Desde el siglo XV hasta nuestros días, la Arquitectura ha estado bajo
la influencia de tres “ficciones” ---representación, razón e historia (J. Baudrillard)---, a pesar de la aparente sucesión de estilos arquitectónicos, cada uno con su propia etiqueta –Clasicismo, Neoclasicismo, Modernismo, Postmodernismo y así sucesivamente--, estas tres ficciones han persistido en una u otra manera durante quinientos años. Cada una de las ficciones tenía un propósito fundamental: el de la representación, dar cuerpo a la idea de significado; el de la razón, codificar la idea de verdad; de la historia, rescatar la idea de lo atemporal de las garras del continuo cambio. Fue a finales del siglo XX, cuando lo clásico se entendió como un sistema abstracto de relaciones. El que así ocurriera fue debido a que sólo entonces, la arquitectura de principios del siglo XX, pasó a ser considerada como parte de la historia, y de ahí que ahora sea posible ver que la arquitectura “moderna”, aunque estilísticamente diferente de las arquitecturas previas, presenta un sistema de relaciones parecido al de la arquitectura clásica (Foucault); a pesar de la autoproclamada ruptura que tuvo lugar con el Movimiento Moderno, ha sido un paradigma de lo clásico, lo atemporal y lo verdadero. La ficción de la representación: la simulación del significado
La primera ficción de la arquitectura es la representación. En otras
palabras, el modo en que el lenguaje producía significado podía estar representado dentro de este lenguaje. Así las cosas: la verdad y el significado eran evidentes por sí mismos. Por otra parte, los edificios renacentistas y todos los edificios posteriores que pretendían ser “arquitectura”, tenían un valor porque representaban una arquitectura a la que ya se le había asignado un valor previamente, porque eran simulacros (representaciones de representaciones), de edificios antiguos. El mensaje del pasado se utilizaba para verificar el significado del presente. La arquitectura moderna existía solamente para dar forma a su función. Mediante la conclusión deductiva de que “la forma sigue a la función”, se introdujo la idea de que un edificio ha de expresar –es decir, parecerse a– su función, o asemejarse a una idea de función. De este modo, en su esfuerzo por distanciarse de la tradición representacional anterior, la arquitectura moderna intentó despojarse de los adornos exteriores del estilo “clásico”. El resultado de este proceso de reducción fue llamado abstracción. Pero esta reducción a pura funcionalidad no era tan sólo una abstracción; era también un intento por representar la realidad misma. La idea de función, es decir, el mensaje de la utilidad en vez del mensaje de la Antigüedad. El funcionalismo resultó ser una conclusión estilística más, basada esta vez en un positivismo técnico y científico, una simulación de la eficiencia. Eran simplemente, formas clásicas desnudas o formas que se referían a un nuevo conjunto de datos (función, tecnología). El compromiso de hacer que la abstracción moderna se convierta en historia parece querer dar por terminado, hoy en día, el problema de la representación. La inversión moderna de este empeño la estableció Robert Venturi en su distinción entre “duck” y “decorated shed”. Un duck es un edificio que se supone refleja su función o que permite que su orden interno se exhiba en su exterior; un decorated shed, es un edificio que funciona como una cartelera, donde cualquier tipo de imagen (salvo su función interna), --letras, emblemas, imágenes, elementos arquitectónicos incluso– transmite un mensaje accesible a todos. De ahí que las “abstracciones” del moderno sean todavía objetos referenciales: “ducks” tecnológicos más que tipológicos. Un signo empieza a ser una réplica, o en términos de Baudrillard, a “simular”, una vez que la realidad que representa ha muerto. Cuando desaparece la distinción entre representación y realidad, cuando la realidad es tan sólo simulación, la representación pierde su fuente a priori de significación, y entonces es cuando pasa a ser tan sólo simulación. La ficción de la razón: la simulación de la verdad
La segunda ficción de la Arquitectura posmedieval es la razón. Si la
