Sei sulla pagina 1di 51

De Prostituta a Señora.

La Historia reciente de Colonia del Sacramento Diego Blixen

Sobre este libro

Era un día cualquiera entre los años 2002 y 2004, tiempo que demandó este trabajo de investigación.
La charla había terminado hacía unos minutos largos. Estaba en el Centro Cultural de España en
Montevideo y me puse a hablar con uno de los expositores. Era español, naturalmente. Se trataba de
un especialista en temas de patrimonio que había llegado para participar de unos seminarios sobre el
tema. Como no podía ser de otra manera, sus anfitriones uruguayos, lo llevaron a conocer Colonia
del Sacramento. Ese día que me lo encontré, acababa de volver de allí.
Le pregunté qué le había parecido Colonia. Antes de responder, miró a ambos lados, tal vez
asegurándose de que ninguno de sus anfitriones estuviera cerca, para hacer una “mueca”
desinteresada con la boca. Y es que ver un sitio que tiene 300 años, de lo que apenas una pequeña
parte está conservado no le impresionaba mayormente. Después de todo, en España, algo de 300
años bien podría considerarse como algo “nuevo”.
Le conté del trabajo que estaba realizando, y le anticipé algunos detalles, quizás intentando recuperar
el interés de este español, en el único sitio reconocido por la Unesco del Uruguay.
Me escuchó en silencio, para luego decirme: “Si lo que me estás contando me lo hubieran
mencionado antes de hacer la visita, habría disfrutado mucho más del recorrido por Colonia”.
De eso se trata este libro.

Capítulo 1
El descubrimiento de Colonia
Con el recuerdo reciente de una muy poco inspiradora campaña publicitaria, que se materializaba en
carteles pegados a los lados de los ómnibus que circulan por Montevideo, y que invitaba a conocer
la ciudad de Colonia del Sacramento, llegué a la ciudad. El único sitio del Uruguay incluido en la
lista del Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.
Iba en auto y la señalización que me sacó de la ruta, y que con bastante dificultad me marcó el
camino al Barrio Histórico, no aclaraba que la mejor manera de dejarse impresionar por el sitio no
era accediendo por la insulsa Avenida Gral. Flores, sino enfrentándose a la puerta y a la muralla.
Después lo supe.
No era fin de semana. Era lunes y era temprano. Me encontré con una ciudad casi vacía. No había
turistas. Tal vez, unos pocos mochileros. No había vecinos. No había niños. Apenas los mozos de los
restaurantes y las vendedoras de los comercios, aburridos de estar aburridos, parados en la entrada,
con tantas ganas de irse como necesidad de quedarse, recostados en el marco de la puerta. Y algún
perro comiendo de la basura.
Rehice mi camino y comencé por donde debí haber comenzado, por la Puerta de Campo, custodiada a
sus flancos por los restos, aún en pie, de la muralla.
Por un instante, al cruzar el puente de madera que precede a la puerta, me tentó la sensación de
desafiar al tiempo, imaginándome en otra época lejana. Pero la bocina de un auto se encargó de
destrozar mi ilusión y me regresó al siglo XXI.
Me sorprendió el perfecto estado de conservación de la parte de la muralla aún en pie y que de las
otras partes no quedara nada. Me sorprendió también una pequeña brecha en la muralla, por lo
perfecta. Apenas ingresar a la antigua Colonia, sobre uno de los lados de la Puerta de Campo, había
unas plaquetas de bronce, en las que no reparé demasiado.

“En la ciudad de Colonia Uds. no van a encontrar la grandiosidad de los monumentos históricos (...) Normalmente los grandes
hitos del patrimonio son pirámides, arcos colosales, expresiones grandiosas. Nada de eso tiene Colonia. (...) Como decía
alguien: No es original el que no imita, original es aquello que no puede ser imitado. Y Colonia, que no tiene nada que pueda
asombrar aisladamente, no puede ser imitado”.
Julio María Sanguinetti. Ex presidente de Uruguay (1985 – 1990 y 1995 – 2000). Parte de su discurso en el acto de entrega del
escudo de armas de la antigua Colonia portuguesa de manos del presidente de Argentina Carlos Menem.
Con la Puerta a mis espaldas, me detuve a contemplar. La antigua plaza Mayor de la Colonia del
Sacramento dejaba ver un trazado irregular, desniveles y una vegetación desordenada con árboles
que se han escapado de la plaza para terminar en la calle. En el otro extremo observé una casa de un
color rosa intenso. A su lado el faro y los restos del convento San Francisco. Eso dice el folleto.
Sobre mi derecha unas construcciones de piedra. No vi mucho más del pasado portugués tan
promocionado. Habrá que buscar, pensé.
Una callecita corre junto a la muralla y me decidí a seguirla, dejando para después el descubrimiento
de la plaza y de su entorno. Bajé por la calle que parecía terminar en el río, pero que, tentada por la
antigua ciudad, se decide, en una curva caprichosa, a continuar el tramado irregular del barrio, bajo
el nombre de San Pedro.
Seguí por la calle de San Pedro hasta llegar, apenas avanzar unos metros, a la Calle de los Suspiros.
Allí, la vista empieza a parecerse a lo que había visto tantas veces, aun cuando nunca había estado
aquí antes.
Parado al final de la calle más famosa de la ciudad, la de los Suspiros, la imagen se me presentó de
una sencillez abrumadora. Es esta, alcancé a decir en voz alta.
Eran los ranchos y el empedrado irregular que desagua por el centro de la calle. Quise tomar unas
fotografías, pero me contuve. Jamás podrían representar de manera digna lo que estaba viendo.
“Desde el punto de vista de la urbanización, la Colonia del Sacramento presenta una planta muy interesante y notablemente
diferente de las plantas de las ciudades fuertes de las colonias españolas de la época en América.
El trazado de las poblaciones españolas obedecía a las minuciosas prescripciones de las Leyes de Indias. De ahí su monotonía
y regularidad. La construcción de todas las ciudades, cualquiera fuera el lugar donde se levantaran, cualesquiera fueran las
condiciones topográficas, se regían por los mismos principios inflexibles: trazadas en perfecto damero, orientadas en la misma
forma, con plazas iguales, igual sistema de división de ejidos, etc.
(...) En la Colonia del Sacramento, fuerte portugués, se trazan la plaza fuerte y la ciudad, obedeciendo las necesidades de la
defensa y configuración topográfica de la península”.
“Dentro del perímetro de la vieja ciudad, las calles (...) son sinuosas, con sus perspectivas cerradas por uno o por los dos
extremos.
(…) Estas disposiciones no eran caprichosas. Ellas obedecían principalmente a dos motivos: la de proporcionar una mayor
seguridad durante los ataques, y la de romper los vientos, disposición ésta, perfectamente lógica y corriente, por otra parte, en
las antiguas ciudades marítimas”.
Arq. Fernando Capurro: La Colonia del Sacramento, Revista de la Sociedad ‘Amigos de la Arqueología’, p 136,
Montevideo, 1928.
Recorrí lentamente la calle, en un viaje que esperaba no culminara jamás, rumbo a la plaza. Me
gobernaba un sentimiento indescriptible de plenitud. Me detuve, mirando las piedras de formas
irreverentes que conforman el adoquinado, y me agaché a tocarlo. No necesité cerrar los ojos para
ver a los antiguos habitantes de la ciudad, caminando por esas mismas piedras. Compartí con ellos,
por un instante, su sencillez, sus temores y la sensación de vulnerabilidad que les debía abrumar por
el hecho de estar en medio de un territorio español tan vasto. Compartí, también, sus esperanzas en la
tierra que estaban construyendo.
Seguí mi camino y casi me detuve en una galería de arte que ocupa uno de los más impresionantes
ranchos portugueses de la Calle de los Suspiros y, unos pasos más adelante, frente a la casa de
antigüedades, pero la curiosidad por lo que tenía por descubrir en la ciudad, me hizo seguir.
Al llegar a la esquina, llevé mi mirada a la izquierda y me dejé llevar por las piedras. Tampoco el
bar Don Pedro, así decía el cartel, logró retenerme.
En la plaza, a la sombra de un árbol que sorprendía por unas extrañas formaciones que caían de sus
ramas, varias personas enfundadas en chalecos fluorescentes conversaban. Eran los cuidacoches que
trajo la crisis de 2002. Una crisis que el país tardará algunos unos años en superar.
Abrumados por el calor, la mayoría de los cuidacoches apenas alzaron la vista al escuchar mis
pasos. Y solo uno de ellos se levantó, con dificultad, y anduvo unos pasos, pero se detuvo cuando
comprobó que, contrariamente a lo que imaginó, no tenía intenciones de subirme a automóvil alguno.
Al ver cómo se desvanecía la posibilidad de una propina desanduvo su camino y volvió a la sombra
y a la charla.
Llegué hasta la casa de intenso color rosa que a la distancia había visto al llegar para comprobar que
era un museo. Quise entrar, pero la puerta estaba cerrada. Golpeé. Primero suave y después más
fuerte. Unos papeles, desprolijamente pegados en los vidrios, daban instrucciones respecto a dónde
comprar las entradas, pero de horarios ni hablar. Intenté mirar a través de los vidrios pero apenas
pude distinguir cosa alguna.
Los cuidacoches que estaban enfrente, en la plaza, me miraban sin decir nada. Luego de varios
intentos frustrados por ingresar, crucé para preguntarles acerca de los horarios. Me respondió un
joven: “La Casa de Nacarello”, así se llamaba, “cierra a las cinco menos cuarto”.
Y eran las cinco.
- “Vendré mañana” pensé en voz alta.
- “Mañana no”, me contestó, “porque los martes está cerrado”.
- “Bueno, vendré el miércoles”, le espeté, molesto por su intromisión en mis pensamientos.
- “Tampoco. Los museos de Colonia cierran los martes y los miércoles”, sentenció el joven con una
sonrisa irreverente[1].
Y me quedé pensando en los horarios y los días planteados. Más a la medida de los funcionarios que
del visitante.
Abstraído en mis pensamientos, vi de pronto un grupo de turistas que seguía sin mucho interés a una
guía. Ellos me regresaron a la realidad.
Perfectamente uniformada, la guía avanzaba rauda hasta detenerse intempestivamente frente a los
restos de la llamada Casa del Virrey, ubicada casa de por medio a la de Nacarello. En el lugar, lanzó
una serie de datos que no despertaron mayor interés para concluir con una reflexión: ”No sé por qué
le dicen la Casa del Virrey, porque en Colonia nunca hubo virreyes”. Hizo un silencio. Algunos
turistas mostraron su asombro al escuchar la frase que parecía traslucir años de investigación
histórica. La guía les estaba develando el engaño.
El grupo de turistas siguió su camino y me quedé mirando la Casa del Virrey. A los pocos minutos
otro grupo, más pequeño que el anterior, caminaba detrás de otra guía. Al pararse frente a la Casa del
Virrey, los datos que se aportaron eran casi los mismos, pero lo curioso es que concluyó con la
misma reflexión. En el correr de los días comprobé que era una de las frases más escuchadas del
lugar. Por unos metros seguí al último grupo de turistas, pero luego me sedujo más el río y hacia allí
me dirigí.
“Colonia era el intento portugués de forzar las fronteras de Brasil hasta el límite natural que le presentaba el Río de la Plata.
Era también, la desesperación de la corona española por impedírselo. Se trataba de un pequeño enclave de unas pocas
cuadras de largo por unas menos de ancho, en el medio de un vasto territorio enemigo.”
“Colonia del Sacramento se encontraba frente al centro militar y económico más poderoso de la corona española en la región,
Buenos Aires. Lo que le aseguraba un enorme mercado para colocar los productos que los barcos ingleses, aliados de los
portugueses, traían desde Europa. Asimismo, los barcos que salían cargados de plata, ya sea de la mismísima Potosí o de
Buenos Aires, debían pasar a escasos metros de Colonia. Es que el enorme Río de la Plata, el más ancho del mundo, no permite
su navegación en la mayor parte de su extensión y solo es posible hacerlo por los canales naturales, que justamente pasan a
metros de la costa de Colonia.”
“Como se refería el diputado argentino Emilio Mitre en un discurso en el congreso: “Recuerdo que cuando discutíamos el
proyecto del señor diputado Ayarragaray en la Comisión de Obras Públicas habíamos llamado a un práctico de los ríos y le
preguntamos: ¿El canal pasa muy cerca de tierra firme? Está tan cerca, contestó, que de noche (...) oímos de abordo los
ladridos de los perros de tierra”.”
Carlos María Domínguez: Cuentos en el agua, Banda Oriental, Montevideo, 2002
Bajé por una calle, llamada muy colonialmente como de Los Tapes, que a la derecha presentaba unas
prolijas construcciones que, en muchos casos, dejaban ver la piedra. En la acera de la izquierda, un
muro lamentable y unas reformas invitaban a mirar para otro lado. Sin embargo un pequeño rincón
con abundante vegetación llamó mi atención. Allí, sobre una pared, encontré una decena de placas, la
mayoría escritas en portugués, que homenajeaban a Hipólito José da Costa Furtado de Mendonça. Y
que en Brasil es considerado el padre de la prensa de ese país. En el año 1777, y siendo niño, este
personaje dejó la plaza fuerte de Colonia del Sacramento y se dirigió a territorio del Brasil. Años
más tarde fundó el periódico “Brasilense”. En la actualidad, en la fecha de fundación de ese
periódico, se celebra el día de la prensa en el Brasil.
Cuando dejó la antigua colonia portuguesa, junto a él lo hicieron decenas de familias que
contribuyeron a fundar la ciudad de Pelotas en Brasil.
Seguí hasta el río. La rambla, presumiblemente de los años 30, tan sólo me recordó a otras ramblas.
Apoyado en el muro, contemplé un río que aquí sí lo es, a diferencia de Montevideo. Busqué la
ciudad de Buenos Aires, que me decían que algunos días se ve a lo lejos. Ese era uno de esos días.
En la rambla me entretuve con unos sauces y un pasto verde intenso que se metía en el agua. Me
distraje mirando a una persona que parecía haber perdido algo. Caminaba encorvada, observando
con atención y removiendo con los dedos entre las rocas que emergían entre los pastos. Seguí la
escena por varios minutos, pero no parecía tener fin y sin embargo eso no inmutaba a los que se
paseaban por la rambla. Qué falta de solidaridad, pensé.
Bajé a encontrarme con el extraño y a preguntarle si necesitaba ayuda. “No”, fue su respuesta y
siguió con su búsqueda sin prestarme demasiada atención. Sorprendido, insistí, no tanto ya por la
vocación de ayudar, sino por el saber qué era lo que este hombre buscaba con tanta dedicación.
“Ayuda para qué” fue su respuesta. “Es que usted parece haber perdido algo”, repliqué, ya algo
molesto, por mi solidaridad coartada y mi curiosidad insatisfecha.
El hombre, advirtiendo que no era del lugar, sacó una bolsita de nylon blanco de entre sus ropas y de
dentro extrajo un botón, unos trozos de cerámica y una pequeña bala. Había otras cosas, pero no las
alcancé a distinguir.
Cuando todavía no salía de mi asombro, metió la mano en la bolsita e hizo salir un trozo de cerámica
un poco más grande que el anterior y en la que se distinguían perfectamente sellos que delataban su
procedencia: Inglaterra.
“En este lugar, después de una tormenta, podés encontrar cualquier cosa. Si te metés un poco en el
agua, hasta balas de cañón podés encontrar. Esto que tengo acá, fue lo que encontré sólo hoy”, me
dijo el hombre.
“En Colonia, cualquiera tiene, por ejemplo, una bala de cañón, que algunos usan para sostener las
puertas, para que no se golpeen. Y ni te digo en las grandes bajantes, que no tienen que ser como la
de 1977, para que la gente se pueda meter y sacar cualquier cosa”.
Pareciéndome un exceso, pregunté: “¿Y los controles?”
“Nadie les da pelota”, me respondió sin alterarse. “Esa vez (la bajante del año 1977) sí, al final era
tanta la gente llevándose cosas, que la prefectura cerró varios accesos a la playa, pero normalmente
no pasa nada. Acá me ves”, dijo con cierta ironía. Anduvo unos pasos, me saludó y prosiguió su
búsqueda.
Me quedé mirando entre las rocas, pero no logré distinguir gran cosa. En los hechos, entonces, los
objetos que se encuentren en el río son de quien los encuentra, aun cuando se trate de elementos
con valor patrimonial, pensé mientras seguía con mi recorrida por la ciudad.
A pocos metros, junto al muro de la rambla, muere la avenida Gral. Flores, la que tomé cuando
llegué a la ciudad y que deploré, en el tramo opuesto. La avenida también en este tramo ha
deformado toda la estructura del barrio Sur hasta hacerlo irreconocible. Poco va quedando, en esta
parte, del pasado portugués que se luce con orgullo en la Calle de los Suspiros, y comencé a creer
que esa calle es lo único que verdaderamente hace admirable a este lugar.
Unos metros más adelante una turista observaba, un tanto desorientada, uno de los folletos que obtuvo
en la oficina de turismo de la ciudad. Una y otra vez miraba el folleto y el entorno, como si no
existiera coincidencia.
Con el temor de sentirse haciendo el ridículo, en un dudoso castellano, le preguntó a una señora que
acertaba a pasar en ese momento a su lado: “¿Éste es el Barrio Histórico?”
“Sí”, fue la respuesta que obtuvo. Su desconcierto parecía ser mayor. Se encontraba casi al final de
una ancha avenida, en el medio del Barrio Histórico, según le respondieron, y ninguna de las cosas
que estaban a su alrededor, merecían que la UNESCO se tomara el trabajo de reparar en ellas
siquiera un sólo instante[2]. Mucho menos declarar al sitio Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Volvió a mirar en el folleto, tal vez buscando una respuesta que no iba a encontrar. Avanzó unos
pasos y se perdió entre los empedrados, con su melena rubia recogida, su mochila en la espalda y su
folleto.
Decidí regresar a la Calle de los Suspiros. Ese pequeño tramo había logrado lo que el resto del
barrio no: detener el tiempo.
De vuelta allí, reparé en la casa de antigüedades que había visto al llegar. Cuando estaba por entrar,
salió un joven con intenciones de cerrar la puerta y dar por terminada la jornada de trabajo. Lo
interrumpí y le pregunté acerca de cómo podía hacer para saber más de todo lo que estaba viendo. En
realidad, le pregunté cómo hacía para saber cualquier cosa sobre lo que estaba viendo, pues no había
ningún tipo de información disponible para los visitantes.
Tal vez acostumbrado a esas preguntas, casi mecánicamente me respondió: “Te voy a dar un número.
Es de un guía (turístico), muy bueno, al que le gusta mucho todo lo de Colonia y que tiene, por
ejemplo, fotos de la ciudad de Colonia, pero de cuando todavía no estaba la muralla”. Luego se
despidió con la amabilidad que los habitantes de las ciudades hace mucho hemos perdido.
Me quedé con el ceño fruncido escribiendo el número mientras lo veía alejarse. Es que la frase me
había perturbado. Cómo es posible que alguien tenga fotos de la ciudad cuando no estaba la
muralla, si la muralla la hicieron los portugueses a los pocos años de fundar la ciudad.
Me sacudió una realidad inesperada. Evidentemente las cosas no eran como me las imaginaba.
Retomé mi andar y decidí reparar en las plaquetas ubicadas en la ‘Puerta de Campo’ que había
omitido leer al llegar y que, tal vez, podían devolverme algo de la tranquilidad perdida.

