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El mejor de

los mundos
posibles
Martín Gómez Palacio
Autores del 450 | No. 5
est e libro se r e a li z ó con a poyo del est ímulo a l a producción de
libros der i va do del a rt iculo t r a nsi t or io cua dr agésimo segundo
del pr esupuest o de egr esos de l a feder ación 2012.

Primera edición en: Imprenta Politécnica, 1927

Primera edición en la Colección Autores del 450 - Instituto de Cultura del Estado de Durango: 2013

Producción: Instituto de Cultura del Estado de Durango, a cargo de:

Cuidado de la Colección: Leopoldo Santana Romero

Ilustración de portada: Yolanda Montes de la Torre ¦ luly.y-1416@hotmail.com

Diseño de la Colección: Claudia Marcela Román Avitia ¦ cielomar27@gmail.com

© Zita Barragán, por estudio preliminar

D.R. © Instituto de Cultura del Estado de Durango. 2013

Cerro de la Cruz 122. Fracc. Lomas del Guadiana, 34110, Durango, Dgo.

ISBN de la obra: 978 607-7820-78-9

ISBN de la colección: 978 607-7820-73-4

Impreso y hecho en México

El Instituto de Cultura del Estado de Durango realizó las búsquedas correspondientes ante el Instituto

Nacional de Derechos de autor y en la Sociedad General de Escritores de México, a fin de localizar a los

titulares de los derechos patrimoniales del autor. Desafortunadamente, no se encontraron antecedentes,

no obstante esto, el Instituto de Cultura del Estado de Durango, deja a salvo los derechos patrimoniales

del autor, comprometiéndose a llevar a cabo el instrumento jurídico con quien demuestre fehaciente-

mente poseer la titularidad de dichos derechos.


El mejor de los mundos posibles Martín Gómez Palacio
El mejor de
los mundos
posibles
Martín Gómez Palacio
Autores del 450 | No. 5
Rafael Tovar y de Teresa
Presidente del Consejo Nacional
para la Cultura y las Artes

María Cristina García Cepeda


Directora del Instituto Nacional de Bellas Artes

Stasia de la Garza
Coordinadora Nacional de Literatura

Jorge Herrera Caldera


Gobernador Constitucional
del Estado de Durango

Rubén Ontiveros Rentería


Director General del Instituto de Cultura
del Estado de Durango

Cecilia Sofía Piña Salas


Secretaria Técnica

Leopoldo Santana Romero


Director de Planeación

María de los Ángeles Rodríguez Favela


Directora de Administración y Finanzas
Estudio preliminar Zita Barragán
E l discurso narrativo de Martín Gómez Pala-
cio (1893-1970) en El mejor de los mundos
posibles, nos remite a las más antiguas propuestas de la novelística
de época latinoamericana. En sus atmósferas recurrentes, los habi-
tantes de nuestras regiones afines se desbordan en descripciones
y lenguajes que se ciñen a sus propias realidades, tan comunes
y compartidas como profundas y determinantes. Las mismas lu-
chas, con las mismas armas, tantas veces ineficaces; acciones y
que­jas que convergen en un solo resultado: una impotencia de si­
glos. Porque la inequidad es cíclica en sus embates y la inconfor­
midad resurge, temeraria e irrefrenable, desafiante y opuesta a va-
ticinios de derrota. En este escenario, considerar que se habita en
el mejor de los mundos posibles equivale a una irrealidad, un ab-
surdo, de frente a la existencia que transcurre entre los contrapun-
tos de una verdad histórica que, por otra parte, se observa desde la
perspectiva del autor, personaje ilustrado que descorre los telones
naturales, creados a partir de su condición de testigo presencial y
observador de una época, y al mismo tiempo sabedor y consciente
de la trascendencia del periodo de transición que le ha tocado vi-
vir. Y es quizás esta intención su mayor acierto, por cuanto escribe
con conocimiento de causa y con la determinación de entregar a
la posteridad estampas verosímiles, inamovibles y exactas de un
pa­sado que pertenece por derecho propio al lector que comparte
cultura y orígenes mexicanos. Las luchas independentistas y revo­
lucionarias de los pueblos, con su cauda de crudeza y barbarie, son
planos recurrentes –en la realidad y en la novelística– en los cuales
el único aliciente posible es la esperanza. Es la voz universal, rei-
terada, que juglares y poetas de otras regiones, como el guatemal-
teco Otto-Raúl González (1921-2007), recogen en sus can­tos: «País
donde hay campesinos sin tierra/que para subsistir se vean preci-
sados a vender su esperanza/país con niños desnutridos/país con
desempleo y telarañas/salarios de hambre y atole con el dedo…»
Sin embargo, no existen escenarios, por convulsos o míseros que
sean, en los cuales no aparezca la partícula de humanidad que

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sal­va –o destruye, tal sea la iniquidad que cada cual lleva den-
tro– y da forma a los acontecimientos y a las gestas heroicas que
mutan las estructuras de una sociedad construida por la nobleza
–o la perversidad– del hombre. El mejor de los mundos posibles
en­treteje estos elementos con algunos hilos conductores que en
oca­siones se extravían para aparecer más tarde, inesperadamen-
te, a continuar o concluir su efecto. Algunos otros, sin embargo,
desaparecen en forma definitiva sin haber contribuido a fortalecer
el entramado de la historia. No obstante, triunfan las aptitudes es­
tilísticas del autor, su descripción certera de una ficción que es tan
verdadera como la incertidumbre de los pobres: «…grises de rostro
y alma (un par de vigías), analfabetos, pobres con la última pobre-
za intelectual y moral y material…»
Ante tales circunstancias de injusticia y desigualdad social sur­
ge, irremediable, la sublevación. Como protagonista y testigo de su
tiempo, Martín Gómez Palacio presencia y sitúa los hechos his­
tó­ricos que dieron pauta al levantamiento social. El asesinato del
pre­sidente Madero enardece a la nación mexicana y engendra a
múl­tiples caudillos (entre ellos a Francisco Villa, dolido y feroz an­te
la noticia impactante del magnicidio y quien, no obstan­te el mar­
co de fondo de la historia, así como el origen norteño de su au­tor,
aparece sólo en la mención incidental de su nombre, sin hacer ac­to
de presencia como protagonista o, al menos, como personaje se­
cundario de la trama). Esto, sin duda, es consecuencia de la mi­
rada particular de quien edifica la estructura narrativa, un hombre
ilustrado perteneciente a la clase alta, a quien la enorme distancia
intelectual que lo separa de «los de abajo», aunada a cierta incom­
prensión de sus miserias, establece una barrera ideológica y un
distanciamiento de fondo y forma. De cierta manera, Gómez Pa-
lacio admite y subsana esas distancias mediante el desempeño de
los personajes, su lógica y el diseño de su entorno, en una clara
justificación de sí mismos. La historia sale ganando, porque a dife-
rencia de otras novelas con temática de la Revolución, o ubicadas
en su contexto, en El mejor de los mundos posibles no surgen esce-
nas de empalamientos, raptos y violaciones de doncellas púberes u
otros crímenes nefandos.

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Inicio y planteamiento

Corre el año 1913, y en la Hacienda de La Punta su administrador,


don Alejandro Martínez, libra una batalla interior, un conflic­to de
conciencia que lo obliga a levantarse en armas en contra del go-
bierno de Victoriano Huerta: «…yo no paso por esto que le han
hecho al Presidente Madero. No soy conforme con los traido­res
asesinos de los mandatarios del pueblo». El contundente despe­gue
de El mejor de los mundos posibles induce a transitar por sen­deros
promisorios desde un punto de vista literario, que se pre­sienten
punzantes y truculentos, debido a las transgresiones a la ley y los
acuerdos de convivencia social que efectúan las masas oprimidas
para romper sus cadenas de explotación y miseria, y al mismo tiem-
po, equipararse a los privilegiados hacendados, sus des­cendientes
y demás beneficiarios de sus cotos de poder. La novela de época
suele contener estos ingredientes y muchos más: el heroísmo, el
sacrificio, la humillación o el derecho de pernada. Los fusilamien-
tos, los cadáveres colgados de las ramas de los árboles a la vera del
camino, o hirvientes y a punto de una explosión de vísceras bajo el
rayo de sol del mediodía, a mitad de las calles o frente a la ventana
de Nellie Campobello. O «al pie de una resquebrajadura enorme
y suntuosa, como pórtico de vieja catedral, con los ojos fijos para
siempre y apuntando con el cañón de su fusil», como Demetrio
Macías, uno de Los de abajo, cobijado por un entoldado de blancas
nubes y la genialidad de Mariano Azuela. Peligro y muerte. Reden-
ción. Pero el planteamiento de Martín Gómez Palacio elude esas
crudezas y se aboca a situaciones humanas y a una cotidianeidad
que no atiende a épocas o circunstancias que frenen su transcur-
so; las pasiones no se agotan ante el fragor de la guerra. El engaño,
la lujuria, la traición; la empatía, la atracción, la solidaridad, son
elementos que no requieren una escenografía de crímenes y lin-
chamientos. Don Alejandro Martínez, el administrador de la Ha­
cienda de La Punta, emprende una lucha idealista y da inicio a
una historia en la que transitará, entre luces y sombras, avances y
tropiezos, asumiendo el papel que le corresponde en el devenir de
la historia.

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El lenguaje de Martín Gómez Palacio

La percepción moderna de una escritura con características y usos


idiomáticos antiguos podría alzar una barrera y establecer distan-
cia entre los lectores originales de El mejor de los mundos posibles
y sus potenciales adeptos en pleno Siglo x x I. Sin embargo, en un
escenario ideal, ese aspecto de la presente obra podría constituir
uno de sus mayores atractivos. Lo anterior dependerá de los des-
tinatarios potenciales de esta nueva edición: de la lucidez que ca-
racteriza a las nuevas generaciones de lectores, receptivos a la lite-
ratura vanguardista, pero también a aquella testimonial y relativa
a un tiempo que acunó el caudal de su genealogía.
La voz narrativa y la palabra de Martín Gómez Palacio conser­
van los vocablos comunes entre los habitantes de la región que lo
vio nacer: la ciudad de Durango, capital de Estado en donde el ha­
bla popular se mimetiza e incorpora al verbo culto de los caballe­
ros de bastón, médicos o abogados como algunos personajes influ­
yentes de El mejor de los mundos posibles («Los bastones son algo
im­prescindible y trascendental en los señores licenciados»), identi-
ficados con la naturaleza del escritor quien, no obstante su rango
in­telectual, asume su papel de narrador omnisciente a partir de un
discurso sencillo y en ocasiones pintoresco, a veces pulido, a veces
afectado (en especial al ensalzar, con profusión de calificativos,
la virtud o belleza de algunos personajes femeninos). Del mismo
modo, el autor pregona la frágil condición moral y las negras inten-
ciones de uno que otro pobre diablo que, de no ser por la interven-
ción del narrador que todo lo sabe, quien se entromete, lo juzga,
clasifica y delata, pasaría por la trama sin pena ni gloria. Algunos
verbos y sustantivos que parecieran extraídos de un diccionario de
mexicanismos, en interacción con términos propios del español
an­tiguo que remiten por vía directa a las aventuras descabelladas
del Quijote, contribuyen a situar esta obra costumbrista en una
cla­sificación por países, cuyos regionalismos y giros lingüísticos
iden­tifican idiosincrasia y nacionalidad. El recurso del escritor, por
excelencia, es el lenguaje, la herramienta básica para su quehacer
de albañilería constructora de andamios verbales y de estructuras
arquitectónicas que soporten universos creíbles; instrumento que
puede conducirlo al éxito o al peor de los fracasos al ejercer aquél

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que es, de suyo (y por parafrasear a Martín Gómez Palacio, Voltai-
re, y al propio Leibniz), el mejor de los oficios posibles. ¿Es el dis-
curso de Martín Gómez Palacio inteligible para un cúmulo de lec-
tores más allá de nuestras fronteras geográficas? Es proba­ble que
lo sea, si bien más por asociación de ideas que por la compren­sión
cabal de algunos términos, como ocurre también con la obra lite-
raria de otros autores mexicanos como Nellie Campobello y Juan
Rulfo, quienes en la oralidad de sus personajes hacen alarde de
una terminología exclusiva del habla nacional de la antigüedad,
cuyo significado los lectores de nuevas generaciones sólo podrán
comprender con la ayuda del diccionario y remitiéndose, en algu-
nos casos, a la clasificación de lenguaje arcaico.
La literatura procedente de Latinoamérica contribuye a difun-
dir hábitos, costumbres y cultura que, planteados en una jerga ple-
tórica de regionalismos, vuelven escarpada la tarea de interpretar
la intencionalidad de una lengua que debería sernos común como
hablantes de un idioma que, si bien nos hermana, en múltiples oca­
siones nos aísla y nos diferencia. La importancia de este tema que
preocupa a dialectólogos, lexicógrafos y sociolingüistas, condujo a
un análisis e intento de solución simplificadora del lenguaje hispa-
noamericano en el marco del IV Congreso Internacional de la Len-
gua Española, efectuado en Cartagena de Indias, Co­lombia, en el
año 2007, en donde se discutió «…la necesidad de homoge­neizar
al máximo nuestras variedades dialectales, llegán­dose a pro­poner
la creación de un español neutro en el que desaparezcan los ras-
gos culturales específicos de las variedades del español». En este
mismo marco, el poeta argentino Juan Gelman (1930-2014) tuvo a
su cargo la coordinación de un panel con el tema «La escritura li­
teraria en las variantes del español» y José Manuel Blecua, por la
Real Academia Española, dirigió el tema: «Hacia la unidad termi-
nológica del español». El resultado fue abstracto, si bien abunda-
ron los comentarios optimistas y las propuestas. No obstante, se
estableció este debate como un primer paso en pos de una meta
que, de alcanzarse, incrementará afinidades y acercamiento inte-
lectual y fortalecerá los nexos de origen común entre regiones lec-
toras de Latinoamérica. Atentas a este interés, la Real Academia
Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española, en
la edición conmemorativa de la novela Cien años de soledad (Alfa-

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guara, 2007) agregaron un glosario de 45 páginas que contiene una
selección de términos y locuciones comunes, para facilitar la com-
prensión de un buen número de usos y regionalismos del lenguaje
procedente de Bolivia, Colombia, El Salvador, México, Nicaragua
y Venezuela, entre otros países latinoamericanos.
En todo caso, el nombre de Martín Gómez Palacio y su con-
dición de escritor que trasciende, van más allá de controversias
lin­güísticas. En su momento, su consistente presencia en ámbitos
in­telectuales como el Nuevo Ateneo de la Juventud, al cual se in­
corporó en el año 1919, y su trato y colaboración con personajes
de la cultura como Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet, José Go-
rostiza, Bernardo Ortiz de Montellano, Enrique González Rojo y
Octavio G. Barreda, entre otros muchos literatos de la época, así
como la difusión de su obra (La vida humilde, poesía, 1918; A flor
de la vida, poesía, 1921; Iztaccíhuatl, cuento, 1931; La loca imagi­
nación, novela, 1920; A la una, a las dos y a las… novela, 1923; El
santo horror, novela, 1925; El mejor de los mundos posibles, novela,
1927; Entre riscos y ventisqueros, novela, 1931; La venda, la balanza
y la ejpá, 1935; Viaje maduro, 1939; El potro, 1940; Cuando la pa­
loma vence al cuervo, 1953; La ambición del diablo, 1962), fincaron
sus méritos para ser considerado un escritor de perfil internacional
e incluido en el libro Who’s who in Latin America: A Biographical
Dictionary of the Outstanding Living Men and Women of Spanish
America and Brazil, editado por Percy Alvin Martin para Stanford
University Press (año 1940, pág. 173), el cual consigna: gómez   pa ­
l acio , Martín. Mexican lawyer and writer. Born: Durango, Sep­
tember 7, 1893. Son of Martín Gómez Palacio and Sara Ybarra de
Gómez Palacio. Unmarried. Educated: School of Jurisprudence of
the University of Mexico, degree of lawyer, 1919. Member: Academia
de Legislación y Jurisprudencia de México (correspondiente de la de
España). Author: La vida humilde (1918); A flor de la vida (1921); La
loca imaginación (1920); A la una, a las dos y a las… (1923); El santo
horror (1925); El mejor de los mundos posibles (1927); Entre riscos y
entre ventisqueros (1931). Adress: 4ª calle de Pachuca 103, México,
D.F.
En conclusión, el lenguaje característico de una buena canti­dad
de libros publicados a finales del siglo xix y principios del xx, pue-
de representar una particularidad atractiva para los lectores bien

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entrenados en el ejercicio de apreciación de la literatura, en sus
manifestaciones antiguas o modernas, en la escritura de Manuel
Payno, Demetrio Aguilera Malta, Ricardo Jaimes Freyre, Rubén
Darío y Horacio Quiroga, o en la de Juan Carlos Onetti, José Re-
vueltas, Alejo Carpentier, Sergio Ramírez o Mario Vargas Llosa.
Épocas, géneros, estilos: la voz propia de cada narrador, el reflejo
de su mundo interior.

Influencias y estilo

La novela es un género complejo, que se nutre con las vivencias de


quien lo cultiva así como de aquellos que lo rodean, con quienes
convive y a cuantos observa. La experiencia de vida es un recurso
a favor, del cual carecen el artista joven y el escritor incipiente,
si bien la edad no es garantía de excelencia en la escritura o en
un oficio cualquiera. Miguel de Cervantes lo explica mejor en el
Prólogo de la Segunda Parte del Quijote: «No se escribe con las
canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los
años». La madurez de estilo, que conlleva entrega y convicción,
fue uno de los objetivos de Martín Gómez Palacio y el motor de
una existencia enfocada al oficio de escribir. Aunque es bien sabi-
do que el alpinismo constituyó una de sus mayores pasiones, fue el
mundo de las letras el que, por elección, lo apartó del ejercicio de
su profesión de abogado. De ahí que su obra sea extensa en los gé-
neros de cuento, novela y poesía, así como en artículos publicados
en periódicos y revistas. Y será cada lector quien determine el nivel
de sus habilidades relatoras y la reacción que éstas sean capaces
de provocar entre los adeptos a su escritura.
Las influencias literarias de Martín Gómez Palacio son claras
y se evidencian en cada párrafo de una escritura instruida por los
grandes clásicos de la literatura en idioma español. Su discurso li-
gero es muy cercano a la oralidad, las secuencias y la estilística del
mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), conside-
rado el primer novelista de Hispanoamérica y autor de El Periquillo
Sarniento, obra que relata los trances, aventuras y desventuras de
un pícaro redimido cuya celebridad está próxima a abar­car un par
de siglos. También Cervantes ejerce una influencia determinante

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en la narrativa de Martín Gómez Palacio, no só­lo en términos de
lenguaje, sino de descripciones que mueven al lector a la sonrisa
o a la carcajada: «El sendero lo condujo hasta el río (…) Ya en el
lugar que le convino procedió, debajo de un árbol, y habiendo an-
tes, por pudor, distendido la manta atando las puntas a la fron­da, a
desnudarse. Cuando estuvo en cueros, pegó una carrerita ri­dícula
y entró su cuerpo enjuto en las aguas. El baño consistía en estarse
un momento con las manos asidas a la orilla mientras que, con los
pies, chapaleaba, en una figuración de nado. El jabón casi nun-
ca intervenía…» O en la configuración de sus expresiones: «…y
mientras tanto, allá, en la Capital de la República, el presidente es­
purio hacía publicar a diario en los periódicos, con tesón, pero con
temblor, esta fórmula que no se sabía si la silbaba o si la masticaba:
«Se hará la paz, cueste lo que cueste…»
En 1927 se publicó El mejor de los mundos posibles, novela es­
crita a partir de la experiencia acumulada en los nueve años pre­
vios (su primera publicación, La vida humilde, se dio a conocer
en 1918, cuando el escritor había cumplido los 25 años). La Ha-
cienda de La Punta simboliza el punto de partida, en donde surge
la inconformidad que lleva al administrador a encabezar una tra-
ma pro­fusa en descripciones de paisajes en los que abundan los
caseríos, la campiña, los corrales, los cerros, los campos y las mil-
pas. En lo sucesivo, esta tónica se repetirá, aplicada, en particular,
a los personajes femeninos cuyas características físicas, actitudes
y cualidades serán magnificadas a través de recursos como la com-
paración, la personificación y la metáfora. Doña Agustina Cuenca
de Palacio, propietaria de la Hacienda de La Punta, es «opulenta,
burlona, desenfadada y reaccionaria» y por añadidura, adicta a la
morfina; Teresa es «fea, breve, tornadiza y sobre todo, helada» y
«su boca era lo peor, partida, grande, gruesa»; Lupe Saracho es
«pelirroja, exuberante, llena de latidos», pero también «fragante y
maciza» y «toda fuego, toda malicia y toda nubilidad»; Lolita Jimé-
nez era «una hembra bigotona», «obesa señora» que se levantaba
«de buen humor, porque no padecía flatos».
El recurso del intertexto refuerza la historia con algunas tona­
dillas populacheras, entre las que sobresalen las cantadas por Ja-
vier Horcasitas (en la segunda parte de la novela) en honor a su
amigo Roberto Palacio, al calor de la borrachera:

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Subí a un palacio a encender una luz elétrica
para devisar a la reina de mi amor,
y la vide venir en el centro de una flor,
y la vide venir entre los rayos del sol.

Y en otro intertexto, más florido, el propio Roberto Palacio, en


un despliegue de inspiración, conquista a su amada Consuelo va-
liéndose de la lírica del poeta español Federico Balart (1831-1905):

Abre al amor el alma, niña hechicera,


prefiere a triste calma grata inquietud,
primavera sin flores no es primavera,
juventud sin amores no es juventud.

Los alcances literarios de los personajes de El mejor de los mun­


dos posibles son relativos, por cuanto su interacción entre sí es muy
escasa. Realizar el trazo de un árbol genealógico, como se ha pro­
cedido a propósito de otras novelas, entre ellas algunas de largo
aliento, como es el caso de Cien años de soledad, resultaría ocioso.
Los lazos familiares, inconexos, difícilmente trascienden un segun­
do grado (padre-hija, tía-sobrino) y algunos personajes deam­bulan,
como surgidos por generación espontánea, en situaciones de vida
que sólo ameritan un planteamiento en los periodos en que apa-
recen en la acción o el diálogo. Son seres herméticos, sin defini-
ción. Sin embargo la trama se sostiene, en parte por la eficiencia
del dis­curso narrativo y el oficioso manejo de situaciones del autor,
en parte por el agradable regusto de las anécdotas y la sustancia
que guardan los malos amores, la decepción, el riesgo de perder
la vida, las conversaciones de cantina, la incertidumbre del por­
venir, la lujuria de Venustiano Carranza, deseoso de convertir en
su amante a la briosa Güera Saracho, la muerte de un niño y hasta
los incidentes y las reyertas en una corrida de toros. La novela con­
mueve al bordar situaciones sentimentales que humanizan y vuel­
ven congruente el discurrir de los personajes. Como es el caso de
Roberto Palacio, un joven de clase alta a quien los incidentes de la
lucha armada lo desconciertan, atemorizan y conmueven al mis-
mo tiempo. El desconcierto obedece a su ignorancia del estado de
cosas que padecen aquellos que sólo sobreviven el día a día, aje­nos

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a lujos y boato, inmersos en un marasmo de miseria que se an­
toja insalvable. Temor a la violencia, al despertar de una turba dis­
puesta a arriesgarlo todo porque, a final de cuentas, el mon­to de
sus posesiones se reduce a una buena dosis de frustra­ción y a una
pizca de la dignidad que les han arrebatado los poderosos, la cas-
ta indigna que merece ser saqueada y combatida hasta el exter-
minio. Sin embargo, late en Roberto Palacios un sentimiento de
conmiseración y de empatía hacia aquella gente que, a diferencia
suya, ha nacido en infortunio; se identifica con ellos y justifica sus
luchas, aun cuando éstas pudieran propiciar, eventualmente, su
propia muerte a manos del resentimiento social y los rencores añe­
jos que representa la ola andrajosa e incendiaria, sembradora de
destrucción, violadora de mujeres y niñas. Peligro latente para to-
dos aquellos que, como él, se han unido al grupo de la «Defen-
sa Social», sin conocimiento alguno en el manejo de las armas o
en las estrategias de combate. Son de observarse los contrastes
que plantea la habilidad de Martín Gómez Palacio, la oposición
de pen­samientos: mientras en las reflexiones del aristócrata se ani­
da el entendimiento de las causas del pueblo, en la mente de Sa-
bás Quiñones, el empleado escribiente, se incuba la posibilidad de
violar a la recamarera quien, por otra parte, carece de definición
y de nombre y sólo atraviesa por el lugar de la escena como una
pieza suelta en el rompecabezas de la historia. La confusión que
genera la guerra es el escenario ideal para la realización de toda
clase de actos innobles. Ya registra la historia las acciones de vi-
leza que la bestia humana es capaz de perpetrar en contra de los
de su misma especie. Una pequeña porción de poder es suficiente
para transformar la naturaleza del hombre, o quizás de sacar a flo-
te su miseria moral. Las luchas libertarias de todos los pueblos del
orbe están salpicadas de episodios sanguinarios incomprensibles e
injustificados. La escritura de Martín Gómez Palacio es realista.
Porque el escritor que se aparta de la realidad se aparta también
de la verdad. Y aunque el oficio de escribir es un arte de mentiras,
la realidad no miente, no oculta el rostro de lo infame, lo cruento
o lo sublime, y de todas las certezas que estremecen a diario los
planos de infinitas realidades en cada rincón de la Tierra.
Como el escritor dispone de sus apegos, El mejor de los mundos
posibles transcurre en un Durango que aunque distinto, sigue sien-

20 | El mejor de los mundos posibles


do el mismo: «En los caminos reinaba la inseguridad»; que per­
manece: «El Cerro de Mercado no se ve desde afuera, como de
adentro de la romántica población. No se ofrece, como intramuros,
elegante y enhiesto, sino tocado de fealdad, lleno de jibas» y tam-
bién «Aerolito formidable»; que no cambia: «Los diputados, pues
tales eran los cinco individuos altaneros que habían entrado hacía
poco, ahí estaban a un lado en torno de una mesa, bebiendo cer-
veza. Bajo las cabelleras hostiles al peine lucían los ojos inexpre-
sivos que no tenían más propiedad que la de estar muy abiertos,
como para no permitir que nadie tomase el pelo que quedaba un
poco más arriba. No había uno solo de ellos que no tuviese en su
persona alguna nota chillante: ya la corbata frenética, ya el furioso
guardapolvo del calzado. Cursilería. ¡Y si fuese sólo de los trajes!
Pero cursilería intelectual, que es la peor de las cursilerías»; que
conserva sus sitios: «Mire, dicte luego luego un telegrama al Hotel
Casablanca para que se presente en esta Secretaría el general Ale-
jandro Martínez, sin pérdida de tiempo».
La guerra como tema literario, puede llegar a ser estrujante, por
la cuota de verdad que cada cual encuentra en ella, proveniente de
historias familiares, que se simboliza en los testimonios y heren-
cias ingratas que sobreviven de esa otra realidad que aunque suene
lejana y ajena a las actuales condiciones de la vida moderna, puede
cambiar siguiendo la oleada de violencia y la descomposición so-
cial que hoy prevalecen. La guerra es un monstruo que aterra pero
atrae; puede significar solución o derrota, o sacrificio. El escenario
de la Guerra Cristera que el novelista Antonio Estrada (1927-1968)
certifica, de primera mano, en las páginas de su novela «Rescol-
do», es una muestra más de este género de la narrativa, que parte
de experiencias propias y se mezcla con una ficción que resuma
realidad y renunciación: la renuncia al derecho de habitar un suelo
firme, de poseer un techo que cubra y proteja la dignidad. La vida
a salto de mata defendiendo ideales y fe, en una gesta que, en la
vida real, ni siquiera aquellos que ejercían un postulado estuvieron
dispuestos a continuar porque ya no valía la pena, puesto que los
intereses económicos y las cuotas de poder unificaron criterios.
Porque, al final de cuentas, lo más importante no es el bienestar
de los pobres, ni su sanidad espiritual, sino el control de su vida y
su miseria y la consecución de posiciones y privilegios. Entre los

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Cristeros de Antonio Estrada (duranguense como Martín Gómez
Palacio y, como él, escritor del género novelístico) marcha su padre
por la sierra de Durango, aliado con coras, tepehuanes y huicholes
en el nombre de Dios, porque Él premiará sus esfuerzos y perdona-
rá las muertes que su mano provoque, porque ha de dar muerte en
el nombre y defensa de su dios. Sin embargo, el discurso cambia al
pactarse la paz, en una acción que conviene a los instigadores de
la violencia. Y entonces cambia también la jugada, y la excomunión
se cierne sobre las cabezas de aquellos que no abandonen la lucha.
Los hilos que mueven el mecanismo de la guerra se mantienen
ocultos, como un ajedrez perverso en el que los peones extravían
el oriente. Ambos narradores proyectan en su narrativa el tiempo y
la realidad que fueron suyos, para bien o para mal en virtud de sus
diferencias de origen. Para Martín Gómez Palacio el escenario de
la guerra revolucionaria es como un cartel de fondo, diseñado por
pinceles ajenos; para Antonio Estrada, la guerra Cristera es la mé-
dula de sus dolores. Pero ambos personajes conservan sus puntos
de unión: su lugar de origen y su oficio de narradores.
Aunque Martín Gómez Palacio se traslada a la Ciudad de Mé­
xico después de concluir sus estudios de jurisprudencia en el Insti-
tuto Juárez, conserva sus vínculos y su lenguaje norteño. Su patria
chica es figura relevante que, ésta sí, participa de la trama. Y la di­
buja y la describe, y la enjuicia igual que a sus habitantes, como
ya lo han hecho antes numerosos autores, entre ellos James Joyce,
quien hace una crítica de la vida «paralítica» de sus conciudada-
nos dublineses en el cuento Un caso doloroso: «El señor James Du­
ffy vivía en Chapelizod porque quería vivir lo más lejos posible de
la ciudad de la que era ciudadano y porque encontraba todos los
otros barrios de Dublín mezquinos, modernos y pretenciosos». A
su vez, el autor de El mejor de los mundos posibles escribe: «Tan
bello que sería arder en holocausto por un ideal, y no vegetar estú-
pidamente como se había hecho estilo en Durango…»

22 | El mejor de los mundos posibles


La soledad en El mejor de los mundos posibles

La hacienda de La Punta es un inmenso caserón en donde no se


registra movimiento. En su patio brillan los naranjos cubiertos de
fruto, pero sólo éstos, pues los árboles frutales de la huerta están
enclenques y marchitos. Con tales antecedentes, no es difícil in-
ferir que aquel sitio apartado y opulento se encuentra en un des-
uso temporal por parte de su propietaria, la linajuda señora doña
Agustina Cuenca de Palacio. La inseguridad de los caminos y el
peligro latente de una revuelta social han sido los causantes de
es­ta situación que, si bien favorece el levantamiento de los revo-
lucionarios, a la dueña no le mueve un cabello. Así, la magnífica
propiedad se convierte en cuartel y guarida de los inconformes y
en la primera sede de sus saqueos. Y es precisamente ella, doña
Agustina, quien permanece como presencia viva en la memoria, la
figura más decididamente literaria de El mejor de los mundos po­
sibles, la que se incorpora al resumen de personajes memorables
que cada quien integra para su cuenta personal. Salvadas las dis-
tancias, es de considerar que de haberse ampliado esta novela y
afianzado su estructura y su consistencia, doña Agustina podría
haber igualado las dimensiones y la celebridad de Úrsula Iguarán,
la dominante matriarca de la familia Buendía. Ella desafía los ries-
gos de una soledad que enfrenta sin la menor amargura; pasa la
vida entre las tinieblas de su cuarto: bendita oscuridad que no se
aleja a menos que ella lo estipule. Acoge a sus amigos, pero decide
el momento exacto en que desea quedarse sola y sin más, a una
seña suya, su sirvienta de confianza se desliza por detrás de los
asientos y en la semioscuridad de la sala azota con un otate los pies
y las pantorrillas de los visitantes, quienes no tienen más remedio
que entender que la dama los insta a marcharse. La existencia de
personajes que disfrutan la soledad es menos frecuente en la lite-
ratura que su contraparte: los abandonados, los sufrientes, los ol-
vidados. Buenos y malos por igual padecen ese flagelo. Pedro Pára-
mo, el cacique, comienza a quedarse solo al morir su hijo Miguel,
no obstante la vasta descendencia que ha esparcido por Comala.
Muchos años después su soledad es completa al fallecer Susana
San Juan, la amada inalcanzable; la soledad y el desamor lo han
vencido cuando Abundio le da la muerte que constituye su única

Martín Gómez Palacio | 23


salida. Gregorio Samsa estaba solo y aislado por la incomprensión
de su familia antes de convertirse en un insecto descomunal cuyo
único destino –y escape– es la muerte. Es la soledad lo que arrasa
con Macondo, mucho antes de la llegada del huracán bíblico que
lo desterrará para siempre de la memoria de los hombres; el propio
escritor colombiano Gabriel García Márquez abordó la soledad de
América Latina como tema de su discurso de recepción del Pre-
mio Nobel de Literatura en 1982. Y Alonso Quijano el Bueno, el
personaje más emblemático de la literatura hispánica, es también
un hombre solo; no de soledad física sino de otra, implícita por
obra y gracia de la pluma de Cervantes, que se traduce del hecho
de haber sido un loco incomprendido viviendo entre cuerdos para
terminar, en vísperas de su muerte, siendo un cuerdo al que pre-
fieren loco: «Tuvo a todo el mundo en poco,/ fue el espantajo y el
coco/ del mundo, en tal coyuntura,/ que acreditó su ventura/ morir
cuerdo y vivir loco.» La soledad es recurrente en la narrativa por
constituir una situación extrema e indeseable que afecta la exis-
tencia de quienes la experimentan, en especial cuando va aunada
a la pobreza, la vejez o el abandono. De ahí su permanencia como
tópico realista en la novelística de todos los tiempos.
En El mejor de los mundos posibles también figura la soledad,
aunque se ubica en sitios impensados para un lector distraído. Y no
es precisamente doña Agustina Cuenca de Palacio quien la sim­
boliza con su encierro y sus oscuridades: será Roberto, el sobrino
ejemplar y hombre bueno, quien sufra sus consecuencias en un
vuelco conmovedor e inesperado de la historia. Roberto Palacio,
el aristócrata que se conduele ante la miseria de los desarrapa-
dos que mantienen sitiada la ciudad de Durango y comprende su
sed de justicia, es un individuo con tendencias místicas a quien
su in­segura postura ante el amor ocasiona grandes conflictos exis-
tenciales. Es Teresa, su condiscípula y primera novia, un roman-
ce es­tudiantil que despierta sus primeros ímpetus amorosos: «No
se veía a sí mismo ni podía juzgarse. Era todo mirada y todo juicio
sólo para ella, para la brevedad armoniosa de aquel cuerpo me-
nudo, para la carita triste y fea, para la boca defectuosísima, para
los ojos blanquizcos, pero toda llena de un misterio a cuya solu-
ción parecía estar consagrada su existencia». Pudiera mover a risa
la de­voción de Roberto por semejante criatura, sin embargo, es la

24 | El mejor de los mundos posibles


ternura lo que prevalece, más aún al comprender que tal misterio
obedece a la razón, simple y llana, de que la muchacha está ena-
morada de otro, alguien que en el pasado, además de despreciarla,
se burló de su fealdad y de sus sentimientos. Un conflicto de celos
y desconfianza se despierta en Roberto al comprender que Teresa
no lo querrá jamás. La desilusión y el sufrimiento, auxiliados por
la hostia y la fe, lo guían a encontrar una salida. En esta primera
y complicada experiencia en los terrenos del amor, se ubica la na-
turaleza de este personaje y se llega a la comprensión de su com-
portamiento futuro. La lucha interna que mantiene, tan constante
como compleja, lo convierte en una figura consistente en el desa-
rrollo y el sostén de la historia y justifica su devenir al transcurrir
de los años. En una atmósfera de incertidumbre, entre transicio-
nes del poder político, debido a las cuales Victoriano Huerta ha
dejado el poder y declara: «Que Dios los proteja a ustedes… y a
mí también», Roberto sufre. El Ejército Constitucionalista marcha
hacia el zócalo de la Ciudad de México, las tropas obregonistas se
desplazan por las calles de Santo Domingo; la metrópoli ha caído
en desgracia, en hambre e inactividad. Hay agresividad en la gen-
te, no hay alumnos en las escuelas ni público en los teatros. Existe
una esperanza en la llegada de Carranza, pero éste tarda en arribar
por la simple y sencilla razón de que no le agradan los capitalinos,
quienes, según ha llegado a sus oídos, lo han llamado «forajido» y
«facineroso». Sin embargo, la vida social continúa; los paseos, los
debates políticos y las reuniones de cantina de los señores licencia-
dos don Isidoro Sifuentes y don Antonio Hernández, los caballeros
de bastón afectos a las corridas de toros, no cesan.
En una tertulia organizada por Lolita Jiménez, la propietaria
de la casa de huéspedes, Roberto se encuentra con Consuelo, una
chica normalista con quien ha cruzado miradas en su camino a la
Escuela de Medicina y, entre flirteos y copas de anís, se vuelve a
enamorar. Es a ella a quien conquista con los versos de Balart, y es
ella la causante de un segundo episodio de apasionamiento y de
introspecciones. El amor es el tema por excelencia en la literatura,
tema compartido en todos los géneros del arte, cercano a los sen-
timientos y a la cotidianeidad de la gente. Novelas que abor­dan el
amor sublime, el cursi, el atormentado, el imposible, el des­pechado
y un sinnúmero de etcéteras, ocupan las bibliotecas de to­dos los

Martín Gómez Palacio | 25


hogares del mundo. Y es sencillo identificarse con los per­sonajes
que sufren por amor y atraviesan por situaciones que parecieran
tomadas de alguna experiencia privada. De ahí el interés que ge-
neran los amores de Roberto Palacio y la indefinición de su futuro
sentimental. Para desgracia de Roberto y beneficio del dramatismo
y la congruencia de su destino en la historia, Consuelo resulta ser
una joven vana que, aunque a diferencia de Teresa ha llegado a
amarlo, es frívola y carente de caletre. Las distancias espirituales
apabullan al amor físico (sólo Don Quijote es capaz de convertir
a una rústica Aldonza Lorenzo en la Dulcinea de sus sueños). Jo-
sefina cierra el círculo y completa la triada de posibilidades trun-
cas: «Ella ignoraba que fuese, el de su novio, un temperamento
tan impresionable, que la sombra de una hoja de árbol al caer, o
una partícula de polvo suspensa en el camino eran bastantes a en­
turbiar el susceptible, el enfermo espíritu leve y sutil como el pa­
pel oro que hasta con el contacto de una mirada se conmueve».
La inseguridad de Roberto vuelve a manifestarse. ¿Es tan difícil
para una mujer corresponder a su amor en la forma, en la medida
necesarias? Teresa, Consuelo y Josefina representan la confirma-
ción de sus miedos y sus incapacidades; Roberto no advierte en
sí mismo el germen de su incompetencia para vivir la vida, de su
inadaptabilidad. Y es él, un personaje surgido sin luces literarias,
el que cobra mayor fuerza y causa el mayor impacto al final, por las
características intrincadas de su personalidad, por lo intenso de
sus introspecciones, por su indefensión espiritual, por su simbiosis
con la tierra a la que vuelve, la cual le aconseja: «No vengas… no
vengas»; porque después de su partida nada falta y todo sobra en
lo que queda de su historia.

El principio del final

Don Alejandro Martínez, el administrador que inició el levanta-


miento en armas en la Hacienda de La Punta y ha sido parte de los
cambios y protagonista de la lucha, regresa a la escena al llamado
de Venustiano Carranza. Se sabe que, si bien en ningún momento
se observa su comportamiento en batalla ni el despliegue de sus
estrategias de combate, ha acumulado merecimientos que lo hacen

26 | El mejor de los mundos posibles


digno de obtener el grado de general, a diferencia del escribiente
Sabás Quiñones, quien no desempeña ningún papel activo en la
lucha revolucionaria, del cual se sabe que ha pasado de amanuen-
se a diputado («Los diputados trabajaban, en efecto. En una sola
sesión se echaron tres reformas de ésas que otros países tardan
años en poder aceptar») y se ignora, también, si logró llevar a cabo
las bellaquerías que planeaba (no expresadas por él, sino por el in­
discreto narrador omnisciente). La circunstancia de ignorar lo que
ocurrió con la recamarera, en vista de las bajas intenciones de Sa­
bás Quiñones, no es exclusivo de El mejor de los mundos posibles.
Ocurre con alguna frecuencia que, en la estructuración del en-
tramado narrativo, el autor abandona sin querer a alguno de sus
personajes o se olvida de sus penurias, las cuales quedan en el
ai­re, irresueltas. Un escritor que confirma lo anterior es, ni más
ni menos, Miguel de Cervantes Saavedra, en la conocida anécdo-
ta de la pérdida del rucio de Sancho Panza, el cual «desaparece»
en el Capítulo x x iii de la Primera Parte del Quijote. El asno deja
de estar presente y, sin mayor justificación de la ausencia del bu-
rro, Sancho se duele con ironía: »Bien haya quien nos quitó ahora
del trabajo de desenalbardar al rucio, que a fe que no faltaran pal-
maditas que dalle, ni cosas que decille en su alabanza; pero si él
aquí estuviera, no consintiera yo que nadie le desenalbardara (…)
Y en verdad, señor Caballero de la Triste Figura, que si es que mi
partida y su locura de vuestra merced va de veras, que será bien
tornar a ensillar a Rocinante, para que supla la falta del rucio, por­
que será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta; que si la hago a pie, no
sé cuándo llegaré, ni cuándo volveré, porque, en resolución, soy
mal caminante». Esta omisión de Cervantes causó, en su tiempo,
numerosas críticas, así como la mofa de Lope de Vega (1562-1635),
con quien sostenía añeja rivalidad, y en cuya comedia Amar sin sa­
ber a quién, uno de sus personajes, el cual ha perdido una mula,
exclama:

Decidme della, que hay hombre que hasta


de una mula parda saber el suceso aguarda,
la color, el talle y nombre. O si no, dirán
que fue olvido del escritor.

Martín Gómez Palacio | 27


En una segunda edición, corregida, del Quijote, publicada al-
gunos meses después de la aparición de la primera, el impresor
Juan de la Cuesta incluyó, en el mismo Capítulo x x iii, un pasaje
que explica la forma en que se suscitó la pérdida del jumento:
«…y como siempre los malos son desagradecidos, y la necesidad
sea ocasión de acudir a lo que no se debe, y el remedio presente
venza a lo por venir, Ginés, que no era ni agradecido ni bieninten-
cionado, acordó de hurtar el asno a Sancho Panza, no curándose
de Rocinante, por ser prenda tan mala para empeñada como para
vendida. Dormía Sancho Panza, hurtole su jumento y antes de que
amaneciese se halló bien lejos de poder ser hallado. (…) y fue de
manera que Don Quijote despertó a las voces y oyó que en ellas
decía:
–¡Oh hijo de mis entrañas, nacido en mi misma casa, brinco
de mis hijos, regalo de mi mujer, envidia de mis vecinos, alivio de
mis cargas y, finalmente, sustentador de la mitad de mi persona,
porque con veinte y seis maravedís que ganaba cada día mediaba
yo mi despensa!»
Huelga decir que el rucio es recuperado más tarde (capítulo
x x x de la Primera Parte), como corresponde a uno de los persona-
jes imprescindibles del Quijote, cuando Sancho Panza se encuen-
tra con Ginés de Pasamonte, el ladrón, quien viaja disfrazado en
ancas del borrico. Al ser increpado a grandes voces por Sancho,
el bandido huye despavorido. De tal manera subsana Miguel de
Cer­vantes Saavedra el error de la pérdida y el regreso del jumento.
De no ser por la reputación enérgica que Martín Gómez Pala­cio
otorga a don Alejandro Martínez, éste podría pasar por un indivi-
duo opaco y sin matices, uno de tantos combatientes que deambu-
lan por inercia entre la soldadesca revolucionaria. Sin embargo, lo
salvan de esta clasificación su honradez y la lealtad que demuestra
a Doña Agustina Cuenca de Palacio, su antigua patrona, al salvar-
les la vida a ella, a su sobrino Roberto, a la servidumbre y a todos
aquellos que se acogieron a la protección de la casona de la dama,
la cual por orden de Martínez es resguardada del saqueo y la vio-
lencia de los rebeldes.
La participación del general Alejandro Martínez en El mejor
de los mundos posibles termina en el momento en que comienza a
tornarse cercano, comprendido, un tanto familiar. Memorable es

28 | El mejor de los mundos posibles


su avance al frente del ejército fantasma. Y su nombre no volverá a
aparecer en la historia.

Atracción de la atmósfera

El mejor de los mundos posibles atrae y despierta el deseo de efec­


tuar una incursión profunda en un Durango remoto, que es el an­
tecedente de una realidad actual, en la que situaciones de ese pa­
sado lejano se repiten; en la que una violencia distinta, pero igual
en sus consecuencias, se suscita a diario ante los ojos del ciu­da­
dano común, quien observa con mirada incrédula la magnitud de
una situación que tiene otras facetas, pero que sorprende y aterra
por igual. ¿Será que el hombre no puede vivir en paz? ¿Será que
es su condición, y su estado perfecto, el de vivir en la zozobra y la
inseguridad? ¿Será que el hombre seguirá siendo, por los siglos de
los siglos, «un lobo para el hombre» (Plauto-Thomas Hobbes)? La
historia, en la novelística y en la vida real, se repite. Y ocurre que
al ciudadano común ya todo le resulta cotidiano: tal es su gra­do
de adaptación a lo inevitable, a lo que supera su posibilidad de
cam­biar el estado de cosas. Martín Gómez Palacio, con su pluma
lejana y su discurso cercano, parece increparnos de frente: «… el
yanqui había plantado su patota en el patrio territorio; había ho-
llado, no la tierra, sino el corazón arisco de los mexicanos. En los
edificios públicos, y en los hogares, las banderas tricolores llora-
ban. ¿Quién iba a tener tranquilidad ni fuerzas para dedicarse al
trabajo?» Sus palabras encierran un anhelo de soberanía y destilan
el arraigo a la patria que muestra y recrea en su escritura. Abrir
las páginas de El mejor de los mundos posibles es entrar al pasado
sin armadura, pero inmunes a las balas y las revueltas. Es entrar
a huelga con los estudiantes de la Escuela de Medicina y arrojar
bombas de agua desde las arcadas del segundo piso. Es subir de
noche al tren en el que la Güera Saracho huye de casa y conocer el
rostro, y las maneras, de su delicado seductor, el capitán de cuyo
nombre Martín Gómez Palacio no quiso acordarse; es ver de cerca
las barbas, los anteojos y el rostro sereno de Venustiano Carranza
e imaginar el tono de su voz al proponerle a Lupe Saracho que
se convierta en su amante. Es recorrer las calles polvorientas en

Martín Gómez Palacio | 29


compañía de los abogados, caballeros de bastón, obligados a vestir
con camisa y sombrero huichol, y escuchar los versos burlescos de
Sabás Quiñones:

Las torres de Catedral


están que se caen de risa,
de ver a los licenciados
con bastones y en camisa.

Es entrar en el alma de Roberto Palacio y entender sus moti-


vos, y recorrer con él la Hacienda de La Punta abandonada, des-
truida; es penetrar en la habitación de doña Agustina Cuenca de
Palacio, sentarse a su lado en la cama y en la oscuridad, frente al
manojo de llaves, y escuchar sus pensamientos; es ver de frente
a Alejandro Martínez, observar la «macicez de sus anchas espal-
das, la circunspección de sus piernas zambas», oírlo decir: «¡Qué
diasco!», e indagar cuál es su altura, cómo es su rostro y de qué
color son sus ojos, de la misma manera que sabemos que su inven-
tor, Martín Gómez Palacio, era «ni alto ni bajo, de color de piel
encendido como el que corresponde a un hombre europeo, y de
escaso pelo rubio» (Ermilo Abreu Gómez, Sala de retratos, Ed. Le­
yenda, 1946); es escuchar a Cuca Rincón, la secretaria de la Ve­la
Perpetua, exclamar sin ton ni son: «¡Pobrecita!»; es correr por las
calles sin asfalto, escuchar los disparos y el tañer de las campa-
nas de la Catedral; es echar un vistazo a las mercancías de «El
Palacio de Cristal» y hacerle compañía, por un rato, a don Jacobo
Sa­racho; es ingresar a la casa de huéspedes de Lolita Jiménez, es­
cuchar las «dianas» que tocan los músicos y beber un habanero
entre las vueltas de fox de la orquesta; es tomar una copa y saludar
al gato y a Don Lolo en «La rosa de oro»; es seguirle los pasos a
Roberto y acompañarlo en sus paseos nocturnos; es ingresar, casi
sin desearlo, a una antigua plaza de toros y observar, desde allí, el
final de esta historia.

30 | El mejor de los mundos posibles


El mejor de los mundos posibles

Mediante este título poético, de trasfondo utópico, que en poco o


en nada se identifica con la temática de la presente novela, Martín
Gómez Palacio parece rendir un homenaje al ingenio del escritor y
filósofo francés Voltaire. En su origen, parafrasea el pensamiento
y el discurso mediocre de Pangloss, un personaje secundario de la
novela de Voltaire Cándido, o el optimismo. Este individuo (Pan-
gloss), un sujeto de árido perfil, es influenciado hasta el fanatismo
por la corriente filosófica del pensador alemán Gottfried Leibniz
(llamado «el último genio universal», 1646-1716), quien en su obra
Théodicée sostiene la tesis de que «todos vivimos en el mejor de
los mundos posibles» (tesis de la cual Voltaire, sabido es, fue un
firme detractor). Si bien conforme transcurren los avatares de su
vida, Pangloss se convence, aunque tarde, de que su añeja convic-
ción constituyó siempre un gran error, jamás habrá de admitirlo, ni
siquiera ante sí mismo, por no quebrantar su dignidad. La novela
«Cándido, o el optimismo», exhibe la oposición de Voltaire a los
planteamientos filosóficos de Leibniz, los cuales intenta –y logra–
satirizar a través del opaco Pangloss, quien representa, en la novela
Voltairiana, el pensamiento de Leibniz, y se desempeña en la tra-
ma como tutor de Cándido, el protagonista, a quien le inculca la
idea de que «tout est au mieux» y de que vive en «le meilleur des
mondes possibles», lo cual, bajo la consigna furiosa de Voltaire,
es un precepto estrafalario y ajeno a la verdad, merecedor de un
rotundo desmentido.
Cualesquiera que sean las interpretaciones del lector en rela-
ción al título elegido por Martín Gómez Palacio para esta obra,
lo que queda es el convencimiento de que leerla es ingresar a un
mundo bueno, el mundo de la novela mexicana: el mejor de los
mun­dos posibles.

Zita Barragán
Victoria de Durango, 2013

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El mejor de
los mundos
posibles

Martín Gómez Palacio | 33


Primer a Pa rte

Martín Gómez Palacio | 35


El cerco

P rincipiaba el año 1913. El enorme caserón de la


hacienda de La Punta se veía abandonado de
todo movimiento. Los naranjos alineados del patio brillaban a la luz
del tramonto cubiertos de fruto, y era ésta la única alegría, pues los
frutales de la huerta estaban enclenques y marchitos.
Afuera el caserío, los corrales. En torno, y en todas direcciones,
la milpa amarillenta, toda sonora por la tarde, cuando el aire la mo­
vía con los ósculos vanos del rastrojo cascabelero. Más lejos el cam­
po flébil, surcado por la vaguedad de los caminos; por último, des-
lavados de tan remotos, los cerros calvos.
Don Alejandro Martínez acababa de comer. Levantose de la me­
sa larguísima en la que, en un extremo, se le servía el almuerzo
sobre una servilleta extendida. Salió del comedor fumando su gran
cigarro que él mismo aderezara con tabaco de la huerta y una hoja
suave de maíz, y dirigiose al escritorio. Recorrió pausadamente dos
vastos corredores. En el primero no había más mueble que una
ban­ca de palo sobre la que estaban puestas, a horcajadas, dos sillas
de montar; en el otro destacábanse una romana, algunos costales
ventrudos y hacinados y dos perros dormilones. Al fondo de este
último corredor fulgía, como un reflejo rojizo, la puertecilla por la
que se salía a la huerta.
Los perros se levantaron a festejar al Administrador, pero don
Alejandro no estaba para fiestas. Entró en el escritorio en donde,
trepado sobre un banco de metro y medio de alto, trazaba rayas y
números don Sabás Quiñones, el escribiente; un sujeto magro, de
largos dientes amarillos, de negros anteojos y barba rala y descui-
dada.
Don Alejandro comenzó a pasearse por la estancia antes de in­
terrumpir a don Sabás. Hacía una semana que andaba desazona­do.
Tenía largos ratos de no ser él mismo. Fumaba, caminaba y me­
ditaba por la hacienda; por último había resuelto franquearse con
el escribiente, el segundo cerebro en ausencia de la patrona, aun-
que, a la verdad, a ésta no le daban importancia entre ellos por lo
que a la administración se refería.

Martín Gómez Palacio | 37


Don Alejandro tomó asiento ante una mesa sobre la que había
una carpeta; abriola y sacó unos periódicos tan sobados, tan mar-
cados los dobleces, que a un movimiento fácil de sus manos enca-
llecidas ya estaban distendidos, cubriéndolo todo.
–Oiga, don Sabás…
Por las mejillas de don Alejandro, amoratadas y duras de tanta
rasura, pasó un rubor. Mordiose una guía del bigote.
El amanuense volviose. Era un hombre impenetrable. Le brilla­
ban los anteojos ahumados ciegamente, hasta poner nervioso a don
Alejandro, quien se movió en su asiento.
–Oiga, don Sabás, ¿usted sabe lo que he pensado?
Algo había notado, en efecto, el aludido en la persona de su su-
perior: sus silencios, sus amnesias. En fin, muy bien había sabido
cuando mandó pedir a Durango un número de «El Imparcial,» ya
que don Alejandro no estaba suscrito más que a «El País.» Así fue
que, curioso, se dispuso a escuchar.
–Usted dirá.
Don Alejandro se decidió, ¡qué diantre!
–Pues la verdad, don Sabás, ¡que me pronuncio!
En la boca del hombre magro se esbozó una interrogación.
–La verdad –siguió diciendo don Alejandro, viendo ya fijamen-
te a su interlocutor– yo no paso por esto que le han hecho al Presi­
dente Madero. No soy conforme con los traidores asesinos de los
mandatarios del pueblo.
Por la cabeza calculadora de don Sabás pasó una larga serie de ra-
zonamientos. Alzándose el Administrador, ¿qué sería de él, de don
Sabás? ¿Irse a Durango? ¡Ahí quién sabía como recibiríalo doña
Agustina, a la que, como patrona, no quería muy a derechas!
¿Asumir el mando en la hacienda? En ella su situación sería pre-
caria, pues no se le escapaba que la revolución se venía muy fuerte.
Hubo una pausa en la que sólo se oía gemir el viento de marzo
en los naranjos.
Don Alejandro se irguió. Echose las manos a la espalda y tornó
a pasearse. A poco se detuvo ante un armario de donde extrajo,
abriéndolo, varias carabinas que iba inspeccionando.
Con éstas me armo yo y armo a los presos. Usted sabrá lo que
hace.

38 | El mejor de los mundos posibles


Don Sabás cruzó la pierna y sonrió hipócritamente.
–Yo ni lo dudo: usted ya me conoce. No lo he de abandonar.
No­más aguardaba que diera usted el grito.
El administrador veía los fusiles. No aplaudió las palabras del
empleado, pues era parco en palabras y seco de maneras.
–¡Ah, bandidos asesinos! –monologó tras un corto silencio–.
¡Ya verán ese general Huerta y ese general Blanquet cómo nos la
vamos a entender! ¡Mas que nos maten también a nosotros, yo no
permito que asesinen a los mandatarios del pueblo!
Don Sabás ya había cerrado el Libro Diario. Estaba decidido.
Si no secundaba a don Alejandro y se quedaba en la hacienda, lo
escabechaban. Desde aquel punto y hora dejaba de ser un pobre
escribiente de doña Agustina. Si en aquel momento hubiera entra-
do la buena señora la hace prisionera. Desde luego pensó en apo­
derarse del dinero de la raya1 y por su mente pasó la ofuscante pers­
pectiva de su personal engrandecimiento.
–¿Quiere que saque a los presos?
Don Alejandro estaba limpia que te limpia los máuseres, y hasta
alguna escopeta, como si estuviera en vísperas de entrar en batalla.
–¡Sáquelos!
El segundo salió del escritorio. Una bodega que también servía
para guardar arados, palas y piquetas, era la cárcel. En ella intro-
ducía don Alejandro a todos los peones rijosos o que armaban es-
cándalo, o simplemente a los que le respondían mal. Era el tal don
Alejandro la policía de la hacienda, y era igualmente la justicia,
pues a su talante regulaba los arrestos; nadie más que él llevaba
pistola y muy pocas veces había menester la ayuda ajena para re-
ducir a los transgresores del orden. A este galerón, que no recibía
más luz que la de algunas claraboyas, se dirigió don Sabás, pero no
abrió desde luego, sino que se pasó de largo hasta la cocina. Diole
en la cara el pésimo olor de medio borrego olisco que colgaba del
techo por un cordón ennegrecido de moscas. Se le arrugaron las
narices. En seguida lo sofocó el humazo que salía de la cocina y
que por nada lo ahoga.
–¡Por guisar con leña verde! –murmuró entre dientes.

1. Raya. Sueldo asignado a los peones.

Martín Gómez Palacio | 39


Quedose parado ante la puerta renegrida; pero no fue el humo
lo que lo detuvo, sino que la recamarera, a quien, desde que se de­
claró «rebelde» había resuelto violar. No estaba sola. A esa hora co­
mían los criados y don Sabás regresó sus pasos, como distraído, a
la bodega de los presos.
Les abrió. Salieron hasta cinco pobres diablos encandilados y
somnolientos, con el calzón y la camisa harto tiznados.
–Por aquí… –les dijo, y los condujo al escritorio a cuya puerta
se alinearon los cinco.
Los bigotes del Administrador, en cuanto los hubo visto, como
que se movieron: era una sonrisa, lo más que daba de sí el buen
humor de don Alejandro. Poco a poco fue asomando hasta ponerse
de pie en el umbral, encuadrando su macizo cuerpo en el marco
de la puerta.
Se disponía a hablar cuando fue interrumpido.
Un hombre con aspecto de enfermo, el portero, haciendo sonar
sus muletas, vino a decirle que lo buscaban. Acudiendo al lla­ma­
do, al llegar al amplio zaguán ya desmontaba un individuo de cha-
queta y chivarras,2 que tras de saludar cortésmente a don Alejan­
dro metió mano en una de las cantinas3 de la silla, extrayendo una
carta que puso en propia mano del destinatario. Abriola éste al pun­
to y empezó la lectura. Los bigotes se le movieron otra vez, co­mo ha-
cía poco. Ese día habría él de señalarlo con piedra blanca. Aquella
epístola se la mandaba su compadre, encargado asimismo de una
hacienda próxima, invitándolo a alzarse en armas contra el gobier-
no para vengar –decía– en nombre de la justicia y del derecho la
sangre inocente del presidente mártir. Don Alejandro dijo al emi-
sario que estaba bien; ordenole al hombre cojo que entrase el caba-
llo y guiara al señor, y regresó él otra vez a la puerta del escritorio.
–Han de saber ustedes –les dijo a los peones que aguardaban
de pie– que las sagradas instituciones del pueblo han sido conculca-
das, y que ahora mismo nos vamos al campo del honor. Ya mañana
no vamos a la pizca,4 ni el mes que viene vamos a trillar; desde este
momento somos soldados voluntarios, cuyo valioso contingente re­

2. Chivarras. Polainas de cuero que cubren la pierna y la antepierna.


3. Cantinas.- Bolsas practicadas en la silla de montar.
4. Pizca. Cosecha.

40 | El mejor de los mundos posibles


clama la patria para el restablecimiento de sus más caros precep-
tos…
El hombre estaba realmente inspirado. La carta que acababa de
recibir y que agitaba por un extremo, como que le daba alientos.
Los pobres peones mirábanlo boquiabiertos. Cuando Madero, no
se habían soliviantado; pero ahora sí estaría bueno meterse, ya que
la ocasión se presentaba… Además, su calidad de reclusos no les
autorizaba a francas negativas.
–Ahora ya no se van –les dijo, por las dudas, el Administrador,
y agregó: –Tenemos que estar prevenidos…
Luego el propio don Alejandro fue en persona a la cocina. Man-
dó que se hiciese cena del borrego olisco para todos y volvió en se­
guida a donde las armas, pero, reflexionando, no las entregó toda-
vía a los peones. Fue en busca de don Sabás, a quien encontró en
el cuarto del niño Roberto, el sobrino de doña Agustina, registrán-
dolo todo.
Era esta habitación, como todas las de la casona, demasiado
gran­de para los muebles que contenía: una cama en un rincón, y en
el frontero un aguamanil; contra la pared alguna cómoda, y párese
de contar. Y sitio bastante entre una cosa y la otra para pasearse y
hasta para correr. Una ventana que daba a una calle empolvada,
formada por las casucas de los trabajadores, entre las que se des-
tacaba, monorrítmica, la fragua. Desde la ventana se distinguía el
fogón, coronado de chispas.
No le cuadró semejante intromisión a don Alejandro, pues era
hombre de principios fijos; pero nada le dijo al escribiente por lo
pronto. Mostrole, sí, la carta del compadre y ambos determinaron
la contestación que habría de dársele.
Cuando salieron al corredor, ya la noche había caído y estaban
encendidos los únicos tres faroles que en la casa había, uno en el
zaguán, otro en el escritorio y el último, muy opaco, en el largo y
poco alegre comedor.
Dirigiéronse a cenar, ambos correligionarios, al tiempo en que
ya rondaban entre refectorio y cocina los hombres que habían sido
detenidos. A una voz del Administrador entraron en el comedor los
cinco, dejando afuera los huicholes,5 con lo que mostraron unos

5. Huicholes.- Sombreros de los hombres de campo.

Martín Gómez Palacio | 41


im­ponentes mecheros; sentáronse, inverecundos, ante la mesa en
que nunca, antes de esa noche, hubieran soñado en instalarse. No
hablaban palabra: tan sólo se miraban y engullían. Hartáronse de
borrego. Cuando trajeron los frijoles, negáronse a comerlos. «Para
comer frijoles –dijeron– hubiéramos cenado en nuestras casas».
Don Alejandro sonrió y les hizo servir café con leche y pan hecho
en la hacienda. De política no se habló, ni de empresa militar al-
guna; cada quien estaba muy ocupado, o en sus pensamientos, o
en matar su hambre atrasada.
Cuando el mismo don Alejandro dio por concluída la cena, ad-
virtioles que a ver cómo se las arreglaban por aquella noche.
Tras de los prosaicos menesteres, y cuando ya la casa estaba to­
tal­mente metida en sombras, púdose ver a don Alejandro y a don
Sabás, como todas las noches, atravesar ceremoniosamente con
rum­bo a sus habitaciones, provistos cada uno de un cabo de vela
que el viento se empeñaba en apagar.
Otro día, a las cinco, no bien se había levantado don Alejandro,
el emisario de la víspera salió de la hacienda con la contestación.
Pasados quince días, el casco de la hacienda presentaba muy
otro aspecto, lleno de animación, de movimiento.
El famoso compadre, un tal don Melquiades, había cumplido
su palabra y, a poco de recibir respuesta a su carta, salieron trein-
ta hombres, que era el contingente que había podido reunir, con
destino a La Punta. No creyó conveniente don Melquiades que las
fuerzas de don Alejandro vinieran a la hacienda que regenteaba
aquél, sino que juzgó más estratégica la que amparaban los cuida-
dos de don Alejandro.
Llegaron los treinta hombres una mañana, siendo recibidos por
el Administrador que estaba gozoso hasta el extremo. Sus cinco
hombres se formaron en el zaguán, en hilera, bien cogidas carabi-
nas y escopetas con que se les había dotado. La gente que enviaba
don Melquiades iba a caballo o yegua, todo hurtado a sus dueños,
y si no armada en su totalidad, sí municionada, pues hombres ha-
bía que llevaban hasta dos cartucheras terciadas, mas ningún fu-
sil. Y, por lo mismo, no se había puesto el propio don Melquiades
al frente de la columna. A conseguir armas marcharía al Estado de
Coahuila, en donde pensaba hablar con el señor Carranza que se

42 | El mejor de los mundos posibles


anunciaba como jefe de la Revolución naciente. Por eso confiaba el
mando de la fuerza a don Alejandro, cuyas dotes de hombre serio
y reposado eran una completa garantía.
Como las monturas del recién venido contingente no cabían en
las caballerizas, fueron metidas a la huerta de cuyo alfalfar pronto
dieron buena cuenta. Pero esto no le importaba a don Alejandro,
quien tenía sobradas preocupaciones, entre otras la de no saber de
don Sabás, quien había ido a próximos ranchos y congregaciones a
reclutar gentes y caballos.
Todos los días presentábanse hombres en la hacienda, obliga-
dos por la falta de trabajo, a requerir armas y parque. La Punta
re­sultaba un lugar excelente para cuna del movimiento, pues a la
dueña, una señora rara y enferma, ni por equivocación se le ocu-
rría ir allí desde que en los campos reinaba la inseguridad. La cosa
marcha­ba. Por último llegó el agudo escribiente con un buen pu-
ñado de valientes. Lo que faltaba era armamento y proyectiles.
Aquél y éstos eran la pesadilla de don Alejandro.
A la gente se le tenía en las piezas convertidas en cuadras, y se
había pensado en introducir en todo y completamente el servicio
de cuartel. Al Administrador parecíale que ya se conocía en todas
partes su actitud de franca rebeldía y se hallaba temeroso por el
fracaso de su planes.
–Hay que estar prevenidos… –le había dicho a don Sabás.
De día y de noche se hacían guardias en el campanario de la
iglesia. Ahí tenían que permanecer de dos en dos individuos, sin
que por ningún motivo bajasen los unos hasta que subiera el rele-
vo. Tenían orden de estar muy pendientes de lo que pasara, para
dar parte a don Alejandro. Los peones que no se encontraban en la
torre se la pasaban regaladamente jugando a la rayuela; por la ma-
nutención no se apuraban, ahí estaban los borregos y la despensa
de doña Agustina.
Los mejores ratos para el promotor de todo aquello eran cuando
llegaba el correo con el periódico. En él leía las declaraciones que
hacía el usurpador Huerta un día con otro. «Se hará la paz, cueste
lo que cueste». Regocijábase el Administrador, se le movían los bi­
gotes encrespados con un temblor de burla, transmitía su buen hu­
mor al escribiente Quiñones.

Martín Gómez Palacio | 43


–«¡Se hará la paz, cueste lo que cueste!» –ironizaba–. Ya verá el
Traidor cuando todos estemos armados. Entonces soltará la Silla y
dirá: «Ahí está el arpa…. Yo ya no la toco.»
Cuando dejaba el periódico lo tomaba don Sabás.
–¿Qué dice –le preguntaba socarronamente don Alejandro, tras
de dejarlo leer un rato–, qué dice de las Relaciones Exteriores? ¿Ya
reconocieron a Huerta los Estados Unidos?
Don Sabás no contestaba. Sin apartar los ojos del diario, mos-
traba sus dientes amarillos. El Administrador musitaba a poco:
–¡Sus ganas!
Luego se ponía todo lo sarcástico de que era capaz.
–La única nación que lo ha reconocido es España, ¡gachupines
tales!... Porque hay que reconocer que sus relaciones son impor-
tantes. Cablegramas y cablegramas. Que el rey Alfonso hace votos
por la felicidad del pueblo mexicano y por la personal de «Su Ex-
celencia»… Y luego el traidor contesta que «gracias»… Y luego don
Alfonso que «de nada»… ¡Muy interesante!
Don Sabás decía, así que acababa de hojear el periódico, por
todo comentario a las palabras de don Alejandro:
–Hay que fregar a los gachupines…
Este don Sabás Quiñones era un gran convenenciero. Cierta
tar­de decidió ir a tomar un baño en el río y la excursión le sugi-
rió dos planes diabólicos. Salió de la casa por la huerta; siguió el
sendero abovedado por la viña que en la región, más bien fría, de
La Punta, daba un fruto agridulce, pero agradable. Caminaba muy
contento. Era audaz, pensaba que de esta hecha sí saldría de peri-
coperro.6 Sentíase con ánimo suficiente para sacar tajada del mo­
vimiento armado porque, como muy bien le había dicho don Ale-
jandro, «en México todas las revoluciones triunfaban».
Llevaba, para el baño, un pequeño bulto bajo el brazo conte-
niendo la manta para secar sus carnes. Detúvose un momento a
contemplar, a través de sus negros e indescifrables anteojos, la fru-
ta, verde a la sazón, aunque prometedora de abundante cosecha.
Se prometió que el año actual, él, don Sabás, se apropiaría de todo
aquel producto para expenderlo. «Se pierde todos los años que es

6. Pericoperro. Un don nadie.

44 | El mejor de los mundos posibles


una lástima, por puro descuido de doña Agustinita…», pudo oírse-
le murmurar, hablando solo.
El sendero lo condujo hasta el río. No tuvo, para llegarse a la
undísona superficie, más que saltar una pequeña cerca de piedras
por una concavidad hecha a fuerza de tránsito.
Ya en el lugar que le convino procedió, debajo de un árbol, y
habiendo antes, por pudor, distendido la manta atando las puntas
a la fronda, a desnudarse. Cuando estuvo en cueros, pegó una ca­
rrerita ridícula y entró su cuerpo enjuto en las aguas. El baño con­
sistía en estarse un momento con las manos asidas a la orilla mien-
tras que, con los pies, chapaleaba, en una figuración de nado. El
jabón casi nunca intervenía.
Salió de la linfa y fue a enjugarse a la margen, presto, a que no
lo orease antes la brisa de la tarde. Así que se halló tapado e in-
clinado como una momia; la contemplación de su sábana llevolo a
pensar en la magnífica ropa que había en la iglesia de la hacienda:
ahí tenía doña Agustina manteles para altar que se podían apro-
vechar muy bien, y además ropones y casullas que valían dinero.
Cuando, después del baño, volvió a la casa, encontró noveda-
des. Don Melquiades había dado señales de existencia. Dos cajas
había en el escritorio, conteniendo veinticinco rifles y una infini-
dad de cartuchos, con los que desde luego se colmaron las cananas
que algunos peones ostentaban, vacías.
Don Alejandro había presidido la apertura.
–Ahora sí –había dicho– van a ver esos sinvergüenzas con quién
tendrán que entendérselas. ¡A ver de cuál cuero salen más correas!
La buena noticia se extendiera velozmente por la casa. Llegara
hasta la torre, hasta los centinelas, ya desfigurada, pues se asenta-
ba que al día siguiente saldrían a combatir al enemigo. Entre am­
bos vigías, grises de rostro y alma, analfabetos, pobres con la últi-
ma pobreza intelectual y moral y material, prodújose este efímero
diálogo:
–Por supuesto –comentó el uno– que ya el enemigo nos estará
aguardando…
–Pues ahí dirá, don Alejandro… –había contestado el compa-
ñero.
Al otro día don Sabás soliviantó el ánimo de cinco peones que
estaban tirados panza arriba en uno de los corredores, a efecto de

Martín Gómez Palacio | 45


irse a apoderar de los paños sagrados. Quería, el muy ladino, que
don Alejandro achacara el despojo al ímpetu de la muchedumbre,
a cosa que no podía remediarse. Consumado el latrocinio les dio,
a sus cómplices, objetos de poca monta, como candeleros, velas y
flores de papel, pues para sí reservose los amplios, albos y lucientes
manteles y los bordados ornamentos. Para disipar sospechas, y a
fin de quitar la inquietud del sacrilegio a los sencillos campesi-
nos, parose en medio de la nave y gritó: «¡Mueran los curas!» Y
se sa­lió, seguido de la carnaza, y fue a esconder lo robado en un
siniestro baúl.
Don Alejandro estaba tan satisfecho que en nada había repa-
rado.
Era el estío. El estío de tardes magníficas. En una de éstas tuvo
lugar la salida de las fuerzas que don Alejandro Martínez coman-
daba.
Iba él por delante, montado en su buen caballo, y a su lado don
Sabás. Atrás, de dos en fondo, seguían los peones que ya excedían
de cien, más o menos bien montados, mejor o peor provistos de ar­
mamento.
Iba hollando la columna, al paso de los caballos, el duro camino
que no sabía de otras abolladuras que no fuesen las de la faena,
más dura aún, de los días del Señor, mas no de precipitaciones bé-
licas, no de procesiones homicidas. La hacienda, no bien avanzara
la columna, no le veía ya, porque fuerte aguacero la azotaba. La
tarde comenzó a oler a barro nuevo. Por todos lados del horizonte
colgaban tantas y tan espesas nubes preñadas de agua, que la tar-
de habíase estrechado, héchose pequeña.
Don Alejandro iba bien sentado en su silla vaquera. Sin volver
la cara, pues no temía las deserciones. A todos los empujaba un
anhelo inmenso, más o menos vago, pero unánimemente avasalla-
dor. Hasta las mujeres, que por instantes aprendían su misión de
soldaderas, iban arremolinadas, detrás de la columna, bebiendo el
polvo del camino.
Esa misma noche llegaron a la estancia de La Punta. Descansó
ahí la gente, cuya cena acabó con todas las provisiones de los pocos
moradores, razón por la que todos estos siguieron a la expedición a
la mañana siguiente, quedándose vacíos los contados jacales.

46 | El mejor de los mundos posibles


Se reanudó, pues, la marcha. A la izquierda adelantaba también
la Sierra Madre,interminablemente.
Caminaron dos días sin que nada ni nadie pensara en oponerse
a su paso, sino antes bien desolando rancherías, llevándose consi-
go a cuanta gente encontraban, ya que los campos, de vientres de
bendición, se habían convertido en absortas cuencas que miraban
ciegamente el cielo. Animales y sembradíos eran ya del dominio de
la fuerza que los consumía en su recorrido.
Una vez sopló sobre las filas voz de alarma. A un lado, en el ho­
rizonte, viose una larga polvareda, y entre si eran federales o rebel-
des estuvieron suspensos don Alejandro y don Sabás. Al cabo de
una hora se llegó al convencimiento de que eran rebeldes.
–¡Claro! –expresó don Alejandro–. ¿Qué han de ser federales?
¡Ya les anda…!
Ambas expediciones ocuparon, al cabo, un camino real, y a to­
dos los que formaban la proveniente de La Punta llamó mucho la
atención lo abigarrado de la otra fuerza. En ésta, con efecto, for­
maban muchas mujeres, pero las más en carros, cuyos fines se su­
pieron bien pronto: eran para el «santo saqueo».
Pronto las dos columnas no hicieron más que una. Y era tal la
animación y el regocijo, que los campos resonaban. Iban a la con-
quista de los ricos, con un desbordante odio ancestral, y sin parar­
se un momento a pensar cuántos de ellos volverían a los hogares
que quedaban abandonados a la zaga, con las puertas abiertas co­
mo ojos.
Ya en las proximidades de Durango, ¡qué de gente hambrona
y semidesnuda! Mujeres, niños poblaban los caminos, como éstos
tos­tadas las caras por el tórrido sol. Iban con la esperanza dirigida
al pillaje y al saqueo, iban inflamados de apetitos y rencores.
Nadie se había quedado en su jacal. Todo el mundo se echó fue­
ra, a Durango, con disímbolas armas, con disímbolos antojos. Los
rieles del ferrocarril fueron arrancados en largas extensiones; los
puentes, incendiados. No recibirían, no, auxilio alguno del Cen­
tro las tropas atrincheradas ni los curros de la mayormente maldi-
ta «Defensa Social». No quedaría uno, no quedaría ni para con­
tarlo… Al mediodía brillaba, por los crepúsculos negreaba la rara
ca­ravana que convergía de todos los ámbitos hacia la orgullosa ciu-
dad. No nada más había un sol en el cielo: en cada corazón de la­

Martín Gómez Palacio | 47


brie­go ardía un mundo de llamas de diabólica alegría. Y mientras
tanto, allá, en la capital de la República, el presidente espurio ha­
cía publicar a diario en los periódicos, con tesón, pero con temblor,
esta fórmula que no se sabía si la silbaba o si la masticaba: «Se ha­
rá la paz, cueste lo que cueste…»
La gente de La Punta proseguía su ruta sin parar.
Ya fulguraban las torres de Durango. El cerro Mercado no se ve
desde afuera, como de adentro de la romántica población. No se
ofrece, como intramuros, elegante y enhiesto, sino tocado de feal­
dad, lleno de jibas.
Don Alejandro Martínez va a acampar a dos kilómetros distan­
te de las propias goteras. Al cabo de algunos días se da cuenta cla­
ra de la situación que prevalece en los contornos.
Durango está sitiada, perfectamente copada. Los sitiadores se
codean. Cualquier intentona de salida, de parte de los defensores,
tiene que romper el cerco. No son armas, ciertamente, lo que en
mayoría ocupa las manos del rebelde; predomina una invención
pro­v idencial, del momento: la bomba de dinamita. «Eso no está
mal», piensa don Alejandro, a quien el continuo pensar y las res-
ponsabilidades que ha asumido, han vuelto aún más reservado y
ahorrativo de palabras. Nadie manda a nadie fuera de los peque­
ños grupos. Esa unidad, esa disciplina de los ejércitos falta por com­
pleto. Esto lo ve bien don Alejandro y no sabe, a la verdad, có­mo va
a solucionarse la toma proyectada.
Caerá por hambre –se dice–, porque vienen fuerzas desde To-
rreón. Y sonríe sardónico pensando en que un ejercito cualquiera,
con kilómetros y kilómetros de vía férrea destrozada, es decir, por
tierra, se perdería, se evaporaría en la inmensidad de las llanuras
durangueñas.
Una noche está, sin embargo, más comunicativo. Charla con
don Sabás en uno de los cuartos de severo edificio soberanamente
aislado en una planicie, y que no es sino una fábrica de pólvora de
donde se han surtido millares de bombas para el ataque.
«Ya empiezan –había dicho cuando se instaló en la fábrica– a
darnos estos sinvergüenzas, ellos mismos, los medios de combatir-
los... y esto creo que todavía no es nada…» Está de un humor mag-
nífico y aun se muestra un tanto soñador. Muéstrale a don Sabás
un periódico, por los que siente tanta afición. Mide a la sociedad,

48 | El mejor de los mundos posibles


a la clase dominadora, con los innúmeros anuncios que surcan las
altaneras páginas.
–Mire usted –dice– qué mal andan los burgueses, nomás vea...
Y le indica letreros y letreros. Litofan: el mejor antirreumático. Neu­
tralón, para el estómago de usted… es la única salvación. Luego se
detienen sus ojos en un cuadro que ostenta una cabeza de mujer
con esta inscripción al pie: ¡Tranquilidad!... Nuevo método de higie­
ne femenina. En seguida fíjase en un grabado que representa un
ojo humano: Clínica Europea... Sordera y Catarro…
Y más luego lee: ¡Qué caspa!, abajo de un muñeco que parece
arrancarse los pelos. Y a poco, a la vera de un cuerpo atlético: El
fósforo y el calcio son como las piedras del edificio humano… Pero lo
que más risa le produce a don Alejandro son algunas llamadas ver-
daderamente imperiosas: ¡Acá, gotosos!... ¡Aquí, sifilíticos!... ¡Aten­
ción, pechos enfermos!...
Luego cerraba el periódico y se lo largaba, con asco, a don Sa-
bás.
–¡Esa gente está podrida! ¡Tenemos que echarles una inyección
de vida!
Don Sabás leía luego para sí. Buscaba de preferencia las noticias
referentes al gabinete del usurpador, las crónicas parlamentarias.
Resueltamente lo atraía la política; se perecía por esas mundanales
y vanas pompas.
Ya iban corridos como veinte días de tener a Durango en medio
de un anillo de dinamita y hierro, cuando llegaron del norte, en
donde operaban los señores Madero y don Venustiano Carranza,
unos generales muy distinguidos, soberbios entre tanta gente cam-
pesina, que recorrieron con gran cuidado todas las fuerzas que ro­
deaban la población al par que repartían elementos mortíferos para
el ataque.
Prevalecía entre los sitiadores una fe absoluta. ¿Cuál sería el es­
píritu de los sitiados? Don Alejandro y don Sabás llegaron a co­lum­
brar, en algunas ocasiones, los movimientos militares de la de­fen­sa.
Los fortines avanzados se distinguían claramente, con sus hom­bres
y sus aspilleras. Cierta vez divisaron a todo un ejército en marcha,
que no era de federales, dejándolo entender así toda ausencia de
uniformes.

