acelerado, pero ya no podía echarse atrás.
—Os ruego que le perdonéis, señor —dijo su padre—. Es un chiquillo…
—No estoy hablando con vos. —La réplica del soldado fue tan cortante que su padre
apartó la mirada.
El soldado se dirigió de nuevo a Thor.
—¡Responde!
Thor tragó saliva. No sabía qué decir. No era así como lo había imaginado.
—Insultar a la Plata es insultar a la persona del rey —dijo sumiso, recitando de memoria.
—Así es, y podría castigarte con cuarenta latigazos.
—No pretendía ofenderos, señor —dijo Thor—. Solo quería que me eligierais. Os lo
ruego, dejad que os acompañe. Es lo que he soñado toda mi vida.
El soldado no se movió, pero su expresión se suavizó. Al fin hizo un gesto negativo con
la cabeza.
—Eres joven, chico. Tienes un corazón orgulloso, pero no estás preparado. Vuelve
cuando ya no seas un crío.
Dicho esto, se alejó a grandes zancadas, sin dignarse a mirar a los demás aspirantes. En
cuanto el soldado montó en su caballo, la caravana se puso en marcha, y en un momento
desaparecieron tan rápidamente como habían llegado.
Thor se quedó totalmente abatido. Lo último que vio fue a sus hermanos que le hacían
muecas de burla sentados en el último carro. Se los llevaban lejos, rumbo a una vida mejor.
Y él no podía hacer nada. Se sentía morir por dentro.
Pasada la emoción, los aldeanos volvieron a sus ocupaciones cotidianas.
—¿Te das cuenta de lo estúpido que has sido? —ladró su padre, agarrándole de los
hombros—. ¿Te das cuenta de que has estado a punto de arruinar la oportunidad de tus
hermanos?
Thor apartó de un manotazo las manos de su padre, y este le cruzó la cara de un bofetón.
Le hizo daño. Thor le miró con furia. Por primera vez, tenía ganas de devolverle el golpe. Pero
se contuvo.
—Ve en busca de mis ovejas y tráelas de vuelta a casa. ¡Ahora mismo! Y no esperes un
plato de comida esta noche. Te quedarás sin cenar y pensarás en lo que has hecho.
—¡Puede que no vuelva nunca más! —gritó Thor. Y salió disparado hacia las colinas.
—¡Thor! —gritó su padre.
Los aldeanos se habían parado a mirar la escena.
Deseoso de alejarse cuanto antes, Thor apretó a correr de verdad. Ni siquiera se dio
cuenta de que las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Todos sus sueños se habían
desmoronado en un instante.
Capítulo dos

Hirviendo de indignación, Thor anduvo durante horas por las colinas, hasta que se sentó
en una loma a contemplar el horizonte, con las piernas dobladas y los brazos cruzados por
encima de las rodillas. Vio cómo se perdían de vista los carruajes y se quedó horas mirando la
nube de polvo, que tardó mucho en desaparecer.

Ya no habría más visitas. No tenía más remedio que quedarse en la aldea durante años,
esperando que hubiera otra oportunidad, si es que la había. Y si es que su padre le permitía
presentarse. Estarían los dos solos en la casa, y a Thor no le cabía duda de que su padre
aprovecharía para descargar sobre él toda la inquina que le tenía. Seguiría siendo el lacayo de
su padre, y al cabo de los años acabaría igual que él, atrapado en la aldea, llevando una vida
mezquina, insignificante, mientras sus hermanos se llevaban toda la gloria y el renombre.
Estaba tan furioso que le hervía la sangre. Él no estaba destinado a vivir una existencia así.
Estaba seguro de ello.

Se estrujó los sesos para ver qué podía hacer para cambiar las cosas, pero no encontró
ninguna salida. Estas eran las cartas que le habían tocado en la vida.

Al cabo de unas horas, inició el camino de vuelta a través de las colinas que tan bien
conocía. Sumido en el abatimiento, fue en busca de su rebaño, que había quedado en la loma
más alta. Mientras subía lentamente a la loma, el primer sol se hundió en el horizonte y el
segundo llegó a su cénit; la luz adquirió un tono verdoso. Thor metió la mano en el zurrón que
llevaba atado a la cintura y tocó distraídamente su colección de guijarros, todos perfectamente
lisos. Los había seleccionado con cuidado en los arroyos, y llevaba años practicando con ellos.
A veces apuntaba a los pájaros y otras veces a los roedores. Al principio no acertaba casi nunca,
hasta que en una ocasión le dio a un blanco que se movía, y desde entonces tenía una excelente
puntería. Lanzar piedras se había convertido en una costumbre, y en este momento le ayudó a
desahogar su ira. Puede que sus hermanos pudieran atravesar un tronco con la espada, pero él
era el único capaz de darle con una china a un pájaro en pleno vuelo.

Casi sin pensar, colocó un guijarro en la honda y lo arrojó con toda la fuerza de que era
capaz, imaginando que apuntaba a su padre. El proyectil dio contra la rama de un árbol lejano y
la quebró. Porque desde el momento en que comprendió que podía matar animales en
movimiento, Thor se asustó de su poder y dejó de apuntar a los seres vivos; desde entonces solo
apuntaba a las ramas. La única excepción era el zorro cuando se acercaba al rebaño, claro; con
el tiempo, los zorros aprendieron a dejar en paz a las ovejas de Thor, que pasaron a ser las
mejor guardadas de la aldea.
Thor pensó en lo que estarían haciendo sus hermanos y se enfureció. Era como si lo
viera. Tras una jornada de camino llegarían a la Corte del Rey, donde los guerreros y los
miembros de la Plata los recibirían con gran algarabía, todos ataviados con sus mejores ropas.
Les darían un lugar para instalarse en los barracones de la Legión, un lugar de instrucción en
los campos del rey y las mejores armas. Cada uno sería nombrado escudero de un renombrado
caballero. Un día los armarían caballeros, con su propio caballo y su propio escudo de armas, y
tendrían un escudero. Participarían en todos los festivales y cenarían en la mesa del rey. Era una
vida estupenda, y se le acababa de escapar entre los dedos.

Estaba tan enfadado que se encontraba físicamente mal. Intentó olvidarse del tema, pero
no pudo, como si algo en su interior le gritara que no se rindiera, que estaba llamado a cosas
importantes, aunque no supiera el motivo. Thor se sentía diferente a los demás, casi especial.
Sentía que nadie le comprendía y que todos le subestimaban.

Al llegar a la loma más alta, divisó a su rebaño. Sus ovejas estaban bien enseñadas, y
seguían mordisqueando tranquilamente las briznas que encontraban. Thor comprobó las marcas
rojas que les había pintado en el lomo, las contó y se quedó helado: faltaba una oveja.

Las volvió a contar otra vez, y otra. Era increíble, pero había una oveja menos. Nunca
antes había perdido una, su padre no se lo perdonaría. Pero lo peor era imaginar a su pobre
oveja sola y perdida en el bosque. Thor detestaba ver sufrir a los inocentes.

Trepó a la colina, oteó el horizonte y descubrió a su oveja varias lomas más allá; podía
distinguir la marca roja en el lomo. Era la rebelde del grupo. A Thor se le encogió el corazón
cuando se dio cuenta de que su oveja no solo se había escapado, sino que había ido hacia el
oeste, en dirección a Darkwood, nada menos.

Darkwood, fuera de los límites del pueblo, era un lugar prohibido, no solo para las
ovejas, sino también para los humanos. Desde pequeño Thor sabía que no debía acercarse allí, y
nunca había desobedecido. Según la leyenda, en los bosques de Darkwood vivían animales
peligrosos, y adentrarse en ellos implicaba una muerte segura.

Alzó la mirada hacia el cielo para intentar decidir qué hacer. Ya empezaba a oscurecer,
pero no podía dejar que su oveja se escapara. Si se daba prisa, seguramente podría regresar a
tiempo. Echó una última mirada hacia atrás y salió corriendo hacia el oeste, en dirección a
Darkwood. Espesos nubarrones oscurecían el cielo. Thor tuvo un oscuro presentimiento, pero
sus piernas seguían llevándole hacia allá. Pensó que no podría dar marcha atrás ni aunque lo
deseara.

Era como entrar corriendo en una pesadilla.


Bajó corriendo de las colinas y se internó en el espeso bosque de Darkwood. Las huellas
morían en la linde del bosque, tapizado con una gruesa capa de hojas secas. Thor iba a
internarse en territorio desconocido.

Dentro del bosque estaba más oscuro y hacía más frío. Los inmensos pinos impedían que
entraran los rayos de sol. Thor sintió un escalofrío nada más entrar, y no solamente a causa de
la oscuridad o la temperatura, también por algo más que no hubiera sabido explicar, la
sensación de que… alguien lo estaba observando.

Levantó la vista hacia las enmarañadas ramas, tan antiguas que eran más gruesas que él,
que se movían y crujían con cada soplo de la brisa. Apenas se había internado quince pasos en
el bosque cuando oyó unos extraños ruidos animales. Al mirar hacia atrás se dio cuenta de que
apenas distinguía la abertura por donde había entrado y titubeó. Ya no le parecía tan fácil volver
atrás.
Darkwood siempre le había parecido a Thor un lugar profundamente misterioso que se
encontraba fuera de los límites de la aldea y de los límites de su conciencia. Ningún pastor se
había aventurado a entrar en busca de una oveja perdida, ni siquiera su padre. Se contaban
demasiadas leyendas siniestras en torno a aquel bosque.

Sin embargo, algo había cambiado hoy, porque a Thor le daba igual lo que pasara. Una
parte de su ser quería ir más allá, alejarse todo lo posible de su hogar y dejar que la vida lo
llevara donde quisiera.

Siguió adentrándose en el bosque y se detuvo, sin saber hacia dónde ir. Observó algunas
marcas y ramitas quebradas que podían indicar el paso de su oveja y siguió la pista, pero al
cabo de un rato cambió de dirección. No había transcurrido una hora cuando comprendió que se
había perdido. Giró sobre los talones, intentando recordar por dónde había venido…, pero ya no
estaba seguro de nada. Tenía un nudo en el estómago, pero lo único que podía hacer era seguir
adelante. De repente divisó un rayo de luz a lo lejos. Al llegar a un pequeño claro se detuvo en
seco. No podía creer lo que veían sus ojos.

En el claro, de espaldas a él, había un hombre vestido con una túnica azul y una capucha
que le cubría la cabeza. No se trataba de un hombre cualquiera… Thor lo supo instintivamente.
Era algo más, tal vez un druida. Era alto y se mantenía erguido, totalmente inmóvil, como si no
tuviera absolutamente nada que hacer.

Thor se detuvo indeciso. Había oído hablar de los druidas, pero nunca se había
encontrado con uno. Y a juzgar por los símbolos bordados en su túnica, adornada con un ribete
dorado, no se trataba de un druida cualquiera; eran símbolos de realeza, o por lo menos del
palacio. ¿Qué hacía allí un druida de la corte?
Al cabo de un rato que se le hizo eterno, el druida se giró hacia él y Thor lo reconoció.
Era uno de los rostros más famosos del reino: el druida personal del rey. Argon llevaba siglos
como consejero de los reyes del Reino Oeste. Era sorprendente verlo en el centro de Darkwood,
lejos de la corte real. ¿Qué podría estar haciendo? Thor se preguntó si no serían imaginaciones
suyas.
—Tus ojos no te engañan —dijo Argon, mirándole a la cara.
Sus ojos, grandes y translúcidos, atravesaron a Thor como si quisiera analizarlo. Su voz
sonó profunda y antigua como la de los árboles, y su cuerpo irradiaba una energía tan intensa
que a Thor le pareció que se encontraba frente al sol. Sin perder tiempo, hincó una rodilla y se
inclinó ante él.

—Mi señor —dijo—. Lamento haberos interrumpido.


Sabía perfectamente que faltarle al respeto al consejero del rey podía acarrear la prisión o
la muerte.

—Levántate, hijo —dijo Argon—. Si quisiera que te arrodillaras te lo habría dicho.


Thor se levantó lentamente. Argon dio unos pasos hacia él y se quedó mirándole largo
rato, hasta que Thor empezó a sentirse incómodo.

—Tienes los ojos de tu madre —dijo Argon.


Estas palabras le dejaron atónito. Thor no había conocido a su madre, y no sabía de
nadie, aparte de su padre, que la hubiera conocido. Le dijeron que había muerto al nacer él, y
Thor se sentía culpable. Sospechaba que este era el motivo de que su familia lo detestara.
—Me tomáis por otra persona —dijo—. Yo no tengo madre.

—¿En serio? —En el semblante de Argon se dibujó una sonrisa—. ¿Has nacido de
varón?
—Lo que quiero decir, señor, es que mi madre murió al dar a luz. Debéis de tomarme por
otra persona.
—Eres Thorgrin, del clan McLeod, el más joven de cuatro hermanos. El único que no ha
sido seleccionado.
Thor abrió los ojos como platos. ¿Qué significaba? ¿Cómo era posible que alguien
supiera su nombre, aparte de la gente de la aldea?
—¿Cómo… lo sabéis?
Argon se limitó a sonreír.
De repente Thor sintió una enorme curiosidad.
—¿Cómo… es que —titubeó, buscando las palabras adecuadas— conocéis a mi madre?
¿Quién era?

Argon dio media vuelta y empezó a alejarse.


—Dejemos las preguntas para otra ocasión —le respondió.
Thor se quedó mirándole, anonadado por el misterioso encuentro. Todo había sucedido
muy deprisa… Pero no podía dejar que el druida se fuera sin más, y corrió tras él.
—¿Qué estabais haciendo en el bosque? —Tenía que correr para mantener su paso.
Argon llevaba un antiguo bastón de marfil, pero caminaba deprisa—. ¿No me estaríais
esperando a mí, no es cierto?

—¿A qué otra persona iba a esperar? —respondió Argon.


Thor tuvo que aligerar el paso. Se internaron en el bosque, dejando el claro atrás.
—¿Por qué a mí? ¿Cómo sabíais que iba a venir? ¿Qué queréis de mí?
—Demasiadas preguntas —dijo Argon—. En lugar de preguntar tanto deberías escuchar
más.

Thor lo siguió un rato a través del espeso bosque, esforzándose por guardar silencio.
—Has venido en busca de tu oveja perdida —dijo Argon—. Es muy loable, pero una
pérdida de tiempo. Tu oveja no sobrevivirá.

Thor abrió los ojos de par en par.


—¿Cómo podéis saberlo?
—Conozco mundos que tú no conoces, muchacho. Aún no, por lo menos.
Thor seguía apresurándose para no perderle de vista. No sabía qué pensar.
—Pero no me harás caso, porque así es como eres: tozudo. Igual que tu madre. Irás tras
tu oveja, decidido a salvarla.

Thor se ruborizó. Argon le había leído el pensamiento.


—Eres batallador —dijo Argon—. Eres voluntarioso y muy orgulloso. Son buenas
cualidades, pero un día serán tu perdición.
Argon empezó a ascender por una ladera rocosa cubierta de musgo, y Thor fue tras él.
—Quieres entrar en la Legión del rey —dijo Argon.
—¡Así es! —respondió Thor con entusiasmo—. ¿Sabéis si tengo alguna posibilidad?
¿Podéis hacer algo para que me admitan?
La carcajada de Argon, profunda y hueca, hizo que Thor se estremeciera.
—Puedo hacer que todo suceda y que nada suceda. Tu destino ya está escrito. Pero está
en tu mano aceptarlo o rechazarlo.
Thor no entendió sus palabras.
Al llegar a lo alto del peñasco, Argon se detuvo y se volvió hacia él. Aunque estaba a un
par de metros de distancia, Thor notó la energía que emanaba del druida.
—Tu destino es importante —dijo Argon—. No lo abandones.
El chico lo miraba con estupefacción. ¿Su destino? ¿Importante? Se hinchó de orgullo.
—No os entiendo; habláis de forma enigmática. Explicadme, os lo ruego.
Entonces Argon desapareció.

Thor miró a todas partes, incrédulo, y se quedó pensativo. ¿Acaso se lo había imaginado
todo? ¿Había tenido una alucinación? Se volvió y miró hacia el bosque. Desde aquella altura
pudo ver que algo se movía a lo lejos, y no le cupo duda de que se trataba de su oveja. Sin
perder un minuto, bajó del peñasco y se dirigió hacia allí a través del bosque. No podía quitarse
de la cabeza su encuentro con Argon. Ni siquiera podía creer lo sucedido. ¿Qué estaría
haciendo allí el druida del rey? Le estaba esperando a él, pero ¿por qué? ¿Y qué había querido
decir con lo de su destino?

Cuanto más se esforzaba en aclarar el enigma, menos lo entendía. Argon le advertía que
no continuara, y al mismo tiempo le incitaba a seguir. Thor tuvo el presentimiento de que
estaba a punto de suceder un hecho de gran trascendencia para él.

Se detuvo en seco al ver una escena que le puso los pelos de punta. Su peor pesadilla se
había cumplido. Comprendió que había cometido un grave error al penetrar en Darkwood.

Ante sus ojos, a menos de treinta pasos de distancia, había un Sybold a cuatro patas, casi
tan alto como un caballo. Era corpulento y vigoroso, la criatura más temible de Darkwood, y
posiblemente de todo el reino. Thor nunca había visto uno, pero sabía de él por las leyendas. Se
asemejaba a un león, pero más grande y más corpulento, con la piel de un intenso color
escarlata y los ojos amarillos y brillantes. Según la leyenda, su piel era roja debido a la sangre
de los niños inocentes que había devorado.

Thor había oído pocos relatos de personas que hubieran visto al Sybold, y hasta estos
escasos relatos eran considerados dudosos, tal vez porque nadie creía posible sobrevivir al
encuentro con el monstruo. También se decía que el Sybold era un dios de los bosques, un mal
presagio, aunque lo que pudiera presagiar, eso Thor no lo sabía.

Con mucho cuidado, dio un paso hacia atrás. El Sybold clavó en él sus ojos amarillos.
Abría sus enormes fauces babeantes, mostrando los colmillos, y sujetaba entre los dientes la
oveja perdida de Thor, que colgaba indefensa cabeza abajo. El pobre animal balaba todavía,
aunque tenía el cuerpo atravesado por los colmillos del monstruo. El Sybold parecía deleitarse
en retrasar su final, como si quisiera torturarla.

Thor no podía soportar los gritos de la oveja. Se sentía responsable de lo ocurrido. Su


primer impulso fue salir corriendo, pero comprendió que no serviría de nada. No podía correr
más rápido que la bestia, que seguramente era más veloz que nadie. Correr solo serviría para
envalentonarla. Además, no podía permitir que su oveja muriera de esta manera.
Aunque estaba muerto de miedo, sabía que tenía que hacer algo, y su instinto le
respondió. Se agachó lentamente, cogió una piedra y la colocó en la honda con mano
temblorosa. Luego hizo girar rápidamente la honda, echó el torso hacia atrás y lanzó la piedra
con todas sus fuerzas. Fue un disparo perfecto. La piedra le dio a la oveja en un ojo y le perforó
el cráneo. El animal se desplomó. Había muerto al instante. Thor le había ahorrado sufrimiento.

El Sybold se enfureció al verse privado de su juguete. Clavando fijamente la mirada en


Thor, abrió las inmensas fauces y dejó caer la oveja con un ruido sordo sobre el mantillo que
alfombraba el suelo. Del vientre de la bestia brotó un espantoso rugido de rabia.

Cuando el joven vio que el Sybold cargaba sobre él, colocó con manos temblorosas una
nueva china en la honda y se preparó para lanzarla. El Sybold corría más que cualquier otro
animal que Thor hubiera visto. Dio un paso adelante y lanzó la piedra. Esperaba acertar, porque
no tendría tiempo de apuntar de nuevo.

La piedra entró en el ojo derecho del monstruo y se lo vació. Fue un golpe de gran
potencia que habría dejado inconsciente a cualquier otro animal. Pero el Sybold era un
monstruo imparable. Aunque chilló al quedarse tuerto, siguió corriendo hacia Thor, incluso con
una piedra alojada en el cerebro. Se abalanzó sobre el joven y le dio un zarpazo en el brazo que
le hizo gritar de dolor. Fue como si le hubieran clavado tres puñales. La sangre le manaba a
borbotones. Inmovilizado en el suelo, con el monstruo a cuatro patas sobre él, Thor sintió que
se le rompían las costillas. El Sybold era enorme, y tan pesado como un elefante.

Cuando vio que el monstruo levantaba la cabeza y abría las fauces, dispuesto a
despedazarle la garganta con sus afilados colmillos, Thor intentó detenerlo cogiéndole del
musculoso cuello, pero el Sybold tenía la fuerza de un oso.

Los brazos le temblaban; Thor no aguantaba más. Veía ante él los colmillos de la bestia,
el fétido aliento le daba en el rostro y notaba en el cuello las gotas de saliva. El tremendo rugido
que brotó del pecho del monstruo le hirió en los tímpanos. Convencido de que iba a morir, cerró
los ojos.

Dadme fuerzas, Dios mío. Dadme fuerzas para luchar contra este monstruo, os lo ruego.
Os estaré en deuda. Haré todo lo que me pidáis.

De repente ocurrió algo extraño. Una oleada de calor inundó sus venas como si fuera un
campo de fuerza. Sorprendido, Thor abrió los ojos y vio que una luz amarilla emanaba de sus
palmas, y cuando llevó las manos al cuello de la bestia consiguió mantenerla a raya. A cada
segundo tenía más fuerza. De repente, con un disparo de energía arrojó al monstruo al suelo, a
tres metros de distancia.
El monstruo cayó de espaldas. Thor se incorporó desconcertado.
La bestia se levantó y arremetió de nuevo contra él. Pero en esta ocasión Thor se sentía
muy diferente. Lo recorría una corriente de energía, y era más fuerte de lo que había sido jamás.
Cuando el Sybold estaba en el aire, Thor se agachó, lo agarró del vientre y
—aprovechando el impulso— lo lanzó muy lejos. El monstruo voló a través del bosque, chocó
contra un árbol y cayó al suelo. Thor se giró asombrado. ¿Cómo había podido arrojar al Sybold
contra un árbol?

La bestia parpadeó y volvió a la carga. Esta vez el chico lo cogió del cuello y los dos
cayeron al suelo. El monstruo estaba encima de Thor, pero este dio un par de vueltas sobre sí
mismo y se puso a horcajadas sobre el Sybold. Por más que el monstruo daba dentelladas para
herirle, Thor no le dejó levantar la cabeza y le apretó el cuello con todas sus fuerzas para
estrangularlo.

Una nueva corriente de energía recorría su cuerpo, incrementaba su fuerza. Thor se sentía
cada vez más poderoso, más incluso que el Sybold, y siguió apretándole el cuello hasta matarlo;
siguió apretando incluso cuando el monstruo ya estaba muerto.

Cuando por fin pudo levantarse, sujetándose con una mano el brazo herido, contempló
con estupor al monstruo que yacía en el suelo. No podía creer lo que acababa de hacer. ¿Era
posible que hubiera matado a un Sybold?

Se dijo que sin duda era una señal; sintió que acababa de suceder algo de gran
trascendencia. Acababa de matar al monstruo más temible del reino, y lo había hecho con las
manos desnudas, desarmado. Parecía imposible. Nadie le creería.

Todavía tambaleante, se preguntó qué significado tendría lo que acababa de suceder, de


dónde le venía aquella fuerza. ¿Quién era él? Solo los druidas gozaban de semejantes poderes.
Pero ni su padre ni su madre eran druidas, de modo que él tampoco podía serlo. ¿O sí?
De repente notó una presencia a su espalda. Dio media vuelta y vio a Argon, que
contemplaba al Sybold muerto.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —preguntó Thor con asombro.
Argon no respondió.
—¿Habéis presenciado lo sucedido? —Thor todavía no acababa de creerlo—. No sé
cómo lo he hecho.
—Sí que lo sabes —respondió Argon—. En lo más profundo de tu ser, lo sabes. Eres
diferente a los demás.
—Ha sido… una explosión de poder. Una fuerza que no sabía que tenía.
—El campo de fuerza —dijo Argon—. Llegarás a conocerlo bien un día. Puede que
incluso aprendas a dominarlo.
Thor se agarró el hombro. Le dolía muchísimo, y cuando vio que tenía la mano cubierta
de sangre se preguntó qué pasaría si no conseguía ayuda. Empezaba a sentirse mareado.

Argon se acercó, le cogió la mano libre y la apoyó con firmeza sobre la herida. Sin dejar
de sujetarle la mano, cerró los ojos y echó el tronco hacia atrás. Thor sintió que una ola de calor
le recorría el brazo. La sangre que le manchaba la mano se secó instantáneamente, y el dolor
disminuyó.

El brazo estaba curado. Parecía imposible, pero solo le quedaban tres cicatrices bien
cerradas, que ya no sangraban, como si hubieran transcurrido varios días desde que el monstruo
le había arañado.
Thor miró a Argon atónito.
—¿Cómo lo habéis hecho?
Argon sonrió.
—No lo he hecho yo, sino tú. Yo solo he dirigido tu poder.
—Pero yo no tengo el poder de curar —respondió Thor, absolutamente desconcertado.
—¿De verdad? —preguntó Argon.
—No entiendo nada. Esto no tiene sentido. —Thor se estaba impacientando—.
Explicádmelo, os lo ruego.
Argon apartó la mirada.
—Hay cosas que aprenderás con el tiempo.
Thor tuvo una idea.
—¿Significa que podré entrar en la Legión del rey? Si soy capaz de matar un Sybold,
seguro que puedo medirme con otros chicos —dijo emocionado.
—No cabe duda de que puedes.
—Eligieron a mis hermanos, pero no a mí.
—Tus hermanos no podrían haber matado al monstruo.
Thor se quedó pensativo.
—Sin embargo, me han rechazado. ¿Cómo podría incorporarme?
—¿Desde cuándo necesita un guerrero que lo inviten? —preguntó Argon.
Sus palabras dieron en el blanco. Thor volvió a animarse.
—¿Queréis decir que debería presentarme sin más? ¿Sin esperar a que me inviten?
Argon sonrió.
—Solo tú eres el creador de tu destino.
Thor parpadeó, y cuando abrió de nuevo los ojos, Argon ya no estaba.
Incrédulo, miró en todas direcciones, pero no vio ni rastro del druida. Oyó una voz que le
llamaba:
—¡Por aquí!
Se giró y vio un alto peñasco. Le pareció que la voz había venido de lo alto, de modo que
lo escaló, pero Argon tampoco estaba arriba. Sin embargo, desde allí se veían las copas de los
árboles de Darkwood. Thor divisó dónde acababa el bosque y la carretera que llevaba a la Corte
del Rey. En el horizonte, el segundo sol teñía el cielo de un verde oscuro.

La voz volvió a hablar.


—Puedes tomar la carretera —dijo—. Si te atreves.
Thor volvió la cabeza pero no vio a nadie. No era más que una voz, un eco. Sin embargo,
sabía que Argon estaba allí cerca, empujándole a seguir. Y en lo más profundo de su ser supo
que el druida tenía razón.
No lo dudó ni un momento. Bajó apresuradamente de la roca y se internó en el bosque en
busca de la lejana carretera.
Apretó a correr al encuentro de su destino.
Capítulo tres

Desde los baluartes más altos del castillo, el rey MacGil y la reina contemplaban los
floridos festejos. El monarca era corpulento y de ancho torso, tenía una espesa barba sembrada
de hebras plateadas, el pelo largo y canoso y una amplia frente surcada de arrugas, producto de
demasiadas batallas. La Corte del Rey, una próspera ciudad rodeada de antiguas fortificaciones
de piedra, se extendía espléndida a sus pies hasta donde alcanzaba la vista. El recinto real. En
este dédalo de callejuelas se levantaban edificios de piedra de todo tipo y tamaño destinados a
los guerreros, los sirvientes, los caballos, la Plata, la Legión, los guardias, los barracones, el
arsenal y la armería, así como centenares de viviendas para las muchísimas personas que
preferían vivir allí. El recinto amurallado contaba con varios acres de jardines, terrenos
cubiertos de hierba, plazas públicas y rumorosas fuentes. Tras siglos de mejoras a cargo del
padre y el abuelo del monarca, el recinto real se encontraba en un momento de esplendor. Se
había convertido sin duda en la fortaleza más segura de todo el Reino Oeste.

El rey MacGil contaba con los mejores y más leales guerreros que un monarca pudiera
desear, y hasta el momento nadie había osado atacarle. Era el séptimo MacGil que ocupaba el
trono, y durante treinta y dos años de reinado había sido un rey bueno y sabio, famoso por su
generosidad. El reino se había hecho muy próspero, el ejército había doblado su tamaño, las
ciudades habían crecido y los súbditos habían visto aumentar su riqueza; nadie había que
pudiera quejarse. Con su llegada al trono se inauguró una época de paz y prosperidad como no
se había vivido jamás.

Pero aunque pareciera paradójico, esto era precisamente lo que tenía en vela por las
noches al monarca. El rey MacGil conocía bien la historia de su pueblo: nunca se había dado un
periodo tan largo sin guerras. Ya no se preguntaba si habría un ataque, sino cuándo, y de quién
vendría.
La principal amenaza estaba sin duda en las Tierras Agrestes, más allá del Anillo, donde
se encontraba el imperio bárbaro que tenía sometidos a todos los pueblos al otro lado del
Cañón. Pero para el rey MacGil y los seis monarcas que le antecedieron, las Tierras Agrestes no
habían representado una amenaza real. Debido a la particular geografía del reino, totalmente
redondo y separado del resto del mundo por un profundo cañón de más de un kilómetro de
ancho, nadie se preocupaba mucho de las Tierras Agrestes.

Además, desde la subida al trono del primer MacGil, el reino estaba protegido por un
escudo de energía. Eran muchas las ocasiones en que los salvajes habían intentado atacar,
quebrar el escudo protector o cruzar el Cañón, pero nunca lo habían logrado. Mientras el rey y
sus súbditos permanecieran dentro del Anillo, no había nada que temer del exterior.
Eso no significaba que no hubiera amenazas en el reino, una preocupación que mantenía
al rey en vela. Y esta era precisamente la causa de los festejos, porque se celebraba el
casamiento de la hija mayor del rey. Era un matrimonio convenido para tranquilizar a los
enemigos y reforzar la frágil alianza entre el Reino Este y el Reino Oeste, dentro del Anillo.

El Anillo tenía un diámetro de más de 1600 kilómetros y estaba dividido en el centro por
una cadena montañosa: la Cordillera. Al otro lado de la Cordillera se extendía el Reino Este,
donde reinaban desde hacía siglos los McCloud, que siempre intentaban romper su frágil tregua
con los MacGil. Los McCloud se mostraban insatisfechos con lo que les había tocado en suerte,
convencidos como estaban de que su parte del reino era menos fértil; además reclamaban para
sí toda la Cordillera, cuando la mitad pertenecía a los MacGil. Como consecuencia, en la
frontera había siempre escaramuzas e intentos de invasión.

Esto inquietaba al rey. No entendía la insatisfacción de los McCloud: disponían de


magníficas tierras y estaban a salvo dentro del Anillo, protegidos por el Cañón. No tenían nada
que temer. Deberían estar satisfechos con su parte. Era la primera vez que los McCloud no
osaban atacar, pero solo porque el rey había reforzado su ejército. El monarca era consciente de
que la paz no podía durar; vislumbraba cambios en el horizonte. Por este motivo había pactado
el casamiento de su hija mayor con el primogénito de los McCloud.

Había llegado el gran día, y parecía como si toda la población del Anillo se hubiera
introducido en el recinto amurallado. El rey veía a sus pies a miles de personas, ataviadas con
coloridas ropas, llegadas de todos los rincones del reino, incluso del otro lado de la Cordillera.
En la Corte del Rey llevaban meses preparando estos festejos, que pretendían dar una sensación
de fuerza y de riqueza. Hoy no solo celebraban una boda; también enviaban un mensaje a los
McCloud.

MacGil se sintió satisfecho con los centenares de soldados estratégicamente alineados a


lo largo de los baluartes, en las calles, junto a los muros…, muchos más soldados de los que
pudiera necesitar. Era la demostración de fuerza que esperaba. Sin embargo, también percibió
la tensión en el ambiente: sabía que cualquier chispa podría causar un estallido, y confió en que
nadie se emborrachara y encendiera la mecha, ni de uno ni de otro lado. Miró hacia los campos
donde se celebraban los torneos y los juegos de equipo y pensó en los juegos, justas y actos
festivos que se celebrarían en días venideros. El ambiente estaría cargado de tensión. Los
MacCloud se presentarían con su pequeño ejército, y todas las competiciones se cargarían de
significado. Cualquier desacuerdo podía acabar en batalla.
—Majestad.
Una mano suave se posó sobre su mano. Era su reina, Krea, que seguía siendo la mujer
más bella que había visto jamás. Desde su subida al trono estaba felizmente casado con ella y
habían tenido cinco hijos, tres de ellos varones. La reina no solo no se había quejado nunca sino
que se había convertido en su mejor consejera. Con los años, el rey comprendió que la reina era
más sabia que cualquiera de sus hombres; más sabia incluso que él.

—Es una jornada política —dijo la reina—. Pero también es la boda de nuestra hija.
Intenta pasarlo bien, porque este día no se repetirá.

—Estaba menos preocupado cuando no tenía nada —dijo el rey—. Ahora que lo tenemos
todo, no paro de preocuparme. Estamos a salvo, y sin embargo no lo siento así.
Los inmensos ojos castaños de la reina lo miraron con compasión. Su mirada parecía
contener toda la sabiduría del mundo. Los párpados un poco caídos le otorgaban un aspecto
soñoliento, y su hermoso rostro estaba enmarcado por una melena lisa de pelo castaño
mezclado con hebras grises. La edad había dado a su rostro algunas arrugas, pero por lo demás
no había cambiado un ápice.

—Es que no estás a salvo —dijo—. Ningún monarca está a salvo. En nuestro reino hay
muchos más espías de los que te imaginas. Así son las cosas.
Le dio un beso y sonrió.

—Procura pasarlo bien. Al fin y al cabo, es una boda —dijo, antes de irse.
El monarca volvió la mirada a su reino. La reina tenía razón, como siempre. Tenía que
disfrutar del día; después de todo, era la boda de su hija mayor, a la que adoraba. Era el día más
bonito de la más bonita estación. La primavera estaba en su apogeo, a punto de dar paso al
verano, los dos soles lucían en un cielo espléndido y soplaba una leve brisa. Los árboles en flor
lucían una paleta de todos los colores: blancos, rosas, púrpuras, naranjas. El rey se dijo que
nada le gustaría más que bajar a sentarse con sus hombres durante la ceremonia nupcial de su
hija y beber con ellos una jarra de cerveza tras otra, hasta no poder más.

Pero no podía hacerlo. Antes de salir del castillo tenía que cumplir con una larga serie de
obligaciones. Después de todo, la boda de una hija representaba muchas tareas para un
monarca: tenía que reunirse con el consejo, con sus hijos; atender a una larga serie de
peticionarios que tenían derecho a ver al rey en este día. Con suerte, abandonaría el castillo a
tiempo para la ceremonia de la puesta de sol.

Ataviado con sus mejores ropas de gala y portando la corona —una elaborada diadema
de oro con un enorme rubí engastado en el centro—, el rey MacGil recorrió los pasillos del
castillo en compañía de sus gentilhombres. Llevaba pantalones de terciopelo negro, cinturón
dorado, una túnica de preciosa seda púrpura y dorada que hacía resaltar su capa blanca y botas
altas de reluciente cuero. Atravesó una estancia tras otra, bajó las escaleras y atajó por sus
reales alcobas a través del gran vestíbulo de altos techos abovedados y vidrieras de colores. Al
llegar a una vieja puerta de roble, gruesa como un tronco, sus gentilhombres se apartaron para
dejarle pasar. Era el Salón del Trono.
Dentro esperaban sus consejeros, que hicieron ademán de levantarse en cuanto lo vieron
aparecer. La puerta se cerró de golpe a sus espaldas.
—No hace falta que os levantéis. —La voz del monarca sonó más brusca que de
costumbre.
El rey estaba hoy especialmente cansado de las interminables formalidades que requerían
los asuntos del reino, y quería acabar cuanto antes.

El Salón del Trono, con sus techos de más de quince metros de altura, nunca dejaba de
impresionarle. Era una sala donde cabían más de un centenar de personas, con suelos de piedra
y gruesos muros, uno de ellos cubierto con una enorme vidriera. A las sesiones del consejo
acudían solo el monarca y sus consejeros, que le esperaban sentados alrededor de la gran mesa
semicircular en el centro de la sala.

El rey se dirigió rápidamente al trono, justo en el centro de la mesa. Subió los escalones
de piedra, pasó frente a los leones dorados y se sentó por fin en su trono, tallado en un solo
bloque de oro y cubierto de cojines de terciopelo rojo. Su padre se había sentado en este mismo
trono, al igual que el padre de su padre y todos los MacGil que le precedieron. Cada vez que se
sentaba en el trono, el rey sentía el peso de sus ancestros, de todas las anteriores generaciones.

El rey contempló a sus consejeros. Estaba Brom, su mejor general, que le aconsejaba en
asuntos militares; Kolk, general de los reclutas de la Legión; Aberthol, el más viejo del grupo,
un erudito historiador que había sido tutor de tres generaciones de reyes; Firth, su consejero en
asuntos internos de la corte, un hombre flaco de pelo corto y gris y con unos ojos hundidos que
nunca se quedaban quietos. Al rey MacGil no le inspiraba demasiada confianza, y nunca
entendió bien su función. Lo conservaba por respeto a la tradición, porque tanto su padre como
el padre de su padre habían tenido un consejero para asuntos internos de la corte. También
estaban Owen, su tesorero; Bradaigh, su consejero en asuntos exteriores; Earnan, su recaudador
de impuestos; Duwayne, su consejero en asuntos del pueblo; y por último Kelvin, representante
de la nobleza.

Aunque era el rey quien detentaba la autoridad, reinaba con talante liberal. Tanto para el
monarca como para sus predecesores era importante que los nobles pudieran hacer oír su voz a
través de su representante. Mantener el equilibrio entre la nobleza y la realeza era un asunto
delicado. Hacía tiempo que reinaba la armonía entre ellos, pero en el pasado hubo momentos de
tensión y luchas de poder. Era sin duda un delicado equilibrio.

De repente el rey MacGil se dio cuenta de que faltaba alguien, el hombre con el que más
necesidad tenía de hablar: Argon. Pero así eran los druidas: nunca se sabía dónde estaban ni
cuándo aparecerían. Esto siempre enfurecía al monarca, pero no le quedaba más remedio que
aceptarlo. Al no estar presente Argon, el rey tuvo todavía más prisa por acabar; tenía otros
miles de asuntos que resolver antes del casamiento.
Sus consejeros estaban sentados muy separados uno de otro, en las antiguas sillas de
roble con apoyabrazos finamente tallados. Owen fue el primero en hablar.
—¿Tengo vuestro permiso para empezar, mi señor?
—Empezad, pero no os extendáis demasiado. El tiempo apremia.
—Vuestra hija recibirá hoy muchos presentes que confiemos en que llenarán sus arcas.
También confiamos en que se llenen nuestras arcas con los miles de personas que os rendirán
tributo, os presentarán sus regalos y llenarán nuestros burdeles y nuestras tabernas. No obstante,
la preparación de estos festejos también se llevará una buena parte del tesoro real. Por eso
recomiendo aumentar los tributos, tanto de los nobles como del pueblo llano. Se cobraría una
sola vez, solo para compensar los gastos de este importante evento.

El rey observó el rostro de preocupación de su tesorero y se le encogió el corazón al


pensar en los gastos. No obstante, no pensaba aumentar los tributos.
—Es preferible tener las arcas medio vacías y a los súbditos contentos —respondió—.
Nuestra riqueza se sustenta sobre la felicidad de nuestros súbditos. No aumentaremos los
tributos.
—Pero mi señor, si no lo…
—Es mi decisión. Pasemos a otro asunto.
Owen se recostó en el asiento con expresión abatida.
—Alteza —dijo Brom con su voz profunda—. Tal como ordenasteis, he hecho venir a la
corte al grueso de nuestro ejército. Será una impresionante exhibición de fuerza, pero corremos
un riesgo, porque si hubiera un ataque en cualquier otro punto del reino seremos muy
vulnerables.

El rey MacGil asintió pensativo.


—Nuestros enemigos no nos atacarán mientras los alimentamos —dijo al fin.
Los hombres rieron.
—¿Alguna novedad de la Cordillera?
—No se ha informado de ninguna actividad en las últimas semanas. Creemos que sus
tropas han bajado de la montaña a fin de prepararse para el casamiento. Puede que estén
dispuestos a hacer las paces.

El rey no estaba tan seguro.


—Esto puede significar que el acuerdo de boda ha funcionado, o bien que esperan otro
momento para atacarnos. Tú que tienes tanta experiencia, ¿por qué opción te inclinas? —El rey
MacGil se dirigió a Aberthol.
El anciano carraspeó, pero su voz sonó igualmente áspera.
—Mi señor, ni vuestro padre ni el padre de vuestro padre se fiaban de los McCloud. El
hecho de que ahora duerman no significa que no vayan a despertarse.
MacGil asintió, conforme con el mensaje.
—¿Qué hay de la Legión? —preguntó, dirigiéndose a Kolk.
—Hoy hemos recibido a los nuevos reclutas. —Kolk hizo un rápido gesto de
asentimiento.

—¿Mi hijo se encuentra entre ellos? —preguntó el rey.


—Con ellos estaba, y he de decir que lo ha hecho muy bien.
El rey asintió y se volvió hacia Bradaigh.
—¿Hay novedades más allá del Cañón?
—Señor, en las últimas semanas nuestras patrullas han visto más intentos de atravesar el
Cañón. Es posible que en las Tierras Agrestes se prepare un ataque.

Hubo un murmullo entre los hombres. El rey sintió que se le encogía el estómago.
Aquello no presagiaba nada bueno, por más que el escudo de energía fuera invencible.
—¿Y si se diera un ataque a gran escala? —preguntó.
—Mientras el escudo siga activo, no tenemos nada que temer. Los salvajes llevan siglos
intentando sin éxito atravesar el Cañón. No hay razón para pensar que lo consigan ahora.
Pero el rey MacGil no estaba tan seguro. Llevaban demasiado tiempo sin sufrir un ataque
del exterior. Se preguntaba cuándo ocurriría.
Se oyó la voz nasal de Firth.

—Debo deciros que hoy nuestra corte acoge a muchos dignatarios del reino de los
McCloud. Sean o no nuestros rivales, debemos atenderlos para que no se sientan ofendidos. Os
aconsejo, mi señor, que dediquéis el resto de la tarde a saludarlos, uno por uno. Traen regalos y
han llegado acompañados de un gran séquito, además de muchos espías, por lo que he oído.
—¿Quién nos asegura que los espías no estaban ya aquí?
El monarca miraba fijamente a Firth. Siempre se había preguntado si sería un espía. Pero
cuando Firth abrió la boca para responder, el rey levantó una mano para dar por finalizada la
sesión.
—Si eso es todo, voy a asistir a la boda de mi hija, caballeros.
Kelvin carraspeó.
—Mi señor, hay algo más, por supuesto: lo que marca la tradición cuando se casa el
primogénito. Todos los reyes MacGil nombraron a su sucesor en ese día. El pueblo esperará
que hagáis lo mismo. Ha habido rumores. No sería bueno decepcionar a los súbditos, en
especial cuando la Espada Dinástica sigue inmóvil.

—¿Queréis que nombre un heredero mientras me encuentro en mi mejor momento?


—No pretendo ofenderos, mi señor —tartamudeó Kelvin, con cara de preocupación.
MacGil alzó una mano.
—Conozco la tradición. Hoy nombraré un heredero.
—¿Podéis informarnos de quién será? —preguntó Firth.
MacGil lo miró en silencio. No se fiaba de él; era un chismoso.
—Lo sabréis cuando llegue el momento.

El monarca se puso de pie. Sus hombres hicieron lo propio, saludaron con una
inclinación de cabeza y abandonaron la sala. Pero MacGil se quedó allí un buen rato, pensando.
Había momentos en que deseaba con todas sus fuerzas no ser el rey.

Cuando el rey bajó los escalones del trono y atravesó la sala, sus botas resonaron en
medio del silencio. Tiró con fuerza de la manija de hierro para abrir la puerta de roble y penetró
en el aposento contiguo, una sala que siempre le había gustado por la paz y la soledad que
desprendía. Era una sala con paredes de piedra, de apenas veinte pasos de anchura pero con un
techo abovedado muy alto. En uno de los muros tenía una ventana redonda con una vidriera
roja y amarilla por donde entraba la luz que iluminaba el único objeto de la habitación: la
Espada Dinástica.

La espada estaba tumbada en el centro de la sala, como una mujer que ofreciera sus
encantos. Como siempre que la veía, desde que era un niño, el rey se acercó y dio una vuelta
alrededor de la espada, la examinó desde todos los ángulos. Según la leyenda, la Espada
Dinástica era la fuente del poder y la fuerza de su reino. Así había sido desde hacía muchas
generaciones. Quienquiera que pudiera levantarla sería el Elegido, el hombre destinado a
convertirse en rey y librar al reino de toda amenaza, tanto dentro como fuera del Anillo.

Era una leyenda muy bonita para un niño, y en cuanto lo ungieron como rey, MacGil
quiso hacerla realidad; únicamente los miembros de su familia podían intentarlo. Todos los
reyes antes que él habían fracasado en el intento, pero él estaba seguro de que sería diferente,
pensaba que sería el Elegido.

Se equivocó, al igual que todos los reyes MacGil antes que él. Y aquel fracaso empañó su
reinado.
Contempló de nuevo la espada de larga hoja, forjada en un metal desconocido hasta el
momento. El origen de la espada era misterioso. Se decía que había surgido del centro de la
tierra en el transcurso de un terremoto.

El rey MacGil volvió a sentir la comezón del fracaso. Era posible que fuera un buen rey,
pero, hiciera lo que hiciera, no era el Elegido. Si lo fuera, habría menos agitación en la corte,
menos intrigas. Sus aliados confiarían más en él, y sus enemigos ni siquiera se plantearían un
ataque. El rey deseó secretamente que la espada desapareciera, y con ella la leyenda, pero sabía
que no era posible. Esta era la maldición y la fuerza de una leyenda, lo que la convertía en más
poderosa incluso que un ejército.
Por enésima vez, se preguntó quién sería el Elegido. ¿Sería un miembro de su familia el
destinado a empuñar la espada? Pensó en su obligación de nombrar un heredero, y se preguntó
si alguno de sus hijos haría que se cumpliera la leyenda. De repente oyó una voz.
—Grande es el peso de la hoja.
MacGil se sorprendió. Pensaba que no había nadie más en la habitación, pero allí mismo,
junto a la puerta, estaba Argon. El monarca había reconocido su voz, y se sintió a un tiempo
contento e irritado por que no hubiera llegado antes.
—Llegas tarde.
—Vuestro sentido del tiempo es distinto del mío —respondió Argon.
El rey volvió el rostro hacia la espada.
—¿Algún día pensaste que sería capaz de levantarla? —dijo pensativo—. ¿El día en que
me convertí en rey?
Argon respondió sin titubeos.
—No.
El rey se quedó mirándolo.
—Sabías que no podría levantarla. Lo sabías de antemano, ¿no es así?
—Sí.
MacGil se quedó pensativo.
—Me asustas cuando respondes tan abiertamente. No es propio de ti.
Argon no respondió. MacGil comprendió que el druida no diría nada más.
—Hoy nombraré a mi sucesor —dijo—. Es una futilidad nombrar a un heredero en un
día así. Estropea la alegría del rey el día en que se casa su hija.
—Tal vez no deberíais exagerar la alegría.
—Me quedan muchos años de reinado todavía —protestó MacGil.
—Tal vez no tantos como imagináis.
El rey miró al druida con ojos entrecerrados. Se preguntó si sus palabras encerraban un
mensaje. Pero Argon no dijo nada más.
—Tengo seis hijos. ¿A cuál de ellos debo elegir?
—¿Por qué me lo preguntáis? Vuestra elección está hecha.
—Tienes gran percepción —dijo MacGil—. Es cierto, mi elección está hecha, pero
quiero saber qué piensas.
—Es una sabia elección —dijo Argon—. Pero recordad que un rey no puede reinar desde
la tumba. Independientemente de lo que creáis escoger, el destino tiene la última palabra.
—¿Viviré, Argon? —preguntó MacGil muy serio. Llevaba todo el día haciéndose esta
pregunta desde que se despertó de una horrible pesadilla—. Anoche soñé que venía un cuervo y
me robaba la corona. Luego otro cuervo se me llevaba volando, y desde lo alto yo contemplaba
mi reino ennegrecido y devastado, convertido en un erial.
Miró a Argon con ojos llorosos.
—¿Era un sueño solamente? ¿O era algo más?
—Los sueños siempre son algo más, ¿no es cierto?
Un sentimiento de impotencia se apoderó del rey.
—Dime solo dónde está el peligro. Solo eso.
Argon se acercó a MacGil y clavó en sus ojos una mirada tan intensa que al monarca le
pareció como si mirara mucho más allá. Luego se acercó a él y le susurró:
—Siempre está más cerca de lo que pensamos.
Capítulo cuatro

Escondido en un carro, entre el heno, Thor avanzaba a trompicones hacia su destino.


Había esperado pacientemente junto a la carretera a que pasara un carro lo bastante grande para
esconderle. Ya era de noche, y el carro pasaba despacio, de modo que tomó carrerilla para dar
un salto y cayó sobre la carga de heno, donde pudo ocultarse. Afortunadamente, el carretero no
se dio cuenta de nada. Thor no tenía la seguridad de que el carro se dirigiera a la Corte del Rey,
pero era lo más probable.

Cuando abrió los ojos ya era de día, y la luz del sol se filtraba entre el heno. Se maldijo
por haberse quedado dormido. Tenía que haber estado más atento, pero afortunadamente nadie
le había visto.

El carruaje avanzaba ahora con más suavidad, lo que significaba que la carretera era
mejor; debían de estar cerca de la ciudad. Thor atisbó entre el heno y vio una calzada lisa, sin
baches ni pedruscos, recubierta de bonitas conchas blancas.

Esto significaba que estaban cerca de la Corte del Rey. Un poco nervioso, Thor miró con
más atención el panorama. Las calles rebosaban de actividad. Había decenas de carruajes
distintos que transportaban toda suerte de productos: pieles de animales, alfombras, pollos.
Entre los carros caminaban numerosos comerciantes y campesinos llevando ganado, o portando
cestas de productos sobre la cabeza… y hasta cuatro hombres con un atado de sedas colgando
de una vara. Era todo un ejército de personas que iban en la misma dirección.

Thor se sintió muy animado en medio de la multitud. Como había vivido siempre en la
aldea, nunca había visto a tanta gente junta, tantos productos, tanta actividad.

Se oyó un chirrido de cadenas, y el portazo de una puerta de madera hizo temblar el


suelo. Al momento, el chacoloteo de las herraduras de los caballos le indicó que pasaban sobre
un suelo de madera. Estaban atravesando el puente levadizo sobre el foso.

