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Introducción
“Los años 20, entre los sobresaltos de la primera posguerra y los sobresaltos nacidos de la
crisis económica mundial de 1929, son relativamente normales; se puede hablar de la era de
la “Prosperidad”, por analogía con los Estados Unidos de América, incluso esa palabra-
símbolo se puede aplicar en mayor o menor medida al resto de Europa. Para Francia,
podríamos decir que son «los tiempos de Poincaré», en tanto ese personaje domina la
escena, entre el año 1920, en que deja el Elíseo, y el verano de 1929, donde la enfermedad
lo obliga a abandonar toda vida política” [i]
Raymond Poincare había sido presidente de la República entre 1913 y 1920 y, por lo
tanto, atravesó y condujo la victoria francesa en la Primera Guerra Mundial. En 1917 había
nombrado a Gaston Durmergue como jefe de gobierno quien, a su vez, asumiría la
presidencia en 1924 y se mantendrá en el cargo hasta 1931. Eso no implicó, como se señala
arriba, la desaparición de Poincaire de los lugares más importantes del poder galo. Entre
1922 y 1924 asume como primer ministro, cargo que reasumiría en el año 26 hasta el ya
citado verano de 1929. La popularidad de Poincaire entre los franceses era mucha y se
debía, entre otras cosas, al hecho de que había participado activamente en la recuperación
de los territorios de Alsacia y Lorena y, después de la guerra, en 1923, y habìa ocupado,
junto con Bélgica, parte de la cuenca del Ruhr en Alemania.
París que duerme (Paris qui dort), Debía alrededor de 3 millones de dólares a Inglaterra (hay que pensar que se trata de
Dziga Vertov, 1923 millones de dólares con cotización de los años veinte), 4 millones a los EE.UU. y otros tres
millones a diversos países. Por otro lado, internamente, la guerra había dejado como saldo
la obligación de pago de retribuciones a 873.000 inválidos, 584.000 viudas y huérfanos y
811.000 descendientes de los combatientes. Todo lo cual sumaba 2.268.000 pensiones que
el Estado debía abonar. Eso hacía que la ocupación del Ruhr, una zona de fuerte actividad
industrial, fuera un importante paliativo para la economía francesa.
Por otra parte, ese período registra una de las migraciones internas más importantes de la
historia del Siglo XX francés. Mientras que en el censo de 1906 se consignaba que
8.386.000 franceses se dedicaban a la agricultura y otras tareas relacionadas con el campo,
veinte años después esa cifra había descendido a 4.718.000. Por lo tanto, en ese lapso, casi
cuatro millones de franceses se habían volcado a actividades industriales o comerciales, es
decir, habían migrado hacia las grandes ciudades.
Esto, no podía ser de otra manera, generó una fuerte cultura de la ciudad. Una cultura
urbana sin la cual no son explicables movimientos como el futurismo que, como vimos la
clase pasada, tuvo gran influencia en la primera vanguardia francesa. En efecto, el propio
manifiesto futurista proclamaba que “La ciudad reemplaza a la naturaleza y sus
elementos. Ella misma se ha convertido en un elemento en sí, de cuyas profundidades nace
un nuevo hombre, el hombre de la ciudad…Nosotros, ciudadanos, ignoramos los bosques,
los campos y las flores; sólo conocemos los túneles de las calles con su movimiento y su
estrépito rugiente, sus fugitivos resplandores, su eterno vaivén”
El cenit de esta concepción del movimiento llegará con películas como “París que
duerme” (1923), “Berlín, sinfonía de una gran ciudad” (1927) o “El hombre de
la cámara” donde Dziga Vertov intenta captar el movimiento absoluto de una jornada en
Moscú.
En el caso francés, será un brasilero, Alberto de Almeida Cavalcanti cuya obra, entre
1925 y 1930, fue importantísima para el desarrollo del vanguardismo, quién sintetizará esta
fascinación por el paisaje urbano con el filme, en 1926, “Rien que les heures” que se
desarrolla entre el amanecer y la medianoche de la capital francesa. La película de
Cavalcanti no llega al estado de fascinación líquida que proporciona la película de Ruttmann,
ni al estado de composición molar de la de Vertov, pero es, eso sí, un agitado panorama de
una capital francesa que vive “los años locos” fuera de toda preocupación (al menos es lo
que intenta trasmitir el filme)
Es como sí, después del barro y la sangre derramada en las trincheras, después del humo,
la furia y el horror de la guerra, después de la tempestad desatada por la revolución de
octubre y el avance de las izquierdas, fuera necesario abandonar los bucólicos paisajes
rurales del romanticismo y el impresionismo para creer en algo nuevo por surgir. La fe en la
ciencia y la tecnología, que se arrastraba desde finales del siglo IXX, representada por la
máquina, encuentra en el paisaje citadino una fuente de atracciones en perpetuo estado de
emanación.
