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Los ciclos económicos mundiales y la crisis de la economía norteamericana

. . Mario Rapoport1

Los sucesivos temblores en la economía mundial, tienen dos tipos de lectura.Una


primera es la de los que piensan que se trata de una situación coyuntural que puede
superarse, como ocurrió otras veces, mediante alguna iniciativa de la Reserva Federal
USA .O sino con la novedad de emplear recursos estatales.

En otras palabras, a diferencia de lo que ocurrió con el más reciente endeudamiento


externo argentino, el principal deudor mundial puede atraer capitales, con la
"seguridad" que le brindan (o brindaban) sus bonos estatales, para conseguir as í los
fondos que le hacen falta. O, en circunstancias extremas, como ocurre actualmente,
endeudar a sus contribuyentes ya altamente comprometidos, emitiendo dólares para
salvar el capital en desgracia producto de una especulación desenfrenada. En el
primer caso la ayuda viene, sino de potencias económicas emergentes que lo superan
en competitividad y crecimiento pero no tienen un arma monetaria poderosa En el
segundo, los recursos fiscales no vendrán tampoco en la proporción debida de los
ciudadanos más pudientes, a quienes se les han rebajado los impuestos para que
puedan invertir mejor, es decir alimentar la especulación y el desgaste

La actual crisis de la economía norteamericana ha llevado a compararla con la


de 1929, que representó el inicio de una larga depresión de la cual pudo salir en
alguna medida gracias a las políticas del New Deal pero, sobre todo, debido al
esfuerzo productivo que significó la Segunda Guerra Mundial. No se trata de una
comparación casual, aunque los elementos que aproximan ambas crisis parecen
menores que los que las diferencian. En los años '20, previos al crac de la bolsa de
Nueva York, se asistía a una sobrevaluación de títulos y acciones palanqueados por
holdings creados artificialmente. También se advertía el movimiento incontrolado de
flujos de capital, la quiebra del patr ón cambio oro y una oferta de bienes en los
Estados Unidos superior a su demanda, sin poder ser colocada.

Un aspecto resulta, sin embargo relevante. El cuestionamiento del pensamiento


económico clásico, comenzando por el de sus mismos fundadores. Así, Adam Smith
vio a la sociedad como un todo orgánico, compuesto por átomos que se articulan,
interactúan y tienden a un equilibrio. El hombre, al perseguir su propio inter és
individual buscando el máximo beneficio.

Es llevado -según Smith- por "una mano invisible" que "lo conduce a promover un fin
que no estaba en sus intenciones".

Con esta idea se articula la Ley de Say, que comenzó a ser puesta en duda a luz de los
hechos planteados por la Gran Depresión y que tiene un postulado principal: el
reconocimiento de una fuerza natural propia del mercado que asegura que toda oferta
crea su propia demanda para cualquier nivel de producci ón y de empleo, dejando
sentado la inexistencia de desequilibrios económicos permanentes en el sistema. De
allí se desprende un segundo supuesto. Según los economistas neoclásicos, la parte
del ingreso ahorrado (no gastado en bienes de consumo) se destina a la inversión, en
tanto que la demanda futura se satisface mediante la inversión presente.

Las críticas provenientes de la teoría económica fueron decisivas. Partían del principio
de que había, en verdad, una contradicción entre el interés de cada individuo y el
interés de todos; que ambos no coincidían en la práctica. La objeción más directa a la
Ley de Say consistió en reconocer el hecho de que la oferta no crea su propia
demanda y de que las crisis son una consecuencia del funcionamiento mismo del
sistema. Keynes, años más tarde, expresaría su crítica de este postulado en su Teoría
General: resultaba una falacia suponer la existencia de "un eslabón que liga las
decisiones de abstenerse del consumo presente con las que proveen al consumo
futuro siendo que los motivos que determinan las segundas no se relacionan en forma
simple con los que determinan las primeras".

