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El Fin de lo clásico (1984)

Peter Eisenman

Desde el siglo XV hasta nuestros días, la Arquitectura ha estado bajo


la influencia de tres “ficciones” ---representación, razón e historia (J.
Baudrillard)---, a pesar de la aparente sucesión de estilos arquitectónicos,
cada uno con su propia etiqueta –Clasicismo, Neoclasicismo, Modernismo,
Postmodernismo y así sucesivamente--, estas tres ficciones han persistido
en una u otra manera durante quinientos años. Cada una de las ficciones
tenía un propósito fundamental: el de la representación, dar cuerpo a la idea
de significado; el de la razón, codificar la idea de verdad; de la historia,
rescatar la idea de lo atemporal de las garras del continuo cambio.
Fue a finales del siglo XX, cuando lo clásico se entendió como un sistema
abstracto de relaciones. El que así ocurriera fue debido a que sólo entonces,
la arquitectura de principios del siglo XX, pasó a ser considerada como parte
de la historia, y de ahí que ahora sea posible ver que la arquitectura
“moderna”, aunque estilísticamente diferente de las arquitecturas previas,
presenta un sistema de relaciones parecido al de la arquitectura clásica
(Foucault); a pesar de la autoproclamada ruptura que tuvo lugar con el
Movimiento Moderno, ha sido un paradigma de lo clásico, lo atemporal y lo
verdadero.
La ficción de la representación: la simulación del significado

La primera ficción de la arquitectura es la representación. En otras


palabras, el modo en que el lenguaje producía significado podía estar
representado dentro de este lenguaje. Así las cosas: la verdad y el
significado eran evidentes por sí mismos. Por otra parte, los edificios
renacentistas y todos los edificios posteriores que pretendían ser
“arquitectura”, tenían un valor porque representaban una arquitectura a la
que ya se le había asignado un valor previamente, porque eran simulacros
(representaciones de representaciones), de edificios antiguos. El mensaje
del pasado se utilizaba para verificar el significado del presente.
La arquitectura moderna existía solamente para dar forma a su
función.
Mediante la conclusión deductiva de que “la forma sigue a la función”, se
introdujo la idea de que un edificio ha de expresar –es decir, parecerse a– su
función, o asemejarse a una idea de función. De este modo, en su esfuerzo
por distanciarse de la tradición representacional anterior, la arquitectura
moderna intentó despojarse de los adornos exteriores del estilo “clásico”.
El resultado de este proceso de reducción fue llamado abstracción.
Pero esta reducción a pura funcionalidad no era tan sólo una
abstracción; era también un intento por representar la realidad misma. La
idea de función, es decir, el mensaje de la utilidad en vez del mensaje de la
Antigüedad.
El funcionalismo resultó ser una conclusión estilística más, basada esta
vez en un positivismo técnico y científico, una simulación de la eficiencia.
Eran simplemente, formas clásicas desnudas o formas que se referían a un
nuevo conjunto de datos (función, tecnología). El compromiso de hacer que
la abstracción moderna se convierta en historia parece querer dar por
terminado, hoy en día, el problema de la representación.
La inversión moderna de este empeño la estableció Robert Venturi en
su distinción entre “duck” y “decorated shed”. Un duck es un edificio que
se supone refleja su función o que permite que su orden interno se exhiba
en su exterior; un decorated shed, es un edificio que funciona como una
cartelera, donde cualquier tipo de imagen (salvo su función interna), --letras,
emblemas, imágenes, elementos arquitectónicos incluso–
transmite un mensaje accesible a todos. De ahí que las “abstracciones” del
moderno sean todavía objetos referenciales: “ducks” tecnológicos más que
tipológicos.
Un signo empieza a ser una réplica, o en términos de Baudrillard, a
“simular”, una vez que la realidad que representa ha muerto. Cuando
desaparece la distinción entre representación y realidad, cuando la realidad
es tan sólo simulación, la representación pierde su fuente a priori de
significación, y entonces es cuando pasa a ser tan sólo simulación.
La ficción de la razón: la simulación de la verdad