Thor asomó la cabeza. Vio unos inmensos pilares de piedra y, arriba, los pinchos de
hierro de la Puerta del Rey. Nunca había visto una puerta tan enorme. Aquellos puntiagudos
barrotes de hierro podrían partirlo en dos. Se emocionó tanto al ver que cuatro miembros de la
Plata guardaban la entrada, que el corazón le dio un vuelco.

El carro atravesó un largo túnel de piedra y volvió a salir a cielo abierto. Ya estaban
dentro del recinto real. Por increíble que pareciera, dentro había más actividad y más gente.
Había amplias extensiones de césped perfectamente cortado y flores por todas partes. La calle
se ensanchó. A ambos lados había edificios de piedra, puestos de venta y vendedores
ambulantes. Mezclados entre ellos, los soldados del rey, con sus armaduras. Thor estaba por fin
dentro del recinto real.

Estaba tan emocionado que se puso de pie, y cuando el carro se detuvo bruscamente salió
volando hacia atrás y cayó de espaldas sobre el heno. Se oyó un chirrido, y el carro se detuvo.
El carretero, un viejo calvo y andrajoso, miró a Thor lleno de furia. Luego bajó del pescante,
agarró al chico por los tobillos con sus manos huesudas y lo sacó del carro. Thor cayó de
espaldas al suelo, levantando una nube de polvo, y provocó la risa de los testigos.
—La próxima vez que te subas a mi carro haré que te metan en el calabozo, jovencito.
¡Tienes suerte de que no llame a la Plata ahora mismo! —Dicho esto, escupió en el suelo,
volvió al carro y azotó a sus caballos para seguir.
Thor tardó unos instantes en levantarse. Estaba un poco avergonzado, pero miró con
altanería a unos mirones que cuchicheaban, hasta que por fin siguieron su camino. Entonces se
sacudió el polvo y se frotó los brazos. Estaba lastimado en su orgullo, pero tenía los huesos
intactos.

No tardó en animarse cuando miró a su alrededor y se dio cuenta de lo que había


conseguido. Ahora que estaba fuera del carro podía disfrutar de todo lo que veía: el recinto de
la corte se extendía hasta donde alcanzaba la vista. En el centro se levantaba un espléndido
palacio de piedra rodeado de muros fortificados, con torreones y parapetos donde patrullaban
los soldados del rey. También había verdes campos, plazas de piedra y bosquecillos. Era una
auténtica ciudad, abarrotada de gente ocupada. Los mercaderes, los soldados, los dignatarios…,
todos tenían prisa. A medida que recorría la ciudad, Thor comprendió que se preparaba un
evento importante. Se había levantado un altar frente a hileras de asientos; todo apuntaba a que
hacían los preparativos para una boda.

Vio a lo lejos lo que parecía la preparación del torneo: un largo terreno cercado, con una
cuerda que lo dividía por la mitad. En un campo, unos soldados lanzaban picas contra una
diana; en otro, los arqueros ensayaban sus tiros contra bloques de paja. Parecía haber toda
suerte de juegos y concursos. No faltaba la música —los músicos hacían sonar sus flautas,
címbalos y laúdes por las calles—, el vino ni la comida. Thor vio enormes cubas de vino y
larguísimas mesas dispuestas para el banquete. Al parecer, había llegado en medio de una gran
celebración.

Sin embargo, lo que le urgía era encontrar a la Legión para presentarse. Ya llegaba con
retraso. Se acercó al primero que vio, un hombre de cierta edad, un carnicero, a juzgar por el
delantal ensangrentado. Parecía tener prisa, como todo el mundo. Thor le agarró del brazo.
—Perdonad, señor.
El hombre le dirigió una mirada despectiva.
—¿Qué quieres, chico?
—Busco la Legión del rey. ¿Sabéis dónde hacen la instrucción?
—¿Acaso tengo cara de mapa? —Lanzando un bufido, siguió su camino.
Thor no esperaba un trato tan desconsiderado. Se dirigió hacia la siguiente persona que
vio, una de las mujeres que disponían las flores sobre una larga mesa. Tenían mucho trabajo,
pero seguro que alguna de ellas podría contestarle.
—Perdonad, señora. ¿Podríais decirme dónde hace la instrucción la Legión del rey?
Las mujeres se miraron entre risitas. Algunas eran casi tan jóvenes como Thor. La mayor
se volvió hacia él.
—Te has equivocado de lugar. Aquí estamos preparando los festejos.
Thor se quedó confundido.
—Pero tenía entendido que hacían la instrucción en la Corte del Rey.
Hubo más risitas. La mujer de más edad se puso las manos en las caderas y movió la
cabeza con desaprobación.
—Parece como si fuera la primera vez que vienes a la corte. ¿Tienes idea de lo grande
que es?
Las demás estallaron en carcajadas. Thor se sonrojó y salió corriendo. No le gustaba que
se rieran de él.

Por lo menos una docena de callejuelas tortuosas recorrían la Corte del Rey, y a lo largo
de los muros de la ciudad había como mínimo doce entradas. Era un lugar abrumadoramente
grande y complicado. Thor sintió que podría pasarse el día recorriéndolo sin encontrar lo que
buscaba. Pero tuvo una idea: un soldado tenía que saber dónde se hacía la instrucción. No le
quedaba más remedio que preguntar a un soldado del rey.

Se dirigió al primero que vio haciendo guardia junto a una de las puertas de la muralla,
confiando en que no lo expulsara. El soldado estaba en posición de firmes, mirando hacia el
frente.
Thor se armó de valor.
—Busco la Legión del rey.
El soldado no respondió ni dejó de mirar al frente.
—¡He dicho que busco la Legión del rey! —Thor habló más fuerte. Necesitaba una
respuesta.

A los pocos segundos, el soldado le miró con una mueca de burla.


—¿Puedes decirme dónde está? —insistió Thor.
—¿Y por qué los buscas?
—Es un asunto muy importante. —Confiaba en que no le hiciera más preguntas.
El soldado volvió la mirada al frente, y a Thor le invadió el desánimo. ¿Y si nadie quería
contestarle? Pero al cabo de unos instantes que se le hicieron eternos, el soldado respondió:
—Toma la puerta del este y dirígete hacia el norte. Toma la tercera puerta a la izquierda,
luego gira a la derecha, y de nuevo a la derecha. Al llegar al segundo arco de piedra,
encontrarás sus terrenos al otro lado. Pero te advierto que pierdes el tiempo, porque no admiten
visitas.

Era todo lo que Thor necesitaba saber. Sin perder un segundo, atravesó el campo y fue
siguiendo las indicaciones, intentando grabarlas en su memoria. El sol ya estaba alto en el cielo.
Solo esperaba que ya no fuera demasiado tarde para él.

Siguiendo al pie de la letra las indicaciones, corrió por los caminos cubiertos de conchas
que se internaban en la Corte del Rey. Al llegar a las puertas eligió la tercera a la izquierda, y a
partir de ahí fue eligiendo en cada cruce el camino indicado. Iba en sentido contrario al de los
miles de personas que entraban en la ciudad, una multitud cada vez más densa, y tuvo que
abrirse paso entre laudistas, malabaristas, payasos y todo tipo de artistas ataviados con sus
mejores ropas. Pero estaba demasiado angustiado para prestarles atención. No podía soportar la
idea de que el proceso de selección empezara sin él. Concentrado en su objetivo, recorrió un
camino tras otro hasta llegar a un arco. Entonces tomó otro camino y divisó a lo lejos lo que
tenía que ser su destino: un pequeño anfiteatro de piedra, con una amplia entrada guardada por
soldados. Los vítores que provenían del interior del anfiteatro le indicaron que no se había
equivocado. Allí estaba lo que buscaba.

Cuando llegó jadeante a la entrada, dos guardias se adelantaron y le cerraron el paso con
las lanzas. Un tercer guardia le dio el alto con la mano levantada.
—Alto ahí.
Thor se detuvo en seco, jadeando. Estaba tan emocionado que apenas podía hablar.
—No entiendes… —consiguió decir—. Llego tarde, tengo que entrar.
—¿Tarde para qué?
—Para la selección.

El guardia, un individuo bajo y corpulento, con el rostro picado de viruela, miró a los
otros soldados, que le devolvieron una mirada incrédula.

—Los reclutas hace horas que están aquí —dijo en tono desdeñoso—. Llegaron con el
transporte real. Si no estás invitado no puedes entrar.
—Pero no entiendes, tengo que…
El guardia agarró a Thor de la camisa.
—Eres tú el que no entiende, insolente jovenzuelo. ¿Cómo tienes la osadía de pedir que
te dejemos entrar? Márchate antes de que te meta en el calabozo. —Con esto, le dio un fuerte
empujón.
Thor sintió en el pecho el escozor de la mano del guardia, pero sobre todo le dolió que le
hubiera tratado así. Estaba indignado. No había llegado hasta allí para que un simple guardia lo
echara sin que le hubieran visto siquiera. Estaba decidido a entrar.

Cuando el guardia volvió a su puesto, Thor se alejó cabizbajo y empezó a rodear el


edificio circular. Tenía un plan. En cuanto estuvo fuera de la vista de los guardias empezó a
trotar junto al muro, y luego a correr en serio. Al llegar a la mitad de la circunferencia divisó
otra entrada: en lo alto del muro se abrían unos ventanucos protegidos con barrotes de hierro.
Pero faltaba un barrote. Dentro sonaban más vítores. Thor se encaramó al alféizar de la ventana
y miró hacia el interior.

Lo que vio le dejó sin respiración. Dentro del inmenso circo de arena había decenas de
reclutas, sus hermanos entre ellos. Estaban dispuestos en filas, y una docena de miembros de la
Plata paseaban entre ellos y los evaluaban.

A un lado, otro grupo de reclutas arrojaban jabalinas contra una diana, bajo la atenta
mirada de un soldado. Uno de ellos erró el tiro. Thor ardía de indignación. Él habría dado en el
blanco; era tan bueno como cualquiera de ellos. No era justo que lo rechazaran solo por ser más
joven y un poco más bajo. De repente alguien lo agarró del hombro y lo tiró del alféizar. Thor
cayó de espaldas y se dio un batacazo contra el suelo. El guardia lo miraba con cara de
desprecio.

—¿Qué te dije, muchacho? —Y sin más, empezó a patearle el pecho.


Thor sufrió en las costillas la primera patada, pero antes de que el guarda le propinara
otra, le agarró del pie y le hizo perder el equilibrio. El guardia cayó al suelo y se levantó
rápidamente, casi al mismo tiempo que Thor, que no se creía lo que acababa de hacer. El
guardia estaba furioso.

—No solo voy a ponerte los grilletes, sino que te lo haré pagar muy caro. ¡Nadie ataca a
un guardia del rey! Olvídate de entrar en la Legión, ahora te pudrirás en el calabozo. ¡Tendrás
suerte si vuelves a ver la luz del sol! —Sacó una cadena con grilletes y se acercó a Thor con
expresión vengativa.

Thor se estrujó los sesos. No podía permitir que lo encadenaran, pero tampoco quería
herir a un miembro de la Guardia del rey. Tenía que pensar algo, y rápido. Entonces se acordó
de su honda. La sacó, colocó una piedra y la lanzó. El tiro fue certero… La piedra le dio en los
nudillos al guardia, que soltó el grillete con un grito de dolor. Cuando volvió a mirar a Thor,
tenía una expresión feroz. Desenvainó la espada y se dispuso a atacar.
—Este ha sido tu último error —dijo.
Thor comprendió que el guardia no le dejaría en paz. No le quedaba más remedio que
colocar una segunda piedra en la honda y lanzarla. No quería matarlo, pero tenía que detenerlo.
No apuntó al corazón, la nariz, los ojos ni la cabeza, sino al único punto que lo detendría sin
provocarle la muerte.
Apuntó a la entrepierna. No lanzó con toda la potencia posible, sino con la suficiente
como para tirarlo al suelo.
Fue un tiro perfecto.
El guardia se desplomó en el suelo hecho un ovillo, dejó caer la espada y se llevó las
manos a la entrepierna.
—¡Haré que te cuelguen por esto! —aulló, entre gritos de dolor—. ¡GUARDIAS!
¡GUARDIAS!
Varios miembros de la Guardia del rey se acercaban corriendo. Era ahora o nunca. Sin
perder un momento, Thor se subió al alféizar. Tendría que saltar al ruedo y presentarse. Pelearía
contra cualquiera que intentara detenerle.
Capítulo cinco

Sentado en un trono de madera labrada que utilizaba para las reuniones íntimas, en una
sala de la planta superior del castillo, el rey MacGil tenía ante sí a cuatro de sus hijos. El mayor
era Kendrick, de veinticinco años, buen guerrero y un auténtico caballero. Era el que más se
parecía a MacGil, lo que tenía cierta ironía, porque era un bastardo nacido de la única aventura
del rey con otra mujer a la que hacía muchos años que había olvidado. Kendrick se crio junto a
los auténticos príncipes, pese a las iniciales protestas de la reina, quien puso una sola condición:
que no subiera al trono. Y MacGil lo lamentaba, porque era un hijo del que estaba orgulloso, y
no había un hombre más digno que él de heredar la corona.

Junto a él estaba Gareth, de veintitrés años, segundo hijo del rey y legítimo primogénito,
que no podía ser más diferente. Era un chico delgado y de mejillas hundidas, con grandes ojos
castaños que no paraban de moverse. También en carácter era todo lo contrario de su hermano
mayor: si su hermano era franco y directo, Gareth ocultaba siempre su verdadero pensamiento;
si Kendrick era orgulloso y noble, Gareth era mentiroso y falso. Al rey le apenaba sentir
disgusto por su propio hijo. Había hecho muchos intentos por enderezar su naturaleza, pero al
fin comprendió que estaba destinado a ser así: tortuoso, taimado y ambicioso en el peor sentido
de la palabra. MacGil sabía además que no le interesaban las mujeres, y que en cambio tenía
muchos amantes varones. Otros monarcas habrían renegado de un hijo así, pero MacGil era
tolerante. A su entender, esta no era razón para no querer a su hijo. No le juzgaba por eso. Era
su naturaleza intrigante y maliciosa lo que aborrecía en él.

Junto a Gareth estaba Gwendolyn, la hija segunda del rey. Con dieciséis años recién
cumplidos, era la joven más guapa que MacGil había visto jamás, y también la más generosa,
amable y sincera. En este sentido se parecía al hermano mayor. La princesa miraba a su padre
con amor de hija. El rey era consciente de su lealtad, y estaba incluso más orgulloso de ella que
de sus hijos.

Al lado de Gwendolyn estaba el benjamín, Reese, un chico noble y animoso, a punto de


convertirse en un hombre. MacGil estaba muy orgulloso de su ingreso en la Legión. Adivinaba
que un día sería el mejor de sus hijos y un buen dirigente. Pero todavía era demasiado joven y
tenía mucho que aprender.

En el pecho de MacGil se mezclaban emociones contradictorias mientras contemplaba a


sus cuatro hijos. Estaba a un tiempo orgulloso y decepcionado; y sentía enfado y preocupación
por los dos hijos que faltaban. Su hija mayor, Luanda, se estaba preparando para la boda y para
su partida a otro reino. Pero la ausencia de Godfrey, de dieciocho años, era un desaire que hacía
enrojecer al rey de ira.
Godfrey siempre se había mostrado despectivo hacia la familia. No cabía duda de que no
le importaba, y nunca podría reinar. El rey lo consideraba su gran fracaso. Era un haragán que
se pasaba muchos días durmiendo, y el resto perdiendo el tiempo en las tabernas, rodeado de
amigotes de la peor calaña, lo que para la familia real era motivo de vergüenza y deshonra.

MacGil se alegraba en parte de que Godfrey no estuviera, pero al mismo tiempo era un
insulto que le dolía en lo más hondo. Pero como ya se lo esperaba, envió a sus hombres a
recorrer las tabernas para que trajeran a Godfrey, y esperaba en silencio que apareciera.

Por fin, se abrió la pesada puerta de roble y entraron los guardias reales que traían a
Godfrey a rastras. Lo soltaron en medio de la sala y se marcharon, cerrando la puerta de golpe.

Los hermanos observaron que Godfrey venía tambaleante, apestando a cerveza, sin
afeitar y vestido a medias. Como siempre, les dedicó una sonrisa insolente.

—Hola, padre. ¿Acaso me he perdido la diversión?


—Espera de pie junto a tus hermanos y oirás lo que tengo que deciros. Si no, que Dios
me asista, porque te aseguro que te encerraré en los calabozos con el resto de los reclusos y no
verás un plato de comida —y ya no digamos cerveza— en tres días seguidos.

Godfrey le devolvió una mirada desafiante en la que su padre detectó un resto de


voluntad, aunque muy escondido, una chispa de fuerza que un día podría serle útil, si es que
lograba dominar su personalidad. Para dejar claro que no obedecía fácilmente, Godfrey esperó
diez segundos antes de acceder a unirse a sus hermanos.

MacGil contempló a sus cinco hijos: el bastardo, el pervertido, el borracho, la hija y el


benjamín. Una extraña mezcla; parecía inaudito que todos fueran fruto de su semilla. Y ahora,
en el día de la boda de su hija mayor, tenía que elegir entre ellos al que había de sucederle.

Pero sería una elección inútil; él estaba en su mejor momento, podía reinar treinta años
más, y la persona elegida podía tardar décadas en subir al trono. Le irritaba tener que cumplir
con una tradición que tal vez tuviera sentido en otro tiempo, pero no ahora.

Carraspeó.
—Estamos aquí reunidos para seguir la tradición. Como sabéis, en el día de la boda de mi
hija mayor tengo que nombrar un sucesor, un heredero para ocupar el trono del reino. En caso
de que muriera, no hay nadie más preparado para sucederme que vuestra madre, pero las leyes
del reino dicen que solo puede ocupar el trono el hijo de un rey. Así pues, debo elegir.
Tras estas palabras se hizo un silencio expectante. El rey observó a sus hijos, cada uno
con una expresión diferente en el rostro. El bastardo tenía un aire de resignación: sabía que no
sería elegido. Los ojos del pervertido relucían de ambición: confiaba en que el elegido sería él.
El borracho miraba por la ventana: nada de esto le importaba. Su hija le miraba con adoración:
sabía que el tema no iba con ella, pero de todas formas quería a su padre. Y lo mismo pasaba
con el benjamín.
—Kendrick, siempre te he considerado un auténtico hijo, pero las leyes exigen que el
trono pase a un heredero legítimo.
Kendrick hizo una inclinación de cabeza.
—Padre, no esperaba la sucesión. Me contento con lo que me ha tocado en suerte. Que
esto no te suponga un problema.
La sinceridad de su respuesta hizo que al rey se le encogiera el corazón por no poder
nombrarle sucesor.
—Quedáis cuatro. Reese, eres un chico estupendo, de lo mejor que he visto, pero eres
demasiado joven para el caso que nos ocupa.
—Soy consciente de ello, padre —respondió Reese, con una ligera inclinación de cabeza.
—Godfrey, eres uno de mis hijos legítimos, pero te dedicas a perder el tiempo en las
tabernas, con la escoria de la sociedad. Has disfrutado de todos los privilegios y los has
desaprovechado. Si alguien me ha decepcionado, eres tú.
Godfrey se movió incómodo y le dirigió una sonrisita.
—Bueno, entonces supongo que ya puedo volver a la taberna, ¿no? —Saludó
rápidamente con la cabeza y se dirigió hacia la puerta.
—¡Vuelve aquí inmediatamente! —gritó MacGil.
Godfrey fingió que no le oía y siguió avanzando. Abrió la puerta y se encontró con dos
guardias, que dirigieron una mirada inquisitiva al rey.
Pero Godfrey no esperó, sino que pasó entre ellos. El rey estaba furioso.
—¡Detenedle! Y no dejéis que la reina lo vea. No quiero que tenga que avergonzarse el
día en que se casa su hija.
—Sí, majestad —dijeron los guardias—. Cerraron la puerta y fueron detrás de Godfrey.
El rey estaba rojo de rabia. Por enésima vez, se preguntó qué había hecho para merecer
un hijo así. Sus otros hijos seguían esperando, en medio de un plomizo silencio. MacGil inspiró
hondo para centrarse.
—Solo quedáis dos de vosotros, y tengo que elegir entre los dos. —Volvió la cabeza
hacia su hija—. Gwendolyn, te elijo a ti.
Se oyó en la sala el grito ahogado de los cuatro hermanos. Todos estaban estupefactos,
sobre todo Gwendolyn.
—¿He oído bien, padre? ¿Has dicho Gwendolyn? —preguntó Gareth.
—Padre, me siento muy honrada —dijo Gwendolyn—. Pero no puedo aceptar. Soy una
mujer.
—Nunca una mujer ha ocupado el trono de los MacGil, es cierto, pero he decidido
cambiar la tradición. Gwendolyn, eres una joven inteligente y valiente como ninguna. Eres
joven todavía, pero si Dios quiere me quedan muchos años de vida, y cuando llegue el
momento estarás preparada para reinar. El trono es para ti.
—¡Pero padre! —Gareth estaba pálido de rabia—. ¡Soy el primogénito de tus hijos
legítimos! Y en la historia de los MacGil, el trono siempre ha sido para el primogénito.
—Yo soy el rey, y yo dicto la tradición —respondió MacGil.
—¡No es justo! —A Gareth le temblaba la voz, como si lloriqueara—. Se supone que yo
tenía que ser el rey, y no mi hermana. ¡No una mujer!
—Silencio, jovencito —gritó el rey, lleno de rabia—. ¿Acaso te atreves a cuestionar mi
decisión?
—¿Tan pobre opinión tienes de mí que prefieres a una mujer?
—He tomado mi decisión —dijo el rey—. La respetarás y la obedecerás como cualquier
otro súbdito del reino. Ahora podéis marcharos.
Los jóvenes se despidieron con una inclinación de cabeza y abandonaron la habitación.
Solo Gareth se detuvo en la puerta y se volvió hacia su padre.
MacGil vio su expresión de desengaño. Por supuesto, esperaba que lo nombraran a él. Lo
había deseado desesperadamente. A MacGil esto no le sorprendía en lo más mínimo, y por este
motivo precisamente no lo había elegido.
—¿Por qué me odias, padre?
—No te odio. Simplemente no creo que seas la persona adecuada para dirigir mi reino.
—¿Y eso por qué? —insistió Gareth.
—Precisamente porque es esto lo que más deseas.
Gareth enrojeció hasta las orejas. La respuesta de su padre había dado en el blanco.
MacGil vio alumbrarse en los ojos de su hijo un odio tan intenso como nunca había imaginado.
Cuando Gareth salió dando un portazo, MacGil se estremeció. En la mirada de su hijo
había visto un odio más profundo que el de sus enemigos. Recordó las palabras de Argon sobre
que el peligro estaba cerca.
¿Era posible que estuviera tan cerca?
Capítulo seis

Seguido de cerca por los guardias del rey, que lanzaban maldiciones, Thor corría con
todas sus fuerzas a través del ancho campo arenoso en dirección a los miembros de la Legión y
los nuevos reclutas. Eran chicos como él, aunque un poco mayores y más fornidos, y estaban
recibiendo instrucción en varios grupos; unos arrojaban venablos, otros jabalinas, otros
aprendían a manejar las lanzas. Sus lanzamientos iban dirigidos a blancos distantes, y pocas
veces fallaban. A Thor se le antojaron unos competidores formidables.

Dispuestos en semicírculo, una docena de miembros de la Plata observaban a los reclutas


y juzgaban su actuación. Tenían que decidir quién se quedaba y quién volvería a casa.

Thor quería demostrar de lo que era capaz, quería impresionarles. Y debía hacerlo rápido,
porque los guardias no tardarían en alcanzarle. Él estaba decidido a quedarse, pero ¿cómo podía
convencerles?

De hecho, algunos de entre los presentes ya le habían visto correr a través del campo.
Unos cuantos reclutas se volvieron a mirarle, así como algunos caballeros, y pronto toda la
atención estuvo en aquel chico perseguido por los guardias. Todos se preguntaban quién era y
por qué querían atraparlo tres miembros de la Guardia del rey. Desde luego, no era esto lo que
Thor pretendía; nunca había imaginado así su primer contacto con la Legión.

Mientras Thor pensaba qué hacer, uno de los reclutas, un chico alto y musculoso, dos
veces más grande que Thor, decidió detener al fugitivo para impresionar a la audiencia, así que
alzó su espada de madera y le bloqueó el paso.

Thor comprendió que el joven quería ponerle en ridículo delante de todos, y que así
esperaba ganar ventaja sobre los demás reclutas. Esto le enfureció. No tenía nada contra el
recluta, pero si se interponía en su camino lo consideraría un rival. Sin embargo era un chico
enorme, mucho más alto que él, con espesos rizos negros que le caían sobre la frente y una
mandíbula cuadrada. ¿Cómo iba a apartarlo de su camino?

Cuando vio que el chico blandía la espada de madera, Thor, instintivamente, sacó la
honda y le disparó una piedra a la mano. El chico soltó la espada con un grito de dolor. Sin
perder un segundo, Thor saltó en el aire y aterrizó con los dos pies sobre el pecho de su rival.
Pero era como patear a un roble; solo consiguió que el recluta retrocediera unos pasos. Esto no
parece muy prometedor, se dijo Thor al caer pesadamente al suelo.
Intentó ponerse en pie, pero su contrincante fue más rápido; agarró a Thor con una mano
y lo lanzó unos metros más allá. Thor cayó de bruces sobre la arena. Un grupo de chicos se
arremolinaron alrededor con gritos de júbilo. Rojo de vergüenza, Thor intentó ponerse en pie,
pero el chico se lanzó sobre él y lo aplastó con su peso. Aquello se había convertido en un
combate de lucha libre, y el chico pesaba mucho más.

El corro de reclutas gritaba y jaleaba, pidiendo sangre. Thor vio el rostro ceñudo de su
contrincante, que se disponía a meterle los pulgares en las cuencas de los ojos. ¿De verdad
quería hacerle daño? No podía creerlo. En el último momento consiguió despistarle apartando
la cabeza y aprovechó para salir de debajo de él.

Se quedaron de pie, uno frente a otro. Thor esquivó un puñetazo, y se dio cuenta de que
le habría roto la mandíbula. Le dio un golpe en el abdomen, pero era como golpear un árbol. El
chico ni se enteró.

De repente, Thor recibió un codazo en la cara que le hizo recular. Le silbaban los oídos.
Era como si le hubieran golpeado con un martillo. Todavía no se había repuesto del golpe
cuando una patada en el pecho le hizo caer de espaldas varios metros más atrás, mientras oía los
vítores de los demás.

Intentó incorporarse, totalmente atontado, cuando el recluta volvió a golpearle en la cara


y lo dejó tirado en el suelo, esta vez incapaz de moverse. Se quedó tendido, oyendo los gritos de
júbilo de los demás, notando en la boca el sabor de la sangre que le salía de la nariz, gimiendo
de dolor. Al abrir los ojos vio que su inmenso atacante daba media vuelta y se disponía a
celebrar la victoria con sus amigos.

Thor quería darse por vencido. Era imposible luchar contra un chico de ese tamaño. Y sin
embargo, algo en su interior le empujaba a seguir. No podía dejarse vencer delante de todos.

No te rindas. ¡Levántate! ¡Levántate!


Reuniendo todas sus fuerzas, se dio la vuelta y, apoyándose en las manos y en las
rodillas, logró ponerse de pie. Sangrando y jadeando, con los ojos hinchados y un aspecto
lamentable, Thor levantó un puño.

El chico se giró y lo miró con incredulidad. Empezó a acercarse a Thor.


—Deberías haberte quedado en el suelo, muchacho.
—¡BASTA! —gritó una voz—. Elden, ¡quieto ahí!
Un caballero se interpuso entre ellos y levantó la mano para impedir que Elden se
acercara a Thor. Todos guardaron silencio y miraron al caballero con respeto. No cabía duda de
que se hacía obedecer.
Thor levantó la mirada hacia él. Era un hombre joven, alto y ancho de hombros, con una
mandíbula cuadrada y el pelo castaño. De inmediato simpatizó con él, pero tragó saliva cuando
observó que su armadura, una cota de malla hecha de plata bruñida, lucía las marcas de la
realeza: el halcón, emblema de la familia MacGil. Le parecía increíble, pero estaba en presencia
de un miembro de la familia real.
—Explícate, muchacho —le dijo el caballero—. ¿Por qué has entrado sin permiso en la
arena?
Pero antes de que Thor pudiera responder, los tres guardias del rey se abrieron paso entre
los mirones. El jefe de los guardias señaló acusadoramente a Thor.
—¡Desobedeció nuestras órdenes! —gritó jadeante—. Voy a encadenarlo y a meterlo en
las mazmorras del rey.
—¡No he hecho nada malo! —protestó Thor.
—¿En serio? ¿No te parece malo entrar sin permiso en la propiedad del rey?
—¡Solo quería una oportunidad! —Thor se volvió hacia el miembro de la familia real—.
Quería tener la oportunidad de entrar en la Legión.
—El campo de instrucción es para los que tienen permiso, chico —dijo una voz ronca.
Apareció ante ellos un guerrero fornido, de unos cincuenta años, calvo, con una barba
recortada y una cicatriz que le atravesaba la nariz. Parecía un soldado profesional, y a juzgar
por los sellos de su armadura y la insignia dorada que lucía en el pecho, era el jefe. Thor se
emocionó al comprender que estaba ante un general.
—No estaba invitado, señor, es cierto —dijo—. Pero siempre he soñado con estar aquí.
Solo quiero que me deis la oportunidad de mostrar lo que sé hacer; soy tan bueno como
cualquiera de estos reclutas. Os pido solamente la oportunidad de demostrarlo, por favor. Mi
mayor aspiración es entrar en la Legión.
—Este campo de batalla no es para soñadores, chico —dijo el general con su ronca
voz—. Es para luchadores. Y no hay excepción a las reglas. Los reclutas son elegidos.
El general asintió con la cabeza y el guardia del rey se acercó a Thor con los grilletes en
la mano. Pero de repente, el miembro de la familia real detuvo al guardia con un gesto de la
mano.
—Tal vez se pueda hacer alguna excepción —dijo.
El guardia lo miró consternado. Tenía ganas de replicar, pero se mordía la lengua por
tratarse de un miembro de la familia real.
—Admiro tu ánimo —dijo el caballero—. Antes de expulsarte, me gustaría comprobar lo
que sabes hacer.
—Kendrick, nos regimos por nuestras normas —protestó el general.
—Las normas las dicta la familia real —respondió secamente Kendrick—. Y la Legión
obedece a la familia real.
—Respondemos ante tu padre el rey, no ante ti —replicó el general en tono desafiante.
Se hizo un silencio cargado de tensión. Thor apenas podía creer lo que había puesto en
marcha involuntariamente.
—Conozco a mi padre y sé lo que haría; le daría una oportunidad a este chico. Y eso es
lo que pienso hacer.
Hubo unos segundos de tensión hasta que el general finalmente cedió.
Kendrick clavó en Thor una mirada intensa. Tenía los ojos marrones y un rostro de
príncipe, pero también de guerrero.

—Te daré la oportunidad de dar en la diana. —Señaló un fardo de paja en el otro extremo
del campo, con una marca roja en el centro. Había muchas lanzas clavadas en el fardo, pero
ninguna había dado en la diana—. Si consigues lo que no ha logrado ninguno de estos chicos, si
das en la diana desde aquí, puedes unirte a nosotros.

El caballero se apartó para dejarle vía libre, y las miradas se volvieron hacia Thor, que
observó atentamente las lanzas dispuestas para los reclutas. Eran inmejorables, de roble y
forradas de cuero. Se secó con el dorso de la mano la sangre que le caía de la nariz y se acercó a
las lanzas con el corazón a punto de salírsele del pecho. Nunca había estado tan nervioso. Le
habían encomendado una tarea imposible, pero tenía que intentarlo.

Eligió una lanza que no era muy larga ni muy corta y la sopesó con una mano. Era
pesada, consistente, no como las que usaban en la aldea, pero tuvo la sensación de que era la
adecuada. A lo mejor, hasta daba en el blanco. Después de todo, era lo que mejor sabía hacer,
después del lanzamiento de piedras. Su vida pastoreando en los campos le había dado muchas
ocasiones de entrenarse. Siempre había tenido mejor puntería que sus hermanos.

Cerró los ojos y respiró hondo. Si fallaba el tiro, los guardias se le echarían encima y lo
llevarían al calabozo. Esto eliminaría cualquier oportunidad de unirse a la Legión. Era un
momento crucial, que decidiría su suerte.

Thor cerró los ojos para elevar sus plegarias a Dios, dio dos pasos al frente, inclinó el
torso hacia atrás y arrojó la lanza con todas sus fuerzas.

Por favor, Dios mío, rezó, conteniendo el aliento.


La lanza hizo su recorrido en medio de un silencio total. Todas las miradas estaban
puestas en ella.

Al cabo de lo que parecía una eternidad, llegó el sonido inconfundible de una lanza
clavándose en la paja. Thor ni siquiera tuvo que mirar para saber lo que ya sabía: había dado en
el blanco. Estaba seguro, por la forma en que sintió la lanza en la mano, por el giro de la
muñeca.

Cuando echó un vistazo, vio aliviado que la lanza se había clavado en el centro del punto
rojo; era la única. Thor acababa de hacer lo que los demás no habían logrado.

Se hizo un silencio absoluto. Todos, reclutas y caballeros, miraban a Thor con la boca
abierta. Con una amplia sonrisa de satisfacción pintada en el rostro, Kendrick se acercó a él y le
dio una palmada en la espalda.

—Tenía razón —dijo—. ¡Te quedas con nosotros!


—¡Pero, mi señor, no estaba invitado! —protestó el guardia.
—Ha dado en el blanco. Es suficiente invitación para mí.
—Pero es más joven y más bajo que los demás. Esto no es un escuadrón de pequeñajos
—dijo el guardia.
—Yo prefiero un soldado pequeño que da en el blanco a un grandullón que no tenga
puntería —respondió el caballero.
—¡Ha sido un golpe de suerte! —gritó el chico que acababa de pelearse con Thor—.
Nosotros también daríamos en el blanco si tuviéramos más oportunidades.
El caballero se volvió hacia él.
—¿En serio? ¿Por qué no nos lo demuestras? ¿Quieres jugarte tu entrada en la Legión?
El chico agachó la cabeza avergonzado. No quería correr el riesgo.
—Pero este joven es un desconocido —protestó el general—. Ni siquiera sabemos de
dónde ha salido.
—Viene de los países bajos —dijo una voz que Thor reconoció al instante.
Era la voz que le había hecho la vida imposible durante su infancia, la voz de Drake, su
hermano mayor.

Drake y sus dos hermanos dieron un paso al frente y miraron a Thor con desaprobación.
—Se llama Thorgrin, del clan McLeod de la Provincia Sur del Reino Oeste. Es el más
joven de cuatro hermanos. Pertenece a mi familia. ¡Pastorea las ovejas de mi padre!

Todos, reclutas y caballeros, acogieron estas palabras con risotadas. Thor se sonrojó; se
moría de vergüenza. Era muy propio de su hermano hacer lo posible para arrebatarle el
protagonismo; siempre intentaba fastidiarle.
—Así que cuida de las ovejas, ¿no? —repitió el general.
—¡Nuestros enemigos temblarán de miedo! —gritó un chico.
Hubo otro coro de risotadas. Thor se hundió todavía más en la humillación.
—¡Basta! —gritó Kendrick.
Las risas se apagaron poco a poco.
—Prefiero un pastor que sepa dar en el blanco antes que a muchos de vosotros, que
aparte de reír no sabéis hacer nada más —dijo Kendrick.
Esto hizo que todos se callaran al momento. Thor le estuvo muy agradecido, y se
prometió que algún día le recompensaría de alguna forma. Independientemente de lo que
sucediera, Kendrick le había devuelto el honor.
—Y tú, chico, ¿no sabías que no es propio de caballeros delatar a un amigo, y mucho
menos a un miembro de la familia, de su propia sangre? —El caballero miró severamente a
Drake.
Drake enrojeció y agachó la cabeza. Era la primera vez que Thor lo veía alterado. Uno de
los hermanos dio un paso al frente y protestó.
—Pero Thor ni siquiera ha resultado elegido —dijo Dross—. Nos eligieron a nosotros, y
él nos ha seguido.
—No os estoy siguiendo —insistió Thor—. Estoy aquí para entrar en la Legión, no por
vosotros.
—No importa la razón por la que haya venido —dijo molesto el general—. Nos está
haciendo perder el tiempo. Es cierto que tiene buena puntería, pero no puede entrar en la
Legión. Ningún caballero lo apadrina, ningún señor quiere ser su compañero.
—Yo seré su compañero —dijo una voz.

Thor se volvió a mirar quién había hablado. Le sorprendió ver a un chico de su edad y
que además se le parecía, salvo por el pelo rubio y los ojos verdes. No cabía duda de que era
también miembro de la familia real, porque llevaba una preciosa armadura, una cota de malla
con símbolos negro y escarlata.

—Imposible —dijo el general—. La familia real no puede asociarse con el pueblo llano.
—Puedo hacer lo que quiera —respondió el chico—. Y he decidido que Thorgrin será mi
compañero.

—Aunque demos la autorización no servirá de nada porque ningún caballero lo


apadrinará.
—Yo lo apadrinaré —dijo una voz.
Todos giraron la cabeza, y al ver quién había hablado se quedaron sin habla.
Era un caballero montado a caballo, con una hermosa y brillante armadura y todo tipo de
armas colgando del cinto. La armadura era tan reluciente que dañaba la vista. Su porte, su
comportamiento y los símbolos de su casco señalaban a las claras que era distinto a los demás.
Era un campeón.

Thor lo reconoció. Había visto retratos suyos, había oído cantar sus hazañas. No podía
creer que tuviera frente a él al más importante caballero del Anillo.
—Mi señor, ya tenéis un escudero —recordó el general.
—Entonces tendré dos —dijo Erec con voz grave y profunda.
Se hizo un silencio que nadie osó romper.
—Entonces está resuelto —dijo Kendrick—. Thorgrin tiene un padrino y un compañero.
Ya forma parte de la Legión.

—¡Os habéis olvidado de mí! —El guardia dio un paso al frente—. No olvidemos que el
chico ha golpeado a un miembro de la Guardia del rey y tiene que ser castigado. ¡Hay que hacer
justicia!
—Se hará justicia —dijo Kendrick— pero según mi criterio, no el vuestro.
—Pero, mi señor, hay que ponerle el cepo. ¡Hay que darle un castigo ejemplar!
—Como sigas hablando, serás tú el que acabe dentro del cepo —dijo Kendrick en tono
cortante.
Esto aplacó por fin al guardia, que se sonrojó y se retiró con desgana, no sin antes dirigir
a Thor una mirada incendiaria.
—Entonces, ya es oficial —dijo Kendrick alzando la voz—. Bienvenido a la Legión del
rey, Thorgrin.
El coro de reclutas y caballeros respondió con un grito de júbilo. Luego todos volvieron a
sus ocupaciones.
Thor estaba tan emocionado que no sabía lo que hacía. Su sueño se había hecho realidad.
Se volvió hacia Kendrick para darle las gracias. Era la primera vez en su vida que alguien hacía
algo por él, que daba un paso adelante para protegerle. Era un sentimiento muy especial. Ya se
sentía más cerca de Kendrick que de su propio padre.
—No sé cómo agradecéroslo —dijo—. Os debo mucho más de lo que puedo expresar.
Kendrick le miró sonriente.
—Mi nombre es Kendrick. Ya lo oirás nombrar. Soy el hijo mayor del rey y admiro el
valor que has mostrado. Serás un buen elemento para la Legión.
En cuanto Kendrick se fue, el chico que había peleado con Thor se acercó en actitud
amenazadora.
—Mantente en guardia, porque dormimos en los mismos barracones. Yo en tu lugar no
estaría tranquilo. —Dicho esto, se marchó corriendo, sin darle tiempo a responder.
Thor acababa de ganarse un enemigo y ni siquiera pudo preocuparse, porque se le acercó
el hijo menor del rey.
—No le hagas caso. Siempre está provocando peleas. Soy Reese.
Thor le tendió la mano.
—Gracias por elegirme como compañero. No sé lo que habría hecho si no llegas a
ofrecerte.
—Estaré encantado de elegir a cualquiera que pueda plantarle cara a este animal —dijo
Reese—. Ha sido una buena pelea.
—No lo dirás en serio. —Thor se limpió la sangre seca de la cara, que ya empezaba a
hincharse—. Casi me mata.
—Pero tú no te rendías. Ha sido impresionante —dijo Reese—. Cualquiera de nosotros
se habría rendido. Y has hecho un magnífico lanzamiento. ¿Dónde has aprendido a arrojar así la
lanza? ¡Creo que seremos compañeros para siempre! —exclamó muy serio, mientras le tendía
la mano a Thor—. Y también seremos amigos, estoy seguro.
Thor le estrechó la mano. También él sentía que había hecho un amigo para toda la vida.
De repente, notó que le pinchaban en el costado.
Era un chico mayor, con un rostro largo y estrecho, picado de viruelas.
—Soy Feithgold, el escudero de Erec. Ahora eres el segundo escudero; es decir, me
obedeces a mí. Dentro de unos minutos empieza un torneo. ¿Vas a quedarte como un pasmarote
cuando te han nombrado escudero de uno de los caballeros más famosos del reino? ¡Sígueme,
rápido!

Reese ya se había marchado. El escudero echó a correr y Thor le siguió a través del
campo. No sabía a dónde iban, pero le daba igual. Se sentía feliz como un pájaro.
Lo había conseguido. Casi no podía creerlo, pero lo había conseguido.
Capítulo siete

Vestido con su ropa de gala, Gareth atravesó a toda prisa la ciudad, abriéndose paso entre
las multitudes que llegaban de todas partes para asistir a la boda de su hermana. El encuentro
con su padre le había enfurecido. ¿Por qué no le había elegido a él? No tenía sentido. Él era el
primer hijo legítimo, y desde pequeño pensó que se convertiría en rey. Así se había hecho
siempre, y no había motivo para que se hiciera de otra manera.

La decisión de su padre era absurda. ¿Cómo se le ocurría elegir a su hermana menor, una
chica, en su lugar? Sería el hazmerreír del reino, y esto le enfurecía tanto que apenas podía
respirar.

Apenas podía avanzar por las calles abarrotadas de personas ataviadas con coloridos
ropajes, llegadas desde todas las provincias del reino. Gareth detestaba estar con el pueblo
llano. Esta era una de las ocasiones en que los pobres se mezclaban con los ricos; incluso
habían venido los salvajes del Reino Este, al otro lado de la Cordillera. Parecía increíble que su
hermana fuera a casarse con uno de ellos. Había sido una atrevida iniciativa de su padre, un
desesperado intento de lograr la paz entre los dos reinos.

Todavía más extraño era que a su hermana parecía gustarle el hombre con el que iba a
casarse. Gareth no lo entendía. O tal vez sí. Probablemente, lo que le gustaba era el título, la
oportunidad de convertirse en la reina de una provincia. Tendría su merecido, porque a los ojos
de Gareth, los del otro lado de la Cordillera eran auténticos salvajes. Carecían de refinamiento y
de sofisticación. Pero que se casara con el salvaje, si quería; así habría un hermano menos para
interponerse en su camino al trono. En realidad, cuanto más lejos se fuera su hermana, mejor.

Claro que ahora ya no iba a ser rey. No sería más que un príncipe anónimo en el reino de
su padre. Su destino ya no era el trono, estaba condenado a una vida mediocre. Su padre le
había menospreciado, como siempre. Se consideraba políticamente astuto, pero Gareth se sabía
mucho más astuto que él. Por ejemplo, su padre pensaba que esta boda de Luanda con un
McCloud era un golpe maestro, pero Gareth veía más allá; preveía las consecuencias. La boda
no apaciguaría a los McCloud sino todo lo contrario: los envalentonaría. Como eran unos
bárbaros, no verían en este ofrecimiento de paz una señal de fuerza, sino de debilidad. Los
vínculos familiares les importaban poco. Gareth estaba convencido de que atacarían en cuanto
se hubieran llevado a su hermana. Todo era una treta, y así había intentado explicárselo a su
padre, pero no le había escuchado.
Claro que ya no importaba. No era más que un príncipe, una pieza del engranaje. La sola
idea le ponía rojo de rabia. En este momento odiaba a su padre con todas sus fuerzas. Hundido
entre la multitud, obligado a codearse con las masas, empezó a tramar planes de venganza y a
pensar en la manera de subir al trono a pesar de todo. No iba a quedarse cruzado de brazos. No
permitiría que su hermana pequeña subiera al trono.

—Vaya, estás aquí —dijo una voz.


Firth se le acercaba con una amplia sonrisa que dejaba ver su perfecta dentadura. Tenía
dieciocho años, era alto y delgado, con una voz un poco aflautada, piel suave y mejillas
sonrosadas. Gareth solía alegrarse de ver a su amante del momento, pero ahora mismo no
estaba de humor.
—Me parece que me has estado evitando.
Firth le cogió del brazo, pero Gareth se apresuró a soltarse. No quería que nadie los viera
del bracete por la calle.
—¿Te has vuelto loco? No vuelvas a cogerme del brazo en público. Nunca más.
Firth se ruborizó y bajó la mirada.
—Lo siento, lo he hecho sin pensar.
—Tienes razón, no has pensado. Pero si vuelves a hacerlo, no me verás nunca más.
Firth se puso más rojo todavía.
—Lo siento —repitió, apesadumbrado.
Gareth miró a su alrededor y se sintió aliviado. Al parecer, nadie se había dado cuenta.
Para sacudirse las preocupaciones, quiso cambiar de tema.
—¿Qué se rumorea entre el pueblo? —preguntó.
Firth se animó de inmediato.
—Todo el mundo está expectante —dijo sonriente—. Todos esperan el anuncio de que te
han nombrado sucesor.
La expresión de Gareth se ensombreció.
—¿No te han nombrado? —preguntó, incrédulo.
Gareth se puso rojo.
—No —dijo, sin mirarle.
Firth ahogó una exclamación.
—Se me ha saltado, ¿puedes imaginártelo? Ha elegido a mi hermana en mi lugar, a mi
hermana pequeña.
Firth estaba atónito.
—Es imposible. Eres el primogénito, y ella una mujer. No puede ser.
—Yo no miento —replicó Gareth, mirándole fríamente.

Siguieron andando en silencio. Cada vez había más gente. Gareth miró a su alrededor
para comprobar dónde estaban. La Corte del Rey estaba absolutamente abarrotada, y seguía
entrando gente por todas las puertas de la muralla. Todos dirigían sus pasos hacia el bonito
escenario donde se celebraría la ceremonia. A su alrededor había por lo menos un millar de
sillas acolchadas y forradas de terciopelo rojo con ribetes dorados. Un ejército de criados
recorría los pasillos arriba y abajo, acomodando a la gente y sirviendo bebidas.

Un interminable pasillo cubierto de flores dividía a los miembros de las dos familias: los
MacGil y los McCloud. Había centenares de cada bando, todos vestidos con sus mejores galas.
Los MacGil vestían el color púrpura del clan, y los McCloud su característico color naranja.
Aunque todos iban bien vestidos, Gareth detectaba grandes diferencias entre los dos clanes. Los
McCloud parecían disfrazados, salvajes vestidos de fiesta. Había algo en ellos que los ropajes
no podían ocultar. Lo veía en su expresión, en su forma de moverse y de empujarse, en sus
risotadas. Esta boda no le gustaba nada; era otra de las estúpidas decisiones de su padre.

Si él fuera el rey, habría diseñado un plan muy distinto. Habría acordado esta boda, y
luego, por la noche, cuando los McCloud estuvieran ebrios, habría cerrado las puertas y los
habría quemado a todos dentro.

—Menudos salvajes —dijo Firth, mirando al otro lado del pasillo—. No entiendo cómo
tu padre los ha dejado entrar.
—Lo interesante serán los juegos después —observó Gareth—. Invita a nuestros
enemigos a visitarnos y luego organiza competiciones. ¿No te parece una manera segura de
provocar una pelea?
—¿Crees que habrá una batalla aquí dentro? ¿Con todos estos soldados? ¿Y en el día de
la boda?
Gareth se encogió de hombros. Los McCloud le parecían capaces de cualquier cosa.
—El día de la boda no tiene un significado especial para ellos.
—Pero tenemos centenares de soldados aquí dentro.
—Ellos también.

A lo largo de las almenas se alineaban dos filas de soldados: MacGil a un lado y


McCloud al otro. Gareth estaba seguro de que si los McCloud habían traído a tantos soldados
era porque esperaban alguna trifulca. A pesar de lo espléndido del escenario, los trajes de gala y
la opulencia de los banquetes, a pesar de que estaban en la época más bonita del año y había
flores por todas partes, el aire estaba cargado de tensión. Todos tenían los nervios a flor de piel;
Gareth lo percibía en la forma en que levantaban los hombros y sacaban los codos. Nadie se
fiaba de nadie.

A lo mejor tenía suerte y alguien mataba a su padre clavándole un puñal en el corazón, se


dijo Gareth. Así él se convertiría en rey. Se estaban acercando a la zona de sillas.
—Supongo que no nos podemos sentar juntos —dijo Firth en tono lastimero.
—¿Eres tonto, o qué? —Gareth no pudo ocultar su desprecio.
Empezaba a preguntarse si se habría equivocado al elegir como amante a este chico de
los establos. Si continuaba con sus sensiblerías, acabaría delatándolos a los dos.

Firth tenía la cabeza gacha. Gareth le dio un leve empujón.


—Te veré luego en los establos. Ahora, vete.
Al notar una mano helada en el brazo se asustó, pensando que los habrían descubierto;
pero aquellas largas uñas y aquellos dedos finos le indicaron que se trataba de su esposa.
Helena.

—Espero que hoy no se te ocurra abochornarme —le susurró Helena con voz cargada de
odio.
Estaba muy guapa con su vestido blanco de satén; se había recogido el pelo en lo alto
para lucir su collar de diamantes y su rostro exquisitamente maquillado. No se podía negar que
era una mujer hermosa, pero a Gareth no le atraía en lo más mínimo. El casamiento había sido
otra idea del rey, un intento de apartar a Gareth de su tendencia natural. Pero lo único que había
conseguido era proporcionarle una compañera amargada y avivar las murmuraciones.

—Es el día de la boda de tu hermana. Podrías hacer el papel de marido… por una vez.
Helena le tomó del brazo y se encaminaron juntos a la zona reservada a la familia,
separada por una cuerda de terciopelo rojo. Pasaron ante dos guardias reales y se mezclaron con
el resto de los miembros de la realeza.

El sonido de una trompeta mandó acallar a la multitud y una música de clavicémbalo dio
paso a la procesión real, precedida por una lluvia de flores en el pasillo. Iban todos en pareja,
cogidos del brazo. Gareth, junto a Helena, se sentía torpe y fuera de lugar; no sabía cómo
comportarse. Se sentía el centro de atención, como si centenares de ojos estuvieran
analizándolo, aunque sabía que no era así. El pasillo se le hizo eterno. Solo quería llegar cuanto
antes al altar y acabar con la estúpida ceremonia. Además, no podía dejar de pensar en la
discusión con su padre, y se preguntó si los miembros del público conocerían la noticia.

