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LA FILOSOFÍA HÍBRIDA DE FRIEDRICH SCHILLER

DE LA CRÍTICA DE LA MODERNIDAD A LA EDUCACIÓN


ESTÉTICA

TRABAJO FINAL DE GRADO ESCRITO POR MAR MELIÁ DE ALBA


DIRIGIDO POR MANUEL RAMOS VALERA
GRADO EN FILOSOFÍA
UNIVERSIDAD DE VALENCIA
El hombre que progresa extiende consigo
agradecido el arte con un sublime impulso,
y nuevos mundos de belleza surgen
de la naturaleza así enriquecida.

Los artistas,
Friedrich Schiller
Índice.

1. La figura de Friedrich Schiller: a caballo entre la Ilustración y el Romanticismo.


1.1. La importancia de un pensador poco relevante………………………........... 4
1.2. De la literatura a la filosofía………………………………………………… 5

2. La filosofía schilleriana: progreso, armonía y libertad.


2.1. La Ilustración: características y consecuencias………………………........... 6
2.2. Los principios y valores ilustrados de Schiller………………………........... 8
2.3. El objetivo doble de las Cartas sobre la educación estética del hombre… 11

3. La crítica schilleriana de la Ilustración.


3.1. Críticas directas contra el kantismo y la razón analítica…………………... 13
3.2. El clasicismo en el pensamiento de Schiller………………………….......... 16
3.3. La degeneración de la cultura……………………………………………… 18

4. La educación estética y la recuperación de la interioridad perdida.


4.1. La reconciliación de razón y sensibilidad…………………………….......... 20
4.2. El impulso de juego y el vínculo existente entre contemplación y libertad.. 21
4.3. Belleza, antropología y política…………………………………………… 25
4.4. El papel político del arte y de los artistas………………………………….. 27

5. La utilidad del utopismo schilleriano……………………………………………… 31


1. La figura de Friedrich Schiller: a caballo entre la Ilustración y el Romanticismo.

1.1. La importancia de un pensador poco relevante.


Safranski, uno de los principales biógrafos contemporáneos de Friedrich Schiller
(1759-1805), escribió del mismo que “en todo caso era un hombre anticipador”1. En esta
misma línea, pero en terreno patrio, Villacañas especificó que “sin ser un renovador del
pensamiento alemán, Schiller se encuentra en todas las grandes encrucijadas de la época,
como un perfecto catalizador de influencias y un gran popularizador de las innovaciones
fundamentales de la filosofía alemana de los años finales del XVIII” 2. Y es que, a pesar
de haber destacado más como dramaturgo o poeta, lo cierto es que la obra filosófica de
Schiller contribuyó a clausurar una época y a inaugurar otra. Su propuesta fue, sino extre-
madamente importante, sí fundamental dado que sin ella el pensamiento europeo (y, sobre
todo, el alemán) no habría recorrido la senda de transformaciones que lo condujo del ca-
rácter ilustrado a la personalidad romántica.
Eclipsada por ser posterior a Kant y anterior a Hegel, la figura de Schiller acostum-
bra a no recibir toda la atención que debería. El criticismo kantiano y el idealismo hegelia-
no son, sin duda alguna, los dos movimientos filosóficos que dominan la segunda mitad
del siglo XVIII y la primera del XIX, respectivamente, aunque los pensadores que andu-
vieron el camino que conduce de uno a otro han de tenerse en cuenta para comprenderlos
a ambos. Entre estos, Schiller destaca por haber desarrollado un pensamiento generalmen-
te incalificable y, por encima de todo, híbrido. El tipo de filosofía que elabora no es está-
tica, no está firmemente elaborada sobre la justificación de unos principios únicos, sino
que evoluciona de una postura a otra, logrando así su originalidad. Su punto de partida es
el kantismo, de ahí que Villacañas afirme tajante que “por él, y casi sólo por él, el criticis-
mo penetró en la cultura alemana ante todo porque Schiller, con su peculiar espíritu, supo
profundizar en la teoría tradicional de la tragedia desde las categorías kantianas” 3. Pero,
lejos de instalarse aquí indefinidamente, Schiller también leyó a otros autores como Rous-
seau, Lessing, Herder y Fichte, cuya influencia en su pensamiento maduro es innegable.
No obstante, el papel secundario que suele atribuírsele a nivel histórico cobra sen-
tido si se presta atención a su propia biografía y es que Schiller no puede ser juzgado co-

1
Safranski, R. Schiller o la invención del idealismo alemán. Guipúzcoa: Tusquets Editores, 2006. Pág. 107.
2
Villacañas, J. L. La quiebra de la razón ilustrada: idealismo y romanticismo. Madrid: Editorial Cincel,
1988. Pág. 126.
3
Íbid.

4
mo un filósofo convencional porque, simplemente, no lo era. Estudió medicina aunque
“lo que le interesaba no era precisamente la práctica” sino que “se prometía una utilidad
literaria del conocimiento médico del hombre”4. Como alumno de la Karlsschule, la es-
cuela militar dirigida por Karl Eugen, el duque de Württemberg, Schiller tenía terminan-
temente prohibido dedicarse a cualquier actividad que pudiese hacer de él un diamante
roto. El duque, determinado a beneficiarse políticamente de los logros de sus pupilos,
vigilaba hasta el extremo el rendimiento académico de los jóvenes que se formaban bajo
sus órdenes y toda inclinación artística era severamente castigada. Esta, entre otras, será
la razón por la que Schiller recordará más tarde la atmósfera de la academia como so-
focante y opresiva. Pero, con todo, su interés por la literatura no disminuyó nunca sino
que llegó a convertirse incluso en el impulsor de su posterior deseo de redactar textos
filosóficos. Tras lograr cierto éxito con sus dramas y sus poemas, y tras experimentar en
primera persona la necesidad de justificación que acecha a todo aquel dedicado a la crea-
ción artística, Schiller se convirtió en un auténtico pionero al cuestionar las aplaudidas
virtudes de la razón ilustrada y, de forma paralela, al ser el primero en proponer una alter-
nativa optimista como la expuesta en sus Cartas sobre la educación estética del hombre
(1795), la obra de madurez que condensa el ejercicio y dedicación de toda una vida de
creación y reflexión.

1.2. De la literatura a la filosofía.


Así, puede afirmarse que Schiller arriba a la orilla de la filosofía tras navegar los
mares del teatro y la poesía durante su juventud. Escribe y consigue llevar a escena obras
tan fundamentales para la tragedia alemana como Los bandidos o Don Carlos, y se gran-
jea antes un reconocimiento por sus dotes literarias que por sus aportaciones filosóficas.
De hecho, en el primero de sus dramas relampaguea ya, en palabras de Safranski, la idea
de que “se da libertad cuando un yo llega a concordar consigo mismo”5, una tesis que ad-
quirirá una posición privilegiada en el edificio que será su pensamiento. La evolución de
Schiller es el proceso transformador que experimenta un autor con una genial y desgarra-
dora necesidad de reflexionar sobre su propia tarea y, además, sobre el lugar y el papel
de ésta en la sociedad de finales del siglo XVIII. Consecuentemente, la filosofía de
Schiller bien puede ser definida como una filosofía vivida en el sentido de que en ella se
encuentran estrechamente interconectados tanto el sentir del sujeto de la época como las

4
Safranski, pág. 49.
5
Íbid., pág. 118.

5
vivencias personales de un individuo cuyo centro de gravedad hay que buscarlo en la
literatura y, en general, en el fenómeno de la creación.
Debido a las circunstancias en que Schiller desarrolló su obra, era inevitable que
sus textos filosóficos estuviesen revestidos de adorno y estilo, rasgos que podrían resultar
del todo indigeribles a aquellos no acostumbrados a la mezcla de dos materias tan distintas
como pueden llegar a serlo la filosofía y la literatura. Así, no es casualidad que en la lec-
ción inaugural que leyó en la Universidad de Jena en el año 1789 Schiller afirmase que
“el ser humano se metamorfosea y escapa de escena; sus opiniones escapan y se transfor-
man con él: sólo la historia permanece inmóvil expuesta a la contemplación, una ciudada-
na inmortal de todas las naciones y los tiempos”6. Aquí ya ha leído a Kant y se puede
apreciar cierta sintonía inicial con la filosofía del mismo pero, al mismo tiempo, Schiller
ya no puede evitar lo que será siempre: hibridación pura. Él mismo cambió, se metamor-
foseó y escapó de escena. Escribió dramas y poemas y terminó escapando de ellos porque
necesitaba, debía reflexionar sobre los mismos. Y, como cualquier gesta arriesgada, la de
Schiller también le inundó de dudas. En 1788, y a propósito de su relación con la filosofía,
Schiller escribió a su amigo Körner: “El sentimiento de mi pobreza, y tú habrás de reco-
nocerme que éste es un sentimiento tonto, nunca se apodera tanto de mí como en trabajos
de este género”7. Nunca fue un filósofo ortodoxo y ser consciente de ello le generó cierta
inseguridad, pero incluso un gigante de la talla de Descartes anotó una vez: “sé cuán
expuestos estamos a equivocarnos cuando de nosotros mismos se trata”8.

2. La filosofía schilleriana: progreso, armonía y libertad.

2.1. La Ilustración: características y consecuencias.


Para comprender la razón de ser de la reflexión schilleriana es imprescindible
comprender antes el contexto que la provoca. Éste es el final del siglo XVIII y, especial-
mente, el terror posterior a la Revolución francesa, el cual delató las múltiples y hasta en-
tonces insospechadas carencias del pensamiento ilustrado. Así, es necesario recordar que
la quintaesencia de la Ilustración reside, por un lado, en la reducción del concepto de ra-
zón a razón analítica o científica y, por otro, en la caracterización del progreso “como

6
Schiller, F. Escritos de Filosofía de la Historia. Murcia: Universidad de Murcia, Secretariado de Publica-
ciones, 1991. Pág. 17.
7
Safranski, pág. 216.
8
Descartes, R. Discurso del método. García Morente, M. (trad.). Barcelona: Espasa, 2012. Pág. 40.