Por todas partes se instaura esta estética urbana cuyo influjo se hizo sentir también en la
poesía, la pintura, la literatura y el teatro.
Se trata de una nueva forma de comprender la representación teatral que relega la figura del
actor y del dramaturgo a un segundo plano mientras jerarquiza el papel del “metteur en
scène”, del director de escena.
Copeau llama a profundizar “el conocimiento y la experiencia del cuerpo humano”. Se trata
de conseguir que el actor pueda “agitar una actitud de afectación corporal cualquiera”, de
La Inhumana (L’Inhumaine), Marcel “creer en las costumbres estética para reemplazar las costumbres inestéticas” [iv] Como
L´Herbier, 1924 vemos, siempre la modernización del teatro pasa por dotar al cuerpo de una nueva
capacidad de afectación. De una nueva capacidad de expresar las afecciones y, como luego
ocurrirá particularmente con Artaud, es un llamado a expandir la experiencia estética
derramándola en la vida misma. Para el “arte total” que postulaba Artaud no hay distancia o
fisura entre el arte y la vida.
Pero, rejerarquizar el lugar del cuerpo, de sus actitudes y “gestus” supone también poner en
primera línea a las percepciones. Supone entregar al espectador a una experiencia de los
sentidos a partir de la cual pueda luego constituir una nueva forma de conocimiento. La
“avant- garde” de Copeau supone ya esa inversión del platonismo que va a fundar el
pensamiento contemporáneo y para la cual el cine, al menos en principio, se presentaba
como su instrumento más idóneo.
El Vieux Colombier, junto a otros teatros y espacios, como el Ursulines y el Studio 28,
son los pocos lugares donde la segunda vanguardia francesa va a encontrar refugio. Los
lugares donde van a tener una pantalla. Donde las imágenes- percepciones- ideas de sus
películas van a poder actualizarse fuera de los circuitos habituales de exhibición.
Más allá de los distintos marcos históricos y sociales, más allá de los antecedentes, hoy, el
valor de la reflexión teórica acerca de las vanguardias francesas y alemanas es
seguramente más urgente e importante que nunca. Pero no se trata de recordar con
nostalgia el momento en el cual todas las revoluciones, todos los cambios parecían posibles.
Se trata de reencontrar el sendero posible de una otra relación con la Imagen; lo que
equivale a decir, plantear una otra relación con la percepción y el conocimiento.
La nostalgia no es ningún consuelo. Como hemos visto la clase pasada, y en parte también
en las anteriores, la mayoría de las teorizaciones de los artistas de vanguardia transitan por
La Inhumana (L’Inhumaine), el intento de llegar a la “esencia” del arte cinematográfico. Y, también en la mayoría de los
Marcel L´Herbier, 1924 casos, dicha esencia parece encontrarse en el “ritmo” y / o el “movimiento”, en esa
“sustancia móvil” de la que hablaba Chomette, aunque nunca lleguemos a comprender
cabalmente que significan esos términos para los autores señalados. Es así como aparecen
términos como “cine absoluto”, “cine total”, etc. Más allá de la vaguedad conceptual de
algunos de estos términos, es evidente que esta siempre presente un intento por abarcar,
por llegar a una concepción del movimiento como absoluto, partiendo de la articulación de
unidades mínimas, de intervalos de tiempo inmanente manejados, manipulados para
conseguir luego abarcar ese absoluto siempre en fuga o “indecible”.
Entonces, por extensión, también podríamos hablar de una “vanguardia narrativa” que no
deja de lado la narración aunque en ocasiones la comprometa gravemente. En ese caso
incluso podemos citar nombres alemanes, como el de Lotte Reiniger. Sin embargo, si se
fijan bien, en el caso francés, sobre todo con los trabajos de Abel Gance que componen la
“primera vanguardia”, la organicidad de la narración se ve afectada por una tendencia fuerte
a trabajar con el Todo del Movimiento.