Capítulo 2
Las obras
Colonia del Sacramento no fue siempre el lugar de ensueño que es hoy para los turistas que recorren
sus calles. Pocos pueden imaginar que el Barrio Histórico de Colonia era, hasta no hace mucho, un
sitio absolutamente olvidado del mundo y el último que alguien elegiría para vivir.
La Calle de los Suspiros ni siquiera se llamaba así y hasta comienzos de los 70´, en el corazón
mismo de la calle más famosa del barrio, funcionaba un prominente prostíbulo[3]. Conocido por
algunos de sus antiguos clientes como el de ‘la Ronca’, por una de las mujeres más destacadas del
lugar.
Pocos suponen que los dueños de las calles empedradas que hoy retratan los turistas eran, al menos
en las noches, las prostitutas y sus clientes, que las visitaban al amparo de la oscuridad. Lejos
estaban sus calles de ostentar los pintorescos farolitos, réplicas de otros que nadie puede afirmar que
existieran jamás.
El Barrio Histórico era, por sobre todas las cosas, ruina, destrucción y abandono. Así había sido por
los últimos 200 años y así habría seguido, si el 10 de octubre de 1968 el presidente Jorge Pacheco
Areco no hubiera firmado el decreto por el cual se creó el “Consejo Ejecutivo Honorario para la
Preservación y Reconstrucción de la Antigua Colonia del Sacramento” (en adelante CEH) y si no le
hubiera asignado los recursos correspondientes. Pero lo hizo y ese día la historia de Colonia del
Sacramento cambió para siempre.
Originalmente, el CEH iba a ser integrado por tres personas y tendría una composición
eminentemente técnica. Lo integrarían Pablo Pardo Santayana, para ocupar la presidencia, Rogelio
Fusco Vila, para encargarse de la realización de las obras, y Miguel Ángel Odriozola, un arquitecto
de Colonia para encargarse del proyecto y la dirección de los trabajos.
Pero antes que se pudiera integrar el CEH, según palabras de Odriozola, se replanteó la estructura y
se procuró una nueva integración “en la que la política tuvo un peso superior al técnico”.
Paralelamente, y buscando dotar al CEH de cierta ejecutividad adicional frente a las trabas que
pudieran surgir, se planteó incorporar a elementos de las Fuerzas Armadas (que en la época estaban
ganando un protagonismo importante en la vida pública) y de la Intendencia local.
Para presidir el nuevo CEH se pensó nuevamente en Pardo Santayana. El resto de los integrantes
propuestos fueron: Rogelio Fusco Vila, delegado del Ministerio de Obras Públicas, Artigas Miranda
Dutra, delegado del Ministerio de Defensa Nacional, Fernando Assunçao, Pedro Costa, Miguel
Ángel Odriozola, delegados de los Ministerios de Cultura y de Transporte, Comunicaciones y
Turismo, y Leandro De Esteban Gómez, delegado de la Intendencia de Colonia.
Pero Pablo Pardo Santayana no aceptó ocupar la presidencia del CEH. Su declinación a participar
obligó al Ministerio de Cultura a procurar alguien nuevo, y para ello se contaba con poco tiempo. Se
decidió por una persona más joven (que Pardo Santayana), con menos experiencia, pero con la
disponibilidad para poder desplazarse regularmente a Colonia, desde Montevideo. Se trataba de
Fernando Assunçao, el hijo de un prestigioso coleccionista, que aceptó presuroso.
El Ejecutivo creó asimismo un Patronato encargado de recolectar contribuciones internacionales,
complemento de los recursos dispuestos por el Poder Ejecutivo, y se le ofreció el cargo de
presidente del mismo al Canciller de la época, José Mora Otero.
Sin ninguna función ejecutiva, pero constituyéndose en un alto reconocimiento de parte del presidente
Pacheco, se dispuso la creación del cargo de Miembro de Honor del CEH. La distinción recayó en
Jorge Otero Mendoza[4].
Poco tiempo después de integrarse, el CEH renovó varios de sus miembros y se incorporaron los
arquitectos Antonio Cravotto y Jorge Terra Carve[5].
El arquitecto Jorge Terra Carve era el más joven del grupo. “Yo era un peón, los que decidían eran
otros, yo sólo tenía que ejecutar las obras”, recordó en un ejercicio de humildad, que no es habitual
entre quienes participaron de una u otra manera en los trabajos de restauración.
Terra es un hombre alto y flaco, de aspecto simple y lenguaje directo. Me recibió en su estudio
ubicado en el barrio de Punta Carretas en Montevideo, a metros de la rambla y casi frente por frente
al monumento a Zorrilla de San Martín. Integró el CEH por seis años, en los momentos en que
tuvieron lugar las decisiones más importantes y cuando se desarrollaron muchas de las obras más
significativas.
Mi visita lo sorprendió, a pesar de que había sido agendada con anterioridad. Es que son otros los
que habitualmente protagonizan los relatos de la reconstrucción de Colonia, no él.
“Lo que tuvimos fue todo para hacer. Estaba todo destruido, a excepción de unos pocos arreglos de
mantenimiento en la Iglesia motivados por el inminente colapso, nada se había hecho en los últimos
200 años. Y se notaba”, decía Terra. “La primera vez que entré a lo que hoy es el museo portugués
hacía arcadas y eso le pasaba a casi todos. El olor era insoportable”.
Entre los primeros cometidos que se propuso el Consejo fue encontrar los restos de la muralla. Si
bien los cimientos de la muralla no se veían a simple vista, ya sea porque se había construido sobre
ella o porque estaba cubierta de tierra y pastos, sí se sabía donde estaban.
Algunos vecinos todavía recordaban el caminar de niños sobre los cimientos de la antigua muralla
cuando bajaban a pescar al río. Ese tramo de la muralla se encontraba en el espacio verde, que
acompañaba el final de la línea de ferrocarril que llegaba hasta Colonia. Años después, en 1961, los
cimientos fueron dejados al descubierto en ocasión de unos festejos, pero al tiempo fueron vueltos a
cubrir con el argumento de que juntaban basura.
No había dudas pues respecto a dónde iniciar las obras de reconstrucción de la muralla. Era el único
tramo en el que no se había construido nada encima, allí no era necesario desalojar a nadie y se
podría comenzar de inmediato.
Muchas de las antiguas murallas, y sus bastiones, portuguesas y españolas, eran en realidad una
doble pared rellena de tierra y piedras, en muchos casos unidas transversalmente por paredes de
piedra, con el fin de aumentar la resistencia a los impactos de bala de cañón. Ejemplos de esas
construcciones son fácilmente apreciables en los restos de los bastiones ubicados en la Isla Gorriti,
en el departamento de Maldonado.
Los trabajos se iniciaron los primeros días del año 1970 y concluyeron poco más de dos años
después.
Se comenzó removiendo la tierra para dejar los cimientos al descubierto. En esas excavaciones se
encontraron varias de las piedras originales que formaron alguna vez parte de la muralla y que habían
ido a parar al fondo del foso, que en otros tiempos protegía la ciudad. Pero estaban muy lejos de
encontrar todas las piedras y con las que se encontraron no alcanzaba para levantar siquiera el
pequeño tramo que se planteaba.
Probablemente el resto de las piedras de la muralla no se fuera a encontrar nunca, pues se presume
que muchas se utilizaron para la construcción de viviendas de la ciudad. El problema se solucionó
mandando a cortar piedras nuevas a la cantera, pero tratando de imitar las originales.
El CEH se decidió por rehacer sólo la cara exterior de la muralla. Por otro lado era lo que permitía
el espacio (sin tener necesidad de derribar ninguna casa) y era algo que ahorraría material.
Una vez resuelto el problema de la muralla, el Consejo se enfrentó al verdadero problema que tenían
frente a sí, reconstruir la llamada Puerta de Campo.
El problema no era menor. “No se sabía cómo era la puerta. Se tenían referencias y conocimientos de
otras, realizadas por los portugueses en otros lugares del mundo, en la misma época. Se habían hecho
bocetos, especulaciones, pero lo cierto es que no se tenía certeza alguna. Ni siquiera respecto a las
dimensiones. Por los cimientos sabíamos cómo era el ancho de la puerta, pero no conocíamos la
altura, ni las dimensiones del arco superior, ni casi nada”, dijo Terra.
Si bien podían seguir avanzando con la muralla, con la puerta estaban parados. “Andábamos de un
lado para otro buscando la forma de resolver el dilema, paseando nuestra frustración”, recordó
Terra.
En días sucesivos encontraron unas pocas piedras que habían sido parte de la puerta original y que
correspondían a los lados. A partir de éstas se realizaron reproducciones de las faltantes. El tiempo
apremiaba y no se podía esperar a encontrar el resto, en la eventualidad de que ello ocurriera. Se
encontraron siete piedras originales que correspondían a los lados, de las dieciocho que,
presuntamente, componían el total. Pero no era suficiente. Aún faltaba mucho para saber realmente
cómo había sido la Puerta de Campo. Fue allí cuando la providencia se decidió a intervenir.
“Una tarde de verano, caminábamos Assunçao, el capataz y yo, hablando de la obra y de que no
teníamos demasiados elementos para ejecutarla con el rigor que se requería. Estábamos un poco
frustrados. Andábamos sin rumbo por el Barrio Histórico. Al llegar a un cordón (de vereda),
Assunçao pateó una piedra, con bronca, porque no avanzábamos, y como si el cordón tuviera la
culpa”, se rió. “En un primer momento lo miramos, pues era claro que estábamos ahí no para destruir
sino para reconstruir. Pero lo cierto es que, con el golpe, se desarmó una parte del cordón. Sin
embargo, lo que captó nuestra mirada no fue eso, sino que del suelo surgió la punta de una piedra que
resultaba diferente. Nos detuvimos a mirar. Escarbamos un poco con las manos y ahí apareció. Era
uno de los terminales del arco”, exclamó Terra. “Esa piedra, esa sola piedra, era fundamental para
poder determinar los ángulos del arco de la puerta”.
Cuando todavía no había terminado el relato, Terra se levantó rumbo a uno de los cuartos del
estudio. A los pocos segundos volvió con una estructura de hierro amarilla. “Con esa piedra que
encontramos hicimos este molde. Y con este molde hicimos las otras piedras necesarias para
completar el arco”, dijo mientras sostenía la estructura como a una reliquia.
“Pero la acción de la providencia no terminó allí. En las excavaciones sucesivas, en la muralla y
alrededores, se encontraron tres piedras más. Increíblemente, dos de ellas, eran los otros dos ángulos
del arco. Con eso ya podíamos armar la figura en sus dimensiones originales”.
Así fue que, aun cuando las piedras encontradas no alcanzaban al 50 % del total de las piedras
originales que componían el total de la Puerta de Campo, se la pudo armar. La decisión de rehacer la
puerta a partir de las pocas piedras que se encontraron y copiando las demás, no resultó sencilla
hacia el interior del Consejo.
Cravotto no estaba de acuerdo en imitar. Despectivamente le llamaba estilo ‘colonioso’ a imitar lo
colonial. Cravotto era partidario de usar materiales que claramente hicieran notar en donde no se
habían encontrado las piedras originales y que evidenciaran que se trataba de agregados. “Llegó a
insinuar el uso del plástico. Sin embargo, prosperó la idea de que debía restaurarse tal cual pudo
haber sido. Era la visión que llevaba adelante Assunçao y que yo, entre otros, apoyé”, recordó.
Ya desde su primera intervención, el Consejo tomó una decisión que marcó su gestión futura, al
menos por un tiempo. Reconstruir algo que ya no estaba y de lo que no se tenía certeza de cómo había
sido, era, de por sí, como construir algo nuevo.
Terra recordó la obra del célebre arquitecto francés Viollet Le Duc en la ciudadela de Carcassonne
en Francia, pero allí apenas rehizo el 20% de la obra total. En el caso de la muralla de Colonia del
Sacramento se trataba de rehacerla en un 100%.
Salvando la polémica, los trabajos estuvieron listos para ser inaugurados en el año 1972 y la
ceremonia contó con la presencia del presidente de la época, Juan María Bordaberry.
Entre las primeras acciones que se llevaron adelante también se encontró la de demoler la llamada
Casa del Farero, que la Armada había construido sobre los restos del Convento de San Francisco
Xavier, junto al faro. La casa en cuestión era en realidad un estupendo chalet que se constituía en una
verdadera rareza en el barrio Sur.
“Según el arquitecto Francesco de Tomasso, la actual teoría de la restauración apareció a comienzo del siglo XIX con dos
posiciones absolutamente opuestas, representadas por el arquitecto francés Eugene Viollet Le Duc por un lado y por el
escritor y sociólogo inglés John Ruskin, por otro.
Viollet Le Duc era un estudioso de los estilos arquitectónicos, en particular del medioevo y se tornó, por sus escritos sobre el
tema, en el máximo tratadista francés del 1800.
Es necesario, escribía Le Duc, una renunciación completa de toda idea personal de ponerse en el lugar del arquitecto
primitivo y suponer qué cosas haría él, si volviera a este mundo. Restaurar un edificio no significa mantenerlo, repararlo o
rehacerlo, sino restablecerlo a un estado de integridad que puede no haber nunca existido. Sus restauraciones más famosas
son el Castillo de Pierrefonds, la ciudadela fortificada de Carcassonne y la célebre Notre Dam de París, donde proyectó pero
no llegó a completar las dos torres de la fachada.
John Ruskin se encontraba en las antípodas del pensamiento de Le Duc. Decía, una contemplación de las obras del pasado se
hace tanto más mística cuanto más en ruinas está el monumento. Para Ruskin, la obra de arte es una creación que pertenece
sólo a su creador y nadie tiene el derecho de intervenir sobre la misma. Sólo puede admirarla y asistir a su decadencia.
Cualquier tipo de intervención, aún mínima, que atrase su degradación es contraria a su esencia. La restauración de lo que fue
grande y bello en la arquitectura, es tan imposible como resucitar a los muertos.
A partir de las dos posiciones antagónicas va madurando una posición intermedia que encuentra en Italia su codificación en
1883 a cargo de Camilo Boito.
Los criterios fundamentales son: que los monumentos son documentos de la historia de los pueblos; y que ellos deben ser
consolidados y reparados (más que restaurados, evitando agregados).
Entrevista a ‘Buby’ Fusco, Arqueóloga de la Comisión de Patrimonio Histórico de la Nación.
Luego, se realizaron trabajos en el museo Español, en las ruinas del Convento, en la Casa de
Nacarello, en el museo Portugués, en el museo del Indio y en la Casa del Virrey, entre otros.
En el museo Español, ubicado en una extraordinaria edificación portuguesa, cuando se estaban
realizando los trabajos de reacondicionamiento, uno de los pintores, llamado Faustino González que
estaba trabajando en los tirantes del techo con una espátula, de repente vio un cilindro de unos 3
milímetros incrustado entre el tirante y el techo.
Empezó a escarbar con mucha curiosidad y encontró un billete enrollado. “¡Se trataba de un billete
de las Provincias Unidas!”, exclamó Terra emocionado. “Dicen que en la época era tan valioso, que
con uno de esos te podías comprar una casa. Hay que recordar que en la época no existían los
bancos, o al menos no ofrecían demasiadas seguridades, hoy tampoco, por lo que la única
posibilidad era guardar los valores en las casas”.
“El pintor se guardó el billete y cuando llegamos a controlar la obra, lo dio para donarlo al museo.
Hoy se lo puede ver colgado en sus paredes. Aunque no se explica su procedencia y eso capaz que es
lo más interesante. Más que ver un billete colgado en la pared”, se lamentó.
Ya había pasado toda una mañana y Terra me acompañó hasta la puerta. Me fui pensando en lo que
ocurrió en Colonia, en el cambio espectacular que tuvo lugar. Si bien Terra fue, como él lo dice y
por su edad, un simple ejecutor de las decisiones que se tomaban en otro nivel, su visión menos
contaminada resultó ilustrativa. Quien tenía que responder, ante el Ministerio de Educación y el
Poder Ejecutivo, era Fernando Assunçao y a él es a quien fui a ver.
Días después, en el Museo del Gaucho y La Moneda, ubicado en un estupendo edificio del siglo XIX,
me esperaba Fernando Assunçao.
Unos escolares deambulaban por las salas sin mucho interés. Parecían más atentos a las bromas y a
la aventura que los había sacado de las aulas, que a lo que se ofrecía en el museo. La maestra se
esforzaba por mantenerlos en un silencio tan inexplicable como imposible.
No necesité de muchas introducciones para que Assunçao comenzara a expresar su sentir respecto a
lo que tuvo lugar en Colonia. “Al principio fue muy difícil”, dijo refiriéndose al escaso apoyo que
recibió el CEH de parte de la comunidad de Colonia en los inicios de las obras de reconstrucción.
“Ahora se dieron cuenta”, agregó, “pero no reconocen (en Colonia) el esfuerzo que se hizo” desde el
CEH. “Ellos no reconocen que fue gracias a nosotros, dicen: ‘gracias a que tenemos esto’
(refiriéndose a Colonia del Sacramento). Como si dios se la hubiera regalado”.
Las particulares relaciones entre los diferentes actores de Colonia y Assunçao se dejaban ver en
cada una de sus palabras.
Assunçao no compartía la forma en que se manejaban, a nivel local, muchas cuestiones relativas al
Barrio Histórico y lo dijo. Tampoco se privó de destacar su participación personal en diferentes
acciones.
Se refirió, por ejemplo, a los museos de Colonia que armó el CEH, menos el museo Municipal, y que
fueron entregados a la Intendencia Municipal de Colonia. A partir de ahí, dijo, empezó su
decadencia. “Les pusimos guías que estaban preparados por el Consejo Ejecutivo Honorario. Las
guías ahora son señoras mayores que tejen en el fondo de la casa[6]. Vivo amargándome cada vez
que tengo que llevar a alguien a alguno de los museos que yo armé. Porque los museos los armé yo”,
aclaró.
También el museo en el que nos encontramos, el museo del Gaucho y la Moneda, fue creado por
Assunçao, como se encargó de repetirlo.
Si al comienzo sus palabras revelaban su descontento, todas juntas comienzan a mostrar un ego
desbordante. Al escucharlo, me di cuenta por qué es tan polémico en la ciudad de Colonia, a pesar de
haber dedicado tantos años al lugar. Más allá de la verdad o no de sus dichos.
Assunçao está enfrentado con algunos de los vecinos más proactivos por el tema de la participación
de la comunidad en las decisiones que refieren, justamente, al barrio.
Darle más participación a la comunidad, ese es el gran problema. Pero para Assunçao eso forma
parte de la teoría de los burócratas. “El ideal”, dijo, “sería ese, pero (...) los recursos humanos
¿dónde están? Nosotros le propusimos a la gente de Colonia (...) que ellos nos propongan una
persona (...) votada por consenso. Estoy esperando que me contesten”, ironizó. “Porque ese es el
problema, se pelean entre ellos. Cuando uno le da una chance de éstas, se reúnen diez veces y se
pelean”.
Sin embargo, Eduardo Caballero, una de las voces inquietas de esos pocos vecinos que todavía
quedan, dijo lo contrario. Afirmó que el nombre ya está propuesto, le fue comunicado al CEH y que
los que estaban a la espera de que el Consejo resuelva su incorporación, eran ellos, los vecinos.
Lo que sí era cierto es que la comunidad no se mostraba unida y Assunçao lo sabía[7].
Otra cuestión que enfrentaba a Assunçao con algunos vecinos estaba relacionada con los permisos
que otorgó el CEH para que particulares realizaran reformas en sus inmuebles dentro del Barrio
Histórico. En particular se cuestionaban los criterios que sustentaron esas determinaciones. La crítica
refería a que en realidad no había un criterio definido, sino que lo que había primado era la voluntad
del presidente del CEH.
Assunçao afirmó que las decisiones se tomaron en consenso con el resto de los integrantes del
Consejo, aunque reconoció que en ocasiones, encontró la oposición de Cravotto y Odriozola.
Hoy Assunçao afirma que no estaría de acuerdo en volver a levantar la muralla que rehizo hace poco
más de 30 años y que sólo dejaría los cimientos a la vista, tal como se ha hecho con la Casa del
Gobernador. La mencionada casa es en realidad un conjunto de ruinas, de las que sólo se puede
apreciar los cimientos, únicas partes que sobrevivieron. A diferencia de intervenciones anteriores
del CEH, lo único que se hizo cuando se ubicaron los restos, fue excavar hasta dejar visibles los
cimientos. Luego se le incluyeron unas sendas.
Se refirió también al caso de los restos del Bastión de San Pedro de Alcántara, del que se han
ubicado los restos de la garita, los cimientos de los muros y la capilla de la guardia. Assunçao
afirmó que de hacerse la reconstrucción del Bastión, se dejarían los restos tal cual se encuentran, tal
vez dándole la razón al inglés Ruskin, o se reconstruirían con materiales que dejaran en evidencia
que se trata de actuaciones contemporáneas. De cemento por ejemplo, como alguna vez lo planteó
Cravotto.
Al CEH se le reclama también la elaboración de un Plan de Gestión para el Barrio Histórico de
Colonia, en el entendido de que éste ayudaría a canalizar de una mejor manera la posible
cooperación internacional.
Assunçao no se mostró de acuerdo con esta propuesta y afirmó que un Plan de Gestión podría ser una
buena idea pero también algo riesgoso. Si se desarrollara un plan y éste no se cumpliera, peligraría
la permanencia de Colonia en la lista de la UNESCO.
Regresó como se fue. Así titulaba la nota el periódico El Sol de Colonia, en la que se hace referencia a un reconocimiento que
le hizo Fernando Assunçao a su padre en nombre de la cultura y el pueblo de Colonia. Aunque nadie se había dado por
enterado.
“Meses atrás ´apareció´ al pie de una fuente ubicada en la plaza Manuel Lobo (...) en el barrio histórico, una placa en la que
se hacía mención a Octavio Assunçao, padre del Presidente del Consejo Ejecutivo Honorario. La fuente, que no estaba en el
proyecto original, fue donada precisamente por este último.
Por no contar con autorización ni conocimiento de la Intendencia y por iniciativa de la Junta Departamental, la placa fue
quitada. En estos días, casualmente cuando se espera en Colonia al Primer Ministro Portugués, con un texto diferente la placa
está nuevamente en su sitio (...) esperemos que esta práctica no de para que quien quiera y pueda, utilice al barrio histórico
para satisfacciones personales”.
La placa actual dice: “Donación de Fernando Assunçao en reconocimiento a su padre Don Octavio Assunçao, que tanto y con
tanto cariño ha contribuido a la recuperación de Colonia del Sacramento”.
Sin embargo, la respuesta de algunos vecinos, expresada entre otros por Caballero y la arquitecta
Armand Ugón, ha venido sosteniendo que un plan de gestión fijaría un rumbo más allá de las
personas y, en especial, más allá de los cambios de su actual presidente. Tal vez por esa razón, el
mencionado plan no ha prosperado.
Assunçao nada dijo respecto a quienes llevaron adelante la creación del Consejo Ejecutivo
Honorario y pocas referencias hizo, a lo largo de la entrevista, respecto al resto de las personas que
han venido trabajando por el barrio desde dentro y fuera del CEH.
Después de unas llamadas de rigor, en procura de una cita, fui al encuentro de otro de los miembros
del CEH, por un breve período también ocupó la presidencia del mismo, el arquitecto Miguel Ángel
Odriozola.[8]
A la hora convenida estuve frente a su casa que, a pesar de los cincuenta y largos años que tenía de
construida, era por lejos una de las más modernas de este pueblo, devenido en ciudad.
Me recibió un hombre lleno de años, en una campera forrada de bolsillos y colores discretos, pleno
en atenciones. Sin dudarlo me invitó a entrar a su casa. Ingresé a lo que alguna vez debió ser su
estudio de arquitecto, y que hoy no pasaba de ser más que una sala con mesas de madera grandes sin
otra función aparente que la de amontonar papeles.
Me contó de los remotos orígenes de su interés por el casco histórico de la antigua Colonia. “Fue un
profesor que tuve en el liceo que se llamaba Carlos Wesstein y que nos mandó hacer una maqueta de
la antigua ciudad. Todavía está (la maqueta), la tienen en el museo” agregó con algo de nostalgia y
con mucho orgullo.
Su mujer nos observaba desde la otra esquina del estudio. Parecía querer contener con su mirada la
catarata de historias que emanaban de su marido. Odriozola continuó y me ofreció unas fotos de la
ciudad en ruinas. Le pidió a su mujer que las trajera, pero nunca las llegué a ver. El experimentado
arquitecto me invitó a compensar la no aparición de las imágenes con una recorrida por el Barrio
Histórico. Y hacia allí partimos.
Odriozola era, definitivamente, una personalidad local. Me bastó andar algunos pasos junto a él por
las calles para notarlo. Y, por la expresión de la gente, no resultaba frecuente encontrarlo
recorriendo las mismas a pie. Todos se esforzaban por saludarlo. Aún quienes no parecían tener la
confianza como para tal demostración, se contentaban con acompañar su lento andar con la mirada.
Sin reparar demasiado en tantas demostraciones de simpatía, Odriozola, siguió reconstruyendo la
historia de los lugares que él mismo había ayudado a revivir. Así, al escuchar sus relatos, la iglesia,
hoy reluciente, se presentaba ante mis ojos derruida, con rajaduras que separaban las torres del
edificio y por las que se filtraba indistintamente la luz del sol o el agua que traían los cálidos veranos
y las duras tormentas que suele escupir el Río de la Plata.
Con sus primeros pasos entre el empedrado quise sostenerlo, pero su cara, ante tremendo
atrevimiento, me hizo reconsiderarlo. Ochenta y un años no le habían hecho perder en nada, al viejo
Odriozola, su vitalidad. Tan solo sus pasos eran más cortos, pero en nada menos diestros, pues
lograba sortear las irregularidades de los desparejos empedrados portugueses, con admirable
pericia. Un arte que dominó a fuerza de recorrer las muchas obras, públicas y privadas, que tuvo que
dirigir en el lugar.
Odriozola fue junto a Cravotto primero y en solitario después, el gran arquitecto del Consejo y de la
ciudad. Él fue quien supervisó los avances y los retrocesos. Fue quien aportó las soluciones
prácticas a los problemas concretos que se iban presentando. Fue también la voz que interactuó con
la comunidad.
Al preguntarle sobre Assunçao, Odriozola, gentilmente, prefirió no responder.
Era curioso como estos dos ejecutores de la transformación de Colonia se referían el uno al otro.
Pues de hecho no lo hacían. Cuando es poco probable que hubieran hecho lo que hicieron, el uno sin
el otro.
Odriozola y Assunçao ejecutaron durante años obras en Colonia, pero también es cierto que se
integraron a un proyecto de restauración que surgió en la órbita del Poder Ejecutivo.