6
progreso hacia la razón”. “En su esfuerzo por alcanzar la completa realización de sus po-
sibilidades”, afirma Sánchez Meca, “el hombre ilustrado confía ese objetivo al saber cien-
tífico y filosófico que se esfuerza en hacer de la realidad un texto racional”9. Pero, como
es bien sabido, la pretensión de racionalizar todos y cada uno de los elementos que confor-
man la realidad humana trajo consigo una serie de consecuencias poco o nada deseables.
Con la Ilustración se produjo “la disolución del feudalismo como cosmovisión y
forma totalizadora de vida, que integraba en una misma identidad sociedad y Estado, cul-
tura y religión”, una empresa llevada a cabo por la razón analítica y que supuso también
el fin “de una forma orgánica de relación social en la que todos los elementos de la vida
civil –la propiedad, la familia, el modo de trabajo, las costumbres y tradiciones, los valo-
res morales, etc.- eran partes integrantes de un todo”10. El Estado-máquina burgués fue el
encargado de sustituir el absolutismo político, aunque no sin pagar el precio de “la ruptura
de los vínculos comunitarios y el aislamiento de los individuos”, teniendo en cuenta que
dicho Estado “reduce las asociaciones humanas a la mera coexistencia mecánica y externa
de unos ciudadanos con otros, y no les dota de ningún fin universal ni de valores compar-
tidos que despierten en ellos un sentir común, por lo que llega a convertir a esas asocia-
ciones en la contraimagen o en lo contrario de una sociedad propiamente humana”11. Con-
secuentemente, puede decirse que “el Estado-máquina es lo contrario de una sociedad en
la que la vida privada y la vida pública se compenetran de modo orgánico”12. Además,
“la pretensión de universalidad cosmopolita del Estado burgués encubre el nuevo dominio
de la clase burguesa, es decir, el puro y simple interés de la clase capitalista que ha arreba-
tado el poder de la antigua aristocracia, y sólo expresa ese interés. De ahí que le sean de
aplicación las críticas tradicionales al Estado absolutista”13.
Por otro lado, las consecuencias negativas que afectaron al ámbito de la moral
tampoco son desdeñables. La disolución de la religión dejó huérfana de legitimidad a la
toma de decisiones de todo tipo, tanto éticas como políticas. Esto fue así porque la razón
ilustrada devino única y exclusivamente formal, lo cual significa que “es una razón que
(…) no sabe dar razón de sí misma ni de lo existente”. La razón ilustrada deshace las jus-
tificaciones ideológicas del feudalismo y del absolutismo gracias a la fuerza de su criticis-

9
Sánchez Meca, D. Modernidad y Romanticismo. Para una genealogía de la actualidad. Madrid: Editorial
Tecnos, 2013. Pág. 17.
10
Íbid., págs. 77-78.
11
Íbid., págs. 13-14.
12
Íbid., págs. 78-79.
13
Íbid., pág. 80.

7
mo, pero también imposibilita “la fundamentación de la convivencia como sociedad hu-
mana” porque “una sociedad fundamentada como sociedad humana no es posible más
que a partir de unos valores compartidos que hagan posible la participación de todos en
un proyecto común, y a partir del cual la convivencia y la coexistencia adquieren sentido
y organización”. Además, “tras la crítica ilustrada, la moral ya no supone una coacción
ciega, impuesta por la tradición o por los mandamientos de un orden sobrenatural, sino
que se la entiende como un ejercicio que parte de la libertad subjetiva y de la autonomía
de los individuos”14. De este modo, no es difícil intuir la profunda escisión que instauró
el pensar ilustrado en el sujeto moderno, así como la más que probable desesperación en
la que éste debió caer al encontrarse, por primera vez, en absoluta soledad tanto en la
tierra como en el cielo.
En consecuencia, cuando Kant recupera el sapere aude de Horacio para elevarlo
a consigna de la Ilustración, en realidad señala que “lo que hay que saber con atrevimiento
es esta carencia de radical justificación trascendente de la conducta humana, ese vacío de
sacralización del mundo fuera de la conciencia humana”. Pero, siguiendo a Villacañas, el
criticismo de Kant no busca combatir las consecuencias no deseadas de la Ilustración (ya
que los agentes impulsores de los cambios mencionados no fueron realmente conscientes
de las implicaciones de los mismos), sino que lo que pretendía el autor de ¿Qué es la
Ilustración? era poner de manifiesto que “mientras no se tomen las cosas así se producirán
instancias absolutas falsas –sentido de la historia, sentido del pueblo, de la clase, de la na-
ción, de la religión, etc.- que no harán sino retrasar el proceso de aceptación clara de las
responsabilidades humanas para con la especie”15. Algo que, sin duda, concuerda a la per-
fección con la definición ilustrada del progreso como progreso hacia la razón, un proceso
que no afecta sólo a la individualidad del ser humano sino que también abarca a la huma-
nidad en su generalidad.

2.2. Los principios y valores ilustrados de Schiller.


Respecto a la filosofía y el pensamiento ilustrados, tampoco debe olvidarse que a
lo largo del siglo XVIII “los intelectuales mantienen un pacto no escrito con la corona y
los poderes políticos”. Entre los pensadores que se encuentran en dicha situación destacan
Kant y Lessing, mientras que “Fichte, Schelling y los románticos se mueven en un mo-
mento en que ese pacto se ha roto y necesita recomponerse sobre otras bases”. La diferen-

14
Íbid., págs. 13-14.
15
Villacañas, pág. 75.

8
cia entre sendos grupos de filósofos se debe, principalmente, a que “la ruptura de la razón
ilustrada y la emergencia del idealismo y el romanticismo corren parejas con la ruptura
del pacto filosofía-poder”16, el cual se produce debido a los terribles sucesos que aconte-
cen después de la Revolución en Francia.
Sin embargo, aquí es preciso matizar que “dejando aparte a Lessing, (…) los gran-
des formadores de la realidad cultural alemana anterior al idealismo y al romanticismo,
Kant, Herder, Schiller, Jacobi y Goethe, ven en la Revolución el fruto de la razón ilustrada
y nadie la juzga como peligrosa en un principio”. Además, “todos están de acuerdo en la
defensa de la libertad de pensamiento y prensa, en la ruptura de los privilegios de la no-
bleza, en la reducción del poder de la Iglesia en los asuntos públicos, en una racionaliza-
ción de la economía (…) y en una representación política de las capas medias burguesas”.
El apoyo que estos autores brindan a dichos proyectos refleja “el pacto no escrito con la
monarquía ilustrada, que al fin y al cabo no estaba en peligro claro al inicio del movimien-
to revolucionario”17, aunque el caso de Schiller es particular. La valoración que realizó
de la Revolución francesa fue un tanto ambigua, llegando a dar pie a que “fuese nombrado
ciudadano de honor de la República Francesa debido a la exaltación de la libertad en sus
escritos juveniles”. En sus primeras obras, especialmente en las teatrales, los conceptos
como la libertad, la amistad o el amor son ensalzados numerosas veces, algo que quizás
pudo confundir a la opinión pública, pero “lo cierto es que, para él, la Revolución francesa
transformó por completo, y sin duda a peor, la mala imagen que ya tenía de su propia épo-
ca”, y es por esto por lo que “el juicio positivo sobre los éxitos del hombre moderno que
había expresado en sus escritos de filosofía de la historia dejó luego paso a un examen
crítico de los verdaderos logros de la libertad burguesa”18.
Uno de los textos donde la celebración de dichos “éxitos” resulta más obvia es
¿Qué significa y con qué fin se estudia historia universal? (1789), la conferencia que
Schiller impartió en la Universidad de Jena. Allí, citando a Heine, “Schiller se sumerge
completamente en la historia, se entusiasma con los progresos sociales de la humanidad
y canta la historia universal”19. Además, según señaló el autor de La escuela romántica
(1835), “el espíritu de su época aferró en vida a Friedrich Schiller”, quien “escribió por
las grandes ideas de la Revolución” y “fue cosmopolita”. Y es que en aquel texto podemos

16
Íbid., págs. 9-10.
17
Íbid., pág. 10.
18
Sánchez Meca, pág. 87.
19
Heine, H. Obras completas. Sacristán, M. (trad.). Barcelona: Editorial Vergara, 1964. Págs. 491-492.

9
descubrir a un Schiller entusiasmado con imágenes como la de la historia universal conte-
niendo y asegurando la formación y evolución del ser humano: “Fértil y de gran extensión
es el campo de la historia; en su círculo se encuentra todo el mundo moral. La historia
acompaña al hombre a través de todas las circunstancias que él ha vivido, a través de
todas las formas cambiantes de la opinión, a través de su insensatez y su sabiduría, su en-
vilecimiento y su ennoblecimiento; de todo lo que él dio y tomó para sí la historia debe
dar cuentas. No hay ninguno entre todos ellos al que no tenga algo importante que decirle
la historia; todas las vías todavía tan dispersas de su próximo destino se conectan en algu-
na parte con ella. Pero ellos comparten unos con otros de igual forma el destino que traje-
ron al mundo: formarse como hombres, y precisamente a los hombres habla la historia”20.
Esta última idea, la de que a los hombres habla la historia, permaneció latente a lo largo
de los años, quedando también recogida en el poema titulado Resignación (1800), donde
Schiller escribió que “la historia universal es el juicio final”21.
Igualmente, en aquella conferencia se entiende la historia como guardiana del pro-
greso, una idea que Schiller toma directamente de Kant: “¿Quién podría suponer en el re-
finado europeo del siglo XVIII solamente un hermano más evolucionado del nuevo ca-
nadiense, del antiguo celta? Todas estas capacidades, instintos artísticos, experiencias, to-
das esas creaciones de la razón están sembradas y se han desarrollado en el espacio de
pocos milenios en el ser humano. Todos estos milagros del arte, esta gigantesca obra del
trabajo, han sido invocados por él. ¿Qué es lo que les despertó a la vida, qué es lo que les
impulsó? ¿Qué estadios atravesó el ser humano hasta que se elevó de aquel extremo hasta
este extremo, de insociables pobladores de cuevas a pensadores de ingenio, a cultos hom-
bres de mundo? La Historia Universal general da respuesta a esta pregunta”22. En una lí-
nea similar, la influencia del kantismo también es perceptible cuando Schiller describe el
propósito último de la historia y afirma del “espíritu filosófico” que “saca la armonía de
sí mismo y la trasplanta fuera de él en el orden de las cosas, o sea, aporta un fin racional
en el transcurso del mundo, y un principio teleológico recorre la Historia Universal”23.
En general, ¿Qué significa y con qué fin se estudia historia universal? es un texto
irremediablemente optimista, escrito antes de que Schiller cambie de opinión con respecto
a las ventajas de la Revolución, pues allí también defiende que “un noble deseo debe arder

20
Escritos de Filosofía de la Historia, pág. 2.
21
Schiller, F. Poesía filosófica. Innerarity, D. (trad.). Madrid: Ediciones Hiperión, 1991. Pág. 159.
22
Escritos, pág. 10.
23
Íbid., págs. 15-16.