—Hoy me han dado malas noticias —le susurró a Helena, cuando por fin se sintió a
salvo de las miradas.
—¿Crees que no me he enterado?
Gareth la miró sorprendido. Helena le dirigió una mirada despectiva.
—Tengo mis espías.
Gareth entrecerró los ojos. ¿Cómo podía estar tan tranquila?
—Si yo no soy rey, tú tampoco serás reina —le dijo.
—Nunca he esperado llegar al trono.
Esto fue una nueva sorpresa para Gareth.
—Estaba segura de que no te elegiría —explicó Helena—. No tienes madera de líder.
Haces el amor, pero no conmigo.
Gareth no pudo evitar sonrojarse.
—Tampoco tú haces el amor conmigo —replicó.
Ahora fue ella quien se ruborizó. Gareth contaba con sus propios espías y sabía que no
era el único que tenía amantes. Hasta ahora no le había interesado decir nada: que su esposa
hiciera lo que quisiera, mientras fuera discreta y le dejara en paz.
—No me has dejado otra opción —dijo Helena—. ¿O querías que llevara una vida
monacal durante el resto de mi vida?
—Ya sabías quién era, y te casaste conmigo. Elegiste el poder, no el amor. No te hagas la
sorprendida.
—Fue un matrimonio acordado —dijo ella—. No tuve posibilidad de elegir.
—Pero no protestaste.
Habían llegado a un punto muerto, y Gareth se sentía con ánimos para discutir. Helena
era una esposa de cartón piedra, un elemento decorativo que en ocasiones resultaba útil. Podía
tolerarla mientras no le molestara demasiado.

Todas las miradas estaban puestas en el pasillo, que la princesa recorría del brazo del rey.
Gareth los contempló con escepticismo. Su padre tenía la desfachatez de fingir tristeza y se
secó una lágrima, representando su papel, como siempre. No era más que un payaso
lamentable. Le parecía imposible que sintiera auténtica tristeza por casar a su hija cuando la
arrojaba a la jauría de lobos de los McCloud. Gareth tampoco sentía simpatía por Luanda, que
parecía contenta, como si no le importara casarse con una persona de menor categoría. Solo
buscaba el poder. En cierto modo, se parecía a Gareth, aunque nunca habían estado muy unidos.

Gareth estaba impaciente por acabar. No podía estarse quieto. La ceremonia que oficiaba
Argon —las bendiciones, las fórmulas, los rituales— le pareció una odiosa pantomina. Lo que
se estaba llevando a cabo era la unión de dos familias por razones políticas. ¿Por qué no
llamaban a las cosas por su nombre?

Cuando por fin acabó la ceremonia, los novios se besaron y la multitud estalló en
aplausos y vivas de alegría. Sonó el cuerno que daba fin a la boda, y el orden dio paso a un
cierto caos.

Incluso Gareth, con todo su escepticismo, se quedó impresionado al ver la zona de


recepción. Su padre no había reparado en gastos: infinidad de mesas bien provistas de cordero y
cerdo asado, además de grandes jarras de vino. Más allá del área del banquete se llevaban a
cabo los preparativos para el gran evento: los juegos. Había dianas para todo tipo de
lanzamiento: de piedras, lanzas y flechas con arco. Y en el centro, el torneo, la competición más
esperada. La gente ya se estaba arremolinando alrededor.
La multitud empezó a dividirse en dos bandos. Por parte de los MacGil, el primer
caballero sería por supuesto Kendrick, que esperaba montado a caballo, vestido con su
armadura; los miembros de la Plata aguardaban tras él. Pero cuando Erec llegó sobre su caballo
blanco, se hizo un silencio entre el público. Erec era como un imán: nunca pasaba
desapercibido. Incluso Helena se inclinó para verle mejor. También ella lo deseaba, pensó
Gareth, como todas las mujeres del reino.

—Ya casi tiene edad para la selección —dijo Helena—. Y sin embargo no se ha casado.
Podría elegir a cualquier mujer del reino. ¿Por qué no elige a ninguna?
—¿Por qué te importa tanto? —Gareth se sintió celoso a su pesar. También a él le
gustaría estar montado a caballo, con su armadura, para jugar el torneo en nombre de su padre,
pero todo el mundo sabía que no era un buen guerrero.

Helena hizo un gesto despectivo con la mano.


—Tú no eres un hombre. No entiendes de estas cosas.
Gareth se sonrojó. Habría querido replicar a su esposa, pero no era el momento de
hacerla enfadar, así que se sentó con ella en las gradas para contemplar los juegos. Se le
encogió el corazón al pensar en todo lo que le esperaba en este día tan largo y tedioso, con tanto
fingimiento y ceremonia. Los hombres se herirían y hasta se matarían unos a otros. Era un día
que representaba todo lo que él detestaba, un día del que estaría totalmente excluido. En
silencio, deseó que estos días de celebraciones acabaran en una auténtica batalla, que se
derramara la sangre ante sus ojos, que el lugar quedara arrasado y devastado.

Llegaría el día en que conseguiría su objetivo. Llegaría el día en que sería rey.
Estaba convencido.
Capítulo ocho

Thor se esforzaba por no perder de vista al escudero de Erec, que corría en zigzag a
través de la multitud. Desde su llegada al anfiteatro, todo había sucedido tan deprisa que
todavía no lo había asimilado. Ya le habían aceptado en la Legión y le habían nombrado
segundo escudero de Erec. Thor apenas podía creerlo; temblaba de emoción.
—¡No te quedes atrás, chico! —gritó Feithgold.
No le gustaba que el escudero le llamara «chico», sobre todo porque apenas era unos
años mayor que él. Feithgold corría de un lado a otro entre la multitud, casi como si quisiera
deshacerse de él.

—¿Siempre hay tanta gente aquí? —preguntó Thor.


—¡Claro que no! —gritó Feithgold—. Hoy no es solo el solsticio de verano, el día más
importante del año, sino también el día que el rey eligió para casar a su hija, el único día en la
historia que hemos abierto las puertas a los McCloud. Nunca había habido tanta gente aquí
dentro. Es un hecho sin precedentes. ¡No me esperaba esto! ¡Me temo que llegaremos tarde!
Feithgold se abría paso a toda prisa entre la gente.
—¿A dónde vamos? —preguntó Thor.
—Vamos a cumplir con la labor de todo buen escudero: ayudar al caballero a prepararse.
—¿Prepararse para qué? —Thor estaba casi sin aliento. Se secó el sudor de la frente,
porque cada vez hacía más calor.
—¡Para la justa real, por supuesto!

Los guardias del rey reconocieron a Feithgold y los dejaron pasar. Tuvieron que
agacharse para pasar por debajo de una cuerda y entraron en un área despejada. Thor no podía
creer lo que veía. Estaban junto a la palestra del torneo, con una multitud de espectadores detrás
de las cuerdas. A lo largo de las calles de la palestra se alineaban caballos de combate, los más
grandes que Thor había visto jamás, montados por caballeros que vestían toda suerte de
armaduras. Entre los miembros de la Plata había caballeros provenientes de las provincias de
ambos reinos; había armaduras blancas y negras, además de todo tipo de escudos y armas.
Parecía que el mundo entero se hubiera congregado allí.

Algunas competiciones ya habían empezado, y había caballeros provenientes de lugares


que Thor no había oído nunca luchando entre sí. Cada vez que se oía el entrechocar de las
lanzas y los escudos, la multitud los vitoreaba. Thor, que contemplaba el espectáculo de cerca,
no daba crédito a la fuerza y la velocidad de los caballos, al sonido de las armas al chocar. Era
un asunto muy peligroso.
—¡No parece que estén jugando! —le dijo a Feithgold mientras recorrían las calles de la
palestra.
—Porque no es un juego —gritó Feithgold para hacerse oír por encima del estruendo del
metal—. Es un asunto muy serio, aunque lo disfracen de juego. Cada día mueren algunos. Es
una batalla. Son pocos los que tienen la suerte de salir ilesos.
Dos caballeros emprendieron la carga y chocaron uno contra otro. Se oyó un tremendo
chasquido metálico, y uno de los contrincantes salió disparado del caballo y se desplomó de
espaldas a pocos metros de Thor.

Los espectadores contenían el aliento. El caballero no se movía, sangraba por la boca y


gemía de dolor. Una lanza de madera le había atravesado la armadura y se le había clavado en
las costillas. Varios escuderos corrieron a ayudarle y lo sacaron a rastras de la palestra. El
vencedor desfilaba lentamente y acogía los vítores de la multitud alzando brevemente la lanza.

Thor estaba estupefacto. No se imaginaba que los juegos pudieran ser tan mortíferos.
—Este es nuestro trabajo, lo que has visto hacer a los escuderos —dijo Feithgold—.
Ahora eres escudero; segundo escudero, para ser más precisos.
Estaba tan cerca de Thor que este podía oler su mal aliento.
—No lo olvides. Yo obedezco a Erec, y tú me obedeces a mí. Tu trabajo es ayudarme,
¿lo has entendido?

Thor asintió. Se había imaginado las cosas de otra manera, y seguía sin saber qué se
esperaba de él. Pero estaba claro que a Feithgold le disgustaba en lo más profundo su presencia;
Thor notaba su hostilidad.

—No es mi intención obstaculizar tu trabajo como escudero de Erec —dijo.


Feithgold respondió con una carcajada desdeñosa.
—No podrías ni aunque quisieras, amigo. Limítate a apartarte de mi camino y a hacer lo
que te diga.

Feithgold se metió corriendo por unos pasillos detrás de las cuerdas. Thor corrió tras él y
se encontró en un laberinto de establos. Recorrieron un estrecho pasillo entre pesebres donde
los caballos de batalla piafaban y atabaleaban, atendidos por su dueño. Feithgold tomó otro
pasillo y se detuvo frente a un caballo gigantesco, magnífico. Thor ahogó una exclamación al
verlo. No era posible que mantuvieran a un animal tan hermoso detrás de una valla. Aquel
caballo estaba presto para la guerra.

—Es Warkfin, el caballo de Erec —dijo Feithgold—. O uno de ellos, el que prefiere
montar para las justas. No es fácil de domar, pero Erec lo ha logrado. Abre el portón.
Thor le lanzó una mirada de asombro. No sabía cómo se abría la puerta. Tiró de una clavija
entre los listones de madera, pero no pasó nada. Tiró más fuerte y la clavija se movió; entonces
abrió suavemente la puerta.

Warkfin soltó un relincho y coceó la puerta, rozando con la pezuña el dedo de Thor, que
apartó rápidamente la mano.
—Por eso te he pedido que abrieras tú —dijo Feithgold con una carcajada—. La próxima
vez tienes que ser más rápido. Warkfin no espera por nadie, y menos por ti.
Thor estaba furioso. Feithgold le estaba poniendo nervioso. No podría aguantarlo mucho
tiempo. Abrió rápidamente el portón y esta vez se puso fuera del alcance de las peligrosas patas
de Warkfin, que salió corcoveando y pateando el suelo.
—¿Tengo que conducirlo fuera? —preguntó. No se atrevía a coger las riendas.
—Por supuesto que no —dijo Feithgold—. Eso lo haré yo. Tu trabajo consiste en darle
de comer… cuando yo te diga, y en recoger la mierda.

Feithgold cogió las riendas de Warkfin y lo condujo fuera de los establos. Thor tragó
saliva. Se había imaginado la iniciación de otra manera; claro que había que empezar por algo,
pero esto le resultaba degradante. Había pensado en guerras, combates, momentos de gloria, en
entrenamientos y competiciones con jóvenes de su edad. Desde luego no pensó que fuera a
convertirse en un criado, y por primera vez se preguntó si habría hecho lo correcto.

Cuando abandonaron la oscuridad de los establos y volvieron a la palestra, Thor se quedó


deslumbrado por la luz y un poco confundido con el estruendo: los gritos del público y el
entrechocar de los caballeros que se lanzaban unos contra otros. Nunca había oído semejante
estrépito de metales, y la tierra parecía temblar bajo el galope de los caballos.

A su alrededor, numerosos caballeros se preparaban para la justa con la ayuda de sus


escuderos, que daban brillo a las armaduras, engrasaban las armas y revisaban el estado de las
sillas de montar y las cinchas. Los caballeros montaban en sus corceles, cogían las armas y
esperaban su turno.
—¡Elmalkin!

A Thor el nombre le resultaba desconocido. Debía de ser de una provincia. Un caballero


fornido y con armadura roja salió al galope por la puerta y casi arrolla a Thor en su camino. El
caballero embistió a su oponente y la lanza rebotó contra el escudo con un sonido metálico. Su
contendiente fue más afortunado; Elmalkin salió disparado y cayó de espaldas, mientras la
multitud vitoreaba al ganador.
Sin embargo, el guerrero se incorporó rápidamente y extendió la mano en dirección a su
escudero, que se encontraba junto a Thor.
—¡Mi maza! —gritó.
El chico reaccionó deprisa. Cogió una maza del armero y corrió a entregársela a su señor.
Pero llegó tarde, porque el contrincante había dado media vuelta y volvió a la carga lanza en
ristre… Golpeó la cabeza del chico, que giró sobre sí mismo, cayó de bruces y se quedó
inmóvil. Le salía tanta sangre de la cabeza que se formó un charco en el suelo. Thor tragó
saliva.
—No es una visión agradable, ¿verdad?
Feithgold se había puesto a su lado.
—Tienes que endurecerte, chico. Esto es una batalla, y nosotros estamos justo en medio.
Se hizo un silencio entre el público. Todos aguardaban con expectación que se abriera el
carril principal del torneo. Incluso los demás combatientes se detuvieron en mitad de la prueba.
Por un extremo salió Kendrick a caballo, con la lanza en la mano. Por el otro extremo
apareció un caballero que llevaba la armadura de los McCloud.
—Los MacGil contra los McCloud —susurró Feithgold—. Hace siglos que estamos en
guerra, y dudo que esta justa la zanje de una vez por todas.

Los contendientes se bajaron la visera del yelmo. En cuanto sonó un cuerno, cargaron
uno contra otro a una velocidad increíble. El estrépito que hicieron al chocar fue tal que Thor
casi tuvo que taparse las orejas. El público ahogó un grito.

Los dos cayeron de sus monturas, se pusieron rápidamente en pie y se quitaron los
yelmos. Los escuderos corrieron a entregarles sus espadas cortas y empezó una lucha en que los
combatientes se emplearon a fondo.

Thor se quedó fascinado con los golpes y reveses de Kendrick; era un bello espectáculo.
Pero McCloud también era un buen guerrero, y ninguno de los dos retrocedía un solo paso. Era
un combate encarnizado, agotador, que solo acabó cuando un entrechocar de espadas hizo saltar
las armas de las manos de los dos combatientes.

Los escuderos salieron corriendo con la maza en la mano para entregársela a sus señores.
Cuando Kendrick iba a coger su maza, el escudero de McCloud le golpeó en la espalda. El
público ahogó un grito de horror al ver que Kendrick se desplomaba cubierto de sangre.
McCloud se acercó a su rival tendido en el suelo y le puso en la garganta la punta de la espada.
A Kendrick no le quedaba otra opción que rendirse.

—¡Me rindo!
Los McCloud estallaron en gritos de victoria, mientras de entre los MacGil brotaban
aullidos de rabia.
—¡Ha hecho trampa! —gritó uno.
—¡Trampa! ¡Trampa! —corearon los MacGil.
Las protestas se intensificaron. Pronto el público se apartó de la escena y se formaron dos
bandos —MacGil y McCloud— que buscaban el enfrentamiento.
—Esto no pinta bien —dijo Feithgold. Los dos contemplaban la escena desde su puesto.
Se inició una batalla campal entre gritos y abucheos que amenazaba con convertirse en
una auténtica guerra. Era un caos, con puñetazos a diestro y siniestro, empujones, zarandeos,
llaves maestras, revolcones.

Sonó un cuerno y entraron los guardias de uno y otro bando para detener los
enfrentamientos y separar a los combatientes. Otro nuevo toque de corneta y el rey MacGil se
levantó del trono.

—¡Hoy no quiero peleas! —tronó con voz autoritaria—. ¡No se peleará nadie en este día
de celebración! ¡No habrá peleas en mi corte!
La muchedumbre se calmó.
—Si lo que queréis es un enfrentamiento entre los clanes, que cada bando escoja a su
mejor guerrero, a su campeón.
MacGil miró al rey McCloud, que estaba con su séquito al otro lado.
—¿De acuerdo? —gritó MacGil.
McCloud asintió solemnemente.
El público de uno y otro lado estalló en vítores.
—¡Escoge a tu mejor hombre! —gritó MacGil.
—Ya lo he hecho —respondió McCloud.

De las filas de los McCloud surgió un caballero gigantesco montado a caballo, el hombre
más grande que Thor había visto jamás. Era fuerte como una roca, con una larga barba y una
expresión ceñuda labrada en el rostro.

Thor percibió un movimiento a su derecha y vio aparecer a Erec a lomos de Warkfin.


¡Era increíble! Se sintió muy orgulloso de Erec, y al momento le acometió la ansiedad. Su señor
iba a combatir, y él era su escudero. El corazón le dio un brinco en el pecho.

—¿Qué hemos de hacer? —le preguntó a Feithgold.


—Quédate aquí y haz lo que yo te diga.
Erec entró en el corredor en medio de un tenso silencio. Los dos caballeros esperaban
frente a frente, cada uno en un extremo del corredor; los caballos pateaban el suelo con
impaciencia.
Al primer toque de cuerno, arremetieron uno contra otro. Thor se quedó fascinado con la
fluidez de movimientos de Warkfin; era como ver a un pez saltando fuera del agua. El guerrero
de los McCloud era enorme, pero Erec destacaba por su elegancia y agilidad. Arremetía con la
cabeza baja, y su armadura plateada destellaba al sol. En el momento del choque sostuvo
firmemente su lanza y hurtó el cuerpo, de modo que logró no solo dar a su contrincante en el
centro del escudo sino también esquivar el golpe.
El enorme McCloud se estremeció y cayó de espaldas al suelo. Fue como si hubiera
caído una roca. Los MacGil estallaron en gritos de júbilo. Erec hizo dar la vuelta al caballo, se
acercó al caballero tendido en el suelo y le puso la lanza en la garganta.
—¡Ríndete!
El guerrero escupió.
—¡Nunca! —Se metió rápidamente la mano en una bolsita que llevaba colgada de la
cintura y le arrojó un puñado de tierra a la cara.
Cogido por sorpresa, Erec soltó la lanza, se llevó las manos a los ojos y cayó del caballo.
Aprovechando la ocasión, el guerrero McCloud se levantó y le dio un rodillazo en el pecho para
tirarlo al suelo, entre los gritos y abucheos de los MacGil.
Erec rodó sobre sí mismo para levantarse, pero el guerrero cogió un gran pedrusco y se
dispuso a machacarle la cabeza. Thor no pudo aguantar más.
—¡No! —gritó, y dio un paso al frente.
En el último momento, Erec logró esquivar la piedra, que se clavó en el suelo, a pocos
centímetros de su cabeza. Dando muestra de una gran agilidad, se puso de pie de un salto.
—¡Espadas cortas! —gritaron los reyes.
Feithgold giró sobre los talones y miró a Thor con el rostro desencajado.
—¡Dámela! —gritó.
Thor se asustó. Miró a un lado y a otro en busca de la espada de Erec entre aquella
inmensa variedad de armas. Finalmente, la encontró y se la puso a Feithgold en la mano.
—¡Estúpido! ¡Esta es una espada mediana! —gritó Feithgold.
Thor estaba tan nervioso que notaba la garganta seca y la visión borrosa. Le pareció que
todo el mundo tenía los ojos puestos en él y no sabía qué espada elegir; a duras penas podía
enfocar la vista.
Feithgold le apartó con impaciencia de un empujón, cogió la espada y corrió a dársela a
su señor. Thor se sentía inútil. La sola idea de salir a la palestra delante de tanta gente hacía que
le temblaran las rodillas.

Mientras tanto, Erec esquivaba una arremetida de su contrincante, que se lanzó contra él
con la espada en la mano. Por fin Feithgold le entregó la espada. Erec esperó tranquilamente el
ataque de McCloud y se apartó en el último momento, con la mala suerte de que el hombretón
se enfureció tanto que agarró a Feithgold del pelo y le dio un cabezazo en la cara.
Se oyó un crujir de huesos. Feithgold empezó a sangrar por la nariz, y se desplomó en el
suelo. Thor se quedó atónito. El público se puso a abuchear y a sisear al guerrero, pero la pelea
continuó.

Thor tragó saliva al comprender que era el único escudero. ¿Qué se suponía que tenía que
hacer? No estaba preparado. Y todo el reino le estaba mirando.
El combate proseguía con crudeza. El guerrero McCloud tenía más fuerza que Erec, pero
este era más ágil y más rápido. Sin embargo, los dos repartían y paraban golpes por igual.
El rey MacGil se levantó.
—¡Espadas largas! —gritó.
Thor tenía que actuar. Con el corazón a punto de salírsele del pecho, corrió al armero y
cogió la espada que le pareció más apropiada, en una vaina de cuero. Deseó con todas sus
fuerzas no haberse equivocado. Salió corriendo a la palestra y voló hacia Erec para entregarle la
espada. Todos los ojos estaban puestos en él, y Thor se enorgulleció de haber llegado antes que
el otro escudero.

Pero Erec luchaba con nobleza, y no aprovechó la circunstancia, sino que esperó a que su
contrincante tuviera el arma en la mano.

Para no repetir el error fatal de Feithgold, Thor se apartó rápidamente de la arena y se


llevó a rastras al inerme escudero. Cuando volvió la mirada a la lucha, tuvo la clara sensación
de que algo iba mal; había algo raro en la forma en que el guerrero McCloud blandía la espada.
De repente, Thor se sintió imbuido de una gran percepción. Miró la espada del guerrero, vio
que la punta estaba suelta y comprendió que iba a utilizarla como arma arrojadiza. En efecto, el
caballero bajó la espada y la punta salió volando, directa al corazón de Erec. En unas décimas
de segundo, se le clavaría en el corazón.

Thor notó un calor en el cuerpo y un cosquilleo como el que había sentido en el bosque
de Darkwood. Todo a su alrededor se enlenteció. Podía ver la punta de la espada atravesando el
aire a cámara lenta, y un extraño calor en el cuerpo. Dio un paso adelante, sintiéndose más
grande que la espada, y le ordenó mentalmente que se detuviera. Era una orden. No quería que
Erec resultara herido, sobre todo a causa de una jugada tan sucia.

—¡No! —gritó. Levantó la mano para detener la punta de la espada. El proyectil se


detuvo en el aire, justo cuando iba a clavarse en el pecho de Erec, y cayó al suelo.
Los dos caballeros se quedaron mirando a Thor, al igual que los reyes y los miles de
espectadores. Todos habían presenciado lo ocurrido y sabían que era extraordinario, que Thor
tenía un poder y que lo había utilizado para salvar a Erec y cambiar el destino del reino.

Thor no sabía qué hacer. Ignoraba lo que había pasado exactamente. Ahora sabía que no
era como los demás, que era diferente. Pero ¿quién era entonces?
Capítulo nueve

Reese, hijo menor del rey y su nuevo compañero, lo cogió del brazo para atravesar la
agitada muchedumbre. Thor no sabía muy bien cómo, pero el caso era que le había salvado la
vida a Erec, y todo el reino se había enterado. Los dos reyes detuvieron los juegos y declararon
una tregua. Los contrincantes se retiraron, y la multitud se levantó enfervorecida. Entonces fue
cuando Reese cogió a Thor del brazo y lo sacó de allí.

Thor no sabía a dónde lo llevaban, no se había repuesto de lo ocurrido. Ni siquiera sabía


cómo había podido cambiar el curso natural de los acontecimientos. Su único deseo era
convertirse en un miembro de la Legión del rey; no pretendía ser el centro de atención. Y ni
siquiera sabía si lo castigarían por interferir en la lucha. Le había salvado la vida a Erec, pero
también se había inmiscuido en un combate real, algo que hasta los caballeros tenían prohibido.
Ignoraba si recibiría un elogio o una reprimenda.

Reese le arrastraba del brazo y Thor le seguía con mansedumbre. La gente lo miraba con
la boca abierta, como si fuera un bicho raro.

—¿Cómo lo has hecho? —le preguntó Reese.


Thor dijo la verdad.
—No lo sé. Quería ayudar… y sucedió.
—Le has salvado la vida a Erec. —Reese movió la cabeza con gesto de incredulidad—.
¿Te das cuenta? Has salvado la vida a nuestro mejor guerrero.
Thor se sintió aliviado. Reese le había caído bien desde el primer momento; le inspiraba
serenidad, porque siempre sabía lo que había que decir. Ahora empezaba a comprender que tal
vez no le castigarían; tal vez le mirarían como a un héroe.

—No pretendía hacer nada —dijo—. Quería impedir que muriera. Lo que hice fue…
natural, no ha sido nada especial.
—¿Nada especial? —repitió Reese—. Yo no hubiera podido hacerlo, y los demás
tampoco.

Llegaron frente al castillo del rey, donde todo era de dimensiones descomunales. Thor se
quedó admirado con las torres, tan altas que arañaban el cielo. La guardia real se alineaba a
ambos lados del camino adoquinado que conducía al puente levadizo. No dejaban entrar a
nadie, pero se apartaron para dejarles pasar.
Reese y Thor recorrieron el camino flanqueados por la guardia real y llegaron a las
enormes puertas en forma de arco, ornadas con gruesos clavos de hierro forjado. Cuatro
soldados las abrieron y les dejaron pasar. A Thor le parecía increíble que lo trataran como si
fuera un miembro de la familia real.

El castillo tenía estancias muy amplias de techos altos y con gruesos muros de piedra.
Las salas rebosaban de cortesanos que iban cuchicheando de un lado a otro, contagiados del
nerviosismo que flotaba en el ambiente. En cuanto Thor entró, lo miraron boquiabiertos,
haciendo que se sintiera abrumado. Mientras seguía a Reese por los pasillos, Thor se dijo que
nunca había visto a tantas personas vestidas con finos ropajes. Un grupo de doncellas
emperifolladas que cuchicheaban entre ellas y no le quitaban los ojos de encima hicieron que se
sonrojara; no sabía si lo admiraban o se burlaban de él. No estaba acostumbrado a ser el centro
de atención. En realidad, apenas sabía cómo comportarse.

—¿Por qué se ríen de mí? —le preguntó a Reese.


El hijo del rey sofocó una carcajada.
—No se ríen de ti. Te admiran. Ahora eres famoso.
—¿Famoso? ¿Qué quieres decir? ¡Si acabo de llegar!
Reese soltó una carcajada y le pasó el brazo sobre los hombros. Encontraba divertido a su
nuevo amigo.
—En la corte las noticias vuelan. No todos los días llega a nuestra ciudad una persona
como tú.
—¿A dónde vamos ahora?
—Mi padre quiere conocerte —dijo Reese, guiándole por un pasillo.
Thor tragó saliva.
—¿Tu padre? ¿Quieres decir… el rey? —Se había puesto nervioso—. ¿Estás seguro?
¿Por qué quiere conocerme?
Reese se rio.
—Claro que estoy seguro. No te pongas nervioso. Solo es mi padre.
—¿Solo tu padre? ¡Es el rey!
—No es tan grave. Tengo la sensación de que será un encuentro agradable. Al fin y al
cabo, le salvaste la vida a Erec.
Thor tragó saliva. Notaba las palmas de las manos sudorosas.

Se abrió otra inmensa puerta y pasaron a una sala de techos altos y abovedados,
profusamente adornados, con ventanas en forma de arco y vitrales de colores. La sala estaba
abarrotada, más incluso que el resto del castillo. Había largas mesas dispuestas para el
banquete, y muchísimos comensales sentados en las banquetas, cenando. Un estrecho pasillo
cubierto con una alfombra roja llevaba hasta la plataforma del trono. Reese y Thor se acercaron
al rey, pero una voz con desagradable tono nasal les interrumpió.
—¿A dónde te crees que lo llevas?
El que así los había interpelado era un joven no mucho mayor que Thor que iba ataviado
con las ropas reales. Era un príncipe, no cabía duda, y les bloqueaba el paso.
—Órdenes de padre —replicó Reese—. Será mejor que te apartes. No querrás
desobedecerle, ¿no?
El príncipe, un joven flaco y antipático que movía los ojos continuamente, no se apartó.
Miraba a Thor como si estuviera oliendo algo putrefacto. A Thor no le gustó nada su aspecto.
—Esta sala no es para la gente del pueblo —dijo el príncipe—. Deberías dejar a la
escoria fuera, donde la has encontrado.

A Thor se le encogió el corazón. No cabía duda de que este joven le odiaba, aunque no
entendía por qué.

—¿Quieres que repita tus palabras a padre?


Reese no pensaba retroceder. Con un gruñido, el príncipe los dejó pasar y se marchó.
—¿Quién era? —preguntó Thor.

—No le hagas caso. Es Gareth, uno de mis hermanos. El mayor…, bueno, no


exactamente, el mayor entre los hijos legítimos. En realidad, el mayor es Kendrick, el que
acabas de conocer en la palestra.
—¿Y por qué me odia Gareth? Ni siquiera me conoce.
—No te preocupes. Gareth detesta a todo el mundo. Y se siente amenazado por
cualquiera que se acerque a su familia. No le hagas caso.

Thor se sintió lleno de agradecimiento hacia Reese, que se estaba comportando como un
auténtico amigo. ¿Por qué?
—¿Por qué me has defendido?
Reese se encogió de hombros.
—Tengo instrucciones de conducirte hasta mi padre. Además, eres mi compañero. Y eres
la primera persona de mi edad en mucho tiempo que me parece digna de atención.
—¿Por qué te parezco digno de atención? —preguntó Thor.
—Por tu espíritu de lucha. Eso no puede fingirse.

Era extraño; como si Reese y él se conocieran de toda la vida, como si fueran hermanos.
Una sensación muy agradable para Thor, que no tenía hermanos, por lo menos hermanos de
verdad.
—No te preocupes, porque mis otros hermanos no son así —dijo Reese. Caminaban
rápidamente, y la gente miraba, intentando ver a Thor—. El mejor de todos es Kendrick, el que
has conocido. Es mi hermanastro, pero lo considero un hermano de verdad, mucho más que
Gareth; incluso como un segundo padre. Y seguro que a ti te pasará lo mismo. Kendrick
siempre está dispuesto a ayudar a los demás. Es el miembro de nuestra familia más querido por
los súbditos. Es una lástima que no pueda ser rey.
—Entonces, ¿tienes más hermanos?
Reese respiró hondo.
—Tengo otro, sí, aunque no estamos muy unidos. Se llama Godfrey, y por desgracia se
pasa los días en la taberna, con gente de lo más vulgar. No es un guerrero, como nosotros. La
guerra no le interesa; en realidad no hay nada que le interese, excepto el alcohol y las mujeres.

Una joven de pelo largo y rojizo, con un vestido blanco de satén festoneado de puntillas,
interceptó su camino, obligándoles a detenerse. Tendría un par de años más que Thor y una piel
preciosa, y los miraba fijamente con unos ojos azules y almendrados en los que ardía un brillo
alegre, lleno de malicia. Thor se quedó tan cautivado que fue incapaz de dar un paso. Le
pareció la joven más bonita que había visto en toda su vida.

La joven sonrió, mostrando una dentadura blanca y perfecta, y esto fue para Thor la
estocada final para entregarle su corazón. Nunca se había sentido tan lleno de vida, pero no era
capaz de hablar, ni de respirar siquiera. Era la primera vez que se sentía así.

—¿No vas a presentarnos? —preguntó la joven a Reese.


Su voz, más dulce incluso que su apariencia, le llegó a Thor al corazón.
Reese suspiró.
—Te presento a mi hermana —dijo sonriendo—. Gwen, este es Thor. Thor, aquí está
Gwen.
La chica hizo una graciosa genuflexión y sonrió.
—¿Cómo estás?
Thor se había quedado como un pasmarote. Gwen soltó una risita.
—No tantas palabras al mismo tiempo, por favor.
Thor se ruborizó y carraspeó.
—Lo… lo siento —dijo—. Me llamo Thor.
Gwen rio.
—Eso ya lo sabía. —Se giró hacia su hermano—. Reese, no cabe duda de que a tu amigo
le cuesta esfuerzo hablar.

—Nuestro padre quiere conocerle —respondió impaciente Reese—. Llegamos tarde.


Thor quería decirle lo guapa que era, lo contento que estaba de haberla conocido; quería
agradecerle que hubiera venido a su encuentro. Pero las palabras se negaban a salir de su boca.
Nunca había estado tan nervioso, y lo único que acertó a decir fue:
—Gracias.
Gwen se rio con más fuerza.
—¿Gracias por qué? —Le brillaban los ojos. Se lo estaba pasando bien.
Thor se sonrojó otra vez.
—Mmm…, no lo sé —balbuceó.
Gwen volvió a reírse. Thor se sentía avergonzado, pero un codazo de Reese le instó a
seguir andando. A los pocos pasos, giró la cabeza y vio que Gwen le miraba. El corazón se le
salía del pecho. Habría querido averiguar todo lo que pudiera acerca de ella, y le fastidiaba
haberse quedado sin palabras. Pero en su aldea nunca había tenido mucho trato con las chicas, y
nunca se había acercado a una joven tan guapa. Nadie le había enseñado qué hacer en esos
casos.
—Mi hermana habla mucho —afirmó Reese—. No le hagas caso.
—¿Cómo se llama? —preguntó Thor.
Reese le miró con extrañeza.
—¡Pero si os acabo de presentar!
—Lo siento…, eh…, se me ha olvidado.
—Se llama Gwendolyn, pero todo el mundo la llama Gwen.
Gwendolyn. Thor se repitió mentalmente el nombre una y otra vez. Gwendolyn. Gwen.
Se preguntó si volvería a verla. Probablemente no, ya que él era un plebeyo, se dijo. Ese
pensamiento le entristeció.

Notó que estaban cerca del rey porque los murmullos de la gente se habían apaciguado.
MacGil, sentado en su trono, con su manto púrpura sobre los hombros y la corona en la cabeza,
desprendía un aire de autoridad.

Reese hincó la rodilla ante él. Thor hizo lo propio. La sala quedó en absoluto silencio,
que solo rompió el grave carraspeo del rey. Su voz de trueno resonó en la sala.

—Thorgrin, de los países bajos de la Provincia Sur del Reino Oeste —empezó—. ¿Eres
consciente de que has interferido en una justa real?
—Lo siento, mi señor —acertó a decir Thor—. No era mi intención.
MacGil se inclinó hacia él y enarcó una ceja.
—¿No era tu intención? ¿Significa eso que no pretendías salvarle la vida a Erec?
Thor se dio cuenta de que se estaba metiendo en un lío. No sabía qué hacer.
—No, mi señor. Claro que quería…
—Entonces, ¿admites que pretendías interferir?
El pulso le latía en las sienes. ¿Qué podía decir?
—Lo siento, mi señor. Solo quería ayudar.
—¿Querías ayudar? —repitió el rey con voz de trueno.
Se recostó en el trono y soltó una carcajada.
—¡Querías ayudar a Erec, nuestro mejor y más afamado guerrero!
Todo el mundo se rio. Thor se sonrojó por enésima vez en un día. ¿Qué podía hacer?
—Ponte de pie y acércate, muchacho —ordenó MacGil.
Soprendentemente, el rey le sonreía.
—Puedo ver la nobleza en tu rostro. No eres un chico corriente, de eso no cabe duda.
MacGil se aclaró la garganta.

—Erec es nuestro caballero más amado. Hoy has hecho algo muy grande, muy
importante para todos. Y en agradecimiento te considero un miembro de mi familia, digno del
mismo respeto y honores que cualquiera de mis hijos. —Se recostó en el trono y clamó—: ¡Que
así sea!

El público empezó a vitorear y a dar patadas en el suelo. Thor miraba a su alrededor sin
saber qué hacer. Nunca, ni en sus más atrevidos sueños, había pensado que sería miembro de la
familia real. Él solo quería entrar en la Legión. Estaba henchido de felicidad y de
agradecimiento, y no sabía cómo expresarlo.

Y mientras pensaba cómo dar las gracias, todo el mundo empezó a cantar y a bailar a su
alrededor. La sala se convirtió en un auténtico caos. Vio que el rey le miraba con aprecio, y que
de verdad le había hecho un sitio en su corazón, aunque él no supiera por qué. Thor nunca había
sentido el amor de un padre, y ahora no solo había un padre que le quería, sino que además era
el rey. Su mundo había cambiado totalmente de un día para otro, y rezaba para que no fuera un
sueño.

Gwendolyn se abría paso entre la multitud. Iba deprisa porque quería llegar hasta el chico
antes de que lo sacaran de la corte. Thor. El corazón se le aceleraba cuando pensaba en él, y se
repetía mentalmente su nombre una y otra vez. Era más joven que ella, pero solo un año o dos;
además, tenía algo que le hacía parecer mayor, más maduro que los de su edad, más profundo.
Desde el primer momento, le pareció que ya se conocían. Sonrió para sus adentros al recordar
lo nervioso que se había puesto Thor. No le cabía duda de que el chico sentía lo mismo que ella.

Claro que todavía no conocía a Thor, pero ya había presenciado su hazaña en la palestra,
y el aprecio que le tenía su hermano. Gwen había observado atentamente al nuevo escudero y
comprendía que tenía algo especial. El encuentro se lo había confirmado. Thor era distinto a las
personas nacidas y criadas en la corte; su autenticidad resultaba refrescante. Era un extranjero,
un plebeyo, y sin embargo tenía un porte aristocrático. Parecía demasiado orgulloso para su
origen.

Consiguió abrirse paso hasta un extremo del anfiteatro del piso superior y miró hacia
abajo, donde estaba la corte real. Vio que Thor salía de la sala escoltado por Reese, y supuso
que se dirigían a los barracones, donde se entrenaba con los demás chicos. Sintió un acceso de
preocupación. ¿Cómo podría verlo otra vez?
Tenía que averiguar más cosas de este chico. Tenía que informarse, y para ello no le
quedaba más remedio que hablar con la mujer que sabía todo lo que ocurría en el reino: su
madre.
Gwen atravesó de nuevo la multitud para internarse en los intrincados pasillos de la parte
trasera del castillo, que conocía de memoria. Había sido un día lleno de acontecimientos, y se
sentía un poco mareada. Primero, la reunión con su padre y el sorprendente anuncio de que
quería que ella reinara. Esto la cogió totalmente por sorpresa, nunca en la vida se había
planteado tal posibilidad. No se lo creía. ¿Cómo iba ella a decidir sobre los asuntos del reino?
Apartó la idea de su mente. Ojalá nunca llegara el momento. Al fin y al cabo, su padre era un
hombre fuerte y sano; ella quería que viviera, que estuviera a su lado, que fuera feliz.

De todas formas, Gwen no podía apartar la reunión de su mente. Cuando llegara el día,
fuera cuando fuese, ella sería la próxima, la que sucedería al rey. Esto la aterraba, y al mismo
tiempo le otorgaba una sensación de importancia y de confianza en sí misma como nunca había
sentido. Su padre la había considerado adecuada para reinar, la más sabia. Gwen se preguntó
por qué.

Por otra parte, la decisión de su padre de elegirla a ella, una chica, despertaría envidias y
resentimientos. Había notado la rabia de su hermano Gareth, y esto le daba miedo. Su hermano
podía ser muy manipulador, y no perdonaba; no se detendría ante nada hasta lograr lo que
quería. Gwen detestaba tenerlo como adversario. Había intentado hablar con él después de la
reunión, pero Gareth ni la había mirado.

El eco de sus zapatos contra la piedra resonó en el hueco de la escalera de caracol. La


princesa bajó a toda prisa, giró por un pasillo, cruzó la capilla trasera, pasó por otra puerta y
delante de varios guardias y llegó a las estancias privadas del castillo. Tenía que hablar con su
madre y sabía que la encontraría descansando; la había visto retirarse discretamente de la fiesta.
La reina ya no soportaba esos actos sociales tan largos, y en cuanto podía se retiraba a sus
habitaciones.

Pasó ante otro guardia, entró en otro vestíbulo y se detuvo finalmente ante la puerta que
daba a la habitación de su madre. Iba a abrir la puerta, cuando algo la detuvo, unas voces
airadas, una discusión. Gwen acercó la oreja a la puerta y distinguió la voz de su padre. Sus
padres estaban enfadados, pero ¿por qué? Sabía perfectamente que no debía escuchar, pero fue
incapaz de resistirlo. Abrió un poco la puerta y se quedó en silencio.

—¡No permitiré que viva en mi casa! —La reina habló en tono cortante.
—Lo estás juzgando sin conocer toda la historia.
—Claro que la conozco —replicó su madre—. Y no quiero hablar más del tema.
A Gwen le sorprendió la ira que destilaba la voz de su madre. Pocas veces había visto
pelearse a sus padres, y desde luego nunca había oído a la reina tan furiosa. No entendía qué
podía enfadarla tanto.
—Se quedará en los barracones con los demás. No quiero tenerlo bajo mi techo.
¿Entendido?
—El castillo es grande —replicó el rey—. Ni siquiera notarás su presencia.
—No me importa si la noto o no. No lo quiero aquí. El chico es tu problema. Tú eres el
que has querido traerlo.
—Tú tampoco eres totalmente inocente.
Gwen oyó que su padre atravesaba la habitación, abría la puerta del otro lado y salía
dando un portazo. Su madre se quedó de pie en medio de la habitación y se echó a llorar.
La princesa se sintió fatal. No sabía qué hacer. Habría sido preferible marcharse sin hacer
ruido, pero no podía soportar dejar a su madre llorando de esa manera. Tampoco entendía por
qué se habían peleado. Al parecer, habían discutido a causa de Thor. ¿Por qué? Había mucha
gente en el castillo. ¿Qué podía importarle a su madre la presencia de Thor?
No podía dejar a su madre así; no podía marcharse sin más. Empujó suavemente la
puerta, y el crujido de la madera sobresaltó a su madre.
—¿No sabes llamar a la puerta? —le preguntó enfadada.
Gwen se sintió fatal al verla tan alterada.
—¿Qué sucede, madre? —preguntó con ternura—. No quería fisgonear, pero no he
podido evitar oír que discutías con mi padre.
—Tienes razón, no deberías fisgonear.
A Gwen le sorprendió la respuesta. La reina podía tener mal carácter, pero no solía
comportarse así. Se detuvo a unos metros, sin osar acercarse.
La reina apartó la cara y se secó una lágrima.
—No entiendo —dijo Gwen—. ¿Por qué te molesta que el chico viva aquí?
—Mis asuntos no te incumben —respondió su madre con frialdad. Estaba claro que no
quería hablar del tema—. ¿Qué querías? ¿Para qué has venido?
Gwen estaba nerviosa. Quería preguntarle a su madre todo lo que sabía sobre Thor, pero
había elegido el peor momento. Carraspeó, sin saber qué decir.
—En realidad… quería preguntarte por él. ¿Qué sabes de ese chico?
Su madre la miró muy seria, con ojos entrecerrados.
—¿Por qué lo preguntas?
Gwen comprendió que intentaba leer su pensamiento, averiguar si Thor le gustaba. Sería
inútil intentar ocultar sus sentimientos.
—Curiosidad… —dijo, sin convencimiento.
La reina se acercó a ella, la agarró con fuerza de los hombros y la obligó a mirarla a la
cara.
—Escúchame bien —siseó—. Te lo diré solo una vez. Apártate de ese chico, ¿me oyes?
No te acerques a él bajo ninguna circunstancia.
Gwen se quedó estupefacta.
—Pero ¿por qué? Es un héroe.
—No es uno de nosotros —dijo su madre—. Pese a lo que pueda creer tu padre, yo no
quiero que te acerques a él. ¿Me oyes? Júramelo. Quiero que me lo jures ahora mismo.
—No pienso jurarlo. —Gwen intentó zafarse de la mano de hierro de su madre.
—Él es un plebeyo y tú eres una princesa —gritó la reina—. Una princesa, ¿entiendes?
Si me entero de que te acercas a él, haré que lo expulsen del reino. ¿Has oído?
Gwen estaba demasiado abrumada para responder. Nunca había visto a su madre tan
furiosa. Reunió todo su valor para que no le temblara la voz.
—No me digas lo que tengo que hacer, madre.
Intentó que no se le notara, pero interiormente temblaba. Había llegado dispuesta a
enterarse de todo, y ahora estaba aterrada. No entendía nada.
—Haz lo que quieras —dijo su madre—, pero el destino de este chico está en tus manos.
No lo olvides.
Dicho esto, salió de la habitación dando un portazo. Gwen se quedó triste y preocupada.
¿Por qué este tema alteraba tanto a sus padres? ¿Quién era ese chico?
Capítulo diez

Sentado en un extremo de la larga mesa en la sala del banquete, MacGil contemplaba a


sus súbditos. En el otro extremo se sentaba McCloud, y entre los dos monarcas había centenares
de hombres de ambos reinos. Tras horas de fiesta y celebraciones, las tensiones que habían
asomado en el torneo empezaban a remitir. MacGil siempre había sabido que los hombres solo
necesitan vino, carne y mujeres para olvidar sus diferencias. Y allí estaban todos juntos, como
si fueran compañeros de armas. Al verlos nadie diría que pertenecían a clanes rivales.

El rey estaba satisfecho: su plan maestro había funcionado, y los dos clanes parecían más
unidos. Había conseguido lo que una larga serie de reyes MacGil no logró: unir a las dos partes
del Anillo, de modo que fueran, si no amigos, por lo menos buenos vecinos. Su hija Luanda
parecía contenta del brazo de su esposo, el príncipe McCloud. Esto hizo que MacGil se sintiera
mejor. Tal vez había entregado a su hija, pero por lo menos le había dado un reino.

Recordó el esfuerzo que había supuesto planificar este evento, las largas discusiones con
sus consejeros, contrarios al matrimonio de Luanda con el príncipe McCloud. Pero MacGil
había insistido. Sabía que la paz no sería fácil, que en cuanto los McCloud volvieran a su reino
al otro lado de la Cordillera se olvidarían de la boda y volverían a las andadas. No era tan
ingenuo. Pero ahora había un vínculo de sangre entre los clanes, y esto era importante, sobre
todo si de la unión nacía un niño. Y si este niño, hijo de las dos partes del Anillo, crecía y
llegaba a reinar, tal vez la Cordillera dejaría de ser una frontera y el Anillo se convertiría en una
sola tierra. Este era el sueño de MacGil, no para él, sino para sus descendientes. Era preciso que
el Anillo estuviera unido para proteger el Cañón y rechazar a las hordas salvajes del mundo
exterior. Mientras los clanes estuvieran enfrentados, presentarían una apariencia de debilidad.

—¡Brindemos! —gritó el rey MacGil, poniéndose en pie.

Los hombres se levantaron y alzaron sus copas en medio de un solemne silencio.


—¡Por la boda de mi hija mayor! ¡Por la unión de los MacGil y los McCloud! ¡Por que
reine la paz en el Anillo!

—¡Así sea! ¡Así sea! —corearon todos, y sellaron el brindis con un trago. La sala se
llenó otra vez de risas y de jolgorio.

MacGil buscó a sus hijos con la mirada. Allí estaba Godfrey bebiendo a grandes tragos,
por supuesto, sentado entre dos chicas y rodeado de los bribones de sus amigos. Era la primera
vez que accedía de buen grado a participar en un evento real.
Vio que Gareth estaba demasiado cerca de Firth, su amante, que le susurraba algo al
oído. Por las miradas inquietas que lanzaba, comprendió que su hijo estaba tramando algo. La
idea le disgustó tanto que apartó la mirada. Al otro lado de la sala, sentado con los escuderos y
con el nuevo chico, Thor, estaba Reese, su hijo menor. MacGil ya consideraba a Thor como un
hijo, y le alegró ver que Reese había hecho buenas migas con él.

Buscó con la mirada a su hija menor, Gwendolyn. Estaba sentada con sus doncellas y
parecía pasarlo bien, pero no apartaba los ojos de Thor. No cabía duda de que estaba
embelesada. Esto era algo que el rey no había previsto. Y esto traería problemas, sobre todo con
su esposa.

—Las cosas no siempre son lo que parecen —dijo una voz.


Argon se había sentado a su lado y contemplaba el banquete.
—¿Qué opinas? —le preguntó MacGil—. ¿Crees que habrá paz en el reino?
—La paz nunca es estática —dijo Argon—. Se acerca y se aleja, como las olas. Lo que
tenéis delante es apariencia. Solo veis una parte. Estáis intentando poner paz en un
enfrentamiento muy antiguo que ha costado siglos de derramamiento de sangre. Pero los
espíritus de los muertos exigen venganza. Y esto no se borra con un matrimonio concertado.

Las palabras de Argon solían alterar a MacGil, que tuvo que beber un trago de su copa
para calmarse.
—¿Por qué lo dices?
Argon miró al rey tan fijamente que le asustó de verdad.
—Estallará la guerra. Los McCloud atacarán. Debéis estar preparado. Estos invitados que
veis aquí comiendo no tardarán en intentar matar a vuestra familia.
MacGil tragó saliva.
—¿Me he equivocado al entregarles a mi hija?
Argon guardó silencio unos instantes.
—No necesariamente —dijo, y miró hacia otro lado.

El druida no quería hablar más del asunto. Esto disgustó a MacGil, porque le hubiera
querido preguntar muchas cosas, pero sabía que Argon no le contestaría hasta que no estuviera
preparado. El druida tenía la mirada clavada en Gwen, y ella miraba a Thor.

—¿Crees que llegarán a estar juntos? —preguntó con curiosidad el rey.


—Es posible —dijo Argon—. Todavía hay muchas cosas por decidir.
—Hablas con acertijos.
Argon se encogió de hombros. MacGil no podría sonsacarle ni una palabra más.
—¿Has visto lo que ha pasado en la palestra? ¿Has visto lo que ha hecho el chico?
—Lo vi antes de que ocurriera —dijo Argon.
—¿Cuál es tu conclusión? ¿De dónde ha sacado estos poderes? ¿Es como tú?
Argon miró al rey con tanta fijeza que casi le obligó a apartar la vista.
—Es mucho más poderoso que yo.
MacGil se quedó boquiabierto. Era la primera vez que el druida decía algo semejante.
—¿Más poderoso que tú? Eres el mago del rey, no hay nadie más poderoso que tú en
todo el reino.
Argon se encogió de hombros.
—El poder puede adoptar muchas formas —dijo—. El chico tiene poderes mayores de
los que imagináis, poderes que ni él mismo conoce. No tiene ni idea de quién es, ni de dónde
viene.
Volvió la mirada hacia el rey.
—Pero vos lo sabéis.
MacGil se quedó pensativo.
—¿Dices que lo sé? Dímelo. Necesito saberlo.
Argon negó con la cabeza.
—Buscad dentro de vos. Vuestro corazón os lo dirá.
—¿Qué será de él?
—Se convertirá en un gran líder, en un gran guerrero. Reinará por derecho propio sobre
reinos más grandes que el vuestro. Y será mejor monarca que vos. Es su destino.