Otro ejemplo: “La rueda” (La Roue, 1923) de Abel Gance, que analizaremos con más
profundidad en nuestra próxima clase, posee una sólida trama argumental, pero además, el
movimiento frenético de las ruedas del ferrocarril termina difuminando las figuras (en tanto
sólidas) de los personajes al apenas recortarlas sobre un fondo puro de Movimiento infinito.
En ningún caso podemos hablar de “más” o “menos” vanguardismo. Se trata, en todo caso,
de modos diferentes de entender la vanguardia. Si siempre los modos de darse la
representación cinematográfica son difíciles y complejos de delimitar, las definiciones lo son
aún más. Como hemos insistido desde el comienzo del seminario, en el caso de los modos
de darse lo que habitualmente denominados cine de “vanguardia”, “abstracto y
“experimental”, la tarea definitoria se torna tan absurda como prácticamente imposible.
Nosotros simplemente cortamos por lo sano y elegimos analizar ciertos y determinados
filmes que, según nuestro criterio, hacen explícita una pregunta acerca de la noción de
Movimiento. Esos filmes construyen al movimiento como su objeto, más allá de la
posibilidad o no de otorgar “sentido”, argumento más o menos orgánico a las
representaciones que ponen en juego. [vii]
Por ahora convengamos que, en ocasiones, en las películas de Dulac, las relaciones
causales se encuentren invertidas, desajustadas o debilitadas como ocurre en “La
invitación al viaje” (L´invitation au voyage, 1927), libremente inspirada en tres versos de
Baudelaire [ix] , un filme prácticamente sin acción que transcurre dentro de la escenografía
de un cabaret cualquiera, de paredes austeras y melancolía flotando en el ambiente. Antes
había realizado filmes como “La sonriente madame Beudet” (La souriante madame
Beudet, 1923) sagaz crítica al matrimonio burgués, basada en una obra teatral y donde
Dulac investigó fundamentalmente cuestiones como el trabajo sobre el espacio y el primer
plano. Lo mismo ocurre con el que sería su último largometraje, “La princesa
Mandane” (La princesse Mandane, 1928) Basada en una novela de Pierre Benoît, la
película es una suerte de comedia de aventuras que presenta una narración bastante
convencional.
Recién hacia el final de su carrera, Germanine llegará a realizar tres filmes “abstractos” [x] :
“Disco 927” (Disque 927), sobre música de Frédéric Chopin, “Temas y variaciones”
(Themes et variations, 1927) conjugación de varios temas clásicos y finalmente “Estudio
cinematográfico sobre un arabesco” (Etude cinegraphique sur une arabesque,
1929), donde el músico elegido es Debussy. Son filmes que, a la manera de lo que haría
Walther Ruttmann en 1931, ya contando con el cine sonoro, en “In der Nacht”, ilustran una
melodía con imágenes de la naturaleza, del viento entre las hojas, etc.
Por supuesto, lo que prima en Dulac, como luego también primará en el Mitry de “En bote”,
Entreacto (Entr’acte), René es el agua como elemento fluyente. El agua como lo que otorga movilidad melódica a cada
Clair, 1924 una de las tomas. Como vemos, es recién en estos trabajos finales donde podemos decir
que se cumplen, en parte, los postulados teóricos que Dulac declamaba [xi] .
El cine produce siempre un corte en la Duración, en ese Movimiento Absoluto que no cesa
de transcurrir. Del Todo, la representación fílmica sólo puede captar una parte, un
fragmento, un intervalo. Pero ese corte o intervalo producido en el flujo de materia-tiempo
posee una particularidad: es móvil. El intervalo entonces es un corte móvil de la duración
o del Movimiento. Sin embargo, ni los intervalos son todos iguales ni su forma de evocar o
remitir a la Duración y al Movimiento es una.
Los intervalos son variables, presentan múltiples modulaciones en su devenir. Así, hacer
una Historia “Natural” del cine supondría recorrer los distintos modos de darse, de
expresarse, de actualizarse el intervalo en las distintas escuelas o autores. Dicho de modo
inverso, cada escuela, cada autor, pone en juego diversos modos de producción de cortes
móviles en la duración. A su vez, cada uno de estos cortes-intervalos no cesa de remitirnos
al Todo del cual son parte. No cesa de remitirnos a un Movimiento al que, en tanto Absoluto,
no se puede acceder con nuestra torpe percepción convencional.
