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Contadores de Historias
Narrativa y periodismo
JUAN LUIS CEBRIÁN
Santander, 25 de julio de 2010
En el principio fue la palabra. El libro de los orígenes, el
primer libro de Moisés, nos lo cuenta así: “Al principio
Dios creó el cielo y la tierra. Y lo hizo con la palabra”.
“Hágase la luz… y la luz se hizo. Háganse el día y la
noche…las estrellas en el firmamento”. Para los
creyentes el detonador del big bang, lo que pone en
marcha la evolución del universo, es el logos. Bertrand
Russell en su libro sobre El Conocimiento Humano cree
que es un abuso inducido por los positivistas traducir
el término logos, tal y como aparece en el umbral del
evangelio de San Juan, por palabra a secas. Pues el
logos no es solo la expresión sino el razonamiento, “el
fundamento y la razón de lo expresado”, en feliz
definición de Emilio Lledó. Pero a fin de cuentas, lo
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“storytellers”, los narradores o contadores de historias,
constituía una novedad, y una novedad peligrosa las
relaciones humanas y la transmisión del conocimiento.
Lynn Smith, columnista de Los Angeles Times, escribía
que “el storytelling” ha llegado a rivalizar “con el
pensamiento lógico para comprender la
jurisprudencia, la geografía, la enfermedad o la
guerra… Las historias se han vuelto tan convincentes
que algunos críticos temen que se conviertan en
sustitutos peligrosos de los hechos y los argumentos
racionales… Historias seductoras pueden convertirse
en mentiras o propaganda –añadía‐. La gente se
miente a sí misma con sus propias historias”. Estas
aseveraciones parten de una confusión gigantesca: la
suposición de que el pensamiento lógico es ajeno,
previo, o distante del pensamiento dialógico, que las
sensaciones o las interpretaciones deforman los
hechos, lejos de explicarlos, y que el conocimiento solo
puede ser empírico, convencidos quizás, como lo están,
de que los hombres somos capaces de captar la
realidad objetiva de las cosas. Pero es imposible una
explicación del mundo que no parta de sus orígenes,
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Un ejemplo casi grosero que ilustra lo que digo es
de palabras. Sin la palabra ninguna de las dos existiría.
Según explica Lledó, frente a la percepción sensorial,
paralela a la naturaleza misma, en la que los conceptos
de verdad y falsedad se desvanecen, el lenguaje
sostiene y transmite el mundo de las significaciones y
se desarrolla en un plano eminentemente social. Este
encuentro feliz y absolutamente esperado entre la
ficción y la no ficción en el común territorio del
lenguaje hace que esa antigua distinción entre ambas
desdibuje de ordinario sus fronteras. Frases vulgares,
por conocidas, como la realidad ha superado a la
ficción, o ese consejo tan popular entre los periodistas,
no dejes que la realidad te estropee un buen reportaje,
ponen de relieve que los límites entre la experiencia
contrastada y el mundo eidético, que se derrama en la
imaginación, son siempre confusos. Cervantes cuenta
en la segunda parte del Quijote que una nueva
amenaza turca se cernía sobre las costas españolas,
ante lo que el rey estaba preparando una gran ofensiva
para disuadir al agresor. “Se tenía por cierto –dice‐ que
el turco bajaba con una poderosa armada y que no se
sabía su designio ni adonde había de descargar tan
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existido, y probablemente la herramienta esencial en la
construcción de las diferentes culturas. Desde un
principio éstas se vertebraron en torno a mitos y
leyendas de contenido más o menos mágico o religioso,
y casi todas ponían de relieve la impertinencia final de
los humanos a la hora de probar la fruta del
conocimiento. La cultura es por eso antes que nada un
hecho social, producto de la memoria colectiva. Se
construye con el tiempo, por acumulación de progreso,
y se transmite de generación en generación. A ello
contribuyen de igual modo escritores y periodistas,
porque el periodismo es desde que se inventó un
género de la literatura.
como es”. Mi discrepancia con él reside en que estoy
convencido de que esa vida paralela que él describe
forma parte de la vida real, es un elemento no
estrambótico, sino vertebral, de nuestra propia
existencia.
sirvió de base para la aniquilación de decenas de miles
de vidas humanas. Ejemplos como este sirven para
recordarnos que no basta la capacidad inventiva y
ficcional para hablar de literatura y que el estilo, la
destreza en el empleo del lenguaje, el cumplimiento de
los cánones o su ruptura, son igualmente necesarios a
la hora de apreciar la calidad de una narración y de
incluirla en el catálogo literario. Los agentes del
mercado, los consultores y banqueros de inversiones,
los gestores de empresas, se han convertido hoy, igual
que los generales y políticos, en contadores de
historias, en fabricantes de leyendas. Cualquier salida a
bolsa, colocación de capital, renegociación de deuda o
descripción de estrategia empresarial necesita en
nuestros días ser narrada como una historia creíble y
atrayente para los inversores o los banqueros. En este
caso su soporte material o artístico suele ser todavía
más pobre que el de los estados mayores de los
ejércitos, pues se reduce a un conjunto de diapositivas
en power point que a base de intentar dar credibilidad
al cuento las más de las veces no hacen sino
desprestigiarlo.