Durante unos instantes, MacGil sintió que le corroía la envidia. Miró al chico, que reía
inocentemente con su hijo. El joven príncipe y el flacucho extranjero estaban sentados a la
mesa de los escuderos, con los plebeyos. Al rey le resultaba difícil creer en las palabras de
Argon. Aquel joven ni siquiera parecía apto para entrar en la Legión. Por un momento se
preguntó si el druida no estaría equivocado. Sin embargo, Argon no había errado nunca, y
nunca anunciaba algo sin una razón.

—¿Por qué me cuentas esto? —preguntó MacGil.


Argon le miró fijamente.
—Tenéis que prepararos. El chico necesita que le enseñen. Tiene que recibir la mejor
instrucción posible. Es vuestra responsabilidad.
—¿La mía? ¿Y qué pasa con su padre?
—¿Qué pasa con él? —preguntó Argon.
Capítulo once

Cuando abrió los ojos, Thor no tenía ni idea de dónde estaba. Se descubrió tendido de
lado en el suelo, sobre un montón de heno, con los brazos por encima de la cabeza. En cuanto
intentó moverse notó una intensa jaqueca justo detrás de los ojos. Recordó que la noche anterior
había probado la cerveza en la fiesta del rey, y se prometió que no bebería nunca más. Todo le
daba vueltas y notaba la garganta seca.

Comprendió que se encontraba en los barracones de la Legión; unos cincuenta chicos


dormían sobre las camas de heno, y muchos de ellos roncaban. Al otro lado estaba Reese,
durmiendo como un tronco. Thor recordó vagamente que ya de madrugada Reese le enseñó el
camino y que él se tumbó sobre el heno. La luz del sol entraba por las ventanas abiertas, pero al
parecer Thor había sido el primero en despertarse. Había dormido con la ropa puesta, y al
pasarse la mano por el cabello se dio cuenta de que tampoco se había lavado. Habría dado
cualquier cosa por un baño, pero no sabía dónde encontrarlo. También le habría gustado beber
un gran vaso de agua. Estaba sediento, y —a juzgar por los rugidos de su estómago— muy
hambriento.

Pero se sentía feliz. Todo era nuevo para él. Apenas sabía dónde se encontraba ni qué
pasaría el próximo minuto; no sabía qué programa seguían los miembros de la Legión del rey.
Tenía que reconocer que había pasado una noche maravillosa, la mejor de su vida. Había
encontrado un buen amigo en Reese, y en un par de ocasiones vio a Gwen mirándole. Intentó
hablar con ella en dos ocasiones, y las dos veces se echó para atrás. Ahora lo lamentaba. El
problema era que había mucha gente; de haber estado los dos solos, se habría atrevido a
abordarla. ¿Se le presentaría otra oportunidad? Estaba perdido en estos pensamientos cuando
oyó que llamaban a la puerta de madera y la abrieron, dejando que entrara la luz.

—En pie, escuderos —dijo una voz.

Doce miembros de la Plata vestidos con cota de malla entraron en el barracón y


empezaron a golpear la madera con varas de metal, haciendo un ruido tan ensordecedor que
todos se apresuraron a ponerse en pie. El jefe del grupo era un soldado de aspecto feroz, calvo y
de hombros anchos, con una cicatriz que le atravesaba la mejilla y barba recortada. Thor
reconoció a Kolk.

El oficial parecía enfadado con Thor. Le señaló con el dedo.


—¡Eh, chico! He dicho que te pusieras de pie.
Thor no entendía nada.
—Pero ya estoy de pie, señor.
Kolk se acercó y le abofeteó con la palma y el dorso de la mano delante de todos. Thor
hervía de indignación.

—¡No vuelvas a replicar a tu superior! —ordenó Kolk.


Sin darle tiempo a responder, los hombres empezaron a pasearse por el recinto poniendo
a los chicos de pie y golpeando en las costillas a los que no eran lo bastante rápidos. Thor oyó
una voz que le hablaba en tono tranquilizador. Reese estaba a su lado.

—No te preocupes. No tienen nada contra ti. Lo hacen así para doblegarnos.
—Pero a ti no te han hecho nada.
—Conmigo no lo harán porque soy hijo del rey, pero tampoco es que me traten
amablemente. Quieren que estemos en forma, y piensan que esto nos endurecerá. No les hagas
demasiado caso.

Salieron al exterior, y la luz obligó a Thor a guiñar los ojos y a protegerse con la mano.
Una oleada de náuseas le hizo doblarse en dos y vomitar. Oyó risitas a su alrededor. Un guardia
le dio un empujón. Thor trastabilló y se colocó con los demás, mientras se limpiaba la boca con
el dorso de la mano. Se encontraba fatal. Reese, a su lado, sonreía.

—Has pasado mala noche, ¿verdad? —le preguntó con una amplia sonrisa, y le dio un
codazo en las costillas—. Ya te dije que no bebieras tanto.

El día se anunciaba caluroso. Thor notaba gotas de sudor en la frente, y la luz, más
intensa que nunca, le hería los ojos. Intentó hacer memoria sobre las palabras de Reese la noche
anterior, pero no recordó nada.

—No recuerdo que me dijeras que parara de beber.


La sonrisa de Reese se hizo más amplia.
—Porque no me escuchabas. De eso me quejo.
Soltó una carcajada.
—En cuanto a esos intentos de hablar con mi hermana, fueron patéticos —dijo—. No
creo haber visto un chico al que le asustara tanto hablar con una chica.
Thor se sonrojó. Pero no se acordaba de nada. La noche anterior era una nebulosa.
—Espero que no te hayas molestado —dijo.
—No puedes molestarme. Estaría encantado de que mi hermana te eligiera.
El grupo inició la ascensión a una colina. El sol parecía calentar más a cada paso.
—Debo advertirte que todos los jóvenes del reino la pretenden. Las probabilidades de
que te elija a ti…, bueno, digamos que son remotas.
Ahora iban a buena marcha por las verdes lomas de la Corte del Rey. Thor estaba más
tranquilo. Se sentía aceptado por Reese. Por extraño que pareciera, sentía a Reese como un
hermano. Por el rabillo del ojo vio a sus tres verdaderos hermanos que caminaban a poca
distancia. Uno de ellos le dirigió una mirada ceñuda y le dio un codazo al hermano que tenía
más cerca, que le dedicó a Thor una sonrisita burlona. Hicieron un gesto con la cabeza y
siguieron andando, sin tener siquiera una palabra amable. Claro que Thor no lo esperaba de
ellos.
—¡En fila, Legión!
Los caballeros de la Plata empujaban a los cincuenta chicos para que se pusieran en
formación, en doble fila. Uno de los caballeros se acercó por detrás y golpeó al chico que estaba
delante de Thor con una larga caña de bambú. El chico gritó y se colocó en la fila. Pronto dos
perfectas hileras de reclutas marchaban por la Corte del Rey.

—¡Cuando avanzáis hacia la batalla, tenéis que ir todos a una! —Kolk se paseaba entre
las filas, poniendo orden—. Esto no es vuestro jardín. ¡Es un desfile militar!

Desfilaron y desfilaron, sudando bajo un sol implacable. Thor se preguntó a dónde los
llevaban. ¿No les darían desayuno, o algo para beber? Por enésima vez, maldijo las cervezas de
la noche anterior. Finalmente, atravesaron una puerta de piedra, salieron del recinto amurallado
y llegaron a una suerte de anfiteatro que debía de ser el lugar de instrucción de los reclutas.

Thor se sintió más animado en cuanto vio las dianas de distinto tamaño, dispuestas para
probar puntería con lanzas y piedras, así como las pilas de heno para entrenarse con la espada.
Se moría de ganas de entrar y empezar la instrucción. Sin embargo, nada más entrar se vio
separado del resto y empujado hacia un grupo de chicos de su misma edad y tamaño. Reese se
había quedado con los demás, al otro lado del campo.

—¿Pensabais que ibais a entrenar? —preguntó Kolk en tono burlón. Los había obligado a
alejarse de las dianas y del resto de los reclutas—. Hoy trabajaréis con los caballos.

Los condujeron al extremo opuesto del campo, donde pastaban y correteaban unos
caballos.
—Mientras los demás arrojan lanzas y blanden las espadas, vosotros cuidaréis de los
caballos y limpiaréis la mierda. Todos tenemos que empezar por algo. Bienvenidos a la Legión.
—Kolk les dirigió una sonrisa maliciosa.

A Thor se le cayó el alma a los pies. No era esto lo que había imaginado. Kolk se puso a
su lado y le habló de cerca.

—¿Te creías especial, chico? Me importa muy poco que el rey y su hijo te tengan
simpatía. Ahora estás bajo mis órdenes. ¿Me has oído? No me importa el truco que hayas hecho
en la palestra. Para mí no eres más que otro chico, ¿entendido?

Thor tragó saliva. Estaba claro que Kolk quería someterlo. Su tiempo de instrucción sería
largo y duro. Para empeorar las cosas, en cuanto Kolk se fue a torturar a otro, el chico que
estaba delante de Thor —bajito y fuerte, con la nariz chata— le miró con una mueca de desdén.

—No deberías estar aquí —le dijo—. Has hecho trampa. No te eligieron, no eres de los
nuestros. No nos caes bien.
Su compañero también volvió la cabeza hacia Thor.
—Haremos lo posible para que te vayas de aquí —dijo—. Si es difícil entrar, quedarse lo
es mucho más.
A Thor le dolió aquella muestra de odio. No entendía que ya tuviera enemigos. ¿Qué
había hecho para merecerlos? Solo había querido entrar en la Legión.
—¿Por qué no le dejáis en paz?
Un chico flaco y pecoso, de pelo rojo y ojos verdes, salió en su defensa.
—Vosotros tampoco sois tan especiales. Estáis recogiendo mierda igual que los demás.
¿Por qué no os metéis con otros?
—No te metas donde no te llaman, lacayo —replicó uno de los chicos—, si no quieres
que te hagamos la vida imposible.
—Haced la prueba —dijo el pelirrojo sin inmutarse.
En aquel momento intervino Kolk y le dio una colleja a uno de los chicos.
—¡Mantén el pico cerrado hasta que yo te lo diga!
Afortunadamente, los dos se alejaron sin decir nada. Thor no sabía cómo agradecérselo al
pelirrojo.
—Muchas gracias —le dijo.
El pelirrojo le sonrió.
—Me llamo O’Connor. Te estrecharía la mano, pero me ganaría un bofetón, así que
tómatelo como un apretón de manos invisible.
A Thor le cayó bien de inmediato.
—No les hagas caso —continuó O’Connor—. Están asustados, como todos. Ninguno de
nosotros sabía a ciencia cierta dónde se metía.
Ya habían llegado al campo donde trotaban y caracoleaban seis caballos.
Kolk empezó a ladrar órdenes.
—¡Tomad las riendas! Tenéis que cogerlos con firmeza y hacerles dar vueltas al ruedo
hasta amansarlos. ¡Ahora!
Thor quiso coger las riendas que el animal llevaba colgando de la boca, pero retrocedió
asustado cuando el caballo se puso a hacer cabriolas y casi le dio una coz. Entonces recibió un
coscorrón en la cabeza. Era Kolk. Ojalá pudiera devolverle el golpe.
—Ahora eres un miembro de la Legión. No retrocedas nunca; ningún animal, ningún
hombre puede hacer que te eches atrás. ¡Coge esas malditas riendas!

Thor hizo acopio de valor, dio un paso adelante y agarró las riendas. El caballo tiraba y
se resistía, pero Thor logró mantenerlo sujeto y le obligó a dar vueltas alrededor del ruedo.
—Dicen que luego es más fácil.
O’Connor estaba a su lado y le sonreía.
—Quieren quebrar nuestra voluntad, ¿sabes?

El caballo de Thor se detuvo de repente y se negó a seguir. Era inútil que Thor tirara de
las riendas. De repente, le llegó una peste a las narices: el caballo estaba produciendo una
auténtica montaña de estiércol, como si nunca fuera a parar.

Kolk le puso a Thor una pala en las manos.


—¡Recoge eso! —ordenó, con una sonrisa.
Capítulo doce

En el abarrotado mercado de la Corte del Rey, Gareth fingía que examinaba el género de
un puesto de frutas con la cabeza gacha, para pasar desapercibido. Pese al sol del mediodía,
llevaba abrigo y sudaba profusamente. Siempre intentaba evitar esas calles que apestaban a
plebe, atestadas de gentes que comerciaban, regateaban y se empujaban. Firth se encontraba a
pocos metros, en un oscuro callejón, haciendo lo que tenía que hacer.

Gareth estaba de espaldas a él, pero a una distancia que le permitía seguir la
conversación. Firth le había hablado de un mercenario que estaba dispuesto a venderle un
frasco de veneno. Gareth quería algo fuerte, algo efectivo. No podía correr riesgos; su propia
vida estaba en juego.

Le había encargado la tarea a Firth, porque no era el tipo de producto que se puede
comprar en una farmacia. Las investigaciones en el mercado negro llevaron a Firth hasta ese
tipo desaliñado con el que hablaba en el callejón. Gareth había insistido en estar presente en la
transacción; quería asegurarse de que todo iba bien, de que no le timaban con la poción.
Además, no confiaba en la habilidad de Firth; había cosas de las que era mejor ocuparse
personalmente.

El traficante les hizo esperar media hora. Gareth tuvo que aguantar los empujones de la
gente mientras rogaba que no le reconocieran. Aunque bastaría con que no lo vieran en el
callejón; si alguien le reconocía, se limitaría a alejarse de allí.

—¿Dónde está el frasco? —preguntó Firth.


Gareth movió ligeramente la cabeza y atisbó por debajo de la capucha. El traficante era
un hombre flaco, de mejillas hundidas que recordaba a una rata. Clavaba en Firth unos grandes
ojos negros donde brillaba una chispa de maldad.

—¿Dónde está el dinero? —contestó.


Gareth esperaba que su amigo supiera manejar la situación, porque metía la pata a
menudo. Firth se mantuvo firme.
—Te daré el dinero cuando me entregues el frasco.
Muy bien, pensó Gareth. Estaba impresionado.
—Dame ahora la mitad del dinero y te diré dónde está el frasco.
—¿Cómo? —preguntó Firth asombrado—. Me dijiste que traerías el frasco.
—Dije que lo tendría preparado, no que lo traería. ¿Me tomas por tonto? Hay espías por
todas partes. No sé lo que pretendes, pero te aseguro que es un asunto muy serio. ¿Para qué
quiere alguien un frasco de veneno?

Firth no replicó. Le habían cogido desprevenido. Finalmente se oyó un tintineo de


monedas. Gareth vio por el rabillo del ojo cómo Firth ponía en la mano del traficante una bolsa
de monedas de oro. Esperó lo que parecía una eternidad, cada vez más preocupado. Finalmente
oyó al hombre explicando el camino.

—Tienes que ir a Blackwood, y a cinco kilómetros tomas el desvío de la derecha, que


sube a la colina. Una vez arriba, tomas el desvío de la izquierda y entrarás en el bosque más
oscuro que has visto jamás. Luego llegas a un pequeño claro donde vive la bruja que te ha
preparado el frasco.

Firth se disponía a marcharse cuando el hombre le agarró de la camisa.


—No hay suficiente dinero —gruñó.
Gareth miró por el rabillo del ojo. Al ver la expresión de pánico de Firth se dijo que no
debería haberle encargado la tarea; no estaba preparado. Y ahora el traficante quería
aprovecharse de él.
—Te he dado lo que me habías pedido —protestó Firth con una voz tan chillona que
parecía afeminado. Esto envalentonó al individuo.
—Ahora quiero más —dijo con una sonrisa malvada.

Firth se quedó pasmado y miró directamente a Gareth, implorando ayuda. ¿Cómo podía
ser tan estúpido? El príncipe se apartó de inmediato, esperando que nadie hubiera notado su
presencia. Intentó comportarse como un plebeyo en el mercado, pero el corazón se le había
acelerado, y ya no oía la conversación a sus espaldas.

Por favor, que no se acerque, pidió mentalmente. Haré lo que sea, abandonaré la
conspiración.

Una mano áspera y fuerte le palmeó la espalda. Gareth giró sobre los talones y se
encontró frente a aquel tarado, que lo miraba con sus ojos inexpresivos.

—No me habías dicho que tenías un socio —gruñó el traficante—. ¿O acaso es un espía?
Le subió a Gareth la capucha que le tapaba el rostro y abrió los ojos como platos al ver
quién era.
—El príncipe —murmuró—. ¿Qué hacéis aquí?
Esbozó una sonrisita de satisfacción. Acababa de sumar dos y dos. Era más listo de lo
que Gareth imaginaba.
—Ya veo. El frasco es para vos, ¿no? Queréis envenenar a alguien. La cuestión es a
quién…
Gareth se ruborizó. El hombre era demasiado sagaz. Su mundo podía desmoronarse en
un instante. Firth la había fastidiado. Si el traficante lo delataba, Gareth podía acabar
sentenciado a muerte.

—A vuestro padre, tal vez —dijo el tipo, con ojos brillantes de emoción—. Estoy en lo
cierto, ¿no? Vuestro padre no os eligió, y ahora planeáis su muerte.
Ya era suficiente. Gareth no dudó un instante. Sacó la daga que llevaba bajo el abrigo y
se la clavó en el pecho, al tiempo que lo agarraba por el jubón y lo acercaba hasta olerle el
fétido aliento. Con la mano libre, le tapó la boca para que no gritara. La mano se le llenó de
sangre. Firth ahogó un grito de horror.

Gareth sostuvo al hombre de pie hasta que se desplomó en sus brazos y lo dejó caer al
suelo. Afortunadamente, nadie parecía haberse dado cuenta de nada. Gareth se quitó el abrigo y
tapó el cadáver.

—Lo siento, lo siento —repetía Firth en tono agudo y lastimero, como una niñita—.
¿Estás bien? ¿Estás bien?
Gareth le abofeteó.
—Cállate. Salgamos de aquí —susurró.
Entonces se dio cuenta de que había olvidado algo. Volvió sobre sus pasos, cogió el
saquito de monedas que tenía el hombre en la mano y se lo metió bajo el cinturón.
El traficante ya no iba a necesitarlo.
Capítulo trece

A pesar del calor, Gareth no se quitó la capucha cuando entró con Firth en el bosque. Por
increíble que pareciera, le estaba pasando justamente lo que había querido evitar. Cualquiera
sabía con quién habría hablado ese hombre, pensó. Ahora había un cadáver y una pista.
Caminaba rápido, dejando a Firth atrás.

—Lo siento. —Firth corrió para alcanzarle, pero Gareth apretó el paso.
—Lo que has hecho ha sido una estupidez, una debilidad; ¿cómo se te ocurrió mirar en
mi dirección?
—No quería, en serio. Me pidió más dinero y no sabía qué hacer.
Firth tenía razón: no era una situación fácil. Aquel tipo avaricioso había cambiado las
reglas del juego. Gareth no lamentaba haberlo matado, solo rogaba que no hubiera testigos. Un
juicio era lo último que necesitaba. Cuando su padre muriera envenenado, se llevaría a cabo una
profunda investigación, y Gareth no podía permitirse que recayera sobre él la menor sombra de
sospecha.

Llegaron a Blackwood, un bosque que Gareth detestaba. Los altísimos eucaliptus


impedían que entrara la luz, y a pesar de que brillaba un sol espléndido, dentro reinaba una
oscuridad acorde con su estado de ánimo. Siguió las indicaciones que le había dado el
traficante, confiando en que le hubiera dicho la verdad. Podía tratarse de un engaño, o de una
emboscada para robarles el dinero.

Ahora lamentaba haber confiado en Firth. Ojalá se hubiera ocupado personalmente, como
siempre.

—Esperemos que este camino nos lleve hasta la bruja —dijo con sarcasmo—. Y que
tenga el frasco de veneno.

Se sintió un poco más tranquilo cuando llegaron a un desvío que encajaba con la
descripción que les había dado el hombre. Subieron por la colina y encontraron otro desvío. Las
indicaciones eran correctas. Se encontraban en una parte muy oscura del bosque, con una
vegetación tan espesa y enmarañada que parecía de noche y hacía frío.

Gareth no podía creer que fuera de día; un escalofrío le recorrió la espalda. Estaba
pensando seriamente en dar media vuelta y marcharse cuando vieron un claro iluminado por un
rayo de sol que se abría paso entre los árboles. En el centro del claro había una casita de piedra.
La casa de la bruja.
Un poco nervioso, Gareth miró a su alrededor. Todavía no estaba seguro de que no fuera
una trampa.
—¿Has visto? El tipo decía la verdad —exclamó Firth.
—Eso no significa nada —respondió cortante Gareth—. Quédate fuera y vigila. Llama a
la puerta si llega alguien. Y mantén la boca cerrada.
La casita tenía una gruesa puerta de madera en arco, pero Gareth no se molestó en llamar
con los nudillos, sino que cogió la manilla de hierro y empujó hacia dentro. Luego cerró la
puerta.
El interior, de una sola estancia, estaba oscuro. No había ni una ventana, y la única luz
provenía de unas cuantas velas dispersas. Gareth se sintió inmediatamente inmerso en una
energía malvada. El silencio le ponía la carne de gallina. Se preparó para hacer frente a
cualquier cosa.
Distinguió un movimiento entre las sombras, y luego el sonido de unos pasos
renqueantes. Una andrajosa anciana se acercó con una vela en la mano. Tenía el rostro arrugado
y lleno de verrugas, y parecía más vieja que los nudosos árboles que rodeaban la casa.
—Lleváis capucha incluso en esta oscuridad —dijo con una siniestra sonrisa. Su voz
sonaba tan quebradiza como la madera seca—. Vuestra misión no es inocente.
—Vengo a buscar un frasco —se apresuró a decir Gareth. Intentó hablar con aplomo,
pero no pudo evitar un temblor en su voz—. Raíz de mandrágora. Me han dicho que lo tenéis.
El silencio solo se rompió cuando la bruja soltó un espantoso cacareo que resonó en la
estancia.
—La cuestión no es si yo lo tengo o no lo tengo. La cuestión es: ¿para qué lo queréis?
Gareth se puso nervioso y no supo qué contestar.
—¿Por qué lo queréis saber? —acertó a decir.
—Me divierte saber a quién pretendéis matar.
—No es asunto vuestro. He traído el dinero.
Gareth metió la mano en la pretina que llevaba en la cintura y sacó una bolsa de
monedas, además de la que le había entregado al hombre. Las monedas tintinearon cuando
depositó las dos bolsas sobre la mesa de madera. Confiaba en que la bruja se contentara con
esto y le entregara el frasco. Lo único que quería era salir de allí.
La bruja extendió un dedo con una uña larga y curva, cogió con ella una de las bolsas y
miró el interior mientras Gareth contenía el aliento.
—Esto puede comprar mi silencio.

Dicho esto, se internó cojeando en las sombras. Gareth oyó un siseo y vio que la bruja
vertía un líquido hirviendo en un frasco de cristal y le ponía un tapón de corcho. La operación
le pareció tan lenta que empezó a impacientarse y a tener dudas. ¿Y si lo descubrían allí
mismo? ¿Y si la bruja le daba una poción equivocada o se iba de la lengua? ¿Le habría
reconocido? No estaba seguro. No había imaginado que matar a alguien pudiera traer tantas
complicaciones. Cada vez estaba menos convencido de su plan.

Finalmente, la bruja apareció con un frasquito más pequeño que la palma de su mano.
—¿Tan pequeño? —preguntó Gareth—. ¿Servirá?
La bruja sonrió.
—Os sorprendería saber lo poco que se necesita para matar a alguien.
Gareth ya se disponía a marcharse cuando notó un dedo huesudo en el hombro. ¿Cómo
había podido la anciana cruzar tan rápido la estancia? Se detuvo aterrado. Era incapaz de
mirarla, pero notaba su olor hediondo.

Sonriente, la bruja le cogió el rostro entre las manos y le besó en la boca, apretando
contra él sus arrugados labios. Gareth sintió asco. Nunca le había sucedido nada tan
desagradable. Los labios y la lengua de la bruja eran fríos como los de un reptil. Intentó apartar
la cara, pero la anciana le sujetaba con fuerza.

Cuando por fin logró apartarse de ella y se secó la boca con el dorso de la mano, la bruja
soltó una carcajada.

—La primera vez que se mata a un hombre es la más difícil —le dijo—. La próxima vez
os resultará más fácil.

Gareth salió disparado de la casita. Firth le esperaba en el claro.


—¿Qué ha pasado? Tienes un aspecto horrible, como si te hubieran clavado un puñal.
¿Te ha hecho daño?

Gareth no hacía más que limpiarse la boca con el dorso de la mano, una y otra vez. No
sabía qué decirle.

—Vámonos de aquí ahora mismo.


Unas nubes taparon el sol; el cielo se oscureció y se levantó un viento helado. Gareth
nunca había visto que unos nubarrones aparecieran tan de repente en un cielo despejado. Tenía
la certeza de que no era normal, y le inquietó imaginar el poder que tenía la bruja. El aire frío le
acariciaba la nuca. Gareth no pudo evitar pensar que la anciana le había hecho suyo con ese
beso, que le había lanzado un hechizo.

—¿Qué ha ocurrido ahí dentro? —insistió Firth.

—No quiero hablar del tema —dijo Gareth—. No quiero acordarme de este día nunca
más.
Hicieron el camino de vuelta todo lo deprisa que pudieron. Cuando llegaron al camino
forestal que los llevaría a la Corte del Rey, Gareth se sentía ya más tranquilo. De repente, el
ruido de unos pasos interrumpió sus pensamientos; un grupo de hombres se acercaba.

Era increíble. Allí estaba su hermano Godfrey, el borracho, acompañado del malvado
Harry y otros amigos de mala catadura. Gareth había ido a encontrarse con su hermano
precisamente allí, en medio del bosque. Su plan parecía maldito. Se bajó la capucha para
ocultar el rostro y apretó el paso, confiando en que no los descubrieran.

—¿Gareth?

No le quedó más remedio que detenerse. Se subió la capucha. Su hermano se le acercaba


dando unos alegres pasos de baile.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Godfrey.

Gareth abrió la boca para responder, tartamudeó y volvió a cerrarla, sin saber qué decir.

—Hemos ido de excursión —dijo Firth, para sacarle del apuro.


Uno de los amigos de Godfrey imitó la voz de pito de Firth.
—De excursión, ¿eh?

Hubo un coro de risas. Gareth sabía perfectamente lo que pensaban de él, pero le daba
igual. Solo quería cambiar de tema. No le interesaba que se preguntaran qué estaba haciendo en
el bosque.

—¿Y qué haces tú aquí? —preguntó, a modo de contraataque.


—Han abierto una nueva taberna en Southwood —dijo Godfrey—. Volvemos de allí.
Tienen la mejor cerveza del reino. —Le acercó la jarra—. ¿Quieres probarla?

Gareth negó con la cabeza. Tenía que hacer algo que distrajera a su hermano, y se le
ocurrió que lo mejor era cambiar de tema y hacerle enfadar.
—Nuestro padre se pondría furioso si te viera beber durante el día —dijo—. Te sugiero
que vuelvas a la corte.

El truco funcionó. Godfrey se puso furioso. Ya no pensaba en Gareth, sino en la relación


con su padre.

—¿Desde cuándo te preocupas por lo que necesita nuestro padre?


Ahora que había conseguido lo que quería, Gareth tenía prisa. No quería perder más
tiempo con un borracho. Confiaba en que Godfrey no volviera a pensar en su encuentro en el
bosque.

Dio media vuelta y siguió su camino a buen paso. Oía a sus espaldas las carcajadas
burlonas del grupo, pero ya no le importaba.

El último en reírse sería él.


Capítulo catorce

Thor estaba concentrado en reparar el arco y la flecha que tenía rotos sobre la mesa. A su
lado, Reese y otros miembros de la Legión también estaban concentrados en tallar sus arcos y
tensar sus cuerdas.
—Un guerrero tiene que saber cambiar la cuerda de su arco —bramaba Kolk, que
caminaba entre los reclutas y examinaba con ojo crítico su trabajo—. La tensión tiene que ser la
exacta. Con poca tensión, la flecha se quedará a medio camino; si hay demasiada, la flecha se
desviará. En una batalla, en una marcha, las armas se rompen, hay que saber repararlas. Un
buen guerrero tiene que ser también herrero, carpintero, zapatero…, tiene que saber reparar
todo lo que se rompe. Solo conoces de verdad tus armas cuando las has reparado.

Se detuvo detrás de Thor y miró por encima de su hombro. De repente le arrancó de las
manos el arco y le lastimó con la cuerda.
—No está tensa —dijo—. No se ve recta. Si usas un arma así en la batalla, estás muerto.
Y tu compañero también.
Dicho esto, dejó el arco sobre la mesa con un golpe brusco y siguió su recorrido.
Thor oyó unas risitas disimuladas a su alrededor y se sonrojó. Colocó de nuevo la cuerda
en el arco, lo más tensa posible, y la enrolló en la muesca. Llevaba horas haciendo lo mismo.
Era el punto final a un día agotador, repleto de tareas grandes y pequeñas.

Muchos de los demás chicos estaban entrenándose en la lucha o en el combate de


espadas. Thor oía el entrechocar de las espadas de madera y las risas de los reclutas, sus
hermanos entre ellos. Mientras tanto, él se había quedado atrás. Era injusto. No se sentía
aceptado como auténtico miembro de la Legión.

—No te preocupes, ya le cogerás el truco —dijo O’Connor, a su espalda.


Thor tenía heridas en las manos de tanto probar. Por última vez, tiró de la cuerda con
todas sus fuerzas, y esta vez la encajó en la muesca. Estaba sudoroso, pero se sentía satisfecho.

El sol estaba alto en el cielo y hacía calor. Thor se secó el sudor de la frente y se preguntó
cuánto le faltaba para acabar. Él se había hecho otra idea de lo que significaba ser un guerrero.
Pensaba que todo sería entrenamiento, pero supuso que esto también era una forma de
instrucción.
—Tampoco yo me lo imaginaba así —dijo O’Connor, como si le hubiera leído el
pensamiento.
Thor volvió la cabeza y lo vio sonriendo, como siempre.
—Vengo de la Provincia Norte —explicó O’Connor—. También había soñado toda mi
vida con entrar en la Legión. Supongo que me imaginaba un continuo entrenar y batallar, no
estas tareas menores. Pero ya llegará. Lo que pasa es que somos nuevos y hemos de pasar por
una especie de iniciación. También somos los más jóvenes, y aquí hay una especie de jerarquía.
No he visto que los de diecinueve años hagan esto. No puede durar, pero en todo caso esto nos
será útil.

Sonó un cuerno. Los reclutas se apresuraron a reunirse en mitad del campo, junto a una
pared de piedra de nueve metros de altura que parecía dividida en secciones de casi un metro de
ancho mediante unas cuerdas. Al pie de la pared se apilaban pacas de heno.

—¿A qué esperáis? —gritó Kolk—. ¡En marcha!


Aparecieron miembros de la Plata dando gritos, y los reclutas saltaron de los bancos y se
detuvieron delante de las cuerdas. Era un momento emocionante. Thor estaba feliz. Por fin le
habían incluido en el grupo, con el resto de los reclutas. Se acercó a Reese, que estaba con un
amigo, y O’Connor se les unió.
Kolk les dirigió unas palabras con su vozarrón.

—Cuando vayáis a una batalla veréis que casi todos los pueblos están amurallados. La
labor de un soldado es traspasar las fortificaciones; trepar por las paredes es una de las
actividades más peligrosas que os tocará hacer. Es cuando estaréis más expuestos, cuando seréis
más vulnerables. Normalmente se emplean cuerdas y garfios como los que veis aquí. El
enemigo os disparará flechas, derramará plomo fundido sobre vosotros, os arrojará piedras.
Para trepar hay que esperar el momento perfecto, y subir todo lo deprisa posible; os jugáis la
vida.
Inspiró profundamente y lanzó un grito:
—¡ARRIBA!
Todos buscaron una cuerda. Thor corrió hacia una libre, pero un chico mayor le apartó de
un empujón y se la quedó. Por fin encontró otra gruesa cuerda y empezó a trepar por la pared,
con el corazón en un puño.

Se había levantado la niebla, la pared estaba resbaladiza. Thor resbalaba a cada paso,
pero ascendía con rapidez. Por el rabillo del ojo vio que era casi el más rápido; por primera vez
en ese día se sintió orgulloso de sí mismo. De repente notó un fuerte golpe en el hombro. Unos
miembros de la Plata le estaban tirando palos, piedras y todo tipo de proyectiles desde lo alto de
la pared. El chico que había trepado a la altura de Thor se tapó la cara con una mano, perdió pie
y cayó de espaldas sobre las pacas de heno.

Thor también estuvo a punto de caer, y le lanzaron un garrote que le golpeó en la espalda,
pero siguió trepando. Empezaba a pensar que podía ser el primero en llegar al final cuando notó
un puntapié en las costillas. ¿De dónde provenía? Era uno de los reclutas, que se encontraba a
su misma altura. El chico volvió a propinarle un puntapié, y esta vez Thor perdió el asidero y
cayó de espaldas sobre la paja.

En cuanto se puso de pie y miró a su alrededor —ileso pero estupefacto— vio que los
chicos caían como moscas, pateados y empujados por sus compañeros o por los miembros de la
Plata desde lo alto. Y a los que no habían caído les cortaban las cuerdas, de modo que ninguno
de ellos logró llegar arriba.

—¡EN PIE! —ordenó Kolk.


Todos se levantaron.
—¡ESPADAS!

Corrieron a la inmensa armería donde se alineaban las espadas de madera. Thor cogió
una y le sorprendió comprobar lo pesada que era. Apenas podía sostenerla.
—¡Espadas pesadas, empezad! —gritó una voz.

Elden, el patán que le atacó en su primer día en la Legión, estaba ante él con la espada en
alto y una expresión furiosa. Thor lo recordaba bien; todavía tenía la cara dolorida a causa de
sus golpes. Levantó la espada y logró parar el golpe de Elden en el último momento, pero la
espada pesaba demasiado para manejarla con facilidad. Elden, que era más alto y más fuerte, le
dio en las costillas con tanta fuerza que Thor cayó de rodillas. Consiguió detener el siguiente
golpe, que iba dirigido a su cara. Intentó ponerse de pie, pero Elden era muy rápido; golpeó a
Thor en la pierna y lo tiró al suelo.

Peleaban tan en serio que se convirtieron en el centro de atención, y pronto tuvieron un


público de chicos que vitoreaban a Elden con cada golpe.

Para esquivar un espadazo de Elden, Thor tuvo que rodar rápidamente sobre sí mismo.
Esto le dio unos segundos de ventaja que aprovechó para atizarle detrás de la rodilla, una zona
especialmente dolorosa. Elden se tambaleó y acabó cayéndose de culo.

Los dos se pusieron de pie rápidamente, uno frente a otro. Elden estaba colorado, más
furioso que antes. Thor tenía que atacar, pero su espada estaba hecha de una madera extraña,
tan pesada que solo la podía mover a cámara lenta. Elden paró el toque fácilmente y le descargó
la espada sobre las costillas, dejándole sin aliento y haciéndole soltar la espada.

Thor cayó de rodillas. Notó en la garganta la punta de la espada de su adversario. Los


mirones gritaron de entusiasmo.
—¡Ríndete!
Thor le dirigió una mirada desafiante. Tenía en la boca el sabor salado de la sangre.
—Nunca —murmuró.
Con una sonrisita, Elden alzó la espada para el golpe final. Thor cerró los ojos y se
concentró, esperando una fuerte sacudida. Pero de repente se vio transportado a otra dimensión
en que percibía el movimiento de la espada y podía pedirle al universo que lo detuviera. Notó
un calor y un hormigueo en el cuerpo. Sabía que podía detener el golpe.

La espada se detuvo en el aire, provocando el desconcierto de Elden y del público. Thor


usó además su poder para apretar y retorcer las muñecas de Elden hasta que este gritó de dolor
y soltó la espada.

Todos se quedaron en silencio. Los chicos miraban a Thor estupefactos y temerosos, con
ojos como platos.
—¡Es un demonio! —gritó uno.
—Un brujo —dijo otro.
Thor no sabía cómo lo había hecho, pero le salió de forma natural; estaba a un tiempo
orgulloso y avergonzado, asustado y envalentonado.
Kolk se colocó entre Thor y Elden.

—Este no es un lugar para hechizos, chico, quienquiera que seas. Aquí se viene a pelear,
y tú has transgredido las normas. Para que reflexiones sobre lo que has hecho te enviaré a un
lugar donde hay peligros de verdad, y veremos qué tal te defiendes con tus hechizos. Te
presentarás para patrullar en el Cañón.

Los reclutas ahogaron un grito y se quedaron en silencio. Thor no conocía el alcance del
castigo, pero estaba claro que asustaba a todo el mundo.

—¡No podéis enviarle al Cañón! —protestó Reese—. Es muy novato, podría resultar
herido.
—Haré lo que considere oportuno, chico —dijo Kolk con una mueca desagradable—. Tu
padre no está aquí para protegerte, y yo estoy al mando. Y ten cuidado con lo que dices; no
pienses que por pertenecer a la familia real puedes hablarme de esta manera.
—De acuerdo —dijo Reese—. Entonces yo le acompaño.
—¡Yo también! —O’Connor dio un paso al frente.
Kolk miró a uno y a otro y meneó la cabeza con compasión.

—Estáis locos, pero haced lo que queráis. Id con él. —Miró a Elden—. No te creas que
te vas a librar tan fácilmente —le dijo—. Tú has empezado esta pelea y tienes que pagar tu
parte. Esta noche te irás a patrullar con ellos.
—Señor, no me podéis enviar al Cañón —protestó Elden, con expresión aterrorizada.
Era la primera vez que Thor lo veía asustado.

Kolk se acercó a Elden con los brazos en jarras.

—¿Cómo que no puedo? No solo eso, sino que también puedo expulsarte de la Legión y
mandarte al punto más remoto del reino si me vuelves a hablar así.

Elden apartó la mirada, demasiado turbado para responder.


—¿Alguien más quiere ir con ellos? —preguntó Kolk.

Todos, incluso los mayores y los más fuertes, miraron hacia otro lado.
Thor tragó saliva al ver sus expresiones de temor. ¿Tan peligroso era el Cañón?
Capítulo quince

Thor caminaba por la carretera de tierra batida flanqueado por Reese, O’Connor y Elden,
todos tan aturdidos que no habían intercambiado ni una sola palabra. Sentía el corazón
henchido de gratitud hacia Reese y O’Connor, que se habían arriesgado por él. Esta vez había
encontrado auténticos amigos, casi hermanos. No tenía ni idea de lo que les esperaba en el
Cañón, pero, fuera lo que fuese, se alegraba de tenerlos a su lado.
A Elden, que pateaba piedras indignado por tener que patrullar con ellos, prefería no
mirarlo. Ni siquiera sentía lástima por él. Como dijo Kolk, él había empezado la pelea. Le
estaba bien empleado.
Formaban un grupo heterogéneo. Llevaban horas de marcha y empezaba a oscurecer.
Thor estaba cansado y hambriento —solo les habían dado un poco de cebada para comer— y
esperaba que allá donde se dirigían hubiera comida.
De todas formas, tenían problemas más urgentes. Les habían dado una armadura nueva,
lo que significaba que había razones para ello. Antes de mandarlos a patrullar les entregaron,
además de una nueva armadura de cuero con su cota de mallas, una espada corta de metal sin
pulir, muy diferente del que se empleaba para hacer las espadas de los caballeros, pero era
mejor que nada. Thor apreciaba la sensación de llevar un arma de verdad al cinto, aparte de su
honda, por supuesto.
Claro que, según lo que encontraran, las armas y las armaduras podían resultar
insuficientes. Ojalá tuvieran las armas de sus colegas en la Legión: espadas medianas y largas
del mejor metal, lanzas cortas, mazas, puñales y alabardas. Pero esto era lo que tenían los
chicos de buena familia, los únicos que se lo podían permitir. Thor era hijo de un simple pastor.
El segundo sol se estaba poniendo, y ellos seguían su camino hacia la distante frontera
del Cañón. Thor se sintió un poco culpable. No entendía por qué algunos reclutas se mostraban
hostiles con él, como si no lo quisieran en la Legión. Esto le entristecía. Llevaba toda la vida
deseando unirse a ellos, y ahora se preguntaba si había hecho trampas. ¿Llegaría a ganarse la
aceptación de sus compañeros?
Y encima, le imponían el castigo de patrullar el Cañón. Era injusto. Él no había
empezado la pelea, y si había utilizado sus poderes era sin querer. Ni siquiera entendía de
dónde venían ni cómo aparecían, y no sabía pararlos. No deberían castigarle por eso.
Ignoraba en qué consistían sus tareas en el Cañón, pero a juzgar por la expresión de sus
compañeros, seguro que no eran agradables. Se preguntó si lo habían enviado a morir, si era
esta la forma de expulsarle de la Legión. Pero no pensaba rendirse.
O’Connor rompió el silencio.
—¿Cuánto falta para llegar al Cañón?
—No lo suficiente —dijo Elden—. No estaríamos metidos en este lío si no fuera por
Thor.
—Empezaste tú la pelea, ¿te acuerdas? —dijo Reese.
—Pero yo peleé limpiamente y él no —protestó Elden—. Además, se lo merecía.
—¿Por qué? —Aquella era la cuestión que carcomía a Thor desde hacía un rato—. ¿Por
qué me lo merecía?
—No deberías estar aquí. Has hecho trampa para entrar en la Legión. A los demás nos
eligieron. Tú, en cambio, peleaste para entrar.
—Pero ¿no es eso lo que se hace en la Legión, pelear? —replicó Reese—. Yo diría que
Thor merece el puesto más que nadie. A nosotros nos eligieron, simplemente, mientras que él
peleó para alcanzar lo que no le daban.
Elden se encogió de hombros.
—Las normas son las normas. No lo eligieron y no debería estar aquí. Por eso luché con
él.
—Bueno, pues no conseguirás que me vaya —dijo Thor con voz temblorosa. Estaba
decidido a lograr que lo aceptaran.
—Ya veremos —dijo Elden.
—¿Qué has querido decir con eso? —preguntó O’Connor.
Elden no respondió. Siguió andando en silencio. A Thor se le encogió el corazón. Tenía
demasiados enemigos y no entendía por qué; no le gustaba nada.
—No le hagas caso. —Reese habló en voz lo bastante alta como para que Elden le
oyera—. No has hecho nada malo. Te han enviado al Cañón porque ven que tienes potencial y
quieren que te endurezcas. Si no, no te habrían mandado. Y te tienen en el punto de mira porque
mi padre se ha fijado en ti. Eso es todo.
—Pero ¿qué hay que hacer en el Cañón?
Reese carraspeó nervioso.
—Yo nunca he ido, aunque he oído lo que contaban los chicos mayores y mis hermanos.
Hay que patrullar, pero al otro lado del Cañón.
—¿Al otro lado? —preguntó O’Connor aterrado.
—¿Qué queréis decir? —Thor seguía sin entender.
Reese le miró fijamente.
—¿Nunca has estado en el Cañón?
Thor dijo que no en silencio. Los demás le miraban con atención.
—Nos tomas el pelo —dijo Elden.
—¿En serio? —insistió O’Connor—. ¿Ni una sola vez?
Thor se sonrojó.
—Lo conozco de oídas. Mi padre no nos llevaba a ninguna parte.
—Seguro que no habías salido nunca de tu pueblo, ¿verdad? —preguntó Elden.
Thor se encogió de hombros. ¿Tanto se notaba?
—Increíble —dijo Elden—. No ha visto nunca el Cañón.
—Cállate —dijo Reese—. Déjale en paz. Esto no significa que sea menos que tú.
Elden hizo una mueca y se llevó la mano a la espada, pero se detuvo. Aunque era más
fornido que Reese, no le convenía provocar al hijo del rey.
—El Cañón permite que nuestro reino del Anillo esté a salvo de las hordas de salvajes
—explicó Reese—. Es la única barrera. Si los salvajes de las Tierras Agrestes consiguieran
franquearla, estaríamos perdidos. La protección del Anillo se apoya en nosotros, los hombres
del rey. Siempre estamos patrullando, sobre todo en este lado, y a veces también en el otro. El
único puente entre las dos partes está guardado por los más selectos guerreros de la Plata.
Thor había oído hablar del Cañón desde su más tierna infancia. Había oído historias
espantosas sobre los peligros que acechaban al otro lado, sobre el imperio del mal que rodeaba
el Anillo, sobre lo cerca que estaban del terror. Esta era una de las razones por las que había
querido unirse a la Legión: para proteger a su familia y a sus compatriotas. Le pareció terrible
que algunos hombres lucharan continuamente para protegerle mientras él disfrutaba de la paz
del Anillo. Quería ayudar en la lucha contra las hordas. Los hombres que guardaban el corredor
del Cañón le parecían los más valientes del mundo.
—El Cañón tiene más de un kilómetro de ancho y rodea todo el Anillo —explicó
Reese—. No es fácil atravesarlo. Pero, por supuesto, no solo nuestros hombres mantienen a
raya a los salvajes. Hay millones de ellos al otro lado. Si quisieran atravesar el Cañón, nadie
podría impedírselo. En realidad, nuestros hombres no hacen más que completar el campo
energético del Cañón. El verdadero poder que mantiene a raya a nuestros enemigos es el poder
de la Espada.
—¿La Espada? —se interesó Thor.
Reese lo miró muy serio.
—La Espada del Destino. ¿Conoces la leyenda?
—Este palurdo no la habrá oído nunca —dijo Elden.
Thor replicó de inmediato:
—¡Claro que la conozco!
No solo la conocía, sino que se había pasado muchas horas pensando en la legendaria
Espada del Destino que protegía el Anillo con un campo de fuerza que impedía el paso de los
invasores. Siempre había querido ver la Espada.
—¿La Espada se encuentra en la Corte del Rey? —preguntó.
Reese asintió.
—Ha vivido en la familia real durante generaciones. Sin ella, el reino no existiría; los
salvajes nos invadirían.
—Si ya estamos protegidos, ¿por qué patrullamos el Cañón? —preguntó Thor.
—La Espada solo nos protege de las grandes amenazas —explicó Reese—. Pero de vez
en cuando puede colarse una criatura malvada. Necesitamos que nuestros hombres patrullen,
porque una criatura o un pequeño grupo podrían atravesar el puente, o incluso bajar por una
pared del Cañón y trepar por la otra. Nuestro deber es impedírselo, porque una sola criatura es
capaz de causar estragos. Hace unos años, uno de estos seres consiguió entrar y mató a la mitad
de los niños de un pueblo antes de que lo cogieran. La Espada hace la mayor parte del trabajo,
pero nosotros somos indispensables.
Thor se quedó pensativo. Si el Cañón era tan inmenso y su protección tan importante,
¿cómo era posible que le hubieran encomendado una parte de esta tarea?
—Pero no te lo he explicado bien —dijo Reese—. El Cañón es más que eso. —Se quedó
callado, y en su rostro apareció una expresión entre asombrada y temerosa. Parecía esforzarse
por encontrar las palabras adecuadas—. ¿Cómo explicarlo? El Cañón forma parte de algo más
grande que nosotros. Es…
—El Cañón es un lugar para hombres —dijo una voz potente, seguida del suave relincho
de un caballo.
Thor volvió la cabeza y se quedó estupefacto. Erec se acercaba a ellos montado en su
fantástico caballo, cubierto con una cota de mallas y pertrechado con sus relucientes espadas.
Les sonreía, y no apartaba la mirada de Thor.
—Es un lugar que puede hacer de ti un hombre —añadió Erec—. Si no lo eres ya.
Thor no había vuelto a ver a Erec desde el torneo. Se sintió más que aliviado de contar
con un auténtico caballero ahora que se dirigían al Cañón. Con Erec a su lado se sentía
invencible. Ojalá los acompañara todo el camino.
—¿Qué hacéis aquí? —le preguntó—. ¿Nos acompañaréis, acaso? —Confiaba en no
parecer demasiado entusiasmado.
Erec se recostó en la silla y soltó una carcajada.
—No te preocupes, jovencito. Voy con vosotros.
—¿En serio? —preguntó Reese.
—La tradición es que un miembro de la Plata acompañe a los reclutas de la Legión en su
primera patrulla. Yo me he ofrecido voluntario. —Erec volvió la cabeza hacia Thor—. Después
de todo, tú me ayudaste ayer.
Thor se sintió reconfortado por sus palabras. Ya no tenía miedo. Además, había ganado
puntos a los ojos de sus amigos. Hete aquí que los acompañaba el mejor guerrero del reino.
—Por supuesto, no patrullaré con vosotros —añadió Erec—. Pero os guiaré a través del
puente y os llevaré al campamento. Desde allí saldréis solos a patrullar.
—Es un gran honor para nosotros, señor —dijo Reese.
—Gracias, señor —dijeron a coro O’Connor y Elden.
Erec miró a Thor sonriente.
—Al fin y al cabo, si vas a ser mi primer escudero no puedo dejarte morir todavía.
—¿Primer escudero? —Thor casi brincó de alegría.
—Feithgold se rompió una pierna en el torneo y tardará ocho semanas en volver. Ahora
eres mi primer escudero. Y lo mejor será que empieces a entrenarte, ¿no?
—Desde luego, señor —dijo Thor.
Estaba flotando. Por primera vez, la suerte parecía ponerse de su parte. Era el primer
escudero del mejor guerrero del mundo; se sentía muy afortunado.
Siguieron caminando en dirección al sol poniente. Eric los seguía montado a caballo.
—Entonces, ¿habéis estado en el Cañón, señor?
—Muchas veces —dijo Erec—. De hecho, la primera vez que patrullé allí tenía tu edad.
—¿Y cómo fue la experiencia? —preguntó Reese.
Los cuatro chicos miraron al guerrero con atención. Erec estaba en silencio, con la vista
al frente y las mandíbulas apretadas.
—La experiencia de la primera no la olvidas nunca. Es difícil de explicar. Se trata de un
lugar extraño y místico, y al otro lado acechan terribles peligros. El puente que cruza sobre el
Cañón es estrecho y empinado. Hay muchos soldados patrullando, pero siempre te sientes solo.
Es naturaleza en estado puro, que siempre se impone sobre el hombre. Llevamos siglos
patrullando el Cañón, es como un ritual iniciático sin el cual no entiendes lo que es el peligro ni
puedes ser armado caballero.
De nuevo se quedó callado. Los cuatro chicos se miraron, un poco incómodos.
—Entonces, ¿encontraremos escaramuzas al otro lado?
Erec se encogió de hombros.
—En las Tierras Agrestes todo es posible. Poco probable, pero posible.
Dirigió la mirada a Thor.
—¿Quieres convertirte en un gran escudero, y con el tiempo en un gran señor?
A Thor le embargó la emoción.
—Sí señor, más que nada en el mundo.
—Hay algo que tienes que aprender —dijo Erec—. No basta con la fuerza, no basta con
ser ágil, con ser un gran guerrero. Hay algo más importante.
Thor no podía esperar más.
—¿Qué es? ¿Qué es lo más importante?
—Has de ser un hombre de temple; no tener miedo. Debes ser capaz de entrar en el
bosque más oscuro o en la batalla más peligrosa con total ecuanimidad. Debes llevar esta
ecuanimidad siempre contigo, dondequiera que vayas. Sin miedo pero siempre en guardia. Sin
descansar nunca, siempre dispuesto. No puedes permitirte el lujo de esperar que otros te
protejan. Ya no eres un ciudadano, eres un hombre del rey. Y las mayores virtudes de un
guerrero son el valor y la ecuanimidad. No temer el peligro. Esperarlo, pero no buscarlo.
»Puede parecer que con todos nuestros hombres protejamos el Anillo y nuestro reino de
las hordas del mundo exterior —prosiguió Erec—. Pero no es así. Solo nos protege el Cañón y
su hechizo. Vivimos en el anillo de un hechicero, no lo olvidéis. Vivimos y morimos gracias a
la magia. No hay ninguna seguridad, ni a este ni al otro lado del Cañón. Si quitamos la magia y
los hechizos, no queda nada.
Caminaron en silencio. Thor se dijo que las palabras de Erec parecían ocultar un
mensaje. Era como si le estuviera diciendo que no se avergonzara del poder que tenía o de la
magia que utilizara. Más bien podía enorgullecerse, porque la magia era la fuente de energía del
reino. Ahora se sentía mejor; ya no se sentía culpable ni castigado por utilizar la magia. Sus
poderes podían ser motivo de orgullo.
Los otros chicos se adelantaron. Thor y Erec se quedaron unos pasos atrás.
—Te has ganado enemigos nada despreciables en la corte —dijo Erec, con la sombra de
una sonrisa—. Tantos amigos como enemigos, al parecer.
Thor se ruborizó, un poco avergonzado.
—No sé por qué, señor —replicó—. En ningún momento lo he pretendido.
—Los enemigos no dependen de lo que tú quieras. A menudo son producto de la envidia,
y has conseguido que mucha gente te envidie. Eres el objetivo de muchas especulaciones, lo
que no tiene por qué ser malo.
Thor se rascó la cabeza. No acababa de entender.
—Pero no sé por qué.
Erec parecía encontrarlo divertido.
—La propia reina es uno de tus mayores adversarios. Por alguna razón, te tiene en el
punto de mira.
—¿Mi madre? —preguntó Reese, volviéndose—. ¿Por qué?
—Esa es la cuestión. Yo me hago la misma pregunta —contestó Erec.
Thor se sintió fatal. ¿La reina era su enemiga? ¿Qué le había hecho? No entendía nada.
Le sorprendía incluso que conociera su existencia.
De repente se le ocurrió una cosa.
—¿Por eso me han enviado al Cañón? ¿A causa de la reina?
Erec miró hacia el frente con semblante grave.
—Es posible —dijo meditabundo—. Es muy posible.
Thor pensó en los enemigos tan poderosos que se había ganado. Guiado por la sola
fuerza de su sueño había entrado a formar parte de una corte de la que nada sabía. No
imaginaba que haciendo todo lo posible por cumplir su sueño pudiera despertar envidias o
celos. Por más vueltas que le daba, no encontraba una razón.
Llegaron a lo alto de la loma, y el paisaje que se abrió a sus pies hizo que Thor olvidara
sus preocupaciones. Se quedó sin respiración, y no únicamente a causa del fuerte viento. El
Cañón se extendía majestuoso ante él: un desfiladero tan profundo y tan inmenso que parecía
no acabar nunca. La visión le dejó paralizado, incapaz de moverse. Sobre aquel abismo se
tendía un puente estrecho y tan largo que parecía llegar al fin del mundo, guardado por una
infinita hilera de soldados que se perdía en la distancia. Los últimos rayos del segundo sol
sacaban destellos a las paredes del Cañón y las pintaban de tonos verdes y azules.
Cuando se recuperó de la impresión, Thor se atrevió a mirar hacia abajo. Los precipicios
del Cañón parecían llegar a las entrañas de la tierra. Thor no consiguió ver el fondo; no sabía si
porque no había fondo o a causa de la neblina que flotaba sobre el abismo. La roca de los
acantilados, de millones de años, mostraba las muescas de antiguas tormentas. Thor nunca
había visto un lugar tan primitivo. No tenía ni idea de que el planeta fuera tan inmenso y
vibrante, de que estuviera tan lleno de vida. Era como si hubieran llegado al principio de la
creación.
Los otros también se habían quedado sin habla ante el espectáculo. La sola idea de que
ellos cuatro pudieran patrullar el Cañón resultaba absurda. Se sentían minúsculos en medio de
aquella inmensidad.
Cuando se acercaron al puente, los soldados de guardia se pusieron firmes y les dejaron
pasar.
—¿Cómo pretenden que vigilemos todo esto? —preguntó O’Connor.
Elden soltó una risita.
—Hay muchas otras patrullas. No somos más que una pieza del engranaje.
Empezaron a atravesar el puente. Solo se oía el aullido del viento, las pisadas de sus
botas y los cascos del caballo de Erec. El paso del caballo producía un sonido hueco que a Thor
le resultaba tranquilizador, lo único real en un lugar de quimera.
Todos los soldados se habían puesto firmes al ver a Erec, pero ninguno pronunció una
palabra. Thor se dijo que habrían visto pasar muchas patrullas. A lo largo del puente había picas
con las cabezas de los bárbaros ensartadas. Algunas parecían recientes y sangraban todavía.
Thor apartó la mirada. No estaba preparado para esto. Intentó no pensar en las peleas que
habrían llevado a este resultado, ni en las vidas segadas, ni en lo que les esperaba al otro lado.
Por primera vez, se preguntó si saldrían vivos de allí. ¿Sería este el propósito de la expedición,
acabar con su vida?
Miró hacia el horizonte de acantilados, uno detrás de otro, hasta el infinito, y oyó el
chillido de un pájaro en la lejanía. Se preguntó qué ave sería, qué animales exóticos les
esperaban.
Lo que más le preocupaba, sin embargo, no eran los animales ni las cabezas cortadas,
sino la atmósfera del lugar. No sabría decir si era la niebla, el ulular del viento, aquel cielo
inmenso, o la luz del sol poniente…, pero algo en el lugar le transportaba. Percibía una energía
que los envolvía, y se preguntó si sería la protección de la Espada o alguna otra energía más
antigua. Tal vez al cruzar el puente no arribarían a un lugar físico, sino a otro nivel de
existencia.
Por increíble que pareciera, iba a pasar la noche totalmente desprotegido al otro lado del
Cañón.
Capítulo dieciséis