Solo podemos intuir la Duración o el Movimiento absoluto. Como tal, esta fuera de nuestra
experiencia perceptual. Reiteremos lo ya expresado en alguna otra ocasión: “El movimiento
mantiene una relación especial con lo imperceptible, es por naturaleza imperceptible. Pues
la percepción sólo puede captar el movimiento como la traslación de un móvil o el desarrollo
de una forma. Los movimientos y los devenires, es decir, las puras relaciones de velocidad y
de lentitud, los puros afectos, están por debajo o por encima del umbral de percepción.” Esto
puede parecer muy abstracto pero en realidad no lo es: nuestra percepción depende
siempre de estrechos umbrales. Más allá de cierta velocidad, en el caso del cine a partir de
los dieciséis fotogramas por segundo [xii] , no podemos ya percibir la unidad. Percibimos un
movimiento continuo donde en realidad no lo hay. Las luces, las lamparitas, que iluminan
nuestros hogares se encienden y apagan a razón de cincuenta ciclos por segundo. Pero
nosotros no lo percibimos. Nuestro dispositivo visual se ve superado por la alta velocidad.
Tampoco percibimos, por ser muy lenta, la rotación terrestre, o el florecimiento de las
plantas: nuestro dispositivo perceptual se ve superado por lo bajo de la velocidad. La
percepción del movimiento depende siempre de umbrales. Más allá o más acá de los
mismos, el movimiento se torna imperceptible. “Y sin embargo es necesario corregir
inmediatamente: el movimiento también «debe» ser percibido, sólo puede ser percibido, lo
imperceptible también es el percipiendum. Eso no supone ninguna contradicción. Si el
movimiento es por naturaleza imperceptible siempre es con relación a un umbral cualquiera
de percepción, al que corresponde ser relativo, desempeñar así el papel de una mediación,
en un plan que efectúa la distribución de los umbrales y de lo percibido, que proporciona
formas perceptibles a sujetos que perciben” [xiii]
La forma en que la vanguardia alemana trabajó la relación del intervalo variable con el
movimiento absoluto evocado tiene que ver, lo vimos desde el comienzo de este seminario,
con la mutación. Con la transformación de un único elemento variable que no cesa de
plegarse de un modo que tiende hacia el infinito. Este elemento, ese intervalo,
verdaderamente barroco, puede verse en la base de toda la cinematografía germana de la
época y en varios de los movimientos y autores posteriores. [xiv] Es como si un elemento
material, inmanente, como la luz, en los “Juegos de luces Opus 1” de Ruttmann, o los
“Estudios” de Fischinger, se prolongara infinitamente hacia el absoluto.
Sobre este punto volveremos, y ampliaremos en nuestra próxima clase cuando analicemos
“Entreacto” (Entr’acte, 1924) de René Clair, que pasa por ser el filme que da nacimiento
a la segunda vanguardia, o los fragmentos finales del “Napoleón” (ídem, 1927) de Abel
Gance. Por ahora, contentémonos con algunas reflexiones más acerca de esa máquina,
inteligente, de crear percepciones que algunos llaman cine.
Queda claro entonces que el cine no reproduce nuestra percepción ordinaria. Por el
contrario, genera una nueva percepción. En ese sentido, podemos decir que supera nuestra
objetividad o nuestra subjetividad. Es capaz de crear, cuando lo dejan, una Imagen-
percepción fuera de toda remisión a la experiencia perceptual cotidiana. “En el cine se
pueden ver imágenes que se pretenden objetivas, o bien subjetivas; pero aquí se trata de
otra cosa, se trata de superar lo subjetivo y lo objetivo hacia una Forma pura que se erija en
visión autónoma del contenido. Ya no nos encontramos ante unas imágenes objetivas o
subjetivas; estamos apresados en una imagen- percepción y una conciencia- cámara que la
transforma (por lo tanto ya no es cuestión de saber si una imagen era objetiva o subjetiva)
Se trata de un cine muy especial que ha tomado afición a «hacer sentir la cámara»” [xv]
Todo en “La caída…” parece ser la premonición o el alargamiento del momento (intervalo)
en que la “maison” definitivamente va a caer e incendiarse. Epstein hablaba de un “tiempo
flotante”, de un tiempo que flota sobre el movimiento como lo hace un bote sobre tranquilas
aguas. De algún modo, este “tiempo flotante”, junto con los “espacios móviles y las
causalidades “oscilantes” componen un intento, por parte de Epstein, de escapar al
racionalismo cartesiano.