Ello hace pertinente el tratar de vincular fenómenos actuales con coyunturas pasadas,
hacer un breve recordatorio de las sucesivas crisis económicas y financieras que se
produjeron en los últimos cincuenta años y ver si es posible explicar estos fenómenos
a partir de ciertos marcos teóricos conocidos. Lo que nos interesa es comprender el
largo plazo y analizar sus tendencias.

Si se parte de la teoría de los "ciclos largos", acuñada por el economista ruso Nicolai
Kondratieff y popularizada por Schumpeter, nos hallaríamos así actualmente en una
fase B, descendente, de la coyuntura económica mundial, que aún no habría
terminado. Si bien la ortodoxia económica puso en duda la existencia misma de estos
ciclos, los historiadores económicos los verificaron . De esta forma la actual
tendencia no sería una novedad histórica y formaría parte de un proceso
característico en el desarrollo del capitalismo. Según esta explicación se podrían
identificar ciclos económicos de aproximadamente 50 años, con una fase ascendente
(A, de auge) y una descendente (B, depresiva o de disminución del crecimiento) de 25
años cada una. Lo más interesante es que en las fases A se producen cambios
tecnológicos de significación impulsados por el auge; mientras que en las fases B se
acentúan procesos de globalización financiera buscando oportunidades de inversión
ante la caída de los índices de rentabilidad, a lo que se añade la difusión de nuevas
tecnologías por la mayor competitividad resultante de las condiciones
recesivas. Una situación que advertimos en la etapa abierta en los 70, cuando se
expanden los mercados y flujos financieros estimulados por la consolidaci ón de las
nuevas tecnologías de la informática y las comunicaciones. Fenómenos ambos que no
impidieron, sin embargo, una sensible reducción en las tasas de crecimiento de la
economía mundial. La principal objeción que se plantea si seguimos este esquema es
que la fase cíclica actual parece no querer revertirse y supera ya los 30 años.

Siguiendo la evolución de los hechos económicos nos encontramos con que el período
de expansión de la posguerra, el más virtuoso del capitalismo - de 1945 a 1975-
comienza a frenarse hacia principios de los setenta. El plan Marshall, las inversiones
norteamericanas en el mundo, la recuperación de las economías europeas y de Japón,
la saturación de la demanda interna, los gastos militares por la guerra de Vietnam y la
demanda de productos energéticos, terminaron produciendo en los años 70 una caída de
la tasa de ganancia y un desaceleración del crecimiento. La suba de los precios que
acompañó este proceso se llamó estanflación (estancamiento con inflación) un fenómeno
totalmente nuevo y diferente al de los años '30 caracterizado por otra dupla:
estancamiento con deflación.

Hasta entonces, la firmeza del dólar cimentada en la hegemonía económica, política y


militar estadounidense, había hecho posible la estabilidad del sistema financiero
internacional. Sin embargo, a lo largo de los años sesenta, por diferentes vías Estados
Unidos vio disminuir su supremacía productiva, monetaria y comercial frente a la
acometida europea y japonesa. Como expresión de este hecho y de su política
económica interna, la balanza de pagos del país del norte se volvió crecientemente
deficitaria