El sol poniente teñía el cielo con una mezcla de púrpuras y azules que parecía envolverlo
todo. Thor y sus compañeros —Reese, O’Connor y Elden— tomaron el camino que llevaba al
bosque de los Salvajes. Thor nunca había estado tan cerca de la frontera del reino. Estaban
solos, porque Erec se había quedado en el campamento. Ahora, a pesar de sus continuas
discusiones, se necesitaban más que nunca. Tenían que apoyarse unos a otros y aprender a
seguir adelante sin Erec. Al despedirse de ellos, el caballero les dijo que no se preocuparan: se
quedaría en el campamento, y si oía gritos correría en su ayuda.
Pero esto no bastó para tranquilizar a Thor.
El bosque era cada vez más espeso y más exótico. El suelo estaba tapizado de espinas y
frutos raros, y las viejas ramas se entrelazaban tan estrechamente entre sí que a veces Thor se
veía obligado a agachar la cabeza. En lugar de hojas, aquellas plantas tenían espinas, y por
todas partes colgaban unas lianas amarillentas. Thor cometió el error de tirar de una liana que
colgaba a la altura de su rostro y se llevó un susto de muerte al descubrir que era una serpiente.
Afortunadamente, dio un brinco a tiempo.
En esta ocasión, los demás no se rieron; ellos también tenían miedo. A su alrededor
resonaban los gritos de animales desconocidos, algunos bajos y guturales, otros altos y agudos,
algunos lejanos, y otros tan cerca de ellos que parecía imposible.
La noche los sorprendió en lo más profundo del bosque. Hubiera sido fácil tenderles una
emboscada, pensó Thor. Agarraba la espada con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos, y
con la otra mano cogía la honda. Apenas distinguía los rostros de sus compañeros en la
oscuridad, pero sabía que también ellos aferraban sus espadas.
Decidió mostrarse fuerte y valiente; un auténtico caballero, como le había enseñado Erec.
Se dijo que sería preferible hacer frente hoy a la muerte que vivir siempre con el temor de
encontrársela. Con el corazón golpeándole en el pecho y la cabeza bien alta, se adelantó a los
demás. Tenía que hacer frente a sus miedos.
—¿Qué esperamos encontrar, exactamente? —preguntó. Nada más decirlo pensó que
Elden se reiría de él por haber hecho una pregunta tan tonta.
Para su sorpresa, nadie respondió. Entonces vio la cara de terror de Elden y se sintió
mejor. Él era más joven y no tan fornido como Elden, pero por lo menos no se dejaba vencer
por el miedo.
—Supongo que al enemigo —respondió finalmente Reese.
—¿Y quién es el enemigo? ¿Qué aspecto tiene?
—Hay todo tipo de enemigos aquí fuera —dijo Reese—. Estamos en las Tierras
Agrestes, donde habitan tribus salvajes y todo tipo de criaturas peligrosas.
—Pero ¿de qué sirve que vigilemos? —quiso saber O’Connor—. ¿Qué importancia
tiene? Aunque matemos uno o dos, esto no detendrá a los millones que haya detrás.
—No estamos aquí para ganar un trofeo, sino para representar a nuestro rey, para dejarles
claro que no pueden acercarse demasiado al Cañón —dijo Reese.
—Me parecería más sensato esperar a que intenten cruzar el Cañón y entonces
enfrentarnos a ellos —dijo O’Connor.
—No, es preferible impedir que se acerquen siquiera. Para eso sirven las patrullas —dijo
Reese—. Por lo menos, eso es lo que dicen mis hermanos.
Seguían adentrándose en el bosque. Thor notaba el corazón retumbándole en el pecho.
La voz de Elden sonó temblorosa. Era la primera vez que abría la boca.
—¿Hasta dónde tenemos que llegar?
—¿No recuerdas lo que dijo Kolk? Tenemos que coger el estandarte rojo y llevarlo de
vuelta —dijo Reese—. Es la prueba de que hemos llegado a donde tenemos que llegar.
—No veo ningún estandarte. En realidad, apenas puedo ver nada —dijo O’Connor—.
¿Cómo esperan que regresemos?
Nadie le respondió. Thor se hacía la misma pregunta. ¿Cómo iban a encontrar un
estandarte en medio de la noche? Y de nuevo se preguntó si esto no sería una broma, otra de las
pruebas psicológicas que tanto gustaban en la Legión. Recordó lo que había dicho Erec acerca
de sus enemigos en la corte. ¿Sería todo una trampa?
De repente oyeron un horrible chillido seguido por el movimiento de unas ramas. Thor
desenvainó su espada, y los demás lo imitaron, de modo que se oyó varias veces el roce del
metal contra el metal. Con la espada en alto, los cuatro volvieron inquietos la cabeza a uno y
otro lado.
—¿Qué ha sido eso? —chilló Elden, con la voz mudada por el espanto.
El animal volvió a pasar corriendo delante de ellos, y esta vez pudieron verlo. Thor se
relajó al comprender lo que era.
—No es más que un venado —respondió con alivio—. Es el venado más extraño que he
visto jamás, pero un venado al fin y al cabo.
Reese se rio con una risa que sonó demasiado madura para su edad. Thor se dijo que era
la risa de un futuro rey y se felicitó de tener a su amigo a su lado. Luego soltó una carcajada de
alivio. Tanto miedo para nada.
—No sabía que el miedo puede hacer que se te quiebre la voz —dijo Reese, para meterse
con Elden.
—Si pudiera verte, te daría un puñetazo —dijo Elden.
—Pues yo te veo perfectamente —dijo Reese—. Venga, inténtalo.
Elden le miró furioso pero no hizo el menor movimiento, sino que envainó la espada, lo
mismo que los demás. Estaba muy bien que Reese se metiera con Elden, pensó Thor; el chico
se lo merecía, porque siempre estaba fastidiando a los demás. Reese le había atacado aunque
era mucho más pequeño que él.
Los cuatro empezaban a relajarse. Habían tenido su primer susto, se había roto el hielo y
estaban sanos y salvos. Thor echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada de puro alivio.
—Eso, chico raro, ríete ahora. Ya veremos quién ríe el último —dijo Elden.
No me río de ti, pensó Thor. Es el alivio de seguir con vida. Pero no dijo nada, porque no
podría cambiar el odio que Elden sentía por él.
—¡Mirad eso! —gritó de repente O’Connor.
Miraron con ojos entrecerrados, pero estaba tan oscuro que no consiguieron ver lo que
señalaba. Entonces Thor vio que se trataba del estandarte de la Legión, que colgaba de una
rama.
Todos corrieron hacia allí, Elden los adelantó y los empujó bruscamente a un lado.
—¡El estandarte es mío! —aulló.
—¡Yo lo vi primero! —chilló O’Connor.
—¡Pero yo llegaré antes que tú y seré el primero en devolverlo! —gritó Elden.
Thor estaba furioso con Elden. Recordó que Kolk les dijo que habría una recompensa
para el que devolviera el estandarte. Elden estaba mostrando su verdadera naturaleza y
compitiendo contra sus compañeros, en lugar de actuar como parte de un equipo en el que todos
se apoyaban unos a otros. Thor sintió desprecio por él.
Y en efecto, Elden fue el primero en llegar al estandarte, pero en cuanto lo cogió, surgió
del suelo una red que se cerró a su alrededor y lo subió a lo alto. Elden quedó colgando,
balanceándose en la red como un animal cogido en una trampa. Estaba aterrorizado.
—¡Ayudadme! ¡Ayudadme! —gritó.
Los tres se acercaron sin apresurarse. Reese soltó una carcajada.
—Bueno, ¿y quién es el cobarde ahora? —preguntó divertido.
—¡Ya te puedes preparar! —gritó Elden—. ¡Verás cuando salga de aquí!
—¿En serio? —preguntó Reese—. ¿Cuándo dices que saldrás de ahí?
—¡Bajadme de aquí ahora mismo! —chilló Elden, debatiéndose en la red—. ¡Es una
orden!
—Vaya, ahora nos mandas tú, ¿verdad? —Reese rio y se dirigió a Thor—. ¿Qué te
parece?
—Creo que nos debe una disculpa —dijo O’Connor—. Especialmente a Thor.
—Estoy de acuerdo —dijo Reese—. Hagamos una cosa, Elden: discúlpate de corazón y a
lo mejor te sacamos de aquí.
—¿Disculparme? ¡Nunca en la vida!
Reese volvió la cabeza hacia Thor.
—A lo mejor tendríamos que dejarlo aquí toda la noche. Los animales lo agradecerán.
¿Qué os parece?
Thor esbozó una amplia sonrisa.
—Me parece buena idea —dijo O’Connor.
—¡Un momento! —gritó Elden.
O’Connor le quitó el estandarte que sostenía entre los dedos.
—Creo que al final no nos has ganado.
Los tres dieron media vuelta y emprendieron el camino de regreso.
—¡Esperad! —gritó Elden—. ¡No podéis dejarme aquí!
Thor se detuvo, pero Reese y O’Connor siguieron andando. Finalmente, Reese volvió la
cabeza.
—¿Qué haces? —le preguntó a Thor.
—No podemos dejarle aquí. —Elden no le caía bien, pero no le pareció bien dejarlo
colgado.
—¿Por qué no? —preguntó Reese—. Él se lo ha buscado.
—Si tú estuvieras dentro de la red, él te abandonaría —dijo O’Connor—. ¿Por qué te
preocupas?
—Ya lo sé. Pero eso no significa que vaya a hacer lo mismo —dijo Thor.
Reese puso los brazos en jarras y suspiró profundamente.
—No pensaba abandonarlo toda la noche —le susurró a Thor—. Solamente una parte.
Pero tienes razón. No está preparado para esto; probablemente se orinará en los pantalones y
tendrá un ataque cardiaco. El problema es que eres demasiado bueno —dijo, poniéndole una
mano en el hombro—. Pero por eso te elegí como amigo.
—Lo mismo digo —dijo O’Connor, poniéndole la mano en el otro hombro.
Thor se acercó a la red y cortó la cuerda. Elden se desplomó con un golpe sordo, se puso
de pie y se desembarazó de la red. Empezó a tantear el suelo nerviosamente.
—¡Mi espada! —gritó—. ¿Dónde está mi espada?
Thor buscó con la mirada en el suelo, pero estaba demasiado oscuro para verla.
—Debió de caer entre los árboles cuando quedaste atrapado en la red.
—Sea lo que fuere, ya te puedes despedir de ella —dijo Reese—. No la encontrarás.
—No lo entendéis —dijo Elden angustiado—. En la Legión hay una sola regla: nunca te
olvides de tu arma. No puedo volver sin la espada. ¡Me expulsarán!
Thor buscó con la mirada entre los árboles, por el suelo, pero no había ni rastro de la
espada. Reese y O’Connor no se molestaron en buscar.
—Lo siento. No la encuentro —dijo Thor.
Elden rebuscó por todas partes y finalmente se rindió a la evidencia.
—La culpa es tuya —dijo señalando a Thor—. ¡Tú nos has metido en este lío!
—No es cierto. Tú te lanzaste a por el estandarte y nos empujaste. La culpa es solo tuya.
—¡Te odio! —gritó Elden.
De repente, arremetió contra Thor, lo agarró por la camisa y lo tiró al suelo. Cogido de
sorpresa, Thor consiguió zafarse, pero Elden se lanzó encima de él con todo su peso. Thor no se
lo podía quitar de encima.
Pero de repente notó que Elden lo soltaba. Oyó el sonido de una espada al ser
desenvainada y vio que Reese estaba de pie junto a Elden y le ponía en la garganta la punta de
la espada.
—Como vuelvas a tocar a mi amigo —le dijo muy serio— te aseguro que te mato.
Capítulo diecisiete

Los cinco estaban sentados en taciturno silencio alrededor de una hoguera: Thor, Reese,
O’Connor, Elden y Erec. Parecía imposible que hiciera tanto frío en una noche de verano, pero
Thor estaba helado. El viento místico del Cañón, que se mezclaba con la sempiterna niebla, le
daba en la espalda y le había dejado empapado hasta los huesos.
Acercó las manos al fuego y se las frotó para entrar en calor. La carne seca que le habían
pasado estaba correosa y salada, pero por lo menos era alimento. Cogió el pesado odre que Erec
le había puesto en las manos, y que a juzgar por el sonido estaba lleno, y se vertió un buen trago
en la boca. Así consiguió entrar en calor por primera vez desde que estaba en el Cañón.
Todos tenían la mirada fija en las llamas. Thor era muy consciente de que se encontraban
en territorio enemigo, al otro lado del Cañón, y de que no podía bajar la guardia. Por eso le
admiraba la actitud de Erec, que parecía tan tranquilo como si se encontrara en el jardín de su
casa, aunque atento al más pequeño ruido. Thor estaba seguro de que Erec les protegería en
caso de peligro. Por lo menos estaban fuera de las Tierras Agrestes, y alrededor de una hoguera.
Los demás también parecían contentos, salvo Elden, que seguía enfurruñado. Había
abandonado su aire bravucón, y ni siquiera tenía espada. Thor sabía que lo expulsarían en
cuanto volvieran, porque en la Legión no se perdonaba la pérdida del arma. Se preguntó qué
haría, porque Elden no se dejaría vencer fácilmente; seguro que tenía un as en la manga. En
todo caso le pareció que el asunto no auguraba nada bueno.
Erec miraba a lo lejos, en dirección sur, donde se distinguía apenas una línea luminosa en
el horizonte del cielo nocturno. Thor no tenía ni idea de lo que podía ser.
—¿Qué es? —le preguntó a Erec—. ¿Qué es el resplandor que estáis mirando?
Erec no respondió inmediatamente, y durante unos momentos solo se oyó el ulular del
viento. Finalmente, respondió sin mirarle.
—Los gorales.
Thor y los demás intercambiaron una mirada de temor. ¡Los gorales! Se le encogió el
corazón al pensar en lo cerca que estaban. Solo estaban separados por un bosque y una vasta
llanura. Ya no tenían el Cañón para protegerles. Desde niño oía hablar de esos violentos
salvajes de las Tierras Agrestes, cuyo único objetivo era invadir el Anillo. Eran muchos, un
auténtico ejército preparado para atacar, y ningún obstáculo los separaba de ellos.
—¿No tenéis miedo? —le preguntó a Erec—. Ahora estamos a su alcance.
Erec hizo un gesto negativo.
—Los gorales se mueven juntos, como un solo hombre. Su ejército acampa aquí desde
hace años. Si intentaran atravesar el Cañón sería todos juntos, y no se atreven a movilizar el
ejército. El poder de la Espada actúa a modo de escudo, y saben perfectamente que no pueden
vencerlo.
—Entonces, ¿por qué acampan aquí? —preguntó Thor.
—Es su forma de intimidarnos y de prepararse. Han atacado y han querido atravesar el
Cañón en varias ocasiones a lo largo de la historia, en tiempos de nuestros padres. Pero hace
mucho tiempo que no lo intentan.
Thor contempló el cielo negro, donde titilaban estrellas azules y anaranjadas. Apenas
podía creer que estaba al otro lado del Cañón, el lugar que tantas veces había aparecido en sus
pesadillas. Hizo un esfuerzo para dejar los miedos a un lado. Era un miembro de la Legión y
tenía que comportarse como tal.
Pareció como si Erec leyera sus pensamientos.
—No te preocupes —le dijo—. No atacarán mientras la Espada del Destino obre en
nuestro poder.
—¿La habéis cogido alguna vez? —Thor sentía curiosidad—. Me refiero a la Espada.
—Por supuesto que no —respondió en tono cortante—. Nadie está autorizado a tocarla
excepto los descendientes del rey.
Thor estaba confuso.
—No lo entiendo. ¿Por qué?
Reese carraspeó.
—¿Puedo contestar?
Erec hizo un gesto de asentimiento.
—Según dice la leyenda, nadie ha levantado nunca la Espada. Solo será capaz de hacerlo
un hombre, el Elegido. Y los únicos que pueden intentarlo son el rey o uno de sus
descendientes.
—¿Y tu padre, el rey, puede intentar levantarla? —preguntó Thor.
Reese bajó la mirada.
—Lo intentó en una ocasión, después de ser coronado. No lo consiguió, nos dijo, y ahora
la detesta; la Espada tiene para él un sabor amargo. Cuando aparezca el Elegido —continuó—,
nos librará de los enemigos que rodean el Anillo y nos conducirá a un destino más elevado. No
habrá más guerras.
—Eso son cuentos de hadas, tonterías —dijo Elden—. Nadie puede levantar la Espada
porque pesa demasiado. Y no hay ningún «Elegido»; es un cuento inventado para mantener a
raya a la plebe, para que todos estemos esperando al supuesto «Elegido». Es muy conveniente
para los MacGil, refuerza su linaje.
Erec le interrumpió con brusquedad.
—Cierra la boca, chico. No te atrevas a faltarle al respeto a tu rey.
Elden bajó la cabeza, un poco avergonzado.
Thor recordó lo que había oído acerca de la Espada del Destino. Siempre había soñado
con verla. Se decía que era preciosa y que estaba hecha de un material desconocido, que era un
arma mágica. Miró a su alrededor y se preguntó qué pasaría si no contaran con el poder de la
Espada. El Cañón no parecía suficiente para proteger el Anillo. Las luces en el horizonte
parecían extenderse hasta el infinito. ¿Podría el Imperio acabar con el ejército del rey?
—¿Habéis estado alguna vez allí? —le preguntó a Erec—. ¿Habéis llegado a las Tierras
Agrestes, más allá del bosque?
Todos miraron al caballero, esperando su respuesta. Erec permaneció largo rato con la
mirada perdida en las llamas. Thor se preguntó si no habría sido demasiado impertinente. No
quería molestar a Erec, hacia el que se sentía tan agradecido. En realidad, ya no estaba seguro
de querer saber la respuesta.
Pero cuando estaba a punto de retirar la pregunta, Erec respondió.
—Sí —dijo en tono solemne.
No añadió nada más, y la respuesta quedó flotando en el aire. Thor comprendió que
aquella afirmación estaba cargada de significado y no insistió. Pero O’Connor quería saber más.
—¿Y cómo es? —preguntó.
Thor se alegró de no haber sido él quien formulara la pregunta.
—Es una tierra vasta y variada que se encuentra controlada por un cruel imperio
—explicó Erec—. Está el país de los salvajes, el país de los esclavos y el de los monstruos,
unos monstruos que no podéis ni imaginar. Hay desiertos, colinas y montañas hasta donde
alcanza la vista. Hay ciénagas, marismas y un inmenso océano. También está el país de los
druidas. Y el país de los dragones.
Thor abrió los ojos como platos.
—¿Dragones? Pensaba que no existían.
Erec le miró muy serio.
—Te aseguro que sí. Y es un lugar tan espantoso que ni siquiera los gorales quieren
pisarlo.
Thor tragó saliva. Le parecía increíble que Erec se hubiera aventurado tan lejos. ¿Cómo
había logrado regresar sano y salvo? ¿Cuándo estuvo allí y cuándo había vuelto? Pero esto se lo
preguntaría en otra ocasión. Había muchas cosas que quería preguntarle sobre el malvado
Imperio: quién lo gobernaba, por qué querían atacarles… Las preguntas se agolpaban en su
mente y los párpados le pesaban. Cada vez estaba más oscuro y hacía más frío. No era el
momento de seguir hablando.
Thor se dejó vencer por el sueño y apoyó la cabeza en el suelo. Antes de cerrar los ojos
se preguntó si algún día volvería a casa.
Thor abrió los ojos un poco confuso. No sabía dónde estaba ni cómo había llegado hasta
allí. Una espesa capa de niebla le cubría el cuerpo hasta la cintura, de modo que no podía verse
los pies. Las primeras luces del alba iluminaban el Cañón, y al otro lado estaba su patria. Al
darse cuenta de que todavía estaba al otro lado de la frontera, se le aceleró el corazón.
Miró el puente, que estaba extrañamente vacío de soldados. De hecho, todo estaba
extrañamente vacío a su alrededor. De repente, las tablas de madera del puente empezaron a
caer una tras otra, como piezas de dominó. En pocos segundos el puente se desmoronó y cayó
al precipicio, tan profundo que Thor no oyó que las tablas tocaran el fondo.
Angustiado, buscó con la mirada a los otros, pero no se les veía por ninguna parte. No
sabía qué hacer. Estaba atrapado al otro lado del Cañón y no podía volver. ¿A dónde habrían
ido los demás? Oyó un ruido y detectó movimiento en el bosque. Se levantó y se internó en el
bosque, notando bajo los pies la blandura del mantillo. Unas ramas bajas crujían bajo el peso de
una red que se movía en círculos.
Dentro de la red estaba Elden, con un halcón posado en la cabeza. Era un ave de cuerpo
brillante y plateado con una raya oscura que le bajaba desde la cabeza hasta la frente, entre los
ojos. El halcón se inclinó sobre Elden, le arrancó un ojo, lo sostuvo en el pico y miró a Thor.
Thor quería apartar la mirada, pero no podía. Justo cuando comprendió que Elden estaba
muerto, el bosque cobró vida y por todas partes aparecieron gorales que se lanzaban contra él
gruñendo y aullando. Eran enormes y musculosos, cubiertos solo por un taparrabos. Ostentaban
tres narices en el rostro, formando un triángulo, y unos colmillos largos y curvos. Thor no podía
escapar. Aterrado, se agachó para coger la espada, pero había desaparecido.
Entonces gritó. Se incorporó de golpe, jadeando y mirando a uno y otro lado. Todo
estaba en silencio, pero era un silencio vivo, no como el de su sueño. Entonces comprendió que
había estado soñando. Vio que empezaba a amanecer, y que Reese, O’Connor y Erec estaban
durmiendo en el suelo, junto a las brasas de la hoguera.
En el suelo había un halcón grande y plateado, con una raya negra desde la cabeza que
caía justo en medio de los ojos. El halcón miró a Thor con la cabeza ladeada y emitió un
chillido estremecedor. Por increíble que pareciera, era el mismo pájaro de su sueño. Thor
comprendió que el pájaro era un mensaje, y que su sueño había sido algo más que un sueño.
Algo iba mal, estaba seguro, lo notaba en un sutil estremecimiento que le subía por la espalda y
le recorría los brazos.
Se levantó rápidamente y miró a su alrededor. ¿Qué pasaba? Todo estaba en silencio, no
había nada fuera de lugar. El puente seguía en su sitio, y los soldados también.
Se preguntó dónde estaba el problema. Y de repente comprendió: faltaba una persona,
faltaba Elden.
Al principio, Thor pensó que habría regresado al otro lado del Cañón. A lo mejor estaba
demasiado avergonzado por la pérdida de su espada para continuar con ellos. Pero cuando miró
hacia el bosque vio unas huellas frescas en el musgo húmedo de rocío que conducían al
sendero. Eran las huellas de Elden, lo que significaba que no se había marchado, sino que se
había adentrado en el bosque. Solo. Tal vez necesitaba aliviarse. O tal vez, pensó Thor
alarmado, había ido en busca de su espada.
Esto último sería una tontería, un acto de desesperación. Thor comprendió que Elden
corría un serio peligro, que podía perder la vida. Como para confirmar sus temores, el halcón
chilló de nuevo, levantó el vuelo y le atacó antes de perderse en el cielo. Thor tuvo que agachar
rápidamente la cabeza para esquivar las poderosas garras.
Sin pensarlo más, decidió seguir las huellas de Elden. De haberse detenido a pensar, el
miedo le habría paralizado, pero solo quería ayudar a Elden, de modo que se internó corriendo
en el bosque.
—¡Elden! —gritó.
No sabía por qué, pero tenía la sensación de que la vida de Elden corría serio peligro, y
estaba preocupado, a pesar de lo mal que el chico se había portado con él. Sabía perfectamente
que Elden no acudiría a rescatarle si estuviera en su lugar. A lo mejor era una tontería arriesgar
la vida por alguien que ni siquiera lo apreciaba, que preferiría verle muerto, pero Thor no podía
evitarlo. Sentía que estaba cambiando, que estaba adquiriendo un poder nuevo y misterioso que
no podía controlar y que le impelía a reaccionar. ¿Se estaría volviendo loco? Era la primera vez
que se sentía así. ¿Estaría exagerando, tal vez a causa de lo que había soñado? ¿Debería dar
media vuelta?

Pero no se detuvo; no se dejó vencer por las dudas ni por el miedo. Sentía que los pies le
llevaban, y corrió hasta perder el aliento.

De repente se topó con una escena que habría dejado helado al guerrero más fiero. Se
detuvo en seco y se quedó jadeando, intentando comprender lo que se desarrollaba ante sus
ojos. Elden sostenía su espada ante un ser monstruoso de casi tres metros de altura, tan ancho
como cuatro hombres juntos, con unos brazos rojizos y musculosos y unas manos acabadas en
tres dedos largos y afilados. La cabeza era como la de un demonio, con cuatro cuernos. En el
rostro, de barbilla saliente y frente amplia, destacaban unos ojos grandes y amarillentos y unos
colmillos retorcidos. El monstruo levantó la cabeza y lanzó un aullido tan agudo que
resquebrajó en dos un grueso tronco centenario.

Elden parecía paralizado por el miedo. Dejó caer la espada, y el suelo a sus pies se
oscureció como si estuviera empapado. Se había orinado en los pantalones.

El monstruo avanzó hacia él con un gruñido.


Pero el terror no había inmovilizado a Thor. Más bien al contrario. Se sentía más vivo
que nunca, y con los sentidos agudizados. Su campo visual se estrechó. Podía concentrarse en
el monstruo y calcular no solo su posición con respecto a Elden sino también su volumen, su
fuerza y su velocidad de movimientos, así como adquirir conciencia de las condiciones de su
propio cuerpo y sus armas. Sin pensarlo más, se interpuso entre el monstruo y Elden. Estaba tan
cerca de la bestia que notaba el fuego de su aliento, y sus bramidos le pusieron la carne de
gallina. Pero oyó mentalmente la voz de Erec diciéndole que tenía que ser fuerte, que debía
permanecer ecuánime, y se mantuvo en su puesto.

Arremetió contra el monstruo con la espada bien alta, apuntando al corazón. La bestia
gritó de dolor cuando la espada la traspasó, y de su cuerpo manó abundante sangre, pero no
murió, sino que dio media vuelta y golpeó a Thor tan fuerte que lo lanzó volando al otro lado
del claro. Thor notó un crujido en las costillas, se golpeó la cabeza contra un árbol y se quedó
atontado en el suelo.
Cuando levantó la cabeza, todo le daba vueltas. Vio que el monstruo se arrancaba la
espada que tenía clavada en el tórax como si fuera un palillo y la lanzaba contra los árboles. La
espada cortó varias ramas y cayó dentro del bosque.

La bestia se encaminó entonces hacia Thor, que yacía en el suelo con el cuerpo dolorido.
Elden, que había estado paralizado de terror, reaccionó de repente y saltó sobre la espalda de la
bestia, distrayéndola lo suficiente como para que Thor pudiera incorporarse. El monstruo,
furioso, arrojó a Elden al otro lado del claro y lo estampó contra un árbol.

Cuando Elden cayó al suelo, el monstruo, que todavía sangraba, se volvió hacia Thor
rugiendo y enseñando los colmillos. Thor no tenía muchas opciones. Estaba desarmado y solo
ante el ataque de un monstruo. Hizo lo único que podía hacer: se apartó en el último momento.
La bestia chocó contra un árbol, arrancándolo de raíz, y levantó una pierna para pisar a Thor en
la cabeza. Pero él lo esquivó, se puso de pie, colocó una piedra en su honda y disparó.

Thor nunca había lanzado una piedra con tanta fuerza, y estaba seguro de que había
matado a la bestia, pero se equivocó. La piedra alcanzó al monstruo entre los ojos y le hizo
tambalearse, pero no lo detuvo. A Thor no le quedó más remedio que hacer acopio de todo su
poder, fuera el que fuese, así que cargó contra el monstruo confiando en tirarlo al suelo.

Para su sorpresa, no funcionó. Seguía siendo un chico más bien frágil, y el monstruo se
limitó a cogerlo por la cintura y levantarlo con sus fuertes brazos para arrojarlo al otro lado del
claro como si fuera un misil.

Después de chocar contra un árbol, Thor se desplomó en el suelo, confuso y dolorido,


con un fuerte golpe en las costillas y en la cabeza. Esta vez no había nada que le salvara. El
monstruo iba a aplastarle la cabeza.
Thor se preparó para morir, pero, de repente, la bestia se detuvo y se llevó las manos a la
garganta, donde tenía una flecha clavada. Momentos más tarde, cayó de bruces. El monstruo
estaba muerto.
Erec llegó corriendo, seguido de Reese y O’Connor, y le preguntó si estaba bien. Thor
quería contestar, pero ni el más leve sonido salió de su boca. Cerró los ojos y se hundió en la
oscuridad.
Capítulo dieciocho

Cuando abrió los ojos, Thor seguía confuso. Al ver que estaba tendido sobre un lecho de
paja se preguntó si habría vuelto a los barracones de la Legión. Lentamente, se apoyó sobre un
codo y miró a su alrededor, pero lo que vio no eran los barracones, sino una estancia de piedra.
Parecía un castillo.
Se abrió una alta puerta de madera y apareció Reese. A juzgar por los ruidos
amortiguados que llegaban a oídos de Thor, su amigo no venía solo.
—¡Por fin está despierto! —exclamó Reese con una amplia sonrisa. Cogió a Thor de la
mano y lo obligó a ponerse en pie.
Thor se llevó la otra mano a la cabeza. Parecía que fuera a estallarle.
—Vamos, date prisa, te están esperando —dijo Reese.
—Un momento, por favor. —Thor intentó situarse—. ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?
—Estamos en la Corte del Rey, y vamos a nombrarte héroe del día —dijo Reese, muy
alegre.
—¿Héroe? ¿Qué quieres decir? ¿Y… cómo he llegado hasta aquí?
—El monstruo te dejó sin sentido. Llevas bastante tiempo inconsciente. Tuvimos que
cargar contigo para atravesar el puente del Cañón. Fue bastante aparatoso. ¡No era así como
esperaba volver contigo de nuestra misión! —dijo entre risas.
Thor acompañó a Reese por los pasillos del castillo. Hombres y mujeres, guardias,
escuderos y caballeros, todos habían esperado a que Thor despertara y lo miraban con
admiración. Era la primera vez que Thor se sentía respetado y aceptado; hasta entonces solo
había visto miradas despectivas. Se esforzó por recordar lo ocurrido.
—¿Qué pasó exactamente? —preguntó.
—¿No te acuerdas de nada? —preguntó Reese.
—Recuerdo que entré corriendo en el bosque y que luché contra el monstruo. —A partir
de aquí, su mente estaba en blanco.
—Le salvaste la vida a Elden —dijo Reese—. Tuviste el valor de entrar solo en el
bosque. En realidad no entiendo que emplearas tu energía en rescatar a ese insoportable, pero el
caso es que le salvaste la vida. El rey está muy contento contigo, no porque salvaras a Elden,
sino porque admira el valor. Y le gusta rendir homenaje a estas historias que pueden servir de
inspiración a los demás y que dan una buena imagen de la Corona y de la Legión. Quiere
homenajearte y recompensarte.
—¿Recompensarme? —Thor estaba estupefacto—. ¡Pero si no he hecho nada!
—Le salvaste la vida a Elden.
—Hice lo que tenía que hacer. Fue una reacción natural.
—Esto es precisamente lo que el rey quiere agradecerte.
Thor no supo qué decir. No creía que sus actos necesitaran recompensa. De no haber sido
por Erec, él estaría muerto. Se sintió lleno de agradecimiento hacia Erec. Esperaba poder
pagárselo un día.
—¿Y qué pasa con nuestra patrulla? —preguntó—. No hemos acabado nuestra misión.
Reese le puso una mano tranquilizadora en el hombro.
—Le has salvado la vida a un chico, amigo. A un miembro de la Legión. Eso es más
importante que nuestra patrulla. ¡Una primera patrulla muy aburrida! —dijo riendo.
Al final del pasillo, dos guardias les abrieron la puerta y les hicieron pasar a una sala.
Thor miró parpadeando a su alrededor. Era la Sala de Armas, donde se reunían los mejores
guerreros, los hombres de la Plata. Era una estancia de techos altísimos, con vidrieras, como el
interior de una catedral. De las paredes colgaban armas y armaduras, a modo de trofeos.
Thor contempló emocionado las legendarias armas expuestas, las armaduras de heroicos
caballeros. Siempre había soñado con visitar la famosa Sala de Armas. Normalmente no se
permitía la entrada más que a los miembros de la Plata.
Lo más sorprendente era que los caballeros de la sala habían vuelto la cabeza hacia él y
lo miraban con admiración. Thor nunca había visto a tantos caballeros juntos, nunca se había
sentido tan aceptado. Era un sueño hecho realidad (sobre todo porque unos minutos antes estaba
profundamente dormido).
Reese vio su expresión de estupor y apoyó una mano en su hombro para tranquilizarle.
—Los mejores hombres de la Plata se han reunido aquí para rendirte honores.
Thor no acababa de creerlo, pero no podía evitar sentirse orgulloso.
—¿Honores? Pero si no he hecho nada.
—No es cierto —dijo una voz.
Una mano se apoyó pesadamente en su hombro.
—Has dado muestras de un valor y un coraje mucho mayores de lo que esperábamos.
Has estado a punto de perder la vida por salvar a uno de los tuyos. Esta es la actitud que
buscamos en la Legión, la que queremos en la Plata.
—Me habéis salvado la vida —respondió Thor—. De no ser por vos, el monstruo me
habría matado. No sé cómo daros las gracias.
Erec sonrió.
—Ya me las has dado. Recuerda lo que hiciste en el torneo. Creo que estamos igualados.
Flanqueado por Reese y Erec y convertido en el centro de todas las miradas, Thor avanzó
hacia el trono de MacGil, al fondo de la estancia, con la sensación de estar soñando.
El rey estaba rodeado por sus consejeros y por su hijo mayor, Kendrick. Thor se acercó
lleno de orgullo. Era la segunda vez en poco tiempo que el rey le concedía audiencia, y esta vez
en presencia de testigos muy importantes.
Para sorpresa de los presentes, el rey se levantó, esbozó una amplia sonrisa y se acercó a
Thor para darle un abrazo. Hubo un estallido de vivas y de aplausos. El rey cogió a Thor de los
hombros y le dijo, muy sonriente:
—Has servido bien a la Legión.
Tomó una copa de manos de un criado, la alzó y miró a su alrededor antes de brindar con
voz potente.
—¡BRINDO POR EL VALOR!
—¡POR EL VALOR! —corearon los presentes.
Cuando se acalló el murmullo del brindis, la sala volvió a quedar en silencio.
—Te voy a hacer un regalo en recompensa por tu proeza —bramó el rey.
En respuesta a un gesto del monarca, un criado se adelantó. Sobre su brazo, protegido por
un grueso guante negro, se posaba un magnífico halcón que volvió la mirada a Thor, como si lo
conociera.
Thor se quedó sin habla. Era el halcón de cuerpo plateado y raya negra entre los ojos que
se le había aparecido en el sueño.
—El halcón es el símbolo de nuestro reino y de la familia real —dijo MacGil con
orgullo—. Esta ave rapaz representa el orgullo y el honor, pero también posee astucia y
habilidad. Es un animal fiero y leal, muy por encima de otros animales. Y es también sagrado.
Se dice que el halcón y su dueño mantienen una estrecha relación. El halcón es tu guía en
muchos aspectos, y aunque se aleje de ti, siempre volverá. Ahora es tuyo.
El cetrero se adelantó, le puso a Thor un pesado guante que le protegía la mano y el brazo
y colocó encima el halcón. Thor estaba tan emocionado que no se atrevía a moverse. Le
sorprendió comprobar lo mucho que pesaba el halcón, y lo afiladas que eran sus garras, incluso
a través del guante. El halcón volvió la cabeza hacia él y chilló. Thor sintió que estaban unidos
por un vínculo sagrado, y supo al momento que el halcón estaría con él hasta el final de sus
días.
El rey rompió el silencio que reinaba en la sala.
—Es una hembra. ¿Cómo piensas llamarla?
Thor no supo qué contestar. Se devanó los sesos buscando un nombre entre los
legendarios guerreros del reino. Miró las paredes, cubiertas de placas con los nombres de
batallas y lugares del reino, y se fijó en un lugar en particular, un sitio que no conocía, pero que
según había oído estaba dotado de un significado místico. El nombre le gustó.
—La llamaré Estopheles —dijo.
—¡Estopheles! —corearon todos, muy complacidos.
El halcón volvió a chillar, como si diera su consentimiento. De repente, batió las alas y
salió volando por una ventana en lo alto de la cúpula.
—No te preocupes —le dijo a Thor el cetrero—. Volverá contigo.
Thor miró al rey. Nunca le habían hecho un regalo, y menos un regalo tan valioso. Estaba
tan emocionado que no sabía cómo darle las gracias. Agachó la cabeza.
—Mi señor, no sé cómo puedo daros las gracias.
—Ya lo has hecho —dijo el rey.
La sala estalló en aplausos. El ambiente se relajó y todos empezaron a charlar. Muchos
caballeros se acercaron a Thor para presentarse. El chico no sabía hacia dónde mirar, y pronto
se vio incapaz de retener tantos nombres.
—Este es Algod, de la Provincia Este —decía Reese—. Y este es Kamera, de las
Marismas… Y Basikold, de las Fortalezas del Norte.
Era increíble que todos quisieran conocerle. Thor nunca había recibido honores y
reconocimiento, y estaba convencido de que no volvería a vivir un día así. Era la primera vez en
su vida que se sentía digno de aprecio y reconocimiento.
Y no podía dejar de pensar en Estopheles.
Mientras Thor saludaba a un caballero tras otro y olvidaba sus nombres tan pronto como
se los decían, llegó un mensajero y le puso un pequeño manuscrito en la mano. Era un mensaje
en un papel rosado, escrito con una letra fina y delicada. Thor no sospechaba siquiera su
procedencia; era la primera vez que recibía un mensaje.
Te espero en el jardín trasero, detrás de la puerta.