La “avant-garde”, en ese sentido, no supuso para Jean Epstein simplemente una moda o
una actitud estética. Más bien fue un “estado de inteligencia”, un estado de conciencia. Este
“estado de inteligencia” era generado por una máquina, la cámara cinematográfica, y
permitía crear líneas de fuga de la rutina y la apatía cotidiana de los sentidos. Su libro más
importante, “La inteligencia de una máquina” es prueba de ello tanto como del
hecho de ser el propio Epstein el primer filósofo del cine.
Su llegada al cine, más o menos por casualidad, adviene cuando recibe el encargo de filmar
una película en conmemoración del nacimiento de Luis Pasteur. Así nace, “Pasteur” en
1922. Su acercamiento a los cineastas de vanguardia, y en particular a la figura de Abel
Gance se incentiva a partir de 1923 cuando Epstein filma “Cœur fidèle” que, para
muchos historiadores, puede reclamar para sí el derecho de ser el primer filme
“impresionista” [xvii] de la historia.
Luego de “La caída de la casa Usher” se desencanta mucho de la vanguardia y huye hacia
Bretaña parra intentar realizar un cine mucho más cercano al realismo soviético. Pero, si la
figura de Epstein nos interesa aquí, a parte de la evocación de ese intervalo estirado al
máximo gracias al uso de la cámara lenta que es “La caída…”, es por su pensamiento
filosófico- cinematográfico que va prácticamente a contramano de toda la corriente francesa.
Cuando en 1949 aparezca la primera edición de “La inteligencia…”, hará un año que
Epstein abandonó el cine. Su última película fue un documental para la O.N.U., “Les feux de
la mer”, poco antes, en 1947 había estrenado una de sus más hermosas películas, “La
tempestad” (Le tempestaire, 1947). Finalmente morirá en París el 2 de abril de 1953.
La relación de Artaud con el cine, como casi todo en su vida, fue conflictiva. Por momentos
parecía haber encontrado en él el instrumento propicio para llevar adelante su proyecto de
conjugar el arte y la vida. Pero pronto caerá de su encantamiento.
Entre los años de 1926 a 1928, podemos decir que el idilio entre Artaud y el cine pasaba por
La caída de la casa Usher (Le chute
de la maison Usher), Jean Epstein, su mejor momento. Son los años de su participación como actor en “La pasión de
1928 Juana de arco” de Carl T. Dreyer, donde interpreta a Massieu, el cura defensor de
Juana. Era el momento en que escribía cosas como esta: “El cine implica una subversión
total de los valores, un trastoque completo de la óptica, de la perspectiva, de la lógica. Es
más excitante que el fósforo, más cautivante que el amor. No es posible ocuparse
indefinidamente en destruir su poder de galvanización por el empleo de temas que
neutralizan sus efectos y que pertenecen al teatro. Reivindico los filmes fantasmagóricos,
poéticos, en el sentido denso, filosófico de la palabra, filmes psíquicos. Lo que no excluye ni
la sicología, ni el amor, ni el esclarecimiento de ninguno de los sentimientos del hombre.
Pero que sean filmes en los que se trituren, se mezclen, las cosas del corazón y del
espíritu hasta conferirles la virtud cinematográfica que hay que buscar” [xix] .
Son los años en que se decide a redactar varios guiones para cine, como “Les dix- huit
secondes”, “La révolte du boucher” o “La coquille et le clergyman”, que finalmente
filmará Germaine Dulac.
Sin embargo, entre el proyecto finalmente realizado por Dulac y el guión propuesto por
Artaud hay insalvables distancias. Aparentemente, Artaud se había reservado para sí el
papel del cura, papel que finalmente le fue asignado a otro actor. Dulac retraza el comienzo
de la filmación y el montaje final de la película a sabiendas de otros compromisos contraídos
por Artaud. Es evidente que no lo quiere ni en el set ni en el momento de la edición.