representación era una simulación del significado de lo atemporal a través del mensaje de la Antigüedad, la razón era una simulación del significado de la verdad a través de la ciencia. Su apogeo fue la Ilustración. La búsqueda del origen de la arquitectura es la manifestación primera del ansia por encontrar una fuente racional para el diseño. En el Renacimiento, con la pérdida de un universo de valores evidente en sí mismos, los orígenes se buscaban en fuentes divinas o naturales, lo que implicaba una geometría que iba de lo cosmológico a lo antropomórfico. Se creía representar la verdad una vez que la arquitectura parecía racional, lo que es tanto como decir que representaba la racionalidad. Pero en este punto de la evolución de la conciencia algo aconteció: la razón se volvió hacia sí misma y así empezó, por tanto, el proceso de su propia destrucción. Cuestionándose su propia situación y modo de conocimiento, la razón demostró ser su ficción. No hay una imagen arquitectónica de la razón. La arquitectura expresa la estética de la experiencia de (la persecución y el deseo de) la razón. El análisis, y la ilusión de la demostración en un proceso continuo que remite a la definición nietzscheana de “verdad” es una serie interminable de figuras, metáforas y metonimias. La reafirmación arquitectónica –la réplica– comporta una nostalgia por la seguridad del conocimiento, la fe en la continuidad del pensamiento occidental. Cuando el análisis y la razón reemplazaron a la representación como medios para revelar la verdad, la cualidad clásica o atemporal de la representación finalizó y comenzaron las ficciones de lo clásico. La ficción de la historia: la simulación de lo atemporal
La tercera ficción de la arquitectura clásica es la historia. Hasta
mediados del siglo XV, el tiempo se concebía de un modo no-dialéctico. Desde la Antigüedad hasta la Edad Media no se tenía conciencia del movimiento progresivo del tiempo. El arte no buscaba su justificación en relación con el pasado o el futuro, era inefable y atemporal. A mediados del siglo XV, apareció la idea de un origen temporal y con ella la idea del pasado. Al poner un punto fijo para el comienzo, el ciclo eterno del tiempo se vio interrumpido. De ahí, la pérdida de la atemporalidad, ya que la existencia de un origen requería una realidad temporal. El Movimiento Moderno, en su polémico rechazo de la historia que lo precedió, intentó apelar, para esta relación armónica a valores distintos de aquellos que hasta entonces encarnaban lo eterno y lo universal. El hecho de considerarse a sí misma como sustituto de los valores de la arquitectura precedente, hizo que el Movimiento Moderno sustituyese una idea universal de relevancia por una idea universal de historia, análisis del programa por análisis de la historia. El espíritu presumiblemente neutro de la “voluntad de los tiempos” defendió la asimetría por encima de la simetría, el dinamismo por encima de la estabilidad, la ausencia de jerarquía por encima de la jerarquía. En este sentido, la arquitectura moderna se revela a sí misma, no como una ruptura con la historia, sino como un momento avanzado del mismo continuum. . Estaban atrapados ideológicamente por la ilusión que significaba el creer en la eternidad de su propio tiempo. La atemporalidad ilusoria del presente trae consigo una conciencia de la naturaleza temporal del tiempo pasado. Ése es el uso clásico de la réplica de un tiempo pasado para invocar lo atemporal como la expresión de su propio tiempo. Para eludir la dependencia respecto de la identificación histórica –es decir, para eludir la idea de que el propósito de la arquitectura es encarnar la época– es necesario proponer una idea alternativa de arquitectura, una idea en que su propósito no sea la expresión de su propio tiempo, sino su inevitabilidad. En este sentido, la idea de que el propósito de la arquitectura es expresar su propia época se convierte en un serio problema. Parece evidente que lo clásico, en sí mismo, era una simulación que la arquitectura había mantenido durante quinientos años. El resultado de considerar clasicismo y modernismo como parte de una sola continuidad histórica, “lo clásico” supone entender que ya no hay valores evidentes en sí mismos en la representación, la razón, o la historia, que confieran legitimidad al objeto. Esta separación significa que no importa si los orígenes son naturales, divinos o funcionales; en otras palabras, quizás ya no sea posible producir una arquitectura clásica –o sea, temporal– recurriendo a los valores de lo clásico, inherentes en la representación, la razón y la historia. Lo no-clásico. La arquitectura como ficción.