Las consecuencias que este fenómeno trajo consigo fueron trascendentales: el


debilitamiento de la divisa estadounidense; la progresiva desconfianza del resto de las
naciones en el dólar como moneda de reserva y de pago internacional, y el desarrollo
de un mercado libre de eurodólares y euro-dinero que fomentó el movimiento
internacional de capitales.
Finalmente, en agosto de 1971, el presidente Nixon suspendió la convertibilidad del
dólar, cuando anunció que su país dejaría de vender oro a otras economías. Mediante
esta decisión unilateral, Estados Unidos no sólo abandonaba la obligación que se había
autoimpuesto en la Conferencia de Bretton Woods, en 1944, sino también demolía uno
de los soportes fundamentales del sistema monetario internacional de la posguerra: el
patrón cambio oro-dólar que fue reemplazado por el patrón dólar. El dólar pasó así,
paradójicamente, a depender sólo de si mismo, o mejor dicho de la
buena voluntad de la Reserva Federal. La sustitución de! sistema de tasas de cambio
fijas por tasas flexibles, le siguió. Por otra parte, con el aumento de los precios del
petróleo, en 1973, aparecen los petrodólares, agregándose a los eurodólares que
inundan ya Europa y creando entre ambos una formidable liquidez internacional.
De allí a salir a reciclar esos dólares baratos, con el apoyo del FMI que aconsejaba a los
países emergentes su pronta toma a través del endeudamiento externo hubo un breve
paso. Esto permitió no sólo colocar excedentes financieros sino también comerciales y
coincidió en América latina con las dictaduras de Pinochet y Videla, que tuvieron el
financiamiento necesario para poder practicar políticas neoliberales que pocos años
después se consolidaron en el mundo.

Cuando a fines de la década, para paliar la recesión que se venía en EEUU la


Reserva Federal elevó sus tasas de interés, volvió a atraer los capitales hacia el norte
y dejó en el sur una crisis formidable y una .deuda aparentemente eterna.

Sin embargo, la situación no se recompuso fácilmente. Es verdad que las tendencias


no fueron lineales ni iguales para todos los pa íses y que hubo períodos de
crecimiento para algunos de ellos, aunque también de un largo estancamiento para
otros, como le ocurrió a Japón. De todos modos, los momentos de cierto auge
resultaron por lo general cortos y terminaron en recesiones o crisis cada vez más
frecuentes. Como rasgos comunes aparecían, entre otros, el fin del Estado
benefactor y del pleno empleo, el predominio ideológico del neoliberalismo, la
desregulación de los mercados, la hipertrofia de la esfera financiera, la utilizaci ón de
productos derivados que generaban una economía altamente especulativa, la
trasnacionalización de los economías y el desplazamiento de empresas en busca de
menores costos laborales.

Mientras tanto, el mundo era escenario de sucesivas crisis. La crisis de la deuda de


los años '80 involucra sobre todo a América latina mientras la economía
norteamericana se recuperaba, pero en 1987 se produjo una caída brutal en la bolsa de
Wall street. Los altos gastos militares y otras políticas neokeynesianas dirigidas,
sobre todo, a superar definitivamente en términos económicos y estratégicos a la
agonizante Unión Soviética parecieron suficientes para relanzar la economía. La caída
de la superpotencia rival y el fin de la guerra fría significaron entonces para muchos los
inicios de un nuevo siglo de prosperidad marcados por el "Consenso de Washington".

Por otra parte, Plan Brady mediante, los bancos norteamericanos comprometidos con
la deuda del tercer mundo se libraron de ella transform ándolas en bonos que
colocaron a ahorristas del primer mundo. Y esto permitió, además, adquirir o respaldar
la compra de activos públicos y privados a bajo precio en países de la periferia, como
la Argentina, enormemente endeudados. Sin embargo, los comienzos de los años '90
fueron traumáticos, con una economía nuevamente en dificultades y una inesperada
guerra del Golfo.

La globalización económica, de la mano tecnológica de la informática y las


comunicaciones y de la mano operativa de nuevos productos financieros en los
mercados, favorecieron a la economía norteamericana que pudo retomar la senda de
crecimiento. Los que se cayeron ahora fueron países periféricos y no sólo, como
podría suponerse, los fuertemente endeudados. Junto a México, Turquía, Rusia, Brasil
y finalmente la Argentina, los exitosos "tigres asiáticos", que habían experimentado un
formidable avance tecnológico e industrial y hecho bien los deberes del desarrollo en
años anteriores, padecieron una fuerte crisis por el desplazamiento en la economía
mundial de la esfera productiva a la financiera.