Capítulo 3
El comienzo
La década del 60 y el año 68 en particular fue, por muchas razones, el fin del Uruguay que todos
conocían. La “Tacita del Plata” estaba hecha añicos y lo de la “Suiza de América” sonaba ya a chiste
de mal gusto. La riqueza, aparentemente infinita, que parecía generar la carne, se agotaba
peligrosamente y de la época de “las vacas gordas” quedaban frigoríficos abandonados.
La sociedad hiperintegrada, herencia del batllismo, se encontraba frente a una fragmentación sin
precedentes y experimentando una reestructuración de sus valores. La nación se veía enfrentada a una
situación que nunca antes había vivido. Al terrorismo de los grupos armados, y luego del Estado, se
le sumó el shock de tener que asumir su condición de país pobre y latinoamericano. Lo que González
Laurino llamó la ‘latinoamericanización’ de un país que durante muchos años hizo todo lo posible
por ser un apéndice de Europa enclavado en América del sur[9]. Y que hasta se lo llegó a creer.
Fuera del país la situación no era mucho mejor. La década del 60 conoció los efectos de la
revolución cubana, la ‘Crisis de los misiles’, la construcción del Muro de Berlín, la guerrilla
exportable, la muerte del Che, el ‘Mayo Francés’, la ‘Primavera de Praga’ y la matanza de Tlatelolco
(o de la plaza de las Tres Culturas) entre muchos acontecimientos dramáticos.
Mucho de lo que se vivía fuera, era replicado dentro del país, con pretensiones de originalidad. Se
sucedieron así las marchas estudiantiles, sindicales, de los cañeros y de todos cuantos pudieron
organizarse. Las huelgas, la acción de la guerrilla urbana, que comenzó con robos y terminó con
secuestros y asesinatos, encontraron una respuesta del Estado que tampoco fue original. Represión en
las manifestaciones, encarcelamientos, intervención de las Fuerzas Armadas en la vida pública y
muertes.
El país necesitaba de algo que contribuyera a recomponer las piezas. Pero se requería casi de un
héroe. El gobierno necesitaba desesperadamente elementos que ayudaran a devolverle a la nación los
valores que se creían perdidos.
Paralelamente, y sin conexión alguna con estas necesidades, un pequeño grupo de hombres del
gobierno venía trabajando en silencio en procura de llevar adelante una recuperación patrimonial en
el país, que no dependiera de personas sino de políticas estables.
Estos hombres intentaban convencer al presidente Pacheco de la necesidad de un cambio en las
políticas de preservación patrimonial.
Estas dos circunstancias, la necesidad del gobierno de procurar elementos que unieran a una nación
que estaba fragmentada y la intención de recuperar el patrimonio, confluyeron en el año 1968 y se
potenciaron de una manera tan poderosa que cambiaron la forma en que el Estado se relacionaría de
ahí en más con el pasado.
El presidente Pacheco, el más polémico de todos los que ocuparon el cargo en la segunda mitad del
siglo XX, era por sobre todas las cosas un hombre práctico y político, contrariamente a lo que se
pueda pensar. Así lo recuerda su hijo mayor, Ricardo Pacheco Herrera, el único de sus tres hijos que
por la edad que tenía lo pudo acompañar en su presidencia. Sus otros dos hijos apenas eran nacidos.
Con ese espíritu y convencido de que la solución a un tema, la recuperación patrimonial, contribuiría
a encontrar una solución para el otro, la necesidad de recuperar valores y símbolos que volvieran a
unir la nación, Pacheco firmó el decreto de creación del Consejo Ejecutivo Honorario para la
Conservación y Preservación de la Antigua Colonia del Sacramento.
Al año siguiente, firmó el decreto de creación de la Comisión encargada de la restauración del
Cuartel de Dragones de Maldonado.
Estos dos hechos aparentemente sin conexión estuvieron poderosamente ligados a la figura de Artigas
quien, justamente, tendría la responsabilidad de unir a la nación. El prócer de la patria fue llamado
para recomponer la identidad y unidad.
Los lugares a reconstruir no fueron elegidos al azar. Artigas se había enrolado al cuerpo de
Blandengues en la ciudad de Maldonado, concretamente en el cuartel de Dragones. Y el lugar donde
abandona ese cuerpo, para sumarse a la revolución de mayo y liderar las luchas por la
independencia, fue la ciudad de Colonia del Sacramento.
El 10 de marzo de 1797, Artigas abandona la vida errante de la campaña e ingresa al Cuerpo de
Blandengues y lo hace precisamente en el Cuartel de Dragones de Maldonado.

“La decisión de promover una activación patrimonial (...) es siempre una decisión política (...) aunque el porqué y el para qué
pueden variar dentro de un espectro relativamente amplio de motivaciones”. “La sociedad puede adherirse y/u otorgar (u
oponerse y denegar), consensuar una representación, una imagen, un discurso y siempre en grado y forma variable según los
individuos; pero esta representación, esta imagen, este discurso, han sido elaborados por alguien (...) al servicio, más o menos
consciente, de ideas, valores e intereses concretos...”.
Prats, Llorenc: “Antropología y patrimonio”, p 32, Editorial Ariel, Barcelona, 1997

El cometido del recién creado cuerpo de Blandengues es el de frenar el avance portugués, perseguir
ladrones de ganado, acarrear partidas de caballos a la fortaleza del Cerro y enfrentar a los indios,
según palabras del propio Artigas en carta al Virrey, del año 1798, donde le agradece las comisiones
y empleos que se le ofrecen.
Artigas presta servicios durante 14 años en el cuerpo de Blandengues, a cuyo mando estaba el
Capitán Jorge Pacheco, de quien curiosamente desciende directamente el presidente Jorge Pacheco
Areco. Durante ese tiempo Artigas se relaciona aún más con el medio rural y con su gente, pero ya
desde la autoridad.
En 1811 soplan fuertes vientos revolucionarios en Buenos Aires. A comienzos de ese año “la Banda
Oriental se pliega al movimiento de mayo, enfrentando a Montevideo. El 15 de febrero de 1811,
Artigas deserta de las fuerzas españolas y se presenta a la Junta Revolucionaria de Buenos Aires”.
Tenía 46 años.[10]
Sin embargo, esa sola circunstancia, la necesidad de reforzar la figura de Artigas, no alcanzaría para
concretar la iniciativa: se necesitaba un saber que avalara el proyecto. En el Ministerio de Cultura
habían confluido dos personas que tenían la determinación y los conocimientos para llevar adelante
la idea[11].
En el año 1968 Federico García Capurro aceptó el ofrecimiento del presidente Pacheco de hacerse
cargo del Ministerio de Cultura, aun cuando no era un experto en la materia. Pero la situación del
país requería de un político con experiencia. Y tanto la tarea ministerial como la política, no le eran
ajenas.
García Capurro fue, como su padre, médico de profesión, con una larga trayectoria en temas de salud
que entre los años 1952 y 1956 lo llevaron a ocupar el Ministerio de Salud Pública. Pero tan
relacionado estaba el Dr. García Capurro con la medicina como lo estaba con la política. Militaba en
el Partido Colorado desde los 28 años, cuando se inició junto al doctor (en medicina) Eduardo
Blanco Acevedo.
En el cargo de subsecretario de Cultura, el presidente Pacheco nombró a Jorge Otero Mendoza. Es
difícil saber si su nombre para ocupar la subsecretaría de Cultura provino del propio García Capurro
o del mismo Pacheco.
El presidente conocía a Otero Mendoza desde sus años como director del diario El Día, del que era
frecuente colaborador y hombre de consulta en temas relacionados con la cultura.[12] Ambos solían,
además, compartir largas tertulias con las diferentes personalidades que se reunían en el edificio del
diario El Día, entorno a la figura de ‘Don César’, el hijo mayor de José Batlle y Ordóñez[13].
El Ministerio de Cultura no era un lugar cualquiera, incluía desde las políticas educativas, hasta la
gestión de las cárceles. En ese sentido, según recuerda María Mercedes, hija de Otero Mendoza, “en
una ocasión mi padre decidió realizar una inspección a una de las cárceles de Montevideo para
interesarse por la situación. Al llegar lo recibe un guardia, él se anuncia y el guardia lo lleva ante
otra persona que le hace una recorrida por el lugar. Mi padre, queda sorprendido por dos cosas:
porque la recorrida se hizo entre los presos, que estaban caminando por todos lados y por las muy
malas condiciones de vida que existían en el interior de la Cárcel. La recorrida fue muy ilustrativa
pues la persona que lo guiaba le abundaba en detalles, por lo que al salir, mi padre le preguntó de
vuelta su nombre y qué cargo tenía para reconocer su trabajo ese día. ‘No’, le dijo el hombre, ‘yo no
trabajo acá, yo soy uno de los presos’. Mi padre no lo podía creer. Le agradeció de todas formas y
se fue, pensando que manejar el Ministerio de Cultura iba a ser mucho más difícil de lo que se había
imaginado”.
Otero Mendoza y García Capurro también se conocían desde hacía tiempo. Bastante antes de siquiera
imaginar que estarían al frente del Ministerio de Cultura, ambos se reunían para intercambiar
impresiones acerca de diferentes cuestiones de la realidad nacional y en particular sobre la cultura,
asunto con el que ambos sentían afinidad.
García Capurro tenía intereses tan variados que iban desde los deportes al aire libre, hasta la
navegación, pasando por la equitación, la caza y la pesca y como hobby favorito tenía a la artesanía
en madera. Asimismo, era hombre de una gran sensibilidad e interés por los temas culturales.
Jorge Otero Mendoza era un experto en arte que con asiduidad era convocado para determinar la
autenticidad de importantes obras. Era también un estudioso de la cultura, con particular predilección
por el arte americano de todas las épocas[14].
Mercedes recuerda un hecho que sorprendió a su padre. “En uno de esos viajes a Colonia del Sacramento, mi padre fue a un
colegio religioso, en busca de información y elementos histórico-artístico que pudieran luego utilizarse en la futura
reconstrucción. Allí, una de las hermanas del Colegio, una señora mayor, se le acercó y le dijo: ‘Por mi formación, no soy
supersticiosa ni puedo serlo, pero hay cosas que me sorprenden de todas formas. Hace unos años, cuando llegué a Colonia,
una señora de edad me contó acerca de una maldición que lanzaron sobre Colonia. Y que decía que La Colonia sería olvidada
y destruida por 200 años. Solo hasta esa época alguien iba a tener éxito con una iniciativa que le devolvería su esplendor. Su
presencia hoy aquí, por lo visto no es casualidad’, le confesó la hermana”.
El intercambio de ideas entre estos dos hombres puso sobre la mesa diferentes proyectos, iniciativas
y formas de gestionar la cultura. Algunas de las cuales Otero Mendoza ya había puesto en práctica en
la Intendencia Municipal de Montevideo, desde la Dirección de Artes y Letras[15]. Otras estaban
esperando una plataforma más amplia.
Entre las iniciativas que se propusieron estaba la reconstrucción del Barrio Histórico de Colonia del
Sacramento. Desde hacía tiempo, Otero Mendoza venía realizando viajes a la ciudad para recabar
información, muchas veces, junto a su amigo José Pedro Sierra Morató, quien dejó variada
documentación fotográfica de los mismos.
Ya en los cargos, García Capurro y Otero Mendoza, pronto se toparon con que sus iniciativas, entre
las que estaba el Barrio Histórico de Colonia, debían hacerse su lugar en un ministerio que tenía bajo
su responsabilidad desde las escuelas a las cárceles.
Luego de algunos meses, el presidente se convenció del proyecto.
Durante su mandato, las iniciativas relacionadas con el prócer José Artigas no se limitaron a la
reconstrucción del Cuartel de Dragones de Maldonado y del Barrio Histórico de Colonia del
Sacramento.
En 1971 Pacheco envió al Parlamento el proyecto de ley para la creación de la Comisión Nacional
de Patrimonio Histórico, Cultural y Artístico de la Nación. En el artículo 6º se declaró monumento
histórico “la ruta seguida por el precursor de la nacionalidad oriental, General José Artigas, en el
éxodo del Pueblo Oriental hasta el campamento del Ayuí”. La ruta en cuestión se denominó ‘Ruta del
Éxodo[16]’. Hasta el día de hoy no se ha podido determinar con exactitud la ruta seguida por el
pueblo oriental en el éxodo[17].
La determinación y el saber de Otero Mendoza y García Capurro y la necesidad del gobierno fueron
las causas que posibilitaron un cambio radical en el Barrio Histórico de Colonia.
Pero, ¿qué fue lo que se quiso recuperar? ¿cuáles épocas se eligieron recordar y cuáles olvidar? ¿qué
destrucción implicó pues, la reconstrucción?
Olvidado o no, en el barrio sur vivía gente. Un barrio lleno de vida se había desarrollado entre las
piedras compensando el desinterés oficial con altas dosis de solidaridad. Ninguno de ellos estuvo en
los planes de recuperación del barrio y hoy pocos de esos vecinos quedan para contar su historia.