Martín Gómez Palacio | 49


–Es –le advirtió don Alejandro Martínez a su segundo con una
sonrisa despectiva– la llamada Defensa Social.
Y sobre las noches y los días, que sucedíanse pesados y lentos,
flotaba un soplo de tragedia que parecía agravado, más que en par­
te alguna de toda la República, por el polvo de hierro del Cerro de
Mercado, tal la augusta transpiración del aerolito formidable.
Pasaba el tiempo, cerníase la espera, angustiosa y dilatada. En
cuanto caía la sombra nocturnal, casi siempre con llovizna, algunos
sitiadores, los más audaces, aventurábanse hasta las propias puer­
tas de la ciudad provocando a los tiradores de las trincheras más
salientes. Y sonaban los disparos, ora roncos y retumbantes, ora
sutiles como chasquidos de lenguas invisibles.

50 | El mejor de los mundos posibles


El pa l acio de crista l

E l señor licenciado don Isidoro Sifuentes era el


encargado de una oficina de importancia en el
Gobierno del Estado. Aquella tarde habíanse marchado ya los em-
pleados, y él permanecía a la puerta de entrada al despacho sin dar
muestras de irse a su vez. Y era que aguardaba al licenciado don
Antonio Hernández, quien tarde a tarde, al término de las labores
pasaba al Gobierno por Sifuentes para departir un rato, pues eran
muy amigos, saliendo luego juntos de paseo.
El señor Sifuentes casi no hacía bulto, encuadrado en la puerta
de historiado frontis sobre el que había un letrero que decía «Juz-
gado de Primera Instancia». Hallábase completamente solo en el
austero Palacio de Gobierno. No se oía otro ruido sino el que en
la planta baja hacía el portero, barriendo. Los cuatro corredores,
amplios y embaldosados, se extendían a sus pies, ya sombríos por
la hora.
Por lo regular, en las tardes acudía poca gente al Gobierno, y
más desde que se declarara el estado de sitio, cosa que había para-
lizado los negocios. Aquella vez podía decirse el licenciado Sifuen-
tes que se la había pasado leyendo.
Contemplaba fijamente el sector de firmamento por el que pa­
saban algunos pájaros rezagados. Tenía movimientos rápidos y ner­
viosos. A la mejor se llevaba la mano al bigote y se lo jalaba; bajába-
la luego con un sonido seco del puño de su camisa, pues los usaba
postizos y lustrosos.
Daba clase de literatura en el Instituto Juárez. Esta era la pri-
mera ocupación del día. Pero con un criterio tan estrecho, que lo
peor que podían hacer los alumnos era andar escribiendo lo que
fuese, verso o prosa, afán éste tan natural en los estudiantes.
Cuando pillaba a alguno, se le aceitunaba la color, tirábase rá-
pido el bigote y decía con voz árida como yesca:
–¡Como si todos los días nacieran Virgilios!
Luego se iba a su oficina a meterse en vidas ajenas. En ella mar­
tirizaba a su escribiente, un hombre corpulento, sudoroso y cal­vo.
El licenciado Sifuentes se paseaba por la pieza y el otro escribía al

Martín Gómez Palacio | 51


dictado de aquél; y cada vez que el pobre no oía bien y preguntaba,
a que se le repitiese la frase, el licenciado le gritaba, encolerizado,
y al paciente empleado se le ponía la calva colorada.
Por las tardes esperaba al licenciado Hernández y a eso estaba
en aquella ocasión, libre al fin, de enojos y de gritos.
Su señor compañero no se hizo esperar. Se conocían muy bien
sus pisadas en la escalera, pisadas graves que subrayaba isócrona-
mente la contera de su bastón al apoyarse en los peldaños.
Desde que el licenciado Hernández estuvo a nivel del licencia-
do Sifuentes, empezó el primero a gesticular. Era un señor ventru-
do y asimismo con largos bigotes. Con la mano izquierda agitaba
el bastón y con la diestra trazaba rúbricas en el aire. Su amigo no
daba con lo que quería decirle don Antonio. Hasta que éste llegó,
todavía anhelante por la alta subida, entrecortadamente pudo ex-
clamar:
–¡Ya reconocieron los Estados Unidos! ¡Ya se firmó el Recono-
cimiento!
El licenciado Sifuentes mostró incredulidad. ¿Cómo sabía el se­
ñor compañero…?
–Llegó esta mañana de México un hijo de Luis Vargas… Vino
desde Torreón con unos burreros; yo lo vi, a mí mismo me dio la
noticia –explicó, pródigo, el recién llegado.
Don Isidoro tiró de una de las guías de su bigote, una vez y otra,
nerviosamente. Al fin dijo, como libre de un peso:
–¡Vaya, hombre, ya era tiempo!
Y en seguida los dos señores compañeros se confundieron en
estrecho abrazo de felicitación. Don Antonio sacudía sus manos
sobre la espalda de don Isidoro. Este se encontraba tan confuso
que, cuando de ahí a poco entró a sacar su sombrero, hizo esperar
en vano a don Antonio. Sucedió que ya venía, cuando echó de me­
nos su bastón; volviose por este adminículo y, al cogerlo, ¿quién
sabía dónde diablos había dejado el sombrero? Pónese en busca del
sombrero y luego no sabe del bastón.
Don Antonio no daba, empero, muestra alguna de impaciencia.
Era hombre que había viajado. Visitara, años hacía, Estados Uni-
dos y Europa, y eso le daba aquella superioridad de espíritu. Los
que nunca han salido de un lugar tienen una idea falsa del mundo;

52 | El mejor de los mundos posibles


no así don Antonio, quien dejaba a las cosas pasar y a los hombres
hacer.
Vino luego don Isidoro y ambos se ponen en marcha, desazo­
nado aquél por el gozo, realmente contento y satisfecho de su no­
ticia, el otro. Descienden por la ancha escalera. El portero se cua-
dra, a su paso, y salen a un portal inmenso y triste por el que nadie
transita.
A algunos pasos de la puerta está colocada una viejecita que
ven­de dulces y algunas otras mojigangas. Detiénese ante ella el li­
cen­ciado Hernández, y, con toda su parsimonia, compra cinco cen-
tavos de semillas de calabaza que se introduce en el bolsillo de la
levita. Él siempre anda comiendo tales antojos, con lo que revela
su potente e inalterable estómago.
Recorren el largo y tétrico portal del Gobierno y ambos comen-
tan el asunto. Don Antonio exagera la importancia de su remoto
viaje a los Estados Unidos.
–No crea usted –le dice a su amigo– que los «gringos»7 fueran
a ver con buenos ojos a don Venustiano Carranza. Yo, que los co-
nozco, nunca creí que le reconocieran beligerancia alguna. ¿Cómo
habían de sancionar un estado de desorden y de anarquía? ¡Qué
necios los que creían que el gobierno de Washington iba a permitir
este estado de cosas!
El otro interlocutor no participaba de este optimismo; así fue
que dijo, con su habitual sequedad y recurriendo a un símbolo:
–A mí se me hace que el norteamericano no es tan humanita-
rio; ¿cómo, si no, fue que permitió la revolución maderista?
–No fue que la permitiera.
–¿Y de dónde agarraron armas y parque las chusmas de Madero?
Don Antonio detuvo el paso. Habíasele atorado en las bigotes
una partícula de cucurbitácea.
–¿Y eso, qué? –dijo echándose un poco atrás el sombrero y pa-
sándose el bastón por la axila–. Los gringos le venden a todo el
que les compra. Lo que pasó fue que don Porfirio ya no era el don
Porfirio de antes; ya estaba muy viejo…
Por los ojos pequeños de don Isidoro pasó una sombra de dis-
gusto. A porfirista nadie le ganaba.

7. Gringo. Ciudadanos de Estados Unidos de Norteamérica.

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–¡Qué viejo iba a estar! –y agregó, después de una pausa–. ¿Y
qué con eso que estuviera viejo? ¡El genio no envejece!
–Usted no sabe lo que pesan ochenta años, mi señor compa-
ñero.
Y los dos conspicuos señores reanudaron la marcha por el an-
cho portal.
Don Isidoro iba conmovido. Lo habían tocado en la llaga.
–¡Si hubiera otro don Porfirio…! –dijo, tapándose con una ma­
no los bigotes.
–¡Eso! Porque don Ramón Corral no dio el ancho…
Ahora fue el licenciado Sifuentes el que se paró de súbito.
–¡Va, hombre! ¡No sabe usted lo que dice!
Su compañero cambiose de mano el bastón.
–¡Pues claro! ¿Qué iba a hacer el pobre de don Ramón?
–Lo que hubiera hecho cualquiera… ¡Nada! ¿Quién se le va a
enfrentar al Coloso del Norte? –contestó, nervioso, en plena me-
táfora, el profesor de literatura.
–¡Y dale! Le digo a usted que los gringos ni sabían que existiera
Panchito Madero.
Don Isidoro se agita. Su bastón golpea contra el bastón de su
colega. Los bastones son algo imprescindible y trascendental en los
señores licenciados.
–Pues yo le aseguro a usted que los Estados Unidos serán siem-
pre la causa de todas nuestras desgracias…
–Pues ya lo está usted viendo que no… –concluye, en tono de
paz, el licenciado Hernández y ambos reanudan su camino.
Llegan al extremo del portal y dan vuelta a la esquina. Al fondo
de la calle arde una hoguera enrojecida sobre unos árboles: es el
crepúsculo.
Un viento húmedo sopla levantando los faldones de las levitas
a los dos señores compañeros que ahora avanzan tranquilamen­te y
en silencio. Contestan al saludo de un ebanista que está a la puer­
ta de pequeño taller. Llegan a otra esquina y doblan. A sus es­pal­
das han quedado calles metidas en sombra; en cambio, al frente,
se nota alguna claridad, personas que atraviesan. ¡Como que es la
plaza de armas!
Recorren, tan importantes caballeros, la única vía en la que se
concentra a semejante hora la vida provinciana. Pasan por delante

54 | El mejor de los mundos posibles


de una farmacia que ostenta, como fuentes de luz, dos esferas ta­
mañas. Luego sigue el hotel San Carlos de donde sale un fuerte
olor a restaurante. Un cine, por último, con un timbre monorrít-
mico y un pizarrón que reza: Programa para hoy –El médico de las
Locas– en 7 divinas partes. El licenciado Hernández lee y traduce:
«Programa para hoy… El Facultativo de las Dementes…» Este li­
cenciado Hernández, como ha viajado, se burla siempre de las co-
sas; constantemente anda jugando a los vocablos al par que extrae,
de la bolsa de la levita que queda al reverso del faldón, objetos de
boca.
Al licenciado Sifuentes le ha hecho gracia, a pesar suyo, esta
humorada del señor compañero.
Ambos descubren, a poco andar, a un amigo común, otro abo-
gado, que goza de las delicias del atardecer desde el balcón de su
casa. Todavía hay alguna luz difusa y los tres se han visto y reco-
nocido desde lejos. Don Isidoro y don Antonio, simultáneamente,
se bajan de la banqueta y comienzan a agitar los bastones. Trazan
rúbricas fantásticas. Simulan el movimiento de la mano al fir­mar,
y tan recio, que a don Isidoro se le salta un almidonado puño. El
señor del balcón no entiende. ¿Qué querrían decirle los señores
com­pañeros?
El licenciado Hernández se coloca el bastón bajo el brazo, bien
apretado, y se lleva ambas manos regordetas a la boca, formándose
una bocina.
–¡Ya reconocieron los Estados Unidos! ¡Ya reconocieron al gene-
ral Huerta, ya se firmó el Reconocimiento!
El licenciado Sifuentes sigue firmando en el aire.
El amigo del balcón ya ha oído. Lo indica con todo el cuerpo.
Está complacidísimo. Invita a los señores compañeros a pasar, pero
éstos le hacen seña de que tienen que irse. Entonces él también se
hace una bocina de sus manos y díceles que los felicita.
–¡Felicitémonos los tres! –exclama por último Sifuentes ponién­
dose otra vez a la vera de don Antonio, a fin de continuar la acci-
dentada marcha.
Atraviesan un jardín que está plagado de avechuchos. Desde
que uno de estos pajarracos ensució el sombrero del gobernador,
todas las tardes les disparan cohetes, pero la tal medida no sirve
para nada. Sufren, pues, don Isidoro y don Antonio la gresca de

Martín Gómez Palacio | 55


los petardazos que no les permite entenderse, por lo que se deci-
den a enmudecer. De pronto sienten un olor de incienso y casi al
mismo tiempo rasga el aire un repique de campanas que parte de
un templo cercano. Don Isidoro le oyó decir a su mujer que iba
esa tarde a ganar la indulgencia plenaria por bula pontificia; así es
que instruye a su amigo con relación al incienso y a las campanas.
–¡Quién sabe qué están ganando ahí dentro las señoras! –le
grita al oído a su acompañante, quien sonríe con generosa sonrisa
atea.
Sálense del jardín y a poco, en la calle siguiente, penetran en
una tienda de comestibles que brinda este rótulo pretencioso: «El
Palacio de Cristal.»
Páranse a la puerta. Meten ruido con sus bastones porque no se
mira a nadie en el establecimiento.
A semejante llamado, ladino y desigual, salió de la trastienda
un hombre alto y grueso, sin cuello y en pantuflas. Era, la de don
Isidoro y don Antonio, visita obligada de todas las noches; y placía-
le a don Jacobo Saracho –que así se llamaba el dueño– porque se
holgaba con la amistad de personas de viso.
La tienda era pequeñita, de las llamadas misceláneas. Don Isi-
doro acostumbraba a sentarse en una silla que había en el corto
espacio mediante entre la puerta de la calle y el mostrador. So-
bre éste, a falta de todo otro asiento, las piernas colgando muy
abiertas, acomodábase don Antonio, lo más del tiempo apoyando
la barba sobre el grueso puño del repetido, consabido e indispen-
sable bastón. Don Jacobo, por último, tras el mostrador quedaba,
cruzados sus peludos antebrazos sobre el hule claveteado.
Vivía don Jacobo con su familia ahí dentro, en unos cuartos
que comunicaban con el modesto comercio. Su principal, si no su
único deleite, era el yantar. Levantábase a las cinco y se salía a dar
vueltas a la banqueta, más que por ejercicio, por espiar el paso de
los vendedores ambulantes. Gustábale comprar camote, o elotes,
para la leche de su desayuno. Esto de las comidas rayaba en de-
sazón. No bien acababa de almorzar y ya estaba acariciando, vo-
luptuoso, la idea de que diese la una, para hartarse, y desde eso
de las seis de la tarde ya se veía, con secreta ilusión, esperando la
hora de la cena.

56 | El mejor de los mundos posibles


Los dos señores licenciados estimaban a don Jacobo Saracho.
Don Antonio habíalo defendido en un pleito. Don Isidoro intervi­
niera en otro asunto también del comercio, aunque de diversa ín-
dole: en lo del nombre.
He aquí que viéndose don Jacobo muy apurado por la cuestión
del título comercial, pues no le gustaba ninguno, don Isidoro le
había dicho: «Déjese estar, que yo le he de encontrar uno bonito».
Don Isidoro tenía, a pesar de su mal genio, rasgos como aquel, de
delicadeza y hasta de ternura.
El señor Saracho esperaba. En vano apremiaba al abogado, por-
que lo del nombre le urgía para hacer las manifestaciones del caso.
Por fin, un buen día, don Isidoro le regala su hallazgo a su amigote:
–Póngale a su tienda… «El rosal».
Don Jacobo no hizo objeción; pero tampoco pareció entusias-
marse. Aquella misma noche discutió con la familia, a la que deci-
didamente no deslumbró la denominación sugerida por Sifuentes.
–¡Ay no, papá! ¡Qué nombre tan desabrido! –exclamara la hija.
Y el nombre de «El rosal» quedó desechado. Y se aprobó enton-
ces el de «El Palacio de Cristal».
Una vez hecho el saludo acostumbrado, ocuparon todos tres sus
lugares respectivos.
–Pues la verdad, no atino… –decía don Jacobo pasándose una
mano por la calva–. ¡Me doy por vencido!
–Piense, piense… –lo apuraba don Isidoro.
–Empieza con «erre»… –encaminábalo don Antonio, metien-
do, como al descuido, la mano en un aparadorcito que sobre el
mos­trador había, conteniendo biznagas, jamoncillos y otras moron­
dangas que se llevaba al bolsillo y luego del bolsillo a la boca.
–¡Ramona! –saltó don Jacobo poniéndose como la grana, recor-
dando a una mujer con quien tuviera líos.
Don Isidoro se molestó.
–¡Qué Ramona ni qué ojo de acha!
–Empieza con «reco»… –balanceóse don Antonio, y se interrum­
pió de pronto, temeroso de haberlo dicho todo.
Don Isidoro trazó una rúbrica al aire para ayudar a su colega.
¡Pero ni por ésas! Don Jacobo era un bruto.
Ambos letrados fueron entonces silabeando a dúo la palabra
mis­teriosa. Re-co-no-ci-mien-to…

Martín Gómez Palacio | 57


Don Jacobo, al pronto, no entendió. Estaba perplejo.
Sus dos amigos lo veían con los ojos brillantes, prestos a lan-
zarse a la risa.
¿Fue en los ojos de ellos donde leyó don Jacobo la verdad? ¡Ah,
verdad grande y dichosa! Fue retirándose hacia atrás, y, cuando lo
detuvo el anaquel que servía de fondo, se inclinó hacia sus amigos
y exhaló una carcajada atroz, aguda y medio seca.
–¡Ahora sí se los llevó el diablo, ahora sí se llevó el diablo a es­tos
desgraciados maderistas! –exclamó en un arranque de gozo que le
hacía daño.
Don Isidoro lo oía encantado. Don Antonio partió una nuez, ha­
ciendo una mueca lastimera.
–No debía haber amnistía para tanto canalla… –dijo, después
de una pausa, el comerciante–. ¡Con lo que nos han fregado! Esto
ya no es una tienda, es un desierto… –agregó, esparciendo la vista
en derredor–. Como no entra mercancía, pues uno no vende… Ya
no hay café, ya no hay harina. ¿Y azúcar?, hasta la que tengo es­
condida para mí se me está acabando.
–Bueno –opinó el señor Sifuentes, más piadoso–; que se cas-
tigue a los cabecillas, pero a tanto pobre diablo que es traído a la
fuerza…
–¡Nada! –hubo de insistir don Jacobo, inflexible–. Yo no le per-
donaba a ninguno.
–Ya, ya, les perdonaría usted a todos –intervino el licenciado
Her­nández sacándole a la nuez, con un palillo de dientes, una car-
nita que tenía bien atorada–. Debemos darnos de santos con que
toda esa pobre gente se vaya otra vez a los ranchos, con que nos
pongamos cada uno a trabajar.
Don Isidoro se mostró psicólogo.
–Ni crean ustedes –dijo– que se vayan otra vez a coger el arado
y la pala, ¡que esperanza! Una vez que se han enseñado a andar a
caballo, y a robar, va a ser muy difícil convencerlos de que deben
volver a sus tierras.
Don Jacobo Saracho no creía en la eficacia de los medios sua-
ves; para él no había razones que valiesen.
–¡A culatazo limpio los hacia yo volver al trabajo! ¡Aquí lo que
hace falta es una mano de hierro como la de don Porfirio!

58 | El mejor de los mundos posibles


Don Antonio y don Isidoro suspiraron con profunda nostalgia.
¿Para qué hablar de lo que no podía ser?
–Pero ahí está mi general Huerta –siguió diciendo don Ja­cobo–,
¡ése es hombre! A ver si dentro de un mes queda un solo pe­lado8
levantado en armas…
–¡Qué va a quedar! –contestole el licenciado Hernández aven-
tando lejos, a la banqueta, las cascaritas que tenía reunidas en la
palma de su mano.
–A ver qué tal se porta mi general Blanquet –dijo después de
una pausa don Jacobo, ya en pleno terreno de la fantasía–; a ver
qué tal se porta ese gran ministro, mandando fusilar a unos cuan-
tos…
–¡Y de veras que ese general Blanquet no se anda con chicas!
–convino desde su silla don Isidoro.
–Pero mucho me temo que los gringos hayan puesto como con-
dición la de que no se fusile a nadie… –opinó sutilmente don An­
tonio.
El entusiasmo de don Jacobo Saracho no reconocía por esa no-
che ningún límite. Así fue que expuso, con viveza:
–No crea usted que los gringos se hayan metido en eso. ¿Qué
les importa a ellos cien o doscientos cafres más o menos?
–No, yo creo que sí les importa –apoyó don Isidoro a su cole-
ga–. Y agregó, atusándose muy aprisa los bigotes: –Son un gran
pueblo, mis queridos amigos…
Sucediéronse unos momentos de silencio.
–Por supuesto –expuso don Jacobo– que mandarán bastante
gente para que venga a pacificar todo el Estado…
–¡Si ya vienen! –contestole el licenciado Hernández–. Vienen
co­mo mil hombres de Torreón a levantar el sitio, y traen mercancía
y todo.
El comerciante oyó esto último con dilatados ojos de esperanza.
–¡Palabra que si no fuera por éstos –y apuntaba hacia su casa–,
me iba a encontrarlos para volver con ellos y cintarear a más de
cua­tro bandidos!
–Como no sea –señaló el buen sentido de Sifuentes– que se
tarden en llegar más de lo que falta para que aquí se le acabe el
parque al general Escudero…

8. Pelado. El hombre de la última clase social.

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–¡Y aunque le falte! –lo interrumpió don Jacobo–. El general
Escudero no necesita parque: a nalgadas echa a los rebeldes el día
en que se les ocurra entrar. ¡Ojalá que se decidieran de una vez!
–¡Hombre, hombre…! ¡Más vale que no se les ocurra!– dijo, con
ánimo precavido, don Antonio.
El señor Saracho lo miró con desprecio.
–En fin, poco hemos de vivir si no vemos en qué paran todas
estas misas –bromeó el mismo Hernández saltando del mostrador,
con lo que se indicaba siempre el término de la tertulia.
El propio don Antonio se bebió todavía un vaso de agua que le
trajo don Jacobo; y al cabo ambos togados despidiéronse y se fue-
ron, no sin felicitar al señor Saracho y siendo felicitados por éste,
respectivo al hecho del Reconocimiento.
La noche estaba oscura y con anuncios de tormenta. No arre-
draron a los señores licenciados los disparos que a lo lejos se oían,
ya de una languidez dilatada, ya vivos y numerosos. ¡Tan acostum-
brados a ellos se encontraban!
La ciudad, empero, estaba totalmente desierta. Sólo en el cine,
y si acaso en las puertas del hotel, había algo de claridad y de vida.
Alguien que entraba o que salía. Los cuatro tramos de la plaza de
armas brillaban desolados e insomnes.
Los señores licenciados caminaban…
En una de aquellas espléndidas mañanas estivales podía ob-
servarse, en la alameda, el desfile de un batallón abigarrado: era
la «Defensa Social». ¿De quién había partido la idea de semejante
agrupación? Se ignoraba. Era una de esas modas que tienen repen-
tino éxito, pues vino a desaburrir a la gente de una ciudad sitiada
prácticamente desde hacía algunos meses, y a servir de válvula de
escape a la nerviosidad que hincaba su garra en los corazones.
Los muchachos hallaban ocasión de lucir donaires ante las mi-
radas de sus novias, y éstas sentíanse madrinas de guerra al con-
templar las marchas desde los balcones.
La guarnición era escasa; los elementos de combate se veían
mer­mados. Por eso el General Escudero había aceptado el contin-
gente de mil individuos que se le presentaban armados y municio-
nados. ¿Quién no tenía por lo menos un rifle y balas en su casa?
Y el entusiasmo por pertenecer al flamante cuerpo fue desde
un principio desbordante.

60 | El mejor de los mundos posibles


–Ahora que entren… Si pueden –se decía en la filas, con res-
pecto a la multitud agolpada alrededor de la ciudad.
Todos se sentían invencibles. A nadie se le ocurría, ni por un
momento, la idea de perder la partida.
El Gobernador había tenido una frase lapidaria cuando aprobó
el proyecto del batallón.
–¿Quiénes queremos que nos defiendan de la casta desarrapa-
da que viene a quitarnos lo nuestro a quienes tenemos algo? ¿El
Ejército Federal? ¿Los soldados, es decir, los mismos del bando
con­trario? ¡No, señores! No tendremos más defensa que la que no­
sotros mismos organicemos. ¿No es ésta una lucha de clases? ¡Pues
lucidos estamos si queremos confiarnos a la clase enemiga!
Temíase que, los soldados de línea, a la mejor se pasarían al
cam­po contrario. Había sido un error de don Pancho Madero des-
preciar al ejército disciplinado y aguerrido: ¡El de don Porfirio! Aho-
ra, ¿quién iba a estar seguro de la fidelidad de las tropas? ¡Ni el
mismo general Escudero!
Corría por ahí la especie de que el General, en más de una oca­
sión, había manifestado sus dudas, sus desconfianzas…
¡Pero con mil hombres de la «Defensa Social», parapetados en
los fortines, era suficiente! Y en caso de que no lo fuera, entonces
se metería a toda la sociedad amenazada dentro del primer cuadro
de la población, en unas cuantas manzanas de casa, y así, se mori-
rían de hambre, pero nadie tocaría a las mujeres. ¡Se salvaría, por
lo menos, la honra!
Por las mañanas tenía lugar la instrucción. Los oficiales de la
Guarnición eran los encargados de proporcionarla. En los anchos
senderos de la alameda se ponían todos los de la «Defensa», en
pie, de dos en fondo. Luego atronaba el aire un vozarrón terrible
y todos se volteaban para el mismo lado. Otro vozarrón iba y otro
venía, los defensores ponían una rodilla en tierra, en ademán de
disparar, o bien se acostaban, como para burlar al enemigo. En se­
guida echaban todos a correr, y esto sí rompía un tanto cuanto el
orden militar, porque entre los voluntarios había personas de edad,
o con defecto físico. Pero era lo cierto que, en materia de constan-
cia y de adelanto, no se podía pedir más.
Por último venía lo que a todos agradaba: el regreso por las ca­
lles, bajo los balcones constelados de caras de mujer. Una lluvia

Martín Gómez Palacio | 61


de flores caía incesantemente sobre los héroes en cierne, manojos
que, tras de besar las cabezas, iban a chocar, olvidados, contra las
piedras musgosas de la calle. Y aplausos, y sonrisas, todo alegraba
la enrarecida atmósfera de ciudad sitiada.
El rumor propagado, primero por el licenciado Hernández, y
ca­si al punto por mil bocas, encendía el entusiasmo como llama.
Tenemos que perseguirlos –se decía–, tenemos que perseguirlos
un buen trecho y hacerles algunas bajas. ¿Cómo vamos a dejarlos
levantar tranquilamente el cerco y largarse por donde vinieron?
Sin embargo, los días pasaban. Noche a noche se gastaba el
parque; ya casi no había qué comer en las despensas de los hogares
ni en las tiendas. ¿El refuerzo? Todo el mundo aseguraba que ya
venía, que el general Huerta no podía resolverse a perder una plaza
tan importante. Que ya se dirigían de Torreón cinco mil hombres
de las tres armas, que ya estaban más cerca de Durango que de
Torreón. Y, sin embargo…
Una mala mañana el general Escudero dio una orden terrorí-
fica. Ya no había ejercicios militares: todo mundo en la trinchera
que le correspondía, quietecito…
¿Qué sería ello? Por lo pronto a obedecer… Y entonces sí, ya sin
los desfiles, ya sin las miradas amantes, la suerte se tornó amarga
y dura para todos.
Lo mejor del tiempo eran las noches, cuando el frescor y la luna
permitían a los incipientes soldados salirse un poco del estrecho
escondrijo de las torres y agruparse en el techo de los templos.
Entonces, en cada corazón, flotaba un aliento misterioso de no­
via distante, una implorante mirada de hermana en peligro.
Ade­más, se entonaban cantos, se decían chistes. Pero semejante
com­pensación –¡la única!– llegó a faltar bien pronto. Disparos su­
brepticios alargaban su silbido entre las cabezas de los de­fensores,
a la mejor interrumpiendo una canción. ¿Quién era? ¿Quién dispa-
raba? Cateos, búsquedas prolijas en las casas de las inmediaciones
no dieron resultado. ¡Imposible dar con los ocultos tiradores! Las
cárceles, los cuarteles estaban llenos de individuos sospechosos, y
la muerte seguía zumbando, brotada de las casas, de las calles, de
quién sabía dónde.
«Pero, ¿quién tira?», era la pregunta que se hacían, dentro de
las trincheras, unos labios pálidos a otros labios trémulos.

62 | El mejor de los mundos posibles


«¿Si se habrán estado metiendo, uno por uno, estos bandidos?»
Y la incógnita cruel, la incógnita triturante, nadie era capaz de
descifrarla.

Martín Gómez Palacio | 63


L a tí a Tina

D oña Agustina Cuenca de Palacio habitaba una


casa que hacía esquina, de pura piedra, de esas
que ya no se construyen hoy en día. Quien entrase de golpe en la
alcoba de la rancia dama, no vería nada sino obscuridad espesa.
Había que irse familiarizando con la tiniebla para apreciar los mue­
bles de la habitación, que eran muy antiguos, y tan numerosos, que
casi no dejaban sitio para caminar. Objetos valiosísimos, a lo me-
nos así era la versión corriente –en las poblaciones cortas todos se
sabe– ya que nadie podía jactarse de haber observado, lo que se
llama observar, los muebles de doña Agustina. De la ventana que
daba a la calle, no se franqueaban nunca más espacio que el ancho
de los dedos; y, de puertas, había solamente una que daba a otra
pieza interior, asimismo oscura, la que a su vez no tenía otra salida
que a la sala, siempre cerrada, siempre lóbrega y silente.
Aquellas tres habitaciones parecían el consultorio de algún mé-
dico oculista, así se respetaban la luz y el aire.
La sala comunicaba con uno de los corredores de la casa; en
éstos sí, la luz brillaba a borbotones. En un rincón había una jaula
con una inmensa familia de canarios, y en medio del patio una pila
seca de la que sobresalía una gallareta con el pico roto.
El resto de la finca, que era enorme, estaba, si bien profusamen­
te amueblado, deshabitado por entero.
Doña Agustina, quien no obstante la primera impresión, no siem­
pre había sido lo que era, sino que también había sido una jo­ven, y
quizás una joven alegre y consentida, por los caprichos del destino
habíase quedado sola en aquel caserón. No tenía más familia que
un muchacho triste y raro que habitaba una pieza muy apartada de
las consagradas a la tía.
Roberto Palacio nunca metía ruido; casi no hablaba en casa. Era
un sobrino en el que se habían concentrado, porque no había otra
persona en quien se concentrasen, los afectos terrenales de doña
Agustina. Habitaba el joven un alto del segundo patio con vista a
un emparrado. Nadie recordaba cuál de los antepasados mandaría
construir aquella especie de observatorio, ya que la casa era de

64 | El mejor de los mundos posibles


ba­jos. De suerte que, para ir de las habitaciones de la tía a la del
sobrino, había que emprender una seria excursión a través de co-
rredores, patios y pasadizos.
Doña Agustina no visitaba nunca a Roberto, y a éste le era pro-
fundamente molesta la idea de pasar a saludar a la buena señora.
Le producía decidida aversión el encierro en que ella se pasaba la
vida y que comparaba con el de una ostra.
Tan linajuda dama, en efecto, estábase el día entero entre las
cua­tro paredes de su vivienda, acostada en la cama o sentada en
un sofá. Había ido a París, una vez, pues el dinero le sobraba, pero
empujada verdaderamente por sus amistades que le habían dicho,
hasta cansarla, en repetidas ocasiones:
–¡Pero por Dios, Agustinita, siendo usted tan rica y no conocer
el mar!
Y nada, que acabaron con su paciencia y marchose a París, con
una criada; pero de la Ciudad-luz no daba razón, porque todo el
tiempo que en ella estuvo no salió para nada del cuarto del hotel,
con un jaquecón horrible. Del mar había visto algo, al entrar en el
barco y al salir de él, pero nada más, pues no hubo para ella ni una
hora sin mareo.
¡Ahora sí, cualquier día lograrían sus amistades volver a hacerla
salir de Durango! ¡Ni a la hacienda, porque con todo el mundo le­
vantado en armas!…
En su alcoba, a un lado de la cama historiada, colgaba un ma-
nojo de llaves. Eran de todas las dependencias de la casa; mas ni
aquéllas se usaban ni éstas se abrían sino una o dos veces en el
año, a que la servidumbre sacudiera el polvo, y eso que había una
galería de pinturas y una biblioteca de las que se hacían referen-
cias maravillosas. Entre los antepasados habían existido varones
emi­nentes en arte, en letras y en jurisprudencia.
Para la actual dueña, la famosa galería y la no menos renombra-
da biblioteca nunca habían sido sino objeto de zozobra.
Pero Agustinita –la habían sermoneado mil veces amigos y co­
nocidos–, ¿por qué no vende los libros y los cuadros? Usted, ¿para
qué los quiere? Hasta el abogado Sifuentes, que era con el que con­
sultaba sus asuntos por ser el que le inspiraba más confianza, ha-
bía tratado de llevar la cuestión a la práctica, aunque sin ningún
resultado.

Martín Gómez Palacio | 65


–Isidoro, por Dios; a mí, ¿qué me está usted diciendo? Si usted
quiere que se vendan, pues que se vendan…
Pero decir esto no era decir nada, y don Isidoro dejaba de mano
la cuestión.
Doña Agustina recibía a diario la visita del doctor. Este era el
único ser por quien sentía algo de lo que pudiera llamarse amor,
por ser el solo hombre que tomaba en serio sus enfermedades; el
solo que departía con ella, durante horas, sobre la vejiga, riñones
o arterias de la rica propietaria. El doctor era un anciano de cer-
ca de ochenta años. ¿Quién estaría más empolvado, el médico o
la pa­ciente? He ahí un acertijo que se planteaba a veces la aguda
penetración de don Isidoro.
A doña Agustina habíasele olvidado la topografía de su casa. Le
llevaban los alimentos a su aposento y recibía a sus amistades, cuan­
do eran varias, en la sala. A la calle salía rarísimas veces, y eso al
anochecer, como abultada corneja. Y nunca, ni en su estancia, ni
en la sala, ni mucho menos en la calle dejaba de su lado un peque-
ño saco donde iban jeringa, ampolletas, pomo de alcohol, lampari-
lla, frasco de sales, unas píldoras cobrizas, unas pastillas blancas
y bicarbonato de sodio.
Una mañana, todavía en la cama, oyó, proveniente de las pro­xi­
midades de su ventana, una voz que la hizo estremecer, que gri­ta­
ba: «Flanco derecho… ¡derecho!» Acordose entonces de un asun­to
importante y mandó llamar a su sobrino.
El joven Roberto se encontraba a la sazón disponiéndose para
ir a reunirse con su escuadrón, en calidad de defensor social; así
fue que, cuando le transmitieron el recado, ya tenía puesta la ca-
nana, y de tal guisa compareció en la presencia de la tía.
Ésta, que le vio algo extraño en el cuerpo, lo palpó, y catando
las balas:
–¡Válgame Dios –le dijo–, siempre te metiste en la bola! Ya me
lo estaba temiendo, con lo que contabas la otra noche…
–¿Y qué quiere usted que haga, tía? Usted ya sabe la preven-
ción: todo el que no esté en la «Defensa», a la cárcel por sospecho-
so. Y además, ¿qué dirán los amigos?
Doña Agustina suspiró fuerte varias veces.
–Déjalos que digan… Más vale que digan «aquí corrió» y no
«aquí murió».

66 | El mejor de los mundos posibles


–Pero tía… Si no se trata de nada de eso que usted cree, casi
no hay peligro.
Y como su tía no chistara, añadió:
–Usted puede aguantar que le digan cobarde, pero yo no…
Doña Agustina se sabía de memoria esas frases de su sobrino.
Se volvió de lado, se encogió de hombros y murmuró, después de
una pausa:
–Anda, pues… ¡A ver si no te dan un balazo!
Y no dijo más. Roberto se quedó un instante sin hallar qué ha­
cer ni qué decir, rodeado de silencio y de sombras que parecían
agolpársele en los oídos, en los ojos. Luego optó por dar algunos
pasos en la mullida alfombra: inclinose sobre su tía y le dio un
be­so. ¿Fue un beso aquella cosa blanca e inesperada? Enderezose
y, tras otro momento de indecisión, se salió de la estancia lenta-
mente.
Sin tropezarse, porque conocía el camino, pudo llegar hasta la
sala. A través de los postigos se filtraba débilmente la luz de la ma­
ñana. En un rincón había un elegante piano cubierto con una fun-
da recamada de grandes amapolas. Aplanado por tan densa atmós-
fera, recordó Roberto con amarga ironía la adivinanza del piano,
que parecía estar compuesta precisamente para el de su tía Tina:

En un cuarto muy obscuro


están un vivo y un muerto;
el vivo le pica al muerto
y el muerto pega un chillido.

Ya, alguna vez, con la obsesión del rompecabezas, no se había


podido contener: habíase llegado al clave, levantara con tiento la
cubierta y, con un dedo, picárale al muerto, produciéndole el soni-
do más absurdo que había oído en su vida.
Viose al fin en el corredor, respiró a plenos pulmones y se diri-
gió al altillo por su rifle.
Saliendo luego a la calle, marchó sin pérdida de tiempo hasta
su fortín, en el cual había de permanecer, esta vez sí, quién sabía
hasta cuándo; pues se había dispuesto que ya nadie abandonase
las trincheras, tanto porque la situación militar se estiraba más y
más, cuanto porque los abnegados miembros de la «Defensa So-

Martín Gómez Palacio | 67


cial» tenían más peligro de ser cazados transitando por la calles
que detrás de las aspilleras.
Su puesto era la torre de un hermoso templo situado en las afue-
ras, al que se llegaba por un campo verdecido. Solamente en aquel
campo no parecían cernirse presagios trágicos; en él no existían las
odiosas paredes que reflejaban sobre el corazón el pasmo de tanto
rostro pálido. No muy distante, por cierto, se descorría una línea
de hombres a caballo, para plegarse, en seguida, contra una loma.
–Esos hombres –pensó– tienen, a no dudarlo, un fondo de ra-
zón. Están reducidos a vivir, en ranchos y haciendas, casi como
bes­tias, sin pan intelectual, sin miel moral, sin argamasa social. Y
porque vienen a reclamar lo que la Naturaleza no les niega, ¿será
bien recibirlos a balazos?
Pero ya todo es inútil –siguió monologando, al par que oía dis-
traídamente el murmullo de un arroyo cristalino–. La «Defensa
So­cial» ha ahondado el abismo que ya nada puede colmar.
Sus pasos, en el atrio de la iglesia, retumbaron. Hicieron aso-
marse alertas a sus compañeros de fortín.
«¿Qué hay por allá? ¿Qué se dice? ¿Qué se sabe?» fueron pre-
guntas que lo acosaron al pisar la superficie abovedada.
–Menos de lo que se sabe aquí –contestó en tono taciturno
sentándose a la sombra del cimborrio.
Y era verdad. Estando en el fortín, se deseaba ir al centro de la
ciudad a inquirir lo que pasaba; y ya en la calle, en las casas, no
pretendía el ánimo más que ascender de nuevo al fortín, donde tan
siquiera podía mirarse a la distancia.
Aquel puesto, tan avanzado como cualquiera de los que ocupa­
ban soldados de línea, estaba resguardado por veinte muchachos
que desconocían el olor de la pólvora. No había adelante de ellos
sino algún que otro Juan9 aislado, oculto detrás de alguna piedra.
Fuera de tan débil muralla, la llanura tersa y dilatada, sin un fo­
so, sin una ondulación que quitara fuerza a la avalancha presta a
echar­se encima de un momento a otro.
Pasaba el tiempo. Declinó la tarde y los veinte jóvenes, acostum­
brados al peligro, comenzaron a entonar canciones. Y formaban, in­
visibles para todo caminante que pasara envuelto en el crepúsculo,
una música rara.

9. Juan. Soldado

68 | El mejor de los mundos posibles


¿Qué tiempo transcurrió así? A una canción sucedía otra y otra.
De pronto, una tonada se suspende bruscamente. Las voces deja-
ron de formar una armonía y fueron acallándose. Se sintió co­mo
si en torno hubieran arrastrado una estera por todo el techo de la
nave, hasta que oyose un chasquido tenue que puso fin a la an­
siedad. ¿Una bomba? Sí, de dinamita; pero, por fortuna, vana. Ahí
estaba, dijérase que todavía agitada, junto a la boca de un canalón,
la burda pelota atada con mecates y con una cola ridícula.
A rastras, el frío en el corazón, se deslizan los veinte al inte-
rior de la torre y descienden, descienden trabajosamente por los
angos­tos y carcomidos peldaños. Establécese el servicio de vigilan-
cia, de­biendo quedarse uno en lo alto mientras el resto se desper-
diga por todos lados del atrio, oteando embravecidos.
Tócale a Roberto permanecer en la eminencia. Al pasado ac-
cidente ha sucedido una calma letal. La noche es espesa, tanto,
que no permite ver nada a lo lejos. Ni una luz, ni un reflejo. Y, sin
embargo, la misma noche se percibe llena de latidos. Latirían las
plantas, latirían las aves… Y latirían ¡cómo no! millares de cora-
zones. ¿Cuántos pares de ojos avizorarían la tiniebla en aquel mo-
mento al igual que los del olvidado centinela? ¡Miradas de ojos se
abrirían como se abrían los suyos, semejantes a estrellas apagadas!
Se deslizaron los minutos, las horas tal vez. Enmudecían los fu­
siles. Se levantó un viento fresco que hizo suspirar a las cosas cer­
canas. ¿No suspirarían, también, tantas almas enemigas? ¿Por qué
el viento delgado no desposaba, al par que se unían todas las cosas
en la noche, tantos y tantos sueños de venganza? ¿Por qué no con-
cluía toda reyerta inútil, toda contienda vana en la infinita paz de
un solo beso?
El aura fragante se tornó bien pronto helada. Roberto sintió un
afecto casi devoto por aquellas legiones invisibles que acampaban
no lejos de él. Ahí habría mujeres, niños que no podían haber que-
dado en las rancherías abandonadas: todo, todo, hasta los perros
se había transportado a la línea de ataque. Y pensó, con relación
a las posiciones de ambos bandos contrarios: «¿No sentirán, ellos,
más el frío que nosotros, a quienes siquiera cobijan provisionales
muros?» ¡Ay pobres, ay infelices!, pensó. ¡Sus rostros grises se di-
latarán hacia acá como otras tantas lenguas arcillosas, hastiadas
¡al fin! de tanta agua impura y sedientos de nuestros vinos! ¡Y sus

Martín Gómez Palacio | 69


recios estómagos, hartos ya de la abominable ración de frijol y de
maíz, se estrujarán en derredor de la ciudad como un amontona-
miento sanguino de vísceras!
Cansado, por último, de sombra tanta, púsose a contemplar
hacia el lado de la población. Por ahí resplandecía siquiera, con
ex­traño fulgor, algo como cornisas, o estrías inexplicables. Pensó
en las tenues y cándidas doncellas cuyo honor defendían él, sus
com­pañeros, sus hermanos, toda la gallarda juventud vuelta heroi-
ca ante la turbamulta amenazante de pueblos sucios y de ranchos,
ante la manos violadoras y puercas de la masa compacta, parda,
de la clase encallecida, manos asoleadas, manos ásperas, manos
ho­rribles, cuya presión gravitaba, más que como presentimiento
en las carnes mórbidas y virginales, como consumada ofensa en la
sangre apretada de los corazones varoniles. ¡Oh, sí! Era odiosa la
multitud hambrienta, la ola andrajosa que se venía encima, incon-
tenible por unas cuantas balas que aún quedaban en las cartuche-
ras de los defensores.
Su alma, llena de vida, sintió una piedad inmensa por las vírge-
nes. Luego las almitas de éstas, semejantes a cirios, parecieron as-
cender débilmente en la noche siniestra y vaciar sus aromas como
nardos.
El licenciado don Antonio Hernández se salió de su despacho
a las cinco, después de un largo bostezo de fastidio. ¿Para qué se
quedaba hasta la hora acostumbrada, si ya no iban clientes? Púsose
el sobrero a media cabeza y fue en busca del licenciado Sifuentes.
Las calles habían adquirido un aspecto especialísimo. Gentes
aisladas de todas las demás iban y venían; algún individuo de pie,
en la esquina, pero siempre solitario. De suerte que nadie habla-
ba, y el silencio parecía mortal. Y era que el Jefe de la Guarnición
había emitido una disposición prohibiendo toda clase de grupos,
en previsión de que fuese de éstos donde saliesen los disparos mis­
teriosos que ya habían causado algunas bajas.
Don Antonio anduvo su camino hacia Palacio. Poco antes de
llegar en un pequeño jardín, vio venir a los hijos del Gobernador
cuidados por niñeras. Detúvose ante ellos haciéndoles mil zalame-
rías; los chicos, acostumbrados a que todo el mundo los besara, lo
veían con una perfecta indiferencia. Sácase el licenciado un puño
de bellotas del bolsillo y las pone en mano de los pequeñuelos.

70 | El mejor de los mundos posibles


–Anden –les dice–, ahora sí ya váyanse, díganle a su papá que
yo se las di.
Y atravesando la calle muy orondo, se adentró en la casa del
Go­bierno. Subió la escalera con las inevitables isócronas pisadas,
las de sus pies y las de su bastón. Encuentra a su amigo frenético,
armando alboroto; y todo porque había desaparecido de su mesa
un pedazo de papel con el sello del Juzgado.
–¿No ven ustedes que me pueden falsificar una orden, una no-
tificación? –gritaba.
Su amigo lo calmó. ¿Para qué apurarse tanto? ¿Cuánto dinero
le debía el Estado por concepto de sueldos? Podía decirse que des-
de que empezara el estado de sitio, poco después de la «Decena
Trágica», no pagaba el Erario.
Don Antonio tenía razón.
A poco el mismo propuso ir a dar una vuelta por la alameda.
Había que estirar las piernas.
Don Isidoro hizo un gesto de contrariedad.
–Esta doña Agustina –dijo–, que me ha mandado cosa de cinco
recados. Que me necesita, que es muy urgente…
El otro abogado fue a asomarse al balcón. ¿Qué remedio? En-
tonces se pasearía solo.
–No, usted irá conmigo –decidió Sifuentes revolviendo unos
libros.
Se hizo una pausa entre los dos. Don Antonio seguía mirando
a la calle a través de los vidrios, come que te come bellotas. Don
Isidoro fue por ahí, a la pieza contigua. Cuando regresó, su com-
pañero, sin mirarlo, como distraído, le dijo:
–Yo siempre no voy a ver a esa comodina.
El licenciado Sifuentes se quedó perplejo unos momentos. Al
cabo entendió perfectamente. Así como así, estaba habituado a los
escarceos de Hernández. La palabra «Agustina» equivalía a «co-
modina». ¿Que cómo? Muy sencillo: no equivalía «cómodo» a «a
gusto»? Luego entonces…
–Sí irá usted, hombre, ¿qué va usted a pasearse solo?
–Es que –contestó don Antonio– usted va a tratar de negocios…
–¡Qué negocios ni qué ojo de acha!
Y añadió Sifuentes, ante la estupefacción de su amigo:

Martín Gómez Palacio | 71


–Parece que no le he dicho ya a usted cómo es la apreciable
Agustinita. Cada vez que se le antoja me manda llamar, dizque
para tratar asuntos, pero no hay tales asuntos. Lo que le pasa es
que se aburre y quiere tener con quien conversar. La primera oca-
sión, le confieso a usted qué me dio en qué pen­sar. Figúrese que
me mandó llamar varias veces seguidas. Yo, que hasta creí que se
trataba de muerte próxima… de hacer testamento, vamos, pues
me le presento en seguida. Llego, y no era nada de muerte, pues
me la encuentro sentada muy a gusto en la sala de su casa. Me
pasan, me siento. Será otro negocio –pensé–. Pero pasa una hora,
y luego otra, y yo en un brete: ¿Qué le habrá disgustado de mi
con­versación? ¿Habrá encontrado alguna cosa mal, en mi ac­titud?
¡Na­da! Al fin me levanto, me despido. Y ella, con la más ab­soluta
na­turalidad, me da las buenas noches. A los pocos días vuel­ta con
mandarme llamar, y lo mismo.
Al licenciado Hernández le hizo gracia el relato y dijo que sí iría
a la casa de doña Comodina.
Salieron, pues, como de costumbre, y se dirigieron a la curiosa
visita.
A poco andar, ambos se sorprenden muy alegremente. Hernán-
dez sobre todo, que es más impresionable que su amigo, ¿no veía
el señor compañero a don Jacobo Saracho que venía armado hasta
los dientes?
¡Sí lo veía Sifuentes, cómo no! Venía con un riflote y un mo-
rralito.
Se cruzan, y don Jacobo, casi sin detenerse, les dice: «Me voy
porque ya me esperan en mi fortín; si se hace más noche me tiro-
tean cuando me acerque… ¿Qué diablos hago en la tienda? Ya no
tengo que vender, y, además, hay que dar el ejemplo a los mucha-
chos…»
Esto no era una puya a sus amigos. Don Jacobo era incapaz,
con los señores licenciados. Por lo menos así se lo aseguró inte-
riormente cada uno de ellos. No embargante, Sifuentes se jaló, con
ma­no enjuta, una guía del bigote.
El señor Saracho se perdió en la esquina próxima. Hacía bien,
porque ya estaba anocheciendo.
Don Antonio y don Isidoro dan una vuelta a la manzana y ya, a
eso de las siete, juzgan oportuno llegar a la casa donde se dirigían.

72 | El mejor de los mundos posibles


La morada de la señora Cuenca de Palacio imponía respeto con su
larga serie de severas ventanas, herméticamente cerradas.
Lléganse a los umbrales. Reina en los interiores obscuridad per-
fecta. Pasaba siempre así, en cuanto caía la noche. Y era que la
buena señora lo soportaría todo, menos la luz eléctrica. Nunca la
había podido sufrir: le producía jaqueca.
Llaman los caballeros, ya se sabe, con las conteras de sus bas-
tones. Entonces se mueve algo a un lado del zaguán, algo como si
se arrastrara, dejándose ver al fin un hombrón tapado con un sa­
rape. Era el portero. Doña Agustina hacíase traer su servidumbre
de la hacienda de La Punta, y a veces le mandaban sirvientes como
aquel, completamente en bruto. Una vez que el hombre se ha pe-
netrado bien de los deseos de ambos personajes, les dice que se
aguarden, y desaparece por el cancel. A poco se avecina una luz
vacilante. La trae una criada, misma que conduce a la visita por un
tenebroso corredor, hasta la sala. Pásalos la doméstica, deja la vela
en una rinconera y adéntrase en una negra recámara.
Los dos señores licenciados se contemplan un rato en silencio,
a la luz rojiza y temblona que hace bailotear sus propias sombras
en las paredes.
Pasados unos minutos, se escucha un ruido de sedas. Hay voces
veladas del lado de la alcoba. La silueta de doña Agustina acúsase,
no obstante lo negro de su vestido y lo negro del fondo que la en-
vuelve, con su original peinado antiguo y su restallante crinolina.
La sigue una fúnebre señora y cierra la marcha la moza que había
introducido a los señores.
La campanuda dama saluda con displicencia. Se hacen las pre­
sentaciones: el señor licenciado Hernández, un admirador de do­ña
Agustina… Cuca Rincón, secretaria de la Vela Perpetua.
Esta última es una niña quedada que no divierte al ama de la
casa, no va ahí sino por el chocolate y a recoger limosnas y limos-
nas.
Siéntanse todos cuatro. La visitada pregunta al licenciado Her-
nández, dijérase que con sorna, si no le molesta tanta luz; pero ha­
bla con seriedad. Don Antonio hace un ademán vago. Doña Agus-
tina ruega, sin embargo, a Cuca que retire la palmatoria otro poco.
–Conque, ¿qué tal? –pregunta Sifuentes como amigo de con-
fianza–. ¿Qué dicen esas enfermedades?

Martín Gómez Palacio | 73


–Cada día peor– suena lánguida la voz de la propietaria–. Con
decirles a ustedes que creo que soy barómetro…
Don Antonio mira inquieto a su amigo. ¿Si comenzaría la seño-
ra a perturbarse?
–Sin necesidad de levantarme de la cama –explica doña Agus-
tina– ya sé el tiempo que está haciendo… hasta sé si está nubla-
do… Me duele aquí, o aquí…
Sifuentes se atusa los bigotes.
–¡Va! –interrumpe–. Los nervios.
Doña Agustina ríe, ríe hasta que un acceso de tos viene a con-
tener su risa.
–Usted está bueno para médico. No saben nada, los pobres.
Siempre le andan echando la culpa a los nervios.
Don Antonio se hace el gracioso, a ver si le resulta simpático a
la opulenta amiga.
–Pero, señora, es usted injusta. Si los médicos no curan, por lo
menos alivian; y si no alivian, al menos consuelan.
–Figúrese –dijo doña Agustina con aire de fastidio.
Hubo una pausa. Parecía que a la acaudalada quejosa no le im-
portaba que tal pausa se prolongase o no. El licenciado Hernández
se preguntaba: «¿Iremos a quedarnos dormidos?» Se oía volar un
mosquito. Hasta que, por fortuna, sintiose ruido en el corredor de
alguien que llegaba. Era otra visita: Andreíta Salas y su hija.
Sólo que éstas sí parecían estar mejor animadas. Sería el aire
fresco de la calle, el caso fue que entraron con soltura, besaron a
doña Agustina, saludaron a los caballeros a quienes preguntaron,
además, por sus familias, sentándose por fin alegremente.
La recién llegada habló de la siguiente manera, después de los
primeros cumplidos:
–No, pues yo le dije a ésta: anda, vamos a ver a Agustinita, por-
que si estamos esperando que levanten el sitio, creo que vamos pa­
ra largo.
–¡Cómo les agradezco! –contestó la aludida–. A ver niña, acér-
cate a que te vea bien; parece que has crecido.
Acércase la doncella, una chica larguirucha, y permanece un ra­
to entrecortada.
–Siéntate, linda –dice al cabo la distinguida matrona, sin ex­
ternar comentario alguno en cuanto al desarrollo de la niña.

74 | El mejor de los mundos posibles


–Y mucho que la quiere a usted, no crea… –asegura la mamá;
y doña Agustina sonríe, en silencio.
–¡Pobrecita! –comenta, en un rincón, la Secretaria de la Vela
Perpetua.
El licenciado Hernández parece interesarse en la conversación.
¿Qué edad tiene la joven? Realmente, está bastante adelantada.
–Anda –requiere a ésta la madre–, tócale algo a Agustinita.
-Si no sé tocar... ¿qué dirán los señores? ¡Ay no, qué vergüenza!
Y se retuerce como melcocha.
–¡Ay, que tonta! Ya te han de dispensar.
–¡Naturalmente! –aprueban don Antonio y don Isidoro, y aña-
den:
–Ande usted, señorita; ya sabemos que lo hace muy bien.
Levántase al fin la aludida y se dirige al clave. Comienza por
qui­tar la funda, en cuya operación la auxilia la Secretaria, que no
tiene mucho trato, pero que en semejantes faenas es acuciosa y es­
pontánea. Por eso la estima Agustinita.
Comienzan a oírse, tímidamente, las notas del inevitable «Poe-
ta y Campesino». Andreíta está satisfecha de tener por hija a aquel
encanto.
–No crean –comenta, dirigiéndose a los licenciados–, mi mari-
do dice que es una pieza de prueba.
Don Isidoro y don Antonio asienten. Son todo oídos.
–Ahora habla «El Campesino» –apunta Andreíta, al despren-
derse del piano unas notas roncas y apresuradas.
Cuca Gómez, la Secretaria, es la única que se atreve a hablar,
emocionada.
–¡Pobrecita!
En seguida la misma acércase a un postigo, no sin algún recelo;
lo abre y pega al vidrio su frente amarillenta.
–Parece que ya se fueron.
–¡Ah, sí! –dice doña Agustina–. Ha de ser alguien que se paró
a oír la música.
–¡Pobre! –lamenta por el desconocido la secretaria, tornando a
ocupar su asiento.
Ahora el piano se ha puesto lamentoso. A las notas encrespadas
siguen unos sones suaves. Ladinos.
–Ahora habla «el Poeta» –asegura la madre.

Martín Gómez Palacio | 75


Y a poco:
–Ahora vuelve a hablar «el Campesino...»
Y así, siempre que se advierte un cambio en la ejecución.
Cuando concluye el trozo musical, don Antonio y don Isidoro
baten algunas palmas que resultan absurdas, en la lobreguez de
la estancia. Andreíta les da las gracias, embobada. A Agustinita
di­ríase que no le ha parecido mal. La secretaria cierra las mani-
festaciones, diciendo una vez más, con un reflejo de llanto en las
pupilas:
–¡Pobrecita!
Hácese un largo silencio. Rómpelo al fin doña Agustina queján-
dose con languidez.
–Figúrese que Roberto siempre se me fue a la dichosa «Defen-
sa Social»; anda con un rifle que a mí se me figura que ni lo sabe
manejar. Nunca lo ha usado, ni en la hacienda.
–¡Bien hecho! –exclama, entusiasmado, el licenciado Hernán-
dez.
–Es el deber de todo joven honrado –agrega secamente el licen-
ciado Sifuentes.
–¿Usted también, Isidoro? ¡Ay, van a acabar conmigo! Como si
lo estuviera viendo, mañana no voy a poder ni levantarme…
–Sobrepónganse, haga un esfuerzo. –anímale Andreíta.
–¡Tengo un miedo de que vaya a malograrse como su padre!
–Si no fuera por ciertas medidas, ¿qué sería ya de esta pobre ciu-
dad? –Se le ocurre preguntar a don Antonio después de una pausa.
–¡Ya se la habría llevado el diablo! –descubre don Isidoro.
–Sí que ha de andar suelto, no uno, sino todos los diablos –sus-
pira, con fastidio, doña Agustina.
–¡Ah, que usted! –sonríe escrupulosa Cuca Gómez.
–Y mi pobre marido –exclama de pronto Andreíta–, ¿pues ya no
también se me alborotó? Ya hace varias noches que no duerme en
casa, siempre encaramado en el fortín de Catedral.
–Siquiera está cerca… –murmura, entre convencida e irónica,
la dueña de la casa.
–¡Bonito consuelo! –Y Andreíta prorrumpe en una carcajada.
–No, oiga usted –interviene don Antonio–; el peligro es el mis-
mo. ¿Qué más da estar en San Miguel, que en el Santuario o que
en Catedral?

76 | El mejor de los mundos posibles


–Le diré a usted –interrumpe a su colega la voz autorizada de
don Isidoro–, siempre sí hay diferencia, cómo no.
–Pues yo no me sentiría segura –manifiesta Agustinita con hu-
mor– ni en las narices de don Venustiano Carranza, que las tiene
buenas de grandes.
Todos festejan a Agustinita. Hasta la niña del «Poeta y Campe-
sinos» se ríe con ganas.
Se sigue una pausa dilatada, turbada sólo por una risa morige-
rada de Cuca Gómez, quien se tapa la boca discretamente con su
pañuelo.
–¡Ah!, oigan ustedes –se acuerda de súbito Andreíta–; ¿y qué
sucede con el auxilio?
–Viene, cómo no –promete don Isidoro.
–¡Ay, qué tranquila me siento!
–¡Hum! –hace la propietaria de La Punta–. Yo ya ni les creo…
Y exclama don Antonio:
–Sí, señora, sí; los han visto, más acá de Velardeña. Dicen que
son diez mil hombres, de las tres armas, y creo que vienen hasta
aeroplanos.
El gesto escéptico de Agustinita no se disipa. Parece que una
gran modorra la acomete.
–¡Pues qué buena noticia le voy a dar a mi marido! ¡Se va a po­
ner contentísimo cuando lo sepa! –dice muy aprisa Andreíta, chis-
peantes los ojos.
–¡Qué contentos nos vamos a poner todos el día en que entren
los federales! –expláyase don Antonio–. Dicen –agrega–, aunque
esto parece que no está confirmado, que viene mandando la co-
lumna el mismísimo general Blanquet.
–¿Yo sabe por qué me inclino a creerlo? –anuncia seriamente
don Isidoro–. Pues porque debe importarle mucho al Gobierno
que no caiga Durango; porque si cae, ¿ustedes se imaginan la des-
moralización de todo el país?
–Tiene usted razón –concede Hernández–. Y además el auge
que tomaría la revuelta.
–¡Eso! –exclama Andreíta que ha seguido muy atenta el diálogo
entre los dos señores–. Lo que es el día en que se levante el famoso
sitio y corran a tanto pelado, a mí se me van a quitar diez años de
encima.

Martín Gómez Palacio | 77


Todos sonríen, menos la señora Cuenca de Palacio, que decidi-
damente está aburrida.
¿Y usted se imagina –dícele jubilosamente don Antonio a An-
dreíta– qué buena castigada va a ser ésa? Ya después nadie pensará
en andarse soliviantando.
–¡Mano de hierro! –suspira como para sí don Isidoro, añorando
a don Porfirio.
–De hierro todavía me parece poco. ¿No hay alguna cosa más
pesada?
–No, Andreíta, creo que no –contesta sonriendo don Antonio.
–Cuando entren los federales –añade ella– van a ver ustedes
qué contenta se pone toda la gente decente. Hasta se adornarán
las casas. Entonces será cuando se conozca a la gente bien nacida.
–¡Naturalmente! –opina alzando las manos el licenciado Her-
nández.
La secretaria de la Vela mete baza con una voz que apenas se
le oye:
–En Catedral va a haber Te Deum.
–Y a Carranza y a los principales debían quemarlos en efigie,
aunque fuera, porque cogerlos ha de ser difícil –borbotea Andreíta.
–No lo crea usted –suenan como chasquidos las palabras de Si­
fuentes–. No ha de ser tan difícil. A mí se me hace que a ese ge­
neral Blanquet no se le va a escapar ninguno.
–¿Qué se le va a escapar? Cuando yo conocí a Blanquet en los
Estados Unidos –miente cínicamente don Antonio Hernández–
pu­de ver todo lo que vale ese hombre, con unos cuantos días de
tratarlo.
Llegado que han a este punto de la conversación, pasa en la sa­
la algo extraordinario. Doña Agustina, a quien ya resultan moles-
tas las visitas, ha hecho una señal, imperceptible para todos menos
para la criada que ha permanecido en la pieza contigua. Enton-
ces sale de la tal pieza un otate10 que comienza a moverse por lo
bajo, en el estrado, repartiendo golpes en pies y pantorrillas de los
contertulios… Muévese mucho y no hay quien lo alcance, salvo a
doña Agustina que ha entrecerrado los ojos aparentando no darse
cuenta de nada. Andreíta, que ya conoce esas bromas de la buena
señora empieza a gritar, alzando los pies sobre la silla:

10. Otate. Carrizo.

78 | El mejor de los mundos posibles


–¡Ándale hija; ándale, coge tu chal y vámonos!
Don Antonio se encuentra estupefacto. Cree que sueña, aun-
que el otate habla sobre sus tobillos un lenguaje muy claro. Don
Isidoro levanta los pies, trémulo y enjuto. Había llegado a sus oídos
algo de aquellas costumbres de doña Agustina, pero no le había da­
do crédito por creerlo un chisme. Cuca Gómez se ha replegado
pru­dentemente a un ángulo de la sala. La chica de «El Poeta y
el Campesino», por último, por buscar su chal ansiosamente, tro­
pieza con el largo carrizo.
–¡Pronto, pronto! –grita la mamá, sin bajar los pies.
La esmirriada doncella da al fin con el chal; Andreíta arrebata
su tápalo de sobre una rinconera y salen ambas, a todo correr. Sí-
guenlas, muy de cerca, los dos abogados, quienes pescan al paso
sombreros y bastones. Cuando salen a la calle, ya madre e hija han
doblado la esquina. Adelantan ellos también, ligeros. Don Isidoro
no se puede contener.
–Créame usted, señor licenciado, que estoy muy sorprendido.
Yo no creí nunca…
Pero don Antonio lo ha echado todo a la broma. Era ocurrente
la señora doña Comodina. Y acaba por reírse estrepitosamente, en
la calle negra y desierta.
Pero don Isidoro no participa de su buen humor. Va indignado.
Ya acaba con sus bigotes, de tanto tirar.
–Crea usted, señor compañero, que si llegan a entrar los revol-
tosos me alegraré nada más por doña Agustina.
Y agrega, temblando de cólera:
–¡Señora histérica!
Don Antonio sigue riendo cada vez con mayor sonoridad. Nun-
ca, en sus viajes, había visto nada semejante. ¡Cómo se veía An-
dreíta, con los pies en vilo! Y sigue andando aprisa, al lado de Si­
fuentes. Sus carcajadas se van perdiendo en la distancia, y sólo
sal­pican el ambiente nocturno, de cuando en cuando, los disparos
que, a la verdad, no han sido esta vez muy numerosos.
La noche puede calificarse de tranquila.

Martín Gómez Palacio | 79


El desastre

L os gallos no cantaron en aquel final de noche lí-


vido y dilatado. Todos los días, antes de amane-
cer, aves de corral atronaban los aires; ahora dijérase que habían
sido estrangulados. Las almas de los veinte eran un solo oído que
se pren­día a los timbres del teléfono; pero éste no funcionaba desde
la medianoche. A veces, trotando junto al atrio del templo, pasaba
algún caballo desorientado, loco. Ni traza de aclararse el horizonte
por ningún lado… ¡Y un temor, un infinito temor! ¡Qué distinta la
situación a la de hacía apenas algunas horas! ¡Aquella noche que
empezaba bella y luminosa, los ánimos encantados fuera del lúgu-
bre baluarte, sobre el techo cóncavo de la poética iglesia, arañando
una guitarra y entonando canciones!
¡Qué harían, las novias puras de los veinte, en aquel lapso de
nublos y de incertidumbre! ¿Sabrían mejor lo que pasaba, o, al par
que ellos mismos en sus aspilleras, echarían las caras azoradas en­
tre las rejas de las ventanas interrogando a la distancia?
Por fin amaneciera, pero ni clara ni alegremente.
Y luego la noticia, que sonó a los oídos de todos como fúnebre
tañido. La trajo un miserable heraldo, un recluta puesto en fuga.
–Ahora sí, jefecitos, ya me derrotaron.
Fuera de tan triste mensaje, ningún otro indicio, hasta que, al
cabo, un nutrido fuego hizo a todas las miradas volverse al Cerro
de los Remedios, el más importante punto estratégico. Rodaban
cerro abajo, porque aquello no era bajar, hombres, monturas y pie-
zas de artillería.
Descolgábase el cañón, levantando una leve polvareda.
Escuchose una carrera en las baldosas del pórtico, y una voz
ras­gó el aire:
–¡Repliéguense al cuartel! ¡Abandonen el fortín!
Desordenadamente, presas de pánico, ganaron el camino. En-
traron en las calles aneblinadas, desiertas. Atravesaron algún hú-
medo jardín donde volaban pájaros dementes. Por fin, como una
bendición, vieron el cuartel al que penetraron sin que nadie se les
opusiera. El General Escudero ya no mandaba, ebrio de miedo, y

80 | El mejor de los mundos posibles


sólo buscaba el sitio por donde escapar. El cañón, emplazado en
el patio, no era para iniciar la recuperación de la ciudad perdida,
sino para hacer sentir a los rebeldes algún respeto, y así, a falta de
otro punto mejor, enviaba sus granadas sobre el cerro. A poco vio-
se caer, solemnemente, en trágico mutismo, la esbelta torre que
coronaba aquella altura.
La confusión aumentaba por instantes; no había caballos para
todos. Por último, una esperanza postrera: los cónsules de las na­
ciones extranjeras habían marchado a conferenciar con los jefes del
movimiento revolucionario en son de un armisticio. Desde las azo-
teas púdose ver el auto, protegido por blancas banderas, atreverse
por los huecos de las últimas casas, mas viósele en seguida, ya a la
falda del cerro, girar y retroceder ante los disparos enemigos.
Roberto lo miraba todo con impavidez. La mañana brillaba aho­ra
como esmalte; en los cielos había una paz dichosa, una luminosidad
que hacía olvidar, por instantes, el miedo de morir. Pero, reaccio-
nando el pensamiento, sintió, avasallador, el terror de la muer­te.
Aventó lejos su fusil, su canana, su distintivo y echó a co­rrer hasta
su casa seguido por tres de sus compañeros. Hubo necesidad de
hacer algunos rodeos, pues a la mejor encontraban ya las calles po­
bladas de rebeldes. Uno de éstos, veloz como centauro, pasó al lado
de los fugitivos sin mirarlos, así iba de frenético, y lanzando una
maldición se perdió calle adelante.
Roberto llegó a su casa, acezante, e introdujo en ella a sus tres
amigos. Los encerró en su cuarto y se dispuso a esperar lo que vi­
niese. Fue en seguida a la pieza de su tía. La buena señora no se
levantaba aún. Cuando el sobrino narró lo que estaba pasando,
comenzó ella a llorar y a contorsionarse debajo de las sábanas.
–Anda –dijo por último–, sal para que me vista. Pídele mucho
a Dios.
Salió Roberto. En el segundo patio de la casa, en unión de sus
amigos, dedicose a escuchar con profunda atención. Se oían toda-
vía disparos, muchos disparos. A las veces se oían pasar por la ca-
lle tropeles de caballos, y atronar pistoletazos y obscenidades. De
pronto hubo un estallido y una trepidación. Una mujer, sirviente
de doña Agustina, que espiaba desde la azotea, asomó y dijo:
–¡Niño Roberto, ya volaron la tienda de don José María!
Tragaron gordo, los cuatro; ninguno atrevíase a hablar.

Martín Gómez Palacio | 81


Al estrepitoso derrumbe había seguido un desconcierto de gri-
tos jubilosos. Luego, nada. A poco otra vez disparos. ¡Qué largos
los minutos! ¿Cuándo acabaría tan angustiosa situación?
Volvió a pesar un silencio absoluto que se prolongó quién sabía
por cuánto tiempo. La misma sirvienta volvió a asomarse y a in-
formar:
–¡Ya se fueron como quien va a la plaza de armas!
Pasados unos momentos hizo su aparición en el segundo patio
la propia doña Agustina, presencia inusitada, porque jamás salía de
sus habitaciones. Su desenfadada tranquilidad, sin embargo, era la
misma de siempre. Quedose un rato mirando a los cuatro jóvenes
y suspiró, no se sabía si irónica en tan graves circunstancias.
–¡Ay, muchachos! ¡Tan bien que marchaban ya! Vengan –aña-
dió– a que tomen algo, han de tener fiebre.
Obedeciendo a una, Roberto y sus camaradas entraron en el
co­medor, limpio y dilatado. Pero no probaron bocado: algo de café
y de vino, solamente.
–¡Pobres mamás! –se tornó piadosa la tía Tina, mirando a los
tres abatidos defensores–. Pero ni modo de mandarles avisar.
Roberto vio el gran reloj colgado a la pared: eran las tres de la
tarde. ¿Cómo se resolvería aquella situación?
A las cuatro los empezó a invadir una dulce somnolencia.
¡Como que hacía tantas noches que casi no dormían! De muy
buena gana se hubieran entregado al sueño; pero otra vez los dis-
paros les pusieron los ánimos de punta. Luego una fuerte llamada,
a la puerta de la calle, hizo latir violentamente los corazones. Doña
Agustina se quedó inmóvil.
–¡Que Dios nos asista! –fue lo único que acertó a pronunciar.
Roberto sobrepúsose a su miedo y fue a abrir. Había llegado el
instante de dar cuentas a la clase siempre sobajada y ahora enfu-
recida. Invadíalo el terror hasta los huesos. ¡Sea!, se dijo, comple-
tamente seguro de que, no bien franquease la resistente puerta,
caería atravesado por las balas. ¡Siquiera, así, no recibiría ofensas
personales!
Abre, e ideas inconexas pasan por su cerebro… Una multitud
de hombres, confusa, entra atropellándose. Luego ve, por encima
de aquella oleada, a don Alejandro Martínez. Éste lo reconoce.
¿Pero, si vendrá a matar, el servidor de doña Agustina?

82 | El mejor de los mundos posibles


Don Alejandro, pues él es, en efecto, desciende con dificultad
de un caballo; penetra a la casa y abraza en seguida a Roberto.
Éste se siente intensamente dichoso con el acre olor a cuero,
pe­culiar de don Alejandro y que siempre, antes, le repugnara.
–Vamos– dice el Administrador–, usted ya puede considerarse
en salvo. A eso he venido, a defender esta casa.
Semejantes palabras despertaron en el alma de Roberto una
gra­titud inmensa.
Pasó don Alejandro, pasó su Estado Mayor. Aquél cruzó el pa-
tio con la seguridad de quien conoce el camino, y penetró en el
comedor. Fue recto a doña Agustina y le tendió su mano dura y
regordida.
–¡Ah! ¿Es usted, Martínez? ¡Quién lo había de decir! Ahí tiene
usted a estos pobres muchachos… Que no les hagan nada, Martí-
nez; ellos no tienen la culpa.
–Pierda cuidado –dice don Alejandro sentándose en una silla
demasiado pequeña, demasiado frágil para su pesado cuerpo–. Tie-
nen que pasar sobre mi cadáver antes de tocarlos a ellos.
Algunos peones de la hacienda lo han seguido y permanecen
fuera, en el corredor. Son hasta una docena de diablos, de cal-
zón blanco y huarache, pero, eso sí, provistos de rifles que arras-
tran con­sigo, cogidos por la punta del cañón.
–¡Vaya por Dios! –exclama doña Agustina–. Ya han de haber
dejado sola la hacienda.
–¿Y qué remedio tiene? –explica el fiel servidor–. Ahora hasta
que no se hayan restaurado las sagradas instituciones y hasta que
no echemos a patadas al traidor Huerta y a los enemigos del pueblo.
Doña Agustina suspira, resignada.
–Sí, Martínez; tiene razón. Pero usted ya no se mueve de aquí;
con usted me siento tranquila.
Al Administrador se le arrugan los cachetes: las palabras de la
señora lo satisfacen.
La propia doña Agustina ruega a uno de los muchachos que
atónitos contemplan a Martínez, que vaya a la cocina a decirle a
alguna criada ponga su cuarto a don Alejandro, que le arregle un
lavabo por lo pronto.
–Necesitará usted lavarse –dice, después que el joven ha sa-
lido.

Martín Gómez Palacio | 83


Mas en esto penetra a la casa un hombre armado en busca de
don Alejandro. Sale éste al corredor y es informado de que su gen-
te está saqueando una casa próxima.
–¡Ahorita verán esos sinvergüenzas!
Luego entra en el comedor a pedir a doña Agustina licencia de
salir.
–No me dilato –dice–, nomás voy a meterlos al orden. Noso­tros
no venimos a robar, nosotros no somos revoltosos, somos revolu-
cionarios.
El ama se asusta, pero Martínez la tranquiliza al punto.
–Ahí le voy a dejar una escolta en la puerta.
Y se marcha. Entonces entra una doméstica. Lo del cuarto se
arreglará como quiere la señora, pero lo del lavabo… No hay agua,
ni para un remedio.
–Bueno, hija, ¿qué le voy yo a hacer?
Doña Agustina aguarda el regreso de Martínez. Transcurre co­
sa de una hora. Roberto ha estado en el zaguán hablando con los
de la escolta. Los conoce a todos, como que son muchachos de La
Punta. Los interroga sobre el movimiento, sobre sus jefes, sobre el
rumbo que tomaron, al salir, los federales.
–¿Y para qué diablos cortaron el agua? –se dirige con curiosidad
a uno de ellos.
–Por timidez de que fueran a envenenarla los pelones.11
Vuelve Roberto a reunirse con su tía y amigos en el comedor.
Esto de permanecer en tal sitio tenía su razón de ser, de la que ellos
mismos, quizá, no se daban cuenta. Era el instinto de conserva-
ción. Estando en la sala, ¿no podía entrar una bala traspasando las
maderas?
De pronto, y como si un común pensamiento los moviese, todos
se miraron sin hablarse. ¿Qué sería de todos y cada uno de los de la
«Defensa Social»? Estarían ya colgados de los árboles de la alame-
da? ¿A cuántos habrían matado? Porque pocos tendrían la suerte
de contar con un don Alejandro.
La tarde comenzaba a declinar. Nuevos tropeles pasaban por la
calle, en un sentido y en otro. Lo que exaltaba excesivamente los
nervios, eran las odiosas bombas de dinamita que oíanse estallar a

11. Pelones. Así se designa en México, despectivamente, a los soldados de línea.

84 | El mejor de los mundos posibles


veces. ¿Para qué las bombas?, se preguntaban. Disponiendo como
disponen de todo, no tienen más que tomarlo…
Una criada que había salido a la calle confundiéndose con la
multitud, entró a dar una noticia que consternó a Agustinita.
–Figúrese, niña, que ya se metieron a Catedral y están desente-
rrando a los obispos, dizque para robarles los anillos.
–¡Jesús, que profanación! –dice la opulenta dama, cubriéndose
el rostro con las manos.
–Y dónde que se agarraron a balazos ellos mismos, porque al
pre­tender salir de las naves no encontraban la puerta, y se creyeron
engañados los unos por los otros.
Doña Agustina estaba horrorizada. ¡Y Martínez que no venía!
–Anda, muchacha, vete y no andes saliéndote a la calle.
En las frentes de los cuatro jóvenes volvió a distender su ala un
sueño insinuante, irresistible. Las paredes del amplio recinto esta-
ban ya tintas en sombra, y en el patio defendíase débilmente la úl-
tima claridad. Afuera, a través de la gran puerta que guardaban los
soldados, veíase el ambiente extrañamente colorido, debido a que
la luz del alumbrado había sido cortada, lo mismo que se hiciera
con respecto al agua. ¿Quién realizó semejante acto de barbarie?
Por más esfuerzos que se hicieron, nunca pudo saberse. Mas era
el caso que la total penumbra circundante hacía más halagüeña,
en las frentes de los cuatro, la dulce caricia del sueño. A ella se
abandonaban ya, cuando hirió sus pupilas una tonalidad naranja
que se extendió en el patio y corredores. Esto los reanimó.
–¿Qué será? –se preguntaron.
La visión se hacía por instantes más intensa. De súbito, una len­
gua de fuego lamió las cornisas de un lado de la casa. Todos se di­
rigieron entonces al zaguán, a preguntar a los de la guardia. Y era
que ardían simultáneamente dos edificios, a un lado y a otro de la
finca.
–¡Dios nos valga! –gritó Doña Agustina–. ¡Y no haber ni luz ni
agua con que combatir el incendio!
En esos momentos apareció don Alejandro. Venía cansado y
con visible mal humor. Había repartido algunos culatazos entre los
salteadores de casas y comercios, pero era por demás. Todos anda-
ban ebrios, y con tal ímpetu ladrón, que ni recibiendo los golpes en
sus espaldas dejaban de apoderarse de lo ajeno.