La segunda ficción de la Arquitectura posmedieval es la razón. Si la


representación era una simulación del significado de lo atemporal a través
del mensaje de la Antigüedad, la razón era una simulación del significado
de la verdad a través de la ciencia. Su apogeo fue la Ilustración. La
búsqueda del origen de la arquitectura es la manifestación primera del ansia
por encontrar una fuente racional para el diseño. En el Renacimiento, con la
pérdida de un universo de valores evidente en sí mismos, los orígenes se
buscaban en fuentes divinas o naturales, lo que implicaba una geometría
que iba de lo cosmológico a lo antropomórfico. Se creía representar la
verdad una vez que la arquitectura parecía racional, lo que es tanto como
decir que representaba la racionalidad.
Pero en este punto de la evolución de la conciencia algo aconteció: la razón
se volvió hacia sí misma y así empezó, por tanto, el proceso de su propia
destrucción. Cuestionándose su propia situación y modo de conocimiento,
la razón demostró ser su ficción.
No hay una imagen arquitectónica de la razón. La arquitectura
expresa la estética de la experiencia de (la persecución y el deseo de) la
razón. El análisis, y la ilusión de la demostración en un proceso continuo
que remite a la definición nietzscheana de “verdad” es una serie
interminable de figuras, metáforas y metonimias.
La reafirmación arquitectónica –la réplica– comporta una nostalgia
por la seguridad del conocimiento, la fe en la continuidad del pensamiento
occidental. Cuando el análisis y la razón reemplazaron a la representación
como medios para revelar
la verdad, la cualidad clásica o atemporal de la representación finalizó y
comenzaron las ficciones de lo clásico.
La ficción de la historia: la simulación de lo atemporal

La tercera ficción de la arquitectura clásica es la historia. Hasta


mediados del siglo XV, el tiempo se concebía de un modo no-dialéctico.
Desde la Antigüedad hasta la Edad Media no se tenía conciencia del
movimiento progresivo del tiempo. El arte no buscaba su justificación en
relación con el pasado o el futuro, era inefable y atemporal. A mediados del
siglo XV, apareció la idea de un origen temporal y con ella la idea del pasado.
Al poner un punto fijo para el comienzo, el ciclo eterno del tiempo se vio
interrumpido. De ahí, la pérdida de la atemporalidad, ya que la existencia de
un origen requería una realidad temporal.
El Movimiento Moderno, en su polémico rechazo de la historia que lo
precedió, intentó apelar, para esta relación armónica a valores distintos de
aquellos que hasta entonces encarnaban lo eterno y lo universal. El hecho
de considerarse a sí misma como sustituto de los valores de la arquitectura
precedente, hizo que el Movimiento Moderno sustituyese una idea universal
de relevancia por una idea universal de historia, análisis del programa por
análisis de la historia.
El espíritu presumiblemente neutro de la “voluntad de los tiempos”
defendió la asimetría por encima de la simetría, el dinamismo por encima de
la estabilidad, la ausencia de jerarquía por encima de la jerarquía. En este
sentido, la arquitectura moderna se revela a sí misma, no como una ruptura
con la historia, sino como un momento avanzado del mismo continuum.
. Estaban atrapados ideológicamente por la ilusión que significaba el creer
en la eternidad de su propio tiempo.
La atemporalidad ilusoria del presente trae consigo una conciencia de
la naturaleza temporal del tiempo pasado. Ése es el uso clásico de la réplica
de un tiempo pasado para invocar lo atemporal como la expresión de su
propio tiempo.
Para eludir la dependencia respecto de la identificación histórica –es
decir, para eludir la idea de que el propósito de la arquitectura es encarnar la
época– es necesario proponer una idea alternativa de arquitectura, una idea
en que su propósito no sea la expresión de su propio tiempo, sino su
inevitabilidad. En este sentido, la idea de que el propósito de la arquitectura
es expresar su propia época se convierte en un serio problema. Parece
evidente que lo clásico, en sí mismo, era una simulación que la
arquitectura había mantenido durante quinientos años.
El resultado de considerar clasicismo y modernismo como parte de
una sola continuidad histórica, “lo clásico” supone entender que ya no hay
valores evidentes en sí mismos en la representación, la razón, o la historia,
que confieran legitimidad al objeto.
Esta separación significa que no importa si los orígenes son
naturales, divinos o funcionales; en otras palabras, quizás ya no sea posible
producir una arquitectura clásica –o sea, temporal– recurriendo a los valores
de lo clásico, inherentes en la representación, la razón y la historia.
Lo no-clásico. La arquitectura como ficción.