Capítulo 4
La generación de Maracaná
En Colonia la combinación de exuberante historia y olvido humillante potenciaron el ejercicio de la
memoria de una manera singular. Y funcionó de esa manera durante siglos, pero hoy es frágil, pues
está sustentada en unos pocos hombres y mujeres que ya casi no tienen a quien transmitirla.
Me decidí a pasar por la Basílica, todavía uno de los edificios más importantes e influyentes del
pueblo. De camino me topé con una plaza a la que le habían adosado unos puentecillos con cadenas
sobre lo que eran las ruinas de la antigua casa del gobernador de la Colonia portuguesa. Si la idea
era que los puentes y las cadenas ayudaran a una mejor contemplación de las ruinas, se había logrado
lo contrario. Hasta los mapas que incluía, pagados por un importante banco nacional, boicoteaban
una correcta interpretación de las ruinas, pues estaban orientados de manera diferente a lo que se
invitaba a ver[18].
Seguí hasta la puerta de la Basílica y al abrirla surgió un espacio austero, tan blanco en el interior
como en el exterior. Apenas se observaban unos pocos indicios de las antiguas construcciones que
precedieron a la construcción actual, pero eran suficientes. Las columnas, de la antigua Iglesia que se
levantaba en el lugar y que se encuentran a la entrada, transportaban a los visitantes un par de cientos
de años en el tiempo. En el fondo, el lugar del retablo, habitual en las Iglesias del Uruguay, lo
ocupaba una pared blanca con una bóveda en el centro. Dentro, un enorme cáliz, que antes supo
coronar la fachada frontal del edificio.
Durante la restauración descubrieron que uno de los sectores del muro, detrás del retablo, estaba
hueco. Al quitar la madera, se encontraron con la pequeña bóveda. El arquitecto Odriozola decidió
remover definitivamente el retablo, las imágenes de los santos y las columnas que adornaban el frente
y desde ese día la pared ostentó las piedras que pertenecieron al pasado portugués y español. Pero la
sensación era de desnudez.
Una señora realizaba unas tareas menores. Al verme contemplar el retablo ausente, no necesitó
mucho para confesar que los viejos habitantes todavía no se acostumbran al cambio, a pesar de los
años de realizado. Lo dijo sin levantar mucho la voz, como no sintiéndose autorizada a semejante
crítica a la obra del arquitecto local más famoso.
Otra señora que acaba de entrar justo a tiempo para escuchar la conversación mencionó que para
ella, la Iglesia estaba mejor antes: “con los altares, las imágenes de los santos, el púlpito y las flores.
Ahora, a mí me da la impresión de que es una Iglesia protestante”, concluyó.
Las dos mujeres me avisaron que el padre no estaba, pero que en la parroquia se encontraban
reunidos un grupo de vecinos del barrio, convocados por el propio padre, que resultó llamarse
Pedro.
Los vecinos eran unos pocos pero, como broma del destino, eran casi todos los que aún continuaban
viviendo en el barrio Sur. Estaban reunidos en torno a una mesa redonda de madera, en una
habitación teñida por una luz natural que llegaba del patio del fondo. Con cierta desconfianza, pero
con la amabilidad de la gente del interior del país, me recibieron. Hablaban de una vida que miran
con la perspectiva del que se está yendo, pero con la nostalgia del que no se quiere marchar.
Hablaban de su vida en el barrio Sur.
Me presenté y ellos hicieron lo mismo.
Aarón era quien parecía disfrutar más de recordar y de compartir sus recuerdos. Era celebrado por
ello y una y otra vez invitado a revivir los momentos más preciados de sus vidas compartidas.
La Pocha, una señora de aspecto tranquilo y rostro curtido, asentía con la cabeza, mientras sus ojos
se perdían en los relatos de Aarón. También estaban Mijaidilis, una señora de apellido Usuca y otra
señora un poco más joven que el resto, según se encargó de aclarar.
Los recuerdos fluían y por momentos todos querían escuchar y dejarse llevar hasta la niñez. En otros,
todos querían hablar al mismo tiempo. Pronto comenzaron a surgir los personajes que dieron vida al
barrio en décadas pasadas.
El ‘Loco’ Vicente resultó unánimemente elegido como el personaje más extraño.
Aarón fue quien lo pintó primero. “Vicente vivía al final de la calle de San Pedro, junto al río, en una
toldería improvisada que el viento se encargaba de desparramar cada vez que soplaba fuerte desde el
sur. No gustaba de usar pantalones. En su lugar prefería una bolsa de arpillera en la que se envolvía.
Tampoco era frecuente verlo con zapatos”. El recuerdo de sus impresionantes pies, que debían
sostener sus casi dos metros de humanidad, todavía los sorprendía.
“Tenía una cabeza grande y toda rizada. Daba miedo, pero eso sí, nunca se metía con nadie, era muy
bueno el pobrecito”, decían refiriéndose con lástima hacia el hombre que no quiso dejar de vivir
como él quería. Pobre.
“Vivía de lo que la gente le daba. Eso era la mayoría de las veces. Otras, se ganaba algún peso
cargando agua en baldes, porque en aquel entonces tomábamos el agua directo del río”, recordó
Aarón. “Por eso andaba siempre con una lata con mango a cuestas, que usaba para cargar el agua”.
“Una vez entró de soldado del cuartel y le dieron la vestimenta, le dieron la ropa, los botines, le
dieron todo y se uniformó. Así anduvo unos días hasta que lo mandaron a caminar con la tropa. A la
media cuadra, se sentó en el cordón de la vereda, se sacó los zapatos y los tiró. El coronel se le
acercó y le preguntó al respecto, a lo que Vicente respondió diciendo: ‘Mi coronel, yo no puedo
caminar con estas cosas, me duelen los pies’. Y lo mandaron de vuelta al cuartel, arrestado. Pero si
anduvo toda la vida descalzo, tenía los talones todos rajados, qué le iban a poner esas botas”,
concordaron. Lo último que se escuchó de él es que había muerto solo en Montevideo, en el hospital
Vilardebó.
Luego de un breve silencio, el resto de los antiguos personajes del barrio Sur empezó a renacer en
cada relato. Así, una señora de llamativa cabellera blanca y a la que llamaban la ‘inglesita’, se les
aparecía parada a la salida del cine para vender unas pocas golosinas que podía conseguir. Jenny,
así se llamaba, había venido de Inglaterra como secretaria de un doctor que se instaló en Colonia con
su mujer. Otras versiones dicen que se trataba de la mujer del médico y que éste la habría dejado en
un rapto de locura, pero los vecinos lo niegan.
Después de unos años, la mujer del doctor murió y éste se volvió a Inglaterra dejándola sola en la
ciudad. Jenny era una de las personas más educadas del barrio. Recordaron que no sabía español,
por lo que para sobrevivir un vecino del barrio le hizo hacer una ‘cajita con correa’ en la que ella
vendía caramelos. Pero tenía otra curiosidad, “no te daba el cambio de lo que comprabas y como ella
sólo hablaba inglés, no tenías forma de decirle nada”, se quejaba uno de los vecinos, recordando la
cantidad de veces que se perdió de esas moneditas que le sobraban, pero que nunca le daban. Cierto
día ‘la inglesita’ dejó de estar en la puerta del cine, pero pocos repararon en ello.
Otra de las mujeres que recordaron de su lejana infancia era la ‘Peta’. Y el recuerdo vino
acompañado del terror que les provocaba la presencia de esa señora bajita, llena de pañuelos y en
chancletas que solía usar una trenza larguísima. “En su juventud había sido prostituta y su acento
bayano la delataba como venida de la frontera”. Cuando los años de juventud terminaron, y con ellos
los clientes, hacía mandados para sobrevivir a cambio de unos centavos. Como cruel vuelta del
destino, quienes más la requerían para que les hiciera mandados eran las prostitutas más jóvenes que
le habían quitado su lugar.
Pero si de terror se trataba, la ‘Vidalita’ pareció llevarse las palmas. “Era una mujer tranquila que
andaba por las calles tejiendo sin meterse con nadie, pero bastaba con que alguien la llamara
‘Vidalita’ para que explotara en una catarata de insultos, ademanes y gestos de los más diversos que
incluían levantarse la pollera. Un verdadero escándalo para la época”, recordaron a carcajadas.
Los recuerdos de otras mujeres parecían encontrar complicidad en los hombres de la mesa que
optaron por el silencio ante la presencia de las señoras.
La luz que con dificultad entraba a esa hora apenas si alcanzaba para verse las caras y uno a uno se
fueron marchando. Al salir, ya cerca de la puerta, Aarón me hizo notar el diseño de las baldosas,
mientras comentaba: “Aún en estas pequeñas cosas se puede ver la influencia que tuvo el nazismo en
la época”. Al escuchar sus palabras, se me aparecieron frente a mis ojos unas svásticas en el diseño
de las baldosas. “En mi casa también son así”, comentó y se rió al decir, “e increíblemente nunca las
cambié”. Luego se despidió.
A un lado, las puertas de la Basílica se habían abierto para recibir a quienes venían en busca de la
palabra de Dios. Era hora de la misa. Una señora de pequeña estatura y de pelo blanco se movía de
un lado a otro buscando que todo estuviera en su lugar para la ceremonia. Después supe que ella era
también quien hacía las hostias. No pude averiguar del vino.
Los farolitos de la antigua ciudad estaban en su plenitud, alumbrando las calles y las veredas, donde
las había.
La misa le daba cierto movimiento a la zona, que en ese día extrañó la presencia de los turistas
argentinos que aún no se recuperaban de la debacle económica del año anterior. Lentamente, al ritmo
de sus pasos, iban llegando los asistentes a la ceremonia. Los viejos pobladores, que sobreviven al
olvido, comparten su espacio con los turistas de fin de semana. De lunes a viernes, con la soledad.
Al otro día quedé en encontrarme con Aarón, que me había prometido una recorrida por el barrio.
Me esperaba parado en la puerta de su casa y al verme llegar salió a mi encuentro. Un par de vecinos
estaban reunidos en una de las esquinas de la plaza. No eran sus vecinos de toda la vida, pero se
conocían. Eran los que habían sido atraídos por la historia en cada piedra y compraron antiguos
ranchos, los restauraron y hoy son algunos de los mejores museos de la ciudad.
Aarón se detuvo a saludarlos. No era frecuente verlos por allí, pues, aun cuando son propietarios,
ocasionalmente venían a la ciudad. Luego de intercambiar unas palabras, Aarón siguió su camino.
Uno de ellos, llamado Rolf, decidió acompañarnos. Pudo más su curiosidad. Sin proponérselo, pero
sin evitarlo, Aarón recordó la plaza Mayor como un pedazo de tierra ralo, con caminos dibujados
por el paso de caminantes que la cruzaban irregularmente. Nada crecía en la plaza más allá de un
desordenado pasto. Y nada había. Recordó que la plaza con el tiempo tuvo vereda, pero que ésta fue
borrada en la última reforma. Como para probarlo, de entre los papeles que llevaba extrajo una foto
en la que se veía la vereda y a un extraño sujeto. “Es Juan el manicero” se adelantó a contestar. “Y la
manicera se la hizo mi padre con un autito alemán de chapa”, agregó con orgullo.
La Plaza Mayor, que no era más que un gran espacio desolado, tuvo múltiples utilidades. Una de las más extendidas era que
armaran sus carpas los circos y sirviera de espacio de esparcimiento para sus animales. Tigres y elefantes incluidos. Luis
Dasori, vecino del barrio, recordó haber visto en alguna ocasión a Juan Verdaguer, mucho antes de su éxito como cuentista de
chistes en teatros y la TV, acompañando al circo en sus temporadas en la plaza.
Los circos servían también para generar alguna entrada extra a los niños y no tan niños del barrio, que les proporcionaban
cuanto gato o perro encontraran suelto, a cambio de algunas monedas.
“Era una locura total cuando venían los circos. No porque fuéramos, no íbamos mucho. Porque los circos se instalaban acá,
pero eran para la gente pituca, no para nosotros. Los armaban acá porque acá a nadie le importaba. ¡Mirá si iban a poner el
Circo, con todos los animales del lado de allá!”
Otro personaje era Pedrito ‘el Yesero’. Recordado como una persona muy buena, pero con debilidad
por la bebida. Cuando tenía plata tomaba vino, pero cuando no, que era la mayoría de las veces,
compraba una botella de alcohol rectificado y lo rebajaba con agua en una de las viejas botellas de
Matutina.
La recorrida por el barrio Sur comenzó por el bar de Don Pedro, toda una institución del lugar. Don
Pedro, que también era conocido como el turco Salomón, se llamaba en realidad Mohamed. Pero los
parroquianos preferían llamarlo, sin ninguna razón aparente, Pedro. Y Don Pedro, cuando esperaban
que les fiara algún trago.
Parados frente al bar, Aarón se acercó, como quien va a develar un importante secreto y nos dijo:
“Ésto que les voy a decir puede enojar a algunos”. Hizo una pausa y continuó, “por el bar de Don
Pedro se dejó ver en alguna ocasión la mismísima Evita, antes de estar casada con el general Perón,
en compañía de ‘Tita’ Merello. En una ocasión, según me contó mi padre, se habían excedido en las
copas y terminaron ‘la ronda’ tiradas en el pasto, ahí donde ahora se levanta la muralla”. ‘Tita’
Merello era una visitante frecuente de la ciudad. En una de sus visitas hasta llegó a ganarse la lotería.
Era una cifra importante. Como en todo pueblo chico la noticia se divulgó rápido y a los pocos días
la casa que frecuentaba ‘Tita’ estaba llena de personas pidiéndole una ayuda o pidiéndole que los
apoyara en las iniciativas más diversas. Al poco tiempo nada quedaba de ese premio.
La casa de Nacarello era uno de las muchas pensiones que existían en el barrio Sur. Se habían desarrollado en las ruinas de
las antiguas casas portuguesas y españolas, anexándoles modernas construcciones de dudosa calidad y realizando reformas
que desmantelaban la historia que había en ellas.
A pesar de lo que pueda suponerse, Nacarello no refiere a alguna importante figura de la antigua Colonia del Sacramento.
Era tan sólo el dueño y el casero de la pensión, que por décadas funcionó en el antiguo rancho portugués. De aspecto
robusto, Nicola Nacarello, trabajaba durante el día en la Zona Franca y al regresar a la pensión, en la que también vivía,
sacaba un austero sillón a la vereda y se sentaba a fumar un cigarro. Nacarello habitaba en la parte del frente, en lo que hoy
es el museo. La pensión, donde vivían nueve familias, quedaba atrás. Sus edificaciones eran de peor calidad. No había luz ni
agua. La humedad avanzaba por casi todas las paredes y el frío, en las noches de invierno, apenas si retrocedía ante los
precarios braceros que se encendían en los cuartos, donde la familia entera dormía. Todos dormían vestidos y las sábanas
eran un lujo que pocos se podían dar. La higiene también ocurría en la pieza. Para el baño, se utilizaba un latón y con un
recipiente tiraban agua. Muy al principio estaba algo tibia, después muy fría. En invierno se sentía más.
En cuanto a la alimentación, “la comida frecuente era polenta hervida con leche al mediodía y recalentada con grasa, de
noche. Algunas veces, las menos, acompañada con una galleta. Otros días había sopa, a la que se le agregaba una cabeza de
vaca, con quijada y seso incluido. Una vez cocida la trozaban con un hacha. Pero el día especial era el día del “puchero”,
porque venía con patas de vaca, con venas y todo. Las venas, se hervían hasta quedar como una gelatina. Era un manjar”.
Las citas pertenecen a ‘El Villa’, antiguo habitante de la pensión de Nacarello. 2003.
“El barrio Sur era un mundo aparte, donde todo podía pasar y donde de lo que sucediera aquí no se
iba a enterar nadie fuera del barrio”, concluyó el viejo Aarón.
‘Tita’ no era la única artista argentina que solía visitar Colonia en esa época. Aarón se encargó de
confirmar que, entre otras, en el barrio vivió ‘Tunga’ Morelli, cantante argentina. ‘Tunga’ habría
dejado una pequeña caja fuerte escondida en el aljibe de su casa. “El problema es que en la última
reforma de la casa que fue de ‘Tunga’, los nuevos dueños, que de seguro no sabían esto, eliminaron
el aljibe”, ironizó Aarón.
Al pasar por la puerta del comercio que perteneció a su padre, ubicado frente a la Plaza, Aarón
comentó que allí había nacido. “Como era la costumbre de la época, porque eso de los hospitales no
estaba tan difundido”, decía y reía. “Eran otros tiempos en muchos sentidos. La gente era diferente”.
Y ejemplificó sus dichos con algo que le sucedió a su padre, allá por la década del 30, cuando tuvo
que hacer un viaje a Buenos Aires. “No un viaje de placer”, se encargó de aclarar, “acá en el barrio
Sur nadie iba por placer a Buenos Aires. Era por trabajo”. El padre de Aarón tuvo que quedarse dos
meses en la capital argentina. “Lo curioso fue que, en todo ese tiempo, mi padre dejó el comercio
abierto. La puerta sin llave ¿me entiende? y la gente iba y venía. Por ejemplo entraba el cartero a
dejar cartas, o cualquier persona. Y nunca faltó nada. Es que nos conocíamos todos”.
Seguimos andando hasta llegar a un moderno local. “Ahora acá funciona un boliche, pero antes era un
bolichón y un almacén”, mencionó Aarón refiriéndose al Colonia Rock, uno de los tantos lugares que
abrieron en el barrio histórico después de la reconstrucción. “También funcionaba un conventillo. Su
propietario era un hombre llamado ‘Canciller’. Pero todos conocían al lugar como el conventillo de
los Usuca, porque era la familia que arrendaba la mayoría de las piezas”.
En Colonia, aun en ese contexto, se desarrollaron emprendimientos. “Un viejito llamado Raymondo
hacía un refresco, con una máquina muy rudimentaria, y vendía. Se trataba de no más que agua
coloreada con gusto a naranja (que llamaba Mabel) y a limón (que llamaba Real). En el cuello de la
botella tenía una bolita, para controlar el gas del interior. Raymondo repartía sus bebidas en una
´forchela´ del año 1923. Cuando vino la Segunda Guerra Mundial, y comenzaron los racionamientos
de combustible, Raymondo le sacó el motor a su Ford y lo hizo tirar por caballos. Y así continuó con
su reparto durante esos años”.
Cruzamos a una pequeña plaza que poco tiene que ver con la arquitectura que la rodea. Se trata de la
plaza Manuel Lobo, una construcción que a simple vista se nota que es reciente. “Acá hubo un
gallinero y después una canchita de fútbol en la que jugábamos todos los pibes”. Según contó Aarón,
en aquellos años el barrio estaba lleno de ‘gurises’ corriendo de un lado para otro. Lo que no
resultaría llamativo sino fuera por el hecho de que, en la actualidad, en el barrio es difícil encontrar
tan solo uno.
“Había tantas canchas como pelotas de trapo se pudieran hacer. Y no era difícil entonces que por
doquier salieran buenos jugadores. Tan es así, que de una cancha, ubicada a pocas cuadras de la
plaza, en lo que fue el Bastión de San Pedro de Alcántara, salió Juan Carlos González, que años
después sería campeón del mundo con la selección uruguaya en “Maracaná”, en el campeonato
mundial de fútbol disputado en Brasil en el año 1950”.
Aarón se quedó en sus recuerdos. Su propio relato le permitía revivir un tiempo lejano. En una
esquina casi lo podíamos ver, de niño, junto a sus amigos en torno a una botella que parece tener sus
minutos contados. Es una botella muy codiciada entre los niños del barrio. Y lo es más vacía que
llena. El ruido de los vidrios al estrellarse contra una pared es demasiado atractivo, pero no es por
eso que es tan codiciada. Del pico de la botella extraen una pequeña bola, que puede desequilibrar
cualquier partido de bolita, de los muchos que se veían en el barrio.
Anduvimos unos pasos en silencio, pues Aarón seguía con su cabeza aún en la niñez. Tan abstraído
que no se detuvo ante el bar “Los dos Chinos”. Al notar por dónde estaba transitando, casi hizo una
reverencia. “Acá cantó Gardel”, exclamó. “Aunque casi nadie lo recuerda. Es más conocida su
actuación en la Plaza de Toros”. El Mago, como se lo conocía, y bastante antes de que en Estados
Unidos le quitaran esos kilos de más que lo torturaron durante toda su vida, habría cantado en un
pueblo olvidado para unos pocos afortunados. ¡Qué lujo!
En el bar muere la calle que nace en el muelle viejo. Aarón sacó otra fotografía de entre los papeles
en la que se veía el puerto en plena actividad. Hizo notar, en la fotografía, las dos líneas de ómnibus
que esperaban a los pasajeros que llegaban de Buenos Aires. “Una compañía esperaba sobre la acera
izquierda y la otra sobre la acera derecha. Al bajar de los barcos los pasajeros que venían de Buenos
Aires, al llegar a la esquina, eran abordados por los guardas que trataban de convencerlos de las
bondades de sus unidades. Y más de una vez, la disputa por los clientes fue tan feroz que los dos
guardas terminaban a golpes de puño, ante la mirada atónita de los viajeros, que lo único que querían
era transporte pero que se encontraban con un decadente espectáculo pugilístico.
“En el año 1928 arribó al puerto de Colonia el buque inglés Southampton, que años antes había participado de la 1ª Guerra
Mundial. Fondeó allá por la isla de San Gabriel, sin mucho ánimo de arrimarse más, por desconocer si había calado o no.
Sabían de lo traicionero que podía resultar el río”, contó Dasori.
“Una delegación de oficiales se presentó en el puerto y luego de las presentaciones de rigor preguntaron, con algo de
soberbia, si en Colonia jugaban al fútbol, que si lo conocían y si era así, si querían hacer un combinado para jugarles un
partido, pues ellos tenían interés en jugar. Y naturalmente que les dijeron sí, que con mucho gusto jugaban”. El partido se
jugó a los pocos días en la mismísima Plaza Mayor, y fue considerado el primer encuentro internacional disputado en la
ciudad. Y el resultado fue catalogado como una verdadera hazaña de la época: “Ganó Colonia 1 a 0”, se emociona Dasori.
¡Ah! ¡Cómo estaban de bravos los ingleses!
“Los ingleses heridos en su orgullo, no lo iban a dejar así y pidieron la revancha, que les fue concedida. El segundo partido se
jugó en ´Los Galpones´ que le decían, donde después funcionó la fábrica de Sudamtex. El resultado en esa oportunidad
favoreció a los ingleses”.
Los incidentes en el puerto no eran frecuentes, pero cuando ocurrían, todo el barrio se juntaba para
ver. Las peleas resultaban un buen atractivo, pero nada se comparó a una de las visitas de Libertad
Lamarque al Uruguay. La actriz recalaba en Colonia con destino final en Montevideo y Punta del
Este. En una oportunidad trajo su flamante automóvil. “En esos tiempos la subida y bajada de los
autos no se hacía como ahora, por rampas, sino que una grúa debía levantar el auto del barco y
depositarlo sobre el muelle. Así se hacía siempre y así se hizo esa vez. Pero, en medio del trayecto
entre el barco y el muelle, una de las cuerdas que sostenía el auto se zafó y el auto fue a parar al
fondo del agua. Y se pueden imaginar lo que fue”.
“En el barrio nos enterábamos de todo por más pequeño que fuera el incidente. No sé cómo, pero nos
enterábamos. Con las noticias que venían de afuera sucedía lo mismo. Nos enterábamos a través del
periódico La Colonia. No porque lo compráramos sino porque lo vendíamos nosotros. Otra cosa que
hacía el periódico era escribir las noticias más importantes en un pizarrón, allí en la esquina. Cuando
era algo muy importante, lanzaban unos fuegos artificiales para llamar la atención. Me acuerdo de
cuando terminó la guerra ¡lo que fue eso!”
La caminata nos llevó al río. Estaba calmo. De entre la arena salían unos gruesos cables. “Son los
cables del telégrafo, que cruzaban el río con destino a Buenos Aires, que operaba desde esta casa. La
casa de Dasori”, dijo.
Luis Dasori estaba en el zaguán.[19] Se veía viejo. Su mente impecable era prisionera de un cuerpo
que ya no daba más. La tristeza se le notaba en sus ojos. Sentado en una silla de ruedas, recordó los
años en que podía ir de un lado para otro con toda libertad. No fue hace mucho.
Dasori fue ciclista. El único que conoció el barrio en esa época de calles de tierra y barro. Y tuvo
buen suceso, o al menos así lo testimoniaban los trofeos que había sabido recibir en su vida y que
guardó como lo que son. Nadie los ha visto últimamente, porque ya nadie lo visitaba, pero ahí
estaban.
Nicolás Mihanovich era dueño de “una enorme flota (de barcos) de transporte de pasajeros, granos, ganado, remolcadores,
chatas y lanchones”. Contaba además con “dos astilleros: uno en Carmelo y otro en Avellaneda”. Todo había sido creado por
su padre, del mismo nombre.
En 1908 Mihanovich creó la Compañía Establecimientos del Real de San Carlos de la Colonia, con la intención de dotar a la
ciudad de un complejo turístico similar a los que existían en Niza. Con “un gran hotel, un restaurant, un casino, un teatro, un
gran ‘field’ para juegos atléticos, una plaza de toros, un balneario, un frontón, avenidas, ramblas y un muelle”, así como un
tren para llevar a los pasajeros desde el muelle al hotel”.
Citas del libro de Heroídes Artigas Mariño: La Aventura del Real de San Carlos, Colonia del Sacramento, Ed. Estampas, 2001.
Sus primeros recuerdos lo llevaron a la niñez. Como casi todos en Colonia a esa edad, Dasori se la
había pasado jugando en el río, y muchas veces, imaginando que un subterráneo tenía su salida junto
al mismo.
Así le decían, la boca del subterráneo, al gran agujero que servía de entrada a un largo y oscuro
túnel, que nadie se animó nunca a penetrar. “Era allá abajo, siguiendo la calle de San Pedro, bajando
a la izquierda para el río, había una especie de pozo que tenía una abertura. Con el tiempo lo
tapearon”.
“Una de las veces que estaba bañándome en el río, sentí un golpe, un ruido seco, fuerte, como un
cañonazo. En seguida empecé a sentir el pito del policía y salí corriendo, a medio vestir, en
dirección a donde venía el ruido. Al llegar, fui uno de los primeros, me encontré al farero, Modesto
Feal, tirado todo a lo largo en el piso. La cabeza parecía pedazos de huesos. Estaba deshecho”,
recordó Dasori. “Parece que fue una mujer que lo enredó y el pobre andaba como loco. Lo contó a
sus superiores y vino uno a verlo, pero cuando se fue, se tiró. Y al caer rebotó en la primer baranda
y, tal vez ahí fue que se arrancó la pierna”, describió con excesivo detalle.
La relación con la muerte y la sangre no parecía afectar al niño, pues no conforme con ver y enterarse
de cuanto detalle podía hizo algo más. “Lo toqué con el pie, así”, dijo queriendo repetir el
movimiento.
El padre de Dasori era uno de los comerciantes del barrio. Tenía un almacén y una pensión. “Allí
donde está la OSE, era todo nuestro. Era una cuadra entera de ranchos portugueses como los que hoy
quedan en la Calle de los Suspiros”. El gobierno, en la década del 30, expropió y tiró abajo todo
para construir el nuevo edificio de la OSE.
Con el dinero de la expropiación el padre de Dasori compró un terreno en el que había una casa
ruinosa que, prácticamente, había que hacer de vuelta. Se trataba de la casa que se encuentra frente al
faro y en la que se dice habitó el Gral. Juan A. Lavalleja.
“Nosotros edificamos para familia y negocio. Yo dirigí toda la obra, porque un arquitecto cobraba
mucho y tenía muchas pretensiones y yo le dije al albañil si él se animaba a hacer lo que yo le
explicaba. Me dijo que sí, e hicimos tres piezas, cuarto de baño, cocina, hall, patio y un salón grande
para comercio”, contó Don Luis.
Dasori se mostraba cansado. Nos despedimos y seguimos nuestro camino junto al río.
“El río era todo para el barrio. Proporcionaba el agua que se tomaba y la que se usaba para
higienizarse”, recordó Aarón. Aunque en invierno, los baños en el río, no eran tan frecuentes y mucho
menos los baños en las casas.
Es que las costumbres de la época no eran muy proclives a la higiene corporal, ni en Colonia y ni en
el país. Tal como lo describe César Di Candia, “los historiadores que han hurgado con falta total de
delicadeza en esos pormenores se han encargado de recordar que hasta bastante entrado el siglo, la
norma más respetada era el baño semanal y que la carencia de cañerías y por consiguiente el traslado
a baldes desde el aljibe hasta las bañaderas o los barriles y su necesario proceso de calentamiento
llevaban a que la misma agua fuera utilizada por toda la familia. El orden era el de la verticalidad
imperante. Padre, madre, niños en orden de edad descendente y por último criados y dependientes
(...) así eran los valores de la sociedad”.[20]
Iban al río si querían lavar la ropa. Los días de sol, la rivera aparecía tapizada de sábanas blancas,
camisas, pantalones y vestidos largos. Decenas de lavanderas, algunas con su ropa y las más,
lavando ropas de otros, se reservaban cada una su lugar entre las rocas.
“Pero el río atraía también a otras mujeres, además de las lavanderas”. Eran las prostitutas, que
luego de pasar sus mejores años en mejores puertos, recalaban en el humilde y pequeño puerto de
Colonia para alargar sus años productivos más allá de toda lógica.
Y había muchas en la Calle de los Suspiros y en la calle de San Pedro. La calle de Las Flores, por
ejemplo, tiene el honor de ser la que hospedó al primer prostíbulo que funcionó en el barrio, llamado
‘La Estancia’, según recordó Aarón a partir de los relatos de su padre.
La prostitución fue un negocio próspero en medio de tanta pobreza. Las mujeres de la vida eran
señoras en el barrio Sur. Se peinaban en las mejores peluquerías. Se daban una vida que, sin ser de
lujo, era mucho más holgada que la de sus vecinos.
Había algunas que se destacaban entre las otras, ya sea por sus atributos o por otras buenas razones.
En la casa del último cónsul argentino ubicada en plena Calle de los Suspiros, funcionó el prostíbulo
de la ‘Ronca’ (llamado así por una de las mujeres que trabajaba ahí y que resultaba la más famosa
del lugar). “Todos los muchachos de por aquí deben haber debutado con ella”, rió Aarón,
refiriéndose a los que ya peinan canas desde hace algún tiempo.
Pero la ‘Ronca’ no fue la única ni mucho menos. En la calle de San Pedro vivió otra prostituta,
llamada Amanda, que compartía sus momentos fuera del prostíbulo con un farmacéutico, quien le
hizo hasta una casa para ella en el barrio. Él tenía su casa en la parte nueva de la ciudad. “Hasta tuvo
una hija con ella, pero ese no fue el problema. El tema fue que un día el farmacéutico se consiguió
una novia fuera del barrio y decidió casarse. El día del casamiento, Amanda se apersonó con la hija
de ambos y cuando la pareja estaba saliendo del registro, le sacó la libreta de matrimonio y la
rompió en pedazos, ante la vista de todo el mundo y de su flamante esposa que, según dicen, no atinó
a nada”.
Pero largamente la más famosa de las prostitutas de la época fue una que todos conocían por el
apodo de la ‘Francesa’. Ésta tenía por hábito, en los días de calor, bañarse desnuda en el río. Un
verdadero revuelo, principalmente entre la muchachada acostumbrada tan sólo a las polleras largas,
en tiempos en los que los trajes de baño eran todavía lejanos.
Aarón no estaba seguro, pero creía que la ‘Francesa’ pudo haber vivido en la casa que después fue
de Félix Luna, el historiador argentino, frecuente visitante de la ciudad tiempo después.
Pero la ‘Francesa’ no era célebre sólo por sus baños. Ella era la única prostituta de todo el barrio
Sur que hacía ‘el completo’[21]. Ese valor que le agregaba al servicio la hizo tan famosa que los
hombres venían de otros pueblos a ‘atenderse’ con ella, y así disfrutar de las artes exóticas que había
traido de pagos lejanos. En realidad casi todas las prostitutas eran de otros pagos, en general
llegaban a Colonia al final de su vida productiva y cuando su belleza ya no les reportaba los ingresos
de otras épocas.
“El servicio que prestaba la ‘Francesa’ era tan poco común, que si le pedías a otra de las prostitutas
del barrio ‘un completo’, te podía llegar hasta dar una trompada. Las locales sólo hacían el vaginal y
eso fue hasta no hace mucho… según cuentan”, entre risas comentó Aarón.
Tiempo después la ‘Francesa’ apareció muerta a golpes. Se presume que fue por encargo de las otras
prostitutas, hartas de que les robara todos los clientes. Su muerte nunca fue aclarada.