10
en nosotros de realizar una aportación también de nuestros medios al rico legado de Ver-
dad, Eticidad y Libertad que recibimos del mundo antiguo y debemos devolver multipli-
cado al mundo venidero, y atar nuestra fugaz existencia a la cadena perenne que une a to-
dos los linajes humanos24 para sujetar nuestra volátil existencia. Independientemente del
tipo de determinación que les espere a ustedes en la sociedad burguesa, todos ustedes pue-
den contribuir a ella en alguna manera”25. El universo burgués todavía no es rechazado
sino visto y percibido como un futuro sinceramente deseado y ansiado, una impresión que
cambiará en Schiller cuando la intelectualidad alemana descubra “que la apariencia de
que el mundo camina hacia adelante, guiado por los ideales revolucionarios, era más bien
dudosa”. Tras cambiar su percepción de la realidad, como señala Villacañas, “la mayoría
se entrega entonces a una cultura reactiva, que se empeña en olvidar las mediaciones de
la Ilustración y se centra en una mera nostalgia restauracionista que cristaliza tarde o tem-
prano en la propuesta de una Teocracia”, mientras que “el primero que, tras descubrir el
fracaso de la Revolución como experimento regenerador del hombre, propone una opción
positiva, es Schiller”26.

2.3. El objetivo doble de las Cartas sobre la educación estética del hombre.
Así, la obra fundamental en la que su alternativa aparece expuesta son las Cartas
sobre la educación estética del hombre (1795), aunque la redacción de las mismas no
habría sido posible sin la correspondencia que Schiller intercambió antes con su amigo
Körner y con su mecenas el Príncipe Augustenburg. En las misivas que Schiller envió a
ambos destinatarios durante los años 1793 y 1794 pueden rastrearse ideas en proceso de
maduración que, más tarde, pasaron a conformar la obra de carácter plenamente filosófico
que son las Cartas. Éstas son un conjunto de veintisiete textos a lo largo de los cuales
Schiller lleva a cabo sus dos objetivos principales: la crítica de la modernidad, por un la-
do, y el diseño de una utopía estético-política, por otro. El carácter doble del proyecto
schilleriano responde a la necesidad de superar la caótica situación política que dejó tras
de sí la Revolución de 1789 o, lo que es lo mismo, a la necesidad de recobrar la armonía
perdida con la Ilustración. En la cuarta carta, Schiller ya advierte que “si el hombre está

24
La idea de la “gran cadena de seres vivos” ocupa un lugar especial en la obra de Schiller, siendo uno de
los elementos que éste tomó de Rousseau y que permite rastrear la influencia del filósofo francés. Por una
cuestión de espacio y prioridad, los lazos existentes entre el pensamiento rousseauniano y el schilleriano
no serán analizados aquí con detalle.
25
Escritos, pág. 18.
26
Villacañas, págs. 14-15.

11
interiormente en armonía consigo mismo, mantendrá a salvo su singularidad, aun en el
caso de que adecue sus actos a la regla de conducta más universal, y el Estado será el me-
ro intérprete de su bello instinto, será tan sólo una fórmula más clara de su legislación in-
terior”27. Pero, como afirma en el décimo texto, “el hombre puede alejarse de su determi-
nación a través de dos caminos opuestos” y “nuestra época se ha extraviado por ellos, y
ha caído, por una parte, en manos de la tosquedad, y por otra, de la apatía y de la deprava-
ción moral”28, siendo la belleza el único medio a través del que podría regresarse de dicho
extravío y recuperar, así, la armonía que posibilitaría la salud general de la sociedad.
Por otro lado, la octava carta quizás sea la que mejor condensa el carácter doble
del proyecto schilleriano. Allí, Schiller sentencia: “Atrévete a ser sabio. Se necesita fuerza
de ánimo para combatir las dificultades que, tanto la indolencia de la naturaleza como la
cobardía del corazón, oponen al saber. No es casual que el mito haga descender, completa-
mente armada, de la cabeza de Júpiter, a la diosa de la sabiduría, porque ya su primera
misión es una acción guerrera. Nada más nacer, ha de vencer en duro combate a los senti-
dos, que se resisten a ver perturbada su idílica calma. La mayor parte de los hombres están
ya fatigados y abatidos tras la lucha contra el error. Contentos con evitar el penoso esfuer-
zo de pensar, dejan con gusto a otros la tutela de sus conceptos, y cuando sienten necesi-
dades más elevadas, adoptan con ávida fe las fórmulas que el Estado y la Iglesia les pro-
porcionan”29. En esta cita puede apreciarse sin problemas que Schiller cree fervientemen-
te en el progreso aunque, al mismo tiempo, es consciente de que la labor solitaria de la
razón no será suficiente para que aquél se produzca. Por eso, puntualiza: “La ilustración
del entendimiento sólo merece respeto si se refleja en el carácter, pero con eso no basta:
surge también, en cierto modo, de ese mismo carácter, porque el camino hacia el intelecto
lo abre el corazón. La necesidad más apremiante de la época es, pues, la educación de la
sensibilidad, y no sólo porque sea un medio para hacer efectiva en la vida una inteligencia
más perfecta, sino también porque contribuye a perfeccionar esa inteligencia”30.

27
Schiller, F. Kallias. Cartas sobre la educación estética del hombre. Feijóo, J. y Seca, J. (trad.). Barcelona:
Editorial Anthropos, 1990. Pág. 135.
28
Íbid., pág. 181.
29
Íbid., págs. 167-169. Respecto a esta referencia resulta interesante destacar que el 11 de noviembre de
1793 Schiller escribió un fragmento prácticamente idéntico al Príncipe: “Atrévete a saber. Se requiere la
fuerza y la energía de la decisión para superar los obstáculos que, en parte la indolencia natural del espíritu,
y en parte la cobardía del corazón, imponen al acceso a la verdad. No en balde nos es presentada la diosa
de la sabiduría en la fábula como una guerrera que salió completamente armada de la cabeza de Júpiter.
Luego la primera actuación de la sabiduría en las cabezas es belicosa. Ya en su nacimiento debe resistir la
dura lucha con la sensibilidad que se encuentra demasiado a gusto bajo la tutela ajena, como para no
postergar tanto como sea posible su mayoría de edad” (Escritos, págs. 110-111).
30
Íbid., pág. 169-171.

12
Schiller supo intuir que para que los esfuerzos de la razón ilustrada resultasen fruc-
tíferos era necesaria, además, la educación de la sensibilidad del ser humano. Por eso, ya
en la segunda carta sentenció que “esta materia [la belleza] es mucho más ajena al gusto
de la época que a sus necesidades” y que “para resolver en la experiencia este problema
político hay que tomar por la vía estética, porque es a través de la belleza como se llega
a la libertad”31. La defensa del papel social que podrían desempeñar tanto la sensibilidad
como la belleza en general ya comenzó a insinuarse en las cartas que envió al Príncipe,
con afirmaciones como la siguiente: “El gusto no sólo no aumenta nuestro saber, no corri-
ge nuestros conceptos, no nos enseña nada sobre los objetos. La ciencia sola no basta tam-
poco para transformar nuestros principios fundamentales según nuestra mejor voluntad,
o para elevar nuestro conocimiento a máximas prácticas. Ella nos proporciona los mate-
riales para la sabiduría; aquél, [el gusto], en cambio, se gana nuestro corazón para ella y
la transforma en nuestra propiedad”32. Y es que para que el corazón pueda abrir el camino
hacia el intelecto debe haber, antes, cierta predisposición en el individuo (cierto carácter).
De ahí la importancia y la emergencia, según Schiller, de una educación estética que favo-
rezca el interés y apreciación del saber y, al mismo tiempo, permita que éste se instale e
influya en nuestra persona liberándonos de cualquier escisión interior.

3. La crítica schilleriana de la Ilustración.

3.1. Contra el kantismo y la naturaleza divisoria de la razón ilustrada.


A pesar de resultar notablemente rudimentaria cuando es comparada con las de
pensadores posteriores, la crítica schilleriana de la modernidad no es en absoluto simple.
Repleta de apuntes interesantes y matices verdaderamente fértiles, hay un conjunto de ob-
servaciones que destacan sobre el resto y estas son las que Schiller realizó contra ciertos
aspectos del kantismo y, en general, de la razón ilustrada. Ya en la primera carta, el enfria-
miento del entusiasmo inicial por el criticismo kantiano deviene obvio cuando Schiller
aclara que si a las ideas fundamentales de la filosofía moral o práctica de Kant “se las li-
bera de su forma técnica, aparecen como sentencias antiquísimas de la razón común y co-
mo hechos de aquel instinto moral que la sabia naturaleza da al hombre como tutor, hasta
que un discernimiento claro lo hace mayor de edad”, pero que “es justamente esa forma
técnica, que revela la verdad al entendimiento, quien la oculta a su vez al sentimiento,

31
Íbid., pág. 121.
32
Escritos, pág. 113.