No obstante, en los comienzos del nuevo siglo la potencia del norte volvi ó a tener
problemas económicos. Aún antes del atentado a las torres gemelas comenzaron a
quebrar varios hedge fund y empresas puntocom y de servicios con acciones
sobrevaloradas en la bolsa o directamente vaciadas por sus due ños, como Enron, en
un clima especulativo que permitía todo tipo de fraudes, comprometiendo a bancos e
instituciones financieras de relevancia como el Citigroup. Con la amenaza del nuevo
terrorismo internacional el gobierno de Bush (h) optó por una fuga hacia delante, a
través de poner en práctica la intervención militar en Irak, acompañada por políticas
internas que combinaron rebajas de impuestos para los más pudientes con un notorio
incremento de los gastos gubernamentales en rubros de seguridad y defensa: por
ejemplo, los gastos militares llegaron a representar un 40% de los recursos fiscales.
Esto dio por resultado un enorme déficit gemelo, tanto en el orden fiscal como en el de
la cuenta corriente de la balanza de pagos. La salud económica de EEUU pasó a
depender, en gran medida, del empuje de la economía china y de otras naciones, que
colocan sus ganancias en el comercio mundial en bonos de ese pa ís, considerados
más seguros que otros títulos o acciones.

La ilusión brindada por los recursos petroleros de Irak y un endeudamiento externo


sostenido por la tenencia de la divisa clave hizo creer que la econom ía
estadounidense volvía a quedar a salvo. Pero, por un lado, Irak resultó un terreno
pantanoso con más costos políticos, militares y económicos que beneficios, mientras
que, por otro, estalló una nueva burbuja especulativa. Esta vez,' en el mercado
inmobiliario de hipotecas de alto riesgo (subpríme), poniendo al desnudo una falsa
economía bastante parecida a la de la Argentina de antes de la crisis. Se promov ía el
endeudamiento hipotecario de numerosas familias que carecían del poder adquisitivo
necesario para cumplir con sus obligaciones. Lo peor es que grandes bancos del
corazón de Wall Street respaldaban con esas hipotecas títulos que integraban sus
fondos de inversión.

La situación actual no es, sin duda, la misma que en aquella época. Por un lado,
el problema no se reduce a un solo Estado sino a todo un sector de la econom ía
norteamericana y, por otro, lo que se halla hoy en juego no es la acci ón de
especuladores aventureros sino la credibilidad de respetables instituciones
bancarias. Standard & Poors califica la crisis inmobiliaria como la peor de este
tipo que sufre Estados Unidos desde aquel crac de 1929. Esas hipotecas, que tienen
que ver con la práctica de hacer préstamos a individuos que no califican para los
tipos de interés del mercado debido a problemas con su historia crediticia,
muestran que la especulación financiera no reconoce límites.

Salvando las distancias y los mecanismos de la época, también nos hace recordar una
vieja práctica argentina: la de las cédulas hipotecarias de finales del siglo XIX, en
plena vigencia del modelo agroexportador, historia que bien vale una digresión. En esa
época, más precisamente a mediados de los años '80, se habían creado a través de
dos Bancos Hipotecarios existentes, uno de la Provincia de Buenos Aires y otro
Nacional, las llamadas Cédulas Hipotecarias. En este caso estaban dedicadas, sobre
todo, al campo. El procedimiento era el siguiente: el propietario de un campo solicitaba al
banco un préstamo sobre el valor del terreno, que debía devolver en pagos anuales con
un interés en pesos/incluyendo la amortización. El banco prestaba no en dinero sino
en cédulas, que el propietario colocaba en el exterior a valor oro. El problema
principal con estas cédulas, aparte de que sus intereses se pagaban también en pesos y
estaban sujetos a la depreciación de la moneda, era que en su origen las tierras se
sobrevaluaban para aumentar el monto de los préstamos, mediante prácticas
corruptas entre bancos y propietarios.

De cualquier modo, esa fue la gota que rebasó el vaso. El dólar, cada vez más débil,
ya no pudo solucionar todo y ha dejado de ser la divisa clave: el euro y otras monedas
lo rodean competitivamente.