Capítulo 5
La memoria
Probablemente, en muchos lugares del Uruguay cualquier persona que se ponga a escarbar un poco,
puede llegar a encontrar rastros de tiempos pasados en forma de trozos de cerámica, huesos o
instrumentos de uso cotidiano. Colonia del Sacramento es uno de esos lugares. Sólo que allí, la
probabilidad se transforma en casi absoluta certeza.
El arreglo de una cañería en la calle dejó en evidencia, hace unos pocos años, los restos del llamado
Bastión de la Bandera: “El verdadero, que no está ubicado donde se dice que está en la actualidad.
Como no se podía tener dos sitios indicados como el Bastión de la Bandera, uno de ellos se tapó. El
verdadero fue el que corrió con esa suerte, pues costaba mucho trabajo y dinero dejarlo a la vista y
desmontar el otro”[22].
Según contaron varios vecinos, cuando en la década del 80 la Municipalidad accedió finalmente al
pedido de los habitantes del barrio Sur y adoquinó todas las calles del barrio, frente a la Iglesia
había dos cañones.[23] Como resultaba muy pesado transportarlos, los funcionarios municipales los
habrían enterrado e instalaron los adoquines encima.
La reforma de una casa dentro del barrio histórico cerca de la antigua Comandancia, para
transformarla en restaurante (igual suerte que la que corrió justamente la Comandancia) dejó en
evidencia un sitio lleno de objetos antiguos, algunos en perfecto estado como una botella de
cerámica, unos pequeños frascos del mismo material o fragmentos importantes de platos y tazas, que
fueron expuestos en un hotel cercano. Todo habría ido bien si no fuera porque cierto día una de las
empleadas a cargo de la limpieza del hotel, tiró la botella al suelo en un aparente exceso de celo en
la higiene. No contenta con ello, tiró los pedazos a la basura para que no percibieran su rotura. La
indignación del propietario de la casa continúa hasta hoy.
En otra reforma de una casa, los obreros notaron que una de las piedras de la pared estaba ubicada
de manera diferente a las demás. La removieron y encontraron un hueco en la pared. Al meter la
mano hallaron un papel. Tal vez defraudados por no encontrar nada de valor, guardaron sin
demasiado reparo el papel en el bolsillo y siguieron con las obras. A la semana, el obrero recordó
que todavía tenía el papel en el bolsillo y al ver al dueño, se lo entregó. El deterioro del papel era
evidente, sin embargo todavía podía leerse claramente de qué se trataba. Era un contrato de
compraventa de ganado del siglo XIX. Hoy su dueño lo conserva plastificado y lo muestra a sus
amigos con orgullo.
En una de las casas del barrio Sur que perteneció a un soldado de las brigadas garibaldinas, al
reabrirla para reformarla, se encontró un escudo original de las huestes de Garibaldi. Hoy, lo posee
un antiguo habitante del barrio, que no hace mucho alarde del mismo, por temor a que se lo quite el
Estado.
Los vecinos, incluido el propio Aaron, contaron que hasta el mismísimo Garibaldi estuvo viviendo
en Colonia durante varios períodos de su estancia en el Uruguay, en el marco de la Guerra Grande en
la que el revolucionario italiano participó al lado de los Colorados del General Rivera. Y según la
tradición oral local, la casa que lo habría alojado se encuentra en el 142 de la rambla contra el río.
Y recordaron que cuando la nieta de Garibaldi estuvo en Colonia, en la primera mitad del siglo XX,
fue recibida por la sociedad local y se le tributaron diversos homenajes.
Uno de los homenajes que se planeó fue realizar una misa en memoria del revolucionario de los dos
mundos. Sin embargo el padre Barredo, una verdadera institución local de la época, se opuso y la
misa nunca se realizó. El padre, dijo Aaron, alegaba que Garibaldi era Masón.
Una caminata por el río, en especial después de una bajante, puede significar el encuentro de
pequeños objetos de antiguos naufragios en la orilla. Apenas enterrados en la arena o junto a las
piedras aparecen hebillas, botones, balas de diferentes calibres y un rosario muy bien conservado.
Es así que, más allá de la legislación, los controles y los esfuerzos que algunas autoridades
competentes pudieran hacer, la gran mayoría de los hallazgos nunca fueron declarados y están en
manos de particulares[24].
El Estado, conservador natural de la memoria de su pueblo, es pobre y poco se puede esperar de él.
Para muestra están los decrépitos museos de Colonia que apenas sirven para conservar, sin
demasiada coherencia algunas pocas instancias gloriosas de la historia.
Tal vez por eso la labor de particulares ha cobrado tanta importancia y éstos han podido obrar con
tanta libertad. Colonia ha sido una tierra propicia para los coleccionistas, y allí pude encontrar
verdaderos exponentes del rubro.
Están aquellos que coleccionan por eso de que la cultura da prestigio y vivir en Colonia y no tener
algún objeto de su historia es casi un absurdo. Pero ciertamente están muy poco preocupados por ese
patrimonio y hasta le dan un uso inapropiado, por decirlo de alguna manera, como una señora que
usaba una bala de cañón para sostener la puerta del fondo, “para que no se golpee cuando hay
corriente”, decía.
Otros, tal vez los que verdaderamente pueden ser llamados coleccionistas, exponen con mucho
orgullo muchas de sus piezas en sus casas, en lugares de honor, convirtiendo a sus hogares en
verdaderos museos, envidia de los que sí quieren serlo.
Encontré a otros, menos ostentosos y más celosos, que han ido juntando y comprando objetos para
formar lo que hoy son espectaculares colecciones. Pero las piezas no están expuestas sino guardadas
en cajas, cajones y lugares especialmente acondicionados. Algunos de ellos, los que pueden, como
medida de precaución, según afirmaron, viven en una casa, pero guardan las cosas en otras, inclusive
rotando las piezas de verdadero valor de una a otra, como para despistar. No permitiendo que casi
nadie pueda contemplar su patrimonio y sólo después de insistir varias veces acceden a permitir una
rápida mirada de una parte ínfima de su acervo.
Un coleccionista es algo más que alguien que encuentra una satisfacción en hacer suyas cierta
cantidad de objetos. Es alguien que también sufre por ello. En especial cuando no logra poseer la
pieza que desea. Es difícil describir lo que puede sentir un coleccionista cuando por fin se enfrenta a
una pieza que ha buscado desesperadamente desde hace tiempo. Qué no estaría dispuesto a hacer y
cómo se sentiría si luego de encontrarla, no lograra poseerla. “Es una sensación muy rara. Hay algo
que te dice tengo que tenerla. Haría cualquier cosa. Pagaría lo que sea, si la pieza lo vale. Lo he
hecho, he pagado mucha plata por cosas que tenía que tener y me siento bien por haberlo hecho”, dijo
Mario Leal, uno de los coleccionistas de Colonia del Sacramento.
Los coleccionistas realizan una tarea de acopio que, en la mayoría de los casos, supera holgadamente
lo que hacen los museos públicos. Pero pocos son los afortunados que pueden apreciar lo que un
coleccionista posee.
Por eso, son muchos los que miran a los coleccionistas con recelo y reniegan de ese poder que
ostentan que les permite decidir compartir o no sus piezas, información o lo que sea que forme parte
de la colección. Mauricio Kartun, dramaturgo argentino, es una de esas personas que reniega de los
coleccionistas y pide, él mismo, no ser llamado así. Prefiere definirse como ‘archivista’. “El
concepto de colección tiene algo de amarrete, de acaparamiento y competencia. Yo prefiero hablar
de archivos, que es una acumulación abierta y tiene un sentido de circulación. Mi archivo está
siempre abierto, vienen desde canales de cable hasta investigadores de todo tipo a buscar cosas.
Cuando la energía no circula, se estanca”, dijo Kartun. El archivo al que hace referencia el
dramaturgo argentino refiere a miles de fotografías de temas que van desde el carnaval al teatro,
pasando por el anarquismo argentino[25].
El doctor Jorge Fernández comparte la visión de Kartun y su afición por archivar, con la
particularidad que uno de los temas que lo anima a hacerlo es Colonia del Sacramento. Para
encontrarme con él crucé hasta Buenos Aires, donde vive y trabaja.
Una molesta garúa completaba el cuadro de un día gris en la capital Argentina. Bajo la protección
involuntaria de un balcón de la avenida Callao, esperé a Fernández, con quien había quedado en
encontrarme. El doctor Fernández tiene por hobbie coleccionar fotos y postales antiguas de Colonia
del Sacramento. Su colección no es de las más completas ni antiguas, pero accede a mostrarlas con
gusto. Eso la hace especial.
A la hora justa, Fernández llegó al encuentro y decidimos, a instancias de un clima que en invierno
puede resultar muy poco hospitalario para el visitante, sentarnos en la confitería que se encontraba en
la esquina. Mientras esperábamos por el café solicitado extrajo dos pequeños álbumes, de esos que
te dan las casas de fotografía cuando se revela un rollo, y casi sin darme tiempo a articular palabra
me invitó a ver parte de su colección de antiguas postales de Colonia. Maravillado, fui pasando
lentamente cada postal intentado retener sus formas.
Pero su invitación no terminó con ese gesto, pues me sugirió copiar las que me pudieran interesar.
Minutos después estábamos buscando un lugar donde realizaran las copias.
La búsqueda resultó infructuosa. Sin desalentarse, Fernández me propuso compartir otra de sus
pasiones: la revista Caras y Caretas. La original. En particular los ejemplares que refirieran a
Colonia, en cualquiera de sus páginas. Y Jorge se encargó de demostrarme que son muchas más de
las que podía suponer en un primer momento.
Caminamos por algunas calles del centro hasta ingresar en una librería que normalmente habría
pasado por alto, pero que a instancias de él, me apresté a conocer.
Allí, este buen doctor, parecía más cómodo que en su propio consultorio. Con un ademán le fue
franqueado el ingreso al sótano del lugar. Me invitó a acompañarlo.
El lugar, largo, angosto, escondía una enorme colección de ejemplares de la revista Caras y Caretas,
de casi todas las épocas, y de muchas otras publicaciones, muchas de ellas hoy desaparecidas.
El tiempo se nos fue, hojeando entre las letras y las fotos que ilustraban los primeros años del siglo
XX. Varias eran las revistas que referían a Colonia. En especial al emprendimiento de Mihanovich y
a la intensa vida social que se repetía cada fin de semana en el Real de San Carlos.
Al despedirnos Fernández me aseguró que me haría llegar las copias de las postales que me
interesaban. Le dejé el dinero para las copias como acto de fe verdadera.
Semanas después estaban las copias en mi poder. Era cierto, Jorge Fernández suscribía cabalmente
la idea de Kartun y coleccionaba pero no tenía problema alguno en compartir su colección.
Ya de vuelta en Colonia, fui al encuentro de Heroídes Artigas Mariño, un veterano divulgador del
pasado de Colonia y editor de la revista Estampas Colonienses. De aspecto austero y actitud
comprometida Artigas Mariño se dedicaba también a promover la cultura desde su librería. Sentados
entre los libros que esperaba vender, sacó algunas fotos. Muchas de ellas ilustraron la revista que
desde hace nueve años viene editando con mucha dificultad. Artigas Mariño parecía no poder
quedarse sentado y cada vez que lo hacía volvía a levantarse para ir en busca de un libro o de una
foto.
Una de las fotos me sorprendió por lo insólita. Sobre las rocas de la tranquila costa de Colonia
aparecía un torpedo. Al ver mi cara, comentó que “era un torpedo que se le había ‘perdido’ a la
Armada argentina en unas maniobras en el Río de la Plata. Quienes denunciaron la aparición fueron
recompensados por la misma Armada argentina. Eran otros tiempos”.
Pero no sólo las fotos y los libros abundaban en la casa del divulgador, también las historias, que
eran múltiples y variadas. Algunas hasta sorprendentes. La de Michael Hines era una de ellas. Este
joven de origen inglés que vino con las invasiones inglesas y eligió vivir y morir en Colonia, cargaba
sobre sus hombros una historia que involucraba al trono más imponente del siglo XIX.
Artigas Mariño se puso de pie nuevamente y me invitó a recorrer el barrio Sur, en el que nunca vivió
pero que ha llegado a conocer como si fuera el propio. Acepté, seguro de que el viaje prometía más
historias jugosas.
Tal cual refiere Horacio Bustamante en su libro ‘La corona hecha pedazos’, Michael Hines vino al Río de la Plata como oficial
del Imperio Británico en las invasiones inglesas. Herido en la ciudad de Buenos Aires, fue curado y protegido por una familia
local y decidió quedarse una vez derrotadas las tropas inglesas. Luego de probar suerte en Buenos Aires primero y en la
Patagonia después, decidió recalar en Colonia, a instancias del Almirante Brown, a quien conocía desde su niñez en Irlanda.
En poco tiempo Hines se transformó en un respetado comerciante local, con muy buenas relaciones con Buenos Aires y se
constituyó en referente local para cualquier navío inglés que llegara a la Colonia. En el año 1818 un grupo de oficiales
ingleses se presentó en la casa de Michael Hines en Colonia y le informó que la princesa Carlota había muerto al dar a luz a
su hija, quien también murió. Ésto dejó sin descendencia al príncipe heredero, el futuro Rey Jorge IV.
Por tal motivo, destacados oficiales y miembros de la alta nobleza, a quienes representaban los visitantes, le solicitaban a
Hines que volviera a Inglaterra y se hiciera cargo de sus responsabilidades. Hines se negó. Y volvió a hacerlo ante la
insistencia de los oficiales, diciendo que era demasiado tarde, que en estas tierras había encontrado la felicidad que tanto
había buscado y que antes se le había negado en Inglaterra.
Lo que los firmantes del pedido sabían era que el futuro Rey Jorge IV sí tenía descendencia. Tenía un hijo natural, producto de
su relación con Virginia Thompson. Y que había sido testigo de la conversación en la que Jorge IV reconocía su paternidad, el
Barón Humphrey Billington, quien en su lecho de muerte había revelado el secreto a su entorno más cercano.
Ese hijo natural del Rey, reconocido por éste ante testigos, era el único heredero a la corona de Inglaterra. Ese hijo natural
era Michael Hines, que, sin embargo, eligió vivir y morir en Colonia. Su padre, Jorge IV, asumió el trono hasta su muerte
cuando, sin ningún descendiente directo que aceptara el puesto, asumió la reina Victoria, su sobrina.
El recorrido se inició en la plaza del barrio Sur. A poco de llegar, Artigas comenzó a contar acerca
de los marinos que animaban las cantinas del barrio, que eran muchas, casi tantas como los marinos
sedientos que llegaban al puerto.
Aún se comentaba en la ciudad la brutal pelea que se generó entre los soldados del cuartel, que en
esa época todavía se ubicaba en el barrio, y los marinos del buque inglés Southampton. La reyerta es
recordada por lo prolongada y por la cantidad de personas que involucró. Un buen tiempo demoraron
los oficiales superiores y los escasos efectivos policiales en contener a la turba de profesionales de
la pelea.
El resultado de la trifulca fue, además de varios lesionados de ambos bandos, que todos los soldados
y marinos quedaran confinados hasta la partida del buque, que por este motivo se adelantó unos días
de lo previsto.
Si bien era ampliamente conocido el desarrollo de la trifulca, lo era menos el motivo de la misma. El
argumento que se ha impuesto refiere a un problema de polleras. Habla de los marinos ingleses
intentando conquistar a las dos hijas de la propietaria del bar. Ese intento de abordaje habría sido
considerado una alta ofensa por los soldados que veían a las chicas como parte del patrimonio local.
Otras versiones hacen referencia al partido de fútbol que había tenido lugar días antes entre marinos
ingleses y elementos locales y que es considerado el primer partido internacional que tuvo lugar en la
ciudad de Colonia[26].
La caminata continuó hacia el puerto. Artigas Mariño miró su reloj para avisarme que en poco
tiempo debía retirarse, en virtud de un compromiso importante que lo esperaba.
“El acto inaugural tuvo lugar el domingo 9 de enero de 1910 con la cuadrilla que encabezaba el celebrado torero español
Ricardo ´Bombita´ Torres”. La Plaza tenía una “capacidad para 8 mil espectadores” (…) contaba con “restaurant, bar,
oficinas, teatro, entretenimientos, enfermerías, capilla y depósitos”. Así como “tiro al blanco, gimnasio y tobogán aéreo”.
Las corridas de toros estaban prohibidas en el Uruguay desde fines del siglo XIX, pero seguían existiendo bajo la forma de
“Ferias de Sevilla”, que no estaban prohibidas por ley. El 4 de marzo de 1913 el presidente Batlle y Ordóñez firma el decreto
que prohíbe la realización de corridas bajo la forma antes mencionada. A pesar del decreto se sabe que las corridas
prosiguieron hasta el año 1915.
En el año 1935 el Parlamento aprueba una curiosa ley que autoriza el espectáculo público denominado “corridas de toros”,
limitado al departamento de Colonia. Las corridas debían comenzar al año siguiente, pero el comienzo de la guerra civil
española impide que los concesionarios, que ya habían hecho un depósito de 30 mil pesos, puedan hacer realidad su sueño.
*Las citas pertenecen al libro de Heroídes Artigas Mariño: La Aventura del Real de San Carlos, Colonia del Sacramento, Ed.
Estampas, 2001.
Pasar cerca del muelle activó, en este meticuloso acumulador de historias, un relato que refería a
unas monedas y un asesinato. “A fines del siglo XIX, dos argentinos llegaron hasta el puerto con
intenciones de tomarse el barco rumbo a Buenos Aires, cosa habitual. Pocos metros antes de arribar
al muelle fueron abordados por dos jóvenes, que les dieron muerte”.
Algunos afirmaron que se trataba de un lío de apuestas y dinero, pero Artigas no estaba seguro de
ello.
“A los pocos minutos, la noticia del asesinato se había extendido por toda la ciudad y casi todo el
pueblo se había apersonado en el puerto en busca de los asesinos que se habían refugiado en la
prefectura, aunque pareciera insólito. El tema era que estos jóvenes eran hijos del comisario y éste
no tenía intención alguna de pasarlos a la justicia. La gente lo sabía y quería tomar la justicia por
mano propia. La situación se fue tornando cada vez más violenta y los escasos efectivos policiales no
daban abasto. Era claro que en pocos minutos no habría forma de contener a la masa que amenazaba
con ingresar y llevarse a los indisciplinados jóvenes que ya los tenían acostumbrados a los excesos y
a la benevolencia de su padre”, continuó.
Lo que vino después todavía sorprendía e indignaba a Artigas Mariño. “Al comisario se le ocurrió
entonces una medida desesperada. Salió por una puerta de atrás, se subió a un bote y se dirigió a una
embarcación militar del gobierno de los Estados Unidos que se encontraba fondeada en el puerto.
Pocos minutos después decenas de ‘marines’ norteamericanos descendieron a tierra y tomaron por la
fuerza la ciudad de Colonia, con el aval del comisario.”
La ciudad estuvo en manos de los efectivos norteamericanos hasta que arribaron los refuerzos
policiales que solicitó el comisario a poblaciones cercanas.
Artigas Mariño miró el reloj nuevamente. Quería seguir la recorrida y hablar de la Casa de Mitre, en
la que el presidente argentino se habría quedado tan sólo una noche, o de la Plaza de Toros en el
Real de San Carlos. Pero no podía hacer esperar a su próxima cita y se despidió.
Continué rumbo a la plaza y me crucé con un grupo de turistas que seguían a un guía. Me sorprendió
el hecho de encontrar un guía hombre. Hasta el momento todos los guías que había visto en la ciudad
eran mujeres. Me sorprendió ver que era la misma persona que había visto recorriendo la costa, en
días anteriores, procurando encontrar algo del pasado de Colonia entre sus rocas.
Se autodefinió como un historiador. Sin embargo, sí resultaba un muy buen guía que atrapaba a sus
turistas con sus gestos y comentarios. Me reconoció y me permitió sumarme al grupo.
Luego de unas cuadras, estábamos en la plaza Mayor, frente al museo Municipal, en la llamada Casa
de Brown, en reconocimiento al almirante del Río de la Plata. ‘Tito’, así llamaban al guía,
despotricó contra el museo y su organización y quienes estaban al frente del mismo. “Cualquiera que
haya entrado, coincidía en que se trataba de un museo que podía resultar apropiado para un liceo,
pero estaba lejos de lo que se esperaría para uno que se encuentra en el corazón de una ciudad
reconocida por la UNESCO”, ‘dijo Tito’.
Una de las pocas cosas para destacar en el museo eran unas breves referencias a Arthur Phillip,
marino inglés que vivió en Colonia y combatió junto con los portugueses, antes de que el Virrey
Cevallos terminara definitivamente con la intromisión portuguesa en la zona. Otra, era la maqueta de
la ciudad antigua realizada por cuatro liceales a instancias del profesor Wesstein en la década del
30.
Frente a nosotros un grupo de personas mayores posaba para una foto. Al acercarme noté que el
fotógrafo no era otro que el propio Artigas Mariño y que los fotografiados eran varios de los
campeones del mundo de Maracaná, junto a otros más que querían salir en la foto.
Había perdido a Tito y a su grupo. Decidí entonces pasar por la casa de Mario Leal. Uno de los
coleccionistas de Colonia.
Leal resultó un personaje singular de la realidad del Barrio Histórico. Impecablemente vestido,
muchas veces se lo podía encontrar yendo de una a otra de sus propiedades llevando y trayendo
cosas, quién sabe con qué fin.
Su casa en el barrio, en donde pasaba los días pero no las noches, se ubicaba junto a la placa de la
UNESCO, a metros de la Puerta de Campo y fue uno de los prostíbulos de la zona. “Cuando me
mudé, la casa tenía tantos ‘bidet’ que no sabía qué hacer con todos ellos y los puse afuera para que la
gente se los llevara”, recordó.
Los fines de semana su casa era muy fácil de ubicar pues colgaba de su portón de rejas un cartel que
dice “Baños” y otro, más chico, que dice “papel higiénico 5 pesos”. No parecía necesitar el dinero,
pero allí estaban los carteles. Y la gente agradecida, pues el país turístico del que tanto se habla, no
parecía tener suficientes baños públicos.
Pero los visitantes a los que la necesidad los lleve a su baño, deberán, para llegar a destino, eludir a
los numerosos perros que se refugian en el pequeño patio de la casa de Mario Leal. Es que su señora,
Reina, es una de las más vehementes defensoras de los animales de la ciudad de Colonia. Y los
perros del barrio lo saben.
Arthur Phillip fue capitán de mar de la Colonia del Sacramento entre los años 1774 y 1778, fecha en que los portugueses
pierden el bastión definitivamente. Combatió posteriormente en la guerra de la independencia de Estados Unidos y luego de la
derrota de las tropas inglesas vuelve a Inglaterra. En 1786 fue designado primer gobernador de Nueva Gales del Sur y hacia
allí marchó en marzo de 1787 con una flota de 11 naves, 160 infantes y más de 700 presidiarios. Al año siguiente llega a la
bahía Botánica primero y luego a la Bahía de Jackson Port donde funda la primera ciudad de lo que luego se conocería como
Australia. La ciudad que funda es Sydney.
Arthur Phillip es considerado el fundador de Australia.
Reina no sólo es conocida por ello. Desde hace unos años lleva con dignidad una pérdida infame. Su
hermano pereció en uno de los aviones aquella mañana del 11 de setiembre de 2001 en los Estados
Unidos.
Leal colocó unas sillas blancas de plástico en el patio. Los perros nos miraban con cierta
displicencia. Después trajo consigo unos álbumes de fotos con la misma solicitud con la que una
novia muestra las fotos de su casamiento.
Al abrir el primero, su sonrisa llegó a lugares de la cara que parecían inalcanzables. Eran fotos
antiguas de la ciudad de Colonia. Se encargó de aclarar en varias ocasiones que éstas no eran, ni
mucho menos, todas sus fotos, ni eran sus fotos más preciadas. Luego confesó que tiene hasta vidrios
que nunca fueron revelados y de los que no existe copia en papel.[27] Pero las fotos que me mostró
alcanzaron para maravillarme.
A Mario Leal se lo puede encontrar hurgando en la playa después de una sudestada. “Lo que se puede
encontrar es maravilloso”, dijo y sacó de un frasco, unas balas y unos botones, que mostró con
recelo. Pero a la vez quería hacerlo. Quería sentir la admiración.
“En una ocasión estaba en la playa y empecé a encontrar cosas, unas pocas cosas. Lo raro es que iba
para el agua y no encontraba nada. Salía un poco y empezaba a encontrar de vuelta. Me empecé a
enloquecer”, contaba Mario, mientras se levantaba de la silla de plástico y comenzaba a hacer los
movimientos que recordaba haber hecho en la playa. “Me iba para adentro y nada. Salía y volvía a
encontrar cosas”, repetía aún sin poder entenderlo. “Pensé que se trataba de algo que estaba
enterrado y empecé a escarbar. Pero no encontré nada. Por un momento pensé que se trataba del
tesoro del pirata Molina. Pero no”, se lamentó.
“Una vez encontré una piedra pintada, que coincidía con la descripción conocida de la ubicación del
lugar en el que habría enterrado su tesoro el pirata Molina, pero nuevamente no encontré nada. Es
que es muy difícil de saber, pues ‘esos’ no dejaban testigos. De hecho fue como lo cuentan en las
películas. Molina bajó con otros tripulantes y cuando enterró el tesoro los mató a todos y volvió
solo”, dijo mientras sus ojos le comenzaban a brillar con fuerza, sólo de imaginarse encontrando el
tesoro. Para hacer hallazgos interesantes en Colonia. Hay que esperar una sudestada y al otro día
pueden aparecer en la costa restos de utensilios, balas, botones, hebillas y todo lo que te puedas
imaginar”.
El último emprendimiento de Mario Leal en la ciudad de Colonia ha causado polémicas de lo más
acaloradas y le ha valido el rechazo de muchos de los que hasta hace muy poco lo apoyaban en
diferentes cuestiones relacionadas con el barrio. Leal fue también fundador de una de las
asociaciones de vecinos y propietarios de Colonia.
En la actualidad Leal ha resuelto apoyar a Ruben Collado, el buscador de tesoros argentino, en su
decisión de explorar los restos del ‘Lord Clive’.[28]
La pretensión de Collado encontró fuertes resistencias en la Comisión de Patrimonio y en la
comunidad local. Varios son los que afirmaron que “todo el mundo sabe que Lord Clive no traía
tesoro alguno y que las verdaderas intenciones de Collado son tener bandera verde para operar en la
zona para poder incursionar en el resto de los muchos naufragios que hay en las adyacencias de
Colonia. Muchos de los cuales ya fueron localizados por vecinos y pescadores de la zona”. La
polémica quedó planteada.
Con el fin de promover a Collado en Colonia, Leal ha venido organizando actividades intentando
convencer a sus vecinos de la conveniencia de recibir de la mejor manera, al buscador de tesoros,
quien además llegó a la ciudad con la idea de un parque temático bajo el brazo.
“El Lord Clive venía de la refacción del veterano HMS Kingston, navío con largo historial de batallas y una secuencia
impresionante de combates contra ciudades fortificadas. El HMS Kingston había sido construido en los astilleros de Hull en
1697, y en su caso debió refaccionarse en tres oportunidades (…) se modificó la disposición de sus puentes, se reforzó el casco
con varillas metálicas, y se lo cubrió con cobreloa. El número de cañones se elevó a 64 y se lo reacondicionó como navío de
línea (…) de más de 1000 toneladas, con 40 metros de eslora, 10 de manga y artillería repartida en dos cubiertas. De los
cañones, 24 eran de 16 milímetros, una potencia devastadora para la época.”
Aunque otra versión dice que el Lord Clive sería un navío de construcción más reciente, de 1759 y botado en 1761, ya
directamente con el nombre de su campaña naval.
Varese, Juan Antonio: Naufragios en Colonia: Patrimonio Histórico. Montevideo. Torre del Vigía, 2003, p59-60.