Él es una figura genial, el poeta “surrealista” celebrado por todos, pero una persona difícil de
tratar, al menos para Dulac. Mucho más difícil le ha de haber resultado, a la todavía muy
narrativa Germaine, interpretar el guión de “La caracola…”. Las indicaciones de Artaud son
tan líricas como imprecisas.
Todo había comenzado bien; con un agradecimiento por parte de Artaud hacia la señora
Dulac, “(...) que ha querido admitir todo el interés de un guión que intenta introducirse en la
esencia misma del cine y no se ocupa de alusión alguna al arte ni la vida”. Incluso, Artaud,
llega a escribir un texto de introducción al guión donde rescata su intencionalidad: “Yo he
buscado, en el guión, realizar la idea de un cine visual donde la sicología misma es
devorada por los actores.” [xx] esta sola frase, la de una sicología devorada, sobrepasa la
intencionalidad surrealista y a la propia Dulac.
Ese convencimiento que poseía el autor de los manifiestos surrealistas y de aquel otro
manifiesto inolvidable, “Por un arte revolucionario independiente”, de que todos los
espíritus promovían “revisión absoluta de los valores” es por lo menos conmovedora y nos
habla a las claras del espíritu de los tiempos en que la vanguardia pudo florecer. Por otra
parte, está fuera de nuestras posibilidades actuales (en cuanto al espacio de estas clases)
proponer un análisis, ni siquiera breve, de las relaciones entre el surrealismo y el
marxismo. Pero las mismas fueron muchas y evidentes, a pesar de los muchos
desengaños con respecto a la revolución soviética que sobrevendrían después.
Tampoco podemos analizar la dura, por momentos conflictiva relación, siempre cargada de
un extraño afecto, entre Bretón y Antonin Artaud. Pero Bréton escribió algunas de las más
hermosas palabras sobre Artaud en 1946. Y acertó al afirmar que nadie había ido más
temerariamente lejos tras el triple objetivo de transformar al mundo, cambiar la vida y
rehacer de cabo a rabo el entendimiento humano.
Nunca “La rebelión de las formas” encontró palabras mejores para su definición. Pero
mientras Bretón la explicó, Artaud la vivió en su propio cuerpo. Es que no basta con remitir a
la necesidad del arte de ser la expresión de un modelo puramente interior. Tenemos que
precisar de qué interioridad estamos hablando. ¿De qué subjetividad?
Es así como podemos plantear uno de los problemas más fascinantes que nos plantea el
cine de vanguardia: ¿Qué modelo de subjetividad pone en juego? ¿Una subjetividad con
sujeto, o una subjetividad autónoma, sin sujeto?
¿Qué podía hacer una directora como Dulac con semejante tipo de anotaciones? En la
lectura del guión original que produjo Dulac, todos los delirios, alucinaciones y deseos
reprimidos, van concentrándose en torno a la figura del sacerdote. Le dan envestidura a su
cuerpo, lo van organizando metonímica y metafóricamente. Así, por ejemplo, los senos de la
La coquille et le clergyman, mujer deseada por el sacerdote (en la película de Dulac hasta podemos sostener tal grado
Germaine Dulac, 1928 de precisión interpretativa) se transforman en dos caracolas blancas promoviendo una
reinterpretación metonímica de todo lo visto. La caracola, por el contrario, para Artaud, es
una remisión a un estado mítico anterior a toda organicidad. La mujer, en cambio, lejos de
constituir simplemente un objeto de deseo para la mirada del hombre-cura expuesto al más
alto estado de represión, “tiene aspecto de estar nadando, ondulada, visible, pero
abstracta”.
Si después de estos ejemplos leemos con atención los comentarios hechos a su propio
guión, Artaud parece querer trabajar más con categorías abstractas del deseo y sus objetos
desvanecidos.
La versión de Dulac, en cambio, implica, desde nuestra lectura teórica, una inmersión en el
deseo de un sujeto. Un recorrido tácito por los avatares siempre cambiantes del deseo en
tanto humano. En ese sentido, no supone un abandono del régimen causal, sino una
determinación desde otro lugar. Desde el lugar del inconsciente. Desde otro lugar que no es
precisamente el de la conciencia, pero tampoco lo es el del autómata cinematográfico que
buscaba Artaud.
Lo que Artaud reclamaba, con más de cuarenta años de antelación, era el Resnais de “El
año pasado en Marienbad” o el Herzog de “Fata Morgana” o “Corazón de cristal”.