13
pues al entendimiento le es necesario desgraciadamente destruir primero el sentido inte-
rior del objeto para poder apropiarse de él”33. Así, Schiller rechaza de forma tajante el
gesto que la razón ilustrada se ve obligada a hacer para apropiarse de la realidad, a saber,
el de vaciarla de todo significado posible.
En esta misma línea, en la sexta carta también se critica el predominio o abuso de
la razón por los efectos que éste puede tener sobre otras facultades como la imaginación
o, en general, sobre la creatividad ya que “el predominio de la facultad analítica desposee
necesariamente a la fantasía de su fuerza y de su energía, tanto como un campo de acción
más limitado la empobrece”34. Las diferencias existentes en el modus operandi del enten-
dimiento y del sentimiento condujeron a Schiller a dudar de los supuestos beneficios que
el modo de proceder del entendimiento posee, por lo general, sobre la felicidad del ser
humano. Por esto, en las Cartas también afirmó que “por mucho que pueda haber ganado
el mundo en su conjunto con esta educación por separado de cada una de las facultades
humanas, no se puede negar que los individuos a los que atañe sufren la maldición de esa
finalidad universal. Cierto es que se pueden formar cuerpos atléticos realizando ejercicios
gimnásticos, pero la belleza sólo se alcanza mediante el juego libre y uniforme de los
miembros. Asimismo, un intenso desarrollo de determinadas facultades espirituales pue-
de generar hombres extraordinarios, pero sólo la armonía de las mismas dará lugar a hom-
bres felices y perfectos”35. Cuando Schiller critica “la maldición de esa finalidad univer-
sal” no se refiere a otra cosa que a los distintos efectos que la división o escisión del saber
tiene sobre el individuo, por un lado, y la sociedad, por otro. Aunque reconoce que aquel
gesto puede estar justificado, defiende que ha perjudicado demasiado al sujeto moderno.
Por esto, Schiller se adelanta a su tiempo cuando entiende que la división del saber e in-
cluso del trabajo no es el camino más indicado para alcanzar la felicidad.
Todavía en la sexta carta, es claro cuando sentencia que “no oyendo [el hombre]
más que el sonido monótono de la rueda que hace funcionar, nunca desarrolla la armonía
que lleva dentro de sí, y en lugar de imprimir a su naturaleza el carácter propio de la
humanidad, el hombre se convierte en un reflejo de su oficio, de su ciencia”36. En el uni-
verso escindido y vacío que es la sociedad europea de finales del siglo XVIII, la armonía
brilla por su ausencia y Schiller va a insistir en que hay que regresar a ella. Además, en

33
Cartas, págs. 113-115.
34
Íbid., pág. 153.
35
Íbid., pág. 159.
36
Íbid., pág. 149.

14
el mismo lugar señala que “fue la propia cultura la que infligió esa herida a la humanidad
moderna” porque “la experiencia cada vez más amplia y el pensamiento cada vez más de-
terminado hacían necesaria una división más estricta de las ciencias” y “el mecanismo
cada vez más complejo de los Estados obligaba a una separación más rigurosa de los esta-
mentos sociales y de los oficios”, algo que “fue desgarrando la unidad interna de la natura-
leza humana” hasta que “una pugna fatal dividió sus armoniosas fuerzas”.
De este modo, la peor consecuencia que acarreó el triunfo de la razón ilustrada fue
que “el entendimiento intuitivo y el especulativo se retiraron hostilmente a sus respectivos
campos de acción, cuyas fronteras comenzaron a vigilar entonces desconfiados y recelo-
sos; y con la esfera a la que reducimos nuestra operatividad, nos imponemos además a
nosotros mismos un amo y señor, que no pocas veces suele acabar oprimiendo nuestras
restantes facultades”37. Y es que, siguiendo a Villacañas, “la división del trabajo, la divi-
sión de capacidades, la transmisión del saber vía conceptos, todo esto son síntomas del
agotamiento de Europa”38, un cansancio que debía verse reflejado también en ámbitos
más específicos como el de la filosofía en sí misma. A este respecto, lo fecundo del pen-
samiento de Schiller sorprende más todavía si se presta atención a un autor y una obra tan
alejados en el tiempo y el espacio como lo son Ortega y Gasset y su España invertebrada.
En el capítulo titulado “Compartimentos estancos”, Ortega afirmó que “todo oficio u ocu-
pación continuada arrastra consigo un principio de inercia que induce al profesional a irse
encerrando cada vez más en el reducido horizonte de sus preocupaciones y hábitos gre-
miales”, contra lo que advirtió que había que “mantener vivaz en cada clase o profesión
la conciencia de que existen en torno a ella otras muchas clases y profesiones, de cuya
cooperación necesitan, que son tan respetables como ella y tienen modos y aun manías
gremiales que deben ser en parte tolerados o cuando menos conocidos”39.
Pero, dejando a un lado la fertilidad de la filosofía de Schiller, hay un último co-
mentario sobre el pensamiento kantiano que debe ser tenido en cuenta. Si a lo largo de las
diez primeras cartas se produce el distanciamiento antes mencionado, en una nota a pie
de página de la decimotercera Schiller observa que “en una filosofía transcendental, en la
que lo esencial es liberar a la forma del contenido y mantener puro lo necesario, libre de
toda arbitrariedad, es fácil acostumbrarse a considerar lo material únicamente como un

37
Íbid., pág. 147.
38
Villacañas, pág. 60.
39
Ortega y Gasset, J. España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos. Madrid: Espasa
Calpe, 1999. Pág. 56.

15
impedimento y a representarse la sensibilidad, precisamente porque es un obstáculo para
esa operación, como opuesta necesariamente a la razón. Esa concepción no se halla de
ninguna manera en el espíritu del sistema kantiano, pero sí podría hallarse en su letra”40.
Con dicho apunte Schiller refuerza su fe en la mayor parte los principios defendidos por
los ilustrados pero, al mismo tiempo, se distancia de éstos al poner de manifiesto que han
errado en la elección de los medios que debían contribuir a alcanzar la meta última que
era el progreso.

3.2. El clasicismo en el pensamiento de Schiller.


“¿Por qué esa inferioridad de los individuos, si la especie en su conjunto es supe-
rior?” y “¿Por qué cada uno de los griegos puede erigirse en representante de su tiempo,
y no así el hombre moderno?”, continúa preguntándose Schiller en la sexta carta. Decep-
cionado con todos y cada uno de los horrores que le obliga a presenciar su época, la única
respuesta que es capaz de hallar es que “al primero le dio forma la naturaleza, que todo
lo une, y al segundo el entendimiento, que todo lo divide”41. Siguiendo de nuevo a Villa-
cañas, “el ideal clásico ha abandonado la tierra” y “Europa ya no alberga más la patria de
los griegos”, lo que provoca que el ideal clasicista surja en Schiller “como nostalgia con-
templativa de Grecia”42. De ahí los poemas como Los dioses de Grecia (1800-1803), don-
de se lamenta:

Hermoso mundo, ¿dónde estás? ¡Vuelve,


amable apogeo de la naturaleza!
Ay, sólo en el país encantado de la poesía
habita aún tu huella fabulosa.
El campo despoblado se entristece,
ninguna divinidad se ofrece a mi mirada,
de aquella imagen cálida de vida
sólo quedan las sombras.43

En la Antigüedad “la poesía no coqueteaba aún con el ingenio” y “la especulación


filosófica todavía no se había envilecido con sofismas” sino que, “en caso de necesidad,
poesía y filosofía podían intercambiar sus funciones, porque ambas, cada una a su manera,
hacían honor a la verdad”. “La razón separaba los elementos de la naturaleza humana y

40
Cartas, pág. 213.
41
Íbid., pág. 145.
42
Villacañas, pág. 129.
43
Poesía filosófica, pág. 21.

16
los proyectaba ampliados en su magnífico panteón de divinidades”, continúa Schiller en
el mismo texto, “pero no desmembrando esa naturaleza, sino combinando sus elementos
de manera que ningún dios careciera de una completa humanidad”44. Por esto, “el ideal
clásico se presentó a Schiller como una conquista a realizar, que debía coincidir con la
superación de la modernidad, justo mediante la reconstrucción de una naturaleza humana
equilibrada, capaz de permitir la dignidad y la felicidad”. Y, así, el ideal clásico devino
“tanto una tarea como la imagen de una nostalgia”45 en el pensamiento schilleriano.
Si el sujeto moderno se encuentra completamente dividido, el griego goza de una
absoluta armonía porque, entre otras cosas, todavía no ha desdivinizado la naturaleza que
habita y que le rodea. Paradójicamente, el mandato divino de dominar y someter la tierra
es consumado con la Ilustración y mediante la razón ilustrada, esencialmente analítica.
Pero “incapaz de rehabilitar y redivinizar la tierra, el hombre como parte de la naturaleza
se ha cavado su propia tumba al perder también todo lo que de rasgo divino alentaba”,
continúa Villacañas. De ahí que Schiller destaque que “la vida y el ideal han quedado es-
cindidos con una profundidad que Kant jamás pensó darle”, y que defienda que la supe-
ración de dicha ruptura sea “el oficio de los Poetas, de los Artistas, últimos seres en cuyo
pecho resuena el soplo de la naturaleza todavía divinizada”46. Al contrario que los moder-
nos, los griegos se aliaron “con todos los encantos del arte y con toda la dignidad de la
sabiduría, sin convertirse por ello, como nosotros, en su víctima”47, lo cual muestra de
qué modo la relación que los griegos guardaban con el mundo que les rodeaba garantiza-
ba, en sí misma, la armonía que Schiller echa en falta a finales del siglo XVIII. Por eso,
Grecia es un modelo a seguir y la estética, la vía perfecta para acercar a modernos y grie-
gos.
No obstante, dicha “salida del mundo natural” es interpretada por Schiller como
la “epopeya del espíritu consciente de su libertad que quiere salir de la tutela de la natura-
leza para conquistar con sus propias fuerzas y sus méritos lo que aquélla le daba a cambio
de su sometimiento”48. Así, puede afirmarse que en Schiller late implícita “la convicción
de que en la moralidad kantiana está el ideal clásico profundamente expresado, lejano
desde luego a toda fácil apropiación y blandura, ajeno a la primera nostalgia melancólica
con que nos fue presentado, y sólo conquistable por el esfuerzo sublime de quien desea

44
Cartas, págs. 143-145.
45
Villacañas, pág. 146.
46
Íbid., págs. 132-133.
47
Cartas, pág. 143.
48
Villacañas, págs. 183-184.

17
moldear desde la forma todas las dimensiones sensibles de su naturaleza”49. Algo que
concuerda a la perfección con su creencia de que “tiene que ser falso que el desarrollo
aislado de las facultades humanas haga necesario el sacrificio de su totalidad”, lo cual le
anima, a su vez, a pensar que “debemos ser capaces de restablecer en nuestra naturaleza
humana esa totalidad que la cultura ha destruido, mediante otra cultura más elevada”50.

