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Política Economía
Es muy cierto que el liberalismo enuncia postulados teóricos (o ideológicos, si se prefiere) que
dan sustento al libre mercado, la iniciativa individual y la propiedad privada—el esqueleto del
sistema capitalista. Pero una lectura parcial y sesgada omite que el liberalismo además es la
matriz del constitucionalismo, el principio que establece la separación de poderes y los
mecanismos que lo regulan y reproducen. La singularidad del estado liberal reside en la idea
que las personas tienen derechos fundamentales, y esos derechos están protegidos sólo si el
uso del poder público está restringido a priori, o sea, dividido y limitado por normas
relativamente estables.
Las mayorías son por definición transitorias, de ahí que la constitución liberal reserve derechos
y garantías para proteger a las minorías, que pueden ser un partido político derrotado o una
minoría étnica o religiosa. Pero en países crecientemente heterogéneos en lo social y diversos
en lo cultural, también es minoría un grupo que, independientemente de su número, sea
perjudicado por una asignación desigual de recursos materiales—por ejemplo, los pobres o la
fuerza laboral femenina—o por una distribución asimétrica del reconocimiento social—por
ejemplo, los homosexuales o los discapacitados.
Ser liberal es ser progresista porque la separación de poderes y el debido proceso están del
lado de los que menos tienen. Los pobres no tienen recursos materiales, ni apellido, ni
influencia política, sólo tienen la norma jurídica que los protege y los empodera, es decir, que
les da poder. Hacer redistribución con el liberalismo es ampliar derechos sociales, es construir
ciudadanía. Sin el liberalismo, con la discrecionalidad del jefe del Ejecutivo, la redistribución no
construye más que clientes de una estrategia de dominación. Hacer justicia social a expensas
de otros tipos de justicia es falso; redistribuir recursos mientras se intimida a periodistas
críticos y se avasalla a jueces independientes es parte de esta falacia que nos gobierna.
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