El manuscrito despedía un delicado aroma a flores y no estaba firmado. Reese se inclinó


sobre Thor para leerlo y soltó una carcajada.
—Parece que le gustas a mi hermana —dijo sonriendo—. Si yo estuviera en tu lugar, no
faltaría a la cita. No le gusta que la hagan esperar.
Thor se ruborizó.
—Al jardín trasero se va por allí. Date prisa. Mi hermana es capaz de cambiar
rápidamente de opinión. Y me encantaría que entraras a formar parte de la familia —dijo Reese.
Capítulo diecinueve

No era fácil seguir las instrucciones de Reese sobre cómo llegar al jardín trasero. El
castillo tenía muchos recovecos, demasiadas puertas secretas y largos pasillos que llevaban a
otros pasillos. Repitiéndose mentalmente las palabras de Reese, Thor bajó corriendo un tramo
de escalones, giró por un pasillo y se detuvo ante la puertecita con manija roja que le había
indicado Reese.
Nada más abrir la puerta, la intensa luz del sol le hizo parpadear. Resultaba agradable
estar fuera de las mal ventiladas estancias del castillo, respirar aire fresco y notar el calor del
sol. Cuando sus ojos se adaptaron a la claridad, vio que se encontraba en los vastos jardines
reales. Ante él se extendían hileras de setos perfectamente recortados en distintas formas,
sinuosos senderos, fuentes cantarinas, árboles exóticos, huertos repletos de fruta madura,
campos de flores de diversas formas y colores. Tanta belleza le dejó boquiabierto. Era como
entrar en un cuadro.
Con el corazón a punto de salírsele del pecho, buscó a Gwendolyn con la vista, pero no la
vio por ninguna parte. El jardín estaba vacío, y los altos muros de piedra alrededor indicaban
que estaba reservado a la familia real.
Se preguntó si la nota sería una mentira. Lo más probable era que la princesa le hubiera
gastado una broma. Al fin y al cabo, él no era más que un paleto de pueblo. ¿Cómo iba a
despertar el interés de una joven de alto rango?
Avergonzado, volvió a leer la nota y la enrolló. Le dolía que le hubieran tomado el pelo.
¡Qué tonto era por haberse ilusionado! Emprendió el regreso con la cabeza gacha, pero cuando
llegaba a la puerta oyó que lo llamaban.
—¿A dónde te crees que vas? —Era una voz alegre y cantarina como un trino.
¿Estaba soñando? Thor giró sobre sus talones, y allí estaba la princesa, sentada a la
sombra del muro. Llevaba un bonito vestido de satén blanco con ribete rosa y le sonreía. Estaba
más guapa incluso de lo que la recordaba.
Gwendolyn. Thor no había dejado de soñar con ella, con sus ojos azules en forma de
almendra y su pelo largo de color fresa, y con esa sonrisa que llenaba su corazón de gozo. Se
cubría la cabeza con un amplio sombrero blanco y rosa y le miraba con ojos chispeantes. Le
parecía tan increíble que le estuviera mirando a él, que tuvo la tentación de volver la cabeza
para comprobar si había alguien más.
—Hmmm… No…, no sé… —balbuceó—. Hmmm…, iba a entrar.
De nuevo había perdido la capacidad de hablar. Con ella se ponía tan nervioso que no
sabía expresarse.
La princesa rio con la risa más bonita que pudiera imaginarse.
—Pero… ¿te vas ya? —dijo con picardía—. Si acabas de llegar.
Thor no supo qué contestar.
—Esto…, no podía encontraros —dijo avergonzado.
La princesa rio.
—Bueno, pues aquí estoy. ¿No me ayudas a levantarme? —Le tendió la mano.
Thor la tomó rápidamente de la mano, tan suave y delicada que le dejó electrificado.
Deseó que el contacto no acabara nunca. La princesa dejó su manita un instante en la de Thor,
se puso lentamente de pie y se apoyó en su brazo para pasear por los sinuosos senderos del
jardín.
Cogidos del brazo, recorrieron un sendero de cantos rodados que conducía a un laberinto
de setos, donde estaban a salvo de miradas.
Thor estaba nervioso. No sabía si tendría problemas por el hecho de estar paseando con
la hija del rey. Notaba un leve sudor en la frente, ignoraba si a causa del calor o de la cercanía
de Gwendolyn.
Estaba demasiado turbado para hablar, y agradeció que la princesa rompiera el silencio.
—Has causado mucho revuelo, ¿no? —preguntó con una sonrisa.
Thor se encogió de hombros.
—Lo siento. No ha sido mi intención.
Ella soltó una carcajada.
—¿Y por qué no ha sido tu intención? ¿No te parece bien causar revuelo?
Thor se quedó bloqueado. Al parecer siempre decía lo que no debía.
—Este sitio es muy aburrido y poco interesante, la verdad —dijo la princesa—. Es
agradable tener gente nueva. Parece que mi padre te ha cogido afecto. Y mi hermano también.
—Hmmm… Gracias.
Thor se hubiera dado de bofetadas. Ojalá fuera capaz de decir algo más. Se esforzó por
seguir con la conversación.
—¿Os gusta… este lugar?
La princesa echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—¿Si me gusta esto? Bueno, supongo que sí. Aquí es donde vivo —dijo, y volvió a reír.
Thor se sonrojó. Lo estaba haciendo francamente mal. Pero no estaba acostumbrado a
hablar con chicas, nunca había tenido amigas en el pueblo. ¿Qué podía preguntarle? ¿De dónde
era? Eso ya lo sabía. Se preguntó por qué la princesa le había citado. ¿Era por diversión?
—¿Por qué os gusto? —preguntó.
La princesa le miró fijamente y ahogó una carcajada.
—Eres un chico muy creído —dijo sonriendo—. ¿Quién dice que me gustas?
Al parecer, todo lo que decía Thor la divertía.
Thor no hacía más que cometer torpezas.
—Lo siento. No quería decir eso. Solo me preguntaba… Quiero decir que… Ya sé que
no os gusto.
La princesa rio con ganas.
—Eres muy gracioso, tengo que admitirlo. Supongo que nunca has tenido una amiga,
¿no?
Thor agachó la cabeza.
—Y me imagino que tampoco tienes hermanas.
Thor hizo un gesto negativo.
—Tengo tres hermanos. —Por fin había conseguido decir algo normal.
—¿En serio? ¿Y dónde están, en tu pueblo?
Thor movió la cabeza.
—No, en la Legión, igual que yo.
—Bueno, esto es un consuelo.
Thor hizo señal de que no.
—No, no les caigo bien. Preferirían que yo no estuviera.
Por primera vez, la sonrisa de la princesa se esfumó.
—¿Cómo es posible que no les caigas bien, si eres su hermano? —preguntó horrorizada.
Thor se encogió de hombros.
—Ya me gustaría saberlo —dijo.
Siguieron caminando en silencio. Thor se preguntó si lo habría estropeado todo con la
referencia a sus hermanos y quiso reparar el error.
—No os preocupéis, porque no me importa —dijo—. Siempre ha sido así. Además, aquí
he hecho buenos amigos, los mejores que he tenido nunca.
—¿Te refieres a mi hermano Reese?
Thor asintió.
—Reese es buen chico —dijo la princesa—. En cierto modo es mi favorito. Como sabes,
tengo cuatro hermanos. Tres hermanos de padre y madre y un hermanastro. El mayor,
Kendrick, es hijo de otra mujer. ¿Le conoces?
—Estoy en deuda con él —dijo Thor—. Si estoy en la Legión es gracias a él. Es un
hombre muy bueno.
—Cierto, uno de los hombres más bondadosos del reino. Le quiero como si fuera un
hermano auténtico. También quiero mucho a Reese. En cuanto a los otros dos…, bueno. Ya
sabes cómo son las familias. No todos se llevan bien. A veces me pregunto cómo es posible que
los tres descendamos de los mismos progenitores.
Thor sintió curiosidad por saber más; cómo eran sus hermanos, por qué no se llevaban
bien. Quería preguntarle pero no se atrevía. Y tampoco la princesa parecía deseosa de ahondar
en el tema. Más bien parecía una persona feliz que quería centrarse en las cosas alegres.
Al final del laberinto salieron a un jardín sorprendente. Sobre un césped perfectamente
cortado, donde la hierba componía formas geométricas, se erigían unas inmensas figuras de
madera, más altas que el propio Thor. Era una suerte de tablero gigantesco para algún tipo de
juego.
Gwen chilló emocionada.
—¿Quieres jugar?
—¿Qué clase de juego es? —preguntó Thor.
La princesa le miró con expresión de sorpresa.
—¿Nunca has jugado a los Racks?
Thor dijo que no con la cabeza, un poco avergonzado. Se sentía más ignorante que
nunca.
—¡Es un juego muy divertido! —exclamó la princesa.
Cogió a Thor de las manos y lo arrastró al tablero. Thor sonrió para sus adentros al verla
brincar de alegría. Lo que le emocionaba, más que aquel bonito jardín, más que cualquier otra
cosa, era el tacto de las manos de Gwen, la idea de que la joven quisiera estar con él. La
princesa quería su compañía, tenía ganas de pasar un rato con él. Que una joven como la
princesa se hubiera fijado en él le resultaba increíble.
—Ponte junto a esa pieza —dijo Gwen—. Tienes que moverla, y solo dispones de diez
segundos.
—¿Qué queréis decir?
—¡Rápido, elige una dirección!
Thor levantó la enorme pieza de madera, que era sorprendentemente ligera, y la depositó
en otro cuadrado.
Sin perder un minuto, Gwen empujó su propia pieza de madera y lanzó un grito de
triunfo cuando esta cayó sobre la de Thor y la tumbó.
—¡Mal movimiento! —dijo—. Te has interpuesto en mi camino y has perdido.
Thor contempló sorprendido las dos piezas caídas. No entendía nada. La princesa rio y
tomó a Thor del brazo para seguir su paseo.
—No te preocupes; ya te enseñaré.
A Thor le dio un brinco el corazón. Gwen le enseñaría a jugar. Quería volver a verlo y
pasar tiempo con él. ¿Estaría soñando?
Entraron en un nuevo laberinto, esta vez decorado con flores de brillantes colores y
altísimos tallos. Extraños insectos revoloteaban en lo alto.
—Dime, ¿qué te parece este lugar? —preguntó la princesa.
—Es el lugar más bonito que he visto jamás —dijo Thor con sinceridad.
—¿Y por qué quieres ser miembro de la Legión?
—Siempre había soñado con serlo.
—Pero ¿por qué? ¿Es porque quieres servir a mi padre?
Thor se quedó pensativo. Nunca se había hecho esta pregunta…
—Sí —respondió al fin—. A tu padre y al Anillo.
—¿Y qué quieres para ti? —preguntó Gwen—. ¿No quieres tener familia? ¿Una esposa?
¿Un pedazo de tierra?
La princesa se había detenido y le miraba con ojos chispeantes. Thor estaba bloqueado.
Nunca se había hecho estas preguntas.
—Ejem…, no lo sé. Nunca había pensado en eso.
—¿Y qué diría tu madre? —preguntó Gwen sonriendo.
La expresión de Thor se ensombreció.
—No tengo madre.
Gwen borró la sonrisa de su rostro.
—¿Qué le ocurrió?
Thor quería contestarle, contárselo todo. Nunca había hablado con nadie de su madre,
pero ahora quería contarle a Gwen, casi una desconocida, sus sentimientos más profundos. Pero
cuando se disponía a hablar, un chillido los interrumpió.
—¡Gwendolyn!
Los dos se giraron al mismo tiempo para ver a la reina, vestida con sus mejores galas y
acompañada de sus doncellas. Con el rostro lívido de furia, la reina agarró a Gwendolyn del
brazo.
—Entra ahora mismo. ¿Qué te he dicho? No quiero que vuelvas a hablar con él nunca
más. ¿Me has entendido?
Gwen enrojeció de rabia y de humillación, pero en seguida se recobró y adoptó una
expresión de dignidad.
—¡Quítame las manos de encima! —le gritó a su madre. Fue en vano, porque la reina,
ayudada por sus doncellas, ya la arrastraba hacia el castillo.
—¡He dicho que me quites las manos de encima! —Gwen le dirigió a Thor una mirada
triste y suplicante.
Thor la entendía perfectamente. A él también le partía el corazón ver cómo se la
llevaban. Era como si le despojaran de su futuro.
Mucho tiempo después de que la princesa desapareciera de su vista, Thor seguía allí,
incapaz de moverse, como si hubiera echado raíces. No quería marcharse, no quería olvidar su
rato con Gwen.
Pero, sobre todo, no quería ni pensar en que tal vez no la volvería a ver.
Regresó lentamente al castillo, tan inmerso en sus pensamientos que no veía lo que había
a su alrededor. No podía apartar su mente de Gwen. Era la joven más hermosa, inteligente y
divertida que había conocido. Tenía que volver a verla. Su ausencia ya le estaba haciendo
sufrir. Apenas la conocía, y sentía que no podía vivir sin ella. Era un sentimiento tan intenso
que le daba miedo.
Al pensar en la reina, en la forma en que se había llevado a su hija, comprendió con
desazón que entre ellos se interponían fuerzas muy poderosas; por alguna razón, no querían
verlos juntos.
Seguía rumiando sobre esto cuando una mano abierta se posó sobre su pecho y le impidió
avanzar. Era un chico alto y delgado, vestido con lujosas prendas: sedas de color púrpura, verde
y escarlata y un sombrero ornado con una pluma. El joven arqueaba las cejas y le miraba con un
rictus de desprecio. Parecía acostumbrado al lujo y bastante mimado.
—Me llaman Alton —dijo el chico—. Soy el hijo de lord Alton, primo hermano del rey.
Somos nobles desde hace siete siglos, y esto me da derecho al título de duque. Tú, en cambio,
perteneces a la plebe —dijo con desdén—. La Corte del Rey es para la realeza y para los
nobles. No para la gente de tu clase.
Thor no entendía por qué el joven estaba tan molesto.
—¿Qué quieres de mí? —le preguntó.
Alton soltó una risita despectiva.
—No lo entiendes, claro, no entiendes nada. ¿Cómo te atreves a entrar aquí simulando
que eres de los nuestros?
—No estoy simulando nada.
—Bueno, pues me da igual cómo has podido entrar, pero te advierto, antes de que sigas
haciéndote ilusiones, que Gwendolyn es mía.
Thor le miró sin comprender. ¿Suya?
—Nuestro matrimonio se decidió desde la cuna —explicó Alton—. Tenemos la misma
edad y pertenecemos a la misma clase social. Nuestro futuro está trazado, no te imagines ni por
un segundo que puedas cambiarlo.
Thor se sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago. No tuvo fuerzas para
responder.
Alton se acercó un paso más.
—Dejo que Gwen coquetee un poco. Lo ha hecho muchas veces. De vez en cuando
siente piedad por un plebeyo o por un criado, y durante un tiempo se distrae con ellos. Puede
que pienses que hay algo más, pero Gwen es así. Para ella no eres más que una distracción.
Colecciona admiradores como quien colecciona muñecas. En cuestión de unos días se habrá
cansado de ti. Para ella no eres nadie, y a finales de este año estará casada para siempre.
El joven le miraba fijamente. Thor comprendió que defendería su posición con uñas y
dientes.
Las palabras de Alton le hirieron profundamente. ¿Era cierto que Gwen no sentía nada
por él? Le había parecido muy sincera, pero ya no sabía qué pensar. ¿Y si estaba equivocado?
—Mientes —dijo finalmente.
Con una sonrisita, Alton levantó el bien cuidado índice y lo apoyó en el pecho de Thor.
—Como vuelva a verte aquí, haré uso de mi autoridad y llamaré a los guardias para que
te encierren entre rejas.
—¿En base a qué?
—NO necesito ninguna razón. Tengo una autoridad. Me inventaré cualquier cosa, y me
creerán. Al final, medio reino creerá que eres un delincuente.
La sonrisita de Alton le daba ganas de vomitar.
—Esto es poco honorable. —Thor no entendía que alguien pudiera actuar con tal falta de
principios.
Alton soltó una aguda risita.
—Nunca he necesitado sentido del honor —dijo—. Eso es para los tontos. Yo
simplemente consigo lo que quiero. Quédate tú con tu sentido del honor; yo me quedo con
Gwendolyn.
Capítulo veinte

Thor y Reese salieron del recinto real por la puerta arqueada y tomaron la carretera que
llevaba a los barracones de la Legión. Cuando los guardias se pusieron en posición de firmes,
Thor se sintió reconocido como miembro de la Legión. Por fin había dejado de ser un extraño.
Todo había experimentado un cambio radical desde aquel día en que un guardia lo echó de allí,
no hacía tanto tiempo.
Al oír el chillido de un pájaro, levantó la vista y vio a Estopheles volando en círculo
encima de sus cabezas. El halcón bajó en picado, y Thor tendió emocionado el brazo, donde
todavía llevaba el guante de metal. Pero Estopheles volvió a elevarse y voló cada vez más alto,
aunque sin perderse totalmente de vista. Thor se preguntó por qué. Era un animal místico con el
que sentía una estrecha conexión.
En silencio, siguieron a buen paso en dirección a los barracones. Thor sabía que sus
hermanos estarían allí, y se preguntó cómo le recibirían. ¿Tendrían celos, envidia? ¿Les
enfurecería ver las atenciones que recibía? ¿Se burlarían porque había vuelto del Cañón sin
conocimiento? ¿Le aceptarían por fin?
Esperaba que fuera esto último; estaba cansado de luchar y solo quería formar parte de
algo, sentirse aceptado.
Ya se divisaban los barracones a lo lejos, y Thor no podía dejar de pensar en Gwendolyn.
No sabía si podía hablar con Reese de su propia hermana, pero no lograba sacársela de la
cabeza. Le daba vueltas al encuentro con Alton, y se preguntaba cuánto habría de verdad en sus
palabras. Por una parte, temía que Reese se molestara, pero, por otra, anhelaba conocer su
opinión.
—¿Quién es Alton? —preguntó al fin, titubeante.
—¿Por qué lo preguntas?
Thor se encogió de hombros. Afortunadamente, no tuvo que insistir.
—Es un noble de poca monta. Primo lejano del rey. ¿Qué ocurre? ¿Te ha estado
amenazando? —Reese entrecerró los ojos—. Ya entiendo, es por Gwen, ¿no? Debería habértelo
advertido.
Thor volvió la cabeza hacia Reese.
—¿Qué quieres decir?
—Es un patán. Lleva toda la vida detrás de mi hermana. Está convencido de que se
casará con ella. Y mi madre al parecer piensa lo mismo.
—¿Y se casarán? —Le sorprendió el tono de alarma de su propia voz.
Reese le miró sonriendo.
—Vaya, estás colado por ella, ¿verdad? —Soltó una carcajada—. Menuda rapidez.
Thor se ruborizó. No pensaba que se le notara tanto.
—Dependerá de lo que sienta mi hermana por él —respondió Reese—. A menos que la
obliguen a casarse. Pero dudo que mi padre la obligue.
—¿Y qué siente ella? —insistió Thor. No quería entremeterse, pero tenía que saberlo.
Reese se encogió de hombros.
—Tendrás que preguntárselo a ella. Nunca hemos hablado del asunto.
—¿Podría obligarla tu padre a casarse? —insistió Thor.
—Mi padre puede hacer lo que quiera. Este es un asunto entre él y mi hermana. —Reese
volvió la cabeza hacia Thor—. ¿Por qué me haces estas preguntas? ¿De qué habéis hablado?
Thor se sonrojó.
—De nada —dijo.
—¡De nada! —Reese se rio—. Pues no lo parece.
Thor se sonrojó más todavía. A lo mejor eran imaginaciones suyas y Gwen no sentía
nada por él.
Reese le puso una mano en el hombro.
—Escucha, amigo. Lo único que puedo decirte es que mi hermana sabe lo que quiere. Y
lo consigue. Siempre ha sido así. Es tan tozuda como mi padre. Nadie puede obligarla a hacer
nada que ella no quiera hacer. No te preocupes, porque si Gwen te elige, ten por seguro que te
lo hará saber. ¿De acuerdo?
Thor asintió. Hablar con Reese siempre hacía que se sintiera mejor.
Ya estaban ante las inmensas puertas de los barracones de la Legión. Muchos jóvenes
que les esperaban junto a la entrada sonrieron y lanzaron vivas al ver a Thor. Se acercaron, lo
cogieron de los hombros y entraron unidos a él con un gran abrazo fraternal.
—Cuéntanos la aventura en el Cañón. ¿Cómo es el otro lado? —preguntó uno.
—¿Cómo era el monstruo que mataste? —preguntó otro.
—No lo maté yo —protestó Thor—. Fue Erec.
—Dicen que le salvaste la vida a Erec —comentó un chico.
—Dicen que te lanzaste contra el monstruo de cabeza y desarmado —dijo otro.
—¡Ya eres uno de los nuestros! —gritó un chico.
Los demás seguían a Thor entre gritos de alegría, como si fuera un hermano al que hacía
tiempo que no veían.
Thor no podía creerlo, pero a fuerza de oírlo empezaba a pensar que tenían razón. Tal vez
había sido valiente, después de todo. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía satisfecho,
sobre todo porque lo habían aceptado. Ya no estaba tan tenso.
Lo acompañaron al área principal de instrucción, donde muchos miembros de la Legión y
de la Plata lanzaron vítores y se acercaron a darle una palmada en la espalda.
Thor miraba perplejo a su alrededor.
Cuando Kolk salió a hablar, se hizo el silencio. Thor se preparó para recibir una
reprimenda, porque Kolk nunca había sido amable con él, pero esta vez vio en el rostro del
oficial una expresión muy distinta. No sonreía, pero por lo menos no estaba ceñudo, y se diría
que había un brillo de admiración en sus ojos.
Kolk le prendió a Thor en el pecho la insignia de un halcón. Era la insignia de la Legión.
Había sido aceptado. Ya era uno de ellos.
—Thorgrin de la Provincia Sur del Reino Oeste —dijo Kolk—. Te damos la bienvenida a
la Legión.
Los chicos estallaron en vítores y abrazaron a Thor, balanceándole de un lado a otro.
Thor decidió que era mejor no pensar. Solo quería disfrutar del momento. Por fin formaba parte
de un grupo.
Kolk se giró hacia los reclutas.
—¡Vale, chicos! Calmaos —ordenó—. Hoy es un día especial. Se han acabado los
trabajos de recoger mierda de caballo y limpiar botas. Hoy haremos instrucción de verdad: nos
entrenaremos con las armas.
Los chicos volvieron a dar gritos de alegría y siguieron alegremente a Kolk a través del
campo de entrenamiento, hasta llegar a un enorme edificio circular de madera, con relucientes
puertas de bronce. Todos estaban emocionados.
O’Connor se acercó sonriente a Thor y a Reese.
—Pensé que no volvería a verte con vida —dijo, dándole a Thor una palmada en el
hombro—. La próxima vez, espera a que me levante yo primero, ¿vale?
Thor sonrió.
—¿Qué es este edificio? —le preguntó a Reese.
Era un lugar imponente, con enormes remaches de hierro en la puerta.
—Es el arsenal, donde guardamos todas nuestras armas. De vez en cuando nos permiten
echar un vistazo, y hasta entrenarnos con alguna, según la lección a impartir.
Al ver que Elden se acercaba, Thor se preparó para un ataque verbal. Sin embargo, solo
vio amabilidad en el rostro de su rival.
—Tengo que darte las gracias —dijo Elden, agachando humildemente la cabeza—. Me
salvaste la vida.
Thor no se lo esperaba.
—Te había juzgado mal —dijo Elden—. ¿Amigos?
Le tendió la mano.
Thor no era rencoroso. Le estrechó la mano.
—Amigos —dijo.
—No me tomo la amistad a la ligera —dijo Elden—. Siempre contarás con mi apoyo. Y
te debo una.
Dicho esto, dio media vuelta y corrió a reunirse con los reclutas.
Era sorprendente el vuelco que habían dado las cosas.
—Supongo que no es un tipo tan horrible, después de todo —dijo O’Connor—. A lo
mejor es simpático.
Las inmensas puertas del arsenal se abrieron de par en par. Thor entró despacio,
mirándolo todo con respeto reverencial. De las paredes colgaban centenares de armas, algunas
que ni siquiera conocía. Los demás chicos empezaron a tocar las armas y a examinarlas, como
niños en una tienda de caramelos.
Thor se dirigió a una inmensa alabarda y la sopesó con las dos manos. Era de madera
maciza, engrasada con aceite. La hoja estaba gastada y mellada. Se preguntó si habría matado a
muchos enemigos en las batallas.
Dejó la alabarda y cogió una maza, que consistía en un palo grueso y corto del que
pendía una cadena de hierro acabada en una bola con temibles pinchos. Agarró el palo
claveteado y dejó que la bola pendiera de la cadena. Reese, a su lado, examinaba un hacha de
batalla, mientras O’Connor sopesaba una pica y hacía ademán de lanzarla contra un enemigo
imaginario.
—¡Prestad atención! —gritó Kolk.
Todos volvieron la cabeza hacia él.
—Hoy aprenderemos cómo luchar con un enemigo a distancia. ¿Podéis decirme qué
armas hay que usar? ¿Qué puede matar a un hombre desde una distancia de treinta pasos?
—Un arco y una flecha —gritó uno.
—Sí —dijo Kolk—. ¿Y qué más?
—¡Una espada!
—¿Y qué más? Hay más armas. A ver si las oímos.
—Una honda —dijo Thor.
—¿Y qué más?
Thor se devanó los sesos, pero no se le ocurría nada más.
—Lanzamiento de cuchillos —gritó Reese.
—¿Qué más?
Los chicos titubeaban. A nadie se le ocurría nada más.
—Está el lanzamiento de martillos y de hachas. La ballesta —dijo Kolk—. Las picas y
las espadas también se pueden lanzar.
Kolk recorría la sala a grandes zancadas ante la mirada arrobada de los reclutas.
—Y eso no es todo. Un pedrusco cogido del suelo puede seros de mucha utilidad. He
visto cómo un soldado con buena puntería mataba de una pedrada a un hombre robusto como
un buey, un auténtico héroe de guerra. Y las armaduras también pueden usarse como armas
arrojadizas, aunque los soldados no suelen pensar en eso. Si le tiras el guantelete a un enemigo
a la cara, lo desconcertarás el tiempo suficiente como para matarlo. Y lo mismo con el escudo.
—Kolk inspiró profundamente—. Es importante que no os limitéis a luchar a una distancia
corta. Tenéis que ampliar la distancia. La mayoría de la gente lucha a tres pasos, y los buenos
guerreros a treinta pasos, ¿entendido?
—¡Sí, señor! —gritaron los reclutas a coro.
—Muy bien. Hoy vamos a trabajar la técnica de lanzamiento. Buscad por la estancia
todas las armas arrojadizas que encontréis. Coged una cada uno y nos vemos fuera en treinta
segundos. ¡En marcha!
Hubo una desbandada en que todos corrían y se empujaban. Thor corrió a la pared en
busca de un arma y buscó hasta encontrar lo que quería: una pequeña hacha. O’Connor cogió
un puñal, Reese una espada. Salieron al campo de entrenamiento.
Kolk los condujo al otro lado del campo, donde había una serie de escudos sobre unos
postes. Los chicos se arremolinaron expectantes alrededor de su jefe.
—Tenéis que colocaros allí —ordenó Kolk con su vozarrón, señalando una línea en el
suelo— y apuntar a los escudos. Luego corréis a los escudos y cogéis un arma que no sea la
vuestra para practicar. No cojáis nunca la misma. Y apuntad al escudo. Los que erréis el
objetivo, tenéis que dar una vuelta al campo corriendo. ¡Empezad!
Los chicos se pusieron detrás de la línea, hombro con hombro, y empezaron a arrojar sus
armas apuntando a los escudos, a treinta pasos de distancia. El chico que estaba junto a Thor
arrojó su lanza y falló por unos milímetros, de modo que tuvo que empezar a correr alrededor
del campo. Uno de los hombres del rey corrió a su lado y le colocó gruesas cadenas sobre los
hombros.
—¡Corre con esto, chico!
El joven, que ya estaba sudando, tuvo que seguir corriendo, aunque hacía mucho calor.
Thor no quería errar el tiro. Se concentró, echó el tronco hacia atrás y lanzó el hacha.
Cerró un instante los ojos, confiando en haber dado en la diana, y acto seguido oyó el sonido
del hacha clavándose en el escudo de cuero. Le había dado en una esquina, pero por lo menos le
había dado. Unos cuantos jóvenes erraron el tiro y tuvieron que empezar a correr alrededor del
campo. Los que acertaban salían en busca de una nueva arma.
Thor encontró un puñal clavado en el escudo y volvió con él corriendo a la línea de
lanzamiento.
Unas horas después, seguían con el ejercicio, sudorosos y agotados. Thor había tenido
que dar varias vueltas al ruedo, y el brazo derecho le dolía mucho. Pero era un interesante
ejercicio que les permitía familiarizarse con distintas armas, de distintos pesos, formas y hojas.
Thor notó que mejoraba con cada tiro, pero estaba cansado y hacía mucho calor.
Ya solo quedaban unos cuantos reclutas ante los escudos. La mayoría corrían alrededor
del campo. Era demasiado duro lanzar tantas veces con tantas armas distintas, y la combinación
del calor y las carreras resultaba demoledora para la puntería. Thor jadeaba. No sabía cuánto
tiempo podría aguantar. Cuando ya no podía más, Kolk dio la orden de parar.
—¡Basta! —gritó.
Los chicos que estaban corriendo se dejaron caer jadeando sobre la hierba y se
desprendieron de las pesadas cadenas que les habían colocado sobre los hombros. Thor también
se sentó en el suelo, exhausto y empapado en sudor. Algunos hombres del rey llegaron con
cubos de agua y los depositaron en el suelo. Reese cogió uno, bebió y se lo pasó a O’Connor,
que bebió a su vez y se lo pasó a Thor.
Bebió y bebió, dejando que el agua se le derramara por la barbilla y el pecho. Estaba
buenísima. Jadeando todavía, se la devolvió a Reese.
—¿Cuánto tiempo podemos seguir así?
Reese hizo un gesto negativo.
—No lo sé.
—Me parece que quieren matarnos.
Era Elden. Se había sentado junto a Thor, como si de verdad quisiera que fueran amigos.
A Thor le sorprendió comprobar lo mucho que había cambiado. A lo mejor era cierto que
quería ser su amigo.
—¡Chicos! —Kolk caminaba lentamente entre ellos—. Muchos tenéis mala puntería a
esta hora del día. Como podéis comprobar, es difícil acertar cuando estás cansado. Pero de eso
se trata. Durante una batalla no estáis descansados, sino exhaustos. Algunas batallas se
prolongan durante días, sobre todo si se trata del asedio a un castillo. Y es justo entonces,
cuando más cansados estáis, cuando tenéis que hacer vuestro mejor tiro. Y lanzaréis lo que
tengáis más a mano, por eso tenéis que conocer todas las armas y todos los estados de
agotamiento, ¿comprendido?
—SÍ, SEÑOR —corearon todos.
—Algunos de vosotros sabéis arrojar un cuchillo o una lanza, pero no tenéis puntería con
un hacha o un martillo. ¿Os parece que sobreviviríais si solo sabéis usar un arma?
—¡NO, SEÑOR!
—¿Creéis que esto es solo un juego?
—¡NO, SEÑOR!
Kolk pasaba entre los reclutas y si veía alguno que no se sentaba con la espalda recta le
golpeaba con el pie.
—Ya habéis descansado lo suficiente. ¡En pie otra vez!
Se pusieron trabajosamente en pie. Thor sentía las piernas tan cansadas que no estaba
seguro de poder soportarlo mucho tiempo más.
—La lucha a distancia tiene dos caras —continuó explicando Kolk—. Si podéis lanzar
armas, también puede el enemigo. Puede que él no esté a salvo a treinta pasos de distancia, pero
vosotros tampoco. Tenéis que aprender a defenderos a esa distancia, ¿entendido?
—¡SÍ, SEÑOR!
—Defenderse de un arma arrojadiza no solo requiere un buen juego de pies y rapidez de
reflejos para agacharse, rodar por el suelo o esquivar; también hay que cubrirse con un escudo.
—A un gesto de Kolk, se acercó un soldado con un escudo pesado y enorme—. ¿Algún
voluntario?
Todos titubeaban, pero Thor levantó la mano sin pensar. Kolk asintió.
—Bien —dijo—. Por lo menos hay uno lo bastante tonto para ofrecerse voluntario.
Aprecio tu valor, chico. Es una decisión estúpida, pero buena.
Le dio el pesado escudo de metal y se lo colocó en el brazo. Pesaba tanto que Thor
apenas podía levantarlo. Se preguntó si no habría sido una tontería prestarse voluntario.
—Tienes que correr de un extremo a otro del campo sin recibir ni un rasguño —dijo
Kolk—. Estos cincuenta jóvenes que tienes delante empezarán a lanzarte armas, ¿entiendes?
Armas de verdad. Si no te proteges con el escudo puede que no llegues vivo al otro lado.
Thor se quedó estupefacto. Los chicos guardaban un completo silencio.
—Esto no es un juego —continuó Kolk—. La batalla es algo muy serio, un asunto de
vida o muerte. ¿Estás seguro de que quieres prestarte voluntario?
Thor hizo un gesto de asentimiento. Estaba demasiado aterrorizado para decir otra cosa, y
no podía echarse atrás delante de todo el mundo.
—Bien.
A una señal de Kolk, un ayudante hizo sonar un cuerno.
—¡Corre! —gritó Kolk.
Haciendo un supremo esfuerzo, Thor levantó el pesado escudo con ambas manos. Algo
chocó en el escudo con tanta fuerza que el golpe le resonó en la cabeza. Seguramente era un
martillo, que no llegó a perforar el escudo pero le sacudió todo el cuerpo. Thor estuvo a punto
de soltar el escudo, pero se obligó a seguir corriendo con él a cuestas; era su tabla de salvación,
y aprendió a cubrirse con él.
Una flecha le pasó rozando y le obligó a agachar más la cabeza. Otro objeto pesado se
estrelló contra el escudo con tanta fuerza que Thor retrocedió unos pasos y se desplomó en el
suelo. Pero en seguida se puso de pie y siguió su carrera hasta llegar, agotado y jadeante, al otro
lado.
—¡Ya está! —gritó Kolk.
Thor estaba empapado en sudor. Dejó caer el escudo y se preguntó cómo lo había
conseguido. Estaba agradecido de haber llegado a la meta, porque no sabía si hubiera podido
seguir adelante. Se reunió con los demás, que lo miraban con admiración.
—Buen trabajo —le susurró Reese.
—¿Hay más voluntarios? —preguntó Kolk.
Se hizo un silencio total entre los reclutas. Estaba claro que nadie quería repetir la
experiencia.
Thor se sentía orgulloso. ¿Se habría presentado voluntario de haber sabido de antemano
en qué consistía la prueba? No estaba seguro, pero ahora que todo había pasado, se sentía
contento de haberlo hecho.
—De acuerdo. Entonces elegiré yo un voluntario. ¡Tú, Saden! —gritó Kolk, señalando a
un chico.
Era un joven delgado que parecía aterrorizado.
—¿Yo? —La voz le temblaba.
Hubo un coro de risas.
—Por supuesto. ¿Quién, si no?
—Lo siento, señor, pero preferiría no hacerlo.
Los reclutas ahogaron un grito de horror.
Kolk se acercó al joven con una mueca amenazadora.
—Aquí no se trata de lo que prefieres. Aquí harás lo que yo te diga.
Saden estaba paralizado de miedo.
—No debería estar aquí —le susurró Reese a Thor.
—¿Por qué lo dices?
—Es de familia noble, y le han obligado a alistarse, pero él no quería, no es un guerrero.
Kolk lo sabe, y creo que está intentando asustarle para que se vaya.
—Lo siento, señor, pero no puedo. —Saden estaba muerto de miedo.
—Claro que puedes, y lo harás —dijo Kolk.
Saden agachó la cabeza.
—Lo siento, señor. Dadme otra tarea y la haré con mucho gusto.
Kolk enrojeció de furia. Se acercó al chico y se agachó de modo que sus rostros casi se
tocaban.
—Te daré otra tarea, chico. No me importa quién sea tu familia. Vas a correr alrededor
de este campo hasta que te caigas al suelo. Y no vuelvas hasta que te presentes voluntario para
llevar el escudo. ¿Me has entendido?
Saden asintió. Parecía a punto de echarse a llorar.
Un soldado le puso cadenas sobre los hombros, y luego otro soldado le puso más. Thor
no entendía cómo podía soportar el peso. Él apenas había podido correr con un juego de
cadenas.
Kolk le dio una patada a Saden en el trasero, y el joven empezó a correr alrededor del
campo. Thor sintió lástima por él. Se preguntó si lograría sobrevivir a la Legión.
Se oyó el sonido de un cuerno. Unos hombres del rey y otros cuantos de la Plata llegaron
montados a caballo. Se cubrían la cabeza con cascos emplumados y empuñaban largas lanzas.
—Para celebrar la boda de la hija del rey, y para celebrar que es el solsticio de verano, el
rey ha declarado este día «jornada de caza».
Hubo aplausos y vítores entre los jóvenes. Los guerreros dieron media vuelta con sus
caballos y salieron al galope, seguidos por los chicos.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Thor a Reese.
Su amigo lucía una amplia sonrisa.
—¡Un regalo del cielo! Tenemos el día libre. ¡Vamos de caza!
Capítulo veintiuno

Thor y otros cincuenta reclutas —entre los que se encontraban Reese, O’Connor y
Elden— seguían a los caballeros a través del bosque. Los hombres de la Plata, un centenar, iban
a caballo, ataviados con una armadura ligera, algunos provistos de lanzas cortas, pero la
mayoría con el arco y las flechas en bandolera. Sus pajes y escuderos iban corriendo entre los
caballos. Thor llevaba la lanza que le habían entregado para la partida de caza.
MacGil encabezaba la partida de caza flanqueado por sus hijos Kendrick, Gareth y
—cosa sorprendente— Godfrey. El monarca tenía un aspecto tan imponente como siempre y
sonreía ampliamente. Entre los pajes que los acompañaban, algunos hacían sonar largos
cuernos de marfil y otros tiraban de los perros, que ladraban excitados. Era un auténtico caos.
Al llegar al bosque, el grupo empezó a separarse en varias direcciones. Thor no sabía a quiénes
seguir, pero apenas vio a Erec, decidió ir tras él.
—¿A dónde vamos? —le preguntó a Reese. Ambos jadeaban siguiendo al caballo de
Erec.
—A lo más profundo del bosque —dijo Reese—. Los hombres del rey quieren cazar
suficientes perdices y pintadas para todos.
—¿Por qué algunos hombres de la Plata van a caballo y otros a pie? —preguntó
O’Connor.
—Los que van a caballo cazan las presas más fáciles, como las aves y los venados
—explicó Reese—. Emplean el arco y la flecha. Los que van a pie quieren cazar animales más
peligrosos, como el jabalí de cola amarilla.
Thor se emocionó. Había visto crecer a uno de esos jabalíes y sabía que eran animales
agresivos y peligrosos, capaces de destrozar a un hombre a la menor provocación.
—Los guerreros mayores cazan venados y aves montados a caballo —dijo Erec—. Los
más jóvenes prefieren ir a pie y cazar piezas más grandes. Por supuesto, tienen que estar en
buena forma física.
—Por eso os dejamos cazar hoy, chicos —gritó Kolk, que corría junto a ellos—. Os sirve
de entrenamiento. Os pasaréis toda la cacería corriendo al ritmo de los caballos. Dentro de poco
nos dividiremos en grupos más pequeños, y cada uno perseguirá a un animal. Elegiréis al más
peligroso y le daréis muerte. Necesitaréis las mismas cualidades que para ser un buen soldado:
valor, coraje y la decisión de plantar cara al adversario, por grande y agresivo que sea. ¡Vamos!
Los chicos apretaron a correr detrás de los caballos a través del bosque. Thor no sabía
hacia dónde ir, y decidió que se mantendría junto a O’Connor y Reese.
—Una flecha, ¡rápido! —le pidió Erec.
Sin perder un minuto, Thor se aproximó corriendo al caballo de Erec, cogió una flecha
del carcaj que colgaba de la silla y se la tendió al jinete.
Erec colocó la flecha en el arco, aminoró la marcha y apuntó con cuidado contra un punto
en los bosques.
—¡Perros! —gritó.
Uno de los pajes soltó a un perro. El animal se metió ladrando entre los arbustos y
levantó un pájaro grande, que salió volando ante la mirada asombrada de Thor. El flechazo de
Erec fue certero, perfecto. El pájaro cayó muerto al suelo. ¿Cómo había adivinado Erec que el
ave estaba allí?
—¡Pájaro! —gritó Erec.
Thor recogió del suelo el cuerpo sangrante del pájaro y lo colgó de la silla de Erec. Lo
mismo hacían otros caballeros y escuderos a su alrededor. Muchos empleaban arcos y flechas;
otros usaban lanzas. Thor vio a Kendrick arrojar la lanza contra un venado con perfecta
puntería. El cuadrúpedo se desplomó con la lanza clavada en el cuello.
El bosque rebosaba de animales. Había tanta caza que podrían volver con carne
suficiente para alimentar a la Corte del Rey durante varios días.
—¿Habías estado en una cacería? —le preguntó a Reese.
Tenían que ir con cuidado. Uno de los hombres del rey estuvo a punto de pisotearlos con
el caballo. Entre los ladridos de los perros, los cuernos de caza y los gritos y risotadas de los
caballeros, era difícil hacerse oír.
Reese saltó por encima de un tronco caído antes de contestar a Thor.
—¡Muchas veces! Pero solo gracias a mi padre, porque en realidad no está permitido ir
de cacería antes de cierta edad. Es emocionante, pero también hay accidentes. Muchos hombres
han sufrido heridas graves o han muerto al intentar cazar un jabalí.
Thor se quedó asombrado.
—Yo siempre he participado montando a caballo —siguió Reese—. Nunca me habían
dejado cazar a pie con la Legión. No había ido nunca tras un jabalí. ¡Es mi primera vez!
Llegaron a un punto en el bosque desde donde arrancaban multitud de senderos. Se oyó
sonar un cuerno y todos se dividieron en pequeños grupos. Thor se quedó junto a Erec; Reese y
O’Connor se les unieron, lo mismo que Elden y Kendrick. Los seis tomaron un estrecho
sendero que bajaba bruscamente después de una curva.
Thor agarraba con fuerza su lanza. Al saltar sobre un arroyo, vio que se acercaban
corriendo dos miembros de la Legión. Eran fornidos, un par de años mayores que él, y se
parecían tanto que tenían que ser gemelos. Ambos mostraban una amplia sonrisa; el pelo rubio
y ondulado les caía sobre la frente.
—Yo soy Conval —dijo uno.
—Y yo Conven —dijo el otro.
—Somos hermanos.
—¡Gemelos!
—Espero que no te importe que nos unamos al grupo —dijo Conval.
Aunque no se los habían presentado, Thor los había visto en la Legión. Estaba contento
de conocer a nuevos miembros, sobre todo si se mostraban simpáticos.
—¡Encantado de teneros con nosotros!
—Cuantos más, mejor —corroboró Reese.
—Me han dicho que en este bosque hay unos verracos enormes —dijo Conval.
—Y muy peligrosos —añadió Conven.
Thor contempló las lanzas que portaban los gemelos, tres veces más largas que la suya.
—Tu lanza no es lo bastante larga —dijo Conval.
—Necesitas algo más largo —dijo Conven—. Estos animales tienen colmillos muy
grandes.
—Toma mi lanza. —Elden se le acercó corriendo ofreciéndole su arma.
—No te voy a dejar desarmado —dijo Thor—. ¿Qué usarás?
Elden se encogió de hombros.
—No me pasará nada.
Su generosidad emocionó a Thor. Parecía mentira que ahora fueran tan amigos.
—Coge una de las mías —dijo una voz autoritaria.
Erec le señalaba con un gesto su silla de montar, de la que colgaban dos largas lanzas.
Thor cogió una de ellas. Se sintió agradecido. Era una lanza pesada y dificultaba la carrera, pero
le proporcionaba seguridad. Además, todo indicaba que iba a necesitarla.
Siguieron corriendo. A Thor le faltaba el aliento, y no estaba seguro de poder seguir
mucho tiempo. Aunque estaba rodeado de sus compañeros, y tenía una lanza larga y afilada,
miraba nerviosamente a uno y otro lado. Nunca había cazado un verraco, y no sabía a qué
atenerse.
Llegaron a un claro en el bosque y, afortunadamente, Erec y Kendrick detuvieron los
caballos. Mientras los caballeros desmontaban, los chicos recuperaban el aliento. Aparte de los
resoplidos de los caballos, no se oía más que el susurro del viento entre los árboles. Los ruidos
y los gritos de la cacería habían quedado atrás. Thor comprendió que estaban lejos de los
demás. Todavía jadeante, miró a su alrededor.
—No he visto huellas de animales —le dijo a Reese—. ¿Y tú?
Reese hizo un gesto negativo. Erec se acercó.
—El jabalí es un animal muy listo —dijo—. No se deja ver. Es posible que te vigile y
espere a salir cuando estás desprevenido. Entonces ataca. Por eso hay que estar siempre en
guardia.
—¡Mirad! —gritó O’Connor.
Un animal salió de la maleza armando un gran alboroto, y Thor creyó que se trataba de
un jabalí. O’Connor gritó. Reese dio media vuelta y arrojó su lanza contra el animal, pero falló
el tiro. Hubo un batir de alas, y vieron un pavo que desaparecía en el bosque. La tensión se
relajó tras el estallido de carcajadas. O’Connor se sonrojó, y Reese le apoyó la mano en el
hombro.
—No te preocupes, amigo —dijo.
O’Connor estaba avergonzado.
—Aquí no hay ningún jabalí; hemos elegido el camino equivocado —dijo Elden—. Aquí
solo hay aves. Volveremos con las manos vacías.
—Puede que sea lo mejor —dijo Conval—. Dicen que un jabalí puede luchar a vida o
muerte.
Erec y Kendrick escrutaban con calma el bosque. Thor comprendió que habían visto algo
y estaban en guardia.
—Bueno, el sendero acaba aquí —dijo Reese—. Si seguimos adelante, no habrá
indicaciones y no sabremos volver.
—Pero si volvemos, la cacería se habrá acabado para nosotros —dijo O’Connor.
—¿Qué pasará si volvemos con las manos vacías, sin un jabalí? —preguntó Thor.
—Seremos el hazmerreír de todos —dijo Elden.
—Nadie se reirá —dijo Reese—. No es fácil encontrar un jabalí. No todos encontrarán
uno.
Mientras estaban contemplando el bosque, Thor se dio cuenta de que había bebido
demasiada agua y tenía que aliviarse. No aguantaba más. Se encaminó al bosque.
—Perdonad un momento.
—¿A dónde vas? —preguntó Erec.
—Tengo que orinar. Vuelvo en seguida.
—No te alejes demasiado —le recomendó Erec.
Thor se adentró unos pasos en el bosque hasta encontrar un lugar que quedaba oculto a
los demás.
Apenas había acabado de aliviarse cuando oyó que una ramita se quebraba. Fue un
sonido muy claro, y por alguna razón supo con certeza que no provenía de un ser humano. El
vello de la nuca se le erizó. Al volver lentamente la cabeza vio a unos diez pasos de distancia
otro claro con una roca en el centro. Y en la base de la roca había algo que se movía, un animal
pequeño, aunque no lo distinguía bien.
Dudó unos instantes entre avisar a sus compañeros o acercarse a ver qué era, pero casi sin
pensar decidió ir a verlo. Si se alejaba, el animal podía escapar, y quería saber qué era. Se
acercó lleno de aprensión. El bosque se hacía más espeso y resultaba difícil moverse. Al llegar
al claro, aflojó la mano sobre la lanza y bajó el arma.
Ante él, junto a la roca, había un cachorro de leopardo que guiñaba los ojos al sol. Era
tan pequeño que parecía recién nacido; lo bastante pequeño como para que Thor se lo metiera
dentro de la camisa, junto al pecho.
Se quedó mirando al cachorro totalmente fascinado. Era una cría de leopardo blanco, uno
de los animales más difíciles de ver. Entonces oyó unos pasos que se acercaban y vio que sus
compañeros venían en su busca, encabezados por Reese. Parecían preocupados.
—¿Dónde estabas? Pensábamos que te habías muerto —dijo Reese.
Se detuvieron estupefactos al ver al cachorro.
—Un magnífico augurio —dijo Erec—. Has hecho un gran hallazgo, el cachorro de un
animal casi imposible de encontrar. Lo han dejado solo, sin nadie que se ocupe de él. Eso
significa que es tuyo; tienes el deber de criarlo.
—¿Es mío? —preguntó Thor con perplejidad.
—Es tu responsabilidad —dijo Kendrick—. Tú lo has encontrado. O mejor dicho, te ha
encontrado él a ti.
Thor estaba desconcertado. Aunque había cuidado de las ovejas, nunca había tenido una
mascota; no sabía qué hacer. Pero al mismo tiempo sentía una estrecha conexión con el animal,
que lo miraba fijamente con sus ojos azul pálido.
—¿Qué cuidados necesita un cachorro de leopardo?
—Supongo que los mismos que cualquier otro cachorro —dijo Erec—. Necesitará que lo
alimentes cuando tenga hambre.
—Tienes que ponerle un nombre —dijo Kendrick.
Thor se devanó los sesos. Era la segunda vez que le ponía nombre a un animal en solo
dos días. Le vino a la mente un cuento sobre un león que había leído de pequeño.
—Krohn —dijo.
Los demás asintieron.
—Como el del cuento —dijo Reese.
—Me gusta —dijo O’Connor.
—Está decidido: Krohn —dijo Erec.
El cachorro apoyó la cabeza en el pecho de Thor y emitió un gritito. Se había establecido
un fuerte vínculo entre ellos, como si se hubieran conocido muchas vidas atrás. De repente se
oyó un sonido que le puso a Thor la carne de gallina. Miró hacia arriba. Estopheles chillaba, se
dejaba caer en picado sobre su cabeza y remontaba el vuelo en el último momento. ¿Acaso
tenía celos de Krohn? Thor se lo preguntó durante un instante, pero en seguida comprendió la
verdad: el halcón le avisaba de un peligro.
Todo ocurrió muy deprisa. Se oyó un ruido proveniente del otro lado del bosque; algo
corría hacia ellos. Como estaba advertido, Thor esquivó justo a tiempo la embestida de un
inmenso jabalí.
El animal cargó ferozmente contra ellos, moviendo la cabeza en todas las direcciones
para herirlos con sus largos colmillos. De un cabezazo hirió a O’Connor en un brazo y le hizo
sangrar. Era el animal más grande y feroz que Thor había visto. Intentar detenerlo era como
enfrentarse a un toro bravo sin las armas adecuadas. Elden intentó clavarle su lanza, pero el
jabalí se limitó a agachar la cabeza y romperla en dos. Luego atacó a Elden y le golpeó en las
costillas, aunque afortunadamente no le clavó los colmillos.
El animal parecía invencible. Estaba sediento de sangre. Erec y Kendrick desenvainaron
las espadas, y lo mismo hicieron los demás. Rodearon al jabalí, pero a causa de sus largos
colmillos no lograban acercarse a él. El animal los perseguía por el claro, corriendo en círculos.
Erec consiguió propinarle un fuerte golpe con el filo de la espada, pero el jabalí parecía
hecho de acero, porque ni se inmutó.
De repente, un hecho extraño cambió el curso de los acontecimientos. A Thor le pareció
que algo se movía en el bosque: hubiera jurado que había un hombre con la cabeza cubierta con
una capucha. Le vio levantar un arco y una flecha y apuntar hacia el claro. Pero no parecía
apuntar al jabalí, sino a uno de ellos. Thor se preguntó si estaría alucinando. ¿Quién iba a
atacarlos en medio del bosque? Sin embargo, la sensación de peligro era demasiado intensa
para ignorarla. Al ver que el encapuchado apuntaba a Kendrick, se abalanzó sobre él y lo tiró al
suelo. Una décima de segundo más tarde, una flecha pasó silbando junto a ellos.
Cuando volvieron la mirada hacia el bosque, el atacante se había esfumado y el jabalí
volvía a embestirles. Todo fue tan rápido que Thor solo pudo prepararse para el impacto.
Entonces se oyó un agudo chillido. Erec se había subido al lomo del jabalí y le había
clavado la espada en la nuca. La bestia rugía y echaba espumarajos sanguinolentos por la boca;
dobló las rodillas y se desplomó en el suelo a unos pasos de Thor, con Erec montado encima.
El peligro pasó, y todos se quedaron mirándose unos a otros, sin comprender qué había
ocurrido.
Capítulo veintidós

En cuanto Reese abrió la puerta de la taberna, los numerosos soldados y miembros de la