3.3. La degeneración de la cultura.


Finalmente, junto con el rechazo al kantismo y la nostalgia por el ideal clásico,
Schiller edifica su pensamiento crítico para con la modernidad sobre un tercer pilar igual-
mente fundamental, a saber, la idea de que la cultura ha probado ser, en sí misma, perni-
ciosa para el ser humano. El 13 de julio de 1793 escribió al Príncipe: “Estoy ya tan lejos
de creer en el comienzo de una regeneración en lo político, que los acontecimientos de la
época me privan por siglos de toda esperanza de alcanzarlo”51. “El intento del pueblo
francés de situarse en sus sagrados derechos humanos y conseguir una libertad política”,
continúa, “sólo ha puesto al día la incapacidad y la indignidad de éste, y no solamente ha
involucionado a este pueblo desdichado, sino también con él a una considerable parte de
Europa, y un siglo completo ha retrocedido a la barbarie y la servidumbre”52. La deses-
peranza y la desconfianza se apoderan de Schiller en textos de este tipo aunque no en va-
no, ya que fue en esa misma carta donde comenzó a esbozar su comprensión de los efectos
que la cultura tiene sobre el individuo. Allí anotó también que “si la cultura degenera, ter-
mina siendo una depravación mucho más maligna que la que la barbarie haya experimen-
tado nunca” pues “el hombre sensible no puede degenerar en algo pero que en animal;
pero si cae el cultivado, cae hasta lo más diabólico y trama un juego desalmado con lo
más sagrado de la Humanidad”53. Esto corrobora, de nuevo, que si el saber no se alcanza
por un amor genuino hacia el mismo, sino por su utilidad u otros motivos, éste no tendrá
ningún efecto positivo sobre las gentes. De ahí que Schiller juzgue duramente el que “la
ilustración de la que las clases elevadas de nuestro tiempo se elogian, es solamente cultura
teórica, y muestra, tomada en su conjunto, una influencia tan poco ennoblecedora, que
ayuda mucho más a hacer de la corrupción un sistema y hacerlo más incurable”54.

49
Íbid., pág. 143.
50
Cartas, pág. 159.
51
Escritos, pág. 100.
52
Íbid., pág. 101.
53
Íbid., pág. 102.
54
Íbid.

18
Más tarde, en las Cartas, Schiller recogerá dichas reflexiones para reelaborarlas y
proporcionarles precisión y fuerza. En el quinto texto muestra un rechazo total y absoluto
por la depravación que acompaña a la cultura cuando afirma que “la ilustración de la que
se vanaglorian, no del todo sin razón, las clases más refinadas, tiene en general un influjo
tan poco beneficioso para el carácter, que no hace sino asegurar la corrupción valiéndose
de preceptos”55. Paralelamente, “bien lejos de procurarnos la libertad, la cultura genera
únicamente una nueva necesidad con cada una de las fuerzas que forma en nosotros”56.
La sofisticación con la que puede transformarnos la cultura será inútil si, por el contrario,
no viene acompañada de cierto ennoblecimiento sincero y real del carácter. Además, los
perjuicios de la misma sobre el individuo terminan viéndose reflejados en la sociedad en
su conjunto, un problema que Schiller identificó con claridad cuando observó que “este
desmoronamiento que la artificiosidad de la cultura y la erudición empezaron provocando
en el interior del hombre, lo completó y generalizó el nuevo espíritu de gobierno” 57, el
cual tuvo su origen, a su vez, en el ethos del pueblo. Así las cosas, en la octava carta Schi-
ller escribe: “Vivimos en una época ilustrada, es decir, el saber que habría de bastar al
menos para corregir nuestros principios prácticos se ha alcanzado y se ha expuesto públi-
camente. El libre espíritu de investigación ha puesto fin a aquellos conceptos equívocos
que durante mucho tiempo impidieron el acceso a la verdad, y ha socavado la base sobre
la que el fanatismo y el engaño erigían su trono. La razón se ha purificado de las ilusiones
de los sentidos y de una engañosa sofística, y la misma filosofía, que al principio nos ha-
cía renegar de la naturaleza, nos llama ahora clara e imperiosamente de vuelta a su seno
-¿por qué, entonces, seguimos comportándonos como bárbaros?”58. Safranski halló una
posible respuesta a la duda schilleriana, y es que “el nuevo conocimiento descubre cómo
funciona la realidad, pero no cómo debe ser”. Al mismo tiempo, “es evidente que los
hombres siguen ocupándose de cuestiones de moral y de vida recta, y, a pesar del método
que cuantifica, mide y calcula, siguen experimentándose las cualidades de la vida y se si-
gue viviendo la libertad” pero “el saber y el pensamiento no encuentran un lenguaje ade-
cuado para esto” ya que, sin duda alguna, “lo que vive es otra cosa que lo que piensa”59.

55
Cartas, pág. 139.
56
Íbid., pág. 141.
57
Íbid., pág. 147.
58
Íbid., pág. 167.
59
Safranski, pág. 71.

19
4. La educación estética y la recuperación de la interioridad perdida.

4.1. La reconciliación de razón y sensibilidad.


Un año antes de redactar las Cartas, Schiller anunció la creación y publicación de
la revista Las Horas, dirigida por él mismo. En el escrito con que definió el propósito
principal de la misma apuntó que éste no sería otro que el de “promover auténtica huma-
nidad”, y que en ella se perseguiría “hacer de la belleza una intermediaria de la verdad, y
darle a través de la verdad a la belleza un fundamento más duradero y una dignidad más
elevada”60. Con dicha declaración de intenciones, Schiller convirtió en meta propia el de-
volver al sujeto moderno todo cuanto de humanidad había perdido y, además, halló en la
belleza el medio para lograrlo. Sin olvidar que Schiller parte siempre de Kant aunque se
distancie de él en algunos puntos, es imprescindible recordar que, consecuentemente,
también “parte de la oposición en el ser humano entre razón y sensibilidad, y entiende la
razón como el principio eterno e inmutable de la personalidad y la identidad humanas –
y, por tanto, de su libertad que es una con su deber moral- mientras que la sensibilidad es,
por el contrario, el elemento cambiante del ser humano, o sea, el propio de su condición
temporal y finita y, en consecuencia, lo que le impulsa a buscar continuamente la satis-
facción de sus inagotables inclinaciones y afectos”61.
La promoción de la auténtica humanidad requiere del tránsito de la sensibilidad a
la razón, “cuya posibilidad había intentado mostrar Kant en su Crítica del juicio” y que,
para Schiller, “exige convertirse en algo efectivo y real en el tiempo si es que ha de haber
solución al problema político”. Así, la originalidad del pensamiento schilleriano consistió
“en hacer de lo estético la mediación que podría hacer realidad ese tránsito”62, un ejerci-
cio del que Schiller se encarga desde la undécima carta hasta la última, prácticamente. En
el vigésimo texto, en una nota a pie de página, afirma que “hay una educación para la sa-
lud, una educación de la inteligencia, una educación de la moral y una educación del gusto
y la belleza”, siendo esta última aquella que pretendería “educar en la máxima armonía
posible la totalidad de nuestras fuerzas sensibles y espirituales”63. De forma similar, el
papel fundamental de la estética queda definitivamente justificado cuando, en la siguiente
carta, Schiller afirma de la cultura estética que lo que consigue “es que el hombre, por na-

60
Escritos, pág. 150.
61
Sánchez Meca, págs. 161-162.
62
Íbid., pág. 158.
63
Cartas, pág. 285.

20
turaleza, pueda hacer de sí mismo lo que quiera, devolviéndose así por completo la liber-
tad de ser lo que ha de ser”64. De este modo, la propuesta schilleriana aparece vertebrada
en torno a tres conceptos fundamentales: belleza, educación y libertad. La primera puede
proporcionarnos una armonía interna y esencial, pero sólo mediante la segunda y, además,
con el propósito último de lograr la tercera. A pesar de lo ocurrido durante los años poste-
riores a la Revolución, Schiller nunca cambió de opinión respecto a la posibilidad del pro-
greso pero sí apostó por una vía distinta, la estética, para hacerlo efectivo.

4.2. El impulso de juego y el vínculo existente entre contemplación y libertad.


No obstante, el argumento nuclear del que se sirve Schiller para superar la dico-
tomía razón/sensibilidad hay que buscarlo en su teoría de los impulsos. Ésta, a su vez,
encuentra su origen en los Fundamentos de la Doctrina de la Ciencia de Fichte, a quien
Schiller también había leído atentamente. Así, en la duodécima carta defiende que “somos
movidos por dos fuerzas contrapuestas” a las que dio el nombre de impulsos. El primero
de ellos, al que llamó impulso sensible, “resulta de la existencia material del hombre o de
su naturaleza sensible, y se ocupa de situarlo dentro de los límites del tiempo y de hacerlo
material”65. Además, dicho impulso posee un efecto doble porque sus dominios “llegan
hasta los límites del hombre en cuanto ser finito, y ya que toda forma necesita de la ma-
teria para manifestarse, y todo absoluto de unos determinados límites, es por ello que la
entera aparición de la humanidad está sin duda sujeta al impulso sensible” pero “si bien
sólo él es capaz de despertar y desarrollar las disposiciones humanas, también es el único
que hace imposible la perfección de la humanidad”66.
Por otra parte, “el segundo de estos impulsos, que podemos denominar impulso
formal”, continúa Schiller en la misma carta, “resulta de la existencia absoluta del hombre
o de su naturaleza racional, y se encarga de proporcionarle la libertad, de armonizar la
multiplicidad de sus manifestaciones y de afirmar su persona en todos los cambios de es-
tado”67. “Nos obliga”, siguiendo a Sánchez Meca, “a permanecer fieles a nuestra identi-
dad racional y a todo lo que es afín a ella”68. Y, aunque “es verdad que las tendencias de
esos impulsos se contradicen”, Schiller destaca en la decimotercera carta que “hay que
tener en cuenta que no se contradicen en un mismo objeto, y donde no hay contacto, no

64
Íbid., pág. 291.
65
Íbid., págs. 201-203.
66
Íbid., pág. 205.
67
Íbid., págs. 205-207.
68
Sánchez Meca, págs. 161-162.