Capítulo 6
El bajo
El barrio Sur, como lo continúan llamando los vecinos de siempre, vivió al margen del resto de la
ciudad de Colonia, que floreció hacia el norte. Hasta el comienzo de las obras de reconstrucción, en
1970, muy pocos se adentraban en sus bajos mundos ni caminaban entre sus ruinas. El barrio Sur era
una piedra en el zapato de una ciudad que quería progresar y veía al barrio como un lastre
indeseable. Sin embargo, sus ruinas escondían los restos del poblado más antiguo del país.
Si bien para el siglo XX la casi totalidad de la muralla yacía en el fondo del foso, desapareciendo
del horizonte visible, para casi todos los habitantes de la nueva ciudad de Colonia, que había crecido
extramuros, la antigua muralla era tan impenetrable como cuando se erguía.
Una señora nacida y criada en la ciudad nueva, contaba que ella, de joven, tenía prohibido ir para ‘el
Sur’. Sólo lo conoció, ya de casada, cuando acompañó a su marido en la visita a alguna de las obras
en las que trabajaba. “Ahora que no están las mujeres es distinto”, aclaró.
Según Aarón, cuando el presidente Bordaberry llegó a Colonia para inaugurar las obras de la muralla
en el año 1972, al pasar por el descampado ubicado al final de las vías del tren, vio unas mujeres
tiradas en el pasto algo ligeras de ropas.
“¿Quiénes son esas mujeres?”, preguntó. La respuesta se demoró unos instantes. Nadie se animaba a
decirle al conservador presidente que se trataba de prostitutas, y mucho menos decirle que éstas
trabajaban a metros de la obra que estaba a punto de inaugurar. Pero al final alguien se lo dijo. “Son
mujeres de la vida, señor presidente”, fue la respuesta. “¡Mujeres de la vida! – exclamó- ¿¡Ustedes
quieren que inaugure esta muralla para que vengan turistas y todo ésto es un gran prostíbulo!?”.
Horas después, Bordaberry inauguraba las obras. No hubo más menciones al tema. Sin embargo, la
decisión ya estaba tomada y lo estaba desde hacía tiempo: fuera las prostitutas. Y sus clientes a
buscar placer a otro lado. Para 1980, en ocasión de cumplirse 300 años de la fundación de la ciudad,
ya no quedaban los prostíbulos en el barrio. Moría de esa manera toda una forma de vida que había
hecho del barrio Sur una leyenda que llegó a trascender fronteras. Pues si bien el grueso de la
clientela provenía del personal militar y policial afectado a la zona, desde otros pueblos venían
hombres de todas las edades a dejarse encantar por decenas de mujeres, que hicieron del lugar un
verdadero centro de placer durante décadas.
Dentro del barrio se habían desarrollado dos mundos que convivían de manera armónica. Un mundo
en el cual ‘fiolos’, ‘madamas’ y prostitutas reinaban incentivados por el alcohol abundante, el juego
clandestino y el dinero que proporcionaba la tropa del cuartel, lo que hacía del día de pago uno de
los más celebrados del barrio. Y otro mundo, en el que las familias pobres y decenas de niños
luchaban, con mucha dignidad, por ganarse el pan de cada día con el poco trabajo que podían
conseguir. Dos mundos, uno que vivía durante el día y otro que lo hacía en las noches.
El cuartel ya no está y de las prostitutas pocos recuerdan sus nombres. De las más de 200 familias
que habitaban el barrio Sur, apenas si han quedado unas quince y el número tiende a bajar
peligrosamente. La iniciativa de García Capurro y de Otero Mendoza ha cambiado abandono por
cultura y en la actualidad, para encontrar a quienes fueron el alma del barrio en su última época, hay
que dirigirse, paradójicamente, fuera de él.
A pocas cuadras del límite del barrio, frente al estacionamiento de la antigua planta de Sudamtex,
Juan[29] me esperaba en el porche de su casa. Su mirada perdida sobrevolaba los edificios
abandonados de la fábrica en la que trabajó.
Luego de los saludos de cortesía, ‘Juancito’, así le dicen, extrajo de su bolsillo un pequeño sobre en
el que guardaba algunas fotos de su padre, cédulas de identidad vencidas y alguna tarjeta de crédito
que hacía tiempo había dejado de usar.
‘Juancito’ dijo tener 55 años, pero no los aparentaba. Menos aún cuando se lo escuchaba hablar. El
niño que todos llevamos dentro, en él explotaba y se dejaba ver en cada gesto. Pero la alegría de ese
niño se intercalaba con la angustia de un hombre al que la vida le ha sido difícil. Desde muy chico
Juan tuvo que lidiar con las decisiones de sus padres.
‘Hijo de puta’, es una de esas expresiones que se dejan oír regularmente en cualquier ‘picadito’ de
fútbol, pero en las que pocos reparan y muchos menos le dan el sentido que tiene. Pero, qué sucede si
para el niño destinatario, es cierto.
“Jugar al fútbol para mí, era terminar a las piñas. Al poco rato de empezar a jugar siempre había
alguno que me gritaba ‘hijo de puta’”, largábamos a pelear y era el final del partido para mí. Llegaba
a casa y cuando mi madre me preguntaba qué me había pasado, no le decía nada. Lo sufría en
silencio”, recordó Juan.
A poco de empezar la charla, Juan se quejó de todos los que hablan de un barrio que nunca
conocieron. Él sí parecía tener el derecho a hacerlo. Probablemente pocos hayan vivido el barrio tan
intensamente y a la vez lo hayan sufrido tanto como él. ‘Juancito’ representaba, con su sola
existencia, la síntesis de una época del barrio Sur. Era hijo de una prostituta y de un policía.
El hogar de Juan era pobre. Si bien las cosas no le eran para nada fáciles, tampoco lo eran para la
mayoría de los habitantes del barrio. La pobreza se vivía como normal y se llevaba con dignidad. En
realidad las penurias no eran algo nuevo en la antigua Colonia, pues ya los portugueses pudieron
sentir el rigor de esta tierra.
Lo que ganaba su madre, como prostituta, y su padre, como policía, podía haberles dado para vivir
un poco mejor, pero algunos hábitos de sus padres hacían menguar las entradas de la casa, casi al
límite. “Yo conocí los bares desde chico. El bar de Don Pedro en particular, porque era ahí que iba a
buscar a mi padre cuando estaba borracho”.
Juan y sus amigos se las tenían que ingeniar para hacer las mismas cosas que veían realizar a otros
niños fuera del barrio y que ellos, por no tener dinero, no podían. “Por ejemplo, si queríamos
chicles, algo que a todos nos gustaba, pero que sólo podíamos comprar una vez cada tanto, lo que
hacíamos era ir al final de la vía y agarrar de los vagones un poco de ‘bleque’ y eso era lo que
masticábamos. Ese era nuestro chicle”.
Con las figuritas pasaba algo parecido. Los niños tenían las ilustraciones que decoraban las cajas de
fósforos, y que encontraban en sus casas con facilidad. Las recortaban y tenían sus figuritas. Y no
sólo las cajas eran de gran utilidad, también los fósforos que servían para darles los fuegos
pirotécnicos que el dinero no les permitía comprar. “El fósforo se colocaba entre un tornillo y una
tuerca, a los que se le limaba una hendidura, y al tirarlos contra el piso explotaba”. El pequeño
artefacto era muy popular en las fiestas de navidad y de carnaval.
Otra instancia igual de entretenida era la de la poda de los árboles de la ciudad, que coincidía con la
época del juego de las lanzas. Como en una procesión, los niños del barrio seguían en silencio a
quienes estaban encargados de la tarea, hasta que llegaban al árbol. Mientras arriba podaban, desde
el suelo decenas de gestos les indicaban cuál rama cortar. Era siempre igual, al comienzo el hombre
podaba sin darles mucho corte, pero luego de escuchar los gritos por varias horas accedía, cansado,
y los niños se podían ir con las ramas que necesitaban y que luego de trabajarlas un poco se
transformarían en fenomenales lanzas.
Nada se comparaba con las peleas de cangrejos. Era la diversión por excelencia. Todo empezaba
naturalmente en el río con una paciente búsqueda que ocurría durante días tal vez, en busca de ese
cangrejo especial. “No siempre se conseguía un buen cangrejo luchador, pero cuando ocurría, era la
gloria”, recordaba Juan.
Dentro de la casa también había que ingeniárselas, pero no para procurar la diversión sino para tratar
de hacer la vida más llevadera. La única luz que tenían provenía de un candil que, para que durara
más, lo hacían funcionar con keroseno diluido y le ponían aceite a la mecha. No era la misma luz,
pero duraba más.
Como a los otros niños del barrio, muchas veces a Juan se le hacía difícil sobrellevar las carencias.
“Lo peor era cuando iba al cine y veía grandes banquetes en las películas ¡Era horrible! porque sabía
que cuando volvía a casa me esperaba sopa con pan”. Ya desde muy joven Juan salió a trabajar para
tener su plata. Realizaba las changas que pudiera conseguir, como cargar bolsas de azúcar. “No eran
las bolsitas de ahora de un kilo que se venden en todos lados, eran unas que pesaban entre 50 kilos y
70 kilos”.
Por esos tiempos fue que Juan tuvo oportunidad de darse su primer baño caliente y en una ducha.
Estaba en el liceo y le tocó ir a la plaza de deportes. Todavía recordaba la impresión que le
provocó. “Era increíble, terminaba de bañarme y la piel me quedaba brillante, sin restos de jabón.
Porque de bañarnos en el latón, cuando nos enjuagaban, nos volvían a echar encima toda la mugre y
el jabón”.
Al adentrarnos en la Calle de los Suspiros, Juan recordó que desde hacía tiempo no había vuelto a
caminar sus empedrados. Miró unos instantes el rancho más fotografiado, y que fue su casa en su
infancia, y se quejó de que la piedra de la entrada no era la que solía estar y que la pintura, en ese
color rosa viejo, de las paredes era un invento reciente.
Observó a la distancia los árboles de la plaza y comentó que de todos los naranjos, sólo uno
producía naranjas dulces. El cuidador de la plaza, a comienzos de los 60, también lo sabía y además
de la insólita tarea de controlar que no se jugara al fútbol, cuidaba que los muchachos no le
arrebataran las preciadas naranjas dulces. Aunque eso seguramente no fuera parte de su trabajo. Sin
embargo, los jóvenes tenían algo a su favor: la ausencia de sanitarios. Tarde o temprano el cuidador
tendría que ausentarse de la plaza para ir al río a orinar. En el instante en que eso ocurría, la panzada
estaba asegurada.
Con la panza llena podían volver renovados a la legendaria canchita de ‘Pocas pilchas’ donde casi
todos los niños y jóvenes del barrio iniciaron sus primeras armas en las cuestiones del fútbol. La
cancha se ubicaba donde hoy se encuentra el final de la vía del tren.
Juan confesó que no servía para nada en el fútbol. “Yo quería jugar, pero casi siempre iba al arco”.
La única vez que Juan pudo jugar y sentirse importante dentro de una cancha de fútbol fue cuando su
madre le compró una pelota de goma. “Fue la única vez que jugué”, dijo emocionado.
Otra de las diversiones de los jóvenes fueron las navajas y los cuchillos. Pero Juan no tenía dinero
para lo uno ni para lo otro, y era siempre blanco de múltiples bromas al respecto. Cierto día,
mientras se encontraba trabajando como ayudante de un zapatero, notó que éste usaba una extraña
pieza de alambre muy grueso, llamada lezna, que en una sola pieza era punta y mango. Este artefacto,
con algunas modificaciones, le podía servir a Juan que siempre tuvo habilidad con las manos y la
paciencia necesaria. Al cabo de unos días se hizo una lesna, sólo que un poco más larga. “A la tarde
de ese día me junté con la barra de amigos del barrio y entre bromas y un poco de alcohol
comenzaron a aparecer las navajas. El blanco de las primeras bromas fui naturalmente yo, sin
embargo y para sorpresa de todos, esa vez extraje de entre mis ropas el extraño artefacto, que no por
raro dejaba de intimidar”, contó con satisfacción. Esa fue la primera vez que Juan usó su lezna y
ciertamente que no fue la última. Pero aclara que “los líos no eran a muerte ni mucho menos. La
cuestión era llegar a pinchar al otro. Nada más”.
Más allá de las barras que se reunían en las esquinas, la vida quiso que Juan tuviera pocos amigos y
su crianza se diera entre los adultos. En particular entre las prostitutas. “Mi primer trabajo fue
hacerle mandados a las prostitutas del quilombo”, contó y agregó antes de que le preguntara: “mi
madre ya había dejado de trabajar ahí”.
Juan conoció de cerca el mundo de los prostíbulos. Conoció las buenas y las malas de las mujeres
que les daban vida y nunca dejó de ir hasta que cerró el último.
Los mandados que hacía Juan, junto con otros chicos del barrio, variaban dependiendo de quién
hiciera el pedido, pero en general eran caramelos, keroseno, carne, creolina marca ‘Estrella’, esto
último usado para desinfectar. Y naturalmente, cigarros y fósforos. Eso era para las más veteranas.
Las más jóvenes solían pedir chocolates. Para comer preferían salir a los restaurantes del centro.
“Eran más coquetas”. Por cada mandado, los jóvenes se podían hacer hasta dos o tres pesos. Un
verdadero platal para la época.
“Quilombos, lo que se dice quilombos, había pocos, pero mujeres de la vida había por todos lados.
Alquilaban piezas en las pensiones. Te dabas cuenta donde vivían las mujeres del quilombo por el
perfume que quedaba en el ambiente. Era un olor fuerte e inconfundible que las mujeres llevaban a
todos lados”, contó casi forzando a su nariz a rememorar esos olores que marcaron su infancia y
juventud.
Además del prostíbulo instalado, en la Calle de los Suspiros alquilaban piezas ‘Griselda’, la ‘Mona’
y la ‘Ronca’. Ellas normalmente no atendían en sus piezas, pero tenían clientes especiales que podían
recibir ese privilegio. También estaban la ‘Brasilera’, la ‘Polaca’, ‘Sonia’, ‘Anita’ y muchas otras.
Juan quiso describir y contar cómo y quiénes eran las mujeres de los prostíbulos pero se detuvo.
Muchas de esas mujeres son hoy señoras integradas a la comunidad, casadas y con hijos ya grandes,
con trabajo en la ciudad y con familia. A Juan no le importaba en lo personal, pero no quiso
perjudicar a otros. Optó por dar ejemplos, pero llamando a las mujeres por su nombre de pila o por
su apodo. “Aunque todos acá sabemos quién es quién, hacerlo público es otra cosa”, dijo.
“A Griselda, por ejemplo, la iba a ver el ‘Panza de Burro’, uno de sus clientes más fuertes”, recordó
Juan. “En una ocasión, el ‘Panza’ se presentó en la pieza de Griselda y le dijo que quería estar con
‘una nueva’. Sabedora Griselda de que el hombre sabía recompensar a quienes complacían sus
pedidos, reunió a varias chicas que el ‘Panza’ no conocía y las llevó ante su presencia. Sin embargo
su respuesta fue drástica. “Dije nueva. Quiero una chica nueva. Quiero una virgen”, exclamó. “En el
barrio Sur se podían encontrar muchas cosas, en esa época, pero una virgen, imposible”, sentenció
Juan y su cara lo dijo todo. “Pero Griselda no estaba dispuesta a perderse los muchos pesos que
solía traer el ‘Panza’ cuando la iba a visitar, por lo que se puso a pensar qué hacer. Luego de un
momento volvió al prostíbulo y preguntó entre las más jóvenes por la que estuviera menstruando. Una
de las jóvenes respondió. Griselda le pidió que se arreglara y fuera a su pieza en media hora. Luego
fue al encuentro del ‘Panza’ y comenzó a invitarle algunas copas con la promesa de que en unos
minutos vendría la deseada virgen. Los efectos del alcohol, los gritos fingidos de la joven y la sangre
en la sábana hicieron el resto y le aseguraron a Griselda y a su amiga unos jugosos pesos”.
Sin embargo, la vida de las prostitutas era todo menos fácil. Tampoco lo era para la ‘Ronca’, que en
realidad se llamaba Juanita, una de las prostitutas que trabajaba en la Calle de los Suspiros. Con ella
debutaron casi todos los hombres que hoy tienen cerca de 60 y más, dentro y fuera del barrio Sur. Esa
mujer había dejado su ciudad de Minas en procura de mejor suerte para ayudar a su familia y con la
promesa de que los haría sentir orgullosos con su trabajo. Sin embargo, el destino la encontró en los
prostíbulos de los olvidados barrios de Colonia, sin saber siquiera leer ni escribir. Juan se pasó
muchas tardes escribiendo cartas que la ‘Ronca’ le dictaba y cuyos destinatarios eran sus familiares
minuanos. Juan se emocionó al recordar cómo esa pobre mujer se inventaba una vida fantástica, que
seguramente fuera la que habría deseado tener. “Nunca les dijo lo que era y nunca dejó de enviarles
dinero. Pero tampoco se permitió volver a Minas para verlos”.
Las prostitutas de Colonia, lejos de entregarse al desenfreno y a aceptar toda clase de solicitudes,
eran más proclives a los comportamientos tradicionales. “En los quilombos, había mujeres que no se
sacaban ni el sutién”, se lamentaba Pedro.
En ese contexto recatado, apareció la ‘Francesa’, que, como ya he comentado, no sólo se quitaba
toda la ropa, sino que hacía lo que ninguna[30].
Tiempo después, la ‘Francesa’ tuvo una seguidora llamada Telma, que tiene la distinción de haber
sido la primera de las prostitutas nacionales del barrio que incluyó entre su repertorio el sexo oral.
“Después del cine, nos íbamos todos los muchachos para lo de Telma”, rememoró Juan.
En el barrio Sur había varios hombres que cuidaban a las prostitutas, pero también había una mujer,
llamada Celia, una madama respetada y temida. Celia vivía al final de la Calle de los Suspiros,
frente a la plaza, en una casa que supo tener un fantástico techo de tejas a cuatro aguas, pero que fue
sustituido por una planchada. Celia no estaba sola en su tarea pues se había casado con uno de los
fiolos más conocidos, el cafisho Furtado.
Para muchos chicos del barrio, y para Juan en particular, Furtado era uno de los ídolos. “Yo empecé
a fumar porque me quería parecer a los fiolos”. Sólo después de que Juan conoció a algunos de los
fiolos” viejos y vio en el estado que quedaban cuando se les acababa la plata y las mujeres que
exprimir, fue que cambió de idea. Como el caso del cafisho ‘Coquito’ Madeo, en sus épocas de
gloria, había llegado a tener cinco o seis mujeres que le permitían llevar una gran vida. Pero la
“buena vida” se le acabó cuando las mujeres se consiguieron otros fiolos. Ya de viejo algunas
mujeres le hicieron una chambita, para que tuviera un techo para el invierno, en la que murió en la
miseria más absoluta. Al final de sus días cuando dormía le caminaban las ratas por el cuerpo”.
“Dije ‘no, yo no quiero esto para mí’. Ahí se me fueron las ganas de ser fiolo, aunque el vicio de
fumar lo mantuve”, sonrió, mientras armaba un cigarro, que aclaró le iba a durar varias horas, pues lo
prendía, le pegaba un par de pitadas y se le apagaba y así lo conservaba durante algún tiempo hasta
que se acordaba de prenderlo otra vez.
Había otros referentes para los jóvenes en el barrio. Estaba Milton, uno de los hijos del ‘Turco
Pedro’, uno de los dueños de la noche en el barrio Sur. “Con Milton al frente del bar se movía
mucho el juego y con el tiempo empezó a haber mujeres. Hicieron un pequeño cuarto detrás de una
separación de madera, donde podías ir a tirarte a alguna de las minas”. Luego de un silencio Juan
reconoció: “Milton fue como un padre para mi”. Es que de hecho actuaba como si lo fuera, le daba
los consejos necesarios, le enseñaba las trampas para que no lo ‘jodieran’ los otros y también lo
rezongaba cuando “hacía alguna cagada”. Juan se refiere a él con la pena de no tenerlo cerca.
“Milton a mí me enseñó mucho. Me cuidó y evitó que me metiera en cosas en las que había joda”,
comentó un poco emocionado y sin duda muy agradecido.
Volvió a prender el cigarrillo armado que apenas se sostenía en sus labios. “Yo nunca viví de las
mujeres. Lo que sí tuve fue alguna mujer de los quilombos. No trabajaba para mí, era mi mujer. Yo
iba cuando quería y no me cobraba. Era más que nada por la sensación de ganar. Te sentías más
macho así”.
Como no podía ser de otra manera el debut sexual de Juan fue con una prostituta. En una de las tantas
veces que le hizo un mandado a la ‘Negra’ Beltrán, al regresar la encontró echada en la cama. Al
verlo llegar la Negra le pidió que se acercara. “Estaba esta mujer enorme con aliento a alcohol y las
piernas abiertas diciéndome que vaya. Y fui. Cuando terminé, no sabía mucho lo que había pasado.
Volví corriendo a mi casa y me masturbé en el baño. La sensación fue tan extraña para Juan, pues no
podía llamárselo placer, que por unos días no se lo dijo a nadie. Después se lo contó a Milton, que le
dijo que no tuviera vergüenza de decir que había sido su primera vez, pues muchos otros que lo
decían, se sabía que mentían. Nuevamente fue Milton quien lo aconsejó acerca de cómo debía
proceder, qué podía esperar y qué no de esa mujer y de otras. En los días sucesivos ‘la Negra’ lo
trató como siempre, le pidió unos mandados y nada más. Pero luego lo dejaba estar con ella. “Así fui
aprendiendo qué hacer y cómo hacerlo, para estar listo para las siguientes”.
La mayoría de las cosas que se consumían en los prostíbulos, y en buena parte del barrio, venían de
contrabando. Algo que era en realidad tan antiguo como la fundación misma de la ciudad y que
durante decenas de años, fue el motivo fundamental que justificaba su existencia.
Había una verdadera industria montada en torno al contrabando. “En la Zona Franca era donde se
podían obtener buenos productos a buenos precios, pero para obtenerlos había que usar el ingenio”.
Los jóvenes eran un engranaje más de esa maquinaria. Con la excusa de que iban a pescar, se
acercaban lo más posible a la Zona Franca y se sentaban a pescar. Aunque en realidad, el asunto de
la pesca en ese momento les importaba poco. Mientras estaban ahí, algunos hombres con acceso a los
depósitos de Zona Franca pasaban y les iban dejando diferentes ‘productos’, en la bolsa de pesca
que los jóvenes llevaban. Cuando la bolsa estaba lo suficientemente cargada, se levantaban y se
venían. “Quién iba a revisar a unas pobres criaturas”, se reía Juan. Y volvían caminando por la playa
como si nada. Al pasar la zona peligrosa de la guardia, le daban los productos a quien los esperaba y
a cambio les daban algunas monedas.
La noche no sólo era el tiempo de las prostitutas, era también la hora de los fantasmas en el barrio
Sur y para muchos de sus habitantes estaba plagado de ellos.
Era frecuente que las leyendas y cuentos sobre espectros animaran las charlas, en particular en las
pensiones. Tan frecuentes resultaban las referencias a los fantasmas que, para muchas generaciones
de niños, eran reales.
Es que el barrio Sur era, en las noches, oscuridad casi total. Había un farol colgado junto a la plaza y
los días de viento se bamboleaba haciendo que la luz fuera de un lado para otro, deformando y dando
vida a las sombras, que se agrandaban y empequeñecían hasta desaparecer en cada movimiento
pendular del farol.
Tal vez, la agitada Colonia que tantas vidas cobró en sus guerras continuas de siglos pasados, alentó
a los vecinos a imaginar a esas almas en pena dando vueltas por la ciudad en busca de una paz que
nunca les llegó. Almas perdidas de hombres y mujeres que habitaron una tierra lejana, condenados a
no regresar jamás a sus pagos.
El ‘Villa’ es uno de los tantos que se marchó del barrio Sur y hoy vive en la parte nueva de la ciudad,
en un cuarto perdido al final de un largo corredor. Sentado en la mesa, se entretenía con su gato,
mientras recordaba que de niño, cuando lo atrapaba la noche fuera de la pensión, tan sólo se animaba
a llegar hasta la puerta de la misma, pero no a dar un paso más. La penumbra de la calle se volvía
absoluta oscuridad al interior de la pensión que habitaba con su familia. Desde la puerta le gritaba a
su madre que, desde la pieza, salía a buscarlo.
Juan, sin embargo, tenía otra explicación para los tan extendidos cuentos sobre apariciones de
fantasmas. “Se trataba de los llamados ‘pata de bolsa’[31], quienes hacían correr rumores sobre
fantasmas, para que nadie saliera de noche y así poder andar a sus anchas de casa en casa”.
Otra explicación que aportó Juan refería a los amigos de lo ajeno, quienes apreciaban mucho la
libertad de moverse en la noche sin testigos merodeando. “No porque pensaran en robar en los
ranchos de la pobre gente, pero por los fondos de la Iglesia, llegaban hasta un almacén y ese sí era un
verdadero festín”.
El hogar habitual de muchas de las familias del barrio, eran las pensiones, un verdadero mundo en sí
mismo y el lugar donde múltiples situaciones tenían lugar. En ellas se hacían fiestas familiares,
aunque no con frecuencia puesto que las reuniones multitudinarias eran un lujo reservado a los que
vivían fuera del barrio Sur. Allí sólo se podían intentar festejar la Navidad, el Año Nuevo y algún
cumpleaños. Y por supuesto el Carnaval. “Para las fiestas en la pensión[32], el dueño nos dejaba
usar el otro patio y ahí se ponían a asar algunos chorizos y a enfriar en un latón unas botellas de vino
y de cerveza. A mí me mandaban a buscar una barra de hielo y la traía cargando varias cuadras”, se
quejaba Juan.
Algunas otras fiestas tenían lugar en las pensiones, aunque éstas estaban reservadas para unos pocos.
En la pensión en la que vivía, cierto día, justo frente a la puerta que alquilaba un matrimonio, Juan
empezó a ver unas bolitas de pan en el suelo. El primer día no le dio importancia, pero al ver que
cada día había nuevas bolitas de pan, pudo más su curiosidad y quiso saber qué pasaba. Se escondió
y esperó. Al rato vio que desde la ventana ubicada encima de la puerta de la pieza de la señora y que
correspondía a la habitación de unos soldados, uno de ellos tiraba las bolitas de pan. Éstas eran lo
suficientemente grandes como para que no se las llevara ningún ave oportunista al vuelo y lo
suficientemente pequeñas como para que nadie reparara en ellas. Las tiraba y cerraba la ventana.
Pocos minutos después, la señora de la pieza de abajo abría la puerta y tomaba algunas de las bolitas
de pan, volvía a entrar en su pieza y cerraba la puerta. Finalmente, el soldado volvía a abrir la
ventana, echaba un rápido vistazo y volvía a cerrarla.
“Después de un par de veces supe que las bolitas que quedaban en el suelo marcaban la hora en la
que la señora le decía al soldado, que resultó ser su amante, que podía ir a su pieza ese día o esa
noche porque su marido no iba a estar. Un día fui y saqué unas bolitas de pan. No me quise quedar
para ver qué pasaba”, disfrutaba Juan.
A Juan le tocó vivir en los dos ranchos más increíbles de la Calle de los Suspiros y de todo el barrio
histórico. En uno de ellos vivieron sus padres y en el otro, su abuelo. “Un día después de una pelea
brutal entre mis padres, yo salí y me senté a esperar a que terminara, como hacía muchas veces. A los
pocos minutos vi salir a mi abuelo, que vivía en la casa de enfrente. Me agarró y me dijo: ‘vos te
venís a vivir conmigo’. Así fue”.
Juan todavía recordaba cuando se sentaba en las piedras desparejas de la Calle de los Suspiros a
esperar a que su madre volviera de su trabajo.

