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01/10/13 Ser liberal, ser progresista | Internacional | EL PAÍS

INTERNACIONAL

Ser liberal, ser progresista


El constitucionalismo liberal conforma una corriente histórica profundamente progresista. Sin él no
habría igualdad ante la ley
HECTOR E. SCHAMIS Washington 24 JUN 2013 - 15:10 CET 37

Archivado en: Liberalismo político Neoliberalismo Democracia Washington Política económica Estados Unidos Ideologías Latinoamérica Norteamérica América
Política Economía

Para algunas expresiones de la nueva izquierda latinoamericana, más o menos “populistas”, la


agenda redistributiva y progresista debe avanzar a expensas del liberalismo. En esta versión, el
liberalismo no es más que una ideología a desenmascarar, el credo de la derecha, los
poderosos y el capitalismo internacional. El debate en la región se basa entonces en un
razonamiento falaz, que reduce y por ende distorsiona el fenómeno en cuestión. Si esto
transcurriera sólo en los claustros, no importaría demasiado. Lo grave es que con esta falacia
estos gobiernos hacen política, deteriorando las instituciones republicanas y la legalidad
democrática. Ironía suprema, de este modo también afectan los derechos de las mismas
clases populares que dicen representar.

Es muy cierto que el liberalismo enuncia postulados teóricos (o ideológicos, si se prefiere) que
dan sustento al libre mercado, la iniciativa individual y la propiedad privada—el esqueleto del
sistema capitalista. Pero una lectura parcial y sesgada omite que el liberalismo además es la
matriz del constitucionalismo, el principio que establece la separación de poderes y los
mecanismos que lo regulan y reproducen. La singularidad del estado liberal reside en la idea
que las personas tienen derechos fundamentales, y esos derechos están protegidos sólo si el
uso del poder público está restringido a priori, o sea, dividido y limitado por normas
relativamente estables.

La creación de un orden social basado en la igualdad formal—derechos y garantías—junto con


la desigualdad material—propiedad privada—fue objeto frecuente de controversias
intelectuales y disputas políticas. Para algunas vertientes de pensamiento, esta era una fórmula
intrínsecamente contradictoria y, como tal, insostenible. La nueva izquierda parece suscribir de
esta lógica, desconociendo que la “invención democrática” resolvió esa supuesta
incongruencia tiempo atrás. De hecho, una vez que el liberalismo clásico se combinó con el
proceso histórico democratizador, se creó el marco institucional indispensable para la
expansión de derechos—civiles, pero también políticos y sociales—que condujeron a la
participación política irrestricta y la redistribución. Si ello no fuera así, el voto continuaría siendo
exclusivo para hombres, blancos y propietarios. Y si el derecho a la propiedad privada, tan
esencial al capitalismo liberal, fuera inalterable, la tributación progresiva y el estado de
bienestar serían quimeras.

El constitucionalismo liberal conforma así una corriente histórica profundamente progresista.


Sin el liberalismo no habría igualdad ante la ley, ni existiría la noción de debido proceso, y por
ende tampoco tendríamos la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La democracia,
entonces, debe ser liberal para ser verdaderamente “democrática”. Esto es esencial para
entender lo que está en juego en América Latina, donde nos devoran los sesos con la condena
del liberalismo por parte de supuestas democracias populares, directas, radicales,
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plebiscitarias y demás. Camuflaje retórico, esa es la propaganda de un régimen que usa el


método democrático para llegar al poder, pero que una vez allí lo ejerce de manera autoritaria,
incluyendo su intención de perpetuarse en él.

Las mayorías son por definición transitorias, de ahí que la constitución liberal reserve derechos
y garantías para proteger a las minorías, que pueden ser un partido político derrotado o una
minoría étnica o religiosa. Pero en países crecientemente heterogéneos en lo social y diversos
en lo cultural, también es minoría un grupo que, independientemente de su número, sea
perjudicado por una asignación desigual de recursos materiales—por ejemplo, los pobres o la
fuerza laboral femenina—o por una distribución asimétrica del reconocimiento social—por
ejemplo, los homosexuales o los discapacitados.

Y cuando de las clases populares y la redistribución se trata, el liberalismo también es


necesario para eso. Primero porque un programa redistributivo sólo es sustentable en el
tiempo si es parte del tejido de procedimientos de la democracia liberal, como bien lo
demuestra la social democracia escandinava, que construyó las sociedades con mayor
equidad social y mayor libertad individual del planeta. Y segundo porque cuando cambia el
ciclo económico y la economía se contrae—o sea, cuando el boom de las commodities se
agote—en un orden normativo débil se exacerban las desigualdades pre-existentes, lo cual
perjudica a los pobres desproporcionadamente.

Ser liberal es ser progresista porque la separación de poderes y el debido proceso están del
lado de los que menos tienen. Los pobres no tienen recursos materiales, ni apellido, ni
influencia política, sólo tienen la norma jurídica que los protege y los empodera, es decir, que
les da poder. Hacer redistribución con el liberalismo es ampliar derechos sociales, es construir
ciudadanía. Sin el liberalismo, con la discrecionalidad del jefe del Ejecutivo, la redistribución no
construye más que clientes de una estrategia de dominación. Hacer justicia social a expensas
de otros tipos de justicia es falso; redistribuir recursos mientras se intimida a periodistas
críticos y se avasalla a jueces independientes es parte de esta falacia que nos gobierna.

El liberalismo histórico convirtió a los súbditos en ciudadanos, individuos autónomos con


derechos garantizados por la norma constitucional. Las izquierdas bolivarianas y sus parientes
cercanos transforman a estos ciudadanos en sujetos dependientes de una máquina
paternalista que busca perpetuarse—reducen las esferas de derechos en lugar de ampliarlas.
Sin el liberalismo, esta versión perversa de progresismo cada vez se parece más a su
antítesis, un autoritarismo regresivo.

El autor es profesor en la Universidad de Georgetown, Washington DC.

© EDICIONES EL PAÍS, S.L.

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