Las tres “ficciones” que acabamos de discutir se pueden entender ya


no como ficciones, sino como simulaciones. En primer lugar, diremos que la
simulación de la representación en arquitectura ha conducido a una
excesiva concentración de energía creativa en el objetivo representacional.
Sin embargo, en otras disciplinas, la representación no es el único objeto de
la figuración. La figura arquitectónica siempre alude a –aspira a la
representación de– algún otro objeto, ya sea arquitectónico, antropomórfico,
natural o tecnológico.
En segundo lugar, podemos sostener que la ficción de la razón en
arquitectura ha estado basada en el valor que lo clásico ha dado a la idea de
verdad. Pero Heidegger dijo que el error tenía una trayectoria paralela a la
verdad, que el error puede constituir la revelación de la verdad.
De ahí que actuar desde el “error” o desde la ficción, sea oponerse
conscientemente a la tradición de la “lectura errónea” –de la que lo clásico,
sin saberlo depende--.
Finalmente, como ya vimos, la ficción simulada del Movimiento
Moderno –heredada, inconscientemente, de lo clásico– condujo a que
cualquier arquitectura debiese ser el reflejo del “Zeitgeist”. Es decir, que lo
presente y lo universal podían ser ambos atributos de la arquitectura. Pero
si la arquitectura es, inevitablemente, la invención de ficciones, tendría
entonces que ser posible proponer una arquitectura que encarnara “otra”
ficción, una que no se sostuviera por medio de valores universales o del
presente, y lo que es más importante, que no considerara como su propósito
reflejar estos valores.
¿Cuál puede ser el modelo para la arquitectura cuando la esencia de lo que
era efectivo en el modelo clásico, el supuesto valor racional de sus
estructuras, representaciones, metodologías de orígenes y fines, y procesos
deductivos, han demostrado ser simulaciones?
Al no ser posible responder a esta pregunta con un modelo
alternativo, debemos proponer una serie de características con las que
tipificar esta aporía. Estas características citadas más abajo surgen de lo
que no pueden ser; forman una estructura de ausencias. Lo que se está
proponiendo es, más bien, una expansión más allá de los límites que
presenta el modelo clásico para poder llevar a cabo una arquitectura como
discurso independiente, de lo arbitrario y de lo atemporal en lo artificial. Se
le puede dar el nombre de no-clásica. Una arquitectura no-clásica no es ni un
certificado de la experiencia, ni una simulación de la historia, ni la razón
o la
realidad del presente. Una arquitectura no-clásica no es, por tanto, incapaz
de dar respuesta a la perfección de la plenitud inherente al mundo; más
bien, es incapaz de dar respuesta a su representación.