Capítulo 7
El boom
Mucha de la gente que vivía en el barrio Sur subsistía con lo mínimo y muchas veces, con menos. Por
eso, cuando a comienzos de la década de los 70 les ofrecieron entre dos y siete mil pesos por sus
ruinosos ranchos, no lo pensaron dos veces y vendieron.
No sólo fue la oferta lo que los terminó de convencer. Casi desde el primer día en que se iniciaron
las obras, comenzaron a circular rumores que referían a que el Estado iba a confiscar todos los
ranchos antiguos del barrio sin dar dinero a cambio, por lo que era mejor venderlo a perderlo por
nada después.
La inseguridad se adueñó de muchos pobladores, algunos de edad avanzada y la mayoría con poca o
nula instrucción. En ese contexto, los rumores encontraron el terreno propicio y tomaron tal fuerza
que, en poco tiempo, muchos los consideraron una verdad irrefutable.
Muy perjudiciales para quienes eran potenciales vendedores, y que curiosamente eran quienes más
los difundían, los rumores resultaron muy convenientes para quienes tenían intenciones de comprar.
Pronto comenzaron a tejerse todo tipo de conjeturas respecto a sus posibles autores. Pero como suele
suceder, nunca se supo quién los originó, si es que fue alguien o sólo se trató de la propia
inseguridad de la gente.
Lo cierto es que la pobreza y la posibilidad de quedar en la calle, llevó a que muchos tomaran los
pocos billetes que les ofrecían y partieran. Lo hacían con la ilusión de llevarse una verdadera
fortuna, pero en los hechos se trataba de una ínfima parte del valor que en poco tiempo alcanzaron
los ranchos que abandonaban por unas monedas.
Dejaban atrás el lugar que los había visto nacer y crecer.
Juan Carlos Puppo, conocido rematador y por cuyas manos pasó casi el cien por ciento de las
compra-venta realizadas en el barrio, tal como él mismo lo dice, fue el primero y casi el único que
aprovechó la oportunidad que se presentaba. De hecho, apenas algunas horas después de la decisión
del Poder Ejecutivo de restaurar el barrio histórico, Puppo ya se estaba organizando. “Cuando me
dicen que se constituyó el Consejo[33], incorporo todo eso a mi negocio inmobiliario y me pongo a
hablar con un amigo norteamericano”. Y comenzó a vender el barrio histórico cuando ni siquiera
habían terminaron de rehacer la Puerta de Campo.[34]
Puppo se acomodó en el sillón que bien podría ser del living de su casa y que adornaba una de las
salas del hotel de su propiedad. Con algunas canas, pero lejos de haber perdido la pasión por el
negocio inmobiliario, aún se emocionaba al recordar las circunstancias que se sumaron hace más de
30 años y que encontró a ávidos compradores y a propietarios en un instancia crucial. Su habilidad
comercial hizo el resto.
Fue así que, por ejemplo, una de las familias que había vivido en el barrio durante décadas accedió a
vender su rancho por siete mil dólares, al poco tiempo éste fue revendido en 21 mil y luego
nuevamente revendido en 65 mil. Lo mismo ocurrió con el abuelo de Juan (ver capítulo 6), según
recuerda él mismo, quien fue convencido de vender por 2 mil y años más tarde el mismo viejo rancho
se vendió en 160 mil dólares.
Para quienes tuvieron la responsabilidad de decidir en relación al Barrio Histórico, nunca fue una
opción dejar que la gente que siempre había vivido allí conservara sus casas. El Poder Ejecutivo,
que había demostrado un alto grado de resolución al emprender las obras en Colonia, no supo qué
hacer con la gente que vivía en el lugar y lo consideró un asunto de privados.
Con sólidos contactos en Buenos Aires, Puppo comenzó a promover el fascinante negocio que se
estaba generando en la ciudad de Colonia y no tardó mucho en lograr que importantes hombres de
negocios y personalidades argentinas llegaran a Colonia listos para dejarse fascinar por las piedras y
los precios que se ofrecían.
“En una ocasión el arquitecto uruguayo Samuel Flores Flores, me llamó y me dijo que tenía un
italiano, un capo de Techint de Argentina, que estaba interesado en comprar, por lo que quedamos en
encontrarnos en Colonia. El día pactado estábamos Flores y yo esperándolo y lo vemos llegar, al
italiano de Techint, en un Mercedes (Benz) marrón último modelo y yo pienso, le voy a mostrar un
rancho caído, todo roto. Me daba vergüenza”.
“Fuimos a la Calle de los Suspiros, le muestro el rancho. Cuando llegamos a la plaza Mayor, el
italiano, que no había dicho nada, me pregunta:
- ¿Cuánto vale? -
- Pah - dije yo - qué le digo-.
Hice un silencio y le respondí:
- 6 mil dólares -
- 6 mil dólares - dice el italiano.
- ¿Y cuánto cobra de comisión? - me preguntó.
- El 3% a cada parte - le dije.
- ¿Sabe qué? - me dijo y yo ahí pensé que me tiraba con algo por haberle mostrado un rancho todo
roto.
- Le voy a dar el 6%, porque usted este rancho me lo está regalando –
“Naturalmente que hicimos el negocio”, reconoció Puppo.
Pero el rancho no fue por mucho tiempo propiedad del “italiano”, quien al no ponerse de acuerdo con
el CEH respecto a las obras que quería realizar en el inmueble, decidió venderlo.
Quien le compró el rancho al “italiano” estaba tan emocionado con el lugar y en especial con los
negocios que se podían realizar en Colonia, que le ofreció a Puppo mandarle cada fin de semana
gente de Buenos Aires para interesarla en las propiedades. Y así fue. Cada fin de semana llegaban
argentinos, y a cada uno de ellos Puppo les vendía una propiedad. “Y al final vendí todo el Barrio
Histórico, absolutamente todo”, recordaba orgulloso Puppo.
Pero no todas fueron rosas en el camino de Puppo para vender el barrio Sur, también se tuvo que
enfrentar a diversas situaciones, casi todas relacionadas con personas que no querían dejar la
vivienda que alquilaban o de la que eran intrusos. Por supuesto que las más recordadas refieren a
prostitutas que no tenían a donde ir.
“En una ocasión”, recordó Puppo, “le vendí a Eduardo Dunhoffer un rancho en el que trabajaba una
mujer. Cuando lo voy a ver, le digo a la mujer, con permiso, vengo a ver el rancho porque el dueño
quiere vender”.
La mujer le permitió la entrada y con voz compungida le preguntó:
- ¿Y yo qué hago después?
- No se preocupe, que yo la ubico en otro lado - le respondió Puppo
Y lo hizo. Lo hizo otras muchas veces. “Yo tuve que sacarlas a todas de ahí”, dijo refiriéndose a
todas las prostitutas que fueron expulsadas del barrio Sur. Muchas de ellas, fueron a parar al
‘Eructo’, nombre que se le dio a los prostíbulos que se ubicaron en las inmediaciones de la planta de
Coca Cola de la ciudad de Colonia, de allí su nombre.
En otra ocasión, en la última casita de la calle de San Pedro, vivía una prostituta que no quería ser
realojada si no le daban plata. “Yo tenía vendida la casa y no le podía conseguir plata, pero me
respondió que si no había plata entonces no se iba”.
Después de insistirle durante varios días, Puppo cayó en la cuenta de que si no conseguía el dinero
que la prostituta le pedía, no iba a poder consumar la venta, puesto que una de las condiciones era
que la casa, el rancho, estuviese libre. Sin desanimarse decidió intentar convencer a la compradora
de que accediera a darle la plata que la prostituta exigía. “Al final la compradora accedió”, recordó
Puppo y agregó, “la señora que compraba lo hizo por 3 mil quinientos y al tiempo vendió por 100
mil”.
“Lo curioso era que cuando la quiso vender, se le había metido otra mujer adentro de la casa,
aprovechando que ella, la dueña, no estaba nunca. Cuando fui a ver qué pasaba, vi que se trataba de
la Negra Flores, una mujer que entre sus hábitos tenía el desear y tomar cosas que no le pertenecían.
Fui a la policía, les expliqué y me dijeron que en tres o cuatro días me arreglaban el tema. A los tres
días fui a la comisaría a ver qué había pasado pues no había tenido novedades y me dijeron que la
Negra estaba presa.
- Eh!, no era para tanto, yo sólo quería que la sacaran de la casa - les dije.
- No, no es eso - me dijo el policía.
- Es que cuando llegamos a la casa, la Negra tenía tantas cosas robadas que ni te imaginás” - se rió el
agente.
Todas las propiedades que se podían vender fueron vendidas a quien estuviese listo para comprar. Si
bien los amantes del arte, historiadores y promotores de la cultura fueron los primeros convocados,
cualquiera que tuviera el dinero resultó reconocido como comprador.
Con los vecinos y las prostitutas fuera del barrio, las que vinieron después fueron las obras. Pero no
las obras públicas, sino las privadas. Y con ellas las discusiones sobre lo que podía y no podía
hacerse. Conflicto que permanece hasta hoy.
Poco tiempo después de que el italiano de Techint comprara el rancho en la Calle de los Suspiros,
Samuel Flores le hizo un proyecto de restauración según los pedidos del nuevo propietario. Sin
embargo los deseos del nuevo dueño no lograron la aprobación del CEH. Estos incluían una serie de
comodidades, porque con las existentes no alcanzaba, como por ejemplo conectar las dos alas de la
casa, la nueva y la vieja, a través de una galería vidriada y la inclusión de una estufa a leña.
“Flores propuso mil soluciones alternativas, pero no hubo caso. Al año me llama el italiano y me
dice: Puppo, véndame el rancho. Y lo vendí en 40 mil”.
Ya era tarde, me despedí y dejé el hotel, y a Puppo, rumbo al barrio Sur.
La señora Coca estaba sentada en el escalón que sirve de entrada a una casa. No era la suya, pero el
dueño le permitía sentarse allí a ver pasar la vida y a los turistas. La conocí trabajando en la
Basílica. Ella era quien hacía las hostias.
Me quedé a hacerle compañía y pronto la conversación derivó en el aspecto actual de muchas de las
construcciones de la ciudad, muchas de las cuales ostentaban orgullosas las piedras que las
sostenían. “Eso es porque le sacaron el revoque”, comentó Doña Coca. Su cara llena de ironía en
cada gesto, hacía evidente su disconformidad con la decisión de desnudar la piedra. No demoró
mucho en confesar sus reparos, “eso de dejar la piedra a la vista es porque queda más linda, pero
nunca fue así. Las casas, antes, tenían su revoque como siempre lo tuvieron, pero así valen más. No
me parece mal, pero cuando yo les pedí para quitar el revoque de mi casa me dijeron que no, sin
expresar muchos motivos. Y mi casa está hecha con las mismas piedras que esa casa de ahí enfrente,
que sí las puede lucir”, señaló Coca.
La disparidad de criterios se puede apreciar en una breve recorrida por el barrio, así como el
descontento de algunos propietarios se hace sentir al cabo de unos minutos de conversación.
El Estado no estaba preparado para recuperar y reconstruir y mucho menos para controlar un
monumento habitado. Esta situación era diferente a la que se había vivido en situaciones anteriores
de restauración, como lo ocurrido en el Fuerte de San Miguel y con la Fortaleza de Santa Teresa,
donde nadie vivía y se podía hacer y deshacer a voluntad y donde no había obras privadas que
controlar.
Colonia era diferente, pues quienes tuvieron la iniciativa de la reconstrucción no iban a ser quienes
llevarían adelante la mayoría de las obras[35]. Quienes se pusieron al hombro la restauración de
muchas de las propiedades del barrio Sur fueron, en su gran mayoría, argentinos.
Pero la participación de los privados no se limitó a las propiedades privadas. Algunos vecinos del
barrio, que habían venido con los nuevos aires que corrían, se empeñaron en modificar algunas
características que habían sido parte del barrio desde su fundación, como por ejemplo, sus calles de
tierra.
Estos nuevos vecinos que no lograron adaptarse fácilmente a las calles de tierra del barrio Sur,
comenzaron a movilizarse para modificar la situación. Ese reclamo inicial pronto se materializó en
decenas de carteles que comenzaron a multiplicarse por los muros del Barrio Histórico. Con la
leyenda “cansados de comer tierra los vecinos pedimos el adoquinado”, los vecinos demostraban su
descontento pero a la vez planteaban una solución.
Sabedores de que no lograrían que las calles fueran asfaltadas y que no habría dinero para hacer
adoquines para todo el barrio, se les ocurrió quitar los adoquines de la parte nueva de la ciudad y
traerlos al Sur, y asfaltar la parte nueva.
La iniciativa no era descabellada, pues se estaba proyectando asfaltar la ciudad extramuros.
Tampoco encontraría oposición en el CEH pues la propuesta iba en el mismo sentido que otras que el
Consejo había llevado adelante con anterioridad, como lo era instalar faroles u otros objetos de
apariencia antigua. Los adoquines que se pretendía incluir en el Barrio Histórico, nunca habían sido
parte de sus calles, pero darían la impresión de “antigüedad” que se buscaba y además, solucionaba
el problema de la tierra que estaba afectando a los nuevos vecinos.
La tímida petición inicial que pronto se transformó en acalorada protesta que incluyó carteles y
marchas de vecinos logró convencer a la Municipalidad, por lo que así se hizo. “En realidad querían
que no protestáramos más y que sacáramos los carteles”, recordó Mario, uno de los vecinos que
participó activamente en la materialización de la idea.
En el año 1988 la IMC inició los trabajos, para los cuales colaboraron algunos comerciantes y
vecinos aportando dinero.
“Colocar adoquines era un arte que para esa época se estaba perdiendo y tan sólo uno de los
capataces dominaba la técnica para colocarlos adecuadamente”, recordó Mario. “Estuvo trabajando
unos días y los adoquines quedaban tan bien que parecían soldados. Pero cierto día al pasar vimos
que los adoquines que estaban colocando no seguían el mismo patrón. Al preguntar me dijeron que el
capataz había regresado a la cuadrilla de asfaltado, porque allí cobraba más por trabajo insalubre”.
“Hablamos con el intendente y éste aceptó pagarle esa diferencia para que terminara de colocar los
adoquines. Nos fuimos todos contentos. Sin embargo, al otro día el capataz en cuestión no fue a
colocar adoquines. Fuimos de vuelta a la intendencia y nos dijeron que el gremio protestó porque le
daban privilegios al capataz y no al resto y que amenazó con una huelga”, contó.
Al final, la diferencia de dinero que se requería para pagarle al capataz, la terminaron aportando
algunos comerciantes y los adoquines finalmente fueron colocados de la manera correcta. Mario aún
conserva el recibo.
Pero las reconstrucciones de las casas, el adoquinado, los faroles y las restauraciones de los
edificios públicos tuvieron su precio. Hoy, la ciudad está, la mayor parte del tiempo, vacía. Es como
un museo que sólo tiene vida cuando los turistas se pasean por sus calles. Los viejos habitantes no
están. Se fueron por unas monedas.