En este sentido, esta crisis poco se parece, como dijimos, a la de otras épocas. Ahora
existe un exceso artificial de demanda, cuyo financiamiento viene en gran parte del
exterior, y una estructura productiva menos competitiva. La crisis norteamericana tiene
rasgos comunes con las que se produjeron recientemente en países periféricos. La
diferencia es el tamaño de la economía, el enorme poder militar y político y la
persistencia del cada vez más declinante patrón dólar.

La conclusión principal que surge de ese panorama geopolítico y económico, no es la


definitiva crisis del gigante americano, sino el mayor margen de maniobra y libertad de
iniciativa de las otras potencias mundiales, tanto de las viejas, como las que integran la
Unión Europea, como de las nuevas. La UE tendría ciertas ventajas por tener la
principal divisa rival, pero no puede detentarlas dada la ausencia de un poder central
y su escaso peso estratégico y militar. En el continente asiático, la gran incógnita es el
futuro de China, que puede verse obligada a acompañar su expansión económica con
otra político-militar, aunque debe resolver aún el problema de la propia integración de
su mercado nacional. Japón, Corea del Sur, la India, constituyen vértices importantes
de la ecuación continental.

En este marco, asoman los países latinoamericanos, que desde comienzos del siglo
XXI, después de padecer pasivamente las crisis de los modelos neoliberales muestran
una franca recuperación política y económica y un dinamismo sorprendentes, con
procesos de integración nacional y regional superadores. Teniendo pendientes todavía
graves problemas de pobreza y distribución de los ingresos disponen, sin embargo, de
márgenes de autonomía impensables hasta hace pocos años. La restauración "liberal-
conservadora" está retrocediendo, mientras comienza a prevalecer una visión que
recupera el rol de los Estados Nacionales por sobre los mercados autorregulados.
Desde la periferia de la economía mundial se está potenciando así un nuevo mapa del
mundo, que tiene como adicional protagonista a una insospechada América latina
poniendo también en cuestión el poder norteamericano.

En todo caso, la consolidación de bloques regionales, la aparición de monedas


competitivas del dólar y el abandono de presupuestos del neoliberaiismo, constituyen
tendencias opuestas que abren un interrogante sobre la evolución futura de la
economía mundial. Si no podemos ver el final del túnel, al menos es necesario
avizorarlo.

Y una segunda digresión. La depresión de los años 30 impulsó el programa económico


denominado New Deal (Nuevo Trato), sustentado en un fuerte respaldo a la inversión
mediante la intervención estatal; que se hacía facilitando el crédito, realizando obras
públicas para estimular la demanda e induciendo al empresariado a tomar
trabajadores. Con estos objetivos se crearon numerosos organismos públicos, que en
1934 ya empleaban a cuatro millones de personas, y se emprendieron grandes obras
hidroeléctricas. A través de medidas intervencionistas se procuró también salvar el
sistema bancario, relanzar el crecimiento industrial e impedir la baja en ¡os ingresos de
los agricultores: En el dominio social se estableció el derecho a la negociación
colectiva por parte de los sindicatos, se instauró un salario mínimo y se creó un
sistema de seguridad social. En el sector externo se devaluó el dólar y se
implementaron acuerdos de comercio recíprocos para agilizar e! intercambio comercial
y ganar mercados. Era un intervencionismo económico y social que buscaba
recomponer la economía para el conjunto de la ciudadanía norteamericana.

Ahora no se trata del mismo intervencionismo de corte keynesiano para elevar la


demanda efectiva. Más simplemente, su objetivo es salvar a empresas y compañías
en bancarrota, a grandes financistas e inversores, en resumen al establishment del
norte, aun a costa de la salud económica y financiera del conjunto de la población. Se
trata de un verdadero keynesianismo al revés o, para decirlo en palabras más exactas,
de una socialización de las perdidas de los ricos. El capitalismo liberal norteamericano
se ha transformado, vaya paradoja, en un capitalismo de Estado al estilo del de la ex
URSS.

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