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. . Mario Rapoport1
Es llevado -según Smith- por "una mano invisible" que "lo conduce a promover un fin
que no estaba en sus intenciones".
Con esta idea se articula la Ley de Say, que comenzó a ser puesta en duda a luz de los
hechos planteados por la Gran Depresión y que tiene un postulado principal: el
reconocimiento de una fuerza natural propia del mercado que asegura que toda oferta
crea su propia demanda para cualquier nivel de producci ón y de empleo, dejando
sentado la inexistencia de desequilibrios económicos permanentes en el sistema. De
allí se desprende un segundo supuesto. Según los economistas neoclásicos, la parte
del ingreso ahorrado (no gastado en bienes de consumo) se destina a la inversión, en
tanto que la demanda futura se satisface mediante la inversión presente.
Las críticas provenientes de la teoría económica fueron decisivas. Partían del principio
de que había, en verdad, una contradicción entre el interés de cada individuo y el
interés de todos; que ambos no coincidían en la práctica. La objeción más directa a la
Ley de Say consistió en reconocer el hecho de que la oferta no crea su propia
demanda y de que las crisis son una consecuencia del funcionamiento mismo del
sistema. Keynes, años más tarde, expresaría su crítica de este postulado en su Teoría
General: resultaba una falacia suponer la existencia de "un eslabón que liga las
decisiones de abstenerse del consumo presente con las que proveen al consumo
futuro siendo que los motivos que determinan las segundas no se relacionan en forma
simple con los que determinan las primeras".
Ello hace pertinente el tratar de vincular fenómenos actuales con coyunturas pasadas,
hacer un breve recordatorio de las sucesivas crisis económicas y financieras que se
produjeron en los últimos cincuenta años y ver si es posible explicar estos fenómenos
a partir de ciertos marcos teóricos conocidos. Lo que nos interesa es comprender el
largo plazo y analizar sus tendencias.
Si se parte de la teoría de los "ciclos largos", acuñada por el economista ruso Nicolai
Kondratieff y popularizada por Schumpeter, nos hallaríamos así actualmente en una
fase B, descendente, de la coyuntura económica mundial, que aún no habría
terminado. Si bien la ortodoxia económica puso en duda la existencia misma de estos
ciclos, los historiadores económicos los verificaron . De esta forma la actual
tendencia no sería una novedad histórica y formaría parte de un proceso
característico en el desarrollo del capitalismo. Según esta explicación se podrían
identificar ciclos económicos de aproximadamente 50 años, con una fase ascendente
(A, de auge) y una descendente (B, depresiva o de disminución del crecimiento) de 25
años cada una. Lo más interesante es que en las fases A se producen cambios
tecnológicos de significación impulsados por el auge; mientras que en las fases B se
acentúan procesos de globalización financiera buscando oportunidades de inversión
ante la caída de los índices de rentabilidad, a lo que se añade la difusión de nuevas
tecnologías por la mayor competitividad resultante de las condiciones
recesivas. Una situación que advertimos en la etapa abierta en los 70, cuando se
expanden los mercados y flujos financieros estimulados por la consolidaci ón de las
nuevas tecnologías de la informática y las comunicaciones. Fenómenos ambos que no
impidieron, sin embargo, una sensible reducción en las tasas de crecimiento de la
economía mundial. La principal objeción que se plantea si seguimos este esquema es
que la fase cíclica actual parece no querer revertirse y supera ya los 30 años.
Siguiendo la evolución de los hechos económicos nos encontramos con que el período
de expansión de la posguerra, el más virtuoso del capitalismo - de 1945 a 1975-
comienza a frenarse hacia principios de los setenta. El plan Marshall, las inversiones
norteamericanas en el mundo, la recuperación de las economías europeas y de Japón,
la saturación de la demanda interna, los gastos militares por la guerra de Vietnam y la
demanda de productos energéticos, terminaron produciendo en los años 70 una caída de
la tasa de ganancia y un desaceleración del crecimiento. La suba de los precios que
acompañó este proceso se llamó estanflación (estancamiento con inflación) un fenómeno
totalmente nuevo y diferente al de los años '30 caracterizado por otra dupla:
estancamiento con deflación.
Por otra parte, Plan Brady mediante, los bancos norteamericanos comprometidos con
la deuda del tercer mundo se libraron de ella transform ándolas en bonos que
colocaron a ahorristas del primer mundo. Y esto permitió, además, adquirir o respaldar
la compra de activos públicos y privados a bajo precio en países de la periferia, como
la Argentina, enormemente endeudados. Sin embargo, los comienzos de los años '90
fueron traumáticos, con una economía nuevamente en dificultades y una inesperada
guerra del Golfo.