Martín Gómez Palacio | 85


–¡No puedo! –dijo tristemente, conforme avanzaba al interior
de la casa al lado de doña Agustina–. Ni aunque me convirtiera en
mil podría sujetar a tanta gente.
Roberto y sus camaradas salieron hasta el medio de la calle.
Pasaban grupos numerosos e incontenibles, pero todos tan borra-
chos que nadie se fijaba en ellos. Entonces pudieron darse cuenta
de que los incendios no acababan ahí. Hacia el centro de la po-
blación subían espesas humaredas, y el firmamento enrojecía aquí
y allá. El cielo de obsidiana era escenario de inacabable desfile
fan­tasmagórico. Un trozo de jardín, la plaza de armas, sin duda, se
veía barrida por corrientes de lumbre que le daban un aspecto de
maravilla. Figuras de variedad infinita saltaban de un extremo a
otro de las casas. Volaban chispas; caían a lo largo de la calle alam­
bres enrojecidos; crujían las llamas.
Y, moviéndose entre las rojas decoraciones, en plena embria-
guez, discurrían en compacta muchedumbre hombres grises, ja­
lan­do el arma o machete y vestidos del modo más extravagante.
Los había con levitas cuyos faldones caían de cualquier modo so-
bre el blanco calzón; quien iba tapado con un cubre cama, a la ro­
mana; quien se había embutido en una bata de señora.
Deteníanse a la puerta, pero luego seguían de largo, al saber que
era la casa de uno de los jefes. Pero no obstante, la escolta de don
Alejandro había disfrutado del magno, insaciable y anima­do saqueo.
Roberto vio muy bien, debajo de la banca que estaba en el zaguán,
cajas, paquetes y objetos varios. Unos de los centinelas pugnaba,
pues­to en cuclillas, por calzarse unos buenos zapatos de charol. ¡Y
ésta es la recompensa –pensó Roberto– de haber ex­puesto así sus
vidas estos desgraciados! El mismo hombre de los zapatos, toda-
vía agachado, goteando sudor, acabó por hacer un des­cubrimiento
importante. Los tales zapatos eran desiguales, de distinta forma y
tamaño. Y claro, como en los aparadores de las tien­das se exhibía el
calzado del pie derecho únicamente, quedando el compañero en la
caja respectiva; la cosa era para reír, si no fuera por el espectáculo
del cielo, donde se había vaciado un mar de culebras escarlata.
La ilustre casa de la opulenta, burlona, desenfadada y reac­cio­
naria doña Agustina Cuenca de Palacio había llegado a gozar,¡quién
lo diría!, Fuero de inmunidad.

86 | El mejor de los mundos posibles


Poco a poco habían ido llegando a ella muy connotados miem-
bros de la «Defensa Social», a quienes lo repentino de la evacua-
ción no había dejado meterse en los hogares, o a quienes, simple
y sencillamente, habían echado fuera de sus domicilios los ciegos
furores del saqueo. Los hogares de todos los notoriamente adeptos
al General Huerta, a riflazos habíanlos hecho desocupar los rebel-
des, a quienes sirvieran de cuarteles.
El primero en llegar había sido don Jacobo Saracho. Arribó por
las azoteas, pues se había ocultado en un horno de mampostería,
ahí en una casa a donde se metiera sin que lo viesen, y de cuyo
escondite lo echó fuera el dueño de la casa y del horno.
Al día siguiente de la «toma» descubriéralo el tal, un hombre
aje­no a la piedad.
–¿Y a dónde quiere que me vaya? –había preguntado Don Jaco-
bo, desde dentro.
–A donde usted quiera; ¿no ve que me compromete y que com-
promete a mi familia?
Y no hubo tregua, ni espera. Salió don Jacobo, pero, ¡oh idea
salvadora!, se acordó que en la misma manzana quedaba el domi­
cilio de Agustinita, y hacia él se dirigió sin más, por la azotea, co­
mo queda dicho, en calidad de gato.
–¡Miren nada más! –exclamó Agustinita al verlo–. Ahí viene
Sa­racho. ¿Qué será ahora del «Palacio de Cristal»?
El pobre hombre tuvo un ademán supremo:
–Ya se lo llevó el diablo al «Palacio de Cristal»…
A don Jacobo lo siguiera otro, y otro. Pronto había cundido la
noticia de que aquella casa estaba segura, y nada, que se le metían
a Doña Agustinita familias enteras. Y para tocarles un cabello a
cualquiera de ellas había que pasar antes por el cadáver de don
Ale­jandro.
El médico de cabecera llegó también, con todos los suyos. Co-
municárale, al presentarse, vivamente a su eterna clienta y señora
sus fugaces emociones:
–Figúrese, Agustinita, que se metieron como cuarenta desalma­
dos a mi domicilio a que les entregase los caballos. ¿Cuáles caba-
llos?, decía yo. Pues que los caballos… Pues anden entren a bus-
carlos. Y como no había caballos, querían llevarme a mí prisionero;

Martín Gómez Palacio | 87


hasta que me acuerdo del brazalete de la Cruz Roja y que me lo
planto. Ya con esto me dejaron en paz, pero ni así me sentí seguro
hasta que supe lo de don Alejandro.
Éste había tenido serios disgustos con el General Tomás Urbi­
na, general en jefe de las huestes insurrectas; pero como era hom-
bre de importancia por el contingente que mandaba, se salía con
la suya y no se apresaba a nadie de los refugiados en aquella man-
sión, ni a ninguno de los ahí encerrados se le imponían préstamos
forzosos ni otras cargas semejantes.
Doña Agustina, por su parte, se encontraba en sus glorias. Le
venían a pelo las partidas de «paco» y de tresillo a que se consagra-
ba por las noches con todos sus alojados. Lo único que la atormen-
taba a ratos, era que por ningún precio se encontraba morfina en
ninguna parte. Por lo demás, como cada quien se preocupaba por
su alimentación, y ella se iba a acostar cuando le pegaba la gana,
no andaba mal la cosa.
Pero a todo el que no fuese allá, la cosa le iba resultando pe-
sada. Siempre era necesario salir, ver lo que se hacía. Cierto que
no habían sido colgados los de la «Defensa» de los árboles de la
Alameda, pero el encierro alteraba los nervios, exasperaba los áni-
mos. El general Urbina había decretado la amnistía, mas con la
condición inevitable de que cada curro entregase su arma en el
cuar­tel general, a cambio de lo cual se le daría un salvoconducto.
Pero como todos habían tirado el arma en la carrera, resultaba di­
fícil conseguir el tan necesario indulto.
El solo consuelo que hacía pasaderos los días, eran los diálogos
habidos en los rincones, cuando don Alejandro no podía oírlos.
–¿Qué se dice de los federales?
–Ahora sí ya vienen. Vienen por cuatro lados distintos, para que
no escape ninguno de estos. Son por todos veinte mil y parece que
viene el mismo general Huerta…
–Que su boca sea de ángel, don Severo.
–Y lo será, don Ricardito.
Pero pasaban los días y ni señales de recuperación. Don Ricar­
dito, cada vez más pesimista, se acercaba muy abatido a don Se-
vero.
–A mí se me hace que ya el general Huerta ni se acuerda de
nosotros. Ya hasta nos borraría del mapa…

88 | El mejor de los mundos posibles


–Ni diga eso… ¿Cómo quiere que las cosas se arreglen tan pron­
to? ¿Usted sabe lo que son veinte mil hombres en marcha? Porque
naturalmente no han de dejar atrás a ningún enemigo: de lo con-
trario, ¿qué chiste? El avance es lento, pero seguro.
–Pues ahí verá como no vienen…
–Pues ahí verá como sí…
Y la situación empeoraba cada día, porque no podía salirse ni a
la esquina. En cuanto los rebeldes divisaban un curro, ya estaban
disparándole a los pies. Era lo que llamaban buscapieses.
Don Alejandro llegaba cada noche a la casa y sus noticias eran
siempre fatales. El general Urbina no cejaba: curro que no le en-
tregase un arma, curro que no se amnistiaba.
Doña Agustina pensaba y pensaba, con motivo de tanta terque-
dad. ¿De dónde iban a coger armas los señores, si las únicas que
tenían las habían tirado? ¿Cómo iban, entonces, a llevarle arma
nin­guna al general Urbina? Una vez les dijo a algunos de los hués-
pedes, como si hubiera resuelto la cuestión:
–¡Ay, hombre; llévenle un palito!
¡Pero el general Urbina no quería palitos, sino armas hechas y
derechas!
Roberto se pasaba largos ratos conversando con los de la escol-
ta, antes simples peones y ahora unos soldados temibles, porque
no dejaban ni a sol ni a sombra sus fusiles.
–Pónganlos ahí, sobre la banca –les decía–, con la culata para
abajo y el cañón para arriba: los rifles no se toman sino cuando se
necesitan.
Pero nadie hacía caso, y no pasaba día sin que no se disparasen
los máuseres, con grandes sustos de los habitantes de la casa. Era
porque, de hacer lo que aconsejaba Roberto, se hurtarían las ar-
mas los unos a los otros.
No otra cosa había pasado con las cajas y paquetes provenien-
tes del saqueo: ya ninguno poseía nada. Solamente uno de ellos,
llamado Evaristo, conservaba una chalina de señora a guisa de bu­
fanda, y eso gracias a que no se la quitaba ni para dormir ni para
ninguna otra función de su cuerpo.
Roberto escuchó cierta vez cómo uno de aquellos infelices, re-
cortando su huarache con un cortaplumas, le decía a otro que en­

Martín Gómez Palacio | 89


derezaba en su sombrero de palma la imagen de la Virgen de Gua­
dalupe, amarrada sobre la copa:
–Oye, ¿y ahora que nosotros semos el gobierno…?
El del sombrero se había quedado mirando a su camarada, sin
contestarle palabra.
Otra vez, Roberto preguntó a uno llamado Sixto Parra, que en
la hacienda era el mejor jugador de gallos, si no sabía que ya venían
los federales a recuperar la plaza, que qué había oído a sus jefes
sobre el particular.
El mocetón se cambió de lado un mechón de pelo que colgába-
le en la frente.
–¿Qué han de venir? Son puros cobardes. No les gusta peliar
más que encerrados dentro de las ciudades; no saben guerriar co­
mo es debido, en el campo del honor.
Y escupió por un colmillo.
Una buena mañana tocaron las campanas de los templos, lar-
gamente enmudecidas, con gran asombro de todos los huéspedes
de la tía Tina.
–¿Qué podrá ser? –se preguntaban.
Al cabo de una hora larga llegó don Alejandro visiblemente sa-
tisfecho.
–Ahora sí –anunció– ya pueden salir todos a la calle; el general
Urbina les perdona, sin condiciones.
Todo el mundo aceptó gozoso el perdón; pero, ¿por qué habría
sido semejante cambio del General Urbina?
–¡Hombre! ¿No lo saben? –explicó el ex-administrador–. Pues
simple y sencillamente porque ya cayó Torreón, ya lo tomamos.
El gozo de todos los oyentes se trocó en una amarga decepción.
Don Ricardito buscaba con sus ojos inyectados los de don Severo,
pero éste se hacía el disimulado.
–El general Urbina –continuó don Alejandro– para celebrar el
acontecimiento les dispensa a todos. Si ya vamos ganando, ¿para
qué tanta extorsión?
El decreto, efectivamente, estaba ya fijado en la puerta del cuar­
tel general. Pero no era tan liberal como había dicho don Alejan­
dro, pues que siempre establecía dos limitaciones. Podían salir to-
dos, pero quedaba abolido el uso del saco y de todo sombrero que

90 | El mejor de los mundos posibles


no fuese de petate. Con semejante disposición, de dar comienzo se
trataba a la supresión de las odiosas diferencias, causa de la sangre
derramada. Por lo demás, se daban amplias garantías, prometién-
dose el castigo de todos aquellos soldados que echaran buscapieses.
Las calles, las plazas y jardines se poblaron de seres ávidos de
libertad.
Don Jacobo Saracho retornó a «El Palacio de cristal». Abriolo,
mas no para vender, que no tenía qué, sino para pasarse las horas
detrás del mostrador. En cuanto veía pasar por delante de su puer-
ta algún amigo, lo llamaba.
–Puras mentiras –le decía en secreto– lo de la toma de Torreón.
¡Ya quisieran!
–Entonces, ¿por qué nos pusieron en libertad a nosotros?
–¡Ah qué usted tan guaje! ¡Pues porque nos tienen miedo! Ya
se quieren congraciar con nosotros para que les ayudemos a ellos.
–¿Y dice usted que Torreón?…
–¡Más fuerte que nunca! Dicen que hay ahí una de generales…
pero de generales de deveras, no de estos.
Ambos interlocutores ríen sardónicamente.
–Oiga usted: y el general Huerta ha de estar indignado con lo
que ha pasado.
–¡Nada más figúreselo! Inmediatamente mandó fusilar al gene-
ral Escudero, por cobarde, y porque nos dejó aquí a nosotros a la
hora de la hora…
El primer dialogante baja aún más la voz.
–Oiga, ¡y cómo nos querrá el general Huerta!
–Nada más le digo que a todos nos van a dar el grado de te-
niente para arriba –concluyó, satisfecho de sí mismo, don Jacobo.
Por frente a «El Palacio de Cristal» acertaron a pasar los seño­
res licenciados. Se veían rarísimos, en camisa, con sombrero hui­
chol, y de bastón, pues prenda era ésta que por costumbre no la
podían dejar.
Don Jacobo pónese muy contento aguardando que entren; pero
los señores abogados no son tan tontos. Pásanse de largo. Se limi-
tan a enviar desde lejos a su amigo un saludo que quiere decir:
«Mire cómo nos vemos en esta facha»; mas de ahí no pasan. Y es
que si el general Urbina se entera de su ida a tales mentideros…
¡Para como las gasta el general!

Martín Gómez Palacio | 91


Tanto don Isidoro como don Antonio habíanse propuesto no
cru­zar con nadie una palabra de política, por aquello de que en bo­
ca cerrada no entra mosca. Pero entre ellos, sin que nadie pudiera
oírlos, no cesaban las murmuraciones.
Gustábales pasar por enfrente del Hotel San Carlos, del cual se
había adueñado Urbina haciendo de él su cuartel general. En cuan­
to empezaba a caer la tarde, salía a sentarse en el borde de la ban-
queta con todos los de su Estado Mayor, a comer cacahuates. Por
las cáscaras que dejaban sabían los soldados si ahí había estado el
jefe de las armas.
–Ahora se conoce que sí estuvo aquí el General Urbina… –se
decían.
Los señores compañeros pasaban por frente a la hilera de jefes,
y se daban con el codo para burlarse en cuanto habían traspuesto
la calle.
Pero de estas burlas se encargó de vengarse don Sabás Quiño-
nes, quien a la sazón ya no estaba al lado de don Alejandro, sino
del general en jefe. Éste lo había excogitado por escribido y medio
poeta.
–Deme a este don Sabás –le había dicho a don Alejandro, quien
no tuvo reparo en deshacerse del antiguo escribiente.
Don Sabás, mismo que redactara el manifiesto tendiente a su-
primir los buscapieses, les sacó a los señores abogados unos versitos
que hacían reírse a carcajadas al general Urbina:

Las torres de Catedral


están que se caen de risa,
de ver a los licenciados
con bastones y en camisa…

Doña Agustina estaba cada vez más insoportable con la falta de


morfina. En vano le decía su médico que esperase a que hubiera
comunicación con Torreón, pues de seguro en esta plaza sí existi-
ría la droga.
–¿Y cuánto tiempo tardará en haber comunicación? –pregunta-
ba lánguidamente la dama.
El viejo galeno no podía contestar a esta pregunta.

92 | El mejor de los mundos posibles


–Yo no sé… serán quince días, será un mes. Figúrese que es­tán
todos los puentes quemados.
La señora suspiraba.
–¿Y que no pueden pasar sin puentes, doctor?
–No, Agustinita.
–¡Ay, hombre! ¡Yo no creía que los puentes tuvieran tanta im-
portancia!
Concluía Agustinita, que se ponía tonta como una pequeña.
A Roberto, entre tanto, ahogábalo el ambiente en que se agita-
ba. Toda la ciudad olía a huarache. No era que despreciase a nadie,
pero había cosas que inevitablemente chocaban con sus aristocra-
cias interiores. Si acaso desdeñaba a alguien era a los suyos, a sus
amigos que parecían amoldados ya a aquella época de miasmas le-
vantados. Veíalos cómo permanecían en las bancas de los jardines
públicos, riendo y fumando, tan vulgarizados como la soldadesca
revolucionaria que ambulaba por la calles.
Prefería estarse en su cuarto, leyendo. Y cuando la lectura lo fa­
tigaba poníase a soñar. Pensaba en su ida a México a emprender
la carrera de medicina, cosa ya convenida con su tía desde antes
de la revuelta.
A veces la buena señora mandábalo a buscar. Oía abajo, en el
patio, la voz de la criada que le gritaba:
–¡Niño Roberto!
Pero se hacía el sordo. ¿Para qué lo querrían? Ya se sabía de me-
moria el modo de ser de su tía y maldito lo que le gustaba hablar
con ella. ¿Si sería un egoísta? ¿Y si tendría razón doña Agustina al
reprocharle que se estuviera todo el día sin hablar ni una sola pa-
labra? Pero… cada uno era a su modo.
Se aburría a más no poder, en aquel fondo moral de vulgaridad
y grosería, donde no había heroicidad, ni espíritu, ni sueños.
¡Tan bello que sería arder en holocausto por un ideal, y no vege-
tar estúpidamente como se había hecho estilo en Durango!
En tanto, la vida seguía su curso allá afuera; los días formaban
una procesión desesperante; todo estaba lleno de polvo, todo apla-
nado de fastidio, y hombres de calzón jalando fusiles por las calles,
sin descanso, lo más del tiempo borrachos, hechos unos lelos, he-
chos unos idiotas.

Martín Gómez Palacio | 93


Teresa

M éxico lo deslumbró con la procesión de sus


mujeres, con el ópalo de sus jardines y con
el oropel de sus teatros; pero como no lo abandonaba una saudade
en la que cobraban amorosos relieves seres y cosas en los que, en
la provincia, no se habría fijado siquiera, su espíritu era un agua
hirviente de constante y dolorosa zozobra.
Habíase inscrito en la Facultad de Medicina. Siempre, al sa-
lir de clase, reuníase para estudiar o hacer comentarios, con una
señorita que fue de todos sus condiscípulos la primera con quien
contrajo amistad.
Ella le habló espontáneamente una mañana, fuera de la cátedra.
–Y usted, ¿por qué está siempre tan triste? –le había dicho con
una intromisión encantadora, de chiquilla.
Palacio le agradeció tanta solicitud. Cambió con ella una son-
risa.
–Como no tengo amigos… y como no acostumbro buscar a na-
die si antes no me buscan a mí…
A ella le pareció interesante esta respuesta.
–Venga –le dijo– y estudiaremos juntos. ¿No le da vergüenza
es­tudiar con una mujer?
A partir de entonces todos los días, particularmente por las tar­
des, los dos se encontraban en una banca apartada del segundo
piso, y así que el trabajo los cansaba, conversaban.
Era fea Teresa, que así se llamaba su compañerita. Era una chi­
ca breve, tornadiza, y, sobre todo, helada. Pero era inteligente. Tenía
el efluvio, el atractivo de los hondos abismos. Quedábase mi­rando
un punto del espacio como embobada, largo rato, pero el vol­ver a la
vida era súbito, terrible, se le llenaban los ojos de estrías encontra-
das. Ojos enormes, inexpresivos, salvo en los tardíos movimientos
de toda la persona.
Una vez Roberto se le quedó mirando con desusada insistencia.
Sintió ella la persistente mirada y se volvió hacia él. De pronto sus
ojos fueron teatro de repentinos reflejos lívidos; pero al punto lle-
náronsele de una gran calma que remató en un mohín de la boca

94 | El mejor de los mundos posibles


perfectamente desgraciada. La boca era lo peor, partida, grande,
gruesa.
Casi en seguida se levantó ella, poniéndole fin a la labor. Des-
pidiose de su camarada con la naturalidad de costumbre y se alejó
por el sombrío corredor. Su cuerpo era pequeño, grácil y anemiado.
Parecía que sollozaba musicalmente al andar. ¿A dónde iría Te­resa?
Él ignoraba todo lo que, fuera de la escuela, se refería a su amiga.
Esta era la hora más triste para Roberto. Cuando, a las seis, to­
dos los alumnos se marchaban a la calle, felices, y él se dirigía so­
litario a la casa de huéspedes, con sólo el saludo de Teresa, que se
iba, ella también, a reír, a olvidar la diaria faena.
Una vez le confió estas tristuras. Quisiera irse con los compa­
ñeros al café, a las avenidas; pero México parecía que lo tenía abru­
mado. ¿Sería eso que llaman «nostalgia»?
Teresa lo miró con honda simpatía. Eso era de muchachos bue-
nos, pensó. Sin descubrir ni la sombra de sus pensamientos, dijo
con animación.
–¿Y usted sabe a dónde se van ellos?
–Lo sé porque lo veo: por lo pronto a ver salir a las muchachas
de la Normal, de la Corregidora, de la Lerdo…
Ella aprobó, con un asomo de sonrisa.
–¿Y a usted no le gusta ir también a ver a las muchachas?
–Con verla a usted me basta –contestó él con galantería.
Teresa sonrió plenamente, embelleciéndosele sus defectuosos
labios. Tenía una pierna montada sobre la otra e imprimíale un
mo­v imiento nervioso, inacabable. Con ambas manos rodeábase la
rodilla. Se perdía la trepidación, se hacía costumbre, bajo la falda
es­trecha.
Una pausa.
–Y usted, ¿es el primer año que está aquí, en la escuela? –volvió
a interrogar ella con estudiada languidez.
–Sí, ya se lo he dicho; ¿no se acuerda?
Teresa parecía no recordar nada. Tenía puesta la charca de sus
ojos enceguecidos sobre la pared. El cuello era tentador, débil, gra­
cioso, de color ambarino como toda ella, y se erguía con un es­
fuerzo insostenible. Mientras Roberto se fijaba en la nuca, deli-
ciosamente sombreada, en el pecho casi plano nada ocurrió: ella
seguía con el movimiento nervioso que arrancaba de la cadera,

Martín Gómez Palacio | 95


con los ojos de agua sucia idiotizados; pero en cuanto el joven bajó
la vista hasta ponerse en el pie trepidante que quedaba en alto,
calzado desgraciadamente con una bota modesta, las claras pupi-
las, anegadas de opuestas luces, azotaron la mirada atrevida; el pie
colgante bajóse, se escondió bajo la falda inmovilizada de repente,
cesó el movimiento nervioso; estaba indignada.
Al siguiente día presentose a los ojos de Roberto, magnifica­da.
Vestía de negro: así resultaba más fino, más quebradizo el cuer­po
femenino. El cabello en dos alas plegadas, negrísimo, hacía in­men­sa
la tristeza de la cara fea, pero eflúvica. Palacio la re­co­rrió de arri­ba
abajo, como la víspera, y, ¡qué belleza!, unos choclos en­cantadores,
de tacón eminente, de charol turbador. No tenían so­bre sí, aque-
llos zapatitos, ningún lazo que desmintiera la fría tran­quilidad de
su dueña, ni el broche más insignificante, sino un bo­tón único que
sujetaba una correa delgadísima por sobre el empeine abultado; un
botón opaco, mate, suavemente estriado.
Durante toda la hora de la clase, Palacio estuvo sacrificado en
la contemplación de los pies bellísimos. El habitual movimiento
de la pierna cruzada, el mismo aire distraído, la misma atención
ciega, pero en la boca una sonrisa dijérase diabólica, más nervio
en el talle, más consistencia en el cuello. ¿Sentiría ella la mirada
esclava en su zapatito nuevo? ¡Quién sabe! La mirada vaga, agó-
nica, seguía difundida en cierto lugar del espacio, sobre la pared
inmaculada.
Y Roberto le habló de su cariño una bella mañana en que lu-
cían preñados de fulgor los ojos verdes de la Primavera. Aguardó
su paso en cierto lugar cercano a la Facultad por no quererse de-
clarar dentro de la escuela. Ella se inmutó al extremo, palideció.
Adivinábase el temblor de su cuerpo mientras caminaban, en el
más apacible diálogo al parecer, entre férvidas declaraciones y fú-
tiles defensas. Y supo llegar a los umbrales del aula cuando Rober-
to lo había dicho todo y ella nada contestara.
Entraron en cátedra, ocupando sitios distantes. Hallábase él
fren­te de ella, en la austera sala, tras de haber, en la calle, dejado
ir sus palabras líricas a la atenta belleza de los oídos de entonces
más en el secreto de su pasión.
No se veía a sí mismo ni podía juzgarse. Era todo mirada y todo
juicio sólo para ella, para la brevedad armoniosa de aquel cuerpo

96 | El mejor de los mundos posibles


menudo, para la carita triste y fea, para la boca defectuosísima,
para los ojos blanquizcos, pero toda llena de un misterio a cuya
so­lución parecía estar consagrada su existencia.
Su obsesión subió de punto a partir de aquel día. No le queda-
ba ni el grato orgullo de haber enmudecido, y ella, al verlo, tenía
el gesto de haber triunfado de su silencio, de su vanidad. Desde
entonces no se reunieron más para estudiar. Sería casualidad, pero
en la secretaría de la escuela habían dado a la compañerita una
co­misión. A él, por su parte, habíale salido un amigo entre sus ca­
maradas. Fue el primero con quien hizo amistad y por eso le con-
servó un afecto especial en lo sucesivo.
Llamábase Pancho Lara. Era el más miope y el más tonto del
curso, teniendo sobre esta particularidad el más sólido prestigio. A
Roberto le fue extraordinariamente simpático por un detalle que
tuvo al finalizar el primer reconocimiento. Fuera reprobado, mas
no profirió, al recibir la infausta boleta, los acostumbrados repro-
ches. Todo estudiante a quien se descalifica echa siempre la culpa
al profesor, al jurado. «Es una injusticia», dice invariablemente. El
señor Lara, no. Leyó su calificación y exclamó, como si hubiera
ganado una apuesta:
–Quién me lo manda ser tan bruto
Roberto y Lara paseaban una tarde por los corredores de la es­
cuela a tiempo en que se veían éstos henchidos de estudiantes. Te­
resa se hallaba en efusiva charla entre un grupo. Como si no pu-
diera hablar de otra cosa, Palacio se franqueó con su amigo.
Voy a hacerle el amor a esa señorita. –expuso con bellaquería.
Lara sonreía con blandura.
–Teresita… –dijo lentamente–. Y a propósito, ¿conoces a Do-
mínguez?
–Un poco, de vista.
–Pues está enamorada de él, la pobre.
Siguieron caminando tranquilamente.
El orgullo de Roberto se abroqueló, como hiciera un ejército
pues­to a la defensiva. Afectó un aire irónico.
–¡Pobres mujeres! Y él, de seguro, ni caso le hace. Aunque eso
de enamorarse así es propio de las feas, generalmente.
–¿Verdad que no parece? –dijo repentinamente su amigo des-
pués de una pausa–. Ella tan fría, tan indiferente…

Martín Gómez Palacio | 97


–No, la verdad, pero eso es frecuente en las mujeres: romanti-
cismo, cursilería…
–Y lo cierto es que Domínguez se portó mal. Se burlaba de ella
en su misma cara, porque esto ya es viejo, desde Preparatoria.
–¿Y por qué no la hizo su amante? –profirió Roberto brutalmen-
te–. Es fea, pero delicada.
–¡Qué bárbaro! –se asustó la poquedad de Pancho Lara.
Este dejó a su amigo de ahí a poco.
Palacio, reclinado en un pilar obscurecido, miraba a su compa-
ñera, en el alegre grupo. ¡Ah, cuánto la despreció de pronto; qué
odio le inspiró casi enseguida, la cursi, la hipócrita… La silueta
del otro pasaba y repasaba en sus ideas, y pugnaba por arrojarla
de sí, a la intrusa, pero luego lo cegó la convicción de que el otro
era mejor que él en figura, en todo. Y entonces abriole paso, para
embriagarse con ella, a la idea del crimen. Como si con matarlos
destruyera lo que había sido; como si con matarla a ella arrancara
de su alma, de su sangre, las redecillas del recuerdo! ¡Pero hacerla
sufrir, ah sí, qué bello! ¡Herirla por necia, burlarse de ella por es-
túpida, reírse de su imbecilidad!
Fue a apostarse a la puerta de la calle, por donde necesariamen-
te tendría que salir.
Tardaba.
Al fin apareció. Quiso esquivarlo, hacer que no lo veía, pero él se
le acercó decidido y, poniéndose a su lado, marchó con ella. ¿Qué
fue de todos sus rencores? En pleno vértigo, no hizo sino repetirle
el a b c de su cariño.
Teresa caminaba apenas, con creciente desmayo, a la vera de
él, por la acera jovial llena de jóvenes felices. Roberto sufría. La
última herida, muy honda, sangraba a mares, y no siendo bueno
a contener su efusión, y con infantil candorosidad, se dejó hablar:
–Usted ama a otro, no puede ser de otra manera, lo sé, me cons­
ta. Ella lo miró con sus inmensos ojos inexpresivos, y Roberto ad-
virtió tanta cólera en ellos, que esperó un rayo de su seno que lo
dejara fulminado. Mas la boca fea y desgraciada, con movimiento
inimitable, dejó escapar un mundo de humildad, de cristalina re-
signación, de diáfana lealtad, en el que Roberto aparecía como una
pauta triste y sin fulgor.
–Es verdad, ha adivinado usted, por fin.

98 | El mejor de los mundos posibles


Suspiró tristemente. Luego prosiguió:
–Y mi amor es de largos años, no de un mes, ni de dos, como el
suyo. ¡Conque mire si habrá diferencia entre nuestras desgracias!
Olvídeme, a usted le valdrá poco esfuerzo, mientras que a mí…
¡Mi amor soy yo misma!
Habían llegado a la esquina. Diole ella la mano con afecto, y,
ya a tres pasos, medio a la calle, se volvió con un aire de gracia, de
protección, de superioridad.
–Creo que ahora no se podrá quejar de su suerte ante la mía:
años, años muy largos llevo yo de querer.
Y siguió su camino, dejando en el ambiente vespertino una son-
risa luminosa.
Roberto la siguió con la mirada. Viola aún largo rato después
de que había desaparecido de sus ojos. Luego cada cosa le pareció
que muy bien podía ocultar una pena inacabable, un martirio.
Los días que se siguieron fueron de una largueza, de un tedio
avasalladores. Hay el dolor puro, que lustra y eleva a quien lo su-
fre, que florece y aroma en seres escogidos; mas aquella era una
pasión compleja, desatada, insatisfecha, que debía morir y que no
se resignaba con la muerte. Era el propio amor, eran el despecho
y la humillación ante la mujer a quien creyera incapaz de sentir, a
quien pensó deslumbrar con su tesoro, y que se le reveló de una
vez infinitamente superior a él mismo, con una simplicidad, con
un mayor tesoro creado con sus pensamientos de mujer pura y sen­
sible y humilde y soñadora.
En el fondo de su desastre, en sus noches frías de casa de hués-
pedes, cuando todo estudiante se divertía en el café, en el teatro,
brillaba en su memoria la esplendente figura de Teresa, grande en
su Amor, grande en su Sufrimiento, muriendo y callando plácida-
mente, con majestad de luces crepusculares.
Y echado sobre su cama hostil, pálido de insomnio, consagrába-
se a admirarla, a adorar tanta belleza sentimental, a comprenderla
mucho, hasta darse cuenta de que la pobre pasión de él no alcan-
zaba a la otra pasión ni en magnitud ni en intensidad.
¡Ay, pobre! ¡Ay, infeliz!, gritaba por ella el alma de Roberto.
El cerebro, exhausto, la imaginaba cayendo sin cesar en inaca-
bables abismos: trágico el cabello, los ojos agrandados en una mue-
ca de espanto, pero fungiendo siempre a la inmensidad y pureza

Martín Gómez Palacio | 99


de su fortuna, dejando estrías de diamante en su caída de vértigo
y de horror… Y sentíase arrastrado tras ella, en su salvación, ten-
diéndole ambos brazos con que se iba abriendo paso en el vacío, y
también ¡ay Dios! muriendo de amor, todo él un deseo de tocar la
orla de su vestidura, de eternizarse, de nulificarse con su enorme
cercanía.
¡Qué largas las horas! ¡Qué hiriente la tiniebla donde tomaban
cuerpo sus fantasmas! ¡El tabaco y el café! Nunca les debiera tan-
to. Eran las únicas cosas a que tendía su alma cobarde y exaltada.
Así estaba, consumido de abandono, una tarde que adelantaba
lenta y fatigada, en que hubo de recibir una carta de no sabía quién
por desconocer el papel y la letra que surcaba la cubierta. Abriola
al punto y buscó la firma: era de Teresa. Leyó con avidez, aunque
tropezando con su propia ilusión. Púsose todo al borde de sus ojos
para saber lo que decía. Y decía: que quizá le extrañara su carta,
pero que un anhelo invencible la movía a escribirle, pues que, des-
de la última vez que hablaron, estaba él fijo en su memoria con
una amable y dulce fijeza. «Incesantemente lo recuerdo y lo bus-
co», decía, y, para concluir: «Mentiría si dijera que me ha hecho
olvidar… aquello; pero sí es cierto que la imagen de usted toma a
veces todas las apariencias del olvido de Él»
Sin darse cuenta, cuando acabó de leer se llevó la carta a los
labios, buscando con ellos, a ciegas, el lugar donde estaba la firma.
Transcurrió todo el día sin que alzase la cabeza del blando re­
cuerdo. Se afianzaba ahora a los inmensos ojos sin expresión,ima­
ginándolos amantes. Ideó atropelladamente un mundo de pro­yec­
tos, de iniciativas, de venturas. Su pensamiento voló al flo­ri­do pue­blo
de Mixcoac, donde ella vivía; voló erguido y certero, salvando nu-
bes y exhalaciones de jardines. Acopió largamente el pueblo ente-
ro, con sus verjas, sus pelmazas de verdura, sus sendas arboladas,
su silencio diáfano, sus cánticos tardíos… y su casita al fin, la casa
de ella, de ella, de ella, que con un movimiento de su mano lo sa-
caba de los más hondos suplicios y lo mandaba a gozar, en medio
de la luz y de la libertad, con el último goce, el que se detiene un
punto antes de ocasionar la muerte.
Tremante dirigióse a la Facultad al siguiente día, de donde, al
par que ella, y como de acuerdo, se había alejado en doloroso pa-
réntesis.

100 | El mejor de los mundos posibles


Como de común consentimiento también, ambos fueron aque-
lla vez. Roberto, al salir de cátedra, a las cinco, sintió que sus pu­
pilas se poblaban de nardos viéndola en la banca apartada, la de
los primeros meses, cuando él no tenía amigos todavía.
Lo esperaba como entonces.
Saludola y se sentó a su lado.
Un silencio. Ella lo rompió.
–¿Recibió mi carta?
–¡Cómo no, Teresa!
–¿A qué hora?
–Ayer en la tarde.
–¡Ah, sí! Yo la puse de «entrega inmediata» al mediodía; no creí
que la recibiera ayer mismo.
Estaba seria, lejana, Teresa.
Hacía una tarde nublada, tirando a fría. En torno pululaban es­
tudiantes, riendo y fumando, sin temor de ofender un alma que-
bradiza.
Roberto hubiera querido matar las palabras de Teresa. ¡No sa-
bía él qué hubiera querido, pero era tan distinto lo que esperaba
para el primer encuentro!
Hubo aún algunas frases triviales de la boca pálida, que más lo
hirieron, pero al fin, y como se dispusiera a marcharse, le permitió
que la acompañara hasta su casa. ¡Qué ventura! ¡Con ella, has-
ta Mixcoac! ¡Solos, en el tren! La tarde aromática, los campos…
¡Cuánta bondad, cuánta belleza!
Salido que hubieron de la escuela, brillaron algunas gotas de llu­
via haciendo de la tarde una inmensa y fragante amapola. El zó­calo,
despejado, era un bullicio de reflejos, de auras, de clara alegría.
Tomaron el tranvía, riendo ella de un modo que lo encantó. Pero
¿por qué se reía y charlaba así, como si la aventura, su primer pa­
seo, no la inquietara poniéndola cohibida, nerviosa? Y sufrió a cau-
sa de ello, sufrió su corazón ante el cual era el otro corazón una
lágrima transparente.
Mas no tardó ella, al verlo sombrío, en cubrirse de calma, y co­
menzó, como si tuviera sed de expansiones, a hablarle de su vida
sencilla y sosegada, de su existencia íntima, sembrada de dolores,
surcada de penas. La madre muerta siendo ella una niña; el mal
hermano… De súbito se mudaba el diapasón de su plática y, to-

Martín Gómez Palacio | 101


cada de alborozo, reía infantilmente recordando un episodio de su
historia, historia sin complicaciones, como un camino derecho.
El alma de Roberto fue entrando poco a poco en el alma de
se­da. Todo él se inundaba del femenino espíritu al fin y al cabo
irremediablemente triste. Comprendía, más y más, la tenue reali-
dad de tenerla cerca.
Al pasar, en el vértigo del tren, casi rozando las bochornosas
frondas del bosque, el alma de Roberto se dilató y rompió en vo-
ces líricas que parecieron seducirla. ¡Ah, ella también se debía a
la vi­da y al amor! A él le parecía hermosísima su grácil compañe-
ra. Veíala como envuelta en gasas. Las manos, ya no defectuosas,
aspiraban a transparentarse en la penumbra de la falda y sus ojos
claros y dilatados se habían hermanado con lo vago del camino.
Descendieron compenetrados, en el romántico pueblo, al nacer
de una calle parduzca por la hora, que extendíase como un sueño,
como de raso, inmóvil, cerrada al final por un débil reflejo.
Se aventuraron por la senda que amortiguaba los pasos y hasta
el roce de los vestidos. Roberto oprimió un brazo de Teresa sin
que ella pareciera sorprenderse. ¿Era que iba realmente poseída de
amor, o fue descuido de su persona, o pereza de resistir?
A veces, diríase que un canto alargado, de garganta rota de pá­
jaro, los inmovilizaba en el camino; a veces los detuvo asimismo
la yerba que hacíase más espesa… ¡Que se hubiera prolongado
aquella senda y aquel caminar suyo y aquella brizna de crepúsculo
hasta la eternidad!
A pocos pasos de su casa, ella se despidió y huyó ligera. Roberto
se quedó impregnado de su aroma, de su contacto, y volviose como
aturdido, adivinando las huellas amadas en la sombra alardeante,
desandando lo andado.
¿Y la saudade? ¿Y la nostalgia? ¡Que maltrechas y remotas!
El idilio perduró una, dos semanas. Por la vida solitaria de Ro-
berto había pasado aquel rayo de alegría. ¿Quién iba a pensarse, en
clase, en la biblioteca, en los corredores de la escuela, que entre la
muchachita lánguida y él había un dulce secreto?
Comenzaba apenas a tener amigos. Pero siempre, el predilecto,
el asiduo, era Pancho Lara, el simple, y quizás por esto mismo. Con
él recorrió las fulgentes avenidas, por las noches; a él le hablaba

102 | El mejor de los mundos posibles


de su tierra, de su familia, pero no de Teresa. En este particular
guardábale a su amigo un pequeño, un suave rencor.
Pancho Lara solía invitarlo, estudiantilmente, a visitar ciertos
sitios vedados, económicos, discretos. Pero Palacio rehusaba inva-
riablemente: la castidad era un diamante en la cima de su espíritu.
Su amigo veíalo a través de sus gruesos anteojos.
Se hacía cruces.
–¿Pero qué clase de individuo eres tú?
Entonces Palacio le mostraba las calles plenas de gente que co­
rría ávida tras una migaja de placer.
–No seas vulgar.
Su pensamiento estaba siempre en viaje hacia Teresa. Por eso
mismo, quizá, la muchachita helada llegó a ser muy estrecho cau-
ce para el cálido y lírico torrente.
Pasados los primeros días de deslumbramiento, en efecto, Pala-
cio comenzó a ver, a ver… y a hallarse frente a la desnuda y enteca
realidad.
¿Era posible acaso que en el lapso de sólo unos días y al influ-
jo de unas pobres frases, se hubiera borrado por entero la huella
del otro, limpiándose el alma de aquel amor antiguo? ¡Ah, no! ¡Ni
por asomo! Antes al contrario, ¿no habría pensado Teresa, pasa-
das también para ella las primeras horas de estupor, en su amor
de años, y no lo habría acariciado con deleite, arrepentida de haber
querido echarle olvido? ¿No meditaría largamente en su ensueño
profanado, allá en sus soledades? ¿No juntaría el recuerdo de Ro-
berto con el viejo recuerdo?
La inculpable actitud de Teresa lo movió a desconfiar. Largos
paréntesis en sus conversaciones; extravío aún de los inexpresivos
ojos cuando él hubiera querido que lo mirasen absortos; extravío
aún del pensamiento, volviendo, a un ademán de Roberto, como
de lejano sueño. Cosas que eran ella misma, pero que vistas a tra­
vés de la duda lo ponían en constante padecer.
Para su alma inmensa, abierta a todas las sospechas, el alma
pálida de la grácil mujercita dejaba mucho que desear; eran sus oje­
ras derivaciones muy delgadas para el desbordamiento de su liris-
mo; sus oídos, fosos muy exiguos para su pasión incontenida.
–Mañana es domingo: no te veré, Teresa.
–Imposible.

Martín Gómez Palacio | 103


No podía ser amor, aquello.
Llegó a oprimirle las manos con férreo esfuerzo, reprochándola,
ya que en los idilios, en que él abundaba, ella, en las ideas y en la
voz de él se fingía los atributos del otro, del primero, del eterno.
Ella, en tanto, limitábase a mirarlo con sus ojos embobabos y
des­lucidos. En amor, ella no cabalgaba pegasos, sino una recua vie­
ja y cansina.
Y él sufría. De su conciencia a su corazón y de su corazón a su
conciencia, su sentimiento retumbaba, y en un momento de ho­
rror, en un instante en que, en la soledad de su aposento lo opri-
mieran bárbaramente las sombras de la noche, en una hora en que
hasta los astros fueron crueles, tomó todas sus cartas, todo lo suyo,
y muy de mañana mandóselo con un violento recado, cortando de
raíz todo lazo, poniendo un rápido final a la breve y raquítica his-
toria.
El efecto de esta violencia debió ser tremendo para Teresa. Su-
frir debiera, porque el ronco desconsuelo en que luego se vio él,
hallaba, en sus apartadas fronteras, una tremenda orla, y porque el
dolor opaco y sordo solía alzarse, como algo que le placía, un agudo
y afinado dolor.
¡Noches, desconsuelos, insomnios!
¡Lo que su pensamiento ahon­dó en las torvas vigilias!
Y en una noche sin sueño hizo crisis su mal.
El dolor alcanzaba proporciones gigantescas y era conforme con
la naturaleza que tuviera un fin. Las mantas que lo cubrían, las
tinieblas que se cernían sobre su carne atormentada abrían paso a
la muerte a través de sus tejidos. Sufrió tanto que llegó a no adver-
tirse, como arrebatado, hasta que la primera llamada de un templo
hizo que la Vida revoloteara nuevamente en torno suyo. Aún no
amanecía. Las campanadas salían alegremente como cogidas de
la mano. Una idea se alzó en cruz sobre el desastre de sus pensa-
mientos. Añoró en un instante lúcido toda su niñez, mañanas del
colegio de padres, primeros pecados… Y se levantó con la agilidad
del insomnio, y vistiéndose precipitadamente se echó a la calle tin-
ta de violetas. Corrió hacia el templo todavía solitario y fue a dar de
bruces a los pies de un confesor que oficiaba en oscura na­ve. Ante
él, sin miedo, descargó su pesada alforja; lloró plácidamen­te, sin
sollozos. Y se sintió con el alma barrida. El llanto no le dejaba hez

104 | El mejor de los mundos posibles


en la garganta, sino dulzura, dulzura… Besó las manos afiladas,
morenas. Y cuando recibió en su lengua deleznable la hostia santa,
su pobre cuerpo castigado fue un milagro de paz.
México lo había tratado mal, al pobre soñador. Llegara a la atra-
yente capital con un sano deseo de estudiar para ser un sabio, y el
amor lo había zarandeado. Los brillos de la extensa urbe se con-
centraron en una palidez de muchacha para fustigar el largo repo-
so provinciano. El tributo que hubo de pagar a la vida de México
fue cruento y doloroso, y su temperamento, mientras más tímido,
más se agitó bajo la espuela de la pasión, de esa pasión que no se
conoce en provincia, porque ahí las almas no espolean a las almas,
sino que aman sencillamente.
Pero pasó la crisis, y Palacio se salvó, y vivió, como depurado
a través de una fiebre penosa. Siguió concurriendo a la Facultad;
no así ella, que faltó por varios meses, desde el violento envío de
las cartas.
Nunca supo Palacio cómo fue la convalecencia para ella, si su-
frió, si soñó que moría, si por momentos la transfiguró el dolor.
Paseaba tarde a tarde por las calles, en unión de Lara, gozando
del encanto de las grandes ciudades: ver cada día mujeres distintas
que no se verán más el día siguiente.
Así fue como conoció al General Huerta. Salía el Presidente de
un café muy céntrico; iba tambaleándose de borracho, apoyado en
el hombro de un oficial. ¿Y es éste –se preguntó Palacio– quien va
a hacer la paz, cueste lo que cueste?
–Es muy valiente –le advirtió Pancho Lara.
–¿Y de qué sirve ese valor metafórico cuando los campos ente-
ros se vacían en las ciudades, como se vaciarán en la capital dentro
de muy poco tiempo?
–¿Es así que tú crees…? –preguntó el miope poniéndose ama-
rillo.
–¿Creo qué cosa?
–En el triunfo de la Revolución.
Palacio ya había visto desfilar por las calles de México los ejér-
citos levantados por Huerta para hacerse fuerte. Individuos enclen-
ques, miserables, entontecidos por el pulque, y comparándolos con
los hombres que venía de ver, gente de la frontera, sonrió ante la
ingenuidad de su camarada.

Martín Gómez Palacio | 105


–¿Que sí creo en el triunfo de la revolución? ¿Acaso ignoras que
viene del norte?
Cuando, al fin, un buen día vio de pronto, en los corredores de
la escuela, a Teresa, ninguna emoción le produjo, nada de lo que
había imaginado para el instante de volverla a ver. Como poseído
de un sentimiento de defensa, se le empequeñeció el corazón; pero
mirola al cabo fijamente y… fea, fea y vulgar. ¡Qué imperfección,
que desolación! La vio como se ve a la luz del día el guijarro que
entre los velos de la noche se había creído gema deliciosa. Desnudo
de amor, vio las manos de la ex-amada, de ajada piel, de corriente
perfil. ¡Las manos de las que viera desprenderse gotas de luz!
¡Cómo pudo enamorarse al extremo en que se vio!, pensaba.
A veces, sentado en cátedra frente a ella, quien sumida en pe-
culiar actitud tenía un movimiento nervioso de la pierna montada
y un tinte opalino en el vago mirar, toda la extraña historia ofre-
cíasele como una borrachera, como algo de lo que, despierto, no
hubiera sido capaz.
¡Cómo pudo enamorarse al extremo en que se vio!
Esta fue la obsesión que lo llevó de nuevo a buscar su trato, a
estudiar su alma, a asomarse a sus ojos por ver de descubrir el imán
que lo había atraído, o que de sus maneras era bueno a enloquecer
a un hombre hasta el delirio.
Ella lo recibió con recelo. Pero cuando vio que no lo guiaba otro
afán sino el de dar mutuamente al olvido la pasada insensatez, le
otorgó una vez más la dádiva de su conversación. Aquella chica no
tenía remedio: como aceptó el amor, aceptó la amistad. Su mirada
sucia, su mirada vaga, se vertía siempre, enceguecida.
En sus pláticas, Roberto no cesaba de investigar, de ahondar en
las ideas de ella y hasta en los pliegues de su vestido, tremante de
curiosidad por saber qué lo hizo verla singularmente hermosa y
ado­rarla como el más bello ser. Algo había, en el fondo del cuerpo
endeble que un grado más y fuera raquítico. Quizá su misma pe-
queñez, su humildad, eran dolores que se clavaban en el corazón
de los otros hasta punzarlos.
Hacía, estando con ella, esfuerzos por sentirse otra vez enamo­
rado, y así, al empezar a estarlo, sorprender la llama que de su po­
bre amiga encendiera al hombre en amor. Y por momentos como
que lo conseguía. Comenzaba a ver manar blancura su rostro, vol-

106 | El mejor de los mundos posibles


verse su vestido de cristal, su voz de ensueño. Pero se le perdían al
punto estas visiones, más raudas que relámpagos.
Una vez la acompañó hasta su casa en mitad del crepúsculo.
¡Caída irremisiblemente, caída la veste de ilusión que la había en-
vuelto! ¡Pobre mujercita la que iba a su lado, fea, de inteligencia
escasa! Cogió su brazo: ninguna emoción, quizá el desamor ganó
terreno a su contacto.
Y una vez, la suprema, marchando despacio por el campo, en
un alto del camino, la ansiedad por el enigma no reconoció límites
y la besó en los labios. Ella, estupefacta ante aquel hombre que
devolvía cartas sin motivo y que sin razón alguna la besaba, no pen­
só, no tuvo lugar para defenderse. Él, puso toda su vida en el borde
de su beso para descubrir el oculto secreto. Hubo, en su beso, el
movimiento de la mano infantil hacia el objeto que deslumbra.
Mandó su alma a tocar la de ella, a sentirla, a pulsarla. ¡Qué fue,
cielo infinito que cobijaba a ambos, lo que de aquella mujer lo llevó
a creerse morir? Y nada, nada respondieron los labios violados a los
labios impíos. No encontró dentro de aquella mujer ni fuego, ni
palpitación, ni alma. La tarde se continuaba inmediatamente des-
pués de su boca. No supo, no supo nunca en que parte de ella radi-
caría el punto ígneo que había encendido su existencia. El beso en
los labios no le enseñó nada… nada… nada.

Martín Gómez Palacio | 107


Ba horrina

–O bserve usted –le decía el licenciado don Isi-


doro Sifuentes a su colega don Antonio Her-
nández– cómo toda esta sociedad, que tanto miedo parecía tener-
les a los revolucionarios, se encuentra tan satisfecha como si en la
vida hubiera estado gobernada de otra manera. Es triste ver que
todo mundo haya aceptado tan naturalmente el nuevo orden de
ideas.
–Así es la humanidad –sentenció el colega–. No le pida usted
peras al olmo.
Los dos estaban aburridos y desencantados. Pero más lo estaba
don Isidoro. ¿De qué le había servido cansar su vista sobre tanto
expediente y emplear tanta tinta y tanta cólera, si ahora le habían
quitado el Juzgado para dárselo a un abogaducho cualquiera?
–No crea usted, don Antonio, esto se desquicia. ¿Cómo van a
ser gobernados los hombres instruidos por los analfabetas?
–¿Qué cómo? ¡Pues siéndolo! Yo no me explico tampoco cómo
va a ser, pero si Dios no lo remedia… ¿En dónde está la Reacción,
que no se levanta? ¿Por qué no vienen a recuperarnos?
–De suerte que lo de las columnas de los federales, que lo del
General Huerta, ¿no se confirma? –preguntó tristemente don Isi-
doro.
–¡Qué se va a confirmar! Torreón está tomado, y bien tomado, y
no hay un federal ni para remedio más acá de Zacatecas.
Don Antonio ve las cosas sin apasionamiento. Ha cambiado el
sombrero de petate por una discreta gorra, nada flamante, como
de menestral, para no llamar la atención. Don Isidoro sí conser-
va su huichol, y está avejentado, desanimado. A la entrada de los
rebeldes fue hecho prisionero. Y hasta que entregó el archivo judi-
cial, con el que se hizo un gran auto de fe en el patio del Palacio
de Gobierno, no lo dejaron en paz.
Ambos caminan melancólicamente con rumbo a la estación del
ferrocarril. Van por vía de ejercicio. Al propio lugar se dirigen mu-
chas gentes, y los señores abogados van… a donde va la gente.

108 | El mejor de los mundos posibles


La calle que conduce a la estación es larga y monótona. A poco
andar se extinguen las banquetas, por lo que los dos señores com-
pañeros van por medio de la rúa, los pantalones remangados.
Casi no hay tramo de la triste calle en el que no aparezca el lú­
gubre espectáculo de las cenizas del incendio. Un poste ha caído
sobre un muro de adobe, y ahí queda, porque no hay quien venga
a levantarlo.
Se acerca el tranvía. Don Isidoro y don Antonio no se preocu-
pan, pues caminan distantes de los rieles. Pasa raudo el vehículo;
la mula que lo tira va alzando la cola, alebrestada. Piérdese el tren,
calle abajo, y los señores abogados continúan su paseo, enmude-
cidos.
De pronto don Alejandro se acuerda y habla de un negocio que
patrocina, relativo a un terreno que está allá enfrente, al pie del
Cerro Mercado. Trata de hacerle comprender a don Isidoro las di­
mensiones del tal fundo, a cuyo efecto traza ángulos de círculo con
el bastón, moviendo los brazos y la cara. La tierra es codiciable:
puro fierro. El pleito lleva ya veinte años; ganolo en primera instan-
cia, lo perdió en segunda, y ahora, cuando las cosas lo permitan, a
ver cómo le va en la tercera. Váyale como le vaya, siempre le que-
darán el recurso de amparo, y el de súplica.
–¡Y el del pataleo! –gruñe don Isidoro, que por primera vez en
su vida es procaz hablando de su profesión–. Ni usted ni sus hijos,
ni los hijos de sus hijos –continúa después de una pausa–, le verán
el fin al asunto. Créame, esto no marcha. Antes quedaba siquiera
cierto respeto a las autoridades, a fe que ahora…
A don Antonio lo han ensombrecido palabras tan pesimistas. Sí,
realmente el señor compañero tenía razón. Cuando él viajaba por
el extranjero, ¡que distinto! Se despertaba el ánimo, el espíritu de
empresa; pero en cuanto se volvía a Durango, en cuanto daba en
la nariz el aliento ferruginoso de la tierra, pues nada, quien sabía
por qué, pero apagaba uno su farol.
Ante la evocación del extranjero hecha por Hernández, don Isi­
doro no pudo contenerse más. No se había atrevido antes a tradu-
cir su pensamiento, ni aun a don Antonio, pero las palabras de éste
lo alentaron.
–Oiga usted, ¿y qué harán esos malditos gringos que no vie-
nen? Nomás se habla de la intervención, y que va a venir la inter-
vención, y nada que viene…

Martín Gómez Palacio | 109


Don Antonio, lejos de escandalizarse, abundó en las ideas de su
colega. A él también, cómo no, ya se le había ocurrido. Al fin y al
cabo, eso del patriotismo y la abnegación era un mito.
–Pues ojalá y vinieran –dijo– a ponernos en paz. Eso es preci-
samente lo que estamos necesitando.
Don Isidoro fue aún más radical.
–Que vinieran y que no se fueran, porque si no, en cuanto vol-
vieran la espalda ya estábamos agarrados nosotros otra vez. Yo no
estaré tranquilo hasta que no vea en todos los edificios públicos el
pabellón de las estrellas.
–¡Entonces sí se los llevaba el diablo a estos desgraciados! –pro-
nosticó el licenciado Hernández, aludiendo a los rebeldes.
–¡Que los maten! ¡Que los maten! –rugió don Isidoro, inflexi-
ble. Y a poco añadió:
–No otra cosa hicieron los gringos con ellos, con sus indígenas,
¡matarlos! Por eso son un gran pueblo.
En esto habían llegado a la estación. Se aventuraron por ahí, a
mirar de lejos, pues no querían familiarizarse con la plebe enso-
berbecida.
En el andén había mucha gente, y música. ¿Por quién habría
ido? No les costó gran trabajo averiguarlo: se lo dijo, al paso, un co-
nocido: «Hoy llega el general don Alejandro Martínez, de Torreón;
viene de conferenciar con don Venustiano».
Don Isidoro rechinó sus dientes, jalose un bigote.
–¡Ah, sí! ¡Valiente general! El señor don Pelagatos, querrá usted
decir.
Le tiró del codo don Antonio.
–¡Qué quiere usted –dijo luego Sifuentes, ya más sereno–. ¡Eso
de darle a un cualquiera el mismo título que a don Porfirio!
Allende los rieles del ferrocarril conducían un ganado. A la gen-
te no le importaba, pues harto acostumbrada estaba a verlo pasar;
pero de repente los señores licenciados oyeron grandes gritos, y era
que se había partido un toro. La confusión fue completa. Replegá-
base la multitud hacia el sitio en que estaban los señores compa-
ñeros y por poco los arrolla. Don Isidoro pugnaba por trepar a un
árbol; ya lo tenía embrazado cuando renació la calma, por haber
si­do lazada la fiera.

110 | El mejor de los mundos posibles


–¿Qué tal? –le decía después del susto don Antonio a don Isi-
doro–. ¿A que se habría usted abrazado del propio don Alejandro
Martínez?
A Sifuentes le molestó la broma.
Hubo un silencio entre los dos, sólo turbado por los rugidos del
viento en la planicie.
Al cabo escuchose el silbato de la máquina y las voces y las ca-
rreras de costumbre. «Ya viene, ya pasó de la Y», se decía.
Los músicos comenzaron a rezongar.
–Vámonos, vámonos –se dijeron a una los señores licenciados–.
¿Qué nos importa a nosotros la llegada?
Y como dijeron hicieron. Se regresaron por la misma calle sin
aliciente.
Caminaban callados y sombríos.
Recorrieron nuevamente los empolvados tramos en los que no
había ni sombra de banqueta. Tornaron a pasar por enfrente del
poste derruido.
Mas a poco los alcanzó el trofeo de don Alejandro que venía en
un tranvía, con la música, y atrás con unos soldados a caballo, co­
rriendo a trote, y por último muchachos de la calle. Cuando pa­
saron cerca de los licenciados, los de a caballo gritaban: «¡Viva don
Venustiano Carranza, tales por cuales! Uno de ellos se dirigió es-
pecialmente a don Isidoro:
–¡Grite viva Carranza o se lo lleva el diablo!
Don Antonio exclamó por don Isidoro, conciliatoriamente:
–Que vivan todos, que vivan todos.
Se perdió, a la deriva, el tumulto.
Don Isidoro, tremante, desencajado, decíale a su colega:
–¡Estos gringos! ¡Yo no sé por qué tardan! ¡Yo no sé qué esperan!
Don Alejandro Martínez era ya, en efecto, general. Le había
otor­gado semejante grado quien podía hacerlo: don Venustiano
Ca­rranza. El hombre regresaba, por lo mismo, triunfante de To-
rreón, a donde fuera llamado.
La comitiva se dirigió al Hotel San Carlos en donde, por encar­
go del mismo Primer Jefe del Ejército Constitucionalista o Revo­
lucionario, debía conferenciar don Alejandro con el jefe de las ar-
mas, general Tomás Urbina.

Martín Gómez Palacio | 111


La conferencia tuvo lugar, desde luego, en un aposento del ho­
tel y sin testigos. Dos eran los encargos que traía don Alejandro
para el jefe de las armas, aunque los dos venían a resumirse en
uno solo. Era el primero, que el general Urbina proveyese a que
aquellas de sus tropas que habían cooperado a la toma de Torreón,
regresaran a Durango, pues entre dichas fuerzas y las del general
Francisco Villa, había choques y verdaderas batallas que era con­
veniente evitar; y era el segundo, que el propio general Urbina es­
tuviera listo para dar el asalto a Zacatecas, así que recibiera la or­
den respectiva que no podía dilatarse arriba de un par de días.
Como se ve, ambas órdenes venían a constituir una sola: con-
centración de toda la gente para intervenir en la toma de la capital
zacatecana.
El general Urbina se rascó la cabeza. Luego dijo que «estaba
bueno», y en seguida funcionó el telégrafo. Se pusieron sendos
men­sajes al general Calixto Contreras y a los generales Hermanos
Pazuengo, previniéndoles el regreso a la plaza de Durango.
Concluida la entrevista, el general Martínez se dirigió a la casa
de la señora Cuenca del Palacio, y ya en ella, en cuanto estuvo arre­
glado un poco, pasó a las habitaciones de la señora, a saludarla.
Sentáronse ambos en la sala oscura donde se encontraba el pia-
no. Para alumbrar el aposento estaba algo entreabierta una de las
ventanas, a través de la cual podía verse a un grupo de gentes en
la acera de enfrente, atisbando por si salía otra vez el General; pe­
ro como éste no se dejó ver más, fuéronse retirando los curiosos.
Algunos, empero, no se resolvían a marcharse del todo, sino que
da­ban vueltas por la calle, a las vegadas, con la idea fija de ver nue­
vamente a don Alejandro.
El mismo, que era parco en el hablar, temeroso y desconfiado,
esa tarde estuvo, sin embargo, locuaz con doña Agustina, confián-
dole sus planes y programa. Venía satisfecho de su viaje. Don Ve-
nustiano le había parecido lo que él, Martínez, ya se imaginaba al
respecto: un hombre con mucha experiencia y que estaba en todo,
que conocía perfectamente a sus generales.
–¿Conque no les gustó don Francisco I. Madero por chaparri­
to? –dijo con sorna, don Alejandro–. Pues ahí está ahora don Ve-
nustiano, que es alto: yo le doy por aquí…
Y se llevó su mano prieta y gorda a un carrillo.

112 | El mejor de los mundos posibles


–El trabajo será –opinó doña Agustina con desgano– que meta
después en cintura a tantos hombres levantados en armas, que le
hagan caso…
–¿Y cómo no le han de hacer? Luego, luego se ve que es un hom­
bre que se hace respetar. Con esa barba que tiene y esos anteojos,
a todos se les impone, hasta al general Francisco Villa.
Al oír este nombre, doña Agustina no pudo reprimir un estre-
mecimiento.
–Oiga usted, Martínez, ¿no habrá peligro de que a Villa se le
ocurra venir aquí, a Durango?
Don Alejandro se rió, allá detrás de sus bigotes. ¿Por qué le te­
nía tanto miedo?
–Lo que le pasa a Villa –explicó– es que es un poco testarudo.
Cuando entró a Torreón, les exigió a todos los bancos que le entre-
garan el capital social, porque creía que estaba ahí metido, en las
arcas; pero así que miró él mismo que no estaba, y luego que don
Venustiano le hizo algunas explicaciones, se conformó con lo que
le dieron. Ahora, ¿para qué es más que la verdad? Sí es un poquito
sanguinario. A la guarnición que había en Avilés, ya muy cerquita
de Torreón, se la echó a toda. Con su propia mano comenzó a ma-
tar a los doscientos hombres que estaban ahí, hasta que se le dur-
mió el brazo, y entonces le pasó la pistola a uno de sus «dorados».
¡No quedó ninguno para contarlo!
Doña Agustina cerró los ojos y los tuvo sin abrir un buen rato,
hasta que don Alejandro, tratando de calmarla, dijo con un ade-
mán franco:
–Pero a los que no se meten con él no les hace nada.
–Pero lo difícil –contestó la impresionada señora– es no meter-
se. ¡Claro que los que vivan en Pekín o en Egipto no se meterán,
pero uno…!
El general Martínez rió cumplidamente la ocurrencia.
Del que si traía buena impresión era del general Raúl Madero,
hermano del presidente mártir.
–Ese es el que más me cuadra para la Presidencia de la Repú-
blica –declaró, pasándose una mano por la cabeza.
–¡Eso si don Venustiano lo deja! –apuntó sutilmente el ama de
la casa, que no sabía historia pero que sí se acordaba de ciertas
cosas.

Martín Gómez Palacio | 113


–¿Pues cómo no lo ha de dejar? Si don Venustiano no tiene am­
biciones personales; ya dijo que él no aceptará ser Presidente.
Doña Agustina no objetó las palabras del antiguo Administra-
dor. Tenía los ojos entrecerrados y tal vez se sonreía, en la obscuri-
dad de la hora y del aposento. Después de una pausa pidió un vaso
de agua; abrió su inseparable botiquín de donde extrajo un papel
cuyo contenido apuró, así como el líquido.
Otro silencio.
–Y dígame usted, Martínez, ¿cuál es, en resumidas cuentas, el
plan que pelean? ¿Qué más les da que sea Huerta o que sea Ca-
rranza? ¿No estábamos todos tan a gusto?
Don Alejandro se arrellanó en su asiento. Miró a su antigua
ama con superioridad tocada de lástima, y le explicó:
–¿Cómo tan a gusto? A gusto estarían unos cuantos, los ricos;
pero, ¿y el pobre pueblo? ¿Usted cree que puede alguien estar a
gusto sumido en la miseria material y en la indigencia moral? Y eso
que nosotros no hemos visto nada; pero dicen que de Aguasca-
lientes para allá, y sobre todo más al sur, la raza está enteramente
degenerada, que allá los hombres no pueden ni con tres horas de
trabajo. ¿Y sabe usted por qué es eso? A mí me lo dijo don Venus-
tiano: son el pulque y los toros. Eso es, me dijo, lo que me propon-
go combatir entre otras cosas con esta revolución.
Doña Agustina hizo un gesto de asombro. Don Alejandro con-
tinuó:
–Es que usted, doña Agustinita, nunca ha probado más que el
aguamiel, lo mismo que yo; pero dicen que el pulque que toman
los pobres de México es un verdadero veneno que los pone locos
y enclenques.
Estaba inspirado el general. Nunca, antes, lo viera doña Agus-
tina tan animado ni tan elocuente. La ida a Torreón lo había trans-
formado.
–Dice don Venustiano –prosiguió el orador tomando un respi­
ro– que a las clases bajas no se les da ninguna clase de civismo, que
se las explota, y que como recompensa tienen los toros y el pul­que
que los acaban de arruinar… y que de ahí viene que un borrachín
cualquiera como Huerta pueda conculcar los sagrados derechos del
pueblo que no se sabe defender, así como violar las sacrosantas ins­
tituciones que nos legaron con su sangre Juárez y Madero.

114 | El mejor de los mundos posibles


–¡Todo sea por Dios! –suspiró doña Agustina sin convencerse–.
Ojalá y triunfen pronto para que supriman el pulque y los toros…
aunque yo creo que los pobres animalitos no tienen la culpa de
nada.
–Don Venustiano dice que son un síntoma de barbarie y que
tiene que acabar con ellos como quiera que sea.
–Pues a mí ¡plin! –concluyó la dama–. Por mí ya podían estar
acabando con ellos, con tal de que nos dejaran en paz.
La noche había caído, y, como nadie pensara en encender vela,
la obscuridad reinante era profunda.
Don Alejandro pidió permiso para retirarse, pues tenía sueño
con la trinquetada del viaje. Dio su venia doña Agustina, y el hom-
bre salió.
Como conocía el camino, anduvo dos largos y negros corredo-
res sin dar tropiezo alguno, hasta su estancia, que era un cuarto
amplio en el que había, en un rincón, una cama, y en la contra es-
quina un escritorio enorme y completamente pasado de moda. Di-
cho se está que la cama era para don Alejandro, así como algo de
lavabo que se había improvisado junto a la puerta; pues en cuanto
al otro mueble nadie lo usaba. Perteneciera a un antepasado, ahí lo
habían puesto, en aquel rincón, y ahí quedaba, pues doña Agusti-
na nada proveía acerca de él como tampoco le importaba nada que
no fuesen las tres consabidas habitaciones.
Don Alejandro entró en su cuarto y comenzó a dar unas vuel-
tas. Su sombra crecía en la pared en alejándose, y se hacia enjuta y
negra cuando desandaba lo andado. Le dieron ganas de pasar a la
biblioteca por una puertecilla que había junto al escritorio, y pasó,
en efecto, llevando la vela. El cuarto quedó obscuro a sus espaldas
y la biblioteca se alumbró débilmente. Los anaqueles extendíanse
a uno y otro lado, enhiestos. El General contuvo la respiración: no
llegaba hasta ahí ni el ruido más insignificante. Luego se pasó de
largo hasta el extremo opuesto, donde había una colección de pe-
riódicos ilustrados que era lo que leía cuando se alojaba en aque-
lla casa: a los libros no les había leído nunca más que los lomos,
pero sin ponerles, ni por equivocación la mano encima. Los había
gruesos como misales y que lo llenaban de estupor; luego, en se-
guida, pasaba sus ojos a un volumen alto y delgadísimo, y, sería por

Martín Gómez Palacio | 115


el con­traste, pero sentía como si se le vaciara el cerebro, como que
se desvanecía.
La biblioteca comunicaba a su vez con la pinacoteca. Asomose
a ella don Alejandro; metió la vela y por nada se le apaga, a tiempo
que un aire húmedo le dio en la cara y lo hizo estremecerse. Vio
de pronto muchos cuadros, todos en hilera, y en medio de la es-
tancia algo como catafalco… y hasta le pareció que había alguien.
Sintió un vago pavor y se volvió inmediatamente hasta su cuarto
acostándose en seguida.
Serenose. Púsose a leer, pero no podía fijar su atención en el
tex­to. Únicamente veía los grabados. Sus recientes impresiones lo
ab­sorbieron de pronto por entero, y acordábase del señor Carran-
za que lo había tratado con bastante atención. ¡Qué razón tenía
don Venustiano al querer acabar con el pulque y con los toros! ¡Ese
sí se veía que era un patriota y no un traidor ambicioso! Luego
pasó por su mente una marejada de generales que había visto, en
Torreón, entrar y salir a ver al Primer Jefe.
Estas escenas se fueron haciendo cada vez más turbias, pues es­
taba muy cansado con tanto hotel y tanto ferrocarril, hasta que,
poniendo el periódico en la silla que servía de buró, apagó la vela
y se quedó profundamente dormido.
Doña Agustina, por su parte, había permanecido en la misma
postura en que la dejara don Alejandro. Cerraba los ojos y se que-
daba así en ocasiones, pensando en sus cosas, en sus muertos. Esto
era raro, sólo le pasaba algunas veces; pero entonces se eternizaba.
Parecía estar dormida, pero no lo estaba. La criada de confianza,
misma que picaba los pies con un otate a los visitantes importunos
desde la pieza inmediata, acomodábase a su vez en una silla, y ella
sí que se dormía pesadamente. Cuando después de horas, el ama
se levantaba para dirigirse silenciosamente a la alcoba, tocaba a la
criada con un dedo, al pasar, pero sin decir palabra: aquella pare-
cía una llamada de ultratumba. La fámula despertaba entonces,
tallábase los ojos y seguía, ella también en silencio, a doña Agus-
tina hasta la cama.
«El Palacio de Cristal» ya no era precisamente lo que antes, es
decir, una miscelánea. La revolución había alterado su índole pri-
mera, lo mismo que había hecho con toda la sociedad durangueña
sacudiéndola de abajo arriba. Ya no se veían, en los aparadores y

116 | El mejor de los mundos posibles


sobre el mostrador, abarrotes y chucherías, sino que ahora estaba
bien surtido de calzado y de ropa. ¿Que cómo había sido eso? Pues
por una picolargada de don Jacobo Saracho.
A raíz de la «entrada», habíase dedicado a comprar a los ladro­
nes, por un precio vil, los productos del saqueo. «¿Para qué quieren
–pensaba– estos desgraciados los pares de zapatos y la ropa fina
que se han robado? Y pensaba con razón. A los miles de hombres
que estaban condenados a andar siempre arrastrando un fusil, un
machete y cuatro o cinco cananas, resultábales un problema car-
gar también con las ropas y demás objetos que habían hurtado. Los
que tenían mujeres, muy bien: éstas guardaban las cosas o las ha-
bían trasladado a los ranchos; pero tanto peón joven, y todos los que
se habían hecho acreedores a los cien años de perdón, a quienes
les quemaban las manos los frutos de la rapiña, éstos se deshacían
por cualquier dinero, y hasta por sólo unos cigarros, de lo prove-
niente del pillaje. Así pudo don Jacobo, fácilmente, abastecerse de
mercancía, y así púdose advertir el éxito creciente de «El Palacio
de Cristal».
Con los revoltosos, que era el más alto dictado que él usaba res­
pecto a aquellos hombres, abusaba doblemente: les compraba rega-
lado y les vendía carísimo.
–A estos los he de fastidiar –decía, con un gozo satánico en la
venas.
El «Palacio» quedaba muy cercano de la plaza del mercado, que
era, a la sazón, el lugar de cita de todos los jóvenes casaderos. An­
taño no acudían al parián12 más que las cocineras: hoy eran las
se­ñoritas las que se paseaban, aunque de trapillo, entre puestos
y mercaderías, pues sucedía que quienes expendían artículos no
eran los acostumbrados placeros, sino los muchachos de las bue-
nas familias, ya que aquéllos habíanse afiliado en los escuadrones
revolucionarios mientras los otros tenían que buscarse algún me-
dio de vida.
Y la revolución no les permitía otro.
–¿Cómo no han de haber cambiado las costumbres? –decíale
don Jacobo al licenciado Sifuentes una vez que se encontraron en
la calle–. Fíjese usted en este detalle: ¿Quién va hoy en día a la

12. Parián. Mercado.

Martín Gómez Palacio | 117


plaza de armas?, nada más los pelados. ¿Y quién va a la plaza del
mercado?, la gente decente.
Don Isidoro estaba tan disgustado con aquella sociedad que
con­v ivía con el peladaje soliviantado, que no admitía los distingos
de su amigo. ¡Qué gente decente ni qué gente decente!
–No tenemos remedio, no tenemos remedio –aseguraba.
Don Jacobo no rogaba al señor licenciado sino que se aguardara
tantito, pues era un hecho que los hacendados ya iban a ayudar al
General Huerta, y entonces…
Don Isidoro negaba. ¿Ya para qué? ¿No veía a toda la gente mez­
clada con los bandoleros, en la calle? ¿Por qué no se encerraba ca­
da quien en su casa, en señal de protesta?
–Y fíjese –agregaba– en que hasta las viejas, que antes no sa-
lían, andan ahora con tamaños ojos, de un lado para otro.
El comerciante recurría a un símil bastante grosero que exalta-
ba en secreta nerviosidad al profesor de literatura. Aquellas viejas
a las que aludía el señor licenciado eran como cuando se levanta
de pronto una piedra, que todas las cochinillas salen corriendo,
de­sorientadas.
Don Jacobo tenía una hija, Lupe, que se empeñaba en dar un
mentís a las teorías de su padre. Una muchacha pelirroja, exube-
rante, llena de latidos, que no paraba en casa por haberle salido un
novio precisamente de entre las filas revolucionarias. ¡Ah, si don
Jacobo lo hubiera sabido… la mata! Pero no lo supo, y no advirtió
tampoco que la malicia hacía nacer cada mañana, en las pupilas
de la muchacha, nuevas pedrerías, ni apreciaba cada día una tur-
gencia, una desconocida morbidez.
Lupe Saracho se había educado en un colegio de madres y fue-
ra ahí el terror de las monjitas. Escalaba los muros del huerto y se
perdía horas enteras, siempre en unión de alguna otra alumna a
quien inducía a la desobediencia. Ligábala una afección extraña,
por temporadas, a ésta o a aquélla de sus condiscípulas, y se daba
maña para que la favorita se desaplicara de los estudios y no de-
seara otra cosa sino estar con Lupe. Ella misma, aparte la clase de
piano, era una perfecta inutilidad, y en los paseos higiénicos a los
jardines, cuando el monorrítmico internado ponía en las aceras su
ala de sombra con el uniforme negro y rojo, Lupe marchaba al la­

118 | El mejor de los mundos posibles


do de la directora, vigilada de continuo por unos ojos grises que
lucían débilmente a través de unos lentes hinchados.
Una buena vez ya no le dio la gana ir más al colegio, y entonces
los propios ojos grises, detrás de las consabidas cárceles de oro y de
cristal, se bañaron de descanso y de irresponsabilidad.
El padre dejó a la caprichosa hija en casa, al cuidado de la ma­
dre, fiel reflejo de la resignación. Pero ¡buena estaba la pobre se­ño­
ra para cuidar a Lupe!
–Hija, no salgas ahora, mira que hay mucha inseguridad, que
todavía no hay garantías.
–No, mamita.
–Es bueno que te estés aquí para cuando venga tu padre.
–Sí, mamita.
Y diciendo «sí, mamita», se largaba a donde quería, dejando a la
triste señora con una mueca de dolor en la cara.
Cuando don Jacobo volvía a casa, ya anochecido, siempre en
asun­tos del comercio, Lupe, que dialogaba con el novio en la ven-
tana, a las volandas se metía, y así, de esa suerte, la fortuna que de
la casta rebelde y maldecida por un lado le entraba al pobre viejo,
por otro lado se le escapaba.
Por las mañanas, en el mercado, tornaba Lupe a las andadas.
Sacaba de sus casillas a alguna amiga boba que le servía de tapa-
dera y todo era ir y venir con el novio por verdaderos andurriales.
¿Qué sabía ella de él? Nada sino que tenía grado de capitán. La
amiga boba no lo era tanto que dejase de abrigar ciertos escrúpulos.
–¡Pero hombre, Lupe, un capitancillo! –le decía.
La pelirroja estaba aferrada a aquel noviazgo.
–Si es por pura diversión… –contestaba, riendo.
A veces el flamante oficial proponía ir a visitar a su general Gar­
cía, al Hotel San Carlos. La amiga boba oprimió, la primera vez,
el brazo de Lupe, resistiéndose; pero ésta, sujetando bien el brazo
que se agarraba al suyo, arrastró a la amiga. Iba arrebolada, hir-
viendo de curiosidad, por ver de cerca los vericuetos del hotel, y las
armas, los arreos militares. El general mostrábase siempre asaz so-
lícito con ella. Era un hombre muy serio y muy correcto. Pero tan
amable, que ceñía al lindo cuerpo de Lupe una canana, poníale en
la cabeza el sombrero tejano con el que se veía graciosa, de verdad.

Martín Gómez Palacio | 119


Colocaba en sus manos séricas la pistola terrible; interesábase por
su familia, hacíale preguntas.
A la fragante y maciza muchacha no le habían faltado preten-
dientes, pero un secreto instinto la impulsaba siempre a rechazar-
los. La enojaba la idea de tener un novio conocido y respetuoso:
ella ansiaba el misterio, la aventura, y aquel oficial inesperado, de
belleza casi femenil, la enervaba toda entera.
Y un mal día, a la una, huyó de su casa y fue a buscar al novio
que la esperaba en un automóvil. Subió, decidida, y el auto partió.
Salió de la ciudad. Luego una carretera. Y el acompañante que
le daba prisa al chofer, pues ya se veía el humo del tren, que venía.
Volaban.
Juntos llegaron a la estación, tren y automóvil. Este casi fue a
estrellarse contra un carro de primera. Lupe, casi inconsciente, fue
subida en peso; cuando se recobró, ya el tren corría de nuevo por
los llanos.
Luego una puerta, que se cerró herméticamente, mató todos los
chiflones de viento y se encontró en el pullman car, afelpado, tibio.
Su raptor, precediéndola, la condujo hasta un apartamento don-
de había dos oficiales sonriendo. Eran, sin duda, amigos de su no-
vio. Venían tomando cerveza.
Lupe se sentó frente a ellos, al lado del seductor. Asomose por
la ventanilla. Ni un árbol, ni un animal. Remolinos de polvo que
se alzaban hasta formar nubes. Lupe sintió, súbitamente, que un
sollozo le subía a la garganta. ¡Dios mío, qué he hecho!, pensó. Y al
punto, pasando como fantasma entre los tres, corrió hacia la pla­
taforma trasera, de barandales dorados.
–¡Ay no, ay no, mi Durango! –gritó, al avanzar, tambaleándose
entre los asientos de un lado y de otro.
Abrió la portezuela, pero de Durango ya no quedaba nada, ni
las torres, ni el cementerio. Cayó de rodillas: no se veían sino los
rieles saliendo de debajo, tirantes, punteados de manchas aceito-
sas. Sintió como si una mano le despedazara el corazón.
–¡Ay, no, no, mamita!
Y así que midió en su mente la vanidad de su llamado, alzó la
cara, los ojos bañados de llanto.
Arriba, brillaba el cielo.