21
puede haber choque”. Dado que dichos impulsos afectan dimensiones distintas del ser hu-
mano, “no están opuestos por naturaleza”69 sino que “están subordinados y coordinados
a la vez, es decir, sometidos a un principio de acción recíproca”70 (idea que Schiller tomó
directamente de Fichte). Además, “esta relación recíproca de ambos impulsos es, en prin-
cipio, sólo una tarea para la razón, una tarea que el hombre únicamente será capaz de lle-
var a cabo en su totalidad si llega a la plenitud de su existencia” por lo que “es, en el senti-
do más propio del término, la idea de su humanidad, y por consiguiente un infinito al que
puede ir acercándose cada vez más en el curso del tiempo, pero que nunca llegará a alcan-
zar”71. Aquí comienza a perfilarse el utopismo de Schiller pero, al mismo tiempo, también
son perfectamente identificables los principales argumentos que dotarán de fuerza y soli-
dez a su teoría. En la decimonovena carta, Schiller reconoce que “apenas empiezan a de-
sarrollarse, cada uno de estos dos impulsos fundamentales, siguiendo su naturaleza, y por
necesidad, tiende a buscar su propia satisfacción” pero dado que los dos tienden necesa-
riamente hacia objetos opuestos, “queda anulada entonces recíprocamente esa doble
acción, y la voluntad afirma una completa libertad entre ambos impulsos”. La voluntad,
a la que Schiller también se refiere como libertad interior, “se comporta frente a esos dos
impulsos como un poder (como fundamento de la realidad), pero ninguno de los dos pue-
de comportarse por sí mismo como un poder frente al otro”72. Esto es así porque “en cuan-
to dos impulsos fundamentales contrapuestos actúan en el hombre, pierden ambos su ca-
rácter coaccionante, y la contraposición de dos necesidades da origen a la libertad”73 y,
además, “la libertad nace cuando el hombre está completamente formado, cuando sus dos
impulsos fundamentales se han desarrollado ya”74.
Teniendo en cuenta la dinámica existente entre sendos impulsos, Schiller formula
un ideal de cultura que podría y debería hacerse cargo de los mismos. Así, a lo largo de
las Cartas pueden encontrarse distintos momentos u ocasiones que Schiller aprovecha
para describir con detalle las características que habría de tener una cultura más elevada
que la dominante a finales del siglo XVIII. En el decimotercer texto afirma que “la tarea
de la cultura consiste en vigilar estos dos impulsos y asegurar los límites de cada uno de
ellos”75, mientras que en el vigesimotercero es más específico y sentencia que “uno de

69
Cartas, págs. 209-211.
70
Íbid., pág. 211.
71
Íbid., pág. 223.
72
Íbid., pág. 275.
73
Íbid., pág. 279.
74
Íbid., pág. 281.
75
Íbid., págs. 211-213.

22
los cometidos más importantes de la cultura consiste en someter al hombre, ya durante su
mera existencia física, a la forma, y en hacerlo tan estético como le sea posible al reino
de la belleza, porque el estado moral sólo puede desarrollarse a partir del estado estético,
pero no a partir del físico”. Para que el ser humano logre pasar del estado meramente físi-
co al estado moral debe pasar, pues, por el estético ya que “para que sea capaz y esté dis-
puesto a elevarse desde el estrecho círculo de los fines naturales a los fines de la razón,
ha de haber puesto en práctica esos fines racionales ya en el ámbito de la naturaleza, y
ha de haber cumplido ya su determinación física con una cierta libertad de espíritu, es de-
cir, según las leyes de la belleza”76. Posteriormente, Schiller es más concreto si cabe y es-
tablece que “es propio del hombre reunir en su naturaleza lo más elevado y lo más bajo,
y si bien su dignidad consiste en una estricta diferenciación de ambos caracteres, su feli-
cidad descansa en una hábil supresión de esa diferencia” por lo que “la cultura, que ha de
armonizar su dignidad y su felicidad, tendrá que procurar mantener la máxima pureza de
esos dos principios en su mezcla más íntima”77.
Pero, independientemente del papel que pueda jugar la cultura, lo cierto es que los
impulsos sensible y formal sólo pueden coexistir “por la mediación de un tercero que al
mismo tiempo los sintetice y los supere a ambos” y, “como es característico del ser huma-
no existir bajo esos dos impulsos, su concepto puro requiere la existencia de ese otro ter-
cer impulso, como condición trascendental, de tal modo que sin contradecir las leyes pro-
pias de la sensibilidad y la razón las reúna en una síntesis armónica”78. A este tercer im-
pulso Schiller lo llamó impulso de juego, y de él afirmó que “en la misma medida en que
arrebate a las sensaciones y a las emociones su influencia dinámica, las hará armonizar
con las ideas de la razón, y en la misma medida en que prive a las leyes de la razón de su
coacción moral, las reconciliará con los intereses de los sentidos”79. Si tanto el impulso
sensible como el formal coaccionan al ánimo, “el primero mediante leyes naturales” y “el
segundo mediante leyes racionales”, entonces el impulso de juego, “en el que ambos ac-
túan unidos, coaccionará entonces al ánimo, moral y físicamente”. Dado que “suprime to-
da arbitrariedad, suprimirá también toda coacción, y liberará al hombre tanto física como
moralmente”80. Así, Schiller halla en este tercer impulso la clave para su defensa de la
educación estética como herramienta para alcanzar la armonía perdida ya que, como argu-

76
Íbid., pág. 309-310.
77
Íbid., pág. 321.
78
Sánchez Meca, págs. 163-164.
79
Cartas, págs. 227-229.
80
Íbid., pág. 227.

23
menta en la decimoquinta carta, “la razón exige por motivos trascendentales que haya una
comunión del impulso formal con el material, esto es, que exista un impulso de juego,
porque sólo la unidad de la realidad con la forma, de la contingencia con la necesidad, de
la pasividad con la libertad, completa el concepto de humanidad”. El impulso de juego
posibilita la existencia de la humanidad y, además, “en cuanto la razón proclama que ha
de existir una humanidad, formula al mismo tiempo la ley de que ha de existir una belle-
za”81. Ésta condiciona y determina, pues, la posibilidad de la humanidad: la belleza (al
igual que el impulso de juego) nos hace más humanos porque, a su vez, nos permite man-
tener cierta armonía entre los impulsos que constituyen nuestra propia naturaleza.
Por otro lado, “el impulso de juego nos sumerge en la pura contemplación, nos
pone ante el objeto sin despertar en nosotros interés alguno, ni egoísta, ni teórico, ni prác-
tico”, con lo que “la sensibilidad se vuelve creativa y la razón pasiva, se funden intuición
y abstracción, sensación e idea, y la realidad y la idealidad se disuelven en la apariencia
bella”. Además, “esta bella apariencia que nos libera de toda necesidad despierta en noso-
tros la conciencia de una libertad que no es ya la que nace de la sola razón, sino la que
brota de la naturaleza humana como un todo (sensible y racional al mismo tiempo), o sea,
la que nos da la medida de nuestra genuina humanidad”82. En la antepenúltima carta,
Schiller alega que “sólo cuando, en el estado estético, [el ser humano] coloca ese mundo
[el mundo sensible] fuera de sí, o lo contempla, separa su personalidad del mundo, y se
le aparece un mundo, porque ha dejado de identificarse con él”83. Por esto, afirma también
que “la contemplación (o reflexión) es la primera relación liberal del hombre con el mun-
do que le rodea”84, una postura ya defendida en Kallias. Paralelamente, en las Cartas la
belleza es definida como la “obra de la contemplación libre” porque “con ella entramos
en el mundo de las ideas” aunque “no abandonamos por ello el mundo sensible, como
ocurre con el conocimiento de la verdad”85. Esto es debido a que “la belleza es un objeto
para nosotros, porque la reflexión es la condición por la cual tenemos una sensación de
belleza” pero también es “un estado de nuestro sujeto, porque el sentimiento es la condi-
ción por la cual tenemos una representación de la belleza”, lo cual implica que ésta “es al
mismo tiempo nuestro estado y nuestro acto”86.

81
Íbid., pág. 233.
82
Sánchez Meca, págs. 164-165.
83
Cartas, pág. 331.
84
Íbid., pág. 333.
85
Íbid., pág. 337.
86
Íbid., pág. 339.

24
4.3. Belleza, antropología y política.
El 9 de febrero de 1793, Schiller escribe al Príncipe que “también la belleza, como
la verdad y el derecho, pienso, debe descansar en fundamentos eternos” y confiesa que la
filosofía kantiana, “de la que se repite tan a menudo que solamente destruye y no cons-
truye, proporciona, según mi conocimiento actual, las sólidas piedras angulares para edifi-
car también un sistema de la Estética”87. Así, Schiller se propone superar a Kant en tanto
que aspira a esbozar un concepto objetivo de belleza, llegando a defender que “las leyes
del Arte no están basadas en las cambiantes formas de un gusto de la época casual y a
menudo completamente empobrecido, sino en lo necesario y lo eterno de la naturaleza
humana, en las leyes originarias del espíritu”88. Además, entiende que mediante la expe-
riencia de lo bello “alcanzamos una intuición completa de nuestra humanidad” y que es a
través de la belleza como “se restablece la armonía en el interior del ser humano con-
virtiéndolo en un todo perfecto en sí mismo”89, una afirmación que le permite rechazar
las críticas contra el arte y lo bello de otros pensadores como Rousseau.
En otra misiva, escribe a su mecenas que “a esta aletargante influencia de lo bello
se remiten normalmente los que la menosprecian para desacreditar las artes del gusto co-
mo los peores enemigos de la humanidad, y esta inculpación es justificada demasiado a
menudo a través del espíritu de la frivolidad, superficialidad, arbitrariedad y diversión”
aunque “el mundo antiguo sitúa la influencia benefactora de los sentimientos de lo bello
preferentemente en su fuerza armoniosa”90. El clasicismo de Schiller motiva su propia
visión de la belleza, aunque de lo bello también destaca que “es lo que refina al crudo hijo
de la naturaleza, y que ayuda a transformar el hombre sensible en uno racional”91. Eso es
así porque, como afirma en la decimoquinta carta, “la belleza es el objeto común de ambos
impulsos, es decir, del impulso de juego”92, lo cual implica que el ser humano “se compor-
ta con lo agradable, con lo bueno, con lo perfecto, sólo con seriedad” mientras que “juega
con la belleza”93. “El hombre”, defiende Schiller, “sólo debe jugar con la belleza, y debe
jugar sólo con la belleza"94. El ser humano, constituido por dos impulsos antagónicos, al-
canza el equilibrio mediante el impulso de juego, el cual guarda una estrecha relación con

87
Escritos, págs. 93-94.
88
Íbid., pág. 105.
89
Sánchez Meca, pág. 165.
90
Escritos, pág. 116.
91
Íbid., pág. 118.
92
Cartas, pág. 235.
93
Íbid., págs. 237-239.
94
Íbid., pág. 241.