Legión los recibieron con un grito de bienvenida. Thor, que llevaba al cachorro de leopardo
dentro de la camisa, se sintió abrumado por el ruido y el calor dentro del abarrotado local.
Todos se habían dado cita en aquella taberna, en medio del bosque, para poner punto final a un
largo día de caza. Thor y los demás llegaron siguiendo a los hombres de la Plata.
Los gemelos Conval y Conven iban detrás de Thor con su trofeo colgando de un largo
palo apoyado en los hombros: un inmenso jabalí, tan grande que no entraba por la puerta. Thor
le echó un último vistazo: tenía un aspecto tan fiero que parecía imposible que lo hubieran
matado.
Notó que el leopardo, Krohn, se agitaba dentro de su camisa y le echó un vistazo. El
cachorro le miró con sus ojos azul pálido y chilló. Seguramente tenía hambre.
Pero Thor no podía hacer otra cosa que internarse en la abarrotada taberna, donde la
temperatura era por lo menos veinte grados más alta que en el exterior, y el ambiente mucho
más húmedo. Iba siguiendo a Erec y Kendrick, y tras él iban Reese, Elden, los gemelos y
O’Connor, con el brazo vendado. La herida que le había causado el verraco había dejado de
sangrar por fin, y él volvía a estar animado. En realidad, parecía más aturdido que herido.
Dentro apenas cabía un alfiler, y el ambiente era festivo y escandaloso. Algunos estaban
sentados en los largos bancos y otros de pie, pero todos cantaban, hacían entrechocar sus jarras
o golpeaban con ellas la mesa para llevar el ritmo. Thor no había visto nunca nada igual. Había
que hablar a gritos para hacerse entender.
—¿Es la primera vez que estás en una taberna? —le preguntó Elden.
Thor asintió. De nuevo se sentía como un pueblerino.
Conven le dio una sonora palmada en la espalda.
—¡Apuesto a que nunca has bebido una jarra de cerveza! —le dijo con una risotada.
—Claro que sí —replicó Thor.
No pudo evitar ruborizarse. Esperaba que nadie se diera cuenta de su escasa experiencia.
Su padre nunca le había permitido beber, y de todas formas no habría podido pagárselo.
—¡Muy bien! Tabernero —dijo Conval—, una ronda de la cerveza más fuerte que
tengas. Thor es un experto.
El otro gemelo depositó en el mostrador una moneda de oro. A Thor le sorprendió que
llevaran tanto dinero encima y se preguntó de dónde venían. En su aldea habrían podido vivir
un mes entero con el valor de esa moneda.
Doce jarras de espumosa cerveza se depositaron sobre la barra. Los chicos tuvieron que
abrirse paso entre la gente para recogerlas y le dieron una a Thor, que la cogió emocionado. La
espuma desbordó la jarra y le mojó la mano.
—¡Por nuestra cacería! —brindó Reese.
—¡POR NUESTRA CACERÍA! —gritaron todos a coro.
Thor imitó a los demás y se llevó con naturalidad la jarra a los labios. El sabor no le
gustaba, pero como vio que todos se bebían la cerveza de una sentada, se obligó a hacer lo
propio. Se bebió la cerveza a grandes tragos, y tuvo que parar a la mitad, presa de un ataque de
tos.
Los demás le contemplaban entre risotadas. Elden le dio una palmada en la espalda.
—O sea que es tu primera vez… o casi, ¿verdad?
Thor se sonrojó. Se secó la boca con el dorso de la mano para responder, pero se oyó un
grito y todos volvieron la cabeza hacia el centro de la sala para ver llegar a los músicos. En
cuanto empezaron a sonar los laúdes, las flautas y los timbales, el ambiente de la sala se hizo
más festivo.
Reese oyó que le llamaban y volvió la cabeza.
—¡Mi hermano!
Un chico con un poco de tripa y espaldas anchas se acercó a Reese y lo abrazó
torpemente. Iba sin afeitar y tenía aspecto desaliñado. Lo acompañaban tres jóvenes tan
desaliñados como él.
—Nunca pensé que te encontraría aquí.
—Bueno, de vez en cuando puedo imitar a mi hermano, ¿no te parece? —respondió
Reese con una sonrisa—. Thor, ¿conoces a mi hermano Godfrey?
Godfrey le estrechó la mano, y Thor advirtió que no era una mano de guerrero, sino
suave y gordezuela.
—Claro que conozco a este recién llegado. —Godfrey arrastraba las palabras y acercaba
la cara a Thor—. Todo el mundo habla de él. Dicen que es un excelente guerrero. Qué lástima.
Es una pérdida de talento para la taberna.
Celebró su propio chiste con unas risotadas que sus amigos corearon. Uno de ellos, un
tipo más alto, con una enorme tripa y mejillas coloradas, se acercó a Thor y le puso la mano en
el hombro.
—El valor está muy bien, pero te lleva al campo de batalla, donde hace frío. Es preferible
emborracharse, porque te mantiene caliente y a salvo… ¡y con una dama calentita a tu lado!
El hombre estalló en carcajadas y sus amigos le imitaron. El tabernero les sirvió a todos
una nueva jarra de cerveza. Thor esperaba que no le hicieran beber, porque ya notaba el efecto
de la cerveza anterior.
—¡Ha sido su primera cacería! —le dijo Reese a su hermano.
—¿En serio? Pues hay que celebrarlo con una cerveza, ¿no te parece?
—¡O con dos! —gritaron sus amigos.
Le pusieron a Thor una jarra en la mano.
—¡Por la primera vez! —gritó Godfrey.
—¡POR LA PRIMERA VEZ! —corearon los demás.
—Que tu vida esté repleta de primeras veces —dijo el amigo alto—. ¡Excepto en el caso
de la sobriedad!
Todos estallaron en risotadas y apuraron sus cervezas.
Thor dio un sorbito y bajó la jarra con disimulo. Esperaba no tener que beber más, pero
Godfrey lo descubrió.
—¡Así no se bebe, chico! —Cogió la jarra de Thor y le obligó a beberse todo el
contenido, entre las risotadas de los demás.
La visión de la jarra vacía fue acogida con vítores, pero a Thor no le gustó la sensación
de aturdimiento que empezaba a sentir. Le costaba concentrarse. De repente notó un
movimiento dentro de su camisa. Krohn asomó la cabeza.
—¡Pero qué tenemos aquí! —gritó Godfrey, encantado.
—Es un cachorro de leopardo —dijo Thor.
—Lo hemos encontrado durante la cacería —explicó Reese.
—Tiene hambre, y no sé cómo alimentarlo —dijo Thor.
—¡Tienes que darle cerveza, por supuesto! —dijo el alto.
—¿En serio? ¿Le sentará bien? —Thor no estaba seguro.
—¡Por supuesto! Solo es lúpulo, muchacho —dijo Godfrey.
Mojó los dedos en la espuma y se los tendió a Krohn, que se los lamió con avidez.
—Mira cómo le gusta.
De repente, Godfrey gritó y apartó los dedos, que estaban manchados de sangre.
—¡Menudos dientes más afilados! —Todos se rieron.
Thor le acarició la cabeza a Krohn y le dio a beber el resto de la cerveza, pero se propuso
encontrar comida de verdad para alimentarle. Esperaba que Kolk le permitiera tener al cachorro
en los barracones, que nadie en la Legión pusiera objeciones.
Los músicos empezaron a tocar otra pieza. Aparecieron más amigos de Godfrey y
encargaron otra ronda de cervezas. Al rato, Godfrey se dispuso a irse con ellos y se despidió de
los reclutas.
—Nos veremos más tarde —le dijo a Reese. Luego se dirigió a Thor—: ¡Espero que
vengas más a menudo a la taberna!
—¡Yo espero que vayas más a menudo al campo de batalla! —le respondió Kendrick.
—¡Lo dudo mucho! —respondió Godfrey. Su respuesta fue saludada con risotadas.
—¿Siempre están de fiesta? —le preguntó Thor a Reese.
—Godfrey frecuenta las tabernas desde que aprendió a andar. Es una amarga decepción
para mi padre, pero él es feliz así.
—No, me refería a los hombres del rey, a la Legión. ¿Acuden siempre a la taberna?
Reese hizo un gesto negativo.
—Hoy es un día especial. Es la primera cacería y el solsticio de verano. No ocurre a
menudo, de modo que disfrútalo.
Thor miró a su alrededor, bastante desorientado. No quería estar allí, sino en los
barracones, haciendo la instrucción. Sus pensamientos volaban una vez más hacia Gwendolyn.
Kendrick se acercó a él.
—¿Lo viste bien? —le preguntó.
Thor lo miró sin entender.
—Me refiero al hombre del bosque, al que disparó la flecha.
Al oír que hablaban de cosas serias, los demás formaron un corro alrededor. Thor intentó
recordar, sin conseguirlo. No podía pensar con claridad.
—Ojalá —dijo—. Pero todo ocurrió demasiado deprisa.
—Puede que uno de los hombres del rey disparara por error hacia nosotros —dijo
O’Connor.
Thor no lo creía.
—No iba vestido como los demás. Iba de negro, con una capa y una capucha, y disparó
una sola flecha dirigida a Kendrick. Luego desapareció. Lo siento. Ojalá hubiera visto más.
Kendrick movió la cabeza con aire pensativo.
—¿Quién podía querer matarte? —le preguntó Reese.
—¿Sería un asesino a sueldo? —aventuró O’Connor.
Kendrick se encogió de hombros.
—No tengo enemigos, que yo sepa.
—Pero nuestro padre tiene muchos —dijo Reese—. A lo mejor alguno de ellos quiere
matarte.
—O alguien puede querer apartarte de su camino al trono —apuntó Elden.
—¡Eso es absurdo! ¡No soy hijo legítimo y no puedo heredar la corona!
No sabían qué pensar. Siguieron bebiendo en silencio hasta que un grito proveniente de
la escalera que llevaba a la planta superior les obligó a levantar la mirada. Unas cuantas mujeres
dispuestas en hilera se asomaban a la balaustrada del piso superior. Iban muy maquilladas y
llevaban poca ropa encima.
Thor se sonrojó.
La que iba delante tenía un busto voluminoso y llevaba puesta una ajustada prenda de
encaje rojo. Los hombres lanzaron hurras al verla.
—¡Muy buenas, caballeros! ¿Quién de ustedes tiene dinero para gastar?
Los hombres volvieron a lanzar vítores.
Thor abrió los ojos como platos.
—¿También es un burdel?
Los demás le miraron con cara de estupefacción y se echaron a reír.
—Dios mío, sí que eres inocente, chico —dijo Conval.
—Dime, ¿no has estado nunca en un burdel? —preguntó Conven.
—¡Apuesto a que nunca ha estado con una mujer! —dijo Elden.
Thor se puso rojo como una cereza al ver que todos le miraban; quería hacerse invisible.
Sus amigos tenían razón: nunca había estado con una mujer, aunque no pensaba admitirlo.
¿Tanto se le notaba?
Uno de los gemelos le puso la mano en el hombro y le lanzó a la mujer de la escalera una
moneda de oro.
—¡Aquí tienes un cliente!
La sala entera aclamó la propuesta, y Thor —que solo pensaba en Gwen y en lo mucho
que la amaba— se vio irremediablemente empujado hacia la escalera.
No quería estar con otra mujer, solo quería dar media vuelta y salir corriendo, pero no
había forma de escapar. Un grupo de grandullones, los más altos y fornidos de la sala, lo
obligaron a seguir. De repente se encontró en la planta de arriba, frente a una mujer que iba
demasiado perfumada y era más alta que él. Para colmo, Thor estaba borracho. Todo le daba
vueltas, y tenía la sensación de que iba a desmayarse de un momento a otro.
La mujer le agarró de la camisa, lo arrastró con firmeza a una habitación y cerró la
puerta. Thor decidió que no estaría con ella. Siguió pensando en Gwen; no quería tener su
primera experiencia de esta manera.
Pero era inútil, porque como estaba tan bebido apenas podía fijar la atención. Lo último
que recordaba antes de perder el conocimiento fue la cama de la mujer al otro lado de la
habitación. Luego, se desplomó en el suelo.
Capítulo veintitrés

Apenas abrió los ojos, el rey MacGil se arrepintió. Le habían despertado unos fuertes
golpes en la puerta, y la cabeza le dolía como si le fuera a estallar. Tenía la cara apoyada sobre
el cobertor de piel de oveja, y un sol radiante entraba por la ventana abierta. Estaba en el
castillo, en su dormitorio, pero se sentía desorientado. Pensó en la noche anterior: recordó la
cacería, y una taberna en medio del bosque. Seguramente bebió demasiadas cervezas, y no
sabía cómo había llegado hasta aquí. Su mujer, la reina, dormía plácidamente junto a él.
Volvieron a llamar con fuerza a la puerta. El ruido del llamador de hierro era
insoportable.
—¿Quién llama a estas horas? —preguntó la reina con irritación.
MacGil se preguntaba lo mismo. Recordó que les había pedido a sus sirvientes que no lo
despertaran… sobre todo después de una cacería. Se iban a enterar. Probablemente sería su
administrador con un pequeño problema financiero.
—¡Basta ya de malditos golpes! —MacGil se incorporó en la cama y apoyó la cabeza
entre las manos. Para intentar despertar, se pasó las manos por el pelo sin lavar, por el rostro y
la barba. La caza y la bebida le habían dejado en mala forma. Y ya no tenía tanta agilidad como
antes: los años le pesaban, y estaba exhausto. Decidió que no se emborracharía más.
Haciendo un tremendo esfuerzo, se puso primero de rodillas sobre la cama y se levantó.
Sin ponerse nada sobre el camisón, atravesó rápidamente la sala y abrió la pesada puerta.
Brom, su general, esperaba flanqueado por dos ayudantes que bajaron la cabeza
respetuosamente al ver al rey. El general, sin embargo, le sostuvo la mirada con una expresión
adusta que a MacGil siempre le ponía nervioso, porque quería decir que había malas noticias.
En momentos así detestaba ser el rey. Lo había pasado estupendamente en la cacería, sobre todo
la noche en la taberna; le recordó aquellos tiempos en que era joven y no tenía problemas. Pero
que lo despertaran de golpe le privaba de toda ilusión de paz y tranquilidad.
—Mi señor, lamento despertaros de esta manera —dijo Kolk.
—No lo lamentes —gruñó MacGil—. Pero será mejor que sea importante.
—Lo es.
Al comprobar que el general seguía muy serio, el rey echó un vistazo a la reina, que
seguía durmiendo. Les indicó con un gesto que pasaran, los condujo a una salita y cerró la
puerta de acceso para no molestar a su esposa. Era una habitación de pocos metros cuadrados,
con unas sillas confortables y una ventana con vidrieras. La usaba como sala de reuniones
cuando no tenía ganas de ir al Salón de Actos.
—Mi señor, nuestros espías nos han informado de que un grupo de hombres de los
McCloud se dirige a caballo hacia el este, hacia el Mar Fabiano. Y nuestros investigadores del
sur han visto una caravana naval del Imperio que navega rumbo al norte, seguramente para
reunirse con los McCloud.
MacGil hizo un esfuerzo para procesar la información, pero en su estado no podía pensar
con claridad.
—¿Y qué?
Estaba impaciente y cansado. Harto sobre todo de las inacabables maquinaciones y
especulaciones de su corte.
—Si es cierto que los McCloud y el Imperio van a encontrarse, solo puede ser con un
objetivo —dijo Brom—. Quieren conspirar para atravesar el Cañón y quebrar la protección del
Anillo.
MacGil contempló a su viejo general, un hombre que había luchado a su lado durante
treinta años, y comprendió que hablaba en serio. Vio que estaba asustado, y esto le afectó,
porque el general no se asustaba nunca. Se levantó de la silla lentamente y se acercó a la
ventana. Era temprano, todavía no había nadie en el exterior. MacGil siempre supo que este día
tenía que llegar, pero no pensó que llegaría tan pronto.
—Esto sí que es rapidez —dijo—. Solo hace unas horas que he casado a mi hija con su
príncipe. ¿Y crees que ya están conspirando contra mí?
—Así lo creo, mi señor —respondió Brom—. No veo otra razón. Todo indica que van a
tener un encuentro amistoso, no militar.
MacGil seguía sin convencerse.
—Es que no tiene sentido. ¿Por qué iban a dejar entrar al Imperio? Si consiguieran
debilitar el escudo y abrir una brecha en nuestra parte, el Imperio acabaría por invadirlos
también a ellos. Eso ya lo saben.
—A lo mejor han alcanzado un acuerdo —replicó Brom—. A lo mejor han pactado dejar
pasar al Imperio con la condición de que nos ataquen a nosotros. Así los McCloud controlarán
el Anillo.
MacGil se mostró incrédulo.
—Los McCloud son demasiado listos; son astutos. Saben que no se puede confiar en el
Imperio.
El general se encogió de hombros.
—Tal vez están dispuestos a arriesgarse, sobre todo ahora que tienen a vuestra hija como
reina.
MacGil se quedó pensativo. La cabeza estaba a punto de estallarle. No tenía ganas de
pensar en esto a primera hora de la mañana.
—¿Cuál es tu propuesta? —Quería acabar la conversación. Estaba cansado de
suposiciones.
—Podríamos adelantarnos a los McCloud, señor. Podríamos atacar ahora mismo.
MacGil no daba crédito a sus oídos.
—¿Justo ahora, que acabo de casar a mi hija con uno de ellos? No creo que sea adecuado.
—Si no hacemos nada, cavaremos nuestra propia tumba —dijo Brom—. No tengo duda
de que nos atacarán; si no ahora mismo, más tarde. Y si se alían con el Imperio, estamos
perdidos.
—No podrán atravesar fácilmente la Cordillera, porque controlamos todos los pasos.
Sería una masacre para ellos, incluso aunque contaran con la ayuda del Imperio.
—El Imperio puede permitirse una masacre —dijo el general—. Cuenta con millones de
individuos.
—Aunque desactivaran el escudo, no les sería fácil conseguir que millones de soldados
atravesaran el Cañón o la Cordillera… o que se acercaran por mar. Detectaríamos fácilmente un
movimiento de este tipo y estaríamos preparados.
MacGil se quedó pensativo.
—No —decidió—. No atacaremos. Pero tomaremos medidas: duplicaremos nuestras
patrullas en la Cordillera, reforzaremos las fortificaciones y el número de espías. Eso es todo.
—Sí, mi señor.
Brom y sus lugartenientes salieron. MacGil se acercó de nuevo a la ventana con el
corazón desbocado. Presentía que la guerra se aproximaba con la inevitabilidad de una tormenta
invernal, sin que él pudiera hacer nada. Miró a su alrededor, el castillo, la corte real que se
extendía a sus pies, y se preguntó cuánto tiempo podría disfrutarlo.
Daría cualquier cosa por un trago.
Capítulo veinticuatro

Thor abrió los ojos con desgana. Alguien le estaba tanteando las costillas con el pie.
Estaba tumbado boca abajo sobre un montón de heno, y en un primer momento no supo dónde
se encontraba. Tenía la boca seca como un desierto, la cabeza le dolía y le pesaba una tonelada.
Se sentía tan mal como si acabara de caerse del caballo.
El tanteo en las costillas se hizo más insistente. Thor se incorporó, pero todo empezó a
darle vueltas y tuvo que vomitar, una y otra vez. Oyó unas risotadas a su alrededor. Reese,
O’Connor, Elden y los gemelos estaban de pie junto a él y lo observaban sonrientes.
—¡Por fin se despierta el bello durmiente! —exclamó Reese.
—Pensábamos que no te despertarías nunca —dijo O’Connor.
—¿Estás bien? —preguntó Elden.
Thor se sentó en el suelo, se limpió la boca con el dorso de la mano y se esforzó por
recordar. Krohn, tumbado a unos metros, gimoteó suavemente al verle despierto y corrió a
esconder la cabeza dentro de su camisa. Thor estaba contento de verle, pero seguía sin
acordarse de nada.
—¿Dónde estoy? ¿Qué ocurrió anoche?
Sus amigos se rieron.
—Me parece que bebiste más de la cuenta, amigo. Al parecer no aguantas tanta cerveza.
¿Recuerdas la taberna?
Thor cerró los ojos y se masajeó las sienes. Recordaba algunas escenas: la caza, la
llegada a la taberna, las cervezas… Le habían hecho subir las escaleras… al burdel. Después de
eso, ya no recordaba nada más.
Pensó en Gwendolyn. ¿Había hecho alguna tontería con la chica del burdel? ¿Había
echado por tierra sus posibilidades con Gwendolyn?
Con semblante serio, agarró a Reese de la muñeca.
—¿Qué ocurrió? Por favor, por favor, dime que no llegué a hacer nada con esa mujer.
Los demás se rieron, pero Reese comprendió que su amigo estaba preocupado y le
respondió en serio.
—No te preocupes, amigo —dijo—. No hiciste nada en absoluto salvo vomitar y caer al
suelo redondo.
Hubo más risas.
—¡Menudo estreno! —dijo Elden.
Sin embargo, Thor se sentía aliviado. No había hecho nada que pudiera alejarle de Gwen.
—¡Es la última vez que pago para que estés con una mujer! —dijo Conven.
—Ha sido tirar el dinero —dijo Conval—. ¡Se negó a devolverlo!
Nuevas risotadas. Thor estaba un poco avergonzado, pero tenía la tranquilidad de no
haberlo estropeado todo. Agarró a Reese del brazo para hablarle al oído.
—Tu hermana no sabe nada de esto, ¿no? —susurró.
Reese esbozó una sonrisa y le pasó el brazo por los hombros.
—Tu secreto está a salvo conmigo, aunque no hiciste nada. Te aseguro que mi hermana
no lo sabe. Y me satisface comprobar lo mucho que ella te importa —dijo con semblante
serio—. No quisiera tener un cuñado que se acuesta con prostitutas. Por cierto, me han pedido
que te entregue un mensaje.
Le puso en la mano un papel enrollado. Thor, al principio, se quedó desconcertado, pero
cuando vio que el papel era rosado y tenía el sello real, adivinó lo que era. El pulso se le
aceleró.
—Es de mi hermana —dijo Reese.
—¡Uau! —Hubo una exclamación general.
—¡Es una carta de amooor! —gritó O’Connor.
—¡Léela en voz alta! —pidió Elden.
Hubo un coro de risotadas.
Thor quería leer la carta en privado. Rápidamente se dirigió a un extremo de los
barracones. Tenía la cabeza a punto de estallar y todavía se sentía mareado, pero no le
importaba. Con manos temblorosas, desenrolló la nota.
«Ven a la Cresta del Bosque al mediodía. No llegues tarde, y procura pasar
desapercibido», decía la nota. Thor se la metió en el bolsillo.
—¿Qué te dicen, enamorado? —le preguntó Conven.
Thor se dirigió a Reese. Sabía que podía confiar en él.
—Hoy no hay instrucción de la Legión, ¿no es cierto?
Reese hizo un gesto negativo.
—Hoy no, es fiesta.
—¿Dónde está la Cresta del Bosque?
—Ah. —Reese sonrió—. Es el lugar favorito de Gwen. Toma la salida este y ve hacia la
derecha. Subirás una loma y luego otra. Allí es.
—Por favor, no se lo digas a nadie. —Thor miró muy serio a Reese.
—Ella tampoco querrá que nadie se entere —dijo el príncipe sonriendo—. Si se enterara
mi madre, os mataría a los dos. A mi hermana la encerraría en su habitación, y a ti te enviaría al
otro extremo del reino.
Thor tragó saliva al imaginárselo.
—¿En serio?
Reese no tenía ninguna duda.
—No le gustas. No sé por qué, pero no hay manera de hacerle cambiar de opinión. Date
prisa y no se lo cuentes a nadie. No te preocupes —dijo, estrechándole la mano—. Yo no diré
nada.
Era temprano. Thor caminaba deprisa para no encontrarse con nadie y se iba repitiendo
mentalmente las indicaciones de Reese. Krohn trotaba junto a él. Subió la pendiente de una
colina y llegó al límite de un espeso bosque. Tenía que caminar por un estrecho sendero entre el
bosque a su izquierda y la pendiente de la colina a su derecha. La Cresta del Bosque. ¿Sería una
cita en serio o se estaban riendo de él?
¿Tendría razón ese remilgado pariente de la realeza, Alton? ¿Sería verdad que
Gwendolyn solo se estaba divirtiendo con él y que pronto se cansaría? Thor deseaba con toda
su alma que no fuera así. Quería creer que Gwen sentía algo por él, y al mismo tiempo se le
hacía difícil creerlo. Era una princesa, apenas le conocía. ¿Cómo podía interesarse por él? Eso,
sin contar con que Gwendolyn tenía un par de años más, y Thor nunca le había gustado a una
chica mayor que él. Bueno, en realidad nunca le había gustado a ninguna chica; no había
demasiadas en su aldea.
Thor nunca había sido muy dado a pensar en chicas. No tenía hermanas, y en su pueblo
había pocas jovencitas, lo que al parecer no preocupaba a los demás chicos del pueblo. Casi
todos se casaban alrededor de los dieciocho años, pero en general eran bodas concertadas, una
suerte de acuerdos comerciales. Los jóvenes de buena familia que llegaran a los veinticinco
años sin haberse casado tenían su Día de la Selección, en que debían elegir novia en el pueblo o
salir en busca de una. Claro que esto no se aplicaría a Thor, porque carecía de posición
económica. Los de su clase social solían casarse con miras a beneficiar a la familia. Era como la
venta de ganado.
Todo cambió en el momento en que Thor conoció a Gwendolyn. Era la primera vez que
tenía un sentimiento tan intenso, tan profundo, que no podía pensar en otra cosa. Un
sentimiento que se hacía más profundo cada vez que la veía. No sabía por qué, pero le
entristecía estar separado de ella.
Apretó el paso y se preguntó dónde tendría lugar exactamente el encuentro… si es que
tenía lugar. Todavía no estaba totalmente recuperado de la noche anterior. El sol ya estaba alto
en el cielo y empezaba a hacer calor. Thor se notaba indispuesto y tenía la frente perlada de
sudor. ¿Y si Gwendolyn no venía? A lo mejor estaba arriesgando demasiado. ¿Sería capaz la
reina de mandarlo al otro extremo del reino, lejos de la Legión y de todo lo que tanto amaba? Y
si así fuera, ¿qué podría hacer él?
Decidió que estaba dispuesto a correr el riesgo, solo por la oportunidad de estar con
Gwendolyn. Lo arriesgaría todo confiando en que no le tomara el pelo. Esperaba no
equivocarse con respecto a los sentimientos de la princesa.
—Acabas de pasar a mi lado sin verme —dijo una voz, seguida de una risita.
Sobresaltado, Thor se detuvo y volvió la cabeza. El corazón le brincó en el pecho.
Gwendolyn, a la sombra de un inmenso pino, le miraba sonriente. El cariño que brillaba en sus
ojos hizo que Thor olvidara sus preocupaciones y se reprendiera a sí mismo por haber sido tan
estúpido de dudar de ella.
Krohn emitió un chillido.
—¡Pero qué tenemos aquí! —exclamó Gwendolyn con alegría, poniéndose en cuclillas.
El cachorro corrió hacia ella y se arrojó en sus brazos. Gwendolyn lo cogió y lo acarició.
—¡Qué bonito!
Krohn le dio dos lametones, y Gwen le devolvió el beso con una sonrisa.
—¿Y cómo te llamas, pequeño?
—Se llama Krohn —dijo Thor. Esta vez no se sentía tan amedrentado.
—Krohn.
La princesa clavó su mirada en los ojos del leopardo.
—¿Sueles viajar con un amigo leopardo? —le preguntó a Thor entre carcajadas.
—Lo encontré en el bosque, el día de la cacería. Vuestro hermano dijo que debía
quedármelo. Dijo que era mi destino.
Gwendolyn le miró con expresión seria.
—Bueno, tenía razón. Los animales son sagrados. No los encuentras, te encuentran ellos.
—Espero que no os importe que venga con nosotros.
La princesa rio.
—Me apenaría mucho que no viniera.
Tras mirar a un lado y a otro para comprobar que nadie les vigilaba, Gwendolyn cogió de
la mano a Thor y lo arrastró a la espesura.
—Salgamos de aquí antes de que alguien nos descubra —susurró.
El simple contacto de su mano llenó a Thor de gozo. Siguiendo un sendero que
serpenteaba entre los inmensos pinos, se internaron rápidamente en el bosque. Gwendolyn le
soltó la mano, pero Thor seguía notando su suave tacto. Empezaba a sentir que le gustaba de
verdad a la princesa, y no cabía duda de que hacía lo posible para que la reina no les encontrara.
Estaba claro que ella corría un riesgo al citarse con Thor.
Entonces se le ocurrió que también era posible que Gwen estuviera escondiéndose de
Alton… o de otros chicos con los que tenía una relación. Tal vez Alton había estado en lo cierto
al decir que a Gwen le avergonzaba que la vieran con él. Thor tenía tal mezcla de sentimientos
que ya no sabía qué pensar.
—¿Se te ha comido la lengua el gato? —le preguntó Gwen.
Thor se sentía dividido. No quería estropear las cosas diciéndole lo que pensaba… pero
necesitaba contarle sus preocupaciones. Quería saber cuál era su postura. Finalmente decidió
hablar.
—La última vez que nos vimos me encontré con Alton y tuvimos unas palabras.
El rostro de Gwendolyn se ensombreció de inmediato. Thor deseó haberse mordido la
lengua. Le encantaba que Gwen fuera tan alegre y tan jovial, y acababa de estropearle el día.
Hubiera querido dar marcha atrás, pero era demasiado tarde.
—¿Qué te dijo? —preguntó entristecida.
—Que no me acercara a vos. Dijo que yo no os gustaba, que para vos era un
entretenimiento, que os cansarías de mí en un par de días. También me dijo que estabais
prometidos, y que vuestra boda ya estaba decidida.
Gwendolyn dejó escapar una carcajada amarga.
—¿Eso dijo? Es un arrogante insoportable. No me ha dejado en paz desde que empecé a
andar. Solo porque nuestros padres son primos ya se cree parte de la realeza. Nunca he
conocido a nadie que lo mereciera menos que él. Para colmo, se le ha metido en la cabeza que
estamos destinados a contraer matrimonio, como si yo fuera a hacer todo lo que mis padres me
mandaran hacer. De ninguna manera. Y menos aún con él. No puedo soportarlo.
Era justo lo que Thor necesitaba oír. Sintió tal alivio que se hubiera puesto a cantar como
un pájaro desde los tejados más altos. Se había quitado un peso de encima. Era una lástima
haber tenido que molestar a Gwen con esta pregunta. De todas formas, la princesa no había
dicho lo que sentía por él.
Gwendolyn le miró de soslayo y apartó la mirada.
—En cuanto a ti, apenas te conozco. Es demasiado pronto para comprometer mis
sentimientos, pero está claro que si te detestara no intentaría pasar tiempo contigo. Por
supuesto, tengo el derecho de cambiar de opinión, y es posible que sea un poco caprichosa, pero
no en lo referente al amor.
Era cuanto Thor necesitaba saber. Ya estaba tranquilo. Le impresionó la seriedad con la
que habló la princesa, y el hecho de que se hubiera referido abiertamente al amor.
—Por cierto, tendría que preguntarte lo mismo a ti —añadió Gwen, devolviéndole la
pelota—. De hecho, creo que tengo mucho más que perder que tú. Después de todo, yo
pertenezco a la realeza y tú eres un plebeyo. Yo soy mayor y tú eres más joven. ¿No te parece
que debería ser yo la más prudente? En la corte se murmura que has trazado un plan para llegar
a lo más alto, y que me utilizas para lograr tus ambiciones. Dicen que quieres obtener el favor
del rey. ¿Debería dar crédito a estas habladurías?
Thor estaba horrorizado.
—No, mi señora. En absoluto. Jamás he pensado en estos términos. Si estoy con vos es
porque no puedo imaginarme en ningún otro sitio; porque es donde quiero estar, porque cuando
no estoy con vos no puedo pensar más que en veros.
La expresión de Gwendolyn se suavizó, y en su boca se dibujó la sombra de una sonrisa.
—Eres nuevo aquí —dijo—. Es la primera vez que estás en la Corte del Rey, la primera
vez que vives la vida cortesana. Necesitas tiempo para ver cómo funcionan las cosas. Aquí
nadie habla con sinceridad; todos tienen un plan, todos buscan la manera de obtener poder… o
galones, riqueza, títulos. No puedes creer a pies juntillas en nadie, porque todos tienen sus
propios espías, sus planes y sus facciones. Cuando Alton te dijo que nuestra boda estaba
acordada, por ejemplo, lo que intentaba era averiguar qué clase de relación tenías conmigo. Y
es posible que lo hiciera por encargo de otro. Para él, una boda no tiene nada que ver con el
amor; significa una unión con miras a un beneficio económico o de posición, de riqueza. En
nuestra corte, nada es lo que parece.
De repente, Krohn echó a correr por el sendero, hasta llegar a un claro del bosque.
Gwen miró a Thor con una risita y le cogió de la mano.
—¡Vamos! —dijo.
Riendo, corrieron de la mano hasta el claro. Era el lugar más bonito que Thor había visto
jamás, un prado en medio del bosque, repleto de flores silvestres de todos los colores que les
llegaban hasta las rodillas. Los pájaros trinaban y las mariposas danzaban por los aires.
Iluminado por un sol brillante, aquel prado parecía un jardín secreto, escondido en medio de un
bosque oscurecido por los altos árboles.
—¿Has jugado alguna vez a la gallinita ciega? —preguntó alegremente Gwen.
Y sin darle tiempo a responder, se quitó un pañuelo que llevaba al cuello y se lo ató a
Thor de forma que le tapara los ojos. Se acercó a él por detrás y le susurró riendo al oído:
—¡Ya está!
Thor oyó sus pasos corriendo por el prado y no pudo evitar una sonrisa.
—¿Qué hago ahora? —preguntó.
—¡Tienes que encontrarme!
La voz de Gwendolyn sonaba lejana.
Thor empezó a perseguirla con los ojos vendados y los brazos extendidos hacia el frente.
Prestaba oído atento al frufrú de su vestido para saber en qué dirección tenía que ir. Pese a que
estaban en un prado, tenía miedo de chocar contra un árbol. En cuestión de minutos se sintió
desorientado. Tenía la sensación de que corría en círculos. Pero siguió prestando atención a su
risa, que a veces parecía estar muy lejos y otras veces cerca. Thor empezaba a marearse.
Como Krohn corría a su lado, decidió seguirle, y se dio cuenta de que el leopardo lo
dirigía hacia Gwen, porque cada vez oía sus risas más cerca. Le sorprendió lo listo que era el
leopardo: estaba participando en el juego. Por fin se encontró a unos pasos de Gwen y empezó a
perseguirla corriendo en zigzag a través del prado. Le agarró una esquina del vestido y la joven
chilló de contento. Thor tropezó y cayeron los dos sobre la mullida hierba. Él consiguió darse la
vuelta en el último momento para que la princesa cayera encima.
Gwen cayó sobre Thor emitiendo un gritito de sorpresa y le quitó la venda de los ojos. Al
sentir el peso de Gwen y notar el contorno de su cuerpo a través del fino vestido de verano, a
Thor se le aceleró el corazón. Ella le miraba a los ojos, sin hacer ademán de moverse. Thor
percibía su rápida respiración. Le sostuvo la mirada, pero el corazón le latía con tanta furia que
le costaba mantener los ojos abiertos.
De repente, Gwen le besó en la boca. Sus labios eran más suaves de lo que Thor había
imaginado. Por primera vez en la vida, se sintió completamente vivo. Al igual que Gwen, cerró
los ojos y se quedó inmóvil, deseando que aquel momento no acabara nunca. Durante largo rato
permanecieron juntos, con los labios unidos.
Gwen apartó lentamente la cara al cabo de un rato, pero seguía sonriendo y mirándole a
los ojos.
—¿De dónde has salido? —le preguntó Gwen dulcemente.
Thor sonrió, sin saber qué decir.
—Soy un chico normal.
Gwen movió la cabeza.
—No es cierto. Lo noto. Sospecho que eres mucho más.
Se inclinó sobre él y volvió a besarle. Esta vez sus labios tardaron mucho más en
separarse. Thor le acarició el pelo, y ella le imitó.
Thor no podía dejar de pensar en cómo acabaría la historia. ¿Cómo iban a estar juntos si
todo se confabulaba en separarles? ¿Cómo conseguirían ser una pareja? Era lo que más deseaba
en el mundo. Su deseo de estar con Gwen era más intenso incluso que el de pertenecer a la
Legión.
Estaba perdido en estos pensamientos cuando oyó crujir la hierba. Los dos movieron la
cabeza, sobresaltados. Krohn se apartó de ellos de un salto y se oyeron más crujidos, seguidos
de gemidos y gruñidos del cachorro y un sonido sibilante. Luego todo volvió a quedar en
silencio.
La princesa se apartó de Thor. Él se puso en pie de un salto, preparado para protegerla.
No se veía a nadie, pero tenía que haber alguien —o algo— escondido entre las altas hierbas, a
pocos metros de allí.
Por fin apareció el cachorro. Llevaba colgando entre los afilados dientes una enorme
serpiente blanca, de más de tres metros de largo. Era gruesa como la rama de un árbol y tenía la
piel de un blanco brillante.
Thor comprendió lo que había pasado: Krohn los había librado del ataque mortífero del
animal. Su corazón se llenó de gratitud hacia el cachorro.
Gwen reprimió un grito.
—Una serpiente blanca —dijo—. Es el animal más letal de todo el reino.
Thor miraba fascinado la serpiente.
—Pensaba que no existía, que era una leyenda.
—Es muy poco habitual —dijo Gwen—. Solo la he visto una vez en toda mi vida, el día
en que mataron al padre de mi padre. Es un presagio.
Volvió la cabeza hacia Thor.
—Significa que alguien morirá; alguien muy cercano.
Thor sintió un escalofrío en la espalda. De repente se levantó un aire frío en el prado
iluminado por el sol de verano, y Thor tuvo la certeza de que la princesa estaba en lo cierto.
Capítulo veinticinco

Gwendolyn no podía dejar de pensar en Thor mientras subía por la escalera de caracol
que llevaba a lo más alto del castillo. Recordaba el paseo, el beso…, la serpiente, y se veía
arrastrada por un torbellino de emociones. Por un lado, la exaltación de haber podido estar con
él; por otro, el terror de la serpiente que anunciaba una muerte.
Aunque no sabía quién iba a morir, temía que fuera alguien de su familia y no podía
quitarse la idea de la cabeza. ¿Sería uno de sus hermanos? ¿Godfrey o Kendrick? ¿Podría
tratarse de su madre? ¿O —la sola idea le producía escalofríos— su padre?
La aparición de la serpiente había arrojado una sombra de tristeza sobre su alegre
escapada. Su estado de ánimo se ensombreció, y no lograron recuperar la despreocupación del
primer momento. Emprendieron el camino de vuelta a la corte, pero se separaron justo antes de
salir del bosque para que nadie los viera. Gwendolyn no quería que su madre los descubriera.
Pero no pensaba renunciar fácilmente a Thor, y encontraría la manera de hacer frente a la reina;
solo necesitaba una estrategia.
Ahora se daba cuenta de lo difícil que había sido decirle adiós a Thor. Ni siquiera le
había preguntado si se verían de nuevo, no habían tenido ocasión de trazar un plan para otro
día. La aparición de la serpiente la había dejado tan aturdida que se había olvidado de concertar
un encuentro. Se preguntó si Thor lo interpretaría como una falta de interés.
Apenas llegó a la Corte del Rey, le dijeron que su padre la esperaba. Por eso estaba
subiendo la escalera de caracol, preguntándose con inquietud para qué querría verla el rey.
¿Habrían descubierto su cita con Thor? No se le ocurría otra razón por la que su padre la hiciera
llamar con tanta urgencia. ¿Iba a prohibirle que lo viera? Gwen no lo creía así. El rey siempre
se había puesto de su parte.
Cuando llegó arriba estaba sin aliento. Recorrió el pasillo, y los criados de su padre le
abrieron diligentemente la puerta. Dentro de los aposentos reales, otros dos criados la saludaron
con una reverencia.
—Dejadnos solos —dijo el rey.
Los criados inclinaron la cabeza y salieron de la habitación. La puerta resonó al cerrarse.
El rey se acercó a su hija con una amplia sonrisa. Gwen siempre se sentía cómoda en su
presencia, y le alivió comprobar que no parecía enfadado.
—Gwendolyn, hija mía.
La estrechó entre sus brazos y ella le correspondió. Luego le indicó dos enormes butacas
frente a la chimenea, donde ardía un alegre fuego. Unos enormes perros lobos se apartaron para
dejarla pasar. A algunos los conocía desde que era pequeña. Cuando Gwen se sentó en la
butaca, dos de ellos la acompañaron y apoyaron la cabeza en su regazo. Era una suerte que el
fuego estuviera encendido, porque el día se había tornado muy frío, a pesar de que era verano.
Su padre inclinó el cuerpo hacia las llamas y se quedó mirándolas pensativo.
—¿Sabes por qué te he hecho llamar?
Gwendolyn intentó leer su expresión, pero no supo interpretarla.
—No lo sé, padre.
El rey pareció sorprendido.
—Por nuestra conversación del otro día con tus hermanos, sobre los lazos familiares. De
eso quería hablarte.
Gwen sintió un inmenso alivio. No se trataba de Thor, sino de política, de la estúpida
política. No había nada que le importara menos. Dio un suspiro.
—Pareces aliviada —dijo su padre—. ¿De qué pensabas que íbamos a hablar?
Su padre siempre había sabido leer en ella como en un libro abierto. Era demasiado
intuitivo. Gwen se dijo que debía tener cuidado.
—De nada, padre —dijo rápidamente.
El rey sonrió.
—Dime, entonces. ¿Qué piensas de mi elección?
—¿Elección?
—¡Mi elección de heredero! ¡Para el trono!
—¿Te refieres a mí?
—¿A quién si no?
Gwen se sonrojó.
—Padre, estoy más que sorprendida. No soy la primogénita, y soy mujer. No sé nada de
política ni me importa. No me interesan los asuntos del reino, no tengo ambiciones políticas.
No sé por qué me has elegido.
—Precisamente por estas razones —dijo su padre, con gran seriedad—. Lo he hecho
porque no aspiras al trono, no quieres reinar. Y no sabes nada de política. —Inspiró
profundamente—. Pero conoces la naturaleza humana. Eres intuitiva, como yo. Tienes el
ingenio de tu madre, y también mi facilidad de trato con la gente. Puedes adivinar sus
intenciones, su verdadera naturaleza. Y esto es lo que necesita un rey, conocer la naturaleza
humana. No necesitas nada más, el resto es artificio. Tienes que saber cómo son tus súbditos y
entenderlos. Tienes que confiar en tu instinto y tratarlos bien. Eso es todo.
—Supongo que habrá que saber algo más para llevar los asuntos del reino —dijo Gwen.
—En realidad, no —dijo el rey—. Todo parte de aquí, las decisiones se toman en base a
esto.
—Pero, padre, olvidas que no deseo reinar, y por otra parte no vas a morirte. Lo de elegir
un sucesor cuando se casa tu primer hijo no es más que una estúpida tradición. No hay por qué
hablar de ello. No tiene importancia… Yo espero no ver nunca tu muerte.
El rey carraspeó. Había preocupación en su semblante.
—He hablado con Argon. Me augura un negro futuro. Yo mismo lo he sentido. Tengo
que estar preparado.
Gwen sintió un nudo en la garganta.
—Argon es un bobo. La mitad de lo que dice no se hace realidad. No hagas caso. No te
dejes influir por sus estúpidos augurios. Estás perfectamente. No te morirás nunca.
Pero su padre hizo un gesto negativo. Al ver la tristeza pintada en su semblante, Gwen
sintió que se le encogía el corazón.
—Gwendolyn, hija mía. Te quiero, y quiero que estés preparada. Serás la próxima reina
del Anillo. Lo digo muy en serio. No es una petición, es una orden.
Gwen nunca había visto a su padre tan serio y tan sombrío. Sintió miedo. Con el dorso de
la mano se secó una lágrima.
—Lamento haberte puesto triste —dijo su padre.
—Pues deja de hablar así —dijo Gwen entre sollozos—. No quiero que te mueras.
—Lo siento, pero no puedo callarme. Necesito que me respondas.
—Padre, no quiero ofenderte.
—Entonces di que sí.
—Pero ¿cómo voy a reinar? —imploró Gwen.
—No es tan difícil como parece. Estarás rodeada de consejeros. La primera regla es no
confiar en ninguno. Confía en ti misma. Tu falta de conocimientos y tu inocencia es lo que te
hará grande. Tomarás decisiones con el corazón. Prométemelo —insistió.
Al mirar a su padre a los ojos, Gwendolyn comprendió lo importante que era esto para él.
Quiso zanjar el tema, aunque solo fuera para tranquilizarle y animarle.
—De acuerdo —se apresuró a decir—. ¿Te sientes mejor ahora?
El rey se recostó en la butaca. Parecía aliviado.
—Sí. Muchas gracias.
—Bien, ¿podemos hablar de otras cosas, de cosas que pasarán de verdad? —preguntó.
Su padre echó la cabeza hacia atrás y estalló en risotadas, como si se hubiera quitado un
peso de encima.
—Por eso te quiero tanto. Siempre estás contenta y siempre me haces reír.
Gwen notó que su padre la observaba como si buscara alguna clave.
—Hoy pareces feliz. ¿Es a causa de un chico?
La princesa se ruborizó. Se levantó y se acercó a la ventana para escapar al escrutinio de
su padre.
—Lo siento, padre, es un asunto privado.
—No es privado si vas a ocupar mi trono. Pero no voy a husmear. De todas formas, tu
madre quiere verte, y no creo que se muestre tan blanda. Yo no insistiré, pero mejor que te
prepares.
Gwen se puso rígida. Detestaba este lugar, y hubiera deseado encontrarse en cualquier
otro sitio. En un pueblo, en una granja, viviendo una vida sencilla con Thor, lejos de todas las
fuerzas que intentaban controlarla.
Su padre le puso la mano en el hombro y la miró con dulzura.
—Tu madre puede ser implacable. Pero tome la decisión que tome, yo estaré de tu parte.
En asuntos del amor, uno tiene que poder elegir libremente.
Gwen abrazó a su padre. En este momento lo quería más que a nadie en el mundo.
Intentó no pensar en la serpiente y rezó con toda su alma para que el presagio no se refiriera al
rey.
Para dirigirse a las estancias de la reina había que recorrer infinidad de pasillos y pasar
ante hileras de vidrieras. Gwen detestaba que su madre la convocara, odiaba su manía de
controlarlo todo. En cierto modo, era la reina la que dirigía los asuntos del reino. Era en muchos
aspectos más fuerte que su padre, y resultaba más difícil hacerla retroceder. Por supuesto, nadie
lo sabía, porque el rey simulaba ser el sabio y el fuerte, pero en cuanto entraba en el castillo y
se quedaba solo, a quien le pedía consejo era a su esposa. Ella era más sabia y más fría. Era la
más calculadora de los dos, la más dura, la más atrevida. La reina era la roca, y llevaba las
riendas de su familia con mano de hierro. Cuando quería algo, sobre todo si estaba convencida
de que era para el bien de la familia, ponía todo su empeño en conseguirlo.
Convencida de que su madre intentaría doblegarla con mano de hierro, Gwen se estaba
armando de valor para la confrontación. Presentía que alguien la había visto con Thor, pero
estaba decidida a no dar su brazo a torcer, pasara lo que pasara. Si tenía que abandonar el
castillo, lo haría. Que la encerraran en la torre, si querían.
Los criados abrieron las pesadas puertas que daban a los aposentos reales y se apartaron
para dejar pasar a Gwen.
Eran unos aposentos más pequeños y más íntimos que los del rey. El suelo estaba
cubierto de alfombras, y frente a la chimenea había un juego de té y un tablero de juegos. La
reina estaba instalada en una de las bonitas butacas tapizadas de terciopelo amarillo y le daba la
espalda a Gwen, pese a que estaba esperándola. Sentada de cara a la chimenea, bebía a sorbitos
su té y movía las piezas sobre el tablero, mientras dos damas de compañía la ayudaban a
peinarse y a atarse el vestido por detrás.
—Entra, hija —dijo la reina con voz severa.
A Gwen le disgustaba que su madre celebrara audiencia delante de sus doncellas. Habría
querido que las despachara para que pudieran hablar a solas, como hizo su padre. Era lo
mínimo que podía hacerse para preservar la intimidad. Pero la reina nunca hacía salir a sus
damas, seguramente como un juego de poder. Tener a las doncellas revoloteando por ahí,
escuchando lo que se hablaba, añadía presión a Gwen.
No le quedó más remedio que atravesar la habitación para sentarse en una butaca frente a
su madre, demasiado cerca de la chimenea. Era otra de las tácticas de la reina: obligaba a su
visita a pasar calor cerca de las llamas.
La reina no la miró. Seguía con la mirada clavada en el tablero y movió una de las fichas
de marfil.
—Te toca a ti —dijo.
Gwen se quedó sorprendida al ver que en el tablero seguía estando la partida que había
empezado con su madre semanas atrás. Su madre era una experimentada jugadora de Peones,
pero ella era mejor todavía. La reina detestaba perder; seguro que había estado analizando a
fondo el tablero para encontrar la jugada perfecta.
Gwen, sin embargo, no necesitaba estudiar el tablero. De un vistazo supo cuál era la
jugada perfecta. Cogió una ficha y la movió al otro lado del tablero. Su madre estaba a punto de
perder.
La reina se quedó mirando el tablero con rostro inexpresivo, pero arrugó la frente, lo que
en ella era síntoma de consternación. No podía admitir que Gwen fuera más lista que ella.
Carraspeó antes de hablar, sin levantar los ojos del tablero.
—Lo sé todo sobre tus correrías con el plebeyo —dijo en tono burlón—. Me has
desobedecido. ¿Por qué? —preguntó, levantando la vista.
Gwen notó un nudo en la garganta. Inspiró profundamente, intentando encontrar una
respuesta. Esta vez no pensaba ceder.
—Es mi vida privada —dijo.
—¿En serio? Tu vida privada afecta a la corona, al destino de esta familia, al destino del
Anillo. Tu vida privada es un asunto político, por mucho que quieras olvidarlo. En tu mundo no
hay nada privado. Y no hay nada que yo no deba saber.
Su madre le hablaba en un tono frío e implacable que resultaba humillante. Gwen no
podía hacer otra cosa que esperar a que acabara. Se sentía atrapada.
La reina se aclaró la garganta.
—Puesto que no me obedeces, tendré que tomar las decisiones por ti. No volverás a ver a
ese chico. En caso contrario, lo sacaré de la Legión y de la Corte del Rey y haré que lo
devuelvan a su pueblo. Allí haré que le pongan el cepo, a él y a toda su familia. Lo expulsarán
del pueblo y no volverás a verle.
Hablaba con tanta furia que le temblaba el labio inferior.
—¿Me has entendido?
Gwen tomó aire. Por primera vez, comprendió que su madre era capaz de cualquier
crueldad, y sintió por ella un inmenso odio. Le resultaba humillante que la escena se
desarrollara en presencia de las doncellas.
Iba a responder, pero su madre la interrumpió.
—Por otra parte, a fin de prevenir más actos impulsivos de tu parte, he acordado un
matrimonio adecuado para ti. El día primero del próximo mes, contraerás matrimonio con
Alton. Empezarás a hacer los preparativos desde hoy. Dentro de poco serás una mujer casada.
Eso es todo.
Dicho esto, la reina volvió la atención al tablero, como si acabara de mencionar un
detalle sin importancia.
Gwen estaba tan furiosa que tenía ganas de gritar.
—¿Cómo te atreves? —dijo con voz ahogada por la rabia—. ¿Acaso crees que soy una
muñeca a la que puedas manejar a tu gusto? ¿De verdad piensas que me casaré con quien tú me
digas?
—No es que lo crea —dijo su madre—. Es que lo sé. Eres mi hija y debes obedecerme.
Te casarás exactamente con quien yo te diga.
—¡No! No puedes obligarme —gritó Gwen—. ¡Mi padre me dijo que no podías!
—Los padres de este reino tienen el derecho de acordar los matrimonios de sus hijos, y
por supuesto, el rey y la reina también. Tu padre dirá lo que quiera, pero sabes como yo que
siempre acaba haciendo lo que le digo. Tengo mis métodos. —La reina le lanzó una mirada
furibunda—. Harás lo que te diga. Tu boda es un hecho. Nadie puede detenerla, de modo que
más vale que te prepares.
—No pienso hacerlo —respondió Gwen—. Y si vuelves a hablarme así, no te dirigiré
nunca más la palabra.
Su madre levantó la cabeza y le dirigió una mirada fría y antipática.
—No me importa que no me hables más. Soy tu madre, no tu amiga. Y soy tu reina.
Puede que esta sea la última vez que nos vemos, pero no importa. Al final, harás lo que yo te
diga. Y te vigilaré de lejos para comprobar que haces lo que yo he dispuesto para ti.
Dicho esto, volvió la atención al tablero.
—Puedes irte —dijo, haciendo un gesto despectivo con la mano, como si Gwen fuera una
de sus doncellas.
Incapaz de contenerse, la princesa se acercó al tablero y lo levantó con las dos manos,
tirando todas las piezas al suelo. La mesa de marfil cayó al suelo y se rompió en pedazos. La
reina se levantó sobresaltada.
—Te odio —siseó Gwen.
Salió de la habitación con el rostro colorado de rabia. Apartó bruscamente a la doncella
que hizo ademán de acompañarla. Quería salir por su propio pie y no volver a ver a su madre
nunca más.
Capítulo veintiséis