120 | El mejor de los mundos posibles


Consuelo

R oberto Palacio se había puesto de moda en la


escuela de medicina. En cuanto corrió la voz
de que venía del norte, de que había conocido a los principales je­
fes rebeldes, y visto las huestes constitucionalistas, rodeábanlo fre­
cuentemente grupos de estudiantes para saber lo que pasaba, en
realidad, de cuanto se decía. Ellos, sus camaradas, no creían en
tales musarañas. ¿En dónde se le daba importancia a la revolución?
En ninguna parte.
–¿Y por qué no hay trenes, entonces? –interrogaba Palacio cier-
ta tarde, en un rincón de la facultad.
–¡Hombre! Un tren lo para cualquiera, con un bote de petróleo
y un cerillo, ya está; eso basta para quemar un puente –declaraba
alguien que se la daba de avispado.
Eso del bote de petróleo y el cerillo ya había llegado a ser un
lugar común. Palacio sonreía y guardaba silencio. El grupo se hizo
más y más compacto.
–Oiga usted –decía algún remiso–, ¿pero de veras tiene impor-
tancia la cosa? ¿Son muchos los forajidos?
Esta palabra de forajidos la habían puesto en boga los periódicos.
–¿Que si son muchos? Figúrense. Toda, absolutamente toda la
clase campesina. Los federales no son dueños más que del terreno
que pisan; hasta las piedras les son hostiles.
–Entonces, usted cree…
–¿Qué remedio? No hay poder humano que contenga la avalan­
cha. Yo los he visto: todos los hombres de los campos adelantan
hacia aquí. Como en la tragedia de Macbeth, diríase que las selvas
mismas se dirigen a México.
Ciertos semblantes se tornaron graves; algunos compañeros ale­
járonse, visiblemente contrariados, murmurando; otros, los más,
se echaron a reír.
–¿Y qué van a hacer contra los cañones del general Huerta?
–Si yo ya he visto de qué sirven los cañones. ¿Usted cree que to-
dos esos hombres se juntan dócilmente para que hagan su estrago
las metrallas? Además –prosiguió– sépanse de una vez por todas

Martín Gómez Palacio | 121


que los cañones del general Huerta han perdido completamente
su prestigio, los revoltosos los lazan por las noches, torean las gra­
nadas; en fin, que les hacen menos efecto que un susto.
Hubo una pausa. La tarde empezaba a caer. Por la escuela se
había esparcido un viento pesimista.
–¡Lo que pasa es que es usted muy maderista! –exclamó un
des­pechado.
–Pongamos… realista –contestó Palacio.
–Es que usted ha visto moros con tranchete.
–Al tiempo, al tiempo me remito.
Algún sujeto, asaz precavido, acercábasele a poco como tratan-
do de convencerlo.
–¿Pero cómo considera usted posible que los bandidos entren a
México? ¿Qué va a ser de nosotros? Piense usted en nuestro por-
venir, se cerrará la escuela.
Estas frases envalentonaron a los más radicales.
«Usted le está haciendo la propaganda al barbón Carranza, no
lo niegue…» «No piensa usted de veras todo lo que dice. Usted los
defiende…» «¿Por qué es usted así? ¿Qué le ha hecho el general
Huerta?»
Palacio recibía impávido aquel aguacero de preguntas y mira-
das desafiantes.
–¿Que qué me ha hecho a mí el general Huerta? A mí, ¡na­da! Y
lo peor es que a los que son rebeldes tampoco les ha hecho nada.
Hubo quienes se tornaban pálidos de rabia.
–¿Con qué va a hacerles algo? –continuó el durangueño después
de una pausa atormentada–. ¿Con los pobres diablos que cogen de
leva en las pulquerías? ¿Ustedes no saben cómo son los hombres
del norte?
Algunos estudiantes se vieron entre sí.
«Pues lo del norte son grandotes: les sacan como una cuarta a
los del sur. Aquéllos son orgullosos: nadie anda pidiendo propinas,
como acostumbran los de aquí, donde hay que dársela a todo el
mundo, al portero y hasta al peluquero… Por aquí no se oyen sino
quejidos cuando pasa uno entre la gente del pueblo: «patroncito,
una boleada; jefecito, ande usted, deme usted un quinto para mi
agua…» Los del norte no se humillan, como los de por acá.»

122 | El mejor de los mundos posibles


El grupo empezó a disgregarse. Todos se fueron alejando con
visible enfado, menos un muchacho alto, delgado, vivo y agradable.
Éste se aproximó a Roberto y le dijo:
–Compañero, usted me ha simpatizado por su modo de enten-
der las cosas. ¿Quiere ser mi amigo?
Y sus manos se estrecharon.
Quedaba aquí también el fiel Pancho Lara.
–Yo me llamo –continuó diciendo el muchacho alto y vivaz–
Javier Horcasitas, soy de Veracruz, ahí también somos de una pie-
za, sinceros y nobles. Aquí –dijo bajando la voz– todo se vuelve
hipocresía y doblez, y perdóneme el compañero si lo he ofendido
–agregó, dirigiéndose a Pancho Lara.
–A mí, ¿por qué? Yo soy de Campeche… ya ve usted: ¡Campe-
chano!
–¡Me alegro! –exclamó Horcasitas, abrazándolo.
A Pancho Lara, aunque con superioridad, lo querían todos. ¡Era
tan miope y tan tonto! ¿Dónde habría menos luz, en sus ojos o en
su cerebro? Había un profesor que levantaba en su cátedra torbelli-
nos de risa cuando, en medio de uno de esos hondos silencios que
se forman en clase, preguntaba socarronamente: «Y Pancho La­ra,
¿qué opina…?»
Y Pancho Lara nunca opinaba nada.
O bien, en otra pausa que el dómine hacía, adrede, se dirigía
al pobre estudiante y lo increpaba: «¿Ya está usted yendo formales
con los ladrillos?»
Lara se ponía rojo como la grana, sudaba, y todos reían a sus
costillas.
Roberto Palacio era el único que nunca se había burlado de él.
–Bueno –discurrió al cabo el llamado Horcasitas–, ¿qué hace-
mos ya aquí? ¿Nos vamos, los tres?
Salieron.
El Jardín de Santo Domingo estaba romántico. El anochecer
vibraba, rozando con sus chales las altas copas de los árboles.
Siguieron a los largo de la calle, hacia el centro.
Los pilares del día se doblaban. El crepúsculo se fugaba por in­
visibles intersticios, y hacia el zócalo corrían y se despeñaban avi-
sos luminosos.

Martín Gómez Palacio | 123


Unas señoritas, mecanógrafas, venían. Roberto admiraba cada
día lo que para él era una novedad. ¡Las calles de México se veían
siempre llenas de estas chicas pobres, empleaditas, meseritas, que
con un gorrito y un vestido humilde parecían tan bien! En provin­
cia no había nada de eso. En provincia salían las muchachas con
unos tápalos espesos y con una falta de gracia… ¿En dónde radi­
caría eso que llamaban «chic»? ¿ En la cintura? ¿En los pies? ¡Mis-
terio! Era algo que rodeaba a la mujer sin tocarla, era el aire que
se agitaba de cierto modo a su paso, o era… algo que no tenían las
muchachas de Durango y que en México hacía agradable salir a la
calle o tomar el tranvía.
Los tres estudiantes avanzaban por la acera, joviales.
Luego, otro grupo de doncellas aligeras. Sus piececitos se mo-
vían a una, rítmicamente. Horcasitas dijo, al paso: «¡Qué cosas tan
lindas hace nuestro Padre Dios para sus hijitos!», y la flor cayó muy
bien. Una de ellas, que iba a la zaga, se puso encarnada y de los
labios se le cayó una sonrisa.
Roberto aplaudió interiormente a su amigo. Pancho Lara se
apren­dió bien la frase. Y a poco andar púsose de manifiesto la in-
justicia del destino y eso del… misterio, que también en los hom-
bres existía. Tópanse con una mujer esbelta y ondulante y Lara le
suelta la frase de antes; pero la hermosa le sale respondona.
–¡Ah qué atrevido majadero! –le dijo viéndolo de arriba abajo.
Danse cuenta del incidente unos que van pasando, se ríen, y el
infeliz miope comienza a sudar como un cargador.
Dieron vuelta por la calle de San Francisco, que estaba esplén-
dida. En el fondo, entre unos cortinajes de polvo dorado, se desta-
caba soberbiamente la cúpula del Palacio Legislativo.
A poco se dieron cuenta de que la gente miraba hacia un solo
punto. A Palacio ya le había llamado la atención la bobería de la
gente de México. Por una bagatela se paraban todos los transeún-
tes, como si el tiempo no les importase. Sobre todo, cuando se tra­
taba de algún herido, de algún atropellado. Entonces el público
con­vergía hacia el sitio de la catástrofe con una prisa y un gusto
pintado en las caras, como ante el mejor festín. En Durango no era
la gente tan cruelmente curiosa.
La multitud seguía mirando. ¿Qué sería? Al cabo se despejó la
calle y entró en San Francisco, torciendo de las calles de Bolívar,

124 | El mejor de los mundos posibles


un carruaje elegante seguido de un tropel de individuos que co-
rrían en pos. Roberto, Javier y Lara se hicieron campo a la orilla
de la banqueta. El coche venía, tirado por unos hermosos caballos
que salmodiaban su canción de hierro en el asfalto. Voces, a sus
espaldas, les hicieron saber de qué se trataba, y luego ellos mismos
se dieron cuenta de quién iba en el carruaje. Era don Francisco
Car­vajal. Momentos antes, en la Cámara, el general Huerta le ha-
bía traspasado «las riendas del poder». Ya lo andaban anunciando
las «extras».
Los que corrían a más no poder, detrás del transitorio persona-
je, gritaban: «¡Viva el licenciado Carvajal! ¡Viva el licenciado Car-
vajal!»
¿Por qué gritarían así? ¿Sería porque el licenciado Carvajal iba
vestido de frac?
Palacio miró a Horcasitas con inteligencia.
–¿Qué tal? –le preguntó.
La avenida se pobló otra vez de coches, de personas que atrave-
saban de una acera a la otra. El bulevar seguía brillando de frial-
dad.
Reanudaron su marcha los tres camaradas, despacio, codeán-
dose a cada paso con hombres, con mujeres. En la esquina de Bo-
lívar había una aglomeración, a la puerta, contra los escaparates de
«El Globo». ¿Qué pasaría? Detuviéronse a ver. Luego supieron el
motivo, como se saben esas cosas en la calle, sin que nadie las diga
claramente, por un murmullo, por una corriente social. Ahí estaba
el general Huerta tomándose su última taza de coñac. Se pelaba13
a Veracruz de ahí en seguida. Roberto y Javier volvieron a mirarse
significativamente. El timbre del Salón Rojo los ensordecía.
Pasaron unos instantes y la gente hubo de replegarse. Surgió en
efecto, el general Huerta, con sus horribles anteojos negros. Su-
bió a su automóvil, seguido de algún acompañamiento; mas dete-
niéndose un momento en el fondo del carruaje, hizo movimiento
de di­rigirse a la muchedumbre, para hablar. Horcasitas, Roberto
y Lara prestaron suma atención. ¿Qué iría a decir? ¿Alguna reve-
lación, alguna explicación? El que hasta hacía un cuarto de hora
había sido el Presidente de la República dijo, en alta voz, a que

13. Pelarse. Expresión vulgar que equivale a «irse», «marcharse».

Martín Gómez Palacio | 125


todo el mundo lo oyera: «Que Dios los proteja a ustedes… y a mí
también». Y tumbándose en su asiento, salió el automóvil a escape,
rumbo a la estación del Mexicano.
A Pancho Lara lo cogió la balacera en la calle. La entrada de las
tropas «obregonistas» se hizo precisamente por las calles de Santo
Domingo, y Lara no había llegado aún a la facultad cuando se de­
claró el tiroteo, nutrido, espeluznante, que volvió loca de terror a
la nube de curiosos que observaban el desfile.
¿Quién disparó primero? ¿Cuál fue la causa de tamaño alboro-
to? El Ejército Constitucionalista llenaba la calle de bote en bote,
nada había ocurrido hasta que la cabeza llegó al zócalo; pero cuan-
do ésta iba a dar frente al Palacio Nacional, a algún soldado se le
escapó un tiro de su carabina y esa fue la señal: todos comenza-
ron a disparar al aire, quienes contra los curiosos, quienes sobre
los bal­cones. Pancho Lara, que nunca las había visto más gordas,
se echó dentro de una fuente del zócalo y ahí permaneció, tirado
boca abajo hasta que se calmaron los disparos.
Cuando, después, se dio cuenta de lo ocurrido, ya camino de
la escuela, pensaba: «¡Qué brutos! ¿Cómo había de haber soldados
en Palacio, aguardándolos?»
El resultado fue que los bonachones y confiados habitantes de
la ciudad de México perdieron la fe de una vez por todas. ¿Entra­da
pacifica? ¿Garantías para todos? ¡Mentiras! Ya nadie estaba tran-
quilo en ninguna parte, y durante los días que se siguieron a la fa­
mosa entrada, bastaba con que alguien, en la calle, alterase el paso
para que todo el mundo se diera a la fuga, gritando: «¡Los villistas,
los villistas!»
Por los hombres del norte sentíase un miedo que nadie pensaba
en disimular, fundado en la leyenda de la irrupción en Durango,
en Zacatecas, en Chihuahua. Los surianos casi no inspiraban te­
mor; eran unos hombrecillos flacos, cubiertos con una camisa y un
calzón de manta; andaban por las calles en grupos compactos, se­
mejantes a guajolotes, y eran humildosos, no robaban, sino que lla­
maban a las puertas pidiendo dinero.
La ciudad se había puesto triste y fea. No había teatros, no ha­
bía escuelas. ¡Y qué hambre! Con aquello de que el general Obre-
gón –el primero de los generales de la revolución que había llega-
do a México– traía órdenes de don Venustiano para castigar a la

126 | El mejor de los mundos posibles


capital, no se dejaban entrar víveres, y una miserable tortilla valía
diez centavos. Las gentes pobres caían, en las calles, de inanición
o bien muertas, pues el pan se fabricaba con garbanzo y aserrín y
alimentos había que eran positivos venenos.
¿Cuánto tiempo iría a durar el castigo? Hasta que llegara don
Venustiano, que se estaba haciendo guaje en alguna población del
interior. Habíanle, al primer Jefe, agotado la paciencia los metro-
politanos, porque hablaban mal de él, porque los periódicos huer-
tistas se habían cansado de llamarlo forajido, facineroso. Por eso
estaba dando tiempo a que la expiación fuera dura y pareja.
Una tarde se encontraba Palacio, después de haber comido su
escasa media ración en la casa de huéspedes donde vivía, en la Co­
lonia de San Rafael. Había vuelto a sentir la náusea, la incomo­
didad de verse coartado en su libertad bajo la presión de tanto
peón armado, de tanto generalete con pistola, de tanto oficialillo
insolente y procaz.
Las calles de San Rafael son tristes. Veíalas a la sazón como
in­vadidas de un sopor y un tedio infinitos. Acostumbraba a pasear
por ellas, ya que la clausura de las escuelas lo condenaba a una
mortificante inactividad. ¿Leer? La lectura lo cansaba. Quién sabe
qué influjo ejercía la atmósfera social reinante sobre los libros que
leía, que en vez de que éstos hicieran olvidar la realidad, la reali-
dad pesaba sobre los libros volviéndolos odiosos. ¿Entregarse a una
labor más seria, de estudio? Con lo mal alimentado que estaba todo
el mundo, los libros serios producían desvanecimientos.
De tales incertidumbres vinieron a sacarlo Javier Horcasitas y
Pancho Lara. Ya ellos, sobre todo el primero, habían insuflado una
onda de alegría en su existencia solitaria y lenta, y esta vez su apa­
rición fue doblemente preciosa. Horcasitas tenía una jovialidad
contagiosa y Lara era uno de esos hombres que nos hacen pensar
que hay otros individuos peor tratados por la suerte que nosotros.
Invadieron el cuarto. Horcasitas se echó sobre la cama y púsose
a canturrear un huapango14 de su tierra. Pancho Lara dedicose a
hojear un libro metiéndoselo por la cara. Preguntaba por la nacio-
nalidad de aquel autor, si era el mismo de otra obra que él, Lara,
tenía idea de haber leído, pero no le hacían caso. Ni le contesta-

14. Huapango. Canción regional de Veracruz.

Martín Gómez Palacio | 127


ban. Luego echó la conversación por otro lado. Díjole a Roberto
que por qué no tenía un foco de luz más grande, que alumbrara
muy bien toda la estancia. Mas ni con esto logró interesar a sus
amigos. El uno seguía cantando y el otro hacíase la corbata delante
de un espejo.
–¿Vamos a tomar un café? –propuso Horcasitas–. Yo invito.
–¡Andando!
Salieron. Al ir a tomar la escalera, dijole Javier a Roberto:
–¿Sabes que vives en una casa muy triste? Yo te he de llevar a
que veas la mía, verás…
Pancho Lara, que no quería quedarse atrás en materia de pre-
guntas, les hizo ésta:
–¿No sienten ustedes aquí… aquí… una sensación de vacío?
En lugar de café, yo tomaría chocolate a la española.
Anduvieron a pie. Eso avivó la sensación de que se quejaba Pan­
cho Lara, hasta el grado de que en las frentes de los tres aparecie-
ron unas gotas frías, menudas.
Entraron en un café de chinos situado en una de las calles de
Soto. ¿Chocolate? ¡Naranjas! Tres cafés. Un chino se los sirvió en
vasos. Lara reclamó el azúcar: eso alimentaba, ¡Qué diablo!
Pe­ro no le dieron azúcar porque ya la tenía servida su vaso en
cantidad suficiente. El chino le indicó su recipiente al pedidoso.
–¡Muy bueno! –le dijo.
Expresión tan optimista y tan simpática no dejaba lugar a duda.
Se bebieron los cafés, ¿pero el pan? ¡Qué pan, Dios mío! Estaba
tan malo, que había que oprimirse la nariz al comerlo.
Abandonando el café, se dirigieron hacia el centro. Serían las
cuatro y media y de muy buena gana hubieran comido. ¡Qué as-
pecto de calles! No había mujeres: hombres, nada más, con cara
de hambre y de fastidio.
–¿No han notado ustedes –dijo Palacio– que ha aumentado el
número de palabrotas que se vierten en la calle? Por cualquier co­
sa, por un rozón, ya están unos a los otros citándose a la familia.
¡Claro, la situación!
–¿Y no se han fijado –observaba atinadamente Pancho Lara–
que el número de pleitos ha disminuido? El otro día estuve en el
hospital a hacer un poco de práctica, y los maestros se quejaban de
la falta de heridos; solamente muertos para las autopsias.

128 | El mejor de los mundos posibles


–¡Naturalmente! ¿Quién va a tener fuerzas para reñir? –expuso
Horcasitas.
Llegaron a San Francisco y… el mismo aspecto desolado. Los
escaparates permanecían cerrados. Franca, nada más, la puerta, y
eso con las cortinas de hierro echadas hasta la mitad, para cual-
quier evento. No pasaban mujeres. Rostros aburridos de hombre
y… ¡cananas, rifles y calzones blancos!
Avanzaban tranquilamente los tres camaradas y, de pronto, ti-
ros por el Salón Rojo. Corren las gentes, presas de pánico, a me-
terse en los zaguanes; pero los comerciantes, listos como la pólvo-
ra, ya han bajado del todo sus cortinas. ¡Qué barbaros! ¿Qué va a
ha­cer, la gente? Horcasitas ha descubierto una puerta salvadora.
Corren él y Roberto. Lara los sigue, sujetándose los lentes. Pasa el
primero; pasa, apenas el segundo; al pobre Pancho le cae encima
la cortina, quedándose ¡una vez más! boca abajo, con las piernas
del lado de la calle. Jálanlo de adentro y lo salvan.
Dentro de la tienda, en la que encendieron luces, comenzó la
charla entre todos aquellos a quienes el azar había reunido.
–Tomen asiento, señores –ofrecía, correctamente, el dueño.
–¿Saben ustedes –declaró Roberto– que no suenan lo mismo
los balazos en Durango y aquí? Yo no sé por qué los oigo muy raros,
como apagados.
–Cuestión de nervios –volvió a hablar en tono de seguridad el
dueño, un francés muy simpático.
Pasaron cinco minutos. Ya no se oía nada. ¿Saldremos?
–¡Precaución, precaución! –recomendó el francés, levantando
poco a poco la cortina–. A la mejor no sabe uno…
Pero ya todo había pasado. Las gentes transitaban otra vez con
tranquilidad. Roberto y sus amigos dieron las gracias y se fueron.
A poco andar, Javier tuvo una idea.
–¡Hombre!, iremos al cine. ¿Qué hacer, si no? Que pague Pan­
cho Lara.
–Yo no tengo ni un centavo –aseguró éste, abrochándose los bo-
tones de su saco.
–¡Qué gracia! ¡Ahora paga Campeche!
Entraron al vestíbulo del Cine Palacio.

Martín Gómez Palacio | 129


–Ándale –tornó a decir el de la idea– no seas codo.15
Y como Lara no se moviera, tuvo necesidad Horcasitas de re-
currir a la vías de hecho, desligando los botones y hurgando en los
bolsillos de su compañero, quien se resistía débilmente.
–No son más que sesenta centavitos; toma tu vuelto.
Y pasaron.
En cuanto se hubieran sentado, Javier le dijo a Roberto, aunque
no venía al caso:
–Decididamente tu casa es muy aburrida. ¡En San Rafael! Ya
verás la mía: dentro de unos días voy a dar una fiestecita y te voy
a llevar.
Roberto acogió el proyecto con franco agrado. Eso era lo que
le convenía para alejar los cruentos ratos de desaliento que casi a
diario lo sobrecogían, en esas horas primeras de la noche en que,
quién sabía de dónde, venía un polvillo que impregnaba las calles,
que se metía hasta el más apartado rincón de las casas, que se un­
taba en todo, en los vestidos, en la cara… La existencia vacía…
¡Ser él solo! ¡Ah, el desaliento que había dejado Teresa no tenía fin!
–¡Qué bueno! –exclamó.
Comenzaron a oír algunos murmullos entre el público. Risas,
cuchicheos. ¿Qué era? Pancho Lara, que no era tan tonto, ya lo ha­
bía notado.
–Ahí delante: zapatistas –dijo.
¡Infelices! Cinco calzonudos, sin aflojar sus rifles, estaban sen-
tados en primera fila, a medio metro de la pantalla. ¿Qué habían
de ver? Y, ¿cómo tendrían los ojos? Les estarían llorando.
Pero se aguantaban como los hombres sin darse cuenta de las
burlas. Al cabo, el público se acostumbró y olvidó por completo el
incidente.
La proyección continuaba, y, como no había música, el ruido de
la máquina se espaciaba por el salón, emborrachando los sentidos.
La señora Jiménez era una hembra bigotona que regenteaba una
casa de huéspedes propia para estudiantes, situada unas cuantas
calles más arriba de la Escuela de Medicina, en la propia calle de
Santo Domingo.

15. Codo. Tacaño.

130 | El mejor de los mundos posibles


Aquella tarde había acabado de darles de comer a los más retra-
sados y llamó a su hija Conchita que jugaba en el corredor.
–Anda al cuarto del señor Horcasitas y dile que si no me man-
da lo de la música.
Salió la rapaza. Arregló, la dueña, los últimos trastos y luego
entró a una pieza adyacente que era la sala, con balcones a la calle.
En un rincón hacía labor una señorita feúcha: era su sobrina. La
señora Jiménez se explicó con ella.
–¡Qué quieres, hija! A mí no me resultan las fiestas con puro
piano; a mí me agrada la música, aunque sea mala, pero que sea
música.
La sobrina no alzó la cara. La misma señora salió a uno de los
balcones y en seguida, bajo el fresco de la tarde, sacudiose los ca-
bellos que traía sueltos y entrecanos.
A poco entró la hija, bailoteando, agitando los brazos, estallante
de gozo, y fue y entregó a su mamá unos billetes.
–Que dice el señor Horcasitas que aquí está el dinero de la mú­
sica.
La señora se puso grave. Tomó los dineros como con quien con-
trae una responsabilidad y díjole a su vástago, a tiempo en que le
tiraba un lado del vestido que se le había caído a medias:
–Ahora anda ahí en casa de las Ochoa, y les dices que si no
quieren venir a la noche, a bailar un ratito.
Vuélvese Conchita y se dispone a salir como había entrado, con
un pie en el suelo y el otro en banderola, pero la Jiménez la detiene.
–¡Ah!, oye –le dice–, luego te pasas en casa de Consuelo y le
dices a su tía que digo yo que si no quieren venir un rato.
Desaparece la diablilla.
Doña Lolita, que así se llamaba la madre, se dirige entonces a
la bordadora.
–Anda tú, ya deja eso. ¡Yo no sé ni cómo puedes coser tanto!
Anda dile a don Ruperto que a ver si nos manda unos músicos que
sepan tocar; no que los de la otra noche lo hacían bastante mal,
los pobres.
Sale la muchacha feúcha y luego, tras nuevo asomo al balcón, y
así que se siente con el pelo bien oreado, se entra doña Lolita en su
cuarto para proceder a su tocado, porque se hacía tarde.

Martín Gómez Palacio | 131


Cuando llegaron, esa misma noche, Javier, Roberto y Pancho
a la casa del primero, ya estaban reunidos todos los invitados. Los
jóvenes eran en su mayor parte estudiantes que vivían ahí mismo.
De las muchachas Lolita se encargaba. Había hasta media docena,
con más tres o cuatro señoras de respeto.
En cuanto se sintieron, en la escalera, los pasos de Javier, cru-
zó la sala, muy aprisa, la señora Jiménez. Llegose hasta la puerta
de su propia alcoba que era donde estaban encerrados los músi-
cos e hizo a éstos una seña. Inmediatamente rompieron el aire los
acordes de una diana. Toda la concurrencia se levantó, formando
círculo. «¡Que viva el del santo!», gritó Lolita, invisible desde su
cuarto, donde les estaba apretando a los músicos. «¡Que viva! ¡Que
viva!», palmotearon todos.
Javier entró en la sala afectando ceremoniosas caravanas. Pre-
sentó a Roberto, que estaba cohibido. Pancho Lara no se atrevió
a penetrar, quedándose en el comedor con algunos compañeros.
En cuanto se hizo un poco de calma, salió por una puerta, Lo­
lita, trayendo en sus rollizos brazos una charola con copitas de «ha­
banero». La primera para Javier. Tomola éste y la dueña de la casa
volvió a gritar: «¡Viva el del santo!»
–¡Vivaaaa! –coreó la concurrencia.
Y en seguida todo el mundo se tomó su copa.
–¡Ay, tía! dijo la muchacha feúcha que antes hacía costura ahí
mismo–. Dígales a los músicos que ya no toquen tanta diana. Aho-
ra algo bailable.
–¡Pues! –contestó la aludida, y marchó a dar sus órdenes.
Roberto cayó muy bien en aquella sociedad. Doña Lolita había­
le dicho a Javier, en un aparte: «¡Qué joven tan decente y tan sim-
pático!»
El durangueño, por su parte, estaba encantado. Como si nunca
hubiera tenido ratos de letal desmayo. Desde que llegó, fijose en
una normalista con la que ya lo ligaba un tenue lazo espiritual.
Habíanse conocido de vista con motivo de la cercanía de sus
respectivas escuelas. El común conocimiento había, pues, nacido
bajo muy buenos auspicios, entre la algazara estudiantil, bajo el co­
ruscante sol de las doce o por la hora dorada y suave de la cinco
de la tarde.

132 | El mejor de los mundos posibles


En cuanto pasaron los saludos de presentación, Roberto se diri-
gió a ella y comenzaron a charlar. El diálogo tomó desde luego un
cauce facilísimo. Al cabo de un rato la invitó a bailar, invitación
que quedó sin cumplir, pues durante la pieza y en el descanso con-
siguiente, maldita la vuelta de «fox» que dieron, no haciendo sino
hablar, hablar, con alguna timidez él, que se declaraba con alegre
viveza. Consuelo –así se llamaba la doncella– que se defendía.
–¡Pero por Dios, Consuelo! Adivínelo usted… Por piedad, no
me obligue a decirle lo que siento por usted con todas sus letras.
Yo soy muy orgulloso, no quiero verme rendido. Con sólo imaginar
que se va a reír de mí…
–Pues no, en serio. ¿Cómo quiere que adivine? ¡Qué quiere us­
ted, perdóneme! Yo soy muy tonta; si fuera tan inteligente como
usted…
–¡Tan inteligente como yo! No se burle, Consuelo. ¿Y ésta es la
única recompensa para mis sentimientos? No me lo esperaba de
usted, Consuelo.
Ella entonces se inclinó en piedad y se dio por entendida.
–Mire, Roberto, lo que usted quiere no puede ser.
–¿Por qué?
–Le tengo mucho miedo a querer. Nosotras somos en esto muy
desconfiadas; ustedes engañan tanto…
–¡Ustedes! ¿Y qué tengo yo que ver con los otros? Me duele que
me crea igual a todos.
–No, si no es que lo crea igual, pero no puede ser. Vamos, que
tengo miedo de querer, que no quiero querer.
Entonces él, en el vértigo de la declaración, echó mano, feliz
recurso, a unos versitos de los que seguramente ningún muchacho
se ha privado en circunstancias parecidas. En tono menor, susu-
rrante, cuando la orquesta fenecía, díjole a su dama, amortiguando
mucho el discurrir por la sala de baile donde las parejas se estorba-
ban, los versos famosos que concluían así:

Abre al amor el alma, niña hechicera,


prefiere a triste calma grata quietud;
primavera sin flores no es primavera,
juventud sin amores no es juventud.

Martín Gómez Palacio | 133


Consuelo encontró esto como lo más sublime de las poesías,
advirtiendo ya torpes sus armas femeninas. Como la sala quedara
limpia de parejas saliéronse a un balcón. La noche era profunda.
–Considere, Consuelo, que no siempre tendrá usted dieciocho
años, ni yo veintidós, que estos momentos pasan volando, ¿no sien-
te el roce de sus alas? Y piense que la juventud se va y no vuelve
jamás, y en el dolor que será llegar a la vejez sin haber amado.
Quiérame a mí Consuelo, un poco solamente, no pido más que un
poco de amor.
Estas últimas palabras eran el nombre de un couplet de moda.
Ella empezaba a sonreír cuando rompió el diálogo un señor res-
plandeciente, gordo, con un distintivo en el ojal. Era el bastonero.
–Señores, una copita… no hay pretexto… por aquí… paso ade-
lante para indicarles el camino.
Y a poco se hallaban en el comedor, en pleno brindis, chocando
entre ellos sus miradas al par que sus copas de anís.
Luego se extendieron, como miel que bañara los corazones, los
acordes de la orquesta.
–La verdad es que no lo hacen de lo peor –admitió doña Lolita,
que vestía de raso y lucía unas arracadas tamañas.
El bastonero presentose ante Consuelo llevando consigo a un
invitado, para quien le pidió la pieza que comenzaba en esos mo-
mentos.
La chica tuvo que acceder, dejando bien a su pesar a Roberto,
que por coraje y despecho siguió bebiendo copas hasta que al pa-
sar Consuelo, ésta le hizo una dulce seña. Era que sufría con que
él bebiera… Y no bebió más, todo tranquilo, como si en sus arre-
batados pensamientos hubiera caído un rayo de luna, de consuelo,
de bendición.
Luego hubo un incidente, ahí mismo, en el comedor, que lo di-
virtió de lo lindo. Las señoras de respeto bebían su copita, y como
la señora Jiménez sacara del aparador una fuente con sándwiches,
una de las matronas la celebró. Decíale:
–¡Caramba, Doloritas, que lujo! ¡Mire usted que en estos tiem-
pos…!
La otra aceptó el halago.
–¡Y eso que estamos «castigados» por el señor don Álvaro!
Y se tiraba unas carcajadas roncas, roncas.

134 | El mejor de los mundos posibles


En eso llegó Horcasitas y, cogiendo por detrás la cabeza de una
de aquellas señoras, se la apretujó, diciendo: «¡Ay, qué bonitas co-
sitas!» La señora se volvió, sorprendida, y entonces el veracruzano
púsose a mentir, oprimiéndose el estómago por la risa:
–¿Pues no creí que era Esperancita?
Lo que tarda en consumirse un cigarro, eso tardaron Roberto
y Consuelo en verse otra vez reunidos en el balcón propicio. El es-
taba animado; radiante ella. El recitó muy por lo bajo más versos.
Estas audacias traían otras. Hizo el elogio de su nombre: aludió a
la ele de «Consuelo» que, según él, sonaba a repique en sábado de
gloria. De sus manos dijo que eran «largas y afiladas»; de su pie,
que era «breve, como el placer».
Ahí, en aquel balcón bajo la intemperie, sobre una pobre
calle desierta, sin más perspectiva que el gendarme de la esquina
con su linterna al canto, ahí comenzó el idilio. De ahí, de aquel
balcón que no salió de su sueño de piedra ante las febriles declara-
ciones de fuego, se echó a volar el amor, por impensados caminos,
con su sólo bagaje de poesía y de ilusión.

Martín Gómez Palacio | 135


Vá lv ul a de esca pe

L os señores licenciados don Isidoro Sifuentes y


don Antonio Hernández caminaban por la ban-
queta que limitaba el atrio de la Catedral. A decir verdad, no cabía
hacer distingo entre atrio y banqueta por haber desaparecido el en­
rejado, alto y capaz, de la noche a la mañana, con gran pasmo de
la asendereada población. En ello andaba la mano del secretario
particular del general Urbina –se decía–; de un tal Sabás Quiño-
nes, un anticlerical más malo que la quina, pero bueno como él
solo para los «negocios».
Era la una de la tarde. Llovía fuego sobre las baldosas.
El licenciado Hernández portaba su holgado jaquet –el rigor,
en cuanto a la indumentaria, había pasado desde la entrada de la
Revolución en la ciudad de México– de cuya bolsa trasera sacaba
bellotas y más bellotas que engullía. En mondar bellotas poseía
una habilidad extremada: partíalas con los incisivos, quedando la
cascarita hecha dos diminutos y curiosos cascos.
A don Isidoro lo traía preocupado un asunto de la política local.
–¿Qué habrá de cierto –decía mientras caminaba– en eso de la
gubernatura del doctor Alonso? De ser verdad, puede que las cosas
mejoren algo; se reduciría a tanto sinvergüenza.
–Se me hace difícil –opinó don Antonio–. ¿Qué entiende el doc­
tor Alonso de gobierno?
–Entienda lo que entienda, aquí lo que hace falta son unas ma­
nos honradas.
Hernández escupió una bellota que le había salido vana.
–Al doctor Alonso –expresó– le falta algo; le falta cuerpo… es
corto de estatura y muy delgado para imponerse.
–¿Y qué le hace que sea pequeño de cuerpo? A mí, la verdad,
sí me gustaría.
–Pues repito que se me hace difícil. ¿Qué antecedentes tiene
Alonso con la Revolución?
–Haberle hecho una operación en una pierna al general Urbi-
na. ¿Le parece a usted poco?

136 | El mejor de los mundos posibles


Riose Hernández. Rió, asimismo, Sifuentes, llevándose una ma­
no a los bigotes, como para untárselos, porque no le gustaba que
lo vieran reírse.
–¡Ojalá! –dijo el primero, después de una pausa–. Pero insisto
en que no lo creo.
–No, sí; parece que sí es un hecho. A ver qué cosa hace el pic­
colo dottore.
Dejando atrás la Catedral se adentraron por una calle un tanto
más clemente, ya que había un dejo de sombra en una de las aceras
y una acequia cuya agua corría plácidamente. Cruzáronse, cuando
menos lo esperaban, de manos a boca con don Jacobo Saracho que
venía en sentido opuesto. Estaba triste, envejecido. ¿Qué tal? ¿Qué
contaba el amigo don Jacobo?
A éste le causó satisfacción el encuentro: ya hacía mucho tiem-
po, podía decirse que desde la «toma», que no charlaba a gusto
con los señores licenciados. A ellos se unió, volviendo atrás sus pa-
sos, y quedando don Antonio en medio. Don Isidoro aprovechaba
el cacho de sombra.
–¿Qué les parecería que tomásemos una copita? –invitó el se-
ñor Saracho–. Que sea por el feliz encuentro.
Don Isidoro se resistió. Con aquel estómago…
–Pues precisamente –hubo de insistir el de la invitación, po-
niéndose de pronto jovial–. Que sea por vía de aperitivo.
–¡Vaya! –accedió Sifuentes después de habérselo consultado en
sus adentros.
Don Jacobo aplaudió. Eso era, por vía de aperitivo…
–Oiga usted, oiga usted –dijo entonces el licenciado Hernán-
dez; yo tomaré las copas que guste, pero no por vía de aperitivo. Yo
lo que necesito es un «cerrativo», porque a mí las ganas de comer
me sobran.
Se rió ampliamente el invitante. El licenciado Sifuentes tornó
a alisarse los bigotes, esta vez con ambas manos que sonaban, en
subiéndolas y en bajándolas, con lo almidonado de los puños.
–Pero que no sea en cantina –advirtió don Jacobo–, porque to-
das están llenas de éstos, y si se ofrece no puede uno contenerse…
Sifuentes estuvo de acuerdo: ¿qué iba él a andar alternando?
El propio ex-juez y ex-catedrático preguntole, al cabo de una
pausa, a don Jacobo si se confirmaba lo del doctor Alonso.

Martín Gómez Palacio | 137


–Creo que sí, creo que es un hecho –contestó el comerciante
con indiferencia.
En la esquina próxima había una tienda que se llamaba «La
Rosa de Oro». En ella entraron don Jacobo y los abogados y se me-
tieron desde luego a la trastienda, en la cual, a la vera de grandes
cajas y de muchos costales, y oliente a ratón, había una mesa coja
que ocuparon. En seguida apareció entre los tres, sobre la mesa,
un gato negro levantando un lomo enorme. Don Antonio bajolo a
sus rodillas, dándole de palmaditas. Luego vino el dueño del es-
tablecimiento. ¿Qué milagro? ¡Que honra para la casa! Nada más
despachaba a unos clientes y regresaba a tomar el aperitivo: valía
que ya era hora de cerrar.
–Nos da usted, don Lolo –dijo el señor Saracho–, de ese coñac
bueno que me dio el otro día. Pero que no sea «Madero», ¿esta­
mos? ¡Ah, oiga!, y unas aceitunas y un quesito en calidad de bo-
tana.
Desapareció el llamado don Lolo para reaparecer al punto, lar-
gándoles una botella, una charola con copas y un asadero dividido
en cuadritos.
Escanció don Jacobo y, con buen humor, dijo,
–Pues a darle, porque se enfría.
Apuraron, todos tres, sus copas.
Don Antonio falló sobre la clase del coñac, declarándolo muy
bueno, y se echó sobre el asadero. Don Isidoro y don Jacobo toma-
ron su pedacito, pues si no, el licenciado Hernández los dejaba sin
nada.
Tornó don Jacobo a escanciar y los tres a beber. El coñac sabía
mejor todavía a la segunda copa; la primera siempre la extrañaba
el cuerpo.
La trastienda, en la que de suyo no había mucha luz, se obscu-
reció de pronto. Era que don Lolo estaba cerrando. Se sintió un
silencio agradable.
–Y los negocios, ¿qué dicen? –preguntó, para decir algo, don
Ja­cobo.
–¿Qué han de decir? –contestó Sifuentes suspirando–. Ya us-
ted comprenderá que estos no son tiempos para el abogado.
Hubo una pausa. El gato, que ya se había olvidado, dio un salto
fantástico asustando al propio Sifuentes.

138 | El mejor de los mundos posibles


–¡Vaya!, ¿nos tomamos la tercera? –dijo con resignación el due-
ño de «El Palacio de Cristal».
–Pero ya no más –expuso con firmeza don Isidoro, y agregó,
poniéndose cabalístico: – ya ustedes saben la regla, ni menos de
una ni más de tres.
Servidas que estuvieran las copas, esta vez si chocáronlas, ha-
ciendo el licenciado Hernández algo de brindis.
–Por el gusto de habernos encontrado, y ojalá y los negocios se
compongan y que mejoren las condiciones de cada uno.
El colega bebió de un sorbo su copa. Don Jacobo también apuró
la suya, pero tristemente, poniéndose sombrío.
En eso entró don Lolo, ya descargado de quehacer, y viéndolo
se levantó el abogado de los lustrosos puños.
–Ahora sí –dijo éste– nos vamos; ya fueron las tres de regla-
mento.
–¡Ah, eso sí que no! –se opuso el que llegaba. Me falta a mí ha­
cerles los honores.
Quitó de sobre la mesa las vacías copas y sustituyólas por otras
más grandes.
–¡Ahora se las toman dobles! –añadió.
Protestó, por medio de ademanes, don Antonio. Don Isidoro ex­
clamó visiblemente alarmado:
–Pero oiga usted, pero oiga usted…
–¡Nada! A mí nadie me hace un desaire, a menos que ustedes
porque son señores licenciados…
Sifuentes y Hernández declaráronse vencidos.
–¡A la salud! –siguió hablando el propietario–. Este no hace da­
ño; antes al contrario, es estomacal.
Cuando terminaron aquellas copas, el juez miró a su colega con
renacientes deseos de escapar; pero a don Antonio le dio pena irse
no más así como así.
–¡Vaya! Ahora que vengan las mías, las últimas… –dijo.
Don Lolo se apresuró a llenar las copas nuevamente.
–¡Nada de suyas! Mías, también, pues no faltaba otra cosa.
Y chocando, apuraron otra vez, los cuatro.
Volvió a externarse un comentario favorable al vinillo. El más
entusiástico era don Antonio, a quien aquella bebida le recordó una

Martín Gómez Palacio | 139


que había tomado en Italia. En seguida, por asociación de ideas,
hizo memoria de unos vasos de champaña que servían en París.
Don Lolo lo escuchaba con devoción.
–Figúrense –los recreaba Hernández –que dentro de la cham-
paña iban melocotones, uvas, tajadas de membrillo, de pera…
¡Una maravilla!
–¡Sería de primera para la cruda!16 –discurrió don Jacobo, a
quien se le había puesto el rostro bermejo.
–¡Nomás figúrese! –exclamó don Lolo.
A Hernández se le había soltado la lengua. Extinto el asadero,
comía bellotas; pero ello no le impedía hablar. Rememoró la pro­
digiosa comodidad que reinaba en los hoteles de Nueva York.
«Imagínense –decía– que si a media noche despiertan ustedes
y piden carbonato, a los cinco minutos se los llevan, muy limpio,
con su cucharita».
–¡Da gusto –confesó don Lolo– oír hablar a los que han viajado!
–¡Y lo que se aprende! –corroboró Saracho.
Hernández estaba halagadísimo. Por modestia quiso cambiar
de conversación.
–Bueno, ahora vendrán las mías.
El propietario se aprestaba a llenar los recipientes, cuando don
Isidoro se levantó con aire resuelto.
–Señores, ustedes me perdonan, pero yo no tomo ni una copa
más.
–Una copita, señor licenciado… –rogó Saracho, cada vez más
encendido.
–¡Que no! Cuando yo digo una cosa, es siempre la última pa-
labra.
Don Lolo dijo alegremente, al par que escanciaba:
–«Una no es ninguna» ¡Vaya!, se la serviré chiquita. Ni siquie­ra
se la llené.
–¡Nada! Ustedes no me conocen. He dicho que no, y no.
Y Sifuentes se mantenía en pié, impertérrito. Entonces inter-
vino don Antonio, levantándose de un cajoncito que le servía de
asiento.

16. Cruda. Expresión que usa el autor varias veces en la obra y que denota, en México, el estado que
guarda el individuo después o al día siguiente de una borrachera.

140 | El mejor de los mundos posibles


–Sí se la va a tomar, sí se la va a tomar… Habiéndola invitado
yo, ¿cómo no se la ha de tomar?
Don Isidoro lo miró fijamente.
–Le voy a hablar –le dijo– en un tono más alto que el de la amis­
tad: en el del compañerismo. Yo bebo lo que quiero, permítame el
lujo de esta fortaleza.
–Pues en nombre del compañerismo, yo le ruego que se beba
esta copa, la última, y le ruego también que no desprecie este abra-
zo que le tiendo.
Conmoviose Sifuentes. Luego se abrazaron ambos fuertemen-
te. Esto hizo que don Lolo sintiera un escalofrío de emoción que le
subió desde la cintura hasta los cabellos. Don Jacobo estuvo listo
a retirar las copas, a que no las barriera la levita de Hernández,
con el abrazo. Por último bebieron, sentándose al fin el remiso, ya
completamente resignado.
–¡Ahora las otras! –ordenó el mismo, con positivo afán de ven-
garse mandando al diablo a sus amigos.
Estos aplaudieron. Se produjo un estrépito de contento. El gato
salió a escape, tirando abajo una lata en la que don Lolo guardaba
corchos de botella.
El tiempo pasaba. Alguien tocó la puerta de la tienda, pero el
dueño, si lo oyó, se hizo desentendido. ¡Alguna vez había que darle
satisfacción al cuerpo!
Vino la luz a los dos focos que había en el establecimiento, muy
altos, muy llenos de telarañas. Con luz artificial tomó muy otro as-
pecto la enrarecida estancia. Unos costales que había super­pues­
tos en un rincón, se le figuraban a don Isidoro las gradas de un
tro­no, y se le antojaba subir por ellas.
La conversación había tomado giros disparatados y diversos. Ha-
bíase hablado de teatros. En este punto el licenciado Hernández
suministró amplias luces sobre el teatro de la Ópera de París. Los
coches entraban hasta dentro sin que la gente se mojara. El señor
Saracho expuso sus preferencias por el teatro de Echegaray. «¡Pero
hombre! –había dicho Sifuentes– ¡Si con ése se mueren todos, has-
ta el apuntador!» Esto hizo reír mucho al dueño de la tienda.
Don Antonio había visto, en Francia, una pieza en la que salía
en toda forma una corrida de toros. Este fue el eslabón que trajo el
tema de la tauromaquia. En tal particular estaban fuertes los cua-

Martín Gómez Palacio | 141


tro. ¿Quién no se acordaba de Fuentes, que había toreado ahí mis-
mo, en Durango? ¡Qué pares de banderillas! Don Antonio había
simulado esta suerte, tal como se la viera ejecutar al gran torero,
picando con su lápiz y con el de Sifuentes en un costal de patatas
que había en la trastienda.
A la sazón se discutía sobre una cosa que todos ignoraban com­
pletamente, sobre agricultura. «¿Ustedes no saben có­mo es el cul­
tivo del añil?» –preguntaba el licenciado Hernández. «Pues lo cul­
tivan de noche, porque no le puede dar el sol». A Sifuentes le ha­bría
gustado más ser agricultor que abogado.
–Ni lo diga –lo atajó don Jacobo–; lo mejor del mundo es ser li-
cenciado. Si yo no hubiera sido tan desobediente y mal muchacho,
habría sido letrado. En ello se empeñaban mis padres, ¡pobrecitos!
Y yo tan mal que les pagué.
Al llegar a este punto se le enturbiaron los ojos y se le licuó la
voz. «Al abogado le sirve serlo siquiera para que no le burlen sus
propios derechos, para que no lo pisoteen, para que no le ultrajen
lo más sagrado… para castigar a los desalmados».
Y no pudo continuar. Sacó su pañuelo y se lo llevó a los ojos.
Grandes sollozos lo agitaron. Don Lolo le dio unas palmaditas en
la espalda.
–¿Pero qué le pasa, amigo?
De sobra lo habían adivinado todos: se acordaba de la hija.
–Vámonos –dijo Hernández, conmovido–: todo se arreglará, to­
do se arreglará…
Hubo una pausa. Los sollozos del pobre hombre llenaban la es­
tancia.
–Yo tengo la culpa –decía entre lágrimas– por haberme preocu-
pado poco de ella.
–¿Qué va usted a tener? ¡No la tiene! –volvió a decir Hernán-
dez.
–Si viera, en el fondo, cómo la quería… –confesábase Saracho,
ya más sereno–. Si ustedes tienen hijas, no las dejen, cuídenlas
mu­cho. Y no vivan nunca en casas como la de «El Palacio de Cris­
tal», a las que se entra por la tienda y por el zaguán.
Don Lolo se acordó de que tenía una hija, muy fea, pero pen-
só en que convenía tener presente el consejo de Saracho. El ex-
catedrático de literatura, que también tenía hijas, hizo un rápido

142 | El mejor de los mundos posibles


examen de conciencia. Después habló alto. Citó: «Casa con dos
puertas…»
–¡Vaya, vaya, se acabó! –mandaba la voz de don Antonio Her-
nández–. A ver, otras copas… corren por mi cuenta.
–¡Hombre! –dijo Sifuentes–. Tengo sed, preferiría un cervecita.
–¡Y dos! –exclamó don Lolo, pasando, no muy seguro, a la tien-
da, de donde volvió a poco trayendo cuantas botellas le cabían en
las manos y bajo los brazos.
Corrió la espuma. Eso como que disipó las tristezas. Parecía
reinar, en la trastienda, otra atmósfera.
El licenciado Sifuentes se bebió dos botellas seguidas y, de pron­
to, encendiósele el mortecino color. A su colega don Antonio, tam-
bién de pronto, se le acordaron unas armonías de vals, y levantán-
dose, giraba lentamente en torno suyo, trazando amplios círculos
con los faldones de su levita.
Sifuentes volvió a su preocupación de en la mañana, sobre el
asunto de política local, y abandonando su asiento, se dirigió a don
Lolo y le dijo al oído: «Al piccolo dottore…» Don Lolo no entendía.
El abogado cogió su vaso de cerveza, lo bebió, y mirando a aquél
con regocijo, se le volvió a acercar, y, siempre en secreto, completó
su pensamiento: «…lo van a hacer governatore».
Ahora sí entendió el otro, y se reía con ganas.
El mismo don Lolo juzgó que ya era conveniente cambiar de
sitio, ir a alguna parte donde pudieran comer una sopita, algunos
antojitos. Por la plaza de toros tenía una comadre, dueña de fonda,
que los podía atender bien. La idea pareció admirable al resto de
la reunión: ya les chocaba tanta estrechez y tanto encierro, era me­
nester variar de ambiente.
Entre los abogados hubo una dificultad tocante a los bastones,
pues hasta que acudió don Lolo no quedó cada uno en posesión
del suyo propio. Al fin salieron. La noche era opaca y pesadamente
tranquila. No había un alma en toda la extensión que alcanzaban
los ojos; sólo latía el rumor del agua en la acequia, bordeada de bri­
llante yerba, corriendo glugluteante y sin fin.
Emprendiéronla los cuatro trabajosamente. Echaron a andar por
delante don Jacobo Saracho y don Antonio Hernández; seguíanlos,
a cierta distancia, Sifuentes y don Lolo. Sus inseguros pasos re-

Martín Gómez Palacio | 143


tumbaban, pero ni por casualidad se abría ninguna de las ventanas
de la calle, que aparecían como pintadas.
A poco andar, don Jacobo se le paró a don Antonio, y no ha-
bía medio de hacerlo caminar. Invadíalo de nuevo el tema de los
seductores infames, de su hijita Lupe. Juraba el pobre viejo que
habría de vengarse; lloraba y pataleaba en la acera. Hasta que los
alcanzaron don Isidoro y don Lolo no logró Hernández llevárselo,
de bracero.
Don Isidoro se detenía a veces, también, y obligaba a hacer lo
mismo a su acompañante. Moviendo su bastón, y alargando el ros-
tro magro, volvía a la cantilena:

¡Al piccolo dottore


lo van a hacer governatore…!

Quedábase unos momentos silencioso y luego, apoyándose bien


en el brazo de su amigo:
–Vamos a ver qué tal lo hace el piccolo dottore…
Y echaban a andar los dos, siguiendo las sombras de don Anto-
nio y don Jacobo que se perfilaban vagamente a la distancia.
Noche densa, noche callada.
Por el oriente, un lejano aviso de tormenta.
Y sombra espesa y fragante adelante y atrás de los cuatro no-
cherniegos amigos. A su edad, y en sus condiciones, lo que habían
hecho era completamente inusitado. Y era, además triste. Para al­
guno de ellos, para varios de entre ellos, quizá para los cuatro, quie­
nes miraban ya los errores de la juventud, ésos que la edad se en­
carga de ir espaciando, muy remotos, muy olvidados, ¿no sería
aque­lla la última borrachera de la vida?
Don Alejandro Martínez marchaba a México llamado expre-
samente por don Venustiano Carranza. Su situación, desde luego,
iba a definirse y a asegurarse: aquello significaba la sanción de su
grado militar. Hombre honrado y de principios, no dudaba de que
semejante acontecimiento era el resultado lógico de su recta con-
ducta, de su buen proceder.
–Ese general Urbina no me gusta nada –le había dicho reserva-
damente el Primer Jefe.

144 | El mejor de los mundos posibles


Y era claro. ¿Cómo iban a encauzar al país por el derrotero del
bienestar, hombres poco escrupulosos? Lo que hacía falta eran con­
ciencias honradas. Ni Villa ni Urbina le cuadraban a don Venustia-
no y tenía razón, porque además de sus instintos sanguinarios, ni
siquiera lo obedecían. ¿No presenció él mismo en Torreón, cómo
habiendo mandado llamar Carranza a Villa a su presencia, éste no
fue por estar jugando a los gallos? Don Venustiano había concluido
por tenerles una desconfianza absoluta, a Villa y a Urbina. ¿Que
llegaba el general Villa a alguna ciudad del norte, o del centro, en
donde se encontraba el caudillo coahuilense? Pues salíase, pru-
dentemente, el varón insigne, poniendo tierra de por medio. Todo
el mundo sabía una canción que entonaban los hombres de «Villa,
en los campamentos, en los cuarteles, en todas partes»:

Con las barbas de Carranza


voy a hacer una toquilla,
para dársela de cuelga
a mi General Francisco Villa…

Don Alejandro se explicaba muy bien los motivos de la descon-


fianza de don Venustiano.
Apresurose, el antiguo administrador de doña Agustina, a cum-
plir la orden de marchar para México. Dejó a su gente a buen segu-
ro, en manos de su segundo, hasta que él proveyese a la salida de
la tropa, y con sólo un asistente tomó el tren un buen día, a la una.
Llegó a Torreón sin novedad y, a la mañana siguiente muy tem-
prano, subió al tren central ocupando un carro de primera, pues en
pullman parecíale que se ahogaba.
El camino no llegó a interesarle en todo el curso del día: era el
mismo que de Durango a Torreón. Llanuras desoladas e incultas,
postes y postes de telégrafo, remolinos de polvo; había veces en
que se formaban hasta media docena de gigantescos embudos al
mismo tiempo, dándole al campo un aspecto fantástico.
Pasaba un cerro y a poco otro se presentaba, todos pelados, sin
una mala yerba ni sombra de habitantes. Y animales ni para reme-
dio. Ni una res, ni un caballo. Con todos había acabado la revo-
lución. ¡Apenas alguno que otro burro! Las estaciones, sin excep-
ción, incendiadas; no quedaban más que paredes ahumadas y sin

Martín Gómez Palacio | 145


techo. «Es menester –pensaba don Alejandro– dar comienzo luego
luego a la reconstrucción del territorio».
Llegó la noche. Durmió mal el viajero. Le parecía que en el día
estaba bueno caminar, pero de noche… Había momentos en que
presentía la catástrofe y hasta parecíale ir ya rodando al abismo,
cuando de pronto daba un jalón la máquina y se sentía otra vez
seguro en su asiento, dueño de sí mismo.
Al amanecer, que por fortuna vino tras de la mala noche, se
sorprendió grandemente a la vista del paisaje. ¡Qué distinto! ¡Y
qué nuevo, qué inesperado para él! Desde Aguascalientes cambia-
ba por completo la decoración. ¡Si hasta la revolución se dijera que
no había hecho estragos por ahí! Las estaciones se sucedían con
más frecuencia, y había gentes y animales.
En cada estación se bajaba para apreciar las cosas que vendían
los indios. Cuando llegó a Querétaro, no llamaron tanto su aten-
ción las frutas como los ópalos que ofrecían dentro de unas jíca-
ras. Don Alejandro tuvo en sus manos los lechosos confites de mal
agüero.
–¡Qué diasco!17 –se dijo– ¿Cómo se les ocurre vender estas a
manera de piedritas?
Le interesaba mucho el sonsonete de las indias, pero compade-
cíalas por el estado de miseria en que las veía. Andaban descalzas,
enseñando los pechos, mientras que en Durango a nadie le faltaba
su par de zapatos o a lo menos sus buenos guaraches.
Más al sur, compró unas limas muy bien ensartadas en carri-
zos, de tal modo que podía coger la vara por un extremo y, por más
que hiciera, no se soltaban.
–¡Qué diasco! –volvió a decir.
El tren reanudó su carrera, y huía.
El camino era ahora accidentado e interesante. Muchos arro-
yos, puentes, túneles. Y se sentía calor. El cielo brillaba como es­
malte. Ya muy cerca de México probó el pulque. ¡Qué cochina-
da… hacía hebras!
–Este es el bebistrajo –pensó– que ya no deja entrar a México
don Venustiano: eso no basta; hasta que se arranque el último ma-
guey y se ponga en su lugar un árbol saludable, no hemos de parar.

17. Diasco. Diablo.

146 | El mejor de los mundos posibles


Efectivamente, en la capital de la República estaba prohibida
la introducción de pulques y se impedían igualmente las corridas
de toros.
El ferrocarril corría como bala. Placíale a don Alejandro sacar
la cabeza para considerar las dimensiones del tren. ¡Qué largo!
Iban dos «express» y dos «pullmans»: en estos últimos viajaban
pu­ros gringos.
Un movimiento desconcertante anunció al general Martínez
que ya estaba para llegar al término de la expedición, y entonces
observó una cosa que, aunque curiosa, hubo de indignarlo.
Muchos pasajeros, especialmente de segunda, sacaban de bajo
sus asien­tos botellas, damajuanas, barrilitos de pulque –lo denun-
ciaba el olor– e íbanse a las plataformas para bajarse con la precio-
sa carga en las curvas, cuando se amortiguaba la velocidad, o así
que el tren se paraba un momento a aguardar señales. En cuanto
pisaban tierra, veíalos don Alejandro diseminarse en todas direc-
ciones, con la idea manifiesta de meterse a México de contraban-
do. A uno vio que llevaba a cuestas un cuero de marrano inflado
del blanco licor, pero tan enterito que ya le parecía al buen hombre
hasta oír los gruñidos.
Se le acercaron algunos mensajeros de hoteles ofreciéndole mo-
rada, y a uno de ellos, el que le pareció con más cara de buena
gen­te, le entregó su veliz. ¿Qué iba a hacer, antes de hablar con
don Venustiano?
Advirtió que el tren hacía muchos recovecos, ya entre casas y
fábricas, y que todo ello era para meter los pullmans por delante,
lo que no dejó de sorprenderlo desagradablemente. Al fin, se obs-
cureció todo; el convoy fue parándose poquito a poco, hasta que
se detuvo por completo.
Bajó don Alejandro con su asistente, precedidos del mensajero,
atravesando el patio de la estación. Llevaba las piernas entumidas.
Estaba mareado. Casi no daba crédito a lo que veía: diríase que ca-
minaba por un salón. Nunca había visto estaciones como aquella.
Pero a poco andar, detrás de un cancel, la apretura de la gente
le permitió volver en sí. Su guía lo hizo subir a un automóvil y éste
partió, al momento, como disparado. Don Alejandro veía a un lado
y a otro. De pronto siente que alguien, un fantasma, se le echa

Martín Gómez Palacio | 147


encima. No es sino el primer héroe de la Reforma que encuentra a
su paso el coche, al entrar en el Paseo. Luego, ya más sereno, ad-
miró «El Caballito»: ése ya lo conocía, por tarjetas postales; ¡pero
no lo hacía tan gordo!
De pronto paró el coche. Don Alejandro entró en el hotel y de
ahí al cuarto que le proporcionaron. Comió y dedicose a descan-
sar. Esa noche hubo de dormir como un tronco.
A la mañana siguiente se dirigió a Palacio. Sería por los edifi­
cios que la rodeaban, pero la Catedral no le pareció tan grande
como le habían contado. ¿Que habían de caber en ella tres cate-
drales de Durango?
En cuanto se dio a conocer al oficial de guardia, se le hizo pasar
al gran salón de espera en las oficinas presidenciales. Se sentó en
los afelpados sillones, ocupó no uno, sino varios. Lo mismo habría
de hacer con la silla presidencial, en cuanto don Venustiano no lo
viera, e igualmente usaría todas las cosas que fueran del goce ex-
clusivo de don Porfirio. ¡También para eso había sido la Revolu-
ción, para acabar con el fetichismo!
Vino otro oficial a decirle que hiciera favor de esperar, que don
Venustiano no llegaba hasta las diez. El propio oficial le abrió un
balcón para que se distrajese. Pasó a él don Alejandro. En el zóca-
lo cruzaban gentes, coches, trenes eléctricos. Estos los había ad­
mirado la víspera, pero desde el balcón de Palacio los vio de otra
manera.
–¡Qué largos! –dijo casi en alta voz.
¡Y no acababa nunca el desfile de los tales trenes! En cuanto
se perdía uno por las calles del Reloj, ya estaba entrando otro por
Flamencos. ¡Era admirable!
Así se estuvo divirtiendo cosa de una hora, contemplando el pa-
norama, hasta que un tercer oficial vino a anunciarle que el Primer
Jefe lo esperaba. Cogió el general Martínez su sombrero ancho
que había dejado en el suelo, reclinado sobre sus propios pies, y
siguió al teniente a través de tres salones muy grandes y lujosos.
Por fin, una puerta sólida que custodiaba un mozo de uniforme,
el cual, a la vista del oficial, abrió por sí mismo, dejando campo
franco.

148 | El mejor de los mundos posibles


Don Alejandro Martínez pasó, no sin cautela, llevando bien co­
gido por su barboquejo su sombrero jarano,18 y adelantó con la ma-
cicez de sus anchas espaldas y con la circunspección de sus pier-
nas zambas.

18. Jarano. Sombrero hecho de jara.

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L a güer a Sa r acho

L upe Saracho lloró, de hinojos en la plataforma


posterior del pullman, lágrimas candentes que
le abrasaron las mejillas. Conoció el sabor salobre del llanto y miró
al cielo, por primera vez en su vida, sin piadosa esperanza. Volcó
el fardo entero de su pesar, hasta que la apretada desesperación
del principio se trocó en una dulce, en una diáfana tristeza. Acabó
por escuchar, insinuantes y tiernas, las palabras del seductor que
estaba inclinado sobre ella. Supo él mostrarse, no con violencias
egoístas, sino con suavidades y ternuras de supremo desinterés. Le
decía, le susurraba al oído:
–Tonta, tonta. ¿No ves que llegando a Torreón nos casamos?
Y entonces, ¿qué tendrán que decir tus padres? ¿No crees que
te quiero?
Ella se apoderó de sus manos.
–Nos casaremos, ¿verdad?
–¡Pues claro! Y yo haré lo que tú quieras, nada más que termine
la campaña. Viviremos en México, y allá irá a verte tu mamacita
querida. ¿Verdad que no has tenido razón para afligirte?
–¿Es verdad que me querrás siempre, que no me engañas?
Preguntaba ya toda serena, con los grandes ojos abiertos y en-
rojecidos como flores del campo.
–Veas lo que veas, pienses lo que pienses, te querré siempre;
se­ré para ti padre, madre, todos los cariños…
Ella se levantó. Gimieron sus rodillas, entumecidas. Apoyose
en el hombro del oficial y pasó adentro del carro. Ocupó su asien-
to, ya perfectamente calmada. Fueron a saludarla compañeros del
que ya consideraba como su marido. El general García, que viaja-
ba ahí mismo, estuvo hablándole con marcada inclinación. «¡Qué
frías tiene usted las manos!», le dijo acariciando, con las suyas
grandes y ásperas, las ambarinas y luminosas de ella. La esposa
del ge­neral, que acompañaba a éste, fue asimismo bondadosa con
Lupe, quien acabó por sentirse confiada y casi feliz entre aquellas
buenas personas. Entrevió a lo lejos claras perspectivas de vida.
Luego to­do lo dominó la ternura que experimentaba por su novio,

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su dueño, y mirándolo un momento a solas, se estremeció ante la
idea de pertenecerle.
Languideció la tarde. Vagó el crepúsculo en los llanos ilimita­
dos, adormeciose el viento y muy luego vino la noche. Lupe se acer-
caba a la ventanilla, hasta pegar su frente al cristal, pero nada veía
sino su propia imagen; dudaba que más allá estuviera el campo,
hasta que la convencían las chispas de la máquina que pasa­ban a
veces, por montones, como almas predestinadas que se apretuja-
ban entre sí.
Llegaron a Torreón. ¡Qué distinta temperatura! Hacía calor.
El general y todo el acompañamiento fueron a alojarse al mejor
hotel, al «Salvador». Ahí se le preparó a Lupe una lujosa habita-
ción. La dejaron sola. Ella optó por sentarse en un elegante mece-
dor y esperar, el codo sobre su pierna cruzada y una de sus mejillas
en el hueco de la mano. Al cabo de media hora oyó pasos, rumores,
y penetraron en la estancia su novio, el general y cuatro individuos
más, vestidos de kaki.
El primero pareció vacilar un instante, pero luego se le acercó
resuelto y le habló por lo bajo, ocupando una silla al lado suyo.
–¿Sabes? Para que estés enteramente tranquila, mi general quiere
que nos casemos ahora mismo.
Ella lo vio con ojos azorados.
–¿Ahora?
–Sí, en seguida. ¿Por qué no? Pagando…
–Bueno –musitó ella, con la adorable ignorancia de sus quince
años.
Levantose el oficial y fue a comunicar al general, que se man-
tenía en una actitud de indiferente superioridad, el resultado de la
conversación.
Sale en seguida el general con dos de sus acompañantes, mien-
tras los otros dos, con el prometido, se acercan a Lupe con la que
charlan un rato sobre cosas baladíes. Ella, interiormente, percibe
caldearse todo su ser con la inminencia de su noche de bodas, que
ya reina en todo como silenciosa soberana. En el fondo, siéntese
gozosa por el giro que ha tomado todo aquello, porque ninguna de
sus amigas se casaba de noche, sino todas por la mañana, vulgar-
mente.

Martín Gómez Palacio | 151


No pasan diez minutos sin que vuelva a entrar el general, siem-
pre digno, siempre como si se tomara aquellas molestas en bien de
un individuo de su Estado Mayor, acompañado de sus ayudantes y
de un cura seguido de sacristán.
Penetra, el ministro, con acentuada ceremonia. Su segundo sa­
ca un crucifijo, objetos litúrgicos. Aquél, sin hablar con nadie, se
reviste. Todo pasa como dentro de las márgenes de un sueño: todo
es silente, todo tiembla de misterio. Pónese el diácono frente a los
desposados, ante una mesa, y murmura, murmura voces ininteli-
gibles. La contrayente pásase una mano afilada por la frente, como
queriendo despejarla. Discurren rápidamente por su imaginación
cuadros llenos de luz de su vida anterior, las calles de Durango,
sus amigas… ¿Es realmente ella? ¿Es aquello, por cierto, su matri-
monio? Todos los presentes guardan un mutismo absoluto; el ge­
neral está con los ojos bajos.
Cesan las palabras del oficiante. Sin hablar con nadie, como al
principio, se retira a un ángulo del aposento. Ayudado por el acóli-
to quítase la estola y sale, sin volver la cara. Abandonan el recinto
todos los circunstantes menos el esposo, que se muestra incierto,
cohibido. Toma a Lupe de una mano y ambos acércanse a los cris-
tales del balcón. Ahí permanecen un momento, sin chistar, sin que
sus manos se desenlacen.
Torna a penetrar, ya alegremente, uno de los militares y se di-
rige a la pareja.
–¡A cenar, jóvenes! –les dice–. Ya los está esperando mi Gene-
ral en el comedor.
Muévanse entonces los recién casados. Todo el color de ella ha
pasado al rostro de él, que está ruborizado. La doncella ha queda-
do pálida.
Bajan al comedor. Ocupan una mesa jovial; pero casi no comen.
Se limitan a beber algunas copas de champaña helada. Quien hi­zo
la conversación fue el general, que habló de la campaña, del triun-
fo indiscutible de la revolución. La esposa del general era una mujer
sin trato que no decía sino lugares comunes. Para ella, lo mismo
que para su marido, aquella fue una comida como cualquiera otra.
¡Hasta parecían haber olvidado la reciente ceremonia!
Fue el mismo jefe quien dio la señal de levantarse. Marchose él
a sus habitaciones y, casi en seguida, siguiéronlo los demás. Lupe

152 | El mejor de los mundos posibles


se dirigió, al lado de su esposo, otra vez al espacioso y elegante
apar­tamento, el cual estaba formado por dos alcobas, unidas por
ancha puerta, a más del baño.
Sentose ella en la misma mecedora que había ocupado por pri-
mera vez, ocupando él otra silla a su lado.
El oficial la miraba con ternura.
–¿Me quieres mucho? –preguntó, con tono solemne.
Ella manifestó extrañeza que se mezclaba bellamente a su sem-
blante de enamorada.
–¡Ay, sí! No parece sino que lo dudas…
–Júrame –continuó él –que no me olvidarás nunca, que me que­
rrás siempre, pase lo que pase.
Ella le envolvió el cuello con uno de sus brazos.
–Sí, te lo juro; pero, ¿por qué me estás hablando así?
–No, nada; es que la vida de uno… la campaña…
Ella cerró los ojos. Se abandonó al dulce contacto. ¡Qué río de
felicidad corría en su seno! ¡Casada, volverse una mujer! El afán
único, la ansiedad constante de toda joven doncella.
Él, pasados unos instantes, separó cuidadosamente el brazo que
lo aprisionaba. Irguiose. Tenía un lindo cuerpo, era hermoso.
–Bueno –dijo–, ya es hora de acostarnos. Hasta mañana, que
duermas bien.
Ella lo miró con sus grandes ojos abiertos donde había vetas do­
radas. ¿Se dio él cuenta, acaso, de aquella mirada? Marchose, tras
de haber tocado apenas la mano de Lupe, hacia el segundo apo-
sento, sin volverse, acostándose al punto.
Ella se quedó unos momentos estatuaria. Aguardaba una voz,
una orden; pero cuando cesó, en la pieza contigua, todo ruido, asi­
mismo se dirigió a su cama y, no sabiendo si hacía bien o mal, se
desnudó y se acostó a su vez, indecisa, tremante.
Como no pretendía dormir, no mató la luz. En la alcoba adya­
cente, en cambio, reinaba una obscuridad mate, brillando solamen­
te la cabecera de la cama que alcanzaba a verse desde el lecho de
ella.
Aguardó nuevamente. Tenía una sequedad amarga en la boca.
Así transcurrió mucho tiempo. La luz que alumbraba la estancia,
acrecida por el silencio reinante, acabó por flagelarla, metiéndose-
le en el cerebro, así fue que, casi maquinalmente, extendió un bra-

Martín Gómez Palacio | 153


zo y dio vuelta al apagador. Pasados unos minutos, la débil claridad
que penetraba por el balcón comenzó a fulgir. Pretendía Lupe es-
tarse quieta, porque su más leve movimiento hacía un ruido que
la sobrecogía.
Corría el tiempo. ¿Minutos? ¿Horas?
Al cabo el sueño la rindió y hubo de dormitar… para despertar-
se después sobresaltada. Todo estaba como antes, cada mueble en
su sitio. El reflejo que se filtraba por el balcón permitía distinguir
escasamente las cosas. Vio la cabeza de él, inmóvil. Luego volvió
a dormirse pesadamente y tornó a despertar. Entonces abrigó la
sensación de que le faltaba algo, como si fuese por la calle y, de
pronto, echara de menos la bolsa de mano, o la pulsera; hasta mo-
vió a veces ora un brazo, ora el otro, y nada, de un lado de la cama
la mesa de noche, del otro el vacío. Una vez más tornó a quedarse
dormida, y cuando se recobró, ya era día claro. Lentamente se fue
haciendo cargo de su situación, hasta llegar al recuerdo de sus bo­
das, y entonces se volvió a mirar súbitamente al cuarto de al lado.
Su esposo ya no estaba, ni sus ropas. ¿Se habría levantado y mar-
chado?
Se incorporó y procedió a vestirse. Luego esperó; esperó aun,
hasta que alguien se anunció tras de la puerta.
–¡Adelante! –dijo.
Era la esposa del general. Entre las dos se cambiaron una inte-
rrogación y una respuesta tácitas, tan rápidas como el resplandor
de dos relámpagos seguidos. «¿Y bien?», pareció preguntar la re-
cién llegada; y «no, nada…», hicieron los ojos de Lupe.
La otra pareció satisfecha.
–¿Bajamos al comedor? –dijo la misma con naturalidad.
–Bueno…
En el elegante salón estaban el general, el esposo y los mismos
militares de la víspera. La conversación recayó, como si aquellos
hombres no pudieran pensar en otra cosa, sobre los movimientos
estratégicos, sobre la campaña, sobre la situación militar. El oficial
le concedió a su mujer una mirada afectuosa, de amigo.
Lupe sentía un vacío, una tristeza… como ganas de echarse a
llorar.
Fue la generala quien la animó un poco, después del almuerzo.
Saldrían las dos con ellos a caballo, a revistar los cuarteles, a cazar.

154 | El mejor de los mundos posibles


La comarca lagunera era triste, monótona; pero más se aburrirían
quedándose en el hotel. Para Lupe había un caballo muy manso.
Afuera, en la calle, montaron entre los cuidados de un grupo
de soldados que se movían en la puerta. Durante la excursión, los
desposados no llegaron a verse solos un momento. Él no lo preten­
día y ella había acabado por acostumbrarse a la actitud de su ma-
rido: terminó por creer que aquello era todo, que en aquello iba a
consistir su existencia futura.
Pasó el día, llegó la noche y todo ocurrió como en el anterior.
Lupe durmió, esta vez sí, plácidamente y de un tirón.
Nada anormal hubo de notar la hermosa muchacha en la página
de sus impresiones durante los cuatro, los cinco días subsecuen-
tes. Montaba a caballo con notorios progresos: era indudable que
tenía disposiciones innatas para la equitación. Por las noches se
acostaba, sin los cuidados de nadie, y dormía todo el tiempo que
deseaba. Se vivía, y sin embargo…
Una mañana se negó a salir de su habitación, opúsose a montar
a caballo, y, como si le fuera muy necesario, se echó, terminando
el almuerzo, sobre la cama, a llorar. Al final de su llanto, como le
acontecía siempre, vio la vida más clara y más fácil. ¿Por qué no
había ella de estar nunca a solas con su marido? ¿Por qué éste no la
mimaba? ¿Por qué no la besaba nunca? Se prometió que ese mis­
mo día, al subir a acostarse se le echaría al cuello y le daría un beso.
Llegó la calurosa noche lagunera, y, según costumbre, tras de
cenar, porque el general no se parrandeaba, subieron a sus habita­
ciones el oficial y su esposa. Ella, de pronto, cobrando una deci-
sión suprema, corrió a él con la ligereza de su doncellez y lo abrazó
amorosamente y lo besó, pero él, con brusquedad por lo inespera-
do del lance, la repelió, quitose el brazo fino y dorado de en torno
a su cuello y se entró en su cuarto, dejando a la pobre criatura con
los ojos y la boca extraviados.
Entonces sí sufrió ella inmensamente; entonces sí se sintió pre-
sa del más absoluto abandono, de la total indiferencia del mundo.
Se acostó, pero su sueño fue superficial, turbado a cada momen­
to por intangibles garras. Lo vio todo con horror, recordó la faz ma­
liciosa e investigadora de la mujer del general, precisó en su mente
ciertas miradas, ciertas risas cambiadas a mansalva por los com-

Martín Gómez Palacio | 155


pañeros de su marido. Creció su espíritu, maduró su reflexión en
el corto espacio de aquella noche terrible.
A la mañana siguiente, igual que siempre, se levantó sola y li-
bre, y también ese día se negó a bajar al comedor y a salir a ca-
ballo. En cuanto desaparecieron los ruidos que en el hotel hacía
el acompañamiento, se dejó caer en el silloncito que había hecho
asiento de sus penas e invocó el bien de las lágrimas. Lloraba, con
el rostro cubierto por sus manos, cuando la hizo estremecer una
mano que se apoyaba en su hombro. Se levantó con viveza. Pesta-
ñeó, y al cabo se quedó suspensa al encontrarse frente por frente
con el General, en persona, que la miraba en silencio, sonriendo
imperceptiblemente.
Ella, que la víspera todavía no hubiera extrañado una aparición
semejante, esta vez sintió que una ola le subía como una ofensa.
–¡General! ¿Por qué no se anunció usted?
El general no contestó, se limitó a decir lentamente, sin que la
leve sonrisa desapareciera de sus labios:
–Lupe… usted no es feliz, ¿verdad?
¡Lupe! ¿Por qué la llamaba así? Antes nunca la había tratado
más que de «señora».
Su asombro no la dejó, pues, a ella tampoco responder.
Él dio un paso atrás asegurándose sobre sus pies.
–Usted no es feliz. ¿Verdad que no es dichosa?
Y su voz era melosa, sutil.
Y como cuando se tiene una pena, toda palabra de consuelo no
viene sino a hacerla más honda y más viva, la virgen desposada tuvo
una insólita efusión de llanto. Cayó nuevamente en su asiento.
Sus sollozos la tronchaban como a una débil palmera.
–¿Lo ve usted? –prosiguió el intruso dando unas cortas vueltas
en la habitación.
Ella logró hacerse fuerte. Lo miró con los ojos enrojecidos, pero
serenos.
–¿Y qué es lo que lo hace a usted creer todo eso? ¿Por qué razón
se imagina usted que no soy feliz con mi marido? Si lloro, es sola-
mente porque me acuerdo de mi casa, de mi mamá…
El hombre detuvo sus pasos moviendo negativamente la cabeza.
–No me engaña usted, es inútil… Usted no se siente feliz con
su esposo. Es más: usted no es la mujer de su esposo.