25
la belleza y lo bello. Más tarde, en la decimoctava carta, Schiller explica que “la belleza
enlaza dos estados que están opuestos entre sí, y que nunca podrán llegar a constituir una
unidad” aunque, por otro lado, “une esos dos estados contrapuestos, superando así la opo-
sición”95. En consecuencia, “no es sólo una licencia poética, sino también una aserción
filosófica correcta, denominar a la belleza nuestra segunda creadora” ya que aunque “sólo
hace posible la humanidad, y deja después a cargo de nuestra voluntad libre hasta qué
punto queremos realizar esa humanidad, actúa entonces del mismo modo que nuestra
creadora original, la naturaleza, que no nos otorgó otra cosa que la disposición hacia la
humanidad, pero dejando la aplicación de la misma en manos de nuestra propia volun-
tad”96.
De este modo, cuando Schiller define la belleza como condición de la humanidad,
lo que realmente consigue es elaborar una antropología que va a permitirle justificar la
relevancia y utilidad políticas de la estética. En su biografía, Safranski define el estado
estético como “la deliciosa sensación de ser un hombre”97, algo que concuerda a la perfec-
ción con la postura defendida en las Cartas. En la vigesimosegunda, Schiller aclara res-
pecto del estado estético que “precisamente porque no defiende exclusivamente ninguna
función particular de la humanidad, favorece sin distinción a todas y cada una de esas
funciones y no tiene preferencia por ninguna de ellas, porque es el principio que las hace
posibles a todas”98. Y, a pesar de la obvia importancia que atribuye a la estética, cuando
escribe al Príncipe todavía plantea la pregunta “¿no es extemporáneo preocuparse por las
necesidades del mundo estético, mientras los asuntos del político ofrecen un interés tan
intenso?”99. Schiller da por sentado que “la libertad política y civil permanece siempre y
eternamente el más sagrado de los bienes, la más digna meta de todos los esfuerzos, el
gran centro de toda la cultura”, pero también opina que “solamente el carácter de los ciu-
dadanos crea y mantiene al Estado y posibilita la libertad política y civil”.100 Así, “si
solamente se realiza esta noble construcción sobre el suelo firme de un carácter ennoble-
cido, entonces, se tendrá que empezar por crear ciudadanos para la constitución, antes de
que se pueda dar a los ciudadanos una constitución”. Ante tal encrucijada, la estética de-
viene la única herramienta capaz de salvar la situación porque es “el instrumento más

95
Íbid., pág.261.
96
Íbid., pág. 293.
97
Safranski, págs. 195-196.
98
Cartas, pág 295.
99
Escritos, pág. 98.
100
Íbid., pág. 103.

26
efectivo para la formación del carácter”, el cual “se debe mantener completamente inde-
pendiente de la situación política y de la ayuda del Estado”101. “Donde el arte y el gusto
ponen su mano formadora sobre los seres humanos, prueban su influjo ennoblecedor”102,
según Schiller, aunque siempre y cuando el arte conserve su independencia respecto del
poder. Sólo así, sin interferir en aquél, podrá generar ciudadanos preparados para lidiar
y/o tratar con el mismo.

4.4. El papel político del arte y de los artistas.


En La pedagogía social como programa político, Ortega y Gasset señala que “el
problema de la pedagogía no es educar al hombre exterior, al anthropos, sino al hombre
interior, al hombre que piensa, siente y quiere”, siendo el ser humano un caso admirable
porque “se mueve en el espacio, va de un lugar a otro, y mientras tanto lleva dentro de sí
el espacio infinito, el pensamiento del espacio”103. Sin embargo, Schiller ya sospechaba
de la importancia de la interioridad del individuo dos siglos antes cuando intuyó que, para
que tuviese lugar cualquier cambio político, primero debía producirse un profundo cam-
bio interior en el sujeto moderno. Contra las teorías de otros filósofos como Rousseau,
Kant e incluso Marx, Schiller no halló al agente del cambio en las revoluciones políticas
sino en el arte, al que consideró el “mediador pedagógico entre la naturaleza sensible des-
proporcionada y enferma de los tiempos modernos y el nuevo ideal de humanidad”104.
Así, la tarea pedagógica a desarrollar por el arte consistiría en “regenerar al hombre en-
tero”, “sintetizar razón y sensibilidad” y “hacer de esta última una realidad que no impon-
ga con necesidad unas consecuencias trágicas cuando exija sus derechos”.
El “ideal del hombre regenerado”, según el planteamiento schilleriano, responde-
ría a “la recomposición, tras el esfuerzo y el sufrimiento, de aquel hombre clásico, que
como realidad abandonó la historia al filo de la modernidad”105. Pero el tipo de arte que
debería contribuir a tal recomposición no es uno cualquiera. Ya en la segunda carta, antes
de exponer su propuesta al completo, Schiller explica que “el curso de los aconteci-
mientos ha dado al genio de la época una dirección que amenaza con alejarlo cada vez
más del arte del ideal”, el cual “ha de abandonar la realidad y elevarse con honesta audacia
por encima de las necesidades” porque “el arte es hijo de la libertad y sólo ha de regirse

101
Íbid., págs. 104-105.
102
Íbid., pág. 105.
103
Ortega y Gasset, J. Meditación de Europa y otros ensayos. Madrid: Alianza Editorial, 2015. Pág. 223.
104
Villacañas, págs. 136-137.
105
Íbid., pág. 144.

27
por la necesidad del espíritu, no por meras exigencias materiales”. El problema es que
“en los tiempos actuales imperan esas exigencias, que doblegan bajo su tiránico yugo a
la humanidad envilecida” y, por otro lado, que “el provecho es el gran ídolo de nuestra
época, al que se someten todas las fuerzas y rinden tributo todos los talentos”. A finales
del siglo XVIII, según Schiller, “el mérito espiritual del arte carece de valor en esta burda
balanza, y, privado de todo estímulo el arte abandona el ruidoso mercado del siglo” mien-
tras sus fronteras “se estrechan a medida que la ciencia amplía sus límites”106. Así las co-
sas, el arte ideal sería el que debería liderar el proceso de transformación que, a su vez,
debería conducir al sujeto moderno hacia una mayor armonía interna y la posesión de un
carácter ennoblecido. Esta preferencia ya destaca en las cartas al Príncipe, donde Schiller
apunta que “para que el arte no se tope con la desgracia de hundirse en la imitación del
espíritu de la época, que debe elevar hacia sí, el arte debe poseer ideales que mantengan
sin descanso la imagen de lo más altamente bello”. Además, “independientemente de la
medida en que se quiera denigrar el espíritu de la época de esta forma, [el arte] se debe
defender por medio de un código propio tanto del Despotismo de un gusto local y uni-
lateral como de la anarquía de lo embrutecido (por la barbarie)”107. En las Cartas aparece
recogida una observación similar, concretamente en la novena, donde Schiller afirma que
“el arte, como la ciencia, está libre de todo lo que es positivo y de todo lo establecido por
las convenciones humanas, y ambos gozan de absoluta inmunidad respecto de la arbitra-
riedad de los hombres” aunque “nada es más habitual que el que ambos, ciencia y arte,
rindan homenaje al espíritu de la época, y que el gusto creador se rija por el gusto críti-
co”108.
El arte es, en definitiva, “la partera de la utopía política en Schiller” porque “este
hombre entero, con un carácter moral-sensible, plenamente capaz de una dimensión so-
cial, conformado y educado por el arte, será el único sujeto del que se podrá esperar la or-
denación del Estado que la Revolución francesa emprendió”109. Pero, además del arte, los
artistas también gozan de cierto protagonismo a lo largo de las Cartas dado que en un
mundo completamente desdivinizado, “el artista es así quien guarda la forma, remedio
frente a la melancolía de no hallar en la tierra gozo alguno”110. El artista tiene como

106
Cartas, pág. 117.
107
Escritos, pág. 106.
108
Cartas, págs. 171-173.
109
Villacañas, pág. 146.
110
Villacañas, pág. 135.

28
misión “reparar el vacío ontológico de lo que tiene existencia sensible”111 aunque, para
lograrlo, debe andarse con cuidado. Tal y como aparece recogido en la novena carta, “el
artista es sin duda hijo de su tiempo, pero ¡ay de él que sea también discípulo o su favo-
rito”. Schiller desea “que una divinidad bienhechora arrebate a tiempo al niño del pecho
de su madre, que lo amamante con la leche de una época mejor y le haga alcanzar la ma-
yoría de edad bajo el lejano cielo de Grecia”, y espera “que luego, cuando se haya hecho
hombre, vuelva, como un extraño, a su siglo; pero no para deleitarlo con su presencia, si-
no para purificarlo, temible como el hijo de Agamenón”. De este modo, “si bien toma su
materia del presente, recibe la forma de un tiempo más noble, e incluso de más allá del
tiempo, de la absoluta e inmutable unidad de su ser”112. La función político-social del ar-
tista consiste, para Schiller, en educar al resto de ciudadanos a través del arte. De ahí que
no deba ceñirse al gusto de la época sino intentar ir más allá, siempre con el propósito de
ennoblecer a sus coetáneos y de capacitarles para llevar a cabo la regeneración de la so-
ciedad.
En uno de los lugares donde Schiller más tiempo y espacio dedica a la descripción
del artista ideal, su pionero cultural, escribe: “Al joven amante de la verdad y de la belleza
que me preguntara cómo satisfacer el noble impulso de su corazón, aun teniendo en contra
todas las tendencias de su siglo, le contestaría: imprime al mundo en el que actúas la
orientación hacia el bien, y ya se encargará el ritmo sereno del tiempo de completar ese
proceso. Esa orientación se la das cuando, instruyéndole, elevas sus pensamientos hacia
lo necesario y hacia lo eterno, cuando mediante tus hechos o tus creaciones, conviertes lo
necesario y eterno en objeto de sus impulsos. (…) Engendra la verdad victoriosa en el pu-
doroso silencio de tu alma, extráela de tu interior y ponla en la belleza, de manera que no
sólo el pensamiento le rinda homenaje, sino que también los sentidos acojan amoro-
samente su aparición. Y para que la realidad no te imponga un modelo que tú has de darle,
no te arriesgues entonces a aceptar su sospechosa compañía hasta no estar seguro de alber-
gar en tu corazón un ideal que te sirva de escolta. Vive con tu siglo, pero no seas obra su-
ya; da a tus coetáneos aquello que necesitan, pero no lo que aplauden. (…) La seriedad
de tus principios hará que te rehúyan, y sin embargo podrán soportarlos bajo la apariencia
del juego; su gusto es más puro que su corazón, y es aquí donde has de atrapar al temeroso
fugitivo. Asediarás en vano sus máximas morales, condenarás en vano sus hechos, pero
puedes intentar influir en sus ocios. Si ahuyentas de sus diversiones la arbitrariedad, la