Thor llevaba horas caminando por los sinuosos caminos del bosque y pensando en su
encuentro con Gwen. No podía quitársela de la cabeza. El rato con ella había resultado mucho
mejor de lo que esperaba, mágico. Ya no tenía dudas acerca de los sentimientos de la princesa.
Todo había sido perfecto… excepto la aparición de la serpiente, por supuesto.
La serpiente blanca era un mal augurio. Habían sido afortunados de no recibir una
picadura. Thor miró a Krohn, que caminaba alegremente a su lado, y se preguntó qué habría
ocurrido si el leopardo no hubiera matado a la serpiente. ¿Habrían muerto Gwen y él? Sintió
una inmensa gratitud hacia el cachorro. Estaba seguro de que sería siempre su fiel compañero.
Sin embargo, aquel augurio le tenía preocupado: había muy pocas serpientes blancas, y
ni siquiera vivían en esta parte del reino, sino más al sur, en una región de marismas. ¿Cómo
había llegado tan lejos? ¿Por qué se había acercado a ellos en ese preciso momento? Estaba de
acuerdo con Gwen en que anunciaba una muerte, pero ¿de quién?
No conseguía olvidarse del tema. La imagen de la serpiente no le dejaba en paz. Sabía
que debía volver a los barracones, pero no se decidía. Todavía era su día libre, de modo que
siguió caminando por el bosque para despejarse. Estaba convencido de que la serpiente portaba
un mensaje para él, que le conminaba a hacer algo.
Gwen y él se habían despedido bruscamente: al llegar a la linde del bosque, cada uno se
fue por su lado sin apenas decirse adiós. Gwen parecía estar pensando en otra cosa,
seguramente en la serpiente, pero Thor no estaba seguro. No le había dicho nada de volver a
verse. ¿Habría cambiado de opinión?
Se preguntó si habría hecho algo mal, y la sola idea le angustió tanto que no sabía qué
hacer. Caminó durante horas en círculo, sin llegar a ninguna parte. Le habría gustado poder
hablar con alguien que entendiera sobre augurios y señales. De repente, tuvo una idea y se
detuvo en seco. Claro, Argon. Era la persona adecuada. Argon podría explicárselo todo y
tranquilizarle.
Miró a su alrededor. Se encontraba en el extremo norte de la cresta de la montaña, en un
cruce de caminos, y la ciudad real se extendía a sus pies. Sabía que Argon vivía solo en una
casa de piedra, al norte de las Llanuras Rocosas. El camino de la izquierda le llevaría hasta allí.
Argon vivía lejos, y era probable que ni siquiera estuviera en casa. Pero había que
intentarlo. Thor necesitaba una respuesta. Ahora estaba más animado y caminaba más rápido.
La mañana dio paso a la tarde, y él seguía andando y andando. Era un bonito día de verano, un
sol espléndido iluminaba los campos. Krohn trotaba alegre a su lado, y solo se detenía de vez en
cuando para cazar una ardilla, que luego transportaba orgulloso entre los dientes.
El camino se tornó más empinado y sinuoso, y los campos dieron paso a un paisaje
desolado de rocas y piedras. Al final, incluso el camino desapareció y empezó a soplar un
viento frío. Los árboles fueron haciéndose más escasos. El paisaje abrupto y pedregoso
resultaba inquietante: hasta donde alcanzaba la vista, no había más que tierra, rocalla y
peñascos.
De repente, Krohn, que iba delante, empezó a gimotear. Incluso Thor notó en el aire algo
extraño, que ponía la carne de gallina. No era necesariamente malo, sino diferente, como una
niebla espiritual. Estaba empezando a preguntarse si no se habría equivocado de dirección
cuando divisó en el horizonte, sobre una colina, una casita de piedra oscura. Era totalmente
redonda y carecía de ventanas; solo tenía una puerta arqueada sin llamador ni manija. ¿Era
posible que Argon viviera en un lugar tan solitario? ¿Le molestaría que Thor se presentara sin
que le hubieran invitado?
Thor empezaba a tener sus dudas, pero decidió seguir adelante. Cuando llegó frente a la
puerta, notó el aire cargado de energía; casi le costaba respirar. El corazón se le desbocó en el
pecho. Iba a llamar a la puerta cuando esta se abrió con un chirrido. Dentro reinaba una total
oscuridad. No se veía a nadie. Thor se dijo que a lo mejor la puerta la había abierto el viento.
Empujó suavemente la hoja de madera y metió la cabeza dentro de la casa.
—¿Hay alguien?
Abrió la puerta un poco más. Lo único que se distinguía era un tenue resplandor.
—¿Hola? ¿Argon?
Krohn gimoteó a su lado. Parecía evidente que no había sido una buena idea ir hasta allí.
Argon no estaba en casa. Thor quiso cerciorarse y avanzó dos pasos. La puerta se cerró de
golpe a sus espaldas.
Thor se sobresaltó. Argon estaba de pie al otro lado de la vivienda.
—Siento interrumpiros —dijo Thor, un poco nervioso.
—Has venido sin avisar.
—Lo siento. No quería molestar —se disculpó Thor.
Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, pudo mirar a su alrededor. A
lo largo de la pared de piedra había unas velitas encendidas, pero la principal luz de la casa
provenía de una abertura circular en el techo. Era un lugar sorprendente y austero, totalmente
quimérico.
—Pocos son los que han estado aquí —dijo Argon—. Por supuesto, no estarías aquí si yo
no te lo hubiera permitido. La puerta solo se abre para algunos. Si no eres la persona adecuada,
no podrás abrirla por más fuerza que emplees.
Thor se sintió mejor. De todas formas, se preguntó cómo había sabido Argon de su
llegada. El druida era un absoluto misterio.
—He tenido un encuentro que no entiendo. —Thor necesitaba contárselo todo a Argon
para conocer su opinión—. Una serpiente blanca ha estado a punto de atacarnos. Nos salvó
Krohn, mi leopardo.
—¿Con quién estabas?
Thor se ruborizó. Había hablado más de la cuenta. No sabía cómo seguir.
—No estaba solo —confesó.
—¿Quién te acompañaba?
Thor se mordió la lengua. Al fin y al cabo, Argon estaba muy próximo al rey; podía
decirle algo.
—No creo que esto sea relevante para la serpiente.
—Es totalmente relevante. ¿No has pensado que a lo mejor la serpiente venía por la otra
persona?
Esto cogió a Thor desprevenido.
—No lo entiendo.
—No todos los augurios que ves te están destinados. Algunos son para otras personas.
Thor miró atentamente a Argon, intentando comprender. ¿Estaría Gwen amenazada por
un oscuro destino? Y en tal caso, ¿qué podía hacer él para salvarla?
—¿Se puede cambiar el destino? —preguntó.
Argon atravesó lentamente la habitación.
—Esta es, naturalmente, la pregunta que nos hacemos desde hace siglos. ¿Se puede
cambiar el destino? Por una parte, todo está escrito, todo está decidido. Por otra parte, tenemos
libre albedrío. Nuestras decisiones también determinan nuestro destino. Parece imposible que el
destino y el libre albedrío vayan de la mano, y sin embargo, así es. Y es en esta intersección
—donde destino y libre albedrío se encuentran— cuando entra en juego el comportamiento
humano. El destino no siempre puede romperse, pero en ocasiones puede torcerse o cambiarse
incluso, a costa de un gran sacrificio o una gran fuerza de voluntad. Sin embargo, el destino
casi siempre es firme. La mayoría de las veces no somos más que espectadores. Creemos que
participamos en este juego, pero normalmente no es así. Somos observadores, no actores.
—Entonces, ¿por qué se molesta el universo en mostrarnos señales, si no podemos hacer
nada al respecto?
Argon volvió la cabeza y le sonrió.
—Eres rápido, chico, lo reconozco. En general las señales están para que nos
preparemos. Nos muestran lo que nos espera para que estemos preparados. A veces, muy pocas,
estas señales nos invitan a hacer algo para cambiar las cosas. Pero es poco frecuente.
—¿Es cierto que la serpiente blanca anuncia una muerte?
Argon le observó con atención.
—Así es. Siempre.
La clara respuesta de Argon le sorprendió, y el corazón empezó a golpearle en el pecho
ante la confirmación de sus temores.
—Hoy he visto una —dijo— pero no sé quién va a morir. No sé si puedo hacer algo para
evitarlo. Quisiera olvidar la escena, pero no puedo. La imagen de la serpiente no me deja en
paz. ¿Por qué?
Argon le miró largamente y suspiró.
—Porque quienquiera que vaya a morir, su muerte te afectará profundamente. Cambiará
tu destino.
Thor estaba cada vez más inquieto. Cada nueva respuesta traía nuevas incógnitas.
—No es justo —dijo—. ¡Necesito saber quién va a morir para poder advertirle!
Argon movió lentamente la cabeza.
—Tal vez no debas saberlo. Y aun si lo supieras, puede que no pudieras hacer nada. La
muerte lo encontrará, por más que esté advertido.
—Entonces, ¿por qué se me muestra una señal? —preguntó Thor, lleno de angustia—.
¿Y por qué no me lo puedo quitar de la cabeza?
Argon se acercó. Sus ojos brillaban tanto en la penumbra que Thor se asustó. Era como
mirar el sol. Y no podía apartar sus ojos de él. Argon le puso una mano en el hombro, tan
helada que le provocó un escalofrío.
—Eres joven —dijo lentamente—. Todavía estás aprendiendo. Te tomas las cosas
demasiado a pecho. Ver el futuro es un regalo, pero también puede ser una maldición. La
mayoría de las personas no son conscientes de su destino, y es preferible así, porque puede
resultar doloroso conocer cuál es tu suerte. Tú ni siquiera vislumbras el alcance de tus poderes.
Pero llegarás a entenderlos un día, cuando comprendas de dónde vienes.
Thor estaba confuso.
—¿De dónde vengo?
—Del lugar de origen de tu madre, muy lejos de aquí. Más allá del Cañón, en el límite
exterior de las Tierras Agrestes. Allí, sobre un peñasco tan alto que toca el cielo, hay un castillo
al que solo se accede por un camino pedregoso y azotado por el viento, un camino mágico que
parece llevarte a lo más alto. Es un lugar de gran poder. Hasta que no regreses a tu origen no
entenderás tu destino; allí encontrarás respuesta a todas tus preguntas.
Thor parpadeó. Cuando abrió de nuevo los ojos se encontró en el exterior, fuera de la
casa de Argon, sin saber cómo había salido. Guiñó los ojos a la intensa luz del sol en aquel
desierto pedregoso, azotado por el viento. Krohn gimoteaba a su lado. Se dirigió a la puerta de
la casa y la aporreó con todas sus fuerzas. Pero la única respuesta fue el silencio.
—¡Argon! —gritó.
Solo se oía el silbido del viento.
Empujó la puerta con el hombro, pero no consiguió moverla ni un milímetro. Se quedó
esperando largo rato —no podría decir cuánto— hasta que comprendió que tenía que volver.
Emprendió el camino de vuelta por aquellas tierras pedregosas sintiéndose más confuso que al
principio. Estaba convencido de que alguien iba a morir, y seguía sin saber cómo impedirlo.
Al cabo de un rato notó frío en los tobillos, y al mirar hacia abajo vio que se estaba
formando una espesa niebla que cubría el suelo como un manto, y que cada vez se hacía más
gruesa y más espesa. Krohn gemía. Thor no entendía lo que pasaba. Aceleró el paso, pero la
niebla se espesó tanto que apenas veía lo que tenía delante. Además, el cielo se oscureció de
repente. Thor notaba los miembros pesados y estaba tan exhausto que se vio incapaz de dar un
paso más. Se tumbó en el suelo hecho un ovillo, rodeado por la espesa niebla. Por más que
intentaba moverse o abrir los ojos, no lo conseguía, y al instante se quedó profundamente
dormido.
Se vio a sí mismo en lo alto de una montaña, contemplando el reino del Anillo. Tenía a
sus pies el recinto real, el castillo, las fortificaciones, los jardines, los parques, las redondeadas
colinas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista… El campo estaba en pleno esplendor
estival, repleto de frutos y flores de vivos colores, y se oía a lo lejos el sonido de músicas y
celebraciones.
De repente, la hierba empezó a ennegrecerse, los frutos cayeron al suelo, los árboles
perdieron sus hojas, las flores se secaron, y los edificios empezaron a desmoronarse uno tras
otro… Al cabo de un rato, el reino no era más que desolación y montañas de escombros.
Thor miró hacia abajo y vio una enorme serpiente blanca deslizándose entre sus piernas.
Sin que él pudiera hacer nada, la serpiente se le enrolló en las piernas, la cintura, los brazos.
Notó que le faltaba el aire, que la vida se le escapaba. Una vez que lo tuvo totalmente atrapado
en sus anillos, la serpiente acercó su cabeza a la cara de Thor y lanzó un sonido sibilante,
tocándole casi la mejilla con la lengua. Luego abrió las fauces, dejando ver unos poderosos
colmillos, y engulló la cabeza de Thor.
Thor gritó, y se encontró solo dentro del castillo del rey. El castillo estaba vacío, no
quedaba ningún trono, y la Espada del Destino yacía abandonada en el suelo. Las ventanas
estaban rotas, y los pedazos de cristal cubrían el suelo de piedra. Sonaba una música a lo lejos.
Thor empezó a recorrer el castillo, atravesando habitaciones vacías, hasta que llegó a unas
inmensas puertas de 30 metros de altura y las abrió empujando con todas sus fuerzas.
Se encontró frente a una sala de banquetes, con dos largas mesas dispuestas, rebosantes
de manjares, pero sin ningún comensal. Al otro lado de la sala, MacGil estaba sentado en su
trono, mirando fijamente a Thor. Parecía encontrarse muy lejos, y Thor quiso ir a su lado, de
modo que empezó a atravesar la sala, entre las dos mesas. Y a medida que avanzaba, la comida
se pudría, se ennegrecía y se cubría de moscas que revoloteaban también alrededor de Thor.
Apresuró el paso. Cuando ya estaba cerca del rey llegó un criado con una inmensa copa
dorada de vino. Era una copa especial, hecha de oro macizo, con hileras de diamantes y zafiros
engastados. El criado vertió un polvo blanco en la bebida del monarca. Thor supo que era
veneno. Al ver que el rey cogía la copa con las dos manos y se disponía a beber, Thor dio un
grito.
—¡No!
Dio un salto para arrebatarle la copa de la mano, pero no llegó a tiempo. MacGil echó la
cabeza hacia atrás y bebió el vino de un trago. Una parte del vino le resbaló por las mejillas y le
manchó la pechera.
El rey volvió la cabeza hacia Thor, con los ojos muy abiertos, se llevó las manos a la
garganta como si se asfixiara y se desplomó de lado sobre el frío suelo de piedra. La corona se
le cayó de la cabeza con un sonido metálico y rodó varios metros.
MacGil quedó inerme, con los ojos abiertos, muerto.
Estopheles bajó volando, se posó sobre la cabeza del rey, miró a Thor y soltó un chillido
tan agudo que este se estremeció.
—¡No! —gritó.
Se despertó gritando. Se incorporó y miró a su alrededor, intentanto averiguar dónde se
encontraba. Estaba sudoroso y respiraba entrecortadamente. No podía creer que estuviera
todavía en la montaña de Argon. Al parecer se había quedado dormido. La niebla se había
despejado, y empezaba a amanecer. Un sol rojo como la sangre asomaba en el horizonte. Krohn
saltó a su regazo y le lamió la cara.
Thor abrazó al cachorro con un brazo. Respiraba agitadamente, y todavía no sabía con
certeza si estaba dormido o despierto. Tardó un buen rato en comprender que todo había sido un
sueño. Pero había sido muy real.
Entonces oyó un chillido y volvió la cabeza. Estopheles estaba posado en una roca, a
pocos metros. Le miraba fijamente y chillaba. Thor sintió un escalofrío. Era igual que el
chillido de su sueño. De repente comprendió que había sido un mensaje. Iban a envenenar al
rey.
Se puso en pie de un salto y empezó a correr montaña abajo en dirección a la Corte del
Rey. Tenía que advertir al monarca. Seguro que lo tomaba por loco, pero no quedaba otro
remedio. Thor tenía que hacer lo posible por salvarle la vida al rey.
Atravesó a todo correr el puente levadizo, y afortunadamente, al llegar a la puerta
exterior del recinto real, los guardias le reconocieron como miembro de la Legión y le dejaron
pasar sin hacerle preguntas.
Atravesó los jardines, pasó ante las fuentes y llegó sin aliento a las puertas del castillo.
Cuatro guardias le impidieron el paso.
—¿Qué quieres, muchacho? —preguntó uno de los guardias.
—No lo entiendes, tienes que dejarme entrar —logró decir Thor entre jadeos—. Necesito
ver al rey.
Los guardias se miraron con escepticismo.
—Soy Thorgrin, de la Legión. Tenéis que dejarme pasar.
—Ya sé quién es —dijo uno de los guardias—. Es de los nuestros.
El guardia de mayor grado dio un paso al frente.
—¿Y qué quieres tratar con el rey?
Thor todavía no había recuperado el aliento.
—Es un asunto urgente. Tengo que verle ahora mismo.
—Pues no debe de estar esperándote, porque te han informado mal. Nuestro rey no se
encuentra aquí. Se marchó hace unas horas con su séquito por asuntos de la corte. No
regresarán hasta esta noche, cuando tiene lugar el banquete real.
—¿Un banquete? —El corazón le dio un brinco al recordar las mesas dispuestas para el
banquete en su sueño. Todo parecía hacerse realidad.
—Sí, un banquete. Si perteneces a la Legión, no me cabe duda de que tomarás parte. Pero
ahora el rey no está. Mejor que vuelvas esta noche con los demás.
—¡Pero tengo que transmitirle un mensaje! —insistió Thor—. ¡Tiene que ser antes del
banquete!
—Puedes darme el mensaje a mí, si quieres. Pero no podré entregárselo antes de que
regrese.
Thor sabía que aquel no era un mensaje que pudiera darle al guardia; creerían que estaba
loco. Tenía que transmitirlo personalmente esa noche, antes del banquete. Solo esperaba que no
fuera demasiado tarde.
Capítulo veintisiete

Tuvo que darse prisa para llegar a los barracones al despuntar el alba, antes de que
empezara la instrucción, mientras los reclutas se levantaban y se preparaban para cumplir con
sus obligaciones. Cuando entró en su barracón, acompañado de Krohn, estaba sin aliento y muy
preocupado. No sabía si sería capaz de esperar todo el día a que llegara el momento del
banquete. Estaba seguro de que el presagio de la serpiente quería decir que el destino del reino
recaía sobre sus hombros.
Corrió junto a Reese y O’Connor, que salían al campo de entrenamiento para ponerse en
formación. Estaba agotado.
—¿Dónde has estado esta noche? —le preguntó Reese.
Thor hubiera querido responder, pero ni siquiera sabía exactamente dónde había estado.
¿Qué podía decirle, que se había quedado dormido en la montaña de Argon? Incluso a él le
sonaba absurdo.
—No lo sé —dijo, indeciso acerca de cuánto podía contarles.
—¿Cómo que no lo sabes? —preguntó O’Connor.
—Me perdí —dijo Thor.
—¿Te perdiste?
—Bueno, has tenido suerte de llegar a tiempo —dijo Reese.
—De haber llegado tarde a las tareas de hoy, no te habrían dejado volver a la Legión.
—Elden se acercó a ellos y puso su manaza sobre el hombro de Thor—. Me alegro de verte.
Ayer te echamos de menos.
Thor pensó otra vez en el cambio tan radical que había experimentado Elden desde sus
días en el Cañón.
—¿Cómo te ha ido con mi hermana? —le preguntó Reese en voz baja.
Thor se sonrojó.
—¿La has visto? —insistió Reese.
—Sí, la he visto. Fue estupendo, pero tuvimos que despedirnos bruscamente.
Se pusieron en formación frente a Kolk y los hombres del rey.
—Bueno —dijo Reese—, podrás verla esta noche. Ponte elegante. Es la fiesta del rey.
A Thor se le encogió el estómago al recordar su sueño. El destino parecía burlarse de él;
no podía hacer otra cosa que asistir impotente al curso de los acontecimientos.
—¡SILENCIO!
Kolk inició su paseo ante los reclutas, que se pusieron firmes y guardaron silencio
mientras el oficial pasaba lentamente entre las filas, examinándolos con ojo crítico.
—Ayer os lo pasasteis bien. Hoy hay que volver a la instrucción. Aprenderemos el viejo
arte de cavar trincheras.
De entre los reclutas brotó un lamento colectivo.
—¡SILENCIO!
Todos se callaron.
—Cavar trincheras es un trabajo arduo —dijo Kolk—, pero vital. Un día os encontraréis
solos en plena naturaleza, protegiendo nuestro reino. Y al anochecer hará tanto frío que no
notaréis los dedos de los pies. Entonces estaréis dispuestos a cualquier cosa para entrar en calor.
O puede que en medio de una batalla necesitéis protegeros de las flechas enemigas. Una
trinchera tiene muchas utilidades; puede ser vuestro mejor aliado.
Carraspeó.
—Hoy estaréis todo el día cavando, hasta que tengáis las manos rojas y encallecidas,
hasta que la espalda os duela tanto que ya no podáis más. Así, en el día de la batalla no os
parecerá tan terrible. ¡SEGUIDME!
Con otro gemido colectivo, los jóvenes se dividieron en una fila de a dos y siguieron a
Kolk a través del campo de instrucción.
—Estupendo —dijo Elden—. Cavar zanjas, justo lo que estaba deseando.
—Podría ser peor —dijo O’Connor—. Podría estar lloviendo.
Levantaron la mirada hacia el cielo. Se acercaban unas nubes amenazadoras.
—Pues podría llover, así que no llames al mal tiempo —dijo Reese.
—¡THOR!
Thor corrió hacia Kolk, que le dirigía una mirada furibunda. ¿Qué habría hecho mal?
—Sí, señor.
—Tu caballero reclama tus servicios como escudero. Preséntate ante Erec en el recinto
del castillo. Tienes suerte; hoy te libras de la instrucción para servir a tu señor como un buen
escudero. Pero no creas que te vas a librar de cavar trincheras. Mañana, cuando vuelvas, te
pondrás a ello. Ahora, ¡vete!
Thor partió corriendo hacia el castillo, seguido por las miradas llenas de envidia de los
demás reclutas. ¿Qué podía querer Erec de él? ¿Tendría algo que ver con el rey?
Al llegar al recinto real, tomó un camino que nunca había tomado antes y que lo llevaría
a los barracones de la Plata. Eran unos barracones mucho más grandes que los de la Legión, y
mejor acabados, porque estaban forrados de cobre, y los caminos entre las construcciones
estaban recién empedrados. Thor pasó por una puerta en arco dos veces más grande que
cualquier otra, guardada por doce hombres del rey. Luego el camino se ensanchaba, atravesaba
un campo abierto y llegaba a un complejo de edificaciones de piedra rodeado de una valla y
guardado por numerosos caballeros. Incluso desde lejos, era un lugar que imponía respeto.
En cuanto vieron a Thor atravesar el campo abierto, varios caballeros cruzaron las lanzas
para impedirle el paso. No le miraban a la cara.
—¿Para qué has venido? —preguntó uno de ellos.
—Vengo para cumplir con mi deber —dijo Thor—. Soy el escudero de Erec.
Los caballeros intercambiaron una mirada recelosa, pero otro de ellos se adelantó y
mandó con un gesto que le dejaran pasar. Los demás dieron un paso atrás y apartaron las lanzas.
La puerta claveteada de hierros se abrió lentamente con un chirrido. Era inmensa, de un grosor
de más de medio metro. Las medidas de seguridad eran más estrictas todavía que en el castillo
del rey.
—Segunda construcción a la derecha —gritó el caballero—. Lo encontrarás en los
establos.
Thor atravesó corriendo el patio y pasó frente a un conjunto de edificaciones de piedra.
Se fijó en lo limpio e impecable que estaba todo. Aquel lugar exudaba un aire de fuerza y
poderío.
Cuando llegó a los establos, se quedó con la boca abierta: allí había decenas de caballos,
los más bonitos y bien cuidados que había visto en su vida, dispuestos en ordenadas filas,
muchos de ellos cubiertos con una armadura. Todo era lujoso y a lo grande en el recinto de los
hombres de la Plata.
El lugar bullía de actividad. Por todas partes se veían caballeros yendo de un lado a otro
con diversas armas. Y se notaba que la actividad iba en serio. No era un lugar de instrucción,
sino de guerra, de vida y de muerte.
Thor entró en los establos por una puerta arqueada y recorrió un largo pasillo de piedra
en busca de Erec. Pero llegó al final del pasillo sin haber dado con él.
—Estás buscando a Erec, ¿no? —le preguntó un guardia.
Thor asintió con la cabeza.
—Sí, señor. Soy su escudero.
—Llegas tarde. Está fuera, preparando su caballo. Ya puedes darte prisa.
Thor salió corriendo de los establos. Erec estaba frente a un hermoso garañón negro con
el morro blanco. Al ver a Thor, el caballo relinchó, y Erec volvió la cabeza.
—Lo siento, señor —dijo Thor, sin aliento—. He venido todo lo deprisa que he podido.
No quería llegar tarde.
—Llegas justo a tiempo —dijo Erec con una amable sonrisa—. Thor, te presento a
Lannin —añadió, señalando con un gesto al caballo.
Lannin relinchó y caracoleó como si quisiera saludar. Thor se acercó y le acarició la
nariz. El animal respondió con un suave resoplido.
—Es mi caballo para los viajes. Ya aprenderás que un caballero de cierto rango dispone
de muchos caballos: uno para las justas, otro para las batallas, otro para los viajes largos y en
solitario. Y de todos ellos, es con el último con quien estableces una amistad más profunda.
Parece que le gustas; eso es bueno.
Thor tendió la mano abierta al caballo para que le acariciara con el morro. Era un animal
espléndido, y le pareció extraordinariamente inteligente, capaz de entenderlo todo.
Sin embargo, las palabras de Erec le habían sorprendido.
—¿Habéis hablado de un viaje, señor? —preguntó.
Erec dejó por un momento de ajustar los arneses para mirar a su escudero.
—Hoy es un día especial para mí. Cumplo veinticinco años. ¿Has oído hablar del Día de
la Selección?
Thor no sabía gran cosa.
—Muy poco, señor. Solo lo que los demás me han contado.
—Es preciso asegurar la continuidad de los caballeros del Anillo —explicó Erec—.
Tenemos hasta los veinticinco años para elegir esposa; si llegados a esta edad no la hemos
elegido, la ley nos concede un año para encontrarla. Hemos de partir y volver con una esposa.
De otro modo, será el rey quien designará una mujer para nosotros. De manera que hoy parto de
viaje para buscar esposa.
Thor se quedó mudo de asombro.
—Pero señor, ¿me abandonáis durante todo un año?
La sola idea le hacía estremecer, como si el mundo fuera a derrumbarse a su alrededor.
No se había dado cuenta hasta ese momento del aprecio que sentía por Erec, que en cierto modo
se había convertido en un padre para él. Un padre mucho mejor que el que había conocido, sin
duda.
—Entonces, ¿de quién seré escudero? ¿Y a dónde iré? —preguntó Thor. Recordó cómo
le había apoyado Erec, cómo le había salvado la vida. Pensar en su ausencia le encogía el
corazón.
Erec soltó una alegre carcajada.
—¿Qué pregunta quieres que responda primero? No te preocupes, te han designado un
nuevo señor: Kendrick, el hijo mayor del rey. Serás su escudero hasta mi regreso.
Thor se sintió aliviado. Sentía una gran simpatía por Kendrick; fue el primero que le
ayudó y le aseguró un lugar en la Legión.
—En cuanto a mi viaje —dijo Erec—, todavía no sé a dónde iré. Sé que me dirigiré al
sur, hacia el reino del que procedo. Si a lo largo del camino no encuentro una mujer adecuada
para ser mi esposa, es posible que atraviese el mar para buscarla en mi propio reino.
—¿Vuestro propio reino, señor? —preguntó Thor. Comprendió que no sabía nada de
Erec, de sus orígenes. Siempre había dado por sentado que procedía del Anillo.
Erec sonrió.
—Así es. Mi reino está muy lejos, al otro lado del mar. Pero ya te contaré la historia en
otro momento. Ahora tengo que prepararme para un viaje que será largo y cansado, de modo
que necesito tu ayuda. Ponle los arreos a mi caballo y cárgalo con todo tipo de armas.
Thor corrió a los establos, donde estaba la armería, y cogió todas las armas que llevaban
el distintivo blanco y negro propio de Lannin. Tuvo que colocarle al caballo una cota de malla
en el lomo y ajustarle la cincha en el vientre. Volvió al establo en busca de la pieza protectora
para la cabeza del animal.
Al ver la estructura de fino metal, Lannin relinchó de alegría. Era un noble animal, y
parecía sentirse tan cómodo con la armadura como un auténtico guerrero.
Erec se subió a la silla y Thor le ayudó a ponerse las doradas espuelas en los pies.
—¿Qué armas necesitaréis, mi señor?
Montado en el caballo, Erec parecía inmenso.
—Es difícil anticipar las batallas que uno tendrá que librar a lo largo de un año. Pero
necesitaré cazar y defenderme; dame mi espada larga y también la corta, un arco y un carcaj
con sus flechas, una lanza corta, una maza, un puñal y mi escudo. Supongo que bastará con eso.
—Sí, mi señor.
Thor corrió a la armería, detrás del pesebre de Lannin, donde se guardaba un
impresionante arsenal, y eligió con cuidado las armas para Erec. Algunas se las entregó en
mano y otras las colgó de los arneses. Erec ya estaba preparado. Solo le faltaba ponerse los
guanteletes de cuero. Thor no soportaba verle partir.
—Señor, creo que mi deber es acompañaros en este viaje —dijo—. Al fin y al cabo, soy
vuestro escudero.
Erec hizo un gesto negativo.
—Este viaje tengo que hacerlo en solitario.
—Dejadme que os acompañe hasta el primer cruce de caminos —insistió Thor—. Si os
dirigís hacia el sur, son unos caminos que conozco bien. Yo también provengo de esa parte.
Erec le miró pensativo.
—No veo inconveniente en que me acompañes hasta el primer cruce, si así lo quieres.
Pero es un viaje largo, y debemos partir de inmediato. Puedes montar el caballo de mi escudero,
al final de las caballerizas: uno castaño con las crines rojizas.
Thor volvió corriendo al establo. Cuando montó en el caballo, Krohn asomó la cabeza
por el cuello de su camisa y gimoteó.
—No pasa nada, Krohn —dijo Thor para tranquilizarle.
Espoleó al caballo para ponerse en marcha, y Erec partió al galope en cuanto le vio
aparecer. Thor hacía lo posible por seguirle.
Atravesaron al galope la Corte del Rey y los guardias de la puerta se apartaron para
dejarles salir. Algunos miembros de la Plata, puestos en fila, se despidieron de Erec levantando
los puños. Thor se sintió orgulloso y emocionado de cabalgar junto a él, aunque solo fuera hasta
el primer cruce.
Había muchas cosas que quería decirle a Erec, muchas preguntas que hubiera querido
hacerle, y mucho lo que tenía que agradecerle. Pero no tenían tiempo que perder. Siguiendo la
carretera que llevaba al sur, atravesaron al galope las llanuras, y hacia el mediodía el paisaje
cambió, se hizo más ondulado. Divisaron a lo lejos a los reclutas de la Legión cavando
trincheras, y Thor dio gracias por no tener que doblar la espalda como ellos. Uno de ellos se
incorporó y levantó el puño a modo de saludo. Aunque era imposible distinguirlo a esa
distancia, Thor tuvo la seguridad de que se trataba de Reese y le devolvió el saludo.
Las carreteras pavimentadas dieron paso a caminos pedregosos, y estos se fueron
estrechando y haciéndose cada vez más abruptos, hasta convertirse en poco menos que pistas
campo a través. Era peligroso pasar por estos caminos en solitario, sobre todo por la noche,
cuando los ladrones acechaban a los viajeros para asaltarles. Sin embargo, con Erec a su lado,
Thor se sentía muy seguro. De hecho, más bien temía por la vida de cualquier ladrón que se
atreviera a abordarlos, aunque ningún bandolero estaría tan loco como para atacar a un
miembro de la Plata.
Viajaron todo el día sin apenas tomarse un respiro. Thor estaba exhausto. No comprendía
cómo Erec podía tener tanta energía, y no se atrevía a decirle que estaba cansado. No quería
parecer débil.
Llegaron a un cruce de caminos que Thor reconoció. El de la derecha llevaba
directamente a su pueblo, y por un momento le invadió la nostalgia de volver a su casa y ver a
su padre. Se preguntó cómo se las arreglaría sin él. ¿Quién se ocupaba de las ovejas? ¿Se
enfadó mucho su padre cuando vio que él no regresaba? Claro que no le importaba demasiado.
Por un momento echó de menos lo que le resultaba conocido, pero estaba encantado de haber
escapado del poblado y no quería volver jamás.
Siguieron galopando hacia el sur, por tierras que Thor no había pisado nunca. Había oído
hablar del cruce del sur, pero nunca tuvo ocasión de ir hasta allí. Era uno de los cruces
principales que llevaban a las tierras del sur del Anillo, a un día de camino de la Corte del Rey.
El sol ya empezaba a bajar en el horizonte. Thor, sudoroso y sin aliento, se preguntó si lograría
estar de vuelta para la fiesta del rey. ¿Había sido un error acompañar a Erec hasta un lugar tan
alejado?
Finalmente, tras rodear una colina, Thor divisó a lo lejos el signo inconfundible del
primer cruce de caminos: una delgada torre donde ondeaba la bandera del rey en las cuatro
direcciones y donde unos miembros de la Plata montaban guardia en lo alto del parapeto. Al ver
a Erec, el guardia que estaba en lo más alto de la torre hizo sonar la trompeta, y la puerta de la
torre se alzó lentamente.
Se acercaba el momento de despedirse. Erec puso el caballo al paso, y a Thor se le hizo
un nudo en el estómago. Eran sus últimos minutos con Erec, y solo Dios sabía cuánto tiempo
pasaría antes de que volvieran a encontrarse. Era posible incluso que Erec no regresara; en un
año podía suceder cualquier cosa. Thor estaba contento de haber podido acompañarle; había
cumplido con su deber.
Caballos y jinetes jadeaban de cansancio.
—Pasarán muchas lunas antes de que nos veamos —dijo Erec—. Volveré acompañado
de una mujer, y puede que las cosas cambien, aunque, pase lo que pase, quiero que sepas que
seguirás siendo mi escudero. —Inspiró profundamente—. Antes de irme, hay algunas cosas que
no debes olvidar. No es la fuerza lo que forja a un caballero, sino la inteligencia. No es el coraje
lo que forja a un caballero, sino la unión de valor, sentido del honor y sabiduría. Debes intentar
siempre perfeccionar tu espíritu, tu mente. La hidalguía es una cualidad activa, no pasiva.
Debes trabajarla, perfeccionarla cada momento del día. Durante estos meses —continuó—,
aprenderás a manejar todo tipo de armas, te formarás en muchas habilidades. Pero no olvides
que nuestra lucha tiene otra dimensión que alcanza a la brujería. Ve en busca de Argon y
aprende a desarrollar tus poderes. He percibido que tienes un gran potencial, y no debes
avergonzarte. ¿Me has entendido?
—Sí, mi señor. —Thor no sabía cómo agradecerle tanta sabiduría y comprensión.
—Te he acogido bajo mi protección por una razón —siguió Erec—. No eres como los
demás. Te espera un gran destino, tal vez más grande que el mío. Pero no debes darlo por
sentado, porque todavía no se ha cumplido. Tienes que ganártelo. Para convertirte en un gran
guerrero no solo deberás ser hábil y valiente, sino también cultivar un espíritu guerrero que te
acompañe siempre. Debes estar dispuesto a entregar tu vida por otros. El auténtico caballero no
es el que busca riqueza, ni fama ni gloria, sino el que emprende el camino más arduo, el de
convertirse en mejor persona. Debes esforzarte por ser mejor cada día, no solo mejor que los
demás, sino mejor que tú mismo. Y defender la causa de los que son más débiles. No es una
misión para los débiles de espíritu. Es una misión para los héroes.
Thor consideró atentamente las palabras de Erec. Se sentía inmensamente agradecido y
no sabía qué decir. Le llevaría tiempo asimilar las palabras de su señor.
En cuanto llegaron a la puerta del cruce, varios miembros de la Plata se acercaron
sonrientes a saludar a Erec y le dieron palmadas en la espalda, como a un buen amigo.
Thor desmontó, tomó las riendas de Lannin y se lo llevó al torrero para que le diera agua
y comida y lo lavara.
Había llegado el momento de la despedida. Thor habría querido decir muchas cosas.
Quería darle las gracias, y también contarle su sueño, el episodio con la serpiente, su temor por
el rey. Estaba seguro de que Erec lo entendería. Pero no se atrevió a decir nada. Erec ya estaba
rodeado de caballeros de la Plata. Thor no quería aparecer como un idiota, así que no abrió la
boca. Erec le puso la mano en el hombro por última vez.
—Protege a nuestro rey —dijo Erec con firmeza.
Thor sintió un escalofrío. Era como si Erec le hubiera leído el pensamiento. Le vio dar
media vuelta y atravesar la puerta acompañado por otros caballeros. La verja de pinchos
descendió tras ellos.
Erec se había ido, y no volvería a verlo hasta pasado un año, por lo menos. Con el
corazón encogido, montó en su caballo y lo espoleó con fuerza. Estaba cayendo la tarde, y le
quedaba más de media jornada para llegar a la corte y asistir al banquete. Las palabras de Erec
resonaban como un mantra en su cabeza.
Protege a nuestro rey.
Protege a nuestro rey.
Capítulo veintiocho

Ya era de noche cuando Thor llegó, totalmente exhausto, a las puertas de la Corte del
Rey. Sin esperar a que el caballo se detuviera, saltó al suelo y le tendió las riendas a un mozo.
Llevaba todo el día a caballo y hacía horas que había anochecido. Las luces y la aparente
tranquilidad en el interior del recinto le indicaron que la fiesta se encontraba en pleno apogeo.
Se reprochó a sí mismo haber estado tanto tiempo ausente y rogó al cielo que no fuera
demasiado tarde.
Corrió hacia uno de los ujieres.
—¿Todo en orden ahí dentro? —Quería averiguar si el rey estaba bien, y por supuesto no
podía preguntar directamente si lo habían envenenado.
El ujier parecía desconcertado.
—¿Por qué no había de estar en orden? Salvo que has llegado tarde. Los miembros de la
Legión deberían ser puntuales. Y tu ropa está sucia, das una mala imagen de tus compañeros.
Lávate las manos y entra, deprisa.
Thor entró rápidamente, metió las manos en un pequeño recipiente de piedra lleno de
agua, se refrescó la cara y se peinó un poco el cabello con las manos mojadas.
Había vivido un día intenso, sin un momento de descanso desde primeras horas de la
mañana, y estaba cubierto de polvo. Tras hacer una profunda inspiración para tranquilizarse, se
internó por los largos pasillos que llevaban hasta la Sala de Banquetes.
Al atravesar las enormes puertas arqueadas, se encontró con un panorama como el de su
sueño: ante él había dos mesas de por lo menos treinta metros de longitud, y en el otro extremo
estaba sentado el rey rodeado de hombres. La sala estaba abarrotada, y el ruido era tan intenso
que casi podía palparse. No solo había hombres del rey y miembros de la Plata y la Legión, sino
personas de todo tipo: músicos callejeros, bailarines, payasos, mujeres de los burdeles… así
como criados, guardias, perros que corrían de un lado a otro. Era una casa de locos.
Muchos hombres permanecían de pie, cantando y brindando con grandes jarras de vino y
de cerveza. Sobre las mesas había montañas de comida, y frente a las chimeneas, ensartados en
espetones, se asaban jabalís y todo tipo de animales. La mitad de la gente estaba engullendo, y
la otra mitad iba de un lado a otro, cantando y bebiendo. Reinaba un auténtico caos. Thor se
dijo que, de haber llegado antes, los comensales no habrían estado tan borrachos, pero ahora
aquello parecía una reunión de beodos.
Sin embargo, le tranquilizaba ver que el rey seguía con vida. Thor suspiró y se preguntó
por enésima vez si su sueño habría sido una tontería. ¿Había exagerado el augurio? ¿Y si se
había inventado el problema al magnificar cosas sin importancia? Pero todavía sentía la
necesidad imperiosa de advertir al rey.
Protege a nuestro rey.
No era fácil abrirse paso entre la multitud para llegar hasta el monarca. Los hombres
estaban borrachos, no se apartaban fácilmente, y MacGil estaba en la otra punta de la sala. A
medio camino, Thor divisó a Gwendolyn, que estaba sentada frente a una de las mesitas
laterales, rodeada de sus doncellas. Tenía un aspecto abatido, algo inusual en ella. Su plato y su
copa parecían intactos, y ella se sentaba apartada de los demás. Thor se preguntó cuál sería el
problema y se dirigió hacia ella.
Pero la princesa no sonrió al verle, como siempre hacía, sino que le dirigió una mirada
sombría. Era la primera vez que Thor la veía enfadada.
Se le partió el corazón cuando vio que la princesa se levantaba de la silla, le daba la
espalda y se marchaba. ¿Había hecho algo malo? Se acercó corriendo a Gwen y la cogió con
ternura de la muñeca, pero ella se limitó a apartar la mano bruscamente y a dirigirle una mirada
de furia.
—¡No me toques!
Sorprendido, Thor dio un paso atrás. No parecía la Gwendolyn que él conocía.
—Lo siento, no quería molestaros. Solo quería hablar.
—No tengo nada que hablar contigo —dijo ella con rabia.
Thor estaba tan desconcertado que apenas podía hablar.
—Mi señora, ¿qué he podido hacer para ofenderos? Sea lo que fuere, os pido disculpas.
—Lo que has hecho no tiene remedio. No hay disculpa posible. Se trata de quién eres.
La princesa se dispuso a marcharse. Thor se sentía dividido. Por una parte, pensaba que
debía dejar que se marchara, pero por otra no podía soportar separarse así de ella. Tenía que
averiguar qué había pasado para que Gwendolyn le detestara. No podía dejarla ir así. De modo
que se puso delante de la princesa, bloqueándole el paso.
—Por favor, Gwendolyn. Decidme qué he hecho para que me tratéis así, os lo ruego.
La princesa se puso en jarras y le miró con dureza.
—Creo que lo sabes. Lo sabes muy bien.
—No lo sé, os lo juro —dijo Thor.
La princesa le miró fijamente, y al fin pareció creer que decía la verdad.
—Me han contado que el mismo día en que nos vimos visitaste un burdel y estuviste con
varias mujeres. Luego, cuando se hizo de día acudiste a la cita conmigo. ¿Lo recuerdas? Me
repugna este comportamiento, me repugna haber dejado que me tocaras, y espero no volver a
verte nunca más. Te has burlado de mí, y no permito que nadie se burle de mí.
—¡Mi señora! Pero eso no es cierto… —exclamó Thor.
Quería explicarle la verdad, pero una banda de músicos se interpuso entre ellos, y
Gwendolyn aprovechó la interrupción para desaparecer rápidamente entre la multitud. En pocos
momentos, Thor la perdió de vista.
Estaba desesperado. No se explicaba quién podía haberle ido con mentiras a Gwen para
ponerla en su contra. Claro que ya no importaba, porque la había perdido para siempre. Thor
estaba destrozado. Al recordar su misión con el rey, dio media vuelta y se encaminó lentamente
hacia el monarca.
De repente, Alton le salió al paso con una sonrisita de satisfacción. Llevaba mallas de
seda, un pellote de terciopelo y un sombrero emplumado que acentuaba su larga nariz y su
barbilla puntiaguda.
—Vaya, vaya —le dijo, mirándole con altanería—. Si aquí tenemos al plebeyo. ¿Has
encontrado ya a tu amada? Claro que no. Seguro que ya le han llegado rumores de tu aventura
en el burdel. —Le sonrió de cerca, dejando ver sus dientes pequeños y amarillentos—. De
hecho, estoy seguro de que conoce los rumores. Ya sabes lo que dicen: es fácil extender un
rumor si se apoya en una brizna de verdad. Y yo he encontrado ese apoyo. Ahora tu reputación
está por los suelos.
Incapaz de seguir escuchando, Thor le dio un puñetazo en el vientre. Alton se dobló por
la cintura. Los soldados de la Legión se interpusieron entre ellos y los separaron.
—¡Esta vez has cometido una falta imperdonable! —Alton lo señaló con el dedo—.
¡Nadie le pone la mano encima a un miembro de la realeza!
A Thor no le importaban Alton ni los guardias. Solo pensaba en el rey. Se quitó de
encima a los guardias y fue en busca de MacGil, angustiado por lo que acababa de suceder.
Ahora, justo cuando empezaba a hacerse un nombre, una malvada serpiente lo apartaba del
amor de su vida. Además, amenazaban con meterle en el calabozo, y teniendo a la reina en su
contra, no sería de extrañar que lo consiguieran. Pero ahora no le importaba; solo pretendía
proteger a su rey.
Para abrirse paso entre la multitud tuvo que interrumpir la actuación de un bufón y
apartar a tres ujieres que intentaban cortarle el paso. Finalmente llegó a la mesa presidida por el
rey, que estaba sentado muy alegre entre sus generales, con las mejillas enrojecidas por el vino.
Thor se abrió paso entre ellos.
—Mi señor —gritó desesperado—. ¡Tengo que hablar con vos! ¡Concededme un
momento!
Un guardia quiso sacarlo de allí, pero el rey alzó la mano.
—¡Thorgrin! —En su voz grave se adivinaba un punto de ebriedad—. ¿Qué te trae por
aquí, hijo? Esta no es la mesa de la Legión.
Thor hizo una reverencia.
—Lo lamento, Majestad, pero he de hablar con vos.
Un músico tocó los platillos junto a la oreja de Thor, pero el rey lo hizo parar con un
gesto. La música se detuvo y los generales volvieron la cabeza hacia Thor. Todo el mundo
estaba pendiente de él.
—Está bien, joven Thorgrin, ahora ya tienes toda la atención de la sala. Habla. Cuéntanos
eso que no puede esperar hasta mañana.
—Mi señor —empezó Thor. Y se detuvo, sin saber cómo seguir. ¿Les diría que había
tenido un sueño? ¿Que había visto una señal y creía que iban a envenenar al rey? Sonaría
absurdo. Pero no le quedaba más remedio que continuar—. Mi señor. He tenido un sueño en el
que aparecíais en esta sala. Y en el sueño se decía… que no deberíais beber.
El rey se inclinó hacia delante con expresión de sorpresa.
—¿No debería beber? ¿Qué clase de sueño es ese? Diría más bien que es una pesadilla.
—Echó la cabeza hacia atrás y estalló en carcajadas, coreado por sus hombres.
Thor se sonrojó, pero no podía echarse atrás; debía darle el mensaje. A un gesto del rey,
un guardia lo cogió del brazo para llevárselo, pero el joven se lo quitó de encima de un
manotazo.
Protege a nuestro rey.
—¡Majestad, exijo que me escuchéis! —Con el rostro congestionado de rabia, Thor dio
un puñetazo sobre la mesa.
Todo quedó en silencio. Los que estaban alrededor del monarca miraron a Thor con
asombro. El rey frunció el ceño.
—¿Tú me exiges a MÍ? No tienes autoridad para exigirme nada —exclamó MacGil con
furia.
No se oía ni el vuelo de una mosca. Thor se sonrojó todavía más.
—Perdonadme, Majestad. No quería faltaros al respeto. Pero me preocupa vuestra
seguridad, y he soñado que os envenenaban. Por eso os ruego que no bebáis. Esta es la razón
por la que he osado abordaros.
El rey relajó poco a poco su expresión ceñuda, miró fijamente a Thor y suspiró.
—Ya veo que te preocupas, y por eso perdono tu atrevimiento, aunque te hayas
comportado como un idiota. Ahora vete, y que no te vuelva a ver en toda la noche.
A un gesto del rey, los guardias se llevaron a Thor mientras los demás volvían a beber y
a divertirse.
Thor hervía de indignación. Además temía que su gesto de atrevimiento le fuera a costar
muy caro al día siguiente. Tal vez incluso le costaba la expulsión.
Los guardias lo arrastraron hasta la mesa de la Legión, lejos de la del rey. Reese le puso
una mano en el hombro.
—Llevo todo el día buscándote. ¿Qué te ha pasado? Parece que hayas visto un fantasma.
Thor estaba demasiado abrumado para contestar. Ya no sabía qué hacer.
—Siéntate conmigo, te he reservado una silla —dijo Reese, y le señaló una mesa
reservada a la familia real, donde estaba Godfrey, bebiendo a grandes tragos, y Gareth, que
miró a Thor con ojos entrecerrados.
Thor tenía la esperanza de que también estuviera Gwendolyn, pero no era así. Reese
intentó tranquilizarlo.
—¿Qué te pasa, Thor? —le preguntó—. Parece como si esperaras que la mesa te
mordiera.
Thor hizo un gesto de desánimo.
—Si te lo cuento no me creerás; es mejor que me calle.
—Cuéntamelo. Puedes contarme lo que quieras —insistió Reese.
Thor miró a su amigo y comprendió que por fin alguien estaba dispuesto a tomarle en
serio, de modo que inspiró profundamente y empezó a hablar. No tenía nada que perder.
—El otro día, cuando estaba en el bosque con tu hermana, vimos una serpiente blanca.
Ella dijo que era un augurio de muerte, y yo la creo. Fui a ver a Argon y me confirmó que
alguien iba a morir. Poco después tuve un sueño en el que tu padre era envenenado, y ocurría
aquí mismo. Esta misma noche, en esta misma sala. Lo noto. Presiento que alguien quiere
asesinarlo —explicó Thor.
Después de soltarlo todo, se sintió mejor. Era estupendo poder confiar en alguien.
Reese se quedó largo tiempo en silencio, mirando a su amigo.
—Creo que eres sincero. No tengo ninguna duda. Y te agradezco que te preocupes por mi
padre, pero no olvides que los sueños son muy caprichosos. No siempre significan lo que
parece.
—Se lo he dicho al rey y se han reído de mí. Por supuesto, seguirá bebiendo.
—Thor, yo también tengo sueños terribles desde que era niño. El otro día soñé que me
expulsaban del castillo y me desperté pensando que era verdad. Pero no ocurrió nada,
¿entiendes? Los sueños son una cosa muy especial. Y Argon habla con metáforas y acertijos.
No hay que tomarlo demasiado en serio. Mi padre está bien, y yo también. Todos estamos bien.
Intenta relajarte.
Reese se recostó en la butaca, forrada de pieles, y bebió un trago. Le hizo una señal al
camarero para que le sirviera a Thor una copa de vino y un plato de carne asada.
Pero Thor no podía dejar de pensar en su sueño. Era una pesadilla estar allí, viendo cómo
todos comían y bebían. Contemplaba su plato y sentía como si su vida se evaporara. Lo único
que podía hacer era ver a los criados llevando comida y bebida a la mesa del rey. Miraba con
suspicacia cada copa de vino, se estremecía cada vez que el monarca bebía un trago. No podía
apartar los ojos de la escena. Y así siguió durante largo rato, hasta que vio a un criado que le
llevaba al rey una copa distinta, una copa de oro, con zafiros y rubíes engastados. Era
exactamente la copa de su sueño.
Con el corazón en un puño, contempló cómo el criado se acercaba al rey, hasta que no
pudo más y se levantó de un salto, convencido de que allí estaba el veneno. Corrió como una
exhalación hacia el monarca, apartando a codazos a cuantos se interponían en su camino, y
cuando el rey estaba a punto de llevarse la copa a los labios, Thor se la arrebató de las manos.
Todos los presentes contuvieron el aliento. La copa aterrizó en el suelo con un ruido
metálico, y en la sala se hizo un silencio absoluto. Centenares de comensales, hombres y
mujeres, miraban la escena espantados; los músicos y los malabaristas se detuvieron en seco.
El rey se levantó lentamente y miró a Thor con furia.
—¿Cómo te atreves, insolente? Voy a hacer que te pongan en el cepo.
Thor estaba paralizado de espanto. Hubiera querido que le tragara la tierra. De repente,
un perro se acercó al charco de vino que se había formado en el suelo y bebió. No había pasado
ni medio minuto cuando el animal empezó a emitir horribles sonidos, se puso rígido y cayó
muerto al suelo. Todos los comensales abrieron la boca horrorizados.
—¡Sabías que la copa estaba envenenada! —gritó alguien.
Era el príncipe Gareth, que se había levantado y señalaba a Thor con el dedo.
La multitud empezó a silbar y a abuchear.
—¡Llevadlo al calabozo! —ordenó el rey.
Los guardias cogieron a Thor y se lo llevaron a rastras. Thor se debatía, intentando
explicarse.
—¡No! No entendéis…, dejad que os explique.
Pero nadie le escuchaba. Rápidamente lo sacaron de la sala por una puerta lateral. Thor
sintió que toda su vida se derrumbaba.
Lo llevaron a un lugar silencioso y le hicieron descender por una escalera de caracol. A
cada paso estaba más oscuro, y pronto empezó a oír los gritos de los prisioneros.
Al ver que se abría una puerta de hierro, comprendió que lo iban a encerrar en el
calabozo. Intentó resistirse.
—¡Dejad que os explique! —gritó.
Un guardia fornido y embrutecido, con el rostro sin afeitar y la dentadura podrida, se
acercó con expresión hostil.
—Oh, claro que lo entiendo —dijo con voz cascada.
Lo último que Thor pudo ver fue el puño del guardia que se abatía una y otra vez sobre
su rostro.
Después, todo fue oscuridad.
FIN
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272 04 47).
Título original: A Quest of Heroes (The Sorcerer’s Ring Series, Book 1)
© Morgan Rice, 2012
© De la traducción: Isabel de Miquel, 2013
© La Esfera de los Libros, S. L., 2013
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Primera edición en libro electrónico (epub): octubre de 2013
ISBN: 978-84-9970-966-6
Conversión a libro electrónico: Moelmo, S. C. P.

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