156 | El mejor de los mundos posibles


Un rayo caído a los pies de la pobre muchacha no hubiera hecho
en su cerebro mayor estrago que la última frase desnuda y brutal.
Miró al enemigo con un último reflejo de candor en las pupilas, en
un adelanto creciente en el camino de conocer, de saber.
–¡Pobre Lupe! –dijo, después de una pausa, el extraño perso-
naje que asumía a los ojos de la acosada presa proporciones de le-
yenda.
Estaba engreído con el triunfo; inmóvil, al fin, al cabo de su
lar­ga perseverancia. No quería a la palpitante doncella por la fuer-
za: pretendíala toda entera, con sus sentimientos, con sus ansias,
con su voluntad. Así fue que, suave, cortés, plegadizo, se acercó
tranquilamente a Lupe y díjole con dulzura, dejando entrever un
mundo de proyectos:
–Es una bobería que permanezca usted aquí, encerrada, dán-
dole a todo el mundo oportunidad de criticarla o de pensar lo que
no le importa. Vámonos ahora nosotros a la cacería –prosiguió–;
los alcanzaremos y que nadie, aparte de nosotros, conozca la ver-
dad del caso.
Lupe obedeció como una autómata.
Se arregló, se puso su vestido de kaki, se recogió graciosamente
el cabello bajo el tejano de ancha ala, todo en presencia del general
que no perdía un detalle.
Bajaron, salieron a la calle y montaron. A galope recorrieron To-
rreón, a lo largo, y se abrasaron después bajo los rayos que parecían
ir a incendiar la tierra.
Después de media hora se hallaban en el animado grupo for-
mado por los ayudantes y amigos del general. Entre ellos estaba el
«esposo», gracioso, bello, indiferente. Lupe experimentó, al verlo,
una colada de desprecio. Luego hizo correr a su caballo, en el que
cada vez se mantenía con mayor perfección; rió con desusada ale-
gría, hizo pininos19 con la reata.
Comieron en el campo. La desengañada doncella no miraba ya
al oficial con el que no se sentía unida por ningún lazo; veía, sí, y
con creciente desconfianza, con un miedo que le hacía pequeño
el corazón, al general, quien estuvo con ella más amable que acos-
tumbraba.

19. Pininos. Ensayos.

Martín Gómez Palacio | 157


Después de comer visitaron una hacienda, destruida, abando-
nada, pero en la que podía apreciarse una maravilla de irrigación
artificial en lucha con las arenosas y desoladas llanuras.
Y cuando el sol parecía un ojo enorme y ciego, sin una pestaña,
sin una irisación, emprendieron el camino del regreso. Marcha-
ba delante el general, con su esposa; luego el oficial rodeado de
amigos, Lupe quedose por cansancio suyo, o del animal, un poco
atrás.
Se ocultó rápidamente el sol del otro lado de un cerro gris que
hacía árido y monótono el paisaje. Sopló un viento bienhechor que
no consoló a Lupe: tan abrumada iba por el peso de sus pensamien-
tos.
Era la hora turbia del crepúsculo, en la que parecen llover vio-
letas de la altura, cuando la comitiva entró en una de las calles de
Torreón. Dentro de la ciudad ya era de noche.
A poco andar se sintió un paso de marcha que venía en sentido
opuesto. Había en Torreón tanta tropa, que era espectáculo de to­
da hora el recorrido, en las rúas, de pelotones de gente, más o me­
nos desordenados, más o menos intemperantes.
Hízose a un lado, echándose sobre la acera, el acompañamiento
del general García. La tropa venía aprisa y al parecer fatigada. No
se veían las caras, nada mas los cuerpos vencidos en las sillas y los
cabeceos definitivos de las monturas. Cuando acabó de pasar toda
aquella gente, dejaron tras de sí una sensación de polvo y de sudor.
Lupe, súbitamente, sin que nadie la viera, sin que nadie pudiera
sospechar acto tan extraordinario, volvió grupas y se unió a la tro-
pa, colocándose con tanta naturalidad a la vera de la última fila de
soldados, que ninguno la vio ni la sintió.
Su caballo tomó luego el paso de los otros animales. Era tal el
cansancio que pesaba sobre las cabezas, tal la obscuridad reinante,
que la inspirada doncella caminó largo rato sin que nadie olfatease
su presencia. Ella asistió, con curiosa extrañeza, a diálogos léperos
e inauditos, y más de una vez se le metió en la boca el humo de
toscos cigarrotes de hoja.
Una virtud se abría en el pecho agitado de Lupe Saracho como
flor estupenda que lo iluminara con sus rayos: la gratitud. Aquella
mañana en que se paseaba a caballo por el Bosque de Chapulte­

158 | El mejor de los mundos posibles


pec, soberbia con su traje de amazona, con una llamarada de jo-
cunda salud que le incendiaba la cara tornándola bermeja, lo ha-
bría dado todo, juventud, belleza, sólo por una circunstancia que
le permitiera manifestar al varón fuerte a quien le debía seguridad
y amparo, el hondo, el perfumado reconocimiento en que flotaba
plácidamente su alma de mujer. Carne rabiosa de placer y de vida,
hubiera ardido, feliz, en aras de su agradecimiento con la llama de
filial cariño que ahora la desvelaba de felicidad.
Ignoraba ella misma cómo había conservado la virginidad de su
cuerpo entre la tropa, en la campaña, dentro de los cuarteles, a la
inclemencia de los campamentos. No se daba asimismo cuenta de
cómo no habíala herido o matado una bala, en los rojos excesos de
alegría a que sin cesar se entregaban aquellos hombres desalma-
dos y rudos.
Cuando se agregó, de modo tan inesperado, obedeciendo al cie-
go impulso de un instante al pelotón que la sustrajo a las garras
del silencioso y astuto general García, durmió esa noche en una
cuadra, en el vivo suelo, al lado de la rendida soldadesca. Cinco
días vivió entre soldados sin que ninguno sospechara su calidad
de mujer. Ennegrecióse rostro y manos con carbón y polvo, de tal
modo; montaba tan bien su cuaco tordillo, era tan irregular la for-
mación de las huestes revolucionarias, que por ningún momento
se sintió en peligro de ser descubierta y perdida.
Hasta que, de una buena vez, se mostró espontáneamente al
ge­neral que mandaba aquellas fuerzas. No lo hubiera hecho de no
haber conocido, desde las filas durante una revista, a este joven
general. Eran amigos. Emiliano González Saravia era él, de una de
las primeras familias de Durango, y habían bailado en los bailes y
paseado juntos en los paseos muchas veces. Le dio a ella un gusto,
se sintió tan segura al reconocerlo, que juzgó terminada su asen-
dereada vida de «soldado».
Aguardó a que la revista terminase. En seguida preguntó dón-
de se encontraba el general, y sin vacilar se dirigió a su despacho,
una pieza destartalada del propio cuartel. González Saravia estaba
solo. Lupe corrió graciosamente y se le paró delante.
–¿No me conoce usted, señor? –Le preguntó con cantarina y
maliciosa voz.

Martín Gómez Palacio | 159


El general González Saravia, alzando los ojos de unos papeles,
quedose extático mirando las hermosas pestañas que se cerraban,
la leve boca que se reía frente a él.
Lupe, para ayudarlo, se borraba el tizne que le cubría la cara
con un pedazo de trapo que mojaba con su lengua roja y rápida.
–¿Ya?... ¿ya?... ¿ya me conoció?
El joven militar se talló los párpados una vez y otra. Se encon-
traba como quien ve visiones. ¡Si, en efecto, aquello no era un sol­
dado! Aquellos eran unos ojos muy grandes y muy bellos, con es-
trías doradas; y la garganta ¡la garganta era otra belleza blanca y
firme! Pero no hablaba, seguía petrificado.
Ella había acabado de lavarse la cara. ¿Qué aguardaba, Emilia-
no, para reconocerla? Dio un pequeño salto de impaciencia.
Tal vez este movimiento hizo caer al suspenso joven desde la
cima de su sorpresa. Relampaguearon sus ojos y, haciéndose un
pa­so atrás, exclamó:
–¡Lupe Saracho!
–Este grito se le metió a ella como un rayo de claridad en una
fuente. No dudó un instante y lo abrazó con efusión.
–Lupe, sí. Se te hace muy raro verme entre tu fuerza, ¿verdad?
Recordaba la escena, a caballo por las fragantes avenidas del
Bos­que de Chapultepec, palpitante de dicha, con la satisfacción
go­zosa con que se recuerdan días de pasajera angustia. Emiliano
González Saravia había sido muy bueno con ella: la había respeta-
do, fuera fiel a la amistad que los unía desde la niñez, en Durango.
Lupe reíase a solas al mismo tiempo que hincaba las espuelas fi-
nas en el vientre del hermoso animal, acordándose de la cara que
ponía Emiliano después del insólito encuentro en Torreón.
–¡Pero parece mentira, Lupe! –solía decirle–.
Cuando me acuer­do de los bailes, de las serenatas en donde
nos divertíamos tan quitados de la pena, y te veo ahora aquí, ves-
tida de Juan… ¡Qué cosas tiene la vida, Lupe!
Porque ella era un Juan, hecho y derecho, No se quitaba nunca,
ni por las noches, el traje de kaki; y a veces ella misma dudaba
seriamente si sería una mujer.
Emiliano la condujo a México, en la primera oportunidad, y la
presentó a don Venustiano Carranza como «el último de los solda-
dos» que habían peleado voluntariamente por el triunfo del «Cons-

160 | El mejor de los mundos posibles


titucionalismo». Esto ocurrió en Palacio, en los salones de la Presi-
dencia. Don Venustiano se quedó encantado. Erguía su aventajada
estatura, daba unos pasos atrás, con las manos enlazadas sobre los
riñones, con la cabeza levemente inclinada, mirando a través de sus
anteojos con su especial delgado modo de ver, y decía:
–¡Extraordinario! ¿Cómo ha podido, esa carita tan bonita, con-
fundirse con las caras endiabladas de los soldados?
Lupe se reía con todas sus ganas. Desde el primer momento
ins­pirole don Venustiano una abierta simpatía, viendo en él un se-
guro a toda prueba. Desde un principio lo adoró con amor de hija
vehemente y apasionada.
–¿Que cómo ha podido ser? –cantaba– ¿Pues no ve usted que
traía toda la cara y las manos más negras que un fogonero?
Al Primer Jefe, también, se le metió muy adentro, de una vez, la
gracia de aquella chica toda fuego, toda malicia y toda nubilidad.
Mandó que la alojasen en la Quinta Colorada del Bosque, para te­
nerla próxima y cuidar de ella –él habitaba el castillo– hasta que
fuera el caso de volverla a su casa o de prever en cualquiera forma
sobre su situación.
Y desde entonces Lupe vivió en la Quinta Colorada, y una exis­
tencia empezó para ella, poética, rara, entre los ahuehuetes del
Bos­que y a la margen romántica del lago. Vestía siempre de amazo-
na y no se apeaba del caballo: tan habituada se hallaba a los fuer­
tes ejercicios de la guerra.
Mañana tras mañana, su primera providencia era correr al cas­
tillo a saludar al jefe, su providencia, su Dios. Aun cuando ya, des-
pués, don Venustiano no fue Primer Jefe, sino Presidente de la Re-
pública, todos sus allegados le seguían diciendo «Jefe», con acen­to
de respetuosa sumisión. Después de su visita, descendía del Cas-
tillo, por elevador, atravesando las entrañas del cerro. Monta­ba, y
dirigíase a galope a una pista donde los oficiales del Estado Mayor
del Primer Jefe hacían pruebas de equitación. Este espectáculo
la seducía. Gozaba hasta el delirio cuando alguno de los apues­tos
jóvenes caía victoriosamente del caballo y se levantaba con la cara
ensangrentada.
Por las tardes salía en coche, y en ocasiones al teatro. Intimó
bien pronto con las hijas del señor Carranza, y, para este mismo, se

Martín Gómez Palacio | 161


había hecho costumbre no salir del castillo hasta no haber recibido
la visita de «la güera», como familiarmente había dado en llamarla.
La recibía en sus propias habitaciones. Llegaba Lupe, corriendo,
y postrábase de rodillas ante el sillón que el Jefe ocupaba. Tal era
su situación predilecta: por ningún motivo habría aceptado asu­mir
otra actitud frente a su bienhechor que no fuese aquélla, de hino-
jos, los codos apoyados en los fuertes muslos del mandatario. Él la
veía, sonriendo; acariciaba sus cabellos, sus mejillas, y le otorgaba
cuanto quería su temperamento ardoroso de chiquilla.
Hincaba, hincaba las espuelas en el vientre del hermoso animal
negro, transmitiéndole una vibración, un temperamento.
Ese día la visita había sido venturosa como nunca. El Jefe había
estado singularmente afable para con ella, le había dicho: «Todo lo
que quieras, güerita; todo lo que quieras yo te lo daré…» Y como
ella lo había mirado extáticamente con sus grandes y claros ojos, el
prosiguiera: «Y tú, en cambio, ¿qué me ofreces a mí?».
Ella se había apoderado de una de las robustas manos, con ca­
riñoso reproche, como con miedo de que su bondadoso señor du-
dase de que le pertenecía por entero.
–¿Que qué le ofrezco yo? Obedecerlo siempre, no hacer nunca
nada que pueda ofenderlo, desagradarlo.
–¿De veras? –había preguntado el jefe.
Y la rotunda promesa cerrose con una doble sonrisa.
Le picó, Lupe, a su caballo. Respiró plenamente el viento filtra-
do por las frondas. Hacía una mañana tan clara, tan serena, que
todo parecía de esmalte. La linda pelirroja no se detenía a mirar la
asombrosa variedad de verdes que Chapultepec ofrece en sus múl-
tiples decoraciones. Veía, sí, las gigantescas y las pequeñas flores,
distintas en tamaño pero iguales en lozanía y en fulgor. Brillaban
tanto, a ambas márgenes de las calzadas, que parecían luceros. De-
túvose un momento a cortar un lirio que llevó a su amazona. En
seguida tomó la Gran Avenida, ya al paso de su cabalgadura. Ca-
minaba tranquilamente por la terraza del lago, cuando vio venir en
opuesto sentido el coche del Primer Jefe. Al punto lo conoció y le
latió fuertemente el corazón. ¡Con qué afán, con qué secreta ansia
hubiera deseado que le pasara algo, un accidente, un percance que
le permitiera a ella, a ella sola, acudir presto y salvarlo! Pero que

162 | El mejor de los mundos posibles


fuese una cosa tan clara, la de su intervención, que nadie dudara
que ella y nadie más había sacado aquella vida augusta de las ga-
rras del peligro.
Cruzáronse. El jefe, que iba acompañado de otra persona, la sa­
ludó con la mano: ¡Oh, aquel saludo le recorrió el cuerpo como
una aura fresca y acariciante!
Diole la vuelta al bosque, y subiendo presurosa al Cerro, se en­
contró entre el grupo de jóvenes oficiales que hacían mil alardes
de vigor y destreza.
Entre todos, uno le simpatizaba hasta el grado de hacerla sentir
que nada le faltaba en la vida. Junto con el filial afecto que ha­cía de
su alma un Carmen sonriente, levantábase aquel otro sentimien­to
que parecía convertir su espíritu en una selva incendiada. Y era
que su amor huérfano, su ilusión mostrenca, el fuego incontenible
de sus quince años se cansaba de inactividad y de falta de dueño.
¿Podía decirse que era ya la novia del capitán López Malo? Nin-
guna palabra de pasión se habían cambiado todavía, y, sin embar-
go, era una cosa establecida en todo el Estado Mayor. Él era el
más apuesto y quien se llevaba siempre tras de sí, en sus carreras
y saltos, la atención ferviente de la brava damita.
Cuando concluyó la prueba, ambos se apartaron de los demás
y juntos bajaron el cerro, hundiéndose después en la magia de cal­
zadas y avenidas al paso rítmico de sus cabalgaduras. Jóvenes los
dos, con ese destello que prende el triunfo en las primaverales exis­
tencias, formaban una hermosa pareja. El capitán más de una vez,
so pretexto de refrenar el corcel de su picante compañera, llevó sus
manos a la rienda convulsa, oprimiendo el freno y la fina mano en­
guantada. Dejola frente a la puerta del Cambio de Dolores. Ella
prosiguió hacia la Quinta y él, a galope, rumbo a Palacio Nacional.
Después venía para Lupe la hora nostálgica en que se acordaba
de su enturbiada madre. ¡La pobre! Era por ella –justificábase a
sí misma– por quien quería hacerse amar del capitán López Ma­lo,
casarse con él, para que la madrecita encontrase en la casa de su
hija un lugar digno y amable. ¡Ah, sí! Si pudiera algún día ocultar-
le su verdadero pasado, a que la triste señora no sospechara si­no
que ella, Lupe, con quien se había escapado había sido con Ló­pez
Malo, su esposo. Y si pudiera presentarse en Durango, altiva, hon­
rada, a pasmar a aquella malévola sociedad provinciana.

Martín Gómez Palacio | 163


Lloraba, pero no con desesperación, sino poblado el cerebro de
una cristalería de visiones y proyectos. «Espera un poco, mamita
–murmuraba–, y verás qué existencia feliz vas a deberle a tu hija».
Pasaban los días.
Una mañana se encontraba, como solía, de palique con don Ve­
nustiano, sentado él en cómodo sillón y arrodillada ella, con sus
redondos codos hincados en las recias piernas del Jefe, la cara ino-
cente y pícara a un tiempo mismo franca y gozosamente levantada.
–Cuántas veces ha pensado hoy en mí la güerita?
Ella entrecerró los ojos, como recordando.
–Tres… ¡no: cinco! ¡no: seis!… Bueno, muchas.
Él la tomó por los brazos y la sentó sobre sus rodillas. La besó
en los ojos, en el cuello, haciéndole cosquillas con el fleco de su
patriarcal barba.
Lupe estaba encantada. Seducíala sobre todo, aunque ella no
se diera cuenta, el poder de que estaba investido aquel hombre.
¡Cómo mandaba a todo el mundo! ¡Cómo se inclinaban ante él tan­
tos señores que iban al Castillo!
¡Esto del poder tiene una virtud que puede hasta en los niños!
¿Por qué se le ocurrió a Lupe hablar de su pasado matrimonio?
Nunca había hecho semejante alusión: era algo tan sin impor-
tancia para ella, algo tan inconsistente, que ocupaba en su memo­
ria un recuerdo parecido al que dejaran los fuegos de artificio con-
templados en algún 15 de septiembre. Pero esta vez nublósele la
frente al hacerse ciertas reflexiones.
–Bueno, y en fin de cuentas, ¿yo estoy casada, sí o no? Porque
si no lo estoy… pero si resulta que sí lo estoy, entonces habría que
nulificar el matrimonio.
El Primer Jefe hizo un ademán vago que pareció ahuyentar to­
da sospecha.
–¿Qué has de estar casada? No vuelvas a pensar en eso.
Ella se sintió tan aliviada que le echó los brazos al cuello con
entusiasmo. Casi al punto, y como consecuencia natural de las an-
teriores frases, quiso hablar del capitán López Malo. ¿Con quién
mejor que con el jefe? Este le inspiraba una confianza de padre y
de amigo; pero… no supo por qué, pero presumió que no le gus-
taría a don Venustiano oírla hablar de sus amores. Una voz muy

164 | El mejor de los mundos posibles


queda y muy misteriosa avisábale, dentro de sí, que no debía decir
ni una palabra… Y prefirió hablar de sueños.
–¡Ay, ahora que me acuerdo! Bueno, le advierto que yo soy muy
supersticiosa. Figúrese que le voy soñando anoche: usted venía en
su automóvil por la terraza del lago y yo iba a caballo; verlo y sentir
un gusto grandísimo fue la misma cosa… y sueño que me acerco
a la portezuela, porque venía usted solo, a saludarlo, pero me lo
encuentro con los ojos cerrados, y por más que yo le hablaba, no
los abría, como dormido, indiferente a todo… y yo sin poder me-
nearlo, porque el brazo no me alcanzaba. ¡Ay, que desesperación!
¡Usted que no me oía, ni me hacía caso!
¿Por qué, cuando se habla de sueños, como que se extiende en
torno una ola de misterioso pavor?
El Jefe apartó suavemente de sí a aquella chiquilla. Ya era hora
de marcharse a Palacio. La despidió con un beso menos cariñoso
que los anteriores, con la cual dádiva ella se dirigió a la puerta del
elevador. Bajó, atravesó las entrañas del cerro, montó a caballo.
Partió a galope en medio de la mañana de cristal, diáfana y pu­
ra, en la que cada flor fulgía como lucero; pero en el alma se cernía
la sombra de un ala agorera.

Martín Gómez Palacio | 165


¡De sueño los m ata mos!

¡A bril, Abril, Amor! En los ojos de Consuelo,


como en un espejo, se copiaba la Naturaleza,
aparecía limpia de toda sombra, con desusado fulgor las tapias de
la calle, con flageladora alma de luz los alambres transmisores de
energía. La yerba trunca de las aceras sacaba de quién sabía dón­de
gotas de gracia y transparencia y ofrecíalas en las ínfimas, en las
misérrimas corolas.
Consuelo empezaba a amar. El amor no sólo en su corazón cre-
cía, sino en el exterior mismo que se encendía con su presencia.
El ambiente se hacía diáfano ahí por donde dilataba su mirada; las
estrellas se ponían a brillar ebrias de luz y movimiento en la banda
de cielo con que sus ojos se placían.
Las puntas de sus dedos habíanse afinado y se untaban en las
mantas de su lecho como meros aromas. La taza en la que sorbía
el chocolate mañana tras mañana, hacia plegarse sus labios en la
primera sonrisa del día. Luego de abandonar el cristal donde agua
bebiera, la luz se entraba de lleno en el estrecho vaso, más que del
sol, llovida de su alma templada, armónica de haber dormido mu-
cho.
Salvaba la escalera de su casa, y fuera, en el espacio que re­
cor­taba el zaguán, lenguas de claridad se empujaban y estorba-
ban para verla pasar. Y adelantaba, volaba a ras de tierra camino
del co­legio, alegrando la atmósfera como una serpentina a lo lejos
tirada, embelleciendo los tristes parajes de México viejo, a veces
indolente como la linfa de una zanja, luego presuroso como pájaro,
irregular, en fin, como disperso pétalo.
Penetraba en la Escuela Normal de Señoritas, a medias derrui­
da por lejano temblor de tierra, que se apoyaba en puntales enca­
llados, pero blanca y luminosa y con sus árboles del patio. El gárru-
lo rumor de mil colegialas sacaba su alma del reposo y poníasela
a flor de cuerpo.
Las horas de la mañana transcurrían tibias y serenas. Y en el
recato de las aulas, en los ratos robados al deber con la dulce com-
plicidad de una amiga, en la quietud de los corredores, a la hora

166 | El mejor de los mundos posibles


soleada del recreo, recordaba la fiesta de sencilleces en que escu-
chara las férvidas declaraciones de Roberto, el bailecito en casa de
la señora Jiménez.
Sentíase movida a amar.
Sus ojos de avellana brillaban con una chispa de heroísmo.
Era como si sus dieciocho años se conjuraran por un vuelo por
lo desconocido.
Y sucedía que, a las doce, cuando irradiaban, encendidas, todas
las antorchas del día, ella no se daba a la calle riente y clara: dába-
se a él, que con suave constancia espiaba su salida, con un fulgor,
con una sombra en la frente pensativa.
Abril, abril en todas partes, en los cabellos de Consuelo que
eran miel en descenso atrozmente tardío, en sus ojos obscuros, lle-
nos de claridad y de malicia, en sus vestidos que se dijeran hechos
de cristal y de cuidado.
¡Qué alto el cielo, crepitante de luz! ¡Chorros de lumbre, ver-
daderos chorros encontrados! ¡El exodo! Atravesar por el mercado
de las flores. ¡Sí que eran ellas como el inmenso resplandor del
firmamento, condensado, concretado en pequeños cuerpos!
Roberto estaba siempre aguardándola. Todo, en derredor, her-
vía de luz meridiana. Él seguíala, insinúabase… Nada más un po­
co del llamativo júbilo que caía de los ojos de ella, nada más una
poco de la inquietud, de la vibradora inquietud del talle hubiera
querido destruir para que fuese como más suya, para que les ro-
bara menos la atención a los otros. Aunque quizá, si le fuera dado
realizar el milagro, la adorara menos; tal vez porque se le escapaba,
tal vez por eso se alborotaba su ser en el amor.
Mas era el caso que después, al mustiarse el día, el recuerdo
de las bulliciosas maneras de su novia lo torturaba. ¡Si lo mismo,
lo mismo que a él, con el propio fuego, miraba los escaparates, se
embelesaba con un automóvil, hablaba a sus compañeras!
Después, franca la noche, en la silenciosa colonia de San Ra­
fael, donde transcurría su vida sencilla y honda, el doloroso recuer­
do volvíale muy estrecho y solitario su cuarto de estudiante. Sa­líase
a la calle entonces. Paseaba por la nocturna paz de las aceras. Apo-
yaba la mano ardiente en un tronco de árbol y su alma comul­gaba
con la serenidad del estoico centinela. Remoto balcón mandaba
muy lejos su aluminoso lamento. Frescura, calma. La ciudad en­

Martín Gómez Palacio | 167


tonces se reflejaba en su alma: sentía en su interior otra ciudad,
aún más uniforme y silenciosa y de la que era única moradora Con­
suelo, que todo lo matizaba con la café tintura de sus ojos lle­nos
de viveza y de malicia.
Pero no siempre le brindaban estos paseos a través de su colo­
nia los mismos piadosos halagos. A veces su ciudad interior no se
despojaba de sus velos. Partía, muros adentro, una tortuosa y rá­
pida explanada en la que se perdían sin un eco, sin una transfigu-
ración, el suspiro de los árboles que rozaban su epidermis, el be­
so de una estrella que incendiaba sus pupilas. Entonces pedíale
a la sombra un bálsamo, una metamorfosis, una ignorada visión.
Y solía llegar, en el ímpetu de tan intenso afán, a encontrarle a la
noche, a su muda compañera, un hálito, una sílaba muerta en sus
comienzos, algo que lo ponía en el camino de sorprender un pro-
fundo y esbozado secreto.
Uno de los mayores encantos de Consuelo era su voz. Aquella
noche fue más aguda y vibrante que de ordinario, cuando, violen­
tada por ciertas resistencias de Roberto, decíale a éste desde el
bal­cón de su casa, reclinada en los hierros todavía húmedos de re­
cien­te aguacero:
–Tienes que hacer todo lo que yo quiera, ¿sabes? Irás a la ker-
messe, e irás con tu traje azul y no con el café con el que te ves
tan feote.
Roberto sufría con aquel tono chillante, quizá porque le hacía
aparecer más seductor el semblante de Consuelo, pleno de nervio-
sidad.
–Mira, Consuelo, eso de los trapos se queda para ustedes, pero
a mí me dejas en paz con que si mis trajes son feos o bonitos. Ha-
bla hasta que te canses de tus vestidos, pero no te metas en los
míos.
–¡Eso es! ¡Como si no tuviera ojos para fijarme en los tuyos!
Roberto se impacientaba.
–Mira que estamos perdiendo un tiempo precioso. Yo lo que
necesito que me digas es una cosa muy distinta. Dime que me quie­
res, hoy no me lo has dicho ni una sola vez… que me quieres más
que a todos los vestidos del mundo.
–Pero hombre, ¿no lo sabes ya? ¡Anda! Figúrate que mi tía esta-
ba empeñada en que fuera yo vestida de española, con este cuerpo

168 | El mejor de los mundos posibles


y este color… y este pelo. ¡Míralo, al pobre! Anita mi prima me lo
cortó, la muy bárbara, pero equivocando las medidas, de mo­do que
por nada voy a tener que ponerme peluca.
–¿Y de qué te vas a vestir, en fin? –preguntó Palacio, renuncian-
do a la conversación cálida y única que su corazón ardientemente
deseaba.
–¡Por Dios! ¿Pero no has oído?, ¡de gitana, hombre!
–Y sí que has tenido talento. ¿Sabes que tienes a veces una tris-
teza, un arcano, algo así como un don de meterte muy adentro de
uno para adivinarle su vida y decirle lo que le va a suceder?
–¡Ay, no!, ¡qué miedo!
Se desalentó él. Lo helaron los ojos de Consuelo, líquidos de
gozo, y una sonrisa, en fin, una sonrisa que no venía al caso de las
palabras elogiosas.
Se produjo una larga pausa. Olía a tierra mojada.
–¿No te hará daño la noche, con la inmovilidad que guardas?
–Preguntó Roberto como queriendo llenar de olvido las anteriores
frases por las que quiso dar entrada franca a la fantasía.
–¡Qué va! ¡Yo nunca me enfermo!
–Una sola vez en tu vida te enfermaste, y para siempre.
–¡Ay! ¿Pero de qué?
–De inquietud, de inconstancia, de poca fijeza en los ojos, y en
el alma.
Ella tuvo un gesto que quería decir: «¡Vuelta con el romanti-
cismo!» Roberto rió, rió fuertemente, como si fuese el primero en
reconocer el mal gusto, la impropiedad de su arranque.
Volvieron a enmudecer. La noche estaba opaca, no había nin-
guna estrella.
–¡Mira! –dijo Consuelo de pronto, alargando al vacío sus brazos
desnudos–. ¿La ves? ¿Sabes qué cosa es?
Roberto Palacio veía muy bien, a pesar de la obscuridad noc-
turna.
–¡Una pulsera!
–La voy a llevar mañana. Es prestada, no creas.
El no contestó. ¡Oh, aquello era absurdo, absurdo!
Ya era tarde. Se despidieron con frialdad.
Consuelo fuese directamente a su cama. Tuvo un sueño feliz y
bullidor del que era teatro la futura kermesse. Muchos personajes,

Martín Gómez Palacio | 169


muchísimos. Mucha luz cayendo sobre su traje de gitana. Roberto
en un rincón, meditativo, admirándola a ella nada más. Serpenti-
nas, un horror de serpentinas ligando sus piernas sin dejarla dar
un paso; confeti, ascuas, polvo luminoso en sus ojos, cegándola. Y
Roberto otra vez, ya más puro, más visible, siempre amante, silen-
cioso y profundo; el único en su dolor de cansancio y hastío.
Él, por su parte, charló una hora con sus amigos ante la mesa de
un bar. La conversación entre ellos era alegre y confortante. Tuvo
deseos de sentirse feliz, y no con la llaga que le había dejado la vi­
brante inquietud de Consuelo. Soy un tonto, se decía poniendo la
mitad de su yo en la animada plática y la otra mitad en su interior
tragedia, soy un tonto al no comprenderla ¡Si es monísima! ¡Cómo
la quiero precisamente por su modo de ser! ¿Por qué se ensombre-
cía? ¡La vida era digna de vivirla!
Y Roberto Palacio fue a la kermesse, claro estaba; y fue con el
traje azul que le gustaba a Consuelo.
Kermesse estudiantil, fiesta de sencilleces, de comentarios pa­
ra el día siguiente, de recuerdos para más tarde. En el gran patio
de la Escuela Normal de Señoritas tenía lugar. El desmedro de las
paredes, las carias de las bancas de estudio, en aquella tarde fes-
tiva resultaban ¡ay! desairados, ridículos ante el oro de la luz y el
vuelo de las serpentinas, como anhelando un vestido nuevo para
disimular la pobreza de todos los días.
Las normalistas ocupaban los bancos, como encubriéndolos a las
extrañas miradas. Consuelo era del grupo que más bulla me­tía.
Sus ansias incontenibles esperaban al novio, avizorando la puer­ta
principal. No ignoraba que sólo le era permitido ser feliz al lado
de Roberto. Su pequeño mundo advertíale que lo que con él viese
y oyese, tal sería el goce único que tenía derecho de esperar. Muy
en las profundidades de su pensamiento había una incipiente re-
belión. ¿Era así que sólo del brazo de Roberto podía ir a los puestos
de dulces y de flores, al salón de baile, a curiosear, a reír? ¿No era
capaz su espíritu de un giro más fuera de él? Un velo cobijaba estos
y aquellos pensamientos, y Consuelo esperaba, esperaba a su no-
vio según hacían sus compañeras, como al destino singular y fatal.
Y Roberto llegó al fin, cohibido cuando atravesaba el patio a la
sazón con esa tirantez de principio de fiesta, y a Consuelo se di-
rigió desde luego. La saludó, primero que a las otras, y se sentó a

170 | El mejor de los mundos posibles


su lado. A poco todas fuéronse alejando, porque el amor requiere
soledad.
Más que en derredor, en el semblante de Consuelo percibía él
las fases de la fiesta. Luego fue indispensable decidirse a bailar.
¿Que Roberto no bailaba? ¡Pero hombre, si era la cosa más fácil del
mundo! Y pugnó por enseñarlo, con lo cual él sufría; sintiose poco
galante, poco vencedor ante aquella superioridad de su novia. Qui-
zá envidiaba a los otros chicos que danzaban con tanto desparpajo.
Al fin ella cedió en su empeño y los dos sentáronse en un sitio
apartado desde donde pudiesen ver. ¡Ah!, aquella paz de Consuelo
era un triste tributo a la resignación. No era una paz profunda,
porque en el fondo de sus ojos ardía una línea, un punto.
–Anda a bailar, si quieres.
Pero en ese instante culminaba la atención de Consuelo. Irguio-
se, parpadeante, y su monosílabo de sacrificio no salió de sus la-
bios. Como iba a caer, se apoyó en el hombro de Roberto.
No era nada. Un salto, una lucha inopinada al confeti, una más­
cara de aparición fugaz.
Ella no retiró su mano por largo rato: la atención metálica de
sus ojos se traducía en aquel abandono de su cuerpo. Pero él, apar-
te el gozo del contacto, se encontraba turbado. ¿Por qué no iba por
los puestos, a bailar si ella quería? Pero, como si no lo oyese, ni lo
libró del dulce peso ni se movió del lugar en que se hallaba.
De súbito, levántase y toma por una dirección cualquiera, ti-
rando, con su mano pequeñísima, de la mano de él, cuyo asombro
no advierte, dada a contemplar otra escena que inevitablemente
la seduce. El se ríe, contagiado; pero su risa no tiene ni brillo ni
espontaneidad, sino que se plasma en su rostro, costándole trabajo
hacerla desaparecer. No se siente, no, el dueño absoluto, por más
que ella se empeñe en ser suya del todo no dejándolo, no apartán-
dose de su lado.
Arrastrado medio al enjambre juvenil, él, en tono de broma, pre­
gunta a dónde van; pero carcajadas cristalinas matan también esta
vez la respuesta, al nacer. Llegan hasta un rincón en el que, de
pie sobre la mesa de un puesto, el más revoltoso estudiante de ju­
risprudencia, metiendo ruido infernal, llama al público entre las
azo­radas señoritas. «¡Se regala todo! ¡Quemazón de confeti!»

Martín Gómez Palacio | 171


–¡Ay! –suspiró Consuelo– ¡Con razón Luz Rivas se enamoró de
Otilio!
Otilio era el de la gresca; pero Consuelo no supo, no podía sa-
ber que su exclamación rompía algo en el alma de Roberto. Púsose
de rodillas en una banca de las que cerraban el puesto e impúsole
a él, sin soltarlo, que se colocara al par con ella. Ya era otra la causa
de las risas: ahora mofábanse todos de la señorita directora –revo-
lucionaria de pura cepa– ante el fracaso de los focos trabajosamen-
te colocados en una fuente artificial.
El gesto plasmado en el rostro de Roberto no se borró en tanto
que conversaba con su novia, aquella misma noche, ella en el bal-
cón de su casa y él de pie en las losas familiares.
Un instinto de conservación lo movía a dar por terminadas las
relaciones en aquel punto mismo, ya que el amor de Consuelo le
dolía como si la mano breve levantase una fibra de su corazón, há­
bilmente, hasta arrancarla por completo.
Quizá, quizá podría olvidarla. Bastábale con observar aquella
cara recortada apenas en la sombra y en la que se acentuaba la
fa­tiga. Bastábale oír el insustancial arrullo de aquella voz para ha-
cerlo acariciar la idea de un posible olvido. Ya sentía desplegarse
en su corazón la bandera de libertad, pero luego se vio solo, lejos
de ella apenas desaparecida del balcón, y se le aparecieron como
fantasmas su espíritu sediento, sus insomnios, los paseos a través
de su colonia; recordó cómo Consuelo surgía quién sabía de qué
abismo y cómo ganaba en belleza, en fulgor. Y sintió miedo, horror
de perderla.
Y continuaba ahí, oyendo distraídamente la disipada charla que
podía ¡oh dolor! ser escuchada por cualquiera. Preguntó a su novia
una vez más, sobre mil, si lo amaba; ella tardó largamente en dejar
escapar el monosílabo de siempre, tardó como si quisiera hacerlo
sufrir… aunque no, ese refinamiento no era propio de Consuelo,
era, sencillamente, la tardanza de sus labios siempre moviéndo-
se en risa y en palabras, la inexplicable pereza de sus ojos siem-
pre des­hojándose en inacabable y frívola inquietud
Con la misma tardanza, con la propia pereza fue cerrando el
balcón al entrarse, luego de haberse despedido los dos. Ya llegaba
él a la esquina, y volviéndose, vio cómo su novia no desaparecía del
todo. Quedose inmóvil por ver si era una gentileza la de esperar a

172 | El mejor de los mundos posibles


que él desapareciera de la calle; pero en esos momentos ella cerró
el balcón cuyo ruido hubo de dolerle en lo más hondo. ¿Qué había
esperado entonces, si no una nueva amante despedida?
Don Venustiano Carranza, siendo ya presidente de la Repúbli-
ca, se enteró –nunca falta un indiscreto– de los amores entre la
güera Saracho y el capitán López Malo. Cuando lo supo, frunció
el ceño; nada dijo, porque era parco en hablar, pero desde ese día
no recibió, como hacía todas las mañanas, la visita de la picante
pelirroja. Su severidad subsistió por algún tiempo, hasta que de-
terminó intervenir en aquellas relaciones que de ninguna manera
toleraba.
Habló del asunto con el general Juan Barragán, su secretario
particular.
–Vas y le dices a la Güera –ordenó– que esta tarde hablaremos
y se decidirá lo del proyectado matrimonio. A López Malo no le
dices nada. A la Güera la recibiré hoy tarde en la Presidencia, le
concederé la tarde completa; desde ahora te prevengo que no reci-
biré a nadie más, por lo que te guardarás muy bien de anunciarme
a nadie, lo que se llama a nadie. Me tomo demasiado interés –si-
guió diciendo después de una pausa– por esta muchacha y jamás
permitiré que se case con un hombre como López Malo.
Barragán escuchó atentamente la orden. Tembló por Lupe, por
aquellas palabras «jamás permitiré», ya que, en boca del Jefe, eran
una sentencia inflexible e inapelable. Demasiado conocía el carác-
ter de don Venustiano para aguardar una posible retractación en
sus decisiones. Buscó, pues, a la Güera y le trasmitió la superior
disposición, aunque sin manifestarle los proyectos del Jefe. Encon­
trola paseando a caballo, a la altura del Molino del Rey. Lupe re-
cibió la noticia con un reflejo de esperanza en los ojos. ¡Oh, si era
imposible que el Jefe la hubiera olvidado! ¿Esa tarde, en Palacio?
¡Qué orgullosa! Y en cuanto al resultado de su visita, de eso estaba
segura. Confiaba demasiado en su gracia de pedir, en el juego de
su boca y en el afecto del señor Carranza, para no dudar de que lo
convencería, de que saldría de la Presidencia con la autorización
necesaria para casarse.
El general Barragán la dejó alegrarse. La compadeció interior-
mente y marchó precipitadamente para dar cuenta de su comisión.

Martín Gómez Palacio | 173


Lupe no perdió la fe un solo instante. Esa misma tarde, muy
temprano, ya estaba lista, con un gorrito y un abrigo blancos, zapa-
tos de raso finísimos, sonrosada, dorada, tibia y palpitante.
Cuando atravesó, sepultada en el asiento muelle de un coche
de la Presidencia, la avenida Madero, sintiose llena de distin­ción,
creyose una figura nacional. Le pareció estar hecha para pasar
siem­pre por la principal calle, así de elegante, de importante, de
dominadora.
Penetró el coche en Palacio entre la curiosidad del público y de
la guardia. El joven oficial que mandaba ésta le dirigió una mirada
cínica: era que el pobre no sabía a quién había mirado con acerada
sensualidad.
Funcionó el elevador y al momento el propio general Barragán
la introdujo en el Salón Japonés.
El Jefe no se hizo esperar ni cinco minutos. Entró, lento y ma-
jestuoso, y cerró por sí mismo las puertas. Lupe lo veía hacer, sen-
tada en el diván, tímida, empequeñecida, como una chica cogida
en falta. Más de una vez sintió impulsos de correr, como solía, y
echarse al cuello de su protector, envolviéndolo con una caricia;
pero la ausencia, el enojo con que había sido tratada los últimos
días la retuvieron en el sofacito de seda. Siguió cada movimiento
del Jefe como si de lo que éste hacía fuese a salir una luz, o un
trueno.
Al fin, parose el severo varón. Ya estaba, alto, colosal, enfrente
de ella, con las manos por la espalda, filtrando su mirada triste y
delgada a través de los fijos anteojos. Para esa tarde tenía concedi-
das varias audiencias, pero los favorecidos, al igual que una multi-
tud de solicitantes que iban a la buena de Dios, a ver si los recibía,
entre cuya muchedumbre arrastrábanse familias enteras, aguarda-
ban en vano en los largos salones, o bien se habían marchado, de­
sesperanzados. El señor Presidente no recibiría absolutamente a
nadie esta tarde, ¿a qué hacerse ilusiones? ¿A qué esperar?
–Conque –comenzó hablando con su voz flaca y cortante ante
la suspensión boquiabierta de Lupe– has decidido casarte. Y a mí,
como nada he hecho por ti, como no represento nada para la se-
ñorita ingrata, no me has consultado ni me has dicho una sola pa­
labra.

174 | El mejor de los mundos posibles


Ella, conforme hablaba su bienhechor, sintió una interna cari­
cia. ¿Era así que no se trataba más de que aquello? Sus labios son­
rieron levemente a través de su tribulación.
–Usted tendría que ser el primero en saberlo, claro está; si yo
no le había dicho nada, fue porque él me dijo que lo trataría con
usted.
Durante esta serie de vocablos, don Venustiano fue inclinando
la cabeza con dirección a uno de sus hombros. Cuando el silencio
coronó las palabras de Lupe, se irguió nuevamente. Diríase que se
había puesto pálido.
–¡Ah! ¿Entonces es verdad? Pues prohíbo, prohíbo terminan-
temente ese matrimonio; me opongo con todas las fuerzas de que
puedo disponer.
La alucinante muchacha, que vio cernirse sobre su felicidad,
sobre el intento de rehacer su vida, semejante amenaza; ella, que,
además, estaba enamorada, comenzó a llorar. Sus lágrimas hicie-
ron que el Primer Jefe suavizara la voz.
–Vamos a ver –agregó–; ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras? ¿Por qué
quieres casarte?
–Porque lo quiero mucho, señor; porque lo adoro.
Y arreciaron los sollozos.
El cuerpo colosal pareció gemir sobre sus cimientos, como si
una cuarteadura lo minara en las bases. Pero don Venustiano era
un hombre tranquilo, reflexivo; así fue que dejó deslizarse una pau­
sa. Dio algunos pasos. Asomose al balcón sin ver lo que ocurría fuera.
Luego tornó a detenerse enfrente de Lupe quien alzó el rostro
suplicante, inundado de llanto.
–No permitiré eso –dijo, pensando muy bien las sílabas– por-
que no quiero… porque no conviene –se corrigió–. Qué, ¿serás ca­
paz de hacer algo contra mi voluntad?
La inocente criatura bajó los ojos en silencio.
–Acuérdate –prosiguió él, siempre parado delante de ella– que
alguna vez me prometiste no desobedecerme nunca, complacerme
siempre en todo.
Estas palabras recordáronle, en efecto, a Lupe, su arrebatada
pro­mesa. Miró descorrerse la cadena de favores que debía a su
protector, y, como era buena, se sintió conmovida. ¡Ah, sí! Si una

Martín Gómez Palacio | 175


sola frase más hubiera dicho el Jefe, ella se hubiera sacrificado,
ahondando su claro amor bajo el peso de un voluntario olvido.
Al cabo de un momento de silencio, ante la atención lacrimosa
de la joven, él zozobró, dijo:
–Olvida eso. Sé mía, pertenéceme exclusivamente a mí.
Esta frase desnuda, terrible en boca de un segundo padre, hizo
estremecerse hasta la médula a la infeliz doncella indefensa. Ad-
virtió en los cansados ojos, a través de los gruesos lentes, una luz
diabólica que la horrorizó, y no hubiera entendido las palabras a
no ser por la horrible mirada. Ésta sí que levantaba de súbito un
telón dejando ver el cuadro tristemente lúbrico de una pasión se-
nil. Retumbaban todavía las tres palabras como si fuesen de plo-
mo: «Se mía, pertenéceme…» Sentíase pequeña, hubiera querido
desaparecer.
El Jefe, sin cambiar de sitio, prosiguió, un tanto confuso:
–Tú eres una chiquilla, yo soy un viejo. ¡Claro! Tú eres co­mo
mi hija.
¡Qué frio, qué frío mortal circulaba por las venas de Lupe Sa-
racho! ¡Qué horror de confesión aquella, que le había dejado como
si a su oído hubieran disparado un cañonazo!
Se había puesto intensamente pálida. La voz del Primer Jefe se
humedeció y detrás de los inmóviles anteojos deslizose una lágri-
ma.
–Te quieres ir cuando ya te trataba como cosa mía. Tú que eres
mi único pensamiento, el fin de mi vida…
¡Qué frío! Hablaba el Jefe, y la desencajada niña sentía venirse
abajo el Salón Japonés, todo el Palacio Nacional, aplastándola.
Don Venustiano prosiguió aún:
–¿Para qué te quieres casar? Conmigo tendrás riquezas fabulo­
sas, todo lo que tú puedas soñar, todas las alhajas, todos los auto-
móviles…
Ella descargó el fardo de su cabeza sobre el respaldo del sofa-
cito. Estaba adolorida, muerta. Toda su devoción, el filial amor, la
henchida gratitud salieron volando por el balcón, estremecidos.
Luego alzó las urnas debilitadas de sus ojos, la frente, fea de
sufrir. Y con ambas superficies le mostró al Jefe… eso que muestra
al amante no correspondido el ser que se ama cuando sus miradas
se cruzan: ¡uniformidad, vacío!

176 | El mejor de los mundos posibles


El impasible varón vio claro. Se hizo algunos pasos a un lado,
dejando libre el paso. En sus entrañas hervía el odio por el oficial
afortunado, y en su corazón altivo y ambicioso hubo un ruido como
cerrar de llaves.
–¡Vete! –exclamó.
Ella creyó de pronto que le faltarían fuerzas. No sentía sus pier-
nas. La estancia le pareció que se agrandaba en todas direcciones,
que las puertas huían. El silencio, con aquella ampliación de las
paredes, hacíase más delgado. Todo, en su cerebro, se aligeraba.
No supo cómo pudo levantarse. Estrechándose con sus manos
cadavéricas el blanco abrigo, pasó como desvanecida. Abrió por sí
misma la puerta y recorrió varios salones, sin testigos, sin nadie
que la condujera, guiada por una especie de instinto. Llegó al ele-
vador y bajó, ante la indiferencia del conductor.
Subió en su coche; partió. Se sentía infinitamente cansada, co­
mo si le hubieran chupado las fuerzas, y su debilidad aumentó con
la marcha acelerada del auto.
Don Venustiano no estaba agitado por la cólera.
Al día siguiente fue dado de baja el capitán López Malo, por
indigno de pertenecer al ejército.
Aquel día declarose la huelga en la Escuela de Medicina. Era
cierto que, tras la temporada de vacaciones obligadas, los alum-
nos no deseaban otra cosa sino ponerse a estudiar; pero, ante el
acontecimiento palpitante, ¿quién iba a tener calma para la labor
intelectual? No se oía otra cosa, no se hablaba más que del enorme
suceso. El yanqui había plantado su patota en el patrio territorio;
había hollado, no la tierra, sino el corazón arisco de los mexicanos.
En los edificios públicos, y en los hogares, las banderas tricolores
lloraban. ¿Quién iba a tener tranquilidad ni fuerzas para dedicar-
se al trabajo?
Al inevitable rompehuelgas, al «carrancista» que pretendía en-
trar en clase, en pro de la actitud calmuda del Gobierno, se le bañó
sin misericordia desde una de las arcadas del segundo piso. Y a la
primera «bomba de agua» se siguieron otras, y otras, y a poco la
escuela era una laguna y una confusión de gritos.
A Javier Horcasitas no podía acusársele, como a los demás, de
haber arrojado bombas hechas con papel de periódico: él había arro­
jado el agua de sólidos y capaces cubos sobre las cabezas de sus

Martín Gómez Palacio | 177


compañeros. Pancho Lara sí era inocente, aunque no por falta de
intención. Habíase empeñado en construir una bolsa de papel, mas
con torpeza tanta, que cuando al fin se disponía a aventar su frágil
arma, bien escondido contra un pilar, otra bomba llegó por detrás
y lo bañó a él, amén de tirarle los lentes dejándolo en tinieblas.
Roberto Palacio no disparó, él tampoco, proyectiles. Aquellas
cosas lo enervaban. Permanecía en el quicio de una puerta con-
templando el cuadro, como si le fuera ajeno, como si pasara a gran
distancia de él. ¡Y eso que la realidad era espantosa! El gringo nau-
seabundo estaba ya en México, como dominador; pero el sombrío
estudiante estaba cobijado por el manto negro del pesimismo. No
se conmovía, no; ¡para qué!… ¿Qué se le iba a hacer? ¿Y para qué
arrojarse unos a otros sacos de agua? La vida era ya, de suyo, tedio-
sa y pesada, y ahora se hincaba en el pensamiento el dolor agudo
de la suela norteamericana.
Su fraterno amigo Lara, que lo buscaba a través de sus lentes,
lo encontró al fin y fue a juntarse con él.
–¡Ándale Roberto, muévete! Deja los pensamientos para otra
ocasión.
–¿Y con qué objeto quieres que me mueva?
–Con el de echar a los gringos. Ahora mismo vamos a pedir
armas al gobierno, a obligarlo a que combata al invasor; si no lo
combate él, lo combatimos nosotros.
Pancho Lara estaba inconocible. Nunca se le había visto como
entonces. ¿Dónde estaba su mansedumbre, dónde la quietud va-
porosa de sus pequeños ojos azules? Ardía en bélico entusiasmo.
Palacio, al mirarlo así, no pudo menos de sonreír tristemente.
–¿Tú y yo los vamos a combatir? ¿Las tropas del gobierno van a
obligarlos a salir del país? Sábete una cosa: ellos echarán de Mé-
xico a nuestras tropas, y a nosotros, es decir, tomarán la capital y,
lo que es más doloroso, sin que nosotros los veamos siquiera. Sus
granadas alcanzan tales distancias, que sin tener el gusto de cono-
cerlos nos matarán, nos harán polvo.
Lara pareció vacilar. Luego su ardor, un momento vencido, co-
bró nuevas alas.
–¡De sueño los matamos! –gritó–. Nomás con andarles cerca,
distrayéndolos siempre en todas direcciones, no dejándolos dor-
mir. ¿Tú sabes cuánto puede durar un hombre sin dormir?

178 | El mejor de los mundos posibles


En estos momentos se hizo un claro de silencio en la borrasca
de exclamaciones y duchazos. Todos los alumnos habíanse agolpa-
do a la puerta de la calle. ¿Qué era? Roberto y Lara se aproxima-
ron, subiéndose a una banca. La calle, el jardín de Santo Domingo
estaban llenos de estudiantes. La Escuela de Derecho, la Escuela
de Ingeniería, la Escuela Preparatoria; miríadas de cabezas conver­
gían a la esquina que recortaba gallardamente la entrada de Me-
dicina. Cuando Palacio pudo columbrar el grandioso espectáculo,
un fragor de tormenta extendíase por todos los ámbitos.
«¡A Palacio! ¡A pedir armas al Gobierno! ¡A obligar al ciudada-
no Carranza a combatir!». Tales eran las expresiones que zumba-
ban, roncas, lúgubres, persistentes.
Luego giró sobre sí todo aquel mundo de cabezas. Moviose, el
oleaje estudiantil, al que comenzaba a unirse el pueblo. La Facul-
tad se vaciaba.
Roberto, a pesar de su fastidio, con todo y sus reservas, sintiose
tocado por las espumas de aquel océano de heroísmo, gustó su sal
y una llama abrasó su cerebro. Salió, él también, al lado de su ami-
go y se confundieron los dos en la corriente.
¡A Palacio! ¡A Palacio!
No era gente que andaba: las calles mismas parecían avanzar.
La masa humana volteó al llegar al zócalo y, con el despejo del
campo, sus contornos se espaciaron. Luego la multitud invadió el
Palacio Nacional. La guardia fue arrollada. ¿Por qué no disparó
sobre los estudiantes? ¡Oh, el señor Carranza era un profesor de
prudencia!
Roberto y Pancho Lara apresuráronse a subir para ser de los
primeros. Cuando llegaron al Salón de Embajadores, con deses-
perados esfuerzos lograron abrirse sitio hasta colocarse en el hue-
co de un balcón. Allí estaba Horcasitas. Éste, excitado, trémulo,
uniose a sus dos camaradas, y juntos los tres aguardaron los acon-
tecimientos.
–Carranza va a salir –se decía–; va a oír la petición.
–Que ha­ble sólo uno.
En aquellos instantes abriose una puerta gigantesca dando sali-
da al Primer Jefe rodeado de individuos uniformados, uniformado
también él, alto, mayestático. Su cabeza sobresalía en aquel mar
de cabezas. ¡Qué uniforme liso que nada recordaba, que nada re-

Martín Gómez Palacio | 179


velaba! Muy a las claras se veía que pretendía asumir una actitud
dominadora, pero el temblor de sus barbas lo traicionaba. ¡Estaba
demudado! Paseó el reflejo de sus anteojos inexpresivos por todo
el salón y aguardó. El silencio llegaba hasta el corazón de cada es­
pectador.
Entonces un estudiante de jurisprudencia avanzó penosamen-
te, en el centro del cuadro, y habló en nombre de todas las escue-
las. «Señor Presidente…»
El señor Presidente levantó una vez más la cabeza, en alzamien­
to de infinito orgullo.
«…La juventud aquí reunida no a prueba la actitud del Su-
premo gobierno. Los Estados Unidos han invadido nuestro territo-
rio, y en estos momentos no tiene derecho de llamarse mexicano
el que permanezca en actitud indiferente…»
Una corriente eléctrica sacudió la médula colectiva. El Primer
Jefe recorrió el salón, de un lado a otro, con la blanca ceguera de
sus anteojos.
«…Nosotros venimos a exigir al Supremo Gobierno que tome
las medidas necesarias para que el extranjero abandone cuanto an­
tes el suelo de la Patria. Queremos saber qué ha hecho el gobierno
en ese sentido. Y exigimos, por último, que se nos den a nosotros
las armas con que cuente el gobierno, para ir en este mis­mo mo-
mento a expulsar al odioso invasor».
Al silencio reinante le nacieron orlas de plomo: así pesaba, así
sofocaba.
La atención unánime estaba puesta en la faz hierática del ciu-
dadano Carranza. Se esperaba una voz avasalladora, terrible, pero
sólo habló una voz endeble, meliflua, que quería ser de mando.
¿Era –se pensaba– el Primer Jefe quien hablaba? ¿No estaría
hablando otro junto a él? No: era él, no había duda, si se atendía al
contenido de sus frases.
«El gobierno de mi cargo reprueba en absoluto la actitud ob­
servada por los señores estudiantes. Ellos deberían conocer perfec-
tamente sus obligaciones y el respeto que los liga a este gobierno.
No informo acerca de las medidas que se hayan tomado con res-
pecto a la situación que prevalece en algunos puntos de la Repú-
blica, porque no me creo obligado a ello, ya que este gobierno es
absolutamente dueño de sus actos».

180 | El mejor de los mundos posibles


Este dictado heló el alma del conjunto que un momento antes
habría ido a despeñarse a todos los abismos. Las últimas palabras
no se escucharon bien, porque el Primer Jefe, aun antes de con-
cluir su discurso, ya daba la vuelta y la maciza puerta se cerraba
tras él.
Auras despiadadas orearon, como por encanto, frentes y cora-
zones. ¿Quién podría reanimar el espíritu muerto de aquella juven-
tud? Varios lo intentaron, pero la desconfianza, el desaliento ¡qué
palabra tan terrible! se cebaban en aquella pulpa roja y fresca de
la patria, que un cuarto de hora más temprano se desangraba en
efluvios como plétora enrojecida.
Lentamente se despejó el Salón de Embajadores. Abajo, en el pa-
tio principal, se oyeron gritos aislados, pero sin eco, sin fulgor. Dis-
gregose la pléyade, fue esfumándose, desalentada, miserablemen­te
triste, por todas las calles del México maniatado y sombrío al que
besaba el crepúsculo con su beso de oro.
Roberto, Javier, Lara, descendieron también. Salieron.
Doblaron a la izquierda, y al tocar la puerta «Mariana» de Pa-
lacio, advirtieron que la guarda presidencial se alineaba. Un so-
berbio coche salía, lentamente, para luego ahondar como saeta el
fondo violeta de la tarde. Los tres camaradas se detuvieron para
dejar paso al carruaje en el que viajaba una mujer sola, joven, es-
pléndida. Roberto se estremeció mientras su pensamiento gritaba:
«Lupe Saracho» ¡Representósele el terruño, aunque, a la verdad,
Lupe ya no tenía ningún sello provinciano. Vestía un gorrito blan-
co, una piel blanca, finísima, y se mostraba con tal palidez, con
tan­ta elegancia, que el corazón, al verla, sentíase morir de sueño
y de blandura.
Lupe no lo vio a él; pareció ver, sí, a Javier Horcasitas. Lo vio
vagamente aquella linda mujer que parecía sufrir una de esas tra-
gedias oscuras de la vida. Se diría que hasta la altura de su dolor
había subido la gracia simpática del veracruzano a distraerla un
momento.
Javier era audaz, había sido mirado amorosamente por muchas
mujeres y, sin embargo, esta vez sintió un cálido rubor en la cara.
Roberto se dio cuenta exacta de este cambio rápido de miradas.
¿Sintió dolor? ¿Sintió envidia? ¡Oh, él tenía conciencia clara de la
superioridad física de su amigo!

Martín Gómez Palacio | 181


A Pancho Lara se le habían escurrido los lentes. Como la apari-
ción había sido tan inesperada como fugaz, no se percató de nada.
Creyó sinceramente que, quien salía en coche de la Presidencia,
era el propio don Venustiano y nadie más.
–¡Oigan! ¿Iba solo? ¿Iba solo?
Pero sus amigos iban hundidos en sus propios pensamientos y
no le hicieron caso.
A la mañana siguiente, en la escuela, Roberto Palacio y Pancho
Lara dialogaban.
–¿Qué te ha parecido la disposición? –preguntaba Pancho.
–¡Terrorífica! Si hacemos otra manifestación como la de ayer,
nos cierran la escuela. Estamos advertidos…
–Sobre todo yo, que por cada reconocimiento en que salgo apro­
bado, me reprueban en otro… ¡Yo sí doblo años, propiamente ha-
blando!
Palacio miró con simpatía a su amigo. Éste prosiguió:
–¿Sabes lo que voy a hacer de hoy en adelante? Pues a no su-
gestionarme con la idea de que me van a reprobar, sino que entro
y escribo, y escribo, sin parar, hasta que suene la hora…
–¡Eso es! Pero fijándote, además.
Lara pareció pensar en otra cosa.
–¡Hombre! –dijo. Acompáñame aquí al cuartel de San Ildefon-
so, voy a ver unos caballos… ¿Sabes?, como hace mucho tiempo
que no recibo dinero de mi casa, pues me he buscado esa chamba.
¡Yo no sé qué líos se han hecho el correo y los barcos!
–¡Diablo! –exclamó Roberto–.
¿Conque te has vuelto veterina­rio?
–Necesitatis caragis legis, lo que quiere decir: «La necesidad tie-
ne cara de hereje» –sentenció Lara.
Y salieron. Palacio notó, con sorpresa, que a su amigo le ren-
dían honores de «mayor». Recibiólo el jefe del cuerpo, los ayudan-
tes, y todos, incluso el propio Palacio, pasaron a las caballerizas.
El flamante veterinario preguntó, refiriéndose al primer animal:
–A ése, ¿qué le pasa?
Uno de sus ayudantes le dijo:
–Una patada que le dio el caballo de mi coronel… se le está
agusanando.

182 | El mejor de los mundos posibles


–Que le den una friega de petróleo, suave, por encima –recetó
el «experto»
Pasaron al segundo.
–¡Y ése?
–Una rajada que se hizo con el cincho. Qué, ¿no sería bueno
quemarle?
Al «mayor veterinario» le pareció azás riguroso el tratamiento.
–No, mire: coge usted un trapo, lo empapa bien en petróleo y
se lo aplica en la rajada. A ver mañana como sigue.
A otro rocín, vecino de los anteriores, lo paralizaban torzones.
Al pobre Lara parecíale aventurada toda intervención médica. Re-
comendó prudencia.
–A ver si se le pasa –dijo–; a estos caballos no hay que hacerles
nada, se alivian solos.
Pasaron a un compartimiento donde había dos jamelgos desas-
trados, con grandes matadas en los lomos.
–A ésos me les echan unos chisguetes de petróleo.
Y por fortuna no había más caballos enfermos. La visita había
terminado.
A la salida, como a la entrada, se cuadraron los de la guardia.
Pancho parecía sinceramente satisfecho de sí mismo.
–No creas –díjole a su amigo en cuanto se vieron solos–, el pe­
tróleo es la gran cosa; tú no te imaginas para todo lo que sirve el
petróleo.
Roberto Palacio hacia mucho que no se reía con esa risa higié-
nica que sacude los hipocondrios.

Martín Gómez Palacio | 183


El ejército fa ntasm a

D on Alejandro Martínez no estaba satisfecho con


la situación política y militar que prevalecía en
la República. ¿Quién que juzgase serenamente podía ufanarse de
los resultados de la Revolución? Cierto que don Venustiano había
prohibido los toros, espectáculo salvaje que nunca le había gustado
a don Alejandro; cierto que ya no había pulquerías… Estos eran
dos triunfos incontestables del «Constitucionalismo»; pero, ¿y la
paz? Después de muchas promesas, tras de muchas hipocresías,
el general Villa habíase largado al norte a revolucionar contra Ca-
rranza, y lo propio hacia el general Emiliano Zapata en el sur.
–Así, ¿a dónde vamos a parar? –se preguntaba el fiel Martínez–.
¡Este es el cuento de nunca acabar!
Las labores administrativas y la legislativa le parecían bien: el
Primer Jefe era prudente y enérgico y los diputados se ocupaban
en dar forma a los postulados revolucionarios.
El Congreso habíase formado, a la chita callando, pero se había
formado: había Congreso. El señor Carranza no era tan poco avi-
sado para no hacerse con una pantalla; él, nunca hubiera disuelto
el Parlamento, como hiciera Huerta. Total, que se hicieron unas
elecciones y se abrieron las puertas del Factor, y, en las curules,
había gente. El gran candil del centro se iluminó. Candil histórico,
candil inmortal. Sucedía que para quitar toda validez a los actos
del gobierno usurpador, se decía siempre: «el llamado gobierno del
traidor Huerta… el llamado congreso de la usurpación… las lla-
madas elecciones del tiempo de don Porfirio». Y tanta boga al­canzó
el vocablo, que llegose a designar a don Porfirio y a Huerta no de
otro modo que: «el llamado general Díaz… el llamado Victoriano
Huerta…» Hasta que un diputado guasón declamó un buen día,
desde lo alto de la tribuna: «¡el llamado candil que nos alumbra!».
Candil patrio, candil inmortal.
La cabeza díscola de don Sabás Quiñones, el antiguo escribien­
te de doña Agustina Cuenca de Palacio, se bañó, como otras tantas
cabezas, con la paciente luz del candil. Había sido electo. «Ahora

184 | El mejor de los mundos posibles


que se va a abrir la Cámara, está bueno que vayas allá de diputa-
do», le había dicho el general Urbina.
Los diputados trabajaban, en efecto. En una sola sesión se echa­
ron tres reformas de esas que otros países tardan años en po­der
aceptar.
En México no, aunque a decir verdad, para eso había sido la
revolución.
En un par de horas se votó el famoso parlamentarismo, palabre-
ja de significado diabólico para la mayoría de los representantes,
la supresión de la vicepresidencia y la abolición de la Secretaría de
Justicia. Don Sabás Quiñones, así que se hizo explicar lo que que-
ría decir «parlamentarismo», ya no necesitó más: desde un prin-
cipio vio muy claros los tres problemas. Otro tanto sucedió con el
resto de padres de la patria. Tanto fue así, que las tres cuestiones
se votaron por unanimidad.
Respecto de la primera, bastole a don Sabás Quiñones saber
que así se estilaba en Inglaterra.
–¿Se trata de que los ministros sean responsables de sus actos?
¡Me parece muy justo! –había dicho el diputado– Lo raro es que
no lo hayan sido antes, cuando don Porfirio. ¡Que lo sean, a ver si
así se les quita lo sinvergüenzas!
Tocante a la segunda cuestión, la desaparición de la vicepre­
sidencia de la República, al mismo Quiñones lo sedujera una frase
contundente que había oído por ahí, en los corrillos de la Cáma-
ra. Un señor diputado, que parecía muy inteligente, se había ex­
presado de la siguiente manera poco antes de la sesión: «¿La vi­
cepresidencia? ¡Eso no sirve! Siempre ha sido la manzana de la
dis­cordia. Eso fue lo que le costó la caída a don Porfirio y lo que
perdió a Madero. Y ahora, ¿por qué se han pronunciado Villa y
Zapata? No es otra cosa más que pleitos y origen de revoluciones».
¡La manzana de la discordia! ¡Qué bien! ¡Eso era decir mucho
con pocas palabras!
Y don Sabás dio su voto.
En tratándose de la supresión de la Secretaría de Estado y del
Despacho de Justicia, hubo aún menos que hablar. ¿Por qué hacían
los jueces tanta sinvergüenzada? Pues porque don Porfirio, que era
el amo, les daba consignas. ¡Que los eligiera el mismo Congreso,
señor; los representantes genuinos del pueblo!

Martín Gómez Palacio | 185


La memorable sesión fuera, por lo tanto, de enorme importan-
cia, aunque aburrida a juicio del propio Quiñones. A él gustábanle
las tardes en que había borrasca en la Cámara, cuando se insul-
taban entre sí los representantes, quienes luego de haberse dicho
horrores se salían al pasillo, a dirimir la contienda a balazos. Le
agradaban, sobre todo, los discursos en que se les echaba a los cu­
ras. Entonces era el primero en batir palmas, estremecido de gozo,
desde su curul.
Estaba enamorado de la Cámara, del servicio, del calorcito que
ahí dentro se sentía.
Todas esas reformas están muy buenas –pensaba don Alejan-
dro Martínez–; pero… la situación militar la veía digna de los pro-
pios diablos. Todos los días iban generales a ver a don Venustiano
para reiterarle su adhesión y pedirle, a la vez, elementos con que
combatir a los traidores. Y don Venustiano, que era muy zorro, le
decía a Juanito Barragán:
–Dales las gracias… pero no les des dinero.
Realmente no podía fiarse de ninguno. Fuera de aquellos que
habían sacado raja, que estaban de ministros o que tenían mando
de fuerzas con un pagador siempre al lado, todos los demás eran,
en concepto de don Alejandro, un atajo de bandidos. ¿Qué iba a
ser de la pobre nación? Con Tampico nunca había llegado a jun-
tarse el Primer Jefe; todo el norte estaba por Villa; con el Estado
de Morelos no había ni qué contar… ahí hasta las piedras eran za­
patistas; y, por último, el general Pascual Orozco se pronunció en
el centro, con todo descaro, muy cerca de México, ahí nada más
en León, Guanajuato.
Don Alejandro estaba indignado. Aquello ya era un relajo.20
La sublevación del general Orozco había llenado de confusión al
gobierno. La Secretaría de Guerra veíase en grande movimiento,
y especialmente el despacho del Ministro. Éste reunió, una ma­
ñana, a todos los generales con mando, de aquellos que no podían
pasársela sin pagador al canto. A cada uno le fue anunciando la
imprescindible necesidad de que saliera a combatir a Pascual Oroz-
co. Con lo de Villa y con lo de Zapata ya se había acostumbrado el
público; pero lo de Orozco podía ser semillero de desmoralización.

20. Relajo. Desorden.

186 | El mejor de los mundos posibles


Era menester acabar con él lo más pronto posible.
Pero no logró, el Ministro, convencer a aquellos generales.
–Que vaya mejor Azuara –había contestado el primero de ellos,
un güero, alto, que lucía multitud de brillantes en los dedos.
El ministro tragó saliva. Luego le dio la espalda, con desprecio,
a aquel remiso.
–A ver Azuara –dijo, dirigiéndose al grupo de los presentes que
armaban chacota en el balcón que da a la calle de la Moneda.
Otro general se acercó al Secretario de Estado. Este hablole con
enérgicos ademanes y de prisa: se veía que estaba apurado.
–¿De qué quieren que yo vaya? –exclamó airado dicho segun-
do general– ¿Acaso ya me entregaron los cincuenta mil del águila
que les tengo pedido desde hace cosa de un mes? ¡Bonita historia!
Cuando estamos en paz, ni quien se acuerde de Azuara; pero no-
más no comiencen los pelotazos, y que se friegue Azuara.
–Pero hombre, si sí se los van a entregar, los cincuenta mil pe-
sos; pero espérese a que haya, ¿cómo quiere tan pronto?
–¡Ah, bueno!, pues luego que me los entreguen, entonces ha-
blamos.
Y se fue otra vez al balcón, arrastrando ligeramente una pierna.
Por atrás le salía, de debajo del saco, una pistola enorme.
El Ministro quedose un rato pensativo. Revolvió algunos pape-
les de sobre su mesa. Luego dirigió otra vez la vista al balcón.
–General Maldonado –llamó.
El aludido, un hombre corpulento, de pómulos salientes, prietos
y relumbrosos, contaba a la sazón un chiste lépero. Así que aca­bó
sin precipitar el final del cuento, entre risas se le acercó al Minis-
tro.
–¡Hombre! –le dijo éste–. ¡No la frieguen! Salga usted a batir a
Pascual Orozco.
–¿Que salga yo? –replicó al punto el general Maldonado, extra-
ñadísimo–. ¿Y qué conozco yo de la sierra en donde opera Orozco?
A mí mándeme a Veracruz, pero no me ande mandando a donde
no conozco el terreno que piso. Mire: mande mejor a Eulogio.
–¡General Eulogio de los Santos! –sonó, esperanzada, la voz del
Secretario de Guerra.
El general de los Santos era un indio desconfiado. Había per-
manecido en el balcón del despacho, entre el grupo de jefes, sin

Martín Gómez Palacio | 187


hablar, pero viéndolos a todos con la viveza de un ratón para no
dejarse ver la oreja.
–Hombre, mi general –le dijo el Secretario poniéndole una ma­
no en el hombro–, estamos aquí con la cuestión de ver quién sale
desde luego a batir a Orozco, que nos ha puesto en un aprieto.
Usted, ¿no querría salir?
–Pues sí pues, pero donde que la caballada la tengo casi toda
enferma, y además mi gente se me hace que no ha de querer peliar
por ahorita. No hace ni ocho días que volvimos de Morelos, de ca­
rrerear a los zapatistas, y mis muchachos dirán que ahora que se
frieguen otros, ya los conozco…
El Ministro arrugó el ceño, desalentado y confundido. ¿Qué ha­
cer? ¿Con qué salirle a don Venustiano? Dirigió sus ojos nuevamen­
te al corrillo de generales y los estuvo mirando un rato, como di-
ciendo para sí: «¡Valiente atajo de holgazanes bandidos!» y nada,
¿a quién acudir, el gobierno, en tan difícil situación? Ahí estaba,
recargado contra el barandal de hierro, el sombrero tejano cayén-
dole a un lado y un fistol descomunal en la corbata, el General Re-
vueltas. ¡Pero cualquier día le decía nada! Desde que había pedido
la gubernatura del Estado de Nuevo León y no se la dieron, porque
ya estaba comprometida, era peligroso darle ninguna comisión de-
licada a Revueltas.
Ahí estaba también Serratos, trunco de una oreja y tuerto; ¡pero
era más criminal y más ambicioso… «Fíjense bien en Serratos»,
había recomendado siempre, y él sabría por qué, el Primer Jefe.
El Secretario de la Guerra tomó asiento ante su mesa y abrió
un cajón de donde extrajo una pequeña hoja de papel. Leyola, de
arriba abajo, y de pronto se detuvo en un nombre que lo hizo pen-
sar. Guardó de nuevo el apunte y oprimió el timbre que estaba al
alcance de su mano. Se le presentó en seguida el ayudante de ser­
vicio.
–Mire: dicte luego luego un telegrama al Hotel Casa Blanca
para que se presente en esta Secretaría el general Alejandro Mar-
tínez, sin pérdida de tiempo.
Salió el ayudante. El Ministro hizo girar su sillón y se quedó
unos momentos mirando a los generales, quienes, asomados todos
al balcón, se divertían a más y mejor, chistándole a cuanta mujer
pasaba por la calle.

188 | El mejor de los mundos posibles


–¡Tales…! –pensó–. ¡Pero lo que es ahora no me sacan ninguna
autorización para la Tesorería!
Lolita Jiménez se encontraba en extremo airada en contra del
Gobierno. Habíase levantado, según costumbre, de buen humor,
porque no padecía flatos, y, como era día de decena, habíanle pa-
gado los muchachos, sus huéspedes. Guardó los papeles –porque
de la moneda metálica ya nadie se acordaba– en su ropero, y fuese
a inspeccionar los cuartos quitada de toda pena. Andaba en estas
diligencias cuando subió a toda prisa las escaleras Juan, un estu-
diante grueso, calvo, un hombre maduro, muy serio y muy sensato,
tanto que ni parecía estudiante. No paró hasta haber dado con do­
ña Lolita, en una de las recamaras.
–Ándele –le dijo precipitadamente, con un tono tan formal que
la otra se puso pálida–, váyase a gastar todo su dinero, pues dicen
que ya desde hoy no va a valer ni el «revalidado».
–No empiece usted, Juan…
–Sí, Doloritas; ándele, no pierda tiempo, porque si no, se queda
con todos sus papeles.
–¡Jesús mil veces! –exclamó desconsolada la bigotuda señora.
Y corriendo, corriendo, se fue al ropero y sacó un fajo de pape-
les, nuevecitos, preciosos.
–Pero, ¿cómo ha de ser posible? ¡Si está nuevo! Mírelo usted,
Juan.
–¿Y qué que esté nuevo? Ándele, córrale, dicen que ya el comer­
cio se las olió, que ya comienzan a no querer recibirlo.
–¡Jesús! –gimió otra vez Lolita. Luego se acordó de su hija. Lla-
móla, así como a la criada–. Traigan canastas, redes, lo que en-
cuentren.
Y echándose encima un chal dio con su humanidad, con la de la
rapaza Conchita, con más la de la doméstica, en la calle. Se con­
soló al ver a toda la gente tan tranquila: de seguro todavía no sa-
bían la noticia sino unas cuantas.
–¡Lástima! –se quejaba con la criada–. ¡Tan bonitos que esta-
ban los «revalidados»! ¡Ya se había uno acostumbrado a ellos!
Y era verdad. Primero habían venido los llamados «sábanas vi-
llistas», unos papelotes descoloridos, y de tan mala clase, que se
les rompían a las gentes y luego ya nadie los aceptaba. Siempre le
fueron antipáticos a la señora Jiménez. Las «sábanas», por fortuna

Martín Gómez Palacio | 189


habían durado poco. Sustituyéralas la moneda de papel que el pú-
blico bautizó con el nombre de «dos caras», por los dos retratitos
que ostentaban al frente. De este papel guardaba, igualmente, un
pésimo recuerdo la patrona. «Figúrense ustedes –les decía en la
época a sus amistades– que ya no sabe uno ni cuales son falsifica-
dos. Tiene usted que verles la ‘C’ de la palabra ‘Constitucionalista’,
y si está cerrada, son malos; debe de estar abiertita…» Pero doña
Dolores se equivocaba, porque a poco el detalle de la ‘C’ llegó a
ser totalmente indiferente. Era menester doblar por una esquina
el billete: si se le hacía una sombra en la frente a don Abraham
González, entonces quería decir que el tal billete ere más falso que
Judas; sólo que no se le hiciera ninguna sombra, entonces era bue-
no. En fin, un fastidio.
–¡Figúrense ustedes –solía exclamar la obesa señora–, yo que
soy tan cegatona!
Cuando vino el decreto prescribiendo que todos los billetes de-
bían ser aceptados, ya que todos eran buenos, hasta los notoria-
mente falsos, respiró doña Lolita.
Caminaba ligera, en unión de sus dos acompañantes, hacia el
mercado de la Lagunilla.
Juan, el estudiante calvo, no había dicho mentira. En cuanto se
detuvieron las tres ante un puesto de cristalería, el encargado del
mismo mostrose desconfiado. Doña Dolores, como si tocado hu-
bieran a la rebatiña, comenzó a coger platos –pues era artículo que
le hacía falta– y a meterlos en la canasta que sostenía la maritor-
nes.
–Bueno –le dijo el puestero dejándola hacer–, ¿y con qué dine-
ro me va a pagar?
La compradora contestó, sin verlo:
–¿Cómo con qué dinero? ¡Con el mío! ¡A poco cree que con el
de otro!
–¡Bueno: ya, ya! –hizo el dueño de los platos, poniendo orden
en las manos diligentes de la Jiménez–. ¿A ver qué dinero trae? Yo
no vendo al por mayor.
Ya había, en la canasta, hasta dos docenas.
Hácese la marchante un paso atrás, retira asimismo a su hija y,
afirmándose bien sobre sus talones, saca el envoltorio con los bi-
lletes.

190 | El mejor de los mundos posibles


–¡Hum!... –borbotea el comerciante entre enojado e irónico–.
¡Cuánta basura!
Doña Dolores, metiéndole los papeles entre los dedos de la ma­
no, se chunguea.
–¡A poco quería que fueran dólares!
Dice, y se retira muy garbosa, dueña ya de la mercancía.
Dirígese entonces a otro puesto, pretendiendo comprar frijol y
café en cantidades.
Se hace poner varios kilos de lo uno y de lo otro, muy bien em-
pacados, dentro de la cesta. Saca, como antes, sus «revalidados»;
pero verlos el placero y apoderarse, con habilidad verdaderamente
sorprendente, de los paquetes para vaciarlos en los cajones, fue to­
do uno.
–¡Ah que ordinario! –dicen a una ama y criada, quedándose al
pronto desconcertadas.
El otro hácese el desentendido, como si lo de ordinario se lo di­
jeran a otro.
Doña Dolores se recobra; a poco se le sube lo Jiménez a la ca­
beza.
–Anda, ve por el gendarme –le dice a su fámula–; a ver si no
acata este grosero las disposiciones del gobierno.
El placero sonríe. Lo del gendarme, ¿qué le importa? Para eso
le da su buena propina todas las mañanas.
Lolita, a su vez, espera en el triunfo. Se pone en jarras e impri-
me a una de sus piernas un movimiento cadencioso. En torno, el
mercado continúa.
A los pocos momentos regresa la criada, gendarme al canto.
Expónele a éste el caso doña Dolores. «Señor gendarme –le di­
ce por final de cuentas–: yo iba a pagar con mi buen dinero, y este
atrevido se me abalanzó y me quitó la mercancía. ¿No es esto un
robo?»
Su contraparte niega, como un canalla, los hechos.
–¡Nada de eso! –explica–. Yo no le he vendido nada porque no
ha sido mi voluntad.
El gendarme resuelve dándole la razón al placero. Ahí no había
existido convenio ni nada semejante: el uno era dueño de sus se-
millas y la otra de su dinero.