Capítulo 8
El futuro después de la Unesco
Un viejo refrán, harto conocido, dice que para quien no sabe dónde va, cualquier destino es bueno.
Tal vez, eso pueda definir lo que sucede en Colonia, que por momentos apuesta a ser un respetado
sitio arqueológico y en otros parece dejarse seducir por la idea de ser un parque temático (de
entretenimiento). Y acaba en paseo comercial.
El 6 de diciembre de 1995, el día en el que la UNESCO incluyó en la lista de sitios protegidos a la
ciudad de Colonia del Sacramento[36], la balanza pareció inclinarse definitivamente a favor de la
defensa del patrimonio, marcando un momento trascendente en la cultura nacional. Parecía que el
Estado uruguayo tenía claro cuál era el rumbo que le quería dar a Colonia y hacía algo al respecto.
Ese día, por primera vez en la historia, un trozo del Uruguay era incluido en la selecta lista
internacional que también integraban las ruinas de Machu Pichu, las pirámides de Egipto y el Coliseo
Romano, entre otros.
El proceso que culminaría con el reconocimiento de la UNESCO se había iniciado diez años antes
cuando la Comisión de Patrimonio Histórico, Artístico y Cultural de la Nación elevó una
comunicación a la UNESCO. Pero sería un impulso que no lograría su objetivo.
Años después, en 1990, el Consejo Ejecutivo Honorario retomó la iniciativa y envió una nueva
comunicación a la UNESCO. Increíblemente, y sin aparente conexión, la Cancillería uruguaya, a
través de la Dirección de Organismos Internacionales, hizo lo mismo casi en el mismo momento.
En los años sucesivos se reiteraron las solicitudes, se pidió la presencia de técnicos especializados,
se involucró al embajador uruguayo ante la UNESCO y por supuesto, se pospuso la presentación de
la solicitud “ante lo perentorio del plazo”, aunque ya habían pasado tres años desde que había sido
elevada.[37]
“La lista del Patrimonio Mundial surge a partir de los términos de la Convención concerniente a la Protección del Patrimonio
Cultural y Natural adoptada en el mes de noviembre de 1972 en la 17ª Conferencia General de la UNESCO”. “La Convención
establece que el Comité del Patrimonio Mundial establecerá, actualizará y publicará una Lista del Patrimonio Cultural y
Natural Mundial de sitios propuestos por los Estados participantes y considerados para ser protegidos por su valor”.
whw.unesco.org
Luego, el CEH elevó a la Junta Departamental los requerimientos planteados por la UNESCO. La
Junta demoró dos meses en recibir al CEH, aun cuando ambas cedes estaban a menos de cinco
cuadras de distancia. Cuando al fin la Junta se decidió a recibir al CEH, ese día, insólitamente, no
trató el tema.
Para 1994, con la firma del Ministro de Educación y Cultura, la solicitud fue enviada por vía
diplomática a la delegación permanente del Uruguay ante la UNESCO.[38] Al año siguiente el
Comité encargado de decidir la inclusión de los sitios en la Lista del Patrimonio Mundial inscribió al
Barrio Histórico de la ciudad de Colonia del Sacramento. Ese mismo día el Comité inscribió a 23
sitios en la Lista. Colonia ocupó el lugar 23 y su número de identificación fue el 747.
La ilusión de que el Estado uruguayo había decididamente puesto al barrio histórico de Colonia en
dirección a la conservación del patrimonio, iba a durar poco, pues el sello de la UNESCO, a la vez
que puso en el mapa cultural del mundo a una pequeña península del Río de la Plata, hizo del antiguo
bastión una potencial mina de oro.
Lo que el reconocimiento también quería decir era que cientos de turistas iban a llegar hasta Colonia
para gastar su dinero. Ese potencial flujo de dinero, dejó en evidencia que ese equilibrio entre
cultura y turismo, no sería tan sencillo de mantener. Y lo que debía ser un riguroso sitio arqueológico
comenzó a incluir cosas propias de un parque temático, con imitaciones incluidas. No quedó allí,
pues a nivel de toma de decisiones, empezaron a tener una voz en cuestiones de patrimonio, entre
otros, los buscadores de tesoros. El Estado, que antes le solicitó a la UNESCO su reconocimiento, es
el mismo que ahora también promueve a Collado y le otorga la libertad para hacer y deshacer en las
aguas de Colonia, con el control de la Armada. Que además es su socio en las ganancias.
Contrariamente a lo que se puede suponer, la recuperación del patrimonio subacuático, búsqueda de tesoros hundidos para
algunos, no está regulada por la Comisión de Patrimonio de la Nación, sino por la Prefectura Naval. Esta peculiar situación,
tan curiosa como pretender que la recuperación del histórico edificio del teatro Solís sea controlada por la policía, está
determinada por el decreto ley 14.343 del año 1975.
Dicha norma elaborada por el gobierno de facto sin embargo no refiere en absoluto al patrimonio histórico sino a los buques
varados, hundidos o semihundidos que dificulten la navegación y habilita a los privados al desguace de los mismos. Es que el
decreto ley en su artículo 15 es tan amplio que incluye a todos los barcos hundidos o sus restos cuya extracción no hubiere
comenzado antes del año 1973.
El artículo 22 es el que hace que la Prefectura y la Armada sean tan celosos de que la situación se mantenga tal como está
pues declara que el producido de la enajenación del barco o partes del mismo se dividirán en partes iguales entre la
Prefectura Nacional Naval y la persona que encontró la especie.
A primera vista, promover a Collado parece algo casi de sentido común. La situación parece obvia y
el argumento en apariencia, claro. El Uruguay tiene un enorme patrimonio enterrado en el fondo del
mar, fruto de la gran cantidad de naufragios que se sucedieron en sus costas a lo largo de los siglos,
pero el Estado uruguayo no tiene dinero para recuperar nada de lo que posee y que puede estar a
metros de la playa. En este escenario aparece alguien, en este caso Collado, que dice: Voy a
encontrar los barcos, con todas las complejidades que ello trae; voy a pagar por la búsqueda; y
además le voy a dar la mitad de lo que encuentre al Estado. Parece, a todas luces, un negocio
redondo y ubica a Collado – ya no como un buscador de tesoros – sino como un salvador del
patrimonio.
Sin embargo, hay ciertas omisiones en este relato que pueden hacer ver a este arreglo desde otra
perspectiva.
En primer lugar, es importante tener claro qué es lo que hay en el fondo del mar. Hay piezas de valor
monetario y otras que sólo tienen valor arqueológico. ¿Qué significa eso? Quiere decir que algunas
de esas piezas serán de valor para Collado y otras no.
Es bueno mencionar también que el Estado uruguayo no firmó un tratado de protección del patrimonio
subacuático que le abriría las puertas de la cooperación internacional en la materia. Y
paradójicamente, uno de los argumentos que se esgrime desde el Estado para recurrir a los
buscadores de tesoros es, justamente, que no recibe cooperación internacional para poder recuperar
su patrimonio subacuático.
La recuperación que realizan los arqueólogos puede ser más lenta, pero asegura que todo se
recuperará y podrá ser contemplado y estudiado. Y no sólo lo que pudiera tener valor económico
sería recuperado y lo que no lo es, vaya uno a saber la suerte que corre allá abajo.
La ciudad se había despertado fria y llena de visitantes. El sol brillante, se esforzaba por hacer más
llevadero el clima. Caminé sin rumbo hasta que entré en una pequeña construcción de madera que
servía de puesto de información turística, y que reunía a algunos de los visitantes en busca de
orientación. Esperé junto con otros turistas venidos de diferentes lugares, pero luego de intentar
infructuosamente obtener algo de información, más allá de la que ofrecían los vistosos folletos, me
fui. La chica que atendía podía ofrecer poco más, aparte de su estupenda sonrisa.
Luego de recorrer las calles intenté la opción de los museos. El museo Municipal era una de las
opciones más promocionadas que ofrecía Colonia.
El primero de los museos que tuvo el barrio, ubicado en la llamada Casa de Brown, le imponía al
visitante un precario paseo más propio de un museo de un instituto de enseñanza secundaria que el de
un lugar que ha sido inscripto en la lista del Patrimonio Mundial.
Al entrar me recibieron dos señoras muy afables, que tuvieron la gentileza de interrumpir su animada
charla, para venderme unos boletos que servían para ese y para todos los museos. Era conveniente.
Con la entrada en la mano y un tosco mapa de la ciudad adjunto, inicié el recorrido por el museo que,
ya desde un principio, se mostró carente de las más mínimas explicaciones.
En unas diez habitaciones encontré unas placas de bronce en un corredor, que referían a Arthur
Phillip, unos mapas de Colonia, presumiblemente de diferentes épocas, algunos objetos antiguos,
unas fotos, unas maquetas de barcos modernos, decenas de aves, huesos de antiguos animales,
pinturas con unos indígenas en ellas y una gran maqueta de la ciudad de Colonia. Terminé mi
recorrido y me encontré de nuevo en la calle y con gusto a poco.
Di unos pasos y entré en un pequeño café ubicado al costado de la Plaza. Una mujer gesticulaba
emocionada. Era la dueña del lugar, a la que el frío no parecía afectar, sentada con unos comensales.
Su sonrisa revelaba su intensa emoción: “Buquebus bajó el precio de los pasajes”. Todos sabían lo
que eso significaba.
Collado está comenzando a hacer y dehacer en Colonia, pero por lejos la figura omnipresente de la
ciudad es Juan Carlos López Mena, propietario de Buquebus. Su presencia se materializa en los
barcos que entran y salen del puerto, los buses que recorren las calles con el logo de la empresa, el
hotel donde todos sus pasajeros paran, las guías que los pasean y el restaurante donde siempre
comen. Cada una de las acciones de López Mena tiene un impacto directo en la realidad económica
de la pequeña ciudad.
El Intendente Municipal de Colonia, Carlos Moreira, describió a Juan Carlos López Mena,
propietario de Buquebus, como “el dueño del Río de la Plata (...) de Montevideo, Colonia, Punta del
Este y Piriápolis” y amplió sus dichos afirmando que “todo lo que por barco cruza el Río de la Plata
es Buquebus o Ferrylíneas, que es lo mismo”.
Según Moreira, “ese es uno de los problemas más serios que tiene Colonia. En realidad no es porque
sea un monopolio de derecho, sino porque es un monopolio de hecho”.
López Mena no se conforma con el negocio actual y desde hace años está tratando de impulsar un
mega-proyecto en el barrio histórico, para el que ya tiene compradas más de una manzana, sobre el
puerto viejo.
Para Eduardo Caballero, propietario de uno de los albergues de la ciudad, López Mena es el mayor
interesado en que la reglamentación sobre lo que se puede hacer en el barrio y lo que no, sea al
menos flexibilizada. El proyecto tiene previsto para la zona adyacente al puerto viejo, así lo
demuestra, según sus palabras.
“En ese lugar, el propietario de Buquebus, tiene proyectado construir un gran hotel con Casino, un
puerto de yates, una cúpula de cristal y hasta techar una calle del barrio histórico”, dijo Caballero
con preocupación.
Caballero, que en persona hizo llegar una copia del proyecto de López Mena y lo entregó en propias
manos a un representante de la UNESCO en París, bien podría definirse como un vecino proactivo y
alerta, por algunos. Pero como una piedra en el zapato por otros.
Es un hombre polémico que frente a cada propuesta que considera inconveniente para Colonia, que
son muchas, presenta firmas, organiza manifestaciones y moviliza a los vecinos.
Es difícil encontrarlo sin hacer nada. Cuando no está movilizándose por algo, como el proyecto de
Buquebus para el puerto viejo, el puente Colonia-Buenos Aires o el nuevo hotel Sheraton, Caballero
está arreglando alguna moto, algún artefacto eléctrico u ocupándose del hostal de su propiedad.
De entre unos papeles sacó una foto aérea del Bastión del Carmen y de la construcción lindera que
luce sin una sola de las tejas que alguna vez tuvo. “Es un edificio del siglo XIX que López Mena
compró hace unos años y le sacó todas las tejas y se las quiso llevar para otro lado, pero algunos
vecinos lo denunciaron. Sin embargo, hasta el día de hoy la Intendencia de Colonia no ha logrado que
las tejas hayan vuelto a su lugar, pese a que según la normativa vigente está absolutamente prohibido
realizar cualquier modificación a los edificios ubicados dentro del Barrio Histórico. El rigor a la
hora de controlar no es uno de nuestros fuertes, como sociedad, tampoco la planificación. Así, al
Estado uruguayo, en cualquiera de sus formas, hacerse respetar frente a algunos de los poderosos
actores que tienen que ver con el barrio histórico y con Colonia.
No se puede volver al año 1968 cuando Otero Mendoza llegaba a Colonia buscando hacer realidad
la idea de reconstruir el olvidado bastión. O cuando, junto a Federico García Capurro, convencían al
presidente de la época. No se puede hacer volver a los viejos pobladores que por años le dieron
vida al lugar. No se puede hacer que las calles vuelvan a estar pobladas de niños. Tampoco se puede
hacer que esos antiguos habitantes reciban un precio justo por dejar los hogares de toda una vida.
Pero se puede hacer mucho todavía.
Para empezar, hacer un plan que contemple todas las situaciones que se han dado y que se podrían
dar en el barrio, para dar garantías y seguridad a los que viven y a los que van. Y en especial a todo
el país, respecto a lo que será en el futuro de ese enclave histórico. En segundo lugar, definir quienes
son los que tienen derecho a decidir.
Es necesario que se defina cuál es la Colonia que se quiere, cómo será Colonia. Y es necesario que
ello se traduzca en un Plan, en el que se diga qué se puede hacer, lo qué no, y en especial lo que hay
que hacer para alcanzar el objetivo que se busca. Para que las decisiones no dependan de personas.
La no existencia de un Plan, beneficia a quienes quieren sacar provecho de Colonia en el corto plazo,
sin reparar demasiado en lo que se ha hecho por la recuperación del sitio histórico y en su futuro en
el largo plazo.
Resulta absurdo creer, además, que sobre un sitio que es patrimonio de la humanidad, los únicos que
tienen derecho a decidir son quienes allí viven, como se ha llegado a insinuar. Y más, si tenemos en
cuenta que la mayoría de quienes hoy son propietarios de inmuebles, llegaron para sustituir a los
pobladores de toda la vida.
Tampoco es razonable pensar que sea sólo la municipalidad la que tenga la decisión, pues no está
preparada para hacerlo, amén de que los intereses a los que está sujeta, en algunos casos, van en
contra de los intereses del sitio histórico.
De hecho, no es imaginable que organismos o instituciones, individualmente deban decidir sobre el
futuro del Barrio Histórico. Es algo que se debe hacer colectivamente. Sumar esfuerzos,
capacidades y recursos para lograr lo mejor para la ciudad.
Si, ya sé, si Colonia depende de que todos nos pongamos de acuerdo en Uruguay, pobre Colonia.
Pero hay que soñar. Pues por ahí se empieza.

Bibliografía
APOLANT, Alejandro; Los primeros pobladores españoles de la Colonia del Sacramento, Ministerio de Educación y Cultura, 1971
ARAÚJO, Orestes: Historia de los Charrúas (primera parte), José María Serrano Editor, Montevideo, 1911
BACCINO PONCE DE LEÓN, Napoleón; Aarón de Anchorena: una vida privilegiada, Presidencia de la República Oriental del
Uruguay, 1998
BARRAN, José Pedro; CAETANO, Gerardo; PORZECANSKI, Teresa: Historias de la vida privada en el Uruguay (Capítulo 2),
Editorial Taurus/Santillana, 1998
BARRIOS PINTOS, Aníbal: Historia de los pueblos orientales, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 1971
BARROS LEMES, Alvaro (Compilador): V centenario en el Río de la Plata, Editorial Monte Sexto, Montevideo, 1992
BLANCO ACEVEDO, Pablo: El gobierno colonial en el Uruguay y los orígenes de la nacionalidad, Biblioteca Artigas,
Montevideo, 1975
BLIXEN, Hyalmar: La fundación de Montevideo, Melibea Ediciones, Montevideo, 1999
BUSTAMANTE, Horacio: La corona hecha pedazos, Buenos Aires, Javier Vergara Editor, 1991
DI CANDIA, César: La generación encorsetada, Colección Búsqueda / Editorial Fin de Siglo, Montevideo, 1994
FARIÑA TOJO, José: La protección del patrimonio urbano: instrumentos normativos, Akal Ediciones, Madrid, 2000
FEUILLEE, Luis: Viaje a la ciudad que no existía, diario La República, Montevideo, 1995
GAETA, Julio; FOLLE, Eduardo: Colonia: ciudad y territorio, Guías Elarqa de Arquitectura, Editorial Dos Puntos, Montevideo, 1997
GUTIERREZ, Lucinda; PARDO, Gabriela (Coordinación Editorial/ Autores Varios): Descubridores del pasado en mesoamérica,
D.G.E. Ediciones / Turner Publicaciones, Ciudad de México, 2001
ISOLA, Ema: La esclavitud en el Uruguay, Publicación de la Comisión Nacional de Homenajes del Sesquicentenario de los Hechos
Históricos de 1825, Montevideo, 1975
KUNSCH OELKERS, Adolfo: Incendio y naufragio del Lord Clive, Torre del Vigía Ediciones, Montevideo, 2003
LAGUARDA TRIAS, Rolando A.: El predescubrimiento del Río de la Plata por la expedición portuguesa de 1511 – 1512 , Junta
de Investigaciones de Ultramar, Lisboa, 1973
MARIÑO, Heroídes Artigas: La aventura del Real de San Carlos, Editorial Estampas, Colonia del Sacramento, 2001
MOREIRA, Omar: La Colonia portuguesa, Prisma Ltda, Montevideo, 1999
PATERNAIN, Alejandro: Los fuegos de sacramento, Alfaguara, Montevideo, 1998.
PRATS, Llorenc: Antropología y patrimonio, Editorial Ariel SA, Barcelona, 1997
REYES ABADIE, Washington; VÁZQUEZ ROMERO, Andrés: Crónica general del Uruguay, Ediciones de la Banda Oriental,
Montevideo
RIBEIRO, Ana: Los tiempos de Artigas, diario El País, Montevideo, 1999
RIVEROS TULA, Aníbal: Historia de la Colonia del Sacramento, Revista del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay, XXII,
Montevideo, 1959
SCHMIDL, Ulrico: Viaje al Río de la Plata, Ediciones Nuevo Siglo, 1995
VARESE, Juan Antonio: Naufragios en Colonia: patrimonio histórico, Torre del Vigía Ediciones, 2003
65
www.coloniadelsacramento.info

[1] En el transcurso de la elaboración del presente trabajo, el Director de Cultura de la Intendencia Municipal de Colonia habría
corregido la situación.
[2] UNESCO: United Nations Educational, Scientific and Cultural Organization
[3] La Calle de los Suspiros se denominaba, antes del inicio de las obras de reconstrucción, “Manuel Antonio Ledesma (Ansina)” (sic)
[4] Ver Capítulo 3.
[5] Los cambios tienen que ver con decisiones a nivel de los Ministerios, lugares de origen y de quienes eran sus delegados los
integrantes del CEH.
[6] La entrevista fue realizada en el año 2003
[7] Este tema está explicado en el capítulo 8
[8] Miguel Ángel Odriozola murió en el año transcurso de este trabajo, a finales de 2003.
[9] Carolina González Laurino: La construcción de la identidad uruguaya
[10] En base al Capítulo 2 de la publicación “Los Tiempos de Artigas” de la Prof. Ana Ribeiro, El País, Montevideo, 1999.
[11] Aún no se llamaba Ministerio de Educación y Cultura.
[12] Jorge Pacheco Areco fue director del diario El Día entre los años 1961 y 1965, cuando renuncia para dedicarse a promover la
formula presidencial que integraba con el Gral. Oscar Gestido y para hacer campaña por la reforma constitucional.
[13] El diario El Día era por esos tiempos un lugar donde frecuentemente se definían asuntos que luego se tratarían en las órbitas
estatales correspondientes.
[14] Jorge Páez Vilaró, artista y fundador del Museo de Arte Americano de Maldonado, definía a Otero Mendoza en una carta como
un “viejo luchador de la causa de las Américas” en lo que a cultura se refiere.
[15] Entre las iniciativas que Otero Mendoza había implementado en la Intendencia Municipal de Montevideo se encontraban la
primera Casa de la Cultura de Montevideo, las Bibliotecas ambulantes y el Museo de Arte Americano de Montevideo.
[16] “Ruta del Éxodo o de la Derrota”, según el artículo 6º.
[17] Según lo expresa ‘Buby’ Fusco, arqueóloga de la Comisión de Patrimonio Histórico de la Nación.
[18] Banco de la República Oriental del Uruguay
[19] Luis Dasori murió en el transcurso de la realización de este trabajo, en el año 2003.
[20] César Di Candia: La generación encorcetada, p 121, Editorial Fin de Siglo, Montevideo, 1994
[21] El completo se denomina, en un prostíbulo, al acto sexual que incluye sexo oral, vaginal y anal.
[22] Entrevista a Aarón Mizraji.
[23] Todo el adoquinado del Barrio Sur, a excepción de las tres calles que salen de la plaza hacía el río, fue colocado en la década del
80 a pedido de los vecinos que iniciaron una protesta que tenía como slogan: ‘Cansados de comer tierra, pedimos el adoquinado’.
[24] Tal como lo dice ‘Buby’ Fusco, arqueóloga de la Comisión de Patrimonio de la Nación, hoy es obligatorio contar con un
arqueólogo (funcionario de la Comisión de Patrimonio) que controle el desarrollo de las obras y evalúe qué hacer con los objetos
encontrados en el transcurso de las mismas. Antes de que esta disposición se pusiera en práctica los propietarios de los inmuebles no
declaraban los objetos encontrados y éstos quedaban en su poder.
[25] Entrevista realizada por la periodista Karina Micheletto para el diario Página 12
[26] Ver referencia en la página 30
[27] El vidrio era el soporte sobre el cual se registraba la imagen, el negativo, antes de la película que conocemos en la actualidad.
[28] En el año 2003 el Poder Ejecutivo adjudicó a Collado las tareas de búsqueda del ‘Lord Clive’ según reza en una carta firmada por
el Vicepresidente Hierro López del 16 de mayo de 2003. En el año 2004 Collado y su equipo iniciaron la búsqueda.
[29] Su verdadero nombre fue omitido a solicitud de la parte interesada
[30] Ver Capítulo 5.
[31] Hombres que se metían con mujeres casadas a espaldas de sus maridos.
[32] En la calle de Portugal, a metros de la Basílica.
[33] Consejo Ejecutivo Honorario para la Restauración y Conservación de la Antigua Colonia.
[34] La primera obra que realizó el Poder Ejecutivo en el antiguo baluarte portugués.
[35] Las obras referidas son las reconstrucciones que se realizaron en inmuebles particulares.
[36] Ese mismo día el Palacio Legislativo, sede del Congreso, también pugnó por ingresar en la lista, pero la información presentada por
las autoridades del Poder Legislativo era insuficiente.
[37] Según se explica en los informes del CEH al respecto.
[38] El Ministro de Educación y Cultura era el Dr. Antonio Mercader.

Potrebbero piacerti anche