Lo que Artaud reclamaba era un cine que trabajara con las categorías de lo mental, del
pensamiento puro. Un cine autónomo, libre de toda sujeción a cualquier figuración del
sujeto. Un cine que Dulac no podía darle.
Lo que Artaud reclamaba del cine era la constitución de un verdadero autómata psíquico o
espiritual. Un Cuerpo sin Órganos que no admitiera ahora otro ordenamiento más que el de
las potencias y las afecciones [xxiv] . El cine, por imposiciones narrativas y comerciales, no
puede dárselo (aún). Es por ello que Artaud reniega rápidamente del cine y va a buscar en la
experiencia corporal del teatro la posibilidad de construcción de otra relación entre el arte y
la vida.
Solo ocho meses habían pasado desde ese primer agradecimiento de Artaud a Dulac.
Cuando ya no cree en el cine, Artaud escribe cosas como el artículo ”La vejez prematura
del cine”, donde escribe cosas como la siguiente: “Por lo demás, aparte de esta especie de
racionalización de la vida, cuyas ondas y florituras, cualesquiera que sean, se ven privadas
de su plenitud, de su densidad, de su extensión, de su frecuencia interior, por la
arbitrariedad de la máquina, el cine continúa siendo una toma de posesión fragmentaria y,
como ya he dicho, estratificada y congelada de la realidad. Todas las fantasías relativas al
empleo de la cámara lenta o acelerada no se aplican más que a un mundo de vibraciones
cerrado y que no tiene la facultad de enriquecerse o alimentarse por sí mismo, el mundo
imbécil de las imágenes, tomado como con cola por miradas de retinas no completará jamás
la imagen que pudo haberse hecho de él.
Por tanto, la poesía que no puede desprenderse de todo esto, no es más que una poesía
eventual, la poesía de lo que podría ser, y en consecuencia no es del cine de quien
podamos esperar que nos restituya los mitos del hombre y de la vida de hoy” [xxvi] . En poco
tiempo el cine ha sido ganado por el tópico y por la repetición de las viejas historias
conocidas. En poco tiempo su fuerza revolucionaria ha sido succionada por los
convencionalismos y los argumentos trillados. Y, lo que es peor, el cine termina, una vez
más, siendo antropocentrista, reconstituyendo la figura del individuo cartesiano como dotado
de una Razón y un Ser indiviso.
Mientras Bretón o Dulac podían entender el mundo del inconsciente o lo onírico como una
pulsación liberadora que, “algún día”, reconstituiría la unidad del Ser y por ello podían
escribir o filmar sobre ello desde una considerable distancia, Artaud vivía la escisión, la
grieta o lo inevocable como una condición del Ser.
Una condición por cierto intensamente dolorosa. De hecho, mientras aún creía en el cine,
Artaud le escribe una carta a Abel Gance (para quien había interpretado a Marat en el
“Napoleón”, y que se aprestaba a producir “La caída de la casa Usher” dirigida, como
vimos, por Epstein) donde le expresaba cosas como la siguiente: “No tengo muchas
pretensiones en este mundo, pero sí tengo la de comprender a Edgar Poe y la de ser yo
mismo un tipo similar al Maestro Usher. Si no tengo ese personaje en la piel, nadie en el
mundo lo tiene. Lo encarno física y psíquicamente. No diré que me proponga representar
ese papel, diré que lo reivindico. John Barrymore, que sería el único capaz de encarnarlo,
lo haría mágicamente, lo concedo, pero lo encarnaría desde afuera, mientras yo lo haría
desde dentro. Mi vida es la de Usher y de su siniestra morada. Tengo la pestilencia en el
alma de mis nervios, y me duele, y él tiene una cualidad de sufrimiento nervioso que el más
grande actor del mundo no puede vivir en el cine sino la ha verificado alguna vez, cosa que
yo he hecho. Pienso como Usher. Todas mis historias lo prueban…”
[i] André Nouschi et Maurice Agulhon, “La France de 1914 a 1940”, edit.
Nathan, Parisn, 1974, pág. 40.
La coquille et le clergyman,
Germaine Dulac, 1928 [ii] No de casualidad, el primer teatro que fundó Antonin Artaud llevaba el
nombre del genial dramaturgo francés.