Martín Gómez Palacio | 191


La señora Jiménez, soberbiamente, les vuelve la espalda y se re­
tira, no sin antes verter una amenaza.
–Ahorita mismo voy a poner mi queja a la comisaría, vale que el
comisario es amigo mío –mintió, en el calor del desahogo.
–¡Al cabo también es amigo mío! –contesta el mercader, imper­
turbable.
Nada, que doña Dolores había perdido la partida. Fuese a su
casa justamente indignada, prometiéndose salir de ahí a poco a
rea­nudar la batalla de los bilimbiques.
–Ahorita mismo –le anunció a la criada– nos vamos a la Mer-
ced, a ver si ahí no ha cundido la alarma.
Se entró, a dejar los platos, en su casa. Al cabo de la escalera
estaba Juan, quien vio el buen éxito de su consejo. ¿Qué tal les ha­
bía ido?
–Mal; no pude salir más que de cinco pesos. ¡Están reteaguzados!
–¡Judíos! –aludió Juan a los comerciantes–. De todas maneras
ganan.
–¡Justo es que se queden ellos con los papeles cada vez que los
declaran nulos! Y a propósito, ¿usted sabe, Juan, por qué habrá
sido esto con los «revalidados»? Tan a gusto que estábamos con
ellos.
El estudiante métese ambas manos en los bolsillos del panta-
lón.
–¡Sabrá Dios! –manifiesta–. Será que el gobierno ya no halla ni
qué hacer con tantas sublevaciones.
La señora Jiménez prorrumpió en una exclamación que le era
favorita:
–¡Maldita silla! –dijo refiriéndose al asiento presidencial–. ¡To-
dos la quieren! Oiga usted, Juan: ya que son tantos, ¿por qué no
pondrán una banca en lugar de una silla? Así cabrían todos y nos
dejarían en paz.
Estas futilezas de doña Dolores nunca merecían del estudiante
calvo los honores de la contestación.
–Bueno, vámonos –anunció, en cuanto hubo guardado la vaji-
lla, la asendereada huéspeda–. Anda, hija; a ver a quién le encaja-
mos todo este papelaje.
Y bajaron de nuevo la escalera. Doña Dolores precedía la mar-
cha. Iba jadeante, resuelta, hacia al mercado de la Merced, a tra-
bar una lucha desesperada y decisiva.

192 | El mejor de los mundos posibles


La Estación de Colonia presentaba un aspecto de marcial ani­
mación. Tres largos trenes contenían las fuerzas de caballería del
general Alejandro Martínez, quien no se daba lugar a reposo.
Contestaba al cúmulo de preguntas que le hacían jefes y oficia-
les, aunque sin dar propiamente satisfacción a cuestión ninguna.
Todo volvíase detalles de marcha, nimiedades, pero su conjunto
en­sordecía, aturdiéndolo, al buen don Alejandro. «Mi general: de
parte de mi capitán Torres, que tenga usted la bondad de dar sus
órdenes relativas a que traigan los forrajes para la caballada del
segundo escuadrón, pues no tienen qué comer los animales».
–Vamos a ver –decía precipitadamente el general–, ¿pues por
qué no los han traído?
–Porque, según informa el capitán de cuartel, se los llevó a la
fuerza el general Carmona, con una patrulla de hombres armados.
Don Alejandro se quedó perplejo ante aquella contrariedad.
–Bueno –ordenó después de pensarlo un poco–, vaya usted y
embárquese, aunque no coman las bestias, y ya pondré los hechos
en conocimientos del Primer Jefe para que le vaya a la mano a ese
general Carmona.
Y siguió dialogando con un jefe de su Estado Mayor.
A poco, llegó hasta el carro del general, un coronel altamente
indignado, en son de queja; detúvose ante la ventanilla desde la
cual podía verse al rostro simpático del general Martínez.
–Mi General –expuso–: no tiene usted más novedad sino que
los oficiales de mi escuadrón no se quieren embarcar.
Ahora sí se frunció el ceño de don Alejandro.
–¡Pero hombre! –regañó– ¿No están viendo que se hace tarde?
A ver, voy yo mismo a meter al orden a esos oficiales.
Y diciendo y haciendo, se levantó pesadamente de su asiento,
bajó del carro y anduvo por el andén entre soldados y soldaderas
que aún no se acomodaban en los vagones. Precedíalo el coronel.
Llegaron hasta la máquina de un tren que debía abrir marcha y
que venía a quedar en campo abierto. De los oficiales de referencia
no estaban sino dos, tendidos en la tierra, al parecer descansando.
El coronel desapareció tras de los carros en busca del resto de los
oficiales a quienes debía meter en cintura don Alejandro.
–¡Arriba, muchachos! –gritó éste a los perezosos–. A ver, dice
mi coronel Chavarría que no se quieren embarcar ustedes: como
sea cierto, los mando a todos a Tlatelolco.

Martín Gómez Palacio | 193


Interrumpiose al punto. Se le había olvidado que no se hallaba
de guarnición para mandar a nadie a la prisión militar de la plaza
de México.
La pareja de desobedientes habrían ido gustosos a Tlatelolco
con tal de no embarcarse. Con todo, temieron la cólera del general.
–La verdad –le dijo uno de ellos– es una injusticia mi coronel
meternos en este tren: no somos carne de dinamita.
–Ordene usted, mi general –suplicó el otro– que nos embar-
quen en alguno de los de atrás, porque si no, nos vuelan.
Don Alejandro pareció recapacitar. Esto animó a los oficiales.
–Mire usted, mi general, ¿para qué vamos a dar dado? Nosotros
vamos a matar o a que nos maten… no nada más a que nos maten.
El silencio del general hízose aún más sombrío.
–A ver, mi coronel… ¿Dónde se ha ido el coronel?
Éste ya venía de regreso. Se cuadró, manifestando con desa-
liento:
–Mi General, yo no se dónde diablos, con perdón de usted, se
han metido los oficiales, que no parecen.
–Bueno, levánteles acta por deserción. ¡Ah, oiga! En este tren
que no vaya gente; aquí mete únicamente armamento viejo y forra-
jes, con una escolta y un cabo.
–Está bien, mi general.
Y don Alejandro giró sobre sus talones, recorriendo la distancia.
Entonces se dio cuenta de que faltaba todavía mucha gente por
em­barcarse. Un soldado se apercibió de que pasaba el General y
aprovechó esta circunstancia. Salvando todos los conductos de or-
denanza, se acercó de una buena vez a don Alejandro, y le dijo:
–Mi general, ordene usted que nos cubran los cinco días de
ha­beres que nos adeudan. El capitán nos presta nomás veinte cen­
tavos diarios, de suerte que ya nos debe como seis cincuenta.
Ahora sí comenzó a enojarse don Alejandro. Aquella era una
bola del infierno y él tenía que hacerse respetar.
¡A ver, capitán! ¿Dónde está el capitán? –gritó.
Nadie acudía. El general estaba nervioso. Al cabo salió, de de­
bajo de un carro, el capitán, un hombre alto y seco. Venía fajándose
los pantalones, todavía con el cinturón colgándole por una mano.
El coraje que sentía don Alejandro Martínez hacia el soldado, hizo
que no se violentara contra el oficial.

194 | El mejor de los mundos posibles


–¡A ver! –ordenóle al mismo–. Dámele a éste cinco cintarazos, y
a todos me los subes a los carros luego, luego. Que dentro de diez
minutos no vea yo a nadie pie a tierra.
El capitán seco y desgarbado no acabó de ajustarse el cinturón,
sino que con la propia pieza le metió dos cuerazos al soldado, por
las corvas, obligándolo a subirse, rápido como una lagartija, al te-
cho del vagón donde se confundió entre las soldaderas que hacían
lumbre y a las que envolvía blanco humo.
Don Alejandro reanudó sus pasos e introdújose en su pullman.
–¡Con un diantre! –increpó, todavía enojado, a los de su Estado
Mayor–. ¡Se me hace que no vamos a salir nunca! ¡Anden, mué-
vanse! ¡A todos los capitanes, que dentro de un cuarto de hora no
ha de quedar nadie debajo de los carros; todo el que no se suba
sobre la marcha, será considerado como desertor en campaña!
¡Ándenle!
Desperdigáronse, por un lado y otro de los luengos trenes, los
mu­chachos de la plana mayor.
Mas no había pasado mucho tiempo sin que le vinieran al ge-
neral con una extraña embajada. Eran un teniente y un sargento.
–Mi general –expuso aquél–; dicen los maquinistas que si no
salimos luego, luego, ellos no salen hasta mañana.
Semejante noticia encolerizó a don Alejandro; pero no dio a
en­tender sus pensamientos. En cuestiones un poco graves, como
aquella, su no corta vida habíale enseñado que es mejor andar con
buenas palabras que con malas, y que un momento de exaltación
puede echarlo todo a perder. Así fue que se revistió de calma y
dijo:
–Bueno, bueno, díganles a los maquinistas que ya no falta nada,
que antes de diez minutos partimos, quédese quien se quede.
Fuese el teniente seguido del sargento.
–¡Caramba! –se quedó pensando el general Martínez–. El jefe
ha de creer que ya llevamos una hora de camino, por lo menos.
Complacer al Primer Jefe era la única cosa que le importaba.
Él, don Alejandro, no sabía a punto fijo cuál era su propia situa-
ción, ni conocía claramente el alcance de la comisión que le había
sido confiada por el gobierno. Iba a recuperar la plaza de León,
muy bien; pero ¿sabía acaso el número exacto de los orozquistas?
¿Algunos otros jefes habrían secundado la actitud de Orozco? Él

Martín Gómez Palacio | 195


estaba acostumbrado a no obrar sin haber, antes, cavilado lo bas-
tante; pero sin duda la política y la guerra requerían otros proce-
dimientos, porque, a lo que había podido observar en México, las
cosas no se pensaban gran cosa, sino que más bien se hacían a la
trompa talega.
Consolábalo la idea de que el general Carrera Torres cooperaría
con él en el asalto de León; pero, con todo, se hallaba muy lejos
de prever los resultados de la acción. Desanimado no lo estaba;
bastábale, para insuflarle ánimos, el abrazo que le había dado esa
misma mañana, en el Castillo de Chapultepec, don Venustiano.
«En usted confío –dijérale–; usted sabrá darles una lección a los
traidores y un ejemplo a los nuestros, que se muestran reacios a
la hora del peligro. Sobre todo, a usted se le deberá que no cunda
la revuelta en el Bajío, que nunca ha dado quehacer al Gobierno».
¿Cómo andarían las cosas, de Querétaro para allá?, seguía pre­
guntándose don Alejandro, porque ya hacía cuatro días que los
tre­nes no llegaban más lejos. Anduviesen como anduviesen, era
me­nester ayudar a aquel hombre enérgico a quien le debía su en-
cumbramiento.
Las órdenes que tenía eran de avanzar sin descanso hasta León;
después… ya se vería. Contaba con el arrojo de sus buenos mucha-
chos. Pero, el general Torres, ¿qué situación ocuparía a la sazón?
De tan cruentas reflexiones vinieron a sacarlo los individuos de
su Estado Mayor. Ya estaba toda la gente arriba de los carros; a no
pocos hubo que subirlos a fuerza de cintarazos.
–Bueno –dijo don Alejandro, no sin cierta emoción–, ¡hasta que
al fin! Anda tú, Feliciano, vete al tren de vanguardia y da la orden
de salida; y que no se obedezcan más órdenes que las mías.
Al cabo de cinco minutos se oyó un silbato flaco y desapacible.
Era el primer tren, a la dirección de un maquinista que no conocía
el miedo, mismo que había conducido al general Huerta hasta Ve-
racruz. La trompa de la máquina iba coronada de soldados, quie-
nes tenían consigna de disparar sobre todo lo que se acercase a la
vía: mujer, viejo o criatura. Este tren tomó desde luego una gran
velocidad y se perdió a todas las miradas.
Como a los diez minutos sopló la locomotora del segundo tren.
Oyose la descarga de fusilería, al aire, que hacían siempre al partir

196 | El mejor de los mundos posibles


los soldados de la revolución. Dos de ellos, ¡estarían borrachos! se
vinieron del techo abajo, de uno de los carros, en cuanto comen-
zaron éstos a moverse. Por más esfuerzos que hicieron no lograron
alcanzar las escaleras untadas a las paredes de las jaulas; fueron
regando, en su afán, por el andén los sombreros, los morrales, un
huarache… Y nada, que hubieron de desistir de su empeño para
venir a alojarse al tercer convoy.
Éste partió, al cabo de nuevos diez minutos, con la descarga y
gritos consabidos. Nadie se derrumbó, ahora, sin duda por la mues­
tra que habían puesto los dos anteriores. Y sucedió que éstos no
habían logrado atrapar la azotea de ningún carro, y, ya andando el
tren, podía vérseles a ambos infelices retroceder, en cada intento-
na de escalamiento, ante la acometividad de piernas enfundadas
en calzón, en tal número, que dijérase que al tren le había nacido
un fleco. Los únicos que guardaban silencio, que miraban en una
dirección no más, eran los indefensos caballos alineados en el in-
terior de las jaulas.
Por último, pasado un cuarto de hora largo, se movió el Cuartel
General.
Y a poco se extendía a un lado y a otro, ante la vista de don
Alejandro, el campo bendito, inmenso y dorado de sol.
Se caminó plácidamente. La llegada a Querétaro se efectuó con
gran animación por parte de la tropa. Venían a la estación cara-
vanas de gentes, y estábanse boquiabiertas a la vista del convoy,
como si nunca hubieran visto cosa semejante.
Un pedidoso abordó a don Alejandro sin que nadie lo pudiese
impedir, introduciéndose audazmente a su coche. Era un ranche-
ro conocido suyo, que se encontraba en pésimas condiciones de
dinero. Militara a la vera de don Venustiano quien había acabado
por despedirlo, según palabras textuales del propio Primer Jefe, por
la­trofaccioso. ¿Qué podía hacer por él don Alejandro? En otras cir-
cunstancias tal vez; ¡pero en campaña!
Quedósele viendo el general Martínez a la cara sin afeitar, sín-
toma inequívoco de penuria.
–Vaya a México y háblele a don Venustiano –opinó.
El otro movió tristemente la cabeza.
–Ya fui, y no me quiso almetir.

Martín Gómez Palacio | 197


Don Alejandro no podía perder tiempo. Había dispuesto seguir
adelante, sin más pérdida de tiempo que la indispensable para las
necesidades de las máquinas.
–Bueno –esperanzó a su amigo–, aguárdese para cuando vuel-
va de regreso.
Y el pedigüeño se bajó del tren. Casi lo echaron.
La marcha reanudose, al cabo de dos horas, y esta vez no ya con
el placentero desorden de antes, sino silentes y reconcentrados los
corazones, como que, más allá, todo lo cobijaban las alas del mis-
terio.
Huyó el tren explorador, y, por cortos intervalos, el resto de la
expedición.
Los muchachos del Estado Mayor, hasta don Alejandro iban ner­
viosos, taciturnos, sin chistar. Provistos de buenos anteo­jos, dos
veces columbraron, a algunas leguas de la vía, largas pol­vare­das
arcanas. ¿Sería enemigo? ¿Los querrían retaguardiar? ¡Era una co­
sa del diablo avanzar así sin saber por qué lado acecharían el es­
pionaje y la muerte!
Cada uno iba apostado en su ventanilla sin abandonarla un mo-
mento.
Se caminó medio día, con una lentitud que exasperaba, y era
que la vanguardia íbase parando ante cada objeto sospechoso que
se creía observar entre los rieles, ante todo aquello que pudiera pa­
recerse a una bomba.
Por fin, se detuvo en firme el convoy de la descubierta, no lejos
ya de Irapuato. Bajáronse los hombres que iban ensartados en la
trompa y sobre el toldo de la máquina por reconocer un puente:
estaba quemado. Llegaron, a su turno, el resto de los expedicio-
narios. Y así el general, y la oficialidad toda, pudieron certificar el
desperfecto. Desde luego se dictaron las órdenes relativas a poner
al puente las angarillas de rigor, operación que se llevaría algunas
horas.
El general en jefe tuvo la idea de aprovechar ese tiempo pasán­
dose revista a la tropa. ¿Cuántos faltarían? Las marchas son gra-
nero de deserciones. Además estaba bueno que la gente se desen-
tumeciera y se pusiese viva. Tras de ordenarlo así al coronel jefe
del Estado Mayor, marchose al carro dormitorio para presenciar
desde ahí el ejercicio.

198 | El mejor de los mundos posibles


Mas el tiempo corría y nadie se formaba. El campo aparecía en
todas direcciones inhollado por otros pies que no fuesen los del
viento. Solamente se escuchaban voces de mando.
Al cabo vinieron a informarle al general que los soldados se ne­
gaban de plano a bajar de los carros.
–¡Tales…! –murmuró.
E impaciéntase y va a ver por sí mismo qué es lo que sucede.
–¿Qué diablos pasa? ¿Qué esperan? –pregúntale al coronel.
Éste va de un lado a otro con el sable desenvainado y profirien-
do palabrotas. Apenas si oyó la pregunta que le dirigía el superior.
–¡Son retemañosos! –rugió, marchando en dirección a otros tre-
nes.
El general observó entonces que los oficiales se encontraban en
los techos, en el interior de los furgones, pistola en mano delante
de la soldadesca.
Y era que en efecto no había poder humano que hiciera a ésta
bajar, por la sencilla razón de que todos temían que otros les co-
gieran el sitio.
Se habían dado maña para hacer lumbre sin incendiar las ma-
deras, para practicar ventanas por medio de serrucho, y esto era lo
que les interesaba no perder en beneficio de los que no se habían
tomado tales trabajos. La presencia del general dio fuerza a los ofi-
ciales, y, no obstante, hasta que uno de ellos disparó su pistola por
vía de intimidación, no se consiguió que la tropa fuera desalojando
sus lugares. Un capitán tenía cogido por el pescuezo a un soldado
insolente que daba una guerra atroz en el escuadrón.
–Ora, mi comandante, no me agarre así, que me duele el brazo
de las riumas.
–Si, hombre, suéltelo, no sea abusivo –intervino una de las sol-
daderas, con las enaguas recogidas y una sartén en la mano, los
mofletes rojos y sudorosos de cocinar.
–¿Abusivo? ¿abusivo? –se burló el capitán, y asentándole un pun­
tapié al soldado por debajo de la rabadilla, lo mandó más que de
prisa a ejecutar la orden recibida.
Fueron formándose los de tropa, de pésima gana, en el llano.
Fríamente adelantaban un paso conforme iban siendo nombrados
por la voz apocalíptica de un jefe, y de peor manera procedieron en
seguida a hacer el paso veloz y otras prácticas, hasta que, al ca­bo,

Martín Gómez Palacio | 199


se dispuso la vuelta a los carros. Entonces prodújose una confusión
alarmante, con nueva intervención de oficiales, cintarazos, bo­feta­
das y pistolazos, hasta que se rehízo la calma en torno al lar­go
convoy. Se sirvió enseguida el rancho y vino por último la no­che,
clara y mansa, indiferente a tan mezquinas y bélicas maniobras.
Antes de que apuntara el día siguiente se terminó de ahuacalar
el puente, pudiéndose proseguir la ruta.
Se pasaron tres estaciones sin que ocurriera novedad. En cada
una de ellas, el encargado del telégrafo anuncioles paso franco, to­
da vez que los hilos funcionaban. Así fue que, cuando don Alejan­
dro y su Estado Mayor advirtieron que el tren que los precedía es­
taba inmovilizado en medio de una llanura, se preguntaron a que
obedecería aquella parada. Cuando llegó el Cuartel General tuvo,
necesariamente, que pararse a su vez. Bajan los ayudantes; van a
ver qué ocurre. El tren que marcha inmediatamente adelante no
es la causa de la detención, sino el anterior, al mando de un mayor
muy ladrón que le había impuesto a don Alejandro el Ministro de
la Guerra. La causa del paro es una inofensiva vaca que el mayor
de marras pugna por hacer subir al tren, hurtándola. La empre-
sa no es obvia. Se ha construido, con unas tablas, una explanada
des­de la puerta de un furgón hasta el suelo que pisa el rumiante;
mas éste tira acosones a diestro y siniestro, con gran regocijo de la
soldadesca que mira el espectáculo. Hasta una docena de hombres
interviene en la faena, unos tirando al animal por los cuernos, otros
empujándolo por detrás, por los flancos. hasta que se consigue ha-
cer pasar a la azorada bestia. Así se ha perdido más de un hora. El
tren explorador no se columbra.
No lo alcanzan sino hasta Silao, donde se detiene un momento
la expedición. En esta plaza las noticias son malas. Debía haber
pasado por ahí, ya hacía dos días, el general Carrera Torres, por
tierra. ¡Y nada! Rumorábase que había sufrido una derrota por fuer-
zas orozquistas.
El general Martínez traga gordo, pero ordena que se prosiga la
marcha sin pérdida de momento hasta León. En cuanto se cono-
ce este dictado, cinco oficiales se acercan reservadamente a don
Alejandro.
–Mi general –le va diciendo cada uno, que no discrepan entre
sí, los cinco–, ya hace tiempo quería suplicarle que me cambie del

200 | El mejor de los mundos posibles


escuadrón donde estoy incorporado, porque, la verdad, no me llevo
bien con el comandante. ¿No podría usted pasarme por de pronto
a su Estado Mayor?
Todos, todos quisieran refugiarse en el Estado Mayor.
Don Alejandro se irrita.
–¡Pero hombre, qué miedo tienen! ¡Ni parecen mexicanos! Án-
denle, váyanse a sus puestos; ya saben cómo se castiga la desobe-
diencia frente al enemigo.
Y los trenes adelantan nuevamente, lentos, pesados, como si los
aguardara la catástrofe. Pasan una estación, sin novedad. Ensegui-
da de avanzar algunos kilómetros, los ojos se llenan de pavor a la
vista de unos escombros, los restos de otro convoy, que se miran
regados.
Don Alejandro se acalora. Va aturdido.
Mira con sus prismáticos y torna a observar polvaredas sospe-
chosas. Esta vez no se engaña. Es gente de a caballo que atisba el
paso de los trenes. Y, sin embargo, el jefe de estación en Silao le
aseguró que no había novedad por aquellos contornos. ¿Sería un
villista el tal jefe?
Porque así ganaba Villa.
¿Qué hacer? ¿Retroceder? ¿Y si estuviese, ya, retaguardiado?
De pronto pasa muy cerca, casi rozando la ventanilla, un fan-
tasma cadencioso. Don Alejandro se estremece, no vuelve la ca­ra
para ver al ahorcado. Tampoco rige en sus pensamientos; no da nin­
guna orden. Al cabo se hace un verdadero lío, pierde la serenidad,
los bártulos… Ve a los muchachos, les habla y les dice:
–Ya lo saben: cuando oigan el traquidazo disparan todos, fuego
a discreción.
Los muchachos casi no lo escuchan.
De pronto, y como si lo Desconocido no aguardara sino aque-
llas palabras, atruena los aires un ruido espantoso que sacude las
paredes de los carros; se escuchan ayes, ecos lastimeros. Luego se
cierne sobre las frentes interrogantes un silencio mortal. Don Ale-
jandro, los ayudantes esperan, paralizados de terror. El silencio se
estira penosamente. Al cabo, y como no se produce ninguna de-
tonación, saltan a tierra, adelantan, y advierten algo desgarrador,
monstruoso. Un hacinamiento del que entresalen algunas nubeci-

Martín Gómez Palacio | 201


llas de humo. Y, sería que el viento cambió otra vez de dirección,
pero volvieron a oírse quejas y lamentos.
No puede, el Estado Mayor, llegar hasta el centro de la catástro­
fe porque un fuego de fusilería comienza a azotar en torno, le­van­
tando las balas, al pegar en tierra, diminutas y múltiples ampollas.
Todo el campo cruje. Entonces se produce una confusión indes-
criptible. Nadie manda, nadie se hace escuchar. Jefes, oficiales y
soldados no sirven sino para extraer los caballos de las jaulas.
Jadeantes, atropellándose, tienden las pasarelas; pero los bru-
tos, espantados, se resisten. La operación requiere tiempo y el si-
niestro convoy está enteramente flanqueado. Graniza el fuego, los
hombres caen. Por fin puede montar el general, montan igualmente
algunos otros y huyen por sobre cadáveres. Nunca se ha visto pér-
dida tan terrible. No escapan ni cincuenta individuos; todo el resto
es aprisionado o muerto.
Don Alejandro corre desesperadamente, sortea las líneas de ti­
radores que salen a un lado y a otro. Luego el camino se hace es-
peso, sopla un viento fresco, de río. El terreno esta resbaladizo: el
caballo es verdaderamente elástico. Ya oye los gritos, los silbidos
de los perseguidores. Muy luego se siente herido, va a caer, pero
un movimiento del animal lo endereza en la silla. La montura se
detiene a la orilla de un torrente impetuoso que se presenta de
súbito, y, como si se encontrara en la caballeriza, comienza a hus-
mearse tranquilamente sus patas delanteras. Espolea don Alejan-
dro; fuera de algunas vibraciones de su piel cimbreña, no da trazas
de echarse en la corriente. Y el pobre hombre, oyendo a sus espal­
das grande gritería, hace un trampolín de la cabeza de la silla y se
echa al río caudaloso siendo al punto cobijado por las aguas.
Pretende nadar, pero va herido y una como garra irresistible lo
atrae al fondo. Levántase una onda y lo cubre, penetrándole por
boca y nariz. Una sensación roja e inmensa, como si su cerebro se
contrajese en un silencioso grito de desesperación; pero luego, una
dulzura, una quietud… La superficie del río parécele una veste
azul y resplandeciente, bellísima, y su cabeza, rendida, se aban-
dona a lo que un momento antes fuera ola asfixiante y que ahora
cobra la blandura de una almohada de paz.

202 | El mejor de los mundos posibles


SEGUNDA PARTE

Martín Gómez Palacio | 203


Estremecimiento

H an pasado algunos años. El tiempo, inexora-


ble y fuerte, ha ido carcomiendo los perfiles
de las cosas, como hace la neblina cuando adelanta arrebatada-
mente en la montaña. La vida, ese gran misterio, teníale deparada
a la señora Jiménez una sorpresa que hacíale mover las manos en
abultados giros. ¡La señora Jiménez! ¿Era acaso la misma que an­
taño presidía las decentes juergas de su casa de huéspedes propia
para estudiantes? No, ya no era la misma. ¡Ni los muchachos eran
los mismos! De todos los que vivían en la casa cuando el bai­lecito
dado por Javier Horcasitas el día de su santo, no quedaba ninguno
excepto Pancho Lara. Éste sí que era fiel. Semejábase a esas plan-
tas trepadoras a las que no hay manera de arrancar de los muros
sobre los que han crecido, si no es matándolas. Pancho era, pues,
el único superviviente de una época de agradables recuerdos.
Solían charlar, él y doña Lolita, de aquellos tiempos. Recorda­
ban uno por uno a los desaparecidos. Quién, como Horcasitas, ha­
bíase cambiado de casa; quién se había casado; quiénes los más,
tras de haberse recibido se habían marchado a sus Estados. ¿Y las
muchachas? ¿Las amiguitas de entonces? ¡Ah, ellas! Aún más in-
constantes que los hombres, aún más frívolas. A las vegadas, do­ña
Doloritas se ponía decididamente nostálgica.
–Los he de juntar a todos –decíale a Lara–, los he de juntar
a todos un buen día. Les he de poner telegramas a donde se en-
cuentren para que vengan a verme, y así nos hemos de encontrar
reunidos otra vez, aunque sea un día, una noche… ¡Así se me qui­
tarán algunos años de encima!
El veterinario dejábala hacerse ilusiones. ¿Quién iba a volver
atrás la corriente del tiempo?
Conchita, la rapaza que no ponía ambos pies simultáneamente
en el suelo, se había convertido en una chica en pleno periodo de
crecimiento, flaca y pálida y con los ojos muy abiertos a la vida.
En cuanto al fiel Lara, el pobre no conocía una hora de descan­
so. El tiempo que le dejaban libre las labores de la veterinaria, em­

Martín Gómez Palacio | 205


pleábalo en correr, ya a casa de Roberto Palacio, ya a la de Javier
Horcasitas, sus viejos, sus queridos amigos.
La noticia que había originado la sorpresa de doña Dolores, vi­
no como atraída por sus propios pensamientos: diéronsela un día
por la tarde, y, por la mañana sin saber ella misma por qué, había
estado pensando en Consuelo, en Consuelo y en Roberto, cuyos
amores se declararon en la sala de su casa en ocasión de una fies-
tecita.
Aquella misma tarde, tras de recibir el notición, se hallaba en
la propia sala, de tertulia con dos señoras amigas suyas con más la
presencia de Lara y de Conchita. Su asombro ruborizábala a ella
misma como un evidente mentís a la grande experiencia de mujer
de cuarenta años de que tanto alardeaba. No tocaba, como de cos­
tumbre, Conchita esa vez al piano, ni la madre disfrutaba de su
peculiar y notorio buen humor, riendo con roncas carcajadas, fu-
mando cigarrotes; algo de lo suyo le faltaba a la salita que siempre
vibraba al ruido de la más animada charla, con las reuniones de
confianza, con los ensayos de comedias. Parecía cargada de som-
bra. Hasta las cortinas estaban como apachurradas ante la grave-
dad del ama de la casa.
–Todos los días se aprende algo nuevo, todos los días aprende-
mos algo –decía la señora Jiménez con sentenciosa voz y ojos ta-
maños–. Lo que sí les juro a ustedes es que nunca una muchacha,
antes de Consuelo, logro pegármela a mí. ¡Por Dios que nunca,
nunca hubiera creído!
Las otras dos señoras, menos aún. No trataban a Consuelo de
todos los días como la Jiménez, ni presumían de igual conocimien-
to de la vida. Conchita todavía mucho menos, porque no estaba
en edad de comprender ciertas cosas. Escuchaba la conversación
poniendo todo su cuidado para entender, para adivinar.
–Y mire, Doloritas –reconocía una de las visitantes–, en el úl-
timo baile, ¿qué tiempo hará, Conchita?, yo me fijé bastante en
Con­suelo y por Dios que nada le noté.
–Me alegro, me alegro por tontas! ¡Ah, muchachas locas! ¡Ojalá
que les sirviera de escarmiento a las otras! –y la Jiménez clavaba
una mirada feroz en el semblante de su hija–. Pero no; que segui­
rán como si nada hubieran visto –y poníasele trágica la faz bigo-
tona que tan en su centro se hallaba en las reuniones de su casa,

206 | El mejor de los mundos posibles


cantando cosas de su tiempo, abundantes en gorgoritos, en recur-
sos musicales. Y proseguía aún: –¡Y es que ni siquiera les importa!
¡No se dan cuenta de lo que ven!
Ambas personas, que eran la visita, manifestaron intención de
hablar, medio al torrente que fluía en los labios de doña Lola, pero
ésta no las dejó meter baza.
–En mis tiempos, ¡cuándo, pero cuándo nos habían de dejar a
las muchachas ir solas a los paseos, a los cines, a esos ci­nes del
diablo! ¡Vaya!, ni siquiera a la esquina de nuestras casas. ¿Que se
presentaba un novio, un pretendiente? Pues a casita luego, a ha-
blar con los padres de uno. Nada de ventaneos, ni mucho menos
andarse paseando solos por todo México, una friolera, co­mo quien
dice…
Las dos solteronas juzgaban que estaba muy bien todo el fuego
de doña Dolores, que la pobre Consuelo no merecía ser perdona-
da. Que cayera, sí, sobre ella el peso de la cólera del cielo y de la
tierra. No hablaron, sin embargo; era tal la solemnidad que la voz
de Lolita infundía, que temían aparecer de palabra insegura, de
mezclarse en el férvido discurso. Pancho Lara trató de aplacar los
ánimos.
–La civilización, doña Lolita…
–¡La civilización! ¡La civilización! ¡Que tomen ejemplo, que to-
men siquiera ejemplo las jóvenes! –y la escandalosa patrona fulmi-
naba a Conchita de una mirada–. A ver si con lo que ha pasado se
animan a irse el cine con el novio. ¡Jesús, esos cines! Yo no puedo
ir a un cine, qué quieren ustedes, yo no puedo con el espectáculo
de las parejitas de enamorados que sólo están ronroneando en lo
más obscuro, muy pegados, y chas… y chas… –y doña Lola simu-
laba el murmullo de los besos–. En mis tiempos, ¡cuándo! Apenas
si se permitía dar un beso en la mano, pero ahora, ¡claro!, ¿para
qué ha de ser la civilización? –y reía con huecas y roncas carca-
jadas–. ¡Naturalmente! ¡Si hemos de ser en todo como en Nue­va
York, como en París! –y se hacía tensa la burlona carcajada.
Al llegar a esta parte donde la ironía tuvo entrada franca, como
por encanto desapareció la cólera de doña Dolores, volviendo, con
su charla, a inspirar más confianza a sus amigas. De esta guisa
pro­siguió:

Martín Gómez Palacio | 207


–¡Por Dios que esa Consuelo sí que me la pegó a mí, y bien pe-
gada! Todavía, cuando me dijeron que estaba enferma, no lo creí,
dije que eran calumnias. ¡Si nada la traicionaba, si estaba como
siempre! Y lo más curioso, su tía; la bemba de doña Felícitas!
Riéronse todos. Una de las amigas, solterona apergaminada, de
ojos amarillos, preguntó con terrible malicia:
–¿Y el pajarito?
–Voló, hija; anda tú a echarle garra.
–Si a mí me dijo Tulita que no se ha ido, que aquí está… –se le
fue la lengua a Conchita.
–¡Tú te callas! –exclamó la madre, sorprendida de tanta audacia.
Y la otra amiga, una sombra enjuta, como para dulcificar la acri­
tud del incidente:
–¿Y la criatura?
–¡Ay, si lo vieran qué gordo! ¡Pobrecito! –y el alma se le partía
a doña Dolores–. Ése es el que va a pagar el pato; lo que sucede
siempre, hijas.
–Y el pobre Roberto, ¿lo sabrá?
–Yo creo que mejor cuenta le tendría saberlo –contestó riendo
otra vez doña Dolores.
Luego su voz se hizo más suave y hasta confidencial. Volvió a
su cantilena:
–Que tomen, que tomen ejemplo… Por eso les está uno dicien­
do siempre: «fulano no te conviene, zutano no me gusta…» Es por
el bien de ellas. Es natural, Pancho, es natural; ustedes los hom-
bres no pierden nada… Yo, por eso, le tengo enseñado a Conchita
que me diga todo lo que le pasa, que no me oculte nada. Las mu-
chachas, bueno es que alguna vez tengan alguna debilidad, pero
luego reflexionar, y defenderse; para eso está uno.
Y tras una pausa en la que vagaron a su sabor las almas de las
criticonas, fue cayendo la noche en la sala la tarde aquella en que
Conchita, fría de pavorosa emoción, no llegó a poner sobre el pia­
no la lámpara familiar que buena falta hacía, ya fuese con la me­
cha exiguamente levantada para no cansar los ojos saltones de do­
ña Dolores.
Pancho Lara tenía unos amigos muy originales. Dos de ellos, so-
bre todo, cuyo trato frecuentaba en una cantina llamada «El Sub­

208 | El mejor de los mundos posibles


marino», contraesquina de la Cámara de Diputados. Uno, el señor
Castorena, era jefe de puertas del Teatro Esperanza Iris; el otro,
don Lencho, un viejo empleado de Hacienda, y ambos, compadres
entre sí. Entre los dos contaban más de un siglo. La amistad de
Castorena era de pingües beneficios: gracias a ella tenía Lara en-
trada gratuita a los espectáculos que se daban en aquel coliseo;
en cuanto a don Lencho, no tenía otra gracia que ponerse unas
borracheras insignes, merced a las cuales le acontecía al buen se­
ñor salir a cuatro pies de «El Submarino». Así, como su compadre
nunca se emborrachaba, lo que se llamaba emborracharse, por las
venas de don Lencho sí se extendía, con facilidad pagana, el alien­to
del dios. Y con tal divergencia compadecíase la diversidad de tem­
peramentos: el jefe de puertas era hombre grueso, apoplético, por
más copas que ingiriera no llegaba más que a bambolearse sobre
sus cimientos, al par que el viejo burócrata era tan flaco y pálido
que, él sí, a falta de bases suficientes, a la mejor daba la testera­da.
Pancho Lara servíales a ambos a maravilla para despachar parti­
das y más partidas de dominó, en ese juego entre tres que se lla-
ma «chingolita». El señor Castorena, fuera de las horas en que su
presencia se hacía indispensable en la puerta del teatro, que eran
al principio de las funciones, se daba por entero al inocente pasa-
tiempo; el señor don Lencho no tenía ninguna preocupación, ni
para qué salir de la cantina. Castorena ejercía un dominio decidi-
do sobre su compadre y, por razón de edades, sobre el veterinario.
Al primero no lo llamaba de otro modo que: «compadrito, no sea
usted imbécil», cuando el fervor del juego los ganaba. Al otro le de-
cía con imperio: «ahora le toca a usted, Francisco; parece que no
está usted en su juego… Dóblese, dóblese», acababa, empleando
un término técnico.
Era a la reunión de estos dos amigos a donde Pancho Lara pug-
naba por conducir a Roberto Palacio, en un anochecer en que se
encontraron impensadamente en la calle. Roberto había confesa-
do aburrirse lamentablemente y el buen compañero, que se diri-
gía pre­cisamente a «El Submarino», le propuso:
–Ven, para que te distraigas.
Roberto era un abúlico y se dejó llevar. ¿Qué decía la calle de
Santo Domingo? ¿Doña Lolita de Jiménez, cómo estaba?
–Cada rato se acuerda de ti.

Martín Gómez Palacio | 209


Roberto caminaba en una atmósfera de recuerdos. Tanto le pun­
zaron, que se arrepintió de haber aceptado aquella invitación, pen-
sando que mejor se encontraría paseando solo como antes.
–Hombre ¿sabes?, yo no sé jugar dominó, ¿qué diablos voy a
hacer ahí? Además, tengo un pendiente…
–No tienes ningún pendiente. Ven, te presento a unos amigos
y ya está.
Y como si tan inexpresivas palabras tuvieran una fuerza supe-
rior a la suya, Roberto penetró a la cantina precedido de su cama-
rada.
Ahí estaban ya, contra el mostrador, los dos compadres. Lara
presentó:
–El doctor Palacio…
Don Lencho se bromeó desde luego con su presentado.
–Pero qué, ¿se lleva usted con este sinvergüenza? –dijo, abra-
zando al campechano.
El jefe de puertas del Teatro Iris no era afecto a bromas, ni a
perder tiempo tan preciado como en el que se está en una cantina.
–A ver qué toma el señor –ofreció.
Roberto pidió coñac, adhiriéndosele todos menos don Lencho
que siempre bebía «habanero».
–Hoy se puede tomar coñac –filosofó este último mientras el
cantinero servía las copas con arte maravilloso, colmándolas sin
verter una sola gota–, lo que antes, cuando estaba la revolución en
su fuerza, ¡qué esperanza!, ni los ricos. Yo me acostumbré enton-
ces al «habanero» y no me pesa, porque me cuesta menos.
–Bueno, compadre, no lo platique tanto –impacientóse Casto-
rena–. ¡A beber!
Y bebieron, Lenchito haciendo gestos; su pariente espiritual chas­­
queando la lengua.
–Por el gusto de habernos conocido, joven –agregó el del teatro
mirando a Roberto con sus ojos inyectados.
El mismo Castorena dijo todavía:
–Vamos a sentarnos. A ver un dominó, veremos qué tal lo hace
el doctor.
–Ni bien, ni mal –repuso el aludido–. No sé; será la primera vez
en mi vida que coja unas fichas.

210 | El mejor de los mundos posibles


–¡Pues entonces nos gana! –se asustó Lenchito sentándose tra­
bajosamente en una frágil silla–. Ya se sabe, Dios protege a la ino-
cencia.
Se rieron los dos más jóvenes de la partida, ocupando igualmen­
te asientos endebles, con retorcidas patas de alambre y casi nada
de respaldo. El más gordo de los cuatro ya había ocupado la ban-
queta mullida y suave a la que servía de respaldar la pared. En este
lugar como que presidía la cosa. Desde luego tomaba en todo la
iniciativa. Sacaba papel y lápiz para llevar cuentas de las ganancias
y pérdidas, lista que colocaba a su lado; en seguida revolvía todas
las piezas, sobándolas bien contra la mesa con sus manos capaces,
y, mientras hacía gritábale al mesero:
–A ver tú, que tenemos sed.
Don Lencho pretendió esa vez ser él quien llevase la lista, para
eso trabajaba en Hacienda.
–¡Ah que compadrito éste! –resistió Castorena–, ¡cómo presu-
me con su empleo! Tal parece que mi trabajo no es de importancia.
¿Ustedes se imaginan la faena que tengo que desempeñar a diario
para no dejar entrar al teatro a los gorrones? El día que gusten no
tienen más que asomarse a la sala: de todo el público, las dos ter-
ceras partes no pagan ni un solo centavo.
Roberto manifestó asombro. Lara, que estaba impaciente por-
que a don Ricardo –que así se llamaba Castorena– todo se le iba
esa noche en discursear, díjole a éste:
–A ver, le ayudaré a hacer la sopa…
–Ya está, ya está –contestó don Ricardo imprimiendo a las fi-
chas las últimas revoluciones.
Luego repartiéronselas entre los cuatro, poniéndolas, quien pa-
radas a lo largo, quien a lo ancho, ya en una o bien en dos hileras.
Don Ricardo aventó al centro de la mesa una ficha.
–¡Ya comienza a perseguirme la mula de seises! –dijo.
Seguía, por tirar, Roberto, que estaba a la derecha de don Ri-
cardo. Instintivamente sacó de entre las suyas, una pieza que os-
tentaba un seis en una de sus mitades, para emparejarla con la fi­
cha anterior. Esta acción, sin que Palacio supiese por qué, hizo
es­tremecerse a don Lencho que era el que seguía en juego. Este
mismo, después de pensarlo mucho, colocó una figura al lado de
la de Roberto.

Martín Gómez Palacio | 211


Sin hacerse esperar, Lara hizo otro tanto, y en seguida don Ri-
cardo recomenzó la jugada, para continuar con la misma jeringa
Roberto, don Lencho y Pancho Lara.
¿Esto será todo?, preguntábase el doctor, que no veía en aquello
ni pizca de emoción, hasta que, tocándole tirar a don Lenchito,
éste se detuvo unos instantes, indeciso. Decídase al fin por una
ficha, cógela, y ya va a plantarla cuando se arrepiente de súbito y
retrae su mano arrepentido.
–¡Se quemó! –dijo don Ricardo lanzando una carcajada.
Pero luego tiró don Lencho sin volverse atrás, y, por lo visto,
bien tirado. Lara dio unos golpes sobre la mesa con su mano exten-
dida, y lo propio hizo don Ricardo: era que no tenían pieza alguna
que cuadrase con la que había puesto don Lenchito. Palacio buscó
bien entre las que a él quedaban, aunque sin resultado. Entonces
el empleado de Hacienda siguió jugando solo, muy contento, hasta
que acabó con toda su dotación. Hecho, el señor Castorena metió,
sin más, su mano en todas las figuras que aún quedaban en pie, y,
tumbándolas, hizo cuentas. Perdía el propio don Ricardo quien, al
ver los tantos con que habíanse quedado los dos jóvenes, exclamó
malhumorado:
–¡Qué bárbaro! ¡Me quedé con toda la tinta!
Y se apuntó una raya en la lista. Luego se limpió el sudor con su
pañuelo. El vencedor, satisfecho, encendió un cigarro.
–Ahora hago yo la sopa por derecho propio –tornó a hablar el
perdidoso revolviendo otra vez las fichas–. ¡Con un demonio! –gri-
tó, dirigiéndose al mozo–. Nos traes esas copas, ¿sí o no?
El mozo era un infeliz que de fijo dormiría muy poco, pues no
oía las órdenes y los ojos se le cerraban, recargado como estaba en
un rincón del mostrador. A las voces del señor Castorena volvió a
la realidad, sacudiéndose.
Recomenzó la partida. Fueron jugando uno tras otro, en silen-
cio. Una de las veces en que tiró Roberto, don Lenchito agitó todos
sus miembros. Estaba nervioso.
–¡Hasta chispas saco!
Palacio deploraba no entender el intríngulis de todo aquello. Se
aburría a más no poder. El coñac le daba sueño y no salió de su
marasmo hasta que un ruido extraño los hizo a los cuatro volverse

212 | El mejor de los mundos posibles


a un rincón. El pobre mesero había azotado con su cuerpo en tie-
rra, de puro desvelado.
Como si aquel incidente marcara otro acto en el interior del es­
tablecimiento, penetraron de pronto hasta cinco individuos altane-
ros y pagados de sí mismos, ocupando una mesa. El mesero, que ya
se había despabilado completamente, fue a atenderlos.
A la sazón habíase llenado la hoja de papel en que se llevaba el
pormenor de las pérdidas. El señor Castorena extrajo otra de su
car­tera, poniendo la primera a su lado, sobre el asiento, debajo del
sombrero.
–Esto hay que guardarlo como oro en polvo, porque si se pier-
de…
El único que no había perdido era Roberto. La profecía de don
Lencho se cumplía. En verdad, Dios protegía a la inocencia. Don
Ricardo se fastidió de hacer, nada más él, la sopa; así fue que le
pasó las fichas, a que las revolviera, a su compadre, que cada vez
estaba más trémulo de pulsos al cabo de cinco «habaneros».
El final de la partida se acercaba. Con dos o tres juegos más,
llegaríase a la meta prefijada. Por tanto la atención de los cuatro se
redobló. Salió don Ricardo, a quien decididamente se le había pe-
gado la mula de seises; jugó en seguida Roberto, plantando, nada
más que al azar, la figura que le pareció adecuada.
–¡Caramba! –exclamó don Lencho–. ¡Bien jugado!
–¡Mucho! –corearon Castorena y Lara.
Roberto no se daba cuenta de su hazaña. A renglón seguido le
tocaba tirar al burócrata; mas no se decidía por ninguna pieza. Lo
pensaba. En su interior se adivinaba una lucha tremenda.
En esos momentos se acercó a la mesa una vendedora de bille-
tes, una chiquilla de sonrosado rostro y ojos grandes e ingenuos,
aunque con grandes ojeras y labios pálidos de hambre.
–¡Los veinte mil de mañana! ¡Aquí está el de la suerte! –se em-
peñaba en cantar, y proseguía: –Ande usted, jefecito, cómpreme
este huerfanito.
Don Lencho se impacientó, porque lo turbaba, e hizo por apar-
tarla bruscamente metiéndole una mano por la cara.
–¡Mi madre! –exclamó, furioso.
Por la sonrosada cara con sombras grises pasó, como una nube,
la humillación. Agitose en ella lo que se agita en toda mujer cuan-

Martín Gómez Palacio | 213


do se siente conmovida por una ofensa: los senos. Se le vinieron
deseos de llorar, de pegar, y al fin, tras un dengue de desprecio,
pronunció unas palabras, que unidas a la que la había azotado,
constituían un atroz insulto para el liviano que había ultrajado pri-
mero. Don Lencho se puso colorado y Castorena lanzó una carca-
jada.
–¡Vaya con la muchachita! –dijo, poniendo de nuevo su aten-
ción en el juego.
Palacio se sentía mareado. El dominó no lograba interesarlo, a
pesar de las voces con que salmodiaban sus triunfos los demás.
Veía las fichas que se iban adhiriendo unas a otras en el centro de
la mesa y formaban, ya una cosa larga cual cometa, ora una espe-
cie de cruz en la que el durangueño sentía sacrificada su actividad,
bien un cuadro semejante a un corralito.
A las vegadas abríanse de un salto las hojas de las puertas. En-
traban gentes que tomaban una copa y se iban. A la mejor era al­
guno que buscaba a alguien y, no encontrándolo, desaparecía por
donde mismo había asomado. Roberto los envidiaba, porque no es­
taban ahí, clavados a una silla, sino que se iban rodeados de liber-
tad, hacia el placer tal vez, cosa que él no había conocido aún a
pesar de los años vividos en la pecadora ciudad.
Los diputados, pues tales eran los cinco individuos altaneros
que habían entrado hacía poco, ahí estaban a un lado, en torno de
una mesa, bebiendo cerveza. Bajo las cabelleras hostiles al peine
lucían los ojos inexpresivos que no tenían más propiedad que la
de estar muy abiertos, como para no permitir que nadie tomase el
pelo que quedaba un poco más arriba. No había uno solo de ellos
que no tuviese en su persona alguna nota chillante: ya la corbata
frenética, ya el furioso guardapolvo del calzado. Cursilería. ¡Y si
fuese sólo de los trajes! Pero cursilería intelectual, que es la peor
de las cursilerías.
Guardaban silencio los flamantes diputados. Quizá se ocuparía
el pensamiento en deducir la cuota diaria correspondiente a los
mil pesos que cobraban cada mes. Resultaría ser de treinta y tres
pesos treinta y tres centavos… y siempre quedaba un pico.
Realmente, podía cada diputado estarse toda la vida repitien-
do el número treinta y tres, y ni así salía la cuenta exacta de los
mil pesos mensuales. ¡Qué bonito es hacer cálculos complicados

214 | El mejor de los mundos posibles


de los dineros que nos pertenecen! Quizás cada uno de los cinco
comparaba el costo de la cerveza que tenían servida con lo que ha-
bía ganado en el día, y, ante la ridiculez de aquella suma, se bebía
su vaso, tan contento.
Pero no se sabían sentar, aquellos señores diputados. No harían
carrera, porque en política, para llegar, precisa saber sentarse, des-
cansando bien la rabadilla, en tanto que ellos se hallaban en sus
asientos como sobre ascuas: levantaríanse, de seguro, más cansa-
dos que habían llegado.
La partida de dominó se había concluido al fin, justamente unos
minutos antes de que empezara la función en el Teatro Iris. Don
Ricardo Castorena, sacando de bajo de su sombrero la primera lis­ta
y juntándola con la segunda, se perdió en un mar de cuentas que
hubieran hecho estallar, no la pequeña cabeza del empleado de
Hacienda, sino la del propio ministro del ramo.
Ya salían del establecimiento, cuando penetró otra vendedora
de billetes. En México se remite la resolución de todos los proble-
mas al día en que se le pegue al «gordo» de alguna lotería. A esta
vendedora ya la conocía Roberto. Era una fresca moza del pueblo;
pero ahora presentábase cargada con una criatura envuelta en el
rebozo. Con la mano que apenas le quedaba libre ofrecía al públi-
co la buena suerte.
–¡Hombre!, mire usted –le dijo Castorena a su compadre fiján-
dose en la mujer–. ¡No hay derecho! ¡Haberle hecho un hijo a esta
infeliz!
Y tras esta vana lamentación salieron los cuatro de la cantina.
Roberto paseaba, impregnado de crepúsculo, por el tramo pos-
trero del Paseo de la Reforma, el que llega a depositar el ansiado
beso en ese mar de hojas y de trinos que se llama Chapultepec.
Iba a lo largo de una zanja bullidora, y hubo un momento en que
el dolor ganó hasta el más hondo tejido de su corazón y el deseo de
morir se hizo infinitamente dulce y amoroso. Determinado estaba
que no sería el vicio su refugio, y caminaba absorto, horriblemente
razonable, inerme, sin un velo en sus ideas, sin un cloroformo en
sus sentidos. De pronto detuvo sus pasos. El cielo estaba exhausto
por el crepúsculo. Apoyose en un tronco de árbol, víctima de una
pereza atroz de seguir caminando. Así de desmazalado, recorrió

Martín Gómez Palacio | 215


en un segundo su existencia pasada: aquel desmayo no era sino la
con­tinuación de los desmayos de que estaba compuesta su vida.
No iban siendo sino más dilatados y profundos. El recuerdo de
Consuelo, puro ya como una onda de viento, «anemiaba» su cere-
bro. Veía extenderse ante sus pies el sendero enarenado y parecíale
que, para avanzar, tendría que asirse de un tronco y del siguiente.
Tuvo un poco la noción del no ser.
Sin embargo, aquellos apesgamientos eran siempre pasajeros.
Re­cobrose. ¡Qué ligereza de visión y de piernas! Solía rematar
así, en esos remansos, la cauda de muchos días llenos de menti-
rosa placidez; como si de la larga quietud se levantaran, voraces,
corrientes sutiles que lo atravesaban. Dolíale entonces, con dolor
agudo y simple, la caída de Consuelo, a la que en un principio pre-
tendió no dar más importancia que a la caída de las hojas.
Ya no eran los pensamientos de un principio, ya no buscaba la
causa de tanto fracaso, ni en dónde estaría, en la progenie de Con-
suelo, la fractura, el nudo fatal.
Dolíale la suerte de aquella criatura inquieta y perezosa a un
tiempo mismo. ¡Cómo recorría él, de una ojeada, la breve historia
de aquella cantarina juventud! ¡Cuántas actitudes de Consuelo!
Surgiendo de la escuela, brillante de pureza, y su paso apresu-
rado y distraído por el Mercado de las Flores y por la parada de
los trenes; el regreso de ella a su casa, en ciertas noches, cuando
él esperaba a la sombra de un arbolillo, amoratada de frío la carita
vivaz bajo el agobio tibio de una piel; hablando de todo, riendo de
nada; y ahora, por último, tronchada, vencida, anhelante y llorosa,
desprendida del flanco de grosero militar como un copo de nieve
del agrio costado de una roca.
Porque virgen más que nunca la veía Roberto ahora que la había
abandonado toda candidez. Jurábase que su carne habíase hecho
más blanca y sus ojos más suaves y más claros. Y cada dolor de la
indefensa, cada lividez, cada mirada, cada humedad de sus labios,
cada vuelo de su manga, detalles que se esparcirían quién sabía
bajo qué climas, bajo qué cielos, bajo qué lluvias, entrábansele a
Roberto en sus crepúsculos enfermos como huracanes encontra-
dos, y era su mal como la floración desgarradora en que paraba el
proceso de muchos días engañosamente limpios de toda idea de
sufrimiento.

216 | El mejor de los mundos posibles


Otra vez caminaba solitario por la elegantemente fría plaza del
Ajusco. Placíale este lugar aristocrático, y siempre, hacia el atarde-
cer, pasear por las partes lejanas de la capital, las menos invadidas
de funcionarios insolentes y nuevos ricos. Los bulevares, el bosque
eran sitios imposibles. A la mejor se topaba con un carruaje en el
que viajaba un ministro con una sonrisa estúpida plasmada en to­
da la cara.
Los cristales de los palacetes circunvecinos se incendiaban a
la magia inefable de la hora. Era grato pensar en las cosas desin­
teresadas de la vida. El amor se había ido con Consuelo, y ahora
¡cuánta soledad dispuesta a llenarse de nuevo con el divino eflu-
vio! ¡Dos años, tres años iban corridos ya con sequedad espiritual!
¡Qué lejos Consuelo; qué lejos, qué olvidada, Teresa! ¿Dónde es-
taría la siguiente mujer? ¿En cuáles nuevos ojos se atrincheraría,
vigilante, el amor? ¡Oh!, por sentirlo de nuevo hubiera tenido por
bien empleada su larga temporada de abstinencia total. Nada más
que por el primer estremecimiento de la nueva pasión, hubiera ben­
decido la luenga sequía y la cruenta espera en soledad.
Y todo estaba arreglado para que por su vida pasara esa misma
tarde una nueva mujer. Es decir, muchas habían pasado desde la
desaparición de Consuelo; pero lo que se llama «una mujer», que
tuviese en los ojos malicia, misterio en el andar, una fue la que
se metió esa vez en el campo de sus miradas. Era bella, era rubia.
Hallábase con su madre en una de las bancas que rodean la fuente
monumental. Cuando Palacio, al pasar, alzó un poco la vista movi-
do por la inesperada visión, ella, el nuevo amor, tuvo un chispazo
en los ojos que para otro que no fuera Roberto hubiera significado:
«¡Al fin… te cogí!»
Y el misterioso aliento se esparció ¡otra vez! en sus venas.
¿Quién había dicho que la vida era cruel y sin objeto? Cuando
los ojos de «una mujer» la alumbran, es una senda dulce en un
dul­ce crepúsculo.

Martín Gómez Palacio | 217


Desga rr a dur as

F altaban cinco minutos para las doce cuando el


licenciado Platt subía a su despacho por uno
de los ascensores del bello edificio «Banco de Londres y México».
Era un hombre robusto, pleno de vida. Su fuerte comple-
xión daba bien a entender que no se trataba de un ser eminente-
mente intelectual, ya que no basta, para serlo, con estar provisto
de un título profesional. Entre los médicos, entre los abogados, es
evidente que hallan cabida sabios y jurisconsultos; pero por regla
extensa médicos y abogados no suponen sino un ganador de dine-
ro, un individuo que vive –y muchas veces vive bien– gracias a sus
piernas más que a su cabeza, que no sabe arriba de tres o cuatro
cosas fuera de las cuales es tan ignorante, aún dentro de su misma
profesión, como un cargador o como un gendarme. Es, en una pa-
labra, un ser perfecta, definitivamente vulgar. De este número era
el licenciado Hugo Platt.
Durante los cortos minutos que duró la ascensión, dio señales
de hondo enfado, de amargo descontento de sí propio. Habíase le­
vantado a las diez y media, y eso a las volandas; luego había ido a la
Cámara –pues era diputado– de donde no consiguió desprenderse
sino a los diez para las doce. De esta hora hasta la una, ¿qué nego-
cios iba a arreglar en el bufete? ¡Imposible! La cosa no marchaba.
Era, sí, de la mayoría parlamentaria, y como de tal grupo depen-
dían magistrados y jueces, mucha gente importante lo buscaba;
pero no tenía tiempo para ocuparse de todos los asuntos que se
le confiaban. Iríanse los dos años de su ejercicio político sin que
pudiese formar capital, y ¿después?... Todos los que ahora lo bus-
caban volveríanle la espalda, porque claro, la gente no llevaba sus
negocios con el buen abogado –en México ya nadie sabía quién era
buen abogado ni quién no lo era–, sino con el político influyente.
Los mil pesos mensuales que como diputado ganaba no le servían
para nada. No ya ahorrar, pero ni siquiera tenerlos por el presente.
El dinero que se ganaba en la Cámara era un dinero salado.
Cuotas para el «bloque», contribuciones para banquetes, gastos
para preparar la campaña del siguiente periodo, y, por último, que

218 | El mejor de los mundos posibles


parientes, amigos y hasta desconocidos se creen con derecho a los
mil pesos famosos, y así, de toda la gente que iba al despacho, las
cuatro quintas partes hacíanlo para pedir, mas no para dar. ¡Es
más lo que se supone el público de lo que realmente significan los
mil pesitos en bolsa de diputado!
Entrevió, en la sala de espera, multitud de personas. Las mandó
al diablo por lo bajo y entró en su escritorio por una puerta vedada.
En cuanto apareció, la mecanógrafa, una chica con unos zapati-
tos a dos colores, un verdadero pimpollo, colgó precipitadamente el
audífono del aparato telefónico cortando una carcajada cristalina.
Peor para el público que aguardaba, porque entretenía la espera
con la desenfadada conversación de la empleadita.
Sentose el licenciado ante su mesa y llamó al pasante, un mu­
chacho que era el hazlo-todo. A otro abogado no lo toleraba, pues
siempre éstos pagan mal: escamotean el dinero, se llevan a los
clien­tes, por eso estaba bueno aquel joven ingenuo… mientras lo
fuese.
Se presentó el pasante.
–Buenos días, compañero.
Con esto de «compañero» creía Platt llenar la diferencia entre
lo que en verdad pagaba al muchacho y lo que debiera justamente
pagarle.
–No me habló usted de ningún asunto –prosiguió– sino del em­
bargo en lo de «Mohler y de Gress». ¿Se hizo? ¿Quedaron ya em-
bargados todos los automóviles existentes en la «Chalmers Motor
Cars»?
El pasante bajó una pierna que tenía montada en la otra para
subir luego ésta sobre aquella. Se puso un poco pálido.
–No, señor licenciado.
–¡Válgame, válgame, válgame! –rugió Platt-. ¿Habla usted en se­
rio? Lo primero que le encargué ayer, que no se pasara el día sin
asegurar esos automóviles. Y todo por su timidez. Con esa timidez
usted no sirve para abogado. ¿No le he dicho mil veces que usted
es igual, enteramente igual a cualquier otro hombre? ¿Qué ningu-
no tiene absolutamente nada que usted no tenga?
El pobre joven seguía con los ojos al jefe que se paseaba de un
extremo al otro de la pieza.

Martín Gómez Palacio | 219


–Pero señor, si no ha habido ninguna timidez. Lo único que
pasa es que el secretario del Juzgado Cuarto de lo Civil nos ha en­
gañado vilmente tanto a usted como a mí.
Esto de que alguien lo hubiera engañado, hizo pararse al aboga-
do con ojos interrogantes.
–¿Cómo?
–Pues recibiendo de usted, ayer por la mañana, cincuenta pe-
sos comprometiéndose a practicar el embargo, y recibiendo en se-
guida cien de la parte contraria con tal de no practicarlo.
El jefe seguía sin comprender. La desvelada de la noche ante-
rior no le permitía hacer un fuerte acopio de entendimiento.
El pasante continuó:
–Yo no me di cuenta sino hasta después, cuando me lo explicó
el abogado de la contraparte. Ahí tiene usted que voy por el se-
cretario, como habíamos quedado, a las tres, y tomamos un coche
para dirigirnos al lugar de la diligencia; llegamos, y se empezó a
escribir el acta… –yo, lo que siento, son las burlas de que estaría
siendo objeto–. Iríamos como a la mitad, cuando el secretario co-
mienza a sentirse mal, como con retortijones; hace, sin embargo,
un esfuerzo y sigue escribiendo; pero al ir a hacer la traba de ejecu-
ción tira la pluma y se echa en el suelo, de un patatús, e imposible
terminar el acto. Aventando espumarajos se sale y se trepa en el
coche.
–¡Valiente sinvergüenza!
–Y así cumplió con las dos partes y le salió su tarde por ciento
cincuenta pesos. Yo, ¿qué iba a hacer? No hubo nada de timidez.
El licenciado Platt tragaba amargo.
–Naturalmente –dijo– ya habrán tenido tiempo de pedir su am­
paro.21
Después de una pausa, en la que se paseó agitadamente por la
estancia, continuó:
–Otra vez no se aparta usted del secretario desde que le dé el
dinero hasta el momento de la diligencia, y le cuida las manos si
alguien se le acerca a su mesa.
Despidió al pasante. Comenzó a recibir a la gente y a mentir
como un cínico. A todos les aseguraba que esa mañana había es-

21. Amparo. En México, un recurso legal.

220 | El mejor de los mundos posibles


tado en los tribunales viendo sus respectivos negocios; ponderaba,
en fin, su quimérico trabajo para que cada cliente fuera abriendo
la llave de los honorarios.
Cuando se hubieran marchado todos, incluso la señorita y el
pasante, se dirigió al teléfono. Habló con tres mujeres. A las tres
las llamó «preciosa», y con cada una le sucedió lo mismo al final de
la correspondiente conversación: ya se habían dicho adiós, ya iba el
a colgar el audífono cuando ella le decía: «Oye…», y le soltaba una
frase que lo ponía encabritado. Pronunciaba él, a su vez, palabras
confusas con toda la sangre agolpada en el cerebro. Luego íbase a
comer, siempre con amigos, comidas pesadas, y a beber alcohol. Y
se sentía feliz nadando en aquel estercolero de hipocresía y veneno
a que algunos llaman «placer».
En una de las salas del Hospital Morelos tenía lugar la clase de
ginecología. Dos veces por semana acudían a ella los alumnos del
último año de medicina entre quienes se encontraban Javier Hor-
casitas y Roberto Palacio. El Hospital Morelos es el de las flores
del vicio. A otros hospitales van los parias de la salud con la espe-
ranza de sanar; a éste no. A éste son arrastradas las hijas del amor
y de la noche cuando ya en ellas se han perdido por completo las
funciones de relación. De él no hay más que dos salidas: el mani-
comio o la fosa común.
Para llegar al salón de clase, había que seguir un corredor así
como atravesar dos salas con enfermas. El corredor doblábase en
un ángulo recto, y, al estilo colonial, servíale de vértice un ancho
pilar con hornacina. Así como el del hospital y el de la cárcel son
los olores más tristes de la vida, así los rincones son los lugares más
tristes de cárceles y hospitales: parece que las basuras que en ellos
deposita el viento nos van a contagiar de males interminables y as­
querosos.
Durante el día, había paz en las dos salas de enfermas. De és-
tas, las había que permanecían inmóviles horas y horas, acostadas
boca arriba, sin dolor pero sin esperanza: otras, formando grupo
en el espacio habido entre dos camas, hacían labor de costura y
conversaban de vez en cuando en voz muy baja. No faltaba quien
se paseara a lo largo o quien pugnase por asomar la cara a los bal-
cones, aunque esto se hallaba terminantemente prohibido. Había

Martín Gómez Palacio | 221


silencio, había tranquilidad. Pero en la tarde, al hacerse de noche,
cuando la luz se fugaba por las ventanas, entonces hacían crisis los
afanes contenidos, las pujantes ansias de libertad y de placer en
lucha con la muerte cercana. Y cuando pasaban los estudiantes
pa­ra entrar en clase, se agitaba bárbaramente aquella carne acos-
tumbrada al pecado, y el sofrenado deseo y la ironía sangrienta po-
níanse a flor de labios para abrevar en la moviente ola de juventud
que pasaba.
Javier Horcasitas, el pálido veracruzano de ojos profundos, era el
más perseguido. Lo miraban, le sonreían, llamábanlo con un pre­
texto cualquiera y le deslizaban entre los dedos, o en los bolsillos,
pedazos de papel surcados con terroríficas patas de mosca.
Una noche en que le tocó quedarse de guardia ocurrió un caso
verdaderamente singular. Dormía el practicante en un pequeño
cuar­to aislado, y todo el tiempo estuvo llamando a su puerta, gi-
miendo, una cortesana vulgar a la que caracterizaba una miopía
que la iba dejando ciega –llevar lentes una mujer de su oficio hu-
biera sido ridículo, monstruoso, inconcebible.
Javier en un principio, no le había hecho caso. Remachó bien
su puerta, dispuesto a descansar. Pero la voz velada y henchida de
súplicas trasvolaba por los ámbitos tenebrosos, adquiría sones des-
garradores, y el estudiante no podía dormir. Era dolorosa, era triste
aquella voz estéril que rebotaba en los muros amasados de olvido.
La podrida carne recogida ahí, en el hospital, ofrecía en la pobre
miope una pulsación, goteaba una última gota de sangre espesa y
negra, extendía un dedo con postrero ímpetu de vida.
Toda la noche estuvo la terca mujer hecha un ovillo en el um-
bral, poblando el muerto ambiente de imprecaciones y de quejas.
Horcasitas no chistaba, la tiraba a loca.
Ya próximo el amanecer, se hicieron extremadamente débiles
las voces, pudiendo él dormitar un poco entonces. Luego se des-
pertó, con algo de incierto temor mezclado de curiosidad levantóse
y fue abriendo poco a poco la puerta. Un bulto informe cayó, a sus
pies. Medroso, examinó a la reclusa, encendiendo la luz. La miope
había cumplido su amenaza, las reiteradas amenazas de toda la no-
che que ya flaqueaba a través de las altas y estrechas claraboyas.
Todavía tronchaban su maltratado cuerpo extraños sacudimientos,

222 | El mejor de los mundos posibles


tenía en la boca señales inequívocas de envenenamiento y en una
de sus manos, agarrotadas, un frasquito de láudano, vacío, cuyo
con­tenido apurara.
El licenciado Platt tenía con su pasante, encerrados ambos en
el «privado» del bufete, una cuestión desesperante. Aquello no po-
día continuar. El bandolerismo judicial había acabado por ponerle
los nervios en punta; el despacho se hundía.
–Lo que no me explico –decía después de una tregua– es que
mis quinientos pesos hayan valido menos que los trescientos de la
señora Flores. Muy bien que el juez, por trasmano, me haya man-
dado pedir quinientos pesos para resolver favorablemente a los in­
tereses de mi cliente, esto me parece la cosa más natural del mun-
do; admito que, por trasmano también, le haya pedido trescientos
pesos a la señora Flores, temiendo no conseguir nada por el lado
de acá. Lo que no entiendo es por qué, habiendo logrado ambas
cantidades, me echa a mí la sentencia en contra. ¡Esto se me ha­ce
completamente absurdo!
Y, dando pasos agigantados, llevábase una mano a la cabeza co­
mo si dentro sintiera un cataclismo, como si las matemáticas le
hubieran dado un frentazo. El pasante tuvo entonces una exclama-
ción que, aunque pareciera irónica, podía muy bien ser la verdade-
ra clave del misterio.
–Señor, quién sabe si al juez le haya parecido más honrado fa-
llar en pro del que le dio menos dinero. Así como así, ha dado un
mentís al tan traído y llevado apotema de que la justicia se vende
al mejor postor: él la ha vendido al peor postor.
Pero el licenciado no estaba para cuchufletas. En cuanto le fue­
ra posible, interpondría su influencia en la Cámara para mandar al
diablo a aquel funcionario inmoral. ¿Pero por qué demonios to­do le
salía tan pésimamente? Ya, lo que le pasaba, parecía cosa de bur­
las. ¡Con mil rayos!
El joven gozaba interiormente con semejantes muestras de des-
concierto. ¿Quién sería más cínico, el funcionario o el postulante?
Lo que en verdad había pasado, él lo sabía. El pobre juez debía
sen­tirse apenadísimo con el licenciado Platt. Todo había sido un
descuido de uno de los escribientes del juzgado. Cierto que se ha-
bían hechos dos proyectos de sentencia –él, el pasante, los había
visto–, uno resolviendo el pleito en favor del bufete y otro, según

Martín Gómez Palacio | 223


los intereses de la señora Flores; ésta había dado, efectivamente,
trescientos pesos, y, en cuanto a ellos, era inconcuso que habían
aflojado quinientos del cuño corriente mexicano. Pero haber fir-
mado el juez y haber cosido al expediente, en vez de un modelo del
fallo, el otro modelo, eso no podía deberse más que a torpeza del
escribiente encargado de tales pormenores. Con seguridad que los
quinientos pesos los devolvería íntegros el juez. Ahora que quizá
no hiciese lo propio la interpósita persona, y el pobre juez cargaría,
de todos modos, con el sambenito.
–¡Esto es una bola, esto es una bola! –monologaba el licencia-
do, que sentía caliente la cabeza. Y, fiel a su costumbre de no tapar
el pozo hasta después de ahogado el niño22, le advirtió muy serio
a su pasante.
–En otra ocasión no me le da usted dinero a ningún juez hasta
que no salga la sentencia y hasta que usted la vea.
–¡Hum! –contestó el aprendiz de abogado–. Se me hace que en­
tonces no saldrá nunca. Me dirán que más vale pájaro en mano
que ciento volando.
–¡Bueno! –gritó, interrumpiéndole, el jefe, que se había puesto
decididamente nervioso–. Pues entonces no suelte la moneda has-
ta que el juez no firme en su presencia. Dando y dando.
Hubo una pausa. El maestro continuaba paseándose de ángulo
a ángulo y el discípulo, moderadamente, mantenía las manos den-
tro de los bolsillos de su pantalón.
Entró la señorita. Ahí estaba el señor Tardós.
El licenciado arrugó toda la cara. Había citado, en efecto, al se-
ñor Tardós; pero no había tenido tiempo para imponerse del estado
de su asunto.
–Dígale que estoy en una junta, que vuelva mañana. –ordenó
aquel hombre que tenía siempre la mentira flotándole en la boca.
Fuese la empleada.
Reinó otro silencio. Al cabo el pasante lo rompió, diciendo:
–Señor licenciado, ¿y el escrito de exposición de agravios, en lo
de Fabela y Peimbert?
El interrogado dio un salto.
–¡Ah! Hágalo. Luego, luego.

22. Alude el autor a un proverbio mexicano.

224 | El mejor de los mundos posibles


–Es que usted me dijo que me daría los fundamentos.
El letrado tras de reflexionar un segundo, dirigióse a un librero
y echó mano a un tomo, lanzándose al índice como el único puerto
de salvación.
–¡Qué fundamentos ni qué fundamentos! –dijo– ¿Quién va a
leer el alegato que hagamos? Eso ya pasó de moda. Hay que cubrir
ciertos requisitos de forma y nada más. Le aseguro a usted que si
les ponemos a los magistrados una mentada de madre entre otras
cosas, nada tenemos que temer, porque ni leen, ni hacen caso de
lo que alegan las partes, ni nada.
Mientras así decía, dio por fin con el texto que buscaba, ade-
cuado al caso; pero, con tal mala suerte, que el condenado autor
daba el triunfo a la tesis contraria. Fatigado, pasóse las manos por
el cuello y le largó el libro abierto al discípulo.
–Cita usted –díjole– a este autor y transcribe esta parte, hasta
aquí, lo demás no lo vaya a poner.
¡Claro! Como que «lo demás» era el verdadero sentir del autor.
Luego vio su reloj. Era ya la hora de marcharse. Sentíase satis-
fecho de haber resuelto el problema de los alegatos y, como hom-
bre que mucho pesa, abandonó su bufete.
Estuvo en seguida en una cantina céntrica donde apuró hasta
cinco coñacs, en unión de varios compañeros de Cámara de los
cua­les ninguno cedía a otro en importancia. Ahí lo volvió a tratar
mal la suerte. Perdió a los dados cuatro tandas seguidas.
Cuando salió del bar, ya el paseo, en la Avenida Madero, de-
clinaba. En una de las calles transversales aguardaba su coche y
fue a tomarlo, pues él ya nada tenía que demandarle a la vida: era
hombre de automóvil. En teniendo un vehículo de esta clase, el in­
dividuo, en México, ya no inclina la cabeza ante nadie; puede mi­rar
de frente a cualquier prohombre, aspirar a todo género de honores
y al favor de todas las mujeres. Antes de tener automóvil no se es
nada; en teniéndolo se es todo. Tener casa propia y coche propio,
he ahí el ideal que alienta desde la escuela el joven de porvenir. Y
Platt ya lo había alcanzado. Valía más que algunos que venían al
paseo en coche prestado.
Subió a su «Essex» y se sentó pesadamente ante el volante.
Desde ese momento vio la vida de modo distinto que caminan­
do a pie. Cabe hacer una distinción entre la psicología de un ex-

Martín Gómez Palacio | 225


tranjero y la de un mexicano: aquel generalmente emplea el auto-
móvil como un medio rápido y cómodo de conducción, viaja en él
naturalmente, sin insultar a nadie; mientras que el mexicano, des-
de que se ve sobre ruedas, siéntese formado de una pasta aparte,
mira a los peatones con un desprecio soberano, los provoca, los
hu­milla, no parece sino decirle a todo infeliz que atraviesa la ca-
lle ante su paso: «¡Ahora, imbécil, quítate o te mato!» Y si no es
él quién maneja, entonces es peor, porque no le falta sino gritarle
al chofer: «¡Atropéllalo, aplástalo sin temor!». De tipos así está for­
mado el paseo de la una, en la Avenida Francisco I. Madero.
Ya tomaba el diputado Platt la dirección de su casa, por San
Juan de Letrán, cuando se ofreció a sus ojos una aparición radian-
te. Al par que él salía, entraba en el paseo, manejando ella misma
su flamante «Buick», toda bella y retardada, la Güera Saracho, la
hembra más envidiada de las mujeres y las más deseada por los
fifís23 del bulevar; linda, con tonalidades de sedas, como adelan-
tando el crepúsculo en aquella hora del sol tórrido y cerebros ane-
miados por el trabajo, la intriga y el alcohol. Sus cabellos no más
eran rojizos, sino suavemente rubios; la arrebolaba una lámpara in­
terior de ensueño y de malicia; había pintado sus pestañas que, ne­
grísimas, hacían un contraste diabólico con los ojos opalinos, el
lí­v ido cutis y el muriente cabello.
Ella y Platt eran amigos. Al verlo, la Güera levantó un brazo en
alto, mas sin mover ningún dedo de la mano, en un extraño saludo
como esos con que los boxeadores se presentan al público.
–Hugo, llévame a comer.
–Pues vente.
Entonces un muchacho que viajaba en el fondo del «Buick» sal­
tó, sin aguardar más órdenes, al asiento delantero, y Lupe subió,
con hombruna agilidad, al lado de Platt en el «Essex».
Después de rápidas evoluciones por las calles, a la sazón casi
desiertas, salieron a la calzada de Tlalpan. En ella abrió el diputa-
do todas las llaves de la rapidez. Devoraban kilómetros. No se veía
siquiera el campo. Los raros viandantes se abrían, dejando li­bre
la carretera, desde antes de que pasara el auto, porque la loca ve-
locidad advertíase en sólo la cintilación del guardabrisa. Como la

23. Fifí. Apocope de fifiriche: títere, mequetrefe.

226 | El mejor de los mundos posibles


calzada era recta, por momentos quedaba abandonado el volante,
y entonces él y ella, enardecidos, se besaban en la boca. De Hui-
pulco para allá, el camino no era tan sedante y se estrechaba. Los
muelles crujían. El coche iba dejando tras de sí un telón de polvo.
Al tocar Xochimilco, poco faltó para que matasen a unas criaturas
que jugaban en el arroyo. Siguieron el camino carretero, hasta los
viveros, a donde llegaron, por total de cuentas, en muy poco des-
pués de media hora.
Al bajar del coche tenían en los pies, todavía, una sensación de
movimiento. Adelantaron. El canal estaba vacío de embarcacio-
nes, las aguas, bellamente tristes.
Ocuparon una mesa en el restaurante situado al borde mismo
de la espejeante cinta.
Enmudecían. Ella miraba. Placíale la belleza incipiente que se
alzaba, tímida, de las chinampas. Porque Xochimilco no es una
belleza acabada: es una belleza que empieza, que nace continua-
mente. Es un boceto, es semejante a un cuadro dejado sin termi-
nar por el pintor. Los sauces que se entreveran en la lejanía azul,
agobiados de simetría, le dan al paisaje un decaimiento casi físico,
como si la naturaleza ahí enfermara. El ambiente es diáfano, con
la diafanidad de los pesares hechos viejos.
Lupe miraba, extasiada. La belleza incipiente, la belleza niña
se le metía en el corazón haciéndola amar con lástima el paisaje, el
paisaje abocetado, la tela inconclusa, el cuadro dejado sin terminar
por el artista sin pintar todo su dolor.
Platt pidió cocktails y les sirvieron unas mixturas endiabladas,
tanto, que a la tercera toma el paisaje se salió de quicio. Los árbo-
les se hicieron más lejanos y el agua ya no lloraba, reía.
Al diputado lo estaba cargando un tipo en una mesa algo dis-
tante.
Uno que se había convertido en sombra pertinaz, que miraba
a la Güera con perseverancia, con aplicación, con desafío para él.
Ella habíalo notado; pero disimulaba. Temía a Platt con copas.
En el alma de éste se albergaba un súbito odio mortal. Sentíase
víctima de una de las más graves ofensas que se le pueden hacer
a un hombre: verle con descaro a la mujer que lleva consigo. Mas
las furibundas miradas del diputado no lograban infiltrar el miedo

Martín Gómez Palacio | 227


en el corazón de Javier Horcasitas –pues no era otro el de la mesa
no lejana– quien experimentaba un deseo atroz por la rubia de en-
sueño y de malicia. No tenía miedo, porque… él también llevaba
algunas copas en la cabeza. El duelo era terrible, pues mientras el
uno sentía sobre sí la magia del fuero que le garantizaba toda im-
punidad, por el otro se había matado una mujer, y el alma de una
suicida por amor da al hombre alientos para todas las audacias.
El sosiego de la hora y del sitio era inefable. Sobre las dormi-
das aguas del canal trasvolaba un suspiro sin fin, y era ahí, bajo
la clá­mide perla de los cielos, donde se agitaban lúbricas ansias
ho­micidas.
Mientras comían, con nuevos vinos, Platt frente a su compañe­
ra, Horcasitas frente al amigo indispensable en estas cuitas, cam-
biaron los dos rivales francas miradas como saetas. El humor del
abogado era crítico. Sobre su cerebro de político, siempre en ten-
sión, cerníase aquella otra preocupación amorosa haciendo de sus
nervios un apretado racimo de puñales. Cuando se levantaron de
la mesa, quiso pasar justamente al lado de los dos insolentes para
cerciorarse de su talla y de su aspecto. Javier no tembló: vio de cer-
ca a la estupenda mujer, con húmeda emoción, sin cuidarse para
nada del aforado acompañante.
Dirigióse en seguida la pareja a asomarse al vivero. La Güera,
que tenía enredado en las pestañas un nublo de embriaguez, miró
por mucho tiempo el fondo encantado, hirviente de gemas. Su ami­
go hizo que veía con la boca seca por los vinos y por la ofensa.
Inútil fue que ella reclinara todo el peso de su cuerpo contra
el cuer­po de él, inútil que le hablase con una pureza de intención
apta para desarmarlo, inútil aun que los labios pintados buscasen
cálidamente los otros labios; el turbulento amante recibió aquel
be­so, pero como dádiva que no le satisfacía ante la gana de otra
boca aún más roja y más dulce, la de la Venganza.
La tarde comenzaba a ponerse sombría. Entre los matorrales de
las chinampas, en torno de los troncos palpitaban grandes hacina-
mientos de obscuridad, y el agua se irisaba con una iniciación de
noche.
Ella propuso emprender el regreso. Él lanzó una mirada despec­
tiva a la mesa, ya apenas visible, donde se eternizaban las dos si-
luetas enemigas.