No obstante, en los comienzos del nuevo siglo la potencia del norte volvi ó a tener
problemas económicos. Aún antes del atentado a las torres gemelas comenzaron a
quebrar varios hedge fund y empresas puntocom y de servicios con acciones
sobrevaloradas en la bolsa o directamente vaciadas por sus due ños, como Enron, en
un clima especulativo que permitía todo tipo de fraudes, comprometiendo a bancos e
instituciones financieras de relevancia como el Citigroup. Con la amenaza del nuevo
terrorismo internacional el gobierno de Bush (h) optó por una fuga hacia delante, a
través de poner en práctica la intervención militar en Irak, acompañada por políticas
internas que combinaron rebajas de impuestos para los más pudientes con un notorio
incremento de los gastos gubernamentales en rubros de seguridad y defensa: por
ejemplo, los gastos militares llegaron a representar un 40% de los recursos fiscales.
Esto dio por resultado un enorme déficit gemelo, tanto en el orden fiscal como en el de
la cuenta corriente de la balanza de pagos. La salud económica de EEUU pasó a
depender, en gran medida, del empuje de la economía china y de otras naciones, que
colocan sus ganancias en el comercio mundial en bonos de ese pa ís, considerados
más seguros que otros títulos o acciones.
La situación actual no es, sin duda, la misma que en aquella época. Por un lado,
el problema no se reduce a un solo Estado sino a todo un sector de la econom ía
norteamericana y, por otro, lo que se halla hoy en juego no es la acci ón de
especuladores aventureros sino la credibilidad de respetables instituciones
bancarias. Standard & Poors califica la crisis inmobiliaria como la peor de este
tipo que sufre Estados Unidos desde aquel crac de 1929. Esas hipotecas, que tienen
que ver con la práctica de hacer préstamos a individuos que no califican para los
tipos de interés del mercado debido a problemas con su historia crediticia,
muestran que la especulación financiera no reconoce límites.
Salvando las distancias y los mecanismos de la época, también nos hace recordar una
vieja práctica argentina: la de las cédulas hipotecarias de finales del siglo XIX, en
plena vigencia del modelo agroexportador, historia que bien vale una digresión. En esa
época, más precisamente a mediados de los años '80, se habían creado a través de
dos Bancos Hipotecarios existentes, uno de la Provincia de Buenos Aires y otro
Nacional, las llamadas Cédulas Hipotecarias. En este caso estaban dedicadas, sobre
todo, al campo. El procedimiento era el siguiente: el propietario de un campo solicitaba al
banco un préstamo sobre el valor del terreno, que debía devolver en pagos anuales con
un interés en pesos/incluyendo la amortización. El banco prestaba no en dinero sino
en cédulas, que el propietario colocaba en el exterior a valor oro. El problema
principal con estas cédulas, aparte de que sus intereses se pagaban también en pesos y
estaban sujetos a la depreciación de la moneda, era que en su origen las tierras se
sobrevaluaban para aumentar el monto de los préstamos, mediante prácticas
corruptas entre bancos y propietarios.
De cualquier modo, esa fue la gota que rebasó el vaso. El dólar, cada vez más débil,
ya no pudo solucionar todo y ha dejado de ser la divisa clave: el euro y otras monedas
lo rodean competitivamente.
En este sentido, esta crisis poco se parece, como dijimos, a la de otras épocas. Ahora
existe un exceso artificial de demanda, cuyo financiamiento viene en gran parte del
exterior, y una estructura productiva menos competitiva. La crisis norteamericana tiene
rasgos comunes con las que se produjeron recientemente en países periféricos. La
diferencia es el tamaño de la economía, el enorme poder militar y político y la
persistencia del cada vez más declinante patrón dólar.
En este marco, asoman los países latinoamericanos, que desde comienzos del siglo
XXI, después de padecer pasivamente las crisis de los modelos neoliberales muestran
una franca recuperación política y económica y un dinamismo sorprendentes, con
procesos de integración nacional y regional superadores. Teniendo pendientes todavía
graves problemas de pobreza y distribución de los ingresos disponen, sin embargo, de
márgenes de autonomía impensables hasta hace pocos años. La restauración "liberal-
conservadora" está retrocediendo, mientras comienza a prevalecer una visión que
recupera el rol de los Estados Nacionales por sobre los mercados autorregulados.
Desde la periferia de la economía mundial se está potenciando así un nuevo mapa del
mundo, que tiene como adicional protagonista a una insospechada América latina
poniendo también en cuestión el poder norteamericano.