Las tres “ficciones” que acabamos de discutir se pueden entender ya
no como ficciones, sino como simulaciones. En primer lugar, diremos que la simulación de la representación en arquitectura ha conducido a una excesiva concentración de energía creativa en el objetivo representacional. Sin embargo, en otras disciplinas, la representación no es el único objeto de la figuración. La figura arquitectónica siempre alude a –aspira a la representación de– algún otro objeto, ya sea arquitectónico, antropomórfico, natural o tecnológico. En segundo lugar, podemos sostener que la ficción de la razón en arquitectura ha estado basada en el valor que lo clásico ha dado a la idea de verdad. Pero Heidegger dijo que el error tenía una trayectoria paralela a la verdad, que el error puede constituir la revelación de la verdad. De ahí que actuar desde el “error” o desde la ficción, sea oponerse conscientemente a la tradición de la “lectura errónea” –de la que lo clásico, sin saberlo depende--. Finalmente, como ya vimos, la ficción simulada del Movimiento Moderno –heredada, inconscientemente, de lo clásico– condujo a que cualquier arquitectura debiese ser el reflejo del “Zeitgeist”. Es decir, que lo presente y lo universal podían ser ambos atributos de la arquitectura. Pero si la arquitectura es, inevitablemente, la invención de ficciones, tendría entonces que ser posible proponer una arquitectura que encarnara “otra” ficción, una que no se sostuviera por medio de valores universales o del presente, y lo que es más importante, que no considerara como su propósito reflejar estos valores. ¿Cuál puede ser el modelo para la arquitectura cuando la esencia de lo que era efectivo en el modelo clásico, el supuesto valor racional de sus estructuras, representaciones, metodologías de orígenes y fines, y procesos deductivos, han demostrado ser simulaciones? Al no ser posible responder a esta pregunta con un modelo alternativo, debemos proponer una serie de características con las que tipificar esta aporía. Estas características citadas más abajo surgen de lo que no pueden ser; forman una estructura de ausencias. Lo que se está proponiendo es, más bien, una expansión más allá de los límites que presenta el modelo clásico para poder llevar a cabo una arquitectura como discurso independiente, de lo arbitrario y de lo atemporal en lo artificial. Se le puede dar el nombre de no-clásica. Una arquitectura no-clásica no es ni un certificado de la experiencia, ni una simulación de la historia, ni la razón o la realidad del presente. Una arquitectura no-clásica no es, por tanto, incapaz de dar respuesta a la perfección de la plenitud inherente al mundo; más bien, es incapaz de dar respuesta a su representación.