228 | El mejor de los mundos posibles


Montando luego en el «Essex», el motor trepidó en el fondo si­
lente del crepúsculo.
El auto partió como rayo, se arrancó de la inmovilidad con un
brusco salto, como si en el volante se apoyaran las manos de un
epiléptico.
Al llegar a Huipilco, al avanzar por una calle mal empedrada
donde había que disminuir el ímpetu de la máquina, volteó Platt
la cabeza, le pareció que a la distancia otro coche se acusaba. Tuvo
una mueca de despecho. Cuando entró en la recta calzada, aunque
es­trecha en las inmediaciones de Tlalpan, una idea funesta hí­zole
revelarse a la Güera, de una vez, como hombre de un valor, de una
intrepidez sin límite. Abrió toda la fuente de la velocidad. En vano
fue que ella exclamase, despavorida:
–Por favor, Hugo, ¡nos vamos a matar!
Él quería demostrar a su amante que era más audaz que todos
los que pretendían robarle dicha o placer; quizá trató de pasmarla
con su arrojo para que esa noche hubiese un fulgor inusitado en
las caricias. Pero iba ebrio. Muchas veces sólo por milagro no se
volcaron en las zanjas, en los sotos.
Ya columbraban Churubusco. Los contornos de las casas, entre
el follaje, bailaban. De pronto ven que se aproximan, paralelos, un
coche grande y un camión llenando la avenida: es preciso detener-
se, hacer sonar al menos la bocina. Platt no hace ni lo uno ni lo
otro. Lupe, más hábil que él en el manejo, adivina con la celeridad
del relámpago la intención de su amigo, quien pretende salvar el
doble obstáculo quebrando la dirección de su máquina y pasando
por el otro lado de un árbol poderoso que se alza un lado del cami-
no. Entre el árbol y los rieles del tren cabe el coche, ciertamente;
pero el viraje es imposible, no hay espacio para entrar, doblando,
en semejante barrera. La idea de Platt es absurda; lo que pretende,
una barbaridad.
–¡Hugo, por Dios, Hugo!
Y una luz centelleante la ciega. Siente como si, habiendo mar­
chado sobre rieles, el auto hubiera caído, y más aún, como si se re­
plegara, como si una mano tenaz jalara el carro haciéndolo descri­
bir un arco de círculo en torno de los fanales hechos trizas. Luego,
como si una mano le empujara a ella misma la cabeza sobre el tron­
co, apabullándole el pescuezo. Después, un silencio sabroso con

Martín Gómez Palacio | 229


voces veladas que lo moteaban. Despiértala la voz de Hugo que
está en pie, mirándolo todo con ojos dementes. Ella también, como
por resorte, álzase sobre sus piernas; le duelen todos los huesos.
De pronto Hugo saca la pistola y mata a un hombre que está a dos
pasos de él.
Las gentes retroceden; la victima cae. La maldita obsesión há­
cele ver a Platt la figura del rival en un pobre ser inocente e ino­
fensivo. El alcohol, el golpe y la obsesión han determinado la muer­
te de alguien que se acercaba en son de prestar auxilio.
Y este he­cho de sangre contagia a la Güera. Pónese terrible.
Ya no le duele nada, y a unas gentes que avanzan pugnando por
abrazarla las insulta airada.
–¡No me da la gana! ¡No me da la gana! No quiero que nadie
me cuide. Que no me toquen, que no me tengan lástima.
Sus ojos, debajo de una grieta de múrice y de plata, revisten un
esplendor aún más alucinado que los de Hugo.
A éste lo cogen, lo desarman. A ella un chofer, colocado un pa­
so adelante, sin temores, le dice:
–Nadie la toca ni nadie le tiene lástima, pero arrópese la cabe-
za, arrópesela.
Poner atención a estas palabras es causa de que le duela el ce-
rebro con dolor rayano en el delirio. Luego va perdiendo el sentido.
El exterior se pone morado.
El famoso «Essex» había costado más de tres mil pesos; lo que
quedó, pasado el desastre, fue vendido en setenta y cinco centavos.

230 | El mejor de los mundos posibles


Josefina

U n tren eléctrico, que pasó como ráfaga, derra-


mando flores de luz, y luego un landó pulqué-
rrimo entre cuyas ruedas fulgían gasas más serias; una bicicleta con
un unto de claridad desparramado en radios y manubrio; y gen­te
que pasaba, todo le impedía a Josefina ver de una vez a Roberto
Palacio que aguardaba su salida de misa en aquella mañana de do­
mingo soleada y azul.
Por fin lo alcanzó a mirar completamente, ya bajando la escali-
nata del templo aristocrático entre el grupo de sus amigas.
Roberto recogió su mirada.
Tras de conveniente andar, despidiose Josefina pudiendo el acer­
cársele y acompañarla hasta su casa.
Alargaban de intento la distancia caminando calles y calles, me­
tiéndose en claros jardines, haciendo rodeos. Ella estaba de muy
buen temple aquella mañana. Dio a Roberto su libro de misa; y po­
co después diole también la chalina, quedándose en cuerpo: para
eso habían huido los sitios invadidos de gente y ganado las últimas
calles en las que apenas si se oía un eco de la música que tocaba
en la plaza de Orizaba. Una onda de aire fresquito en el calor me-
ridiano, dándoles de lleno en las caras a la vuelta de una esquina,
hizo culminar el buen humor de Josefina que se plegó a su novio
mirándolo al soslayo para deslizarle su viejo estribillo:
–Mira, ¿ves como sí soy más alta que tú?
–Lo que veo es todo lo contrario –contestó él con risa forzada e
irguiéndose convenientemente–. La verdad, no sé por qué tienes ese
empeño de ser más alta que yo, lo que nada tendría de estético…
Pues lo soy, hijito; sólo que me haces favor de no pararte de
pun­tas.
–¡Qué puntas ni qué puntas! Con todo y tus tacones, mira…
–¡A ver sin sombrero! Exclamó ella, arrebatándoselo.
Y como ni así triunfara su esbelta talla de mujer, subió ambos
pies, preciosos, palpitantes, sobre una piedra que había en la acera,
abandonada. La piedra no la sostuvo y la linda muchacha cayó,
arro­dillada, vuelta una amapola de vergüenza. La socorrió Rober-

Martín Gómez Palacio | 231


to. Mientras la ayudaba a levantarse, ella, sacudiendo el polvo de
su falda, dijo, natural y sublime:
–¿Ves? Me castigó Dios por haber querido ser más que tú.
Continuaron su paseo.
Más de una vez tuvo él la mala intención de hacer a Josefina
una rencorosa pregunta depositada en el fondo del caviloso espíri-
tu. Por fortuna ella, quizás adivinándolo, no prorrumpió en alguna
frase o en encendida risa, ahogando la voz de Roberto. No obstan-
te, la terquedad de éste halló salida, y allá fue la pregunta torpe, la
pregunta injusta a nublar la frente tersa y conva, a apagar la sonrisa
de diamante y de oro.
–¿Cuánto tiempo fuiste la novia de… del señor que fue tu no-
vio antes que yo?
–¡Ay! ¿Pero por qué me preguntas esas cosas?
Mas los grandes ojos obscuros no hallaron piedad en los ojos fi-
jos de él, y, violentándose, viose precisada a enumerar los años, los
meses; pero como si se hubiera extendido un toldo sobre su her-
mosura. Imposible fue que riera francamente una vez más aquella
mañana. El dolor del recuerdo de un noviazgo pasado, muy ido ya,
muy cubierto de olvido; la exigencia de Roberto, a quien sin duda
asistía el mejor derecho, todo la puso inquieta, confundida.
–Perdóname –musitó él–. No creí que ese recuerdo te interesa-
ra hasta el grado de haberte entristecido.
–Pues mira, yo entendí que esta actitud sería la más digna de
tí, que te daría, vamos, tu lugar.
–Pues entonces, perdóname de nuevo por mi equivocación.
Esta vez ya no había ni sombra de ironía en las palabras del que
se había deslizado en tan lamentable pendiente. Desearía no haber
dicho nada. Él, que trató de medir a aquella mujercita, gemía en su
interior, traspasado por impensados puñales. Y puso toda el alma
en los ojos implorando perdón; pero entonces fueron inexorables
los de Josefina lastimada.
Luego de caminar algunos pasos bajo agobiador silencio, casi tí­
midamente preguntó Roberto:
–¿Irás esta tarde al té de casa de tu prima?
–No, ¿sabes?, no me gustan los tés de casa de mi prima.
Y como esta frase la había cantado con un destello que parecía
envolverla nuevamente, el taciturno experimentó otra vez el infa-

232 | El mejor de los mundos posibles


me deseo de matar aquella alegría, como si con ello gozara y no
muriera él mismo.
–Haces mal; te divertirías con las jóvenes y con… los jóvenes
de sociedad que van ahí.
–Pues aun así no me decido todavía; pero tal vez cambie de pa­
recer de aquí a la tarde.
Y tornaron a obscurecerse sus labios, y otra vez él se mordió los
suyos, arrepentido. La situación de ambos corazones iba a quedar
así, en sus respectivas posiciones, porque en esos momentos llega-
ban a la esquina donde tenían que separarse. Dijéronse adiós. Ella
con naturalidad, como en todos sus actos. Él, en cuanto Josefina le
volvió la espalda, hubiera querido caer de hinojos, mendigando un
instante nomás de atención, pero, ¡cómo destruir lo indestructible!
Y, con el corazón que se le partía, la vio hundirse en la distancia,
con un reflejo mustio sobre su blusa verde, y uno fulgurante, int-
ensísimo, en la cúspide de la abierta sombrilla.
La colonia Roma tiene, durante la noche, un aspecto sedante
que nos penetra con íntima suavidad. No se es dueño de dejar fá­
cilmente el encantado sueño de sus calles, la plasticidad de sus pa­
lacetes. Hasta los trenes que la surcan como coleópteros de oro
pa­rece que se pulen para no herir la magia de las aceras arboladas.
La plaza del Ajusco es un paseo seco, singular, elegante, de una
fría elegancia. Las distantes lámparas alumbran la nervadura brio-
sa de los troncos, y de las frondas apelmazadas cuelga la noche
co­mo un deshecho equipaje de dolor.
Por el Ajusco vive Josefina. Como las calles en las que flota un
dulce aliento, así son sus ojos, y como ellas, tristes y sombríos y
con reflejos dorados. Como la paz nocturna, así es su respiración.
¡Se parece tanto a su colonia!
Ahí, por aquellos sitios de elegante frialdad, tenían lugar los idi­
lios. Pero no eran frecuentes ni felices. Él imaginaba, él volaba, iba
más lejos que ella, quien aunque de espíritu fácil al ensueño, sen-
sible a los toques de la poesía, quedábase por bajo, y ni en su ac-
titud ni en sus palabras podía ofrecer a Roberto dócil resonancia.
Involuntariamente Josefina lo hacía sufrir.
Ella ignoraba que fuese, el de su novio, un temperamento tan
impresionable, que la sombra de una hoja de árbol al caer, o una
partícula de polvo suspensa en el camino eran bastantes a entur-

Martín Gómez Palacio | 233


biar el susceptible, el enfermo espíritu leve y sutil como el papel
oro que hasta con el contacto de una mirada se conmueve.
Ella daba a seres y cosas la luz de sus propios ojos y así todo el
campo de sus miradas era firme y sencillo. ¿Cómo imaginar que
en la mente del amado, en tanto que ella respiraba con apacible
diapasón, se produjesen cataclismos?
A él parecíale, a veces, que las palabras de la amada no llevaban
consigo alma bastante, que los labios delgados no ardían como la
víspera habían ardido, y ello bastaba para que todos los ruidos del
mundo sonaran a sus oídos lúgubremente, para que la luz gimiese
en los contornos de las cosas.
Solía sobreponerse a sí mismo despreciando tan fútiles pesares.
Pretendía ser natural y puro y no ahondar en el tremendo mis­terio:
el amor de Josefina. Pero a veces, en cambio, insistía, rogaba, y con­
cluía por cansarla, a ella, quien daba una muestra de impacien­cia
incontenible, y entonces, ciego, arrebatado, se abandonaba a un
vér­tigo de dolor, de ficticio dolor que sólo él mismo creara.
La conversación seguía entre ambos, ya herida en su base, y la
despedida era fatalmente helada. El marchábase, ebrio de sufrir;
torturábalo todo, las sombras, el silencio de la colonia. Cada paso
un desgarramiento, cada respiro una sofocación.
Así, en fuerte desespero, llegaba a su casa y a su cuarto. Ni la
noche, nada era bueno a calmar su agitada demencia. Sólo el tiem­
po, cada minuto que como gota lustral lo atravesaba, iba limpián-
dolo de rencores, de oscuridades, y su pensamiento al fin endere-
zado, lucía como el alma viva del metal. Entraba en los senderos
de plácidas meditaciones. Ella es sencilla, transparente –pensa-
ba– si se la ahonda, pronto se le encuentra el fin. Ella me quiere;
me en­gañaría yo mismo si me lo negara a mis ojos. Es toda mía,
no lo dudo, no puedo dudarlo; pero yo la amo atrozmente, con mi
al­ma ansiosa y libre de toda otra pasión. Ella me consagra todos
sus pensamientos. De noche, cuando reza por todos sus cariños,
me envuelve en el haz de su devoción, y sin embargo, me siento
desgraciado porque mi amor la aniquila; mi torrente intelectual,
vivo como un relámpago de agosto, mata al ser delicado, y tengo la
impresión de quien, por aprisionar un bello fantasma, no hace sino
estrecharse las propias manos sobre el pecho. Hoy he sido cruel
una vez más, no debí expresar mis ansias, debí haberme conforma-

234 | El mejor de los mundos posibles


do con su presencia, con su cercanía, con la contemplación de sus
ojos de donde nacen las noches serenas y apacibles.
Y a poco el contacto de las almohadas se hacía menos hostil y
la tiniebla más lánguida.
¡Pobre ser, enfermo de castidad, que se desvivía en imaginacio-
nes! Por el estrecho conducto del pensamiento ¡toda su vital ener-
gía! Josefina desplegaba una existencia plena de regularidad; ella
era una mujer normal, profunda y absolutamente normal; su amor
seguía un cause liso. ¡Pero Roberto, en cambio! Para él su vida
nacía y se acababa dentro de sí, sus ideas germinaban dementes y
prisioneras en su inerme cerebro siempre en azoro.
¿En dónde radicarían los orígenes de aquella odiada nunca que-
rida castidad? ¿Cuál era la razón de ser de aquella dolorosa absti-
nencia? ¿A dónde habían huido los prístinos sobresaltos nuncios
de la pubertad? Vuelto hacia el Pasado, congelábasele el alma ante
el espectáculo de una tenue polvareda sin riego; no había sino una
alameda de fastidio, un crepúsculo de melancolía.
La imaginación de Palacio volaba, hendía, se debatía y se fle­
xionaba más, mucho más que la de Josefina. Ella no podía entrever
semejante dolor, no creía estar en falta con él; no se juzgaba, en
amor, menos que cualquiera otra mujer, que cualquiera de sus ami-
gas. Ella daba sus pensamientos, tranquilos, no desbocados: ella
quería acostumbrada a su cariño. Pero ella, menos feliz era que el
mismo Palacio, con las esperanzas de éste, con sus injusticias. Sin
querer, una noche, durante el diálogo, hundióle esta fina daga:
–¡Qué más quieres de mí!
Y… a sufrir. Ella como mujer, resignadamente, aunque no pu-
diese evitar aleteos de fuga hacia la libertad; él, por modo despia-
dado, sin alivio, todo dentro de su ser, cárcel tremenda sin una cla­
ridad, sin una propagación de vida, sin un contacto de fuera.
El sufría, a más de su dolor, el dolor de ella, porqué él sí apre-
ciaba, en toda su magnitud, el agobio de la simple y transparente
Josefina. ¡Sí, era verdad, ella no sabía amar mucho! Dolíale azotar a
aquella mujercita amorosa, tierna, clara y de poco fondo como una
fuente. ¡Toda su pujanza, toda su juventud casta contra aquel del­
gado tronco grácil! ¡Cuántas veces, leve pluma de la pasión, toda
una cuesta bajo irresistible, llegábase inopinadamente hasta ella a
volcar su castidad, su llanto estéril, y ante la plástica actitud de Jo­

Martín Gómez Palacio | 235


sefina quien, ante su fuego, de hielo parecía, se enfriaban los ala­
ridos de su mal y caían hechos pedazos los astros de su cielo hasta
sepultarse quien sabía en qué abismos, arrastrándolo consigo sus
ideas, sus nervios, dejándolo ciego, sin dirección, en medio de un
abandono de noche y de derrota.
En una tarde de viento norte, de frío y lobregueces, iba a serle
conferido a Roberto Palacio el título de médico cirujano de la Fa-
cultad de México. Faltaba una hora para dar principio a la última
prueba, mas él no aparejaba su pensamiento con el trascendental
acto que se avecinaba. Todos los que han sido estudiantes saben
algo de esto. En cuanto falta una hora para el examen, todos los
conocimientos se evaporan, no se sabe nada de nada. Ocurre, gene-
ralmente, ponerse a pensar en algo ajeno a la escuela, mas con una
penetración, con una lucidez únicas. En un examen de psico­logía,
por ejemplo, cuando el jurado está más pendiente de los la­bios del
alumno, éste pónese a considerar que la repisa que hay sobre el
la­vabo de su cuarto estaría mejor un poco más a la izquierda que
a la derecha, y no hay poder humano que lo saque de semejantes
re­flexiones.
Así Palacio, conforme corrían los minutos de aquella difícil ho­
ra, entreteníase en recordar la primera carta de Josefina. Por ahí
mis­mo, bajo las arcadas de los corredores, había bebido la claridad
emanada del blanco pliego que surcaban pensamientos sencillos
con letra recta y firme, todo como en un prado inglés. Por ahí ha­bía
juzgado muy fácil la felicidad y, por ahí también, sintiérase rodar
más tarde por la pendiente de una idea dolorosa a la primera in-
comprensión de Josefina.
En tal estado de espíritu se alargaron las dos horas de examen,
de agobio, en las que su cerebro, oprimido, no marchaba; en las
que contestó a las preguntas de los sinodales pronto, sin reflexio-
nar, porque un momento de reflexión habría significado un silen-
cio desmoralizador.
Terminaba la prueba, por el seno helado de la escuela repercu-
tió cierta alegría de bordes oropelescos, imprecisos. El sustentante
salió del salón máximo para caer en brazos de sus íntimos. Pancho
Lara el primero, a cuyo modo de ver Roberto había «quedado muy
bien». Luego vino Javier Horcasitas; en seguida otros. Por úl­timo,
en un rincón del patio, silenciosos y descentrados, estaban don Ri­

236 | El mejor de los mundos posibles


cardo Castorena y don Lorenzo Izaguirre a quienes el flamante mé­
dico había invitado al suceso. Palacio se pegó al abultado vientre
de don Ricardo sin llegar, con sus brazos, a enlazar la importante
circunferencia. A don Lencho, en cambio, lo rodeó sin dificultad:
era tan flaco que, sin querer, le palpó las costillas.
–¡Dos horas y cinco minutos! –dijo repetidas veces, mientras
abra­zaba, el viejo empleado de la Secretaría de Hacienda.
–Bueno, a ver que tomamos –indicó Palacio pasadas las prime-
ras efusiones.
La pléyade estudiantil, que ante la expectativa de la sidra acu-
día siempre a los exámenes profesionales, salió, invadiendo a poco
las mesas de una cantina próxima. Roberto se estremeció de súbi-
to: era la última vez que pisaba la escuela. ¡Cuántas estatuas de sí
mismo, hechas sin materia, visibles sólo para él!
En tanto que la gran familia se ocupaba en despachar copas de
la pseudo-champaña, y mientras los cantineros se volvían todos
ojos para ver que no les birlasen más botellas de la cuenta, Pala-
cio repasaba los incidentes del examen. Estaba insatisfecho. Había
sucedido que, mientras el presidente del Jurado se empeñaba en
aclarar algún punto de la tesis, él, Roberto, dedicárase a pensar si
estaría a sus espaldas, entre el publico, don Lencho. ¿Qué impor-
taba que estuviese o no el buen señor? Y, sin embargo, no podía
apartar su pensamiento de aquella idea. ¡Pobre don Lencho, causa
involuntaria e inconsciente de la falta de éxito! Veíalo ahora Pala-
cio, al lado de su compadre don Ricardo, un tanto cohibidos los
dos medio al escándalo juvenil.
En cuanto se acabó la sidra que Palacio tenía contratada, mar-
cháronse todos quedando únicamente en la cantina los íntimos,
que eran cinco: aparte el examinado, Horcasitas y Lara, don Ri-
cardo y don Lencho.
Don Ricardo opinó que era ya demasiada sidra y mandó que
sir­v iesen otra cosa, coñac para todos. Don Lencho aplaudió.
–Eso me parece muy bueno para el desempance –dijo.
Por la calva le subían sombras bermejas así que empezaba a em­
borracharse.
Todos se encontraban regocijados, como libres de un peso. La
primera botella de «Hennessy» no duró nada; pidieron la segunda.
Después de haber hablado sobre múltiples temas, recayó la conver-

Martín Gómez Palacio | 237


sación el reciente acto. Don Ricardo hizo oír su desautorizadísima
opinión: Roberto había estado muy bien, no podía pedirse más.
A Javier Horcasitas le había dado por cantar. Aparte, sin mez-
clarse en la charla de sus amigos, cantaba bajito, con entonada voz.
De pronto díjole a Roberto:
–Mira, oye: voy a cantar esto en tu honor:
Y cantó:

Subí a un palacio a encender una luz elétrica


para devisar a la reina de mi amor,
y la vide venir en el centro de una flor,
y la vide venir entre los rayos del sol.

Todos aprobaron. Don Ricardo, que era el que decía en todo la


última palabra, comentó:
–¡Bonita canción! ¿Oyó usted, compadre? «A encender una luz
eléctrica…» El pobre no la tiene nunca en sus jacales, para él es la
octava maravilla. Veamos, Javier, si se acuerda del resto.
Javier sí recordaba:

Luz elétrica, agraciada y luminosa,


Tú que iluminas a la reina de mi amor…
Y la vide venir entre los rayos del sol,
Y la vide venir en el centro de una flor.

Sostuvo, el veracruzano, largamente la última nota. De súbito


la cortó, para decirle a Roberto:
–Oye, ¿sabes que tienes una paisana muy linda?
Pancho Lara exclamó:
–¡Ah, sí, la Güera Saracho!
A don Ricardo Castorena importábale un bledo la Güera Sara-
cho.
–A ver tú –gritó–, ¿vas a dejar que nos muramos los cinco, de
sed?
Trajeron otra botella que pagó el propio Castorena.
–¡Caramba! salió don Lencho de un blando estupor–. Se co-
noce que no es mal negocio el teatrito, lo que es esa jefatura de
puertas.

238 | El mejor de los mundos posibles


El otro aceptó la broma.
–Se hace lo que se puede –dijo, desde la serena superioridad
de su gordura–. No usted, que con todo y estar en la Secretaría
de Hacienda… Se me figura que yo voy a ser un ministro de las
finanzas antes que usted. El que nace para ochavo –agregó– aun-
que ande entre los tostones… de estos de ahora, de nuevo cuño.
Don Lencho no se ofendió; al contrario, se rió de buena gana.
A él que no le faltara su «habanero» y, por lo demás, que rodase
el mundo.
Pancho Lara no era un bebedor; lo acometía una debilidad ex-
trema en la cabeza y un vacío en el estómago. A ratos levantábase
de su asiento para ir por ahí, huyendo de la quema, y cuando re-
gresaba nunca la conversación versaba sobre el mismo tenor. Por
su parte don Lencho, quien, sentado, se encontraba relativamente
es sus cabales, sabía muy bien que de levantarse, daría el trastazo,
y esto procuraba evitarlo hasta el fin porque desagradaba a su com-
padre. A éste se le caían los párpados, tanto, que apenas si veía a
sus amigos con sólo un ojo; mas no era de sueño: los acostaría a
todos y seguiría todavía un buen rato, inconmovible en sus sólidas
piernas.
Javier Horcasitas era un buen parrandista, un serio rival para
Castorena, y, en cuanto a Palacio, sería por la tensión nerviosa,
mas se encontraba lúcido, como si se le hubiese abierto una ven-
tana en el cerebro.
El tiempo parece que corre, para los juerguistas, más aprisa de
noche que de día. Cuando se acercó el mozo, advirtiéndoles que
ya el gendarme del punto se estaba poniendo intransigente –las
puertas estaban cerradas pero se oía el ruido desde la calle–, deci-
dieron ir a una casa del conocimiento de don Ricardo. Habría co­
pas, pudiendo bailar Horcasitas, que era un gran bailarín.
El señor Castorena, poniéndose en pie, preguntó con garbo cuán­
to se debía, seguro de que le iban a contestar que nada, pues la
última botella de coñac estaba por él mismo pagada. Grande fue,
pues, su sorpresa y la de todos al oír la respuesta del mesero.
–Son dos pesos de los huevos duros y de las mollejas que se ha
comido el señor de los anteojos.
¡Pobre Pancho Lara! ¡No servía ni para hurtar unos pobres hue-
vos cocidos que estaban tan a la mano, ahí no más en una esquina
del mostrador!

Martín Gómez Palacio | 239


–¡Que pague, que pague este sinvergüenza! –dijo Horcasitas
dan­do una vuelta de fox imaginario.
Lara pagó su cena y en seguida salieron los cinco. Don Lencho
se asombraba en secreto de verse a sí mismo andando tan derecho,
y era que no contaba con las veleidades del dios. En cuanto se ha­
lló en la calle y le dio el aire, sintió que jalaban la banqueta y se
fue de bruces, aunque metiendo las manos tan a tiempo que libró
la cabeza, quedándose a gatas. Pero luego, ¡la levantada!…
¡Imposible de los imposibles! Los tres jóvenes reían, en medio
de la desierta calle. Don Ricardo estaba colérico, como siempre
que le ocurría eso a don Lenchito.
–Levántese compadre, levántese. ¡Qué gracia! Porque se toman
unas cuantas copas ya andan dando volteretas. Ya le tengo dicho
que no debe andar emborrachándose con los hombres.
–Sí, compadrito –decía humildemente don Lencho, siempre ga­
teando–; yo le prometo a usted que ésta será la última.
¡Cosa rara! Aquel hombre perdía, antes que el dominio sobre la
voluntad y las ideas, el mando en sus piernas. Hasta que Palacio y
Horcasitas, dejando de reír, lo alzaron y condujeron de cada brazo,
no estuvo conforme don Ricardo.
Caminaron una cuadra. En el cielo brillaban, ebrias de luz, las
constelaciones. Varios coches pasaron, los cuales hubieran querido
tomar los cinco camaradas, pero por más que estos prorrumpieron
en silbidos, los choferes, tirándoles a locos, sin hacer caso desapa-
recían en la sombra. Hasta que uno, al fin, fue más clemente. Se
comprometió a llevarlos a la casa de donde Castorena era amigo.
Acomodaron como fue posible a don Lencho, que iba pálido, pi-
diendo dispensas. Y tras un buen cuarto de hora de correr como
demonios –por la hora ya no había gendarmes de tráfico– llegaron
a un callejón negro, tan negro que inspiraba pavor, y miasmático.
Mas a poco de haber parado, y cuando don Ricardo estaba en lo de
la cuenta con el chofer, se esparcieron en la nocturna atmósfera las
notas de una batería acompañadas de cantos y risas de mujeres.
Latieron más aprisa los cinco corazones.
La amiga de Castorena tenía un nombre poético y paradójico,
se llamaba Aurora de la Vega, la cual, joven aún y casi guapa, los
recibió con grandes muestras de solidaridad.
Pasaron a la sala.

240 | El mejor de los mundos posibles


–¿No querían bailar? –dijo don Ricardo–. Pues anden, ahí tie-
nen dónde y con quién.
Antes de que acabasen de sonar las anteriores palabras, ya venía
Horcasitas, del extremo de allá del salón, bailando con una chi­ca
delgada y elegante. Se untaba, verdaderamente, el fino cuerpo al
cuerpo varonil; no parecían dos bailarines, no eran más que una
unidad de intención y de malicia.
Pancho Lara también danzó, ahí sí se atrevía, pero hacíalo mal,
no tenía el sentido de la euritmia y, con aquel llevar una mano so­
bre el talle de la pareja y la otra mano sujetándose los lentes por
encima de la nariz, no había soltura, no había cadencia.
Don Ricardo dio, por condescender, unos cuantos giros con la
señora; mas siendo así que en cuanto empezaba el ejercicio le cre-
cía la respiración hasta ahogarlo, optó por sentarse de simple es-
pectador al lado de Roberto y de don Lencho. En cuanto se sentó,
resopló muy fuerte, dio unas cabezadas y quedose dormido en se-
guida. Aquello no tenía importancia, el sopor no duraba más allá
de unos cuantos minutos, por eso fue que ni Palacio ni Izaguirre
trataron de despertarlo.
La batería metía una bulla infernal. ¿Qué música iba a ser aque­
lla? Mas había que pagarla por el sólo hecho de permanecer en el
salón. Don Lencho entregó su peso y Palacio el suyo a una mujer
que los requirió al efecto. El flamante médico miraba todo aquello
con aire de aturdido. Las parejas pasaban tan cerca de él y tan de
continuo, las piezas de baile duraban tanto, que el conjunto depri-
míalo. Una de las veces en que pasó Horcasitas, le dijo:
–Ándale, Roberto, no te pongas romántico.
El aludido estaba lúcido, no había remedio. Acercóse a don Len­
cho y le dijo al oído, señalando con una mano el salón:
–Todas están enfermas… esta es la danza de los microbios.
–¡Qué caramba, hombre, qué caramba! –respondió don Lencho.
De sopetón, se calló la música. Entonces despertó Castorena.
El señor Izaguirre se vengó de los pasados agravios, se burló:
–Mire, mire a los buenos bebedores –le decía a Palacio–, ¡y ése
es el que come lumbre, el que toma copas de plomo hirviendo!
El otro sonreía sin abrir bien los ojos.
–¿Sabe usted para qué hago como que me duermo, compadri-
to? Pues para que no me cobren lo de la música.

Martín Gómez Palacio | 241


La sala había quedado limpia. Brillaba el entarimado. De pron-
to apareció, bailando solo, Horcasitas, quien se acercó a una linda
muchacha sentada y le dijo:
–¿A que le adivino en qué está pensando? Pues en mí.
Roberto lo miraba con simpatía. ¡Qué carácter tan fácil tenía
aquel amigo! ¡Quién fuera como él!
Don Ricardo declaró que estarían mucho mejor en petit comité,
y, presidiendo la marcha, pasaron los cinco a una alcoba del segun-
do piso. Los instaló la dueña en torno a una pequeña mesa. Luego
bajó ella misma por otras cuatro amigas, a que hicieran compañía
a los señores. De regreso, ordenó lacónicamente a un sirviente afe­
minado:
–Diez cervezas al cuarto de Raquel.
No tardó, el ambiente del tal cuarto, en verse poblado de humo
de tabaco y de olor de alcohol. ¿Que quiénes eran ellos? Pues Pala-
cio se acababa de recibir, a don Ricardo ya lo conocían, el de los an-
teojos era maestro de escuela, Horcasitas era general y, el llamado
don Lencho un cura fementido. Éste rechazó el cargo, indignado;
pero la amiga que le correspondía, desde aquel punto y hora lo vio
con prevención y no hubo manera de que se franquease con él en
lo sucesivo. Pero el que más perdió con la engañifa fue Horcasitas,
a quien hicieron pagar cinco tandas seguidas. En compensación,
su amiga consagróle una admiración rendida.
–Oye, ¡qué guapo eres! Yo he estado en muchos combates, ¿por
qué no había oído hablar de ti? ¡Ah, con razón, si eres de Veracruz!
¿Ahí has operado siempre? Oyes, cuando tengas un combate, ¿me
llevas?
La charla entre los diez era animadísima. Había momentos en
que nadie se entendía porque todos hablaban a la vez. En medio de
esta algazara, una joven, la que acompañaba a Lara, salió de pron­
to de la habitación dando de gritos, presa de unos sollozos des­ga­
rradores.
–¿Qué le hizo usted, hombre! –preguntó don Ricardo.
Pero el infeliz de Lara sabía menos que nadie la causa de la rup­
tura. La amiga que le habían consagrado a don Lencho aprovechó
esta oportunidad y pasóse al lado del veterinario.
–Déjala –le dijo–, así le pasa siempre. –Y luego, al oído–: Por
aquello de las cochinas dudas yo dejo en paz a ese señor.

242 | El mejor de los mundos posibles


Aurora de la Vega pretendía que se llamase a otra acompañan-
te; pero don Lencho sonrió, desde la cumbre augusta de su borra­
chera, oponiéndose dulcemente. Con la de su compadre don Ri-
cardo había para los dos.
Palacio había reclinado hacia atrás, contra una de las paredes,
su delgada silla. Así quedaba casi tendido. Su amiga púsole am-
bos codos sobre las piernas, mirándolo a la cara con delectación.
No carecía de gracia. Muy pálida, con un temblor ligerísimo que
le apa­recía de súbito, de la ceja a la pestaña, y que casi se propaga-
ba por todo un lado de la cara. Eso le daba un encantador tinte de
perenne sorpresa, o de malicia.
Palacio, por observar el tic, casi no la oía.
–Oye, cuando esté enferma, ¿nomás tú me curas?
Luego se alzó, de en torno la mesa, una bulla. Todas se echa-
ban sobre don Ricardo.
–¡Ay, sí! ¡Ay sí! Mañana te nos presentamos en el «Iris», tú ve-
rás cómo pero nos metes.
–Pero no me tiren mi cerveza –se defendía él, resoplando ri­sas
–¡Silencio, niñas! ¡Cállate tú, Esperanza! –trataba de imponerse la
dueña de la casa.
Pero su autoridad era completamente relativa. De la mescolan-
za de gritos y de carcajadas escurríanse a veces frases paródicas:
«Silencio, niñas…», «oye, tú, que te calles». Ja, ja, ja.
Tenía mucho mayor imperio la voz de Castorena.
–Bueno, Aurorita, ¿nos piensas matar de sed? Esto ya parece
baile de rancho, que llega uno borracho y sale en su juicio.
–No lo dirá usted por mí –replicó Izaguirre–, que ya se me re­
zuma el coñac hasta por la calva.
Y, de fijo, tampoco lo decía por Pancho Lara, quien a un mo-
vimiento que hizo como para levantarse, tiró la cerveza que aún
quedaba en los vasos, manchándolos a todos.
–¡Ah, qué infeliz! –exclamó Horcasitas, irguiéndose–.
¡Qué maestro de escuela vas tú a ser! ¡No llegas ni a veterina-
rio! Eres, a lo más, un albéitar…
Don Ricardo fue más clemente.
–¡Ya se emborrachó la mesa! ¡Ya se emborrachó la mesa!
Concluido el incidente, y así que se secaron todos como pudie-
ron, volvieron a sentarse. Una de las muchachas prorrumpió en un
grito de sorpresa.

Martín Gómez Palacio | 243


–¡Miren qué bonito! –exclamó.
Unánimemente se volvieron a donde la mano indicadora se ten-
día. El sector de cielo que limitaban grisáceas cornisas, aparecía
de un subido color naranja, y algunos pájaros pasaban, hendiendo
la distancia.
–¡El amanecer! –dijeron, quien con viveza, quien con melan-
colía.
El único que no hablaba era don Lencho, que se había quedado
dormido de puro ebrio.
Poco a poco fue cobrando la distancia un aspecto de fría, de
lejana blandura. Lucieron débilmente las sábanas rígidas de un le­
cho; un tocador delineóse, brillaron pomos de cristal. Al cabo, Ja-
vier y Pancho habían desaparecido con sus amigas. Don Ricardo y
el ama charlaban muy recio.
Palacio, tendido casi, miraba ahora a aquella compañera que es­
taba a su lado y que no daba muestras de sueño ni de cansancio
siquiera.
¡Qué pálida! Sus ojeras eran como dos velas azuladas –el único
tesoro– en el amanecer de ruina y de desolación. ¡Pero qué pálida!
¡Casi traslúcida! Y la caída nerviosa del párpado que era más bien
la sombra de una caída, el salto de un pensamiento dormido en la
pestaña.
Roberto sintió despertarse en sí el carnal apetito ante la belleza
atormentada que el Mal Hialino daba a aquella mujer. Porque la
translucidez de la piel, el pensamiento equilibrista de la pestaña no
eran más que síntomas. ¿De qué le servían el rubor de las sie­nes y
la sonrisa vertical de los labios? ¡De nada! Pero la hacía irre­sistible
la atracción del contagio; estaba bella, horriblemente ape­titosa.
–¿Te choco? ¿No me encuentras de tu gusto?
La voz tocaba ya como caricia.
Los ojos de Roberto se abrieron demandando piedad. No sabía
gustar el amor carnal, no sabía, no sabía…
No lo había sabido a su tiempo, allá en los lejanos nuncios de la
pubertad, cuando se despertaba bruscamente en medio de la no­
che y su mano se extendía en vano buscando una forma soñada.
Ahí estaba, llamándolo, el placer. Y ahí estaba él, excluido, en
un ambiente de atracciones, de claudicaciones, de amor. Veía su
vida: su juventud, semejante a un pilar de incienso solidificado,

244 | El mejor de los mundos posibles


can­sado de su propio peso; su existencia fracturada de tan erguida;
sus pensamientos, brillantes, pulimentados en soledad.
Su cuerpo no sabía de doblegamientos musicales, eróticos. Re-
cordó y odió los besos castos de sus novias púdicas que se habían
llevado todos sus jugos, dejándolo inepto para la vida que palpitaba
dulcemente en torno suyo. Por eso las había amado tanto, como
ninguno de sus compañeros había amado a mujer. Recordó, odió a
Josefina, la causa más cercana del apartado desastre de su ser, la
brisa secante de los jardines de su vida, la hacedora de tristeza en
sus entrañas.
–¿Te choco? ¿No te parezco bonita?
¡Pobre compañera de unas horas, que nada sospechaba, que na­
da entendía!
Don Ricardo y Aurora habían desaparecido. Don Lencho ron-
caba.
Palacio se levantó, en señal de despedida. Miró a su amiga con
tal encantamiento, que no se enfadó, ella.
–Como quieras.
Salieron los dos. De la noche ya no quedaba nada. El pedazo de
cielo se había puesto perla y brillaba al grado de que las miradas,
puestas en él, gemían.
Ella lo acompañó hasta la puerta de la calle, obligándolo a pro­
meter que volvería. Volvería, volvería. Estacionados había dos «for-
citos». Tomó uno. En la mañana de domingo lucía el firmamen-
to vuelto más azul. Serían las campanas que propagaban su son
casto, pero el cielo parecía de esmalte. El asfalto, el Paseo de la
Reforma eran de plata.
Como a las ocho de la mañana se recobró don Lencho. Abrir
los ojos y verse en aquella alcoba abandonada, fue cosa que lo llenó
de extrañeza. Hizo un poderoso esfuerzo de memoria para recons-
truir los hechos. Se fue indignando poco a poco. ¡Él, en aquel sitio!
Tomó su sombrero y bajó la escalera. Sin que nadie le impidiese el
paso, salió a la calle y anduvo a pie una cuadra, maquinalmente.
En la esquina se paró a ver la placa. «Callejón de Tizapán». Se
quedó en ayunas. Y ni a quién preguntar, porque no pasaba nadie.
¡Claro! Todos los habitantes de por ahí, a esas horas se dedicarían
a dormir. Luego se representó, desnuda y enteca, su situación. Él
era un viejo; hacía como veinte años que no se paraba en casas…

Martín Gómez Palacio | 245


Eso de «Tizapán» no le sonaba. Al fin optó por volverse al lugar
mismo de donde había salido y echar a alguien la culpa. Iba furio-
so. Dio fuertes golpes a la puerta a tiempo en que venían a abrir
los que después vio eran dos clientes con dos amigas. ¡Peor, mucho
peor que lo hubiesen visto esos! Pero ya no había remedio. Ellos,
encandilados, subieron a un coche y se perdieron, dieron vuelta a
la esquina. Entonces don Lenchito entró ante la estupefacción de
las dos mujeres, muy ojerosas, muy raras con sus vestidos de baile.
En medio del zaguán púsose Izaguirre a tronar. ¿Por qué estaba
él ahí? ¿Por qué lo habían llevado ahí? El ya hacía más de veinte
años…
Al ruido que metía don Lencho se asomaron Aurora y don Ri-
cardo, que estaban bebiendo cerveza en una mesita del hall del
se­gundo piso.
–¡Míralo! ¿No que se había ido?
Don Lencho subió, muy alto, muy encanijado. Iba a hacer a
su compadre blanco de sus reproches. Pero en cuanto llegó hasta
ellos, Aurora ya le tenía servido un gran vaso de cerveza. Y sería el
olor, o sería la sed, ello fue que el viejo claudicó, y al cabo de cinco
minutos se hallaban los tres en alegrísima charla.
A poco tornaron a pasarle al burócrata ráfagas arreboladas por
la calva; don Ricardo casi no abría los ojos. Habíanse sumado al
grupo ambas chicas que sufrieran los primeros desahogos de Iza-
guirre, a efecto de hacer el consumo. Por lo demás, nadie daba
mues­tras de sueño.
Los focos continuaban encendidos en los cuartos vacíos, en el
zaguán, y era que nadie se atrevía a apagarlos: presentíase que, de
hacerlo, se metería el frío hasta los huesos. Y resultaba torpe el
empeño, en don Ricardo, don Lencho y las mujeres, en mitad de la
mañana del domingo y bajo el firmamento en fiesta, de prolongar
ficticiamente la suavidad nocturna.
Las horas, como lagos de paz, se ensanchaban para el alma nor­
mal de Josefina; para ella, ninguna ansiedad, ninguna precipita-
ción; un anhelo, un afán manso, de bajo color. La esperanza al fin
de la senda, como lucero.
Salvadas las superficies de su cuerpo, movedizas, estaba su es-
píritu reforzado, como a través de las frondas que el viento intran-
quiliza, el firmamento en quietud.

246 | El mejor de los mundos posibles


Pensaba, pensaba…
¿Qué le pasaba a Roberto, que a veces se mostraba incompren-
sible? Hubiéralo querido ver quizá, quizá, menos amante, pero más
acorde con la realidad que en ella abundaba.
Ella era una muchacha de su casa, una mujercita sensata.
En ocasiones temía decididamente por su felicidad al lado de
un corazón distante, opuesto, infinitamente opuesto al suyo.
El peor tormento era tener que acallar las inquietudes de su
madre.
–No, mamá; te digo que no ha habido ningún disgusto entre
nosotros. Si no ha venido a casa será porque habrá tenido algún
inconveniente.
Cuando decía estas palabras, llegaba a creerlas ella misma, y
sufría después con la vuelta a la realidad.
Roberto se ausentaba, en efecto, días enteros, y muchas veces
no había medio de explicar esas cosas a la buena mamá. Entonces
salían las dos a andar un poco por las calles encalmadas de la co-
lonia. Discurrían por la fuente del Ajusco. Josefina volvía a mirar
al sitio preciso donde conociera a Roberto, y sus pensamientos de
mujer se ofuscaban, se perdían, hacíanse un lío lamentable.
Por las tardes era débil, por las noches era mártir.
En las pujantes horas de la mañana era cuando pugnaba por
sobreponerse a su cariño y abrir por fin, todas enteras, las alas de
la libertad. La ayudarían su religión, su educación, su tempera-
mento manso, su ciencia en respirar. Resolvíase a solas a quitarse
de sí su amor, sus sueños, sus dolorosas dudas. Se quitaría todo de
encima con un resplandor semejante al que producirían sus manos
sacudiendo su falda de cascaritas, tras reposada fiesta de nueces
o avellanas. Pero luego venía la tarde, la sutil, y con sus dedos de
aromas tronchaba sus resoluciones, sus altiveces, y se daba a amar
a aquel muchacho raro, y, cosa más rara aún, no lo amaba a él por
amar sus rarezas adorables. Luego venían las noches. Éstas no te-
nían ni pujanza ni dedos sutiles. ¡Ah, sí! Por las noches era mártir.
Roberto Palacio durmió escasamente dos horas. Cuando des-
pertó, tenía la lengua cubierta de escamas. Al tratar de incorpo-
rarse, fue como si sus sesos se quedaran en la almohada, y volvió
a caer exprimido, vacío.

Martín Gómez Palacio | 247


También para él dividíase el día en zonas, cuando la noche an-
terior había sido de tumulto y de alcohol. No sufría lo mismo por la
mañana que por la tarde. En las mañanas era una sed diademada
de dolor, una infinita sed y horror por el agua. El agua que, soñán-
dola, era toda clemencia, horrorizábalo con la sola idea de beberla.
Levantóse, como pudo, al fin. Fue al bosque. Ahí brillaba el
me­diodía, pero engañoso, como si el firmamento fuera solo una
del­gadez tras de la cual se prolongaran ruidos, muecas fantásticas,
luchas inverosímiles de espantosos endriagos.
Luego, a la una, se reunió otra vez con sus amigos en la cantina
del Teatro Iris. Con una o dos copas se restableció un poco el per-
dido equilibrio de sus fuerzas. Sus amigos estaban todavía ebrios,
acababan de salir de la casa de Aurora de la Vega. Don Ricardo
Castorena no abría para nada los ojos. Don Lencho, ¿de dónde sa­
caba vigor para sostenerse?
A poco se dividió el grupo definitivamente y Palacio se dirigió
otra vez solo, a la casa de huéspedes. Cuando llegó a su cuarto tu­
vo la impresión de que escobas despiadadas habían barrido toda
quietud, toda serenidad.
Vino la tarde. Ahora ya no tenía sed. Pero sí, en la punta de
la lengua, una pastilla de insinuante, de penetrante acíbar. Los
miem­bros agarrotados, las manos, sobre todo, paralizadas. No po-
día hacer nada, ni doblar un papel. El pensamiento vivaz, el pen-
samiento frotado. Sufrió con una visión interna que era como la
síntesis de todos los dolores: las manos de Josefina, feas… ¡Ah, sí,
eran feas! En ellas resultaba castigada la belleza de su novia en
toda su orgullosa perfección.
Llegó el crepúsculo. Presentáronse formando trágica hilera, las
cosas ingratas de la vida pasada, las derrotas, las fatigas, los días
inútiles.
El nacimiento de la noche fue la última y la más cruenta etapa
de la ímproba jornada, porque, impelido por el peso del recuerdo
mismo, se escurrió lo poco que en verdad pertenecíale de la ama-
da, la sombra de su cabeza plástica, el ultimo reflejo de su risa, la
vibración de su perfil, el eco de su marcha. ¡Sombra en las calles
de la ciudad, sombra despiadada en toda la bóveda celeste! Terror
de próxima ceguera; temor, temor irresistible de que fuese el alma
mortal. Ya no era el contacto de su cuerpo arrimado al hombro

248 | El mejor de los mundos posibles


silente de la idea de morir, sino el de su aliento que se pegaba al
aliento del espectro agusanado y tremendo. Estaban confundidos,
ya no había distancia entre la Muerte y su alma surcada por un lú-
gubre desentono de luz.
Pero después, un beso. ¡Bien se lo merecía! Un beso de divino
cansancio. Se plegó a su lecho, se acostó. La tersa superficie de sus
almohadas fue una llanura de consolación.
Delicia inefable, delicia del último átomo.
En torno suyo cayeron divididos temores y quimeras, y por toda
la amplitud de su aposento derramóse la corriente cristalina del
sueño.

Martín Gómez Palacio | 249


Una much ach a
bien nacida

E l cabaret del «Colón» estaba tinto en suave


tonalidad morel de sal. Flotaba un olor cáli-
do, mezcla de transpiraciones humanas y de perfumes ardientes.
La orquesta, oculta, irradiaba sones disparatados y canallescos,
y, al concluirse cada fox, sentíase, como un remordimiento, deso-
lada y fría la madrugada del domingo. ¿Serían las dos, serían las
cuatro de la mañana? ¿Quién lo sabía? Adivinábase allá afuera, en
la calle, el abultado silencio surcado a veces por el claxon de un
automóvil o por una risotada de borracho.
Adentro, en torno a las mesillas sobre las que se levantaban co­
mo cirios las copas de coñac; en el centro en donde remolineaban
las parejas, no tenían acceso las corrientes álgidas de aquel final
de noche sabatina. Aparte el hielo de las almas, hacía calor. Los
focos desparramados artísticamente, los cuerpos ahítos mantenían
el ambiente tibio, pegajoso.
Uno de los intermedios que hacía la orquesta se prolongó des-
mesuradamente. El silencio gravitó como una lámina de plomo.
Un mozo, calvo, ventrudo, que ceñía albo mandil atado atrás
so­bre los vuelos del frac, pasó y repasó por entre la cansina concu-
rrencia. Llevaba, con prodigio de habilidad, en un extendido plato
una frágil, donosa copa de baccarat, llena casi hasta los bordes
–porque en fuerza de movimiento algo se había vertido– de rubio,
de sombrío coñac.
Buscaba con los ojos.
Era uno de esos mozos de casa de primer orden que resultan
odiosos y hasta absurdos, sintiéndose superiores a los mismos clien­
tes cuando éstos no dan el dinero a puñados. Son aventureros.
Han servido en restaurantes españoles, cubanos… y siempre
hablan de ellos con nostalgia. ¡Oh, en Madrid! ¡Oh, en La Haba-
na!, dicen. Lo cual no será obstáculo para que, cuando regresen
a sus lares, exclamen para entre sus compatriotas: «¡Oh, México!
¡Ese es un país!»
Por fin encontró el mesero al cliente cuya era la copa de coñac.

250 | El mejor de los mundos posibles


Era para el licenciado Hugo Platt, quien personalmente la ha-
bía pedido de paso por la cantina, y que ahora acompañaba a dos
señoras ante una mesa coqueta.
Y, por cierto, encontrábase molesto, Platt. Aquellas dos señoras
no le hacían caso; una de ellas le volvía decididamente la espalda.
Con decir que entrambas hablaban de sus propias intimidades,
dicho se está que al abogado veíanlo como una cosa más. Y esto lo
exaltaba en secreta nerviosidad.
–Tú, Güera, lo que debes hacer –decía una de las damas a la
otra– es dejarte definitivamente de líos. ¿De qué te sirve el vera-
cruzano ése? ¡De nada!
Entonces la Güera Saracho se alzó, en su actitud favorita, hasta
embozarse con su regio abrigo de pieles. Miró a su amiga con chis-
pas diabólicas en la mirada.
–¡De mascota! –contestó riendo.
La amiga le puso ambas manos sobre las rodillas riendo tam-
bién a carcajadas. Se vieron a los ojos un momento, dijérase que
compenetradas, dijérase que amándose.
–¡Qué maciza estás! ¿Sabes? No me había fijado.
La Güera se mostró pagada de sí misma.
–Todo es cuestión de querer. Yo no fumo, no me desvelo, no me
parrandeo. Esto de ahora es excepcional, no sé por qué capricho, tal
vez por algún presentimiento se me ocurrió venir hoy al cabaret…
–¡Tú siempre con tus presentimientos! –dijo de pronto la otra
riéndose otra vez, sin motivo; pero ella era así, una muchacha de
placer, tonta, ignorante, que no hablaba más de una centena de pa­
labras: baile, traje, marido, cena, hotel, ir, estúpido… etcétera.
–Mírame –volvió, después de una pausa, la Güera a un tema
que le era amable–. Estoy dura, ¡claro! La vida que se da uno…
Y te diré –agregó bajando un poco la voz, no tanto que Platt no
pudiese oír algo, darse cuenta de todo–: por eso precisamente yo
necesito esto de Javier… necesito querer a alguien –o hacer como
que lo quiero, es igual– y así tener aliciente para estarme en casita.
Con que él me quiera a mí lo mismo, hecho.
La amiga pareció suspirar, dijo:
–Nada más que a veces son una lata esos amorcitos. ¿Al tuyo
no le ha dado nunca por ponerse celoso?

Martín Gómez Palacio | 251


–A veces refunfuña todavía, pero… ¿Qué le va hacer? ¡Pobre-
cito! ¿Sabes lo que aún no puedo conseguir? Que me acompañe
en mi «Buick». No hay manera de hacerlo entrar. Dice que si ma-
nejara él, bien; pero sin manejar él… Y es testarudo, no creas; se
pone terco.
–Oye, y a propósito del «Buick», ¿por qué no lo vendes? Desen­
gáñate, ya nos vamos poniendo viejas. Junta todo tu dinero y com­
pra una casa, eso es lo mejor, lo más práctico.
La Güera se tornó pensativa.
–Si hubiera quién me lo pagase bien, ¿por qué no? –Y añadió
con viveza–: ¿Sabes? Lo mejor será que lo rife. Aprovechando mis
buenas amistades…
–¡Claro! No seas tonta. Hay que prevenirse cuando se es pode-
rosa como tú.
–¿Como yo? ¿Y qué valgo ahora? En otra época… ¡hum!, si hu-
biera tenido la experiencia que tengo ahora… –concluyó tristemen­
te Lupe, en una estéril lamentación de su suerte fracasada.
Enmudecieron ambas. La orquesta, ¿qué hacía que no tocaba?
Se estiraban penosamente los minutos. Parecían estirarse, asimis-
mo, los cerebros. ¡Qué tensión nerviosa! A veces parecía iniciarse
el cuerpo en una vibración friolenta. Pero aquel silencio, ¿por qué
duraba tanto? ¿Se habrían muerto los músicos?
De pronto, Lupe, que en la conversación con su compañera pa­
recía haber olvidado a Platt por completo, lanzó un grito de espanto.
–¡Hugo! ¡Por Dios! ¿Qué estás haciendo?
El licenciado Platt era un hombre grosero. Para ser un refinado
tenía la crueldad suficiente, pero le faltaba espíritu. Ante la indi­
ferencia de la Güera, que había llegado hasta a hablar de Horca­
sitas ahí mismo, delante de él, con amoroso dejo, sintió en un prin­
cipio ganas de levantarse, de marcharse de plano del cabaret; pero
supo dominar su exaltación y púsose, para deslumbrar a su antigua
amante, a masticar fríamente el fino baccarat de su copa coñaque-
ra. Tal era el máximo refinamiento de que fuera capaz su tosco in­
genio. ¿En dónde había leído que el baccarat se come? ¡Quién sabe!
Tal vez en alguna novela.
La Güera, la amiga de la Güera, se levantaron, asustadas; pro-
dújose en la sala alguna expectación. Platt parecía satisfecho de
su éxito.

252 | El mejor de los mundos posibles


En esos momentos recomenzó la orquesta a tocar. Lupe jaló, to­
davía emocionada, a Hugo por un brazo para ponerse a bailar. La
confidente se alejó a su vez, enlazada a otro bailarín. La música,
cálida, sofocante, semejaba meterse hasta la médula, hacía cosqui­
llas.
Terminado el fox, la amiga se acercó a la Güera diciéndole al-
gunas palabras al oído que sólo ella pudo escuchar. Púsose Lupe
colérica, roja de indignación la cara. Abandonó a Hugo, dejándolo
boquiabierto, y huyó por un pasillo. Subió por la escalera alfombra-
da que da a los reservados. Guiada sólo por su instinto, pero co­mo
quien bien conoce la disposición de los cuartos y escondrijos del
Café Colón, empujó una puerta y encontróse de manos a boca con
Horcasitas. No lo miró siquiera. En esos momentos, ¿qué le impor-
taba? Buscó bien con los ojos y encontró… a una muchacha senta-
da tranquilamente en el canapé. Verla y lanzarse hacia ella co­mo
fiera embravecida, fue obra de un segundo. Horcasitas se ha­llaba
perplejo, al grado de que no supo, no se le ocurrió detener aquella
corriente desbocada. La pobre muchacha, sorprendida, me­nos aún
pudo evitar la agresión. ¡Diablo! ¡Qué macicez y que fuerzas de la
Güera! Puso a aquella entremetida como nueva, la desgreñó, le
rompió el lindo vestido, le inflamó un ojo. Hecho, dio media vuelta
para retirarse, otra vez sin que sus ojos soberanos se fijasen en su
querido que continuaba como quien ve visiones, recargado en el
filo de la mesa. Al llegar a la puerta, entraba Pancho Lara.
Venía bastante ebrio, libre de toda sospecha. Como si la Güera
no hubiera descargado todavía su furia, la emprendió a puñetazos
contra el miope, lo tiró, lo pisoteó, pasó sobre él… y se alejó en
seguida, ya al parecer tranquila, al salón donde la aguardaban Platt
y su amiga.
Se bebió un vaso de agua helada y se entregó suavemente al
bai­le con pasión. Platt no sabía nada de nada, estaba en su genuino
papel de hombre. De poco habíale servido comerse su copa, por­
que la Güera no lo oprimió, no lo miró; bailaba nada más que por
bailar.
Terminada la pieza ella quiso marcharse. La amiga fue de la
mis­ma opinión. Salieron pues, como habían entrado, en compañía
de Platt y ocuparon el coche de éste. Ya amanecía. El paseo de la
Reforma parecía un reguero de acacias.

Martín Gómez Palacio | 253


Iban apretujados los tres en el asiento delantero. La Güera no
paraba de hablar. Estaba locuacísima. Pararon en una de las calles
de Chihuahua, donde la famosa durangueña vivía. Mas ella no dio
señal alguna de bajar, sino que siguió discurseando, pese al frío de
la alborada. Ella era una mujer práctica. Depreciaba a las infelices
bohemias que se envejecen tristemente y en la miseria. Quería que
le presentasen a una muchacha, como ella, bien nacida, y apostaba
cualquier cosa a que la encontraría arruinada porque mientras de
más alto se caía, se rodaba más recio.
Hablaba, hablaba sin parar. Platt estaba despechado, aburrido,
y aquellas cosas le ponían al borde de la desesperación. Por un
mo­mento hubiera querido abrir al motor e ir a estrellarse los tres
contra las casas. Pero la Güera no se daba cuenta de estas nervio­
sidades, hablaba de su pasado, de cuando anduvo en la tropa, et-
cétera, etcétera.
Al cabo, y para dicha del licenciado y de la amiga, una criada,
que había oído el ruido del coche al pararse a la puerta, salió toda
envuelta en un rebozo y, con voz dormilona, avisó a Lupe que le
estaban hablando por teléfono.
Esta noticia cortó de un golpe el vehemente monólogo. La Güe-
ra bajó, atropelladamente, al par que decía:
–¡Ay! ¿Será mi Javier? ¡Mi cielo! ¡Mi tesoro!
Dejó a sus amigos como si no significaran para ella, metiéndose
en su casa.
Entonces Platt, el cuerpo y el espíritu destrozados, echó a an-
dar su máquina a través de las blancas acacias del amanecer.

254 | El mejor de los mundos posibles


Cl a ros de bosque

¡C laros del bosque de Chapultepec, tímidos


y bellos, sobrecogidos ante la cristalería de
mil trinos! Una mañana, que era como un cojín azul de raso, ca-
minaba Roberto Palacio por los armónicos campos llenos de paz
dichosa, en plena tregua con su alma y su destino. ¡Casto, sí, casto
como la llanura misma que no maculaban sus pies, como el aire
infantil! Lo que hasta ahí había sido causa constante de sordo des-
consuelo, resultóle de pronto una ligera gracia. Alegría, orgullo…
Verdaderamente, él era un hombre excepcional. ¿Apreciarían
todos, como apreciaba él, la clara resignación de los campos por
que discurría, la conformidad azul del firmamento? Sus fuerzas,
no huidas por los lúbricos canales del amor, quedaban en su cabe-
za, y sus ideas tenían que ser, necesariamente, más luminosas que
en el resto de los hombres.
Sentía profundamente la belleza de los prados anegados de luz;
pensó que su castidad lo hermanaba con el paisaje vidrioso de can­
dor. Podía el céfiro entrársele por boca y nariz y entre sus vesti-
dos. Tuvo, por fin, una impulsión de ternura hacia lo que era su
peren­ne obsesión: su monstruosa, su aborrecida esterilidad. Juzgó-
se infecundo, puro, limpio. Una onda de perfecta juventud subía
suavemente por su cuerpo. Calor, júbilo, fuerza que producía su
infecundidad enaltecedora. Al cabo su vida se completaba dentro
de los justos límites de su cuerpo, al fin era feliz dentro de sí mis-
mo. Los otros hombres, los que se daban en el amor, ¿sentirían co­
mo él tanta quietud, tanta dulzura como dormida en las arterias?
Era alta, supremamente feliz. Sólo en miradas, nada más que en
devoción dábase su alma a los prados donosos, al lago, pardo con
luz tanta, a la ondulación del horizonte casi invisible en la gloria de
la mañana, al firmamento casi blanco.
Dio por terminado su paseo y fuese a tomar el tren a la puerta
del bosque.
Por el suelo propicio el tren corría como desplegándose, como
una suavidad más.

Martín Gómez Palacio | 255


De pronto, en una parada, hubo de mirar, involuntariamente, a
una linda mujer que esperaba… otro tren, quizá.
Y como si nunca hubiera estado dichoso, sintióse viejamente
des­graciado. La falda corta de aquella visión, el nervioso seno, el
cutis que fingía una superficie de silencio le extrajeron del fondo
de su ser un olvidado gemido; su corazón se encendió en íntimo
tumulto y un círculo de tristeza extendió su radio a partir de sus
sienes.
Y sonrió melancólicamente al pensar cómo una mujer lo volvía
todo sombrío a sus ojos indefensos.
Para tardes polvorientas, aquella en que Palacio se dirigía, tras
de haber trabajado mucho, a donde los amigos que más confianza
le inspiraban, a la reunión de «El submarino».
En tanto trabajaba, sus tristezas huían; pero así que dejaba la
labor, de pronto, sin anunciarse, se presentaba el fantasma del pla-
cer que lo volvía loco de deseos.
Caminaba por una calle ya gris, debido a la hora. Adelantaba
apenas, como si el afán largamente contenido, el viejo afán, fuera
un lastre en sus entrañas. Y como pasara por la Escuela de Me-
dicina, hubo de recordar su extraño amor por Teresa, aquella mu-
chachita enigmática, la primera de las tres amadas castas. ¡Teresa!
¿Dónde estaría? ¿Bajo qué cielos? Mas ella no sería infecunda. Ya,
para ella, habría sido el amor total. Ya los órganos de su vida ha-
brían despuntado en capullos de frescura, ya no moriría en tórrida
sequedad. ¡Cómo la odió, a Teresa! Estuvo a punto de no seguir
adelante su camino, volviéndose atrás, perdiéndose definitivamen-
te de sus amigos. El atardecer, ¡qué triste era dentro de las ciuda-
des! Los focos de luz lloraban, ateridos, y en la pared frontera reía
cínicamente una caria deshonesta, profunda.
Cuando penetró en «El submarino», el señor Castorena pro-
rrumpía en una sonora carcajada. Tenía puestas ambas manos so-
bre su vientre dando muestras de una satisfacción absoluta.
Al acercarse Palacio dejó de reír.
–¡A ver qué toma el doctor! –dijo por todo saludo.
Horcasitas, Lara e Izaguirre jugaban con don Ricardo al dominó.
–La verdad, estoy un poco enfermo.
–No pregunto si está usted enfermo o no –lo interrumpió Cas-
torena con imperio–; pregunto qué toma usted.

256 | El mejor de los mundos posibles


Palacio se sonrió; tomaría cualquier cosa.
–¡A ver, mozo! Una copa de «cualquier cosa».
El mozo acudió con sonrisa servil.
–¡Vaya! Pues tomaré una ginebra compuesta.
–¿Has oído? –mandó el mismo don Ricardo–. Una ginebra com­
puesta para el señor.
Palacio, al dar la mano a don Lencho, advirtió que éste se halla-
ba más bien del lado de allá de la borrachera que del lado de acá.
Luego tomó asiento, jalando una silla, y se dispuso a observar el
juego. Pancho Lara estaba bastante trastornado. Quién sabía por
qué, pero en cuanto empezaba a embriagarse sus lentes adquirían
un particular brillo; don Ricardo y Horcasitas estaban en sus ca-
bales.
Vino el mesero con la copas. A don Lencho Izaguirre pasáronle
la suya, de «habanero», apurándola el viejo bebedor con recóndita
ansia. Mas no bien había tragado el contenido, aventó lejos la copa,
indignado. Llamó a grandes voces al mesero que no hacía sino
cum­plimentar en todo las órdenes secretas de don Ricardo.
–¡Hombre! No me fastidies. Por una vez, pase.
El mozo hacíase el ignorante.
–Tú y el que está detrás del mostrador –prosiguió don Lencho–
se van mucho al cuerno. Anda, tráeme un «habanero».
Don Ricardo soltó otra alegre carcajada.
–¿Pero qué le pasa hoy a mi compadre?
Y ustedes todos se van también al cuerno. Yo no quiero agua
pintada, quiero mi «habanero».
–¡Agua pintada! ¡Agua pintada! ¡Pero bien que se la bebió! Án-
dele compadrito, ahora le toca a usted jugar .
Jugó Izaguirre, aunque de muy mala gana. ¿Qué diablos les im­
portaba que él se emborrachase? ¿Por qué no lo dejaban emborra-
charse a gusto?
A Palacio apenas si lo divirtió la treta de que se valían sus ami­
gos para no dejar emborracharse a don Lenchito. Estaba tan hon­
damente atormentado, que detestaba todo, la alegría de sus camara-
das, la voz gozosa de Horcasitas cuando éste le dijo, sin que hi­ciera
al caso:
–Te repito una vez más que tienes una paisanita muy linda.

Martín Gómez Palacio | 257


Lara entonces, con voz débil, comenzó a murmurar:
–Sí, muy linda… ¡pero cómo pega! ¡Tiene unas manos de Cerro
del Mercado!
Todo, todo lo detestaba Palacio. Y más cuando a sus amigos les
dio por hablar de eróticas aventuras. ¡Hasta don Lencho, con tar-
tajosa voz, relataba hazañas de su juventud! Roberto sentíase como
dividido de ellos por un abismo. ¿Por qué –gemía una tiniebla en
su corazón–, por qué aquella injusta, inexplicable diferencia entre
él y los demás? Y cuando Horcasitas, el más pervertido, entre uná-
nimes risas deshojaba el secreto de una sensación, Palacio advirtió
a sí mismo pegado a los labios delatores, y enrojeció a la sospecha
de que los otros notasen su gigante atención.
Después de un corto silencio sonó, enérgica, la voz de don Ri-
cardo:
–¡A ver tú, muchacho!
¿Qué, nos piensas matar de sed, a los cinco?
Entonces se reavivaron las cóleras de Izaguirre. Ahí no aten-
dían a nadie, ahí ya no se sabía lo que era «habanero», era menes-
ter buscar una cantina y no una piquera.
Castorena juzgó llegado el momento de levantar la terrible die-
ta. Díjole al mozo, que se había acercado:
–Ahora sí le traes a mi compadre lo que pida, justo es que beba.
–¡Caramba! –se desahogó don Lencho de una vez por todas.
Vinieron las copas. Prendió en el grupo la llama del entusiasmo
alcohólico. Los ámbitos de la cantina se hicieron familiares y ri-
sueños. Complicáronse lazos entre los corazones. Enfrente de los
ojos se pintó un vago espejismo.
Don Lencho había devorado su vino autentico y brillábanle los
ojos de gusto. Ahora sí, nadie tenía que decir nada de tan honora-
ble casa. Don Ricardo, conmovido, lo atrajo hacia sí y le dio unas
palmaditas en la calva.
¿De quién partió la idea pecaminosa? ¿Fue de los muchachos,
sobrexcítados por el anterior tema de voluptuosidad? ¿Fue de los
vie­jos? Imposible saberlo. Ello fue que decidieron ir una vez más a
la casa de Aurora de la Vega.
Palacio tembló. Sus miembros se agitaban como azogados.
–¡Miren a este como tiembla! –echó de ver Horcasitas.

258 | El mejor de los mundos posibles


–Es de frío –aseguró, con una sonrisa, el aludido.
Y para no dar más en qué pensar a sus amigos sostuvo, a que
se incorporara, a Izaguirre, quien ya tenía encima un borracherón
horrible. ¡Cada vez pesaba menos aquel viejo; ya no eran más que
los huesos.
Subieron los cinco a un coche. Palacio iba pensando: «Iré, iré,
¿qué remedio? Aun cuando salga de ahí con la misma lujuria en el
corazón, con la propia sed que ahora llevo».
Era temprano. Todavía no se cerraban los comercios. En cada
tienda podíase ver, al paso, un reloj de pared. ¡Y ninguno marcaba
exactamente la misma hora! Minutos más, minutos menos, pero
cada cual iba por su lado. ¡Qué locura de mundo! ¡Qué absurdidad
y qué fastidio! ¡El mundo! ¡Quién pudiera realizar en él una gran
operación de cirugía!
Llegaron, como hacía apenas unas noches, al sucio y viejo ca-
llejón de Tizapán, por más que aún no sonara la batería. ¡Lo mis-
mo daba! Sorprenderían a Aurora antes de arreglarse para el baile!
Llegaron. Vinieron a abrir. Entraron todos, menos Palacio que
se quedó en la puerta presa de un pavor mortal. Como los otros no
sospechaban su atroz tragedia interior, siguieron adelante perdién-
dose en la sala. Roberto entonces resolvió en un instante su situa-
ción. Con todas las fuerzas de que eran capaces sus riñones y sus
piernas, corrió, tropezando, cargado de su tambaleante borrachera
de deseos, por todo lo largo del obscuro callejón; huyó, huyó ligero
en medio de la noche…
¡El imperativo categórico!
¿Pero era que él vivía, acaso? No, aquella vida trunca, inconclu-
sa, no podía llamarse vida.
¡No prolongarse en otro ser! ¡Estar excluido del amor, ya que los
amores románticos que habían llenado su existencia no eran amor!
¡Un tormento, no más, ensayos de amor!
¡Si tan siquiera aquella castidad suya la hubiese ofrecido en mís­
ticas aras! ¡Oh, si fuese un nazareo, o un estoico! ¡Pero si no la
quería, si la odiaba, a su castidad! ¿De dónde le venía –pregunta-
base cuando discurría taciturno por calles y plazas. Precisamente
a la hora del amor–, de dónde le venía aquel apartamiento de su
vida la causa de melancolía?

Martín Gómez Palacio | 259


Caminaba siempre solo por avenidas y jardines. La obsesión de
su fatal aislamiento hundíalo en el retiro de sombrías callejas, en
la expectante soledad de los bulevares llenos de gente feliz.
Huía de amigos porque los envidiaba, porque temía que una
pa­labra, que un gesto de duda o de asombro lo delatase. Se consa-
graba así, por entero, al estudio de su caso, a desentrañar el enig-
ma de aquella negación de su persona. Él, médico, se preguntaba:
«¿Qué sería?» ¿Acaso el sacrificio de sus púberes ansias extintas
bajo el manto de su miedo, de su orgullo? ¿Quizá el prurito de no
ser como todos, allá en su adolescencia, en una época de miasmas,
de bajeza, de revolución? Sus facultades, no explotadas entonces,
¿estarían atrofiadas, caducas? Añoraba las distintas zonas de su vi­
da: grupos de años, hacinamientos de meses, apretura de días for­
mando un telón gris al término de un camino de rectitud y de pol­
vo. Fuera un exceptuado entre los catorce y los veinte años.
¡Por qué! Recordaba la casa paterna, rica, envidiada, y la triste
genuflexión de su persona en algún rincón iluminado, sobre un
libro de la biblioteca. Si sentía los tumbos abultados de la sensua-
lidad en su arterias, ¿por qué, con los muchachos de su tiempo, no
fue tremante ola que empujan los instintos?
De los veinte a los veinticinco años tampoco había vivido, ¡por
qué! ¿Qué hacía, en que pensaba en medio de tantas y tantas tar-
des caídas bajo una pestaña de fastidio y de dolor, que no se lanza­
ba con la turba de compañeros de colegio a las llamadas ardientes
de bocas femeninas en las horas inútiles, sin freno? Veíase a sí
mismo en el asombro dilatado de una mañana muy antigua, en la
placidez de cierta tarde muy ida ya, en un banco de la escuela, los
pies en mullida alfombra de pereza; reclinado, más tarde, en los
muros de la universidad; en la calle, luego, esperando la sa­lida de las
mu­chachas, siempre soñando, idiotizado. ¡Quién sabía qué alien­to
enervante encerraban para él el aire, las cosas, los sonidos! ¡Ah, sí!
¡Cómo odiaba el pasado tiempo, causa, con su apa­cible tránsito,
de su desdicha actual! Tantos días caídos como perlas de castidad
se habían llevado sus movimientos, sus esencias. La función, en
fuerza de no ejercerse, estaba muerta en su origen. Quizá los pla-
tónicos amores eran ya el naciente resultado de su impotencia de
ahora. Quizá él, que a sí mismo se reprochaba, nunca había tenido
la culpa de la debilidad de su organismo y, de no haber rodado en­

260 | El mejor de los mundos posibles


tre el torbellino de sus amigos por quedarse con ojos profundos
que nada sabían de las cosas que miraban, era tan irresponsable
como, en la hora presente, de la negación que se encajaba en su
carne como sutil daga de seda y alcanfor.
Horcasitas había hecho mal, muy mal al afirmar que nunca acep­
taría ir en el coche de una mujer por ella manejado. ¿Ir, él, al lado
de la mujer que manejara su propio coche? ¡Imposible! El vo­lante
proyecta sobre quien lo lleva, especialmente si se trata de una mu-
jer, un resplandor de superioridad que ofusca lamentablemente al
hombre que la acompaña. Pero Horcasitas no debió haberse pro-
metido nada, porque, pocos días después de la juerga interrumpi-
da por la Güera Saracho, iba al lado de ésta, en el «Buick», e iba
gris, empequeñecido, sin humoradas ni canciones en los labios.
La Güera sentía, al par que manejaba, un poco de lástima ha­
cia Javier; despreciábalo un tanto, a aquel amante que era, al fin y
al cabo como todos los amantes. Ya estaba ahí, él también, como
los otros, en calidad de juguete, de abanico. ¿Era así que no había
hombre capaz de dominarla? ¡Qué duro le resultaba esto a la do-
minante Güera! ¿Y qué diablo iba a hacerle ella, si todos, lo que se
llama todos, eran iguales entre sí?
Caminaban solos, sin hablarse, cada uno en sus pensamientos,
rumbo a las Lomas de Chapultepec, el paseo más cómodo, el más
práctico para los avaros que no desean gastar las llantas de sus
au­tomóviles, para los pródigos que han, la noche antes, tirado la
salud como se tira el dinero y que se encuentran exprimidos, has-
tiados.
A veinte kilómetros por hora, no más. ¡Qué triste era caminar
así, como parándose poco a poco, sin fuerzas y sin fe!
Hacía una tarde fría. Uno de esos fríos que atristan el valle de
México, producidos por viento norte en Veracruz. Allá, en las fos-
forescentes aguas del puerto, los barcos se harían pedazos contra
los diques, contra las rocas. Todo invadiríalo la neblina; el mar en­
tero semejaría un universo en descomposición.
Descomposición, también, en las vidas de ellos. ¿Quién era Ja-
vier? Un fracasado, un frívolo, un parrandero, y, por último, un
acomodaticio. ¿Y quién Lupe Saracho? Una mujer espléndida, pero
de esplendidez que cedía ante el frío de la tarde. En sus mejillas
pintábanse huellas moradas y sombrías. Una vida sin amor, con

Martín Gómez Palacio | 261


muchos amores, pero sin un amor. «¿Será éste?», se había pregun-
tado muchas veces. Y no había sido ninguno. A todos los vencía, a
todos los manejaba a su capricho.
Desastre, desastre.
Llegaron a lo más alto de la colonia fundada en las bellas lo-
mas, desde donde México se ve como una parda sombra, como una
pura vanidad.
Apeáronse a la entrada del café «Swastika». Tomaron asiento
en la propia terraza, a pesar del frío que ponía su beso álgido en el
dorso de sus manos.
No se hablaban, no se miraban.
De pronto, una sorpresa. Vieron venir a Roberto Palacio. Venía
a pie, del lado de la lejanía. Venía como al encuentro de la gran
ciudad, de la pobre mancha oscura. Desde en Durango, entre él y
la Güera no se habían cruzado una palabra todavía; por eso pasó,
sin detenerse. Pero Javier instintivamente lo llamó. Su presencia
era algo oportuno y amable en la tirantez que se tendía, como de
hierro, entre ambos amantes. Palacio se acercó, se descubrió. No
hubo lugar de presentarlo a la Güera.
–El señor y yo somos viejos conocidos… y creo que amigos.
Palacio agradeció la gentileza.
–Pero siéntate. ¿De dónde venías?
–De andar. Siempre que puedo, en las tardes, camino por el
cam­po. Voy expresamente ahí, a esa cañada, a respirar.
–¡Con este frío! –se estremeció la Güera.
–¿Frío? Eso para ustedes que no se bajan del auto –contestó
Palacio sonriendo.
Lupe estaba de espaldas al ocaso. Éste, que era una bandera
desplegada, pegábale a Roberto en la cara.
–Y la natación ¿no sirve? Porque yo soy una gran «alberquista».
–¡Ya lo creo que sirve!
–Pero te pasas temporadas largas sin nadar, antes eras más cons­
tante –aclaró con suave voz Horcasitas.
–Sí, siempre que he abortado, y que me pongo malísima, me
paso mucho tiempo sin poder concurrir a ninguna piscina, claro.
El recién llegado pareció interesarse.
–Dispénseme, ¿cuántas veces ha abortado?