[iv] Jaques Copeau, “La scène et l´acteur”, texto redactado para una sesión
de organización del Vieux- Colombier en 1920-21. Citado por Jacqueline de
Jomaron en “Le théatre en France”, op. Cit. Pág. 735. La traducción y las
negritas son mías (R.P.)
[vi] Esto no ocurre con, por ejemplo, “El gabinete del Dr. Caligari”, en la
versión definitiva, que traicionaba el guión original de Carl Mayer. En efecto, en
el filme finalmente rodado por R. Wiene, la locura, el supuesto universo del
delirio evocado a partir de las escenografías deformes, supuestamente
“expresionistas”, son luego reencausadas por el hallazgo de la relación lógico-
causal que suscitaba dicha locura por parte del director del manicomio, esto es,
el propio Dr. Caligari. “El gabinete…” es un filme “sólido”, estático. Su supuesto
vanguardismo reposa únicamente por en la estaticidad de sus decorados. Por
eso, dentro de este dispositivo teórico, no hemos de considerarlo como un filme
de vanguardia, como sí hacen otros teóricos, como Noel Bürch y Vicente
Sánchez- Biosca, por ejemplo, desde otro lugar. Esto ya lo habíamos adelantado
la clase pasada.
[vii] Estas cuestiones, acerca de las definiciones “operativas” que utilizamos en
los seminarios, las hemos repetido numerosas veces. Pero, si el cine de
vanguardia y experimental puede utilizar la repetición como uno de sus
componentes principales, permítasenos utilizarla también como un recurso
didáctico. En efecto, nunca olvidemos que aquí se trata de seminarios trasmitidos
por Internet. En la práctica docente, cualquiera esta sea, la repetición, e incluso
la redundancia, es un recurso didáctico imprescindible para aclarar y fijar
conceptos.
(…)
De la infinidad de fenómenos que pasan en torno de mí, aíslo uno. Elijo, por
ejemplo, un cenicero sobre mi mesa (el resto desaparece en la sombra).
Pero si, después de haber destacado ese fenómeno sin objeto preciso, vuelve
usted a él, ahí esta lo grave. ¿Porqué ha vuelto usted, si aquel carece de
importancia? ¡Ah, ah!, ¿así que significa algo para usted, ya que vuelve a él? He
aquí como, por el simple hecho de concentrarse sin razón alguna un segundo
más en un fenómeno, la cosa comienza a ser diferente del resto, a cargarse de
sentido…
¿Será que la realidad es, en esencia, obsesiva? Dado que nosotros construimos
nuestros mundos por asociación de fenómenos, no me sorprendería que en el
principio de los tiempos haya habido una asociación gratuita y repetida que fijara
una dirección dentro del caos, instaurando un orden.
[xi] Con lo cual aparece otro tema interesante: la dificultad de encontrar una
expresión cinematográfica a los conceptos abstractos que muchos cineastas de
vanguardia postulaban teóricamente. Del papel al celuloide había, en muchos
casos, un camino muy largo cubierto de arbitrariedades e ingerencias de
productores y diversos factores económicos.
[xiv] Cf. nuestro seminario “Los años luz”. Para una descripción más acabada
del barroquismo experimental alemán de la década del setenta, Leibniz y el
sistema de las monadas, véase las dos clases dedicadas a Heinz Emigholz en
nuestro quinto seminario, “los iconoclastas del cine alemán”.
[xviii] Jean Epstein, “Le cinema et les au- delà de Descartes”, en “Jean
Epstein” de Pierre Leprohon, Éditions seghers, París, 1964, pág. 142.
[xix] Antonin Artaud, “El poder del cine”, en “El cine”, Edit. Alianza, Madrid,
1995.
[xxii] Gilles Deleuze, “Estudios sobre cine II: la Imagen- tiempo”, Edit.
Paidos, Barcelona 1986, pág. 224.
[xxiii] De los comentarios al guión de “La caracola…”, Artaud, “El cine”, op.
Cit.
[xxv] Hay que agregar que, fiel a su tradición de contradicciones, cuando poco
tiempo después se estrena “Un perro andaluz” y se le adjudica a Buñuel la
paternidad del cine surrealista, Artaud no dudará en reivindicar a “La caracola y
el clérigo” y reclamar para sí la tan mentada paternidad. Acusa a Buñuel de
plagio y de formar parte de un complot imaginario en contra de su persona. La
paranoia de Artaud ya estaba haciendo estragos en su persona.