El fin del comienzo
Que el valor posea un origen implica la existencia de un estado o condición de origen anterior. Habrá que comenzar eliminando aquellos conceptos definidos en el tiempo característicos de lo clásico, que son, fundamentalmente, origen y fin. Hemos de empezar por el presente, sin dar, necesariamente, un valor al presente. La idea de arquitectura, como algo añadido, más que como algo con entidad propia –adjetival más que nominal u ontológica– lleva a la percepción de la arquitectura como mecanismo práctico. Mientras la arquitectura sea, principalmente, un mecanismo destinado a ser usado y dar cobijo –mientras tenga su origen en funciones programáticas— será siempre un efecto. Se pueden proponer unas ficciones alternativas para el origen, simples puntos de partida sin valor; pueden ser artificiales y negativos, en vez de naturales y/o divinos. Estos comienzos, disimulados y determinados artificialmente, pueden estar libres de valores universales, porque son únicamente puntos arbitrarios en el tiempo. En vez de un collage o un montaje, que vive dentro de un contexto y alude a un origen, el contexto de un objeto es un lugar inventado que casi no tiene otras características de objeto que aquellas que caracterizan un proceso, es meramente un lugar que contiene motivación para la acción, que es el comienzo del proceso. Que la arquitectura no pueda describir o representar la razón, no significa que no pueda cuestionarse sistemática y rigurosamente cuál es su ser. Cualquier proceso debe tener, necesariamente, un comienzo y un movimiento, podemos considerar que el origen ficcional tiene, por lo menos, un valor metodológico; es decir, un valor relacionado con la generación de las relaciones internas del mismo proceso. Pero si el comienzo es efectivamente arbitrario, no puede haber ningún movimiento en dirección a la clausura o el fin, porque la motivación para el cambio de estado no puede nunca conducir a un estado de no-cambio.
El fin del fin
La segunda característica básica en una arquitectura no-clásica es su
liberación de objetivos o fines a priori –el fin del fin--. Como alternativa, el proceso se convierte en un proceso de modificación: en la invención de un proceso no-dialéctico, no-direccional y no-orientado hacia un objetivo. En este contexto, la forma arquitectónica “se revela como un espacio para la invención”, en vez de ser la representación servil de otra arquitectura o un simple mecanismo práctico. Inventar una arquitectura es permitir que la arquitectura sea una causa; y el hecho de ser una causa debe provenir de algo externo a una estrategia dirigida de composición. El problema, entonces, reside en distinguir los textos de las representaciones, en transmitir la idea de que lo que uno está viendo: el objeto material, es un texto y no una serie de referencias a otros objetos o valores. Esto sugiere la idea de una arquitectura como “escritura” en vez de una arquitectura de imágenes. Lo que esta siendo “escrito” no es el objeto en sí mismo –su masa y volumen--, sino el acto de dar forma a aquella materia, a aquella masa. Esta idea confiere un cuerpo metafórico al acto arquitectónico. El acto da razón de su condición de lectura a través de un nuevo sistema de signos llamados “huellas”. Una huella señala la idea de leer. Por consiguiente, una huella es un signo parcial o fragmentario; no tiene objetivación. Implica una acción que está en proceso. La huella no se preocupa de formar una imagen, representación de arquitectura previa o de costumbres y usos sociales, sino se ocupa de dejar constancia física. De este modo, la huella es el registro de la motivación, el registro de la acción, no la imagen de otro origen objeto. En este caso, una arquitectura de lo no-clásico comienza a considerar la noción de un lector consciente de su propia identidad como lector. Es decir, no tiene un conocimiento preconcebido de cómo deberá ser la arquitectura; la arquitectura no-clásica tampoco aspira a ser entendida por medio de estas preconcepciones. La competencia del lector, se puede definir como la capacidad para distinguir el sentido del conocimiento del sentido de la creencia. La nueva competencia procede de la capacidad de leer per se, de saber cómo leer y principalmente de saber leer y no necesariamente de codificar arquitectura como un texto. Lo que caracteriza la diferencia entre la ficción arquitectónica que proponemos aquí y la ficción clásica es su condición de texto y la manera en que se lee. Saber decodificar ya no tiene importancia, el placer reside en conocer algo como lenguaje. Un espacio “atemporal” en el presente que no tenga una relación determinante con un futuro ideal o con un pasado idealizado. La arquitectura es hoy, el proceso de invención de un pasado artificial y un presente sin futuro. Recuerda un futuro que ha dejado de serlo. Este artículo está basado en tres suposiciones o valores no- verificables: la arquitectura atemporal (sin origen, sin fin); la arquitectura no- representacional (sin objeto); y la arquitectura artificial (arbitraria, sin razón).
“The end of the Classical”, Eisenman, Peter. Arquitecturas bis Num. 48, 1984