El fin del comienzo


Que el valor posea un origen implica la existencia de un estado o
condición de origen anterior. Habrá que comenzar eliminando aquellos
conceptos definidos en el tiempo característicos de lo clásico, que son,
fundamentalmente, origen y fin. Hemos de empezar por el presente, sin dar,
necesariamente, un valor al presente.
La idea de arquitectura, como algo añadido, más que como algo con
entidad propia –adjetival más que nominal u ontológica– lleva a la
percepción de la arquitectura como mecanismo práctico.
Mientras la arquitectura sea, principalmente, un mecanismo destinado a ser
usado y dar cobijo –mientras tenga su origen en funciones programáticas—
será siempre un efecto.
Se pueden proponer unas ficciones alternativas para el origen,
simples puntos de partida sin valor; pueden ser artificiales y negativos, en
vez de naturales y/o divinos. Estos comienzos, disimulados y determinados
artificialmente, pueden estar libres de valores universales, porque son
únicamente puntos arbitrarios en el tiempo.
En vez de un collage o un montaje, que vive dentro de un contexto y
alude a un origen, el contexto de un objeto es un lugar inventado que casi no
tiene otras características de objeto que aquellas que caracterizan un
proceso, es meramente un lugar que contiene motivación para la acción, que
es el comienzo del proceso.
Que la arquitectura no pueda describir o representar la razón, no significa
que no pueda cuestionarse sistemática y rigurosamente cuál es su ser.
Cualquier proceso debe tener, necesariamente, un comienzo y un
movimiento, podemos considerar que el origen ficcional tiene, por lo menos,
un valor metodológico; es decir, un valor relacionado con la generación de
las relaciones internas del mismo proceso. Pero si el comienzo es
efectivamente arbitrario, no puede haber ningún movimiento en dirección a
la clausura o el fin, porque la motivación para el cambio de estado no puede
nunca conducir a un estado de no-cambio.

El fin del fin

La segunda característica básica en una arquitectura no-clásica es su


liberación de objetivos o fines a priori –el fin del fin--.
Como alternativa, el proceso se convierte en un proceso de modificación:
en la invención de un proceso no-dialéctico, no-direccional y no-orientado
hacia un objetivo.
En este contexto, la forma arquitectónica “se revela como un espacio
para la invención”, en vez de ser la representación servil de otra arquitectura
o un simple mecanismo práctico. Inventar una arquitectura es permitir que
la arquitectura sea una causa; y el hecho de ser una causa debe provenir de
algo externo a una estrategia dirigida de composición.
El problema, entonces, reside en distinguir los textos de las
representaciones, en transmitir la idea de que lo que uno está viendo: el
objeto material, es un texto y no una serie de referencias a otros objetos o
valores.
Esto sugiere la idea de una arquitectura como “escritura” en vez de
una
arquitectura de imágenes. Lo que esta siendo “escrito” no es el objeto en sí
mismo –su masa y volumen--, sino el acto de dar forma a aquella materia, a
aquella masa. Esta idea confiere un cuerpo metafórico al acto
arquitectónico. El acto da razón de su condición de lectura a través de un
nuevo sistema de signos llamados “huellas”. Una huella señala la idea de
leer. Por consiguiente, una huella es un signo parcial o fragmentario; no
tiene objetivación. Implica una acción que está en proceso. La huella no se
preocupa de formar una imagen, representación de arquitectura previa o de
costumbres y usos sociales, sino se ocupa de dejar constancia física. De
este modo, la huella es el registro de la motivación, el registro de la acción,
no la imagen de otro origen objeto.
En este caso, una arquitectura de lo no-clásico comienza a considerar
la noción de un lector consciente de su propia identidad
como lector. Es decir, no tiene un conocimiento preconcebido de cómo
deberá ser la arquitectura; la arquitectura no-clásica tampoco aspira a ser
entendida por medio de estas preconcepciones.
La competencia del lector, se puede definir como la capacidad para
distinguir el sentido del conocimiento del sentido de la creencia.
La nueva competencia procede de la capacidad de leer per se, de
saber cómo leer y principalmente de saber leer y no necesariamente de
codificar arquitectura como un texto.
Lo que caracteriza la diferencia entre la ficción arquitectónica que
proponemos aquí y la ficción clásica es su condición de texto y la manera en
que se lee.
Saber decodificar ya no tiene importancia, el placer reside en conocer
algo
como lenguaje.
Un espacio “atemporal” en el presente que no tenga una relación
determinante con un futuro ideal o con un pasado idealizado. La
arquitectura es hoy, el proceso de invención de un pasado artificial y un
presente sin futuro. Recuerda un futuro que ha dejado de serlo.
Este artículo está basado en tres suposiciones o valores no-
verificables: la arquitectura atemporal (sin origen, sin fin); la arquitectura no-
representacional (sin objeto); y la arquitectura artificial (arbitraria, sin razón).

“The end of the Classical”, Eisenman, Peter. Arquitecturas bis Num. 48, 1984

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