262 | El mejor de los mundos posibles


–Tres –contestó ella con un impudor que casi hacia despreciable
su belleza. Después de una pausa dijo, con voz y ojos entusiastas:
–¡Con las ganas que tengo de tener un hijo! No se figura, Pa-
lacio… Es una ilusión que me quita el sueño, aunque ya la voy
perdiendo. ¿Usted no tiene un hijo?
Roberto la miró con sus grandes ojos serenos.
–No. Una vez me pasó una cosa curiosa. Iba con un amigo, en
el coche de éste, por la Reforma, y sería poco más o menos a estas
horas, cuando veo que camina por la banqueta un chico largui-
rucho, paliducho, con la cabecita caída hacia delante como bajo
un agobio, injusto para su edad. Se curvaba su cuerpecito como el
de un pequeño camello. ¡Me dio una lástima…! ¡Me inspiró una
ternura como creo que debe inspirarla un hijo! Vamos, que yo me
sentí, se lo juro, el padre de aquella criatura, como si lo unieran
a mí los verdaderos lazos de la filiación. Fue cosa de un instante;
claro que si lo volviese a ver me sería indiferente.
Javier Horcasitas habíase entretenido en mirar a los Volcanes,
cuya nieve semejaba apenas, sola en la dudosa inmensidad, un
blan­co arrugamiento de la niebla. Cuando su amigo acabó de ha-
blar, le dijo riendo.
–Oye, ¿no te las habías tostado24 la tarde ésa del chiquillo?
Roberto lo miró con una mirada infantil.
Hubo una pausa.
–¿Tú sabes –volvió a preguntar Horcasitas tras un largo boste-
zo– a qué altura quedan los Volcanes?
–A propósito de nabos… –se burló, despechada, la Güera.
–Mira –dijo Roberto–, con decirte que ni tú ni yo podríamos
llegar a lo más alto.
–¿Y por qué? Yo sí llegaría.
–Que habías de llegar? Nos faltan pulmones… y un poco de
pier­nas. Difícilmente uno de nuestra generación podría subir has-
ta el fin. ¿Y sabes por qué? Por la revolución. Tuvimos hambre allá
por los años 14 y 16, ¿te acuerdas? ¿Ya se te olvidó que estábamos
a media ración? Pues por eso. ¡Esta generación ya se echó a perder!
Horcasitas y la Güera lo vieron con cierta alarma.
–Oye, que nos traigan té –dijo aquel, como para entonarse.

24. Tostárselas. Aplicarse drogas heroicas.

Martín Gómez Palacio | 263


–A mí con limón, ya sabes.
Les sirvieron té.
Después de unos momentos de silencio, Horcasitas volvió una
vez más a mirar los Volcanes. Imitáronlo Roberto y la Güera. Pero
ya el leve arrugamiento de la niebla había desaparecido. Nada se
veía. Ahora el ocaso, sobre la giba enorme del Ajusco, era la única
afirmación en el desvaído paisaje. Su luz seguía dándole a Roberto
en la cara. Él, en cambio, no percibía las facciones de la querida
de su amigo; adivinaba apenas, bajo el pequeño sombrero, la ebu-
llición sombría de sus ojos.
–Y usted, ¿por qué no se ha casado? –lo interrogó ella de sope-
tón.
Él se quedó perplejo. Horcasitas contestó en su lugar:
–Pero se va a casar, tiene novia.
–¿Ah, sí? ¡Qué interesante! ¿Y cómo es?
–¿Pues cómo ha de ser? –siguió diciendo Horcasitas–. Una se-
ñorita muy virtuosita.
–Pero muy prudentita y sensata –exclamó en un arranque Ro­
berto.
Se detuvo. Tal vez no debía hablar así de su novia. Pero, ya que
lo había hecho, añadió con énfasis:
–Yo la quisiera menos sensata, la preferiría con una poquita de
locura.
–¡Ah, qué hombres estos! –dijo filosóficamente la Güera. Y agre­
gó, como habiéndolo reflexionado mucho–: Cásese, cáse­se, ¡pobre-
cilla!
Esta palabra le dolió a Roberto. ¿Por qué pobrecilla? Se le hizo
más amada, más íntima, Josefina. Se ahondó, de pronto, en sus
interiores turbulencias. Envidió en silencio el suave calor que unía
a Javier y a la Güera. Al lado de ellos no era él más que una pauta
triste y sin fulgor. ¿Y si tendría razón, ella? ¿Si su mal no fuese
irremediable, y Josefina, al fin, supiese arrancar de su cuerpo un
fresco pétalo como grito tardío de su estirpe cansada? ¿Por qué no
decidirse de una vez y casarse?
–¡Brrr! –hizo Horcasitas, levantándose–. ¿Nos vamos?
Lupe apuró el último sorbo.
–C’est fini –suspiró.

264 | El mejor de los mundos posibles


Al dirigirse los tres al automóvil saltaron, de súbito, todas las
luces de la ciudad, como un viaje de antorchas fantásticas.
La Güera se puso al volante. Palacio quedó solo en el asiento
trasero mientras Horcasitas echaba a andar el motor. La hermosa
mujer, sin volver la cara, dijo con tono desenvuelto:
–O mejor no se case… Es una lata, todo es una lata.25
Subió Horcasitas al lado de su amante. Partieron.
Palacio iba pensando: «Y qué has de desear tú a las demás mu-
jeres? Josefina cree en mí, me quiere. Cuento con su inexperiencia
que es como ceguera. Con su fe, y con todas las noches de la vida
de por medio, con eso es con lo que cuento».
La noche estaba bruñida. El coche corría como una sombra en-
tre sombras; pero Palacio podía jurarse que estaba amaneciendo.

25. Una lata. Un fastidio.

Martín Gómez Palacio | 265


Noche

L a casa de doña Agustina Cuenca de Palacio


estaba envuelta en el silencio y en la obscuri-
dad. Desde que, años atrás, partiera a México el sobrino, aquella
mansión había quedado, si cabe, más sosegada, más honda, co­
mo más antigua. Era, según el decir del abogado Isidoro Sifuen-
tes, una sucursal del camposanto.
Serían como las siete de la noche. Del toque de oración había
quedado vibrando en los aires una última onda casi solidificada. El
ambiente estaba bruñido; no pasaba un alma por las calles.
Abriose lentamente la puerta de la casa y una doméstica asomó.
Todo estaba en paz. Como la misma penumbra reinaba adentro y
afuera, sus ojos estaban acostumbrados a distinguir el más peque-
ño bulto. En Durango, desde temprano, toda la gente encerrábase
a piedra y lodo y no había un mal reflejo de puertas ni ventanas.
Surgió al cabo la doméstica dando paso a que también saliese la
propia doña Agustina quien, semejante a un búho, siempre escogía
las altas horas del día para airarse… las raras veces en que discu-
rría hacerlo. En cuanto estuvieron en la banqueta ama y criada,
otra persona, invisible, cerró por dentro con cadena.
Acomodáronse ambas apariciones, con alguna lentitud, con cier­
to embarazo, viniendo por fin a quedar la respetable matrona del
lado de la pared, apoyando su brazo en el de su sirviente, y avan-
zaron. Iban despacito, porque las baldosas, a lo mejor, flaqueaban;
casi tentaleando, porque la sombra apretaba en torno de ellas.
Doña Agustina ocupaba casi la totalidad de la banqueta con
su abultada crinolina y tenía movimientos oscilatorios de lancha.
En cuanto llegaron a la próxima esquina agitáronse vivamente
los chales que cubrían a ambas: era el viento. Apresuráronse a sal-
var la bocacalle. Así que se apaciguaron los vuelos de la crinolina,
dijo la sirviente por decir algo:
–¡Caray! ¡Qué aire! Parece que se la va a llevar a uno.
Doña Agustina oprimió con fuerza el brazo de su acompañante.

266 | El mejor de los mundos posibles


Como se pasaba largas temporadas sin sacar las narices de sus
habitaciones, también a ella le parecía que iba a ocurrir algo grave
con el airazo.
–Desengáñate, mujer: «en Durango, seis meses de alacranes y
seis meses de huracanes».
Se rió, la otra, tímidamente; mas muy luego apretó bien los la-
bios, porque la corriente se metía en la boca y enfriaba los dientes.
A poco andar lanzó una débil protesta:
–¿Dónde que ni siquiera por la noche se quita el ventarrón?
–Aguanta, hija –regañola doña Agustina–. ¿Qué te metes tú a
criticar las obras de Dios Nuestro Señor?
Pero llegaron a otra esquina y a punto estuvo de criticar ella
igualmente. ¡Otra vez la crinolina que quería subírsele, y otra vez
las manos de su dueña, con más las de la criada, oponiéndose!
Pusiéronse una vez más a salvo, atravesando el arroyo.
–¡Caramba! –dijo la buena señora–. Con el ejercicio que hemos
hecho, ya tenemos lo menos para quince días.
Dirigianse a casa del licenciado don Antonio Hernández. Ya
ha­cía tiempo que la señora Cuenca del Palacio tenía proyectada
aque­lla visita. Así que estuvieron frente a la morada de Hernán-
dez, do­ña Agustina, sin detenerse, díjole a su criada:
–Anda, toca y di que apaguen las luces. Ya él me conoce. Fue
obedecida. Continuó andando, sola, unos pasos y parose a cierta
distancia, detrás de un poste.
La fámula, que llevaba consigo el botiquín, llegóse a los umbra­
les del licenciado. Llamó, preguntó por él en persona, quien tardó
algunos instantes en salir, pues estaba leyendo y caliente de la vista.
–Ahí está la niña Agustinita… –¿Agustinita? ¿Dónde? –requi-
rió el abogado saliendo hasta la calle.
¡Ahí, mírela!, desde aquí no la ve. Dice que desea entrar; pe­ro
antes que si le hacen el favor de apagar las luces.
–¡Ah, sí! ¡Cómo no! –dijo Hernández entrando.
A poco, efectivamente, se obscureció la casa. No quedó sino
un aparato, que trajeron del comedor, en una consola de la casa.
Luego salieron él y la criada a conducir a la difícil visitante.
–¡Agustinita! ¿Qué milagro? Ande usted, mi mujer tendrá mu-
chísimo gusto…

Martín Gómez Palacio | 267


–No le diga nada a su mujer, Hernández; si no, no me muevo
de aquí.
–Bueno, no le diré nada; pero pase: ¿no ve que aquí se está en­
friando?
Entonces avanzó doña Agustina.
Entraron, los tres, en la casa y en seguida a la sala. Sentose la
aristocrática dama en un sofá antiguo llenándolo todo. Don Anto-
nio ocupó un sillón mecedor y la encargada del botiquín, con éste
en las faldas, una silla apartada.
–Conque, ¿qué milagro? –tornó a preguntar don Antonio–. Yo
no la hacía a usted navegando a estas horas.
–Cállese. Está la ventolera que parece que le va a tirar a uno.
Llevábase ambas manos al peinado; luego prosiguió:
–Figúrese que estuve la semana pasada a ver a Isidoro Sifuen-
tes. ¡Está el pobre…!
–¿Qué me cuenta usted? Con decirle que ya no sale por las tar-
des. Yo tengo ya que dar mi vuelta solo. Nada, que unos primero y
otros después, todos nos vamos yendo.
Doña Agustina suspiró.
–¡Qué feo es irse poniendo viejos, Hernández!
Éste se rió de buena gana.
–Diga usted: «¡Qué feo es irse poniendo muy viejos!»
Reinó una pausa. Lejos, en uno de los corredores de la casa,
viéronse unas gentes llevando bujías: la familia de don Antonio an­
daba desorientada.
–Ahora hay que preocuparse por los que nos siguen –volvió a
sonar tristemente la voz de Agustinita–. ¿Ya sabe que viene Rober-
to? ¡Por fin! ¡Después de tanto año!
–No; aquí sólo supimos que se había recibido y nada más.
–Pues sí, figúrese. Y se casa con una de allá; ¿qué le hemos de
hacer? Pero yo quisiera que antes viajara algo, un viajecito. A Eu-
ropa. ¿Qué le parece Hernández?
Don Antonio se sintió halagado. Como él estuviera en Europa,
pues por eso le hacían ciertas consultas.
–¡Excelente idea! –dijo–. Yo, a un hijo mío, en el viejo mundo
lo tendría.

268 | El mejor de los mundos posibles


En este punto de la conversación, juzgó oportuno Agustinita
ha­cerle al licenciado Hernández la pregunta que era el objeto y fin
de su visita.
–Oiga, Hernández: a usted le tengo echado el ojo para que me
informe de ciertos detalles. ¿Como cuánto costará el paseíto de
unos seis meses, más o menos? Porque yo, cuando estuve, ni me
acuerdo cuánto me costó, y además los tiempos han cambiado.
–¡Vaya si han cambiado!
Y al decir esto, el abogado hacía cálculos interiores. Doña Agus-
tina lo dejaba hacer, mirándolo maliciosamente.
–Pues mire usted; yo creo que en las actuales circunstancias,
con lo favorable que nos resulta el cambio de monedas, podría ha­
cerse con unos cuatro mil pesos.
–¡Caray! ¡Qué caro es Isidoro! –saltó de su asiento la buena se­
ñora, como si la hubieran movido con resorte.
Don Antonio mirábala perplejo.
–¿Por qué, Agustinita?
Pues porque el día que le dije estuve a verlo, se me ocurrió ha­
cerle la misma pregunta, y ¿cuánto cree que me dijo? Pues que cin­
co mil.
–Bueno –repuso sonriendo el licenciado Hernández–, cuatro
mil, cinco mil, por ahí va la cosa.
–Siempre es un pico la diferencia, para como están los tiem-
pos. Dame el agua de colonia –continuó la dama dirigiéndose a la
sirviente–. ¿Si viera usted, Hernández, que he descubierto que el
agua de Colonia despeja mucho la cabeza? Pues como le decía, si
se pueden ahorrar mil pesos ¿Por qué no se han de ahorrar?
Pareció pensar un rato y continuó, después de haber aspirado
de un frasco que la criada sacó del saco de mano, de entre una
con­fusión de ampolletas, jeringas y pomos de cristal.
–De todos modos, no es pequeño el sacrificio que hay que ha-
cer: ya apenas tiene uno con que irla pasando.
–No diga usted eso, mi querida amiga –bromeó don Antonio–.
Ahí está La Punta para responder por eso y por más.
La propietaria arregló los pliegues de su crinolina.
–¡Hum! –dijo–. Ya ese capulín se heló.
–¿Cómo que se heló?

Martín Gómez Palacio | 269


–¡Claro! ¿Quién siembra? ¿Dónde están las yuntas? ¿Dónde se
consigue dinero? Ya nomás falta que fraccionen la hacienda dizque
para dotar de ejidos a los pueblos.
–Pero es el caso –interrumpióla el abogado– que hasta ahora se
ha ido escapando, y, mientras se escape, el puro terreno vale un
dineral.
–¡Vaya, vaya! Ya veremos, con el favor de Dios. Lo importante
es que llegue Roberto. ¿Conque dice usted que cuatro mil?
El licenciado Hernández ya se había hecho al tono preguntón
de su importante amiga, así fue que dijo, con la vista puesta en el
techo y dándose unas mecidas en el sillón:
–Pues sí, yo creo que sí… Sin contrariar, por supuesto, la opi-
nión de mi señor compañero.
Y agregó luego, como perdido en una niebla de recuerdos:
–¿Y no ha pensado por dónde irse, si por Veracruz o por Nueva
York?
–No, Hernández, no se me había ocurrido.
–¿Por dónde será bueno?
–Pues mire usted: yéndose por Nueva York, hace menos tiem-
po, como la mitad, que yéndose por Veracruz, y le cuesta poco más
o menos lo mismo; pero, si se atiende precisamente a que por Ve-
racruz se hace mayor número de días, resulta que le dan de comer
más, y, ¡qué caramba!, por el mismo precio.
Doña Agustinita, a pesar de su estrambótico cerebro, halló po­
co serio este razonamiento del licenciado. ¡Glotón!, pensó para sus
adentros, ¡milagro que no está ahorita comiendo semillas de cala-
baza!
En fin, esos eran pormenores que ya se discutirían.
Agustinita, aunque sin decirlo, estaba satisfecha de su visita.
Cuando, después de un rato de silencio, se levantó para irse, el
letrado se empeñó en acompañarla hasta su casa.
–Déjelo, Hernández, si es nomás ahí…
–No le hace. No vayamos a tener que lamentar un rapto –dijo
con tono alegre don Antonio, quien se apartó unos momentos yen-
do a su cuarto por el sombrero.
Cuando volvió, púsose al lado de doña Agustina y salieron los
tres a la calle. La opulenta señora se apoyó en el brazo de su ami-
go, y la fámula, con el botiquín, cerraba la marcha.

270 | El mejor de los mundos posibles


–¿Qué le decía yo? No pasa un alma. ¿No ve aquella lucecita?
–¿Cuál lucecita?
Ella no veía nada.
–Allá en la alameda, es la linterna del gendarme. Pues sépa­se
usted que ese infeliz es el que tiene que cuidar toda esta calle,
hasta la estación, porque no hay ningún otro para un caso de apuro.
Doña Agustina se estremeció.
–No hay más remedio –aconsejó– que remachar uno bien sus
puertas por dentro.
El licenciado Hernández se puso filosófico. En voz baja por más
que nadie podía oírlo, dio escape a viejos odios.
–Aunque la verdad es que ahora los ladrones están en el poder.
Adelantaban, los tres como otras tantas sombras.
Ya a la altura de la vieja mansión de los Palacio atravesaron la
calle, adelantándose la criada para llamar.
Don Antonio se despidió con una caravana y un apretón de ma-
nos.
Todavía, al ir a entrarse doña Agustina, se permitió un chiste.
–Mucho cuidado con que vayan a fraccionarle El extremo…
–¿El Extremo? ¡Ah, sí! La Punta.
–La verdad –aceptó la broma la señora Cuenca– no sé cómo
vayan a fraccionar una punta. Créame que hasta ahora me alegro
de no tener más que una punta.
Y entraron, ama y criada, cerrándose tras ellas la gran puerta
como la losa de una tumba.
El licenciado Hernández dirigiose entonces a su domicilio. Optó
por caminar por en medio de la calle; así se sentía más seguro. Y
como el viento no amainaba, en cada crucero se alzaban los faldo-
nes de su levita clásico, como un mal globo que pretendíase subir.
La vejez era dura para don Jacobo Saracho. No permitía que na­
die le hablase de su hija. Como si se hubiera muerto, peor que se
hubiera muerto. ¿El hijo? No se sacaba gran cosa del hijo; pero, en
fin, ahí estaba, en el comercio, y algo ayudaba al viejo. La pobre
esposa se iba consumiendo.
–¿Qué corazón ni qué corazón? –le decía a veces don Jacobo,
dejando, por un momento, de pensar en sus números–. Lo que tú
tienes no es más que el hígado.
Pero ella se negaba sistemáticamente a ver médico.

Martín Gómez Palacio | 271


En el hombre calvo se veía, a las claras, que habían hecho mu-
cha mella los años, a pesar de que aparentaba no cuidarse para na­
da de la suerte de Lupe. La joroba se le había impuesto, estaba
caí­do de hombros. Lo que lo sostenía era la inercia. Identificado
con el trabajo, su verdadera muerte habría sido que lo quitasen de
trabajar.
Agitábase desde el amanecer, husmeaba, vivía, en una palabra,
tan al corriente en las cosas de su ramo como si se hallase en su
apogeo. Pero en modo alguno aceptaba el triunfo de la Revolución.
El señor licenciado Sifuentes se reía de él en una ocasión.
–¡Pero hombre! –le había dicho–. ¿Cómo dice usted que no
acep­ta a este gobierno? ¿Y qué remedio nos queda? Desengáñese,
don Porfirio está muerto y enterrado, y Huerta también se murió y
lo enterraron. Es inútil andarle buscando.
–Déjese estar, déjese estar, señor licenciado. Ya vendrá alguno
a correr a todos estos desgraciados. ¿No fue don Félix Díaz? Pues
será otro; pero éstos es imposible que se queden…
–Se quedarán, se quedarán. Las épocas pasan, amigo mío. Lo
que parece imposible hoy, no lo parece mañana –sentenciaba me-
lancólicamente el antiguo profesor de literatura.
Pero don Jacobo, que de suyo, era terco, en semejante cuestión
no cejaba. Aunque todo el universo, hecho sólo una voz, le dijese
que el estado actual de cosas era algo verdadero y definitivo, él ha­
bría mandado al demonio a todo el universo.
Lo único que siento –decíale a don Isidoro cuando tocaba estos
tópicos– es estar ya viejo y no poderme gozar con la derrota y fuga
del bandidaje. ¿Aceptar yo este gobierno, estos gobernantes? No,
señor licenciado; yo soy hombre de principios, yo no cambio de cri­
terio como cambiar de camisa.
A los abogados Sifuentes y Hernández los divertían estos arre-
batos del tozudo comerciante. Cierta vez, por la mañana, porque
ya, de noche, con Sifuentes no se contaba, entraron ambos en «El
Palacio de Cristal». Ahí estaba el pobre viejo, con los codos en el
mostrador, leyendo un periódico, y con la calva tan crecida que ape-
nas si contaba con un cerquillo de pelos canos vecinos del cuello.
Don Antonio se paró en firme en el claro de la puerta, pegando
en el suelo con la contera de su bastón.

272 | El mejor de los mundos posibles


–Venimos a felicitarlo –dijo con sorna– por haber desembarca-
do en territorio nacional don Félix Díaz. Ahora sí ya el triunfo es
nuestro –concluyó, tirándose una carcajada.
Estas burlas habrían indignado a don Jacobo a no venir de quien
venían.
–No –dijo mansamente–, ya se ve que ese Félix nos ha resul-
tado un infelix; pero ya vendrá otro, ya vendrá, como se lo tengo
dicho al señor licenciado.
Se refería a Sifuentes. Éste, de buen humor, penetró al estable-
cimiento a la zaga de su colega.
Tras del acostumbrado saludo, reanudó don Antonio el hilo de
su sátira.
–Supongo –expuso– que ya estará usted listo para las próximas
fiestas patrias (estaban a principios de septiembre). Ya lo veo a us-
ted colgándole farolitos y banderitas al «Palacio de Cristal».
–¡Un demonio! Las banderitas se las pondría yo a la madre de
estos tales. Ya he declarado que ni reconozco ni reconoceré nunca
a este gobierno ni a ninguno de estos ladronazos.
Don Isidoro, que había fingido leer atentamente un pequeño
cuadro colgado a una de las paredes, dijo con calor:
–¿Pero quién lo entiende a usted? ¿Cómo es que no reconoce al
Gobierno y cumple todas sus disposiciones? ¿Qué significan estos
timbres que están pegados aquí?
–¡Ah! ¡Bueno! –repuso lentamente el señor Saracho–. Pero to­
do lo hago con las correspondientes reservas. Claro está que pago
contribuciones, y si se quiere hasta formo cola en el ayuntamien-
to… ¿Pero de eso a reconocer? ¡Eso nunca! Hago lo que hago por-
que. ¿Qué remedio?
–¡Eso, eso! –exclamó el licenciado Hernández–. ¿Qué remedio?
Pues eso que usted hace es precisamente reconocer al Gobierno.
–¡Pues eso sí que no! ¡Ni lo reconozco ni lo reconoceré nunca!
Y como de este paso no salía el viejo amigo, dejábanlo, para ir­se
a sus ocupaciones, los dos señores compañeros. Ya estaban, los dos,
un poco al margen de la vida. Elementos nuevos, jóvenes inteligen-
cias los reemplazaban en las cosas de su profesión, los empujaban,
los hacían, aunque sin causarles daño, a un lado del camino.
Uno y otro íbase riendo de la testarudez del comerciante.

Martín Gómez Palacio | 273


–¡Qué caramba! –se explayó, a poco, don Antonio–. A veces se
me hace que don Jacobo tiene razón. Una cosa es la conformidad y
otra cosa el reconocimiento… éste como que sale de más adentro.
A don Isidoro le daba pereza entrar en tales distingos. ¡Había
entrado en tantos, durante su larga carrera! Dejaba a don Anto-
nio que hablase cuanto quisiera, porque a él ya lo interesaba, más
que todas esas vanidades, una bonita mañana, como aquella, con
el Pa­dre Sol en las paredes.
En cuanto a don Jacobo, así que se fueron sus amigotes, se que-
dó pensando en que las burlas de éstos no eran sino de labios afue-
ra, pues por lo que atañía a sentimientos, ¿que habían de aceptar
el Gobierno los señores licenciados?
Cuando cerraba la tienda, de noche, marchándose a su cuarto a
acostarse, parecíale la vida una carga pesada y sin objeto. Aunque
ni a sí mismo se lo confesara, echaba entonces mucho de menos
las caricias amantes de una hija. ¡Tanto como consolarían, esos
mi­mos desinteresados, en la triste, en la fría vejez! Esta pesadum-
bre la dio por ir en aumento, acabando, en su corazón cansado, con
el entusiasmo que aún encendía en sus venas el comercio. Hasta
que una buena noche –pues así como así era hombre de carácter–
procuró sobreponerse a la amargura que lo impelía hacía su propio
fin. ¡Ahora si! –pensó, dando un salto de la cama–. ¡Hay que tener
ánimo! Desde mañana, a fomentar el negocio. ¿No tengo un hijo?
¿No es él como si fuera yo mismo? ¿Pues a qué doblegarse? ¡A tra­
bajar para él! ¡A trabajar para los dos!
Y a la mañana siguiente se levantó, ligero, y mandó pintar el
frente de «El Palacio de Cristal». ¿Antes estaba pintado de café?
Pues ahora lo haría teñir de color de rosa. Revivirían, también, las
letras del rótulo, que por las lluvias ya casi ni se veían.
Fue, en unión de su hijo, a sacar unos fondos que tenía deposi-
tados en importante casa comercial.
–Es necesario –dijo mientras caminaban– que te hagas hom-
bre… pero tienes que ponerte chango.26
Pasaron dos, pasaron tres días sin que la obra decayese.
Nuestro hombre aparecía remozado. Gustaba de pasar, por la
acera de enfrente a «El Palacio», admirando el poder de la pintura.
El mostrador estaba también, dado de barniz: hasta brillaba.

26. Chango. Listo.

274 | El mejor de los mundos posibles


Una mañana acertó a pasar el licenciado Hernández. Don Jaco-
bo lo detuvo. ¿Qué le parece la mejora?
–¡Ahora sí, ahora sí es «Palacio de Cristal» –decía ingenuamen-
te el pobre hombre.
Don Antonio declaró que, efectivamente se veía bonito. ¡Po-
bre don Jacobo! Se encontraba engreído con la pintada de su casa
como una criatura con un juguete vuelto de revés. ¡Y llegar, tras
una tan larga caminata a través de la vida, después de todos los
desencantos, azotado por todos los dolores, a ser, otra vez, un niño!
La llanura se prolongaba sin una ondulación, sin más pliegue
que las suaves derivaciones de la Sierra Madre allá en el lado de
occidente, lejanamente azules. Roberto Palacio aguardaba, desde el
asiento de un coche de camino tirado por firmes mulas, el mo­
mento de delinearse en el fondo del paisaje la torre y la arbo­leda de
la hacienda. Iba inundado de emoción. Todo su ser se estremecía
al respiro de los aires nativos; cada piedra del camino era como
una vieja amistad. Por aquellos campos había corrido su infancia
como aro de plata; en ellos, también, su adolescencia supo de los
primeros sobresaltos de la carne, cuando su pubertad, siempre con­
tenida, parábalo a veces, en la mitad de una carrera, para arrugar
su juvenil ceño en profunda meditación. Se crió solo, jugó solo,
pensó siempre solo entonces… en lo que después llegó a ser desve-
lo de su segunda juventud, vuelto, por añadidura, médico cirujano
de la Facultad de México.
Las mulas corrían, con la recia nervadura de sus miembros, por
el viejo y hollado camino. ¿Podía reírse ahora, ya hombre, de la
mis­teriosa inquietud de cuando chicuelo? No podía, no. El amor
material, la atracción de los seres seguía siendo el eterno enigma, el
formidable misterio. En sus primeros años habíase sentido exclui-
do de la universal ley del acercamiento amoroso, y ahora, resuel-
ta plenamente su personalidad, se confirmaba en la idea de que,
para él, solo para él, estaba vedado el divino decreto del amor y
de la propagación. ¿El por qué de esa injusticia? ¡Misterio! Pero
él aper­cibía claramente dentro de sí la sequía de todo goce, la in-
movilidad más absoluta, la castración más perfecta de todas sus
fuerzas reproductoras. Se creía, ahora como antes, como siempre,
un hombre excepcional, extraordinario, que no debió haber naci-
do; un estigmatizado, un excluido.

Martín Gómez Palacio | 275


Y, sin embargo, una emoción insospechada ganábalo, al tornar,
después de tantos años a la tierra dilecta; el firmamento se hacía,
a cada paso, más luminoso; el viento se multiplicaba en caricias
como una miríada de hermanos enloquecidos de contento.
Pero de la torre, de la arboleda, nada. ¡No, sí! ¡Qué aturdido!
Estaban, ya, bien a la vista, y él, que las buscaba, ¡no había dado
con ellas! Conforme el llanto se agolpaba a sus ojos, limpiábase
milagrosamente todo un rincón de su cerebro, y vio rebrillar pai-
sajes, escenas que creía olvidadas. ¡Solo, otra vez, con sus pensa-
miento desgarradores en medio de los familiares contornos; solo
como cuando niño, solo como siempre!
Se iniciaba el tramonto. Era uno de esos días finales del invier-
no, y los campos, abandonados hacía años, eran una prolongación
árida y expectante. Todo el campo calentaba como un horno suave.
Cuando llegó, a todo el correr de las briosas mulas, al frente de
la casa, hubo de descender entre ancianos. De la gente joven que
había engrosado los huestes revolucionarios, ninguno había regre-
sado, o muertos o soldados del actual ejército. Penetró, atravesó el
zaguán como quien se aventura en recinto sagrado. ¡Pero qué di­
sonancia entre la realidad y sus recuerdos! Los naranjos del patio
ya no existían. Preguntó. Le contestaron que se habían secado.
Anduvo por los corredores, pasó frente a los primeros cuartos: ni
puertas, ni pisos… todo había sido brutalmente arrancado.
Apenas si en su propia habitación había algunos muebles, y
eso por­que la tía Tina proveyera desde Durango sobre el particu-
lar cuan­do él, Roberto, manifestó deseos de pasar en la hacienda
unas cortas vacaciones. Fue a los corrales, a las caballerizas. De-
solación y desolación. Volvió a preguntar, respondiéndole que, para
subsistir aquella pobre gente, se sembraba un poco, lo indispensa-
ble nada más, a fuerza de brazos. Pasó en seguida a la huerta por
la que siempre conservara, en los años de ausencia, un recuerdo
fragante; pasó seguido del pequeño grupo de servidores, un ancia-
no, dos mu­jeres, algunos chiquillos. Ahí acudieron a saludarlo el
resto de los campesinos. Entre todos reconoció al herrero, ya muy
anciano, y al hortelano, ahora enemigo de la tierra, ya que se las
arreglaba aun él, para vivir, cortando árboles para leña. Y todos a
pesar de la Revolución, grises, exhaustos y desnudos. Como antes;

276 | El mejor de los mundos posibles


peor que antes. Era mentira, no había esperanza de redención para
los habitantes de los campos.
Conforme avanzaba por el sendero que partía recto hasta el río,
íbase dando cuenta del enorme fracaso del tiempo. Aparte los gran­
des árboles longevos, todos los frutales estaban extintos, en con­
torsión rígida y doliente, y la parra, que todo lo cubría antaño como
pródigo manto, asimismo desapareciera, y apenas si se alzaban a
ras de tierra algunos tallos crispados y marchitos.
A pesar de la desgracia, por la desgracia misma de aquel suelo,
más que nunca hubo de amarlo, descubriendo un raro parangón
entre la aridez reinante y la de su propia vida, hermanadas ambas
a través de las vicisitudes.
Quiso seguir la fatal ruta, hasta el río, que pasaba lamiendo un
flanco de la huerta. Ya en todo se encontraba el crepúsculo, in­va­
diendo, invadiendo. Caminaban en silencio. Era una extraña pro-
cesión la que formaban, él, por delante, y, en seguida, a lo largo de
la senda morada, los fieles servidores: diríanse portadores de una
manda siniestra.
Roberto subió, el primero, a la cerca de piedras, y no bien la ha­
bía pisado se quedó estremecido, porque la escasa linfa corría em-
purpurada como sangre.
Sintió frío, sintió alejamiento, como si el padre río ya no le per-
teneciera, y se sintió empujado a amar a aquellos infelices –lo úni-
co humano en torno– huérfanos de toda redención. Lo arrebató un
sentimiento de belleza: pensó en un hospital erigido ahí mismo, en
la hacienda, en el que hallarse objeto sus grandes ansias románti-
cas. ¿Por qué no? ¡Qué hermoso! Ser padre, ya que no por los lazos
de la sangre, por su ciencia y por su bondad de toda aquella pobre
gente campesina que moría unida a las tierras hostiles.
Aquella noche, la primera del regreso, durmió como nunca. Al
otro día se levantó muy tarde, y era porque faltaban los ruidos cita-
dinos. Al salir de su habitación, y como momentáneamente olvida-
ra que ya no había naranjos en el patio, le dolió su desaparición en
lo mas hondo. Pero sentíase poseído de una paz profunda y hubo
de sentarse, sin leer, sin pensar, en una silla holgada, cabe uno de
los largos corredores. Estuvo mirando fijamente el cielo, limpiando
su mirada de toda sombra, de toda sucia estría.

Martín Gómez Palacio | 277


Por la tarde salió, aunque ya no con dirección al río, como la
víspera había hecho, sino por el lado en que se extendían las ca-
sucas de los trabajadores. Se llegó hasta los cavernosos hornos en
los que se cocía antaño el quiote,27 sabroso como el de ninguna
otra región.
Ahora estaba helado todo aquel terreno. En el fondo de las ne-
gras hoquedades parecía vagar un espíritu atormentado. Vino el
cre­púsculo ralo, rápido, de febrero. Ahí, sin hablar con nadie, solo,
¡qué bien! ¡Qué bienestar el de su garganta, que paz la de sus la-
bios!
Siguió desarrollándose la cauda de los días. Una vez vinieron a
rogarle que fuese a atender a una infeliz criatura incendiada. Acu-
dió en seguida a una choza llena de lobreguez, en la que, sentada
al borde del camastro, había una mujer teniendo en sus brazos al
hijo moribundo. La pobre había perdido el habla; fueron otros los
que informáronlo de lo sucedido. Mientras la madre molía masa
para las tortillas, el niño se echó encima un brasero, y al acudir
aquélla, era tarde para evitar la quemadura del endeble cuerpeci-
to. Olía insoportablemente a aceite de linaza. No había ahí nada
que hacer: la criatura se moría por asfixia; pero Roberto se quedó
hondamente impresionado por el aspecto de la mujer. Nunca ha-
bía vis­to ojos mas abiertos ni gesto de dolor semejante. Y, sin em-
bargo, la muerte trágica era corriente cosa en la clase pobre; todos
los que asistían a aquella muerte horrible veían el cuadro como un
vulgar acontecimiento.
La tarde de aquel mismo día, caminando Palacio por la huerta,
oyó a lo lejos los clásicos cohetes que anunciaban el entierro de la
miserable criatura. ¡Qué sino lo rodeaba! ¡Volver a todo, a la regre-
sión! ¡Qué época! ¡Hasta el campo, hasta los niños!
Al día subsecuente lo despertó la voz del huracán. Iniciose en­
tonces en la hacienda una temporada de aires que daba a los cam­
pos, a los horizontes, un aspecto ceñudo. Por la tarde salió, sin
em­bargo, con ánimo de acercarse al río. Llevaba impreso en la me­
moria el horripilante acontecimiento de la víspera; parecía que la
cúpula celeste estaba llena de almas de niños que volaban.
Los arboles se torcían por el vendaval, con grandes apreturas de
hojas sedientas que sonaban. Cuando, en medio del paisaje hu­

27. Quiote. Fruta que da el maguey, cuando éste no se destina al cultivo del pulque.

278 | El mejor de los mundos posibles


raño, se paró en el crucero de dos sendas, tendió la vista, sucesi-
vamente, a lo largo de los cuatro caminos: siempre, en el fondo,
vibraba un telón de hojarasca y de polvo, y una como señal se mo­
vía, diciéndole: «No vengas… no vengas».
Siguió, empero, la dirección que había tomado. ¡Hasta las pie-
dras de la cerca aparecían más toscas, más desnudas! Esta vez no
lo hirió el aspecto rojo del agua como la otra tarde: ahora estaba
diáfana, pero siniestra, del color del llanto. Se aproximó a la orilla.
Más allá, traspuesta la corriente, el paisaje enfriábase, enfriábase.
El viento pasaba secándolo todo, rizando, agrietando. Sintió en
sus entrañas orearse, más aún que estaban, las fuentes de la vida.
¡Torpe, torpe! ¿No se había hecho alguna vez la ilusión de tener en
sí los gérmenes de la vida? Ahora adquirió la certidumbre más ab-
soluta de que todo, en él, estaba exhausto, concluido. ¡Ni un grito
tardío de la estirpe cansada, ni un pétalo, ni una suavidad; nada,
nada!
Vio la puesta del sol, sin reflejos. Se encontró infinitamente so­lo,
como si el mundo estuviera vacío. El viento, el río, eran dos extra-
ños. ¡El río! Con poco agua, cansino, como si fuese a pararse de
un momento a otro. Más a poco empezó a revestir el mismo matiz
sanguinolento de la otra vez, y Palacio se alejó, por todo lo largo
de la huerta.
Así que se halló en su cuarto vio, por la ventana, que enfrente,
en la herrería, se trabajaba. Chisporroteaba un fuego intensamen-
te rojo que iluminaba, a veces, al viejo herrero que eternizábase en
la forja. Descargaba en ocasiones el martillo sobre el ascua, produ-
ciéndose una pirotecnia maravillosa. Los golpes, monorrítmicos, de
un sonido casi mental, como si en el yunque hubiera algo de cere-
bro, fueron arrullándolo hasta que, somnoliento, optó por tenderse
en la cama. Entonces le ocurrió algo insólito. Ya, a las márgenes
del sueño, hubo de invadirlo una irresistible melancolía. Irresisti­
ble la melancolía e irresistible el sueño. Y esto era triste hasta el
extremo. Sentirse nostálgico cuando se está despierto, cuando se
puede luchar contra el huésped, bien estaba; pero sentirse lúgu-
bremente triste y cogido ya por la marejada de la sombra, era ho-
rrible, era horrible.
Algunos días después, y como si no aguardase sino a que Ro-
berto fuera entrando plenamente en el reposo de la hacienda, dio

Martín Gómez Palacio | 279


en hacerse sentir insistentemente, el recuerdo de Josefina. La novia
pura, la amada remota esperaba. Palacio acarició, con gran ahínco
de vida, la idea de su matrimonio, de una existencia feliz, trascen-
dental al lado de una mujer. El amor… ¡Ah, sí! El amor absoluto,
no el antiguo frenesí lírico. El amor que se funda, el amor que se
finca.
Salió al campo, esta vez también, lejos del río, a donde no hubie-
ra árboles, ni piedras, ni jaramago, sino a la llanura ilimitada don­
de ofuscara el cielo. Anduvo mucho por el camino de Durango.
A un lado y a otro la milpa, esto es, lo que fuera milpa antaño.
El cansancio lo hizo sentarse a un lado del camino. El viento,
dormido momentáneamente, se alzó de pronto arrasando la tierra.
Por más esfuerzo que hizo para acopiar, en conjunto, la imagen de
la novia lejana, no asía sino el recuerdo de las manos, feas, ator­
mentadas, y la sombra de su paso, quieto, mesurado, prudente.
Cerraba los ojos invocando siquiera no fuese más que la voz, un
poco de alma… pero nada: columbraba ya un destello, un perfil,
cuando se imponía, avasallador, el eco de los pasos, sensatos, sin
desmayo, sin claudicación. Y luego ¡el viento! Era como si un tropel
de mu­jeres fantásticas, en una pesadilla vuelta objetiva, tangible,
se le acercaran cautelosamente al oído diciéndole mil cosas atro-
pelladas, hablando mal de Josefina en un afán sórdido, envidioso,
de histéricas. Luego retirábanse de sus orejas aquellas funestas pe-
lotas de viento y el campo se extendía nuevamente tranquilo, con
tranquilidad de vientre infecundo. De las siegas de otros años que-
daban esparcidas aquí y allá múltiples y dorados canutos semejan-
tes a flechas encajadas en la tierra. El pobre solitario hacíase un lío
de recuerdos: en su rostro podía observarse cierta cosa enigmática,
misteriosa, indefinible. Por fin, de Josefina no quedaba nada, ni la
imagen de las manos, ni la lucidez de los pasos ¡nada!
No quedaba en pie sino la íntima tragedia, su fría, su horrorosa
castidad izada inútilmente en lo eriazo de los campos.
Esta idea fija lo entristeció, entonces, más que nunca. Se levan-
tó, emprendió el camino del regreso a la casa. ¡Infecundidad, infe-
cundidad! El huracán, que parecía empujarlo, lo ponía todo como
yesca, ¡cuánto más las fuentes de la vida en sus entrañas! En un
alto de la triste jornada volvió a ver la asustada señal en los cuatro

280 | El mejor de los mundos posibles


puntos cardinales, una como flamante mano que lo compelía: «No
vengas… no vengas».
En cuanto llegó a su cuarto, abrió el ropero de donde extrajo
una botella de coñac. Toda la tarde estuvo bebiendo copas que le
produjeron una sensación agradable de olvido, un halago en las ve-
nas que no hubo de alterarlo, sino que le hizo excesivamente dulce
y plácido su retiro. Una sola idea fue la que, durante un cuarto de
hora, excitó sus nervios: el hospital con que habría de dotar a la ha-
cienda; su actividad, su bondad y su ciencia derramándose como
bendiciones. Fuera de semejante lumbrareda artificial, su borra-
chera no le proporcionó otro goce que el de sentirse en un éxtasis
pleno, casi letal, sin intromisiones, sin sacudimientos.
Cuando se echó sobre la cama, vestido, la botella de coñac es-
taba completamente vacía.
Después de algunas horas de sueño hondo, de plomo, despertó,
volviendo a sentir la angustia que ya otras veces sintiera: un des-
pertar lento, la lengua erizada de espinas, la cabeza partiéndosele
en gajos de dolor. Hubiera dado un año de vida por una taza de té
calientísimo qué llevarse a los labios, pero la hacienda, en donde
era absurdo coger fúnebres borracheras, estaba enteramente des-
provista, por el momento, del piadoso bálsamo. ¿A quién acudir?
¿A quién pedirlo? Todavía era de noche. La escasa servidumbre
quedaba lejos y él carecía de fuerzas, como chupado, como expri-
mido. Se aguantó estoicamente. Cerró nuevamente los ojos, en un
voluntario impulso de olvido. Así se podía, efectivamente, abando-
nando ahora un pensamiento y luego otro, irse adentrando en una
dulce vereda de insensibilidad. Fuera rugía el huracán. ¡Qué bello,
todo, disgregado, poder ser llevado por las alas álgidas, en un viaje
superficial por el planeta!
Volvió a dormirse. Tornó a despertar, siendo ya día, y, sintién-
dose fortalecido, comenzó su tarea de vestirse. Se echó agua fría
en la cabeza, en los brazos, pero al cabo, aburrido de su inútil em-
peño, se acercó a la ventana pegando la frente a los cristales. Por
la calle no pasaba otra alma que no fuera la del viento. La tierra,
blanca, estaba cubierta de huellas; pero no había ni una voz, ni un
eco, como si por ahí hubiese pasado la ultima generación de hom-
bres camino del final aniquilamiento.

Martín Gómez Palacio | 281


¿Cuánto tiempo permaneció así, sin concluir de vestirse, sin
do­lor y sin alegría? No volvió a la realidad sino hasta que el ruido
de algo que se arrancaba gimió en el interior de la casa. Entonces,
tristemente, lúgubremente, buscó por la habitación su chaleco, su
saco; pero se eternizó en ponérselos, como si sus manos, inhábiles,
no lo obedecieran. Hubo momento en que no supo si se estaba po-
niendo, o quitando, el saco. Esto era lo que más lo atormentaba en
los días de cruda: la hostilidad, el agarrotamiento, de sus manos.
Fue al comedor, pero con un principio de náusea que le impidió
desayunar. Nada apetecía. ¿El té? ¡Tanto como lo había ansiado! Y
no era cosa: un espejismo nada más.
Salió de la huerta. Sabía que respirando aire puro toda la ma-
ñana era la única manera de restablecerse. Los árboles se apretu-
jaban, se hacían pequeños, ofreciendo menor superficie al polvo.
El aire, en cuanto traspuso la puerta divisoria, le agrietó los labios.
Optó por ir a acurrucarse cabe el tronco de un gran nogal, con una
gana atroz de ser olvidado y olvidar, y con una necesidad, ya impe-
riosa, de escapar del hiriente, del horrible aire de febrero. Ahí, en
la oquedad natural de la tierra, alrededor del rugoso tronco, so­bre
un manto sonoro de hojas, casi no lo sentía, al enemigo.
Ya era una felicidad. Libre de preocupaciones, quiso pensar en
lo más agra­dable, en lo más blando de la vida: en Josefina. Pero no
logró entusiasmar a su imaginación. Sus ideas, pesadas, pedestres,
no se alzaban arriba de necias materialidades. Entrevió, sonambú-
licamente, su regreso a México; viose a si mismo llegar a la esta-
ción, pero a tiempo en que el tren partía, y sus manos, agarrotadas,
inflexibles, negándose a asirse a los hierros de la escalerilla… y el
tren escapando.
Luego fue la imagen de Josefina, severa, recogiéndose tras un
dilema en cruz: «Bueno, Roberto, me vas a decir ahora mismo, sin
pérdida de un segundo, si me quieres o no… esto es horroroso, no
te entiendo, no te entiendo». Y el semblante de la novia apremiaba,
no dándole más que un segundo para responder. Si no respondía,
aquella felicidad se perdía para siempre jamás. Y él, que hervía
en deseos de contestar afirmativamente, no lo conseguía con su
lengua seca, rígida, agarrotada como las manos. Y Josefina, con un
supremo abandono de esperanzas, volvíale las espaldas cubriéndo-
se de distancia y de olvido.

282 | El mejor de los mundos posibles


¡Cuánta insensatez! Estaba helado, tenía hambre, hambre ra-
biosa producida por la irritación de sus vísceras. Se irguió. Se en-
caminó a la casa. Comió con falso apetito; bebió agua, agua dura
e inclemente.
Cuando salió del comedor para dirigirse a su cuarto volvió a
ver las fatídicas señales, pero ahora estrechándolo, ya no en el lí-
mite de los caminos en cruz, sino en los ángulos de los corredores.
Estaban ahí no más. Lo cercaban. Una mano, diríase que una ca­
ra, unos ojos suplicantes, extrahumanos, le decían en cada esquina
de la casa: «No vengas… no vengas». ¿Y cómo no ir?, pensó, casi
asustado. Es que tengo que ir a mi cuarto, nada más que a mi cuar­
to. Y despreciando sus temores entró en la habitación. Se sen­tó;
luego comenzó a pasearse.
De la fragua salían los ayes del hierro cerniéndose en la atmós-
fera, casi mentales, como ideas machacadas.
A poco apareció la pastilla de amargor en la lengua, síntoma in­
dudable de la segunda fase de la cruda, esa en que los ojos creen
cegar.
En medio de su ociosidad, tuvo Palacio la idea de afeitarse.
Colgó un espejo del pasador de la ventana, a efecto de acopiar
la mayor cantidad de luz. En seguida sacó del cajón de su lavabo
la navaja, la abrió, pasóla largamente por la palma de su mano: es­
taba endiabladamente filosa. Se llenó la cara de jabón y procedió
a la rasura. Nada ni nadie lo interrumpía; no había en un radio de
muchos metros, más alma viviente que el herrero, martilleando.
El espejo era profundo, magnifico, y la luz clara y abundante. Pero
sus dedos como de palo, como agarrotados.
Cuando estuvo rasurado un carrillo lo acometió, de súbito, un
fastidio, un deseo de terminar, pero le faltaba casi todo por hacer,
el mentón, la otra mejilla… ¡Qué largo, qué cansancio! Tenía pues-
ta la ofuscante hoja sobre la garganta. En ese instante dio el hierro
de la fragua un alarido lúgubre, tenaz, y entonces la mano crispa-
da, cataléptica, se arrastró, incontenible, abriendo surco.
Se dobló sobre las rodillas el cuerpo como un trapo; de la yugu-
lar brotaban oleadas de sangre.
Afuera, en la calle blanca, brillaban encendidas todas las lám-
paras del día.

Martín Gómez Palacio | 283


Pináculo

P ara tardes de toros, aquella, de fines de invier-


no. Estaba anunciada una corrida sensacional.
La temporada taurina tocaba a su término y es sabido que para lo
último se dejan las grandes combinaciones de carteles. Había un
entusiasmo inmenso; el dinero corría a torrentes en los expendios
de boletos.
La Güera Saracho, Javier Horcasitas y Pancho Lara se dispo-
nían a asistir –los dos primeros, sobre todo, eran muy aficionados–
y precisamente al departamento de sol. Nada de barreras, nada de
palcos. Hacía ya mucho tiempo que la Güera quería ir a sol, por
capricho, a sentir de cerca los espasmos de la muchedumbre. A sol
había que asistir para poder jactarse de haber estado en los toros.
Con la muerte de Roberto Palacio habíasele despertado a Hor-
casitas el sentimiento de la amistad: por eso invitara a Pancho a
que los acompañase aquella tarde. Comían los tres, a la una y me­
dia, en un restaurante céntrico. Cuando se proyecta concurrir a
una corrida, al aficionado no le sabe la comida casera: necesita co-
mer cosas fuertes para ponerse al tono de las emociones que va a
experimentar. Horcasitas y Lara se encontraban, además, crudos.
Cada uno por su lado había parrandeado la noche anterior, y luego
coincidían en la sed, en la nerviosidad febril.
El restaurante estaba inundado de gente taurófila. Los mozos
no se daban tregua en el servicio, y no obstante, era imposible que
atendieran a todos, razón por la cual cada quien se despachaba
como podía, sin cubiertos, bebiendo a pico de botella, etcétera.
En todas las mesas se hablaba nada más que de toros. Pancho
Lara era un admirador de «El Chato Valencia», quien toreaba a
esa tarde. –Figúrense ustedes– les aseguraba a Javier y a la Güera
–que no hay verónica en que el toro no le lleve los alamares de la
chaquetilla. ¡Es el torero más emocionante!
–¡No, hombre! –dijo la Güera con fastidio–. ¿Quién habla de
otros toreros cuando está en la plaza Gaona? Ese es el único que
marca como es debido los tres tiempos de la verónica; con los de-

284 | El mejor de los mundos posibles


más no se sabe cuántos tiempos tiene la suerte, ni si tiene o no
tiempos.
Los tres jóvenes experimentaban una ilusión atroz por las próxi-
mas escenas de sangre.
–Nos vamos –decía Lupe– a donde más pique el sol… ¡tengo
unas ganas! Señor Lara, favor de buscarme un vaso para la cerveza.
Lara fue hasta la cocina, regresando, triunfante, con una taza.
–Bueno, ¡salud! –dijo el mismo alzando una helada botella Car­
ta Blanca. Le temblaban las manos hasta el grado de creer que iba
a derramar el líquido. Así que hubo bebido, agregó:
–La cerveza fría es lo que mejor cae, con la cruda.
Horcasitas filosofó, después de apurar, él también, una botella:
–Crudo es como se debe estar para ir a los toros. Con el sistema
nervioso exaltado, hecho trizas. Así resultan mucho más fuertes
las impresiones.
–Crudo, crudo… ¿Qué placer le encuentran? ¡Borrachos! –dijo
la Güera con un tono entre alegre y despectivo.
–¡Hay derecho, hay derecho! –murmuró Javier mirando malicio-
samente a su camarada–. ¿Cómo ha de divertirse uno, si no?
–¡Y tan cínicos, los dos! Bueno, que se hace tarde– agregó la
amante, pasándose una servilleta por los labios–; pide la cuenta y
vámonos, no se te olvide que vamos a sol.
Ya, antes de que ellos se decidieran a levantarse, grupos nume-
rosos se habían lanzado a las puertas, con esa ansiedad que sólo
una corrida es capaz de producir.
Salieron, se metieron al «Buick» y partieron a escape con direc-
ción a «El Toreo».
Como era corrida de tronío, la avenida Oaxaca fulguraba. La
luz maravillosa del domingo se hacía añicos en los toldos de tran-
vías y automóviles. Al desembocar en la plaza de Miravalle vieron,
de pronto, la gran plaza. En las azoteas vibraba un fleco, una re-
verberación: eran espectadores, y era, además, como el aliento de
la muchedumbre, que se alzaba.
Bajaron, los tres, y se mezclaron a la multitud que se cernía so-
bre las insuficientes puertas. Formaron cola. La gente los oprimía,
los magullaba. Horcasitas comprendió que había sido una impru-
dencia decidirse a ir a sol; pero la Güera manifestábase encantada.

Martín Gómez Palacio | 285


Salvada una presa de soldados, saltaron al fin adentro de los re-
cintos de la plaza. Horcasitas y Lara fueron abrazados por sendos
guardias, quienes, con lujo de despotismo, los esculcaron. ¿Y bien?
Ellos no portaban pistola. Podían pasar. Adelante.
Siempre empujados por la corriente subieron, penetraron al ten­
dido. Abría la marcha Horcasitas; pegada a él, las manos en sus
hombros, caminaba, difícilmente, Lupe; detrás de ella, protegién­
dola, Lara. Iban prensados, los tres. Sentáronse en uno de los pe­
queños huecos que quedaban. Cuando se hubieran acomodado vie­
ron, con espanto, que interminables filas de gente se metían aún
como cuñas. ¿Dónde iba a colocarse aquel gentío? ¡Daba miedo!
Lupe miró, con expresión gozosa, a los tendidos. Hervían. Era
toda la plaza una cintilación, un ascua. De pronto, a su lado, un
ruido que se esparció en torno la hizo volverse. Un bárbaro tenía
cogido por las piernas a un infeliz que hacía esfuerzos desespera-
dos por soltarse; en seguida acercóse otro, por atrás, y empujó a la
víctima. Esta cayó, de cabeza, sobre la red de público que llena-
ba las gradas inferiores y que se conjuró de plano contra el pobre
dia­blo: viósele ir rodando, hacia abajo, de grada en grada, como
pelota.
La Güera se cogió del brazo de su compañero.
–¡Ay, hombre, qué salvaje! –decía, trémula de entusiasmo.
A poco apareció, en alto, el sombrero huérfano. Voló de un lado
a otro del tendido hasta quedar reducido a un andrajo. Lara come-
tió la imprudencia de levantarse para ver, sujetándose bien, sobre
la nariz, sus lentes, lo que en realidad quedara del sombrero. No
debió haberse levantado. Una naranja, recta como una flecha, le
pegó en el cuello, y tan fuerte, que se desgajó con el choque. Al
mismo tiempo una voz estentórea gritó:
–¡Siéntate, roto28 desgraciado!
El miope sentóse vivamente echando a la guasa el lance. Era
peor si se enojaba.
–¡Diablo, qué fría es la fruta esa! –exclamó, limpiándose el pes-
cuezo con su pañuelo.
A poco el mismo que había arrojado a otro gradas abajo se le-
vantó, sacó de bajo su chaleco un cohete y le arrimó la lumbre de

28. Roto. Catrín.

286 | El mejor de los mundos posibles


un cigarro. Los que están cerca apresúrense a subirse las solapas,
a bajarse las alas de las gorras, todo tendiente a proteger la cara del
fogonazo. Así que el cohete está listo, sueltásele, y rayando el aire
con un chasquido va a hacer explosión sobre el público metiendo
al pronto tal alarma que una señora gruesa, cegada por el humo,
comienza a gritar: «¡Se hunde la plaza, se hunde la plaza!».
Un policía, que ha localizado al autor de la salvajada, acércase,
pugna por aprehenderlo, pero sin éxito, porque materialmente no
puede llegarse hasta su presa. El público, con un viejo odio, se ha­ce
bola para que el gendarme no pase, y llueven naranjas sobre el uni-
forme, sobre el quepis, hasta que se retira el polizonte, riéndose,
pues asimismo no ignora que, si se enfada, será muchísimo peor.
Abajo precisamente de donde están la Güera y sus amigos, un
espectador trata de despojar a otro de su sombrero para hacer lo
que ya antes se había visto; pero éste no se deja, y entonces tiene
lugar entrambos una rápida lucha a bofetadas que alcanzan a los
vecinos.
Los minutos que preceden inmediatamente al comienzo de la
corrida adelantan lentos, preñados de calma. La inminencia de la
hora sosiega al público que sigue penetrando, por modo absurdo,
ya que en el coso no cabe un alfiler.
El reloj de la plaza da las tres. Suena la primera campanada y…
el resto no se oye, ni la banda, porque un alarido inmenso puebla
los aires. Todos los corazones laten con violencia; no parpadean los
ojos. Los únicos que conservan cabal ecuanimidad son los lidiado-
res, quienes, tras de desbaratarse el orden en que han aparecido,
se disgregan, van a ocupar sus puestos previstos matemáticamen-
te. Transcurren algunos segundos. La ansiedad se palpa. El grito
extremado de los clarines sí se oye, vibrando en un fondo mate de
tambores. La arena está dividida por una media luna: una zona
mo­rena, de sombra; la otra de ofuscante reflejo. Sale a la arena un
animal, un acordeón por lo que ondula: a mirarle solamente el lo­
mo, diríase un gusano colosal, veloz y resbaladizo. Corretea. En los
tendidos ízase la bandera del silencio. Toro que sale así, «con mu-
chos pies», no es toro valiente; pero así que un peón lo espera en
firme –temeridad atroz, porque se ignora si el burel tomará o no
el engaño– y, en llegando, le presenta el trapo, y así se ve cómo el

Martín Gómez Palacio | 287


animal se vuelve, rápido, a beberse el capote, en los tendidos sue-
na una alegría alborotada.
La bestia se ha quedado inmóvil sobre sus cuatro patas, hacien­
do caravanas. Adelanta Gaona y ábrele, a cuatro metros de distan-
cia, la capa como un abanico; el bruto no se mueve.
Muy cerca del lugar que ocupan Horcasitas, la Güera, Lara, es­
ta un gaonista furibundo que desde un principio comienza a dar
muestras de gran partidarismo.
–¡Ése es el indio! –grita– ¡El padre de todos los desgraciados
gachupines!
Estas exclamaciones producen mal efecto. ¿A qué vienen insul­
tos? Todas las miradas están puestas en la faz del toro, inmóvil.
Gaona, sin acortar la distancia, imprímele al percal, con los me­
ñiques, un movimiento llamativo. El toro vuelve a hacer caravanas.
Uno, que más no puede con su emoción, le grita al lidiador:
–¡Arrímate!
Estas palabras encienden al gaonista como si le hubiesen diri-
gido la peor ofensa.
–¿Quién gritó «arrímate»? ¡Imbécil! Primero aprende de toros y
luego venga a gritar aquí, estúpido.
Pero el diestro le da la razón al otro. Avanza un paso largo, lue­
go otro. Nuevas salutaciones del astado. Gaona vuélvele la espalda
y se retira. Aquí y allá cunde el desaliento. Algunos silban. El gao-
nista se lleva ambas manos a la cabeza. ¿Por qué silbaban? ¡Perdó-
nalos, Señor, porque no saben lo que hacen!
Un español gordo, que presencia la lidia en pie fumando un
grue­so puro, explica en alta voz, como para zaherir al radical:
–Bueno, hombre, bueno; hay que disculparlo: es que le ha en-
trado la murriña.
Ni verónicas, ni nada.
Gaona, en efecto, se muestra displicente. Acércase al animal y
le propina unos cuantos capotazos secos, jalándolo de su estúpida
inamovilidad. Retírase el gran torero quedando entonces al descu­
bierto, destacándose magramente en el ruedo, un caballo que se
pandea con el peso del picador. Éste, una pelota por obeso, espo-
lea. A una legua se le nota el miedo, un miedo que le destiñe los
mofletes.

288 | El mejor de los mundos posibles


El gaonista vuelve a dar señales de vida. Nadie mejor que el pi­
cador sobre quien descargar el despecho.
–¡Ahora tú, sinvergüenza! ¡No atravieses el caballo! ¡Tienes que
defenderlo, desgraciado!
De pronto, una exclamación unánime. Igual a una exhalación
se ha arrancado el toro. Los concurrentes, entre ellos la Güera y sus
amigos, levántanse de sus asientos y miran. El jamelgo de ma­gra
silueta tiene todo un cuerno dentro de su vientre, se le han erizado
las crines, párase de manos y vuelve la cabeza hacia el toro.
–¡Ah, picador bandido! –torna a vociferar el partidario–. ¡Sin-
vergüenza! ¡Túmbalo por vida tuya, caballito! ¡No hay derecho de
que no se lleve ni un costalazo!
Se desploman a una el pullero y la montura. El toro sigue hun-
diendo el cuerno en las entrañas del caballo, como si buscara algo
o cual si experimentara voluptuosidad. Un monosabio29 extrae al
jinete de bajo aquel armazón que se desangra. El picador, viéndose
libre, se aleja cojeando, con los ojos todavía desorbitados por el es­
panto. Un espectador dícele a otro, a un lado de la Güera:
–¡Mira al caballo! ¡Ah diablo! ¡Cómo muerde la cabeza de la
silla!
Gaona presencia la escena con el capote recogido.
Aparenta una indiferencia absoluta. Una voz lo increpa:
–¡Anda tú, poca pena! ¡Quita al toro!
Entonces el diestro mete el lienzo ante la cara babeante de sa­
tisfacción. Sale el cuerno empurpurado, emanando reflejos.
El enor­me testuz torna a fingir salutaciones.
El cuaco, hirsuto, consigue pararse. La Güera oprime el brazo
de su amante. No quisiera ver el caballo, pero un impulso superior
a sus fuerzas muévela a mirarlo. Le cuelgan los intestinos, el bofe,
una mancha oscura que se arrastra en la arena. Acuden dos mo-
nosabios. El uno estira a aquel fantasma por la rienda, y como no
consigue hacerlo caminar, el otro mozo sacude un latigazo en las
ancas. Entonces la muchedumbre, piadosa, prorrumpe en silbidos.
¡El pobre animal! ¡Que le den la puntilla!
Ahora, en otro lugar de la plaza, hállanse nuevamente cara a
cara el toro y un alanceador vara en ristre. Esta vez el jinete mues-

29. Monosabio. Mozo que ayuda al desempeño de la lidia.

Martín Gómez Palacio | 289


tra decisión. ¡Claro! ¡Como que ya el toro, por la anterior embria-
guez, está agotado!
Acude el toro bien, de frente, por lo que el otro clava en el mo­
rrillo. El español gordo se quita el puro de los labios y exclama re­
bosando placer:
–¡Eso es! ¡Castígalo más, más…! ¡Ahora está bien!
El público aplaude. El jamelgo no ha sacado más que un enor-
me siete en la paleta que le inutiliza el miembro correspondiente.
El picador descúbrese, mostrando una brillante calva, y se aleja al
trote mútilo de su cabalgadura.
El toro no da lugar a los «quites» en que tanto lucen las dotes
del torero. Es codicioso para los caballos, pero a los peones les ha­
ce asco.
Viene, en seguida, la tercera pica. La Güera torna a asirse del
brazo de Horcasitas. Cita el de a caballo y la res acude. Es otra pu­
lla bien dirigida. El español gordo se regodea mirando la escena.
–¡Castígalo, castígalo un poco más… ahí…
El gaonista, que contempla sus ilusiones fracasadas, lo interrum-
pe: –¡Hombre! ¡Ya aburrió usted con que castiguen al pobre toro!
¡Qué bien se conoce que no sabe usted nada de estas cosas!
–¡Yo digo lo que se me da la gana, ea!
–¡Vaya usted a vender garbanza, gachupín bárbaro!
El español se vuelve, trata de localizar al insultante.
–¡Pardiez! Parece que usted se ha pagado toda la corrida.
Entonces otra voz, venida por el lado contrario, despista al es-
pañol.
–¡Gachupín atascado!
Alguien, en defensa del ibero, grita al que ha chillado el último:
–¡Cállate tú, borracho!
Pero el otro, que sí se deja:
–¡Con tu dinero!
Y ahí paran los gritos. Los clarines se alzan, en el fondo mate
de los tambores, cual queriendo volar de aquel ambiente de sangre
y de vaho. Las ancas cojas del postrer caballo desaparecen tras la
negrura de una puerta.
Se establecen el tercio de banderillas. El burel está como un
poste después de tanta cornada a los solípedos. Los peones su-
dan. Cita, emprender una carrerita hacia atrás, para dejarse ver;

290 | El mejor de los mundos posibles


al ca­bo decídanse a clavar por sorpresa, llegándole al cornudo por
detrás, a una media vuelta de éste. Gaona está desanimado. En los
tendidos se abre un descomunal bostezo.
Y cuando el mexicano, con el sombrío rostro surcado por una
franja de seriedad, adelanta con la flámula encogida amén del es-
toque que lanza a lo lejos sus destellos helados, el gaonista le grita:
–¡Cómo puedas, indio, cómo puedas! ¡A esos toros se les mata
como se pueda!
Pero el español que fuma un puro no es de la misma opinión.
–¡Como es eso de cómo se pueda! ¡A torearlo, señor… para eso
pagamos!
Pero Gaona no quiere. Está de murria.
Trastea al animal con visible mala gana. De súbito, y en medio
de una silba, tírase a matar. El toro, al sentir la puñalada, da un
mugido de dolor, se encoge, luego exhala una bocanada de san-
gre. Algunos aprueban. Otros no saben, de pronto, a qué atenerse.
Pancho Lara se atreve a decir, recio:
–Esa estocada está caída.
Esta afirmación indignó al gaonista, quien, poniéndose en pie,
comenzó a insultar a Lara.
–¡Póngales a sus lentes unos fundillos de vaso para que vea me­
jor, grandísimo animal!
Lara no halló qué contestar. Era torpe para eso de replicar así, a
boca de jarro. Púsose, junto con la Güera, a presenciar el arrastre.
Las mulas pasaron, raudas, jalando largamente el toro que ni si-
quiera iba bien muerto, sino que crispaba las patas y aventaba por
el hocico borbotones de sangre espesa y negra.
Gaona, pálido de rabia, mascullando injurias fue a sentarse en
el estribo.
Vino un intermedio de respiro. Había en la plaza ese descon-
suelo fatigoso de las malas corridas, cuando la gallardía del torero
no ha logrado sobreponerse a la crueldad del espectáculo. La Güe-
ra, por quién sabe qué extraña asociación de ideas, durante el úl-
timo tercio no había dejado de pensar en Roberto Palacio. Apenas
si lo conoció la tarde en que, encontrándose con su amante en el
café Swastika, se presentó aquel, conversando con ellos y acompa-
ñándolos luego en el «Buick». El recuerdo de la tarde sombría, de
fiero viento norte, se hermanaba con la tarde actual, llena de luz,

Martín Gómez Palacio | 291


pero trágica, con la tragedia de la muchedumbre bebiendo anhelos
en las entrañas humeantes de los despanzurradas bestias.
–Oye, no sé por qué he dado en acordarme de Roberto –díjo-
le a su amante a tiempo en que éste encendía tranquilamente un
cigarro.
Horcasitas, acostumbrado al histerismo femenino, la miró unos
instantes; luego, como los clarines hendieron nuevamente el aire,
su pensamiento fue arrebatado, fijó la mirada en la puerta de to-
riles.
Ya estaba en la arena el segundo animal. Hizo salida contraria.
Partió como un rayo en dirección a donde estaban los picadores,
inmóviles junto a la barrera, esperando el momento de entrar en
suerte. Chocó contra el primer montado, y para desembarazarse
del obstáculo, con una ligera cabezada alzó en vilo al jamelgo. El
varilarguero, con el empuje unido al de su miedo, fue a caer de
cas­cos en el callejón desapareciendo de la escena.
–Ahora vamos a ver como se portan los valientes –exclamó el
español poniendo toda su atención en «El Chato Valencia», que
avanzaba hacia el burel dando unas zancadas largas y antiestéti-
cas.
El toro replegose un tanto, como desconcertado por tanta au-
dacia. Muy en corto citó «El Chato», con el capote abierto como
media luna. El torazo, empujándose con las patas traseras, arrancó
a guisa de ciclón. El diestro aguantó la acometida con la sonrisa
en los labios en medio de un ¡ah! gigantesco que clamoreó en los
tendidos. Supo recoger al bruto que se volvió, engañado, y una se­
gunda verónica se produjo, más cerca, más ceñida, tanto, que la
chaquetilla del torero se movió, rozada por el cuerno. Tornó el li-
diador a recoger, el toro a envestir, y esta vez no se vio solución de
continuidad entre ambos bultos. La multitud deliraba. En un se-
gundo se había encendido el entusiasmo que se cayera muerto en
el toro anterior. No eran aplausos, sino alaridos los que sacudían
la atmósfera. «El Chato», cegado por el radiante triunfo, recogió
por cuarta vez a la fiera y… no quiso, porque la tremenda ovación
lo hacía sentirse semidiós, dar un paso atrás para dejar espacio al
enemigo, y éste, ondulando como culebra, se llevó en su viaje al
torero, lo tiró lejos, como a un monigote, y se quedó parado en la
desierta plaza, haciendo caravanas de cortesía.

292 | El mejor de los mundos posibles


El español obeso se había puesto en pie. No aplaudía. Agitaba
con una mano el pañuelo y con la otra el sombrero. Estaba mudo
de emoción.
–¡Eso es valor, lo demás… pal gato!
El gaonista se levantó también de su asiento.
–Eso si se llama valor al suicido, grandísimo estúpido.
Pero una lluvia de naranjas e insultos cayó sobre las espaldas
del porrista30 y lo obligó a sumirse.
«El Chato Valencia» levantábase, cojeando, pero corajudo.
El público seguía aclamándolo.
Tras de la primera pica, adelantó «El Chato» a hacer el regla-
mentario quite. Como estaba adolorido del porrazo, guardó una
prudente distancia entre sí y la res. Pancho Lara, que no volvía de
su asombro por el valor desplegado un momento antes, juzgó del
caso aplaudir ahora. Esto sacó de quicio al porrista.
–¿Pero por qué aplaude ese imbécil?
El español gordo contestó, con lógica contundente, aunque na-
die lo mezclara en la cuestión:
–¡Hombre! ¡Será porque le da la gana!
La lidia prosiguió, pero sin emociones.
Sólo una, intensa, estábale reservada a la Güera. Al concluirse
una pica, alguien, a su espalda, dijo, refiriéndose al caballo:
–¡Mira nada más, hombre, en dónde tiene la cornada!
La tenía en los órganos genitales. Parecía orinar un torrente de
sangre. La Güera sudaba. ¡Cuánto odió al que pronunció la frase y
que así la constreñía a no apartar los ojos del magro animal!
La cogida de «El Chato» había metido pánico en las cuadrillas
y hecho cobrar grande brío al gaonista. «¡Qué feo modo de andar
tiene!», decía en alta voz. «¿Cómo lo quieren comparar con Gaona
tantos villamelones31 imbéciles?
–¡Cállate, marihuano!
El otro se calló; pero sabía que el triunfo era suyo.
Aprovechó un lance deslucido del espada para gritar:

30. Porrista. Así se llamó un partido intransigente a favor de Gaona, que molestaba durante la lidia
a los matadores que alternaban con el mexicano.
31. Villamelones. Ignorantes en materia taurómaca.

Martín Gómez Palacio | 293


–¡Ay, Chato Valencia! Voy a comprar diez centavos de calomel…32
–¡Para tu hermana, infeliz!
La corrida continúo vulgar, sin esplendor. A cualquiera otra di-
versión puede tolerársele el aburrimiento, pero jamás a los toros, si,
mansos y mal heridos, buscan el olivo bramando a mares. En todos
los rostros pintábase una rara muestra de ansiedad insatisfecha y
de hastío. Gaona estaba displicente y «El Chato» contusionado. El
público que llenaba el sector donde se hallaban los tres jóvenes,
dedicóse a festejar los insultos que unos a los otros se dirigían.
Allá, por el cuarto toro, el incorregible porrista cubrió de impro-
perios a alguien que aplaudió injustificadamente la faena de mu­
leta realizada por «El Chato».
–Ya conozco –gritó– a ese estúpido que está aplaudiendo… Es
caballero de Colón –e increpándolo directamente, añadió: ¿Pero
qué cosa hace usted aquí en los toros? ¿Por qué aplaude? Mejor
tírele un escapulario a ese sinvergüenza como usted.
Entre el quinto y el sexto toro apareció en el ruedo un grupo
de obreras solicitando un óbolo para la «Unión de Ebanistas» –tal
rezaba un cartel que exhibían– a quienes un incendio arruinara
sus talleres. Hubo uno que gritó:
–Y ese burdel, ¿de dónde se escapó?
Produjéronse grandes risotadas. El mismo lépero, envalentona-
do por el éxito, se levantó agregando:
–Ora… voy a tirar este tostón33, a ver si le pego a la más gordi-
ta… –y arrojó un pedrusco al redondel.
Se lidió, sin ánimos, el sexto y ultimo animal. El hastío desple-
gaba las alas sobre el circo. Aún antes de que el toro se echase,
más bien por cansancio y dolor de sus heridas que por habilidad
del matador, comenzaron a observarse grandes huecos en las gra-
derías. El público se marchaba, decepcionado. ¡Eso de pagar tan
cargo por una verónica y por un descabello!
La Güera, Horcasitas y Lara levantáronse también. Aquella ma-
nifestó deseos de subir a la plaza; sentía ansia de respirar aire puro,
de dilatar su mirada por campos, por montañas. Su amante, dis-

32. Alude el autor a esta medicina que mata el parasito llamado vulgarmente «chato» o ladilla.
33. Tostón. Medio peso mexicano.

294 | El mejor de los mundos posibles


puesto a obedecer a aquel nuevo capricho, condújola hasta una de
las escaleras de hierro que terminan en los altos de la plaza. Lupe
Saracho subió, apoyada en el brazo de Horcasitas. Iba nerviosa, ex­
citada, próxima al llanto.
–¡Ah, oye! ¡Pero cómo me acuerdo de Roberto Palacio! ¿Por qué?
¿Lo sabes tú?
Horcasitas la miró con una sonrisa, dijo:
–¡Cómo te gusta atormentarte! ¿Por qué lo recuerdas tanto si
apenas lo conociste?
La Güera hizo un movimiento de impaciencia. No era sólo que
habría querido que le contestase. ¡Qué hombres! ¡Nunca la com-
prendían!
–Es que –dijo– nunca me ha mirado nadie como me miró él
aquel día, en la Swastika…
Se apoyaron ambos en la baranda que limita la circular eminen­
cia. La tarde estaba amoratada. La Güera continuó:
–¡Qué ojos! ¡Tenían un reflejo tan puro, como en los niños! Si
no hubiera muerto, ni me acordaría; pero ahora ¡los veo tan claros!
–¡Bah, bah! Tranquilizate. Mira cómo se ve la gente desde aquí:
parece hormiguero.
La Güera miró largo rato, sin ver. Luego desasiose de su que-
rido y anduvo algunos pasos por la azotea ya desierta. Se asomó
al ruedo. Veíanse en la arena, a pesar de la naciente obscuridad,
grandes manchas de sangres. Grupos de chiquillos corrían, diver-
tíanse en aprender a saltar la barrera. Luego alzó la cara y recorrió
con la mi­rada preñada de agobios el horizonte inundado de cre-
púsculo. ¡Cerrado, completamente cerrado por un anillo de mon-
tañas! Sentía en el pecho una opresión, un peso, y en la frente
un deseo tan grande de llorar… Volviose a donde había quedado
Javier: ya no estaba. ¿La estaría esperando ahí abajo, con Lara? ¡Y
qué desilusión, qué inmensa desilusión! De la plaza ascendía un
vaho, un aliento letal. ¿Estarían descuartizando los caballos y los
toros muer­tos? Olía a eso. Se apartó con náusea. Se asomó a las
calles. Aparecían oscuras, rectas, sabidas de memoria. La única
cosa agradable era el campo, suave y dilatado, como para posar-
se en él, y las montañas, aún más suaves, tersas y lejanas. Irguió
su lindo talle de mu­jer; levantó los ojos e impregnólos de cielo. Y

Martín Gómez Palacio | 295


semejaba así, en la infinita paz crepuscular, digno remate del ma-
ravilloso armazón de cemento, de aire negro y de acero.

fin de l a segunda pa rt e
y del rom a nce

296 | El mejor de los mundos posibles


Nota fina l de l a
presente edición

E l título de esta obra, el retrato del maestro


Pangloss tal como lo soñó el lápiz multicolor
del artista, no ha sido sino una caprichosa evocación. (Ni título
original, pues, ni el favor del tiempo para la narración que, por re-
ferirse a hechos ocurridos ayer, golpea todavía con vida real entre
sus propios marcos y no es muy justamente en libro: el cronicón de
una época mala de la querida patria y nada más.) Nada ha tenido
que hacer Voltaire para la comprensión de esta obra; las personas
que nunca escucharon los ecos de la «carcajada volteriana» muy
bien han podido, sin embargo, leerla, al igual de las que no hayan
tenido la fortuna de oír las lecciones del doctor Pangloss, modelo
de filósofos, o de las que no recorrieron jamás, ni con el pensa-
miento, el cómodo castillo de Thunder-ten-tronckh Y a aquellas,
por último, que puedan haber sentido ofensa con las intemperan-
cias de mi estilo, les pido humildemente perdón.

Martín Gómez Palacio

Martín Gómez Palacio | 297


ÍNDICE

Estudio preliminar  |9
Inicio y planteamiento |11
El lenguaje de Martín Gómez Palacio |12
Influencias y estilo |15
La soledad en El mejor de los mundos posibles |21
El principio del final |24
Atracción de la atmósfera |27
El mejor de los mundos posibles |29

El mejor de los mundos posibles |31


rom a nce de episodios naciona les

primer a pa rt e 
El cerco |35

El palacio de cristal |49

La tía Tina |62

El desastre |78

Teresa |92

Bahorrina |106

Consuelo |119

Válvula de escape |134

La güera Saracho |148

¡De sueño los matamos! |164

El ejército fantasma |182

298 | El mejor de los mundos posibles


segunda pa rt e 
Estremecimiento |203

Desgarraduras |216

Josefina |229

Una muchacha bien nacida |248

Claros de bosque |253

Noche |264

Pináculo |282

Nota final de la presente edición |295

Martín Gómez Palacio | 299


Se terminó de imprimir y encuadernar en Enero de 2014, en el 450 Aniversario de la
Fundación de la ciudad de Durango. El mejor de los mundos posibles, libro escrito
por Martin Gómez Palacio, siendo el número cinco de la Colección Autores del 450.
Fue impreso en Artes Gráficas «La Impresora», Enrique Carrola Antúna 610. Col.
Ciénega, Durango, Dgo. Teléfono 618 813 33 33. El cuidado de la edición es­tuvo a
cargo de Bertha Rivera y se tiraron mil ejemplares.

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