111
Villacañas, pág. 135-136.
112
Cartas, pág. 173.

29
frivolidad y la grosería, las desterrarás también, imperceptiblemente, de sus actos, y fi-
nalmente de su manera de ser y pensar. Allí donde las encuentres, rodéalas de formas no-
bles, grandes y plenas de sentido, circúndalas con símbolos de excelencia, hasta que la
apariencia supere a la realidad, y el arte a la naturaleza”.113 De este modo, Schiller conden-
sa en la figura del artista todo cuanto es necesario hacer por los ciudadanos si realmente
se espera de ellos algún tipo de transformación. Si el arte es el medio, el artista deberá ser
el agente del cambio y, por su parte, las obras de arte deberán reflejar las intenciones de
ambos.
Respecto a éstas, Schiller defiende en la vigesimosegunda carta que “esa elevada
serenidad y libertad de espíritu, unida a la fuerza y al vigor, es la disposición de ánimo en
que ha de dejarnos la auténtica obra de arte, y no existe otra prueba del valor estético más
segura que ésta”114. No obstante, dado que “en la realidad no puede darse ningún efecto
estético puro (ya que el hombre no puede nunca sustraerse a la dependencia de las fuerzas
naturales)”, Schiller cifra la excelencia de una obra de arte “en el hecho de acercarse lo
máximo posible a ese ideal de pureza estética”. Teniendo en cuenta que “por grande que
sea el grado de libertad que podamos dar a una obra de arte, la abandonaremos siempre
en una determinada disposición de ánimo y con una tendencia determinada”, “cuanto más
universal sea la disposición de ánimo y menos limitada la tendencia que un determinado
género artístico y un determinado producto de ese género imprimen en nuestro ánimo,
tanto más noble será ese género, y más excelente su producto”115. Pero, como también
observa Schiller en el mismo texto, “el trabajo del artista no ha de superar sólo las limita-
ciones que implica el carácter específico de cada género artístico, sino también aquéllas
que dependen de la materia concreta con la que trabaja”. Por esto defiende, paralelamente,
que “en una obra de arte verdaderamente bella no cuenta el contenido, todo depende de
la forma; pues sólo la forma puede influir en la totalidad del ser humano” ya que “la ver-
dadera libertad estética sólo podemos esperarla de la forma”. De ahí la originalidad del
artista, que consiste “en aniquilar la materia por medio de la forma”116.

113
Íbid., págs. 177-181.
114
Íbid., pág. 297.
115
Íbid., pág. 297.
116
Íbid., pág. 301.

30
5. La utilidad del utopismo schilleriano.
En las Cartas sobre la educación estética del hombre, Schiller hila toda una serie
de teorías y tesis con el fin último de dar forma a su utopía estético-política. Dada la in-
sospechada pero generalizada barbarie a la que condujo el pensamiento ilustrado, Schiller
buscó en el arte (en todas sus manifestaciones) al redentor de una sociedad que había en-
fermado de sí misma. “En medio del temible reino de las fuerzas naturales, y en medio
también del sagrado reino de las leyes”, escribe, “el impulso estético de formación va
construyendo, inadvertidamente, un tercer reino feliz, el reino del juego y de la apariencia,
en el cual libera al hombre de las cadenas de toda circunstancia y lo exime de toda coac-
ción, tanto física como moral”117. Ese tercer reino feliz no es otro que el Estado estético,
el único capaz de hacer realidad la sociedad por ser “el único que cumple la voluntad del
conjunto mediante la naturaleza del individuo”.
Similarmente, Schiller afirma que “es única y exclusivamente la belleza quien
puede dar al hombre un carácter social” y que “el gusto, por sí solo, da armonía a la so-
ciedad, porque otorga armonía al individuo”; sólo la belleza “unifica la sociedad, porque
se refiere a lo que hay en común en todos y cada uno de los hombres”. Además, “allí don-
de impera el gusto y se asienta el reino de la bella apariencia no se tolera ningún tipo de
privilegio ni autoritarismo”118. Convencido de que el arte debería ser siempre indepen-
diente del poder político, Schiller estaba convencido de que dicha independencia sería el
arma idónea para combatir el despotismo y el autoritarismo. Por otro lado, en esta última
carta también se alega que “el gusto conduce al conocimiento desde la esfera secreta de
la ciencia al cielo abierto del sentido común, y convierte en un bien común de la sociedad
lo que era propiedad de una determinada escuela filosófica”. De ahí su extremo potencial
pedagógico. Respecto a este punto, Schiller destaca que “en su ámbito, incluso el más
grande de los genios ha de dejar de lado su altura intelectual y descender hasta el entendi-
miento de los niños”119, un planteamiento que, de alguna manera, también recogió en su
poema Los artistas (1789):

Ella, que en su majestad


camina esplendorosa sobre las estrellas
con una gloria de Oriones en torno al rostro
y es contemplada sólo por los espíritus más puros,
la terrible y grandiosa Urania, abandonando de su trono en el sol

117
Íbid., págs. 373-375.
118
Íbid., pág. 375-377.
119
Íbid., pág. 379.

31
y deponiendo su corona de fuego
se nos presenta bajo el aspecto de la belleza.
Ceñida con el vínculo de la gracia,
Se hace niña para que los niños la comprendan:
Lo que recibimos aquí como belleza
Se nos presentará un día como verdad.120

El utopismo schilleriano aspira a abarcar cada uno de los elementos que confor-
man una sociedad, por eso “en el Estado estético, todos, incluso los instrumentos de traba-
jo, son ciudadanos libres, con los mismos derechos que el más noble de ellos, y el entendi-
miento, que somete violentamente a sus fines a la paciente masa, debe contar aquí con su
aquiescencia”121. Al final de las Cartas, Schiller anotó: “Pero, ¿existe ese Estado de la
bella apariencia? Y si existe, ¿dónde se encuentra? En cuanto exigencia se encuentra en
toda alma armoniosa; en cuanto realidad podríamos encontrarlo acaso, como la pura Igle-
sia y la pura República, en algunos círculos escogidos, que no se comportan imitando es-
túpidamente costumbres ajenas a ellos, sino siguiendo su propia y bella naturaleza, allí
donde el hombre camina con valerosa sencillez y serena inocencia por entre las más gran-
des dificultades, y no necesita herir la libertad de los otros para afirmar la suya propia, ni
renunciar a la dignidad para dar muestra de su gracia”. Y, en una de las últimas notas a
pie de página (que recoge el final del último párrafo de la revista Die Horen), puede leer-
se: “Ya que a un buen Estado no puede faltarle una constitución también podrá exigírsele
una al Estado estético. Todavía no conozco ninguna constitución estética, y espero, por
lo tanto, que un primer intento de establecerla, intento al que he destinado esta publica-
ción, sea acogido con indulgencia”122. Manteniéndose siempre optimista pero sin cruzar
la línea roja de la inocencia, Schiller consiguió esbozar la hoja de ruta de un modo de
pensar la sociedad realmente único. En comparación con otras propuestas de la misma
época o, incluso, con otras utopías, la idea del arte como redentor resultó y resulta trans-
gresora en sí misma por sus infinitas posibilidades (e implicaciones).
Si bien es cierto que la idea de una educación estética puede parecer simplemente
inviable, la presencia y relevancia histórica del arte es innegable. La actividad estética
nunca cesa, independientemente del contexto o del lugar. La naturaleza del ser humano
consiste en ser un animal cultural, en crear tanto formas como contenido nuevos. Por ello,
definir la estética como el corazón de la armonía social y política no es ni disparatado ni

120
Poesía filosófica, pág. 29.
121
Cartas, pág. 379.
122
Íbid., pág. 381.

32
absurdo sino que puede ser incluso útil. En lugar de ignorar uno de los caracteres que más
nos definen, Schiller lo ubica en el centro de su reflexión y elabora una utopía a partir del
mismo. Como es bien sabido, la finalidad última de las propuestas utópicas no es otra que
la de seguir caminando y Schiller no se da por vencido. Apuesta por un futuro mejor, no
se rinde. Es el hombre que progresa, aquel que extiende consigo agradecido el arte con
un sublime impulso, porque ha comprobado que éste es capaz de embellecer y enriquecer
la naturaleza hasta hacer de ella un hogar realmente acogedor.

33
Bibliografía.

Descartes, R. Discurso del método. García Morente, M. (trad.). Barcelona: Espasa, 2012.

Heine, H. Obras. Sacristán, M. (trad.). Barcelona: Editorial Vergara, 1964.

Ortega y Gasset, J. España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos.


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- Meditación de Europa y otros ensayos. Madrid: Alianza Editorial, 2015.

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Sánchez Meca, D. Modernidad y Romanticismo. Para una genealogía de la actualidad.


Madrid: Editorial Tecnos, 2013.

Schiller, F. Escritos de Filosofía de la Historia. Murcia: Universidad de Murcia, Secreta-


riado de Publicaciones, 1991.
- Kallias. Cartas sobre la educación estética del hombre. Feijóo, J. y Seca, J.
(trad.). Barcelona: Editorial Anthropos, 1990.
- Poesía filosófica. Innerarity, Daniel (trad.). Madrid: Ediciones Hiperión, 1991.

Villacañas, J. L. La quiebra de la razón ilustrada: idealismo y romanticismo. Madrid:


Editorial Cincel, 1988.

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