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Narrar, elaborar un discurso espacio‐temporal sobre
la realidad, es la mejor manera de construirla, y la
superioridad de la literatura a la hora de ejercer
semejante empeño resulta evidente. Superioridad que,
repito, no evidencia ninguna marginalidad ni condición
meramente ancilar del periodismo, puesto que éste,
desde que nació, pertenece por su propia naturaleza al
universo de la primera.
clases gobernantes. En el caso de Larra los artículos de
costumbres se convirtieron, casi por arte de
birlibirloque en relatos cortos pero también en
denuncias desabridas contra el orden social de la
época. Difícilmente podrían Dickens, Balzac o Larra ser
descritos como pensadores, y sin embargo sería
imposible comprender la evolución política de sus
países y la interacción de los poderes con las diferentes
opiniones públicas sin tener en cuenta el efecto que sus
escritos causaban en las mismas. Son muchísimos los
autores de ficción que han reivindicando su condición
de periodistas a lo largo de la Historia. Alejo Carpentier
describía al periodista como un escritor que trabaja en
caliente, y esta es a mi ver la única diferencia
inicialmente perceptible, entre ambos oficios, pues la
soledad física y material del creador es reemplazada en
el caso del reportero por una especie de soledad
interior, una abstracción del mundo que le rodea,
constituido por el ruido de las redacciones, las broncas
y reclamos de los jefes y los chistes de los más
desocupados, aunque nadie crea que ha sido verdad
nunca esa imagen tan dramática y ritual del director de
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Ha sido siempre tan lineal y espontánea la conexión
entre la narrativa llamada literaria o de ficción y la
periodística expresada en las crónicas, reportajes o
entrevistas de los diarios que llama la atención el
estruendo causado a principio de los años sesenta por
las tendencias del nuevo periodismo que encabezaron
narradores tan respetables como Norman Mailer o
Truman Capote. Puede entenderse que la inveterada
costumbre de contar historias, fueran estas la de La
Guerra de las Galias, por la mano de César o los Diez
Días que estremecieron al Mundo, por la de John Reed,
había caído en cierto desuso en los diarios americanos
de aquel tiempo, obsesionados con el pisotón
informativo. Es curioso que esto sucediera, en
cualquier caso, cuando ya la radio y la televisión habían
demostrado su superioridad respecto a los periódicos a
la hora de llegar antes. Hacía mucho tiempo que ser los
primeros no era la obligación de los reporteros de la
prensa escrita, pero sí lo era en cambio ser los mejores:
los más claros, los más capaces de explicar las cosas en
su contexto, de desarrollar antecedentes y
consecuencias, los más agudos en sus investigaciones y
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los más afinados y expertos contadores de historias. En
su libro sobre El Nuevo Periodismo, Tom Wolfe
describe de esta forma lo sucedido: … “Al comenzar los
años sesenta un nuevo y curioso concepto, lo bastante
vivo como para henchir los egos, habían comenzado a
invadir los estrechos límites de la esfera profesional
del reportaje. Este descubrimiento, modesto y humilde
al principio, respetuoso, consistiría en hacer un
periodismo cuyas obras se leyeran igual que una
novela”. Igual que una novela significaba que aquellos
reporteros y entrevistadores no pretendían medirse
con los monstruos literarios de la época, sino
solamente aprender de ellos. No obstante, la
conclusión a la que llega Wolfe es del todo
esclarecedora: “Ni por un momento adivinaron que la
tarea que llevarían a cabo como periodistas en los
próximos diez años iba a destronar a la novela como
máximo exponente literario”. Eso sucedió, me permito
yo añadir, porque no habían comprendido que La
Odisea no era sino un formidable reportaje sobre el
retorno de Ulises, igual que El Relato de un Náufrago
de García Márquez, escrito y publicado como una
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clasificación el pedigrí de quienes las firman. Otros en
cambio, más honestos consigo mismos y con sus
lectores me interrogaron sobre qué necesidad tenía yo
de hacer literatura para explicar la realidad y tuve
ocasión de explicar lo que genuinamente creo: que el
reportaje o la crónica típicamente periodísticos
pueden y deben servir para narrar los hechos, pero la
descripción de los sentimientos tiene su residencia
privilegiada en la ficción literaria. Es así como somos
capaces de descubrir un territorio tan ignorado por
nosotros como esperado por quienes nos rodean, que
es el de la imaginación. Y quiero cerrar esta meditación
con la cita de un maestro que expone mejor que nadie
cuanto he querido explicar hoy: “La libertad del arte –
escribe Carlos Fuentes en su ensayo Geografía de la
novela‐ consiste en enseñarnos lo que no sabemos. El
escritor y el artista no saben: imaginan. Su aventura
consiste en decirlo que ignoran… Quien solo acumula
datos veristas, jamás podrá mostrarnos, como
Cervantes no como Kafka, la realidad no visible y sin
embargo tan real como el árbol, la máquina o el
cuerpo”.